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EL MÁS ALLÁ

Sobre lo que ha sido y ya no es. Sobre cambios incomprensibles. No parece nada fuera de lo común, y al mismo
tiempo es un gran misterio. ¿Qué es lo que antecede a esta escena? ¿Qué hechos se han desarrollado allí?
De niño me atormentaba el temor a que mis padres ya no me reconocieran o que hablaran una lengua
ininteligible. Con seguridad ese temor tenía que ver con la circunstancia de que me habían enviado a un
internado y que en ocasiones pasaba varios meses sin verlos. Veía a otros padres, pero no eran los míos. Casi
todas las semanas debía observar cómo los progenitores de otros niños venían a buscarlos para llevárselos por el
fin de semana. Ellos tenían padres y madres que
vivían en plantaciones cercanas; los míos vivían lejos: les tomaba casi un día entero llegar en coche ·al
internado,
con lo cual no venían nunca. Por eso, ya pronto comencé a preguntarme si todavía sabría reconocerlos.
Decidí ejercitarme, y después de un año aún era capaz de dibujar de memoria un fiel retrato de mi padre.
¿Y ellos? ¿Todavía se acordarían de quién era yo? Pasado cierto tiempo comencé a dudarlo. ¿Habría cambiado
tanto que ya no sería posible reconocerme ("¿quién eres, muchacho?", al intentar abrazarlos) o me equivocaba y
yo no era su hijo? Especialmente esto último me resultaba aterrador.
Aún recuerdo con claridad cómo me imaginaba que pasarían por mi lado sin verme; veo la cara de mi padre,
nuestras miradas que se cruzan, pero él no da ninguna señal de reconocimiento y sigue caminando. Y es
como si:su cabeza, que conozco tan bien, se convirtiera en la de otra persona, la cabeza del padre de otro. Mi
madre ha pasado de largo ya hace rato, sin percatarse de mi presencia.

En una fase posterior me surgía la duda de si en realidad hablábamos la misma lengua. Algunos niños del
internado se comunicaban con sus padres en inglés y otros en francés. Se me ocurría que si eso llegaba a
pasarme
a mÍ; no los entendería. Todavía peor sería que ellos me hablaran como siempre en holandés, pero que
las palabras hubieran adquirido un significado diferente; por ejemplo, que "comer" equivaliera a "morir", y
"1eche" a "sangre" (" ¿quieres comer’, ¿tomas leche "). A veces hacía ejercicios a fin de estar preparado para
cualquier eventualidad y ser yo quien cambiara las acepciones.
¿Por qué causa fortuita las palabras adquirían sus significados, que -más fortuito aún- todo el mundo conocía? ~
Cuando mucho tiempo después leí a Descartes, reconocí algo de mí mismo en su temor a que la creación no
fuera obra de Dios, sino un inmenso fraude, maquinado por un espíritu omnipotente y malvado. La idea parece
bastante plausible. De niño me preguntaba -casi como Descartes- si, de ser así, podíamos deducirlo de algo, o si
había signos que lo indicaban, o algún elemento del que se lo pudiera inferir. Al contemplar esta foto, tengo otra
vez esa antigua sensación. Un gran misterio: ¿qué ha sucedido allí? ¿Cómo sería la escena precedente? Todo me
resulta familiar, como si lo conociera de siempre. Pero ¿en qué lo percibo?
Las aves ocupan un lugar especial en el reino de los 'animales. Son un gran consuelo; como me ocurre con
todos los animales, me derrito ante su visión, pero lo cierto es que frente a ellos uno se siente impotente,
no los puede tomar en brazos; en realidad, sólo existe la posibilidad de mirarlos y de hablarles. También son
los únicos animales que saben hablar. Son pequeñas personas que llevan las manos en los bolsillos. Lo que
representan los pájaros de la foto está claro: son almas de personas que, como es sabido, tienen alas. Es una
foto del más allá.
EL HOMBRE QUE ATRAVESABA LAS PAREDES
En realidad, esta foto debería abarcar toda una página, o una pared entera, o, mejor aún, ser tan grande
como el original.
