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Desgarramientos civilizatorios

Símbolos, corporeidades, territorios


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Desgarramientos civilizatorios

Símbolos, corporeidades, territorios


Universidad Iberoamericana Puebla

Ma. Eugenia Sánchez Díaz de Rivera (coordinadora)

Andrea de la Hidalga Ríos * Antonio Fuentes Díaz


José Sánchez Carbó * Óscar Soto Badillo
Mercedes Núñez Cuétara * Nadia Eslinda Castillo Romero
Galilea Cariño Cepeda * Natalia Escalante Conde
4
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA PUEBLA
Biblioteca Interactiva Pedro Arrupe SJ
Centro de Recursos para el Aprendizaje y la Investigación

Primera edición, 2020

ISBN: 978-607-
DR © Universidad Iberoamericana Puebla
Blvd. Niño Poblano 2901, Reserva Territorial Atlixcáyotl,
San Andrés Cholula, Puebla, México. CP 72820
https://micrositios.iberopuebla.mx/publicaciones/
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“Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del


contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización
expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal de
Derecho de Autor, y en su caso, de los tratados internacionales aplicables;
la persona que infrinja esta disposición, se hará acreedora a las sanciones
legales correspondientes”.

Impreso en México
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ÍNDICE

Introducción
Ma. Eugenia Sánchez Díaz de Rivera y Andrea de la Hidalga Ríos [7]

LOS DESGARRAMIENTOS CIVILIZATORIOS: UNA MIRADA
Los desgarramientos civilizatorios: una mirada
Ma. Eugenia Sánchez Díaz de Rivera [17]

LAS VIOLENCIAS Y SUS EJES SUBTERRÁNEOS
Fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal:
una nueva morfología de la violencia en México
Antonio Fuentes Díaz [53]
Representaciones de la violencia extrema en la literatura
José Sánchez Carbó [78]

LOS AGUJEROS ESTRUCTURALES, LAS APROPIACIONES
PREDATORIAS DEL TERRITORIO Y LAS NUEVAS SUBJETIVIDADES
El desarraigo radical. Apropiaciones predatorias
y territorialidades emergentes
Óscar Soto Badillo [99]
Caravanas Centroamericanas, población arrojada. Una nueva
configuración del sujeto migrante
Mercedes Núñez Cuétara [128]
Experiencias de Economía Social frente a la imposibilidad
del desarrollo para todos
Nadia Eslinda Castillo Romero [154]

EL ANTAGONISMO ENTRE CIUDADANÍA Y DIVERSIDAD


Racialización y ciudadanía en México. Una tensión encubierta
Andrea de la Hidalga Ríos [177]

GRIETAS EN LA VISIÓN PATRIARCAL DEL CASTIGO SOCIAL
El sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista:
coordenadas para desnaturalizar el castigo
Galilea Cariño Cepeda [203]
La construcción selectiva de la subjetividad humana.
El debate sobre la despenalización del aborto
Natalia Escalante Conde [232]

Epílogo [258]
Semblanza de los autores [259]
6

Este libro forma parte del Proyecto de Investigación del Sistema


Universitario Jesuita (SUJ) titulado Tejido social, socialidades y
prácticas emergentes en México ante los desgarramientos civilizatorios.
Al iniciarse la pandemia del Covid-19, el libro estaba ya en la fase
final de su elaboración y no fue modificado. Será necesario un
diálogo posterior de estos textos con los desafíos de esta realidad,
más predecible de lo que se ha dicho, pero no por ello menos
abrumadora.
7

Introducción

María Eugenia Sánchez Díaz de Rivera y Andrea de la Hidalga Ríos

Varios pensadores contemporáneos se preguntan sobre el futuro de la Humanidad.


Es interesante constatar que, en una primera reflexión, parece haber coincidencia
entre muchos autores de que los tiempos que vivimos parecen no tener salida.
Analizan la dinámica abismal entre una minoría de la Humanidad que utiliza los
recursos del planeta para beneficio propio ante la mayoría de la población que va
siendo expulsada a las fronteras de la supervivencia. Una minoría que utiliza el co-
nocimiento sofisticado de la ciencia para producir situaciones de brutalidad contra
las poblaciones, las tierras, el agua y el aire.1 Señalan que la degradación creciente
del hábitat está evidenciando que la crisis climática a escala planetaria ya no es una
amenaza futura sino una realidad vivida, y que estamos en una etapa de secesio-
nismo psicológico en el que la parte más pudiente de la sociedad se desentiende de
la otra.2 Un tiempo en el que las “civilizaciones naufragan” y la humanidad está
llegando a su umbral de incompetencia moral3 y a un déficit de sentido que afecta a
la contemporaneidad toda.4 Una etapa en la que se han cristalizado diversas formas
totalitarias de poder.5 Es un tiempo en el que se hace visible una extensión de la
aporofobia como una especie de guerra contra la gente y un momento histórico en
el que emergen violencias inéditas cuando las violencias arcaicas se refuncionalizan
por la lógica del capital.6
En un segundo momento, esos mismos y otros autores, en un esfuerzo por res-
catar a la Humanidad de su desafortunado presente/futuro, plantean caminos de
esperanza que son ya visibles o están invisibilizados y que se construyen desde
los márgenes del sistema,7 desde los movimientos feministas que están vincula-

1 Sassen, Saskia (2015). Expulsiones: brutalidad y complejidad en la economía global. Buenos


Aires: Katz.
2 Klein, Naomi (2017). Decir no, no basta. Contra las nuevas políticas del shock por el mundo que
queremos. Barcelona: Paidós.
3 Mallouf, Amin (2019). El naufragio de las civilizaciones. Madrid: Alianza Editorial.
4 Augé, Marc (1998). Hacia una antropología de los mundos contemporáneos. Barcelona: Gedisa.
5 Touraine, Alain (2018). Défense de la modernité. Paris : Seuil.
6 Echeverría, Bolívar (1998). Violencia y Modernidad. En Sánchez Vázquez, Adolfo. El
mundo de la violencia. México: UNAM–FCE
7 Leyva, Xóchitl, Jorge Alonso, Aída Hernández, Arturo Escobar, Axel Köhler y otros
8 m.e. sánchez díaz de rivera/a. de la hidalga ríos
dos con las perturbaciones políticas, la precariedad económica y el agotamiento
socio–reproductivo;8 desde las formas de autogobierno de los pueblos indígenas y
de la producción de lo común;9 desde las disputas territoriales o digitales. Señalan
propuestas deseables o posibles para revertir esta marcha de autodestrucción de la
Humanidad, de una autodestrucción en la que los ritmos y los costos son diferen-
ciados para la población.
Es a partir de esas inquietudes, de esas reflexiones, de esas contradicciones,
pero sobre todo a partir de la solidaridad con el sufrimiento humano, que surge
este libro.
Se trata de un intento de construir una mirada que ayude a la comprensión
de estos tiempos de incertidumbre y de violencia. No se presentan respuestas, ni
alternativas y menos soluciones, pero subyace un intento de detectar elementos de
una brújula que permita dar pasos en el horizonte nublado que reemplazó a las
utopías largamente construidas. Se busca cómo evitar el nihilismo que desemboca
en la indiferencia y el cinismo y, a la vez, un optimismo sin fundamento que facilita
procesos de tonalidad fundamentalista. Se intenta aportar luces para discernir los
umbrales de humanización/deshumanización en las situaciones humanas inéditas
que estamos viviendo. Se busca encontrar los resquicios a través de los cuales po-
damos construir “presentes dignos” sin dejar de luchar y desde donde resistir y
celebrar la vida.
Desde una experiencia más localizada, la de México, este libro constituye un
esfuerzo colectivo de diálogo motivado por la experiencia de las últimas décadas
en las que la violencia, en todos los ámbitos y escalas, se ha vuelto no solo más
explícita sino que ha alcanzado dimensiones inéditas y desoladoras, y que dan
cuenta de las agrietadas referencias conceptuales y teóricas que ya no logran ex-
plicarlas satisfactoriamente y menos contenerlas. Es necesario contar con nuevos
marcos de interpretación que permitan identificar esas lógicas subterráneas10 que
están atravesando la realidad actual para poder nombrar fenómenos sociales, polí-
ticos y económicos que se han reconfigurado, o emergido, en este contexto que nos
ha desbordado cognitiva y emocionalmente.
Frente a este desafío, y a la convocatoria del Sistema Universitario Jesuita (SUJ)
de reflexionar en torno al panorama de dicha crisis civilizatoria, convergen en este

(2015). Prácticas de conocimiento(s). Entre crisis, entre guerras. Vols. I, II, III. San Cristóbal de
las Casas: Cooperativa Editorial Retos.
8 Arruza, Cinzia, Tithi Bhattacharya, Nancy Fraser (2019). Manifiesto de un feminismo para el
99%. Barcelona: Herder.
9 Gutiérrez, Raquel (2017). Horizontes comunitario–populares. Producción de lo común más allá
de las políticas estado–céntricas. Madrid: Traficantes de Sueños.
10 Sassen, Saskia (2015). Expulsiones: brutalidad y complejidad en la economía global. Buenos
Aires: Katz.
introducción
9
libro una serie de indagaciones derivadas de investigaciones previamente desarro-
lladas —algunas durante varios años— por siete investigadores y académicos de la
Universidad Iberoamericana Puebla, un investigador de la Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla y una investigadora independiente. El equipo de investiga-
ción se fue configurando a partir de otoño de 2018 con una serie de reuniones perió-
dicas que se llevaron a cabo hasta la primavera de 2020.11 Se trata de investigaciones
con diferentes objetos de estudio y diferentes características, algunas son reflexio-
nes estrictamente teóricas y otras se relacionan con situaciones más concretas deri-
vadas de una larga trayectoria en involucramientos sociales complejos por parte de
varios de los autores, lo que les da a los textos una especial consistencia. El enfoque
de Desgarramientos civilizatorios,12 que es una propuesta teórica y epistemológica de
este libro, es el punto de encuentro. Algunos trabajos se vinculan directamente con
este enfoque, mientras que otros lo hacen de manera menos directa pero compar-
ten la búsqueda que sugiere reconfigurar nuestros lugares de enunciación desde el
resquebrajamiento civilizatorio.
Los límites en la elaboración de este libro han sido numerosos. Los investi-
gadores que trabajamos en él lo hemos hecho en los “tiempos libres” del trabajo
cotidiano de docencia, administración, vínculos con procesos sociales, o más bien
en los tiempos robados al sueño y a la convivialidad. Esto implicó un esfuerzo y
compromiso especial por parte del equipo.
Los capítulos están organizados en cinco apartados:
Los desgarramientos civilizatorios: una mirada
Las violencias y sus ejes subterráneos
Los agujeros estructurales, las apropiaciones predatorias del territorio y las nuevas sub-
jetividades
El antagonismo entre ciudadanía y diversidad
Grietas en la visión patriarcal del castigo social

Los desgarramientos civilizatorios: una mirada


Los desgarramientos civilizatorios: una mirada. Ma. Eugenia Sánchez Díaz de Rivera
Este capítulo aborda una propuesta teórica y epistemológica que busca aportar
elementos de comprensión de la crisis civilizatoria que vive la humanidad, crisis
inédita por sus dimensiones planetarias, demográficas y ambientales, que detona
nuevas violencias y reconfigura la realidad global. A partir de una articulación
compleja y no lineal de capitalismo, patriarcado y colonialidad, el texto sugiere

11 Queremos agradecer a Miguel Calderón Chelius por su acompañamiento en los semina-


rios y sus enriquecedoras aportaciones a cada uno de los textos y al proyecto en general. Su
entusiasmo fue clave para la conformación de este grupo de investigación.
12 Sánchez Díaz de Rivera, Ma. Eugenia (2020). Los desgarramientos civilizatorios: una mirada
[manuscrito presentado para publicación]. UIA, Puebla.
10 m.e. sánchez díaz de rivera/a. de la hidalga ríos
la necesidad de deconstruir las categorías analíticas tradicionales13 que, en vez
de ayudar a comprender las realidades emergentes, las encubren. Se propone la
categoría de “desgarramientos civilizatorios” como el resquebrajamiento de en-
tramados sociales históricos de larga duración y que pueden ser un nodo de com-
prensión adecuado para analizar los problemas y desafíos de la crisis civilizatoria.
Estos desgarramientos se presentan organizados en tres ámbitos específicos: te-
rritorios y corporeidades resquebrajadas, símbolos e identidades dislocados, re-
gulaciones institucionales desestructuradas. El planteamiento puede ser útil para
ahondar en esas tendencias subterráneas que sugiere Sassen,14 y para profundizar
en la comprensión de las lógicas que atraviesan el mundo y, en particular, México,
además de ser una valiosa pista para identificar nuevas prácticas y subjetividades
que emergen de las rupturas y que caminan rumbo a lo que la autora llama pre-
sentes dignos.

Las violencias y sus ejes subterráneos


Fuerza excedente y destrucción corporal: una nueva morfología de la violencia en México.
Antonio Fuentes Díaz
En este trabajo, Antonio Fuentes aporta elementos conceptuales importantes para
comprender la situación de la violencia en México y hace énfasis en su vínculo con
el régimen de acumulación. El autor visibiliza la proliferación y consolidación de
zonas grises como nuevas formas de regulación social que reconfiguran la relación
legalidad/ilegalidad, y que redefinen la figura del Estado como actor en el ejercicio
de la violencia. El autor analiza el carácter plural de los actores de la violencia or-
ganizada y sus nuevas formas de vinculación a escala regional, nacional y trasna-
cional. Se trata de actores estatales, privados, de la sociedad civil, trasnacionales, de
empresas y redes financieras que se articulan de formas nuevas. En este contexto
enfatiza la manera como el declive del trabajo productivo ha generado “población
desechable” que es utilizada para procesos de acumulación a partir de la violen-
cia. Fuentes analiza la nueva morfología de la violencia a través de un dispositivo
de extracción y regulación de la excedencia, categoría propuesta por él y que permite
comprender cómo se genera ganancia a partir de la sobreexplotación del trabajador
desechable y extrayendo recursos a través de la extorsión. Ambos momentos relan-
zan la acumulación de capital a partir de su lógica predatoria. Y, de manera más
provocadora, el autor considera que las recomposiciones de las lógicas de violencia
dan pie “a plantear su ejercicio como parte de una nueva forma estatal”.

13 Sassen, Saskia (2015). Expulsiones: brutalidad y complejidad en la economía global. Buenos


Aires: Katz
14 Ibid.
introducción
11
Representaciones de la violencia extrema en la literatura. José Sánchez Carbó
En este texto, José Sánchez Carbó analiza las diversas articulaciones de la represen-
tación literaria y se cuestiona, junto con otros autores, la pertinencia de representar
la violencia extrema: ¿cómo hacerlo y desde dónde? ¿la ficción alcanza a represen-
tarla adecuadamente? ¿es una forma de estetización del dolor, o peor, de prolongar
el propio crimen? Reconociendo la capacidad cognoscitiva de la representación li-
teraria y la serie de decisiones éticas, estéticas y políticas que la configuran, Sánchez
Carbó reflexiona sobre la literatura latinoamericana en el marco de una violencia
sin precedentes en la región, tanto por su dimensión cualitativa como cuantitativa,
y se pregunta sobre la influencia que ésta ha tenido tanto en el sistema literario
como en el lector y el escritor. Asimismo, el autor reflexiona sobre las posibilidades
de la ficción para representar esta realidad, el papel del intelectual en un contexto
de violencia insólita, los dilemas éticos que atraviesan los procesos de producción y
publicación, y que confrontan afección/interés, lucro/denuncia, así como la capaci-
dad de la literatura de lo real para resistir, denunciar y disentir.

Los agujeros estructurales y las apropiaciones predatorias


del territorio y las nuevas subjetividades
El desarraigo radical: apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes. Óscar
Soto Badillo
En este trabajo, Óscar Soto recupera la categoría formaciones predatorias de Saskia
Sassen15 para analizar los modos de apropiación predatoria del territorio en Amé-
rica Latina que se producen a partir del extractivismo y de la expulsión: la primera
como forma de acumulación y la otra como forma de gestión social. Esta dinámi-
ca de desestructuración–desapariciónexpulsión se traduce en una experiencia de
desarraigo radical que se da en un ámbito material pero también simbólico de las
corporalidades y las geografías. El autor considera que “las territorialidades resul-
tantes de los procesos de apropiación se vinculan al funcionamiento del capital en
la escala global y a sus mecanismos multiescalares de gestión, así como a los regí-
menes de regulación de las relaciones de poder”, cuyo comportamiento predatorio
revela la crisis más amplia de los soportes estructurales del régimen de la moderni-
dad–colonialidad. Entendiendo la territorialidad como espacio vivido o significado
por una serie de procesos de apropiación —categoría central en Lefebvre—, el hilo
conductor del texto se orienta por las preguntas generadoras: ¿de qué modo las
territorialidades emergentes, resultantes de formas predatorias contemporáneas de
apropiación de los entramados socio–espaciales, manifiestan los desgarramientos
civilizatorios? ¿qué socialidades se producen en este proceso de desarraigo radical?

15 Sassen, Saskia (2015). Expulsiones: brutalidad y complejidad en la economía global. Buenos


Aires: Katz.
12 m.e. sánchez díaz de rivera/a. de la hidalga ríos
Caravanas Centroamericanas, población arrojada. Una nueva configuración del sujeto mi-
grante. Mercedes Núñez Cuétara
El capítulo presenta un análisis de las caravanas migrantes que ingresaron y transi-
taron por el territorio mexicano desde 2018 hasta 2020. Partiendo directamente del
enfoque de desgarramientos civilizatorios se analiza el resquebrajamiento del terri-
torio y la corporeidad en esa población que es arrojada de su hábitat por el hambre,
la violencia y la muerte. Se plantea de qué manera este sujeto colectivo construye
un territorio móvil o un territorio sin tierra que se arraiga en su propia corporali-
dad, y de qué forma se rompe la ciudadanía de sus miembros quedando expuestos
a nuevas formas de xenofobia, discriminación y manipulación política. La investi-
gación parte de un seguimiento periodístico de las caravanas desde sus inicios en
2018, y va tejiendo un análisis para comprender el contexto de crisis civilizatoria del
que emergen las caravanas como una representación de ésta. La autora analiza la
digitalización movilizadora, la visibilización mediática y el endurecimiento de las
fronteras. La pregunta conductora es la de si estas caravanas representan la confi-
guración de un nuevo sujeto migrante y para ello explora la categoría de rebelión
horizontal16 como elemento de esta subjetividad colectiva.

Experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo para todos. Nadia
Eslinda Castillo Romero
En este texto se revisan las acepciones de los conceptos de economía social y soli-
daria, así como sus orígenes en Francia y su surgimiento en América Latina en la
década de los 80. Reconociendo la complejidad y los claroscuros en el hacer de la
economía social, se exponen tres experiencias distintas: la emergencia de prácticas
de economía social como consecuencia de un proceso de expulsión17 ocurrido en
Buenos Aires en 2001; la experiencia de solidaridad de género y de ayuda mutua
a partir del dolor ocasionado por la violencia en Tancítaro, Michoacán (México),
y la Cooperativa del Hotel Taselotzin, en la Sierra Nororiental de Puebla (México)
surgida por la organización de mujeres indígenas nahuas. En contextos diversos,
pero frente a realidades de desigualdad, de expulsión y de machismo generadas
a partir del desarrollismo y del neoliberalismo, estas experiencias de economía
social visibilizan formas de presentes dignos, es decir, de ámbitos de resistencia,
de reconocimiento horizontal, de posibilidades de reproducción de la vida que
emergen entre los desgarramientos civilizatorios.18

16 Zibechi, Raúl (2000). La mirada horizontal. Movimientos sociales y emancipación. Recupera-


do de: https://digitalrepository.unm.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1085&context=abya_
yala
17 Sassen, Saskia (2015). Expulsiones: brutalidad y complejidad en la economía global. Buenos
Aires: Katz.
18 Sánchez, Ma. Eugenia (2020). Los desgarramientos civilizatorios. Manuscrito inédito.
introducción
13
El antagonismo entre ciudadanía y diversidad
Racialización y ciudadanía en México. Una tensión encubierta. Andrea de la Hidalga
Ríos
Andrea de la Hidalga analiza la estrecha relación entre ciudadanía y racismo a
través de la perspectiva de la modernidad/colonialidad, y su carácter constituyente
en la configuración del Estado liberal mexicano. Su trabajo argumenta el estable-
cimiento de un orden social basado en la racialización de la población que gene-
ra nociones diferenciadas de ciudadanía —ciudadano “normal”, ciudadanía “de
excepción”, desciudadanización, ciudadanía sui generis—, problematizando esta
categoría en su acepción clásica de igualdad. Aborda la forma simbiótica como se
articulan ciudadanía y racismo, y la forma como el concepto de ciudadano que
emerge del Estado liberal es un concepto arraigado en un sujeto de derecho sexista,
clasista y racista.19 La autora parte de la discusión sobre el origen del racismo re-
visando su conceptualización eurocéntrica y se mueve hacia el enfoque decolonial
por su capacidad de articular clasismo, sexismo y racismo como parte de la lógi-
ca de extracción y dominación capitalista. A través del debate entre Nancy Fraser
y Axel Honneth,20 el texto explora el dilema entre redistribución–reconocimiento
(ciudadanía–racialización) y expone, centrándose en el caso de México, que el igua-
litarismo naturalizó la inferioridad, que el multiculturalismo ha refuncionalizado
la diferencia y que la problemática de la relación ciudadanía y diversidad cultural
es una tensión encubierta.

Grietas en la visión patriarcal del castigo social


Sistema y prisión patriarcal frente a la criminología feminista. Galilea Cariño Cepeda
Una de las instituciones históricas que emana del control social formal es la prisión,
cuya funcionalidad y eficacia han sido debatidas ampliamente en los últimos años.
Precisamente los puntos de discusión se han centrado en su dignificación —me-
diante la protección y garantía de los derechos humanos—, en el cuestionamiento
de la regulación pública de cara a las nuevas promesas de mejora por medio de la
privatización, en la falta de aplicación de las medidas alternativas a la prisión e,
incluso, su abolición. A través del Plan nacional de paz y seguridad 2018–2024, el
gobierno federal en México incluyó la intención de recuperar el control y dignifi-
cación de las cárceles, además de utilizar la figura de la amnistía, aludiendo prin-
cipalmente al doble castigo que las prisiones representan para las mujeres. De ahí
el interés de reflexionar sobre las reconfiguraciones estatales de la pena de prisión

19 Escalante, Natalia (2019). “Los factores desincriminantes y atenuantes del aborto indu-
cido en México y la configuración de una imagen biologizada y naturalizada de la mujer.”
Tesis para obtener el grado de doctora en Sociología. Instituto de Ciencias Sociales y Hu-
manidades/BUAP.
20 Fraser, Nancy y Axel Honneth (2006). ¿Redistribución o reconocimiento? México: Morata.
14 m.e. sánchez díaz de rivera/a. de la hidalga ríos
y la institución del encierro, frente a la necesidad de desnaturalizar el castigo como
constructo social patriarcal, mediante la criminología feminista que ha incursiona-
do en la mirada interseccional desde la perspectiva de la colonialidad de género.
Este enfoque permite entender los desgarramientos que subyacen en una institu-
ción que reproduce y protege el sistema heteropatriarcal en contrasentido con una
lucha gradual por la igualdad y los derechos de las mujeres, con su irrupción en
sistemas legales y extralegales como los ámbitos familiar, religioso, económico y
social.

La construcción selectiva de la subjetividad humana. El debate sobre la despenalización del


aborto. Natalia Escalante Conde
La investigación de Natalia Escalante pretende elevar el nivel del debate sobre la
despenalización del aborto, tomando como referentes a Judith Butler y a Michel
Foucault para analizar la forma como se configura el sujeto humano que emerge
de su vínculo con la norma y cómo desde su generización surge el sujeto femenino.
La investigadora analiza la violencia institucional y social contra el hecho de ser
mujer, ser pobre y de negarse al destino inexorable de la maternidad, a partir de
la situación de las mujeres que sufrieron persecución en Guanajuato en 2010 en
razón de la interrupción del embarazo y que fueron acusadas de “homicidio en
razón de parentesco”, y liberadas después de ocho años de prisión. En suma, el
artículo aborda la construcción selectiva de la subjetividad humana en torno a la
despenalización del aborto a través de dos vías: una, a partir del andamiaje jurí-
dico–punitivo que criminaliza el aborto y que tiene su correlato en la emergencia
de una determinada subjetividad femenina patologizada; y la segunda, que parte
del análisis de la corporeidad materializada de la mujer y del feto a partir de los
factores desincriminantes y atenuantes del aborto (aborto terapéutico, eugenésico y
honoris causa) contenidos en los códigos penales de las 32 entidades federativas de
México, para determinar quién/ qué encarna lo humano de la mano de la noción de
“viabilidad” del feto. Con esta investigación la autora pretende ir más allá de una
cuestión que a menudo se plantea como una “guerra de absolutos”,21 es decir, de
una tensión polarizante entre lo que se identifica como “vida” y “libertad” en esos
debates, a una discusión centrada en la subjetividad humana.

21 Tribe, Laurence H. (2012). El aborto: guerra de absolutos. Pról. de José Ramón Cossío Díaz,
Luz Helena Orozco y Villa, Luisa Conesa Labastida. México: FCE, INACIPE.
15
LOS DESGARRAMIENTOS CIVILIZATORIOS: UNA MIRADA
16
17

Los desgarramientos civilizatorios: una mirada

Ma. Eugenia Sánchez Díaz de Rivera

Introducción
La configuración material, de poder y simbólica de la Humanidad, que desde el
siglo XVI se fue conformando de manera moderno/colonial, es decir, antropocén-
trica, androcéntrica, clasista y racializante se está resquebrajando. Los sistemas ex-
tremos de explotación y despojo, la evolución demográfica, la conciencia de la dig-
nidad de los seres humanos y los nuevos procedimientos tecnológicos han vuelto
inviable esa lógica civilizatoria.
Esta crisis inédita se manifiesta en la ruptura de andamiajes estructurales e
imaginarios sociales que durante siglos se habían naturalizado, lo que genera mu-
chas violencias e incertidumbres, pero que también tiene el potencial de decons-
truir formas de opresión y discriminación. Es a esta dinámica de ruptura a la que
llamamos desgarramientos civilizatorios.
Para ubicar estos desgarramientos nos inspiramos en la metáfora de la fosa co-
mún1 que Aguirre (2016) propone como punto de partida para la comprensión de la
producción societal contemporánea. La fosa común visibiliza territorios y cuerpos
deshumanizados, la negación de las identidades singulares y de la identidad hu-
mana, y el carácter omiso o cómplice de las instituciones. Estas prácticas interpelan,
dice el autor, a la comprensión de la comunidad que somos.
Sin embargo, aunque las características de la fosa común son pertinentes para
agrupar los desgarramientos, nosotros los concebimos de una manera polivalente,
no solamente de forma negativa. A continuación, mencionamos los tres ámbitos
que los articulan.
Territorios y corporeidades resquebrajadas que hacen alusión al trastocamiento
de la base material de la sociedad, de sus coordenadas espacio–temporales y de la
corporeidad societal.
Símbolos e identidades dislocados que hacen referencia a las rupturas de los
entramados culturales y de las subjetividades de individuos y colectividades rela-
cionados con procesos tecnológicos, imaginarios rotos, futuros inciertos.

1 Arturo Aguirre llama fosa común a la fosa clandestina, quitándole así la connotación
estigmatizante.
18 maría eugenia sánchez díaz de rivera
Regulaciones institucionales desestructuradas, que es el ámbito que hace re-
ferencia a la desconfiguración de los aparatos regulatorios de la sociedad que se
concretizan en instituciones y normatividades.
Los tres ámbitos se refieren a la base material y corpórea, a los referentes sim-
bólicos y las lógicas político–regulatorias que conforman las redes estructurales y
los significantes sociales de una colectividad.

La crisis de la modernidad/colonialidad
A partir de la segunda mitad del siglo XX, la Humanidad vive en un escenario
particularmente complejo que expresa una crisis de las estructuras económicas y
políticas precedentes, y un resquebrajamiento de los referentes culturales e institu-
cionales que habían dado una aparente estabilidad y sentido social durante más de
dos siglos, aun a pesar de dos guerras mundiales, de la guerra fría, y de múltiples
violencias al interior de los países. La llamada globalización, anclada en avances
tecnológicos sin precedentes, trastocó las coordenadas espacio–temporales previas,
modificando el aparato productivo mundial y sus territorialidades, las formas de
comunicación y las identidades, y haciendo más visible el deterioro creciente del
hábitat humano. Esta fase del desarrollo económico–político del capitalismo, llama-
da neoliberal, fue como una gota que derramó el vaso haciendo visible una crisis
civilizatoria inédita por sus dimensiones planetarias, demográficas y ambientales.
Se hicieron visibles los límites de estructuraciones históricas de larga duración, así
como una dificultad a la comprensión de la realidad emergente. Antes, los mar-
cos interpretativos globales permitían ubicar los acontecimientos, aunque fuera a
partir de perspectivas antagónicas. Actualmente, la comprensión de lo que ocurre
interpela de manera más aguda los paradigmas del conocimiento. Como señala
Saskia Sassen (2015): “Cuando las fuerzas destructivas hacen erupción y se vuelven
visibles, el problema que surge es de interpretación. Las herramientas que tenemos
para interpretarlas son anticuadas y caemos en categorías familiares” (242). Se tra-
ta, como dice la autora, de detectar tendencias conceptualmente subterráneas. Se
trata de indagar las emergencias epistémicas que propone Boaventura de Sousa
Santos (2009).
El concepto de crisis civilizatoria se arraiga en una larga trayectoria de perspec-
tivas diversas y debatidas. A principios del siglo XX, Spengler (2009) consideraba
que la Civilización Occidental estaba en su fase terminal. Toynbee (citado en Orte-
ga, 2011) afirmaba que la civilización estaba puesta a prueba pero que era posible
evitar su destrucción. Actualmente, Paul Crutzen (citado en Equihua et al., 2015)
ha acuñado el concepto de Antropoceno para definir una nueva era geológica, es
decir, un periodo en la historia de la Humanidad en el que el ser humano y la reper-
cusión de su acción sobre el sistema Tierra han traspasado un umbral importante.
Wallerstein (2005) alerta desde hace muchos años sobre el resquebrajamiento del
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
19
sistema–mundo contemporáneo. Algunos autores consideran que en vez de Antro-
poceno habría de nombrarlo Capitaloceno (Altvater, 2014). El historiador Thomas
Berry (2013) aspira a que la Humanidad entre en la era Ecozoica, que transforme
sus relaciones con la tierra y con todas las formas de vida.
Cuando hablamos de crisis civilizatoria en este trabajo, hacemos referencia a la
crisis de la modernidad/colonialidad. Somos conscientes de los límites, de las crí-
ticas y también de la pluralidad de este enfoque, pero nos parece, al menos por el
momento, el más pertinente. Entendemos modernidad/colonialidad como las formas
de interacción establecidas entre el Occidente y el Oriente, el Norte y el Sur, como el
proceso civilizatorio producido por la Humanidad en los últimos siglos. Asumimos
los planteamientos de que “la colonialidad es constitutiva de la modernidad, y no
derivativa” (Mignolo, 2005: 61), de que la modernidad no es el resultado de procesos
intraeuropeos (Dussel, 2007) sino un fenómeno que se arraiga en la subordinación de
unas geografías por otras. Algunos autores enfatizan la subordinación económico–
política, otros la cultural–simbólica, pero todos coinciden en su carácter violento. La
modernidad se arraiga en estructuras epistemológicas y filosóficas que contienen en
sí mismas los elementos para generar “otros” excluidos y eliminables, así como la jus-
tificación racional para tal eliminación (Bauman, 2006; Santos, 2009; Mbembe, 2016).
La modernidad/colonialidad como proceso civilizatorio y la estructuración del
sistema capitalista están imbricados, pero nuestro enfoque no es capitalocéntrico
porque creemos que la modernidad/colonialidad como proceso civilizatorio no es
un resultado causa–efecto del sistema económico capitalista. Capitalismo, colonia-
lidad y patriarcado fueron conformando históricamente un entramado complejo.
“La relación entre modernidad/colonialidad y capitalismo es una donde la primera,
como proceso civilizatorio, es constitutiva de y se enreda con la segunda” (Grosfo-
guel, 2016: 61), de la misma forma como se “enreda” con el sexismo y el racismo.
La crisis de este proceso histórico se expresa en un apartheid creciente, con terri-
torios destrozados que desde su deterioro alimentan islas de bienestar y seguridad.
Se manifiesta en la emergencia de fundamentalismos religiosos y políticos que res-
ponden al desvanecimiento de horizontes utópicos y en cinismos poderosos orienta-
dos a la acumulación sin fin de la riqueza. Se visibiliza en la lucha interminable por
la igualdad de la mujer y por el reconocimiento de la diversidad sexogenérica que ha
detonado innumerables violencias. Y, sobre todo, se hace presente en la amenaza a la
supervivencia de la especie por la creciente depredación del hábitat natural.
Es muy posible que esa modernidad/colonialidad, asentada en una dinámica
históricamente violenta, se esté colapsando y en este proceso viejas y nuevas for-
mas de violencias estén haciendo del mundo un lugar inhabitable para la mayoría
de la población. Tal parece que “el planeta, no es entonces más un mundo posible
de vida [...] antes bien, es la excedencia inagotable de la destrucción de la humana
condición” (Aguirre, 2016: 43).
20 maría eugenia sánchez díaz de rivera
Crisis civilizatoria y violencias están vinculadas, no porque no hubiera violen-
cias en los siglos anteriores, sino porque las actuales han adquirido o reforzado una
fisonomía cruel, aunque tal vez lo nuevo no son las dimensiones de la crueldad sino
“la indiferencia ontológica que la acompaña” (Sartorello, 2020). Jóvenes y adultos
matando a niños y a otros jóvenes en las escuelas, a personas de todas las edades
en las mezquitas, en las sinagogas, en los templos cristianos. Grupos criminales
exponiendo cuerpos desmembrados o desintegrados en ácidos; políticos dejando
morir a migrantes en el mar o en las fronteras terrestres; grupos terroristas destru-
yendo poblaciones indiscriminadamente; Estados terroristas levantando muros y
legitimando muertes.
La violencia —relacionada con la hegemonía trasnacional del capital financiero
especulativo, vinculado con la revolución de la información y en un contexto de
ausencia de protocolos de regulación— está configurando la vida cotidiana en casi
todo el mundo (Appadurai, 2007). “La violencia en gran escala […] parece estar
acompañada por un exceso de furia, de odio, que produce innumerables formas de
degradación y violación, tanto del cuerpo como del ser de la víctima” (Appadurai,
2017: 127).
Arturo Aguirre (2016) enfatiza la dificultad de nombrar esas violencias pero
propone un punto de partida epistemológico para el caso de México, que retoma-
mos por su pertinencia: la fosa común. No se trata de la fosa clandestina, porque
esa categoría lo que hizo fue criminalizar a las víctimas y legitimar la inoperancia
de las instituciones del Estado para la búsqueda de personas desaparecidas, se trata
de ese no–espacio que nos excede porque “La fosa común convierte el espacio de
habitar en una oquedad doliente” (77). La fosa común nos revela la forma como se
destruye el territorio habitable y nos convierte en seres a–terrados. Los cuerpos en-
cimados, mutilados, desmembrados que destruyen identidades y singularidades,
muestran además de la violencia al matar y el asesinato despiadado, la destrucción
de la condición humana. La forma como los medios y las instituciones comunican
estas realidades destruyen la singularidad de las personas al convertirlas en núme-
ros y facilitan la naturalización de la violencia. Necesitamos, dice el autor, “esclare-
cer la comunidad que somos ante la oquedad producida” (106).
Por otra parte, es conveniente distinguir conflicto de violencia, porque precisa-
mente una de las causas de muchas violencias es la negación del conflicto y, por lo
mismo, la incapacidad de gestionarlo, sea político, social o psicológico. Y el conflic-
to, o al menos la tensión, forma parte de la construcción social y de la creatividad
humana. La ausencia de conflictos en un grupo humano suele darse en estructuras
autoritarias y su negación es caldo de violencia. Sin embargo, el contexto mundial
actual, y el de México en particular, interpelan a intentar, repetimos, “esclarecer la
comunidad que somos ante la oquedad producida” (Aguirre, 2016: 106).
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
21
Los desgarramientos civilizatorios como ejes analíticos
En el presente trabajo proponemos la categoría de desgarramiento civilizatorio
como eje analítico ubicado en tres ámbitos conceptuales y anclado en el enfoque de
la modernidad/colonialidad.
Los desgarramientos civilizatorios (Sánchez, 2015) se conceptualizan como un
quiebre histórico que ha resquebrajado entramados sociales de larga duración, ha
modificado de manera contundente espacios y temporalidades, y está desnaturali-
zando relaciones e imaginarios históricos consolidados como son la lógica del pro-
greso, la relación sociedad–naturaleza, la superioridad del hombre sobre la mujer,
entre otros. Por lo mismo, esta dinámica ha desencadenado nuevas contradicciones
y agudizado las ya existentes, favoreciendo la emergencia de múltiples formas de
violencias, variadas formas de respuestas individuales y colectivas, así como diver-
sas formas de reconfiguración de identidades y de construcción de subjetividades.
En ese contexto, la ruptura cognitiva es una de las características de nuestro tiempo.
El análisis de esas rupturas podría ser útil para ahondar en esas tendencias sub-
terráneas que sugiere Sassen (2015), y para profundizar en el entendimiento de las
lógicas violentas que atraviesan el mundo y, por supuesto, México.
Este planteamiento podría ubicarse en el contexto de las múltiples reflexiones
en torno a la crisis de la modernidad, sin embargo, aspira a tomar distancia tanto
de cierto pensamiento “posmoderno”, en el sentido de un relativismo radical que
parece asentarse en una especie de nihilismo o de resignación, como del concepto
de emancipación, que es el eje de la modernidad y de la Teoría Crítica porque a
este concepto subyace un utopismo que habría que problematizar. Al concepto de
emancipación —heredado por la Ilustración, reelaborado por la tradición marxista
y anclado en el mesianismo judeo–cristiano— subyace la convicción de la posibili-
dad de llegar a una sociedad “transparente” en la que desaparezca toda forma de
opresión y enajenación, en la que las relaciones entre los seres humanos y con la
naturaleza serán armoniosas.
Es posible que la crisis de la modernidad/colonialidad esté poniendo en tela
de juicio este mesianismo subyacente a los conceptos de emancipación/liberación.
En el imaginario occidental de la modernidad se atisban ideas de paraísos perdidos
y de paraísos a los cuales arribar. Se construyó la ilusión de controlar la realidad
y el futuro a partir de la razón. El problema del mal —el dolor, el sufrimiento— se
visualiza como un accidente a evitar frente a la “norma” del bien (Basset, 2004). La
supuesta claridad en la explicación del mal, como algo totalmente eliminable, se
convirtió en un ordenador cognitivo, social, emocional e ideológico que tiene rela-
ción con diversas formas de violencia.
En el trasfondo de estas reflexiones existe con frecuencia el debate sobre si es o
no posible la construcción de modernidades no capitalistas (Echeverría, 1998). Eso
depende del concepto de modernidad subyacente. La modernidad capitalista es ho-
22 maría eugenia sánchez díaz de rivera
mogeneizadora, la diversidad se inferioriza para legitimar su explotación o su utili-
zación. El eje de la modernidad es la idea de emancipación que ha significado la rup-
tura de ataduras. Las ataduras de la naturaleza mediante la tecnología, las ataduras
de los dioses, a través de la secularización, las ataduras de la colectividad, mediante
la construcción del sujeto individual y autónomo. Y esas rupturas vinculadas con la
lógica del progreso lineal e indefinido se dieron simultáneamente a la consolidación
de la esclavitud y el racismo, y al despojo y subordinación de bienes y territorios.
Por otra parte, la respuesta “posmoderna” radical llegó a renunciar al carácter
universal de la razón, planteó la relatividad absoluta de las culturas, de las ideas,
de los valores; diluyó los antagonismos sociales y con ello la idea de justicia social.
El enfoque de la modernidad/colonialidad ha desarrollado, en diferentes lati-
tudes, un pensamiento crítico que va más allá de la Teoría Crítica, en un intento de
problematizar el legado epistemológico de la Ilustración en el que dicha teoría y
sus vertientes se han arraigado. La perspectiva de la modernidad/colonialidad ha
desarrollado diferentes miradas que se cruzan, se confrontan o se vinculan. Es el
caso de los estudios poscoloniales de origen anglosajón; del giro decolonial que en-
fatiza el entrelazamiento de lo cultural con lo económico–político (Castro–Gómez
y Grosfoguel, 2007), de los feminismos descoloniales que subrayan que la raza no
es el único determinante de la configuración de la colonialidad del poder, sino tam-
bién el género y con ello el heterosexualismo (Millán, 2014), de los planteamientos
centrados en la comunalidad (Martínez Luna, 2002) que se arraigan en la experien-
cia histórica de los pueblos originarios; del giro ontológico que plantea el multinatu-
ralismo versus el multiculturalismo, es decir, la mirada Amerindia que desafía al
pensamiento moderno occidentalocéntrico y su epistemología (Viveiros de Castro,
1998). Es una mirada semejante a la de Boaventura de Sousa (2009), quien plantea la
ecología de saberes y la traducción intercultural aunque el Perspectivismo sugiere
que lo que ha ocurrido, más que un epistemicidio, es un ontomicidio.
Algunos de estos enfoques plantean la construcción de nuevos horizontes civi-
lizatorios. Con frecuencia, algunos de ellos idealizan el concepto de “Buen Vivir”,
pero se trata de planteamientos que problematizan el punto de partida epistemoló-
gico y teórico del andamiaje del conocimiento científico dominante, y la lógica del
“progreso”.
La propuesta de los desgarramientos civilizatorios sugiere, como lo hacen dife-
rentes autores, que las perspectivas predominantes en el mundo académico necesi-
tan aguzar la mirada, requieren deconstruir categorías analíticas tradicionales que,
en vez de ayudar a comprender las realidades emergentes y la desnaturalización
de relaciones históricamente consolidadas, las encubren. Se precisa perfilar nuevos
ejes de análisis para detectar las características de este contexto global que parece
diferenciarse por estar, no solamente en un impasse (Augé, 2018), sino ante una “fu-
ria desnuda” (Aguirre, 2016: 45), una violencia que nos ha dejado “sin palabras”,
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
23
colocándonos ante una situación “lingüísticamente caótica” (Cavarero citada en
Aguirre, 2016: 49).
La categoría de desgarramientos civilizatorios podría ayudar a detectar esas
“tendencias subterráneas” de las que habla Sassen (2015), al señalar “aceleraciones
o rupturas que generan significados nuevos” (12) y a establecer si estamos frente
“versiones extremas de dificultades viejas o manifestaciones de alguna cosa o algu-
nas cosas nuevas y perturbadoras” (16).
Estos desgarramientos civilizatorios atraviesan la existencia individual y social,
trastocan los referentes culturales e identitarios que dieron sentido a la “moderni-
dad”: el sistema de familia patriarcal, el Estado–nación, los metarrelatos políticos
y religiosos, la cosificación de la naturaleza. Asimismo resquebrajan la lógica del
progreso con su componente de la omnipotencia de la ciencia y la tecnología, su en-
cubrimiento de los antagonismos sociales y su capacidad depredadora de la Tierra
como hábitat vital. Se trata de quiebres que están siendo fuente de diferentes for-
mas de violencia, de rupturas y recreaciones de tejidos sociales; de la emergencia de
nuevas socialidades y de la reconfiguración de prácticas individuales y colectivas.
Estos quiebres no son necesariamente sincrónicos, en el sentido de que en muchas
geografías han estado presentes de maneras multiformes, pero que en la actualidad
adquieren una visibilidad inédita.
En ese sentido, este enfoque intenta construir una aproximación que favorezca
nuevas miradas de la realidad contemporánea.
Para apuntalar la reflexión, podríamos ubicar los desgarramientos en tres gran-
des ámbitos y que, de alguna forma y sin haberlo previsto, pueden relacionarse con
el desafío y la furia de la fosa común (Aguirre, 2016). En la radicalidad violenta que
parece haberse desatado en las últimas décadas, la fosa común es la metáfora que
muestra la deshumanización del espacio, la destrucción de los cuerpos, la negación
de la identidad humana, y la incapacidad y complicidad de las instituciones. Si
para Foucault la prisión es un punto de partida para entender la sociedad disci-
plinaria, para Agamben (2006) lo es el campo de concentración; ese estado de ex-
cepción continuo que, siendo el otro lado de la norma, no es lo contrario del orden
instituido sino el principio que le es inmanente, tal vez la fosa común nos esté reve-
lando los rasgos centrales de la producción societal contemporánea. Es cierto que
la fosa común parece hacer referencia, sobre todo, a la dinámica social de México,
sin embargo, podría generalizarse si se concibe como “el punto final de la muerte
en vida constituida previamente en el espacio abierto, en la expulsión como cotidiani-
dad, en la deshumanización que se está produciendo en el espacio de lo cotidiano y
de manera paulatina” (Fuentes, 2020). La fosa común interpela a:

una decisión renovada de mirar el centro de la oscuridad. Si estamos dispuestos


a hacerlo sin tener favoritismo entre nuestras fuentes teóricas clásicas, este viaje
24 maría eugenia sánchez díaz de rivera
puede también permitirnos volver de manera renovada a teorizar sobre las fuen-
tes del orden en la vida social, además de teorizar sobre la resolución de conflictos,
la curación de heridas… (Appadurai, 2017: 135).

Es posible que el trastocamiento acelerado de las coordenadas espacio–temporales


que acotaban la experiencia humana hayan dislocado territorios, corporeidades,
símbolos e institucionalidades. Afirmaba Leroi–Gourhan (1965) que: “El hecho hu-
mano por excelencia es tal vez menos la creación del utensilio que la domestica-
ción del tiempo y del espacio, es decir, la creación de un tiempo y de un espacio
humano” (139). Tal vez la fase actual de la historia humana se caracterice por la
“humanización deshumanizante” del tiempo y del espacio, e invite a revisitar a los
estudiosos de la llamada Prehistoria, como Leroi–Gourhan, para dilucidar cómo
el resquebrajamiento de territorios, símbolos y regulaciones reconfiguran hoy la
existencia humano–natural o natural–humana.
Desde estas interrogantes, desde esa oscuridad de la que habla Appadurai, des-
de la sombra que proyecta la fosa común, proponemos analizar nuestro presente
desde la categoría de desgarramiento civilizatorio ubicado en los siguientes ámbitos:
—territorios y corporeidades resquebrajadas
—símbolos e identidades dislocados
—regulaciones institucionales desestructuradas

Territorios y corporeidades resquebrajadas


Los territorios y las corporeidades resquebrajadas hacen alusión al trastocamiento
de la base material de la sociedad, de sus coordenadas espacio–temporales y de la
corporeidad societal.
Las formas cada vez más salvajes de acumulación de riqueza, la reconfigura-
ción desconcertante de las coordenadas espacio–temporales y las dinámicas demo-
gráficas inéditas están quebrando territorios y corporeidades, consolidan brechas
sociales insospechadas, modifican contundentemente las formas de comunicación,
y minan las posibilidades de vida para la mayoría de la población, y para la vida
en el planeta.
Señalamos en este ámbito tres formas de desgarramientos:

El desgarramiento entre la viabilidad del “desarrollo” solamente para una minoría y su in-
viabilidad ecológica y política para la mayoría de la población que lo subsidia o es expulsada,
y que aspira a ello
La emergencia de lo que Sassen denomina formaciones predatorias, es decir, “la
combinación de capacidades sistémicas y de élites, cuyo factor habilitador es las
finanzas y que empujan al sistema hacia una concentración cada vez más aguda”
(2015: 20), parece ser el resultado y también la ruptura del llamado desarrollo.
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
25
La crítica al paradigma del “desarrollo” (Sachs, 1992) tiene ya una larga historia
en el mundo académico. La Teoría de la Dependencia (Dos Santos, 1998) y el en-
foque de la modernidad/colonialidad (Fanon, 1952; Quijano, 2000; Santos, 2009)
han visibilizado de manera muy esclarecedora cómo el llamado “progreso” —y a
partir de la Segunda Guerra Mundial, el llamado “desarrollo”—, con sus modelos
de consumo y su impacto ambiental, han sido una realidad que oculta y legitima
las dinámicas estructurales de despojo de los bienes naturales y del hábitat de vas-
tas poblaciones de las que se han sustentado. Los modos de vivir que la lógica del
progreso estableció como paradigmáticos suponen un gran consumo de agua, de
energía, de minerales, de recursos de todo tipo y una inmensa producción de dese-
chos, que por el aumento de la población y por las estructuras de acaparamiento de
la riqueza, solamente son viables, actualmente, para una minoría a expensas de la
mayoría de la población y de los ecosistemas (Fernández y González, 2018).
De esta manera, se hace presente un desgarramiento de difícil solución: aque-
llos que han alcanzado niveles importantes de ese “desarrollo” desean mantenerlo
y aumentarlo, la población que no ha tenido acceso a él aspira a vivirlo y la relación
entre ambos sectores es de antagonismo estructural.
Los sistemas económicos y financieros que se estructuraron históricamente se
modificaron de manera profunda. Los procesos tecnológicos significaron un salto
cualitativo que permitió la desterritorialización o multilocalización del capital para
optimizar sus utilidades. Esta financiarización es “el capitalismo en su expresión
más pura de la búsqueda interminable de dinero por el dinero a través de la pro-
ducción de mercancías por mercancías” (Castells, 2000a: 510). El capital financiero
adquirió no sólo hegemonía sino autonomía de la vida económica real. Y si Marx
habló de la transformación de la relación mercancía–dinero–mercancía (M–D–M)
en una relación dinero–mercancía–dinero (D–M–D), ahora es posible hablar de la
relación dinero–dinero (D–D) (Rodríguez Lascano, 2016).
La marginación, la explotación y la exclusión/expulsión son tres paradigmas de
la relación entre desarrollo y subdesarrollo que coexisten en diferentes combinacio-
nes, pero es a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando la lógica de despojo–ex-
pulsión se vuelve predominante. Hemos entrado en una era que se caracteriza por el
aumento creciente de población “sobrante” (Bauman, 2005), de población innecesaria
para el funcionamiento del sistema económico, población no sólo excluida sino siste-
máticamente expulsada incluso de las mediciones formales (Sassen, 2015).
Si el proceso capitalista se detonó por una acumulación primitiva, en lenguaje
marxista, es decir, por un despojo violento para transitar a formas complejas de
extracción de riqueza; a partir de la segunda mitad del siglo XX, el despojo de tie-
rra, agua, biodiversidad y semillas esenciales para la vida y para la alimentación,
en el ámbito rural, y la especulación inmobiliaria, en las ciudades, han depredado
poblaciones y espacios vitales
26 maría eugenia sánchez díaz de rivera
La eficacia del despojo material de maneras burdas, tanto en el ámbito rural
como en el urbano, se relaciona, paradójicamente, con la extraordinaria sofistica-
ción y control de las nuevas tecnologías.
En este contexto, el carácter multi–escalar de la globalización (Sassen, 2015)
en el que se entrecruzan lo global, lo nacional y lo local reconfigura territorios y
jerarquías espaciales en términos de poder, de normatividades y de culturas. Y
aunque es evidente que las corporaciones trasnacionales: financieras, energéticas,
farmacéuticas, del crimen organizado, se están beneficiando de esta interescalari-
dad, también es cierto que se abren otros espacios posibles de acción política de
resistencia activa. Pero se trata de resistir a la presión de una fracturación territorial
y corporal de grandes dimensiones.
A este resquebrajamiento de andamiajes desarrollistas corresponde la ruptura
de los dos mitos principales del occidente moderno: la conquista de la naturaleza–
objeto, y el falso infinito del progreso (Morin, 2011).
Sin embargo, Sachs (1992) tiene razón cuando dice que el imaginario colectivo
construido en torno al concepto de desarrollo sigue actuando de manera negativa
en toda la población, la beneficiada y la excluida de los avances tecnológico y cien-
tífico. “El desarrollo ocupa la posición central de una constelación semántica increí-
blemente poderosa. Nada hay en la mentalidad moderna que pueda comparársele
como fuerza conductora del pensamiento y del comportamiento” (1). Puede argu-
mentarse que el creciente, aunque lento, uso de energía renovable, los avances de la
biotecnología y el reciclaje de desechos sí pueden permitir la generalización de ese
estilo de vida ofertado por el progreso. En realidad, esto no es muy probable, entre
otras cosas porque la renovación de la biosfera no es posible a corto plazo y porque
las relaciones de fuerza vigentes no favorecen la acción de las mayorías para lograr
cambios significativos. La distribución desigual del poder en el mundo obstaculiza
que la investigación y la producción de conocimiento se orienten a resolver los
problemas prioritarios de la Humanidad. Y, simultáneamente, las mayorías empo-
brecidas o expulsadas, o las clases medias parcialmente beneficiadas por la lógica
del “desarrollo”, aspiran a esos estilos de vida que promueve la mercadotecnia ca-
pitalista y que solamente son posibles para una minoría y a expensas precisamente
de esa mayoría y del sustrato natural de la Humanidad.
La eliminación de toda atadura vinculada con la abundancia ilimitada de bienes
era la fuente de la felicidad y la base cultural del “progreso”. Y ese imaginario de feli-
cidad, paradójicamente, impregnó también la perspectiva socialista. Se ha analizado
poco si el fracaso de las experiencias llamadas socialistas o del socialismo realmente
existente no tiene una relación con un aparato simbólico que prometía ese tipo de
felicidad. No era el bienestar sencillo o frugal y solidario el horizonte proclamado.
Posiblemente, entre los muchos factores relacionados con el derrumbe de algu-
nos gobiernos progresistas, como en el caso de Brasil, habría que tomar en cuenta el
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
27
logro de la salida de la pobreza de millones de personas que posteriormente aspi-
raron a dar un paso más en el sentido de su progreso y bienestar, un paso cada vez
más difícil, porque salir consistentemente de la pobreza supone destruir las formas
predatorias de acumulación de riqueza, y eso no está ocurriendo. Se despoja de sus
territorios a poblaciones indígenas y campesinas en diferentes latitudes y, por otro
lado, cada vez una población en aumento demanda el uso de celulares y computa-
doras que utilizan dichos minerales. El problema es que esas formas predatorias se
asientan en andamiajes culturales y en referentes ontológicos, además de políticos,
difíciles de revertir por su inercia histórica.
Entramos, así, en el complicado ámbito de las aspiraciones. Appadurai (2017)
ha insistido en la importancia de que las poblaciones precarizadas desarrollen la
capacidad de aspiración como única manera de pasar de la espera pasiva a la espera
activa, para posibilitar “un diálogo disciplinado entre las presiones de la catástrofe
y la disciplina de la paciencia” (Appadurai, 2017: 169). Pero ¿no hay detrás una idea
obsoleta de desarrollo y una tonalidad asistencialista? La “producción de lo local”,
es decir, la producción de cotidianidad en determinados entornos, requiere —se-
ñala el autor— enormes esfuerzos, gran creatividad, mucha paciencia. ¿Cuál es el
horizonte de esa energía invertida diariamente?
Las aspiraciones a escalar hacia ese estilo de vida paradigmático de confort y
bienestar propio de las élites entran claramente en conflicto con su viabilidad. Y ese
es un drama social de particular envergadura que fortalece viejas contradicciones y
violencias, y genera nuevas.
Por otra parte, a partir de ese desgarramiento también han emergido nuevas so-
cialidades humanizantes en diversas latitudes y cuyo análisis (Sánchez y Almeida,
2005; Leyva et al., 2015; EZLN, 2016; Sánchez y Almeida, 2018) responde al plan-
teamiento de Sassen sobre los espacios de los expulsados que “están creciendo y se
están diferenciando. Son concepciones conceptuales subterráneas que es necesario
traer a la superficie” (Sassen, 2015: 249). Estos procesos son esperanzadores porque
revelan la capacidad humana de rebelarse ante la naturalización de la deshuma-
nización. Conviene enfatizar que las luchas políticas, sociales y epistémicas de los
movimientos étnicos en todo el mundo son una ruptura emblemática del paradigma
moderno colonial. Los territorios autónomos zapatistas han sido un caso paradig-
mático. Creemos que se trata de la construcción de presentes dignos (Sánchez, 2016)
que no dejan de luchar por transformaciones más amplias, pero pensamos que, para
comprender su potencial dignificante y disruptivo, es necesario aguzar la mirada.

El desgarramiento entre los patrones demográficos y la destrucción del hábitat vital


Este desgarramiento es inseparable del anterior, pero permite enfatizar las con-
secuencias de la destrucción del hábitat vital y de la evolución de la estructura
demográfica.
28 maría eugenia sánchez díaz de rivera
La Humanidad ha superado la capacidad de carga del planeta, su huella ecoló-
gica señala que se necesitarían tres planetas Tierra para sostener el estilo actual de
desarrollo, y la población de altos ingresos es quien depreda más el nicho vital. En
los países pobres, el crecimiento demográfico es más rápido que en los países ricos,
pero la superpoblación de estos últimos y sus hábitos de consumo tiene un impacto
mayor en el deterioro ambiental y, por lo mismo, esa superpoblación es más ame-
nazante para el hábitat humano (Ehrlich y Ehrlich, 1993).
Después de la Segunda Guerra Mundial, la contabilidad de la población se vol-
vió una obsesión que no se enfocaba en problematizar la orientación del desarrollo,
sino en el crecimiento demográfico desde un enfoque malthusiano. A lo largo del
siglo XX se ha cuadruplicado la población mundial y sigue aumentando en 80 mi-
llones cada año (Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, 1988).
Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en el 2100 el planeta tendrá
10 mil millones de personas, el doble de habitantes que el mundo tuvo en 1987
cuando la población llegó a 5 mil millones de individuos.
La gestión de la dinámica poblacional se centró en políticas de planificación fa-
miliar para reducir la fecundidad en el mundo, sin tomar en cuenta realidades cultu-
rales diferenciadas, como las sociedades donde los hijos representan una ayuda para
el trabajo y para la vejez. Precisamente el envejecimiento de la población plantea un
gran desafío para todas las sociedades, está trastocando los patrones demográficos,
así como la supervivencia y el cuidado de los ancianos. La población de personas
mayores de 60 años en el mundo era en 2006 de 688 millones, según estimaciones
del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas (2006),
que, a su vez, proyecta que para 2050 el número de adultos mayores probablemente
superará, por primera vez en la historia humana, a los menores de 15 años.
En las últimas décadas la distribución y la dinámica de la población ha modifi-
cado el rostro de la Humanidad.
Para el primer cuarto del presente siglo XXI, las tendencias parecen situarse,
salvo cambios imprevistos, en una presencia de la población asiática en más de 50
por ciento, seguida de la población africana, que le ha quitado el segundo puesto a
la europea; en tercer lugar, se encuentra la población americana, que sigue crecien-
do por el sur, incluyendo su traslado al norte mediante los procesos migratorios
(Alcañiz, 2008: s/p).
Las mejoras sanitarias aumentaron la esperanza de vida en ciertas regiones del
mundo; así, en Europa es de 80 años o más, sobre todo para las mujeres; en Japón es
de 77 años para los hombres y 84 para las mujeres, sin embargo, en África es de 20
años menos que en Europa, y en Haití es de 47 años (Alcañiz, 2008). La esperanza
de vida refleja las desigualdades estructurales en el planeta.
Los desafíos que presentan esta evolución y reconfiguración demográfica se re-
lacionan directamente con el estilo de vida propuesto por el “desarrollo” ilimitado
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
29
y la lógica capitalista que lo sustenta, y cuya huella ecológica destruye el nicho vital
de la Humanidad. Se está presenciando el desarrollo sin precedentes del mercado
mundial de tierras, para extraer minerales, producir biocombustibles y alimentos,
para apropiarse de los acuíferos, generando enormes superficies de tierra y agua
muertas (Sassen, 2015). Todo esto orientado a una minoría de la población mundial,
cuyos estilos de vida están anclados en andamiajes económicos, tecnológicos y po-
líticos de largo aliento difíciles de modificar. Las consecuencias de estas acciones en
el cambio climático han detonado una situación constante de desastres ambientales
que afectan a numerosas poblaciones, en especial a las históricamente vulneradas.
Manuel Martínez (2007), desde una perspectiva marxista inspirada en Lukács,
utiliza la categoría de desgarramiento para analizar cómo el problema de la pro-
ducción de basura se sustenta en un conocimiento “científico” cosificante al servicio
del poder del capital, y que desgarra las relaciones sociales y con la naturaleza.
Procesos demográficos, desarrollo capitalista y sustentabilidad de la vida han
entrado en una contradicción sin precedentes.

El desgarramiento del espacio–cuerpo como lugar/sujeto ante el espacio–cuerpo como flujo/


objeto, y el del tiempo histórico–vital, ante el tiempo ahistórico–instantáneo
La velocidad y la intencionalidad de los procesos tecnológicos en diferentes ám-
bitos: nuevas tecnologías de comunicación, nanotecnología, técnicas de reproduc-
ción, ingeniería genética, ingeniería nuclear, inteligencia artificial, transformaron
de manera abrupta la relación humana con el tiempo y el espacio, con la vida hu-
mana y la no–humana, con el cuerpo y con la mente. Y aunque esos procesos afec-
tan de manera directa a una población minoritaria que ha tenido acceso a ellos, el
impacto ha sido igualmente potente, aunque con características distintas, en el resto
de la población.
El espacio como lugar entró en tensión con el espacio como flujo; el tiempo vital
con el tiempo instantáneo modificando hábitos, ritmos e imaginarios. “La sociedad
red se caracteriza por la ruptura de la ritmicidad, tanto biológica como social, aso-
ciada con la noción de un ciclo vital” (Castells, 2000a: 480).
El patrón de acumulación capitalista se transformó de manera contundente
porque la velocidad de las transacciones ha hecho posible la circulación de un gran
volumen de flujos financieros orientados a la especulación, desencadenando efec-
tos perversos para la mayoría de la población. “Por primera vez en la historia, ha
surgido un mercado de capital unificado y global, que funciona en tiempo real”
(Castells, 2000a: 468).
La digitalización de la comunicación favoreció la trasnacionalización de la eco-
nomía, la modificación del trabajo y la reconfiguración de las subjetividades. La
sofisticación tecnológica ha permitido una mayor concentración de información
acrecentando el poder en los centros tradicionales de dominación, el control inédito
30 maría eugenia sánchez díaz de rivera
de los seres humanos (Snowden, 2019) y la exclusión laboral de grandes mayorías.
Emergieron nuevas lógicas, códigos culturales, subjetividades individuales y co-
lectivas que han ido transformando las relaciones cuerpo, mente, tiempo y espacio.
La deslocalización de la producción que refuerza procesos de explotación hu-
mana, la construcción de identidades “virtuales” que liquidifican los vínculos, así
como la inmediatez de las comunicaciones que conectan con seres queridos y permi-
ten resolver emergencias, forman parte de transformaciones que van desde la sexua-
lidad hasta las formas de hacer política o la organización de la industria del crimen.
Paradójicamente, los nuevos procesos tecnológicos han impactado muy poco
en las transformaciones en el transporte y sus consecuencias ambientales. La in-
dustria automovilística, consumidora no solamente de agua en la producción de
los vehículos, de energía para funcionar y productora de emisiones tóxicas, se vol-
vió consumidora creciente de tiempo y de espacio; y ninguna instancia propone la
desaparición del automóvil individual y la transformación de la movilidad hacia el
transporte público, por los costos económicos, políticos y sociales que significaría.
Tal vez esa propuesta de transformación es inviable y se opta por continuar con una
práctica irracional.
El trastocamiento de las coordenadas espacio–temporales y de nuevas prácticas
tecnológicas va acompañado de una transformación física y simbólica del cuerpo. Si
como dice Castells: “nuestras sociedades se estructuran cada vez más en torno a una
oposición bipolar entre la red y el yo” (2000a: 29), el cuerpo individual adquiere espe-
cial protagonismo. Las transformaciones físicas mediante técnicas plásticas, la posibi-
lidad de implante de órganos y prótesis, la creación de corporalidades virtuales que
ocultan la realidad física del comunicador son algunas de las realidades que, en poco
tiempo, han resquebrajado relaciones y cosmovisiones previas sobre el ser humano.

Los cuerpos se han desintegrado de innumerables maneras, que los científicos


sociales han comenzado a documentar minuciosamente. Los órganos se han con-
vertido en parte de una mercantilización global y así llevan vidas que exigen una
separación de los cuerpos que los albergaban […]. La cirugía plástica suma, resta
y redistribuye grasa de manera indiscriminada para reorganizar la estética del
todo corporal. […]. La vida en Internet ha alentado numerosas formas de multi-
plicación y división de nombres, identidades, imágenes, voces y vidas, de modo
que ha llegado a crearse un cibermundo paralelo de partes y todos cuya lógica es
diferente de la vida social primaria. Los cuerpos se han convertido, de todas estas
maneras, en el material para recombinaciones de formas y visiones sociales más
amplias (Appadurai, 2017: 129).

Las nuevas visiones y significados en torno a la corporeidad en relación con las


tecnologías reproductivas llevan a pensar que estamos en un mundo en el cual
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
31
“el hospital sustituye al lecho conyugal, el médico y el biólogo compiten con el
cónyuge o el padre, las figuras alternativas de parentesco se toman en cuenta en el
ámbito legal” (Tain, 2005: 52). Diferentes individuos participan en el acto de pro-
creación, por ejemplo, en la donación de semen o en los úteros prestados. Estas
nuevas tecnologías reproductivas, las diferentes formas de manipulación de óvulos
y embriones, están trastocando las nociones de paternidad, maternidad, filiación y
herencia (Stolcke, 2018).
Por otra parte, aunque el vínculo entre el cuerpo, la violencia y la reproducción
social han sido una constante en la historia humana, actualmente “presenciamos
formas de crueldad corporal desenfrenada y masiva, tanto en alcance como en in-
tensidad” (Appadurai, 2017: 130).
El cuerpo se ha transformado y con él las identidades. El tema de la reconfi-
guración de las identidades ancladas en el ciberespacio es motivo de numerosas
investigaciones. Las industrias culturales fueron desplazando a los metarrelatos,
esparciendo por el mundo imágenes, música, significados, unos más mercantiliza-
dos y manipuladores que otros, todos fragmentados y que con la transformación
inédita de las tecnologías de la comunicación dieron lugar a la aparición de un
mundo virtual. Claro está que ese mundo virtual excluye a aquella población que
por razones tecnológicas y /o políticas permanece “desconectado”.
Los procesos tecnológicos de la comunicación visibilizan ese quiebre civiliza-
torio que tensiona poderosamente la relación entre la “interfaz” y la “realidad”,
que es la relación de temporalidades y espacialidades distintas que problematiza
la intersubjetividad, lo inconsciente, las identidades, las relaciones materiales y las
relaciones de poder.
Sin embargo, apropiaciones contrahegemónicas de la tecnología por redes de
grupos organizados de hackers, los hacktivistas (Vicente, 2004), evidencian prácticas
emergentes de resistencia y de lucha social a través del ciberespacio.
Tiempo, espacio, cuerpo, mente han sufrido trastocamientos que ubican al ser
humano ante desafíos inéditos.

