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Hasta dónde apoyamos a Ucrania.

Habermas, el gran intelectual, aborda el


dilema de Europa
Occidente debe medir cuidadosamente cada grado adicional
de ayuda militar a Kiev. Vladímir Putin es quien decidirá en
qué momento el apoyo occidental equivale a entrar en guerra

Los
bomberos trabajan para extinguir un incendio después de un ataque ruso en Járkov
(Ucrania).FELIPE DANA (AP)
JÜRGEN HABERMAS
07 MAY 2022 - 08:53 COT
El País (España)

Tras 77 años sin conflictos bélicos y a los 33 del fin de una paz salvaguardada por el
equilibrio del terror, aunque siempre amenazada, las inquietantes imágenes de la guerra han
vuelto a nuestras puertas, liberadas por el arbitrio de Rusia. La presencia mediática de los
acontecimientos de esta contienda domina nuestra vida cotidiana como nunca.
Un presidente ucranio que conoce bien el poder de las imágenes se encarga de hacernos
llegar mensajes sobrecogedores, mientras que las nuevas escenas de brutal destrucción y
espantoso sufrimiento que se producen a diario encuentran en las redes sociales de
Occidente un eco autorreforzado. La novedad de la difusión y la capacidad calculada de
causar impacto en la opinión pública de un acontecimiento bélico con el que no se contaba
probablemente nos produzca más impresión a los mayores que a los jóvenes,
acostumbrados a los medios.

No obstante, tanto con una hábil puesta en escena como sin ella, son hechos que nos crispan
los nervios y a cuyo efecto estremecedor contribuye la conciencia de la proximidad
geográfica de la batalla. Así, entre los espectadores de Occidente crece la inquietud con
cada muerte, la conmoción con cada asesinato, la indignación con cada crimen de guerra, y
también el deseo de alguna forma de oposición activa. El telón de fondo racional contra el
que se agitan estas emociones en todo el país es la lógica toma de partido contra Putin y
contra el Gobierno ruso que ha lanzado una guerra ofensiva a gran escala violando la
legislación internacional, y que con su estrategia sistemáticamente inhumana conculca el
derecho internacional humanitario.

A pesar de esta toma de partido unánime, entre los gobiernos de la alianza de Estados
occidentales han empezado a surgir planteamientos dispares, y en Alemania ha estallado
una estridente polémica, alimentada por los comentarios en la prensa, sobre la naturaleza y
el alcance de la ayuda militar a la asediada Ucrania. Las peticiones de una Ucrania acosada
sin culpa que convierte sin reparo los errores de apreciación política y las tomas de
decisiones equivocadas de anteriores gobiernos alemanes en chantaje moral son tan
comprensibles como naturales los sentimientos, la compasión y la necesidad de ayudar que
despiertan en todos nosotros.

Y, sin embargo, me irrita la seguridad en sí mismos con que los acusadores moralmente
indignados de Alemania se oponen a un Gobierno federal reflexivo y cauto. En una
entrevista con la revista Der Spiegel, el canciller alemán, Olaf Scholz, resumía así su
política: “Nos enfrentamos al terrible sufrimiento que Rusia está infligiendo a Ucrania con
todos los medios a nuestro alcance, sin crear una escalada incontrolable que cause un dolor
inconmensurable en todo el continente, y quizá incluso en todo el mundo”. Ahora que
Occidente ha tomado la decisión de no intervenir en este conflicto como beligerante, hay un
umbral de riesgo que impide comprometerse sin restricciones a armar a Ucrania. Este
umbral ha vuelto a quedar patente con el reciente cierre de filas del Gobierno alemán con
los aliados en la base aérea de Ramstein y la renovada amenaza de Serguéi Lavrov de
utilizar armas nucleares. Quienes, con una actitud agresiva y autosuficiente, quieren seguir
empujando al canciller en esa dirección sin tener en cuenta este límite, ignoran o
malinterpretan el dilema en el que esta guerra ha sumido a Occidente. Y es que Occidente,
con su decisión moralmente bien fundamentada de no ser parte de la guerra, se ha atado las
manos.
Un
soldado ucranio, junto a un edificio destruido por los bombardeos rusos, en Chernihiv
(Ucrania).AP PHOTO/ EMILIO MORENATTI