El asunto es que el original ha desaparecido, la foto muestra algo que ya no existe, que ya no puede visitarse:
el pedestal de una de las columnas gigantescas del Arco de Euston, el monumental pórtico dórico de la estación
homónima de Londres, construido en 1830. El pórtico fue demolido en su totalidad en 1961-1962, un
acto de un barbarismo inconcebible. Yo todavía tuve la oportunidad de ver la antigua estación de Euston con
mis propios ojos, pero por desgracia no con la mirada de quien sabe que lo que está viendo es algo condenado
a convertirse en polvo. Esta dimensión agregada sí existe, en cambio, para quien contempla ahora esta
foto: lo trágico refuerza lo monumental, lo vano cubre lo gigantesco, ya no queda nada, todo ha sido inútil.
Es como si sobre las estaciones monumentales de las generaciones pasadas hubiera caído una maldición
,pero, de hecho, no es otra cosa que la ciega codicia de los promotores inmobiliarios. Lo mismo le ocurrió, por
la misma época, a la magnífica estación de Pensilvania; al que ahora ve las fotos le cuesta creer que la hayan
derribado,
y sin embargo así fue, en 1963. En todo el mundo existía una tradición de estaciones clasicistas, como la
terminal Grand Central de Nueva York, cuyo vestíbulovcentral está inspirado en las Termas de Caracalla.
La estación de Euston, por otro lado, era casi un siglo más antigua que las de Pensilvania y Grand Central,
y poseía unas líneas mucho más puras. Las dimensiones colosales no tienen, naturalmente, ningún
significado en sí mismas. Como creo que observó alguna vez W.F. Hermans: ¿a quién le resultarían
extraordinarias
las pirámides de Egipto si tuvieran una altura de cincuenta centímetros? Sin embargo, lo gigantesco en
la arquitectura tiene un elemento fascinante. Lo masivo, lo colosal, lo aplastante provoca un efecto determinado:
es como si se tragara al observador, como si este se volviera una parte de aquello; creo que en definitiva
se trata de la sensación de poder entrar.
Es notable cuán a menudo aparece esta fantasmago~ ría en la literatura. Es el caso, por ejemplo, en los libros
de Harry Potter. También allí el hecho se desarrolla en una estación, la King's Cross de Londres, donde para
llegar al andén número 93/4 hay que abalanzarse contra un muro, una circunstancia que ya aparece en una
novela
brillante de Marcel Aymé publicada en 1943. Marcel Aymé (1902-1967) fue un escritor genial pero
subestimado, como tantos otros grandes autores que en el momento de tratar asuntos serios no adoptan el tono
oportuno, solemne y altisonante; por ejemplo, Raymond Queneau, con quien Aymé tiene mucho en común.
Tenía preferencia por temas rayanos en la ciencia ficción, como el de alguien que cambia de sexo, o una mujer
que es capaz de duplicarse -una habilidad que le depara un enriquecimiento no precisamente exiguo de su vida
amorosa- y muchos más elementos por
el estilo, a veces bastante mórbidos. Algunos recuerdan las fantasías de Roland Topar, quien -no por
nadaenriqueció
las novelas breves y relatos de Aymé con las más asombrosas ilustraciones. En El hombre que atravesaba las
paredes (Le passemuraille, llevado más adelante al cine por Jean Boyer, con Bourvil), Aymé describe a un
personaje llamado
Dutilleul, poseedor de la facultad a la que alude el título. El hombre al principio no hace uso de su don, pero
este demuestra su utilidad cuando entra en conflicto con su jefe directo en el "Ministerio de Registro", donde
ocupa un cargo insignificante. Poco después extiende su campo de acción a las cajas de seguridad de bancos y
grandes empresas, donde ingresa atravesando los muros más gruesos para aprovisionarse de dinero y bienes.
Desarrolla luego la costumbre de dejarse detener con su botín, por deporte, después de lo cual recobra la
libertad atravesando los muros de la prisión.