Símbolos e identidades dislocados


El ámbito de símbolos e identidades dislocados hace referencia a las rupturas de
los entramados culturales y de las subjetividades de individuos y colectividades
relacionados con procesos tecnológicos, imaginarios rotos, futuros inciertos.
Tres son los desgarramientos que nos parecen más relevantes:

El desgarramiento ante la imposibilidad de articular ciudadanía y diversidad cultural en


una igualdad que no uniforme y una diversidad que no discrimine
La tensión ciudadanía–diversidad se hizo más visible al resquebrajarse la relación
Estado–nación. Los Estados–nación dejaron de ser esas entidades que se construye-
32 maría eugenia sánchez díaz de rivera
ron a partir del Tratado de Westfalia en el siglo XVII, en el que se construyó la base
del Estado moderno centrado en la integridad territorial y la soberanía nacional. Las
diferentes dinámicas globales tecnológicas, financieras, políticas y de la comunica-
ción resquebrajaron ese constructo que se consolidó en el siglo XX. El supuesto de
la convergencia entre territorio, etnia y soberanía se desestabilizó. “Las dinámicas
actuales de re–scaling cortan transversalmente la dimensión institucional del terri-
torio producida por la formación de los estados nacionales” (Sassen, 2012: 14). Es
así como se reconfiguran las jerarquías territoriales, como emergen nuevos actores
e identidades trasnacionales y subnacionales con complejas relaciones y alianzas
inéditas. Hay territorios controlados por el crimen organizado y/o por las corpora-
ciones trasnacionales que se convierten en una especie de soberanías que compiten o
se articulan con la del Estado. El Estado nacional ya no es el contenedor del proceso
social puesto que dejó de haber correspondencia entre lo nacional y el territorio na-
cional (Sassen, 2012) y eso va más allá de la emergencia de los nuevos nacionalismos.
Este resquebrajamiento está directamente relacionado con la problematización
de las identidades nacionales y con las subjetividades que le subyacen.
La soberanía es considerada como nacional, en el sentido de que reside indi-
vidualmente en la nación entera y no de manera divisa en la persona, ni tampoco
en ningún grupo de nacionales. La nación es entonces soberana como colectividad
unificada (Mwayila, s/f:34). Por esa razón, la identidad nacional es el sustrato del
Estado, y en la mayoría de los casos es el Estado el que ha producido la nación como
identidad colectiva. El Estado nacional ya no es fuente de identidad colectiva, y es
precisamente en ese contexto en el que se hace visible la incompatibilidad entre ciu-
dadanía y diversidad, incompatibilidad naturalizada y “escondida” en las identida-
des nacionales construidas por procesos racializantes de asimilación e integración.
Ciudadanía y diversidad cultural han enfrentado siempre grandes contradic-
ciones que a través de diferentes dispositivos se habían encubierto o gestionado.
Al liberalismo le subyace la concepción del individuo como ser autónomo que se
relaciona con otros seres autónomos y con la naturaleza como exterioridad. Ese es
el ciudadano, y la sociedad es la suma de esos individuos autónomos aglutinados
por la cultura de una etnia dominante. Los Estados–nación se construyeron por la
imposición de las etnias dominantes sobre el resto de la población. Es el caso de los
ingleses sobre los galeses y escoceses en el Reino Unido o de los castellanos sobre
los catalanes y vascos en España. Si esta situación se hace visible en Occidente, con
mayor razón y con mayor complejidad ocurre en África o en Asia, donde las po-
tencias coloniales delimitaron fronteras que rompieron límites tradicionales y que
reconfiguraron dinámicas interétnicas a partir de sus intereses.
El concepto de ciudadano al que subyace la jerarquía ciudad–campo asume una
individualidad desvinculante y, por lo mismo, tiende a esconder no sólo la diversi-
dad cultural sino las contradicciones de clase (Tischler, 2016).
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
33
En un intento de ir más a fondo de la cuestión relacionada con el Estado, Mari-
na Garcés (2013) afirma que:

La privatización de la existencia no nace de la derrota del Estado y de lo público


frente a la fuerza privatizadora del mercado, como se argumenta habitualmen-
te, sino que hunde sus raíces en la construcción misma del Estado moderno. El
Estado nace como comunidad de propietarios voluntariamente asociados […] El
Estado moderno, nacido de este contrato entre individuos autónomos, proyectó
la vida del hombre hacia dos dimensiones fundamentales: la dimensión pública,
en la que se alían la sumisión y el derecho como las dos caras de la ley, y la di-
mensión privada, en la que se preserva la libertad como atributo individual, ya
sea la libertad del intercambio mercantil, ya sea la libertad de conciencia. Tanto
la dimensión pública como la dimensión privada que componen al individuo son
el fruto de una misma abstracción privatizadora, que se da sobre una negación
más profunda: la negación de los vínculos que enlazan cada vida singular con el
mundo y con los demás (32).

La autora, que se inspira en Merlau–Ponty, visibiliza de esta manera la concepción


de subjetividad y de intersubjetividad que subyace a la modernidad y al Estado.
La ruptura del vínculo Estado–nación deconstruye un sentido colectivo o, me-
jor dicho, el imaginario de ese vínculo colectivo; devela sus discriminaciones y
evidencia el tipo de subjetividad que lo sostiene. El concepto de ciudadano queda
a la intemperie. La narrativa, los héroes, la música (himno) y los rituales (Mando-
ki, 2007) que construían la adhesión emocional al Estado–nación van perdiendo
legitimidad. Esta dinámica detona la emergencia de identidades individuales y
colectivas diversas: regionales, étnicas, familiaristas, trasnacionales. También pro-
voca un vacío de sentido que se orienta hacia formas colectivas de violencia o ha-
cia identidades de tonalidad fundamentalista. Touraine, para quien el sujeto es la
categoría central de su análisis, considera que el proceso de subjetivación requiere
actualmente una doble resistencia, al totalitarismo del mercado y a las identidades
comunitaristas (Touraine, 2005).
Por otra parte, es importante subrayar que el liberalismo se consolida con la
expansión industrial que tenía la necesidad de una población identitariamente ho-
mogénea como ciudadanía controlable y como consumidores masivos. Las identi-
dades nacionales homogeneizadoras se establecieron, inevitablemente, por límites
diferenciales, porque la única manera de construir identidad es a través de la dia-
léctica reconocimiento/diferenciación; pero las líneas de diferenciación —entre ciu-
dadanos y no ciudadanos— no se establecieron solamente con poblaciones externas
al territorio nacional sino con poblaciones al interior del mismo. Esa estructuración
se hizo subordinando o negando la diversidad cultural a través de mecanismos de
34 maría eugenia sánchez díaz de rivera
discriminación y de racialización. Ciudadanía y racismo han funcionado como las
dos caras de la misma moneda.
El racismo como forma de deshumanización de la diversidad está inserto en la
lógica de la modernidad. “La idea de la «colonialidad» plantea que el racismo es un
principio organizador o una lógica estructurante de todas las estructuras sociales y
relaciones de dominación de la modernidad (Grosfoguel, 2016: 158).
En el caso de América Latina, y en especial de México, estas fronteras internas
parecen estar relacionadas con la ciudadanización individualizada y con el blan-
queamiento cultural. El concepto de ciudadano individual/autónomo parece ha-
ber formado históricamente un binomio aparentemente indisoluble con el racismo
(Collier, 1999). Es interesante constatar que, en el siglo XIX, cuando se consolida la
categoría de ciudadano, se reafirma también el “racismo científico” que tanto im-
pacto habría de tener en América. El ethos de la blanquitud se convirtió en sinónimo
de progreso y —en el caso de México y América Latina— es a través de la categoría
de mestizo como se escondió la aspiración a la blanquitud y el racismo correspon-
diente (Gómez y Sánchez, 2012).
Sartori (2001) se pregunta cómo operativizar esta articulación entre ciudadanía
y multiculturalidad, conceptos que, según él, forman parte de dos paradigmas di-
ferentes, aunque no necesariamente antagónicos. La pregunta que surge es si real-
mente no son antagónicos. El discurso de la multiculturalidad que emerge como un
paso hacia la tolerancia y el diálogo se ha convertido en un mecanismo de refun-
cionalización de las diferencias al servicio del mercado y del clientelismo político.
Los temas de multiculturalismo, interculturalidad y pluriculturalidad han de-
tonado numerosas reflexiones en las últimas décadas (Wieviorka, 2012). No es sino
en la segunda mitad del siglo XX cuando se multiplican las investigaciones y las
discusiones sobre la complejidad de las relaciones resultantes de las identificacio-
nes entre individuos, entre grupos y entre colectividades. Aparecen como una res-
puesta en Occidente a la necesidad de re–organizar la propia imagen individual y
colectiva frente a nuevas experiencias de otredad: la descolonización de los países
de África, la migración masiva del campo a la ciudad, los movimientos indígenas y
de afrodescendientes, la migración trasnacional, los cambios tecnológicos y de las
comunicaciones. De pronto, la herencia de la Ilustración, la democracia liberal, el Es-
tado–nación entran en tensión con identidades culturales de grupos con una matriz
originaria diferente y ubicados en una situación de subordinación y de discrimina-
ción. Emergen, así, en la segunda mitad del siglo XX, las propuestas multiculturales
que intentan articular la modernidad liberal y la diversidad (Kymlicka, 1996), y con
ellas se agudizan las discusiones sobre los conceptos de cultura y de identidad.
A esta conflictividad se añadió la toma de conciencia de que la modernidad no
solamente se había construido a partir de la colonialidad, con su consecuente des-
pojo material y el resultante epistemicidio de las sociedades subordinadas (Santos,
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
35
2009) u ontomicidio, si seguimos la propuesta del “giro ontológico”; sino que tenía
como eje de la universalidad al varón blanco, productivo, heterosexual. Se trataba, ya
no de identidades culturales, y sí de identidades de género, de color de piel, de carac-
terísticas corporales. Es de esta manera como surgen reivindicaciones al derecho a la
diversidad que mezclan realidades de diferente índole, etnia, género, cultura, y en
las que se cruzan exigencias de justicia económica y de reconocimiento de la diferen-
cia, exigencias que, como analiza Nancy Fraser (1997), pueden interferirse e incluso
contraponerse. “Las políticas de reconocimiento y las de redistribución parecieran a
menudo tener objetivos contradictorios. Mientras que las primeras tienden a promo-
ver la diferenciación de los grupos, las segundas tienden a socavarla” (25). Es el pro-
blema que enfrentan las políticas de acción afirmativa que pretende “ciudadanizar”
a ciertas poblaciones históricamente vulneradas, indígenas, negros, despojándolos
de sus especificidades. Con frecuencia estas políticas refuerzan la discriminación
con lo que se ha llamado el “dilema de la diferencia”. Es un dilema porque “el estig-
ma de la diferencia es reproducido tanto al ignorarlo como al subrayarlo” (Minow,
citado por Collier, 1999: 12). El dilema de la diferencia es uno de los síntomas de la
incapacidad de inclusión de la diversidad a partir del concepto de ciudadanía.
El desgarramiento que enunciamos ha evidenciado la desafortunada coexisten-
cia de larga duración entre ciudadanía y racismo favorecida por narrativas e imagi-
narios que naturalizaban o, más bien, que invisibilizaban el carácter simbiótico de
ese binomio. Movimientos y organizaciones indígenas y afroamericanas confrontan
esta realidad desde una perspectiva crítica de la interculturalidad.
El desgarramiento entre ciudadanía y diversidad visibiliza también que el con-
cepto de ciudadano no tiene un carácter neutral, “en realidad se alude a un sujeto
de derecho sexuado, racializado y enclasado” (Escalante, 2019: 12).

El desgarramiento entre la defensa del patriarcado, la igualdad de las mujeres y la ruptura


de la norma heterosexual
El patriarcado ha sido, probablemente, desde el origen de la Humanidad, la forma
como el conglomerado humano se ha autoconcebido, organizado y funcionado, y
ese constructo social se ha resquebrajado.
La modernidad/colonialidad se sustentó en una específica concepción de lo
“universal”. Construyó una civilización en la que “el orden universal es masculino,
propietario, heterosexual. En lo particular se amontonan: los pueblos sujetos, las
mujeres, los homosexuales, los locos, los niños” (Gutiérrez, 2014). Este “universa-
lismo sustitutivo” (Benhabib, 1986, citado por Sánchez, C., 2009) no sólo invisibiliza
a las mujeres, sino que invisibiliza y niega dimensiones humanas fundamentales de
carácter femenino.
Una de las manifestaciones más visibles del malestar ante el patriarcado ha
sido la dominación de la mujer por el hombre, la asignación de la mujer al espacio
36 maría eugenia sánchez díaz de rivera
privado y del varón al espacio público, situación que se confronta desde diversas
formas de feminismos para buscar la igualdad o la equidad de género.
La lucha por la equidad de género ha supuesto la lucha contra el monopolio
masculino del espacio público, con el poder que eso implica. Ha sido la lucha contra
la expropiación que del cuerpo y de la sexualidad de la mujer han hecho el Estado,
las creencias y los hombres. Esta expropiación ha desencadenado y sigue desenca-
denando violencias múltiples que lograban esconderse, y que ahora se visibilizan;
la violencia machista en el ámbito doméstico, los feminicidios y otras formas cul-
turales (como es el caso de la mutilación genital o ablación que se lleva a cabo en
una gran cantidad de comunidades de diversos países africanos, y en población
africana emigrada a Europa). Esta violencia es una forma de “cirugía política cuyo
propósito es afirmar de manera contundente que el cuerpo femenino puede usarse
para poner en escena las tradiciones patriarcales” (Appadurai, 2017: 130).
Algunas autoras señalan que los feminismos anglosajones o inspirados en
dichos feminismos han beneficiado poco a las mujeres, sobre todo cuando se han
vinculado el Estado y a su discurso del “desarrollo” (Galindo, s/f). El Estado ha
convertido la lucha de las mujeres contra el patriarcado en un sector domesticado,
como lo ha hecho con otros sujetos políticos para desmovilizarlos. Es así como
ha creado políticas para mujeres, políticas para indígenas, políticas para pobres
(Galindo s/f).
Es evidente que el Estado se ha construido patriarcalmente, y que, aunque en
Occidente exista actualmente la llamada “cuota de género” en los puestos públicos,
eso ha cambiado poco su naturaleza. La lógica y el sustrato ontológico del Estado
tienden a desmovilizar las acciones que suponen el cambio de paradigma social.
Para Rita Segato (2014) no se trata solamente de una lógica de desmovilización
sino de una de guerra. En su análisis sobre la reconfiguración de las guerras sostie-
ne que la destrucción del cuerpo femenino ocupa un lugar central.

Ese cuerpo en el que se ve encarnado el país enemigo, su territorio, el cuerpo fe-


menino o feminizado, generalmente de mujeres o de niños y jóvenes varones, no
es el cuerpo del soldado–sicario–mercenario, es decir, no es el sujeto activo de la
corporación armada enemiga, no es el antagonista propiamente bélico, no es aquel
contra quien se lucha, sino un tercero, una víctima sacrificial, un mensajero en el
que se significa, se inscribe el mensaje de soberanía dirigido al antagonista (s/p).

Por su parte, Silvia Federici (2010) analiza la forma como el ajuste de la reproduc-
ción de la vida humana y natural al proceso de acumulación capitalista sigue una
lógica vigente desde el origen del capitalismo hasta nuestros días.
Sin embargo, es importante subrayar que, a contracorriente de estas dinámicas
de desmovilización y de guerra, se observa “la presencia masiva de las mujeres en
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
37
la acción colectiva de los movimientos populares de todo el mundo, y su autoiden-
tificación explícita como actoras colectivas” (Castells, 2000b: 214).
La familia patriarcal, nuclear o extensa está en tela de juicio en muchas latitudes.
Por una parte, la incorporación creciente de las mujeres en el ámbito laboral modificó
imaginarios y prácticas en relación con la familia en los diferentes estratos sociales. Y
si bien es cierto que siempre ha habido diversas formas de familia, no es sino en las
últimas décadas en las que estructuras, legalidades e imaginarios se modificaron, y
poblaciones con posturas encontradas se han confrontado públicamente.
La ruptura del patriarcado se arraiga, por lo tanto, en los desafíos relacionados
con las formas de organización de la población y también por la modificación de
las formas de parentesco, que se reconfiguran ante la relación con una corporeidad
resignificada y las nuevas tecnologías reproductivas.
Y, en este ámbito, quisiéramos resaltar la problemática relacionada con la inte-
rrupción voluntaria del embarazo y la confrontación entre las posturas opuestas. El
debate sobre la despenalización del aborto y las violencias que ha desencadenado
representan un ámbito nodal para la comprensión del quiebre civilizatorio, no sola-
mente en torno a la sexualidad, a la relación hombre–mujer, a la posición y al ima-
ginario de y sobre la mujer en la sociedad, sino en torno a la reconfiguración de la
subjetividad humana. Este debate, ciertamente complejo, tiene enormes consecuen-
cias políticas que van más allá del tema, como se puede constatar en las campañas
de Trump o de Bolsonaro para quienes la defensa de “la vida” ha traído muchos
dividendos. Están en juego, de manera muy compleja, los conceptos de vida, sujeto,
cuerpo, derechos. Y los debates al respecto requieren un mayor nivel analítico.
Paralelamente a las luchas feministas, surgieron otras luchas relacionadas con
las diversas identidades sexo–genéricas, la de los grupos LGBTIQ: lesbianas, gays,
bisexuales, transgénero, intersexuales, queer. Estas luchas se arraigaron en el enfo-
que polémico de la propuesta Queer. La propuesta Queer se orienta a desencializar
cualquier identidad sexual o genérica considerando las identidades sexuales como
construcciones socioculturales. Judith Butler (2007), quien inicialmente fundamen-
ta este enfoque, considera que puede entenderse el sexo y el género como una cons-
trucción del cuerpo y de la subjetividad, resultado del efecto performativo de una
repetición ritualizada de actos que acaban naturalizándose y produciendo la ilu-
sión de una sustancia, de una esencia. Y que estas asignaciones genéricas y sexuales
se dan en el marco de la Matriz Heterosexual. Galindo (s/f), por su parte, sostiene
que la propuesta Queer es políticamente suicida, porque la agresión del patriarcado
sigue estando centrada en un machismo que violenta a las mujeres.
Estos debates no habrían surgido sin el avance en el conocimiento de la sexuali-
dad y de la subjetividad. Y aunque los debates entre tesis biologicistas y tesis cons-
tructivistas están lejos de terminar (Fournier, 2014), hay suficientes evidencias que
transforman las miradas sobre la sexualidad y el género. La toma de conciencia,
38 maría eugenia sánchez díaz de rivera
por ejemplo, de que cada ser humano tiene cinco sexos: el genético, el anatómico, el
hormonal, el psicológico y el social, los que no siempre coinciden o se superponen
y que permiten variaciones en las identidades sexuales (Dortier, 2014); o la consta-
tación de una gran diversidad de orientaciones sexuales fijas o performativas; o la
naturalización de situaciones que no son naturales sino productos sociohistóricos.
Castells (2000b) considera que la ruptura de la heteronorma es lo que más pro-
blematiza al patriarcado. Y los conflictos en diferentes latitudes por los matrimo-
nios igualitarios, por ejemplo, muestran las tensiones que esa realidad contiene.
El resquebrajamiento del patriarcado es un desgarramiento civilizatorio de
gran envergadura al cuestionar identidades sexuales, círculos de intimidad y for-
mas de reproducción de la vida que subyacen a las instituciones de larga duración
que regulan la vida de las poblaciones, lo que explica tal vez la polarización tan
intensa que ha detonado. Si se toma cuenta lo que plantea Memmi (1968) sobre la
dinámica compleja que se desencadena cuando se rompe la simbiosis en la relación
entre dominador y dominado, surge la pregunta de si el aumento de los feminici-
dios no tiene que ver con la forma como se está resquebrajando la identidad mascu-
lina históricamente construida.
Probablemente, desde el punto de vista civilizatorio, este desgarramiento sea
medular en la comprensión de las dinámicas actuales. En la deconstrucción del
patriarcado está implícito el cuestionamiento de las subjetividades que sostienen
dicho régimen y que, a su vez, están a la base de construcciones institucionales.

El desgarramiento de los mapas cognitivos y emocionales que daban certezas frente a una
incertidumbre que dificulta el procesamiento de las experiencias vitales
El trastocamiento de las coordenadas espacio–temporales —y con ello la ruptura de
referentes culturales en los que se había anclado la “identidad” humana: la familia,
el Estado, las religiones, la ciencia— resquebrajó los llamados metarrelatos. Para
Lyotard (1979), los metarrelatos, concepto acuñado por él que hace alusión a las na-
rrativas totalizadoras, universalistas, que de alguna manera contenían un sentido
unitario de la Historia y una explicación abarcadora de la realidad, se rompen con
la entrada en la “posmodernidad”.
Estas narrativas políticas y religiosas que dieron sentido y legitimaron a las
sociedades occidentales en los últimos siglos: el liberalismo, el socialismo y desde
antes el cristianismo, han ido perdiendo su credibilidad, incluidas las instituciones
que los sostenían, llámense partidos políticos, gobiernos, iglesias o universidades,
desembocando en un sentimiento de vacío existencial muy extendido.
La domesticación del tiempo y del espacio —su organización y simbolización—
es el acto humano por excelencia, según Leroi–Gourhan (1965), y es el sustento de
las identidades individuales y colectivas. La identidad es un proceso de ubicación
en el tiempo y en el espacio, ubicación cognitiva, emocional y simbólica que permi-
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
39
te el procesamiento de las experiencias (Sánchez, 2012). La potente reconfiguración
socio–espacial contemporánea rompió los mapas cognitivos y emocionales que per-
mitían procesar esas experiencias vitales y encontrar una ruta por la cual transitar.
Los impactos de esta fase ‘sin nombre’, por su carácter caótico, son diferentes
según los individuos estén ‘arriba’ o ‘abajo’, ‘adentro’ o ‘afuera’ de las estructuras
trasnacionales o nacionales; según experimenten de manera más cercana o lejana
las amenazas de la posible catástrofe planetaria; según predominen en sus ambien-
tes el desaliento o la esperanza (Almeida y Sánchez, 2014: 217).
“Para la mayoría de la gente común —y para quienes llevan vidas de pobreza,
exclusión, desplazamiento, violencia y represión—, el futuro se presenta a menudo
como un lujo, una pesadilla, una duda o una posibilidad en disminución.” Se trata
de aquellas poblaciones para quienes “la rutina diaria exige un milagro de coope-
ración” y para quienes la vida “se vive cada vez más bajo el signo de la excepción”
(Appadurai, 2017: 115). “Esta realidad es la del 50% de la población mundial, según
todas las mediciones” (Appadurai, 2017: 394).
Una especie de angustia existencial aparece en los diferentes estratos sociales.
Juan Ramón de la Fuente (2012) analiza el impacto que la globalización ha tenido
en la salud mental. Los problemas de salud mental, según el autor, han aumentado
a escala global: psicosis, demencias, angustia, depresión, suicidios e intentos de
suicidio. Son relevantes los trastornos asociados con la alimentación y la imagen
corporal, con el uso compulsivo de las computadoras y los teléfonos celulares, así
como los trastornos propios de las migraciones.
Por otra parte, como reacción a esta incertidumbre, aparecen otras narrativas
fundamentalistas, más locales o regionales, que se orientan a llenar esos vacíos exis-
tenciales. Esta búsqueda de sentido, aunada a intereses geopolíticos, ha entrelazado
nuevas y viejas identidades religiosas y políticas dando lugar a polarizaciones su-
mamente violentas. Nuevas violencias relacionadas con el renacer de los racismos
y la xenofobia.

Al exacerbarse la incertidumbre se generan nuevos incentivos para la purificación


cultural […]. Esto nos recuerda que la violencia en gran escala no es sólo el pro-
ducto de identidades antagónicas, sino que la violencia en sí misma es una de las
maneras en que se produce la ilusión de identidades fijas y cargadas, en parte para
aquietar las incertidumbres sobre la identidad que producen invariablemente los
flujos globales (Appadurai, 2017: 124).

Richard Bernstein (2006) sostiene que estamos presenciando un choque de menta-


lidades que no sólo no distingue lo religioso de lo secular, sino que los atraviesa.
Y ese choque de mentalidades está poniendo en juego nuestra forma de pensar y
actuar en el presente y de cómo lo haremos en el futuro. La observación que el autor
40 maría eugenia sánchez díaz de rivera
hace de los nuevos discursos sobre el bien y el mal que dividen al mundo, según
una “dicotomía simplista y absoluta muestra cómo esos discursos constituyen un
obstáculo central para desarrollar prácticas y hábitos críticos y flexibles que puedan
ayudarnos a lidiar con contingencias inesperadas” (69).
Bernstein recuerda que Dewey entendía “que en los periodos de gran incerti-
dumbre, ansiedad y miedo hay una necesidad imperiosa de certeza y absolutos mo-
rales” (2006: 51). La reflexión de Bernstein plantea, además, cómo en la política y en
la religión se manipulan los miedos y se construyen “enemigos” nebulosos y con-
fusos. El miedo y la impotencia para enfrentar las amenazas múltiples, en muchas
ocasiones, parece desembocar en indiferencia y cinismo, y, en otras, a nuevas formas
de “producción de la violencia” (Appadurai, 2017: 140). “Hay numerosas formas en
que la violencia puede parecer productiva, si bien de manera perniciosa. Produce
escenarios efectivos de identificación, nuevos estímulos para la participación social
y nuevos sentidos de colectividad social; renueva los lazos sociales” (140).
La reconfiguración del fenómeno religioso merece especial atención. Frente
al vacío de sentido emerge una tendencia a la reconfiguración identitaria. Castells
(2000b) señala que, en la búsqueda de construcción o reconstrucción de identidades,
emergen cuatro espacios privilegiados: la nación, las identidades locales, la tierra y
la naturaleza, y la religión. Este último espacio ha adquirido una nueva visibilidad.
El tratocamiento global detonó, en la segunda mitad del siglo XX, diversos fun-
damentalismos religiosos. Contrariamente a lo que suele pensarse, esos fundamen-
talismos más que un renacer de un fenómeno arcaico, han sido una respuesta emo-
cional y política a la globalización. Son una mezcla de reformulación de tradiciones
antiguas, de absolutización de textos, o de “ethnical revival”. Trascienden fronteras
nacionales y radicalizan negativamente “la otredad”. Sus consecuencias políticas se
hacen visibles en todas las latitudes. En Estados Unidos y América Latina los mo-
vimientos evangélicos sustentan el poder de presidentes como Trump o Bolsonaro,
el catolicismo fundamentalista tiene hoy a su representante en Jeanine Añez en
Bolivia. En el Medio Oriente, el llamado Estado Islámico, ha sido particularmente
significativo. Irán ha reforzado su carácter teocrático y Arabia Saudita fortalece, por
intereses múltiples, el fundamentalismo sunita.
Lehman (1998) sostiene que todo esto no puede ser explicado solamente por
factores estructurales, porque: “estos fenómenos se pueden encontrar en contextos
culturales muy distintos y en niveles económicos también muy diferentes. Por tan-
to, la explicación ha de recurrir también a la utilización de los modernos métodos
de organización y marketing, así como a la utilización de estrategias para llegar a
determinados grupos sociales” (114). Por otra parte, el autor enfatiza que “el con-
trol de la sexualidad femenina ha parecido ser una característica importante de to-
dos los fundamentalismos” (114) y esta constatación nos remite al desgarramiento
entre la defensa del patriarcado y la lucha por la igualdad de género.
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
41
Pero no son solamente los nuevos fundamentalismos las formas novedosas
como se ubica la religión ante la dislocación de símbolos e identidades. Hervieu–
Léger (2002) plantea que la problematización de las evidencias éticas y de la rela-
ción con el mundo que las religiones modelaron durante siglos confrontan a las
religiones con un “hecho cultural radicalmente nuevo”, en el que se generalizan
fenómenos como “creer sin pertenecer” y “pertenecer sin creer”. En el primer caso
se trata del alejamiento de la religión como asunto institucional, sea para una in-
dividualización de la creencia o para su experiencia variada en pequeñas comuni-
dades vitales cuasi–invisibles, lo mismo en el cristianismo que en el Islam o en las
religiones orientales. En el segundo caso se trata de la pertenencia cultural a las tra-
diciones de una religión histórica, pero sin que corresponda a este apego ninguna
creencia en Dios o en ninguna trascendencia teológica. Un caso emblemático, pero
no el único, es el de gran parte del pueblo judío.
La ruptura de los mapas cognitivos y emocionales que daban certezas expli-
can parcialmente tendencias contradictorias: desde una cultura del cinismo hasta
diferentes formas de fundamentalismos religiosos con sus componentes de violen-
cia. Por otra parte, esta ruptura también da lugar a la emergencia de búsquedas y
espiritualidades profundas (Gonella, 2011), y de procesos solidarios y combativos
inmersos en las incertidumbres.

Regulaciones institucionales desestructuradas


Este ámbito hace referencia a la desconfiguración de los aparatos regulatorios de la
sociedad que se concretizan en instituciones y normatividades.
La dimensión material de la realidad expresada en territorios y corporeidades;
la dimensión simbólica de la misma visibilizada en identidades y referentes cultu-
rales, establecen una relación interactuante entre ellas y con la desestabilización de
las instituciones político–regulatorias de las que trata este apartado. Señalamos un
desgarramiento.

El desgarramiento de los andamiajes normativos que regulaban la convivencia frente a nue-


vas formas de coexistencia o de violencia que los hacen inefectivos
Las instituciones que regulaban la convivencia social a través de cosmovisiones, an-
damiajes jurídicos, y usos y costumbres sociales, como han sido la familia patriarcal
heteronormada, el Estado–nación, el sindicalismo o el corporativismo clientelar,
las instituciones religiosas o la empresa local, se trastocaron; se diluyeron las na-
rrativas que les daban sustento y los arreglos jurídicos que las normaban fueron
rebasados por las nuevas realidades.
Andamiajes internacionales que habían adquirido cierta estabilidad, más allá
de su eficacia real o de su perversidad, están en crisis; los acuerdos de Bretton
Woods, la OTAN o la ONU. Nuevas configuraciones como la Unión Europea que
42 maría eugenia sánchez díaz de rivera
anunciaban una orientación mundial multiestatal, empiezan a resquebrajarse; el
BRICS que despertó diferentes expectativas se fue debilitando.
El Estado–nación, institución reguladora central de la modernidad, todavía en
la década de los 80 del siglo XX, lograba regular los antagonismos de clase carac-
terísticos de las sociedades industriales, y buscaba, a través de diversas formas del
llamado Estado de bienestar, incluir a la mayor cantidad posible de ciudadanos
al llamado “desarrollo”. Pero a partir del fin de la Guerra Fría la nueva geografía
del poder reconfiguró los Estados y desembocó en dinámicas políticas expulsoras
de población (Sassen, 2015): “El fin de la Guerra Fría desencadenó una de las fases
económicas más brutales de la época moderna” (29), en términos de concentración
económica y de expulsión social.
El Estado–nación, como se indica en otro apartado, articulaba territorio, an-
damiaje jurídico–político e identidad nacional como una unidad indisociable. Y
esa forma, durante un poco más de dos siglos, fue el eje de la organización de la
población en el escenario mundial. A partir de la segunda mitad del siglo XX, con-
ceptos y realidades como soberanía, integridad territorial, identidad nacional se
desestabilizaron de diferentes maneras. La hegemonía del capital financiero y de
las grandes trasnacionales redujeron el margen de maniobra de los Estados, sobre
todo de aquellos históricamente subordinados, y los convirtieron —de manera más
contundente— en agencias del gran capital. El espacio público se privatizó y la vida
privada fue mercantilizada. El llamado Estado de bienestar se desmanteló, dejó de
ser un referente político y, sobre todo, se hizo visible su lógica incongruente. Los
arreglos o combinaciones de estructuras del Estado de bienestar generaban una
dinámica compleja que dotaba de condiciones para la violación o acceso a los dere-
chos humanos. Se trataba de arreglos sociales que provocaban desigualdad, lo que
se conoce como violencia estructural (Galtung, 1985).
A finales del siglo XX, las políticas públicas no sólo se convierten en regresivas
respecto a los derechos humanos, sino en abiertamente amenazadoras de la ciuda-
danía: “vivimos en sociedades que son políticamente democráticas y socialmente
fascistas” (Santos, 2016: 47). Santos denuncia que hoy se usa la narrativa de los de-
rechos humanos para destruirlos, la defensa de la vida para destruirla, la reivindi-
cación de la democracia para destruirla. Las formas de poder nunca se disfrazaron
tan bien de su contrario como ocurre en el presente, sostiene este autor.
Siguiendo a Agamben (2006), hablar de la desestructuración del Estado liberal
es hacer visibles las formas coloniales de su conformación y los ámbitos de “estados
de excepción” en los que se ha sostenido. Por otra parte, se constata un escepticismo
creciente en torno a las democracias que favorece autoritarismos y violencias de
diferente cuño; discursos legitimadores de masacres, como es el de la lucha contra
el terrorismo, y en sofisticadas formas de vigilancia que no buscan proteger a la po-
blación sino controlarla. Kalumlambi (2003) señala que: “Las guerras africanas de
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
43
hoy día pueden considerarse como la manifestación de la crisis del Estado–nación
en tanto que formación social y política” (159).
Giuseppe Dusso (2015) señala, en sus investigaciones sobre la genealogía y la
historia, el carácter aporético de los conceptos modernos en torno a la visión del
Estado. Son los conceptos modernos de individuo, igualdad y libertad, y de ma-
nera central este último, lo que lleva a la construcción de la soberanía del Estado
como un constructo racional y universal. Ese sujeto político colectivo, unitario, es
“autorizado” y legitimado por la voluntad de los individuos a través de los meca-
nismos de representación, que es el mecanismo de mediación entre los individuos
y el poder. El autor analiza cómo la construcción de ese Estado soberano es lo que
hace que lo sujetos pierdan, de hecho, su dimensión política. La soberanía estatal
se sustenta en la voluntad libre de los ciudadanos, pero de ciudadanos abstraídos
de sus relaciones concretas y, al ser mediada por la representación, lo que resulta es
justamente la despolitización del ciudadano. Y considera que ciertamente hay que
repensar la democracia, pero que el concepto de democracia directa no resuelve
el problema.

Es así como de este límite de la racionalidad formal de la democracia nace el con-


tinuo recurrir a la temática de la governance. Pero si la relación representativa es
formal, entonces también lo es el concepto de democracia directa. […]. Ello no
sorprende si se piensa cómo la democracia representativa y directa es una decli-
nación de la soberanía, por lo que se encuentra en el mismo horizonte conceptual.
El debate político actual parece estancarse en las dos caras de la democracia, por
lo cual no vislumbra una salida de la crisis política que caracteriza el presente
(Dusso, 2015: 42).

El análisis conceptual de Dusso es iluminador en cuanto a que pone en tela de juicio


una subjetividad, la de la modernidad y su relación con la construcción política.
Algo que el autor no menciona, pero que puede inferirse, es que el concepto de
ciudadano tiene, como ya se dijo, un anclaje sexista, clasista y racista. Y que es dicho
concepto, aparentemente igualitario y neutral, separado de sus relaciones sociales,
el que legitima un Estado soberano, incuestionable. De modo que ese Estado es
incapaz de asumir la diferencia, solamente de refuncionalizarla o expulsarla, como
es en el primer caso la situación de los movimientos étnicos, feministas y de diver-
sidad sexual y, en el segundo, la situación de los migrantes.
Las nuevas subjetividades étnico–culturales y de diversidad sexual, como se ha
mencionado, problematizan el concepto de ciudadanía que subyace al Estado. El
Estado se resiste a una plurinacionalidad que iguale indígenas con criollos y mesti-
zos, como en el caso de Bolivia, o al reconocimiento político de la diversidad sexual,
porque son nuevas formas de convivencia que agrietan sus cimientos.
44 maría eugenia sánchez díaz de rivera
La migración, sinónimo de expulsión, es un fenómeno de desplazamiento for-
zado de la población por situaciones de extrema pobreza/desigualdad, de violencia
estatal y social, y de desastres ambientales, que ha detonado la configuración de
nuevas subjetividades colectivas de carácter trasnacional, como es el caso de los
pobladores centroamericanos desplazados hacia México y Estados Unidos, y de
mexicanos hacia Estados Unidos, y que se convierten en seres desciudadanizados.
Los Estados que lograban articular su dimensión formal con las informalidades
estatales o paraestatales se vieron rebasados por diversas formas de resistencias y
de violencias.
Entre las violencias más visibles está la del crimen organizado, que a raíz de
su globalización a fines del siglo XX y de su vinculación creciente con la economía
formal, ha capturado, en casos como el de México, ámbitos estatales significati-
vos. El poder actual de los cárteles de la droga, de trata de personas, de robo de
combustible y de otros bienes sociales no sólo ha rebasado a las de por sí poco
confiables instituciones de procuración de justicia, sino que ha logrado reforzar
su complicidad con porciones del Estado y con corporaciones trasnacionales, con-
trolando amplios territorios.
Por otra parte, como puede constatarse en los últimos años, el fracaso de la
globalización para cumplir las promesas “globalizadas” de desarrollo y bienes-
tar para todas las poblaciones alienta actualmente un regreso a nuevas formas de
nacionalismos autoritarios y racistas, por ejemplo, en Estados Unidos, en Brasil, o
el caso del Brexit, y a una reconfiguración del “orden” mundial de impredecibles
consecuencias.
Estamos ante el desgarramiento de un orden civilizatorio de largo aliento que
se expresa también en otras instituciones. Es el caso de la familia y de las nuevas
formas de reproducción de la vida que han rebasado a las legislaciones y los códi-
gos éticos existentes. Es el caso de las nuevas tecnologías digitales que permiten un
control inédito de la privacidad e intimidad de las personas y para las que ni las
leyes, ni las conciencias, ni los imaginarios estaban preparados.
Esta desestructuración de las instituciones ha provocado no solamente dificul-
tades legales sino, como se decía en apartados anteriores, la desestabilización de
los sentimientos de pertenencia y de la certidumbre de las prácticas individuales y
colectivas.
La relación entre territorios y corporeidades resquebrajadas, símbolos e identi-
dades dislocadas e instituciones regulatorias desestructuradas expresa la dinámica
del entramado material, cultural y político–regulatorio de la sociedad que la crisis
civilizatoria está erosionando.
los desgarramientos civilizatorios: una mirada
45
Reflexiones finales
¿Presentes dignos ante el horror y la incertidumbre?
El trastocamiento acelerado de los entramados estructurales y de los imaginarios
sociales de larga duración histórica y de las coordenadas espacio–temporales que
acotaban la experiencia humana dislocaron, para bien y para mal, territorios y cor-
poreidades, símbolos e identidades, regulaciones e institucionalidades. El construc-
to civilizatorio moderno/colonial se está resquebrajando. Habrá que preguntarse
nuevamente, ante la fosa común, como el lugar desde el que se proyecta la dinámi-
ca societal contemporánea, qué clase de comunidad, qué clase de sociedad somos
ante esa oquedad doliente (Aguirre, 2016). Habrá que hacer eco a la inquietud de
Appadurai (2017) y sumergirse en el núcleo de la oscuridad para construir una
mirada otra y enfrentar digna y solidariamente la situación actual. Será necesario
tomar en cuenta la provocación de Saskia Sassen (2015) de deconstruir las catego-
rías familiares de análisis y detectar las tendencias subterráneas para elucidar cómo
gestionarlas. Este trabajo es un intento y una búsqueda con esa orientación. Hemos
evitado ser prescriptivos porque los atisbos de otros horizontes posibles, la emer-
gencia de nuevas socialidades y prácticas que en el texto hemos esbozado, no per-
miten hacerlo. Y se corre el riesgo de seguir ocultando las entrañas de las rupturas
que vive la humanidad y que nos interpelan cognitiva, emocional y prácticamente.
Ante el horror y la incertidumbre, las miradas y las herramientas analíticas que
hemos propuesto pueden ser útiles para detectar los huecos benéficos de los desga-
rramientos civilizatorios, potenciar la construcción de “presentes dignos” (Sánchez,
2016) y de peregrinajes solidarios a contra corriente sin dejar de luchar por ampliar
constantemente los espacios humanizantes.

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XXI.
51
LAS VIOLENCIAS Y SUS EJES SUBTERRÁNEOS
52
53

Fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal:


una nueva morfología de la violencia en México

Antonio Fuentes Díaz

Del Estado como actor central de la violencia a la pluralidad de actores


Los estudios sobre la violencia en América Latina, a partir del año 2010, sostienen
que los escenarios en los que ésta se producía han tenido modificaciones sustancia-
les. En el presente capítulo se retoman estas aproximaciones analíticas para carac-
terizar la violencia en México como parte de una nueva morfología que aún debe
profundizarse; se sostiene que estamos experimentando un tipo de violencia1 que
puede diferenciarse, en cuanto a sus actores, estrategias y objetivos, de aquella uti-
lizada durante los periodos de las dictaduras militares y los gobiernos autoritarios.
El argumento a desarrollar hace énfasis en la existencia de una pluralidad de
actores violentos que operan de acuerdo con una lógica de rentabilidad basada en
la extracción de recursos, enmarcando su operatividad en las transformaciones del
mundo del trabajo y de la reproducción ampliada del capitalismo a escala global.
Se propone que este despliegue de violencia tiene una racionalidad y coordinación
descentrada, a partir de inscribirse en un dispositivo que permite, simultáneamen-
te, tanto extraer recursos económicos por medio de la fuerza, así como regular los
entornos sociales para adecuarlos a dicha extracción.
Para exponer este argumento se discutirá la diferencia en las aproximaciones
analíticas que se hicieron para comprender el ejercicio de la violencia en distintos
países latinoamericanos en el contexto de la Guerra Fría, del fenómeno de violen-
cia actual. Coincido en la propuesta de Tilly (2007), en que la violencia tiene que
pensarse vinculada al tipo de régimen político donde ésta se expresa, al marco de
sentido que se disputa a niveles macro–sociales2 y a las representaciones que se
juegan en esas contiendas. Estos factores dotarán de manera particular, la intensi-
dad, escenarios y escala de integración de acciones violentas, así como activarán un
mecanismo relacional orientado por esos factores, al que Tilly denominó líneas di-
visorias, es decir, un cambio en las interacciones sociales en un momento dado, que

1 Se utiliza el sintagma Violencia en el entendido que alude a una multiplicidad de reper-


torios de violencia, cuya expresión fenoménica ha cambiado y diversificado.
2 Refiriéndose a la legitimidad del uso de la violencia, vinculada con las relaciones cultura-
les, políticas y morales entre distintos grupos de la sociedad civil y el Estado.
54 antonio fuentes díaz
escinde a un grupo o a una sociedad en dos bandos: nosotros/ellos; amigo/enemigo.
Si bien la consideración de comprender la violencia respecto al régimen político es
muy importante, sostengo que la vinculación al régimen de acumulación posee una
relevancia fundamental, como se verá más adelante.
El periodo de las dictaduras militares y los gobiernos autoritarios en Centro-
américa y algunos países del Cono Sur, en el contexto de la Guerra fría hacia la
segunda mitad del siglo XX, precisó de estudios que comprendieran esa situación.
Estos estudios enfocaron los procesos de represión y persecución de disidencias po-
líticas internas en dichos Estados, como reacción defensiva en contra de los enemi-
gos internos de la sociedad, identificados fundamentalmente de manera ideológica
con el comunismo. Las distintas políticas de confrontación tuvieron su articulación
en una comprensión securitaria regional, bajo la doctrina de Seguridad Nacional.
El conjunto de procedimientos utilizados bajo la política de disuasión contra el ene-
migo interno, fue agrupado en términos analíticos bajo la categoría de violencia
política. Por este término se entiende a la violencia ejercida tanto para mantener las
jerarquías y los privilegios de las élites locales, como su oposición impulsada por
la percepción de injusticias colectivas, por disputas frente al régimen político o por
confrontar ordenes autoritarios (Koonings, 2012; Schedler, 2018).
Este tipo de violencia tuvo su mayor expresión durante el contexto de la pola-
rización Este–Oeste, donde la activación primordial de líneas divisorias fue origi-
nada, como se ha mencionado, fundamentalmente por diferencias políticas–ideo-
lógicas. Numerosos estudios se produjeron durante la segunda mitad del siglo XX
sobre este tipo de violencia, que focalizaba al Estado como el actor central, dado
el papel de coordinador y protagonista fundamental en la disuasión de opositores
políticos. Entre estos estudios podemos ubicar la caracterización del Estado como
fuente de terror (Figueroa, 2011), en fenómenos como la desaparición forzada (Cal-
veiro, 2002), los escuadrones de la muerte, las acciones de contrainsurgencia, los
campos de concentración y el genocidio (Feierstein, 2011). Esta violencia prove-
niente del Estado podría considerarse, apelando a su ejercicio y sus motivaciones,
por los siguientes rasgos: 1) era una violencia coordinada por un agente central —el
Estado—; 2) estaba motivada por una confrontación moral/ideológica; 3) era una
violencia que en algunos casos aspiró a conquistar el poder del Estado; 4) funda-
mentalmente era una violencia enfocada en la verticalidad del ejercicio de la fuerza,
que argumentaba una defensa social frente a una amenaza inminente —comunis-
mo—, y 5) que oponía a Estado y sociedad civil, en tanto perpetrador y víctima,3
sustentando de esta manera una antinomia.

3 La antinomia dibujada conceptualmente entre Estado y sociedad civil, en tanto perpetra-


dor y víctima, no debe pensarse bajo la simplificación individualizada de ambas figuras,
por el contrario, supone una gama de actores, tanto víctimas indirectas o potenciales como
perpetradores no oficiales.
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
55
Entendiendo la importancia del régimen político en la expresión de la violen-
cia, puede entenderse que una vez abierto el periodo de transiciones democráticas,
producto de luchas políticas que se dieron a partir de las décadas de los sesenta y
ochenta en la región, se ha observado que la violencia se ejerce bajo patrones distin-
tos, que son abiertamente menos politizados y cuya orientación es en mayor medida
económica, sostenida en un contexto de persistente desigualdad y exclusión social,
que activa repertorios de violencia distintos. De esta manera encontramos una de las
nuevas características del fenómeno, que es su coexistencia con regímenes formal-
mente democráticos (Desmond y Goldstein, 2010). Esta característica se convierte en
una constante regional con distintos niveles, pero en general la violencia toma forma
en escenarios de apertura política, participación pública y pluralismo democrático.
A decir de Koonings: “La nueva violencia no apunta a conquistar el poder del
Estado o cambiar o defender un régimen per se […] ocupa los intersticios del frágil y
fragmentado orden legal formal, institucional y político […] evadiendo y socavan-
do la legitimidad del monopolio de la violencia de estados formalmente democráti-
cos” (2010: 189). Esta nueva violencia ubica a milicias, grupos vigilantes, guerrillas
y la violencia policial, militar y criminal.
En este nuevo patrón de violencia, vinculada con un cambio de régimen polí-
tico, pueden hallarse nuevos repertorios y actores que la usan para objetivos dis-
tintos, principalmente económicos. Distinguir el motivo económico de la violencia,
no significa que los actores se conviertan en actores hiperracionalizados en la ob-
tención de un lucro, sin considerar otros factores afectivos en su ejecución, sin em-
bargo, su uso para obtener ventajas materiales es una característica particular, por
ejemplo, en el caso de la extorsión y del control territorial vinculado con ella. Al-
gunos rasgos distintivos de este nuevo patrón serían: 1) el que múltiples actores la
cometen, es decir, que no emana exclusivamente de las fuerzas estatales del orden
(legales e ilegales), sino que una pluralidad de fuentes la generan, entre ellas, seg-
mentos organizados de la sociedad civil; desdibujando de esta manera la antinomia
previa: Estado/sociedad civil; 2) es una violencia horizontal, la ejercen ciudadanos
contra ciudadanos y en muchos de los casos pobres contra pobres; 3) supone una
forma de la participación en democracia que implica que una variedad de actores
sociales persiguen una variedad de objetivos con métodos y estrategias coercitivas
(Koonings, 2012); 4) es una violencia que se expresa en áreas de indistinción entre
lo legal e ilegal, de ello que algunas caracterizaciones la califiquen como violencia
criminal (Schedler, 2018) o violencia delincuencial (Pansters, 2012); y 5) es una violen-
cia espectacular.

La violencia en México: hacia la transformación securitaria


Un aspecto importante a considerar en términos teóricos es entender que la vio-
lencia no es exterior a un ordenamiento político, no es una anomalía, sino que es
56 antonio fuentes díaz
fundante y parte constituyente y/o destituyente de un nomo (Benjamin, 2007), es
decir, que la violencia tiene un efecto de instauración y conservación, al igual que
un impulso de revocación. De esta manera, la utilización de la violencia o la coer-
ción, pueden entenderse dentro del proceso histórico de formación del Estado y, en
términos más amplios, en el sostenimiento de un proceso hegemónico.
Investigaciones históricas sobre la formación del Estado mexicano contempo-
ráneo (Pansters, 2012; Koonings, 2012; Knight, 2012), argumentan que a partir de la
finalización del conflicto armado de 1910, se han tenido tres escenarios de violencia:
1) aquella vinculada con asuntos político–institucionales, como los conflictos electo-
rales; los casos de conflicto entre el Estado y grupos sociales por el acceso a recur-
sos —agua, tierra, bosques—; la confrontación con grupos armados, como aconteció
durante la persecución militar contra organizaciones guerrilleras durante los años
setenta, conocida como Guerra sucia; 2) una violencia económica principalmente di-
rigida a la obtención de beneficios basados en la ilegalidad, violencia producida por
el incremento de la delincuencia común y, en últimos años, por una con mayor or-
ganización y capacidad de fuego, y 3) una violencia social que reproduce relaciones
tradicionales de poder, como la violencia de caciques o de liderazgos locales autori-
tarios. Cabe destacar que, en todos estos tipos de violencia, ésta se constituyó en un
componente fundamental para construir entornos políticos que favorecieran la he-
gemonía del Estado posrevolucionario. Eso le dio al Estado mexicano la apariencia,
durante la segunda mitad del siglo XX, de ser una excepción respecto a la violencia
ideológica y política que se atestiguó en otras regiones de América Latina, dado que
no hubo formalmente periodos de dictaduras militares después de la confrontación
armada de 1910–1917, y refiere a que el régimen posrevolucionario supo construir
un marco de hegemonía donde dirimir las diferencias y generar recompensas, a tra-
vés de relaciones clientelares y corporativas, lo que permitió aislar el recurso de
la fuerza como forma primordial del ejercicio de gobierno, interviniendo, muchas
veces de manera letal, solamente en zonas y conflictos específicos a escala local o
regional, más que nacional. Esta mediación, a la que alguna vez Vargas Llosa se re-
firiera como “dictadura perfecta”, fue un ejercicio de modulación del gobierno que
permitió amplios marcos de consenso a través de una base de masas amplia: parti-
dos, sindicatos, reparto ejidal, así como el uso de la coerción de manera focalizada.
Esta mediación hegemónica, que sincronizó el tempo histórico del Estado be-
nefactor con el Estado posrevolucionario encarnado en el Partido Revolucionario
Institucional, perdió efectividad hacia inicios de la década de los ochenta con el giro
neoliberal y, posteriormente, con la alternancia política. De ahí que sea importante
incorporar a la comprensión de la nueva morfología de la violencia, además de
las transformaciones de régimen político y su papel inherente en la formación del
Estado, también la transformación del padrón de acumulación global. Siguiendo
este argumento, puede decirse que la implantación del neoliberalismo en México
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
57
modificó la antigua forma de construcción de arreglos, nuevos grupos políticos se
posicionaron y el diseño administrativo del Estado se hizo funcional al nuevo tipo
de acumulación, a través de desregulaciones y privatizaciones, reconfigurando la
antigua manera de construcción de lo político y las arenas de conflicto, resquebra-
jando la forma previa de construcción del consenso del Estado posrevolucionario,
generando nuevos arreglos a través de la coerción.
El final de este periodo se vincula también con el giro hacia el problema de la
seguridad, paradigma central del gobierno neoliberal. De acuerdo con Foucault, la
idea del peligro y de la inseguridad son inherentes al establecimiento del liberalis-
mo y, consecuentemente, del neoliberalismo. Funciona como una tecnología que se
necesita en tanto es inherente a su despliegue biopolítico, en ese sentido: “No hay
neoliberalismo sin cultura del peligro” (Foucault, 2007: 87).
Políticas de seguridad fueron promovidas hacia la década de los noventa para
combatir la ola delincuencial producida, entre otros factores, por el ajuste estructu-
ral del nuevo modelo económico. Esta transformación securitaria dejó de radicar el
énfasis exclusivamente en el Estado y en la orientación interior–exterior de la Se-
guridad Nacional, por el contrario, se orientó al establecimiento de una política de
seguridad que tendría otros procedimientos, otros alcances y otros agentes. La nue-
va seguridad se diversificó más allá de la seguridad interior, en seguridad pública
y seguridad ciudadana, y a nivel externo se enfocó en ubicar y/o construir nuevas
amenazas a la hegemonía global estadounidense. Por otra parte, este nuevo patrón
de violencia encontró un impulso fundamental en el rediseño del Estado a través de
la delegación de ciertos ámbitos de gestión pública hacia la gestión privada —corpo-
raciones, asociaciones civiles, oenegés o ciudadanos participativos—, en el tono de
las políticas de privatización y desregulación. La cuestión de la seguridad fue uno de
ellos. En ese marco puede afirmarse que el Estado neoliberal generó nuevas incum-
bencias para otros actores sociales respecto a la seguridad, fomentando o tolerando
su participación descentrada.
A decir de De Marinis (2005), el nuevo despliegue de las políticas de seguridad,

[sería un] conjunto heterogéneo de intervenciones (tanto de iniciativa estatal,


como de procedencia comunitaria, de agentes de mercado, o una determinada
combinación de algunos de estos tipos) orientados a confrontar una serie, también
heterogénea, de individuos, grupos sociales y situaciones que son percibidos […]
como focos de “inseguridad” para individuos y comunidades, como alteraciones
de una pretendida tranquilidad, como fuentes probables de incertidumbre, como
eventuales suministradores de riesgo (150).

Estas políticas de seguridad se acoplarían, a partir del 11 de septiembre de 2001, a


un nuevo contexto de seguridad global, fundamentalmente a partir de dos moda-
58 antonio fuentes díaz
lidades caracterizadas bajo nociones bélicas: la guerra antiterrorista y el combate
contra el crimen organizado. Este escenario de seguridad global definió nuevas lí-
neas divisorias entre amigos y enemigos, abandonando la retórica de la amenaza
comunista propia de la Guerra Fría, precisando ahora de la producción del enemigo
exterior a través de la peligrosidad y localización imprecisa de la figura del terroris-
mo y del enemigo interno bajo la amenaza del crimen organizado (Calveiro, 2012).
Como ejemplos de estos acoplamientos en el escenario local, se tienen la milita-
rización de la seguridad pública que coincidió con el Acuerdo de Seguridad y Pros-
peridad firmado entre México y Estados Unidos hacia el 2005, la implementación
de la Iniciativa Mérida en 2007, así como la Guerra contra el narcotráfico en 2006.

Guerra contra el narcotráfico y violencia soterrada


El narcotráfico en México se consolidó como una actividad económica regional
importante en Sinaloa y otros estados del Pacífico, como corredor de sustancias
psicotrópicas hacia Estados Unidos, entre 1940 y 1980. En la década de los no-
venta su forma de operación cambió debido principalmente a tres factores: 1) el
giro del Estado hacia la desregulación de actividades previamente coordinadas, lo
que suspendió su intervención central en la gestión del legalismo, dejándolo a su
autorregulación;4 2) las políticas de libre mercado a partir de la firma de acuerdos
comerciales —el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio en 1982 y el Tratado
de Libre Comercio de América del Norte en 1994— que favorecieron el tráfico de
sustancias ilegales y la trasnacionalización del narcotráfico; y 3) la modificación del
artículo 115 de la Constitución Política de México, que proporcionó a los estados
y municipios un mayor control en la administración de recursos federales, per-
mitiendo el ascenso de grupos locales vinculados con el crimen, a las estructuras
gubernamentales (Valdés, 2013). Este contexto permite distinguir el perfil tradicio-
nal del narcotráfico de su transformación en una corporación global con amplia
diversificación de actividades lucrativas y de alta disposición del uso de la fuerza,
adaptándose a las nuevas formas de competencia en el mercado global. A esta últi-
ma se dirigió la Guerra contra el narcotráfico.
Hacia finales de 2006 se implementó la política de combate al narcotráfico en la
administración de Felipe Calderón (2006–2012). Política análoga a la War on Drugs
efectuada por el gobierno estadounidense en algunos países de América Latina.
Dicha política implicó el combate hacia las organizaciones de tráfico de narcóti-
cos bajo una estrategia militar, procurando debilitar el poder de las organizaciones
criminales. Esta acción produjo una alta letalidad, un elevado número de decesos

4 Durante los años dorados del narcotráfico (1940–1980), la Dirección Federal de Seguridad
reguló la actividad ilegal; subordinó a las organizaciones de narcotráfico a la DFS a través
de concesiones y participación en las ganancias, y solicitó un comportamiento criminal
“civilizado” que afectara, lo menos posible, a las comunidades (Valdés, 2013).
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
59
a partir de enfrentamientos entre estos grupos y las fuerzas del Estado, así como
entre los grupos mismos, además de un número destacado de víctimas colaterales.
Un recuento de los homicidios desde su implementación en 2006 con el gobierno
de Felipe Calderón, hasta el fin de la administración de Enrique Peña (2012–2018),
quien dio continuidad de facto a esa política de seguridad, arroja 269,153 personas
asesinadas en un lapso de 12 años (INEGI, 2017; Semáforo delictivo, 2018), tenden-
cia que continuó al alza con 45,466 homicidios dolosos y feminicidios durante el
2019, primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador (SESNSP, 2019).
Asimismo, la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas dio a conocer la cifra de
61,637 personas desaparecidas desde los años sesenta hasta 2019, donde 97.43% de
estas desapariciones corresponden al periodo 2006–2019 (CNB, 2020).
Una de las discusiones académicas ha sido sobre cómo caracterizar esta violen-
cia, sobre todo por su alta letalidad y las características fenomenológicas que pre-
senta: 1) ser un conflicto no entre estados sino entre grupos armados confrontándo-
se entre sí y contra el Estado, con miles de pérdidas humanas; 2) por no ser motivos
políticos los que la impulsan sino los económicos; 3) por mezclar ámbitos privados
y públicos; 4) así como conexiones locales y trasnacionales en su despliegue. En ese
sentido, se han propuesto al debate términos como conflicto interno (Zavaleta, 2018),
guerra civil (Schedler, 2018), nueva guerra (Gledhill, 2016) o conflicto armado no–inter-
nacional (Lambin, 2017).
Esta violencia evidencia nuevos repertorios de castigo y eliminación. Algunos de
ellos procedentes de la táctica militar contrainsurgente con la que se han confrontado
las organizaciones criminales, dado que muchos de sus integrantes fueron exmilita-
res de élite,5 así como aquellos provenientes del uso de violencia letal de parte de las
fuerzas del Estado. Cabe mencionar que algunos de estos métodos fueron utilizados
en las dictaduras militares del Cono Sur o en las actividades de contrainsurgencia
contra movimientos guerrilleros. Esto ha generado la aparición de fenómenos como
las ejecuciones, el sicariato, la desaparición, las fosas clandestinas, los descabeza-
mientos, desmembramientos y disoluciones corporales en sustancias químicas.
Las investigaciones sobre el tema de la violencia en años recientes se han enfo-
cado mayoritariamente a entender este periodo, sobre todo por su carácter espec-
tacular y masivo en la producción de muerte. Esto ha generado una priorización y,
a la vez, un sesgo al entender la violencia sólo en términos coyunturales. Si bien es
cierto que la violencia de este periodo debe entenderse atendiendo a la coyuntura,
también es patente que existían fenómenos de violencia en marcha que antecedie-
ron a la Guerra contra el narcotráfico y que anticipaban algunos de los reperto-

5 El caso del grupo “Los Zetas” es el más documentado, conformado por exmilitares
pertenecientes a los Grupos Aerotransportados de Fuerzas Especiales del Ejército
Mexicano, como por Kaibiles, grupo de élite para el combate contrainsurgente del ejército
guatemalteco.
60 antonio fuentes díaz
rios de violencia usados posteriormente. Por ejemplo, desde los años noventa se
venía documentando el aumento del delito común urbano, en actos como robos,
asaltos y sobre todo secuestros, entre ellos el secuestro exprés. La emergencia de
grupos armados, que reaccionaban frente a condiciones de inseguridad, como la
Policía Comunitaria de Guerrero (CRAC–PC) surgida en 1995, o bien aquellos que
conformaban nuevas guerrillas como los casos del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional en Chiapas en 1994, o el Ejército Popular Revolucionario en Guerrero en
1996. De igual manera, se presentó un incremento de acciones colectivas punitivas
como los linchamientos, que transitaron de expresarse en ámbitos rurales hacia los
urbanos y que desplegaban en su ejecución castigos espectaculares que anticipaban
algunas de las atrocidades que hoy son cotidianas (Fuentes Díaz, 2006).
Este tipo de violencia fue invisibilizada por la coyuntura, pero tiene que en-
tenderse que ya estaba presente, sobre todo como reacción a trastocamientos de
carácter estructural, como el cambio en el andamiaje legal y de políticas sociales con
la implementación neoliberal, en los años ochenta, que canceló subsidios y precios
de garantía al campo,6 agravada por la crisis de 1994 que provocó la devaluación
del peso, altas tasas de interés y las pérdidas patrimoniales por el incremento de
las hipotecas, así como tasas de desempleo elevadas. No es casual que en esos años
hayan surgido las guerrillas, y que 1996 haya presentado el mayor número de casos
de suicido en dicha década (Merino, Torreblanca y Torres, 2017). Estos desgarra-
mientos estructurales fueron recrudecidos por el clima de violencia traído por la
Guerra contra el narcotráfico, fracturando la frágil estabilidad y niveles de convi-
vencia, sumergiendo vastas zonas del país en un trauma social (Alexander, 2012) de
grandes proporciones y de difícil reversión.

Guerra contra el narcotráfico y encadenamiento de violencias


La violencia que estaba presente se potenció por la coyuntura de la Guerra contra
el narcotráfico, tornándose en una violencia difusa, cotidiana, letal e incorporada
en ciertos sectores como un repertorio de acción legítima. Un caso para ejemplifi-
car esta incorporación es el de los linchamientos. Estudios sobre este fenómeno de
violencia colectiva en México, donde comunidades o grupos sancionan conductas
lesivas a través de castigos tumultuarios y en algunas ocasiones ritualizados, sin
intervención de las instituciones de justicia, comenzaron a documentarse a partir de
la década del 2000 (Vilas, 2001; Fuentes Díaz y Binford, 2001), debido al incremento
de casos y episodios difundidos en medios que mostraban los ánimos enardecidos
de comunidades afectadas por la inseguridad. Conteos estadísticos realizados para

6 Por ejemplo, el artículo 27, que sentó las bases de la gran mediación social que dio origen
al Estado posrevolucionario, se modificó en los años noventa permitiendo la venta y renta
de tierras ejidales.
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
61
la década de los ochenta (tabla 1) mostraban la presencia de esta acción colectiva
de manera escasa y localizada en las zonas rurales del sur del país. Para la siguien-
te década fue notorio un incremento sostenido de estos eventos, alcanzando un
máximo de casos en 1996. En la década del 2000 persistió el crecimiento de manera
sostenida, con la diferencia que el fenómeno se desplazó a las ciudades del centro
y sur del país. El incremento mayor se dio en la década del 2010, coincidiendo
con los indicadores elevados que se reportaron para ese periodo sobre comisión de
delitos y homicidios (INEGI, 2017). En consecuencia, el número de linchamientos
se cuadruplicó respecto a los reportados en la década anterior, dicho ascenso se co-
rresponde con los años en que se implementó la Guerra contra el narcotráfico. Este
evento demuestra el elevado clima de violencia social y la incorporación de la vio-
lencia colectiva como forma legítima de dirimir diferencias, acción que se establece
con distancia de los procedimientos judiciales. El fenómeno se volvió un repertorio
de acción tan común que se ha normalizado su práctica, el conteo para 2018 arrojó
408 linchamientos de un total de 1,885 casos registrados desde la década de los
ochenta, esto es, 21%. Esta acción colectiva ha sido favorecida por algunas políticas
estatales de prevención del delito, como la organización de comités ciudadanos de
vigilancia, lo que ha derivado en su incremento. Los linchamientos, entonces, no
refieren a una ausencia del Estado, sino a una concurrente omisión y connivencia
del Estado en su cometido.

Tabla 1. Linchamientos en México agrupados


por décadas
1400 1296
1200
1000
800
600
400 338
230
200
31
0
1980-1989 1990-1999 2000-2009 2010-2019

Fuente: Base de datos elaborada por el autor.

En tal sentido, puede sostenerse que la violencia producida por la Guerra contra
el narcotráfico generó un incremento de violencia social difusa y cotidiana, trans-
formando las percepciones sobre los entornos en términos de riesgo y las subjetivi-
dades mismas, a través de generar la sensación cotidiana de miedo, la predisposi-
62 antonio fuentes díaz
ción defensiva frente a la inseguridad como acción de ciudadanía participativa, la
proliferación de encerramientos tanto urbanos como de asentamientos rurales, el
aumento de la seguridad privada y de sistemas de vigilancia, el uso del sufrimiento
como espectáculo y la violencia como actividad remunerada, todos ellos anclados
en los estragos del desgarramiento neoliberal: desempleo, precarización y aumento
de la desigualdad.

