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PIELES ROJAS

ALEJANDRO MENDEZ CASARIEGO

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(Pieles rojas)

Hay fotos que muestran


a niños con tocados de pluma
y las caras pintadas en señal de guerra
esos chicos entienden que lo que hacen
es una parodia de otras vidas
creen que son, pero saben que no son
los pielesrrojas destinados a morir
a manos de un enemigo
mejor favorecido por la historia

Pero eso no les roba el heroísmo


de la batalla librada hasta el final
hasta el momento en que el último cae
asido al estandarte
eleva el grito final a wakantanka
el espíritu del búfalo
y establece un triunfo definitivo con su muerte

Ya saben algo de eso


porque lo han visto en blanco y negro
entre los relámpagos de una luz inestable
en imágenes que no pueden mentir

Algunos de esos chicos crecieron


odiando al carapálida
y aunque la vida los llevó
a celebraciones iluminadas por cristales

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a existencias ordenadas y prolijas
aunque en apariencia solo sean amaestrados
elementos del mundo que disuelve
sus antiguos alaridos de combate
en ellos cada tanto refucila
la mirada de Caballo Loco, agitando su lanza

Allí también , en los salones


en que se casan sus hermanas
y se reparten los tantos
un anhelo latente les nubla la mirada
y como dijo alguien
se les escapa el indio.

Brutales eran
esos indios malos
chocante su cosecha de cueros cabelludos.

Allí, en los años tempranos


se abren los caminos
Siguen habiendo cowboys que protegen su hacienda
y su familia
y pieles rojas que quieren existir
mientras aún pasten
búfalos en la pradera

Cada niño que ya está siendo hombre


elige su trinchera
a veces para siempre.

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(Incursiones)
.

Nos despertábamos mirando al cielo


buscando en la densidad de las nubes
señales de tormenta.
Nuestro valor no contemplaba
ni zapatillas mojadas ni resfríos
fuera de temporada. Se trataba de algo
mucho más en el rango de lo heróico.
Allá arriba las nubes se movían
como animales tristes
en permanente mutación;
duraba, su identidad, lo que dura
una ristra de vientos

Prendíamos la radio, que era el mundo


y tronaba pequeñas novedades.
Y salíamos.

Había que trazar un derrotero


que naciera en el corral de la mulas
y se perdíera en lo que entonces suponíamos
que era algo así como el abismo
que se derrama hacia la Gran Tortuga
en caida sin fin. Decíamos “los confines”
pero en el fondo sospechabamos
que no era más que un límite mezquino,
los bordes del barranco
donde se achaparraba el caserío

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un poco más allá del barrio militar.

Lo mejor era el miedo


que era como el del lobo que mide
la relación de fuerzas
por su olfato
y sabe que hambre o saciedad
son las dos caras, ambas perfectas, de la suerte.
Cada sendero bifurcado
pensabamos, era un señuelo del destino.
Había que optar, trazar con un palito en la tierra
el mapa imaginario de lo desconocido
según las pendientes y los charcos
las malezas y las enramadas. Entonces alguien
decía la frase en blanco y negro , que hasta hoy sigue aquí:
“Los errores se pagan con la vida”.

Nadie murió, de aquellos que éramos entonces


pero la frase resultó, en más de un sentido
trágicamente cierta.

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(Huellas)

Cálido y sofocante, el reflejo de la luz solar


se inflamaba hacia el oeste.
Marchábamos a paso apurado o trote lento;
al galope sólo en circunstancias.
Y hoy aunque lo intente
no puedo recordar qué calzábamos
para andar entre las piedras y los abrojales
Sí recuerdo las rodillas huesudas
los moretones como testimonio
de acciones temerarias. Cuando la pendiente
demandaba el esfuerzo nos asíamos
de los arbustos apenas aferrados
a salientes precarias, bordes filosos
que escalonaban el cerro, tajeándolo
a distintas alturas. No debía haber senderos:
esa era la condición
del que contaba la historia
que era siempre uno. Porque todo sendero

era algo descubierto,


un final conocido, y se trababa de dejar
nuestra propia huella de serpiente
en territorio virgen. Desde el punto de destino
no debían divisarse viviendas, ni cables teléfónicos
no debían escucharse susurros de las cosas humanas
ni ronquido de motores.
Toda la banalidad de los días comunes

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era dejada atrás. Percibíamos, o creíamos percibir
el ronroneo furtivo del puma
el grito del carancho
que giraba hambriento sobre el monte
el siseo apagado de la yarará
el trictras del alacran, apenas sonoro entre los yuyos.

