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Capítulo Uno: Saganto

La Cúpula de Saganto. Durante casi un siglo completo había sido una maravilla que contemplar
en lontananza desde cualquiera de las cuatro vías que llevaban hasta ella. Norte, Sur, Este y Oeste. Una
vista de dorado intenso al amanecer y de oro bruñido al caer la tarde. Pero hacía ya más de tres
centurias que la Cúpula no era visible desde prácticamente ningún punto de los caminos que se
adentraban en la ciudad. Ni siquiera era ya observable, rodeada de edificios anexos con anexos sobre
ellos mismos, desde la propia ciudad. Así que la Cúpula de Saganto era algo que nadie vivo había
llegado a contemplar. No, al menos, en la forma en la que había llegado a dar nombre a la ciudad que
había nacido a sus pies. Saganto, la Ciudad Áurea, hacía mucho que no podía llamarse así, pero todavía
nadie le había dado un nuevo nombre. Así, aquella pieza arquitectónica, en un tiempo magnífica,
seguía dominando, ahora invisible, la ciudad. No obstante, no era eso lo que había hecho a Saganto
una ciudad famosa, sino su biblioteca. Una biblioteca que se había encargado de recopilar, o de eso se
vanagloriaban sus celosos custodios, todo el conocimiento sobre el Listhá. La Biblioteca de Saganto.

—¡No! —bramó Oratru levantándose de su asiento y haciendo temblar todos los colgantes de oro en
su cuello bajo su espesa barba pelirroja —. ¡Esto es inaceptable! —La larga barba cana del hombre se
agitó.
—Es, sencillamente, provocación —aseveró la Sabia Anndoi sin apartar la mirada del emisario ni
moverse del sitio.
—¿Provocación? —El hombre tomó una bocanada de aire y se acomodó en el asiento, dejando claro
que apenas sentía tensión —. No. En absoluto. Eso sería si el Rey de Cimatormenta hubiera enviado su
ejército en lugar de a mí.
—Eso, estimado Sesmón—el desprecio tiñó la voz —, no habría sido, en absoluto, peor que enviaros.
A la exigencia hay que añadir la burla.
—Nuestro rey sólo demanda lo que le pertenece. Y si me ofrecí a ser su emisario, venerada Tabía, fue
pensando que sería más fácil escucharlo de un igual.
—Al menos ahórranos la vergüenza de la mentira —solicitó Anndoi —. Rogaste traer semejante
demanda. Estás henchido de satisfacción. Anhelas que nos humilláramos ante ti. Que roguemos. Pero
no te daremos esa satisfacción.
—Lo malinterpretáis, Tabía.
—No. En absoluto malinterpretamos nada —atajó la sabia, esta vez sí, levantándose de su asiento. Su
cuerpo anciano daba una falsa sensación de fragilidad, pero la fuerza en sus movimientos la desmentía
—. Respóndeme. ¿Cuánto llevas planeándolo?
Una risotada surgió de la garganta de Sesmón. Que dedicó aviesas sonrisa y miradas a la mujer.
—Siempre habéis sido la más perspicaz de todo el consejo de la Gran Biblioteca. Sabéis bien todos
desde cuándo. En el preciso instante en el que me exiliasteis. Crucé esa puerta años atrás y en mi
mente sólo tenía un objetivo.
—Así que todo esto es por un burdo sentimiento de venganza. Eres más patético a cada momento.
—Anciana, poco me importa lo que penséis de mí. Habéis perdido. Pagaréis por vuestra soberbia
pasada. Os plegaréis a las exigencias del monarca de Cimatormenta o seréis destruidos.
—De una forma u otra seremos destruidos, pero no sucederá en silencio. El precio se pagará en sangre.
Sesmón miró a los otros dos miembros del consejo. Primero a Oratru. Después a Tabía.
—¿Habla la Sabia por todo el Consejo de la Gran Biblioteca de Saganto?
El hombre asintió.
—Tiene todo nuestro apoyo —aseveró la mujer.
—Eso —volvió a sonreír Sesmón —lo hace más fácil —. Giró sobre sus talones y quedó frente a la
puerta de la sala —. Disfrutad de vuestras últimas horas de paz —dijo antes de cruzar el umbral para
salir.