Violencia y actores armados no–estatales


Como es de suponer, un cambio en el tipo de violencia implica un cambio de acto-
res. El caso de los linchamientos permitía observar estos nuevos padrones de vio-
lencia, que hacían ver que ésta se horizontalizaba en su ejercicio, también permitía
observar que otros actores eran los protagonistas, no sólo el Estado, como los seg-
mentos organizados de la sociedad civil que los utilizaban para regular la insegu-
ridad. En tal sentido, es que se puede afirmar que la Guerra contra el narcotráfico
impulsó procesos de violencia que ya estaban gestados, afirmándolos y extendién-
dolos a otros ámbitos, acumulando, encadenando y reconfigurando violencias pre-
vias (Misses, 2008; Auyero y Berti, 2013).
Las condiciones dadas por el contexto global de seguridad, las transformaciones
por la liberalización económica y la pérdida en la legitimidad institucional, sobre
todo de las instituciones de justicia y de seguridad, produjeron un desplazamiento
hacia otras formas legítimas del uso de la fuerza más allá del Estado, y favorecieron
la proliferación de actores armados no estatales (Davis, 2011). Por ejemplo, en el con-
texto internacional, una serie de estos nuevos actores fueron documentados en las
guerras del Golfo (1990–1991 y 2003–2011), a través de la aparición de compañías
militares de seguridad privada, ejércitos privados de mercenarios y grupos armados
que realizaban funciones cercanas a las fuerzas armadas regulares (Urueña, 2017).
En el caso latinoamericano y mexicano, la aparición de grupos civiles organizados
que han utilizado la violencia y la amenaza como base para su organización colec-
tiva, procurando prevenir abusos a partir de generar control y orden —vigilantes,
paramilitares, autodefensas— tiene larga procedencia, que se empalma con la exis-
tencia de zonas donde el monopolio de la coerción no fue históricamente una atri-
bución exclusiva del Estado. En décadas recientes se ha diseminado este tipo de or-
ganización en varias regiones del continente, que buscan generar control securitario
frente a la conducta predatoria del crimen, en los casos de organizaciones defensivas
de base comunitaria como las Rondas campesinas, las policías comunitarias y las
organizaciones vecinales. Algunas de estas formas pueden ser paralegales o ilegales,
pero muestran mayor eficacia en generar control o imponer orden, así como en ofre-
cer canales de integración social en mayor medida que el Estado formal.
De esta manera, lo que se tiene en el contexto actual de violencia en México no
es sólo una violencia privada organizada (Schedler, 2018), sino una violencia organi-
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
63
zada donde intervienen múltiples actores no exclusivamente privados, una mix-
tura: actores estatales como las fuerzas policiales y militares; actores no estatales
armados como los grupos de autodefensa o milicias privadas; segmentos de la so-
ciedad civil organizada frente a la inseguridad —linchamientos y vigilantismo—,
así como actores criminales armados. Todos ellos poseen, sin embargo, alguna
relación con el Estado. Coincido con Koonings (2012) en que esta característica que
amalgama actores armados oficiales, extralegales y criminales conducidos por una
racionalidad política económica configura un escenario distinto en la historia de la
violencia en México.
Cabe mencionar que la violencia tiene un impacto diferenciado en relación al
contexto y a la historia local y regional, sobre todo en aquellos territorios donde
el Estado se ha experimentado muchas veces como un área de indistinción entre
lo legal y lo ilegal, como sucedió históricamente en las zonas fronterizas (Knight,
2012). Estas indistinciones que son inherentes a la formación del Estado (Tilly, 2007;
Foucault, 2016), han estado presentes en distintos periodos de la historia de México,
como en el caso de la conformación de regiones agrícolas cuya economía se basó en
el cultivo de sustancias psicoactivas ilegales, durante las primeras décadas del siglo
XX (Knight, 2012).
Sin embargo, hoy vemos una proliferación de zonas de indistinción legal–ile-
gal, más allá de las históricas zonas fronterizas ambiguas, las zonas de indistinción
se encuentran articuladas a procesos de obtención de ganancias basadas en la ile-
galidad y donde se entremezclan con actores estatales legales e ilegales, producien-
do zonas grises. Una hipótesis que se sugiere es que bajo el neoliberalismo estas
zonas grises proliferan y se multiplican a niveles internos, conformando zonas de
indistinción legal–ilegal funcionales y con distintos alcances para las actividades de
lucro ilegal, constituyéndose en un ámbito importante en la construcción de una
nueva regulación social, similar a lo que Mezzadra y Neilson (2013) han denomina-
do gubernamentalidad de frontera.7 Es de resaltar es que estas zonas grises permiten
también la participación de actores no estatales que realizan efectos de regulación
y control social, efectos de Estado (Trouillot, 2003), instituyendo nuevas formas de
orden político, y nuevos modos de subjetividad y contestación política (Desmond
y Goldstein, 2010).
Esta multiplicidad de actores hace pertinente replantear los modelos de com-
prensión de la violencia, y obliga a superar en términos de precisión metodológi-
ca, la antigua antinomia construida pertinentemente para comprender la violencia
política del periodo de Guerra Fría, la del Estado versus sociedad civil. Sin negar

7 Esta noción refiere a un ensamblaje de poderes que exceden al Estado y que movilizan
formas soberanas, disciplinarias y biopolíticas de manera yuxtapuesta, atribuidas a orga-
nizaciones intergubernamentales, no gubernamentales o internacionales, pero también a
formas de regulación infra–estatal.
64 antonio fuentes díaz
que el antagonismo está presente, esta interpretación corre el riesgo de simplificar
un fenómeno complejo, al plantear dos polos absolutos y delimitados de conflicto.
Contrariamente, las investigaciones empíricas (Zavaleta, 2018; Correa, 2018; Trevi-
ño; 2018; Paley, 2018) arrojan que la violencia actual procede de una multiplicidad
de fuentes, y con relaciones ambiguas entre legalidad e ilegalidad, que escapan de
ser reducidas bajo el modelo de la antinomia. En ese sentido, debe avanzarse en
proponer nuevos esquemas de comprensión que indaguen en la particularidad del
fenómeno actual. Una discusión anexa, a partir de la información empírica dispo-
nible, debe poner en cuestionamiento la idea que el Estado sea el actor único que
centraliza, coordina y dirige toda la violencia que se experimenta socialmente, sin
eximir al Estado en tanto depositario de la legitimidad del monopolio de la fuer-
za, de sus responsabilidades en la violencia letal extralegal. Se precisa también de
mayores investigaciones etnográficas en los contextos locales y regionales que per-
mitan percibir las tramas íntimas en las que la violencia se teje, que complementen
con mayor detalle las proyecciones de los análisis macro–sociales fundamentados
a escala nacional.

Violencia y dispositivo de extracción y regulación de la excedencia


Como se ha mencionado, la propuesta es pensar la violencia actual en México como
interrelaciones y encadenamientos, superando la antinomia Estado/sociedad en el
análisis, y la idea del Estado como actor central en la coordinación de la violencia.
Desplazándose hacia una comprensión de la violencia producida por múltiples ac-
tores, privados y públicos, legales e ilegales, que la ejercen de manera horizontal
y/o vertical, que producen orden y regulación social, cuyo objetivo fundamental es
generar recursos económicos. Para profundizar en ello se enfatizarán, a manera de
ejemplo, dos facetas de la violencia generadas por la Guerra contra el narcotráfico.
Por un lado, los procedimientos diversificados con los que se generan ganancias
más allá del narcotráfico, en los que se utiliza la violencia para su obtención. Por el
otro, los recursos humanos con que se conforman las empresas criminales.
En los últimos años se ha observado un uso de la violencia, de parte de las or-
ganizaciones criminales, para obtener ganancias a partir de la diversificación de sus
actividades lucrativas. Esta diversificación fue una estrategia económica debido al
menoscabo que tuvieron a partir de su confrontación con las fuerzas del Estado, así
como por la militarización de la frontera con Estados Unidos en 2010 (Valdés, 2013)
y quizá, en algún nivel, por la influencia de la disminución o aumento de sustancias
ilegales en términos de oferta y demanda (opiáceos y drogas sintéticas). La diversi-
ficación funcionó como medio para mantener los niveles de lucro por las activida-
des ilegales y se basó fundamentalmente en la venta de hidrocarburos ilegalmente
extraídos, extorsiones, secuestros —en el caso de los migrantes retenidos para tra-
bajo forzado— y apropiaciones mediante la fuerza, de circuitos de comercialización
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
65
de productos agrícolas, minerales o madera, entre otros. Ejemplos de extorsión se
tienen en diversos lugares del país, donde se grava, bajo amenazas y violencia, casi
toda actividad comercial. De acuerdo con informes de la Confederación de Cáma-
ras Nacionales de Comercio, Servicios y Turismo (Concanaco, 2015) y del Banco de
México (2019), la extorsión a comercios y servicios ha ido en aumento desde 2015.
La voracidad de esta forma se ha documentado en casos inusitados como la extor-
sión a tortillerías y carnicerías en Guanajuato durante 2019 (Sin Embargo, 2019).
En mis investigaciones realizadas en Michoacán a partir del surgimiento del
movimiento de autodefensas emergido a inicios del 2013 (Fuentes Díaz, 2015),
pude constatar que uno de los motivos para la conformación de grupos armados
defensivos que se confrontaron con los grupos criminales fue la percepción de la
extorsión como algo intolerable; en Michoacán, desde los “Zetas” hasta los “Caba-
lleros Templarios” la impusieron presentada en términos de pago por seguridad o
derecho de piso. En entrevistas realizadas en la Tenencia de Felipe Carrillo Puerto,
Michoacán, conocida como La Ruana, en 2014, pude corroborar que el pago de
esta cuota no tenía mayor problema para los habitantes locales, dado que estaba
asimilada como pago por un servicio, pero fue la extralimitación en el cobro de
la exacción extorsiva, así como los asesinatos y la violencia sexual ejercida por no
cubrirla, lo que rompió la tolerancia hacia su colecta y, en general, fracturó la reci-
procidad sostenida durante décadas entre criminalidad y comunidades a nivel re-
gional, recomponiendo las relaciones de poder entre grupos locales y modificando
los acuerdos de operación del ilegalismo con el Estado, es decir, reconfigurando
también las zonas grises.
La exacción extorsiva, o derecho de piso, permitió a los grupos criminales, bajo
pena de muerte o lesiones, allegarse recursos al mismo tiempo que hacerse del con-
trol territorial, lo que garantizaba la cuota de manera más eficaz que el cobro fiscal
del Estado, instaurando en varias regiones una economía política de la extorsión.
La extorsión permite la apropiación de ganancias sin que quien la extrae —los gru-
pos criminales, en este caso— haya invertido en el ciclo productivo que se apropia,
por lo cual la extorsión toma la forma de renta extractiva.8 La renta se ha convertido
en un componente importante en la acumulación de capital tanto en el proceso de
desposesión como en el de explotación del trabajo, volviéndose un componente
central en la acumulación de capital procedente de actividades criminales. Ahora
bien, la extorsión ha sido un fenómeno pretérito en México, articulado en la or-
ganización clientelar del antiguo régimen priista. En algunas regiones rurales de

8 De acuerdo con Weber: “En una economía de cambio es el esfuerzo por la obtención de
una renta (Einkommen) el inevitable motivo último de toda acción económica… [que pue-
de tomar las formas de:] 3. Ganancias de botín; 4. Ganancias provenientes de dominación,
exacciones, cohecho, arriendo de tributos y otras semejantes, derivadas de la apropiación
de derechos de mando (Gewaltrechte)” (2014: 331).
66 antonio fuentes díaz
Guerrero, que han sostenido la extorsión como un hecho normal, equiparan el pago
de impuestos fiscales como un pago de derecho de piso al Estado. El símil no es poca
cosa, dado que alude a las históricas zonas de ambigüedad entre criminalidad y
Estado (D. Fini, comunicación personal, 6 de junio de 2019).
La segunda forma de la violencia que se quiere detallar se refiere a los recursos
humanos que utilizan las empresas criminales. Esta disponibilidad de fuerza de
trabajo está favorecida por el contexto de desigualdad condicionado por el modelo
económico, que ha concentrado ingresos a la vez que expulsado de oportunidades
de ascenso social a población joven, que puede ser comprendida como fuerza de
trabajo excedente.
El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social
(CONEVAL) estimó, para 2008, que 42.9% de los jóvenes entre 12 a 29 años de
edad formaban parte de ese segmento etario que se encontraban en condiciones
de pobreza, mientras que únicamente 18.4% era considerado como no pobre y
no vulnerable; en números absolutos la cifra era de 15.7 millones de adolescentes
y jóvenes en pobreza. Diez años más tarde, en el 2018, el CONEVAL estimó que
42.4% de quienes tenían entre 12 y 29 años de edad se encontraban en condiciones
de pobreza, más 38% que eran vulnerables por carencia social o por ingresos; en
números absolutos las cifras fueron de 16.2 millones de adolescentes y jóvenes
pobres, una escasa movilidad (CONEVAL, 2019).
De acuerdo con algunas investigaciones, se han establecido condiciones favo-
rables para que en ciertos lugares del país muchos jóvenes pobres, provenientes
de familias en condiciones precarias, se vinculen a la delincuencia organizada a
temprana edad. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH, 2017)
ha documentado la incorporación de jóvenes a estos grupos delictivos entre los 12
y 14 años, destacando la oportunidad para enrolarlos a partir de sus circunstancias
de vulnerabilidad.
Si bien la incorporación de los jóvenes vulnerables a alguna actividad criminal
no es determinante causal y no se constituye como la única opción para obtener un
ingreso, como lo ha documentado García (2019b), sí es aquella que les permite un
consumo suntuario de manera acuciosa, produciendo subjetividades deseantes de
marcadores de estatus por consumo, que en contextos de desigualdad hace asequi-
ble que la violencia se convierta en un medio para su satisfacción, en un trabajo. Un
ejemplo extremo del trabajo de la violencia sería el sicariato, donde la experiencia
del goce sin restricciones estructurales se intensifica, dado que el tiempo de disfru-
te puede ser mínimo. Como lo señalan los testimonios recabados en las investiga-
ciones de Elena Azaola y Karina García:

“Comencé vendiendo drogas y hacía trabajos por la derecha, al principio lo hice


para ganar más lana… Después me fui ganando la confianza del jefe pues comen-
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
67
cé ganando cinco mil y llegué a ganar hasta 30 mil o más a la quincena” (Azaloa,
2017). “Mi meta era disfrutar cada día como si fuera el último. No escatimaba en
nada. Me compraba las mejores trocas (camionetas), los mejores vinos y tenía las
mejores mujeres (Jaime)” (García, 2019b).

Estos ejemplos fundamentan una comprensión de la violencia que considera nue-


vas formas, superando la antinomia y la coordinación estatal exclusiva. En ese sen-
tido, cabe preguntarse ¿qué es entonces lo que nuclea las interrelaciones y encade-
namientos de la violencia? ¿qué organiza esa violencia múltiple?
Con base en mis investigaciones y en otros estudios etnográficos (Correa, 2018,
Treviño; 2018; Paley, 2018; Zavaleta, 2018), se propone que la violencia emana de
múltiples fuentes, incluyendo al Estado, generando efectos eficaces pero sin ser
producto de una coordinación central. La eficacia de estas violencias es que todas
ellas son coordinadas por una misma lógica, la lógica de extracción.
Esta lógica de extracción se instala en los procesos mencionados de neolibera-
lización, reconfiguración del Estado y transnacionalización del crimen organizado.
Esta lógica se puede detectar en dos sentidos: en cuanto a la extracción económi-
ca que realiza y la regulación social que genera. La extracción se utiliza para la
obtención de beneficios materiales —como en el caso de las extorsiones—, o para
generar entornos aptos para la rentabilidad de las actividades ilegales —como en
los desplazamientos forzados para apropiarse de recursos—, o bien apoderarse de
los circuitos de comercialización de productos diversos —como lo hicieron los “Ca-
balleros Templarios” en Michoacán respecto a los cítricos (Fuentes Díaz, 2018)—.
La extracción también precisa de regulación para establecer un dominio territorial
que permita continuar con la apropiación de rentas. De esta manera, la violencia
utiliza la regulación para establecer territorios paralegales u órdenes criminal–lega-
les —zonas grises—, administrando vida y muerte de acuerdo con esos objetivos.
Esta violencia generada en la regulación criminal no está exenta de resistencias.
En algunas zonas del país han irrumpido organizaciones defensivas armadas en
contra de la extorsión predatoria y el orden criminal que impone. En ese sentido,
la organización defensiva busca poner freno a la regulación extorsiva generando
nuevo control social en entornos criminales; al hacerlo, establece también nuevas
regulaciones securitarias sobre el territorio. Ambas regulaciones, la criminal y la
defensiva, desafían y/o complementan el monopolio estatal legítimo de la violen-
cia, generando una nueva gubernamentalidad por actores no estatales.
Para entender cómo esta lógica de extracción opera, en tanto permite entender
cómo se genera un emplazamiento que atraviesa prácticas determinadas otorgán-
doles un marco de sentido sin precisar de una coordinación central, es de utilidad
heurística la noción de dispositivo. Para Foucault (1994), un dispositivo está consti-
tuido por un conjunto heterogéneo de relaciones de poder y saber, de emplazamien-
68 antonio fuentes díaz
tos estratégicos, de procedimientos, de discursos y ordenamientos de mecanismos
sociales que no emanan de una fuente exclusiva. Agamben (2015), continuando las
reflexiones de Foucault sobre el término, lo entiende como “la capacidad de captu-
rar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las
conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos” (23). A partir de estas
ideas, en este capítulo se propone que la violencia actual en México actúa dentro
de un dispositivo de extracción y regulación de la excedencia. Un dispositivo que genera
ingreso —en cuanto extrae recursos—, gobierno —en tanto genera regulación a
través de la violencia— y que produce una subjetividad específica. Toda la multi-
plicidad de actores que ejercen algún tipo de violencia, abreva de este dispositivo,
donde el componente de extracción económica —renta— es central.
Ahora bien, la extracción tiene una larga trayectoria en el proceso de acumu-
lación capitalista —sobre todo si se refiere al procesamiento de materias primas
(extractivismo)—, pero en los últimos años se ha observado una tendencia hacia
operaciones extractivas del capital en un sentido ampliado que impacta otros do-
minios como en la tecnología, las plataformas virtuales de información y la minería
de datos (Mezzadra y Nielson, 2017), donde se ponen en marcha formas y prácti-
cas de cooperación y socialidad humana que son externas a esos procesos y de las
cuales éstos se apropian en la obtención de valor. En muchos casos de valorización
y acumulación capitalista, las ganancias toman cada vez más la forma de renta, pre-
cisamente debido a su dependencia de recursos que no son intrínsecos a la rotación
del capital, como sucede, por ejemplo, en la extracción de renta de las operaciones
criminales. Esta forma de valorización extractiva se encuentra en relación con el
declive del trabajo productivo.
El declive global del trabajo asalariado como actividad productiva en las úl-
timas cuatro décadas fue posibilitado tanto por el reemplazo tecnológico de las
actividades manuales, como por la articulación de formas no productivas de re-
producción del capital que incluye la reproducción ficticia del capital a través de
sus propios instrumentos financieros: hipotecas y deuda, entre otros; e implicó el
relevo de otras formas en la generación de ganancia y valor, entre ellas la extracción
de renta. Por otro lado, este proceso se vincula a escala global a través de una rees-
tructuración sistémica del capitalismo que ha marcado un avance hacia mercados
no tutelados, donde se producen formas de empleo intermitente, temporal, flexi-
ble, desocupación permanente, precarización de ingresos y derechos, que arroja a
amplios sectores a vivir en los márgenes de la vida digna. Este fenómeno ha sido
visibilizado desde distintas perspectivas, como serían la óptica de la súper población
relativa (Marx, 2009), la desechabilidad (Roseberry, 1997), de la superfluidad (Bauman,
2005), la excedencia (De Giorgi, 2006) o la expulsión (Sassen, 2015).
Este declive de la “sociedad salarial”, impactó también al trabajo no asalariado.
Por ejemplo, en el caso del campesinado en México, el retiro de la tutela estatal de
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
69
los precios de garantía de los insumos agrícolas, como política de liberalización eco-
nómica, precarizó a este sector de trabajadores no asalariados, al hacerlo competir
en desigualdad de circunstancias frente a corporaciones agrícolas trasnacionales. A
la vez, esta transformación también aumentó la sobreexplotación del trabajo agrí-
cola asalariado, como sucedió en el caso de los jornaleros (Flores, 2015). De esta
manera, se entiende que el desplazamiento hacia la acumulación no productiva del
capital ha impactado a todos los sectores vinculados en algún nivel con la empresa
capitalista, sean asalariados o no, sobreexplotándolos o despojándolos.
El declive de la sociedad salarial produce entonces un excedente de la fuerza de
trabajo que no necesariamente se media por salario, lo que evidencia un quiebre en
la mediación keynesiana que constituyó el nexo entre ingreso salarial y ciudadanía
(Negri, 1985; De Giorgi, 2006). Siguiendo este razonamiento, puede entenderse que
el declive del trabajo asalariado implica un declive de la ciudadanía, o su inclu-
sión diferencial,9 conformando las bases materiales para la pérdida de derechos
sociales, entre ellos la garantía de un empleo formal para aquella fuerza de trabajo
excedente. Fuerza de trabajo que, al no mediarse por salario, tampoco lo hará a
través del disciplinamiento, lo que permite entender el surgimiento del control (De-
leuze, 2014)10 y el consenso por la seguridad como correlato. Ambos van a regular
de forma negativa a la fuerza de trabajo, minando su potencia y administrando su
excedencia. Este proceso es interesante sobre todo para entender la segunda forma
de la violencia que se destacó, la de los recursos humanos en la criminalidad y la
subjetividad que se produce.
Puede entenderse, entonces, que el declive del trabajo a escala global ha posi-
bilitado formas alternativas de acumulación de capital a través de vías no produc-
tivas, entre ellas la extracción ampliada, y que esto, a su vez, ha propiciado el de-
clive del nexo ciudadano en tanto era funcional a la mediación por salario. Ambos
fenómenos los vemos operando en la lógica del dispositivo de extracción y regulación
de la excedencia.

9 La inclusión diferencial refiere a la tensión entre la ciudadanía como estatus jurídico y


una multiplicidad de prácticas flexibles de ciudadanía de sujetos políticos “desautorizados
pero reconocidos” (Sassen, 2015), los diferentes de la ciudadanía, como por ejemplo, los
migrantes ilegales.
10 La transformación de un régimen a otro ha implicado otras modificaciones en la media-
ción del trabajo, de su disciplinamiento a su control. La mediación fordista requirió la con-
solidación de la subjetivación disciplinaria del trabajo, un mecanismo interior a la relación
que formaba hábitos y rectificaba consciencias (normalización), hoy, con las transforma-
ciones en el mundo del trabajo, la mediación tiende a hacerse exterior, a través del control,
donde participan múltiples actores y esquemas de encausamiento del orden que permita la
extracción de valor (Fraser, 2003). En ese sentido es que la relación entre la acumulación de
capital y el trabajo se orientará hacia expresiones acentuadas de utilización de la fuerza, y a
través de medidas tecnológicas de regulación de las poblaciones expulsadas por medio de
una serie de mecanismos de emplazamiento, a los que Deleuze se refirió como modulación.
70 antonio fuentes díaz
Fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
Se ha señalado en la primera sección de este capítulo que la violencia tiene que ser
entendida en términos del régimen político donde se despliega, pero también res-
pecto al régimen de acumulación de capital que la atraviesa. En ese sentido es que
el contexto de violencia actual abreva, además de las particularidades del escenario
político, de una serie de procesos globales producidos por la acumulación de capi-
tal que se relanza en formas no productivas del trabajo.
Es importante considerar que, en el modelo actual de acumulación, el desem-
pleo se conforma en una dimensión estructural, por lo que un tema de interés como
política gubernamental global sea el gobierno de la excedencia y un tema de gestión
global sea su rentabilidad en dichas condiciones. Esta excedencia está constituida
por los sectores que quedan en situación de población superflua respecto a los mer-
cados formales de trabajo y de aquellos cuyos salarios se precarizan.
Desde el punto de vista del trabajador, la situación de excedencia lo coloca en
un estatus de precariedad de su propia vida. De tal manera que puede sugerirse
que las discusiones que han colocado la cuestión de la precariedad de la vida o
nuda vida (Butler, 2006; Agamben, 2013; Mbembe, 2003) deben entenderse en vin-
culación con el declive del trabajo, que tendrá manifestaciones locales de acuerdo
con la historia de las mediaciones políticas y a los procesos situados de acumu-
lación que se establezcan. Para el caso de sociedades históricamente desiguales,
es de mayor gravedad. La exclusión del empleo o la precarización del mismo ha
conformado la percepción que aquellos que caen en esta situación de manera per-
manente se desvalorizan socialmente, vidas que van paulatinamente haciéndose
prescindibles. Advertir esto es relevante para entender la conformación de la fuerza
de trabajo excedente que se incorpora a las actividades criminales y que se vincula
directamente con la violencia.
De acuerdo con la investigación de García (2019), el discurso de las organiza-
ciones criminales supone que sus trabajadores son ocasionales, lo que lleva a una
alta rotación de personal y a una necesidad de reposición constante a través del
reclutamiento, dado que son considerados desechables:

“Sabíamos que nuestra base [vendedores callejeros] no era confiable y que la


mayoría de nuestros sicarios acabarían tarde o temprano en la cárcel o muertos
a tiros (anónimo).” Los trabajadores ocasionales, aquellos que no son parte de la
‘nómina’, se supone que son desechables… (11).

El estatus de desechabilidad de estos trabajadores, caso extremo en la informalidad


de la empresa criminal, lo podemos encontrar en el diseño mismo de la excedencia,
bajo la misma lógica de la organización del trabajo flexible (Harvey, 2012), como en
los casos de la rotación, el outsourcing, el just in time y en la deslocalización. El traba-
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
71
jador excedente de estas empresas criminales —como en las no criminales— recrea
la versión contemporánea de la acumulación primitiva de capital, una acumulación
predatoria (Bourgois, 2015), dado que son quienes asumen el costo de la Guerra
contra el narcotráfico (encarcelamientos, muerte, mutilaciones, desmembramientos
o adicciones).
Ahora bien, en este nivel de la excedencia que raya en la desechabilidad, la
fuerza de trabajo genera valor a través de su destrucción. Genera valor que es apro-
piado por una serie de instancias,11 en mayor medida para aquellas empresas vin-
culadas con la economía ilegal y su blanqueo, desde las organizaciones crimina-
les trasnacionales, que se involucran en zonas de indistinción con actores legales
oficiales, hasta el sistema financiero internacional que lava dinero de procedencia
ilícita. Conformando así una cadena de acumulación criminal de capital, cuya base
es la sobreexplotación de esta fuerza de trabajo excedente. En toda esta cadena de
extracción de valor, muchos ganan con la muerte. Un caso extremo de esta lógica
en acción es el tráfico de órganos. En este “negocio”, el órgano puede alcanzar un
mayor precio en el mercado negro, que la venta de la fuerza de trabajo del cuer-
po unitario en el mercado formal. En la sociedad posfordista y posdisciplinaria, la
muerte también valoriza, sentando las bases materiales para la destrucción de la
unicidad del cuerpo bajo una lógica de rentabilidad.
Esta es una de las dimensiones más importantes del dispositivo de extracción y re-
gulación de la excedencia, que permite ver cómo se articula en la lógica de la acumula-
ción de capital. De esta manera, la violencia debe entenderse como una herramienta
para la extracción de valor (en la sobrexplotación del trabajo excedente) y de renta
(en la apropiación de cooperación social que no organiza), favorecida en entornos
con declive del trabajo productivo.

Atrocidad y desubjetivación
El escenario aludido, le va a procurar las características de atrocidad y espectacula-
ridad a la violencia, que se pueden observar a partir del marcaje y destrucción del
cuerpo en las ejecuciones de los grupos criminales y en los ajusticiamientos popu-
lares. Esas acciones se pueden concebir como resultantes de una pérdida de valor del
cuerpo en el contexto de declive del trabajo. El embate al cuerpo, su marcaje, su lesión y

11 Dado que es la forma de la organización del trabajo la que extrae valor, la empresa
contemporánea opera de esa manera. Una de las hipótesis para entender el tema de los
feminicidios, durante el auge de las maquiladoras en los años noventa en Ciudad Juárez,
sostiene que los segmentos de trabajadoras ante las condiciones de trabajo temporal fueron
vistas por los empleadores como fuerza de trabajo residual, por tanto, no capacitables. Esto
fue reforzando el consenso a nivel de las empresas locales, de que el trabajo femenino era
inferior y que las trabajadoras mismas en cuanto sujetos de derechos eran prescindibles, a
tal grado de volverse asesinables (véase Wright, 2006).
72 antonio fuentes díaz
su destrucción abrevan del carácter precario del trabajador excedente, que acompa-
ña la producción de la superfluidad en el neoliberalismo.
La desvalorización de la fuerza de trabajo tiene su momento de abstracción
en las ejecuciones de esta violencia difusa. Una ejecución somete al implicado a la
pena capital, a cumplir una sentencia, desplegando una semántica —escenografía
y mensajes— y una racionalidad en tanto trabajo de la violencia, lo que produce
sujetos inermes y vulnerables. Pero va más allá, no sólo se trata de matar sino de
destruir la unicidad del cuerpo, ofender su dignidad más allá del simple morir. En
castigos como las incineraciones corporales de los linchamientos; en las ejecucio-
nes de los grupos criminales como decapitaciones y desmembramientos, donde
los cuerpos supliciados son arrojados en baldíos o fosas clandestinas como si fue-
ran basura —estatus de desechabilidad—; o de manera pasmosa, en las disolucio-
nes corporales en sustancias químicas para no dejar huella; estamos en presencia
de la destrucción de la unicidad del cuerpo, de un crimen ontológico inmirable
(Cavarero, 2009) que objetiva la desvalorización abstracta de la fuerza de trabajo
excedente, donde el que mata se ha deshumanizado.
En este sentido, la subjetividad que se produce en el dispositivo de extracción
es en realidad una desubjetivación, una falta de sentido que se observa en el horror
producido; en las formas de dar muerte, en la desensibilización que muestra, en
el goce que produce. El dispositivo de extracción y regulación de la excedencia, a
diferencia de otros dispositivos como el disciplinario y el de prisión, no busca gene-
rar una subjetividad que se enmarque en el fortalecimiento de la fuerza de trabajo
y en su encausamiento legal–moral. Sino que echa mano de una forma diluida de
la subjetividad que se corresponde con las condiciones contextuales, en el amplio
marco del declive del trabajo productivo: la subjetividad en la expulsión. A decir
de Agamben: “Lo que define los dispositivos que encontramos en la fase actual
del capitalismo es que éstos no actúan a través de la producción de un sujeto sino
a través de procesos de podemos llamar de desubjetivación” (2015: 30). El trabajo
de la violencia y sus circunstancias de viabilidad parecen indicar la operación de
esa figura. Desubjetivación que expresa el declive de mediaciones ciudadanas, dis-
ciplinarias y políticas, así como de interiorizaciones legales —sin que dicho declive
constituya una subjetividad rebelde—. La desubjetivación indica la pérdida de la
legitimidad de la polis y sus instituciones, evidenciando la inoperancia de su ficción
funcional,12 pero también indica la adopción de estrategias para encarar las nuevas

12 La idea de ficción funcional se refiere a que las mediaciones legales y ciudadanas se eri-
gieron en una composición articulada bajo la estructura de la forma mercancía, adoptando
su contenido lógico y relacional de acuerdo al intercambio de éstas en el mercado capita-
lista. De esta manera, ciudadano y orden jurídico funcionaron como abstracciones de la
forma mercancía bajo la apariencia de relaciones igualitarias entre individuos libres. En las
actuales condiciones, este marco ficticio ha dejado de funcionar o funciona parcialmente,
fuerza de trabajo excedente y destrucción corporal
73
circunstancias del declive del trabajo de maneras abyectas, como la racionalidad
económica del trabajo de la violencia.
En circunstancias donde ha ocurrido un declive de la norma, donde la lega-
lidad ha perdido vigencia, donde se ha dislocado la legitimidad entre el campo
político y el social, el cuerpo se vuelve el bastidor donde inscribir la imposición del
orden y control a partir de la atrocidad visible (Segato, 2013), como una excepción
ejemplar (Agamben, 2013); donde múltiples actores intentan regular dichas condi-
ciones a través del cuerpo de los enemigos reales o figurados. La desubjetivación
genera gobierno.

Reflexiones finales
Se ha planteado que la violencia actual en México, a partir de la Guerra contra el
narcotráfico, presenta características distintas a otros periodos, por ejemplo, el de
ser una violencia en regímenes democráticos formales y poseer una multiplicidad
de actores que se concitan en su uso para una serie de objetivos, fundamentalmente
económicos, encadenando violencias previas. En este nuevo patrón, no es el Estado
el actor central, ni la racionalidad que coordina estas violencias, sino una plurali-
dad de actores, privados y públicos, legales e ilegales, incluido el Estado en todos
los niveles de gobierno, que al utilizarla abrevan de una lógica de rentabilidad, un
sentido práctico que impacta diferentes órdenes.
Este sentido práctico está signado por una racionalidad de lucro, un traba-
jo —rutinario— de la violencia, una estructura de in–sensibilidad y una desub-
jetivación posdisciplinaria, a la que se ha denominado dispositivo de extracción y
regulación de la excedencia. Este dispositivo es posibilitado por el contexto situado
de la trasnacionalización del crimen organizado —su conversión en una empresa
neoliberal—; por la fractura de un orden ilegal–legítimo, sustentado en las recipro-
cidades entre comunidades y narcotráfico a nivel regional, y por el quebranto de la
legitimidad de las instituciones estatales.
El dispositivo se enmarca en la lógica de la acumulación de capital, basada en su
reproducción ficticia y el declive del trabajo productivo, y tiene su articulación situa-
da a nivel del país, de acuerdo con la historia de la construcción política y social del
Estado y de la gestión neoliberal iniciada en los años 80. De esta manera, la violencia
articulada en el dispositivo de extracción y regulación de la excedencia conjunta una
serie de factores en su despliegue: históricos —múltiples legitimidades del uso de la
violencia más allá del Estado, zonas ambiguas legalidad–ilegalidad—; estructurales
—desempleo, precarización y desigualdad—; coyunturales —participación ciuda-
dana, emprendedurismo, seguritización y criminalidad—; geopolíticos —disputa
por la hegemonía global entre Estados Unidos y otras potencias—, entre otros.

haciendo que su funcionalidad ficticia se resquebraje, fracturando su legitimidad.


74 antonio fuentes díaz
De esta manera, el dispositivo de extracción y regulación permite generar ga-
nancia a partir de dos vías, al menos. Por un lado, sobreexplotando el trabajo ex-
cedente —incluso con su muerte— y, por el otro, extrayendo recursos a los sujetos
de extorsión. Ambos momentos relanzan la acumulación de capital a partir de su
lógica predatoria.
En las contexturas de poder regional, la violencia actual nos habla de una re-
composición hegemónica donde prima la coerción y las disputas territoriales en
la imposición de orden, regulación social y extracción económica. Y nos da pie a
plantear su ejercicio como parte de una nueva forma estatal.

Referencias
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78

Representaciones de la violencia extrema en la literatura

José Sánchez Carbó

Introducción
En este texto reflexionaremos sobre las representaciones de la violencia extrema en
la literatura latinoamericana. Para tal propósito, partimos, como en muchos textos
críticos que analizan la relación de la violencia con la literatura, de la desazón de
Theodor Adorno sobre el sinsentido de la poesía después de conocerse los horro-
res industriales de los campos de exterminio alemanes; posición que reformularía
posteriormente en su Teoría estética (2004 [1970]) al postular el arte como la única
forma de acercarse a tales hechos inconcebibles. Dicha sentencia, lejos de desesti-
mar la creación literaria, ha dado pie a la polémica en torno al papel de la poesía y
de la literatura, de su posibilidad o imposibilidad de representar esa realidad, así
como de la pertinencia de artistas, escritores e intelectuales “ante la vorágine de la
violencia contemporánea” (Aguirre, 2016: 38). Desde entonces, conforme hemos
ido descubriendo en todo el orbe más casos de exterminio masivo y violencia ex-
trema, se debate sobre el papel de los intelectuales ante la violenta realidad que les
interpela, cuando no los anula o lastima.
El concepto de violencia extrema fue creado hace apenas unos años para tratar
de comprender las “manifestaciones anormales de la violencia” (Semelin, 2002: 3)
que se agudizaron en las últimas décadas. A principios del siglo XXI, se definió
como una expresión de la violencia caracterizada por su dimensión cualitativa,
dado el grado de crueldad cometida, así como por la dimensión cuantitativa, de-
terminada por el número de seres humanos afectados o aniquilados. La violencia
extrema, “cualquiera que sea el grado de su desmesura […], se piensa como la ex-
presión prototípica de la negación de toda humanidad, ya que quienes son víctimas
de ella suelen ser ‘animalizados’ o ‘cosificados’ antes de ser aniquilados” (Semelin,
2002: 3). Este vocablo ha sido empleado por especialistas para designar fenóme-
nos tan diversos como actos terroristas, torturas, persecuciones de grupos étnicos,
genocidios y masacres. Jacques Semelin distingue el término de otros correlativos
como “la violencia de un sistema político” de Hannah Arendt y la “violencia es-
tructural” de Johan Galtung (Semelin, 2002: 2).
Abordar las representaciones literarias de la violencia extrema y la pertinencia
de los escritores ante tales contextos, conlleva fijar la mirada en las relaciones entre la
representaciones de la violencia extrema en la literatura
79
literatura y la violencia desde lo estético, cultural, político y económico. Esto implica
pensar sobre la influencia o determinación que la violencia homicida ha tenido, en
principio, sobre el escritor o el lector, pero también sobre el sistema literario, esto es,
tanto al conjunto de agentes, elementos e instituciones vinculados (obras, editores,
lectores, mercado), como a los elementos relacionados con el hecho literario como
lo serían los repertorios que regulan tanto la producción como el consumo literario
(los estilos o los modelos existentes en determinadas épocas). Esta intención meto-
dológica conlleva considerar que el sistema y las representaciones literarias de la
violencia extrema contra personas indefensas no terminan en el consumo, la lectura,
sino habría que ponderar el impacto del discurso literario en otros sistemas sociales,
políticos e incluso económicos de las sociedades. Esta es la idea del sistema literario
simplificado que delinea Castellanos Moya en Insensatez (2004), cuando se pregunta
si tiene sentido escribir, publicar o leer otra novela sobre indígenas asesinados.
Al hablar de las representaciones literarias de la violencia extrema en América
Latina, partimos del supuesto de que un escritor, ante una realidad que lo reclama,
desarrolla un ejercicio ético que será decisivo para narrar, o no, literariamente un
hecho de violencia y que, sin duda, lleva consigo una intención de impacto social y/o
político. La reflexión ética configurará sustancialmente la estética del texto y a partir
de esta última se definirá la posición política. Asimismo, a través de la propuesta
estética, del texto fundamentalmente, puede reconocerse el pensamiento ético.
Por este motivo, son pertinentes las nociones de campo (Bourdieu, 1995) y de
sistema literario (Even–Zohar, 2007) en las que es relevante el análisis de las rela-
ciones que mantienen los elementos constitutivos del sistema entre ellos y con otros
sistemas sociales. En esta línea, nos interesan, en particular, las relaciones del escri-
tor con el campo o sistema social; del escritor con el propio campo literario como
con los repertorios que produce y legitima; y, en otra instancia, la relación del texto
con el campo social en el que emerge o es leído.
Las representaciones literarias son una forma de conocimiento (Sánchez, 2016),
producto de la convergencia de decisiones tomadas por el escritor en los ámbitos
de lo ético (el ser y los fines), estético (el saber y las formas) y político (el hacer y su
impacto) (Arcos Palma, 2009; Pabón, 2015; Basile, 2015; Rancière, 2009 y 2019). De
ahí que inscribimos esta reflexión en el espectro de las “repercusiones del conoci-
miento” en la sociedad, puesto que suscribimos la idea de que en el “conocimiento
gravita mucho del poder, la producción de riqueza, la acumulación de la misma,
justificaciones de violencia, la tecnologización social, la industria cultural y demás
inauditos que emergen en nuestros días” (Aguirre, 2016: 29).

La representación literaria
El término representación es polisémico y admite varias acepciones. En principio
convoca las acciones de imaginar, hacer presente, dar presencia, reproducir, pro-
80 josé sánchez carbó
ducir, reconstruir, ordenar o rememorar y remite a los ámbitos del conocimiento,
la ética, la estética y la política. José A. Sánchez (2016) distingue cuatro tipos de
representaciones tales como la representación mental, la representación mimética,
la representación dramática o simbólica y la representación por delegación. Cada
una, de acuerdo con este autor, cumple una función particular. La representación
mental “tendría una función primariamente cognoscitiva y/o ética. La representa-
ción mimética puede tener una función cognoscitiva y/o estética. La representación
dramática, escénica y simbólica puede tener una función estética y/o política. La
representación en cuanto delegación tiene una función ética y/o política” (Sánchez,
2016: 64). La representación literaria se ubica en el campo de las representaciones
mimética y dramática o simbólica.
Fuera del ámbito jurídico, histórico y académico, la pertinencia de la represen-
tación literaria de la violencia extrema comenzó a ser tema de reflexión y debate a
partir de la publicación de obras como Si esto es un hombre (1947) de Primo Levi, cru-
do testimonio de la experiencia de su autor en un campo de concentración, aunque
cabe precisar que fue hasta la segunda edición (1958) cuando tuvo mayor impacto
en el campo académico y artístico. Así, en la medida en que se fueron dando a co-
nocer más testimonios de sobrevivientes, no sólo de los campos de exterminio ale-
manes, sino de otros hechos atroces masivos, se fue conformando la denominada
Era del Testigo (Sarlo, 2006), con lo que cobró relevancia epistémica el testimonio de
testigos y sobrevivientes, así como el deber de la memoria. También en 1963 se pu-
blicó Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, de Hannah Arendt,
obra que generó polémica no sólo por algunas conclusiones sino por exponer va-
rias irregularidades en el juicio al militar nazi. Al tiempo que se conocían nuevos
hechos y testimonios empezaron a modificarse las formas de representación de la
violencia extrema. Esto generó una crisis de representación, sobre todo en aquellos
relatos que conjuntaban hecho histórico, testimonio y ficción, como lo hiciera de
forma ejemplar el escritor Jorge Semprún (2015).
La incorporación de recursos ficcionales y literarios en las representaciones
de violencia extrema fue criticada por sobrevivientes del holocausto como Eliezer
Wieser y Pierre Vidal Naquet, porque consideraban que contribuyen a ocultar o
distorsionar la verdad (Pabón, 2015). En cambio, escritores como Jorge Semprún
encuentran en la ficción una poderosa herramienta epistemológica que por su
capacidad ilustrativa alcanza áreas que el testimonio no puede, puesto que el
testimonio —por su esencia parcial y fragmentada— es incapaz de aprehenderlo
todo. Semprún (2015) busca con la ficción capturar la densidad, la sustancia de
lo invivible: “Sólo alcanzarán esta sustancia. Esta densidad transparente, aque-
llos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico […]. Únicamente el
artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del
testimonio” (25).
representaciones de la violencia extrema en la literatura
81
En este orden de ideas, varios intelectuales coinciden en que no hay nada irre-
presentable a través del lenguaje y que la representación de la violencia puede con-
tribuir al entendimiento (Pabón, 2015: 26). Esto permite replantear la pregunta de si
es pertinente por: ¿cuál es la forma eficaz de representar esos hechos traumáticos en
la historia de la humanidad? De acuerdo con Pabón, la forma derivaría de la consti-
tución combinada “de las posibilidades y las limitaciones de la historia, la memoria
y la ficción, al igual que de los vínculos y entrecruzamientos entre estos tres modos
de representación narrativos” (2015: 32). Si bien la “mezcla” de historia y ficción es
problemática, “más si se propone […] la paradójica noción de que la ficción puede
decir la ‘verdad’ de manera más eficaz que una narración histórica fáctica” (27),
para Pabón este tipo de soluciones estéticas pueden “enriquecer nuestro entendi-
miento de una realidad mucho más compleja de lo que sugieren los acercamientos
‘objetivistas’ que reducen nuestra comprensión a lo verificable” (27).
De igual forma, esta propuesta sintoniza con Ivan Jablonka (2016) en lo que
ha definido como “literatura de lo real” y en las llamadas “ficciones de método”,
recursos empleados tanto en la historia como en la literatura: extrañamiento, plau-
sibilidad, conceptualización y estrategias narrativas (206).
Si, como mencionamos, las representaciones se configuran a partir de decisio-
nes éticas, estéticas y políticas es de esperarse que las interrogantes en torno a ellas
también giren sobre los mismos ámbitos. José A. Sánchez en Ética y representación
se pregunta:

¿Representar el dolor consecuencia del mal no constituye una estetización


intolerable, que incluso puede llegar a prolongar el crimen mismo? ¿Por qué no
actuar en contra del mal en vez de representarlo o representar el dolor de las
víctimas? La representación, al mismo tiempo que combate el silenciamiento de
los crímenes, ¿no amplía también su potencia simbólica? (2016: 145).

Carlos Pabón, por su parte, se pregunta: “¿Puede la ficción representar adecuada-


mente la violencia extrema o es esta irrepresentable? ¿Existe un lenguaje excepcio-
nal para representar la experiencia de la violencia extrema?” (2015: 25). Gustavo
Lespada inquiere: ¿cómo “narrar la violencia, sobre todo cuando alcanza niveles
de desmesura y horror que arrasan con todo lo que de humano hay en el hom-
bre?” (2015: 35); ¿Es el discurso literario una forma eficiente de acercarse al horror?
Lespada responde, apoyándose en Adorno y Foucault, que el arte y la literatura
tal vez sean los únicos discursos capaces de hacerlo porque les “corresponde decir
lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable” (2015: 36). Alina Peña
Iguarán, al interrogarse “¿para qué hablar del dolor? ¿frente a quiénes? [y] ¿desde
dónde hablar de ello?” (2018: 138), argumenta que es pertinente hacerlo para con-
trarrestar la producción y el consumo que banaliza la violencia, convierte el crimen
82 josé sánchez carbó
en una fuente de ganancias y deshumaniza la vida de las víctimas al representarla
con un número.

Ética, estética y política de las representaciones


El escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya, en su novela Insensatez, se pre-
gunta sobre el interés (literario, económico, político) que podrían despertar las
representaciones de la violencia extrema en la literatura. A su protagonista, un
corrector del informe sobre el genocidio en un país centroamericano, se le ocurre
escribir una novela sobre estos hechos, aunque él mismo no tarda en desestimar su
proyecto puesto que considera que “a nadie en su sano juicio le podría interesar ni
escribir ni publicar ni leer otra novela más sobre indígenas asesinados” (2004: 74).
Basada en los trabajos para la elaboración del informe de la Oficina de Derechos
Humanos del Arzobispado de Guatemala que consigna 422 masacres, la novela de
Castellanos Moya revela ella misma su paradójica y paródica existencia: alguien
fuera de su “sano juicio” no sólo escribió la novela sobre el genocidio, sino que fue
legitimada por el sistema literario con un dictamen para publicarla por una edi-
torial trasnacional como Tusquets. Además, desde su publicación, ha sido leída y
comentada por miles de personas.
En un tono similar, el escritor mexicano Julián Herbert, en La casa del dolor ajeno
(2015), obra en la que reconstruye los hechos y reelabora las causas de la masacre
de chinos en el México revolucionario en 1911 por parte de los “maderistas”, se
cuestiona: “¿Por qué alguien querría leer un libro así?” (2015: 20).
Estos dilemas éticos sobre la pertinencia de la producción y la publicación de
obras, sobre los potenciales lectores, orientan las decisiones estéticas y los impactos
políticos de las representaciones literarias. Tanto Castellanos Moya como Herbert
no ocultan sus dudas, por el contrario, deciden externarlas en el mismo texto. En
otros casos, aunque los escritores no las hagan públicas, quedan implícitas en la
propuesta estética y política de la obra.
Sería ingenuo obviar que históricamente las casas editoriales han sido una par-
te importante del proceso de producción de una obra literaria, sobre todo en las
últimas décadas, en las que han jugado un papel por demás relevante en la cons-
titución final de los textos. Por este motivo, cabe suponer que los editores de Tus-
quets y Random House, cuando recibieron los manuscritos de Castellanos Moya y
Herbert, se habrán preguntado: ¿a quién le podría interesar este tipo de obras sobre
masacres? Con la diferencia de que, quizás, el horizonte de expectativas de estas
editoriales se ubique más en el campo de la rentabilidad económica. Las expectati-
vas del escritor y las del editor/editorial difieren porque las del primero surgen de
la “afección”, mientras que las del segundo surgen del “interés”. José A. Sánchez
plantea la diferencia en estos términos:
representaciones de la violencia extrema en la literatura
83
Si decido representar o intervenir artísticamente una situación es porque me afec-
ta y porque no encuentro otro modo de acción que mi escritura, mi actuación o mi
hacer. Es una acción que me implica. Y tal acción nada tiene que ver con el interés,
pues el interés lleva una distancia respecto a aquello que observo como objeto, y
conlleva igualmente la expectativa de una ganancia, por más que esa ganancia no
sea estrictamente económica (2016: 148).

Las representaciones de la violencia extrema nacidas de la “afección” son una con-


secuencia de la práctica ética, puesto que está en juego una serie de decisiones en
las que está implícito el impacto social que puedan provocar, así como la conciencia
de que es un artificio y como tal no puede presentarse con argumentos de verdad.
¿Por qué es pertinente escribir literariamente sobre una masacre o un genocidio?
¿Se perpetúa la violencia? ¿Cómo debe ser narrado? ¿A quién le podría interesar?
En principio, querer recordar un hecho pasado atroz es en sí misma una acción
con valor ético (Sontag, 2018: 98). La ética es un término que refiere a una “prácti-
ca dependiente de la toma de decisiones individuales o de la suma de decisiones
individuales” (Sánchez, 2016: 24). Cuando el escritor ha decidido representar una
situación entra en un proceso continuo de tomas de decisiones que constituirá la
representación que será publicada y leída por los lectores.
Jacques Rancière ha reflexionado sobre la interrelación entre ética, estética y
política en las representaciones artísticas. La ética para Rancière es el “pensamiento
que establece la identidad entre un entorno, una manera de ser y un principio de
acción” (citado por Arcos, 2009: 148). Esta “identidad” posibilita el vínculo entre
estética y política. La estética, por su parte, es “un modo de articulación entre ma-
neras de hacer, formas de visibilidad de esas maneras de hacer y modos de pensa-
bilidad de sus relaciones, que implican cierta idea de efectividad del pensamiento”
(Rancière, 2009: 7). La ética y la política desde la perspectiva del filósofo francés son
inherentes a la estética, ya que enlaza las formas sensibles con el mundo a través
de una serie de elecciones. A su vez, la política “trata de lo que vemos y de lo que
podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y la cualidad
para decir, sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo” (Ranciè-
re, 2009: 10). De acuerdo con el filósofo francés, la literatura en específico participa
en el “reparto” de lo que se puede decir, ver y hacer, de tal forma que hay “un vín-
culo especial entre la política como una determinada manera de hacer y la literatura
como una determinada práctica de la escritura” (2019: 195).
La ficción es un elemento fundamental en la estética de las representaciones
literarias de la violencia extrema, ya que contribuye a estructurar y componer sim-
bólicamente la representación de una realidad. La ficción no se restringe a lo ima-
ginario, ni a la posibilidad de ordenar un discurso para hacerlo comprensible: “im-
plica la reformulación de lo ‘real’, o la constitución de un disenso” (Rancière, 2019:
84 josé sánchez carbó
182). Las obras sobre las que trabajamos constituyen ficciones que problematizan
la delimitación aristotélica entre la realidad y la ficción puesto que trabajan con
lo real, con bases testimoniales y documentales. De hecho, no existe hasta donde
sabemos una obra literaria que haya “inventado” una masacre o genocidio en el
ámbito hispanoamericano; todas tienen un trasfondo histórico y verificable. Esta
combinación, entre realidad y ficción, configura una estética compuesta por agen-
ciamientos descriptivos, narrativos e interpretativos (Rancière, 2009: 46). La ficción
es un proceso de “reagenciamientos materiales de los signos y de las imágenes, de
las relaciones entre lo que vemos y lo que decimos, entre lo que hacemos y lo que
podemos hacer” (Rancière, 2009: 49).
Una estética de la literatura en la que converge la racionalidad histórica y la
racionalidad ficcional es, en principio, una estética de conexión entre realidad poé-
tica (lo que podría pasar) y realidad histórica (lo que pasó). Esta estética literaria
recurre tanto a las posibilidades descriptivas y narrativas de la ficción como a los
métodos descriptivos e interpretativos de lo histórico y social. Para el filósofo fran-
cés, lo “real debe ser ficcionado para ser pensado” (Rancière, 2009: 49).
En este mismo sentido, pero con otras palabras, Castellanos Moya (2010) consi-
dera que el escritor, traga y digiere violencia para reinventarla, proponer o contra-
poner nuevas formas de ser, ver y hacer.

El escritor–intelectual ante la violencia extrema contemporánea


El siglo XX ha sido calificado como el “periodo más fiero de la historia de la huma-
nidad” (Aguirre, 2016: 39), ya que, según datos estimados, la cifra de muertos en
conflictos armados alcanza 160 millones de víctimas. No obstante, los calificativos
ni las cifras podrán nunca dimensionar la tragedia. El siglo XX y lo que va del XXI
han sido marcados por múltiples conflictos armados, el desarrollo tecnológico de
la industria armamentista, los campos de concentración, la limpieza étnica y el au-
mento radical de civiles muertos en las conflagraciones. Mientras que en la Segun-
da Guerra Mundial el porcentaje de muertos civiles llegaba a 50%, hacia el final del
siglo supera 80% (Aguirre, 2016: 41). Es un periodo sin comparación de violencia
desmesurada

por las guerras genocidas, exilios, urbicidios (ciudades devastadas a escombros


por bombardeos), limpiezas étnicas, explosiones nucleares, campos de extermi-
nio, desapariciones forzadas, refugiados de manera masiva […] estos fenómenos
no se refieren a eventos aislados sino a formas estructurales y sistemáticas de apli-
cación de la violencia (Aguirre, 2016: 135).

Estas expresiones han caracterizado económica, política y culturalmente nuestra


historia reciente, en parte, por el desarrollo tecnológico y la industria armamen-
representaciones de la violencia extrema en la literatura
85
tística, los totalitarismos, los fundamentalismos, las lógicas de mercado, el impe-
rialismo y el racismo cuya médula se encuentra en la violencia “justificada” de los
discursos de raza, progreso y rentabilidad de la modernidad–colonialidad. Expre-
siones y fenómenos que deben observarse desde la óptica de lo que María Eugenia
Sánchez (2020) identifica como desgarramientos civilizatorios, caracterizados por
el deterioro de tres ámbitos interrelacionados como son los territorios y las corpo-
reidades resquebrajadas, los símbolos y las identidades dislocados, así como las
regulaciones institucionales desestructuradas.
A decir de Semelin, esta violencia extrema resulta quizá más inaceptable, en re-
lación con épocas y geografías pretéritas, por “la concepción universal de la ‘huma-
nidad’” emanada paradójicamente de la modernidad (Semelin, 2002: 4). La guerra
de razas, el discurso racista y el racismo de Estado, de acuerdo con Foucault, emer-
gen con la modernidad, entre los siglos XVI–XIX, cuando la raza “única y verdade-
ra”, que detenta el poder, se enfrenta a otras razas que representan una amenaza
(Semelin, 2006: 41–57).
La historia de muchos países latinoamericanos no ha sido la excepción por la
sangre derramada. Tanto es así que Guillermo Cabrera Infante, por ejemplo, llega
a preguntarse en su libro de relatos Vista del amanecer en el trópico: “¿En qué otro
país del mundo hay una provincia llamada Matanzas?” (1987: 19). Esta violencia
latinoamericana recurrente se acentúa por la violencia extrema promovida por las
dictaduras, los regímenes militares, las revoluciones y las guerras civiles durante la
segunda mitad del siglo XX.
Sin estar en guerra, en México la violencia homicida y extrema vivida en las dos
últimas décadas ha sido inédita en la historia del país por el número de casos y la
crueldad extrema. La tasa de criminalidad no sólo alcanza la de un país en guerra,
también se ha distinguido cualitativamente por los niveles de ensañamiento contra
los cuerpos, por la “negación de toda humanidad” (Semelin, 2002: 4). La decapita-
ción, el desmembramiento, el amontonamiento de cuerpos, las fosas comunes, la
cosificación de las víctimas, se han convertido en formas de actuación habituales
entre los grupos criminales y las autoridades mexicanas federales, estatales y mu-
nicipales. Esta realidad ha trastocado actividades de la vida pública y privada de
los mexicanos, ya que, de forma directa o indirecta, ha transformado las relaciones
sociales, económicas, culturales y artísticas, así como las formas básicas de hablar,
hacer y conocer.
El intelectual como figura pública que participa en los asuntos de la sociedad
fuera de los monasterios o la universidad se delineó en la modernidad; en específi-
co, con la conformación de la estructura de los Estados–nación encontró un espacio
propicio para hacerlo (Aguirre, 2016: 33). El hito de este tipo de intervención fue
la defensa pública del capitán Alfred Dreyfus por parte del escritor Emile Zola. En
el ámbito occidental, los intelectuales tenían la finalidad de “sugerir un cambio de
86 josé sánchez carbó
estructura, señalar cambios asequibles […], confrontar al mundo o situaciones tal y
como son para prescribir lo que deberían ser [y] considerar la sociedad presente en
nombre de una sociedad por venir” (Aguirre, 2016: 32). Como menciona Rancière
(2019), los intelectuales participan en el reparto de lo decible, visible y factible. No
obstante, ante la transformación de la sociedad, sobre todo a partir de la segunda
mitad del siglo XX, cuando los Estados han reconfigurado su poder ante la lógica
neoliberal, el intelectual ha asumido tres posiciones distintas: ha dejado de encar-
nar la autoridad del saber, ha renunciado a encarar los problemas de la realidad
ante la imposibilidad de reducir la desigualdad o la injusticia y, por último, se ha
convertido en un “mero espectador” sin ningún proyecto emancipador (Aguirre,
2016: 28). No compartimos del todo la posición de Aguirre respecto al papel actual
de los intelectuales puesto que, si bien su impacto ha perdido eficacia, su participa-
ción tendría que ser valorada en contextos y situaciones específicas. Varias de las
obras y los autores que revisamos son prueba de ello.
Entre estas coordenadas de violencia inédita e inaudita, y de reconfiguración de
la función de los intelectuales, también emergen las preguntas de Castellanos Moya
y Herbert sobre la pertinencia de las representaciones literarias de la violencia ex-
trema. Los escritores reaccionan de distintas formas ante contextos de violencia y,
pocas veces, esa reacción termina por exteriorizarse o materializarse en una obra
literaria. No obstante, las expresiones de rechazo pueden localizarse en artículos de
opinión, entrevistas, protestas o declaraciones, no sólo en obras literarias.

Literatura y violencia extrema en América Latina


La narrativa latinoamericana ha abordado directa o indirectamente innumerables
casos de asesinatos a colectivos indefensos. Estos se remontan a tiempos de la Con-
quista con casos tempranos como Bartolomé de las Casas con su Brevísima relación
de la destrucción de las Indias (2001 [1552]), pero es en los siglos XX y XXI cuando se
intensifican en cuanto al número y nivel de crueldad, teniendo como principales
perpetradores a ejércitos, grupos revolucionarios y, en las últimas décadas, al cri-
men organizado infiltrado en todos los niveles de gobierno. La mayoría de los casos
coinciden en que han sido perpetrados para enviar mensajes, necro–comunicados,
intimidar, atemorizar o para coaccionar a grupos específicos de población.
Castellanos Moya, por ejemplo, señala que:

la realidad de la violencia criminal que afecta a nuestras sociedades es de tal mag-


nitud que nuestras obras de ficción resultan a veces conservadoras o palidecen
ante los hechos cotidianos, de tal manera que un texto que en un país europeo se
consideraría una novela negra y cruda, en México, Colombia o El Salvador pare-
cerá light frente a la lectura de la página diaria de sucesos del periódico (2010: 59).
representaciones de la violencia extrema en la literatura
87
Algunas de estas manifestaciones han ocupado el centro de la novela, como
lo hizo Mario Vargas Llosa en La Guerra del fin del mundo (1981), con la historia del
movimiento brasileño de los Canudos que terminó con su extinción a finales del
siglo XIX; o en la novela del dominicano Freddy Prestol Castillo, El Masacre se pasa
a pie (1971), que aborda el asesinato en masa de miles de haitianos ordenado por
el dictador dominicano Leónidas Trujillo. Por su parte, Gabriel García Márquez
le dedica únicamente un pasaje de Cien años de soledad (1967) a la masacre de las
bananeras de 1928. Otro escritor como Jorge Galán, en su novela Noviembre (2016),
ubica la masacre de los jesuitas y del Mozote, entre otras, en un contexto de extrema
violencia e injusticia en El Salvador.
El corpus literario sudamericano sobre las desapariciones, las torturas y las eje-
cuciones cometidas por las dictaduras es bastante amplio, como lo muestra el li-
bro Literatura y violencia en la narrativa latinoamericana, coordinado por Teresa Basile
(2015), así como el número especial de la revista Kamchatka. Revista de análisis cultural
titulado “Avatares del testimonio en América Latina: tensiones, contradicciones, re-
lecturas” (2015), coordinado por Jaume Peris Blanes y Gema Palazón Sáez. Sobre el
genocidio de indígenas guatemaltecos durante la guerra civil y de los informes y do-
cumentos que guardan la memoria dejan constancia Horacio Castellanos Moya, en
Insensatez; Francisco Goldman, en El arte del asesinato político. ¿Quién mató al obispo?
(2007), así como Mario Roberto Morales, en Jinetes en el cielo (2012), entre otras obras.
No son pocos los títulos de obras que se han centrado en desarrollar represen-
taciones de la violencia extrema en distintos contextos latinoamericanos, lamenta-
blemente, y México tampoco es la excepción. De entre estos títulos y casos, tenemos
representaciones literarias de hechos de violencia extrema motivada por ideas ra-
cistas o proto–racistas en obras tan tempranas como la Brevísima relación… de Bar-
tolomé de las Casas, ya mencionada; o decimonónicas en un relato de Vicente Riva
Palacio titulado “Los treinta y tres negros” (1905 [1870]).
En lo que va del presente siglo encontramos la novela La fila india (2013), de
Antonio Ortuño, que trata sobre las masacres de migrantes centroamericanos; o las
obras relativas a la masacre de chinos durante la revolución mexicana que consignan
Julián Herbert en La casa del dolor ajeno (2015), y Beatriz Rivas en Jamás, nadie (2017).
Existen otros títulos que orbitan alrededor de este corpus, pero carecen del
trasfondo racista. Por ejemplo, la “leyenda” del asesinato de 300 prisioneros por
parte del general villista Rodolfo Fierro que registró Martín Luis Guzmán en el
cuento “La fiesta de las balas” (1928), uno de los más celebrados y antologados de
la literatura mexicana, el cual resulta paradigmático por el manejo que hace del
ajusticiamiento de prisioneros, tal como si esculpiera una “memoria monumento”
(Basile, 2015), comprensible durante el proceso de configuración del proyecto pos-
revolucionario de nación en el que las expresiones artísticas fueron fundamentales
para su consolidación.
88 josé sánchez carbó
Capítulo aparte merece la Matanza de Tlatelolco de 1968, no sólo por la canti-
dad de textos que han cronicado, denunciado o ficcionalizado ese trágico episodio
sino porque, a diferencia de otros hechos, detonó una transformación social y moral
en el país cuya onda expansiva alcanza nuestros días.
De la misma forma, se ha escrito y publicado mucha literatura del narco en
México que representa las ejecuciones sumarias, así como la crueldad y la saña ini-
maginable. En esta órbita de violencia ejercida por grupos criminales se encuentra
la novela Las tierras arrasadas (2015), de Emiliano Monge, en la que desde la óptica
de los victimarios que fueron víctimas, expone el funcionamiento de la maquinaria
encargada de reproducir personajes–engranes necrológicos con nombres tan em-
blemáticos como Epitafio, Estela, Mausoleo, Osaria, Ausencia, Sepulcro, Cemente-
ria, Sepelio o Hipogeo. Para Peña Iguarán, la novela de Monge “suspende, aunque
no por completo, la centralidad de la figura de la víctima que tanto ha enmarcado
el discurso de los derechos humanos, así como las imágenes violentas que con-
sumimos a diario […]. Los protagonistas del horror tienen nombres que sólo son
posibles al habitar este escenario de mortandad” (2018: 143).
Por otra parte, un conjunto grande de estas obras más bien mitifica a los crimi-
nales u obedecen a las demandas del mercado que impone una lógica económica
que, sin duda, se distancia de la lógica política institucional del periodo posrevolu-
cionario o de la lógica política ciudadana del movimiento del 68. Muchas de estas
obras sobre el narco y el crimen organizado son producto del “interés” económico
o mediático, no de la “afección”.

Mercado y repertorios literarios de la violencia


La violencia se ha convertido en una parte importante del repertorio literario la-
tinoamericano en las últimas décadas. En términos genéricos puede reconocerse
la emergencia y comercialización de la “literatura de la violencia”, la “novela del
dictador”, la “novela sicaresca” o la “narcoliteratura”, entre otras categorías. Aun-
que no es un fenómeno nuevo, puesto que la violencia ha sido representada en la
literatura a lo largo de varios siglos con distintos intereses, sí se ha incrementado
en los últimos decenios.
Estos términos engloban una serie de características y códigos de valoración
constitutivos de los repertorios, entendidos como el conjunto de “reglas y mate-
riales que rigen tanto la confección como el uso de cualquier producto” (Even–Zo-
har, 2007: 42). En este sentido, el repertorio determina las formas de producción
y consumo de la literatura, por lo que un mínimo de conocimiento y acuerdo son
necesarios para su reconocimiento. Por una parte, los repertorios proveen de re-
cursos para interpretar realidades complejas y, por otra, configuran “modelos de
actuación”:
representaciones de la violencia extrema en la literatura
89
los textos proporcionan no sólo explicaciones, justificaciones y motivos, sino tam-
bién —o a veces en primer lugar— esquemas (o scripts) de acción. La gente que lee
o escucha (o mira) estos textos, no sólo recibe de ellos concepciones e imágenes
coherentes de la realidad, sino que puede extraer de ellos instrucciones prácticas
para su comportamiento cotidiano. Así, los textos proponen no sólo cómo com-
portarse en casos particulares […], sino cómo organizarse la vida […] (Even–Zo-
har, 2007: 81).

Conviene precisar que, a lo largo de la historia, el sistema literario, o el equivalente


pensado como campo o institución, se ha transformado tanto como los propios con-
ceptos y prácticas de escritor, obra o lector, por lo tanto, las formas en que la literatu-
ra se relaciona con la realidad también cambian. Actualmente, una parte de la litera-
tura sobre la violencia está determinada por específicas condiciones de producción
en las que el mercado considera este tipo de textos como un producto rentable siem-
pre y cuando cubran con ciertos elementos de los repertorios estandarizados para
el consumo: una clara distinción entre los buenos y los malos, romance, venganza,
entre otros. De ahí la pertinencia de contemplar también como variables del análi-
sis no sólo las representaciones de este tipo de violencia y el sistema literario, sino
también las condiciones económicas y sociales en las que se producen y consumen.