Allí, en el punto extremo


en algún momento de la tarde
el más cansado decia “no hay nada mas allá”
Este era el fin de nuestro mundo.

Era triste el regreso, pero a medianoche


acurrucados entre sábanas tibias,
la luz del pasillo señalando,
que estabamos a resguardo, agradecíamos
secretamente y con vergüenza
no ser del todo lo que creíamos ser.

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(Tristán)

Tristán nació de Loba


la doberman mayor del Coronel;
era una bola movediza
de pelo negro.
Nunca habíamos visto
nada tan tierno como sus movimientos
reptando hacia las tetas
sus ojos cerrados en un placer
que nada puede reemplazar

caía luego en la modorra de los hartos

A los seis meses le cortamos la cola


y las orejas
porque así se estilaba.

Lo amamos, esos días, como a nada o a nadie.


Nos levantábamos temprano
tan sólo para verlo
estirarse en la cucha
frotarse el hocico en nuestras manos
y volver a su posición de ovillo

Antes de que cumpliera el año


se lo llevaron con mentiras
no nos dijeron dónde

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y fue para nosotros
algo muy parecido al fin de todo
Tiempo después
fuimos a la casa de amigos
del otro barrio, el que estaba en el bajo
pegado al regimiento.
Esas casas eran todas iguales:
las mismas celosías de madera
pintadas de un verde que llamaban militar
vaya a saber porqué:
galería de tejas, columnas de madera
canteros con prolijas margaritas
como para mostrar que éramos gente
parecida a toda la demás
De pronto oímos un sonido
metálico y agudo
como un desplazamiento
de acero sobre acero
y un pesado golpear de patas
trotando sobre el cesped.
Cuando alzamos la vista
un animal enorme, oscuro
con ojos como llamas
el hocico fruncido liberando los dientes
emitía el farfeo contenido
de las bestias a punto de saltar
Su expresión era de un odio tan extremo
que nos dejó sin aire.

Lo reconocimos por una marca


que le había quedado en una oreja
en un error del corte

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y una marquita mas clara sobre uno de los ojos
No hemos podido
-es difícil - olvidar
ese momento en que el amor mas profundo
se convierte en el peor de los miedos.

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(Camille)

La pantalla era un paredón blanco,


en la casa donde el barrio limita
con los corrales y el barranco.
Allí los soldados alineaban las sillas
y el Capitan G. preparaba el proyector.
Era la hora en que empìezan
algunas sombras a borrarse
y otras a aparecer.

Lo primero eran los numeritos


y un relámpago cónico
un punto de fuga regular y preciso.
Casi siempre eran de vaqueros y de Indios
algunas de Chaplín
o de Laurel y Hardy
pero, creo que por error
se filtro aquella vez una lata redonda y plateada
con una etiqueta que decía, simplemente, “Camille”.

Ahí empezó la vida, podría decirse.


Contra la planicie irregular del paredón
los ojos de la Garbo
desde abajo hacía arriba, suplicantes
y heróicos.
Así, como si nada.

Marguerite se moría de tristeza y de tisis:

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eso fue demasiado
nada había en mi edad que me permitiera
imaginar los sucesos secretos
del amor en las escenas que no estaban:
el amor eran los ojos de la Garbo
esos que te soslayan y miran más allá.
Así descubrí al mismo tiempo
el amor y la muerte. Porque los cowboys
no morían en serio
no eran otra cosa que muñequitos caídos en el polvo.
Margarita, en cambio, se moría de verdad
y para siempre.

Cuando volví a verla


cuarenta años más tarde, nada había cambiado
en apariencia
pero yo ya había visto la muerte demasiado cercana
y lo carnal, absurdo e imperfecto del amor.
Por suerte uno se hace sabio
para ciertas cosas
y conserva, en secreto, la mejor versión.

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(El Toro de la Cruz)
A Leonardo Martinez

Se había hablado del toro en esos días


de su estampa imperando en la altura
como un dios mitológico.
“Nadie pudo vencerlo”. Erguido el trapecio de la frente
contra el cielo de un verano tardío
araba en nuestros sueños un pavor imaginario
con sus pezuñas pardas.
Armados de bolones de acero
hondas de horqueta de morera, arcos de palo blanco
y alguno que otro cuchillo de cocina
partimos en formación de ataque.

