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consultado el 17/08/2012

Piénselo otra vez

“No existe identidad nacional en el Perú”


Edición de Febrero 2008

Contra lo que se piensa convencionalmente, la idea de nación sí parece encontrarse


asentada en el imaginario nacional, aunque quizá sea una concepción sobrevalorada
Toda nación es una construcción mental. Vale decir, la nación –como tantas otras
categorías sociales– es una ilusión verosímil. Tan exitosa es la mentira nacional que
solemos creer en ella a ojos cerrados, estamos convencidos de que ellas existen como
cualquier otro hecho de la naturaleza. De la misma manera que montañas y ríos, hombres y
mujeres, creemos que allí afuera también están las naciones. La fuerza de esta ilusión es tal
que ni siquiera concebimos a un pobre hombre sin nación (incluso un apátrida puede ser
imaginado pero no un a-nacional) y, entonces, vivimos con real angustia la experiencia
nacional, la duda nacional… Y si no somos una nación, ¿quién podrá salvarnos?   La idea
de la nación peruana

Los amigos de Perú Económico me trasladan la angustia nacional: ¿hay identidad nacional
en el Perú? La pregunta tiene implícita una carga valorativa que me incomoda: si no la
tenemos estaríamos jodidos. Esa es la parte más macabra de la falacia nacional; como
asumimos que carecer de una es una desgracia insalvable, se llevan a cabo las maldades
más aterradoras para conseguirlas. Ninguna otra idea (a excepción de las religiones) es
madre de tanta desdicha. Así, lo digo con todas sus letras, no tengo mayor simpatía por las
naciones, ni la mía ni las ajenas, ni las verdaderas ni las falsas. Porque las naciones exigen
“identidad nacional”, que sería cierto rasgo idéntico compartido por todos los individuos
integrantes de una nación. Las naciones –en distintos lenguajes y a través de distintos
medios– exigen pureza y temen a lo híbrido, nos exigen raíces a quienes tenemos piernas
(pues no somos árboles para ostentar raíces). Así, desde mi punto de vista, constatar la
existencia de una nación no es motivo de jolgorio porque la construcción de una nación ha
sido siempre, sobre todo, la destrucción de muchas otras.

Ahora bien, que no las valore no implica que no pueda constatar la fuerza del mito. Y creo
que la idea nacional en el Perú se ha construido. Hemos conseguido la construcción mental
compartida de la nación peruana. Que quede claro: no digo que la nación exista (de la
misma manera que existe esta computadora sobre la cual escribo o el ejemplar de Perú
Económicoque el lector tiene entre sus manos), lo que existe es la “idea” compartida de
formar parte de algo que se llama nación peruana.

  

En el contexto de las elecciones de 2006, Maxwell Cameron, profesor universitario y


observador de la OEA, me contaba que lo que más le había sorprendido de su viaje por
distintos poblados de las serranías del Cusco, era que las personas expresaban su rechazo a
la intromisión de Hugo Chávez en la política nacional. A Cameron el futuro resultado de la
elección presidencial lo entusiasmaba mucho menos que constatar que “¡la nación peruana
es un hecho!”. Creo que mi amigo canadiense estaba en lo correcto, la idea nacional ha ido
construyéndose en el Perú de a pocos hasta llegar a este momento en que todos, aun en los
poblados más alejados, nos reconocemos como integrantes de la nación peruana.

  Un largo proceso

Cuando las colonias latinoamericanas se independizaron a inicios del siglo XIX, eran
repúblicas sin estado ni nación. Repúblicas sin territorios definidos, con deudas y regidas
por caudillos. A diferencia de algunos países europeos donde el artificio nacional podía
rastrearse en el pasado, las elites encargadas de las independencias se dieron cuenta desde
el inicio de que las naciones latinoamericanas habría que conseguirlas en el futuro, que
habría que establecer diferencias entre ecuatorianos, peruanos y bolivianos, entre
uruguayos, argentinos y brasileños y que habría que olvidar otras lealtades (no recordar que
pertenecíamos, por ejemplo, a Nueva Granada). Así, desde el siglo XIX las naciones fueron
inventándose desde arriba e imaginándose desde abajo.