Todo se vuelve más apasionante cuando conoce a un bandido violento, que tiene la costumbre de encerrar
en el dormitorio a su atractiva y joven mujer cuando él sale a hacer de las suyas por las noches. Lo que acontece
a continuación, se ve venir, pero ¡ay!, el final llega cuando Dutilleul, tras una loca noche de amor, pierde
su singular facultad, justo en el momento en que está atravesando un grueso muro exterior para abandonar
el edificio. Se queda definitivamente aprisionado en el interior del muro, desde donde alguna vez llega a los
oídos de los transeúntes nocturnos un sordo gemido. Es Dutilleul, quejándose por la pérdida de su capacidad
y el intempestivo fin de su agitada relación amorosa.

MORIR DE PIE
Hasta un nano público-puede ser elegante en cuanto a su concepción arquitectónica. Este modelo,
de proporciones tan bellas, tan sencillo y tan funcional, me hace añorar con ansia indescriptible la París
que guardo en mi memoria; juraría que esa instalación, tan aireada y garbosa, coronada por esa farola, llegué
a conocerla. Pero cabe presumir que no: la foto data de 1873. Su autor es Charles Marville, quien en aquel
tiempo registró, por encargo del municipio, toda clase de elementos efímeros de la ciudad. Y lo maravilloso
de esas fotos es que muestran lo poco que París ha cambiado en realidad en el último siglo.
En todo caso, el edificio de la derecha sí llegué a verlo con mis propios ojos, se trata del Théatre de
l'Ambigu, fundado en 1769. En la actualidad, el término ambigu significa equívoco o impreciso, pero en
aquella época y lugar se usaba para señalar que allí se representaban tanto comedias como tragedias. En sus
orígenes, el teatro estaba situado en el Boulevard du Temple, pero en 1828, a raíz de un incendio, se mudó
a un edificio del Boulevard Saint-Martin, diseñado por Jacques-Ignace Hittorf, autor de numerosos exponentes
de la característica arquitectura parisina, como los edificios alrededor del Arco de Triunfo, las fuentes de la
Plaza de la Concordia, el Circo de Invierno y la Estación del Norte. Muchas obras famosas, como Nana y
Pot Bouille, de Émile Zola, se estrenaron allí. El Théatre de l'Arnbigu funcionó hasta 1966, habiéndose
utilizado
un tiempo como sala de cine: final sin gloria para un teatro que casi llegó a cumplir dos siglos de existencia.
Cuando Charles Marville tomó esta foto, eso era en absoluto inimaginable. Recurriendo a una lupa alcanzo
a leer -no sin dificultad- las inscripciones del edificio: sobre la pequeña terraza a la izquierda de las columnas,
Café du Théatre; también en la marquesina hay una leyenda, pero debo adivinarla: ¿Bureau de location
le Péristyle? En el portal, sobre la entrada, hay colgado un afiche o pintura, representando -por lo que se ve una
locomotora. ¿En qué obra de teatro de la época aparecía un tren? Se me ocurre que podría tratarse de
La bestia humana, de Zola. En Francia, un urinario de este tipo recibe el nombre de vespasiana, en referencia a
Tito Flavio Vespasiano (7 d.C.-79 d.C.), el emperador romano que sofocó la rebelión de los bátavos y que quiso
morir de pie, lo que al parecer también logró. Pasó a la historia como el emperador que recaudó un impuesto
sobre las letrinas públicas, bajo el lema de Pecunia non olet. En realidad, en nombre de Vespasiano también
deberían multar (o si por mí fuera, quemar vivos) a quienes realizan sus necesidades en lugares no designados al
efecto. Y se-ría muy apropiado cobrar un impuesto adicional homónimo a la industria cervecera, que en el más
allá tendrá que rendir cuentas por muchas cosas más.
En una foto todo parece siempre más limpio y ordenado, pero ese urinario, con sus seis compartimentos,
supongo que en la realidad no sería muy higiénico. Véase, si no, cómo se ha formado un arroyuelo que
fluye hacia la derecha. Pero por fortuna, photographia non olet. Otro misterio: aun a simple vista percibo sin
dificultad, en el compartimento que estaría enfrentado al fotógrafo, un reloj; inesperada cortesía dirigida al
usuario, un reloj en el que puede controlar si ya es hora de volver a casa, o incluso cuánto tiempo hace que se
encuentra allí. Escudriñando con la lupa, me parece ver en la esfera que las agujas marcan las seis menos cuarto.
