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“-Lo normal- recuerda esta mañana Lorenzo- era que cada verano, tras los

exámenes en la escuela o en el instituto, mis padres y yo recurriésemos al tren para ir


desde la gran ciudad, a la que nos había empujado la diáspora, hasta mi pueblo,
en la Hoya de Huesca, al pie del Castillo de Montearagón. El viaje por carretera era
más rápido –cinco o seis horas menos -pero precisamente porque duraba más
tiempo, yo prefería viajar en tren.
-No te entiendo- reconozco.
-Es muy simple-me explica-. Al ser el viaje más lento, tenía más tiempo para
constatar las diferencias que existían entre mis dos dimensiones vitales: aquella en la
que me veía precisado a vivir y aquella otra, distante, con la que soñaba
ilusionadamente durante todo el año. Dicho de otro modo, me daba más tiempo
para que me acostumbrase a los nuevos paisajes que me estaban esperando
trescientos kilómetros más allá, hacia el oeste, y que no tenían nada que ver con los
que brindaban durante todo el año los suburbios de la gran ciudad...
–Eso, más o menos, era lo que pensaba Tácito -le interrumpo- Decía Tácito que, de
lejos el respeto es mayor. Además, ¿no fue Rabindranat Tagore quien nos descubrió
que, en la perspectiva del corazón, la distancia nos parece siempre inmensa?
-En aquellos tiempos no había oído hablar todavía ni de Tácito ni de Rabindranath
Tagore -me confiesa Lorenzo- Años después, sin embargo, me propuse justificar mis
preferencias ferroviarias con argumentos de mi propia cosecha. Pensé incluso que
valía la pena recurrir a la autopsia del psicoanálisis y establecer, de entrada,
algunas consideraciones que pudiesen explicarlo todo..."
FINAL PARA UN CUENTO FANTÁSTICO, DE I.A. IRELAND

-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro.
¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.
LA SENTENCIA, DE WU CH’ENG-EN
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y
que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a
sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y
que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei
Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró
protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el
palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara
al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el
ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una
inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y
gritaron:
-¡Cayó del cielo!
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:
-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.
Cuento de Eduardo Galeano: El tiempo

El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo había despertado
todavía la tierra.
Los días partieron del oriente y se echaron a caminar.
El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia.
Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas.
Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse.
El quinto día decidió que todos trabajaran.
Del sexto salió la primera luz.
En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la tierra
sus manos y sus pies.
El noveno día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a
quienes tienen veneno en el alma.
Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol.
Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había
muerte dentro de él.
El decimotercer día mojó la tierra y con barro asomó un cuerpo como el nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.
Aquellos que allí ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de
casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquéllos que allí se parecen no son
gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas que volteadas
del viento hacen andar la piedra del molino. Bien parece, respondió Don Quijote, que no estás
cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte
en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla. Y diciendo esto,
dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba,
advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquéllos que iba a
acometer.

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