La noche se llenó del tintineo metálico de mallas y filos y el chasquido de las ruedas de las
carretas. Los golpes de los mazos contra las estacas espantaron a todas las criaturas de la oscuridad.
Cuando el alba despertó sobre Saganto un enorme campamento a diez kilómetros de la ciudad cortaba
el camino Norte. Hileras de soldados formaban protegiendo las pesadas máquinas de asedio. Una
figura caminaba lentamente hacia el montón de tiendas. Varios hombres a caballo, con uno ensillado
pero sin jinete, salieron a su encuentro.
—No la entregarán —anunció la persona de la ciudad mientras montaba de un salto —. Hacedlo como
queráis, pero recordad, la Biblioteca debe resultar intacta.
—Como ordenéis.

Una hora después las fuerzas del rey de Cimatormenta marchaban contra la ciudad de Saganto.
Ninguna tropa salió al encuentro. Ningún muro podía mantener alejado al enemigo. Nunca en sus más
de cuatrocientos años de historia había necesitado la Ciudad Áurea de ejército o de murallas. Su
defensa no consistía en hombres armados, en fuerza bruta, sino en la sutil espada del miedo. Nadie
había osado nunca enfrentarse a los sabios tras los muros de la Biblioteca, pues aquellos que
dominaban el Listhá contaban como ejércitos en sí mismos. O eso se decía. Que el rey de
Cimatormentas hubiera decidido poner a prueba aquella teoría decía mucho de su temeridad o de su
valentía. El qué lo decidiría la derrota o la victoria.
Para cuando las gentes reaccionaron los primeros soldados habían alcanzado las casas situadas
más a las afueras. Algunos intentaron cerrar el paso al invasor. La mayoría murieron. Unos pocos
escaparon. El pánico se extendió como un incendio. Al medio día muchos huían de sus casas hacia el
Sur llevando lo que podían cargar. El ejército llegó hasta el mismo centro de la ciudad. Hasta las
paredes de la Biblioteca. Ningún muro invisible había impedido su avance. Ninguna fuerza elemental
había diezmado a los guerreros. Las puertas cayeron cuando los arietes tocaron a ellas. Los pasillos
resonaban con el paso de los soldados. El tintineo del metal reverberaba contra las paredes de los
espacios vacíos.
Al atardecer un emisario entraba en una de las tiendas en el campamento con una carta entre
las manos. Saludó al hombre en el interior con una reverencia y extendió la mano en la que llevaba el
sobre. Sesmón la tomó rápidamente y casi con el mismo movimiento rompió el lacre. Sacó el pliego en
el interior y leyó las pocas palabras.
—Mis órdenes son escoltaros hasta el general —anunció el emisario cuando se percató de que Sesmón
había llegado al final de la misiva —. Tengo un caballo esperandoos.

—Nada. No hay nada. Todo está vacío —informó el general a Sesmón.


—¿Cómo que no hay nada? —preguntó conteniendo una creciente rabia.
—Lo habéis visto al venir hasta aquí. Ni un alma. Ni un libro.
—No es posible. ¡No es posible! —gritó mientras un hilillo de baba se le escapaba por la comisura de
los labios.
—Lo hemos registrado todo concienzudamente. ¿Qué hemos de hacer?
Sesmón tomó aire y cerró los ojos.
—Quemadlo todo —ordenó.
—¿Toda la biblioteca? —Preguntó el general, dubitativo de la orden que acababa de recibir.
—No. Todo. La Biblioteca. La ciudad. Reducid Saganto a cenizas.
—Pero aún hay muchos que no han abandonado sus casas.
—Lo harán cuando el fuego empiece a consumir sus hogares —clavó la vista en el general —. Si no
podéis hacerlo encontraré a quién sí.
El miedo recorrió la espina dorsal del general con un escalofrío.
—Enseguida daré las órdenes —informó haciendo una reverencia y marchándose a toda prisa.
Sesmón cerró el puño y con un gesto demolió una de las paredes.