Allí sobre la cima del barranco, al final del sendero


en la pequeña meseta sembrada
de yareta y abrojos
el Toro de la Cruz
rumiaba un silencio ominoso.

Cuando nos alcanzó a ver, raspó la tierra


y el mundo tembló
o temblamos nosotros
Era la hora que separa
la verdad de la vida. Agazapados
esperamos su embate. Dijo alguno-
porque es lo que debe decirse en tales circunstancias-
“ya no hay forma de volver atrás”
Alistamos la magra artillería

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mientras la bestia levantaba, sin apuro, la cabeza
bufando un furor bovino
por los vapores del hocico.
Enfiló, con la calma de quién mata de oficio
sus guampas retorcidas hacía el grupo patético
y adelanto sus cuartos delanteros.

Como salido del enjambre de todos nuestros miedos


un avispón de San Jorge se desprendió del aire
y le zumbó en el oído. La distracción, la impaciencia
o la indiferente realidad
lo hicieron agitar la cabeza, como alejando un pensamiento.

Cuando volvió a mirarnos parecían sus ojos


los de una vaca madrina. Hundió el cuello entre las patas
y siguió mascando la gramilla, ajeno a todo
salvo su masticar letárgico, aburrido.
Recogimos las armas, y hubo alivio, pero también la noción
de que algo trascendente, irrepetible
había dejado de pasar, para siempre
aquel día del final del verano.

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(Caballos)

En aquel tiempo eran los caballos


¿Alguno de ustedes tiene, todavía, presente
el olor dulzón de los cogotes
el vértigo de las orejas erguidas
adivinando lo que pasa en el mundo?
Caballos de remonta, rezagos
desuso de caballería de desfile,
sangres manchadas por cruzas clandestinas
descartes de cuadreras.

Pero ellos ignoraban estas cosas.


Sabían, en cambio, de nosotros
de nuestra monta ligera
por las calles del barrio, hasta los límites
en un galope libre.
Queríamos creer que esperaban las mañanas
en las que el dragoneante apretaba las cinchas
y los arriaba de a tres hacia nosotros.

Queríamos creer que nuestro amor por ellos


era correspondido

Pero después de un rato


de cargas y malones con las riendas tendidas
se hartaban
tiraban a querencia, al jagüel y la alfalfa
los ojos se abrían hacia el costado
sus patas

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se clavaban a tierra
y nosotros percibíamos
una implacable rebelión en sus vidas de caballos
que nos dejaba afuera. Eramos
los pequeños humanos
que ellos usaban par ser montados
por un par de horas, para abrir los pulmones
y estirar las patas.

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(En pelo)

Tiempo después nos trajeron al Moro y al Oscuro.


No eran de remonta
eran dos potros huérfanos de campo abierto.
No habían sido amansados
así que rechazaban el freno y la montura.
Tuvimos que aprender a montarlos en pelo
a saltar sobre el lomo aferrando las crines.
haciendo un arco
apretados los talones contra el costillar
las manos firmes en las cuerdas
las rodillas cerradas
las nalgas a medio palmo del espinazo
para lograr altura.

Mientras el día se alargaba


el sudor del animal se filtraba en los muslos
y las ingles ardían como brasas.

Nos había dicho el hombre, al entregarlos


“No se dejen llevar por el vaivén
para que no los tumbe;
mantengan un eje vertical
que el animal se mueva libre.
Y déjenlos marchar. Para guiarlos

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inclinen el cuerpo
a derecha o izquierda. Que la horqueta
presióne apenas un poco en el costado.
Ellos sabrán lo que quieren
estos bichos nunca fueron domados
tienen que hacerles creer
que son ellos los que eligen el sendero.
Y sobre todo, no les hablen:
son cimarrones, no entienden más lenguaje
que el cuerpo contra cuerpo
no tienen más motivo que el propio movimiento
ni más destino que achicar la distancia
entre el punto de partida
y aquel otro que no alcanza a verse.”

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(La Muerte)

Todo aquello que hacíamos


-lo que les voy contando-
encerraba alguna clase de peligro
pero nada era realmente mortal en aquel tiempo
más que Cristo en la cruz, y algunas vacas
que se pudrían debajo de los árboles
los cuerpos estampados y secos
de sapos sobre el polvo del camino
noticias que llegaban
pero que ya habían vaciado de pena
la distancia y la falta de interés.
Las gallinas eran otra cosa:
las conocíamos por el nombre
y su sacrificio, visible y cotidiano
era lo más cercano a la pérdida que podíamos asumir.