Fines e impactos
Las representaciones de la violencia extrema han tenido distintos niveles de im-
pacto social y económico e incluso político que, en ciertos casos, resultan insepara-
bles. Aunque nos centraremos esencialmente en el primero, no podemos dejar de
reconocer que este impacto social en la época actual difícilmente puede ser des-
vinculado de lo económico. Como habíamos mencionado, los libros de Horacio
Castellanos Moya, Julián Herbert o Beatriz Rivas fueron publicados por editoriales
trasnacionales con un sólido capital económico como Tusquets, Random House o
Alfaguara. Asimismo, lo social, lo político y lo económico están ligados en el caso
del escritor Jorge Galán, que fue amenazado de muerte por retomar la masacre de
jesuitas en El Salvador en su novela Noviembre, editada por Planeta y premiada por
la Real Academia Española en 2016. Por otra parte, respecto al impacto económico
y la mercantilización de la violencia extrema, basta revisar la oferta de contenidos
de la industria cultural para reconocer que estos temas, independientemente de su
enfoque, son rentables y demandados por los consumidores.
El impacto social deriva, en principio, de una afección por un hecho y del deber
de recordar éticamente el pasado de los que fueron asesinados o de los que ya no
tienen voz para pronunciarse; pero las representaciones de la violencia también
han contribuido, en ciertos periodos, a reducir los homicidios o a fijar nuevas polí-
ticas públicas para salvaguardar los derechos humanos.
90 josé sánchez carbó
Como mencionamos también, no tenemos noticia de alguna obra narrativa cuyo
desarrollo gire en torno a una masacre o genocidio “inventado”; todas, desafortuna-
damente, tienen un referente real. De ahí que uno de los propósitos más visibles de
estas obras sea recordar algo acaecido en el pasado. Susan Sontag, en su libro Ante
el dolor de los demás, resalta la necesidad de recordar y reflexionar en torno a lo que
se recuerda. Y recordar es “una acción ética, tiene un valor ético en y por sí mismo”
(2018: 98), en el sentido de que hacerlo abre la posibilidad de darle voz a los ausen-
tes, a los desaparecidos, a quienes les ha sido negada la posibilidad de recordar;
pero, contradictoriamente, no puede desestimarse que la acción de recordar “dema-
siado” no sólo puede entorpecer procesos de reconciliación, sino que puede reavivar
viejos conflictos. En esta línea, Tzvetan Todorov distinguía entre los usos literal y
ejemplar de la memoria: el uso literal somete el presente al pasado, mientras que el
uso ejemplar tendría que coadyuvar a resolver los problemas del presente (2000: 32).
Por lo anterior, cobra valor la distinción entre “memoria perturbadora” y “me-
moria monumento” sobre la que trabaja Teresa Basile. Gran parte de los textos li-
terarios mencionados que tratan sobre masacres para contrarrestar el olvido y el
silencio forman parte de la “memoria perturbadora”. De acuerdo con Basile, se
caracteriza por alumbrar zonas oscuras que “responden a una demanda de verdad
que busca esclarecer ciertos casos que han permanecido rodeados de tinieblas y
asediados por múltiples versiones contrapuestas” (2015: 199).
La “memoria monumento”, por su parte, contribuye a glorificar a héroes, victo-
rias y hazañas. Un caso paradigmático es el relato “La fiesta de las balas”, incluido
en El águila y la serpiente (1928), de Martín Luis Guzmán, que trata sobre el fusila-
miento de trescientos prisioneros. En una suerte de breve introducción, el autor
advierte que no se trata de un hecho histórico sino de una leyenda que pinta “más
a fondo la División del Norte” (1993: 27). Enfatiza que las leyendas muchas veces
parecen “más verídicas […] más dignas de hacer historia” (1993: 27). Esta repre-
sentación literaria sobre el ajusticiamiento de centenas de prisioneros resulta un
modelo de la “memoria monumento” porque tiene como marco socio–histórico la
conformación del proyecto de nación posrevolucionario.
Guzmán buscaba “hazañas” que podrían describir de mejor forma al ejército
de Villa. De ellas distingue las verídicas de las legendarias, las cuales, a su parecer,
son “más dignas de hacer historia” porque representan “revelaciones esenciales”
(1993: 27). La palabra “hazaña”, no olvidemos, hace referencia a un hecho “ilustre,
señalado y heroico” (RAE). Desde esta perspectiva, el relato de Guzmán bien puede
inscribirse en la llamada “memoria monumento” cuya función, como vimos, con-
siste en glorificar. En esta búsqueda de “hacer historia”, el escritor encuentra que
Rodolfo Fierro asesinó él sólo a trescientos prisioneros, uno por uno.
Este hecho, calificado como “hazaña”, es glorificado y mitificado. Le atribuye
poderes sobrenaturales al protagonista y al fusionar la virilidad del militar con un
representaciones de la violencia extrema en la literatura
91
paisaje hostil crea la mística y la escena de la épica revolucionaria. Guzmán des-
cribe a Fierro como si fuera efectivamente un monumento, una persona impertur-
bable e invencible, ajeno a las inclemencias del clima desértico: “El viento le daba
de lleno en la cara, más él no trataba de eludirlo clavando la barbilla en el pecho ni
levantando los pliegues del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto,
bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los
arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura […] Sentía como caricia la luz
del sol” (1993: 28).
Este cuadro le permite al narrador calificar a Fierro como una “figura grande y
hermosa” que irradia “un aura extraña, algo superior, algo prestigioso” (1993: 30).
La decisión de asesinar sin ayuda a trescientos prisioneros nació de una “pul-
sión” que recorrió todo su cuerpo hasta llegar al dedo índice de la mano derecha.
Para lograrlo idea un perverso juego en el que cada uno de los “colorados” tendría
la posibilidad de escapar si lograba superar las vallas del corral. Sin apenas una
pausa, durante casi dos horas, los prisioneros fueron liberados por turnos para co-
rrer por su vida sin éxito. La reacción de la tropa de Fierro fue de clamor, de regoci-
jo. Al final, Fierro dejó montañas de cadáveres hacinados que para el narrador son
“como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles” (39).
La literatura y las artes en el periodo posrevolucionario jugaron un papel im-
portante para la configuración de la identidad nacional, tanto por su crítica como
por la exaltación de la revolución. De ahí la imagen de bronce de Fierro, de la per-
sona y el anonimato de la masa de soldados, tanto los asesinados como los de su
propia tropa.
El impacto social de las representaciones literarias de la violencia también es
analizado por el historiador francés Robert Muchembled, en un interesante capítu-
lo de su libro Una historia de la violencia (2010). Su tesis es que los índices de homici-
dios descendieron en Europa paulatinamente desde el siglo XVI, al inicio de lo que
él llama la “civilización de las costumbres”, al popularizarse la literatura sobre la
violencia. Estas expresiones de “ficción sangrienta” le sirvieron al Estado como un
dispositivo de gestión de la violencia que, como una especie de válvula de escape,
contribuyeron a atenuar las reacciones violentas de los hombres jóvenes, principal-
mente, pero al mismo tiempo alimentaban el carácter para atender posibles conflic-
tos ante el ataque de otras naciones.
Esta literatura sobre la violencia ha sufrido transformaciones estéticas y polí-
ticas desde el siglo XVI hasta nuestros días. Entre el ocaso de la Edad Media y el
alba del Renacimiento persuadía moralmente a los lectores asociando la violencia
con lo demoniaco. Más tarde, conforme el ingrediente diabólico perdía efectividad
y los escritores representaban escenas sanguinarias con el afán de educar, sus lec-
tores más bien leían estos relatos con fascinación. Hacia el siglo XVIII, mientras se
idealizaba al bandido bueno y noble, el lector desconfiaba del arrepentimiento del
92 josé sánchez carbó
homicida. Para entonces la contrición del criminal en los últimos momentos resulta-
ba inverosímil. De esta forma, para el siglo XX, con la irrupción de la novela negra,
los lectores dejaron de creer en la redención de los criminales.
Para Muchembled, los repertorios de la violencia en el campo de la literatura
europea contribuyeron a reducir los índices de criminalidad desde el Renacimiento
hasta mediados del siglo XX. La literatura, en el marco del largo proceso de la lla-
mada “civilización de las buenas costumbres”, representó un dispositivo catártico,
adecuado para contener y convertir la violencia “en operativa y útil a la colectivi-
dad en caso necesario” (2010: 15).
En el contexto hispanoamericano, conviene revisar la Brevísima relación…, pu-
blicada por primera vez en Sevilla (1552), es decir, diez años después de que fuera
escrita por De las Casas con motivo del Consejo de Barcelona convocado por Carlos
V para revisar la situación de los indígenas desde los campos filosófico, teológico y
político. La intervención del fraile, una enumeración cruda de los atropellos come-
tidos en contra de los indígenas, contribuyó a que Carlos V emitiera nuevas leyes
que privilegiaban el sentido de la evangelización frente al de la conquista. No obs-
tante, poco después cambió de nuevo la situación de los indígenas. Una década más
tarde, con motivo del Consejo de Valladolid, la perspectiva de la colonización de
los encomenderos americanos se volvía a imponer. Por ello es que el autor decidió
imprimir aquel texto que había presentado en el Consejo.
Esta obra tenía la firme intención de denunciar y evitar los crímenes y abusos de
los españoles en contra de los indígenas. Esta inquietud había llevado a De las Casas
a solicitar audiencias con autoridades eclesiásticas y seglares, por lo que en 1516 ya
había recibido el cargo de Protector de los Indios. Los conquistadores provocaron nu-
merosas muertes a través de suicidios colectivos de comunidades para evitar ser sub-
yugados, de los trabajos forzados, o por hambre, pero también cometieron otro tanto
de masacres. Además de fundar la defensa de los derechos de los indios y provocar
transformaciones en las políticas de la colonización de América, este libro fue utili-
zado por otros países europeos para forjar la leyenda negra de la corona española.
En la época actual, Castellanos Moya considera que escribe sobre la cotidiani-
dad centroamericana (2010: 201), aunque la crítica ha encasillado su producción
como literatura de la violencia, del cinismo o el desencanto, para distinguirla de
la literatura de denuncia, libertaria o revolucionaria latinoamericana producida en
los setenta y ochenta en el marco de la Guerra Fría: “Ahora, en las obras del nue-
vo periodo, no había buenos ni malos, ni razón histórica de respaldo: la violencia
campeaba desnuda de ideologías” (2010: 55). Esta clasificación de literatura de la
violencia resulta para Castellanos Moya imprecisa e injusta porque la literatura oc-
cidental, a su vez, ha representado desde sus orígenes la violencia sin que sea califi-
cada así por ello; considera que el calificativo estigmatiza a una literatura e incluso
a la sociedad centroamericana como “cultura de la violencia”.
representaciones de la violencia extrema en la literatura
93
En Insensatez pondera el racismo hacia los indígenas como una explicación del
genocidio en Guatemala, de cientos de masacres cuyo correlato es la fosa común,
un espacio de dolor que pone “en tela de juicio las relaciones de proximidad, de
alteridad, de consideración por el otro” (Aguirre, 2016: 74).

Reflexiones finales
Lo expuesto hasta aquí pretende sentar las bases conceptuales y metodológicas para
el análisis de las representaciones literarias de la violencia extrema en la literatura
latinoamericana. Esto ha supuesto configurar un conjunto de interrogantes para ser
respondidas en futuros análisis puntuales sobre la participación y función que des-
empeñan varios de los elementos implicados en el sistema literario y la representa-
ción literaria. Por supuesto, el texto ocupa el centro sobre el que orbitan variables
como una serie de relaciones establecidas entre los distintos elementos del sistema,
por ejemplo, la relación entre el autor y el hecho histórico de violencia extrema,
entre el autor y el contexto desde el que enuncia esta recuperación del pasado, el
texto literario y su consumo, así como el impacto de este tipo de representaciones.
La dimensión ética ha sido un elemento clave sobre el que se ha reflexionado
poco en la literatura, pero que en el contexto de la recuperación del pasado y de la
construcción de representaciones literarias de hechos históricos violentos cobra una
gran relevancia. Las representaciones son resultado de elecciones éticas y estéticas.
La ficción resulta un método y una forma del discurso capaz de colaborar para
crear un relato comprensible, sustancial y profundo de la verdad, que complejiza
las situaciones, amplía las opciones de tratamiento, alimenta el entendimiento, ayu-
da a imaginar lo inimaginable, mezclar la realidad empírica con la imaginación y,
en algunos casos, contrarrestar el consumo banal de la violencia.
La ficción, como una configuración particular de la experiencia y de la reali-
dad, marca trayectorias entre lo visible y lo decible, y aporta modos de ser, hacer y
decir. Asimismo, construye modelos de palabra y acción, regímenes de intensidad
sensible, mapas de lo visible, así como relaciones entre modos de ser, hacer y decir.
Fernández Savater (2016), en torno a la idea de ficción política de Rancière, comen-
taba que “hace ver cosas que no se veían, pone en relación lo que estaba disperso,
hace surgir otras voces y otros temas, otros lenguajes y otros enunciados, otras es-
calas y otros razonamientos, otras legitimidades y otros hechos. Y ofrece ese paisaje
inédito a todos, a cualquiera. Como un don, un regalo, una nueva posibilidad de
existencia” (2016: 4).
Desde la segunda mitad del siglo XX, mientras se popularizaba una literatura
de la violencia de consumo masivo, también se fue consolidando una literatura de
lo real volcada a la recuperación del pasado, de la memoria histórica, constituida
para evitar el olvido y denunciar hechos de violencia extrema en todo el orbe, entre
otros propósitos. En este sentido, desde la segunda mitad del siglo XX se conso-
94 josé sánchez carbó
lidó, por una parte, una lógica de mercado cultural y una industria que encontró
en los hechos históricos atroces historias para comercializar; pero también, en este
periodo y hasta nuestros días, la literatura testimonial y de lo real da cuenta de las
injusticias. En el caso de América Latina, en el contexto de la Guerra Fría, la revolu-
ción cubana y las dictaduras, se fortaleció la reflexión y la creación de este tipo de
literatura. La polémica se polarizó entre la literatura comprometida o la burguesa
de evasión.
De tal forma que el escritor, influenciado por tales condiciones, el mercado y el
deber de la memoria, se dio a la tarea de crear representaciones de la violencia para
lucrar, pero también para denunciar, conservar la memoria y presentar otra versión
de los hechos normalizados por la historia oficial o para comprender el contexto de
violencia. Esta literatura y estas interpretaciones de la eficacia de la literatura rea-
firman “la capacidad del arte para resistir a las formas de dominación económica,
política e ideológica” (Rancière, 2019: 174).
Los testimonios de sobrevivientes como Primo Levi o Jorge Semprún, así como
algunas representaciones literarias de la violencia extrema, contrarrestan la nega-
ción, el ocultamiento o el olvido deliberado, contribuyen al conocimiento y com-
prensión de los hechos y resultan una fuente fundamental para conocer la verdad o
comprender la realidad. Los testimonios, al recuperar la memoria, hacen una justi-
cia mínima de lo irreparable, visibilizan a la víctima desaparecida, le dan existencia
a la ausencia.
Por último, cabe mencionar que el impacto político de esta literatura es recono-
cible en distintos grados y ámbitos, pues no siempre alcanza las políticas públicas,
ni siquiera es atendida por los lectores su incitación a la rebelión o al activismo con-
tra el sistema de dominación que denuncia, sea económico, político o ideológico.
Este impacto más bien se sitúa en una “multiplicidad de pliegues en el tejido sen-
sible” (Rancière, 2019: 191). Las representaciones literarias de la violencia extrema
impactan esencialmente la realidad, es decir, operan contra las “configuraciones
definidas de lo que está determinado como nuestra realidad” (191). Y es a través de
la crítica que se crea lo que Rancière define como disenso.
El filósofo francés considera que los artistas y escritores producen disensos
destinados a “hacer visible lo invisible o a cuestionar la evidencia de lo visible, a
romper las relaciones dadas entre cosas y significados que antes no estaban rela-
cionados” (2019: 182). En otras palabras, el arte crítico “es un arte que tiene como
objetivo producir una nueva percepción del mundo y, por lo tanto, crear un com-
promiso con su transformación” (183). Esto se ajusta, por ejemplo, a los propósitos
del escritor mexicano Julián Herbert al abordar la masacre de chinos en los albores
de la Revolución Mexicana. Herbert configura un disenso contra la versión común
de que la masacre fue una “reacción de una masa popular que desahogó su frustra-
ción sobre un grupo particular de inmigrantes”, para —en su lugar— visibilizarla
representaciones de la violencia extrema en la literatura
95
y calificarla como “un acto de xenofobia” (2015: 16), versión que se ha negado o
deseado mantener oculta por los habitantes de la región de La Laguna, México.
Las representaciones literarias de la violencia como arte crítico (Rancière, 2019)
o contradispositivos visibilizan lo oculto, realizan sabotajes e invierten los sentidos
de los dispositivos que configuran la realidad (Sánchez, 2016: 318).

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LOS AGUJEROS ESTRUCTURALES, LAS APROPIACIONES
PREDATORIAS DEL TERRITORIO Y LAS NUEVAS SUBJETIVIDADES
98
99

El desarraigo radical. Apropiaciones predatorias


y territorialidades emergentes

Óscar Soto Badillo

En la era de la Tierra, lo propio del hombre será no pertene-


cer a ningún lugar. Pasar de un lugar a otro tejiendo en cada
uno de ellos una relación de solidaridad y desconexión.
Achile Mbembe

Introducción
En el marco de la creciente desarticulación de los complejos andamiajes societales
que han explicado la relativa estabilidad de las prácticas y representaciones sur-
gidas del régimen de la modernidad–colonialidad, el presente capítulo analiza la
relación entre las formas predatorias de apropiación socio–espacial (Sassen, 2015) y la
producción de territorialidades emergentes, que se derivan de tales formas.
La noción de desgarramientos civilizatorios, propuesta por María Eugenia Sán-
chez (2020), para caracterizar el resquebrajamiento de tales entramados sociales,
desarrollada en el primer capítulo de esta obra, constituye una propuesta teórica
y epistemológica muy sugerente para mirar los problemas y desafíos de la crisis1
que vive la humanidad y constituye un marco de referencia útil para interpretar, de
manera particular, la conformación de nuevas territorialidades.
Las territorialidades emergentes, resultantes de procesos de producción y apro-
piación material y simbólica del espacio social, se vinculan al funcionamiento del
capital en la escala global y a sus mecanismos multiescalares de gestión (Harvey,
2014), así como a los regímenes de regulación de las relaciones de poder, cuyo com-
portamiento predatorio revela la crisis civilizatoria aludida.
Puede aventurarse la hipótesis de que la crisis de este régimen, hegemónico a lo
largo de los últimos doscientos años (De Sousa, 2009), se produce por la desvincula-

1 La noción de crisis constituye un concepto clave para nominar fenómenos y procesos de


diversa índole. De este modo se alude a “la crisis del Estado de Bienestar, la crisis de las
ideologías, la crisis de lo local, la crisis de las utopías, la crisis de la política clásica, la crisis
del crecimiento económico como clave del futuro, la crisis de los grandes relatos totaliza-
dores de la Historia, etc.” (Gravano, 2008: 6). En la mayoría de los casos, connota la idea de
desaparición, muerte, ciclo cumplido. El complejo entramado que parece articular la crisis
contemporánea, trae aparejado un cuestionamiento de muchas de las formulaciones concep-
tuales vigentes, junto a la emergencia de nuevas interrogantes y necesidades (Sassen, 2015).
100 óscar soto badillo
ción de los dispositivos componentes de su regulación, cuya articulación conflictiva
sustentó el orden societal y territorial: el Estado–nación, la comunidad y el mercado
capitalista; y por su vaciamiento como gestores de horizontes de emancipación y
como significantes de tal orden.
Este proceso se manifiesta en diversos modos de desposesión y expulsión ma-
terial y simbólica de las formas de existencia autónomas de individuos y colectivi-
dades (Sevilla, 2008), en la destrucción–desaparición, también material y simbólica,
de sus corporalidades y geografías mediante el ejercicio de la violencia como dispo-
sitivo estructurador de lo social.
Proponemos la noción de desarraigo radical, como una expresión que apunta a
señalar la fragmentación y el desconcierto de la experiencia individual y colectiva
en sus vínculos constituyentes con el espacio.
El estado de excepción que se produce en el proceso de desvinculación–vacia-
miento, al convertirse en regla, permite que quienes detentan diversas formas de
poder político tengan la última palabra sobre la existencia. Ese estado es contesta-
do, desde la experiencia de la apropiación, por muy diversas maneras de acción
social que conducen a profundizar el distanciamiento y la disolución social o a
aventurar esfuerzos de re–vinculación y producción de sentido centrados en nue-
vas formas de territorialidad.
El hilo conductor del texto se orienta por las siguientes preguntas generadoras:
¿de qué modo las territorialidades emergentes, resultantes de las formas predato-
rias contemporáneas de apropiación de los entramados socio–espaciales, manifies-
tan el desgarramiento de los andamiajes estructurales que han sostenido el régimen
de modernidad–colonialidad en América Latina? ¿qué socialidades se producen en
este proceso de desarraigo radical?

La territorialidad como categoría analítica


El argumento interpretativo que proponemos parte del supuesto de que el territo-
rio, sus dispositivos de producción, representación y apropiación social, constituye
una dimensión crucial en el análisis de la desarticulación contemporánea de los
andamiajes económicos, políticos, sociales y simbólicos que dieron sentido y esta-
bilidad a las prácticas y representaciones societales moderno–coloniales (Sánchez,
2020; Appadurai, 1999). Tal quiebre societal, que algunos autores entienden con la
profundidad de un colapso civilizatorio, parece coincidir con la articulación de la
crisis del sistema de acumulación fordista y su régimen de distribución, así como
de la crisis de las soberanías políticas y ordenamientos culturales, organizadas en
el binomio Estado–nación y sus sistemas de representación y gestión de intereses.
En este proceso, las formaciones territoriales, que son el ámbito material y sim-
bólico de tales andamiajes, representan un problema de orden a la vez teórico y
empírico.
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
101
Desde una perspectiva teórica, las formas de gestión socio–espacial producidas
por las dinámicas de la globalización y, más específicamente, por las particulares
respuestas de los regímenes territoriales de poder a la nueva configuración de re-
laciones geo–económicas y geo–políticas derivadas de aquéllas, pero también por
las dinámicas sociales emergentes en la escala local que estas respuestas generan,
supone asumir al territorio como una categoría analítica problemática.
En este sentido, parece necesario trascender el enfoque convencional de una
“geografía de rasgos esenciales”, basado en concepciones de coherencia —geo-
gráfica, civilizacional y cultural— sustentada en determinados valores, lenguajes,
prácticas o condiciones ecológicas, más o menos estables y duraderos, para aventu-
rar aproximaciones centradas en “geografías de procesos”, cuyas configuraciones
crecientemente inestables se derivan de la relación entre “diversos tipos de acción,
interacción y movimiento” (Appadurai, 1997; Appadurai, 1999).
Se trataría de una perspectiva topológica, antes que topográfica, orientada a
comprender las lógicas internas de los espacios y territorios, y sus relaciones cons-
tituyentes.
Esta perspectiva reclama aproximaciones conceptuales que tomen distancia del
determinismo de los atributos materiales del espacio y de los marcos institucionales
formales que los regulan y gestionan, para disponerse a nuevas aproximaciones
analíticas que contribuyan a interpretar la dinámica relacional de sujetos, flujos y
lugares que conforma el espacio–tiempo social contemporáneo.
Así, podemos asumir, como declaración de principios, lo que advirtió G.
Simmel ya en la primera mitad del siglo XX, en referencia a las delimitaciones
espaciales que configuran el territorio: “El límite no es un hecho espacial con efectos
sociológicos, sino un hecho sociológico con una forma espacial” (Simmel, 1939: 216,
citado por Torres, 2011: 213).
De este modo, el territorio es, a la vez, en cada momento histórico, producto y
productor de lo social (Lefevbre, 2013).
Doreen Massey (2004, citado por Torres, 2011: 214) plantea tres consideraciones
epistémicas que ayudan a concebir, procesualmente, el ámbito territorial: a) El espa-
cio es producto de interrelaciones, desde lo inmenso de lo global hasta lo ínfimo de la inti-
midad; b) el espacio es la esfera posible de la existencia de la multiplicidad, multiplici-
dad y espacio son co–constitutivos, de ahí que sea posible reconocer varios territorios
en un mismo espacio; c) el espacio, al ser producto de las relaciones, es contingente,
siempre está en proceso de formación, siempre abierto y nunca acabado, justo por la
complejidad de las relaciones entre flujos y fronteras, lugares y vínculos humanos.
Desde este punto de vista relacional, la territorialidad, como producto y produc-
tor de lo social, se constituye por un “tejido denso de redes y ramificaciones” que,
pragmática y subjetivamente, configura el entorno de un individuo y de un grupo
social con base en relaciones de dominación y de apropiación (Lefebvre, 1961: 233, cita-
102 óscar soto badillo
do por Lindón 2008: 41), donde la última tiene una doble dimensión: como campo de
acción y como campo de significación. La disputa por el territorio por su producción
y control ocurre desigualmente en ambas dimensiones, dado que, si bien los grupos
sociales subalternos pueden no tener la dominación concreta y efectiva del territorio,
pueden tener una apropiación más simbólica y vivencial del espacio.
Tales redes se estructuran por una serie de códigos o sistemas de regulación
social —de producción y consumo, de propiedad y usufructo, de significación y
representación— y por dispositivos estructurantes de prácticas, imaginarios y re-
presentaciones en distintos niveles de formalización, de un modo que constituyen
las bases sobre las que se despliegan los mundos de vida y en los que surgen los
modos de experiencia individual y colectiva (Sevilla, 2008).
En otro orden de ideas, más allá de la concreción específica que resulta de las
redes estructurantes señaladas, la territorialidad puede entenderse como la expre-
sión espacial del “Tiempo histórico”, es decir,

una especie de organización del movimiento de las sociedades a partir del princi-
pio organizativo de su momento productivo o del patrón de transformación de la
naturaleza, es una especie de ritmo y dirección de la matriz social. En este sentido
es una forma de moverse de las sociedades, no la secuencia, concatenación o arti-
culación de sus hechos colectivos (Tapia, 2002: 311–312).

Por ello, el territorio, como forma histórica de la articulación del tiempo y el espa-
cio, es, a la vez, tiempo condensado y espacio en devenir.
Así, podemos plantear dos ámbitos analíticos:

El territorio como espacio de dominación


El primer ámbito, del que se deriva una definición del territorio concebido como es-
pacio de dominación, como materialización del poder (Raffestin, 2011), es su expre-
sión como tejido de tentativas o estrategias, de individuos o grupos para alcanzar,
influenciar o controlar recursos y personas a través de su delimitación y control.
Este control se da, ya sea a partir de la gestión y planificación, del ordenamiento y
clasificación de los atributos físicos y biológicos de los ecosistemas existentes en un
espacio dado, ya sea que se sustente en la orientación de la extracción–transforma-
ción de los recursos materiales constituyentes de ese espacio que determinan las
relaciones de producción y la adjudicación de sus productos. Se controla, también,
prescribiendo y jerarquizando los atributos culturales y las representaciones sim-
bólicas significantes de los grupos sociales que lo habitan; y, al final, estableciendo
pautas de espacios de gobierno para administrar las subjetividades, sus cuerpos y
emociones, modelar las conductas, las formas de control o la distribución de posi-
ciones sociales (Zicari, 2018). De acuerdo con Julian Zicari:
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
103
Los territorios y espacios son campos de relaciones de fuerzas que se establecen
según pautas jurídicas y militares, bajo procesos económicos y políticos, expresan-
do los distintos elementos de ordenamiento de la dominación social, puesto que
la construcción de mapas y redes tienen como fin el control y su uso es para los
desplazamientos de cuerpos, ejércitos y mercancías […] son zonas sociales de en-
cuentro, de poder y de conflicto, en los que no existiría un “arriba o abajo” neutral,
sino que son más bien topografías construidas (2018: 63).

Para el autor, las lógicas que favorecen la conformación de los espacios son los
puntos nodales, a veces invisibilizados, de donde emanan prácticas políticas de
dominación: campos, posiciones, suelos por los cuales se reconocen “las topologías
de los espacios humanos, en los que se ejerce una soberanía, circula la riqueza, el
capital, se producen los bienes económicos y simbólicos, despliegan los gobiernos
y se administran los cuerpos” (Zicari, 2018: 63).
Los procesos descritos se sitúan en las esferas de la producción y la reproduc-
ción social, inseparables y mutuamente implicadas. En esa relación, sobre las prác-
ticas y los imaginarios que les dan sentido, fruto de la vivencia histórica del sujeto
en el espacio (siempre vivida como presente), irrumpen las representaciones pro-
ducidas en la esfera del poder–saber, sus instrumentos y códigos por medio de los
cuales es posible, relativamente, implicar el territorio en un determinado régimen
de acumulación, de representación y de regulación.
En un plano formal, la interacción de las esferas de la producción y la reproduc-
ción social sustentan el patrón de extracción, producción y distribución de recursos,
que se supone estable durante un tiempo determinado en un espacio dado, e inclu-
ye el complejo entramado que articula desigualmente las formas de la organización
productiva (tecno–económica), que pueden incluir formas capitalistas y no capita-
listas de producción y las expresiones de las formas de intercambio (mercantil y no
mercantil) de los bienes territoriales, así como la determinación de la asignación
social de los productos de la riqueza producida.
Asimismo, los dispositivos que constituyen el modo de regulación social y
producción de sentido están constituidos por la red de instituciones formales y
consuetudinarias, así como el corpus normativo que garantiza la reproducción de
las condiciones de funcionamiento del régimen de acumulación y la vida social.
Se incluyen, así, las relaciones de propiedad, el patrón producción–consumo, las
formas de gestión orientadas a compatibilizar entre decisiones privadas conflictivas
o contradictorias, la distribución de las personas y los lugares como centros o peri-
ferias respecto del uso del territorio, las normas de conservación de determinados
elementos, el sistema de derechos y deberes.
Doreen Massey (2008) habla del espacio como un punto de encuentro entre
trayectorias diversas en constante transformación, de las que deriva una geometría
104 óscar soto badillo
del poder en la que no todos los sujetos están situados de la misma manera y no
todos comparten las mismas trayectorias. En esta geometría, el movimiento y las
acciones de unos influyen y condicionan las situaciones de otros. Esta geometría del
poder se constituye con base en un proceso relacional de largo plazo (civilizatorio),
que se actualiza en cada momento histórico y abarca dos tipos de mecanismos in-
terdependientes que configuran la experiencia humana: por una parte, mecanismos
de interacción sociopolítica, centrada en la estatalidad pero también en la gubernamen-
talidad que trasciende, implicándola relativamente, la forma Estado2 y, por otra,
mecanismos de interacción psicosocial, ligados al control emocional y a la adminis-
tración de la violencia, donde la gubernamentalidad, más que la estatalidad, toma
su forma más acabada por el control de los cuerpos y sus subjetividades (Foucault,
2007; Zicari, 2018).
Estatalidad y gubernamentalidad remiten, respectivamente, al ejercicio de la
Ley y la Norma, al principio de soberanía y al régimen biopolítico. Ambas dimen-
siones del poder se relacionan a través de procesos de sustitución y complementa-
ción. Del socavamiento del régimen estatal, constituido y legitimado, en las socie-
dades moderno–coloniales, por la eficacia de la soberanía, emergen nuevas formas
de “derecho”, nuevos regímenes normativos, fuertemente biopolíticos, ejercidos
por una multiplicidad de actores, que compiten y se complementan, fragmentaria-
mente, por el control de recursos territoriales, cuerpos y subjetividades “neutros”
(ni vivos ni muertos), a quienes sólo el régimen de dominación puede atribuirles sus
formas de existencia (Foucault, 2007).

El territorio como espacio de apropiación


El segundo ámbito analítico se refiere, de manera más explícita, a la dimensión
subjetiva del territorio, la del espacio vivido (lo que se vive) y vivenciado (cómo
se lo vive), que se expresa en la noción de Lugar y remite a la conciencia de las
relaciones que constituyen la territorialidad, la interpretación de las coordenadas
espacio–temporales en que se vive una vida (Butler, 2010).
En ese sentido, el lugar puede ser considerado como “la acumulación de senti-
dos o de significados”, en los que el espacio es un entramado de historias (Torres,
2011: 216), resultado de la experiencia espacial del sujeto (de su corporalidad y su
subjetividad), es decir, de su apropiación pragmática y simbólica con base en ras-
gos identificatorios, relacionales e históricos, que resulta en la producción de iden-

2 El Estado comprendido como “el efecto móvil de un régimen de gubernamentalidades


múltiples” (Foucault, 2007: 96). Es decir, como una forma de poder, que es efecto de un
conjunto de prácticas específicas y no una agencia autónoma, de este modo, una autoridad
de gobierno no se corresponde, ni siempre ni únicamente, a una dependencia estatal, de
tal forma que distintos puntos de un entramado social pueden constituirse como tales al
afectar las acciones de otros, conducir conductas y transformar su campo de acción.
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
105
tidades, entendidas “como un proceso constante de ubicación espacio–temporal,
cognitiva, emocional y simbólica que se construye y se reconstruye, a partir del
reconocimiento y la diferenciación” (Sánchez, 2012: 109).
La apropiación del espacio puede entenderse como un proceso social de uso,
ocupación y transformación de sus valores materiales o simbólicos. De este modo,
es entendida como un mecanismo por el que la persona se “apropia” de la experien-
cia (cognitiva, conductual, simbólica) históricamente condensada, que se concreta
en los significados de la “realidad” (imaginabilidad) a partir de la interacción de
las personas con su medio físico. Es así como el espacio, al devenir lugar, se carga
de significado y es percibido como propio por la persona o el grupo, integrándose
como elemento representativo de la identidad.
A través de la apropiación, la persona se hace a sí misma mediante las propias
acciones, en un contexto sociocultural e histórico. Este proceso —cercano al de so-
cialización— es también el del dominio de las significaciones del objeto o del espacio
que es apropiado independientemente de su propiedad legal. No es una adaptación
sino el dominio de una aptitud (Korosec–Serfaty, 1976 citada por Vidal y Pol, 2005).
En términos pragmáticos, la apropiación se observa en las condiciones de ocu-
pación, defensa, sentido de arraigo3 y pertenencia por parte de un determinado
sujeto social.
Korosec–Serfaty propone dos vías principales de la apropiación: la acción–trans-
formación, en la que las acciones dotan al espacio de significado individual y social,
a través de los procesos de interacción entre el ser humano y la naturaleza; y la iden-
tificación simbólica, donde el sujeto se vincula con procesos afectivos y cognitivos a
través de los cuales la persona y el grupo se reconocen en el entorno por procesos
de categorización del yo, y se auto–atribuyen las cualidades del entorno como defi-
nitorias de su identidad en comparación con otras personas o grupos. Los disposi-
tivos en esta esfera de apropiación condicionan el modo en que los individuos son
capaces de llegar a actuar como un grupo (Valera y Pol, 1994).
El entorno “apropiado” pasa a desempeñar un papel referencial fundamental
en los procesos cognitivos (conocimiento, categorización, orientación) y afectivos
(atracción del lugar, autoestima, apego), que pueden explicar dimensiones del com-
portamiento más allá de lo meramente funcional.
La noción de apropiación remite a la transformación del espacio desde la ex-
periencia personal y colectiva, y la propia transformación del sujeto a partir de sus
relaciones con el espacio. Sus relaciones, sus oposiciones y disposiciones, lo que
desvelan y ocultan, están en la base de la producción de la experiencia social que
orienta los mapas cognitivos y emocionales de los sujetos que, de este modo, devie-
nen actores (Vidal y Pol, 2005).

3 Que se manifiesta mediante una naturalización ideológica de las relaciones sociales.


106 óscar soto badillo
Para Haesbaert (2015),

lo que importa no son simplemente los objetos que se interponen, ni es simple-


mente la relación que se da entre los objetos, sino la relación inserta dentro del
propio objeto (o sujeto). El objeto/sujeto sólo se define por la relación que cons-
truye a través de y con el espacio. Entonces la relación está también dentro del
objeto/sujeto, lo que implica entender la producción del territorio como un tipo de
experiencia “total”, continua o “integrada” del espacio (20).

Los espacios vividos y vivenciados, atravesados por la imaginación y el simbolis-


mo, son el producto de la historia de cada colectividad y de cada individuo per-
teneciente a ésta, de sus recuerdos de infancia, de sus sueños, de las imágenes y
símbolos significantes que remiten a los núcleos o centros afectivos: el Ego, el lecho,
el dormitorio, la vivienda o la casa; la plaza y la calle, la iglesia, el cementerio, en
tanto lugares de la pasión y la acción, individual y colectiva, que se viven, se hablan
y se articulan en una doble asignación pragmática y simbólica.
Esta dimensión del espacio, el espacio vivido y vivenciado, contiene los luga-
res de las situaciones protagonizadas o presenciadas, pero también de las historias
referidas y, por ello, implica inmediatamente al tiempo o, mejor, a la conjunción de
tiempos (que incluye pasados y devenires). Así, el lugar se constituye como yuxtapo-
sición de “épocas”, como tiempo condensado. De ese modo es esencialmente cualita-
tivo, fluido y dinámico, al tiempo que disputado y negociado (Lefevbre, 2013: 100).
En este orden de ideas, cada individuo, en su experiencia vivida, posee una re-
lación íntima con sus lugares de vida; lugares de los cuales se apropia y que contri-
buyen a moldear su identidad individual o colectiva como fruto de trayectorias más
o menos largas que se condensan en el presente. Apropiación y arraigo se manifies-
tan a través de elementos materiales, pero también ideales y ciertas materialidades
del territorio poseen un fuerte valor simbólico.
Sin embargo, el proceso de apropiación está atravesado por las determinaciones
del poder–saber hegemónico (por las relaciones de dominación), que condiciona
(sin determinarlas absolutamente) las posibilidades de la reproducción social, vale
decir, de la acción sobre el entorno y sobre la identificación simbólica del sujeto.
A estos procesos hetero–normados de producción simbólica del espacio, Henri
Lefevbre (2013) los sintetiza en la categoría de espacio representado que se relaciona,
por oposición, con el espacio vivido, potencialmente alterno al espacio de la domi-
nación. Este espacio representado es el espacio concebido desde un orden que in-
tenta establecer, incluso por la violencia, tanto los usos ordinarios como los códigos
que los legitiman y regulan, mediante la operación de agentes y dispositivos que
buscan construir a los actores como subalternos respecto del orden concebido y,
frente a su resistencia, destruirlos como sujetos con agencia.
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
107
En este caso, se trata de un poder–saber que deviene ideología, cuya legiti-
mación descansa en la producción discursiva, sea con base en la interpretación de
hechos históricos que justifican el orden presente (mitos de fundación), mediante la
producción de verdades, aderezadas con conocimientos científicos y lenguajes que
se presentan como técnicos que las hacen incuestionables, puesto que presumen
estar basadas en saberes fundamentados; o bien, en el extremo, cuando sucede una
falla de los dispositivos formales de dominación, mediante la imposición discipli-
nante de una ética y una estética alternativa: la de la violencia materializada. El
espacio representado es, o quiere ser, el espacio dominante, cuyo objetivo es hege-
monizar los espacios percibidos y vividos mediante sistemas de discursos.
La territorialidad, expresión práctica y simbólica del espacio dominado y del
espacio apropiado (es decir, del espacio concebido como experiencia, como síntesis
de la tensión entre procesos de dominación y de apropiación), constituye el sistema
de relaciones que el ser humano, como miembro de una colectividad, mantiene con
la exterioridad y la alteridad con la ayuda de mediadores, con el fin de garantizar
su autonomía.
De ahí que la territorialidad resulta en un concepto teórico, empírico y metodo-
lógico que refiere al desenvolvimiento espacial, telúrico, de las relaciones sociales.
Además, la experiencia de la territorialidad implica algún tipo de conexión legal
entre estructuras espaciales y sociales, “entre procesos globales y locales, entre pro-
cesos ‘naturales’ e intervenciones en el espacio, entre sistemas de intercambio eco-
nómico y cultural, entre la esfera cognitiva y emocional de la experiencia humana”
(Sosa, 2012: 116). Sosa, sintetiza esta perspectiva al definir al territorio:

como un tejido complejo de espacios, lugares y tiempos específicos y circunscri-


tos dinámicamente, que articula una matriz multidimensional de condiciones y
circunstancias, de dinámicas y procesos, de sistemas abiertos y duraderos de con-
figuración, representación, reproducción y apropiación de las potencias, energías
y elementos objetivos y subjetivos en compleja relación (116).

Crisis sistémica y espacialidad. El fragmento como experiencia territorial

Oí la ruina de todo espacio, estrépito de vidrios rotos y pa-


redes en derrumbe; y el tiempo, una descolorida llama final.
James Joyce

Las relaciones de poder (de dominación, de apropiación) productoras de la terri-


torialidad ocurren entre “dispositivos reguladores”:4 el Estado–nación, la “comu-

4 Se entiende por dispositivo, de acuerdo con la interpretación que Giorgio Agamben


(2011) da al concepto propuesto por M. Foucault, “todo aquello que tiene, de una manera
108 óscar soto badillo
nidad” y el mercado, que se producen en el contexto de una idea de modernidad
hegemónica. La interacción de estos dispositivos, desde este paradigma, supone
concepciones de las configuraciones territoriales, con pretensiones explicativas
universales.
Como propone Arturo Escobar (2003: 55–56), la perspectiva dominante de la
idea de la modernidad, que define la “naturaleza” de tales dispositivos y de sus
relaciones, y, por ello, de las territorialidades que producen, se ancla en un pensa-
miento que comprende la realidad a partir de un conjunto de supuestos:

a) Un marco temporal (historicidad): origen en el siglo XVII de la Europa del Norte


—especialmente Francia, Alemania e Inglaterra—, el contexto de los procesos
de la Reforma, la Ilustración y la Revolución Francesa.
b) Una constitución sociológica: institucionalización a partir de la forma Estado–
nación soberano, separación de espacio/marginalización del lugar, desmem-
bramiento de la vida social del contexto local.
c) Una configuración cultural: orden basado en los constructos de la razón, el in-
dividuo, el conocimiento experto y los mecanismos administrativos ligados al
Estado que resultan en fundamento para la igualdad y la libertad y posibilitan
el lenguaje de los derechos.
d) Un enfoque epistémico: separación naturaleza y cultura, distanciamiento es-
pacio/tiempo, mundo compuesto por cosas y seres cognoscibles —y, por tanto,
controlables—, idea de historia y su devenir bajo la creencia de progreso y su-
peración perpetuos.
e) Un orden construido a partir del antropocentrismo, el logocentrismo y el fa-
logocentrismo como constituyentes del proyecto cultural de ordenamiento del
mundo que se pretende totalizante.

Aníbal Quijano (2014), por su parte, propone que el régimen de modernidad–colo-


nialidad opera por medio de la subordinación del trabajo, sus recursos y sus pro-
ductos; del sexo–género, sus recursos y sus productos; de la autoridad colectiva
(o pública), sus recursos y sus productos; de la subjetividad/intersubjetividad, sus
recursos y sus productos.
El pensamiento que liga la construcción de la modernidad con la impronta co-
lonial propone que: “el poder de la modernidad eurocentrada —como una historia
local particular— subyace en el hecho de que ha producido particulares designios
globales de forma tal que ha «subalternizado» otras historias locales y sus designios
correspondientes” (Escobar, 2003: 58) y que estos “designios globales” tienen como

u otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y


asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos” (256.)
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
109
sustrato un orden racista, sexista y clasista, cuyas subjetividades y manifestaciones
materiales,5 ordenan el entramado social y su espacialidad.
De este modo, la territorialidad moderno–colonial se produce con base en las
relaciones que resultan de la producción de los dispositivos reguladores en un con-
texto local que se manifiesta de forma multi–escalar, tal como lo propone Massey
(2008), “desde lo inmenso global hasta lo ínfimo de la intimidad”, es decir, hasta la
propia existencia de los cuerpos singulares subjetivados.
Pero en esta configuración moderno–colonial, que se pretende totalizadora, el
vínculo estructural entre los dispositivos ha sido siempre frágil e incompleto, de
ahí que la construcción de hegemonía, en los pueblos subalternizados por la impo-
sición del vínculo colonial, está siempre llena de yuxtaposiciones, de huecos y de
violencias, que dan lugar a un entramado societal abigarrado, para usar la categoría
que propone René Zavaleta (en Tapia, 2002), que descubren la “paradoja señorial”
que constituye la intersubjetividad moderno–colonial, una intersubjetividad en la
que la resistencia y la servidumbre se complementan simbióticamente.
Este orden moderno–colonial sufre, desde la segunda mitad del siglo XX, una
crisis sistémica (Sánchez, 2020) y, con ella, la propia configuración de sus geogra-
fías está comprometida. Se trataría de una crisis que impacta, estructuralmente,
los dispositivos reguladores del espacio–tiempo social (el Estado–nación, la co-
munidad y la forma capitalista de las relaciones económicas), su sistemicidad (su
fuerza configuradora) conformada por una “acumulación de prejuicios” sociales
que constituyen la forma dominante de intersubjetividad, y sus relaciones globales
y locales, que se sintetizan, desde una perspectiva de su espacialidad, en la cate-
goría territorio.
Tal crisis sistémica ha erosionado crecientemente el patrón de arraigos mate-
riales y subjetivos, hegemónico, durante los últimos cuatro siglos, en dos niveles
mutuamente determinados: por una parte, la creciente desvinculación entre estos
tres dispositivos y, por otra, el vaciamiento de sus elementos constituyentes. Esta
dislocación y vaciamiento deviene en la imagen de un mundo fragmentado, des–
concertado, des–arraigado, tanto en la escala global como en el nivel más íntimo y
cercano de la experiencia cotidiana, en sus prácticas y representaciones.
¿Qué configuraciones materiales y simbólicas resultan de la crisis sistémica
de estos referentes? ¿qué territorialidades emergen de estos desarreglos estruc-
turales?

5 Entre las que destacan “la racialización jerárquica de las relaciones sociales; la forma
eurocéntrica de producir y legitimar los imaginarios, las memorias históricas y el cono-
cimiento; el Estado como institución central de la dominación, el trabajo asalariado como
ámbito central de explotación; la naturaleza como objeto de dominación y explotación y el
patriarcalismo como naturalización de las relaciones de sexo–género” (Marañón, 2016: 5).
110 óscar soto badillo
Crisis de la soberanía territorial y vaciamiento del Estado–nación

No fue el muro el que creó el campamento, fue más bien la


estrategia y la realidad del atrincheramiento lo que llevó a
la construcción del muro.
Adhi Ophir y Ariella Azulay. “The Monsters Tail”

Como propone Arjun Appadurai (1999), en el momento en que, por las dinámicas
de la globalización, las fronteras se vuelven porosas e inciertas y el control estatal
sobre los espacios subnacionales, y de la comunidad sobre los espacios locales, se
pone en entredicho por la prevalencia de un gradiente dinámico de reforzamientos
y debilitamientos selectivos, la configuración territorial, mirada desde la perspecti-
va de la relación entre las formas estatal, comunitaria y mercantil de regulación del
espacio, puede problematizarse en un doble sentido:

a) El que alude a los procesos generales que están en la base de la erosión del
régimen de poder sustentado en la idea de soberanía del Estado-nación.
b) El que se deriva más particularmente de las relaciones sociales moderno–co-
loniales, en las que se han producido los pueblos subalternos, particularmente
en América Latina.

Este doble movimiento puede permitir la comprensión de la compleja red de con-


tenidos y formas, de condicionamientos objetivos y subjetivos interrelacionados,
que —consciente o inconscientemente en los diversos actores sociales— estructuran
procesos, dinámicas y prácticas sociales contemporáneas (Appadurai, 1999: 112),
entre ellas las geografías moderno–coloniales cuya crisis puede explicar la emer-
gencia de territorialidades de nuevo tipo.
La erosión de la soberanía estatal sobre el territorio, o al menos su principio
subjetivo de legitimidad, evidencia la crisis global de la relación Estado–nación. Esta
categoría está soportada en buena medida en el ejercicio de la soberanía territorial y
su crisis se manifiesta tanto por la reducción de la institución estatal a una actividad
de gobierno que no persigue otra cosa que su propia reproducción, como por la de-
gradación de la supuestamente indiscutible hegemonía espacial del Estado, en bue-
na parte producto de la emancipación creciente de la circulación capitalista respecto del
control de los Estados, pero, paradójicamente, con su auspicio (Harvey, 2014; Balibar
citado en Brown, 2015). Con ello, las relaciones entre dos de los componentes de la
triada de regulación territorial, el Estado y el mercado, se reajustan profundamente.
En la escala global se advierte el repliegue de las soberanías estatales, erosiona-
das por fuerzas situadas en el campo de las relaciones económicas y políticas glo-
bales o inter–nacionales, así como por dinámicas subnacionales que se expresan en
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
111
demandas de derechos e intereses frente a los cuales el Estado–nación, de carácter
burocrático–administrativo, no tiene mecanismos de respuesta eficaz. Estas fuerzas
y dinámicas, que disputan la apropiación material y simbólica de los recursos so-
ciales, descubren la erosión de las afirmaciones sobre los que descansa la idea de
soberanía, como principio central de justificación de la legitimidad del Estado.
De acuerdo con Wendy Brown (2015), estas afirmaciones son: Supremacía (nin-
gún poder es superior), Permanencia en el tiempo (no hay límite de tiempo), Capacidad
de decisión (no hay vinculación o sumisión a la ley), Carácter absoluto o completo (la so-
beranía no puede ser probable o parcial), Condición de intransferible (la soberanía no
puede cederse sin anularse a sí misma), y Jurisdicción especificada (territorialidad).
Entre estas determinaciones, la territorialidad y su control soberano, incluso
más que otras nociones constituyentes de la auto–imagen y auto–narrativa de la
nación, como el lenguaje, el origen común o los lazos de sangre, ha sido la base de
la justificación jurídica y política del sistema de Estados–nación en Occidente desde
el siglo XVII (Appadurai, 1999: 109). Según este autor:

A medida que se abren fisuras entre el espacio local, el translocal y el nacional,


el territorio, como base de la lealtad y el afecto nacional […], está cada vez
más divorciado del territorio como lugar de la soberanía y el control estatal
de la sociedad civil. La jurisdicción y la lealtad están cada vez más separadas
[…], donde se supone que ambas dimensiones son coincidentes y se sustentan
mutuamente (114).

Si bien es cierto que el debilitamiento del Estado–nación no significa, necesaria-


mente, el debilitamiento del Estado mismo, en tanto instrumento de dominación,
sí implica el alejamiento del patrón de poder capitalista, del que el Estado es un
soporte central —a través de sus mecanismos de regulación, de administración de
la violencia y de la legitimación del patrón de poder—, de sus promesas de una
modernidad en la que se disfrutaría de libertad, igualdad, bienestar.
Desde la perspectiva de las geografías nacionales, lo que se observa es una cre-
ciente erosión de la soberanía, producto de una particular interacción de flujos y
barreras, lo mismo de orden material que psico–políticas. Tales flujos, desgarran
lo mismo aquellas fronteras que atraviesan, que se materializan en poderes que
comprometen la soberanía del Estado, tanto en sus límites como desde el propio
espacio interior (Brown, 2015).
En ese sentido, la mentalidad neoliberal6 no reconoce ninguna soberanía que no
sea la de los que toman las decisiones en las empresas, que sustituye los principios

6 Entendiendo el neoliberalismo como un momento constitutivo de un nuevo régimen


societal en formación, más que una actualización del régimen de acumulación.
112 óscar soto badillo
de legalidad y de la política por criterios de mercado, y que degrada la soberanía
política a un estatus de mera gestión. El Estado y la soberanía se distancian entre sí
(Brown, 2015).
Brown propone que las barreras fronterizas en forma de muros, vallas, sistemas
de vigilancia mediante dispositivos tecnológicos, o por el despliegue de fuerzas
militares o paramilitares, no tienen el objetivo de la defensa contra enemigos en el
sentido clásico, es decir, contra otros Estados, sino contra agentes no estatales tras-
nacionales (individuos, grupos, movimientos, organizaciones e industrias), perci-
bidos como una amenaza cultural, étnica, religiosa, económica, o todas al mismo
tiempo. Reaccionan a las relaciones trasnacionales más que a las internacionales,
y responden a poderes persistentes, aunque a menudo informales o subrepticios,
más que a empresas militares.
Tal configuración produce y es observable en los más diversos espacios que se
constituyen como trans–localidades: las zonas fronterizas se están volviendo espa-
cios de circulación compleja, todas las zonas de libre comercio que operan dentro
de los márgenes permitidos por el Estado de excepción, muchas zonas turísticas,
los campos de refugiados y albergues de migrantes podrían describirse como trans–
localidades, aun cuando nominalmente puedan estar dentro de la jurisdicción de
Estados–nación particulares (Appadurai, 1999: 112).
De este modo, el panorama global de flujos y barreras que separan las partes
del globo más opulentas de las más pobres, expresa la ingobernabilidad por la ley y
la política de muchas fuerzas desencadenadas por la globalización y la colonización
de la tardo–modernidad, y representa un intento por bloquear esa ingobernabili-
dad. Son fuerzas que poseen una lógica específica, pero que carecen de forma y
organización política y, sobre todo, de intencionalidad subjetiva y organizada.
Barreras y flujos son signos de la existencia de una corrupción de la distinción
entre el mantenimiento del orden interior y del exterior, y entre la policía y el ejér-
cito. Esto, a su vez, sugiere cada vez más una confusa distinción entre lo interior y
lo exterior del territorio “nacional” mismo y no sólo entre los criminales de adentro
y los enemigos de afuera.
La importancia de los muros, dice Etienne Balibar en la Introducción del libro
de Brown, no reside tanto en su eficacia física como en su ostentosa visibilidad, los
muros exhiben una función y realizan otra. La sensación colectiva es la de un “Esta-
do de emergencia normalizado” o, como propone Zavaleta (1990, citado en Tapia,
2002), un Estado aparente, es decir, un poder político jurídicamente soberano sobre
el conjunto de un determinado territorio pero que no tiene relación orgánica con
aquellas poblaciones sobre las que pretende gobernar.
Se tiene un Estado aparente, plantea Tapia (2002), cuando la forma estatal, de
origen constitucional, manifiesta “fuertes dificultades de legitimación y construc-
ción de hegemonía ya que no se han dado, o se han socavado, los procesos sociales
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
113
que son la condición de posibilidad de la validez real del estado” (310). En una
perspectiva territorial, el carácter aparente del Estado se evidencia frente a la impo-
sibilidad de controlar poblaciones crecientemente móviles; el tráfico de personas, la
dinámica de los flujos (legales o ilegales) de los más diversos productos, entre los
que destacan las armas, las drogas y otros objetos de contrabando. En este contexto,
el monopolio soberano del Estado sobre el territorio, que se anida en los muros y
vallas, es apenas un constructo discursivo cuyo poder legitimador es cada vez más
incierto y, a la vez, más recurrido (Brown, 2015).
En buena medida, la legitimidad de los actores políticos en el entramado estatal
y aún del propio régimen de acumulación, se sustentó en la promesa y el proyecto
del progreso, así como en la eficacia para conducirlos, bases fundamentales del sis-
tema de representación de intereses que constituyeron el Estado–nación.
Sin embargo, la globalización hace aparecer innumerables y crecientes tensio-
nes entre redes locales y nacionalismos locales, entre intereses nacionales y merca-
do global, entre los poderes virtuales y los físicos, entre la apropiación privada y
la pública, entre lo reservado y lo transparente, entre territorialización y desterri-
torialización. Y, por ello, entre nación y Estado, y entre seguridad del individuo y
movimiento de capital.
De este modo, el proceso globalización/des–globalización, operado por entra-
mados de poder inter–in–dependientes respecto del Estado —como los tratados y
uniones supranacionales—, explica sólo parcialmente la crisis de los dispositivos
formales de gestión de los recursos y de representación de intereses situados en el
territorio.
Donde alguna vez pudo pensarse a los Estados, aún con su origen y práctica
colonial, como garantes de la organización territorial de mercados, sustentos, iden-
tidades e historias, ahora son más que nada árbitros (entre otros árbitros) de varias
formas de flujo global. De esa forma, la integridad territorial se vuelve vital para las
ideas de soberanía patrocinadas por el Estado (Appadurai, 1999: 116).
De hecho, muchos de los fenómenos contemporáneos que ponen en tensión
las fronteras territoriales del Estado–nación, como la migración, el contrabando, el
terrorismo u otras manifestaciones políticas, cada vez son menos impulsadas por
Estados (si bien pueden constituir respuestas sociales, económicas y políticas a los
procesos estatales), sino que se producen al margen de éstos, lo que plantea un pro-
blema respecto del análisis de estos actores “post–westfalianos”.
Así, la crisis de la mediación estatal, que deviene en el Estado aparente, abre la
puerta a la configuración de redes de poder post–soberanas, constituidas por com-
plejos de corporaciones, empresariales, militares y políticas, que producen diversas
redes de mediación, dominación, represión y apropiación de recursos en el ámbito
territorial del Estado–nación (Sassen, 2015), y socavan estructuralmente la natura-
leza del Estado y su vinculación con los entramados socio–culturales locales, dando
114 óscar soto badillo
lugar a nuevas formas territoriales en ámbitos que subvierten el espacio productivo
y el de la reproducción social, así como a los entramados de mediación sustentados
en formas de poder cuya historicidad descansa en arreglos comunitarios de larga
data y cuya persistencia, pese a todo, evidencia la coexistencia de diversas espacia-
lidades y temporalidades.

“El nuevo capitalismo”. Apropiaciones predatorias


y territorialidades emergentes
La crisis del vínculo Estado–nación–comunidad–capital se visibiliza en la emergen-
cia de formas territoriales no convencionales (Sassen, 2015).
En la escala territorial local, más próxima a la experiencia de individuos y colec-
tividades, el desmantelamiento de los recursos institucionales de movilidad social,
la prevalencia de formas extractivistas de apropiación de valor y el vaciamiento de
las representaciones socio–espaciales, son elementos de un régimen depredador
que erosionan los mecanismos de arraigo en el espacio y generan un incremento de
la incertidumbre respecto de las vías para la construcción de trayectorias alternati-
vas y, al mismo tiempo, crecientes movimientos de resistencia.
Los procesos señalados configuran un complejo paradójico. De un lado, dan
lugar a procesos crecientemente destructivos de los andamiajes de larga duración
que han organizado el espacio social, que han asegurado desigualmente la subsis-
tencia colectiva y proporcionado las claves de lectura de los mapas cognitivos y
emocionales de los individuos (Sánchez, 2020), tanto respecto de la materialidad
como de la subjetividad que constituyen el territorio. A estos procesos destructivos,
considerando sus alcances e impactos, la socióloga estadounidense Saskia Sassen
(2015) los denomina formaciones predatorias.
La noción formaciones predatorias es interpretada desde dos perspectivas ana-
líticas:
Por una parte, refiere a la configuración y acción de complejos de corporacio-
nes, empresariales, financieras, militares y políticas, que producen diversas redes
de mediación, dominación, represión y apropiación de recursos, cuyo carácter sub-
vierte y desnaturaliza entramados territoriales de larga duración histórica, y dan
lugar a nuevas formas espaciales. Estas formas se expresan lo mismo en la incierta
geografía de los bloques económico–políticos (Appadurai, 1999), como en la confi-
guración de las cada vez más imbricadas localizaciones urbanas y rurales.
En este orden de ideas, de acuerdo con Pablo González Casanova (2008):

En medio del orden y el caos mundial los llamados “complejos militares–indus-


triales” y “las corporaciones” van a sustituir la mano invisible del mercado con
la mano visible de la organización y las concomitantes reestructuraciones de los
sistemas de dominación, apropiación, explotación, reproducción ampliada y dis-
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
115
tribución del trabajo y los recursos territoriales, variables según los espacios sean
centrales o periféricos (116).

Los procesos señalados estarían dando lugar a lo que él llama una etapa de inesta-
bilidad y caos prolongados con desestructuración y reestructuración acentuadas de las
organizaciones y los complejos en lucha social.
La otra vertiente de la categoría formaciones predatorias alude a la lógica de
la expulsión, ya sea de orden social o económica, emergente también, en tanto se
distingue de las formas de marginalización y explotación propias del capitalismo
fordista, frente a las cuales fue posible construir algunos dispositivos de inclusión
y movilidad social. La expulsión a la que alude Sassen es un estado radical de des-
trucción de los medios de vida (tierra muerta) y la determinación del carácter pres-
cindible y desechable de los cuerpos.
En ese sentido, el proceso de constitución de esas formaciones puede explicar-
se, al menos en parte, por la forma en que se produce la apropiación material y sim-
bólica de los valores territoriales, en mecanismos de des–territorialización respecto
de las topologías espaciales pre–existentes.
La des–territorialización puede entenderse en un doble sentido:

a) Como destrucción o abandono de un territorio. Cuestión que alude, princi-


palmente, a la concatenación de las dimensiones económicas, tecnológicas y po-
líticas de la relación entre producción–reproducción social. El capital produce,
en el contexto de la extracción de valor, su propia geografía a través del meca-
nismo de transformación (segunda naturaleza) o de despojo como sustento de
la acumulación (Harvey, 2010).

En este primer sentido, el extractivismo de recursos materiales, de saberes y ener-


gías vitales y la financiarización, como formas de producción de beneficios sin crea-
ción de valor, se constituye en la base tecno–económica de la producción de fractu-
ras territoriales y del desanclaje de las vivencias y las subjetividades generadas en
la experiencia socio–espacial. Es el resultado de los dispositivos de fijación, distan-
ciamiento y, en el extremo, de desplazamiento, desaparición y expulsión que dan
lugar a la erosión de los mecanismos de arraigo y al incremento de la incertidumbre
respecto de las vías para la construcción de trayectorias alternativas.

b) Como precarización territorial de los grupos subalternos, como fragilización


o pérdida de control territorial (de su apropiación), resultado de que el con-
trol está fuera de su alcance o está siendo ejercido por otros. Otros que ejercen
diversas prácticas de “contención” (Haesbaert, 2011) y narrativas de re–signi-
ficación y representación (Wacquant, 2009) que erosionan, desigualmente, la
116 óscar soto badillo
capacidad de apropiarse de los sistemas de usos y de los sistemas de expecta-
tivas, de producir sentido de vida y de enfrentar la alienación que amenaza la
vida cotidiana.

Entre los procesos que subyacen a esta última forma de des–territorialización pue-
de reconocerse fenómenos ya señalados: la desintegración del régimen salarial,
vinculada con la reducción del empleo formal y al crecimiento de la informalidad
económica y, con ello, la creciente desvinculación del sujeto del régimen de segu-
ridad social. La desconexión funcional entre los espacios sociales “desheredados”
(barrios, pueblos) de las economías nacionales y globales. La producción de regí-
menes de excepción como las zonas económicas especiales. La maquilización como
empobrecimiento del régimen de producción industrial que exacerba la explota-
ción sin mecanismos de reciprocidad entre capital y trabajo. La sustitución y mer-
cantilización de los referentes culturales a través del simulacro de la turistificación,
entre otras estrategias del capital.
En este contexto se producen, simbióticamente, territorios de centralidad, es
decir, espacios de consumo de la producción económica y de los patrones cul-
turales de los lugares centrales, y espacios rotos y descartables, cuyo papel en la
división global del espacio se limitan a ser depósitos temporales de recursos ex-
traíbles y refugios temporales de sujetos desechables. En correspondencia, se ge-
neran dinámicas que, de manera igualmente selectiva, producen colectividades
humanas incluidas desigualmente en la esfera de la producción y del consumo
y vastos contingentes humanos invisibles y descartables. En ambos casos, tanto
en los incluidos como en los expulsados, el desarraigo radical, una manera de
nombrar a la experiencia desposeída, parece ser la condición del presente y la
expectativa del futuro.
Tal desposesión de la experiencia es el resultado de procesos mediante los que
se elimina el control del sujeto o el colectivo sobre ella, la capacidad de comprenderla, de
comunicarla, de manera similar a la forma en la que el despojo de los medios impli-
ca la alienación del trabajador respecto del control del ciclo del trabajo social y su
valorización (Sevilla, 2008).
Se produce, así, un entramado perverso de desposesión, sustentado en la des–
estructuración/destrucción y la expulsión/desaparición de la territorialidad, la
corporalidad y la subjetividad. Esta desposesión combina, por una parte, formas
históricas de marginalización, irreductibles al lugar del sujeto individual y colecti-
vo en la estructura económica (Wacquant, 2009), que se refuerzan con el desman-
telamiento de los dispositivos institucionales de ascenso social, ligados al Estado
de bienestar. Por otra, con la fijación y distanciamiento o expulsión de trayectorias
individuales y colectivas sustentadas en adscripciones territoriales y el vaciamiento
de las representaciones socio–espaciales y, en el extremo, con la radical destrucción
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
117
de las propias condiciones materiales de la existencia y la eliminación física del
sujeto, mediante su desplazamiento forzado o su muerte.
Este proceso se manifiesta diferencialmente según el carácter central o periféri-
co de los espacios, y según las capacidades de respuesta social (González Casanova,
2008).
En el sur global, las formas predatorias de apropiación territorial parecen ma-
nifestarse en torno a dos ejes centrales: el extractivismo como fuente de acumula-
ción económica del capitalismo post–industrial y el desarraigo material y simbólico
como forma de gestión social (Sassen, 2015). Estas formas erosionan violentamente,
tanto las bases materiales de la existencia, desde el plano local a la escala plane-
taria, como los entramados relacionales más o menos estables (denominados co-
loquialmente tejidos sociales), conformados por prácticas, códigos de socialización,
dispositivos de regulación del poder y representaciones simbólicas e identitarias,
arraigados en el espacio.
Tales formaciones predatorias, y los dispositivos de apropiación que le son sus-
tantivos, más allá de la destrucción de la materialidad del territorio, profundizan
la crisis de las estructuras sociales y el resquebrajamiento de referentes identitarios
que aseguraban algún sentido a la vida individual y social (Sánchez, 2020).
Se constata el carácter multidimensional de lo que Sassen llama Agujeros estruc-
turales en el tejido territorial, que subvierten profundamente la capacidad de apropia-
ción–regulación del territorio y producen, mediante la violencia, el desanclaje de la
percepción y la experiencia vivida respecto de los territorios de arraigo duradero,
derivada de la contradicción entre lugares y flujos. Ello erosiona la capacidad de
apropiarse de los sistemas de usos y de los sistemas de expectativas, mediados has-
ta hace algún tiempo por el trípode regulador Estado–comunidad–mercado, aludi-
do antes, lo que socava la capacidad de los sujetos de producir sentido de vida y de
enfrentar la alienación que amenaza la vida cotidiana.
Entre esas formas de re-creación, apropiación y gestión territorial destacan las
producidas por corporaciones criminales, particularmente aquellas dedicadas al
narcotráfico y el tráfico de personas, que transforman estructuralmente los modos
de apropiación de los recursos. En su origen, operaban de un modo en el que el
espacio se constituía como mero escenario de los procesos de producción, tránsito
y consumo. Su caracterización contemporánea como “crimen organizado” repre-
senta una forma superior a partir de formas complejas y más o menos estables
de producción y gestión de la territorialidad, mediante la actualización de formas
primordiales de control social de carácter tributario–caciquil y de gobierno cuasi–
estatal, y cuyo producto es la subordinación de las formas pre–existentes de control
y articulación social del sujeto y su territorio.
Tales procesos derivan en parte, como se ha apuntado, de la crisis del funciona-
miento del capital en la escala global y sus mecanismos multiescalares de gestión,
118 óscar soto badillo
que se manifiesta en el carácter crecientemente destructivo de sus mecanismos de
operación (tecnológicos, de gestión de recursos) cada vez más extractivista y cada
vez menos productivo. Crisis que se hace visible en sus externalidades depredado-
ras, así como en la complejidad de los diversos regímenes de regulación y gestión
del poder, inter–in–dependientes respecto del Estado, que contribuyen a la erosión
del cemento que amalgama las voluntades colectivas, forjadas, para bien y para
mal, en la certidumbre de las lealtades sociales, culturales o identitarias y en la de-
marcación territorial de la localidad.
En el extremo, el vaciamiento creciente de los mundos locales, la destrucción
de su materialidad constituyente, la ausencia de un proyecto capaz de proponer
vías de inclusión y de sentido, y su sustitución por el distanciamiento, la represión
y la violencia, resultan en una dinámica de desplazamiento, desaparición social y
expulsión de crecientes segmentos poblacionales de las formas “normalizadas” de
la vida en comunidad, que reconfiguran la producción territorial y devienen en la
eventual sustitución de los dispositivos de representación por otras formas sociales
de gestión política y de identificación simbólica.
Por ello, puede afirmarse que el complejo desestructuración–desaparición–ex-
pulsión, que resulta de tales apropiaciones territoriales predatorias, se manifiesta,
en los sujetos sociales, tanto en los incluidos como en los expulsados, en la expe-
riencia, consciente o no, del despojo y el desarraigo radical.
En ese sentido, la constatación de los límites de la producción de externalidades
que el régimen de acumulación y representación de intereses produce, en el contex-
to del modelo de desarrollo, puede observarse mejor en esos contextos marginales
a la formalidad estatal y económica, del modo en que lo propone Sassen (2015) en
su perspectiva de análisis. Tal planteamiento supone una “reflexión sobre el tipo de
complejidad existente y la dificultad de poder explicar esa heterogeneidad o diver-
sidad social en base a modelos únicos y generales” (Tapia, 2002: 319), como los que
se arraigan en los estudios sobre el desarrollo.