La Ciudad Áurea brilló por última vez con un aire rojizo. Un rojo intenso desde el interior.
Cuando el alba despuntó nuevamente sobre Saganto de ella quedaban apenas unos restos calcinados
y humeantes. Varios emisarios partieron hacia los cuatro puntos cardinales con la noticia del fin de la
ciudad.
De las cenizas de Saganto apenas quedaba ya una capa gris. Sólo allí donde los edificios habían
sido de piedra conservaban alguna forma, dejando adivinar algunas partes de la ciudad. Contra el sol
carmesí del atardecer se recortaron tres siluetas de forma humana. La primera de ellas comenzó a
condensarse logrando una mayor definición en la figura. Cuando se materializó por completó el
hombre de barba pelirroja en que se transformó cayó al suelo con gran resuello. Boqueó varias veces
intentando recuperar el aliento y se miró las manos completamente amoratadas. De haber tenido aire
en sus pulmones habría gritado de horror al ver cómo los dedos empezaban a agrietársele y convertirse
en polvo como si de un pergamino al fuego se tratara. Tras él otras dos figuras tomaron forma de
mujer. La más menuda de ellas se tambaleó. La otra, situada en el centro intentó alcanzar al hombre,
pero cuando su mano se posó sobre el hombro del pelirrojo le ocurrió lo mismo que al hombre. Cuando
la tercera recuperó el equilibrio intentó socorrer a los otros dos.
—¡Oratru! ¡No! ¡Tabía! ¡Tú también! —la desesperación se dibujó en el rostro de la Sabia Anndoi.
Tabía señaló con lo que le quedaba de brazo a la mujer frente a ella y habló sin voz.
—¡Tú también!
Anndoi reconoció el gesto y las palabras. Las lágrimas escaparon de su rostro. El
desvanecimiento le recorría el cuerpo. Sus pies casi habían desaparecido y sus dedos comenzaban a
escaparse con el viento.
—¿Entonces… esto es el final? La Gran Biblioteca de Saganto se ha perdido.
Las ropas de Oratru cayeron flácidas sin cuerpo. Tabía intentó con su último atisbo de su ser
conjurar las fuerzas del Listhá, pero sólo consiguió invocar una pequeña esfera que emitió un destello
de luz. La Sabía Anndoi también lo intentó con menos fortuna incluso. El Listhá la consumió más rápido.

Valaro miró hacia el Noroeste, donde los amplios bosques de los Ikell empezaban a crecer y
terminaba el territorio de Cimatormenta. Con un gesto del brazo apartó la gruesa tela de la capa y
extendió el catalejo que colgaba a su cuello. Movió con suavidad el aparato de un lado a otro hasta
conseguir centrarlo sobre el camino que salía del bosque. El único acceso que unía ambos reinos. A un
lado solo tierra compactada, al otro, un alto muro de piedra y una calzada bien pavimentada. No tuvo
que esperar demasiado para ver salir de entre los árboles un pequeño grupo de figuras no más altas
que la mitad de un hombre cubiertas por completo. La capucha sobre la cabeza apenas dejaba algo
más que un pequeño hueco cargado de sombras para poder ver. El grupo escoltaba cinco gruesos
troncos de madera. La corteza rugosa y densa, mientras abandonaba la protección de las sombras del
bosque y recibía los primeros rayos de sol, cambiaba de color. Primero pálido verde dorado, luego un
verde oscuro, después un marrón rojizo, así una miríada de colores, pero en cuanto la madera quedaba
completamente expuesta a la luz solar se volvía por completo de un negro ceniza.
—Prepara a los hombres —dijo Valaro bajando el catalejo.
—Ya lo está. Solamente esperan vuestras órdenes.
—Gracias, Delur. En ese caso, no los hagamos esperar más.
Valaro se acomodó la capa y se retiró de lo alto de la torre. Delur lo siguió manteniéndose a su
par allí donde el ancho de las escaleras lo permitían.
—Lo que no entiendo —dijo Delur casi alcanzaban la base de la torre —es para qué seguimos
guardando toda esa madera.
—Porque son las órdenes de nuestro Rey.
—Por supuesto, pero antes no sólo la almacenábamos. Ahora los años pasan y apenas enviamos una
pequeña cantidad.
—Cierto. Desde que Saganto desapareciera consumida por un fuego, y con ella la Gran Biblioteca,
apenas se han enviado al Sur unas pocas toneladas.
—¿Sabrán que la mayor parte de la madera sigue aún aquí?
—¿Los Ikell? No sabría decirlo, pero seguro que el Viejo Tebor sí.
—Ese truhan. Todavía me debe una cerveza.
—Pues esta noche podrás cobrarla. Y también hacerle tus preguntas.
—No dudes que lo haré.
Ambos salieron del interior de la torre, a unos pocos metros, en una plazoleta, aguardaban un
puñado de soldados y cinco carromatos tirados por un par de fuertes corceles cada uno.
—Aguardad a los Ikell en el Cruce —ordenó Valaro.
El más veterano de los hombres se cuadró y asintió.
—¡Ya habéis oído a nuestro comandante! ¡Vamos! No perdamos más tiempo.
—Y recordad, que nadie intente mirar bajo las capuchas —dijo Delur con una sonrisa burlona.
Valaro y Delur permanecieron inmóviles hasta que vieron desaparecer al grupo al final de la
calle, cuando torcieron para tomar el camino principal.
—Nos veremos esta noche, Delur.
—Como siempre. Da recuerdos a tus pequeños.
—Podrías venir. Preguntan por su tío Delur.
—La pequeña Anare. En cambio Talur estoy seguro de que no.
Valaro sonrió brevemente.
—Es un chico fuerte, pero no tan duro como quiere aparentar.
—Ve con tu familia.