Nadie que importara murió en aquellos esos años


por lo tanto veíamos a la muerte
como la de esos extras
que hacían de Sioux en los largometrajes del oeste
muertos heroicamente en la primer batalla
pero cuyos fantasmas luchaban
con el mismo valor en la siguiente
en una secuencia sin fin que nos metió la idea
de que la vida era algo giratorio
que repetía para siempre las escenas
modificando el escenario
sin terminarse nunca.

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(La sospecha)

La pantalla se dispersa en brillantes


particulas de polvo;
por ella pasan nuestros fantasmas amados
al galope, con voces separadas,
hablando en un idioma extraño.
Las vidas atrapadas en ese muro
son sin embargo, lo único realmente libre
porque cuando el resplandor se apaga
se alejan, intactos, a sus mundos
que imaginamos mas allá de los cerros.
Seguramente, donde no alcanza a verse
tras aquel horizonte dibujado en un lienzo
continúa la lucha entre buenos y malos:
el sherif desenfunda y los forajidos
despues de algunos tiros que suenan a destiempo
salen de escena como almas en fuga
por el desierto de Sonora. El escenario
permanece quieto, pero ellos, veloces
levantan nubes de polvo prolijas
como gusanos largos y perfectos. El repique de cascos
suena de pronto demasiado simétrico
como si cada paso fuera igual al otro.

De este lado, en cambio


cuando el carretel da su ultimo giro

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y la cinta se suelta con un breve chasquido
nuestro mundo “de verdad” se recorta de nuevo
recupera los perfiles opacos, las siluetas confusas
los movimientos torpes. La vida vuelve a instalarse
en su habitual mezquindad. Hemos ido perdiendo
aquel fluir de las imágenes
que trasladábamos al sueño, sin intervalo
y sobre la Aventura se levanta, poco a poco
como una sombra dolorosa
un halo de sospecha.

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(Territorios)

Pasaban muchas cosas allí afuera


que no podíamos entender. Las cosas
de los grandes, por ejemplo
la tensión que intuíamos
en su intercambio diario de palabras. Por suerte
algún sentido infantil nos daba indicios
para saber cuando había que alejarse
buscar sosiego en lo alto del barranco
y allí contarnos las historias
que nos iban naciendo. Cada uno
era fiel a su estilo y cada cuento
desplegaba un mundo en rigurosa semejanza
con el embrión de persona que narraba.
Sabíamos, de algún modo
que nos faltaban palabras, que estabamos
en la naciente del lenguaje
al cual enriquecíamos, a veces
con objetos de un país imaginario. Éramos
como Herodoto adivinando las especies
que vivían mas allá del mundo conocido
a las que podía atribuirle
ferocidades, virtudes, dimensiones
y una asombrosa cantidad de cuernos.

Excluíamos a los grandes de nuestros territorios,


y hacíamos un juramento

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que consistía en juntar la sangre de los dedos
y perdirles a Manitu y a la Virgen
que todo fuera igual
hasta que finalmente lo olvidáramos.

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(Gitanos)

En primavera llegaban los gitanos


en camiones vencidos
flanqueados por una jauría silenciosa
que husmeaba en los arbustos.
Nunca supimos cual era su punto de partida.
Levantaban sus carpas en el campito del sur
donde nunca había nada, mas que restos
del paso de la gente y los caballos.
Incendiaban el pasto para limpiar la tierra
de suciedad y de la mala suerte. Y allí montaban
su espacio de milagros. Desde lejos
veíamos primero la gran rueda
armarse por fragmentos, hasta que finalmente
una luna de luces giratorias
se erguía al comienzo de la tarde
y empezaba a moverse, lentamente
mientras los primeros soplos de un acordeon
alzaban su lamento hacia nosostros. Era el llamado
el cuerno de caza de los días distintos
de la emoción atravesada por los sueños.
Acudíamos como se acude a un mundo ajeno
a celebrar una magia de mentira. Los prodigios
eran tan creíbles, como cualquier otro hecho de la vida.

Al día siguiente pasabamos


Por allí, camino a la escuela
Y todo parecía cubiero por un polvo blanco
O gris. El palacio de Brabantes

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era una pintura tosca sobre chapa abollada
la gran rueda un artefacto endeble
mucho más baja de lo que recordábamos
el tren fantasma un galpón desprolijo
que dejaba ver entre sus grietas
la naturaleza dudosa de monstruos y fantasmas.