El largo proceso de invención nacional ha tenido distintos componentes. En primer lugar,


como en todas las construcciones nacionales, la destrucción de otras naciones que pueblan
el mismo territorio. Las naciones son como las religiones monoteístas, exigen dedicación
absoluta. Cualquier otra lealtad social debe ser eliminada, a través de la educación o la
limpieza étnica; el método varía pero no el objetivo de homogenizar a las poblaciones bajo
la bandera nacional. En nuestro país, sólo las identidades precoloniales podían desafiar la
construcción nacional peruana. Y así, desde el periodo colonial se ha logrado eficazmente
disminuir el peso de dichas lealtades. Para sólo recordar algunos episodios, podemos
nombrar la feroz represión española luego de la rebelión de Túpac Amaru en el siglo XVIII.
Todo rastro de lealtad hacia lo indígena fue barrido sin misericordia. Algo similar ocurrió
tras la guerra con Chile, los indígenas sin “identidad nacional” eran los culpables de la
derrota, por lo cual había que “nacionalizarlos”. De otro lado, la migración multitudinaria
durante el siglo XX se hizo a lejanísimas ciudades de la costa, desde las serranías o la selva,
y las lealtades primeras fueron cediendo paso a la lealtad nacional, que fue haciéndose cada
vez más dominante. Y durante estos dos siglos el Estado también fue imponiéndose a los
habitantes. Elecciones de todo tipo (de presidenciales a locales) han ido delineando
lealtades afectivas a partir de estas prácticas políticas. Con la expansión del Estado y sus
instituciones, la población también fue reconociendo que formaba parte de la nación en la
que se sostenía tal Estado. Las paradas (y reclutamientos) militares han hecho lo suyo, los
medios de comunicación han aportado también. Finalmente, la expansión de la educación
ha sido la gran herramienta de instrucción nacional. Cada escuela llegó a ciudades y
pueblos con un escudo y una bandera, y un profesor con un libro bajo el brazo presto a
exaltar los héroes nacionales. Así, ningún romanticismo en la construcción nacional, la cual
es siempre, a través de distintos métodos, un ejercicio de imposición de una única verdad
nacional por sobre otras más débiles.

Pero la construcción nacional no es sólo una imposición sobre la población. Ésta también
contribuye con aquella. En la práctica cotidiana a todo nivel de las instituciones estatales se
va edificando tal idea nacional. Y el Estado cotidiano no es una entidad abstracta, son
distintos funcionarios que en cada rincón del país cooperan con la puesta en práctica de la
idea nacional. Entonces, lo nacional es una idea dinámica que va construyéndose entre lo
estatal y lo social, por arriba y por abajo. Por ejemplo, los republicanos andinos del siglo
XIX de los que habla Mark Thurner, donde la idea nacional aparece desde la práctica
cotidiana de reglas estatales en niveles muy locales (Republicanos andinos, IEP, 2006).

Por tanto, creo que esta idea nacional se ha construido. Sin embargo, a diferencia de toda la
sociología peruana del siglo XX (de Riva Agüero a Cotler) no creo que su sola presencia
nos vacune contra los peores males ni que sea fuente inmediata de beneficios. Porque
nuestros problemas principales son la arbitrariedad, la ausencia de justicia, la indolencia
ante la pobreza. En dos palabras, nos hace falta una república más democrática y no una
comunidad más nacional. La nación quiere que sus habitantes sean nacionales. Y la
República quiere que sus habitantes sean ciudadanos. La nación se basa en sentimientos y
la República en la razón. La institución que mejor representa a una nación es un mito, y la
institución que mejor representa a un pueblo democrático es un parlamento. La nación
exige fidelidad a un sentimiento y la democracia respeto a las leyes convenidas. ¿Es que
acaso haber conseguido la anhelada identidad nacional nos va a volver más libres,
solidarios y justos? La nación y su identidad nacional no son necesariamente un remedio ni
garantizan una comunidad más democrática. Tengo la impresión muy personal de que los
males del Perú están relacionados con la ausencia de una comunidad política, y no con la
ausencia de una comunidad nacional.

