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Citar Lexis Nº 0003/014866

Género: Doctrina
Trabajando como si no pasara nada. Las obligaciones del derecho en sociedades
Título:
desiguales
Autor: Böhmer, Martín
Fuente: SJA 24/2/2010

ABOGADO − 02) Ejercicio profesional − e) Deberes y obligaciones − 01.− Generalidades

¿Tendremos que volver sobre lo mismo una vez más? No uso la primera persona del plural mayestáticamente.
Lo que pregunto es si todos nosotros (los operadores del derecho argentino: los profesores; los abogados; los
jueces; los diseñadores, los ejecutores, los reformadores de políticas públicas; en fin, los que controlamos los
aparatos de acceso a los derechos) vamos a volver a insistir en la práctica retórica de continuar produciendo
justificaciones para hacer lo que debemos hacer y no hacemos.

Pregunto si este ejercicio al que nos convocan va a tener que ser una vez más la exposición escolástica de
razones para mostrar que debemos hacer las cosas a las que ya nos hemos comprometido. No me refiero a
prácticas a las que obliguen teorías emancipadoras radicalmente utópicas, que mal no vendría, sino sólo a esas
modestas prácticas que ya están en las leyes que regulan la profesión, la enseñanza del derecho, la actividad
de los jueces. Me refiero a las prácticas a las que hemos jurado honrar con pompa pública en los discursos de
graduación, en las asunciones de cada funcionario relevante, en las campañas electorales de los colegios
profesionales y de las facultades de derecho, en los proyectos que se elevan a las agencias financiadoras y en
los discursos que reniegan del clientelismo y que juran haber aceptado que la gente tiene derechos.

Esas prácticas articulan, tienden a hacer operativo, el derecho (y las obligaciones correlativas) que justifica
nuestra existencia profesional: el derecho de acceso a los derechos igual para todos, sin distinción de
capacidad económica, situación geográfica, género, raza, aptitud ambulatoria, nivel educativo o cualquier otra
razón con la que nuestras profesiones retacean sus servicios a quienes han jurado servir.

En un contexto de desobediencia a las normas que regulan nuestra actividad, se nos convoca una vez más a
explicitar algunas de las cosas que ya hemos dicho y a puntualizar lo poco que hemos avanzado en la creación
de instituciones que honren nuestros compromisos y que justifiquen los privilegios que obtuvimos de nuestros
conciudadanos. Es sólo en ese contexto en el cual podemos juzgar nuestra actividad. A esta altura, la
apelación a principios que rigen nuestra práctica y que permiten profundizar nuestros privilegios no hace más
que acentuar la patética situación en la que nos hallamos: la de quienes custodian las puertas de la justicia con
el solo interés de cobrar peaje a quienes pueden pagarlo y excluyendo a los demás.

Nuestras tres profesiones gozan de sendos monopolios: los profesores custodian el ingreso al ejercicio de la
abogacía y de la judicatura, los abogados custodian el ingreso a los tribunales y los jueces custodian la
aplicación de las normas a los casos particulares. Aquí me concentraré en el monopolio del acceso a los
tribunales, que es lo que se me ha pedido, el monopolio que ejercen los abogados y abogadas.

El ideal deliberativo en el que estamos inmersos en tanto miembros de una democracia constitucional
moderna nos alienta a ser parte de las discusiones que afectan nuestros intereses. A ellas debemos llevar
nuestros anhelos, las razones por las cuales creemos que determinada decisión debe ser tomada de

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determinada manera, es el lugar en el cual hablar y escuchar, y escuchar para hablar. Sin embargo, el ideal
choca contra la falta de tiempo, la necesidad de trabajar, de estar con otros, de silencio. Es por ello que la
democracia ha generado una práctica alejada del ideal pero regulada por él: la democracia representativa. En
ella no estamos todos los afectados y no decidimos por unanimidad, por lo cual algunos de nosotros no somos
escuchados, y aun algunos de nosotros no somos tenidos en cuenta en forma sistemática. La política ha
intentado paliar estas deficiencias a través de las múltiples formas de la libertad de expresión, de la regulación
electoral, de los partidos políticos, de los procesos de toma de decisiones públicas, tanto legislativas como
administrativas. Pero las fallas de la política mayoritaria representativa siguen golpeando, sobre todo en países
como el nuestro, sobre los más desprotegidos, gracias a un sistema político que concentra poder en unos pocos
y que incentiva la discrecionalidad en la distribución de los recursos.

Las profesiones del derecho vienen a paliar algunos de estos déficits. En efecto, la política contramayoritaria
se lamenta de su propia existencia y de la necesidad creciente de su intervención. Ya no es la mera aplicación
de la ley a casos en los cuales por dolo o por culpa alguien incumple con sus obligaciones legales lo que
justifica la intervención judicial, sino la actividad remedial de forzar a la política mayoritaria a volver a
discutir, esta vez agregando las voces, los argumentos, los intereses de quienes fueron excluidos por el mero
hecho de ser menos. Así, nuestra profesión debe impedir que la prepotencia de los números viole derechos o
modifique los procesos deliberativos para hacerlos más excluyentes.