En cualquier caso, no me cuesta nada imaginar que vagabundeo por allí fuera del tiempo; mi lupa me
ayuda a penetrar en la brumosa lejanía del Boulevard Saint-Martin sin advertir nada que me resulte extraño.
Creo que el andén central todavía existe, y la estructura cilíndrica para publicidad con el techo de pizarra en
forma de cebolla ("columna Morris") que aparece en el medio de la foto detrás del urinario, también es
atemporal. Y esas pequeñas construcciones, como la garita de la izquierda, coronada a su vez por una farola,
albergaban hasta hace todavía poco a los cuidadores de los numerosos jardines públicos de París adonde yo iba
–y me temo que nunca más iré- a pasear con mi hija. Un espacio para una sola persona donde guardaban sus
libretas negras y donde podían resguardarse de la lluvia.
De vuelta en esos paseos con mi hija, veo de pronto a qué me recuerda este urinario: a un tiovivo. Un tiovivo
con seis plazas, coronada por una farola. El urinario como carrusel de un parque de atracciones. Oigo la
música y veo las lucecitas. Morir de pie, ese es el misterio oculto de la vespasiana.

HUMO
Si el recuerdo es un paisaje, ¿qué es este árbol cubierto de hiedra?
Parece humo, el momento de una explosión. Una
maravilla del arte de la topiaria: un hombre luchando
con un conejo, mantiene a distancia al mismo tiempo
a una boa y a un camello. No es más que un árbol
muerto recubierto de follaje, y sin embargo se diría
que expresa u oculta algo, pero ¿qué? Crecimiento incontrolado,
violencia, algo que toma posesión de otra cosa.
¿De qué cosa? ¿De una vida terminada? Es un hecho
que desde que el mundo es mundo, a los árboles se les
atribuyen significaciones especiales. Lo interesante de
un libro como De natuur als beeld (La naturaleza como
imagen), de Matthijs G.C. Schouten (1999), es que no
se centra en la propia naturaleza, sino en las imágenes
que los humanos se forman de ella. Los árboles son un
eslabón entre la tierra y el cielo; las raíces penetran en
el subsuelo, las ramas, en el firmamento. El contacto
se realiza a través del tronco. Pero entonces, ¿qué es un
árbol muerto? ¿Una conexión truncada entre cielo y
tierra? ¿Y que la hiedra restablece?
Hoy por mí, mañana por ti. De natuur als ·beeld
contiene la descripción de un "árbol sagrado": "en las
ruinas de la capilla de Walrick, en Overasselt, hay un
árbol lleno de tiritas de tela, arrancadas de la ropa de
gente enferma. Sus familiares y amigos las cuelgan allí,
siguiendo la creencia de que el árbol se hará cargo del
mal".
En el fondo, esa idea es bastante extraña. Es como si
el árbol tuviera algo de bonachón que se acepta y se da
por descontado; él se entrega. ¿Es eso lo que le ha ocurrido
al árbol muerto de la foto? ¿Se habrá sacrificado,
haciéndose cargo de una enfermedad que le produjo la
muerte?
En el mismo libro también hay una foto del baobab,
el "árbol al revés". Este árbol, en efecto, "descansa con
su copa en la tierra y eleva sus ramas hacia el cielo". Al
pie del tronco, debajo de las ramas desnudas, aparece
una niña, y esa imagen me recordó al instante una
historia que me contaron sobre la costumbre practicada
en cierta región de Francia de que cuando nacía
una niña, se plantaba un cerezo silvestre, célebre por la
hermosa madera amarillo-rojiza de su tronco. El árbol
iba creciendo a la par de la niña. Y luego, cuando ella
estaba por casarse, el cerezo se talaba y de su tronco se
fabricaba un bahut, especie de arcón en que la joven
guardaba su ajuar y que la acompañaría al abandonar
la casa paterna. Muchas veces he reflexionado sobre el
vínculo que existiría entre esas muchachas y sus árboles,
cuando
se acercaban a ellos, cuando alzaban la mirada para
contemplar las ramas, sabiendo que les estaban destinados,
que un día morirían por ellas; pero también
más tarde: que permanecerían junto a ellas por el resto
de sus vidas, que al ver esos arcones no podrían evitar
recordar qué aspecto tenían cuando todavía eran árboles
vivos, cómo habían oído el murmullo de sus hojas
mecidas por el viento.