Crisis de los vínculos territoriales comunitarios


En el contexto del proceso de desvinculación de los dispositivos reguladores del
entramado socio–territorial, se observa un creciente vaciamiento de los mundos
existenciales locales, cuyos entramados se han constituido históricamente por “aso-
ciaciones relativamente estables, historias relativamente conocidas y compartidas,
y espacios y lugares recorridos y elegibles colectivamente”7 (Appadurai, 1999: 111).
Las fuerzas de des–apropiación, erosionan la capacidad de gestión de las contra-

7 El ámbito de la localidad es entendido por Appadurai “como una dimensión de la vida


social, como una estructura de sentimiento, y en su expresión material en la ‘co–presencia’
viva”.
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
119
dicciones, que en el pasado fue posible integrar con relativa eficacia, a través de
dispositivos de poder y relatos significantes que, aún en el orden moderno–colonial,
produjeron regímenes relacionales estratificados y desiguales, pero más o menos efi-
cientes para la gestión y distribución de riesgos y para la sustentación de estrategias
de movilidad social, bajo ciertos principios solidarios de redistribución.
Loic Wacquant (2009) plantea que el nuevo régimen de relaciones sociales gene-
ra formas de pobreza que no son residuales, cíclicas ni de transición, sino inscritas
en el futuro de las sociedades contemporáneas. Estas nuevas formas de exclusión
estructural se nutren de una diversidad de procesos, ya señalados: la desintegra-
ción del régimen salarial vinculada con la reducción del empleo formal y el creci-
miento de la informalidad económica; la desconexión funcional entre los barrios
y pueblos desheredados de las economías nacionales y globales; la destrucción de
las economías campesinas tradicionales por las formas extractivistas de acumula-
ción, la erosión del sistema de derechos jurídicamente normados. Tres propiedades
espaciales parecen distintivas de esta “marginalidad avanzada”, como Wacquant
llama a esta nueva exclusión: el estigma, la disolución del lugar y la erosión de las
redes colectivas de protección.
Estos procesos refuerzan la expulsión y la invisibilización social y orientan la
producción de nuevas formas de gestión territorial.
Si bien, como ya se ha apuntado, los procesos comunitarios se producen histó-
ricamente, en el seno de una tensión estructural (la del régimen de modernidad–
colonialidad), puede plantearse que la década de los ochenta del siglo pasado,
constituye un momento constitutivo en el proceso de desvinculación y vaciamiento
comunitario. En el caso de México, el régimen neoliberal, impuesto desde entonces,
habría de contribuir a la fractura de los pactos inestables que sustentaron los anda-
miajes societales desde principios del siglo XX.
Tres determinaciones se observan como particularmente relevantes: la cancela-
ción del proyecto industrializador de base nacional, en el que descansaba la prome-
sa de incorporación al régimen salarial y al sistema de movilidad social, condición
del modelo de organización de clases ligada al Estado; la contra–reforma agraria
de 1992,8 que decretó el fin del lazo Estado–campesinado e impuso la mercantili-
zación de la tierra de propiedad social, base de la organización comunitaria; el fin
del modelo de gestión política bajo la figura de partido hegemónico y un Estado
distribuidor de orden clientelar.

8 A la que siguió una serie de cambios constitucionales y legales como condición de posi-
bilidad del nuevo régimen de acumulación y que han impactado de manera extraordinaria
en la territorialidad comunitaria Ley de Minería, Reforma energética, Leyes laborales, Re-
gulaciones del capital financiero, Regulaciones de medios de comunicación, Ley de vivien-
da, entre otras.
120 óscar soto badillo
Incorporación, cooptación y asimilación fueron las condiciones del régimen
moderno–colonial para la inclusión de las colectividades a la zona “del ser” (usan-
do la expresión de Frantz Fanon), por la vía de la explotación del trabajo, la in-
vención de una identidad nacional y la regulación estatal. Las transformaciones
neoliberales cancelaron estas condiciones para instalar la zona del no–ser, la de la
expulsión, en crecientes espacios sociales y comunitarios. Se conformó un régimen
de incertidumbres.
Boaventura de Sousa (2014) afirma que lo que emerge es un fascismo social en
el que la tensión regulación–emancipación que sostuvo el régimen moderno colo-
nial (aplicable, sin embargo, sólo a las sociedades metropolitanas), es crecientemen-
te sustituida por la tensión apropiación violencia (propia de la histórica relación
colonial), aun en los espacios metropolitanos. Este fascismo social se expresa en la
segregación social de los excluidos, cada vez más evidente en las zonas urbanas de
todos los países. A esta forma de fascismo se suma un fascismo contractual, que se
expresa en el socavamiento de los derechos laborales y la expulsión de las presta-
ciones ligadas al trabajo formal.
Este escenario se traduce no sólo en la aparición de nuevas formas de pobreza y
en el surgimiento de una nueva cuestión social, que resulta del cuestionamiento de
los principios organizadores de la sociedad de la inclusión universal (solidaridad,
contenidos estatizantes de la ciudadanía, planificación) e incluso del modelo comu-
nitario y familiarista9 de protección
El autor refiere también la emergencia de un fascismo territorial, en el que “ac-
tores sociales con un fuerte capital patrimonial o militar disputan el control del
Estado sobre los territorios donde ellos actúan, o neutralizan ese control cooptando
o coercionando a las instituciones estatales y ejerciendo una regulación social sobre
los habitantes del territorio, sin su participación y en contra de sus intereses” (De
Sousa, 2014: 35).
Todo ello da lugar a la percepción de una creciente exclusión, incivilidad e
intranquilidad que reducen la capacidad efectiva de vivir en colectividad. Como
respuesta, se producen formas alternas de vinculación, que tendencialmente susti-
tuyen los lazos comunitarios de larga duración.

9 Es posible constatar que la estructura y organización de las familias se están modificando


de manera notable, en forma de la disminución de familias nucleares, el aumento de los
hogares en los cuales está ausente alguno de los padres; el crecimiento de aquéllos confor-
mados por la unión de parejas cada uno con su correspondiente prole, etcétera. Asimismo,
se observa la mayor presencia de hogares de co–residentes —que no tienen parentesco— y
de personas que viven solas. Lo anterior impacta las relaciones genéricas e intergeneracio-
nales, los mecanismos de comunicación y de toma de decisiones, la transmisión de saberes
para la vida y los hábitos y los tiempos destinados a la crianza y cuidado.
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
121
Más que un fenómeno confinado a ciertos lugares, el de los espacios de la des-
esperación de los excluidos, “los purgatorios sociales, los páramos leprosos en el
corazón de la metrópoli posindustrial, donde sólo aceptarían habitar los desechos
de la sociedad” (Wacquant, 2009: 17), parece existir en todas partes, una cierta ten-
dencia a la des–institucionalización, la descomposición de clase y el creciente dete-
rioro del hábitat original. Según este autor, en las zonas urbanas desfavorecidas sus
habitantes “están desconectados de los instrumentos tradicionales de movilización
y de representación de los grupos constituidos y, en consecuencia, desprovistos de
un lenguaje, de un repertorio de imágenes y de signos compartidos a través de los
cuales se pueda concebir un destino colectivo y proyectar posibles futuros alterna-
tivos” (17).
El otro lado de la moneda es la creación de lugares concentrados en los terri-
torios del privilegio, también des–institucionalizados y segregados por los muros
del miedo y de la identidad patrimonial. Se incrementan en ellos visiones y valores
conservadores y modelos aspiracionales de consumo que determinan situaciones
y prácticas de intolerancia, discriminación, exclusión e incluso criminalización, de
todas aquellas personas y grupos de población que no se ajustan al modelo que pre-
tenden imponer. Las instituciones y los cuerpos de seguridad asumen esos modelos
y criminalizan a aquellas personas que no se apegan a los mismos.
Así, el proceso de desvinculación y vaciamiento, apuntado antes, se refuerza
entre “un estado organizado constitucionalmente según principios que correspon-
den al principio de organización del modo de producción capitalista, que pretende
ser válido para un territorio y un conjunto de comunidades que no se organizan
según el mismo principio” (Tapia, 2002: 309) y formaciones que se rigen por nue-
vos principios de vinculación, sea por el reforzamiento de autoritarismos de base
local o por los órdenes que impone el capitalismo extractivista (Sassen, 2015), cuya
yuxtaposición va generando, de manera acelerada, un proceso de implosión de las
estabilidades colectivas.
Esta formación social emergente produce una territorialidad en proceso de va-
ciamiento y en disputa, lo mismo en la esfera material que simbólica.
Tal proceso se caracteriza, por contener tiempos históricos diversos, en tensión,
negociación o antagonismo, de lo cual una expresión más particularizada es la co-
existencia de modos de producción y formas políticas de matriz diversa o hetero-
génea. Esta heterogeneidad se expresa en la existencia de un conjunto de estruc-
turas locales de autoridad diversas entre sí y un Estado más o menos moderno y
nacional, pero que, o no mantiene relaciones de organicidad con aquéllas, o que se
ha vaciado de sus contenidos sustantivos, quedando apenas un nivel primario de
vinculación, el del control de los recursos, el control represivo del cuerpo social y
el disciplinamiento biopolítico de los cuerpos despojados de su anclaje social. En el
extremo, emerge la violencia que renuncia al disciplinamiento y el control, que se
122 óscar soto badillo
sustituye por la expulsión–destrucción–desaparición de las condiciones materiales
de la existencia (extractivismo) o de los propios cuerpos.
En la experiencia de los pueblos subalternizados, la conformación de un Estado
aparente sin control sobre estas formaciones sociales abigarradas, deviene en una
diversidad de historias–territorialidades que no logra ser incluida totalmente en los
arreglos convencionales impuestos por la relación orgánica del capital y del Estado
(Tapia, 2002: 312).
Estas territorialidades abigarradas incluyen formas de vinculación–subordina-
ción al Estado o sus manifestaciones fragmentarias, y otras formas de poder para–
estatal, como el neo–caciquismo o las propias organizaciones del crimen organiza-
do, a la vez que complejas formas identitarias crecientemente desvinculadas del
orden estatal que generan nuevas matrices de organización del espacio–tiempo so-
cial constituyente de la territorialidad. El proyecto nacionalista de Andrés Manuel
López Obrador, en México, lo mismo que otros regímenes nacional–populares en
América Latina, como los encabezados por Evo Morales en Bolivia, Lula Da Silva
en Brasil, Hugo Chávez en Venezuela o Rafael Correa en Ecuador, operan para
superar el carácter aparente del Estado, ampliando su espacio de control y gestión
sobre los márgenes. Sea por la vía de la regulación del capital y la ampliación de su
espacio de desarrollo, sea por la vía de la inclusión subordinada de los excluidos.
Todo ello da lugar a un mapa más complejo de demarcaciones espaciales, de acto-
res productores del espacio social y de sujetos que se producen, a su vez, en este
proceso de construcción material y simbólica del territorio.
En este contexto, la violencia resulta un dispositivo central de gestión, lo mismo
a través de los mecanismos formales de regulación estatal, como por la actuación de
aparatos que provisoriamente pueden denominarse para–estatales o de formas que
atraviesan la configuración estatal y que realizan funciones de persuasión, control
y represión. De acuerdo con Fuentes (2013) se trataría del ejercicio de la violencia,
comprendida como dispositivo biopolítico, ubicada en “zonas grises” que resultan
del vaciamiento del dispositivo estatal de regulación de lo colectivo y del carácter
predatorio de los dispositivos de acumulación.
En este proceso, lo militar, como elemento regulador y sancionador de las re-
glas del juego y de las jerarquías, así como medio de acceso o monopolización de
recursos, de promoción comercial, de integración productiva, de sometimiento y
regulación poblacional, aparece en el primer plano de la producción de las topolo-
gías territoriales señaladas, sea en los regímenes de derecha como en los llamados
gobiernos progresistas. En México parecen ejemplificar, si bien con distinto signo,
la “guerra” contra el narcotráfico en el sexenio de Felipe Calderón y la creación de
un cuerpo militar dedicado a la seguridad interior, bajo la forma de una Guardia
Nacional, en el actual de Andrés Manuel López Obrador.
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
123
No se trata sólo de lo militar en el sentido del involucramiento de las fuerzas
armadas del Estado en tareas de disciplinamiento, represión y seguridad interior,
sino como una lógica y un dispositivo de creación y organización societal dirigida
parcialmente por el Estado (cuestión observable en contextos de guerras civiles pro-
longadas), y como una forma particular de subjetividad.
Este fenómeno de militarización de la sociedad implica la regulación de lo
geográfico, lo geopolítico y lo geoeconómico, pero también de los cuerpos y la
intersubjetividad,10 y refleja un grave debilitamiento de la hegemonía estatal en un
contexto de agotamiento de las condiciones de la expansión del capital en su forma
productiva, pero también de los lazos comunitarios y sus subjetividades, lo que
complejiza las dinámicas de exclusión y la proliferación de fuerzas destructivas.

Respuestas al desarraigo radical. Socialidades territoriales emergentes


Derivado de lo anterior, se advierten, también, nuevas formas de interacción, movi-
lidad social y localización comunitaria, ciertamente inestables, que, paradójicamen-
te, abren la puerta a configuraciones identitarias emergentes, orientadas a la preser-
vación o reconstitución de los recursos de la subsistencia y a la creación o defensa
de derechos de base territorial: derechos de movimiento, derechos de pertenencia,
derechos de asilo y derechos de subsistencia.
Tales procesos dan lugar a una diversidad de respuestas sociales y políticas,
tanto de índole conservadora (repliegues defensivos) como progresista (luchas de resis-
tencia), frente a la precarización de la subsistencia material y a los efectos psicopolíti-
cos de los procesos señalados (Balibar, citado en Brown, 2015).
Los repliegues defensivos se manifiestan en diversas estrategias de distancia-
miento, segregación y encerramiento, y ocurren tanto en la escala de la configuración
territorial del Estado–nación evidentes, como se ha dicho, en la gestión de las fron-
teras, bajo la figura del amurallamiento y la contención de los flujos poblacionales
(Brown, 2015), como en las escalas locales mediante amurallamientos habitacionales
urbanos de las élites y clases medias y la producción de urbanizaciones marginali-
zadas. En el espacio rural, mediante diversas formas de autonomía y mecanismos de
defensa del espacio vivido y de la “seguridad” comunitaria (Fuentes y Fini, 2018).
La incertidumbre y el miedo, como coartadas de estos repliegues, parecen ser
expresión de una angustia cultural que proviene de un sentimiento de pérdida de
los arraigos colectivos y la erosión de la experiencia de la vida cotidiana, del modo
en que las colectividades urbanas y rurales normalizan las diferencias, anulándolas,

10 A través de mecanismos de subordinación como rituales y ceremonias, el aislamiento


del mundo exterior, la confiscación de bienes, la degradación de la imagen de sí, la tota-
lización, las normas que regulan la intimidad del sujeto y todos los detalles de su vida
cotidiana, la referencia constante a una ideología consagrada como referente total de todos
los aspectos de la conducta (Aranguren, 2016).
124 óscar soto badillo
y del tipo particular de orden paradójico que propone la desestructuración, susten-
tado sobre la base de la incertidumbre que produce el otro (Martín–Barbero, 2003).
Por contraste, se observan formas de resistencia, situadas en el espacio–tiempo
de la vida cotidiana y en los momentos de suspensión, que expresan la prevalencia
de una subjetividad barroca (Echeverría, 1994) contraria a la simplificación de la
formalidad del tiempo espacio estatal–capitalista y al vaciamiento de los sentidos
producido por el simulacro y la violencia.
Estas formas “barrocas”, preexistentes y emergentes, de vinculación individual
y colectiva con el espacio local y translocal, mediadas por la creciente movilidad
humana (deseada y forzada), así como el impacto de los dispositivos tecnológi-
cos sobre el uso, gestión y representación del espacio, evidencian configuraciones
emergentes en la relación entre personas, flujos y lugares. Estas configuraciones se
manifiestan de muy diversos modos, sea en las recreaciones rituales tradicionales
o en las expresiones estéticas performativas de la manifestación política, como nú-
cleos proliferantes de lo social, como formas de re–territorialización que pueden
entrañar el esfuerzo de crear nuevas comunidades localizadas, sustentado en ima-
ginarios de autonomía local o de soberanía de recursos. Todas ellas producen el es-
pacio justamente como espacio barroco, y suponen un tipo de producción cultural
y política que se hace sobre las condiciones del abigarramiento social que no puede
ser controlado por el Estado aparente (Tapia, 2002: 320).
Probablemente, el movimiento zapatista en el sur de México sea la forma más
acabada de respuesta colectiva a la erosión de los entramados comunitarios. En ese
sentido, puede asumirse como un momento constitutivo crucial, que revela la crisis
del proyecto civilizatorio de la modernidad–colonialidad en el contexto de la des-
vinculación y el vaciamiento de sus referentes, al descubrir que tras la formalidad
republicana se esconde una articulación señorial primordial racista y sexista irreduc-
tible a las relaciones capitalistas, pero exacerbadas por ellas.
Lo señorial se entiende como aquella articulación “que está basada en un pacto
jerárquico originario que puede ser factual o contractual, o sea que se funda no en
una igualdad sino en la desigualdad esencial entre los hombres. Esto es a la vez un
mecanismo de construcción de la conformidad porque se trata de un acto jerárquico
sucesivo” que se instituye tras la conquista, continúa en la conformación de la repú-
blica, atraviesa la revolución, y pervive incluso en el modo en que en la izquierda se
articula contemporáneamente (Zavaleta, 1990: 133, en Tapia, 2002: 317).
Pero también el proyecto zapatista, desde la crítica de lo existente, formula una
propuesta de re–creación y re–apropiación del territorio, a partir del proyecto de
autonomía económica, de auto–determinación política y de constitución del sujeto
individual y colectivo a partir del reconocimiento y celebración de su diversidad
(Almeida y Sánchez, 2014; Zibechi, 2006). Se trata de un proyecto esencialmente
ético, que logra denunciar y pretende superar la condición del Estado–nación apa-
rente y la articulación societal señorial, en el contexto neoliberal.
el desarraigo radical. apropiaciones predatorias y territorialidades emergentes
125
Ambos procesos, el de reconstitución socio–territorial del zapatismo con base
en la noción de autonomía, que propone una “territorialidad–proyecto”, como el
del encerramiento securitario, el espacio del crimen organizado, con base en la no-
ción de “la plaza” y, de manera cercana, el de las corporaciones económicas ex-
tractivistas, que representan “territorialidades predatorias”, situados todos en los
márgenes de la formalidad jurídica y política del proyecto civilizatorio de la mo-
dernidad–colonialidad, exacerban la diferenciación estructural interna, develan la
precariedad del discurso de la modernidad y evidencian su inviabilidad.
En ese contexto, se asiste a un esfuerzo de las formaciones estatales de recupe-
rar su lugar como ejes de la articulación societal. Sea por la forma de regímenes po-
pulistas y nacionalistas de derecha que exacerban a partir del discurso del miedo, la
erosión de las relaciones globales y la desvinculación social, o por la apuesta al re-
torno del modelo asistencial–participativo, conducido por el Estado–providencia,
ensayado en América Latina durante el segundo tercio del siglo XX, y cuya crisis
abrió las puertas al régimen neoliberal.
Este nuevo esfuerzo nacional–popular, de corte desarrollista, se instala en una
suerte de espacio de tensión en el que se identifica un objetivo preciso de reesta-
blecer el control social de un Estado reconstituido sobre el tejido social desgarrado
(incluir al excluido como excluido) mediante la reconstrucción de las vías de movi-
lidad y la afirmación de la estatalidad.
El planteamiento de Andrés Manuel López Obrador, en México, en el contexto
del fracaso de las experiencias del desarrollismo progresista en América Latina,
representa, tal vez, la última oportunidad de reconstitución social, en los marcos
no cuestionados del orden moderno–colonial. En muchos sentidos, la crítica del
régimen denominado de la “cuarta transformación”, se centra en las perversiones
más evidentes del modelo neoliberal, pero no en su ontología.
El fracaso de esta vía, sea en su versión nacional–popular o en los populismos de
derecha, puede dar lugar a procesos de transformación social, más allá del Estado,
capaces de orientar un nuevo proyecto civilizatorio anclado en la re–vinculación
sustentada en el desmantelamiento del edificio moderno–colonial y sus anclajes ra-
cistas, clasistas y sexistas, cuyo relato es aún muy incipiente; pero también a la ac-
tualización del fascismo y a un estado de guerra, cuyos tambores se escuchan cerca.

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128

Caravanas Centroamericanas, población arrojada. Una nueva


configuración del sujeto migrante

Mercedes Núñez Cuétara

Introducción
El 19 de octubre del 2018 entraron a México aproximadamente 7,000 personas pro-
venientes de diversos países centroamericanos, entre ellos de El Salvador, Guate-
mala y Honduras que encontraron en el poder, la fuerza y la protección del grupo
la oportunidad de buscar una vida digna, libre de violencia, hambre y muerte. Se
trata de una población “arrojada”; “arrojada” porque ha sido estructuralmente ex-
pulsada de su hábitat, “arrojada” porque ha demostrado una capacidad de extrema
de enfrentar lo desconocido.
Las decenas de caravanas centroamericanas que se iniciaron en octubre de 2018
continuaron surgiendo a finales de ese año, durante el 2019 y hasta principios del
2020. La respuesta de los diversos Estados–nación, implicados en el tránsito de estas
caravanas, ha sido cambiante y diferenciada. En un principio se percibió un trato
desarticulado, diferente para cada caravana y distinto en cada uno de los Estados,
pero en el tercer trimestre del 2019 comenzaron a surgir acuerdos y programas con
el objetivo de contener e impedir la formación y el tránsito de estos migrantes. En
sus inicios, los medios de comunicación y el mundo entero estuvieron pendientes
de su tránsito y destino. Todo indicaba que las primeras caravanas no eran hechos
aislados y que continuarían, situación que ha sido ratificada con la última caravana
centroamericana formada a inicios del año 2020.
Sin embargo, la esperanza inicial fue diluyéndose a mediados de marzo 2019
con las noticias del cierre de los albergues destinados a las personas de las primeras
caravanas en el norte de México, una evidencia sutil pero clara que mostró la perse-
cución tenaz y la vuelta a la clandestinidad a las que fueron orilladas las personas.
El suceso que terminó por confirmar el endurecimiento de las políticas y el trato
persecutorio a estos grupos ocurrió el 7 de junio de 2019, cuando el gobierno esta-
dounidense dio a México un plazo de 45 días para reducir el número de personas
migrantes, o la consecuencia sería la imposición de aranceles a los productos mexi-
canos. A partir de esa fecha, las noticias que se escucharon en los medios estaban
relacionadas con el despliegue de la Guardia Nacional, detenciones masivas, alber-
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
129
gues incautados y muertes violentas de personas que intentaban llegar a Estados
Unidos en su tránsito por México.
A pesar de este giro desfavorable, el año 2020 inició con la formación de una
nueva caravana, lo que evidencia que las medidas tomadas por los distintos Esta-
dos no han sido suficientes para reducirlas o controlarlas, y que las personas cen-
troamericanas han encontrado en estos colectivos una forma de llegar más lejos de
lo que podrían si hicieran el trayecto individualmente.
La búsqueda de vida digna libre de violencia, hambre y muerte, por lo tanto,
no ha sido pacífica; durante su tránsito las diversas caravanas han experimentado
la desaparición de personas, violaciones y vejaciones a las mujeres, comentarios
xenófobos en medios y redes sociales, presiones y amenazas en su tránsito y una
recepción hostil de los habitantes de los territorios donde los migrantes esperan o
se instalan. Sin embargo, también se evidencia y se respira la esperanza en la fuerza
del poder colectivo, el apoyo de diversas asociaciones y grupos civiles, el apoyo
particular de muchos ciudadanos y el apoyo selectivo, aunque cada vez menos pre-
sente, de algunos gobiernos.

Los desgarramientos civilizatorios como lugar epistemológico


Ante las realidades de las caravanas centroamericanas surgen varias preguntas: ¿son
las caravanas una nueva fórmula migratoria de tránsito? ¿pueden llegar a consoli-
darse? ¿pueden generar nuevos parámetros migratorios? En suma: ¿puede hablarse
de una nueva configuración del sujeto migrante? De ser así ¿qué lo caracteriza?
Hay gran desconocimiento o falta de información sobre el presente de las perso-
nas que conformaron y conforman estas caravanas, por lo que es difícil determinar
si podrían considerarse y, por lo tanto, nombrase como desplazados, refugiados o
migrantes en tránsito. El 6 de diciembre de 2018, la Red Jesuita de Migrantes presen-
tó en audiencia frente a la Comisión Internacional de Derechos Humanos diversas
violaciones a los derechos de los integrantes de las primeras caravanas centroame-
ricanas, dicha audiencia comenzó con la clara petición de “dejar de llamarlos cara-
vana y comenzar a llamarlo por lo que son, un éxodo” (Red Jesuita con Migrantes
en Audiencia Pública ante CIDH, 2018). Sin embargo, en la prensa y representantes
de instituciones estatales como el Instituto Nacional de Migración de México (INM),
continúan llamándoles caravanas, por ser la manera en la que viajan estas personas,
en grupo y uno junto a otro y es con ese término como han logrado visibilización.
La figura de las caravanas como forma de movilidad en grupo no es una fórmu-
la nueva, ya que ha sido utilizada en varias ocasiones y para diversos fines como,
por ejemplo, en movimientos sociales para visibilizar y revindicar posturas políti-
cas.1 Las caravanas como recurso migratorio no son novedad. Durante noviembre

1 Recordemos el potencial de visibilización mediática y de denuncia social que tuvieron las


130 mercedes núñez cuétara
del 2018 quedaron varados en Bosnia y Herzegovina miles de migrantes prove-
nientes de Asia y del norte de África que intentaban llegar a Europa (“La cara-
vana de miles de migrantes olvidada en Europa”, 2018). Sin embargo, en el caso
de América Latina, el surgimiento y avance de la Primer Caravana del 2019 y la
Primer Caravana del 2020 ponen de manifiesto que está fórmula iniciada en 2018
no fue un fenómeno aislado, si bien la subsistencia de esta forma migratoria aún
está en entredicho, debido a que se desconocen los efectos del endurecimiento de
las políticas de los diversos Estados (Durand, 2019). La réplica de esta estrategia,
su visibilización mediática y los esfuerzos de los países involucrarlos por contener-
las, son evidencias que permiten pensar en las caravanas centroamericanas como
una nueva configuración del sujeto migrante, o por lo menos que en ellas emergen
elementos que replantean la caracterización actual de la migración en el corredor
Centroamérica–México–Estados Unidos.
La mirada de los desgarramientos civilizatorios puede convertirse en una bue-
na aproximación epistemológica que permita profundizar en el tema e identificar
si puede hablarse de un nuevo sujeto migrante, o bien de nuevas características de
éste. Lo anterior se debe a la posibilidad que tienen los desgarramientos de mirar
la crisis civilizatoria en sus dimensiones planetarias, demográficas y ambientales a
través de la vida cotidiana (Sánchez, 2020).
De acuerdo con Antonio Guterres, “estamos siendo testigos de un cambio pa-
radigmático, una caída descontrolada hacia una era en la que la dimensión del des-
plazamiento forzado, así como la respuesta necesaria, eclipsa totalmente cuanto
habíamos visto hasta ahora” (ACNUR México, 2015). Este cambio paradigmático
en el desplazamiento humano y las respuestas sociales que demanda, revelan esos
desgarramientos concebidos como resquebrajamientos de entramados sociales de
larga duración modificaron espacios, tiempos, imaginarios y relaciones que se ha-
bían consolidado históricamente y cuya ruptura genera nuevas contradicciones, y
la construcción y reconfiguración de nuevas subjetividades (Sánchez, 2020).
El presente escrito es un ejercicio para comprender, desde las realidades de las
caravanas de personas centroamericanas, y cuáles son estas nuevas construcciones
y subjetividades alrededor del sujeto migrante. A su vez, el análisis de las caravanas
aporta información para seguir construyendo la mirada de los desgarramientos.

Hambre, violencia y muerte. El origen de las caravanas


Hambre, violencia, pobreza y muerte son los motivos que aparecen de manera re-
currente en los testimonios de las personas que integran las caravanas, como en los

Caravanas de Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, organizadas en México du-
rante el 2011 por Javier Sicilia y otras personas que han vivido en carne propia la violencia
que desde ese entonces existía en México (Centro de Estudios Ecuménicos, 2013).
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
131
reportajes de diversos medios de comunicación para explicar las razones existentes
para integrarse a las mismas. En los discursos de las caravanas migrantes no se ha-
bla de mejorar las condiciones de vida, no se habla del “sueño americano”, no es el
deslumbramiento por las maravillas del mundo “desarrollado” lo que les arroja a
migrar. Evidencia de esto es que las personas de las caravanas no tienen un destino
claro de llegada. Muchas de ellas y ellos no tienen redes de familiares, amigos o pai-
sanos que los esperen en Estados Unidos. El destino es abierto, pueden quedarse en
Monterrey, en Puebla, o llegar a Estados Unidos (Vilches, 2020). El objetivo es llegar
lo más lejos posible, situación más apegada a un comportamiento de huida que a
un plan migratorio forjado durante años. Se habla de huir, de escapar de la muerte,
de salvarse. La planeación y el destino fijo, pactado y/o soñado están ausentes.
Las caravanas de migrantes se parecen más a las poblaciones desplazadas o
expulsadas a las que hace referencia Saskia Sassen (2015). Esta autora señala que
actualmente los oprimidos sobreviven a una gran distancia de sus opresores, por
lo que es más difícil detectar corporaciones, instituciones, políticas o países cuyas
acciones oprimen a la gente en otros espacios geográficos, ya que incluso pueden
encontrarse en el otro extremo del mundo. Es difícil visibilizar que la huida de las
caravanas centroamericanas está directamente relacionada con el desarrollo econó-
mico de otros países que ha sido forjado a costa de los territorios de estas pobla-
ciones centroamericanas. Ya en los años 70 del siglo pasado, Wallerstein advertía
también que los costos de la riqueza de ciertas economías se externalizaban a la
periferia, incluso a una periferia tan lejana que podría encontrarse a miles de kilóme-
tros de distancia (Wallerstein, 2005). Esta ha sido la historia de Centroamérica, una
historia de despojo, una historia de expulsiones, una historia de la periferia que vive
los costos de la riqueza de otras economías, de otros territorios, de otros mundos.
El hambre, la violencia y la muerte en que viven los países centroamericanos
no se tejió de una década a otra. Lo que hoy conocemos como Centroamérica es el
resultado de una historia fragmentada de las diversas regiones que lo conforman
y que desencadenaron la creación de países divididos y marginados, donde los
efectos de factores externos son mayores que en el caso de países menos debilitados
(Pérez, 2018).
Los enclaves exportadores fueron detonando procesos de “subdesarrollo” en la
región: “La región centroamericana participa en los mercados internacionales como
exportadora de materias primas y recursos naturales lo que ha generado además
marcos legales favorables para la creación de zonas francas, instalación de maqui-
las, megaproyectos mineros, hidroeléctricos, la agricultura extensiva, y la privatiza-
ción de empresas públicas” (Colegio de la Frontera Norte, 2018).
Estas dinámicas consolidaron diversas formas de violencia estructural. Los
conflictos armados que asolaron la región durante años están vinculados con esas
condiciones macrosociales.
132 mercedes núñez cuétara
El Partido Socialista Centroamericano (2018) narra la situación actual de los
países de la región que se encuentran rebasados por la constante crisis económica
que enfrentan, la desintegración social y el endeudamiento. Aunado a esto, pone
énfasis en la incapacidad de los respectivos gobiernos para ser autosuficientes, ne-
cesitan cada vez más préstamos para pagar adeudos vencidos, produciéndose un
exitoso negocio de los grupos financieros y bancarios que se han extendido a nivel
regional. Un negocio de unos cuantos a costa de países enteros cuyos altos índices
de pobreza se hacen visibles.
De acuerdo con Pradilla (2018), casi 60% de los guatemaltecos vive en condi-
ciones de pobreza, la misma cifra de hondureños y 34% de los salvadoreños. Como
este mismo autor menciona, el hambre y la pobreza son violencias estructurales
causadas por una serie de condiciones socio–económicas e históricas que el Colegio
de la Frontera Norte (2018) resume en el siguiente cuadro.

Figura 1. Caracterización de los países del norte de Centroamérica

Guatemala Honduras El Salvador


Años de conflicto armado 1960-1996 NA 1980-1992
Población 17 365 212 (2017) 8 189 501 (2016) 6 459 911 (2014)
Salario mínimo (dólares) 11.92 12.01 7.47
Población en pobreza (2016) (%) 53.7 65.7 32.7
Años de escolaridad 6.3 6.2 6.5
Desastres naturales • Huracán Stan 2005 • Huracán Mitch 1998 • Terremoto 2001
• Erupción volcánica 2018 • Huracán Stan 2005 • Huracán Stan 2005
• Sequía 2011-2015 • Huracán Félix 2007 • Depresión tropical 2011
• Sequía 2011-2015

Fuente: Elaboración del Colegio de la Frontera Norte (2018) con información de DIGESTYC
(2016). INE (2012). INE-Instituto Nacional de Estadística Honduras. (2016). MINTRAB. (2016). MTPS
(2016). PNUD (2016). STSS (2016).

A pesar de la firma de diferentes acuerdos de paz y la instauración de gobiernos


democráticos, muchas de las situaciones que provocaron los levantamientos arma-
dos prevalecen (Colegio de la Frontera Norte, 2018). La proliferación de armas du-
rante los conflictos armados, aunada a las desigualdades sociales y a la corrupción
institucional, han sido elementos centrales en la incidencia de la violencia en estos
países. Los grupos de pandillas o “maras”,2 resultado de las migraciones a Califor-
nia durante las guerras civiles, han incursionado en la vida cotidiana de Centroa-

2 El término “mara” en Centroamérica significa grupo. Con el surgimiento de pandillas ju-


veniles que se volcaron en actos delictivos en los años 80 y 90, específicamente el grupo de
la “Mara Salvatrucha”, se empezó a generalizar el término y a asociarlo con organizaciones
delictivas (Nateras, 2010).
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
133
mérica, con un poder amplio al ejercer control explícito sobre diversos espacios de
las ciudades centroamericanas. A continuación se presenta un cuadro con algunos
indicadores de violencia en la zona.

Figura 2. Indicadores de violencia en el norte de Centroamérica

El Salvador Guatemala Honduras


Homicidios (2015) 6, 600 4,778 5,047
Tasa de homicidios por cada 100 103 30 57
mil habitantes
Estimado de miembros 60,000 15,000 33,000
de pandillas/maras

Fuente: Colegio de la Frontera Norte (2018).

El origen de las caravanas centroamericanas, el hambre, la violencia y la muerte


tienen que ver con “el desgarramiento entre la viabilidad del ‘desarrollo’ solamen-
te para una minoría, y su inviabilidad ecológica y política para la mayoría de la
población que lo subsidia o es expulsada, y que aspira a ello” (Sánchez, 2020: 10).
La explotación de los recursos para unos pocos es solventada por poblaciones que
aspiran a ello, pero que no podrán acceder a estos beneficios por razones estructu-
rales y por la inviabilidad ecológica que eso supone. Este desgarramiento en pobla-
ciones centroamericanas es contundente, ya que el desarrollo de ciertas economías
no es sólo a costa de sus recursos naturales, sino también a base de su miseria, de
su hambre, de sus enfermedades, de sus violencias y de sus muertes. Sin embargo,
lo que Sánchez (2020) plantea cuando habla de una mayoría que aspira a ese desa-
rrollo inviable, contrasta con la configuración de las caravanas migrantes formadas
por una población que en realidad no aspira a ese desarrollo. Su aspiración es la
supervivencia, situación que problematiza la enunciación del desgarramiento.
Las caravanas no representan al migrante en busca del “sueño americano”, tra-
tan de huir del hambre, de la violencia y de la muerte: “Venimos huyendo de un
narco que quería a mi hija, le decía que no podía ser de nadie más, que tenía que ser
de él” (testimonio de mujer de la caravana en Valenzuela, 2019: 75). Está en juego la
corporeidad de estas poblaciones ya resquebrajada por los flagelos a los que están
sujetas. Se arriesgan a atravesar fronteras huyendo de sus territorios deshumaniza-
dos en búsqueda de un hábitat vivible: “Pues uno deja su país porque el trabajo está
bien complicado, tal vez sólo ganas para tu comida, si algún hijo tuyo se enferma,
no tienes dinero para poderlo llevara a algún hospital o clínica, o sea, es bien difícil,
y la seguridad está por los suelos” (Valenzuela, 2019: 92).
La urgencia de huir es uno de los rasgos de la población de las caravanas que
se distingue de otros procesos migratorios. Las caravanas están conformadas por
134 mercedes núñez cuétara
hombres jóvenes y adultos, pero también por mayores a punto de jubilarse, por
niñas y niños sin acompañar, por adolescentes, por madres solas con varios hijos y
por familias enteras (Pradilla, 2018). La finalidad no es la de reunificación familiar,
o el encuentro con paisanos a través de redes anteriormente construidas, como ocu-
rre en otros procesos migratorios, se trata de viajar todos juntos para llegar lo más
lejos que se pueda. Esta diversidad de mujeres, menores de edad y colectivos LGBT
rompen con el concepto de la migración adulto–céntrica y de varones visibilizando
el abanico de los perfiles dentro de las caravanas centroamericanas.
Es imprescindible enfatizar que la huida de estas personas y las condiciones in-
frahumanas por las pasan son realidades generadas por las dinámicas históricas del
sistema mundo que involucra a las élites minoritarias de esos países. Las personas
de la caravana han sido arrojadas y arrojados de sus lugares de origen por condicio-
nes estructurales. Sin embargo, a nivel personal y en el momento de decidir unirse
a la caravana han sido arrojadas y arrojados al tener el temple y la claridad de tomar
la oportunidad que la caravana les da para salir de ahí y sobrevivir.

Las caravanas desde su llegada a México hasta la frontera con Estados Unidos.
Del recibimiento “humanitario” a la individualización y represión del colectivo
Las trayectorias de las caravanas provenientes de Centroamérica desde octubre del
2018 hasta enero 2020 pueden agruparse en tres momentos caracterizados por el
tiempo en que se dieron y por el trato que recibieron.

Las Caravanas del 2018


Las caravanas iniciales se caracterizan por la dificultad para identificar el número
de caravanas formadas y el número de personas que las integraron. Entre las parti-
cularidades de estos primeros grupos se encuentran:
• Salidas constantes: transcurrían entre cinco días y un mes de distancia para la
formación de nuevas caravanas. Tardaban aproximadamente un mes en llegar a la
frontera de México con Estados Unidos.
• Viajaban juntas hasta el centro de México y de ahí se dispersaban.
• Se instalaron en la frontera de México–Estados Unidos esperando la resolu-
ción de asilo o una oportunidad para cruzar.
• Se alojaron y fueron atendidas en albergues gestionados por autoridades
mexicanas estatales y federales, y también por organizaciones no gubernamentales.
• Al inicio hubo una amplia cobertura mediática, se encontraban notas perio-
dísticas diariamente en la prensa local, nacional e internacional.
Este primer bloque de caravanas parecía tener condiciones favorables en su
tránsito hacia la frontera con Estados Unidos. Sin embargo, en el trayecto las per-
sonas de éstas experimentaron riesgos y muerte, eventos que fueron documenta-
dos detalladamente por diversas organizaciones de derechos humanos. La Red de
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
135
Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (Redodem) llevó a
cabo entrevistas a más de 28 mil migrantes en 2017, encontrando que 2,724 personas
(9.6%) habían sufrido algún delito en el camino. Los principales delitos cometidos
fueron: robos (76%), secuestro (3.8%), lesiones (5%) y abuso de autoridad (2.9%)
(Arteta, 2019). Fue registrada la muerte de 11 personas migrantes (COLEF, 2018).
El 50% de los migrantes que se encontraban en albergues o en las calles aledañas
al muro fronterizo sufrían enfermedades respiratorias (Arteta, 2019). A inicios del
2019, los migrantes tuvieron que enfrentar el cierre de los albergues temporales
gestionados por autoridades municipales y federales en México, lo que hizo que se
les perdiera la pista a muchos de ellos. En la figura 3 se rescatan algunas situaciones
que las personas de las tres primeras caravanas vivieron.

Figura 3. Principales eventos en el trayecto de las tres primeras caravanas

Fuente: Elaboración propia con información de MSN noticias (2018), Villamil (2018), “Caravana
de migrantes: las imágenes de cómo un grupo salta la valla entre Tijuana y Estados Unidos” (2018),
“Caravana: un segundo grupo de migrantes centroamericanos rompe la valla fronteriza entre México
y Guatemala en fuerte enfrentamiento con la policía” (2018) y “Migrantes de la tercera caravana per-
manecen a la expectativa” (2018).

Salvo la detención del hondureño Bartolo Fuentes por el gobierno guatemalteco,


acusado de participar en la organización de la Primer Caravana del 2019, no apa-
recen líderes ni organizadores visibles (Carrasco, 2018). El papel de las “redes so-
ciales” en la convocatoria y organización es notable, principalmente por facebook
136 mercedes núñez cuétara
y whatsapp, pues posibilitó el anonimato de las personas organizadoras, si es que
existían organizadores. Por otro lado, el número de personas convocadas se iba nu-
triendo en el trayecto de las caravanas, ya que personas originarias de El Salvador
y Guatemala se sumaron al colectivo proveniente de Honduras.
De estas primeras caravanas, fueron pocas personas las que optaron por las op-
ciones o programas que los diversos Estados les ofrecían. En el caso de México, por
el programa “Estás en casa” se interesaron sólo 500 personas (Tourliere, 2018), el
cual ofrecía una serie de apoyos para las personas de la caravana que permanecie-
ran en los estados de Oaxaca y Chiapas. Por su parte, los gobiernos de Guatemala,
Honduras y El Salvador ofrecían apoyos para el retorno.
El cruce de las fronteras de los países Honduras, El Salvador, Guatemala y
México fueron accidentados y violentos, pero los colectivos lograron abrirse paso;
parecía que las fronteras se disolvían. Sin embargo, las medidas, legislaciones, ame-
nazas, vallas fronterizas y personal militar de Estados Unidos desde este primer
grupo de caravanas fueron infranqueables. Prueba de ello son las miles de personas
que se quedaron en la frontera norte de México esperando la resolución a su peti-
ción de asilo, o bien esperando la oportunidad de pasar a Estados Unidos.

La primer Caravana 2019


Esta caravana coincide con el cambio de gobierno en México y se caracterizó por lo
siguiente.
• Un recibimiento cálido por parte del Estado mexicano, quien les otorgó las
llamadas “Tarjetas de visitante por razones humanitarias”.
• Mientras se entregaban las tarjetas en el sur de México, en el norte se cerraban
los albergues gestionados por el gobierno. Esto parecía una maniobra para mante-
ner a las personas de las caravanas en la frontera sur, lo más alejadas posible de la
frontera con Estados Unidos.
• Aparecen los primeros acuerdos entre los países involucrados para intentar
frenar las caravanas de personas migrantes.
• El gobierno de Estados Unidos amenaza al gobierno mexicano con la decisión
de imponer aranceles a los productos mexicanos si no detienen la migración.
• Aparece sobre la mesa la discusión sobre “Tercer país seguro”, que México
rechaza en lo oficial, pero que de facto está ejerciendo.
• Disminuye la cobertura mediática que prácticamente termina con la noticia
de la entrega de tarjetas.
La primera caravana del 2019 coincide con el cambio de gobierno en México,
que entregó 12,061 “tarjetas”, de las 12,574 solicitudes que recibieron para ello (Go-
bierno de México, 2019). Dichas tarjetas tenían vigencia de un año y permitía a las
personas de las caravanas centroamericanas encontrar empleo, acceder a la edu-
cación y a los servicios de salud básica dentro del territorio mexicano (“México
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
137
autoriza las primeras tarjetas humanitarias a nueva caravana migrante”, 2019). Pa-
radójicamente, y mientras parecía que las opciones y las condiciones para las per-
sonas de la caravana se abría con la entrega de estas tarjetas, en el norte de México
se cerraban los albergues gestionados por el estado. El cierre más notable fue el del
Albergue El Barretal en Tijuana, que funcionó durante 60 días y llegó a albergar a
2,500 personas (Méndez, 2019). En el discurso el trato fue uno, pero en la realidad
las medidas tomadas, tanto de repartición de tarjetas como de cierre albergues,
tuvo como resultado que las personas de las caravanas centroamericanas permane-
ciesen lejos de la frontera con Estados Unidos.
Es con el surgimiento de la primera caravana del 2019 como se establecen los
primeros acuerdos entre países para regular e impedir la emergencia y el tránsito
de estas caravanas. El primer acuerdo oficial consistió en que el gobierno mexicano
albergaría a las personas de las caravanas hasta que Estados Unidos resolviera las
solicitudes de asilo. (“Caravanas de migrantes: México acepta dar refugio a los que
soliciten asilo en Estados Unidos”, 2018). La supuesta apertura que México mos-
traba en un inicio se reveló sólo como discurso. A diferencia de México, la postura
estadounidense desde un inicio fue de rechazo y estigmatización hacia las personas
que conformaban las caravanas, además de permanecer inflexibles en sus legisla-
ciones y procesos.
El 7 de junio de 2019 sucede un quiebre en la historia de las caravanas, México
y Estados Unidos firman un acuerdo en el que el país del norte desiste de poner
aranceles a productos mexicanos y el gobierno mexicano se compromete a trabajar
para disminuir el flujo migratorio en un plazo de 45 días. México materializa dicho
acuerdo con el despliegue de 6,000 mil elementos de la Guardia Nacional y comien-
za a alojar a las personas de las caravanas que esperan la resolución de su solicitud
de asilo por parte del gobierno estadounidense (Casasola, 2019).
Con este hecho se fija la colaboración mexicana con el gobierno estadounidense
para detener y perseguir a las caravanas centroamericanas desde su gestación hasta
la deportación de las personas que las integran. La frontera se endurece y con el
despliegue de la Guardia Nacional vuelve la represión y la clandestinidad de las
personas en tránsito hacia Estados Unidos. Las noticias encontradas durante este
periodo hacen énfasis en la eficacia de las persecuciones y de las deportaciones, y
hay una ausencia de noticias sobre el destino y presente de las caravanas. Como
ejemplo de estas las noticias se encuentra el relato del jefe de Aduanas y Protección
Fronteriza estadounidense, Mark Morgan, felicitando la cooperación del gobierno
de Andrés Manuel López Obrador y calificando la participación del gobierno mexi-
cano como “increíble” y “para los libros de historia” (“En un año, creció 88% la cifra
de indocumentados detenidos en frontera con EU”, 2019).
Junto con el trato entre los gobiernos estadounidense y mexicano, surge la pre-
sión de Estados Unidos hacia México de convertirlo en un “Tercer país seguro”.
138 mercedes núñez cuétara
Esto implicaría asumir la responsabilidad de examinar las solicitudes de asilo, ha-
cer efectivo el principio de no devolución, y de garantizar el asilo a las personas de
conformidad con los estándares internacionales aceptados (Gómez y Cano, 2018).
A pesar de que México no ha aceptado convertirse formalmente en “Tercer país se-
guro”, debido a las acciones derivadas de los acuerdos hechos con Estados Unidos,
lo está siendo de facto. Prueba de ello fue el anuncio de Marcelo Ebrard, secretario
de Relaciones Exteriores en México, quien el 30 de enero del 2020 informó que las
solicitudes de refugio crecieron en diez veces, ya que pasó de recibir 6,000 peticio-
nes de asilo a 70,000 peticiones al año (“México: pedidos de asilo pasaron de 6,000
a 70,000 en un año”, 2020).

La dos primeras Caravanas del 2020


• El 2020 inicia con dos caravanas consecutivas a pesar del endurecimiento de las
políticas migratorias de los países involucrados en su tránsito.
• El recibimiento de las caravanas en México hace énfasis en revisar caso por
caso e imposibilita tratarlos de manera grupal.
• Se militarizan las fronteras y aumentan las deportaciones.
• El Instituto Nacional de Migración de México (INM) prohíbe el acceso de las
ONG a las estaciones migratorias, lo que evidencia poca transparencia del trato a
las personas de las caravanas.
En 2020, las dos caravanas de personas centroamericanas partieron de San Pe-
dro Sula con escasos 15 días de diferencia, ya que la primera salió el 15 de enero y la
segunda el 31 de enero. Esta situación evidencia el continuum de esta fórmula para
migrar, a pesar de que las medidas tomadas por los diversos países involucrados.
El recibimiento de la primer Caravana del 2020 en México fue muy distinto a la
del 2019. En esta ocasión no hubo puertas abiertas. La Guardia Nacional de México
se convirtió en un nuevo muro que detuvo a la caravana. En la cobertura que hizo
Radio Progreso (2020) puede observarse a una agente del INM del otro lado de
la reja del Puente Fronterizo Rodolfo Robles en Ciudad Hidalgo, Chiapas. Dicha
agente dio lectura a un oficio respondiendo a la petición de la caravana para su in-
greso diciendo: “los extranjeros al acceder al territorio nacional deben de cumplir
con la ley de migración que establece que deberá ser regulada, segura y ordenada,
las disposiciones jurídicas no establecen una calidad migratoria de tránsito, razón
por la cual no es posible obsequiar positivamente su petición, sin embargo […]
permitiría el ingreso cumpliendo los requisitos establecidos en la misma, también
invita a los migrantes a pasar en orden para su registro y resolver cada una de las
peticiones”. Posterior a esta intervención, y ante las preguntas de los representan-
tes de la caravana, la agente del INM especificó: “la atención es personalizada,
no podemos dar atención grupal, porque cada condición es diferente, […] les ga-
rantizo una atención personalizada en cada uno de los temas y resolverles a cada
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
139
uno […] con cada uno de las personas de tu caravana se va a brindar la atención
personalizada” (“Guardia Nacional de México se convirtió en nuevo muro que de-
tiene a la caravana de migrantes”, 2020). Este recibimiento dejó dos cosas en claro;
el reconocimiento de la existencia de un colectivo que lo hace diferente de otros
casos migratorios, y la estrategia del gobierno mexicano de tratar cada caso de las
personas de las caravanas de manera individual y personalizada, y controlar quié-
nes entran y quiénes son devueltos y, sobre todo, de diluir la fuerza del colectivo.
Después de este comunicado, la caravana de personas migrantes intentó cru-
zar en varias ocasiones por el río Suchiate a México y fue frenada por la Guardia
Nacional con gas pimienta y técnicas antimotines. Como resultado de esta perse-
cución se generó la detención de aproximadamente 800 personas que fueron tras-
ladadas a albergues para “tratar de forma personalizada su situación” (Pradilla,
2020b). Vuelve a aparecer la palabra individualizada, el colectivo, por tanto, se
invisibiliza.
Aunada a la represión militar, hay una opacidad en el trato que reciben los
integrantes de las caravanas que fueron detenidos, ya que el Instituto Nacional de
Migración impidió el acceso a integrantes de diversas ONG a las estaciones migra-
torias donde retuvieron a las personas el 23 de enero del 2020, durante los enfren-
tamientos con la Guardia Nacional. De acuerdo con los integrantes de estas ONG,
es la primera vez que les impiden el acceso a las estaciones, ya que anteriormente
podían hacer estas visitas con normalidad (Pradilla, 2020a). Las caravanas del 2020
están experimentando toda la represión y opacidad en el trato como resultado de
los acuerdos estipulados durante el 2019 entre México y Estados Unidos.
Los tres momentos en las caravanas de migrantes parecieran como un péndulo
que inició con gran esperanza y terminó con persecución y opacidad. En el inicio las
caravanas centroamericanas parecían eficaces para romper fronteras, excepto la de
Estados Unidos. Esto evidencia una división Norte/Sur mundial que no necesaria-
mente es geográfica. El Sur metafórico hace referencia a las poblaciones que viven
el sufrimiento sistemático producido por el capitalismo y el colonialismo indepen-
dientemente de su ubicación geográfica (Santos y Meneses, 2016).
En este Norte/Sur metafórico, el fenómeno de las caravanas centroamericanas
está siendo rechazado tanto por Estados Unidos como por México y ahora por Gua-
temala, y no por la imposibilidad de acoger, por ejemplo, a las 15,000 personas de
las primeras cuatro caravanas del 2018, que en términos numéricos son menos de
las personas que migraron ese mismo año por otras vías, pues no representan ni
10% del flujo anual (Varela y Mc Lean, 2019). Por tanto, no es el número lo que se
percibe como amenaza sino lo que estas personas visibilizan y representan. Quizá
sea el físico, el color de piel, el idioma que hablan, las banderas que llevan, el vestir
e incluso lo que rezan. Todas estas formas no tienen cabida en el sistema del Norte
metafórico. El rechazo no es a la movilidad humana, es al reconocimiento de otras
140 mercedes núñez cuétara
personas que evidencian otras formas de vida, la diversidad y las dolencias de este
mundo que amenazan con el mantenimiento del estatus quo actual.
Las personas de las caravanas huyen de un territorio deshumanizado, cons-
truyen su territorio móvil, lo arraigan en alberges o en la clandestinidad de las
ciudades donde se dispersan sus integrantes. Ese territorio móvil no goza de reco-
nocimiento, es tratado como un “estar mientras”, estar mientras se resuelven los
casos en lo individual, estrategia básica del sistema neoliberal. Sin embargo, el
surgimiento, la presencia y la permanencia de las caravanas centroamericanas no
pueden negarse y orilla a repensar las realidades del desplazamiento humano.

Instituciones rebasadas: corporeidad y territorio móvil


Todas las posturas, tanto la estadounidense como la mexicana y la centroamericana,
reflejaron la incapacidad institucional y lo obsoleto de los mecanismos migratorios
actuales para abordar la realidad del desplazamiento humano que las caravanas de
personas provenientes de Centroamérica pusieron en primer plano.
Como se ha mencionado, el trato de los diversos Estados implicados en el trán-
sito de las caravanas centroamericanas durante el 2018 y hasta mediados de 2019
era diferenciado y prácticamente dependía del criterio de cada uno de los países
involucrados. No había un diálogo ni acuerdos reales entre los países.
En relación con Estados Unidos, que desde un inicio se mostró inflexible, las
reacciones iniciales fueron diversas: amenazas de retirar su “dinero” y las “ayudas”
a los países de América Central, envío de militares a la frontera con México para im-
pedir un cruce masivo de las primeras caravanas, cierre parcial del gobierno como
presión para la construcción del muro fronterizo, o nombrar a las caravanas como
emergencia nacional. Aunque no todas estas reacciones prosperaron, son evidencia
del descontrol inicial y la falta de claridad para abordar la realidad que las carava-
nas centroamericanas pusieron de manifiesto.
Por su parte, México y los países centroamericanos, en sus posturas iniciales no
evidenciaban rechazo o inflexibilidad, en apariencia trataron de abordar el fenóme-
no de las caravanas desde la institucionalidad a través de diversos proyectos. Ejem-
plo de esto son los programas que se gestaron sobre la marcha: “Estás en tu Casa”,
“Tarjetas de visitantes por razones humanitarias”, “Programa de Retorno Volunta-
rio Asistido”, derivando en el actual “Plan de Desarrollo Integral para Centroamé-
rica”, que pretende desarrollar trabajos en estas regiones a través de la inversión de
capital para reducir la migración (Velázquez y Molina, 2019). Sin embargo, dicho
plan pone énfasis en las condiciones económicas ignorando el contexto social de
estos territorios y, cuando las raíces de los movimientos humanos van más allá de
la falta de empleo, es ingenuo pensar que un plan de desarrollo de este tipo pueda
contenerla o erradicarla, si es precisamente el concepto de desarrollo lo que los ha
llevado a esta situación.
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
141
En todas estas estrategias y posteriores acuerdos se observa cómo las caravanas
centroamericanas han sido utilizadas como “moneda de cambio”, es decir han sido
usadas para volver a abordar o zanjar asuntos políticos de antaño.
Sin embargo, el desorden inicial y la particularidad desde la que cada país abor-
daba la situación fue sustituido por acuerdos entre países que desembocaron en
una violenta persecución e incremento de los obstáculos, incluso desde los países
de origen.
Si bien la militarización y la abierta persecución empezaron a mediados del
2019, el tránsito nunca fue del todo libre. Los diversos Estados implicados pusieron
en marcha diversos mecanismos y políticas migratorias de control. Unas disfraza-
das de tintes humanitarios como albergues, asistencia médica, registros oficiales o
tarjetas migratorias. Otras medidas fueron abiertamente restrictivas como el des-
pliegue de militares, vallas de púas o deportaciones.
Esto evidencia que el trato a las caravanas centroamericanas está mediado por
un proceso de normalización de la migración. Foucault (2002: 171) menciona que
el proceso de normalización es uno de los grandes instrumentos de poder y hace
referencia a la adscripción de un cuerpo social que tiene sus propios papeles de
clasificación, jerarquización y distribución de los rangos. El concepto de normaliza-
ción obliga o busca lo homogéneo, pero permite las desviaciones a través de la in-
dividualización de los casos que se salen de la norma. En este sentido, el despliegue
de ciertas estrategias migratorias diferencia los casos dentro de las caravanas que
obedecen a procesos migratorios válidos y reconocidos de los casos que están des-
viados de la normalidad migratoria y, por tanto, que deben castigarse o forzarlos a
un molde que encaje en la clasificación normalizada.
El concepto de normalización de Foucault (2002) contribuye a comprender la
forma bajo la que la legislación mexicana normaliza y, por tanto, aborda la situa-
ción de los extranjeros en México. En las leyes de este país están contempladas tres
figuras que se describen a continuación:

• “Migrante: al individuo que sale, transita o llega al territorio de un Estado dis-


tinto al de su residencia por cualquier tipo de motivación” (Ley de Migración,
2011: 4).
• “Asilo Político: Protección que el Estado mexicano otorga a un extranjero con-
siderado perseguido por motivos o delitos de carácter político o por aquellos
delitos del fuero común que tengan conexión con motivos políticos, cuya vida,
libertad o seguridad se encuentre en peligro, el cual podrá ser solicitado por vía
diplomática o territorial. En todo momento se entenderá por Asilo el Asilo políti-
co” (Ley sobre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político, 2011: 1).
• “Condición de Refugiado: Estatus jurídico del extranjero que encontrándose
en los supuestos establecidos en el artículo 13 de la Ley, es reconocido como
142 mercedes núñez cuétara
refugiado, por la Secretaría de Gobernación y recibe protección como tal” (Ley
sobre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político, 2011: 2).

Si bien la figura del “migrante” y de “asilado político” se explica en la misma defi-


nición, para entender lo que en las leyes mexicanas se cataloga como “refugiado”
hay que remitirse al artículo 13 de dicha ley, que versa así:

Artículo 13. La condición de refugiado se reconocerá a todo extranjero que se en-


cuentre en territorio nacional, bajo alguno de los siguientes supuestos:
I. Que debido a fundados temores de ser perseguido por motivos de raza, reli-
gión, nacionalidad, género, pertenencia a determinado grupo social u opiniones
políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de
dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país; o que, careciendo de
nacionalidad y hallándose, a consecuencia de tales acontecimientos, fuera del país
donde antes tuviera residencia habitual, no pueda o, a causa de dichos temores,
no quiera regresar a él.
II. Que ha huido de su país de origen, porque su vida, seguridad o libertad han
sido amenazadas por violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos inter-
nos, violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan
perturbado gravemente el orden público, y
III. Que debido a circunstancias que hayan surgido en su país de origen o como re-
sultado de actividades realizadas, durante su estancia en territorio nacional, tenga
fundados temores de ser perseguido por motivos de raza, religión, nacionalidad,
género, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, o su vida,
seguridad o libertad pudieran ser amenazadas por violencia generalizada, agre-
sión extranjera, conflictos internos, violación masiva de los derechos humanos u
otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público. Ley so-
bre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político (2011: 6–7).

El debate público sobre las caravanas centroamericanas está dividido entre catalo-
garlos como migrantes o como refugiados. La figura de asilados no es una opción
y está lejos de contemplarse, ya que, como se aborda más adelante, acceder a esta
condición es una concesión o privilegio especial que el gobierno otorga. El resulta-
do de este debate es importante porque dependiendo del nombre que reciban las
personas de las caravanas es el trato que recibirán. De acuerdo con una trabajadora
de ACNUR México, en comunicación personal de febrero de 2020, el Estado mexi-
cano está haciendo lo posible por tratar a las personas de las caravanas centroame-
ricanas como migrantes y no como refugiados, ya que exime a México de brindar
mayor protección a estas personas y facilita las persecuciones y deportaciones.
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
143
La trabajadora de ACNUR México menciona que en todas las entrevistas que
ella ha realizado a las personas de las caravanas centroamericanas, hay detrás una
historia de violencia, muerte o persecución que corresponde a los elementos requeri-
dos para obtener la condición de refugiado. Sin embargo, las propias personas entre-
vistadas no les dan fuerza a estas situaciones, las han normalizado y nombran tam-
bién en sus entrevistas razones como “tener una mejor vida”, que son interpretadas
por las leyes mexicanas como motivos para catalogar a una persona como migrante
y no como refugiada. La realidad es que independientemente de las lecturas que las
leyes mexicanas hagan de estos discursos, las solicitudes de refugio incrementaron
en el año 2020 en diez veces. Los pedidos de asilo pasaron de 6,000 a 70,000 en un
año. Esta situación sitúa a México en una nueva complejidad frente al fenómeno mi-
gratorio, al añadir a su condición de país de tránsito la condición de país de destino.
Mientras los Estados intentan encasillar a este grupo de personas aparentemente
“sin tierra” en la norma de lo conocido por las leyes hasta ahora establecidas, las ca-
ravanas centroamericanas están presentes, están vigentes y están siendo. Para Segato
(2014) se ha presentado un cambio en el paradigma de la territorialidad. Hoy el terri-
torio está dado por los cuerpos; hay un cambio en relación al ámbito territorial esta-
tal–nacional, con sus rituales, códigos e insignias, hacia el ámbito del propio cuerpo.
Es sobre el cuerpo y en el cuerpo donde se exhiben las marcas de pertenencia: “los
rebaños se desprenden de los territorios nacionales y de los paisajes fijos que previa-
mente les servían como referencia y los aglutinaban” (Segato, 2014: 351). Ante esta
nueva situación, Segato argumenta que las personas son las depositarias y portado-
ras del territorio y la cadena de personas pertenecientes a una red es una población.
En este sentido, concluye que los propios cuerpos son el paisaje y la referencia.
Las caravanas centroamericanas son un grupo de personas que evidencian los
territorios móviles expresados en los cuerpos a los que Segato hace referencia. Sal-
tan a la vista los elementos que los hacen ser y que muestran parte de la identidad
adquirida en sus territorios fijos y que ahora portan en sus cuerpos. Ejemplo de ello
es la predominancia del color azul y blanco de las banderas centroamericanas, las
oraciones que hacen antes de emprender un cruce de frontera, el español como len-
gua predominante y las imágenes expresadas en sus tatuajes. Sin embargo, también
hay elementos nuevos en estos grupos que los identifican como un nuevo cuerpo
social con símbolos propios, como es el lenguaje utilizado por gobiernos, medios
y los propios integrantes de estos grupos que les identifican como “caravaneros
y caravaneras”. Elementos que los identifican como los trayectos recorridos, las
carriolas, los paraguas, las gorras, las palabras usadas y los albergues que habitan.
El hecho de que las personas de las caravanas sean nombradas por los propios
gobiernos como “integrantes de las caravanas” y no como ciudadanos de Hondu-
ras, El Salvador, Guatemala, entre otros, es también otro indicio de que otra subje-
tividad migrante está gestándose.
144 mercedes núñez cuétara
Varela y Mc Lean (2019) argumentan también que las caravanas de personas
centroamericanas son una nueva forma de autodefensa, trasmigración y subjeti-
vidad migrante caracterizada por tres herramientas: moverse en masa, salir de las
sombras y utilizar el cuerpo para exigir el derecho a preservar la vida. Estas he-
rramientas son novedosas y diferentes en comparación con los recursos de otros
movimientos o luchas migratorias.
Las caravanas visibilizan algunos de los rasgos centrales de la crisis civilizato-
ria como son la dinámica de territorialidades y corporeidades resquebrajadas, y de
instituciones desestructuradas (Sánchez, 2020).

