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El Imperio que funda Cortés sobre los restos de las viejas culturas aborígenes era un organismo
subsidiario, satélite del sol hispano. La suerte de los indios pudo ser así la de tantos pueblos
que ven humillada su cultura nacional, sin que el nuevo orden abra sus puertas a la
participación de los dominados. Pero el Estado fundado por los españoles fue un orden
abierto. Y esta circunstancia, así como las modalidades de la participación de los vencidos en la
actividad central de la nueva sociedad, merecen un examen detenido. La historia de México y
la de cada mexicano arranca precisamente de esa situación. Así, el estudio del orden colonial
es imprescindible. La determinación de las notas más salientes de la religiosidad colonial nos
mostrará el sentido de nuestra cultura y el origen de muchos de nuestros conflictos
posteriores.
La presteza con que el Estado español recrea las nuevas posesiones a imagen y semejanza de
la Metrópoli, es tan asombrosa como la solidez del edificio social que construye. La sociedad
colonial es un orden hecho para durar: una sociedad regida conforme a principios jurídicos,
económicos y religiosos plenamente coherentes entre sí y que establecían una relación viva y
armónica entre las partes y el todo, un mundo suficiente cerrado al exterior, pero abierto a lo
ultraterreno.
Es cierto que los españoles no exterminaron a los indios porque necesitaban la mano de obra
nativa para el cultivo de los enormes feudos y la explotación minera, los indios eran bienes que
no convenía malgastar. Pero sin la Iglesia el destino de los indios habría sido muy diverso: la
posibilidad que el bautismo les ofrecía de formar parte, la virtud de la consagración de un
orden y de una Iglesia. Por la fe católica, los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos
con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en
el mundo: el catolicismo les hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo, devuelve
sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte.
La religión de los indios, como la de casi todo el pueblo mexicano, era una mezcla de las
nuevas y de las antiguas creencias: esto es así porque el catolicismo fue una religión impuesta,
pero esta circunstancia carecía de interés inmediato para los nuevos creyentes, lo esencial era
que sus relaciones sociales, humanas y religiosas con el mundo circundante y con lo sagrado se
habían reestablecido.
En síntesis, la creación de un orden universal fue el logro extraordinario de la Colonia. Con
esto, Octavio Paz no pretende justificar a la sociedad colonial, mientras subsista esta o aquella
forma de opresión ninguna sociedad se justifica, pero sí aspira a comprenderla como una
totalidad viva y, por lo tanto, contradictoria.
Durante siglos España digiere y perfecciona las ideas que le habían dado el ser, pero los
principios que rigen a la sociedad son inmutables e intocables. España no inventa ya, ni
descubre: se extiende, se defiende, se recrea. No quiere cambiar, sino durar y esto ocurre con
sus posesiones ultramarinas también: la Colonia padece crisis periódicas, pero ninguna de ellas
toca las raíces del régimen o pone en tela de juicio los principios en que se funda.
En muchos casos, el catolicismo solo recubre las antiguas creencias cosmogónicas: en muchos
relatos es visible la superposición religiosa y la presencia imborrable de los mitos indígenas.
Nada ha trastornado la relación filial del pueblo con lo Sagrado, pero nada tampoco ha logrado
hacerla más despierta y fecunda, ni siquiera la mexicanización del catolicismo, ni siquiera la
Virgen de Guadalupe.