Todo esto queda encerrado en el sacrificio, un concepto
que en nuestros tiempos prácticamente ya no
existe y ya no se comprende: algo que se hace sin ningún
ánimo de lucro, sin calcular, sin ninguna intención
de sacar provecho, aceptando las consecuencias
sin analizar si podrían ser negativas. Esto también se
aplica al árbol sagrado que se hace cargo de la enfermedad.
¿Por qué lo hace? Se sacrifica, hace un sacrificio;
no por bondad, sino por entregarse al paso del tiempo.
En los recuerdos que Engelmann tiene de Wittgenstein'
hay un pasaje en el que hablan de cierto poema
de Ludwig Uhland (1787-1862). El poema se titula
"El conde Eberhards Weissdorn", y en él se describe
cómo este personaje, con ocasión de las cruzadas, corta
en Palestina una ramita verde de un espino, y luego,
de regreso, la planta en su jardín. La rama crece hasta
convertirse en árbol. Ya de edad avanzada, el conde se
sienta a menudo bajo ese árbol y se sume en un suefto
profundo: Darunter oftmals sass 1 Der Greis in tiefem
Traum; a esto le sigue un cuarteto inolvidable en el que
se describe cómo, sentado bajo la bóveda formada por
la copa del árbol y escuchando el susurro de las hojas,
recuerda los viejos tiempos y las tierras lejanas: Die
Wóibung, hoch und breit_ 1 Mit sanftem Rauschen mahnt 1
Ihn an die alte Zeit 1 Und an das ferne Land
Wittgenstein y Engelmann coinciden en que el
poema dice algo sobre el transcurso del tiempo que no
puede expresarse _en palabras.

LA VOZ DE SU AMO
Pingüinos escuchando música. ¿Salmos? ¿Una marcha
militar? La voz de su amo, la palabra de Dios predicada
entre los pingüinos. ¿Se acercan a escuchar el
sonido o, al contrario, retroceden?
La voz de su amo: estos pingüinos, ¿tienen realmente
un amo? ¿Será el hombre que está a la derecha del
gramófono? Su apariencia recuerda un poco la de un
misionero.
Lo curioso de esta foto es que también despierta -al
menos en mí- asociaciones impropias. ¿Qué hora es?
Medianoche, allí nunca oscurece, para los pingüinos
siempre es hora de comer, acuden en busca de alimento,
que tampoco tiene horario.
La voz que sale de la bocina les indica dónde pueden
encontrarlo. O todo lo contrario, la voz les advierte:
¡atrás! O se ponen a cantar. Estos pingüinos integran
un coro, eso está claro, están aprestándose para colocarse
en sus lugares. Y esto me sugiere otra anomalía: la
imagen muestra, incuestionablemente, una reproducción
de sonido, y sin embargo a mí siempre me hace
pensar en una grabación: ese hombre está registrando
los sonidos de los pingüinos.
Aquí se trata -y este es otro elemento que me sugiere
la foto- de un experimento en el que les hacían
escuchar a los pingüinos sus propios sonidos, para lo
cual es necesario contar con una grabación previa.
Una tarea nada fácil en tiempos en que las grabaciones
se hacían todavía sin micrófono. ¿Sería música, entonces,
después de todo? No queda claro qué nuevos
conocimientos aportó este experimento. ¿Cómo es el
sonido de un pingüino? Tampoco sobre ese tema he
leído nunca nada. ¿Y dónde se desarrolla esta escena?
En mis oídos resuena de inmediato la respuesta: en La
isla de los pingüinos, sólo que esta isla no es un lugar,
sino un libro de Anatole France, de 1908, una sátira
en la que se critica a Francia. La foto -cosa llamativatambién
data de 1908: la expedición de Ernest Henry
Shackleton (1874-1922) con su barco Nimrod, cuyos
mástiles justo alcanzan a apreciarse en el centro de la
foto, detrás de la colina. Shackleton aspiraba a llegar al
Polo Sur, en eso falló, aunque tuvo una especie de premio
consuelo: el profesor Edgeworth David, miembro
de la expedición, localizó el polo sur magnético.