El dilema que pone a Europa en el peligroso brete de elegir entre dos males —la derrota de
Ucrania o la conversión de un conflicto limitado en una tercera guerra mundial—es claro.
Por una parte, de la Guerra Fría hemos aprendido que una guerra contra una potencia
nuclear ya no puede ser “ganada” en ningún sentido razonable, al menos no con la fuerza
militar en el plazo limitado de un conflicto caliente. La capacidad de amenaza nuclear
significa que la parte amenazada, posea o no armas nucleares, no puede poner fin a la
insoportable destrucción causada por la fuerza militar con una victoria, sino, en el mejor de
los casos, con un compromiso que permita salvar la cara a ambas partes. No cabe esperar,
por tanto, que ningún bando acepte una derrota que suponga su retirada del campo de
batalla como “perdedor”. Las negociaciones de alto el fuego que se están desarrollando al
mismo tiempo que se sigue combatiendo son una manifestación de esta idea: mientras
duran, mantienen abierta la consideración mutua del adversario como posible socio
negociador. Es verdad que la posibilidad de sostener la amenaza nuclear por parte de Rusia
depende de que Occidente crea capaz a Putin de utilizar armas de destrucción masiva. Pero,
de hecho, a lo largo de las últimas semanas, la CIA ya ha advertido de que existe el peligro
de que se utilicen armas atómicas tácticas (que, al parecer, solo se han desarrollado para
volver a hacer posible la guerra entre potencias nucleares). Esto proporciona al bando ruso
una ventaja asimétrica sobre la OTAN, la cual, debido a las dimensiones apocalípticas de
una guerra mundial —con la participación de cuatro potencias nucleares—, no quiere
convertirse en parte beligerante.

Ahora es Putin quien decide cuándo cruza Occidente el umbral definido por el derecho
internacional, más allá del cual él considera, también formalmente, que el apoyo militar a
Ucrania representa la entrada occidental en la guerra. Dado el riesgo de una conflagración
mundial, que debe evitarse a toda costa, la indeterminación de esta decisión no deja margen
alguno a especulaciones arriesgadas. Incluso si Occidente fuera lo bastante cínico como
para asumir el riesgo implícito en la “advertencia” sobre la utilización de un arma nuclear
“táctica” —es decir, para aceptarlo en el peor de los casos—, ¿quién podría garantizar que
pudiera detenerse la escalada? Solo queda margen para argumentos que deben ser
sopesados cuidadosamente a la luz de los necesarios conocimientos especializados y de
toda la información imprescindible, no siempre a disposición pública, a fin de tomar
decisiones bien fundadas. Por lo tanto, Occidente, que no ha dejado lugar a la duda sobre su
participación de facto en este conflicto con las drásticas sanciones impuestas desde el
primer momento, debe medir cuidadosamente cada grado adicional de apoyo militar a fin
de determinar si con ello podría estar sobrepasando el límite impreciso, por cuanto depende
del poder de Putin para establecerlo, de la entrada formal en la guerra.

Por otra parte, el bando occidental, como muy bien sabe la parte rusa, no puede dejarse
chantajear a discreción por causa de esta asimetría. Si se limitara a abandonar a su suerte a
Ucrania, no solo sería un escándalo desde el punto de vista político y moral, sino que iría en
contra de sus propios intereses, ya que no cabe duda de que entonces tendría que volver a
jugar a la misma ruleta rusa en el caso de Georgia o de Moldavia, y quién sabe quién sería
el próximo. Es cierto que la asimetría que podría conducirlo a un callejón sin salida a largo
plazo solo existirá mientras Occidente siga evitando, con buen criterio, el riesgo de una
guerra nuclear mundial. Así, al argumento de que no hay que arrinconar a Putin porque, en
ese caso, sería capaz de cualquier cosa, se contrapone el de que precisamente esta “política
del miedo” da vía libre al adversario para que siga extendiendo el conflicto paso a paso,
como señalaba Ralf Fücks en Süddeutsche Zeitung.  Por supuesto, también este argumento
no hace sino ratificar la naturaleza de una situación esencialmente imprevisible. Porque
mientras estemos decididos, por buenas razones, a no entrar en esta guerra para proteger a
Ucrania, la clase y el alcance del apoyo militar se deberán decidir teniendo en cuenta estas
condiciones. Quienes se oponen a una “política del miedo” con consideraciones
justificables racionalmente se encuentran ya en el ámbito argumentativo de esa ponderación
políticamente responsable y detallada e imparcialmente informada en la que insiste con
razón el canciller Olaf Scholz.