Nuevas formas de xenofobia, discriminación y desciudadanización


La pregunta que surge es: ¿qué tipo de reconocimiento tendrá y que trato se le dará
a este nuevo cuerpo social? La problematización que hace Sánchez (2020) del con-
cepto de ciudadanía sobre quienes merecen ser considerados ciudadanos y quienes
no, especialmente desde el análisis del desgarramiento ante la imposibilidad de ar-
ticular ciudadanía y diversidad cultural en una igualdad que no uniforme y una di-
versidad que no discrimine, aporta luces para seguir vislumbrando las situaciones
a las que las personas de las caravanas se enfrentarán en función de su catalogación
como ciudadano o como caravanero/caravanera.
México ha sido reconocido, en algunos imaginarios sociales, como un país ami-
gable y hospitalario con las personas migrantes. Estos imaginarios se construye-
ron a raíz de eventos pasados como el recibimiento de aproximadamente 30 mil
refugiados españoles entre 1939 y 1942; o en los años 70 cuando México abrió las
puertas a miles de personas del Cono Sur que escapaban de dictaduras militares.
Muchas de estas personas obtuvieron en su momento la condición de asilado polí-
tico, que goza de la máxima protección del Estado y para quien la obtención de la
ciudadanía mexicana es prácticamente instantánea.
Sin embargo, a pesar de los imaginarios colectivos que identifican a México
como un país de “puertas abiertas”, no hay que olvidar que durante el siglo XX
las políticas migratorias mexicanas fueron fuertemente restrictivas particularmente
con ciertos grupos de población como árabes, judíos, turcos, polacos, checos, chi-
nos, afrodescendientes o personas con ciertas enfermedades o que profesaran una
religión distinta a la católica (Yankelevich y Chenillo, 2009).
Revisar los grupos de personas con los que México ha sido receptivo, puede
dar luces para entender el tipo de ciudadano que el Estado desea y, por lo tanto,
respalda. En este sentido, y retomando los casos de los exiliados españoles de 1936
y de los latinoamericanos de los 70 y 80, vale la pena preguntarse: ¿cuáles eran las
características de estas personas que les abrió la puerta del país y de la ciudadanía?
y ¿en qué se diferencian con las caravanas de personas provenientes de Centroamé-
rica en la actualidad?
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
145
Las personas de aquella época llegaron de sus países de origen con recursos
económicos o con redes sociales que en teoría aportarían al desarrollo del país. Mu-
chos de ellos eran intelectuales, empresarios, artistas o políticos. A diferencia de las
personas de las caravanas centroamericanas, los que llegaron a México en los 40, 70
y 80 no eran considerados como pobres, o al menos la pobreza no era una condición
que históricamente los definiera.
Las caravanas de personas centroamericanas viven en una pobreza sistemática
e histórica, lo que provoca un fuerte rechazo. Esto es a lo que Cortina (2017) define
como aporofobia, que literalmente se traduce como “fobia al pobre”. Este concepto
refiere que el rechazo se debe a la creencia de que los pobres no tienen “nada que
aportar”. Creencia que concuerda con la revisión de Yankelevich y Chenillo (2009)
a la política de inmigración en México, que históricamente ha hecho énfasis en que
las personas extranjeras deben aportar a los intereses nacionales y a la adecuada
convivencia nacional.
Otra de las diferencias es que las personas de estos ejemplos gozaron de un
reconocimiento y un trato de colectivo. Se les identificaba como “los exiliados polí-
ticos”, “los niños de Morelia”
Una situación diferente que merece la atención es la de los “desplazados por
Tierra Arrasada”, como se llamó a miles de guatemaltecos que México recibió en
calidad de refugiados en la década de los 80, que en su mayoría eran campesinos e
indígenas. Fueron 46 mil personas según unos datos (Gómez y Cano, 2018), 200,000
entre otros (Buenrostro, 2001).
Estos migrantes buscaban huir de las matanzas ordenadas por el general Ríos
Mont, matanzas denominadas de “Tierra Arrasada” orientadas a destruir la base
rural de la guerrilla, y que arrasaron a 400 comunidades indígenas. La acogida de
estas personas desplazadas tuvo que ver con la forma de evitar el involucramiento
de México en la guerra de Guatemala, así como con las incursiones del ejército gua-
temalteco en territorio mexicano, además del apoyo de ACNUR.
El número de refugiados guatemaltecos era incomparablemente mayor al núme-
ro de las personas que integran actualmente las caravanas. Sin embargo, esos migran-
tes huían de una guerra civil explícita en el país vecino, en la que la frontera mexicana
corría riesgos. En cambio, los caravaneros no huyen de una guerra que involucre, al
menos directamente, a ningún ejército y en un contexto geopolítico distinto. Por otra
parte, visibilizan no solamente la pobreza, sino la desigualdad, resultado de un pro-
ceso de explotación histórico que desafía al estatus quo con su sola presencia.
Es así como tanto el gobierno mexicano como el estadounidense han hecho
todo lo posible por desmantelar los colectivos e inhabilitar su identidad social. La
política consiste en revisar de manera individual cada uno de los casos de las per-
sonas en las caravanas, quitándoles el apelativo, la fuerza de colectivo para imposi-
bilitar alguna forma de reconocimiento que les otorgue ciertos derechos.
146 mercedes núñez cuétara
Las personas en las caravanas vienen de un no reconocimiento desde sus paí-
ses de origen, sólo cuentan con su territorio móvil y una peculiar ciudadanía, la del
caravanero o la caravanera.
Frente a la figura de las caravanas, la sociedad civil ha tenido reacciones abier-
tamente xenófobas disfrazadas con argumentos como “primero nosotros los mexi-
canos”, es decir, los ciudadanos, los que tenemos derecho. Aunque pocos, también
se han construido discursos de apoyo y solidaridad que contrarrestan esa xeno-
fobia. Una expresión abiertamente xenófoba fue el recibimiento de las caravanas
centroamericanas en la ciudad fronteriza de Tijuana, donde sus habitantes salieron
a manifestarse con el lema “¡Fuera, Fuera!” y autonombrándose como Movimiento
Ciudadano contra el Caos de la Caravana Migrante. Lo más peligroso ha sido la
xenofobia abierta que mostraron los propios gobernantes, ya que legitimaba un tra-
to discriminatorio. Su máxima expresión estuvo en el comentario del alcalde de la
ciudad fronteriza de Tijuana, frente a medios de comunicación, quien señaló: “No
me atrevo a calificarlos como migrantes […] son una bola de vagos y mariguanos
[…], los derechos humanos son para los humanos derechos” (Camhaji, 2018).
Sin embargo, el fenómeno de discriminación también se ha hecho visible al
interior de las caravanas. Y en esos casos se vincula, sobre todo, con las relaciones
de género.
En las caravanas centroamericanas se observa una fuerte participación de mu-
jeres solas, menores no acompañados y comunidades LGBT. Todas estas minorías
dentro de la minoría caravanera tuvieron que tomar medidas extra de protección.
Ejemplo de ello es que la comunidad LGBT fue el primer grupo que llegó a la fron-
tera entre México y Estados Unidos el 11 de noviembre del 2018, debido a que
tuvieron que rentar un autobús particular para evitar los acosos a los que estaban
siendo sometidas y sometidos dentro de las caravanas (MSN Noticias, 2018). Si bien
esta situación hizo que el colectivo LGBT se visualizara, los motivos detrás de ese
logro evidencian el acoso y discriminación dentro de las propias caravanas.
Por otra parte, fueron mujeres las primeras integrantes de las caravanas en pisar
Estados Unidos. El 14 de noviembre dos mujeres y una menor, así como una mujer
y sus tres hijos cruzaron la malla fronteriza en Playas de Tijuana y se entregaron a
las autoridades migratorias de EU (Ibarra, 2018). Sin embargo, frente al terreno que
ganan en la visualización de su existencia y de sus logros, hay incontables historias
de abuso sexual al interior de las caravanas.
En el planteamiento de los desgarramientos civilizatorios (Sánchez, 2020) se ha-
bla de Símbolos e Identidades Dislocadas, y se señalan dos desgarramientos en
dicho ámbito: la tensión permanente entre ciudanía–diversidad; y la defensa de
patriarcado frente a la ruptura de la norma heterosexual. El concepto de ciudadanía
está cimentado en una homogeneidad unificadora que excluye todo lo que no está
contemplado en sus parámetros. La pobreza, la diversidad sexual, la presencia de
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
147
mujeres solas o a cargo de niños, no es la imagen sobre la que fue construida la fi-
gura del ciudadano: varón, blanco, productivo, heterosexual y mayor de edad. Las
personas de las caravanas sufren un proceso de desciudadanización más agudo del
que viven en sus países de origen.
En cuanto a la defensa del patriarcado frente a la lucha por la igualdad y la
diversidad genérica, se observó cuando integrantes del colectivo LGBT fueron los
primeros en llegar a la frontera y las primeras en cruzarla fueron mujeres con hijos.
Estos dos momentos simbólicos hicieron que las formas feminizadas de ser fueran
visibilizadas y sus vejaciones reconocidas.

Digitalización movilizadora y visibilización mediática


Por su parte, el fenómeno de las caravanas centroamericanas ha contribuido a vi-
sualizar el papel movilizador que las llamadas redes sociales están tomando en esta
crisis civilizatoria. En el caso de las caravanas, el uso de twitter como vocero formal/
informal de los gobiernos y el whatsapp y facebook como medios para convocar y
organizar a las personas de las caravanas.
El uso de la red social twitter por parte del gobierno de Estados Unidos, parti-
cularmente desde el perfil personal del presidente Donald Trump, es un caso claro
del aprovechamiento que puede hacerse sobre las comunicaciones ambivalentes.
Trump ha usado su cuenta de twitter para lanzar amenazas, hacer comentarios
racistas y xenófobos, estigmatizar a las personas de las caravanas, pero a su vez las
utiliza también para informar las decisiones gubernamentales en marcha. Por lo
tanto, toda esta información lanzada desde un perfil “personal”, aunque la perso-
na en cuestión sea un servidor público, permite que la lectura de la comunicación
sea interpretada de manera “formal e informal” al mismo tiempo. Es así como un
mismo comentario proveniente de una figura pública puede ser tomado como una
“comunicación oficial” fungiendo como vocero gubernamental, o por el contrario,
puede ser tomada como “opinión personal”. Esta forma puede facilitar el deslinde
de responsabilidades y repercutir en la percepción que las sociedades van forjando
respecto al fenómeno de las caravanas migrantes.
En una entrevista, Joel Lunenfeld, vicepresidente de twitter, menciona que esta
red social es utilizada por la gente más influyente del mundo: “es el modo en el que
los líderes mundiales hablan ahora y es cómo la gente se entera de las noticias hoy
[…] si algo aparece en twitter se convierte en una historia de verdad” (Arroyo, 2017).
Por su parte, whatsapp y facebook han sido dos redes sociales poderosas y
movilizadoras, ya que desde ellas se ha convocado y organizado las caravanas
centroamericanas. Estas redes sociales han permitido preservar la identidad de
los organizadores, si es que los hay, en el anonimato. También ha permitido la
difusión masiva de cada una de las caravanas en diferentes espacios geográficos,
siendo las personas integrantes las encargadas de difundir la información y, así,
148 mercedes núñez cuétara
incrementar el número de personas que las conforman. Estas dos redes sociales
permiten la clandestinidad necesaria para no ser detenidos antes de empezar y
dan fuerza a la convocatoria.
Mientras que las redes sociales oscilan entre los ámbitos privados–públicos y
han tenido un papel clave para movilizar las caravanas desde dentro y en infor-
mar sobre el trato recibido desde los distintos gobiernos, el papel de los medios
de comunicación estuvo anclado en la visibilización del fenómeno. En un inicio,
los medios de comunicación se volcaron al seguimiento de las caravanas duran-
te su tránsito hacia Estados Unidos, lo que contribuyó a visibilizar las situaciones
vividas por estos grupos. Sin embargo, una vez en las fronteras, los medios poco
hablan de las personas que permanecen en Tijuana o en otras ciudades fronterizas
(Hernández, 2019). La falta de información sobre la situación actual de las personas
que llegaron en las caravanas centroamericanas las expone a peligros conocidos, ya
que una vez en la frontera y ante el olvido del mundo, se enfrentan a situaciones
que vulneran sus derechos humanos y que van desde deportaciones violentas hasta
caer en el tráfico de personas.
Uno de los grandes triunfos de las primeras caravanas centroamericanas fue
conseguir que los ojos de todo el mundo voltearan a ver, la visibilidad internacional
al movimiento generó el reconocimiento de esta nueva subjetividad y, en algunos
casos, la solidaridad y el apoyo. De acuerdo con Honneth (1997), el reconocimiento
se da en dos niveles diferenciados; el primero se relaciona con la visibilización de
un conflicto que parecía invisible, y el segundo nivel ocurre cuando esa lucha o con-
flicto es reconocido y atrae la opinión pública a través de los medios. Es entonces
cuando surge como movimiento social, por tanto, el reconocimiento social de las
caravanas centroamericanas partió de su visibilización pública.
Otra característica de las caravanas de personas centroamericanas es que han
involucrado en su movimiento a más actores sociales. En las narrativas no sólo apa-
recen migrantes, deportados y “polleros”, sino defensores de derechos humanos,
agencias internacionales que gestionan crisis humanitarias, medios de comunica-
ción, opinadores expertos, gobiernos internacionales y locales, e incluso poblacio-
nes enteras con las que dichas caravanas entran en contacto (Varela y Mc Lean,
2019). La incorporación de más actores sociales las vuelve más públicas, visibles y,
por lo tanto, reconocidas socialmente.

Reflexiones finales: las caravanas, símbolo de rebelión “horizontal”


El sujeto que emerge de las caravanas, más que migración, éxodo o desplazamiento
tiene su origen en una forma de rebelión. Sin embargo, esta rebelión no proviene de
un levantamiento hostil que pretende derrocar los poderes del Estado, como define
el concepto la Real Academia Española (2020). Varela y Mc Lean (2019) consideran
que se trata de una insurrección y de una nueva forma de lucha migrante. En este
caravanas centroamericanas, población arrojada. una nueva configuración
149
texto se considera que se trata más de una rebelión que de una insurrección. Una re-
belión que proviene de lo cotidiano y lo existencial, a lo que hace referencia Albert
Camus en sus obras, y que surge al cobrar conciencia de la finitud de las personas,
del abandono de cualquier esperanza, de desprenderse de las certidumbres que
daban sentido a la existencia (D´Angelo, 2015).
En términos camusianos, la toma de conciencia de la futilidad de la existencia
es el salto que la conciencia necesita para liberarse de una improbable felicidad
futura y, abandonada toda esperanza, empieza vivir en el ahora. No es una resig-
nación sino una aceptación de la sinrazón presente en la humanidad y reconocerlo
es liberador (D´Angelo, 2015). Las caravanas representaron, para las personas que
se unieron a ellas, la posibilidad de afrontar la sinrazón del mundo y de sobrevivir
lejos de situaciones de violencia y muerte.
El arrojo que se requiere para dar el salto está presente en todo el camino de las
caravanas centroamericanas que inicia con la toma de la decisión exprés, continúa
con la fortaleza física y mental que requiere recorrer 5,000 kilómetros en sandalias
de plástico y con tener el temple para sortear todo tipo de vejaciones. Todos estos
mecanismos cognitivos y emocionales son puestos en marcha debido a la pérdida
de certezas y garantías de supervivencia. En muchos casos, incluso, fue cuestión
de segundos dar el primer paso: “Yo no había salido todavía. O sea, yo me estaba
despidiendo cuando ella dijo: yo me voy contigo. Entonces me fui a despedir de mi
mamá y de mis hermanos y pues ya, emprendimos el camino. Así es como pasó”
(Valenzuela, 2019: 95).
La emoción, la necesidad de supervivencia y tener una única oportunidad, per-
mea por encima de la reflexión, el miedo y la planeación del viaje. Sólo así puede
comprenderse que tantas personas se unieran a la caravana, dejándose llevar por su
arrojo. Para el caso de las caravanas centroamericanas, el rompimiento de los ma-
pas cognitivos que daban certeza (Sánchez, 2020), deriva en una rebelión existencial
donde las caravanas no representan una estrategia para enfrentar la incertidumbre,
sino que representan la única certeza para sobrevivir.
A lo largo del texto puede observarse una línea que inicia con una forma de
arrojo estructural, que hace referencia a la expulsión de poblaciones centroamerica-
nas debido a las condiciones de violencia y vulnerabilidad en las que viven (Sassen,
2015). Sin embargo, esta situación de expulsión es la que lleva a estas poblaciones a
mostrar otro tipo de arrojo, uno que nace de las entrañas y viene cargado de fuerza,
ese que llevó a miles de personas a dejarlo todo a cambio de una oportunidad de
supervivencia.
Otra característica de este sujeto rebelde que emerge es su carácter horizontal.
Para Zibechi (2000), la mirada horizontal hace referencia a la creación de espacios
donde el poder no se concentra, la disciplina surge por consenso y la identidad de
sus miembros sólo puede mantenerse si se cuida la identidad de los otros. Aunado
150 mercedes núñez cuétara
a esto, el paradigma horizontal no lucha contra los poderes estatales, sino que su
objetivo es crear redes de solidaridad entre los de abajo (Zibechi, 2000: 80)
Las caravanas fueron solidarias entre los de abajo porque permitieron a mu-
chas personas huir de su condición de vulnerabilidad sin necesidad de contar con
recursos económicos para ello, esto hace que la condición de tránsito fuera algo
alcanzable a todos: “Nosotros no nos habíamos venido antes porque somos pobres.
Si antes consigue uno para la comida y nos quieren amenazar que nos van a matar”
(Valenzuela, 2019: 104).
Otro ejemplo de horizontalidad en las caravanas es la protección del colectivo
para mejorar la seguridad en el trayecto. Si bien éste sigue siendo peligroso, las ca-
ravanas centroamericanas han sido eficaces para llegar a la frontera, para protegerse
en grupo y permanecer como colectivo sin concentrar el poder en figura alguna.
Muchas de sus características como la fuerza del colectivo, el arrojo de todas y todos
sus integrantes, la búsqueda común de una vida sin violencia, la oportunidad de
migrar sin tener dinero para costearlo, hace de las caravanas centroamericanas una
forma de rebelión horizontal que inicia con el grupo y el arrojo de sus integrantes.
La permanencia de las caravanas y su proliferación no pueden considerarse
como un hecho aislado. El inicio del 2020 marca la continuidad de éstas y el surgi-
miento de un nuevo sujeto social con características particulares que lo diferencian
de otros procesos similares.

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Experiencias de Economía Social frente a la imposibilidad


del desarrollo para todos

Nadia Eslinda Castillo Romero

Introducción
La histórica desigualdad producida por la acumulación de capital y, más tarde, por
las expulsiones generadas en la fase neoliberal global de la economía de capital,
detonaron la construcción de diferentes experiencias de Economía Social (ES) que
podrían considerarse como esfuerzo de estructuración de presentes dignos (Sánchez,
2020). Se entiende como presentes dignos, ámbitos de resistencia frente a la ex-
plotación, a la expulsión y a la estigmatización, que intentan establecer relaciones
horizontales de reconocimiento recíproco, desarrollo de capacidades para gestionar
los conflictos y favorecer las posibilidades de reproducción de la vida, y sin dejar de
luchar por cambios más amplios.
La evidencia de una creciente desigualdad en el acceso a bienes y servicios,
y la emergencia de la dinámica de expulsión de amplias poblaciones no sólo del
consumo sino de la producción, interpela a la necesidad de problematizar el plan-
teamiento de un “desarrollo” lineal y evolutivo para toda la sociedad. Este enfoque,
el del desarrollismo, desembocó en una especie de impasse al configurar una reali-
dad en que sus beneficios son solamente viables para una minoría de la población
a expensas de la mayoría y del hábitat natural. Y, cuando, además, la aspiración a
esos estilos de vida prometidos por el desarrollo y el progreso ha conformado las
subjetividades, los imaginarios y las relaciones sociales de la mayoría excluida. Por
esa razón es posible hablar de un desgarramiento (Sánchez, 2019).
En este contexto, nos preguntamos: ¿Qué tipo de relaciones sociales construye
la Economía Social y de qué manera están haciendo frente a la inviabilidad del de-
sarrollo para todos?
Analizamos, en primer lugar, el surgimiento de la Economía Social y Solidaria
en América Latina, en sociedades que transitan de la desigualdad estructural a las
expulsiones derivadas de la globalización neoliberal. Estudiamos el caso del movi-
miento de Economía Social que se gestó en el Gran Buenos Aires, Argentina, a raíz
de la crisis financiera de 2001. Posteriormente, analizamos algunas experiencias de
Economía Social que se han construido en contextos de narcoviolencia en México
en medio de la desigualdad y la expulsión social. Finalmente, ejemplificamos la
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
155
construcción de las experiencias de Economía Social en contextos de desigualdad
racializada y machista analizando el caso de la Cooperativa del Hotel Taselotzin en
una población nahua. Para concluir, reflexionamos sobre el tipo de relaciones socia-
les que se construyen en estas experiencias de ES y de qué manera hacen frente a la
inviabilidad del desarrollo lineal.1

El surgimiento de la Economía Social y Solidaria en América Latina


En América Latina se han socializado más las experiencias de Economía Solidaria
que las de Economía Social. La primera fue impulsada en Francia en la década de los
70 del siglo XX (Cadena, 2005), y recupera las formas de organización que aparecie-
ron en el siglo XIX para hacer frente a las necesidades no satisfechas de los trabajado-
res, como vivienda, finanzas, salud. Desde el siglo XIX, particularmente en Francia,
la solidaridad fue considerada como principio de protección susceptible de limitar
los efectos negativos de la expansión de la economía capitalista (Oulhaj, 2013).
En América Latina, a partir de la década de 1980, surge el concepto de Econo-
mía Solidaria como respuesta a la implementación de políticas de austeridad deri-
vadas de la globalización neoliberal que significó

la consolidación de la tendencia creciente a la disminución drástica de la creación


de empleo asalariado, debido a la sustitución de trabajo vivo por trabajo muerto
en los procesos productivos, tendencia que se acentúo con la aplicación de las
tecnologías de información a la producción y los procesos de desregulación de la
economía y de privatización creciente del Estado, que significó el recorte de los
derechos laborales y la ampliación de relaciones salariales basadas en la plusvalía
absoluta (Marañón y López, 2013: 126).

Economía Social y Economía Solidaria surgen en épocas y en contextos diferentes y,


por lo mismo, tienen elementos comunes y características diferentes lo que ha sus-
citado diversos debates (Pérez y Etxezarreta, 2015). La Economía Social está vin-
culada con formas organizativas tradicionales como cooperativas y mutualidades,
y suele tener un nivel mayor de institucionalización. La Economía Solidaria deriva
de la Economía Social, pero con el término solidaria acentúa un enfoque más crítico
al sistema económico hegemónico y pone énfasis en la necesidad de proteger la
vida de las personas y el hábitat natural, a partir de la construcción de proyectos de
desarrollo local en comunidades históricamente empobrecidas por la acumulación
de capital, como son las zonas rurales e indígenas de América Latina.

1 Al señalar “desarrollo lineal” estamos haciendo referencia a la concepción de desarrollo


concebida tradicionalmente que refiera un desarrollo por etapas iniciando en una sociedad
tradicional hasta llegar a una sociedad de consumo. Veáse Rostow, W. (1961). Las etapas del
crecimiento económico. México: Fondo de Cultura Económica.
156 nadia eslinda castillo romero
La Economía Solidaria integra también prácticas no monetarizadas como los
bancos del tiempo que funcionan como créditos mutuos, pero en forma de tiempo
(Sanz, 2012; Bocanegra y Salas, 2013) y diversas formas de trueque en el medio rural
y en el medio urbano (Abramovich y Vázquez, 2007).
En el ámbito de la Economía Solidaria se ubican también prácticas comunitarias
ancladas, sobre todo en los pueblos indígenas; por ejemplo, el tequio, la faena y la
mano vuelta. Es así como han surgido nuevas monedas alternativas como el Túmin,
que fue impulsada en Veracruz por universitarios en apoyo a campesinos (Reporte
Índigo, 2012). La Economía Solidaria pone énfasis en la búsqueda de alternativas
al capitalismo, búsqueda heredada de los movimientos sociales alter–mundistas
albergados en los Foros Sociales Mundiales de Porto Alegre, contraparte a los Fo-
ros Económicos en Davos. Comparten el horizonte del Foro Social Mesoamericano
que surgió a partir del 2000 como resistencia a la puesta en marcha de mecanismos
y programas regionales de desarrollo neoliberal como el entonces llamado Plan
Puebla Panamá (2000–2006), el Tratado de Libre Comercio de Centro América con
Estados Unidos y del propio Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TL-
CAN). Este foro se llevó a cabo en distintas ciudades de Centroamérica y del sur de
México entre los años 2000 y 2006.
En América Latina se ha concebido a la Economía Social, en contraste con la
Economía Solidaria, como aquellas prácticas empresariales institucionalizadas cen-
tradas en las cooperativas, mutuales y que no necesariamente debaten con las des-
igualdades y expulsiones generadas por el sistema económico hegemónico. Este ha
sido el argumento principal en la división tanto de los que estudian la Economía
Social y la Economía Solidaria, como de los que forman parte de los movimientos
sociales que demandan la construcción de un sistema económico inclusivo. (Pérez
y Etxezarreta, 2015).
No obstante, en el trabajo cotidiano con organizaciones sociales rurales e indíge-
nas, cooperativas de diversa índole, observamos que esta división entre Economía
Social y Solidaria se diluye. Por ejemplo, las cooperativas como Tosepan Titataniskej
en la Sierra Norte de Puebla, la Unión de Cafeticultores Indígenas de la Región
del Istmo (UCIRI) o los casos de estudio analizados en este texto, son prácticas
empresariales formales, institucionalizadas y a la vez ponen en marcha prácticas
comunitarias como el tequio y/o la faena, y tienen como principio que el conjunto
de prácticas en su interior repercuta en la mejora de las condiciones económicas y
sociales de quienes conforman estos ejercicios empresariales..
Con frecuencia se usan indistintamente los conceptos de Economía Social o So-
lidaria o incluso el de Economías Social y Solidaria, que es el que adoptamos en
este texto.
Desde el ámbito jurídico, en América Latina la construcción legal de la Econo-
mía Social y Solidaria es diversa. Por ejemplo, en Colombia la ley 454 define la Eco-
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
157
nomía Solidaria como la actividad económica realizada solamente por las coopera-
tivas, mutuales y fondo de empleados, las demás formas de organización solidaria
se consideran simplemente como organizaciones de desarrollo. Esto implica que el
campo de la Economía Solidaria está limitado, y el concepto de solidaridad de la
economía pierda fuerza como una posibilidad de trasformación social y sólo se vea
como parte de un sector estructurado o hacia adentro de la forma orgánica de una
organización de este tipo.
José Luis Coraggio (2008: 34) señala que en los ejercicios de Economía Social
hay zonas grises, y ante ello señala los siguientes ejemplos: cooperativas que han
perdido el ideario de la cooperación y funcionan como empresas de capital tanto
hacia afuera como hacia adentro; cooperativas de trabajo que son apéndices de
empresas de capital, instrumentalizadas para ocultar formas de sobre explotación
del trabajo ajeno y evadir el principio de redistribución fiscal, o fundaciones de
gestión verticalista que dan cobertura cosmética a las empresas de capital. Es un
hecho que las organizaciones de Economía Social no pueden existir fuera de sus
relaciones con otras organizaciones de la misma Economía Social, de las empresas
de capital y de las organizaciones estatales. Existen y funcionan dentro de un sis-
tema con dominio del capital, que tiende a introyectar en las organizaciones una
ética de mercado capitalista y genera un campo de fuerzas, como diría Bourdieu,
que no puede verse como un “afuera” sino que las atraviesa y las constituye como
formas concretas y complejas.
Por lo mismo, la propuesta ideal de las organizaciones de Economía Social y So-
lidaria supone un esfuerzo a contracorriente. La ESS busca, a partir de la asociación
de personas, repartir los ingresos equitativamente, poniendo en el centro el trabajo
sin explotación de las personas y, con ello, satisfacer las necesidades económicas
del colectivo y permear en los territorios donde se insertan. Es decir, los ejercicios
de Economía Social se posicionan en un entorno de posibilidad de generar una
repartición más equitativa de los ingresos generados. Los ejercicios de Economía
Social hacen frente a la dificultad ecológica y económica de alcanzar un desarrollo
urbano, industrial de pleno empleo y consumo, construido como el ideal a alcanzar
desde la economía de capital.

Las experiencias de Economía Social viven la inevitable contradicción de nacer


dentro de una sociedad cuyos valores hegemónicos reproducen la primacía del
capital, en donde sus integrantes tienen que aprender nuevas formas de relación
y también entrar a la economía de mercado capitalista. La Economía Social es
una alternativa que busca desarticular las estructuras de reproducción de capital
y a construir un sector orgánico que provea a las necesidades de todos con otros
valores, que afirme otro concepto de justicia social, que combine el mercado re-
gulado con otros mecanismos de coordinación de las iniciativas, que pugne por
158 nadia eslinda castillo romero
redirigir las políticas estatales y en particular la producción de bienes públicos
(Coraggio, 2008: 39).

La Economía Social no dispone de mecanismos de acumulación de capital ni de


instrumentos efectivos de inclusión financiera que le permita modificar precios,
créditos y tasas de interés. Estas empresas cuando entran al mercado, lo hacen al
mismo mercado de capital, y cuando desean acceder al sistema financiero lo hacen
igual que cualquier empresa de capital. Las Cooperativas de Ahorro y Crédito que
forman parte de la Economía Social, en América Latina, al menos, están reguladas
por las comisiones bancarias respectivas, lo que entre otras cosas les impide prestar
sus servicios a colectivos de la Economía Social.
Sin embargo, es posible e importante considerar a las empresas de Economía
Social como un subsistema en tensión con el sistema dominante. Muchas experien-
cias de Economía Social se encuentran ensayando formas distintas de hacer econo-
mía con distintos claroscuros, avances y retrocesos, pero logrando la repartición
del ingreso más equitativo, generando bienestar colectivo y también reconocimien-
to individual y mutuo del trabajo (Cotera, 2007; ALOE, 2009). Esto último ocurre,
sobre todo, en organizaciones de mujeres, como las que hacemos mención en este
trabajo (Atienza, 2017).
El hecho de que la Economía Social constituya un subsistema y no un siste-
ma, no significa minimizar su ethos asociativo ni sus potencialidades, como tampoco
desconocer su identidad cultural y su importante papel en la cohesión social y en
la satisfacción más justa de las necesidades. Es una economía ampliamente abar-
cadora de muchas viejas y nuevas formas no categorizadas como “económicas”.
De acuerdo con Elgue (2014) incluye las cooperativas y las mutuales que aparecen
como pilares de la Economía Social orgánica y capitalizada, los microemprendi-
mientos cooperativos y las distintas experiencias de Economía Social más solidaria
y disruptiva.
Entonces, la Economía Social no es solamente una suma de microemprendi-
mientos, sino que esboza una construcción compleja que apunta a la construcción
de un modelo económico y social incluyente. Su sostenibilidad es política, multi-
dimensional y multifactorial, lejos de reducirse al balance contable de entradas y
salidas que indica la economía del capital, emerge como una opción de presentes
dignos para los colectivos, grupos y comunidades excluidos y/o expulsados de la
dinámica hegemónica.
Finalmente, es importante considerar el énfasis que muchas de las empresas de
ES hacen en el territorio y su sustentabilidad. Como señala Dávalos (2013), las orga-
nizaciones de Economía Social pueden constituir uno de los principales horizontes
de futuro, no obstante, su tarea principal es afianzar su sostenibilidad, politización,
revisión y consolidación organizacional.
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
159
No obstante, es evidente que no hay que idealizarla, adjudicándole objetivos
maximalistas, evitando de esta manera posteriores decepciones paralizantes, sino
que se trata de comprender que no está en condiciones de transformar unilateral-
mente la sociedad (Elgue, 2014: 32).

Economía Social y Solidaria en contextos de expulsiones


La Economía Social y Solidaria (ESS) ha sido una respuesta a las desigualdades e in-
equidades históricas consecuentes de la acumulación del capital y agravadas por la
etapa neoliberal. Esta etapa privilegia la generación de capital a través del despojo
(Harvey, 2004) y la libre circulación del capital financiero en detrimento del capital
productivo. Por lo mismo, ha generado no soló más desempleo y desigualdad, sino
que ha expulsado a sectores sociales que anteriormente se habían beneficiado del
Estado de bienestar (Sassen, 2015).
La globalización del capital ha implicado el brusco ascenso de las capacidades
técnicas y ha producido efectos diversos y distintos de gran magnitud. A partir
de la década de 1990 se observa un fuerte crecimiento del número de personas,
empresas y territorios expulsados de los órdenes sociales y económicos centrales
del estado de bienestar. El paso del keynesianismo a la era global caracterizada por
privatizaciones, desregulaciones y fronteras abiertas selectivamente, supuso un pa-
saje de una dinámica que atraía gente hacia el interior a otra dinámica que empuja
gente hacia afuera, la expulsa (Sassen, 2015).
De acuerdo con Sassen (2015: 12), estos procesos de expulsión no son espon-
táneos, sino calculados. De hecho, pueden coexistir con el crecimiento económico
medido con los indicadores habituales. Los instrumentos de expulsión van des-
de políticas elementales como recorte al gasto social, disminución de programas
sociales, flexibilización de las políticas laborales, políticas fiscales flexibles, falta
de regulación de las instituciones financieras como los bancos, hasta institucio-
nes, técnicas y sistemas complejos que requieren conocimiento especializado y
formatos institucionales intrincados. En estos procesos la función del Estado ha
implicado la producción de nuevos tipos de reglamentos, leyes, políticas, es decir,
ha producido una nueva clase de legalidad garante de los derechos del capital
global. Podría concebirse al Estado como la representación de una facultad técnica
administrativa que posibilita la implantación de la economía global corporativa
(Sassen, 2012: 70).
Los canales para la expulsión varían, incluyen políticas de austeridad que han
contribuido a contraer economías como sucedió en Grecia y España, políticas am-
bientales que pasan por alto las emisiones tóxicas de operaciones mineras, como en
gran parte de los antes llamados países periféricos. El carácter, contenido y lugar
de esas expulsiones varían enormemente, atravesando estratos sociales y condicio-
nes físicas y cubren el mundo entero. Un ejemplo son las innovaciones financieras
160 nadia eslinda castillo romero
avanzadas que cortan una variedad de sectores económicos y los someten a su pro-
pia lógica, desde deudas intangibles hasta grandes edificios.

Las capacidades que impulsan el desarrollo de esos sistemas innovadores no son


de manera necesaria intrínsecamente brutalizadoras, pero pasan a serlo cuando
operan dentro de determinados tipos de lógica organizadoras. La capacidad de las
finanzas para crear capital no es intrínsecamente destructiva, pero es un tipo de
capital que necesita ser puesto a prueba: ¿puede materializarse en una infraestruc-
tura de transporte, un puente, un sistema de purificación, una fábrica? (Sassen,
2015: 15).

Esas capacidades, en lugar de desarrollar lo social y fortalecer el bienestar de una


sociedad, han servido para romper lo social a través de la desigualdad extrema,
para destruir buena parte de la vida de la clase media prometida por la democracia
liberal, para expulsar a los pobres y vulnerables de las tierras, empleos y hogares
y expulsar a comunidades/sectores sociales y acelerar el ecocidio, es decir, el “au-
mento de la destrucción ambiental a escala global” (Sassen, 2015: 13).
A partir de 1980 se observa el desarrollo material de áreas cada vez mayores
del mundo que se convierten en zonas extremas para operaciones económicas cla-
ve. En un extremo eso adopta la forma de la tercerización global de manufacturas,
servicios y trabajo de oficina, extracción de órganos humanos y cultivos industria-
les hacia áreas de costos bajos y regulaciones débiles. En el otro extremo, la activa
construcción de ciudades globales como espacios estratégicos para funciones eco-
nómicas avanzadas; ciudades desde cero y la renovación de ciudades antiguas. La
capacidad de las finanzas para desarrollar instrumentos enormemente complejos
que le permiten titularizar la variedad de entidades y procesos más amplia que ha
conocido la historia (Sassen, 2012).

Las personas en cuanto trabajadores y consumidores tienen un papel cada vez


más reducido en los beneficios de muchos sectores económicos. Lo que importa
son las tierras sobre las que viven aquellos sectores poblacionales rurales empo-
brecidos y no las personas que las habitan. Por ello, no hablamos de elites preda-
torias, sino de formaciones predatorias, es decir, una combinación de élites y capaci-
dades sistémicas con las finanzas como posibilitador clave, que presiona hacia la
concentración aguda de su espacio vital (Sassen, 2015: 15).

La categoría de formaciones predatorias es muy iluminadora, pues permite


conceptualizar la configuración de la sociedad actual y el eje central de la lógica
dominante. Sin embargo, sería bueno señalar que esa lógica dominante no es, tal
vez, tan planeada y predecible y que siguen coexistiendo tres paradigmas en la
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
161
relación “desarrollo y subdesarrollo”: la marginación, la explotación y la expulsión
(Sánchez 2019: 18).
Por otra parte, es importante subrayar que a la lógica de despojo–expulsión, le
subyace la cosmovisión anclada en los dos mitos principales del Occidente moderno:
la conquista de la naturaleza–objeto, y el falso infinito del progreso (Morin, 2011). La
eliminación de toda atadura vinculada con la abundancia ilimitada de bienes era la
fuente de la felicidad y la base cultural del “progreso”. Y la caída del socialismo real
reforzó esa visión, porque ese imaginario de felicidad, paradójicamente, impregnó
también la perspectiva socialista. “Se ha analizado poco si el fracaso de las experien-
cias llamadas socialistas o socialismo realmente existente, no tiene una relación con
un aparato simbólico que prometía ese tipo de felicidad. No era el bienestar sencillo
o frugal y solidario el horizonte proclamado” (Sánchez, 2019: 18).
Esta situación ha desembocado en lo que Sánchez llama “territorios y corpo-
reidades resquebrajadas”, ámbito en el que ubica ese desgarramiento entre aquella
población minoritaria que ha alcanzado niveles importantes de dicho “desarrollo”
y que desea mantenerlo y aumentarlo, y la que no ha tenido acceso a él, pero aspira
a tenerlo (Sánchez, 2019: 15).
Es en este contexto que la ESS lucha por colocar al trabajo como el elemento
principal para generar valor en beneficio de las personas, privilegiando la propie-
dad colectiva de sus herramientas de trabajo, tratando de repartir los beneficios
de manera equitativa entre sus miembros y en beneficio de los territorios donde
surgen estos ejercicios. “La propiedad sobre el propio trabajo es el elemento bá-
sico. Cuando ésta se junta y mezcla con el común entonces este también deviene
propiedad a través de una lógica de contagio. El trabajo pone en movimiento olas
expansivas de posesión y propiedad” (Hardt y Negri, 2019: 138).
La Economía Social se inserta en la necesidad de buscar alternativas de vida
digna de todos aquellos explotados, excluidos y expulsados de la forma de desa-
rrollo concebida por el capital, es decir, de las poblaciones desgarradas por la viabi-
lidad de “desarrollo” de una minoría a costa de la inviabilidad ecológica y política
para la mayoría de la población, y que desea alcanzar esos estilos de vida.
Por ello, la producción de lo local que plantea Appadurai (2017: 169 citado en
Sánchez, 2020), la producción de la cotidianidad en determinados entornos que
haga frente, resista y proponga alternativas más equitativas a estos escenarios de
expulsión, requiere de enormes esfuerzos, gran creatividad y de mucha paciencia.
El autor se pregunta: “¿Cuál es el resultado de esa energía invertida diariamente?”
El resultado puede ser la construcción cotidiana e inacabada de entornos donde se
dignifique el trabajo humano generando beneficios colectivos y ambientales.
A continuación observaremos tres ejemplos de experiencias de Economía Social
que en la vida cotidiana buscan construir presentes dignos a partir de la apropiación
162 nadia eslinda castillo romero
de su fuerza de trabajo en contextos de expulsión, desigualdad, racializados y ma-
chistas, y en entornos de violencia generada por el narcotráfico.

El movimiento de Economía Social y Solidaria en el Gran Buenos Aires,


Argentina, en el 2001
Las experiencias de Economía Social y Solidaria en Argentina se multiplicaron a
partir de 2001. La crisis institucional y de representación tuvo como consecuencia el
surgimiento de nuevos actores, principalmente de los sectores más desamparados,
a los que se sumó una fracción de la clase media deteriorada con sus ahorros acorra-
lados. Esta clase media se encontró, de pronto, militando en las filas de desocupa-
dos, desempleados y empobrecidos luchando por la recuperación de los derechos
perdidos (Elgue, 2014: 32).
El estallido social y la crisis institucional sin precedentes de diciembre 2001
combinó una ola de saqueos de multitudes en los barrios del conurbado (Gran Bue-
nos Aires) y en muchas ciudades de Argentina, con una masiva movilización de
sectores medios y populares que al grito “que se vayan todos”, forzó la renuncia
de Domingo Carvallo y Fernando de la Rúa. Las medidas económicas impuestas
que confiscaron los depósitos afectaron a la clase media y, en un efecto dominó, a
los sectores más pobres. Esta situación y el estado de sitio decretado por el propio
presidente detonaron las masivas protestas de diciembre de 2001 y llevaron a la
renuncia de De la Rúa en diciembre de 2001.
Elgue (2014) señala que, en este contexto, se pusieron en práctica distintas for-
mas asociativas económicas de interés común, que en los primeros apartados de
este texto referimos como prácticas de la Economía Solidaria: redes de trueque,
huertas familiares y comunitarias, ferias solidarias (tianguis), grupos precoopera-
tivos de compras comunitarias, cooperativas escolares, guarderías, ONG de micro-
créditos, emprendimientos de transporte, iniciativas de seguridad vecinal, comedo-
res autogestivos, programas de recuperación y reciclado de residuos.
El Hotel Bauen es, quizá, una de las experiencias de autogestión del trabajo más
conocidas en el mundo, “un emblema de la capacidad de los trabajadores no sólo
de gestionar una empresa sino de tomar en sus manos el propio destino” (Ruggeiri
et al.: 2017: 11). Este caso forma parte de la historia de las empresas recuperadas que
se integran a raíz de los lazos que entablan los trabajadores de unas y otras durante
los procesos de recuperación.
En este sentido, el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER)
fue la principal organización de empresas recuperadas por los trabajadores en los
años posteriores a la crisis de 2001. El MNER integró a la gran mayoría de los casos
basado en la experiencia de casos provenientes tanto del sindicalismo como del
cooperativismo, al que se le sumó el activismo proveniente de las asambleas de los
movimientos surgidos alrededor de la crisis (Ruggeiri et al.: 2014: 38).
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
163
En palabras de Ruggeiri (2014), el MNER logró articular un camino para cana-
lizar los conflictos surgidos por el cierre de empresas, sintetizado en la consigna
tomada del Movimiento Sin Tierra de Brasil (MST): “¡Ocupar, resistir, producir!”,
llevando así la razón de ser del movimiento desde la defensa de los puestos de tra-
bajo hacia la formación de cooperativas y el reclamo por la expropiación.
Tomando como referencia este contexto, los trabajadores del Bauen recupera-
ron el hotel tras conocer la historia de la imprenta recuperada “Chilavert”. Ambas
empresas —Bauen y Chilavert— ya figuraban en los archivos del Banco Nacional
de Desarrollo, en los que se consignaban los préstamos otorgados a los dueños de
estas empresas, que el gobierno de Carlos Menem (1989–1999) les otorgó y que
nunca pagaron. El Hotel Bauen cerró sus puertas dejando desempleados a sus tra-
bajadores. El Bauen comenzó su historia como empresa recuperada el 21 de marzo
de 2003, un año y casi tres meses después de su cierre. Sus trabajadores habían
quedado en la calle en medio de la crisis económica más importante de las últimas
décadas de Argentina.
Durante 2002 hubo movilizaciones cotidianas, crecimiento exponencial de los
movimientos piqueteros y las asambleas barriales, mientras los ahorristas estafados
por el “corralito” pintarrajeaban los bancos y el trueque se había convertido en un
medio de intercambio para la subsistencia. Mientras tanto, había desarrollado y
adquirido visibilidad un nuevo movimiento: el de las empresas recuperadas por
sus trabajadores. La defensa por los puestos de trabajo en las fábricas y empresas
vaciadas y abandonadas por los empresarios, le había dado notoriedad y, también,
legitimidad: “En una sociedad en que el trabajo se había vuelto un valor escaso y
buscado, luchar para seguir trabajando era valorado por una mayoría social y los
trabajadores que ocupaban las empresas quebradas lograban bastante éxito en pre-
sionar a funcionarios y legisladores” (Ruggeiri et al.: 2017: 52).
El resultado más notorio de esa capacidad de presión fue la aprobación de leyes
de expropiación, como sucedió en el caso de las empresas recuperadas Brukman,
Chilavert y Ghelco, en la legislatura de la ciudad de Buenos Aires, pocos meses
antes de la toma del Hotel Bauen. Esto no significaba que el procedimiento sería
fácil, al contrario. Sin embargo, algunos mecanismos y puertas se iban abriendo a
partir de la movilización de los trabajadores organizados mayoritariamente en el
Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER). Además de lo señalado,
una de las principales reivindicaciones de este movimiento era la reforma de la
ley de concursos y quiebras promulgada durante el gobierno de Carlos Menem si-
guiendo los dictados del FMI y convirtiéndola en un mecanismo de liquidación de
empresas. La ley facilitaba el vaciamiento empresarial y priorizaba el remate de los
bienes y el pago a acreedores antes que la preservación de los puestos de trabajo. Se
trataba de una ley al servicio de la destrucción del aparato industrial y del empleo
(Ruggeiri et al.: 2017: 52).
164 nadia eslinda castillo romero
Con el caso del Hotel Bauen observamos un ejemplo de las particularidades
que implicó poner en marcha actividades económicas solidarias, fuera de la lógica
de la economía de capital, en un momento donde la crisis económica no sólo afecta-
ba a los sectores empobrecidos, sino que expulsaba del sistema financiero y laboral
a clases medias trabajadoras, es decir, no sólo los despojaron de su trabajo, sino
también de sus ahorros.
Haciendo frente al escenario inaugurado en diciembre de 2001, se observa en
el Gran Buenos Aires, y en otras ciudades de Argentina, la puesta en marcha de
experiencias económicas solidarias que se fueron formalizando hasta ir generando
y expandiendo el movimiento de Economía Social a través de la creación de coope-
rativas de trabajo.
En este sentido, para 2019, en Buenos Aires se había desarrollado ya un amplio
movimiento de Economía Social que se reflejaba en la expansión de distintas coope-
rativas de trabajo: diseño, cafeterías, hoteles, imprentas, servicios educativos, escue-
las, muchas de ellas derivadas de la crisis de 2001. Además, ante el nuevo ciclo de
crisis económica, se ha vuelto a activar acciones de solidaridad económica como: los
bancos de tiempo, el trueque, las ferias solidarias (tianguis y mercados), entre otras.
El número de empresas recuperadas entre 2001 y 2003 oscila, según distintas
fuentes, entre 127 y 180, agrupando entre 10,000 y 12,000 trabajadores (Abramovich
y Vázquez, 2007).
La vinculación de producción y consumo mediante el trueque tuvo un enorme
auge. El número de personas involucradas en las redes de trueque pasó de 20,000
en 1999 a 2 500,000 en 2002, según unas fuentes, o a 5 o 6 millones según otras
(Abramovich y Vázquez, 2007).
En Buenos Aires y su zona conurbada los ejercicios de Economía Social y Soli-
daria se expandieron en momentos de crisis. En esos momentos, estos ejercicios y
prácticas surgieron como alternativas para hacer frente a la imposibilidad de man-
tener su empleo y nivel de consumo, buscando formas de sobrevivencia que permi-
tieran generar un ingreso y hacer frente a la vida.

Economía Social en territorios violentados por el narcotráfico

La fosa común convierte el espacio de habitar en una oquedad do-


liente. La fosa común nos revela la forma como se está destruyendo
el territorio habitable y nos está convirtiendo en seres a-terrados.
Los cuerpos encimados, mutilados, desmembrados que destruyen
identidades y singularidades, muestran además de la violencia al
matar y el asesinato despiadado, la destrucción de la condición
humana. La forma como los medios y las instituciones comunican
estas realidades, destruyen la singularidad de las personas convir-
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
165
tiéndolas en números y facilitando la naturalización de la violen-
cia. Necesitamos, dice el autor “Esclarecer la comunidad que somos
ante la oquedad producida” (Aguirre, 2018: 106 en Sánchez, 2019: 7).

En México, la política de combate al narcotráfico del gobierno de Felipe Calderón


(2006–2012), continuada por el de Enrique Peña Nieto (2012–2018), fracturó en nive-
les aún poco dimensionados las posibilidades de convivencia. Las muertes masivas
generadas por esa política provocaron en el país un trauma social aún no reco-
nocido. La nueva sensibilidad producida por esta violencia, caracterizada por su
banalidad, será de larga reversión (Fuentes–Díaz, 2018: 29–49).
El narcotráfico se ha transformado tanto en su expansión territorial como en la
diversificación de actividades que van más allá de la siembra y el trasiego de sus-
tancias ilegales, y esta diversificación ha sido voraz, lo que explicaría la atrocidad
de la disputa por los mercados y sus territorios (Fuentes–Díaz, 2015: 68–82).
En este contexto, a inicios de la década del 2000, en el estado mexicano de Mi-
choacán comenzó a verse una nueva forma de operación del narcotráfico: aparición
de decapitaciones, colgamientos, narcomantas y una serie de formas espectaculares
de violencia, como técnicas de contrainsurgencia implementadas a nivel de con-
frontación militar por el brazo armado del Cartel del Golfo: Los Zetas. Los Zetas
introdujeron ese repertorio en la confrontación con otras organizaciones criminales
por la hegemonía territorial en el trasiego, venta de “sustancias ilegales y cobros de
piso” (Fuentes–Díaz, 2018: 29–49).
Ante la instauración de este nuevo orden criminal, se fracturó la antigua re-
lación de reciprocidad entre las actividades ilegales del narco y las comunidades.
Anteriormente había un reconocimiento hacia los “Señores del Narco” al ser pro-
veedores de bienestar social. Eran una especie de Estado local que dotaba de es-
cuelas, clínicas, carreteras y trabajo a las comunidades. A partir de la instauración
predatoria neoliberal está lógica se rompe.
Esta tesis (Fuentes–Díaz, 2018) permite entender el fenómeno de violencia re-
activa que tuvo lugar en Michoacán a principios de 2013. La fractura de las formas
legítimas del ilegalismo hicieron posible el surgimiento del movimiento armado
de los Grupos de Defensa Comunitaria, conformados por habitantes de las comu-
nidades que se opusieron al orden criminal impuesto por el cartel hegemónico en
la zona, Los Caballeros Templarios, que estaba coludido con el poder político local
(Fuentes–Díaz, 2018: 29–49).
Ante este panorama nos preguntamos: ¿en qué medida los ejercicios de Eco-
nomía Social contribuyen a fomentar presentes dignos en zonas violentadas por el
narcotráfico? ¿qué desafíos presentan? Para analizar el papel de los ejercicios de
Economía Social en estos contextos de violencia criminal, elegimos explicar una
experiencia en cuya evaluación estuve involucrada.
166 nadia eslinda castillo romero
El Laboratorio de Innovación Económica y Social (LAINES) de la Universi-
dad Iberoamericana Puebla llevó a cabo el proyecto “Fortalecimiento de proyectos
económicos en territorios de alta vulnerabilidad y situaciones de violencia”. Este
proyecto se puso en marcha en 2016 y 2017, y tuvo por objetivo la formación de
orientadores de Economía Social que coadyuvaran a la generación y acompaña-
miento de empresas de beneficio colectivo, en zonas históricamente empobrecidas
y ahora violentadas por el narcotráfico. La intencionalidad era la de fortalecer el
trabajo comunitario a partir de herramientas solidarias que contribuyeran a la paci-
ficación social. El proyecto se llevó a cabo en municipios de los estados mexicanos
de Michoacán, Guerrero y Oaxaca. Particularmente en Michoacán este proyecto se
impulsó a petición del Centro de Investigación y Acción Social por la Paz (CIAS) de
la Compañía de Jesús en México.
Los miembros del CIAS iniciaron el contacto con las comunidades de Tancítaro
y Cherán, Michoacán, desde 2012, con el fin de diagnosticar el impacto de las causas
generadoras de la violencia en México y, con ello, diseñar estrategias de acción con
la población de estos municipios. En este sentido, y con el afán del CIAS de generar
alternativas societales, en 2015 sus miembros se involucraron en esos municipios
para generar y poner en marcha el programa de Reconstrucción del Tejido Social,
orientado a la “capacitación de actores sociales en metodologías de mejoramiento
de la convivencia en la familia, la escuela, el barrio, el trabajo, las fiestas tradicio-
nales y el gobierno”. El programa se llevó a cabo por medio de grupos interdisci-
plinarios de profesionistas radicados en esos municipios (García, 2018: 165). La
Universidad Iberoamericana se implicó en este proyecto, concretamente en el rubro
de trabajo, con el fin de impulsar alternativas económicas en territorios violentados,
específicamente en Michoacán.
El proyecto consistió en capacitar a un grupo de diez profesionales residentes
en estos municipios para que acompañaran en la formación y gestión de las em-
presas comunitarias. La formación se hizo transmitiendo la Metodología de Acom-
pañamiento e Impulso a Empresas de Economía Social (MAIEES), diseñada por el
Laboratorio de Innovación Económica y Social (LAINES) y la Incubadora de Em-
presas de Economía Social de la universidad.2

2 Esta solicitud se hizo aprovechando el vínculo del CIAS con el Sistema Universitario Je-
suita del que la Universidad Iberoamericana Puebla forma parte. Se reconocía el papel de
esta universidad en la construcción de un ecosistema de Economía Social, iniciado desde
2005 en el área de Servicio Social, con los Programas Interdisciplinares de Servicio Social
(PROMOSS) en Economía Social y Solidaria y, más tarde, en 2010, con la puesta en marcha
de la maestría en Gestión de Empresas de Economía Social (MGEES). Posteriormente, en
2015 y 2016, se creó la Incubadora de Empresas de Economía Social y el Laboratorio de
Innovación Económica y Social (LAINES). Este último tiene como principal función gestio-
nar y dar consultoría a distintos actores públicos y privados para impulsar experiencias y
circuitos económicos de Economía Social.
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
167
En 2018, un año después de la puesta en marcha del proyecto, se llevó a cabo la
evaluación de los resultados de una etapa del proyecto en Tancítaro y en Cherán,
Michoacán. La evaluación consistió, principalmente, en revisar el número de em-
presas colectivas que se habían formado y permanecían, derivado de la formación
de orientadores y dinamizadores de Economía Social.
Los orientadores son aquellas personas que acompañan en su formación a las
iniciativas económicas desde la lógica de la ES. Los dinamizadores centran su acti-
vidad en generar alianzas con diversos actores sociales para insertar las iniciativas
empresariales de un determinado territorio al mercado, en observar y canalizar las
necesidades de capacitación del colectivo, en vincularse con otras organizaciones
para trabajar en un fin comunitario específico, como la defensa del territorio ante la
violencia generada por el narcotráfico o la defensa del territorio ante las mineras.
En el periodo entre 2016 y 2018 se formó diez orientadores, dos dinamizadores
y se acompañaron 12 empresas.
En el contexto de este trabajo de campo, observamos que en algunos casos,
antes de impulsar emprendimientos que atendieran las necesidades económicas —
como lo dictaba el objetivo del proyecto que evaluábamos—, había una necesidad
más urgente: la atención y contención del daño causado por la violencia generada
por el enfrentamiento entre los grupos del narcotráfico. En este sentido, conocimos
a un grupo de mujeres del municipio de Apatzingán, que acudían cada domingo
a Tancítaro a la formación en procesos empresariales de Economía Social para que
formaran su propia cooperativa. Se trataba de mujeres que habían perdido a su es-
poso y/o hijo que eran el sostén familiar. La formación la impartían los orientadores
de Economía Social preparados por el LAINES. En este proceso se observó que lo
que hacían las mujeres en estos espacios era dialogar e intercambiar experiencias de
lo que había sido su semana, de cómo habían sorteado las dificultades económicas
y familiares, principalmente. Mencionaban que cada domingo acudían a Tancíta-
ro para sentirse acompañadas y alejarse un poco de su cotidianidad, al conocer y
compartir con otras mujeres que también habían perdido a su esposo y/o hijo. Y
aunque el proyecto pretendía evaluar el fortalecimiento de proyectos económicos
en zonas violentadas por el narcotráfico, sin embargo, para las mujeres que iban de
Apatzingán, encontraron que había algo más importante previo a emprender un
proyecto económico: acompañarse en el dolor que las unía.
Este hecho nos visibilizó una realidad que no habíamos contemplado tanto en
la metodología de acompañamiento de estos proyectos económicos: reconocer la
violencia en todas las escalas y en todos los tipos, no sólo la violencia criminal.
Era importante conocer las distintas violencias que vivían los distintos actores
participantes en el proyecto. Directamente con las mujeres a las que hemos hecho
mención, el dolor de haber perdido a un familiar y que era el motivo para participar
en estos ejercicios de Economía Social, las ponía al frente para generar una alter-
168 nadia eslinda castillo romero
nativa económica que les permitiera tener un ingreso y también, transitar en sus
roles de género, al hacerse cargo no solo en la reproducción del trabajo doméstico,
sino en el trabajo productivo que les permitiera generar un ingreso para resolver
sus necesidades económicas. En este grupo de mujeres se vivían procesos de ayuda
mutua, de acompañamiento y de respeto en el dolor compartido, construyendo la-
zos sociales qué en lo sucesivo les ayudarían a emprender una actividad económica
que les permitiese satisfacer sus necesidades individuales y colectivas.
Las poblaciones que sufren violencias severas, desde las históricas y estructu-
rales, que se expresan ahora en agresiones brutales, enfrentan retos enormes para
lograr su supervivencia económica y emocional.
El proyecto de impulsar la Economía Social en estas poblaciones permitió visi-
bilizar con claridad la importancia de analizar las dinámicas de la violencia en dife-
rentes niveles, los traumas y el dolor generado, y detectar, junto con los pobladores,
los espacios posibles para dirigir los esfuerzos por impulsar circuitos económicos
que beneficien el desarrollo territorial en donde participe esta población histórica-
mente excluida del desarrollo del capital y también, expulsada por el incremento de
la violencia criminal y la violencia machista.

Economía Social y Solidaria en contextos de desigualdad, racialización


y machismo: la cooperativa del Hotel Taselotzin
El Hotel Taselotzin se encuentra ubicado en Cuetzalan del Progreso, en la Sierra
Nororiental del estado de Puebla. Este hotel nació de la iniciativa de la organiza-
ción de mujeres Masehual Siuamej Mosenyolchicauani.3 Esta cooperativa es resultado
de una serie de actividades económicas que, a fines de la década de los 80, lleva-
ron a cabo algunas mujeres nahuas de las comunidades cercanas a Cuetzalan. Los
ingresos económicos de sus familias escasearon como resultado del aumento de
las precipitaciones pluviales de la zona y, sobre todo, después de una helada en
1989 que quemó las plantas de café, producto del que históricamente dependían
los indígenas, evidenciando con ello la poca diversificación económica de la región
(Masehual, 2016).
La Sierra Norte de Puebla ha sido una región con un importante dinamismo
desde la época prehispánica, durante la Colonia y en el México independiente. La
intervención francesa y la Revolución mexicana fueron procesos muy significativos
en la zona. Y anteriormente, en el siglo XIX, actores como Juan Francisco Lucas in-
trodujeron un liberalismo sui géneris en la zona nororiental (Thompson 2011, citado
por Almeida y Sánchez, 2014). Cacicazgos de diferente tipo se dieron continuidad
y en la segunda mitad del siglo XX, la región en la que se ubica Cuetzalan, de-

3 Mujeres indígenas que se fortalecen juntas, así se traduce el nombre de la organización,


sin embargo, ellas lo traducen como Mujeres que se juntan para hacerse fuertes.
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
169
pendía fundamentalmente de la producción del café que era comercializado por
una oligarquía regional. La situación de explotación y de racismo ejercidos por los
mestizos que se fueron estableciendo en Cuetzalan a principios del siglo XX está
documentada en diferentes trabajos (Taller de Tradición Oral, 1994).
En este contexto, en la década de los 70 emergieron procesos organizativos de-
tonados por agentes internos y externos. Entre los primeros estaban campesinos
nahuas politizados en las décadas anteriores y en los segundos una ONG de profe-
sionistas que se estableció en la comunidad San Miguel Tzinacapan en 1973,4 y un
grupo de ingenieros del Colegio de Posgraduados de Chapingo establecidos en la
cabecera municipal de Cuetzalan a partir de 1974.
De estas alianzas implícitas y explícitas surgieron organizaciones como la Coo-
perativa Regional Tosepan Titataniskej de la que se desprendió el grupo de mujeres
que creó posteriormente la cooperativa Masehualsiuamej Mosenyolchicauanij.
En la década de los 80, la ONG de Tzinacapan consiguió que Conasupo per-
mitiera que las cooperativas que se estaban creando en el municipio de Cuetzalan,
asesoradas por los ingenieros del Colegio de Posgraduados de Chapingo, pudieran
controlar de manera autónoma los Almacenes Conasupo. Eso le dio mucha fuerza
al movimiento y desde ese momento el Estado empezó a aceptar a la organización
cooperativista como interlocutor válido. “Esto no indicaba que el Estado hubiera
adoptado una estrategia única con la zona, al contrario, continuaba con una estrate-
gia múltiple que le permitía controlar sin dejar que las organizaciones rebasaran los
límites de tolerancia” (Sánchez y Almeida, 2005: 374). De hecho, las cooperativas de
la Zona Alta fueron boicoteadas por Antorcha Campesina. Permanecieron las de la
Zona Baja de la Sierra en donde se ubica Cuetzalan.
La helada ocurrida en 23 y 24 de diciembre de 1989, permeó no sólo en la eco-
nomía de la región sino que desencadenó la búsqueda de alternativas económicas
y laborales para las comunidades y para las mujeres, que poco a poco se iban in-
corporando al trabajo productivo, enfrentándose así a otra gran barrera: el arraigo
cultural de la sociedad patriarcal. Derivado de la nevada, los cafetales se perdieron
prácticamente en su totalidad, adicional a la caída del precio del café a nivel mun-
dial ese mismo año.
En abril de 1992 explotó una fractura latente al interior de la Cooperativa Tosepan
Titataniskej (Sánchez y Almeida; 2005), y mujeres indígenas socias de la Cooperati-
va, con el apoyo de profesoras universitarias externas5 que asesoraban a un grupo
de mujeres en distintos temas, como derechos humanos y género, se inició la for-
mación de una cooperativa de mujeres artesanas. Al parecer el incidente se debió

4 Proyecto de Animación y Desarrollo A.C. (PRADE A.C.)


5 Este grupo de profesionistas se conformó como Asociación Civil en 1998 con el nombre
de Centro de Asesoría y Desarrollo entre Mujeres (CADEM).
170 nadia eslinda castillo romero
a que la Cooperativa Tosepan había obtenido un financiamiento de una fundación
americana para apoyo de mujeres artesanas y un manejo machista de parte de los
dirigentes de la Tosepan, aunado a roces entre los asesores y asesoras, desencadenó
esta división. Las mujeres que se independizaron fundaron la organización Ma-
sehualsiuamej Mosenyolchikauanij, que poco a poco iría consiguiendo más financia-
mientos y agrupando a más mujeres.
En este contexto de tensiones en la organización social, de crisis económicas
derivadas de la caída del precio del café y del cambio en las políticas de gobier-
no como consecuencia del ajuste neoliberal, en 1992, de las 100 integrantes de la
Cooperativa femenina, 45 se asociaron para echar a andar el proyecto del Hotel
Taselotzin. No sólo se trataba de aportar dinero sino trabajo a través de las prácticas
indígenas comunitarias como el tequio y la faena.
El Hotel Taselotzin es una cooperativa de mujeres indígenas que fomenta un
turismo ecológico y es el centro organizativo de la Cooperativa Masehualsiuamej
Mosenyolchikauanij. Ahí se comercializan las artesanías, se reúnen las mujeres para
dialogar e impulsar otras actividades que les permitan completar y potenciar servi-
cios turísticos alternativos, como la herbolaria, servicios de temazcal y masajes que
ofrecen a los huéspedes.
Se ha observado, en otros contextos, que las mujeres al interior de las organiza-
ciones de Economía Social y Solidaria, sobre todo en las organizaciones indígenas,
se hacen cargo del trabajo productivo, del trabajo de cuidado o reproductivo y del
trabajo comunitario (escuela, barrio, colonia, comunidad), lo cual nos muestra que,
aun en estos espacios en donde las mujeres se han insertado al trabajo productivo,
la división por género se mantiene, triplicando con ello la jornada laboral de las
mujeres. No obstante, lo que constatamos en la cooperativa del Hotel Taselotzin es
el papel protagónico de las mujeres, y que, pese a la todavía existente triple jor-
nada, el hecho de trabajar fuera de casa les ha permitido tener un ingreso propio,
tomar decisiones económicas, financieras y productivas de las actividades de la
organización. Muchas mujeres han aprendido el idioma español, a leer y escribir, a
hablar públicamente, a externar sus ideas y a que se les escuche y respete su propia
voz. Este proceso ha significado, por una parte, la auto–valoración como mujeres y
el reconocimiento de ser persona antes que sujeto económico y, por otra, un cierto
resquebrajamiento del andamiaje patriarcal.
En esta experiencia se esboza de una manera más clara que, en las anteriores,
las tensiones y los desafíos que las mujeres enfrentan en las prácticas de Economía
Social para transformar las ddesigualdades entre hombres y mujeres en el senti-
do de eliminar la subordinación/dominación que es parte del sistema capitalista/
patriarcal.
experiencias de economía social frente a la imposibilidad del desarrollo
171
Reflexiones finales: experiencias de Economía Social como Presentes dignos
frente al desgarramiento de la inviabilidad del “desarrollo”
Regresamos a la pregunta inicial. ¿Qué tipo de relaciones sociales construye
la economía social y de qué manera están haciendo frente a la inviabilidad del
desarrollo lineal?
Los casos analizados a lo largo del artículo y que se ubican en contextos muy di-
ferentes, tienen en común que se trata de una lucha a contracorriente para sobrevivir
y vivir dignamente en situaciones adversas de expulsión, de violencia y de racismo/
machismo. Tienen en común que buscan no sólo la resolución de las necesidades
económicas colectivas, sino la repartición equitativa de los ingresos generados por el
colectivo, en beneficio de ellos, de sus familias y del territorio en donde están.
Es cierto que habría que analizar las características específicas de estas formas
de solidaridad. Las formas de solidaridad arraigadas en la necesidad de la super-
vivencia y las formas de solidaridad inspiradas por empatía humana se entrecru-
zan. Su expresión y su temporalidad pueden variar según la forma de solidaridad
dominante.
En el caso del Gran Buenos Aires, es interesante que los procesos de Economía
Social se detonaron cuando la crisis económica afectó a las clases medias, aunque
casos como el del Hotel Bauen hablan de una conciencia de clase trabajadora que se
había desarrollado anteriormente y que logró articularse ante la crisis, defendiendo
el trabajo como principal valor.
En el caso de Tancítaro se observa una intencionalidad de parte de instituciones
externas de potenciar a las comunidades víctimas de la violencia criminal, y apare-
ce una realidad, la de las mujeres, que se organizan a partir del dolor compartido
y trastocando los roles de género, al hacerse cargo de generar ingresos económicos
para la manutención de ellas mismas y de sus familias, es decir, al hacerse cargo del
trabajo productivo, no sólo del reproductivo.
Por último, el Hotel Taselotzin es el resultado de procesos de largo aliento, más
graduales, de la alianza entre agentes exógenos y endógenos, que fueron estable-
ciendo dinámicas culturales y estructurales que favorecieron este proceso organiza-
tivo con una perspectiva de género. Por la condición de discriminación al ser muje-
res, indígenas y pobres, podemos señalar que el auto–reconocimiento de su trabajo
es un logro sólido de transformación en las relaciones de desigualdad derivadas
por la triple exclusión que sufren. En la cooperativa del Hotel Taselotzin las mujeres
ocuparon espacios de trabajo asignados históricamente a los hombres y construye-
ron un ámbito de solidaridad y cuidado mutuo. Sin embargo, como se señala desde
los estudios de la Economía Social y Solidaria, y de la economía feminista, no se tra-
ta sólo de que las mujeres accedan a las posiciones tradicionalmente ejercidas por
los hombres en el trabajo productivo, sino de cuestionar y desmantelar la división
social del trabajo cimentada y reproducida en la histórica construcción de género.
172 nadia eslinda castillo romero
En estos procesos observamos que hay diferentes formas de Economía Social y
Solidaria que tienen algunas de las características de un presente digno. Son “ámbitos
de resistencia activa frente a la explotación, expulsión y estigmatización; ámbitos
de esfuerzo por un reconocimiento horizontal recíproco; ámbitos de posibilidades
de reproducción de la vida; ámbitos de posibilidades de gestión del conflicto” (Sán-
chez, 2020). Se trata de experiencias de Economía Social que generan y promueven
equidad económica en sociedades individualizadas con prácticas predatorias que
atraviesan la condición humana.