Los pingüinos son animales amorosos, caminan erguidos,
vestidos como señores en frac, pero descalzos.
Esto refuerza también la asociación con la música: los
pingüinos son el público de un concierto. En la película
Áftica mía, Roben Redford y Meryl Streep le ponen
música de Mozart a un grupo de monos, si bien utilizan
recursos menos antiguos. Por otra parte, esos recursos
son los que hacen reconocible esta foto; en caso -de
equipos de sonido modernos, habría que elucidar las
circunstancias, pero aquí la bocina hace que todo se
reconozca sin necesidad de mayor explicación. En esto
se manifiesta la ley de la forma arcaica: cuanto más
antigua es una máquina, más evidente es su función;
esto es válido para los equipos de sonido, pero también
para motores, radios, despertadores, teléfonos e incluso
para automóviles; el progreso se afana en conseguir
un envoltorio sin juntura, el modelo de caja anónima,
donde de nada se deduce el contenido. Así, en la maravillosa
naturaleza que nos rodea, rigen toda clase de
leyes asombrosas; por ejemplo, en lo que concierne a
los pingüinos, la regla de Bergmann, que tuve que estudiar
en la escuela secundaria en la clase de botánica
y zoología: de determinadas especies de animales, los
ejemplares más grandes se encuentran en los climas
más fríos. Y en efecto, los pingüinos más grandes (un
metro de altura) viven en las regiones más inhóspitas
de la Antártida.
A propósito, una pregunta que me he planteado
con frecuencia: ¿por qué nunca se le ha ocurrido a nadie
llevar pingüinos al Polo Norte? Después de todo,
allí las condiciones son bastante análogas y, por razones
de simetría, convendría que también en esa zona habitaran
pingüinos. Un misterio similar es la ausencia de
sapos y culebras en Irlanda: dicen que fueron desterrados
por San Patricio en el siglo V, pero ¿no hubo desde
entonces ningún escéptico curioso o provocador que
intentara introducir (o reintroducir) estos animales en
la verde isla?
Hay otra incógnita parecida: la ausencia de tigres en
Borneo, mientras que en la prehistoria sí que habitaron allí.
Cuento en esta foto treinta y cinco pingüinos, uno
más, uno menos. ¿Qué escuchan? Creo que la voz de
un viejo pingüino contándoles cosas del pasado.

LA TRANSFORMACIÓN
Desde que tengo memoria he vivido con la sensación
de que la realidad es provisional. Todo lo que sucede
ahora volverá a ocurrir más tarde, y sólo entonces
será real; por ahora es solamente un ejercicio, un ensayo
general. Además, algunos papeles protagónicos son
representados por suplentes, que visten atuendos equivocados.
Tampoco las cosas tienen todavía sus verdaderos
nombres, eso llegará más adelante: todo depende
de una última verificación minuciosa antes de llenarse
con esencia, con autenticidad (perceptible como una
especie de gravedad).
¿Cómo puedo estar seguro de que esto no es verdad?
¿Hay alguna manera de averiguarlo? ¿Puede deducirse
del hecho de que nunca se haga mención de ello, ni
se escriba nada al respecto? Podría ser un indicio, si
no fuera porque tal vez también esto forme parte del
fenómeno: más tarde se escribirá sobre el tema, cuando
haya tenido lugar la transformación. Averiguarlo es
imposible, y de cuando en cuando me asalta el temor
de que pronto todo se habrá terminado; la realidad no
era provisional, era definitiva ya desde el comienzo, y
entonces mi vida no habrá sido más que un ensayo
general, entonces no habré vivido de verdad y ya· no se
podrá hacer nada.
Esa sensación se ve reforzada al contemplar esta
foto. En ella aparece un dormitorio de las Indias de la
preguerra, y el lugar de honor lo ocupa un guling. Un
guling es una almohada cilíndrica alargada que, en esas
tierras, formaba parte de los accesorios habituales de
una cama, al igual que el mosquitero. Este último envuelve
la cama, una jaula de neblina, abierto aquí como
el telón de un escenario, un indicio sutil de que pronto
allí tendrá lugar un drama amoroso, es decir, el abrazo
del guling (nada trágico: drama equivale a actuación).