Contra la sovietología

La cuestión aquí es tener en cuenta cuál sería, desde nuestro punto de vista, una
interpretación aceptable para Putin de un límite conforme al derecho que nosotros mismos
nos hemos impuesto. Los enardecidos detractores de la línea gubernamental caen en la
incoherencia al negar las implicaciones de una decisión básica y trascendental que no
cuestionan. La determinación de no participar no significa que Occidente se limite a
abandonar a Ucrania a su suerte en su lucha contra un adversario superior hasta que la
intervención sea inevitable. Es evidente que sus entregas de armas pueden influir
favorablemente en el curso de una contienda que Ucrania está decidida a continuar aun a
costa de grandes sacrificios. Ahora bien, ¿apostar por una victoria ucrania sobre la infernal
estrategia militar rusa sin tomar las armas uno mismo no es acaso un autoengaño piadoso?
La retórica belicista no se compadece con el palco desde el que se entona con elocuencia,
ya que no anula la imprevisibilidad de un adversario que podría apostarlo todo a una carta.
El dilema de Occidente consiste en que solo puede dar a entender a Putin —que, llegado el
caso, podría estar dispuesto incluso a una escalada nuclear— su firmeza en lo que a la
integridad de las fronteras nacionales de Europa se refiere prestando a Ucrania un apoyo
militar autolimitado que no traspase la línea roja de lo que el derecho internacional define
como una entrada en guerra. Ponderar con sobriedad la asistencia militar autolimitada se
complica aún más cuando se tienen en cuenta los motivos que impulsaron a la parte rusa a
tomar una decisión evidentemente mal calculada. La focalización en la persona de Putin
lleva a conjeturas descabelladas que nuestros principales medios de comunicación difunden
hoy como en los mejores tiempos de la sovietología especulativa. La imagen de un Putin
decididamente revisionista que prevalece en la actualidad se tiene que equilibrar como
mínimo con una estimación racional de sus intereses. Incluso si Putin cree que la disolución
de la Unión Soviética fue un gran error, la idea de un visionario excéntrico que, con la
bendición de la Iglesia ortodoxa rusa y bajo la influencia del ideólogo autoritario Alexander
Dugin, ve la restauración gradual del gran imperio ruso como la obra de su vida política
difícilmente refleja toda la verdad sobre su carácter. Sin embargo, estas proyecciones son la
base sobre la que se apoya la suposición generalizada de que las intenciones agresivas de
Putin van más allá de Ucrania y se extienden a Georgia y Moldavia, luego a los miembros
de la OTAN de la región del Báltico y, por último, a los Balcanes.

A esta imagen de Putin como una personalidad nostálgica del pasado movida por su delirio
se contrapone un historial de ascenso social y una carrera de buscador de poder racional y
calculador formado en el KGB, cuya inquietud por las protestas políticas en los círculos
cada vez más liberales de su propio país se agudizó con el giro de Ucrania hacia Occidente
y el movimiento de resistencia política en Bielorrusia. Desde esta perspectiva, su repetida
agresión se entendería más bien como una respuesta cargada de frustración a la negativa de
Occidente a negociar su agenda geopolítica, principalmente el reconocimiento internacional
de sus conquistas infractoras del derecho internacional y la neutralidad de una “zona
colchón” que debía incluir a Ucrania. El abanico de estas y otras especulaciones similares
no hace sino ahondar las incertidumbres de un dilema que “exige extrema cautela y
contención”, como concluye el instructivo análisis de Peter Graf Kielmansegg publicado en
el  Frankfurter Allgemeine Zeitung el 19 de abril de 2022.

“Crisis de identidad”

Pero ¿cómo se explica entonces el acalorado debate interno en torno a la política,


reiteradamente afirmada por el canciller Scholz, de meditada solidaridad con Ucrania en
sintonía con los socios de la UE y la OTAN? Para evitar confundir temas, dejaré de lado la
polémica sobre la prolongación de una política de distensión con un cada vez más
imprevisible Putin, que dio buenos resultados hasta la caída de la Unión Soviética e incluso
después, y que ahora ha demostrado ser una grave equivocación. Lo mismo haré con el
error cometido por los sucesivos gobiernos alemanes al hacerse dependientes de
las importaciones baratas de petróleo ruso cediendo a la presión de la economía. Algún día
los historiadores juzgarán la poca memoria de las actuales controversias.
Diferente es el caso del debate que, bajo el enunciado cargado de significado “una nueva
crisis de identidad alemana”, discute ya las consecuencias de un “cambio de era” en
principio referido exclusivamente a la política del este alemana y al presupuesto de defensa.
Porque este debate, ligado sobre todo a los portentosos ejemplos de conversión de espíritus
pacifistas, parece anunciar la transformación histórica de una mentalidad alemana de
posguerra ganada con esfuerzo e insistentemente denunciada por la derecha, y con ella el
fin de un modo de practicar la política alemana enfocado al diálogo y la salvaguarda de la
paz.