El aire caliente salió del interior cargado de un olor a cerveza tibia y venado asado. Valaro se
apartó para dejar salir a un par de borrachos. En el centro de la amplia estancia que era la única taberna
ardían intensamente un buen puñado de brasas, contenidas por un círculo de piedras. Una enorme
pieza de venado, al que de vez en cuando un muchacho rociaba con una generosa jarra de vino y
especias que hacían sisear el fuego, giraba atrapada en una afilada vara de metal.
Delur vio a su comandante entrar con aire distraído y le hizo una seña para que se acercara a
su mesa. Las cuerdas de un laud empezaron a sonar y de algún rincón mal iluminado apareció una
joven de larga cabellera castaña y ojos verdes, vestida con ropajes de terciopelo verde claro y brillante.
Tanara empezó a cantar. Algunos golpearon suavemente las jarras contra las mesas e hicieron los
estribillos. Cerca del final de la canción la puerta de la taberna se abrió de nuevo y un hombre con un
pesado abrigo cuyo interior tintineaba con sonidos metálicos se coló dentro. Sonrió mostrando una
gran falta de dientes.
—¿Aún tienes a esta chica por aquí? —gruñó mirando al tabernero.
—Yo también me alegro de verte Tebor —replicó la joven sonriendo también sin dejar de tocar —. No
olvides que me debes un cuento.
—¡Y a mí una cerveza, Viejo! —bramó Delur alzando su jarra.
Casi todos rompieron en carcajadas.
El Viejo Tebor no tardó en sentarse junto a los soldados.
—¿Qué nos traes del Sur? —preguntó Valaro.
—Cientos de cosas. Brillantes. Pulseras. Plata. Oro.
Entreabrió sus ropajes para dejar ver colgados del interior de los mismos varias decenas de
objetos de dudoso valor.
—¿Qué es eso? —Señaló el comandante.
—¿Esto? —El Viejo cogió una pulserita de entre varias.
—No. Eso —. Acercó más el dedo a las baratijas.
—¡Oh! Esto. Algo excepcional.
—Todo es siempre excepcional contigo —balbuceó Delur.
Tebor no hizo mucho caso y tomó el colgante de hilo de plata del que pendía una diminuta
esfera de color blanquecino y que parecía refulgir con luz interior.
—Una perla de luz —dijo, bajando la voz.
—¿Una perla de luz? —El anciano asintió —Nunca he oído hablar de perlas de luz, ¿y tú, Delur?
—No. Nunca.
—Por supuesto que no. ¡Es la única que existe! —Alzó la voz.
—¿Cuánto quieres por ella? —Valaro tomó aire —. Sería un bonito regalo para mi hija.
—Ummm —miró al techo —siendo para la preciada hija del comandante de las tropas de Puerta Norte
será un precio especial. Diez partes. De oro.
—¿De oro? Dudo que valga más de cinco.
—Yo no pagaría por nada que venda este estafador ni una parte de oro. Aún me debes esa cerveza.
—Entonces, ¿una parte de oro? —Dijo Valaro haciendo eco de las palabras de su subordinado.
—Eso sería regalarlo. No sería justo con mis otros clientes. ¿Tres partes de oro?
—Hecho —le tendió la mano al hombre —y que le pagues la cerveza que le debes a Delur. No quiero
estar otro año completo escuchándolo.
—Trato —. El anciano estrechó la mano que le tendía Valaro.

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