¡Oh, con cuánto cariño y desesperación abrazaba
yo a mi guling de niño! Todavía no me cuesta ningún
esfuerzo evocar la experiencia de acostarme en la
cama (desde una posición sentada), estirarme y sentir
el guling entre los brazos, sólido, fresco y con perfume
a ropa limpia. Y lo que casi no puede describirse:
el amor correspondido. Porque el guling te quería, te
daba amor, se recostaba sólo apoyándose en ti, correspondía
a tu abrazo, se entregaba, te consolaba. Siempre,
siempre. Incluso lejos de casa, en el internado. Y
eso allí lo sabían muy bien, esos cristianos sádicos: si
uno había hecho algo impropio, a modo de ~astigo le
quitaban el guling.
Luego era imposible dormir, ya nada ni nadie te amaba,
te habían robado tu paño de lágrimas. "¡Oh, guling!,
¿dónde te has metido? ¡Cuánto te echo de menos, amigo
mío!"' ¿Cómo aprendí en Europa a dormir sin guling?
Lo curioso es que no lo recuerdo, tal vez porque era invierno,
el crudo invierno de 1946. Dormía en la casa
parroquial, en Diemen, a las afueras de Ámsterdam, en
una habitación helada bajo una enorme montaña de
mantas, la temperatura ambiente se situaba muy por debajo
de cero, las ventanas estaban cubiertas de escarcha,
y por la mañana el agua para lavarse de la jofaina estaba
hecha un bloque de hielo.
En la casa parroquial se desconocían los guling; por
otro lado, un guling bajo tantas mantas habría sido
algo imposible; los guling estaban pensados justamente
para combatir el calor, su función oficial era refrescar,
un elemento que debía impedir que a uno se le pegaran
los muslos.
El motivo evidente de esta foto es reflejar la función
que cumplía el guling en mi infancia. ¿Será también su
intención presagiar que luego el guling se transformará
en una persona? La imagen de estos niños, un varón
entre dos nenas, ¿también tendrá un significado premonitorio?
¿Expresa una trinidad?
Antiguamente era más común que hoy en día que
a los niños, también cuando estaban de visita, se los
acostara a todos juntos en una cama. El mundo se
vuelve cada vez más aburrido. El niño tiene un brazo
en cabestrillo, lo cual es de un significado profurrdo,
aunque difícil de dilucidar. ¿Es un castigo? ¿Le habrán
quebrado el brazo para quitarle la costumbre de abrazar?
¿O se lo ha quebrado precisamente mientras abrazaba a
alguien? ¿Cuál de las realidades muestra la foto, la provisional
o la definitiva? ¿Están predestinados a dormir
allí, luego, los tres juntos, en esa cama, con el telón del
mosquitero cerrado, cuando la obra termine por representarse
·de verdad?
PD: El objeto que yace al lado del guling es un
sapulidi, una especie de escobilla hecha con nervaduras
de hojas de palma, usada no sólo para barrer, sino también
para matar moscas y mosquitos.

HUI LA LI
Una de las características más singulares de la nostalgia
es que el objeto que la inspira a la larga termina
siendo sustituible. No siempre, pero sí a menudo. A
quien se ha criado entre las montañas de Sumatra le
basta ver alturas en la lejanía para soltar un suspiro, sin
importar dónde se encuentren: el deseo no es exigente.
En cierta medida, la nostalgia es una emoción
aprendida, si bien desconozco hasta qué punto. A veces
es como si la inaccesibilidad fuera suficiente para
provocar el deseo. De ahí la amplitud del fenómeno: la
emoción está disponible, pronta a adherirse a un objeto,
basta que sea inalcanzable. Si el objeto original no
está disponible, otra cosa puede ocupar su lugar, sólo
necesita parecérsele un poco.
Un ejemplo impensado son los álbumes de familia.