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EL ANTAGONISMO ENTRE CIUDADANÍA Y DIVERSIDAD
176
177

Racismo y ciudadanía en México. Una tensión encubierta

Andrea de la Hidalga Ríos

Introducción
La reconfiguración del Estado–nación a partir de la segunda mitad del siglo XX,
como resultado de la llamada globalización y los vaivenes geopolíticos de las últi-
mas décadas, dejaron al descubierto el carácter simbiótico entre ciudadanía y racis-
mo como conceptos y como realidades vividas. Esto se ha visibilizado más a partir
de las diferentes formas de fragmentación y trasnacionalización de los Estados, así
como de la reivindicación de nuevas identidades posnacionales, multinacionales y
poliétnicas (Velasco, 2006). En este contexto, se percibe cómo los “nuevos” nacio-
nalismos encabezados por Trump, Bolsonaro, Johnson y otros, agudizan la tensión
entre ciudadanía y racismo.
En este texto se parte del planteamiento de que ciudadanía y racismo estable-
cen una relación simbiótica y se estudia cómo ambas categorías se relacionan entre
sí y cómo se convirtieron en ejes moldeadores del paradigma de la modernidad. La
homogeneización detrás de la identidad ciudadana permitió y permite racializar al
otro y, de esta manera, relativizar o negar a la población racializada los derechos
ciudadanos supuestamente universales. Asimismo, se analizan las formas en que
se expresa la convergencia de las categorías de ciudadano y de “raza” en México,
indagando en las formas de subjetividad y de multiculturalidad que han detona-
do. En México convergen de forma sui generis liberalismo/racismo y modernidad/
colonialidad, conformando una ciudadanía basada en una jerarquía racial y un es-
tigma social. La “ciudadanización” de la población indígena y rural es racializada
a través de la categoría del mestizo a la que subyace la aspiración a la blanquitud,
y contrasta con la situación de “ciudadanía de excepción” que parece habitar las
élites blancas o criollas.
Se trata, fundamentalmente, de un trabajo teórico que desemboca en una re-
flexión sobre la ciudadanía en el siglo XXI en México y su relación con la racia-
lización. Las indagaciones que se presentan en este texto están enmarcadas por
una investigación más amplia que realicé entre 2015 y 2017 (De la Hidalga, 2019),
donde se evidenció la relación jerarquizante que se entabla entre empleadoras y
trabajadoras del hogar basada en la racialización de estas últimas. Hacia el final
de este capítulo se retomarán los hallazgos de esta investigación para analizar la
178 andrea de la hidalga ríos
relación entre ciudadanía y racialización en la actualidad, a partir de la demanda de
la incorporación de las empleadas domésticas o trabajadoras del hogar al régimen
obligatorio del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Desde ahí se lanzarán
algunas reflexiones sobre la tensión que existe entre los distintos tipos de ciudada-
nos, su relación con el Estado y la resistencia por parte de élites blancas a alterar el
orden social —jerárquico y racial— establecido.

Raza, racismo y racialización


Existe un debate abierto en la academia en torno al origen del racismo, la aparición
de la “raza” y su conceptualización, y las diversas formas del racismo. No se trata de
categorías estáticas sino de un fenómeno que se ha manifestado y se manifiesta de
formas diversas y contextuales. En la medida en que se logra desentrañar la forma
de expresarse en un momento y lugar determinado, se esclarece su relación concreta
con el modo de producción de la otredad, pero también —para efectos de este tex-
to— de ciudadanía. En este trabajo se busca ir más allá del origen conceptual y mirar
el modo en que se produce una noción de ciudadanía mediada por la racialización.
Hay autores que conciben al racismo como un fenómeno universal, ahistórico
y casi como propio de la condición humana. Por ejemplo, Cornelius Castoriadis
(2001) dice que la idea del racismo o el odio hacia el otro, concebida como de origen
occidental, es completamente falaz. Explica que frente al encuentro con el “otro”
existen dos posibilidades: tratarlo como inferior o como igual,1 y que casi siempre
se opta por la primera. Sin embargo, la exclusión del otro no forzosamente se tra-
duce en racismo y la verdadera especificidad del racismo (contrariamente a otros
tipos de discriminación cultural o religiosa) es que “no permite a los otros abjurar
[…], para el racismo, el otro es inconvertible” (24); el imaginario racista necesita en-
fatizar las características físicas —que son irreversibles—. Castoriadis critica que se
presente al racismo como una ideología, como algo fabricado cautelosamente por
unos para someter a otros, y utiliza el antijudaísmo como ejemplo, argumentando
que en Europa éste ha sido un sentimiento constante, al menos desde el siglo XI, pa-
sando por diversos procesos y por “revitalizaciones”, según el momento histórico y
las necesidades de tener un chivo expiatorio (23).
Por su parte, Tzvetan Todorov (1991) afirma que el aspecto central del racismo
son las prácticas de odio y menosprecio hacia un grupo o población con ciertas ca-
racterísticas físicas y que es un comportamiento universal de antaño, coincidiendo
en este punto con Castoriadis. Pero Todorov hace una distinción entre racismo y
racialismo, es decir, entre el comportamiento y la ideología. El autor asocia el racis-

1 Castoriadis (2001) también menciona la posibilidad de tratar al “otro” como superior,


pero desecha esta postura pues la califica como “una contradicción lógica y un suicidio
real” (20).
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
179
mo con las prácticas o el comportamiento (de corte universal), y el racialismo con
una doctrina de razas humanas, es decir, al cientificismo o al racismo científico del
siglo XIX.
Hay otra postura que ubica la emergencia del racismo en Europa como una
cuestión predominantemente ideológica, ligada al andamiaje científico fruto de la
Ilustración y a una noción biologizante de la “raza” que venía gestándose desde
el siglo XVIII. Esta desemboca en el racismo científico para usarse como “una
ideología de masas reforzada en el siglo XIX por la biología evolucionista y la
eugenesia” (Gómez Izquierdo, 2008: 85). El principal representante de esta postura
es George L. Mosse (citado en Gómez Izquierdo, 2008) quien ha sido cuestionado
por autores como Todorov, encontrando su noción relacional entre la filosofía de la
Ilustración y el racismo como “inadaptada y simplificadora” (citado en Wieviorka,
2009: 22).
George Fredrickson (2002) considera que el racismo tiene su origen en la Edad
Media como un aspecto étnico–religioso. El racismo no es una condición dada o
inherente a la humanidad, ni el rechazo absoluto del otro. Desde la perspectiva que
él plantea, se trata de un orden discriminatorio a partir de un constructo social, una
jerarquía humana permanente que supuestamente refleja las leyes de la naturaleza
o un decreto de Dios (6). La forma moderna del racismo —el racismo científico— es
sólo una expresión del racismo, por lo que Fredrickson establece que en general no
es un producto exclusivo de Occidente aunque sí primordialmente, argumentando
que el racismo de matriz occidental ha tenido un impacto en la historia universal
como ningún otro. Defiende que el prototipo del racismo nace en los siglos XIV y
XV, articulado en un sentido religioso, en contra de quienes plantean que surge en
los XVIII y XIX, vinculado al cientificismo, aunque insiste en una diferencia entre la
intolerancia religiosa y el racismo que recae en que la primera está cuestionando al
Dios del grupo perseguido o rechazado, mientras que el segundo está cuestionando
características intrínsecas del grupo; su propia humanidad.
Michel Wieviorka (2009) coincide con Fredrickson en que el fenómeno del ra-
cismo surge antes que su denominación —lo que ocurrió en el periodo de entre-
guerras para después popularizarse a lo largo del siglo XX— y también se distancia
de la postura que concibe al racismo como ahistórico y universal con la intención
de “no constituir el racismo en constante antropológica” (22). Opta por enfocar su
análisis en las sociedades occidentales y considera que el fenómeno emerge con
la expansión y colonización europea en el siglo XV, quedando vinculado indiso-
ciablemente con la modernidad. Para Wieviorka (2009) el racismo es “una cues-
tión verdaderamente moderna a partir del momento en que incide […] en grupos
humanos llamados a vivir en una misma unidad económica, política o social, en
particular en un mismo conjunto jurídico-político —el que constituye, en particular,
un Estado—” (54). Wieviorka ha insistido en el vínculo entre el racismo y la nación
180 andrea de la hidalga ríos
moderna. Define como protorracistas a las manifestaciones del fenómeno a lo largo
de los siglos XVII y XVIII, y denomina “racismo clásico” a las que emergen a finales
del XVIII y que se propagan en el XIX, también conocido como racismo científico.
Asimismo ha estudiado el paso al racismo cultural o “nuevo racismo”, que consiste
en pasar de la argumentación fundamentada en la inferioridad biológica a la dife-
rencia cultural radicalizada. Esto ocurre a partir de la Segunda Guerra Mundial,
cuando la condena moral hacia la noción de razas humanas lleva a hablar de etnias
y a fortalecer la percepción de las diferencias culturales.
El debate en torno a la raza y el racismo es intenso y sigue abierto. Ambos con-
ceptos tienen acepciones y acotaciones distintas dado que se trata de fenómenos di-
námicos. Las perspectivas respecto al origen del racismo y la conceptualización de
raza también son diversas y tienen relación con el lugar de enunciación de los au-
tores. En este sentido, el concepto de racialización permite entender la producción
social de los grupos humanos según el racialismo o doctrina de razas de Todorov.
El concepto de racialización cobró importancia en los años 60 y 70 con el desuso de
“racismo” en la academia europea, y fue Michael Banton quien desarrolló este con-
cepto para “designar el uso de la raza como representación o percepción, es decir,
como categorización de algunas poblaciones por otras” (citado en Wieviorka, 2009:
33). La racialización enfatiza que las “razas” se han construido social e histórica-
mente y derivan de complejos procesos de distinción y diferenciación en función de
ambiguos criterios culturales, fenotípicos y lingüísticos, entre otros (Campos, 2012).
Esto implica que no se están tomando por existentes los grupos raciales como una
cuestión biológica —a diferencia del racismo científico— y más bien se conciben
como “grupos racializados construidos a partir de prácticas, doctrinas y voluntario-
sas producciones de saber” (Campos, 2012: 2).
Frantz Fanon (2014) se refiere brevemente a la “racialización del pensamiento”
en Los condenados de la tierra, relacionándolo con el colonialismo: “los grandes res-
ponsables de esa racialización del pensamiento, o al menos de los pasos que dará
el pensamiento, son y siguen siendo los europeos que no han dejado de oponer la
cultura blanca a las demás inculturas” (193). Para Fanon, el racialismo (la doctrina
de razas) moldea y delimita las posibilidades de una persona, resaltando el vínculo
entre las dimensiones sociales y psíquicas y las formas en que se internalizan las
identidades subyugadas (Murji & Solomos, 2005: 7). En palabras de Fanon, “el ne-
gro, que jamás ha sido tan negro como desde que fue dominado por el blanco, cuan-
do decide probar su cultura, hacer cultura, comprende que la historia le impone un
terreno preciso, que la historia le indica una vía precisa y que tiene que manifestar
una cultura negra” (193). La clave en la concepción fanoniana es que la racialización
es un proceso relacional (Phoenix 2005, en Murji & Solomos, 2005). Siguiendo esta
mirada, resulta una herramienta pertinente para analizar la forma en que se produ-
cen subjetividades diversas para grupos poblacionales (racializados) diversos que
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
181
se confrontan y permiten alegar una otredad que posteriormente pone en tela de
juicio la ciudadanía de aquellos considerados diferentes o inferiores.
A excepción de Fanon, todos los enfoques mencionados tienen en común que
son bastante eurocéntricos a pesar de ciertas diferencias en su concepción del ra-
cismo y sus orígenes. Otro elemento coincidente es que el cuestionamiento de la
humanidad del “otro” es central para el racismo y que el racialismo o el racismo
científico ha sido la manifestación más importante de este fenómeno. Esta pers-
pectiva permite comprender diversas dinámicas relacionadas con la inferioriza-
ción, colonización, explotación, e incluso exterminio de ciertos grupos. Se trata de
un debate iluminador que aporta categorías analíticas centrales, sin embargo, no
esclarece suficientemente las interrogantes que surgen en torno al racismo como
elemento fundamental de la modernidad/colonialidad, ni de la manifestación de
este fenómeno en otras realidades atravesadas por las secuelas de los procesos de
colonización europea. La perspectiva de la modernidad/colonialidad plantea que el
colonialismo latinoamericano produjo el primer modelo de racismo global y que el
racismo científico reforzó esa lógica discriminatoria través de la consolidación de
los Estados–nación en América Latina.
Una de las categorías centrales del enfoque decolonial es el de la colonialidad
del poder (Quijano, 2014), “proceso que comenzó con la constitución de América
y la del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado como un nuevo patrón de
poder mundial” (777), en el que la clasificación social de la población basada en la
noción de “raza” es fundamental. El giro decolonial sostiene que este fenómeno

se extiende hasta nuestro presente y se refiere a un patrón de poder que opera a


través de la naturalización de jerarquías territoriales, raciales, culturales y epis-
témicas, posibilitando la re-producción de relaciones de dominación; este patrón
de poder no sólo garantiza la explotación por el capital de unos seres humanos
por otros a escala mundial, sino también la subalternización y obliteración de los
conocimientos, experiencias y formas de vida de quienes son así dominados y
explotados (Restrepo y Rojas, 2010: 15).

En este enfoque hay matices respecto a las concepciones del racismo. Ramón Gros-
foguel (2012), por ejemplo, concibe el racismo en América como una transmutación
del discurso discriminatorio de tipo religioso a otro racial, sosteniendo que “el de-
bate teológico del siglo XVI tenía la misma connotación del debate cientificista del
siglo XIX, es decir, era un debate acerca de la humanidad de unos y la animalidad
de los otros” (90). Para Walter Mignolo (2007), el racismo en América es un discurso
hegemónico, es un modo de clasificar que va más allá del fenotipo y que tiene que
ver con una clasificación de la religión, la lengua, la geopolítica, los saberes. Aun-
que hay variaciones en los argumentos de esta perspectiva, la postura compartida
182 andrea de la hidalga ríos
es que la llegada de los europeos a América y los siglos de colonización posterio-
res produjeron la modernidad/colonialidad, cuyas dinámicas de despojo material y
epistemológico, inferiorización e invisibilización siguen vigentes. En este enfoque,
el racismo es más que una categorización jerárquica, pues se entrelaza con intereses
políticos, ambientales y económicos inscritos en la lógica del capitalismo, constitu-
yendo uno de los ejes de la modernidad/colonialidad, ya que permite cuestionar
la humanidad de un cierto grupo para legitimar su dominación y explotación. La
modernidad/colonialidad es una construcción civilizatoria que consolidó estructu-
ras e imaginarios que naturalizaron el clasismo, el sexismo y el racismo, y en este
magma, utilizando la categoría de Castoriadis, se consolidó el Estado–nación.

Liberalismo, multiculturalidad y reconocimiento


Es importante insistir en la configuración del Estado–nación moderno asentado en
el liberalismo y su relación con el racismo para subrayar que desde su concepción
la articulación de la diversidad cultural con el igualitarismo ha sido problemática.
Los principios liberales impulsaban la idea de que todos los seres humanos tienen
las mismas capacidades, derechos y oportunidades, sin embargo, terminaron por
enfatizar diferencias que desembocaron en racismo. Como señala Fredrickson, el
racismo occidental se distingue por haberse desarrollado justamente en un con-
texto que pregonaba igualdad entre humanos a través de los principios liberales
(2002: 11). A la institucionalización de la igualdad subyace una poderosa noción de
jerarquía social.
Esta simbiosis puede explicarse a través de dos procesos: “el primero es inhe-
rente a la lógica cultural propia de la teoría política liberal, al encadenar las premi-
sas que afirman que, si todos los hombres nacen iguales deben entonces ser iguales
ante la ley; el segundo deriva de la puesta en práctica de la teoría política liberal
en los Estados–nación” (Collier, 1999: 12). Para explicar el primer proceso, Jane Co-
llier recurre a los filósofos del contrato social: Hobbes, Locke y Rousseau, quienes
rechazaban la noción de la desigualdad como una cuestión divina (la monarquía).
Sin embargo, el contrato social no consideraba a todos los seres humanos iguales;
de entrada excluía a las mujeres (la mitad de la población), así como a la población
no–blanca, homosexuales y discapacitados. Aun cuando se ha luchado durante el
último siglo por ampliar el contrato social, al Estado–nación le subyace el funda-
mento excluyente del pensamiento ilustrado.
El igualitarismo naturaliza la inferioridad para justificar la exclusión, de tal ma-
nera que la “responsabilidad” por no gozar de esa igualdad recae en el excluido
(Collier, 1999). Las nociones de inferioridad biológica del siglo XIX, como el racis-
mo y el sexismo, reforzaron esta naturalización. Como la institucionalización de
la igualdad ya no permitía que se le atribuyera a la ley la evidente desigualdad,
se favorece la racialización y el racismo, deduciendo que aquella desigualdad ten-
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
183
dría que ser preexistente al Derecho y, por lo tanto, inherente al individuo o grupo
(Collier, 1999). Se biologizan las diferencias sociales, al tiempo que se legitima la
dominación de unos sobre otros.
Axel Honneth (Fraser y Honneth, 2006) explica la naturalización de la desigual-
dad desde su teoría del reconocimiento. Con la institucionalización de la idea de
igualdad jurídica se establecieron dos esferas diferentes de reconocimiento: la que
en el plano normativo otorga igualdad jurídica a todos —aunque no en la prácti-
ca— y la de la estima social que depende de una escala jerárquica de valores asen-
tada en el fundamento del “éxito individual”. Con la figura de la persona jurídica la
jerarquía se democratiza, pero la del honor queda meritocratizada: cada uno disfru-
tará de la estima social dependiendo del éxito individual que logre como ciudada-
no productivo. La esfera de la estima social queda jerarquizada e ideologizada pues
los logros se definen con respecto a una valoración hegemónica del éxito donde la
referencia es la actividad económica que realiza el “varón burgués”. Estos criterios
del éxito se ven influidos fuertemente por el pensamiento naturalista —que según
Honneth antecede a las élites capitalistas—, atribuyendo propiedades que esencia-
lizan a subgrupos sociales. La desigualdad social se legitima, pues, por un lado, el
orden jurídico dice que todos los individuos son iguales y, por el otro, el principio
del éxito atribuye los privilegios económicos a la meritocracia.
Aunque en la actualidad los gobiernos demócratas liberales argumentan que
la ley trata a todos los ciudadanos por igual, subyace una noción de lo que es el
“ciudadano normal”. Esta excluye y discrimina a quienes no cumplen con el para-
digma: varón, adulto, física y mentalmente competente, de clase media y alta, hete-
rosexual, de una cierta “raza”, etnia, grupo lingüístico y/o religioso. Aquí converge
también la noción de pertenencia o identidad nacional, que suele ser proyectada
por los Estados a partir de prototipos, estereotipos y arquetipos (Mandoki, 2007).
En pocas palabras, el liberalismo se fragua sobre prácticas de exclusión y jerarqui-
zación naturalizadas, impulsadas por el pensamiento racial decimonónico y por la
biologización de características culturales que terminan por excluir de la realidad a
aquéllos que no encajan con el ideal del ciudadano normal: “La promesa de inclu-
sión universal no sólo es una mentira, sino que convoca al racismo que el universa-
lismo pretende rechazar” (Collier, 1999: 17).
Los Estados–nación, profundamente vinculados con el racismo moderno
(Wieviorka, 2009), han desarrollado políticas específicas para la promoción de la
igualdad. Collier (1999), retomando a Costa–Lascoux, habla de dos modelos para
promover la igualdad: el británico y el francés. El primero está orientado hacia el
multiculturalismo, enfatizando la diferencia de las minorías étnicas a través de las
políticas de acción afirmativa, mientras que el segundo, el francés, está orientado
hacia un trato igualitario que legalmente ignora las diferencias culturales. A través
de estos dos modelos se expresa bien el “dilema de la diferencia” que menciona
184 andrea de la hidalga ríos
Martha Minow (1991: 20). En el primer caso, se corre el riesgo de reforzar el estig-
ma al explicitar la diferencia y, en el segundo, al ignorarla. De cualquier manera,
ambos modelos tratan de articular la diversidad en los Estados modernos, a pesar
de las contradicciones que esto implica y que se expresan —de forma particular en
cada contexto— en prácticas racistas y procesos de asimilación, homogeneización,
exclusión e invisibilización.
Nancy Fraser (2000; 2006) ha discutido sobre el multiculturalismo y las políticas
de acción afirmativa desde la perspectiva de la justicia. Ella propone una “perspec-
tiva dualista” para explicar que la reparación de la injusticia contempla dos dimen-
siones: la redistribución (económica) y el reconocimiento (cultural), sin que una
subsuma a la otra. Fraser (2000) afirma que los grupos que experimentan injusticia
por cuestiones de “raza” y de género constituyen los “sujetos paradigmáticos del
dilema redistribución–reconocimiento” (58), pues pertenecen a un orden de sub-
ordinación social configurado por cuestiones de estatus y de clase, por lo tanto,
requieren de ambas medidas de reparación: de reconocimiento y de redistribución.
Cuando se busca subsanar ambas dimensiones, el dilema reconocimiento–redistri-
bución aparece, pues una incrementa la “diferenciación de los grupos sociales” y
la otra contribuye a su “in–diferenciación”. Fraser propone ir más allá del dilema
a través de la “afirmación” y la “transformación”. Estas concepciones se diferen-
cian una de la otra en tanto que las soluciones afirmativas “tratan de corregir los
efectos injustos del orden social sin alterar el sistema subyacente que los genera.
En cambio, por soluciones transformadoras entiendo las soluciones que aspiran
a corregir los efectos injustos precisamente reestructurando el sistema subyacente
que los genera” (48). Estas últimas están relacionadas con la deconstrucción, la des-
estabilización de las identidades y las diferencias entre los grupos. Y es así como
propone una salida al dilema de la redistribución–reconocimiento con respecto a la
“injusticia racial”: a través de un reconocimiento transformador y una deconstruc-
ción antirracista “que aspira a desmantelar el eurocentrismo desestabilizando las
dicotomías raciales” (63).
Axel Honneth (Fraser y Honneth, 2006), contrario a la perspectiva dualista de
Fraser, concibe al reconocimiento como “la categoría moral fundamental” de la jus-
ticia y a la distribución como su “derivada”, y explica que es la sociedad la que
determina cómo se configura la institucionalización de la mutua concesión del re-
conocimiento. Por lo tanto, las experiencias de injusticia se deben interpretar como
una negación del reconocimiento ya institucionalizado a través de las tres esferas
del reconocimiento: la del amor y del afecto, la igualdad jurídica y la del éxito o esti-
ma social. Más allá de la postura de cada filósofo, la pregunta que subyace al debate
sostenido en ¿Redistribución o reconocimiento? (2006) pone el acento en la reflexión
sobre el vínculo entre capitalismo, racismo y racialización:
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
185
¿hay que entender el capitalismo, tal como existe en la actualidad, como un sis-
tema social que distingue un orden económico —no regulado directamente por
unos patrones institucionalizados de valor cultural— de otros órdenes sociales
que sí lo están, o acaso ha de entenderse el orden económico capitalista como una
consecuencia, más bien, de un modo de valoración cultural que está ligado, desde
el primer momento, a unas formas asimétricas de reconocimiento? (15).

En América Latina, a partir de la constitución de los Estados–nación, predominó


el modelo que ignoraba legalmente las diferencias culturales hasta hace algunos
años. En la década de los 90 varios países dieron el “giro al multiculturalismo”
influenciados por un discurso que se fue construyendo desde los años 60 en Ca-
nadá y extendiendo a nivel global hasta convertirse en un discurso políticamente
necesario. Los Estados latinoamericanos también comenzaron a problematizar la
subordinación/discriminación de las diferencias culturales y a incorporar este tipo
de discurso, pero el multiculturalismo no garantiza que las naciones se vivan de
forma intercultural, pues los Estados no se han reformulado como tales (Iturralde,
2018). Las políticas encaminadas al multiculturalismo han generado reacciones no
deseables —como se ha visto— pues tienden a exotizar y esencializar al otro como
radicalmente diferente, acentuando aún más las razones para excluirlo o para in-
fantilizarlo y perpetuar la jerarquía social–racializante.
Para algunos autores el concepto de interculturalismo posee un mayor alcance
analítico en contextos enmarcados en la colonialidad, ya que el concepto distin-
gue entre culturas dominantes y subalternas para interpretar la problemática de la
diversidad cultural, al tiempo que considera el aspecto relacional de la identidad
(Cruz, 2013). Según esta línea, el multiculturalismo, ampliamente desarrollado por
Kymlicka (1996), se ve rebasado en el contexto latinoamericano enmarcado en la co-
lonialidad, puesto que la complejidad de la configuración poblacional en términos
étnicos, lingüísticos, identitarios, territoriales, migratorios y demás, es imposible de
categorizar con una tipología desarrollada desde un contexto angloamericano. Por
lo tanto, autores como Catherine Walsh (2008) que se inclinan por la interculturali-
dad, sustentan que ésta busca remover “la colonialidad de la estructuración social
y, por ende, el carácter monocultural, hegemónico y colonial del Estado” (141).
La problemática de la diversidad cultural se inscribe en un ámbito más amplio
que tiene que ver con la reconfiguración del Estado, o más bien, con el resque-
brajamiento de la relación Estado–nación resultante de los procesos económicos y
sociales de las últimas décadas. De este resquebrajamiento emerge lo que Sánchez
(2019) ha conceptualizado como desgarramiento civilizatorio, haciéndose evidente
la simbiosis entre ciudadanía y racismo. En tiempos en que el llamado a la au-
todeterminación y a concebir nuevas formas de justicia, derecho y regímenes de
ciudadanía favorecidos por las nociones multiculturalistas (Santos, 2013: 261), no
186 andrea de la hidalga ríos
se puede obviar la tensión subyacente entre el concepto tradicional de ciudadanía
y la racialización de la población, dado que ésta siempre incide en su experiencia
de justicia y derecho. Si el Estado–nación ya no es quien cohesiona una identidad
colectiva, entonces el desgarramiento frente a la imposibilidad de articular ciuda-
danía y diversidad sin homogeneizar la diferencia ni discriminarla (Sánchez, 2019)
irrumpe con más fuerza, apelando ciertamente a los nuevos regímenes de ciudada-
nía de los que habla Boaventura.

Ciudadanía e identidad nacional en México (siglos XIX y XX)


El 14 de septiembre de 1813 se pronunció en el discurso inaugural del Congreso
de Anáhuac el documento que contenía los principios fundamentales de lo que
sería la nueva nación independiente, la América Mexicana. Sentimientos de la Nación
expresa los ideales de inspiración liberal que Hidalgo y Morelos querían imprimir
en su proyecto de república. Entre otros principios que asentaban las bases repu-
blicanas de la nación, el punto quince ratificaba la abolición de la esclavitud y de la
distinción de castas, lo que supuestamente erradicaría la desigualdad establecida
en México durante la Colonia bajo el argumento de que todos los individuos serían
tratados de la misma manera por el Estado y por la ley.
Los principios universales de igualdad, propiedad, libertad y seguridad, im-
pulsados con la Independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa a fi-
nales del siglo XVIII, se impregnaron en los Estados–nación que emergían con el
independentismo en América durante el XIX y se adoptó la tendencia política re-
publicana. El caso de la consolidación del Estado liberal mexicano fue un proceso
irregular con múltiples tensiones entre liberales y conservadores (Estado vs. Iglesia)
que se puede entender como “una compleja sucesión de evoluciones, involuciones,
revoluciones, contrarrevoluciones, levantamientos/ pronunciamientos militares,
conflictos de todo género, persecución e intolerancia sobre los rivales políticos, pro-
yectos gubernativos fallidos y una innumerable producción jurídica y legislativa”
(Núñez, 2010: 45). Por lo mismo, no puede concebirse el paso hacia el liberalismo
en el país como un proceso lineal, ni mucho menos pensar en una homogeneidad
ideológica. El liberalismo en México se hibridó con tres siglos de colonialismo es-
pañol que produjeron dinámicas muy complejas y particulares, enmarcadas por
el contexto global de la modernidad/colonialidad y por las tendencias ideológicas
europeas que atizaban las nociones biologizantes de la diferencia. Los ideólogos
mexicanos del proyecto de nación del siglo XIX se vieron fuertemente influenciados
por el racismo científico importado de Europa que perfilaba un modelo específico
de lo que era el individuo moderno y portador biológico de los ideales del progre-
so. La relación entre modernidad y blanquitud ha sido bien desarrollada por Bolívar
Echeverría (2012), quien explica que, en sus inicios, el capitalismo y el puritanismo
quedaron estrechamente vinculados a la “raza blanca” —misma que ya se percibía
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
187
como tal— y, por lo tanto, el White Anglo–Saxon Protestant (WASP) se convirtió en el
prototipo del ser humano moderno. Ser “blanco”, además de varón y heterosexual,
se convirtió en una condición imprescindible de la identidad civilizatoria capitalis-
ta. En otras palabras, el estatus de ser humano moderno suponía una especificidad
étnica–racial, pero también un comportamiento determinado.
La ideología mestizante del Estado mexicano y sus políticas eugenésicas se en-
focaron en este sentido, puesto que pretendían alcanzar el reconocimiento interna-
cional como nación moderna a través del mestizaje que supuestamente llevaría al
blanqueamiento de la población (Gómez y Sánchez, 2012). Esto implicó que, a pesar
de que en el siglo XIX formalmente desapareciera la esclavitud y la diferencia de
castas, mientras que el liberalismo institucionalizaba la igualdad jurídica a través
de la figura del ciudadano, la identidad nacional se desarrollara a partir de diver-
sos mecanismos que buscaban asimilar a la población indígena, al tiempo que la
discriminaban y perpetuaban la jerarquía social ya existente desde la Colonia. De
esta manera, en México, al igual que en Europa, el concepto de “raza” quedó vin-
culado al de nación y al de pueblo, pues la identidad nacional se asentó en la figura
del mestizo, misma que buscaba homogeneizar a la población y, aparentemente,
resolver el problema de la diversidad étnica e ideológica (Gómez y Sánchez, 2012).
En el plano de las relaciones sociales, sobre todo a fines del siglo XIX y princi-
pios del XX, las élites criollas y grupos extranjeros2 se beneficiaron económicamente
del clima de modernización y de su cercanía con el porfirismo, haciéndose de gran-
des propiedades y recursos, al tiempo que se desarrollaban en el sector agrícola,
comercial e industrial como sucedió en el estado de Puebla (Gómez Carpinteiro,
2003). Carpinteiro explica que estas élites no se interesaron por cultivar sus rela-
ciones con el pueblo ni con grupos locales para consolidar algún tipo de relación
o alianza, más allá de las comerciales, y se limitaron a reproducir un orden social
“basado en un estilo de vida ‘aristocrático’ con el cual la élite dominante buscó
dentro de la sociedad regional diferenciarse económica, étnica y culturalmente de
otros grupos sociales” (93–94). Esta distancia reflejaba el nulo interés por forjar re-
des con la población rural local, basando su interacción en la mera acumulación
de capital. Pero esto no ocurrió solamente en Puebla, pues la construcción de un
gran dispositivo racializante en el país a lo largo del siglo XIX puede constatarse
desde el plano de la literatura como lo ha expuesto Sol Tiverovsky (2019), quien
explora la configuración de la subjetividad racista de la época a partir de la novelís-
tica decimonónica mexicana con Foucault como marco de referencia. Su minucioso
trabajo constata que los escritores (y las élites) conocían el pensamiento científico

2 Migrantes de fines del siglo XIX y principios del XX de origen español especialmente,
aunque también algunos franceses y, por ejemplo, en el caso de Puebla destaca el empresa-
rio estadounidense William O. Jenkins.
188 andrea de la hidalga ríos
racista de la época y reproducían a través de sus narrativas las asociaciones “entre
color de la piel y las cualidades morales e intelectuales de cada persona, así como
su capacidad para controlar sus pasiones” (11). A través del análisis de Tiverovsky
se evidencia el uso de diversos mecanismos disciplinarios que tenían por objetivo
el “normalizar” las conductas individuales, racistas y sexistas, para lograr el pro-
greso de la nación. Esto implicaba eliminar usos, costumbres y la cultura de los
pueblos indígenas, que además constituían la mayoría de la población, para educar
y civilizar. En pocas palabras, se debía desindianizar a la población, pero también,
construir una subjetividad racializante y sexista con fines eugenésicos. Las novelas
tenían un “claro objetivo pedagógico y prescriptivo” (10) y reproducen la forma en
que las élites mexicanas miraban a la población, haciéndose evidente la función del
racismo como una “tecnología de conducción” ejercida sobre la población.
Después de la Revolución, tres corrientes de pensamiento de las élites conver-
gen perfilando una conciencia nacional con características particulares: la hispanó-
fila que exalta el carácter castellano de lo mexicano y desprecia lo indígena para
resguardar los privilegios de las élites que se diferencian en clase social y en rasgos
físicos; la mestizante que enfatiza la mexicanidad como una cuestión sanguínea
(racial) que supuestamente representa lo mejor de lo blanco y lo indio —aunque
lo indio deba asimilarse a lo blanco— siendo el mestizo la representación mexica-
na del progreso; y la indigenista que recupera y enaltece el pasado indígena para
obtener el reconocimiento de Europa y también como parte del discurso para in-
dependizarse culturalmente de ella (Gómez Izquierdo, 2008: 25–36). La burguesía
mestiza ligada a la clase política en el gobierno siguió perpetuando la jerarquía y
los intereses de las élites criollas, mismas que “idealizan” al mestizo pero no se
identifican con él.
Con el triunfo de la Revolución Mexicana, la importancia de mestizar a la po-
blación indígena implicaba no sólo una cuestión biológica, sino ideológica, en sin-
tonía con el paradigma de la modernidad. El mestizo constituyó una figura ele-
mental para el proceso de modernización y la legitimación del Estado mexicano,
pues de cara al siglo XX “interesaba adaptar a la población para la industrialización
capitalista y la estrategia era forjar una identidad laica y homogénea que favorecie-
ra la disponibilidad profesional y técnica de los ciudadanos” (Mandoki, 2007: 160).
El estudio que ha elaborado Jorge Gómez Izquierdo (2008) sobre el cardenismo,
analiza muy bien las políticas y mecanismos empleados durante este periodo para
consolidar el control político del Estado a través del nacionalismo y una compleja
dinámica entre sometimiento y lealtad del pueblo, al tiempo que se legitimaba una
élite revolucionaria y se impulsaba el desarrollo del capitalismo industrial. Cár-
denas logra ampliar el concepto de nación que había sido restringido a las clases
dominantes y clases medias, pues durante su gobierno “las élites reconocen, dema-
gógica pero abiertamente, que es el pueblo el principal componente de la nación
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
189
mexicana” (128). En su apelación al pueblo recae su legitimación política, acom-
pañada de un discurso populista–socialista para conciliar las diferencias de clase.
Todo esto va configurando al prototipo del ciudadano mexicano —que es racial y
no cívico (Mandoki, 2007)— del que las élites buscan distanciarse.
Puede decirse que México se embarcó rumbo al proceso de modernización si-
guiendo la tendencia ideológica que apuntaba hacia el liberalismo, encubriendo y
por lo mismo fomentando el racismo y la racialización de la población. Se configuró
una subjetividad institucional del ciudadano sobre las dinámicas coloniales pre-
existentes, respondiendo a los propios intereses de legitimación del Estado. Esto le
imprimió características muy particulares que se expresaron en las diversas formas
de organización social, interacción intercultural y construcción de la identidad na-
cional. Se configuró la ciudadanía desde la necesidad de consolidar a las masas y
legitimar al Estado–nación, que se enfrentaba al problema indígena mientras que
buscaban la industrialización del país. La población se “desindianizó” bajo la figura
del mestizo, en parte, incorporándola al mercado laboral a través del corporativis-
mo, mientras que las élites permanecieron en una situación análoga a un “estado
de excepción”, es decir, más allá de la ley y con ciertos privilegios, como lo sugiere
Mandoki (2007):

Los grupos privilegiados que se consideran “criollos” no desean identificarse [con


el mestizo] pues desde ese código racial jerarquizado les significaría un descenso
social. La nefasta resultante es que, al no considerarse mestizos, y no incluirse por
ende en el prototipo nacional, estos estratos se deslindan de responsabilidades
sociales hacia el Estado-nación habitando en una esfera distinta que les permite
usufructuar sin compromiso los bienes de la nación (162).

A esta trama liberal–colonial subyace “la figura de la ciudadanía bajo el auspicio de


una falsa universalidad neutra, asexuada, sin anclaje en una clase social, cuando en
realidad se alude a un sujeto de derecho sexuado, racializado y enclasado” (Esca-
lante, 2019: 12). La ciudadanía, bajo el velo homogeneizante, distingue a los sujetos
de acuerdo con ciertos criterios que han permeado profundamente en la configura-
ción de la población y sus relaciones entre sí y con el Estado. La supuesta igualdad
que confiere la ciudadanía está en conflicto con las nociones de multiculturalidad
—que como se ha expuesto antes supone un dilema— ya que constata que las di-
ferencias étnicas, fenotípicas, económicas e ideológicas ubican a grupos poblacio-
nales en diversos estratos de la jerarquía social que difícilmente logra trastocarse.
El discurso de multiculturalidad que México comenzó a utilizar a partir de la
década de los 90 como parte del proceso de reconocimiento de la diversidad cul-
tural y de subsanar deudas históricas con pueblos indígenas y afrodescendientes
por prácticas de exclusión, pauperización, invisibilización y discriminación, se ha
190 andrea de la hidalga ríos
orientado prácticamente a la refuncionalización de la jerarquía y del paternalismo.
Uno de los referentes más representativos es el incumplimiento por parte del Esta-
do mexicano de los Acuerdos de San Andrés después del levantamiento zapatista
en 1994, evidenciando la negativa del Estado a reformularse y modificar prácticas
históricas en pos de reconocer a los “otros” como iguales y ampliar el concepto de
ciudadano. En este sentido, la identidad nacional mexicana basada en una catego-
ría racial, la del mestizo, excluye de la realidad nacional a quienes no encajan con
este prototipo. Sin embargo, la ambigüedad del mestizo permite que el racismo y
la racialización sean negados desde el discurso oficial. Esta negación se reproduce
en el discurso popular justificando, con frecuencia, la desigualdad y la discrimi-
nación a través del clasismo, haciendo énfasis en que se trata de clasismo y no de
racismo. Sin embargo, en la cotidianidad es frecuente que la población se relacione
en términos de “morenos”, “prietos”, “güeros”, “blancos”, “indios”, “mestizos”,
“negros” —por citar sólo algunos de los más comunes—, mismos que connotan
diferencias culturales, económicas e incluso políticas, asociadas al color de la piel y
a la apariencia física.

Racismo y ciudadanía en el México actual


El objetivo en esta sección es esbozar algunas reflexiones que abonen a la discusión
que se ha planteado en este texto respecto a la tensión entre ciudadanía y raciali-
zación, a través de un caso en el contexto actual mexicano: la incorporación de las
trabajadoras del hogar al seguro social por medio del programa piloto lanzado en
2019 por el gobierno federal.3 Como ya se había mencionado, estas indagaciones
están enmarcadas por una investigación previa (De la Hidalga, 2019), en la que ana-
licé la relación entre empleadoras y trabajadoras del hogar en la ciudad de Puebla
desde la perspectiva de las empleadoras, partiendo de la premisa de que el ámbito
doméstico es un microcosmos de la sociedad que permite analizar rasgos centrales
de la misma. La relación entre las empleadoras, o amas de casa, y las trabajadoras
del hogar que se aborda en la investigación como nodo de análisis, permite obser-
var la forma en que cotidianamente convergen dinámicas socio–históricas —como
racismo y servidumbre— que reproducen las lógicas de la modernidad/coloniali-
dad al interior del hogar.

3 El programa piloto surge a partir de que el 5 de diciembre de 2018 la Suprema Corte de


Justicia de la Nación (SCJN) determinó que es discriminatorio e inconstitucional que la Ley
Federal del Trabajo y la Ley del IMSS excluyan a las trabajadoras del hogar del régimen
obligatorio de afiliación al seguro social, pues con ello se les ha negado acceso a la atención
médica y otras prestaciones sociales. Dicho programa piloto se lanzó durante el primer
trimestre de 2019 y está en curso. El 2 de julio de 2019 se publicó en el Diario Oficial de la
Federación (DOF) las reformas correspondientes a la Ley Federal del Trabajo y a la Ley del
IMSS en materia de las trabajadoras del hogar.
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
191
Tomando como inspiración el planteamiento del giro decolonial —cuyo argu-
mento central es que la colonialidad es un patrón de poder que gobierna a los seres
humanos a través de la naturalización de una jerarquía racial, epistémica, cultural
y territorial que posibilita la dominación y la explotación (Restrepo y Rojas, 2010)—
se estudió el imaginario de las empleadoras sobre sí mismas y sobre sus trabajado-
ras del hogar como una cuestión simbiótica. Las mujeres sujeto de ese estudio son
empleadoras de diversas edades que pertenecen a las clases medias–altas de la “so-
ciedad poblana” y que se consideran blancas por ser descendientes de españoles.
Ellas emplean a mujeres de origen indígena y de contextos rurales que han migrado
a la ciudad para incorporarse en el empleo doméstico de tiempo completo o mejor
conocido como de “planta” o “puertas adentro”, así como mujeres establecidas en
barrios populares periféricos que se trasladan diariamente a trabajar en la ciudad;
modalidad que se conoce como “entrada por salida”.
La problemática del servicio doméstico, y las prácticas e imaginarios vincula-
das a ella, tiene una matriz colonial anclada a la servidumbre. Sin embargo, debe
analizarse desde su convergencia con otras dinámicas y factores, como el discurso
laboral imperante de corte neoliberal que perpetua la asimetría de la relación y
que puede entenderse como una “actualización del modelo estamental” (Bastos,
2014: 348). Asimismo, debe considerarse que son las trabajadoras del hogar y nanas
quienes facilitan que mujeres de las clases medias se incorporen al mundo profesio-
nal, al tiempo que facilitan la experiencia maternal de dichas mujeres “mientras se
desdeña su propia experiencia como madres” (Saldaña, 2014: 260). Por último, las
intervenciones del Estado que pretenden regular la relación al impulsar leyes para
proteger a las mujeres trabajadoras del hogar (Vidal, 2014) evidencian el rezago en
esta materia y la ambigüedad en la que se desarrolla cotidianamente la relación la-
boral. Estas dinámicas complejizan el estudio del servicio doméstico, visualizando
la forma en que sea ha ido reconfigurando la modernidad/colonialidad.
La iniciativa gubernamental orientada a garantizar mejores condiciones labora-
les y de salud para las trabajadoras del hogar, comienza a modificar el clima en el
que se desarrolla el trabajo doméstico actualmente en México. Las reacciones de las
empleadoras (y de los empleadores) ante la reforma legislativa que contempla a las
trabajadoras del hogar como parte del régimen obligatorio de afiliación al Instituto
Mexicano del Seguro Social (IMSS) y la reciente implementación del programa pi-
loto para incorporarlas, dan pistas sobre la tensión que existe entre ciudadanía y ra-
cialización a la hora de reconocer y buscar garantizar derechos a sujetos que forman
parte de los estratos más bajos de la jerarquía social, mismos que en México tienden
a estar racializados.4 Esto se hace evidente a través de la figura de la trabajadora del

4 La encuesta del Módulo de Movilidad Social Intergeneracional (MMSI) 2016, realizada


por el INEGI, reveló que el color de la piel de las personas en México tiene relación con
192 andrea de la hidalga ríos
hogar porque, como dice Santiago Bastos, “aunque no todas lo sean, la mujer india
y la mujer negra son las domésticas por antonomasia” (348).
El empleo doméstico, racialización y cultura de servidumbre convergen en una
compleja dinámica que pone en cuestión el concepto tradicional de ciudadanía. Esto
se manifiesta en una relación laboral arbitraria, discriminatoria y desigual, que había
permanecido al margen de la regulación legislativa en parte gracias a la ambiva-
lencia del empleo doméstico, pues se trata de una relación laboral que debiera ser
regulada como tal, pero que ocurre en la ambigüedad y resguardo del espacio pri-
vado del hogar. Las repercusiones de esta ambigüedad entre lo público y lo privado
tienen que ver, entre otras, con el maternalismo, la dimensión afectiva de la relación,
que con frecuencia, favorece la injusticia y la precariedad (De la Hidalga, 2019).
La iniciativa del programa piloto del IMSS busca garantizar el derecho a la sa-
lud y a otras prestaciones laborales que habían sido estructuralmente negadas a
este gremio, conformado en su gran mayoría por mujeres, lo que se puede traducir
en una medida de redistribución que está alterando el estatus/posición de estas
mujeres y la forma en que la sociedad las percibe y ellas a sí mismas5. Esta medida
las ubica de una manera más explícita como ciudadanas —según el sentido libe-
ral clásico de la ciudadanía que concibe al individuo como portador de derechos
en un plano de supuesta igualdad frente a diferencias como género, clase, etnia y
“raza”— lo que ha generado diversas reacciones. Entre ellas, se ha observado cierta
molestia y rechazo por parte de las empleadoras y sus familias6, quienes, cabe de-

su nivel de escolaridad y con el grado de calificación de las ocupaciones que desempeñan.


Estos resultados evidenciaron la baja movilidad social en el país y el hecho de que esta no
se explica solamente a través de la condición socioeconómica de las personas, sino que se
trata de una cuestión estructural e histórica donde convergen otros aspectos como la racia-
lización de ciertos grupos.
5 Cabe destacar que a pesar del fallo de la SCJN el Estado mexicano no ha ratificado el
Convenio 189 de la OIT. Por otro lado, es preciso considerar que durante los primeros
cinco meses a partir de que se implementó el programa solamente se aseguraron a 6,631
personas, lo que representa el 0.3% del total que son 2.2 millones de trabajadoras aproxi-
madamente. Esto evidencia que el programa tiene varias complicaciones que tendrán que
ser resueltas para cuando termine la fase de prueba piloto en octubre de 2020. Otro punto
preocupante es que hay una cláusula que permite suspender el programa si no es “finan-
cieramente viable” aunque la directora de Incorporación y Recaudación del IMSS ha infor-
mado que esto no será un problema pues la base de cotización está por arriba del salario
mínimo. (Arteta, 2019). Por lo tanto, queda claro que de ninguna manera se considera que
la problemática en torno al trabajo del hogar en México haya sido resulta con la decisión de
la SCJN ni con el programa piloto, pero se reconocen como avances en la construcción de
relaciones más dignas y equitativas.
6 Marcelina Bautista, fundadora del Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del
Hogar y Marcela Azuela, fundadora de la organización Hogar Justo Hogar, han hablado
sobre la reticencia de los empleadores frente al programa piloto del IMSS. Ellas afirman
que entre los empleadores argumentan que no es su obligación afiliarlas, y utilizan pre-
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
193
cirlo, no están realmente obligadas a asegurarlas pues no se cuenta con los mecanis-
mos para vigilar su cumplimiento debido a la inexistencia de contratos laborales,
además de que el programa hasta ahora está en una fase piloto (Altamirano, 2019).
Esta forma de organización social, en donde las élites históricamente han estado
acostumbradas a no tener que proveer seguridad social, ni contrato laboral ni otro
tipo de garantías a sus trabajadores domésticos, se puede entender bien a través del
concepto de Raka Ray y Seemin Qayum (2009: 3) de “cultura de servidumbre” que
se refiere a la naturalización social de las relaciones de dominación-subordinación
tanto en la esfera pública como en la privada. Por eso, en palabras de Aura Cumes,
“si resulta extraño verlas como personas con derechos es debido a su constitución
como seres despojables” (2014a: 381).
Según datos proporcionados por la Comisión Nacional del Salario Mínimo
(Conasami)7 indican que 54.2% de las familias empleadoras pertenecen al décimo
decil de ingresos, es decir, su ingreso corriente promedio es de $166,750 pesos tri-
mestrales, $1,853 pesos diarios (INEGI, 2019). Por el otro lado, la propuesta de fi-
jación del salario mínimo para población ocupada en el trabajo del hogar lanzada
por la Conasami es de $248.72 pesos por jornada completa más día de descanso.
Considerando este salario mínimo, la cuota mensual para asegurar a una empleada
doméstica sería de $1,154.22 pesos, por lo que la capacidad de la mayoría de los
empleadores para pagar el seguro social parece justificada.
Por lo tanto, la renuencia para asegurar a las empleadas a través del progra-
ma piloto del IMSS puede interpretarse desde otros ángulos, que no precisamente
tienen relación con la viabilidad económica. Es verdad que uno de los argumentos
es precisamente que no existen los mecanismos para obligar a los empleadores a
hacerlo y que aunque alguna trabajadora exija el seguro social, siempre va a haber
otras trabajadoras dispuestas a laborar sin estar aseguradas (comunicación perso-
nal). Otros aparentemente no quieren asumir que sus empleadas falten al trabajo
para realizar los trámites correspondientes. En una conversación con José Manuel,
un joven poblano de 28 años, refirió que en casa de sus padres desde hace años
optaron por asegurar a sus empleadas domésticas pero a través de un seguro de
gastos médicos mayores. Él y su familia consideraban injusto que las trabajadoras
domésticas no tuvieran acceso a la salud y calificó como “miserable” que los em-
pleadores no lo garantizaran, afirmando que las personas de su círculo social cla-
ramente pueden costearlo sin problemas. Él argumentaba que anualmente costaba

textos como “ellas no quieren que las aseguremos” y hasta han incurrido en amenazas y
despidos (Navarro, 2019 y Altamirano, 2019).
7 Estos datos fueron proporcionados durante el foro “Revisión y actualización del Sistema
de Salarios Mínimos Profesionales 2019” por la Mtra. Cinthia Márquez Moranchel, direc-
tora de análisis macroeconómico y regional de la Conasami, el cual se llevó a cabo en la
ciudad de Puebla los días 30 de septiembre y 1 de octubre de 2019.
194 andrea de la hidalga ríos
un poco más un seguro privado que el IMSS, pero que recibirían mejor atención
médica en caso de un accidente. Cuando se le preguntó por las consultas por en-
fermedad, José Manuel respondió que sus padres preferían pagar directamente por
las consultas y los medicamentos porque atenderse en el IMSS significaba faltar al
trabajo por el tiempo que implican los servicios públicos.
Puede intuirse que para las élites aquí estudiadas la cuestión económica no
es un impedimento real para afiliar a las trabajadoras al IMSS. El malestar más
bien podría relacionarse con la idea misma de reconocerle derechos a esos “seres
despojables”, como dice Cumes, y con esto modificar una relación laboral basada
en el asistencialismo y la infantilización (De la Hidalga, 2019). Se está hablando de
trastocar repentinamente un orden social establecido que dictaba como natural el
lugar servil e inferiorizado de estas mujeres; de pronto se cuestiona esa cultura de
servidumbre y la identidad de esas élites que se han construido como superiores a
partir de la subordinación y racialización de sus trabajadoras domésticas.
Rosa Laura, una mujer de 59 años, ama de casa poblana y profesionista, comen-
ta lo siguiente en una entrevista:

La verdad es que los mexicanos migrantes han explotado muchísimo a los indí-
genas… tienes a personas que ganan 300 o 400 mil pesos al mes en sus empresas
y te enteras de que al empleado le pagan 500 pesos a la semana… los mexicanos
migrantes hemos hecho que este país esté así, muchos dicen “es que el gobierno”,
sí el gobierno, pero nosotros también tenemos parte… tú ponte a pensar, ¿cómo
tratas a la señora que trabaja en tu casa?

En esta reflexión de Rosa Laura hay varios puntos interesantes. Cuando se le pre-
guntó qué entendía por “mexicanos migrantes” ella respondió, con una risa leve,
que a los europeos que migraron hace 300 años. Esta expresión se relaciona clara-
mente con la necesidad del blanco mexicano de renegar de la figura del mestizo,
de mantenerse, al menos en el imaginario, vinculado con sus orígenes europeos, y
de reafirmarse como un tipo de ciudadano distinto. Por otro lado, se reconoce la
brutal asimetría entre unos y otros y la forma en que los “mexicanos migrantes” se
han enriquecido a costa de la población racializada, lo que reafirma que garantizar
mejores condiciones laborales no está relacionado con el costo económico. Seguido
de esto, Rosa Laura evoca una de las figuras que efectivamente representan mejor la
naturalización de la desigualdad y la explotación en México: la de la relación entre
amas de casa y empleadas domésticas, confirmando que “el trabajo doméstico es
un sistema establecido y reconocido socialmente con normas, pautas y conductas
tácitas y con un gran nivel de consenso social” (Cumes, 2014b: 27).
Rosa Laura es una mujer que se muestra consciente de la desigualdad, de la
discriminación en México, y habla de no estigmatizar al empleo doméstico como tal,
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
195
porque es un trabajo “digno como cualquiera, lo denigrante son las condiciones en
las que se puede dar… lo importante es cumplir con un horario establecido y tener
las prestaciones”. Sin embargo, cuando emite su opinión respecto al programa pi-
loto del IMSS argumenta que el IMSS es un fracaso, que el fallo de la SCJN no es en
realidad tan relevante pues la Constitución ya reconocía como un derecho el acceso
a la salud para todos los mexicanos y que ella veía más viable el Seguro Popular.8 Es
interesante que Rosa Laura mencionara el Seguro Popular pues ésta es una política
pública que se diseñó justamente para la población que no forma parte de los “de-
rechohabientes”, es decir, los que no cuentan con seguridad social pues pertenecen
al mercado laboral informal. Este programa permite permanecer en la informalidad
al tiempo que se recibe atención médica, pero no ofrece la misma cobertura que el
IMSS, la cual contempla a beneficiarios, incapacidad, pensión, fondo para el retiro,
velatorios y guarderías. Estas prestaciones y servicios colocan a las trabajadoras del
hogar en igualdad de condiciones que el resto de los trabajadores en el país.
Se debe considerar que el IMSS ha sido una figura central como dispositivo del
México posrevolucionario para la construcción de la ciudadanía,9 además de ser el
principal proveedor de salud para la población mexicana de las clases medias y ba-
jas. Su creación en 1943 es también la expresión de una creciente industrialización
del país, avances tecnológicos en materia de medicina y una fuerte tendencia higie-
nista (Rodríguez y Rodríguez, 1998). De cierta manera ha sido una mediación entre
el Estado y la población, de la cual se desprende un tipo de ciudadanía relacionada
con los sectores populares, distinguiéndose del tipo de ciudadanía que ostentan las
élites. El IMSS es una instancia tripartita que funciona a través de las aportaciones
de empleadores, empleados mismos y el Estado, lo cual implica que los individuos
deben incorporarse al mercado laboral formal para gozar de la seguridad social.
Entonces, se puede decir que el IMSS es uno de los esfuerzos del Estado por for-
talecer la ciudadanía social (Reyes, 2013), pero aquí se plantea que además de eso,
fue un mecanismo para mestizar a la población al tener que vincularse con activi-
dades productivas formales que garantizaran las aportaciones, incorporando a la
población rural e indígena en el proyecto progresista del Estado mexicano a través
de un mestizaje ideológico más que biológico. Hace falta explorar a profundidad
la figura del IMSS como dispositivo de construcción de ciudadanía y qué tipo de
ciudadanía diferenciada ha proyectado. “Patrones” y “derechohabientes”10 son las
denominaciones que se han utilizado desde la formación del IMSS para referirse
a los empleadores y los empleados, mismas categorías que tienen una fuerte car-

8 Este programa se creó durante el gobierno de Felipe Calderón y ahora ha sido disuelto y
sustituido por el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi).
9 Al igual que la Secretaría de Educación Pública (SEP). Sobre este tema ver Gómez Iz-
quierdo, Jorge (2008). El camaleón ideológico. Puebla: BUAP.
10 Derechohabiente: persona que deriva su derecho de otra.
196 andrea de la hidalga ríos
ga de dominación–subordinación. Todo esto pudo haber reforzado un imaginario
clasista en torno al IMSS y una noción respecto a las élites, ubicadas en la figura de
patrones, como aquellos quienes le otorgan derechos al pueblo.
Pudiera ser que lo que está en juego detrás de la resistencia de las élites, es el
miedo a un trastrocamiento del orden social, lo que conlleva al temor de un cierto
proceso de “igualación” que disloca la identidad de superioridad de los miembros
de las élites. Este rechazo y temor de las élites por reconocer que las trabajadoras
tienen derechos —cuestionando las nociones más serviles del trabajo doméstico
como la de sirviente/señor— les recuerda que su situación de excepción se pone
en entredicho. En la mirada clasista, evidenciada en los diálogos y entrevistas, se
vislumbra la autoconcepción de estas empleadoras y sus familias de formar parte
de una ciudadanía “superior” que no necesita de una de las instituciones mexicanas
más emblemáticas, ni en el aspecto de cobertura médica, ni como medio para obte-
ner un estatus de ciudadano. Esto contrasta con el resto de la población, quienes sí
adquieren un estatus por ser “derechohabientes”.
La igualación amenaza con una pérdida de privilegios que se han consolidado
estructuralmente y con un imaginario racializante que naturaliza esos privilegios.
El reconocimiento explícito de las trabajadoras del hogar como sujetos de derechos
resquebraja la supuesta neutralidad y el falso igualitarismo del concepto de ciuda-
danía al subvertir el carácter racista, sexista y clasista de la misma. La dificultad a
aceptar esa forma de ciudadanía para las trabajadoras del hogar, que, a pesar del
clasismo, acerca socialmente a empleadoras y trabajadoras, sugiere que racializa-
ción y desciudadanización están vinculadas. Se trata pues de una transición del
enfoque colonial que implica una reconfiguración cultural que genera resistencia
ante la idea de población subalterna constituyéndose como sujetos políticos.
Las distintas connotaciones del concepto de ciudadano que Andrea Silva–Ta-
pia (2018) explica, tienen relación con una pertenencia legal y simbólica que puede
dar luz sobre las reflexiones que aquí se han planteado. Ella habla de ciudadanos
legítimos e ilegítimos: los últimos se refieren a una “ciudadanía colonial inserta-
da en nuestro actual sistema-mundo que es patriarcal, eurocéntrico y cristiano-
centrado” (13). Ambos tienen reconocimiento legal —al menos normativamente—
pero la pertenencia en un sentido simbólico e identitario está más bien reservada
para los primeros, que son quienes representan al grupo dominante. Sin embargo,
“la ciudadanía es un concepto que se refiere a los individuos pero cuando se lo
racializa o etniciza, la individualidad de los sujetos es arrebatada […] la indivi-
dualidad se reserva para la gente blanca” (14). Ser un ciudadano legítimo, como
individuo autónomo, es pues un privilegio que se produce intencionadamente a
través de la racialización de otros.
racialización y ciudadanía en méxico. una tensión encubierta
197
Reflexiones finales
En este capítulo se ha hablado de dos tipos de ciudadanía: uno relacionado con un
proceso de mestizaje de la población indígena que tiene como finalidad incorporar-
la a la lógica de industrialización capitalista, y el otro tipo es una ciudadanía en un
“estado de excepción” que se refiere a aquellas élites que no se identifican o no se
conciben como parte de esa ciudadanía más bien producida por el Estado a través
de dispositivos como el IMSS. La ciudadanía producida por el Estado mexicano se
puede vincular con la problemática figura del mestizo, aunque hace falta indagar
más esta idea. La noción de ciudadanía mediada por la racialización produce a ciu-
dadanos de distintas categorías de acuerdo con la escala jerárquica racial. El hecho
de que se puedan observar “tipos” de ciudadanía en una sociedad, evidencia que la
ciudadanía no es universal y que su intento de homogeneizar la diferencia en reali-
dad no logró resolver la diversidad étnica y cultural, ni la diferencia de clase ni de
género. Al contrario, el concepto clásico de ciudadanía ha perpetuado fenómenos
como el sexismo, el clasismo y el racismo.
En este sentido, la perspectiva teórica del racismo científico es útil para en-
tender el momento histórico y la ideología importada de Europa que influenció
a los intelectuales de la República liberal y que después de la Revolución Mexi-
cana consolidaron el Estado mexicano impregnado de todas esas ideas. El en-
foque decolonial puede iluminar las dinámicas socioculturales y económicas
producidas durante la Colonia que más tarde serán la base de la configuración
racista del México moderno; mismas que persisten actualmente a través de la
colonialidad del poder y del colonialismo interno. La perspectiva de la moder-
nidad/colonialidad precisamente refleja la simbiosis entre ciudadanía y racismo.
El estudio del servicio doméstico o del trabajo del hogar a través del binomio em-
pleadores-empleada visualiza la forma como se ha ido reconfigurando la moder-
nidad/colonialidad. Esto se expresa en la naturalización de un discurso liberal por
parte de las élites, más bien conservadoras, y que cuestionan algunas de las dinámi-
cas de la modernidad al tiempo que perpetúan relaciones asimétricas basadas en la
colonialidad favoreciendo la “des-ciudadanización” de las empleadas domésticas
o trabajadoras del hogar por ser una figura históricamente racializada (Saldaña,
2013). En contraste, se observa la experiencia sui generis de ciudadanía “de excep-
ción” de las élites o capas altas sociales que se perciben como blancas o descendien-
tes de europeos. La des-ciudadanización y la situación de excepción son aspectos
que requieren una investigación más amplia.
El vínculo entre racismo y ciudadanía no ha sido lo suficientemente abordado
por las ciencias sociales aunque constituye una entidad fundamental como pun-
to de partida analítico para entender dinámicas sociales cotidianas que están per-
meadas por experiencias de diferenciación, exclusión y discriminación. Asimismo
atraviesan las relaciones que los grupos racializados establecen con el Estado y sus
198 andrea de la hidalga ríos
experiencias de acceso a la justicia, por ejemplo, o la distribución de los recursos.
Esta es justamente una de las interrogantes que se encuentran en la discusión sobre
redistribución o reconocimiento que Fraser y Honneth (2006) sostienen: la tensión
entre ciudadanía y racismo y el dilema que supone el tratar de abordar la diferencia
en el marco de un Estado liberal. En su debate hay una pregunta central que gira
en torno a si el capitalismo es el resultado de un andamiaje cultural discriminatorio
previo, o si el andamiaje discriminatorio es resultado del capitalismo.

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201
GRIETAS EN LA VISIÓN PATRIARCAL DEL CASTIGO SOCIAL
202
203

El sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología


feminista: coordenadas para desnaturalizar el castigo

Galilea Cariño Cepeda

Introducción
La violencia y la delincuencia en México no sólo han lacerado la vida, la integri-
dad o el patrimonio, sino que han generado efectos psicosociales y sociofamiliares
a partir de su reiteración e impunidad, afectando las relaciones interpersonales y
colectivas. Esto sin obviar las frecuentes violaciones a los derechos humanos y la
falta de reparación integral del daño a las víctimas, salvo en casos muy puntuales.
La gravedad e incremento de esa violencia y delincuencia también han puesto
de manifiesto la incapacidad, complicidad o tolerancia estatal y el uso de las prisio-
nes como la solución más utilizada, pese a que de los delitos que llegan a denun-
ciarse, perseguirse y sancionarse, el 90% quedan impunes (México Evalúa, 2019).
Tampoco podemos restar importancia al subregistro y la cifra oscura que aumentó
a 93.2% para 2019 de acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización1 (INEGI,
2019), respecto a lo registrado en 2018 con 90% a nivel nacional en la misma Envipe
(INEGI, 2018), lo cual denota no sólo la mala calidad de las instituciones sino la
permanente valoración negativa y falta de confianza de la ciudadanía en instancias
y autoridades.
En definitiva, la prisión no ha sido la medida más efectiva para contrarrestar los
problemas de la delincuencia, pero sí el recurso más utilizado como remedio para
la restauración sociomoral del orden (Wacquant, 2009) y para confirmar que se trata
de un espacio de resonancia sistémica en el que se concentra la población excedente
(Sassen, 2015: 77).
En las contradicciones históricas de funcionalidad y efectividad de las prisiones
han fecundado amplios debates sobre su existencia, pero se mantuvo al margen la
posición que ocupaban las mujeres y se invisibilizaron sus deficientes condiciones,
porque el encierro como figura androcéntrica mantuvo el mismo discurso y trato ha-
cia esta población que parecía homogeneizarse en etiquetas que favorecían el silen-
ciamiento y el autosilenciamiento. Desde las “malas mujeres”, “madres desnatura-
lizadas”, mujeres de la “vida alegre”, mujeres que optan por “lo más fácil”, mujeres

1 En adelante Envipe.
204 galilea cariño cepeda
que cometen “deslices”, hasta señalamientos de “pobres mujeres”, en las que resalta
su propio rol de madres, hijas, esposas, abuelas, en quienes se naturalizó su abnega-
ción, amor y sacrificio al quedar totalmente desamparadas.
De hecho, esa invisibilización del vínculo entre mujeres y prisiones se volcó ha-
cia una caracterización más atendida, analizada y criticada en las últimas décadas
al abandonar ese lugar de referencia hombre que había sido una constante, porque
más allá de trasladar los patrones de análisis sobre la conducta delictiva femenina,
se favoreció la proyección de nuevos abordajes y ejes de análisis (Arduino, 2019),
como el del patriarcado que como modelo cultural, consolidó y transformó el siste-
ma de encierro (Francés y Restrepo (2019: 72).
En esos contrastes se confirma que el poder punitivo es un poder patriarcal
(Francés y Restrepo, 2019: 73), puesto que, ante las atribuciones de diversificación
delictiva y aumento de la población de mujeres en las prisiones, las nuevas co-
rrientes de pensamiento que desafiaron las tendencias subterráneas y categorías
familiares, se han discutido poco (Sassen, 2015). Tal es el caso de la criminología
feminista, que hoy nos devela nuevos preceptos y coordenadas para comprender
cómo se intenta mantener ese orden patriarcal, que desconoce la propia autonomía
de las mujeres que delinquen.
En medio de la crisis de las instituciones del encierro analizamos algunas refor-
mulaciones para resignificar las nociones sobre la propia delincuencia femenina y
su criminalización, las dimensiones públicas e implícitas del castigo y los medios
formales que defienden el sistema patriarcal. Ubicamos estas reformulaciones en
un sistema-mundo en que las relaciones de poder entre hombres y mujeres han
pervivido desde la dominación de aquéllos y donde el sistema punitivo, desde
el control social formal e informal, se ha cimentado en ese sistema androcéntrico
(Francés y Restrepo, 2019). De modo que, en este abordaje partimos de la pregunta:
¿de qué manera la criminología feminista y la colonialidad de género pretenden
deconstruir la naturaleza del castigo encarnado en las prisiones de orden patriar-
cal? Por tanto, reflexionamos y generamos algunos hilos de discusión —con sus
propias dificultades y limitaciones— sobre las perspectivas actuales, los discursos,
las prácticas y los componentes morales que han favorecido la creación de leyes e
instituciones heteropatriarcales y coloniales como la prisión. Para ilustrar algunos
argumentos, recuperamos extractos de entrevistas realizadas a mujeres privadas
de la libertad y autoridades penitenciarias de algunos centros de reinserción en
México, en los últimos años.