Esta actividad se ha vuelto en algunos casos cada vez más compleja, y es por esa razón que un cierto
paternalismo se impone. Las personas que no conocen los intrincados pasadizos del derecho estarían en
desventaja frente a aquellos más familiarizados con la práctica y con las variadas formas de persuadir los
jueces, y, por lo tanto, la manera de igualar esta desventaja retórica es entregar la práctica a una profesión en
monopolio para que ella cumpla con su obligación de igualar a los ciudadanos en sus apariciones ante la
justicia.

Sin embargo, existe aún una razón ulterior: la presencia de jugadores que se repiten en la discusión judicial
también mejora la calidad de la deliberación pública en la práctica crucial de la intervención de la justicia en
la política mayoritaria. En el esfuerzo por persuadir a las juezas, las abogadas deben generar los mejores
argumentos posibles dentro del juego del derecho. Así, deben tener especial sensibilidad a la mejor manera de
traducir los intereses privados de sus clientes al lenguaje del interés público. No pueden persuadir a ninguna
jueza afirmando que a su cliente le vendría muy bien determinada decisión; en cambio, deben mostrar por qué
su cliente tiene derecho a lograr lo que solicita. Es decir, deben articular argumentos que muestren que la ley
le da la razón, o que la ley que no le da la razón viola un derecho, o que la forma en la cual la ley ha sido
creada ha violado los procesos deliberativos de la democracia.

De esta forma repetida de practicar el derecho la democracia espera que quienes lo ejercen monopólicamente
vayan generando un lenguaje cada vez más claro y cada vez más abierto a la deliberación para que la práctica
del derecho se mantenga lo suficientemente inmóvil como para dar tranquilidad a quienes confían en él para
armar sus vidas, y suficientemente flexible como para incorporar nuevas visiones y mejores argumentos.

El monopolio puede entonces justificarse en términos paternalistas e instrumentalistas. No hay nada


deontológico en él, los profesionales del derecho no tienen ningún derecho a ejercer su profesión de esta
manera. Tienen derecho a trabajar, no a trabajar monopólicamente. La forma en la cual un Estado democrático
regula el acceso de los ciudadanos a la deliberación respecto de nuestros derechos (a través del mercado
entregado en monopolio a una profesión, a través de un monopolio estatal, a través de la libertad de
contratación subsidiada, o de formas mixtas o de cualquier otro sistema) depende de una decisión política.

En nuestro país esa decisión determina que el mercado se haga cargo de una parte del acceso a la justicia (en
el caso de quienes pueden pagarlo, o si los abogados están dispuestos a jugarse el alea del triunfo), y en
algunos otros casos (como en el fuero penal prominentemente, y alguna parte del no penal, sobre todo en los

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casos de quienes son demandados) el Estado asume su defensa. Pero también las leyes han puesto en la
profesión, en particular, en los Colegios de Abogados, la obligación de garantizar la igualdad en el acceso al
derecho a contar con un abogado para todos los habitantes del país.

Como muestran las investigaciones sobre acceso a la justicia, nuestra profesión incumple, en algunos casos,
como en la Ciudad de Buenos Aires, de forma escandalosa, con esta obligación, retaceando el acceso a los
derechos de gran parte de la población a la que debe servir. No entraré aquí en cuestiones de igualdad en
términos de calidad (que las facultades de derecho no garantizan y que los colegios profesionales no mejoran);
quiero simplemente subrayar que las condiciones en las que fue entregado este monopolio no se cumplen y
que los que se ven privilegiados por él no generan las instituciones que deberían remediar este
incumplimiento.

En este contexto, la defensa de los poderosos tiene un tinte que no debería tener. En efecto, en términos
ideales, en una práctica en la cual los abogados y las abogadas brindan un servicio con igualdad en acceso y
calidad, la defensa de quienes pueden pagar más no tiene mayores o menores ventajas que la defensa de los
que pagan menos. Sin embargo, estamos lejos de esa situación, y dadas las fallas de la práctica deliberativa
judicial en nuestro país, los profesionales tienen obligaciones mayores para no acentuar las desigualdades que
ellos mismos generan.

Esas obligaciones aumentan en la medida en que son más exitosos. Así, cuanto más los ha enriquecido esta
práctica, deberían ser más sensibles a las desigualdades que han hecho posible ese enriquecimiento. La
práctica del derecho pro bono en Estados Unidos surgió de esa convicción, y los cientos de miles de horas
anuales que los estudios jurídicos ejercen sin paga, aunque sigue siendo una pequeña parte del esfuerzo por el
acceso a la justicia, se justifican en estos términos. Es el reconocimiento de una falla en la regulación del
derecho de acceso a la justicia, de que el Estado, todavía, no interviene eficazmente, y es también una forma
de prevenir esa posible intervención.

Como todas las actividades sociales, la práctica del derecho no puede ser igual en una sociedad mínimamente
funcional y en una disfuncional. Dada la situación en la que se encuentran nuestra enseñanza del derecho, la
práctica de la abogacía, la actividad de nuestros tribunales y, en general, nuestra práctica política, justificar las
decisiones de los abogados y las abogadas, de los jueces y las juezas o de quienes dirigen las instituciones que
los regulan con razones que sólo sirven en una sociedad que carece de estas fallas se convierte en una forma
de mantener este statu quo y de beneficiarse de él.

24/2/2010AR_DA002

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