Esta interpretación toma como referencia el ejemplo de los jóvenes educados en la


sensibilidad a las cuestiones normativas que no ocultan sus emociones y que han sido los
que más han levantado la voz exigiendo un compromiso mayor. Da la impresión de que la
realidad totalmente nueva de la guerra los ha sacado de golpe de sus ilusiones pacifistas.
Asimismo, recuerda a la ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock, hoy
convertida en icono, la cual, nada más empezar la guerra, dio una expresión auténtica a la
conmoción con gestos creíbles y una retórica confesional. No quiere decir que con ello no
representara también la compasión y el impulso de ayudar generalizados entre la población
de nuestro país, sino que además otorgó una forma convincente a la identificación
espontánea con el apremio vehementemente moralizador de los dirigentes ucranios,
decididos a ganar. De este modo, llegamos al núcleo del conflicto entre aquellos que, con
empatía pero bruscamente, adoptan la perspectiva de una nación que lucha por su libertad,
su derecho y su vida, y los que han extraído una lección diferente de las experiencias de la
Guerra Fría y, como los que protestan en nuestras calles, han desarrollado una mentalidad
distinta. Los primeros solo pueden imaginar la guerra desde la alternativa entre la victoria y
la derrota; los segundos saben que las guerras contra una potencia nuclear ya no se pueden
“ganar” en el sentido tradicional.
Mie
mbros del Gobierno alemán, entre ellos Olaf Scholz, escuchan la intervención en remoto
del presidente ucranio, Volodímir Zelenski, el 17 marzo, en el Bundestag (Berlín).TOBIAS
SCHWARZ (AFP VIA GETTY IMAGES)

Mentalidad posheroica

A grandes rasgos, las mentalidades más nacionales y más posnacionales de las poblaciones
constituyen el trasfondo de las diferentes actitudes ante la guerra. Esta diferencia se hace
patente cuando se comparan la admirada y heroica resistencia y la evidente disposición al
sacrificio de la población ucrania con lo que, generalizando, cabría esperar de “nuestras”
poblaciones de Europa Occidental en una situación similar. Nuestra admiración se mezcla
con un cierto asombro por la seguridad en la victoria y el valor inquebrantable de los
soldados y los reclutas de todas las edades, obstinadamente decididos a defender su patria
de un enemigo militarmente muy superior. En Occidente, por el contrario, contamos con
ejércitos profesionales a los que pagamos para que, llegado el caso, no tengamos que tomar
las armas nosotros mismos para defendernos, y dejemos la defensa en manos de personas
que ejercen la profesión de soldados.

Esta mentalidad posheroica pudo desarrollarse en Europa Occidental —si se me permite la


generalización— durante la segunda mitad del siglo XX gracias al paraguas nuclear de
Estados Unidos. En vista de la devastación que la guerra nuclear hacía posible, entre la élite
política y la abrumadora mayoría de la población se extendió la idea de que, en esencia, los
conflictos internacionales solo pueden solucionarse mediante la diplomacia y las sanciones,
y que, en caso de estallido de un conflicto militar, este debe resolverse cuanto antes, ya que
el peligro difícilmente calculable que conlleva la amenaza de la utilización de armas de
destrucción masiva implica que es humanamente imposible poner fin a la guerra con una
victoria o una derrota en sentido tradicional. “De la guerra solo se puede aprender a hacer la
paz”, afirma Alexander Kluge. Esta manera de ver no se traduce necesariamente en un
pacifismo por principio, es decir, la paz a cualquier precio. El propósito de acabar lo antes
posible con la destrucción, el sufrimiento humano y la descivilización no equivale a exigir
sacrificar una existencia políticamente libre a la mera supervivencia. A primera vista se
diría que el escepticismo frente al empleo de la fuerza militar encuentra su límite en el
precio de una vida asfixiada por el autoritarismo, una existencia de la que habría
desaparecido incluso la conciencia de la contradicción entre la normalidad impuesta y la
vida autodeterminada.