Ocurre a veces que uno, por casualidad o adquisición, se
hace con álbumes ajenos. La escritora holandesa Marja
Roscam Abbing ha señalado que dichos álbumes, con
el correr del tiempo, comienzan a tomar el perfume y
el sabor de los recuerdos propios. Es una observación
acertada y muy esclarecedora. El hecho de que, objetivamente,
no se conozca a la gente retratada, a sus hijos ni
a sus animales domésticos, parece importar cada vez menos,
se vuelven cada vez más aceptables como sustitutos.
Conozco el fenómeno por experiencia propia, ya
que tengo una colección de álbumes de fotos de las
Indias. Después de un tiempo, también los álbumes
de gente absolutamente desconocida despiertan en mí
reacciones nostálgicas, y eso es lo que los hace valiosos.
La nostalgia se presenta entonces casi como una estructura
vacía que uno puede rellenar a su antojo, y a veces
parece que no importa demasiado con qué. Y luego
todo el mecanismo está listo para deparar la emoción
ligada a la contemplación de imágenes recordadas.
Esto también me hace pensar en un pasaje de las Confesiones
en el que San Agustín describe lo que le ocurre
cuando busca algo en su memoria: "algunas cosas preséntanse
al momento; pero otras hay que buscarlas con
más tiempo y como sacarlas de unos receptáculos abstrusos;
otras, en cambio, irrumpen en tropel, y cuando
uno desea y busca otra cosa se ponen en medio, como
diciendo: 'Ne forte nos sumus?' [¿No seremos nosotras?]".
En ese momento, la nostalgia es algo así como consentir
que la memoria responda: "No, hablando en sentido
estricto, ustedes no son; pero es indistinto, estoy
dispuesta a derramar lágrimas sustitutas por ustedes".
Para ilustrar todo esto, he aquí una foto del río más
grande de China, el Yangtsé; una imagen que me toca
hasta las fibras más íntimas, pues me recuerda los grandes
ríos de Sumatra que conocí de niño.
Pero a esto se añade otro recuerdo, aún más difícil
de explicar, que tiene que ver con una canción. Se
trata de la versión china de The River of No Return, 1
de la que poseemos un cassette que mi esposa compró
en Taiwán en sus épocas de estudiante. Esta versión la
interpreta al estilo de Shanghai de antes de la guerra
una cantante llamada Yao Li, muy querida entre
los chinos que habían conocido la Shanghai de aquel
período. Ella la canta maravillosamente, mejor que
Marilyn Monroe. Al principio yo ni sabía que no era
una canción de origen chino, y eso se debe a que todos
los elementos encajan a la perfección en la poesía
clásica china: no sólo que los ríos fluyen hacia el mar
y que rara vez pegan la vuelta, sino también que todos
los grandes ríos de China se dirigen hacia el Este. Kan
liu shui yuyú, mira el correr de las aguas, tan tristes; kan
na da jiang dong qu bu hui tou, ve el gran río que fluye
hacia el Este para no volver.
A esta altura de la canción ya casi me brotan las
lágrimas, porque también a mí me conmueve la nostalgia
de una Shanghai de antes de la guerra, que por
supuesto· nunca conocí. Y luego sigue esa extraña versión
china del estribillo: ¡Hui la li! Con sólo mirar esta
foto oigo ese ritmo curioso que -no lo habría sospechado
ni remotamente- imita el impacto de cascos de

1 Río sin retomo, rema principal de la película homónima distribuida bajo


el rírulo de Almas perdidas en Argentina y Almas rebeldes en Venezuela
[N. de T. ].

caballos; después de todo, The River of No Return era


una película de vaqueros. Cuando todavía no lo sabía,
oía en esa música versos clásicos, y en mi fantasía surgía
un infinito paisaje chino atravesado por un enorme
río, ancho y espejado, lleno de remolinos y majestuoso
como los ríos que recuerdo de mi juventud.
Poesía clásica china a galope tendido. Aiqing xiang
liu shui, canta Yao Li con esa voz desgarradora, "el amor
es como el agua que corre", yongyuan xiang dong liu,
liu dao canghai bu tingliu, "eternamente en dirección al Este, camino del océano, sin volver jamás". Cuando yo
mismo me pongo a cantar, siento rodar las lágrimas por mis mejillas.

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