Pero habría otras noches, y la oscuridad del entorno


Sella todo. Circunscribe la verdad al halo
Que irradian las luces de colores. Volvíamos a creer
Y los gitanos volvían a ser magos
Por lo menos hasta el fin del verano.

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( La Calesita)

En el arrabal del sueño dos gitanos


oscuros de café
desmontan una calesita
en el baldío que agoniza
justo frente a nuestra casa.

Liberan el eje
que está hundido en la tierra
hasta las raíces del hinojo
desarticulan sus brazos de mamboretá
que llevaron por el mundo circular
al Minotauro
a la berlina sin caballos
al fantasma de sombra prófuga

que hilaba miedos para niños entre los bastidores

y en ese espacio negro


detrás de los castillos pintados en la chapa
la bruja del dolor urde su trama infalible
para las noches del futuro

En el invierno de antes
sobre una colcha de niebla
dos gitanos miran la borra del café
escupen en el fuego
detienen el giro de las cosas
cierran el cerco.

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(El futuro)

Algunas mañanas de aquel último invierno


salíamos a la escarcha y encendíamos una hoguera
con ramitas de sauce y manojos de alfalfa.
Eran amaneceres clandestinos
y allí, cerca del fuego
mientras la madrugada se encendía en el este
hacíamos silencio y adorábamos las llamas
imaginando en ellas fulgores de otro tiempo.
No había forma de explicar aquel presentimiento
que en los últimos meses nos había calado
como inquietud venida de la nada.
Seguramente algún rumor
un murmullo detrás de una ventana
movimientos extraños en la casa.
Y la limpieza metódica, obsesiva, de todo.

Aquellos días empezamos a andar como sonambulos


tratando de aferrar lo familiar.
Con el tacto, el olfato, la mirada
nos asíamos a las cosas habituales
a todo lo que podíamos llamar nuestro

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con una ansiedad que no entendíamos.
Era como si el futuro nos mostrara, por primera vez
sus manos desgarradas.
Por eso, esas mañanas, muy temprano
antes de que los grandes invadieran la casa
salíamos al frío
a la cruda intemperie del invierno del norte
y hacíamos una ronda secreta
ululabamos tapándonos la boca, y el resplandor
de la fogata nos teñía de rojo
los ojos, la piel de las mejillas, y las lágrimas.

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EL MIEDO

Todavía no había venido el animal


ese animal del que hablabamos
con la puerta cerrada
a escondidas, el que – decíamos-
tenía pezuñas de cabra,
ojos de hiena y cabeza de sapo.
Pero sabíamos que merodeaba, y antes
de que la noche se cerrara,
hacía oir sus pasos
alrededor de la casa. A ese animal
no podíamos matarlo,porque no tenía nombre
y si no hay nombre
no hay blanco al que se pueda acertar
ni conocer el punto debil
de lo que no puede encerrarse en un nombre.
No hay plan posible de ataque o retirada.
nuestras menguadas armas, nuestros arcos
las espadas de madera
los bolones de acero
no podían matar al animal sin nombre.
Cuando empezamos a saberlo
limitamos nuestras incursiones a los bordes del barrio
nuestra horda, que antes batía los cerros
en feroces oleadas

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se redujo a un galope mansito
a lo largo de las calles cercanas.
Nuestra leyenda fue perdiendo aliento

(El sueño)

Escenario o montaje que se prepara para algo


que no se nos revela.
No están allí mis hermanos.
Mis hermanos cayeron en un hueco profundo.
Eso fue antes de la lluvia y las mudanzas
antes de que los juguetes fueran enterrados
de que el camión atropellara al perro
en la curva, a la salida del puente
Mis hermanos cayeron en un hueco profundo
y yo estoy allí, asomado, mirando el fondo
y escucho sus voces pero ya no los veo.

El escenario cambia
y estamos en la casa, como antes
protegidos por el fuego
y por la voz de nuestra madre, que nos cuenta la historia
de los barbaros bajando desde el norte
sus mujeres montadas en grandes carretones
arrastrando pertrechos de otra vida.

