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Noticia preliminar
II
Ganándose la vida a golpes
Su pasaje, señor, dijo la voz. Ralph vio todo verde. El aire verde quemado
por cigarrillos. Un aire de cuerina verde. Las quemaduras de cigarrillo eran
cráteres veteados de negro y marrón. La mano estaba a diez centímetros de su
nariz. Había amanecido. La luz golpeó sus ojos. El inspector de pasajes seguía
extendiendo la mano. Se arregló el pelo mecánicamente, se incorporó en el
asiento. Buscó el pasaje y se lo entregó. Con dos clics el inspector lo perforó y
se lo devolvió. Ralph se desperezó y bostezó con un gemido fastidiado. La
mañana era nublada y según su reloj eran las 7,05. El frío lo obligó a ajustarse
la corbata. ¿A quién se le ocurre quemar con cigarrillos el asiento
delantero? Con pesadez admitió que no estaba atravesando el mejor momento
de su vida. Volvió a desperezarse.
El tren se encontraba detenido a la vera de una estación, en mitad del
campo. Una gorda discutía con un viejo enfermizo y flaco. Una lucha desigual.
Dos gallinas y un gallo patrullaban el andén invadido por el pasto. Las tripas
vacías gimieron y Ralph lo lamentó más que ellas.
El hombre ridículo estaba parado a su lado, con el traje de franela gris
impecable. Notó que el clavel o estaba agonizando o ya era un hermoso cadáver
blanco.
—Buenos días —dijo con voz limpia el hombre ridículo—; como estamos
solos en el baile de este viaje, pensé que podría invitarlo a desayunar en el coche
comedor, si no lo toma a mal, por supuesto. Ralph lo miró desconcertado. Por
favor, insistió el hombre ridículo. La invitación lo salvaría de una muerte segura:
el estómago de Ralph ya era una pasa de uva. Dijo que sí, cómo no, pero antes
me mojaré la cara. El hombre ridículo sonrió satisfecho.
En los lavabos del pasillo no quedaban rastros del fumador nocturno. El agua
caía por gotas. Se restregó los ojos y logró juntar la suficiente como para hacer
un buche. Cuando escupió creyó que allí se iban los pedazos de noche que había
tragado mientras roncaba.
El coche comedor distaba dos vagones. Los pasajeros que vio al pasar se le
ocurrieron siluetas de papel recortado mecidas por una brisa que ayudaba a
convencerlo de que estaban vivos. El hombre ridículo caminaba detrás de Ralph,
oliendo a lavanda. En el cruce entre un vagón y otro, el hombre ridículo arrojó el
clavel muerto por una de las vertiginosas puertas. Todo dura tan poco, suspiró.
Un detalle llamó la atención de Ralph. El hombre ridículo, tan Princeton, tan
Míster Modales, parecía simular esa prolija condición. No atinaba a determinar
qué resquicios de él alentaban esa sospecha. La puerta de madera del coche
comedor le interrumpió los pensamientos.
Se sentaron a una de las mesas. Dos cafés con leche completos. En la mesa
vecina, una mujer pecosa, rubia-huevo, mojaba una medialuna gigante en su
taza. Frente a ella, un marido gordo, calvo y rosado, hablaba a las moscas. Más
allá, un solitario de campera color ratón fumaba al borde de una taza de café
negro. El resto de las mesas estaba vacante.
—Mi nombre es Larsen —empezó el hombre ridículo—. Soy uruguayo y viajo
al Chaco por negocios.
Se desprendió el saco y con un golpe de mano abrió los faldones. Ese
movimiento dejó al descubierto, fugazmente, la cintura gruesa de Larsen.
También, la culata de una pistola.
Larsen hablaba de importaciones y exportaciones, desinteresado por saber
quién diablos era Ralph. Como si ya lo supiera, pensó. Ralph anotó
mentalmente: mi acento extranjero tendría que haberle despertado curiosidad;
¿es un charlatán vocacional o habla tanto de sí para que yo no sospeche
nada?; ¿qué cosa podría sospechar yo? Llegaron los cafés con leche.
Ralph, en ese instante, escuchó que Larsen le comentaba que era gerente
general de Astilleros Petrus, en una ciudad llamada Santa María. El mozo estibó
sobre la mesa los desayunos y se retiró luego de recibir un afable gesto de
Larsen, versallesco, excesivo.
Ralph devoró sus medialunas y bebió el café más pausadamente. Larsen
casi no tocó su desayuno. Simplemente hablaba y hablaba, melifluo y educado
como un Phi Beta Kappa demasiado presumido.