Sin embargo, la construcción nacional sí otorga un punto a favor que no se puede negar:
impide un tipo de inestabilidad recurrente. Como lo podemos apreciar en estos días, de la
civilizadísima Bélgica a nuestra vecina Bolivia, pasando por Kenia, los países con
problemas nacionales latentes son siempre suelo fértil para la inestabilidad inter-
comunitaria. Sospecho que si en el Perú el movimiento indígena tiene mucho menos fuerza
que en Bolivia o Ecuador es porque el Estado peruano ha sido más eficaz durante dos siglos
en su labor de “nacionalización” de las poblaciones. Ahora bien, para ser honestos, muchos
países son inestables teniendo una nación homogénea, y, algunos otros, son estables con
diferentes comunidades nacionales al interior (España, por ejemplo). De tal forma que esta
virtud de la “estabilidad” debe ser puesta en contexto.

La angustia por la “identidad nacional” es sectaria. Cuando nos preguntamos por la


identidad nacional, en realidad estamos preguntando por otras identidades nacionales; nos
preocupa que los habitantes de un territorio vayan a tener otras querencias grupales, que no
le reserven a la patria su completa devoción, tememos que su corazón se comparta con otras
impuras lealtades. Y por eso vivimos con angustia la duda de si lo realmente peruano es
Vargas Llosa o Arguedas (lo vemos a través de sus pleitistas herederos) y nos obligamos a
elegir entre Chabuca Granda y Daniel Alomía Robles. Y claro, si la identidad nacional
exige seres idénticos, ¿cómo viviríamos dichos dilemas sin angustia?

Los procesos de construcción nacional son, para bien y para mal, fundamentalmente,
procesos de fusión. Pero lo no fusionado (o en vías de fusión) no debería jaquear nuestras
certezas comunitarias. ¿Qué es más peruano: el pollo a la brasa, el arroz chaufa o el olluco
con charqui? Sólo la estupidez identitaria se ve obligada a escoger entre uno de ellos.
Tendremos que aprender a vivir con nación y sin los vicios del nacionalismo, porque, como
decía Javier Marías, tener apéndice no es lo mismo que tener apendicitis.

Termino. En un plano fáctico sospecho firmemente que la construcción de una nación


peruana se ha realizado. Incluso en los poblados más alejados, los individuos se consideran
peruanos y le reservan a este país el monopolio de su lealtad. Sin embargo, mientras la
discriminación persista dicha construcción será precaria. Porque no basta que todos nos
consideremos peruanos si, al mismo tiempo, la nación no nos considera a todos
compatriotas con iguales derechos. Aunque los individuos se consideren peruanos, muchos
de ellos constatan que persiste la discriminación. Y también el racismo –esa enfermedad del
alma, canta Rubén Blades–, al que deberíamos combatir con la severidad más implacable.
Aunque el racismo sigue ahí, éste se hace cada vez más ofensivo, vergonzoso y repudiado.
Si Tocqueville tenía razón, las discriminaciones devienen más odiosas cuando las
circunstancias son más igualitarias. Así, tal vez esta construcción nacional que constato sea
una de las razones por las cuales el racismo y la discriminación generan hoy mucho mayor
rechazo que hace algunas décadas. En todo caso, si la construcción nacional se ha
conseguido (y sigue consiguiéndose), el real desafío es transformar esta base nacional en
una comunidad política que trascienda los calores primarios que otorga la nación.

Alberto Vergara Paniagua*  


* Es candidato a doctor en ciencia política por la Universidad de Montreal (Canadá). En
el 2007 publicó el libro Ni amnésicos ni irracionales. Las elecciones de 2006 en
perspectiva histórica.

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