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Vuelve a cambiar el escenario y mis hermanos
ya no están. Se apagaron las luces y alguien toca
un acordeón en la distancia.
acariciamos al perro que se acerca
como devuelto por la oscuridad, está en la puerta
que ya no tiene cerradura ni bisagras
que agoniza desmontada, apilada

como todo lo que cae en desuso


canastos de mimbre pintados de verde militar
llenos de ropa doblada que parece más vieja:
mantas de tropa, borceguíes desolados
un arbolito de navidad y sus soplillos rotos.

Vuelve a cambiar el escenario.


hacemos una pila con todas nuestras armas
con los arcos las lanzas y las hondas
con las espadas templarias, los manguales, las dagas de madera
y les prendemos fuego.

Escuchamos, apagado, distante


el relincho de un caballo perdido.

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(CONCLUSIONES)

La cinta se acercó demasiado a la lámpara


y en la pantalla se formaron
globos ocres y negros, con un gran centro blanco
que fue agrandándose hasta abarcarlo todo.
Nuestros héroes se deformaron
y se abrieron
hasta fundirse en un cono de luz
que luego se cerró, con nosotros adentro.
Quedamos en la sombra
esperando que del chirrido
del carretel que todavía giraba
surgiera una voz que explicara
hacia dónde habían ido
quién había sido el último en rendirse
qué bandera flameaba sobre el cerro
si el clarín tocaba victoria o retirada
o los guerreros habían girado en círculos
alrededor del totem
la danza de los muertos.

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No podíamos entender la espesura
verdadera del tiempo
ni las consecuencias reales de los hechos
pero una parte de lo que éramos
ató cabos y sacó conclusiones:
alguno de nosotros miró aquella pared
que usaban de pantalla
-ahora vacía-
y no vió nada más que una pared vacía.

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THE END

Aquellos últimos días, caminamos


sin decirnos nada.
Todo estaba igual, en apariencia, salvo el campito
que habían desmalezado, limpiado
y finalmente adornado con un cartel que usaba palabras
fuera de nuestro alcance “Urbanización” “Corriente Eléctrica”
“Sistema sanitario”
Todo como al principio, salvo nosotros
los personajes de nuestra historia, los pieles rojas,
los caballeros cruzados, los piratas.
Los pantalones cortos mostraban rodillas fatigadas
e ingenuas.Esa tarde, cuando supimos todo
cuando nos despojamos de nuestras prendas de combate
notamos que las plumas ya no eran tan brillantes
las flechas, frágiles y arqueadas
no llegarían a mas de veinte metros.
las espadas y lanzas
eran palos torcidos de morera
con puntas romas y filos inocentes.

El Animal sin Nombre había derrotado

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en lucha a campo abierto al gran Búfalo Blanco
Caballo Loco yacía atravesado por media docena
de bayonetas, en un fortin oscuro
Toro Sentado era un payaso
en el circo de los carapálidas
Nube Roja, derrotado, hacía peticiones
por derechos de supervivencia, en el ghetto asignado..
Todo aquello, que nostros ignórabamos
había ocurrido hacía ya mucho tiempo, pero la historia
tendía a repetirse. Alguien dijo “Rendirse con honor”
y entregó todos los pertrechos
al carapálida que ocuparía nuestra casa

Dos caballos pastaban en la ladera del barranco


husmeando el aire, y resoplaban.
Cuando pasamos caminando, nos siguieron con la vista
hasta que ellos y nosotros
fuimos borrados por el horizonte.

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Epílogo

En el llanito del norte, entre las pircas


prendíamo fogatas
y simulabamos honrar a nuestros muertos.
Tomabamos prestadas las cosas de otro tiempo
de otra gente, y sacudíamos el aire
con tonos tristes y en un lenguaje extraño
que simplemente nos venía a la garganta
como soplado por algún espíritu
al que creíamos liberar con nuestro canto.
Era una invocación a lo desconocido
que habitaba en nosotros
a las sombras que el fuego trazaba
largas y movedizas sobre el lienzo de piedra
a los broncos y baguales batiendo las llanuras
a los sueños de los que salíamos extraviados, confusos
como si una máquina de fabricar historias
nos corriera por dentro. Se desprendían de la oscuridad
los guerreros alzados en armas, los días salvajes
los piés veloces como liebres, inquietos
abriendo caminos en el polvo.

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Tambores de batalla de aquellos días
suenan
fuegos que permanecen encendidos,
gritos que nos alcanzan
voces que se abren paso entre otras voces
y traen nuevos cantos repitiendo
las mismas palabras pero ahora
en un lenguaje que por fin entendemos.

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