No cuajaba esa pistola en un gerente general de lo que fuere. Y en líneas
generales, nada cuajaba con nada. Ralph se preguntó qué cosas sospechaba
su maldito cerebro. En ese instante en que la realidad parece bajar los brazos,
Ralph pudo observar, sin estupor ni sorpresa, de qué modo la luminosidad gris
de la mañana roía la costra afectada con que Larsen se embadurnara durante el
viaje. La sonrisa de Larsen ahora aparecía cruel y sus carnosos labios no podían
ocultar más el brillo perspicaz de la saliva. La papada empolvada y los brazos
cortos se movían con delicada pesadez, al compás de una voz que parecía
costarle falsificar. Como una crisálida monstruosa, el hombre ridículo del traje
gris perla daba paso a un Larsen definitivo, obsceno, irreparable. Ralph fue
sacudido por un escalofrío. Tom Malgash le había comentado alguna vez que
los verdaderos rufianes, los más arteros y peligrosos –cualquiera sea la trama–
en el principio de las narraciones aparecían distraídamente aburridos,
insospechados. Ralph dio por terminado el desayuno. Usted disculpará pero no
me siento bien, dijo Ralph. Larsen no sólo no objetó sino que lo ayudó a
excusarse. Regresaron al vagón.
Cuatro horas después del desayuno, Larsen insistía con sus atenciones: un
cigarrillo, el diario, etc. Ralph creyó necesario despabilarse en el aire helado del
pasillo. Junto a la puerta de los lavabos fumaba el solitario de campera que había
visto en el coche comedor. El fumador nocturno, pensó.
El violento viento que arrachaba el pasillo hizo reaccionar a Ralph. Tenía que
pensar.
Se recostó a dos pasos del fumador solitario y vio todo más claro.
Maldijo a Erdosain. Viejo traidor. Si todo era como se imaginaba, estaba
metido hasta el cuello en un cuento. Erdosain lo había entregado por un puñado
de billetes o, tal vez, por simple placer. El viejo y simple placer de traicionar. Lo
que lo abismaba era que desconocía la trama.
Sólo tenía claro una cosa: él era la presa. En este punto, el corazón le
retumbó en el pecho. De ser todo así, se trataba de su primer papel protagónico.
Una parte de Ralph vivía una turbia alegría, la otra maldecía el precio de esa
gloria. Erdosain le había conseguido empleo de muerto.
Encendió un cigarrillo, el último de ese atado. Pálido y sombrío, clavó sus
ojos en el paisaje lleno de árboles, campos y vacas veloces. ¿Cómo no se dio
cuenta antes? Viejo Ralph, ya no sos el de antes. Sencillo. El bastardo que está
tecleando, persiguiéndome renglón tras renglón, ha sabido crear esos climas tan
familiares en mi pasado. Tosió. Me siento un estúpido pececillo. Y ahora me
estoy ahogando en mi propia agua.
Nadie lo ha hecho antes, sé que es difícil, pero lo intentaré: no dejaré que
acaben con el viejo Ralph Endicott.
Tiró el cigarrillo y volvió sobre sus pasos. El fumador solitario seguía con su
guardia silenciosa y tabacal. El tren se detuvo. El sol de las doce calentaba la
estación polvorienta. Ralph sentía el ardor duro del pedregullo debajo de sus
suelas. Hacia donde dirigiera su vista, la respuesta eran pastizales, campos
planos interrumpidos por esporádicos grupos de árboles. Podría ser su
oportunidad: escaparía hasta localizar una carretera y desde allí todo sería más
fácil.
Lentamente se encaminó hasta la caseta de maderas podridas. Por la
ventana, vio al encargado de la estación ocupado en una transmisión telegráfica.
Ganó la parte trasera de la caseta y sus ojos chocaron contra una camioneta
Ford que, a veinte metros, esperaba vacía bajo un árbol tieso y alto. Comenzó a
marchar hacia el providencial vehículo. No quería correr: sería mejor hacerlo con
calma, sin ruidos ni estampidas.
—Pero Ralph, ¿por qué nos deja? —la voz de Larsen era socarrona y dura.
Cuando el tren reanudó su camino, Ralph sabía dos cosas: que Larsen
estaba dispuesto a cualquier cosa y que si deseaba zafar de la ratonera tendría
que pelear bastante.
Larsen dormitaba o simulaba un sueño. Ralph decidió imitarlo. Su boca
parecía segregar una saliva seca, espumosa, de ácido muriático.
A media tarde, el inspector de pasajes volvió a hacer su recorrido. El tren
avanzaba entre altas paredes de polvo y bajo un sol aplastante, a pesar de la
hora. Eso era el Chaco. El frío se había disuelto entre los fulgores y contraluces
de ese corredor del infierno. Esa luz despiadada le impidió mantener los ojos
cerrados por mucho tiempo. Se hallaba a dos horas de Resistencia, el punto
final.