Me explico la conversión de nuestros antiguos pacifistas, celebrada por los intérpretes


derechistas del cambio de era, como el producto de la confusión de esas mentalidades
enfrentadas en el tiempo, pero históricamente asincrónicas. Este grupo distinguido
comparte la confianza de los ucranios en la victoria mientras apela con la mayor naturalidad
al derecho internacional conculcado. Después de Bucha, el eslogan “Putin, a La Haya” se
propagó a la velocidad del viento, señalando hasta qué punto solemos dar por sentados los
estándares normativos que aplicamos a las relaciones internacionales, o lo que es lo mismo,
indicando el verdadero alcance del cambio que afecta a las expectativas y la sensibilidad
humanitaria de la población.
A mi edad no oculto cierta sorpresa: con qué profundidad ha tenido que ser arado el
sustrato de nuestras certezas culturales sobre el que hoy viven nuestros hijos y nietos para
que hasta la prensa conservadora apele a los fiscales de un Tribunal Penal Internacional que
ni Rusia, ni China ni Estados Unidos reconocen. Por desgracia, estas realidades también
delatan la vacuidad de los fundamentos de la acalorada identificación con las acusaciones
morales cada vez más estridentes contra la moderación alemana. No es que el criminal de
guerra Putin no merezca comparecer ante un tribunal, sino que sigue teniendo derecho de
veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y puede amenazar a sus oponentes
con una guerra nuclear. Todavía hay que negociar con él el fin de la guerra, o al menos un
alto el fuego. No veo ninguna justificación convincente para reclamar una política que, por
doloroso y cada vez más insoportable que resulte ver el sufrimiento diario de las víctimas,
ponga en peligro de hecho la bien fundada decisión de no participar en esta guerra.

Los aliados no deberían reprocharse mutuamente unas diferencias político-mentales que


encuentran su explicación en una evolución histórica desigual, sino tomar nota de ellas
como un hecho y tenerlas sabiamente en cuenta en su cooperación. Pero mientras estas
diferencias que determinan la perspectiva permanezcan en un segundo plano, solo darán
lugar a la confusión emocional —como ocurrió con las reacciones de los diputados
alemanes a la llamada moral al orden del presidente ucranio en su discurso en vídeo ante el
Parlamento federal—, a la mezcla desordenada de aprobación insuficientemente madurada,
mera comprensión de la posición del otro, y el debido respeto a uno mismo. Descuidar las
diferencias de percepción e interpretación de la guerra que tienen su origen en la historia no
solo conduce a errores en el trato con el otro que acarrean múltiples consecuencias, sino,
peor aún, a una incomprensión recíproca de lo que el otro en realidad piensa y quiere.

Esta constatación también arroja una luz más neutra sobre la conversión de los antiguos
pacifistas. Y es que ni la indignación, ni la consternación y la compasión que motivan sus
mal encaminadas demandas pueden explicarse por el rechazo de las orientaciones
normativas de las que siempre se han burlado los llamados realistas. Más bien son
consecuencia de una interpretación demasiado estricta de esos principios. No es que sus
defensores se hayan convertido al realismo; es que se han precipitado sobre él. Ciertamente,
sin sentimientos morales no puede haber juicios morales, pero el juicio generalizador
también corrige el alcance limitado de los sentimientos que despierta la inmediatez.

Al fin y al cabo, no por casualidad los artífices del “cambio de era” son los izquierdistas y
liberales que, a la vista de los cambios drásticos en la constelación de las grandes potencias,
y a la sombra de las incertidumbres transatlánticas, quieren poner en práctica una idea
pendiente desde hace tiempo, a saber, que una Unión Europea que no esté dispuesta a que
su forma de vida social y política sea desestabilizada desde el exterior o socavada desde el
interior solo será capaz de actuar políticamente si también puede valerse por sí misma en el
plano militar. La reelección de Emmanuel Macron en Francia representa un respiro, pero
primero debemos encontrar una salida constructiva a nuestro dilema. Esta esperanza se
refleja en la cautelosa formulación del objetivo según el cual Ucrania no debe perder esta
guerra.
Jürgen Habermas (Düsseldorf, 1929) es, tal vez, el mayor intelectual europeo vivo. Filósofo y autor de
la ‘Teoría de la acción comunicativa’, defiende un “patriotismo constitucional” aplicable a escala
europea.

© Süddeutsche Zeitung

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