No sólo no había dormido o simulado un sueño sino que se había agotado
imaginando fugas, trompadas contra Larsen, y también los balazos de Larsen
reventándole las tripas. ¿Por qué no golpeó a Larsen cuando éste lo sorprendió
yendo hacia la camioneta? Se dejó confundir. Como si todo estuviera dicho entre
ellos, Ralph y Larsen regresaron al tren, nerviosos, bromeando, estremecidos
por la tensión y el odio. Ralph buscó a Larsen de reojo.
El ex hombre ridículo no se encontraba en su asiento. Ralph respiró hondo
y salió en busca de un nuevo agujero para huir de esa pesadilla. Antes de
ingresar al pasillo se preguntó cómo se llamaría este cuento. Aunque era
imposible, creyó sentir el repiqueteo de las teclas sobre su espalda.
Cruzó el pasillo envenenado de orines y al abrir la puerta del vagón contiguo
una muchacha llevó por delante a Ralph. La contuvo con sus brazos e impidió
que trastabillara. Ella acomodó la mata rojiza de su pelo y estacionó un par de
ojos de lapislázuli sobre Ralph. Perdón, dijo la pelirroja y, bruscamente, su cara
se llenó de asombro. Era bonita.
— ¡Oh! ¡Pero usted es Ralph Endicott! —exclamó la chica—. Deseaba
conocerlo, sé que usted tiene mucha experiencia en esto. Yo estoy empezando,
¿sabe? Éste es mi segundo trabajo. ¡Oh, Dios! Cuando lo cuente no me lo van
a creer. ¡Atropellé a Ralph Endicott! Ralph sonrió con labios cansados.
—Debes darte por satisfecha, linda. Hasta te han dado un bocadillo. Hay
muchos que se vuelven viejos esperando que les tiren un diálogo. —La pelirroja
se alejó con dramáticos cimbronazos de nalgas. A pesar de todo, Ralph sintió
como una bruma de orgullo creciendo en su pecho. Aquella chica hablaría de él,
seguramente, cuando todo hubiese pasado.
El coche comedor era el próximo vagón.
Larsen tomaba una cerveza con el fumador solitario. Los espió desde el
vidrio de la puerta sin saber qué hacer. Si supiera la razón por la que me quieren
liquidar. Por Dios, sólo la punta del hilo para saber hacia dónde carajos va todo
esto.
Los ojos de Endicott tropezaron con uno de los pasamanos adheridos a los
costados de la puerta del pasillo. Era de metal macizo y estaba casi desprendido.
Echo una ojeada hacia el interior del coche comedor. Todo en orden. Larsen
gesticulaba, ampuloso, frente al fumador solitario. Los vasos todavía contenían
cerveza.
Le costó. El soporte ya era una manteca, pero como el remache estaba
aplastado la cosa no fue fácil. Cedió con un clac y el pasamanos quedó, pesado
y brillante, en el puño de Ralph. Sintió que tragaba lava hirviente. Oleadas rojas
de calor le arrasaban las mejillas, el cuello, las axilas. La tarde había empezado
a decaer. Ralph temblaba. Larsen llamó al mozo y pagó con unos billetes
enormes y viejos. El tren había aminorado la marcha.
Vamos, Medina, estamos llegando, dijo Larsen. El fumador solitario miró
hacia afuera y dijo –como si oliera un mal perfume–: Me preocupa en qué lo
vamos a llevar. Vos, tranquilo, dijo Larsen, nos están esperando en la estación.
Las primeras casas pasaban dóciles y calladas a los costados de las vías.
Medina avanzó mientras Larsen, detrás, dejaba caer un billete de propina sobre
la mesa.
El primer golpe de Ralph dio seco contra el hombro de Medina. El segundo
estalló en la cara con un ruido húmedo de huesos rotos. Bañado en sangre,
Medina resbaló de espaldas por la escalerilla y voló como una bolsa de papas
fuera del tren. Cuando Larsen levantó los ojos, la descarga de metal le llegó al
cuello. Gimió, rodó, chocó y se detuvo contra las patas de uno de los asientos
del comedor. Ralph, jadeante, con el pasamanos ensangrentado basculando en
su brazo derecho, miraba a Larsen, estupidizado por el terror: Larsen había
quedado fuera de su alcance. La mano regordeta sostenía la pistola.
Ralph se arrojó al piso: el primer balazo le rozó la oreja. El segundo, un
estruendo que se multiplicó en el pasillo, se incrustó en la puerta. Larsen se
había reincorporado. Más gordo y enorme, disparó nuevamente. La rodilla de
Ralph no encontró el piso: lo chupó una sensación de vacío mientras sus costillas
crujían. Fue el vértigo lo que impidió que Ralph supiera que estaba viajando por
el aire. Cuando abrió los ojos, casi en el momento de rebotar contra el terraplén,
vio a Larsen, perniabierto, llenando de estampidos el atardecer, al compás lento
y traqueteante del tren entrando en Resistencia.
Epílogo