La criminología feminista: colonialidad de género e interseccionalidad


en la profundidad del encierro
Hasta la década de los 70, los modelos descriptivos de la criminalidad eran total-
mente androcéntricos; la conducta criminal era descrita a partir de las propias con-
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
205
ductas y experiencias de los hombres y, a través de estudios e investigaciones que
eran realizadas sólo por hombres. De acuerdo con Lombroso, la delincuencia fe-
menina emergía de la moralidad y la sexualidad: las mujeres nacen desviadas, son
malas por naturaleza, presentan deficiencias físicas y cambios hormonales como
la menstruación y la menopausia, cometen crímenes de manera oculta debido a
que manipulan e incitan al hombre a cometer delitos (Van y Baumann–Grau, 2016).
Pero esos argumentos o expresiones radicales que parecen retórica del pasado, se
heredaron y escalaron para mantenerse en códigos y normas subsistentes de la eje-
cución penal, entre el castigo y la doble jeopardy (formas de discriminación).
No podemos pasar por alto que existen múltiples miradas que han intentado
analizar y explicar la criminalidad femenina como las corrientes biológicas y antro-
pológicas, ecológicas, sociológicas y psicológicas —aunque algunas con ciertos ses-
gos—, hasta teorías más recientes y aterrizadas en la perspectiva de género como la
teoría crítica y la teoría feminista. La teoría crítica prestó más atención a los procesos
de criminalización, a decir de Cid y Larrauri (2001: 241) analiza “cómo, por qué y
cuándo determinados comportamientos devienen delitos”, además de focalizarse en
los regímenes carcelarios y la opresión racial (Friedrichs, 2018). Por su parte, la teoría
feminista ha intentado explicar de forma diferenciada la criminalidad de hombres y
mujeres, centrando como ejes la victimización y las tipologías criminales.
Asumiendo que hay numerosas criminologías feministas, uno de sus puntos
de encuentro es el análisis de las relaciones de poder de género para comprender
e interpretar la delincuencia y la victimización, así como un mejor conocimiento
sobre los patrones de conducta (Carlen y Worral, 2004; Barberet y Larrauri, 2019:
268–269). Lo que ha implicado eliminar prejuicios sobre conductas cometidas ex-
clusivamente por mujeres como el infanticidio, aborto o desviaciones como la pros-
titución. De hecho, históricamente algunas mujeres han sido señaladas por su pe-
ligrosidad al cometer conductas de homicidio hacia sus parejas —aunque con un
modus operandi diferenciado al de los hombres— y, más recientemente, el interés se
ha dirigido a los delitos de delincuencia organizada, trata de personas, terrorismo,
portación de arma, por señalar algunos.
En voz de Moore y Scraton, el castigo estatal, esto es, el hecho de que las mu-
jeres lleguen a prisión es a menudo la culminación de años de violencia de género
y explotación por parte de los propios hombres en sus comunidades (2014: 53). La
violencia cometida hacia ellas en ámbitos en los que se desenvolvían previamente,
como pareja, familia, trabajo, la calle, por señalar algunos, podría detenerse o re-
configurarse, porque las mujeres son arrojadas a un sistema de ejecución penal que
también las victimiza. Ellas continúan siendo víctimas de otras formas de violencia
en su detención por parte de nuevos actores como los policías. En su internamiento
en prisión, con frecuencia la sufren de parte de las mismas parejas, y familiares, y
por supuesto de custodios y del personal penitenciario. Una violencia cuyos patro-
206 galilea cariño cepeda
nes de conducta y modus operandi son muy similares a las violencias ejercidas en el
exterior, como se expresa en el siguiente testimonio. Eso no significa que algunas
mujeres no hayan cometido las conductas o que no ejerzan violencia, pero es inne-
gable que entre las motivaciones de las conductas destaca la victimización previa:
abuso sexual en la infancia o adolescencia, maltrato, violencia familiar, relaciones
dañinas por mencionar algunas (Belknap y Holsinger, 2013):

Toda su historia familiar, una violencia terrible […] golpes ahí dentro, de ahí mis-
mo en visita íntima, sometimiento por medio de apretarte, de pellizcarte, de verte
y el miedo a no poder hacer nada, a sentir que no podían hacer nada. […] traer el
brazo morado y no podía traer la cara porque a lo mejor lo iban a detener allá mis-
mo, pero sí y decirme, por qué no dejas de ir, prohíbele la visita, mete un escrito
[…] para las mujeres, eso, es una pena que te hayan golpeado y que te regresen
a las dos o tres de la mañana (Entrevista, mujer privada de la libertad). (Cariño y
Bartolomé, 2013).

“Esa estaría bien”, fue una aseveración recuperada de la propia voz de las mujeres
en una de nuestras investigaciones previas sobre violencia sexual en prisiones que
evidencia la forma en cómo, según las características físicas de las mujeres, podrían
ser utilizadas por los hombres al entrar a prisión, ya sea en prostitución forzada o
explotación laboral; el testimonio anterior formó parte de esa recuperación (Cariño
y Bartolomé, 2013). Con lo cual enfatizamos que la “experiencia” de las mujeres se
introdujo como una herramienta epistemológica en la criminología feminista para
resignificar y deconstruir los lenguajes legales, a la par de modificar los conteni-
dos ideológicos (Iglesias, 2019). De hecho, Barberet y Larrauri enfatizan que las
investigadoras feministas “son críticas con los métodos que intentan generalizar las
experiencias de las mujeres, medirlas desde una perspectiva ajena o descontextua-
lizada, controlarlas, deshumanizarlas o desempoderarlas y así negar a los sujetos
de investigación, su voz o dignidad” (2019: 270).
Diversos informes nacionales han mostrado las deplorables condiciones arqui-
tectónicas de las prisiones mexicanas, las políticas de austeridad que se reflejan en
la falta de atención médica, mala alimentación, ausencia de capacitación adecuada y
falta de oportunidades laborales, pero son pocos los que integran desde una mirada
de género, las condiciones de las mujeres ante la falta de protección y garantía de los
derechos humanos en las prisiones. En esa línea, Silvestri y Crowther–Dowey (2008)
anotan que los derechos humanos fueron una incorporación sustancial en la crimi-
nología feminista porque plantearon la posibilidad de caracterizar la subordinación
y discriminación hacia las mujeres como violaciones a sus derechos humanos.
Los esfuerzos conjuntos por mostrar la otra cara de la situación de cárcel, co-
menzó a irradiar en otras disciplinas eliminando estereotipos como la infantiliza-
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
207
ción de las mujeres que cometían conductas asociadas a su inmadurez emocional
o el rigor del castigo penal en confrontación con la idea de que las mujeres eran
tratadas de forma más indulgente (Silvestri y Crowther–Dowey, 2008). En efecto,
las mujeres empezaron a ser vistas como sujetas de derechos pese a su condición de
victimarias. Los derechos humanos ligados al feminismo, sobre todo a la “gober-
nanza feminista”, también desplegaron la posibilidad de trasladar a instituciones
nacionales e internacionales y al derecho positivo internacional, las condiciones de
opresión y la eliminación de estereotipos (como la honestidad) ligados al control
social que la propia literatura criminológica había identificado (Iglesias, 2019: 130).
En la arena del positivismo jurídico, las Reglas de las Naciones Unidas para el
tratamiento de las reclusas y medidas no privativas de la libertad para las mujeres
delincuentes (Reglas de Bangkok), publicadas en 2011, constituyeron un instru-
mento para hacer visibles las necesidades especiales de las mujeres y formular re-
comendaciones específicas focalizadas en mujeres y niñas que no estaban previstas
en las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos de 1955.
Ha sido la criminología feminista la que ha que ha hecho visible y ha analizado
la colonialidad de género y la interseccionalidad en la profundidad del encierro.
En términos generales, la colonialidad de género implica comprender los sistemas
de opresión, a partir de la heterosexualidad normativa, es decir, la colonialidad no
sólo focalizada en el racismo sino entendida como un eje de poder que “permea
todo control del acceso sexual, la autoridad colectiva, el trabajo, la subjetividad/in-
tersubjetividad, y la producción del conocimiento desde el interior mismo de estas
relaciones intersubjetivas” (Lugones, 2008: 79).
La invasión colonial no sólo sometió y reguló a través de normativas en ámbitos
públicos como el territorio, sino que abarcó la vida privada de las personas indíge-
nas en sus relaciones de parentesco, filiación y sexualidad; los pactos patriarcales
entre colonizados y colonizadores tuvieron como efecto el desplazamiento de las
mujeres de los órganos de decisión y poder (Dorronsoro, 2019).
En la línea de la criminología feminista ha sido muy clarificador mirar el fun-
cionamiento de las prisiones y su papel de subordinación claramente colonial en
comunidades específicas, que “ponen en evidencia la manera en que las jerarquías
étnicas y de clase, marcaron las distintas trayectorias de exclusión de las internas y
su falta de acceso a la justicia” como apunta Hernández (2014: 193). Dicho lo ante-
rior, la estigmatización y demonización de la mujer frente al colonizado a partir de
su sexualidad, favorece la idea de que las mujeres inducen y provocan los abusos
y victimización, dejando de lado la vulneración y exposición de las mujeres indíge-
nas como víctimas quienes, al atreverse a denunciar, terminan siendo perseguidas
o en prisión (Dorronsoro, 2019: 387–388).
Uno de los estudios realizados por la Comisión Nacional de Derechos Huma-
nos (2013) identificó que había mujeres procesadas y sentenciadas que pertenecían
208 galilea cariño cepeda
al menos a 27 grupos étnicos del país, escenario que no sólo expone la exclusión
desde una institución dominante como la prisión, sino las dificultades que las muje-
res enfrentan al interior de sus familias y comunidades desde su propia experiencia
colonial y de interseccionalidad versus el encierro (Dorronsoro, 2019: 382).
Por lo que hace a la interseccionalidad, fue Crenshaw (1994) quien a partir de
experiencias de mujeres “negras” consideró que se entrecruzaban diversas discri-
minaciones como la de género, la racial y el sexismo. Recientemente, Potter (2013)
ha utilizado el enfoque teórico de criminología interseccional para abordar las ex-
periencias de la delincuencia y el control social, tanto en las identidades sociales
como en los estados, a través del análisis de categorías como raza, género, ideales
de masculinidad o feminicidad, sexualidad y clase socioeconómica.
Desde esas líneas de colonialidad e interseccionalidad ha trascendido el mode-
lo de prisión actual. La colonialidad de género ha permitido develar el simbolismo
que reviste el castigo público, puesto que la persistencia de la prisión como la prin-
cipal forma de castigo, mantiene sus dimensiones racistas y sexistas, para continuar
con el modelo histórico de arrendamiento de convictos del siglo XIX y principios
del siglo XX, y pasar al actual negocio penitenciario de privatización, como apunta
Davis (2003). El mayor contraste (en el caso de Estados Unidos) se presenta entre la
población de hombres y mujeres latinas y afrodescendientes, porque los hombres
son víctimas de otros hombres, en las calles o instituciones a través de la policía, en
cambio las mujeres enfrentan violencias desde el propio ámbito doméstico e ínti-
mo, en la calle y en espacios sexualizados como las prisiones (Davis, 2003).
La interseccionalidad, entonces, nos permite profundizar en las identidades de
las mujeres privadas de la libertad para comprender las brechas de género, las for-
mas de discriminación y desigualdad, las opresiones y estructuras de poder que
están mediadas no sólo por su género sino por su raza, clase social e incluso edad.
Estas condiciones se magnifican en el encierro por el propio contexto histórico, cul-
tural y social del que son parte, pues sus trayectorias no sólo fueron marcadas por
el racismo y sexismo que quizás ellas no advierten de la misma manera, en tanto
si reivindican la comunalidad como un proceso. El hecho de sacarlas de su comu-
nidad ya es una experiencia colonizadora porque ya no son garantes de su cultura
ni continúan construyendo lazos (Dorronsoro, 2019), la soledad es su única opción
que como castigo vivifica las heridas de la violencia patriarcal:

Es muy difícil que se den cuenta, porque todas han sufrido violencia, física, psi-
cológica sexual, para ellas es difícil identificarla, y se enganchan de los hombres
como salvavidas. Ellas creen que la solución es tener un hombre a su lado […] se
la llevaron cuando tenía 13 años, ¡pues que se case!, y la arrastraron, se la llevaron
a la fuerza y ella no identificaba que estaba mal irse con un hombre. Como en su
pueblo a todo mundo le pasa eso -decía-, pues es lo más normal […] a la mayoría
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
209
las violaron y a la mayoría de niñas, los familiares, las personas cercanas. Sus
vidas no son nada, sin dinero, sin nadie, extrañan lo que hacían y comían en sus
pueblos porque están lejos y solas [..] Ella no habla bien español, pero tuvo que
aprender acá porque hasta eso, no se podía ni comunicar (Entrevista, acompañan-
te de mujeres privadas de la libertad).

El control social como respuesta a la delincuencia femenina:


las prisiones patriarcales
La etiología de la delincuencia figura como uno de los problemas que históricamen-
te ha generado mayor preocupación en ciertas disciplinas. Las principales tipolo-
gías explicativas han relacionado causas biológicas, psicológicas y sociales, explica-
das a partir de las corrientes que anteriormente hemos mencionado pero han sido
insuficientes ante nuevos escenarios. En el marco de la criminología crítica llamó la
atención el análisis de los sistemas de justicia penal y la tipificación de los delitos
como instancias selectivas que no protegen a la población en general, o peor aún,
la señalización de sistemas que reproducen formalmente dicha selectividad (Cid y
Larrauri, 2001: 241).
Sólo en décadas recientes, la criminología feminista como hemos visto, abrió la
posibilidad de mirar de forma diferenciada las conductas cometidas por las muje-
res y la reacción hacia éstas, por lo que, en primer lugar, el siguiente apartado se
centra en describir los elementos del control social informal y formal como base
para discutir las condiciones actuales.

El control social informal y formal hacia las mujeres


El control social respondió inicialmente a la necesidad de garantizar el orden a
través de normas e instituciones que regularan los comportamientos y conductas
desviadas, entendiendo que la desviación describe aquellos comportamientos que
contravienen lo que convencional o formalmente está establecido. Pero cabe acotar
que previo a la aparición de la criminología feminista, la desviación femenina se
asociaba mayormente a condiciones fisiológicas y psicológicas provenientes de la
propia naturaleza de las mujeres como en su momento lo habría advertido Lom-
broso (Klein, 1973).
En la clasificación que se realizó del control social informal y formal, el primero,
deriva de los procesos de socialización en los que la familia, la religión, la escuela
y los medios de comunicación, principalmente, juegan un papel fundamental para
modelar y corregir las conductas desviadas.
Las mujeres, a través de roles asignados como la reproducción, han sido some-
tidas a mecanismos de control social para mantener el orden patriarcal; entre los
espacios más comunes se ubica el ámbito familiar mediante la maternidad y los cui-
dados, el ámbito laboral a través de la prestación de servicios y tipos de trabajo, el
210 galilea cariño cepeda
espacio público a través de su imagen y buen comportamiento. La buena imagen y
el buen comportamiento requieren la buena fama, moral y reputación sexual, inclu-
so en formulaciones legales. El recordatorio de la supuesta naturaleza de buena hija,
madre, esposa, trabajadora, ciudadana, confluye en la socialización con su función
reproductora y de cuidados a los otros. Las mujeres han dedicado la mayor parte del
tiempo al cuidado de las y los otros y se comportan bajo prescripciones simbólicas
como el instinto materno y la pedagogía materna que se ligan al determinismo de
la “matricentricidad”, que no sólo se asocian con esa capacidad reproductora sino
a la posibilidad de asegurar, a través de ésta, el control masculino (Rich, 1986). En
cambio, hay condiciones desiguales para las mujeres que no son abordadas desde
el derecho penal pese a ser prácticas que las perjudican, como es el hecho de que las
mujeres no cobran lo mismo que los hombres, que están invisibles en la vida pública,
que sean víctimas de ideas religiosas o de guerras (Larrauri, 1994: 39).
El rompimiento de la heteronorma y la inversión del papel de la sumisión han
tenido costos directos e indirectos para quienes terminan privadas de la libertad.
Estos van desde el aspecto económico: costos legales y judiciales, de traslado por vi-
sitas de familiares, manutención de hijos e hijas; hasta costos sociales y de salud: es-
tigmatización, reconfiguración familiar, daños y afectaciones (Pérez, 2015), por ello,
la antesala en las sanciones informales o convencionales son las restricciones de
entrar o salir a ciertos lugares, la dependencia económica, la soledad, el aislamiento
y la violencia (Larrauri, 1994). Si anteriormente, salir de noche podría asociarse con
la imagen pública de la mujer, actualmente salir de noche implica además el riesgo
de ser violentada.
Los señalamientos de ese mal comportamiento, nos atrevemos a subrayar, no
sólo son atribuibles a las mujeres que cometen la conducta sino a la figura materna
que no educó o estaba ausente; en términos de esa estructura, ese señalamiento es
también atribuible a quienes correspondía desplegar correctivos previos cuando és-
tos estaban bien definidos en la cultura patriarcal, lo que ha favorecido una tensión
en la educación y los procesos de socialización: “las mujeres ya no son como antes”,
“no ponen límites”, “quieren hacer lo mismo que los hombres”, “no tienen valores”.
La educación, entonces, se transformó en una fórmula para los modelos de pri-
vación de la libertad, en consonancia con la acción misma del castigo (Matthews,
2003), ya sea para suplir en esa trayectoria vital la ausencia de una figura de autori-
dad o para convalidar el sistema, como puede apreciarse en el siguiente testimonio
de una autoridad penitenciaria:

Es la cuestión de educación que tengan desde su lugar de origen, desde la casa,


porque considero que la mayoría de ellas vino de un lugar donde no hubo reglas,
donde no hubo condiciones para educarse como mujeres, por eso se acostum-
braron a esa parte, y ya cuando están en la sociedad, pues, creen no tener conse-
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
211
cuencias, porque en su momento nadie les puso un alto, les llamó la atención por
alguna situación (Entrevista, autoridad penitenciaria, hombre).

Por su parte, el control social formal puede definirse como un conjunto de normas,
instituciones y políticas que garantizan respeto y adscripción a procesos comunita-
rios, espacios de convivencia y estructuras sociales. Para alcanzar el cumplimiento
de esas leyes y modelos, la conducta se convierte en un blanco que se regula a
través de una amenaza o acción coercitiva representada por instituciones y figuras
de autoridad como el sistema de justicia (juez), modelos de seguridad (policías),
centros de internamiento como las prisiones (custodios).
A decir de Chesney–Lind (2012), la primera idea sobre el control formal remitía
a la sexualización, es decir, la conducta no era la única condición sobre la que se es-
tablecía una pena, sino que, los prejuicios y estereotipos de género se antepusieron
para definir si se trataba de una buena o mala mujer.
En el registro de la evolución de las prisiones, la perspectiva de género ha ob-
servado condiciones comunes en los regímenes y propósitos del encierro, pero nos
interesa además vincular el constructo moral prescrito desde la norma. Una de esas
figuras normativas que destaca concepciones morales y discursivas es el aborto. El
artículo 342 del Código Penal de Puebla fue derogado en 2019, pero estipulaba las
siguientes circunstancias que podrían favorecer la reducción de la sanción impues-
ta en el delito de aborto: “que no tenga mala fama;2 que haya logrado ocultar su
embarazo y que éste no sea fruto del matrimonio”; faltando alguna circunstancia, la
pena se mantenía en el máximo de cinco años. La pregunta central se torna hacia el
bien jurídico que la ley protegía a través de dicha tipificación: ¿al “producto desde
la concepción”? o ¿el honor familiar y del hombre?
Esta conducta codificada es muy reveladora de la intervención que tiene el sis-
tema penal en el ámbito privado y público de las mujeres; es una conducta que
exige dar cuenta de la reproducción no sólo biológica sino moral. Una imagen del
estigma que conlleva el castigo: “lo que cuenta no es cuánta desaprobación expresa
el Estado a través del castigo, sino la forma que adopta: cuánta deshonra social le
provoca efectivamente al infractor” (Von Hirsch 1998: 54–55). Por ende, sin preten-
der reducir la discusión sólo a una de las aristas, nos parece que el consenso social
sobre la penalización y despenalización está trazado por el miedo que emana de la
carga moral en mostrar, por un lado, la complicidad con las mujeres en despojarse
de esa sumisión y, por otro, en mantener la perpetuidad del anonimato de la parti-
cipación del hombre. La administración de la moral frente a la sexualidad se torna
en un espectáculo público que debe legislarle en términos de ese orden patriarcal,
¿por qué después de tantos siglos se rompería?

2 Precisamente este es un elemento de los que referíamos en párrafos anteriores y que se


vinculan con la imagen de la mujer, construido sobre estereotipos y prejuicios.
212 galilea cariño cepeda
La delincuencia femenina en México: tendencias y debates
A nivel nacional, el porcentaje de mujeres privadas de la libertad generalmente ha
oscilado en 5% del total de la población (CNDH, 2015); la tasa nacional de hombres
privados de la libertad es de 162.1 casos por cada 100 mil habitantes, en cambio, en
las mujeres sólo se presentan 16.1 casos por la misma población, muy por debajo de
la población de hombres. Si la tasa se focaliza a Puebla, la tasa de mujeres se reduce
mucho más, 8.7 casos por cada 100 mil habitantes (INEGI, 2018).
Según INEGI (2016), en el periodo de 2010 a 2015, la tasa de mujeres en centros
penitenciarios mexicanos aumentó 56%, porcentaje mayor al de hombres cuyo cre-
cimiento fue de 17% en el mismo periodo. En cuanto a la frecuencia por ingresos a
prisión destacó el siguiente orden: lesiones, homicidio, robo simple, fraude, pose-
sión de narcóticos, robo a negocio y violencia familiar (INEGI, 2017: 30); los delitos
contra la salud son los más recurrentes en el caso de las mujeres, con un incremento
de 103% en los años 2016 y 2017 (EQUIS Justicia para mujeres, 2017).
Dicho recuento evidencia que los delitos cometidos por las mujeres, como se
ha descrito, siguen caracterizándose por ser menos frecuentes y menos graves (Ma-
lloch y McIvor, 2013), aunque sin duda hay múltiples formas de involucramiento y
participación en grupos delictivos.
En ese recorrido, diversos medios nacionales han difundido la peligrosidad de
algunas mujeres con etiquetas como “duras, atractivas y sanguinarias”, al referirse
a mujeres que han liderado o colaborado con cárteles criminales y, a su vez, se han
enfilado a “un mundo que hace mucho dejó de ser reservado sólo para los hom-
bres” (Baltazar, 2018: s/n). Al respecto, mientras Quetelet incursionó en los anales
estadísticos mostrando la diferencia en la criminalidad de hombres y mujeres, 6 a 1
respectivamente, también identificó que las conductas femeninas eran focalizadas
en infanticidios o robos, pero que estos eran cometidos de forma individual (Lima,
1988), a diferencia de la participación actual en estructuras como la delincuencia
organizada. Lo cual no significa que las mujeres no hayan participado antes, in-
cluso en grupos o redes criminales, pero sus tareas eran muy distintas, y el miedo,
que era el mecanismo que mediaba para controlarlas, ya no tiene el mismo efecto.
Por ello nuestro cuestionamiento sobre la complejidad de las motivaciones que son
reducidas al amor; la aseveración de que “las mujeres delinquen por amor”, en
realidad pretende seguir ocultando la posibilidad de que hayan decidido participar
más allá de un vínculo amoroso.
Particularmente coincidimos con Juliano (2015), en ampliar la mirada sobre
esas responsabilidades, cuidados y desdoblamiento de esfuerzos que las mujeres
realizan —previo a su participación en alguna actividad delictiva—, como reali-
zar a la par múltiples trabajos o emplear su propio cuerpo en la prostitución para
obtener ingresos, lo que representa en la vida de las mujeres que la delincuencia
sea una de las últimas opciones en esa trayectoria. Por lo que la conducta delictiva,
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
213
analizada bajo un contexto histórico, social y económico, podría llegar a desmiti-
ficar vínculos que hasta entonces han trascendido en una relación diádica como
la delincuencia y la pobreza (Cid y Larrauri, 2001). Es decir, no sólo las mujeres
pobres están privadas de la libertad; a la par de la desfavorable situación económi-
ca existen otros factores como la salud, un círculo de victimización, desigualdad,
marginación, abandono (Cariño y Michel, 2018).
La motivación económica y condiciones de pobreza que se alinean a conductas
como robo y venta de drogas, no explican por sí mismas por qué las mujeres delin-
quen menos que los hombres, pese a experimentar mayor empobrecimiento y pre-
carización (feminización de la pobreza), aun al asumir mayores responsabilidades
en ámbitos como el familiar.3 La figura de amnistía que más adelante revisaremos
contempla dicha vulnerabilidad.
Entre esas tendencias delictivas, conviene ahora reflexionar sobre quiénes y
cómo llegan a ser privadas de la libertad, pues la población de mujeres privadas de
la libertad en México no es homogénea.

Entrar y salir de prisión: una selección patriarcal


Los perfiles de edad, origen y trayectorias familiares, educativas y laborales son
muy diversas pero al profundizar en algunos rasgos se observa que prevalecen
condiciones comunes: mujeres de escasos recursos o en condición de pobreza, per-
tenecientes a grupos étnicos o extranjeras,4 drogodependientes, limitada formación
escolar o profesional, cuidadoras, mujeres con historias similares de victimización
por parte de la pareja, la familia, los hijos (Juliano, 2011; Del Val y Viedma, 2012;
Cariño y Michel, 2018).
Otra distinción es la motivación delictiva. Ya hemos anticipado que no todas las
mujeres delinquen por amor como se ha supuesto y esa relación compleja abarca
desde cuestiones económicas hasta cuestiones de engaños y amenazas, pero frente
a esas vulnerabilidades, las mujeres son involucradas y han tomado decisiones o
han sido influenciadas para tomarlas. No obstante, entre las manifestaciones del
sistema patriarcal resalta la desvalorización de su capacidad o inteligencia ampa-
rada en la figura masculina, porque como señala Smart (2019), la idea del determi-

3 En el caso de México, la jefatura del hogar es muy ilustrativa, ya que las mujeres sostienen
y administran una cuarta parte de los hogares en “mayor vulnerabilidad sociodemográfica
e incluso mayores porcentajes de pobreza”, a su vez y pese a tener el mismo nivel edu-
cativo, las mujeres ganan una quinta parte menos que los hombres (Consejo Nacional de
Evaluación de la Política de Desarrollo Social, 2016: 9).
4 Un estudio muy interesante sobre el tema refiere que 66% de las mujeres extranjeras
privadas de libertad cometieron delitos contra la salud; las mujeres estadounidenses es-
tán internas en prisiones del norte del país como Chihuahua, Baja California, y mujeres
colombianas, de Honduras, El Salvador, principalmente en prisiones del centro del país
(EQUIS, 2018).
214 galilea cariño cepeda
nismo de su estructura genética pasiva y carente de iniciativa, pareciera limitar su
involucramiento en actividades delictivas, resaltando estereotipos asociados a su
imagen (tareas domésticas) como señaló una autoridad penitenciaria:

Ya se ha involucrado más a la mujer, porque anteriormente del que desconfiabas


era del varón. Entonces yo siento que en las organizaciones han estado involu-
crando a las mujeres en los secuestros ¿Quién es la que da de comer a las perso-
nas que privan de la libertad?, pues alguna mujer, o muchas veces la mujer es
la que está ahí para que la gente no se percate que está ahí una persona privada
de su libertad, es como con los niños, ya los están involucrando más a delinquir,
porque bueno sirven para desviar la atención. Cuando ves un lugar con varones,
como que empiezas a sospechar porque son los que planean, como que tienen
la autoría intelectual, y cuando ves entrar a mujeres, niños, no te das cuenta que
probablemente ahí se está cometiendo un ilícito (Entrevista, autoridad peniten-
ciaria, hombre).

El problema se presenta cuando existe una mayor tendencia a etiquetar como de-
lincuentes a ciertos sectores de la sociedad, en esa dirección, una imagen que se ha
construido es la de la criminalización de la pobreza. Pero hay condiciones mucho
más hondas, porque la criminalización no se reduce al momento mismo de la impo-
sición de la sanción sino a la construcción simbólica del derecho, cuando éste opera
de forma selectiva castigando a quienes no pertenecen a una determinada raza y
clase social (Larrauri, 1995: 71) o pertenecen al género femenino.
Queremos resaltar en esta línea, las implicaciones actuales que reviste en algu-
nos países la defensa de la despenalización del aborto frente a iniciativas y políticas
de castigo endurecidas en los últimos años, como la pena de muerte para quienes
aborten. El estado de Texas, en Estados Unidos, llegó a considerar como sanción
para el homicidio la pena de muerte, por lo que sí, “a woman who has committed
murder should be charged with murder” (North, 2019), como se declaró en ese proceso
legislativo. El orden de las cosas conforme al patriarcado sigue anclado a la idea de
mostrar las repercusiones de los actos de las mujeres, porque son ellas quienes po-
seen esa capacidad reproductora. Es decir, no pone en el centro a la figura mascu-
lina que también participa sino a la mujer que puede ser perseguida y considerada
como segunda víctima —esto aunado a la posibilidad de que muera por un aborto
mal practicado—; la conducta de la mujer es reprochada por ser contra natura e
incapaz de preservar la vida.
Contrariamente a esas ideas, Pollak (1950) había expuesto a través de la teoría
de la caballerosidad que, había una actitud protectora hacia las mujeres porque
tanto hombres, policías, jueces y fiscales no querían acusar, arrestar, procesar ni
juzgar (respectivamente) a las mujeres, pero en el devenir, las evidencias han mos-
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
215
trado actitudes opuestas. Entre las conductas más visibles y estigmatizadas podrían
señalarse la trata de personas y el secuestro. El siguiente testimonio de una mujer
privada de la libertad describe la forma en cómo la pareja en complicidad con otro
hombre evade el sistema, los policías no sólo aprehenden a la supuesta victimaria,
sino que además la torturan y, finalmente el juez impone la sanción más elevada, lo
que evidencia un continuum de violencia:

Yo no sabía a qué se dedicaba mi esposo exactamente porque me decía que tenía


unos negocios y salía de viaje. Le rentaba un cuarto del fondo a uno de sus amigos.
A mí me pedía que hiciera de comer y ellos se iban al fondo para hablar. Cuando
llegó la policía ellos no estaban y a mí me agarraron, me pegaron para que les
dijera todo lo que sabía. Ya no sé de él, no me volvió a buscar, ni a mis hijos. Yo
les decía que me estaban confundiendo con otra persona porque ni siquiera supe
porque me llevaban. Cuando me golpearon feo, me gritaban que les dijera cuánto
había cobrado por el secuestro […] si me acuerdo de los golpes y groserías, pero
pensaba que iba a salir pronto porque mi esposo me iba a buscar, si, que todo era
una confusión, como pesadilla. Hasta que me pusieron setenta años de castigo y
aquí sigo (Entrevista, mujer privada de la libertad).

La paradoja de la selectividad de las personas que ingresan a prisión no ignora la


estructura patriarcal en la definición de las reglas y las instituciones. Retomando
la figura de aborto, habría que relacionar la comisión de la conducta entre quienes
tuvieron los recursos y medios para acceder a éste y entre quiénes lo cometieron
sin estos medios, en la clandestinidad. El conjunto de factores que propiciaron que
las mujeres estén privadas de la libertad no se vinculan sólo y exclusivamente a
una decisión moral: ¿estamos criminalizando a las mujeres pobres? ¿estamos crimi-
nalizando a las mujeres que no estaban en Ciudad de México donde se permite la
Interrupción Legal del Embarazo (ILE)? ¿qué intereses y valores se promueven de-
trás de las leyes e instituciones que las propias mujeres no conocen? En Ciudad de
México5 se ha documentado la procedencia de las usuarias atendidas en el Servicio
ILE, de abril 2007 a septiembre 2019, el registro total es de 216,755 mujeres. Puebla
ocupa la tercera posición en usuarias atendidas después de Ciudad de México y
Estado de México, y si pensamos incluso en condiciones georreferenciales, podría-
mos observar que lugares más alejados como Campeche, Yucatán, Sonora, Baja Ca-
lifornia, Coahuila, Durango, Colima, son entidades que registran menos usuarias
que utilizan el servicio. La complejidad puede empezar a entenderse a partir de la
pregunta: ¿delito o servicio? Recordemos que cuando el sistema de “valores” pro-

5 Véase más ampliamente el sitio: http://ile.salud.cdmx.gob.mx/estadisticas-interrupcion-


legal-embarazo-df/
216 galilea cariño cepeda
tege socialmente, lo hace en detrimento de las personas más débiles y marginadas
(Baratta, 2004). De hecho, como hemos observado, las normas y las instituciones
prescriben una selección desde la ginopia.

El castigo como reflejo de la institucionalización y crisis del sistema de ejecución penal


Indefectiblemente existe una relación entre castigo y obediencia. Aunque en siglos
pasados el castigo ha tenido sus discusiones y teorizaciones interdisciplinares. Fue
Foucault quien vinculó la idea del castigo con el poder, enmarcándolo no sólo en
el sufrimiento físico y de dolor sino en la economía de derechos suspendidos, en
sus propias palabras, “el castigo se convertiría en la parte más oculta del proceso
penal” (2002: 11–13).
El castigo corporal impreso en la hoguera no desapareció, porque a lo largo del
tiempo se ha mantenido la idea de la expiación del pecado. Ahí es donde tiene su
raíz el castigo que se afianza con un mandato religioso. En voz de una interna, el
encierro es algo más divino que terrenal. Las personas son el medio para llegar a ese
lugar destinado para “pagar”, incluso para soportar el abandono, en el entendido
de que hay un cúmulo de ideologías que trastocan y convierten la primera conside-
ración de injusticia a resignación:

Por algo estoy aquí. Diosito me puso en este camino para que valore la vida.
A veces las compañeras se encierran y ya no quieren vivir, pero como nos han
enseñado aquí, ésta es otra oportunidad de demostrar que podemos. Si acepta-
mos estar aquí, es porque perdonamos a quién nos hizo daño y nos mandó aquí.
Luego dicen que ya quieren cortarse las venas, que ya no aguantan, pero como
les digo, yo entré igual que ustedes, pero acérquense a Dios porque los hermanos
que entran te ayudan a rezar y a pensar en otras cosas (Entrevista, mujer privada
de la libertad).

Muchas veces, es por el motivo de que, pues, cometieron un delito, entonces, toda
la familia les da la espalda […] ya sea la familia por parte del esposo, o por parte
de la misma mujer, que no, nada más no vienen, no quieren, y, por qué, porque
es una asesina, porque hizo esto, porque hizo lo otro. Y no se trata de eso, tal vez
nosotros no somos quiénes para juzgarlos, ellas tuvieron sus motivos y, bien o
mal, pues ya están pagando de alguna manera (Entrevista, autoridad penitencia-
ria, hombre).

Sin duda, entre las críticas a la prisión destaca que su aislamiento conlleva un es-
tigma y la difícil reintegración social por los prejuicios hacia las personas internas.
Fue la criminología la que empezó a cuestionar la humanización de la pena de
prisión por el deterioro personal y social de quién era aislado y contraía un estigma
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
217
en un espacio institucionalizado (Larrauri, 2015). Pero “la institucionalización del
poder de castigar” (Foucault, 1975: 122) ha tenido una gran aceptación pública por
lo que simboliza ese aislamiento; la edificación de las prisiones en lugares lejanos,
deteriorados, insalubres es una estampa que escruta la separación de la población
delincuente, al justificarse desde la función política la promesa de “seguridad con-
tra el riesgo delincuencial” (Simon, 2011).
Dicho lo cual, coincidimos con Simon en que la idea de separar a la población
delincuente se acrecienta por la peligrosidad sobredimensionada. La edificación de
lo que él llama la cárcel como vertedero, un espacio de “desechos tóxicos humanos6
[que] se basa cada vez más en la segregación total de los prisioneros a los que se
considera una mayor amenaza” (2011: 215). Ese ángulo puede constatarse con las
cárceles de máxima seguridad en México cuya descripción relacional se limita al
“universo binario formado por presos y cárceles”, bloques de cemento y cámaras,
miradas sólo hacia el piso, instrucciones amenazantes y silencios, como describe
Calveiro (2010: 66). Pero siempre hay una tensión frente a la idea de incubar en un
mismo espacio, a la población que más tarde será liberada (Simon, 2011: 221), lo
cual ha supuesto endurecer el sistema de penas, además de mantener la imagen de
mano dura a partir de no generar condiciones mínimas ni derechos humanos a la
población interna.
En el caso de la población femenil interna, los años de condena no son el único
ingrediente, el castigo se entreteje con el mandato patriarcal de la vida institucional,
las mujeres han tenido que adaptarse a un encierro con códigos, políticas y espacios
inicialmente diseñados desde las propias necesidades de los hombres. Las mujeres
también se mueven entre la idea de obediencia y responsabilidad. Las mujeres no
dejan de asumir responsabilidades y tareas de madres pese a estar en el encierro,
situación que no sucede con los hombres quienes, en su gran mayoría, encuentran
en sus parejas quién los visite, les lleve comida, cuide a su familia, trabaje para
ellos e incluso meta droga a la prisión porque ellos se lo piden a las mujeres. El
sistema mantiene la misma lógica patriarcal y de exclusión que al exterior. En esa
lógica entendemos la tesis de Baratta sobre la relación existente entre la sociedad
que excluye y la persona detenida que es la excluida: “antes de querer modificar a
los excluidos es preciso modificar la sociedad excluyente, llegando así a la raíz del
mecanismo de exclusión” (2004: 197). La prisión patriarcal no es más que el reflejo
de la sociedad patriarcal.
El mismo Baratta retoma el planteamiento de Foucault para evocar el “ensan-
chamiento del universo carcelario”, es decir, la asistencia anterior y posterior a la
detención que convergen en un instrumento de control y observación (2004: 197).
Ese mecanismo de vigilancia en el caso de las mujeres se refuerza por parámetros

6 Sassen (2015) refuerza esta idea de Simon con la referencia de la población excedente.
218 galilea cariño cepeda
de cumplimiento de los roles asignados a la feminidad: madre, hija, esposa o pareja.
Es posible que sea la matricentricidad, que evoca la responsabilidad del cuidado y
sostén de la familia, lo que limite el involucramiento de las mujeres en conductas
posteriores o, quizás, el emblema moral que condiciona ese cambio de comporta-
miento, como se advierte a continuación:

“Yo siento que como que aprenden más del error por el hecho de estar aquí, a las
mujeres les puede más estar encerradas, entonces, por esta parte de la familia y
la mayoría son madres […] yo creo que es la familia principalmente, está la parte
de los hijos, les pega mucho, la mayoría de las que entran son madres de familia,
entonces, eh… cuando se les hace la entrevista, lo primero que refieren son los
hijos, dicen: “y es que ahora ¿quién va a ver a mis hijos?”, y yo creo que esa parte
es lo que evita que vuelvan a caer […] Hasta cierto punto, es bueno, ¿no? el hecho
de que tengan familia y se preocupen más por eso, porque pues un hombre es así
como que “ah los hijos”, “ah pues están con la mamá”, ¡no importa!, pero ellas más,
porque pues ahora ¿quién va a verlos? Creo yo, que eso es una parte de lo que evita
que vuelvan a caer, la familia (Entrevista, autoridad penitenciaria, hombre).

Se trata pues de un patriarcado asentado en la masculinidad neoliberal y globali-


zada, ajeno al ámbito doméstico y al cuidado de hijas e hijos, que controla, vigila y
sanciona, como lo ha hecho de tiempo atrás. Que juzga y castiga, como advierten
Francés y Restrepo (2019), pero con nuevas estrategias frente a los derechos que las
mujeres han alcanzado a través de luchas diversas.
El lenguaje del castigo se torna importante en un momento decisivo para un
país que abandera el populismo punitivo7. Ese lenguaje como apunta Pratt (2006),
se ha visto favorecido por su neutralidad, objetividad y supuesta cientificidad, pero
en el fondo también responde al discurso popular del miedo a la criminalidad. Los
antecedentes del castigo parecen desdibujados desde que se inició el proceso huma-
nizador de las prisiones (espacios que eliminaban los castigos corporales para otor-
gar derechos). Después de varias reformas constitucionales en México, desapareció
del lenguaje normativo la palabra castigo, los tratos inhumanos y la pena de muerte.
Actualmente, el artículo 18 de la Constitución mexicana se refiere únicamente a las
penas privativas de libertad, pero en el trasfondo hay muchos imaginarios sobre la
pena que operan desde la corrección, el disciplinamiento, la cura, condiciones que
se han intentado modificar con la reinserción social para sustituir la caduca idea de
la readaptación, es decir, el establecimiento de un régimen para el cumplimiento de
la pena apegado a los derechos. Por lo cual, la reinserción social es la satisfacción

7 Este término ha cobrado fuerza en Europa para hacer notar que el aumento de las penas
corresponde a que los delitos tienen un fin electoral o de justificación frente a la sociedad.
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
219
de estándares constitucionales en el cumplimiento de las sanciones penales (Sarre,
2011: 254) como las condiciones mínimas para dignificar el encierro que, en térmi-
nos de la propia Ley Nacional de Ejecución Penal, implica la “restitución del pleno
ejercicio de las libertades tras el cumplimiento de una sanción o medida ejecutada
con respeto a los derechos humanos” (artículo 4).
Si bien tiempo atrás, diversos autores han discutido la institucionalización del
castigo, para Melossi y Pavarini (2008) este símbolo institucional del “nuevo orden”
más bien representa “la sociedad ideal”, esto por la eliminación física del transgre-
sor a través de la cárcel que pretende transformar su destructividad para reinte-
grarlo al tejido social; una sociedad hegemónica que tiene entre sus parámetros el
“deber ser”:

La organización interna de la cárcel, la comunidad “silenciosa” y “laboriosa” que


la habita; el tiempo inexorablemente repartido entre trabajo y oración; el aisla-
miento absoluto de cada encarcelado-trabajador; la imposibilidad de cualquier
forma de asociación entre los obreros-internados; la disciplina del trabajo como
disciplina “total” resultan los términos paradigmáticos de lo que “debería ser”
la sociedad libre. “El interior” surge como modelo ideal de lo que debería ser
“el exterior”. La cárcel asume por eso la dimensión de proyecto organizativo del
universo social subalterno: modelo a imponer, ensanchar, universalizar (Melossi
y Pavarini, 2008: 195).

El impacto de las penas, como dicen Malloch y McIvor (2013), se refleja en todos los
ámbitos de la vida de las personas internas y, aunque la palabra castigo no figura
formalmente en leyes o reglamentos, está de boca en boca en el internamiento. Las
mujeres cargan con múltiples tareas en función de lo que está permitido o asignado,
adentro, el castigo está en el pensamiento (“no hay que permitir que estén de ocio-
sas”), la voluntad, las disposiciones, el alma más que el cuerpo (Foucault, 2002). La
idea del castigo patriarcal no se remite a un castigo corporal —aunque por supuesto
deja sus heridas—, se encarna en la rutina, en las prohibiciones, en el abandono, en
las horas, minutos y segundos del día en que hay que mantener a las mujeres ocu-
padas y arrepentidas, encargándose de su dolor. El sistema se engrana para que las
mujeres esperen —sin estar—, mientras son vigiladas:

Con las mujeres fíjese que es un poco diferente la situación en cuanto a la partici-
pación con nosotros por el mismo espacio, al ser pequeño (haga de cuenta que es
más o menos este espacio en donde están ellas). Entonces si yo llevo una actividad,
es fácil de que se integre la mayoría, o sea pueden estar tejiendo y viendo la pelí-
cula. […] (Entrevista, autoridad penitenciaria, hombre).
220 galilea cariño cepeda
Imagínese, todo ese dolor, el dolor de la sentencia, y luego el dolor del accidente
de un hijo, se unió. Y le digo: sabes qué, te vamos a dejar que llores lo que quie-
ras, me voy a ver muy fríamente, pero es la realidad. Yo no te voy a decir: oye, lo
siento, o esto, porque no lo siento, porque no sé qué es lo que tú sientes ahorita,
pero sí te voy a dar la oportunidad que estés en un lugar, tú solita, te desahogues,
voy a estar vigilándote, porque no vayas a cometer errores, ¿por qué? Porque hay
muchas personas que cuando las sentencian se derrumban, y ya nada más están…
dos o tres días te descuidas y ya se hicieron daño. Intentan suicidarse. ¿Por qué?
Porque dices ¡38 años!, no, no voy a soportar, mejor me mato, no tengo familia, no
tengo a nadie, ¿qué voy a hacer aquí encerrada?, se acaba su mundo (Entrevista,
autoridad penitenciaria, hombre).

De un Estado patriarcal desbordado a un Estado patriarcal eufemístico:


reconfiguraciones y retos
En este apartado se revisan dos aspectos trascendentes en las nuevas miradas y
regulaciones estatales del sistema de ejecución penal. El primer aspecto indiscuti-
blemente es el contexto en el que se generan dichas formulaciones y el momento
histórico en el que se promueven estas reformas. A su vez, se revisan las propues-
tas, discursos y expectativas que derivan de planes nacionales, reformas legislativas
y estrategias actuales sobre el sistema de ejecución penal en la línea de las nuevas
institucionalidades que, en su momento enmarcamos en medio de la crisis institu-
cional de las prisiones desde la perspectiva de la criminología feminista.

Recuperación y dignificación de las cárceles: ¿discursos renovados


frente a viejas prácticas?
Hemos hecho notar que, en los últimos años, la inseguridad y la delincuencia han
sido consideradas como los problemas de mayor preocupación social a nivel nacio-
nal. Prueba de ello son el Latinobarómetro 2019 y la Envipe 2019, así como sus edi-
ciones anteriores. En contraste, el registro oficial de delitos da cuenta de un incre-
mento en diversas conductas. Entra éstas, el homicidio doloso cuya tasa por cada
100,000 habitantes aumentó de 13.32 en 2015 a 21.15 en 2018 (Secretariado Ejecutivo
del Sistema Nacional de Seguridad Pública, 2018), poniendo en duda las políticas
introducidas como la eficacia del propio sistema de justicia penal.
Pese a varios intentos en décadas pasadas de reducir la población privada de la
libertad, en México, los resultados han sido poco efectivos, más bien con efectos in-
versos si tomamos en cuenta que por lo menos del año 2000 a 2016, el aumento de la
población privada de la libertad fue de 40% (World Prison Brief, 2019). Ese aumento
está ligado con otros problemas como la corrupción, el hacinamiento, la crisis de
gobernanza, la insuficiencia de recursos, por señalar algunos (Palacios, 2014).
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
221
Frente al reconocimiento de esa crisis estatal, se ha promovido la protección de
los derechos humanos como base para la reinserción social a través de la reforma al
artículo 18 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 2011 y la
emisión de la Ley Nacional de Ejecución Penal en junio de 2016, la cual representó
la posibilidad de “pasar del tratamiento correctivo al tratamiento o trato digno”
para favorecer la reinserción social (Sarre, 2011: 254).
Sin embargo, sólo hay que observar el Diagnóstico Nacional de Supervisión
Penitenciaria (CNDH, 2018), que da cuenta de las irregularidades de los Centros de
Reinserción Social, en el que —por ejemplo— de 139 centros estatales, 84% presenta
insuficiencia de personal de seguridad y custodia, 76% deficiente separación entre
procesados y sentenciados, 70% insuficiencia o inexistencia de actividades labora-
les y de capacitación, y 48% falta de prevención y atención de incidentes violentos.
Los estándares establecidos en torno a la regulación de las prisiones para “so-
ciedades civilizadas”, como la cientificidad y humanización de los sistemas peni-
tenciarios (Pratt, 2006), no cubrieron esas expectativas en México, principalmente en
ámbitos tan importantes como el de gobierno y custodia penitenciaria (monitoreo, vi-
gilancia y mantenimiento del orden y disciplina de las personas privadas de la liber-
tad), que ha acarreado como resultado el autogobierno, el cogobierno8 y la violencia.
El Plan Nacional de paz y seguridad 2018–2024, que prioriza la “recuperación y
dignificación de las cárceles”, presenta elementos discursivos como los que desta-
camos a continuación: incremento de sanciones y nuevas cárceles a la par de dise-
ños de escuelas y hospitales; la reinserción social frente a las conductas antisociales
vistas como producto de las circunstancias; problemáticas al interior de los centros
como corrupción y explotación sexual.
En medio de esas propuestas, que parecen más acordes al enfoque de derechos
humanos, no puede obviarse la apuesta por la securitización en medio de la crisis
carcelaria que se agudiza. Por un lado, las respuestas oficiales se han focalizado en
la prisión preventiva9 y la privatización de las prisiones. El encarcelamiento y la res-
tricción de la libertad se convierten en la regla para nuevas conductas; pese a existir
otras medidas cautelares se llegó a justificar el encierro por la “mayor seguridad de
las víctimas”.10

8 Es importante clarificar que el autogobierno se refiere al control del centro penitenciario


por parte de internos/as u organizaciones criminales, a diferencia del cogobierno, coges-
tión en la que se comparte el poder o control de los centros por parte de las organizacio-
nes criminales (Comisión Nacional de Derechos Humanos, Recomendación General No.
30/2017).
9 El más claro ejemplo es la reciente reforma al artículo 19 de la Constitución Política Mexi-
cana, en la que se modificaron y adhirieron algunos delitos que ordenan la prisión preven-
tiva oficiosa
10 Simons critica la figura de las víctimas en el sistema, al considerarla como la última
en la fila de sujetos idealizados en la ley, es decir, el encubrimiento de un sujeto político,
222 galilea cariño cepeda
Esto hace suponer que la ampliación de los delitos en la prisión preventiva
oficiosa, la elevación de algunas penas en los tipos penales o las sentencias largas
influirán significativamente en la disminución de la delincuencia como una con-
sideración a las preocupaciones y demandas sociales que perciben y resienten la
inseguridad. Estas condiciones son traducidas y justificadas por los responsables
de diseñar las políticas de seguridad para demostrar una relación directa con el
valor del castigo: “las víctimas de delitos son permanentemente utilizadas y doble-
mente victimizadas en la creación de políticas criminales más punitivas” (Francés
y Restrepo, 2019: 86). Un claro ejemplo es el feminicidio, cuya sanción inicial se
estableció de 30 a 50 años de prisión en 2012, modificándose en 2015 de 40 a 60
años en el estado de Puebla, como respuesta a su incremento en la incidencia de-
lictiva. En 2019 este delito fue integrado al catálogo de delitos que ameritan prisión
preventiva oficiosa. En perspectiva, dichas modificaciones meramente normativas,
no han respondido al objetivo de disminuir el problema, pues en los últimos años,
el delito de feminicidio en Puebla ha oscilado entre los cinco primeros lugares a
nivel nacional.

Nuevos escenarios para no decrecer el poder patriarcal: privatización,


militarización y amnistía
El “proceso civilizatorio” en el marco del sistema penitenciario al menos en Europa,
tuvo como parteaguas la eliminación del lenguaje del castigo y el castigo corporal
para optar por medidas alternativas a la prisión y así aliviar el aumento de la po-
blación privada de la libertad, porque eso implicaría colocarse en niveles bajos de
encarcelamiento acordes con los “estándares del mundo civilizado” (Pratt, 2006:
223). Pero la tendencia a privatizar la construcción de prisiones o algunos servicios
parece contraponerse a esa expectativa. Su justificación está en la mejora de las
condiciones y los modelos arquitectónicos, expandiéndose hacia México y otros
países de América Latina, aunque en el trasfondo se han identificado fines de lucro
y mercantilización debido a la mano de obra barata para potenciar el negocio de
empresas privadas (Sassen, 2015).
La criminalización, que principalmente había favorecido el esquema de pri-
vatización mediante poblaciones excedentes marginadas, tales como personas en
condición de pobreza o jóvenes, encuentra en las mujeres a otra población que a
través de sus necesidades y dedicación, aportan y obedecen; a las mujeres les toca
expiar por lo que han hecho sin importar que sea a través de abusos o explotación,
asumidos y legitimados desde el esquema público. La siguiente referencia de una
autoridad muestra una dinámica laboral a través de la cual se pretenden lucrar y
expandir ganancias, a costa de la pasividad gubernamental desde una prisión pú-

condición que refleja por qué en nombre de las víctimas se despliegan leyes o instituciones.
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
223
blica, pero ¿qué sucedería en el esquema privado con la reinserción social donde el
control total está en manos de cálculos y beneficios empresariales?:

Desafortunadamente hay muchas empresas que aprovechan la situación del en-


cierro de las mujeres y procuran no pagarles lo adecuado, y nosotros como insti-
tución, decimos… a ver no espera, una cosa es que estén recluidas, pero tampoco
abuses de esa parte. Si fuera un obrero, ganaría 800 o 1000 semanales, pero mu-
chas empresas quieren pagar menos de la mitad, y eso obviamente ni a ellas les
conviene y nosotros no permitiríamos eso tampoco. Desgraciadamente suena a
explotación laboral, oye, tú quieres una cantidad que te genere trabajo a una paga
relativamente muy baja, muy baja (Entrevista, autoridad penitenciaria, hombre).

Al respecto, Sassen alude a las dinámicas de expulsión en tres campos: encarcela-


mientos masivos, refugiados almacenados y desplazados forzosos. Esto para cues-
tionar cómo la versión actual de la población excedente forma parte del encarce-
lamiento masivo y se trata de “personas que no tienen trabajo y que en nuestra
época no pueden encontrar trabajo” (Sassen, 2015: 78). A saber, el sistema punitivo
diseñado y aplicado a partir del poder patriarcal, obliga a no perder de vista la falta
de perspectiva de género en la interrelación entre capitalismo, castigo y prisión
(Francés y Restrepo, 2019).
En el mismo sentido de crisis securitaria y violencia en las prisiones es que
se propone la militarización. En voz del poder estatal, la presencia militar podría
controlar lo que guardias y custodios ya no pueden hacer,11 condición que para las
mujeres podría representar un riesgo diferenciado por los casos previos de vio-
lencia sexual cometida por militares,12 sin dejar de mirar ese otro rostro del poder
patriarcal en la violencia y corrupción que se genera al interior de las prisiones, de
las que, mayoritariamente las mujeres son víctimas (violencia sexual, prostitución
forzada, cambio de “favores sexuales” para otorgar derechos).
Por otro lado, la figura de Amnistía, difundida desde los foros de pacificación
y en el ya referido Plan Nacional de paz y seguridad 2018–2024, finalmente se con-
cretó en la Ley de Amnistía aprobada el 20 de abril del presente año, en medio de la
complejidad que representa la pandemia por coronavirus para la población privada

11 Véase ampliamente “Barbosa quiere militares al frente de los penales de Puebla”,


https://politica.expansion.mx/estados/2019/08/28/barbosa-quiere-militares-al-frente-de-
los-penales-de-puebla y, Barbosa militarizará penales y propone construcción de cárceles
por empresarios https://mtpnoticias.com/destacadas/barbosa-militarizara-penales-y-pro-
pone-construccion-de-carceles-por-empresarios/
12 Véase el caso Rosendo Cantú y otra vs. México, resuelto por la Corte Interamericana
de Derechos Humanos. Excepción, fondo, reparaciones y costas. Sentencia de 31 de agos-
to de 2010, disponible en: https://www.corteidh.or.cr/CF/jurisprudencia2/ficha_tecnica.
cfm?nId_Ficha=339
224 galilea cariño cepeda
de la libertad. En diversos estados se han tomado medidas urgentes para despresu-
rizar las prisiones, en el caso de México, esta Ley de amnistía y el indulto han sido
una opción para evitar la propagación de posibles contagios en aquellos centros con
mayor población. Si bien inicialmente esta propuesta “busca[ba] subsanar la injus-
ticia que provoca la pobreza, la marginación, la exclusión social, provocando que
mujeres, jóvenes e indígenas estén en prisión por delitos menores, ya sea de ámbito
federal o local” (Secretaría de Gobernación, 2019: 9), hoy nos encontramos en un
momento diferente. Desafortunadamente al tratarse de una ley de fuero federal,
aún son varias las fases que deberán agotarse frente a un contexto extraordinario y
de urgencia.
Es preciso señalar que los delitos considerados para obtener este beneficio son:
aborto, delitos contra la salud, personas pertenecientes a pueblos y comunidades
indígenas que no hayan tenido una defensa adecuada en su lengua o intérprete,
robo simple y sin violencia, sedición, con sus respectivas acotaciones, hipótesis y
limitaciones de temporalidad, sin uso de violencia o armas. Los delitos excluidos
de este beneficio son: delitos contra la vida y la integridad corporal, secuestro, que
hayan utilizado armas de fuego, los considerados en el 19 constitucional y los deli-
tos graves del orden federal (Secretaría de Gobernación, 2019).
La ley ha tenido múltiples lecturas debido a que, por un lado, puede enmarcar-
se en un oportunismo y clientelismo penal pues no subsana de fondo las injusticias
cometidas que se vinculan a las condiciones de pobreza y marginación de quienes
están presas, porque en términos numéricos, se abarcaría una población poco re-
presentativa del total o en su caso, no debate profundamente las condiciones de
vulnerabilidad de las mujeres. Asimismo, no ha considerado figuras ya existentes
como los “criterios de oportunidad” y los “mecanismos de liberación anticipada”
que ya están regulados incluso en las entidades de la república mexicana, a diferen-
cia de las aspiraciones de esta ley, toda vez que en las entidades y por los delitos del
fuero común, deberán promoverse leyes, políticas, mecanismos y comisiones con-
forme a los propios criterios de los congresos locales (Medina y Greaves, 2019). Otra
de las lecturas es la social pues algunos sectores han antepuesto la peligrosidad
de quienes pueden obtener este beneficio y su reincidencia. La Barra Mexicana de
Abogados emitió un pronunciamiento para expresar su inconformidad frente a la
expedición de la Ley de Amnistía, por considerar que “las víctimas NO encontrarán
garantizada de forma plena su seguridad ni su tranquilidad”, es decir, las personas
perjudicadas por la comisión de un delito frente a este beneficio “no encontrarán de
ninguna manera ni justicia ni mucho menos una reparación integral del daño que
se les haya causado”.13

13 Véase Pronunciamiento en: https://siete24.mx/mexico/barra-mexicana-de-abogados-se-


pronuncia-contra-liberacion-de-delincuentes-que-propone-morena/
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
225
Esta medida parece obviar algunas prácticas discrecionales que previamente
estaban en manos de los gobernadores en los estados del país. Al menos en el esta-
do de Puebla, algunas mujeres fueron preliberadas en fechas clave como el día 10
de mayo o en época navideña, justo con el propósito de enmarcar que las mujeres
que habían tenido buena conducta regresarían con sus familias y eran un ejemplo
de lo que generaba el sistema. En esos casos, en los requisitos formales destacaba
el cumplimiento de un tiempo de internamiento, pero era importante la percepción
que las autoridades tenían sobre la conducta de las propias mujeres.14
Dichos precedentes con visos paternalistas, refuerzan el orden patriarcal; son
los hombres quienes influyen en el encierro, pero también son los hombres los que
liberan a las mujeres condicionando el arrepentimiento y la buena conducta. En
esa línea hay un potente imaginario sobre la no reincidencia de las mujeres por un
deber de respeto y cuidado a su familia. Esa mirada es coincidente en las autorida-
des penitenciarias quienes advierten que, las mujeres entregan todo y son capaces
de soportar la institución de encierro y una vez que ya la han experimentado, no
volverían a regresar por respeto a su familia.
Este tipo de mecanismos colocan una vez más en la mira el mensaje que quiere
enviarse a quienes pretendan delinquir, sobre todo si consideramos que la rein-
tegración confronta prejuicios sociales serios para las personas que se incorporan
a su propia familia, comunidad o buscan un empleo (Larrauri, 2015). Por lo que,
frente a esta política, aún toca cuestionar: ¿cuál será el destino real de estas mujeres
desde la reinserción social y el enfoque de reintegración comunitaria? ¿qué tipo
de programas formales tendrán para reintegrarse a sus ámbitos familiar, social,
laboral y comunitario frente a un contexto de pandemia y crisis económica? ¿cómo
se están protegiendo los derechos de quienes sean liberadas frente al escarnio pú-
blico? ¿cómo intervendrán las autoridades responsables desde la coordinación inte-
rinstitucional que plantea la Ley Nacional de Ejecución Penal? Hasta ahora, se han
abordado muy poco los procesos de acompañamiento integral desde el esquema
de la amnistía.

Reflexiones finales
Frente a la urgencia de transitar de un sistema de readaptación a un sistema de
reinserción social queda claro que las prisiones siguen funcionando como un meca-
nismo que se legitima en los discursos y las estructuras normativas para satisfacer
la expectativa de la mano dura y la disminución de la violencia y la delincuencia.

14 En una nota que analizamos en otra investigación, dicho registro histórico ilustra cómo
el gobernador del estado de Puebla, a través de su discurso, recomienda a 55 internos y 7
mujeres que habían alcanzado la libertad, no desaprovechar la segunda oportunidad que
da Dios y la vida y a tener un reencuentro con la sociedad y con sus familias (Cariño y
Jiménez, 2013).
226 galilea cariño cepeda
Sin embargo, no necesariamente responde a la multifactorialidad de éstas, pues a
la inclusión de principios teóricos y retóricos considerados en la Ley Nacional de
Ejecución Penal, se contraponen acciones y omisiones documentadas por diversos
organismos protectores de derechos humanos y organizaciones de la sociedad civil
(García y Martínez, 2014) que, frente a la pandemia, han sido más evidentes.
Como hemos observado, las teorías feministas en la criminología no sólo reno-
varon esta ciencia, sino que desmantelaron y desplazaron conceptos subyacentes al
sexismo, la desigualdad, discriminación y subordinación asentadas y legitimadas
institucionalmente; pusieron en el centro una crítica importante al enraizamiento
de la cultura patriarcal que se introdujo en la norma e instituciones de forma con-
veniente a través de estereotipos y juicios morales centrados en las conductas de las
mujeres explicadas por los hombres. El origen de los primeros reformatorios con-
firma que en un inicio se trataba de mujeres pobres, “irrespetuosas” o “desviadas”
quienes necesitaban ser moldeadas, pero ante el recordatorio de la maldad natural
de la mujer, el castigo resultó ser el antídoto de la desobediencia al sistema pa-
triarcal, representada por maridos, padres, hermanos, legisladores, policías, jueces,
custodios, entre otros (Moore y Scraton, 2014).
El control formal desde una lectura de género, pone al descubierto que más
allá de los mecanismos de selectividad punitiva, las instituciones referidas son
espacios regulados para amenazar y reprimir desde los roles sexuados. Es decir,
aunque subsisten como entes de control para cualquier persona, en el caso de las
mujeres actúan bajo etiquetas específicas desde la misoginia. Las mujeres deben
entender y actuar desde los roles pasivos previstos en la norma para excluir el
comportamiento desviado (Smart, 2019: 57), de lo contrario, el costo del encierro
es muy alto, no sólo para ellas sino para quienes las rodean. Se trata entonces de
un castigo extendido.
En diversos medios de comunicación se ha evidenciado la sobrerrepresenta-
ción y aumento exponencial de las mujeres en prisión, pero se ha discutido poco
la criminalización y la forma en cómo estas mujeres son controladas en sus múlti-
ples condiciones de vida al experimentar el encierro (Kleinig, 1998). La tensión se
presenta cuando se mira el aumento de las mujeres en prisión como una falla del
sistema patriarcal, porque se mantiene la idea de que finalmente, son las mujeres
que bajo el yugo de la responsabilidad moral y social desafían y hacen quedar
mal a todo un sistema. Por ello, se sigue promoviendo la idea de que las mujeres
que cumplen una condena, deben adaptarse a la institución que bajo sus propias
condiciones (ausencia de condiciones, violaciones constantes a los derechos hu-
manos y prácticas violentas) les da otra oportunidad; la prisión androcéntrica es
la última instancia que se tiene para mantener a flote el poder patriarcal. Las otras
alternativas a la desobediencia son los recordatorios de los riesgos que las mujeres
“aceptan” frente a la igualdad y la libertad; en esos hitos se inscribe la eficacia
el sistema y la prisión patriarcal frente a la criminología feminista
227
simbólica para mantener el supuesto orden natural, a través de los guardianes
del patriarcado que desde el ejercicio del poder y la violencia, cometen conductas
como violaciones, acoso, hostigamiento, explotación sexual y feminicidios en total
impunidad.

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232

La construcción selectiva de la subjetividad. El debate


sobre la despenalización del aborto

Natalia Escalante Conde

Para garantizar la reproducción de una cultura dada, varios requeri-


mientos, bien establecidos por la literatura antropológica del paren-
tesco, han dispuesto la reproducción sexual dentro de los confines
de un sistema matrimonial heterosexualmente fundado, que requie-
re la reproducción de los seres humanos en ciertos modos de género
que, en efecto, garantizan la reproducción final de ese sistema de
parentesco.
Judith Butler1

Introducción
En México la discusión en torno a la despenalización del aborto oscila entre la vali-
dación de la libre interrupción del embarazo dentro de las primeras doce semanas
de gestación y la protección de la vida desde el momento de la concepción. Este
trabajo es un intento por llevar el debate más allá de una perspectiva polarizante.
El sustento legal de dichos posicionamientos en disputa puede resumirse así: en
el primer caso, la relación social que está siendo regulada es la práctica clandesti-
na del aborto como problema de salud pública —tercera causa de muerte mater-
na—; en el segundo, se advierte la protección de la vida humana independiente del
proceso biológico en que se encuentre (Cossío et al., 2012). En este mismo sentido,
la discusión sobre la naturaleza jurídica del nasciturus2 ha oscilado entre su trata-
miento como persona desde el momento de la concepción —aparejado de todos los

1 Butler, Judith (1990). Actos performativos y constitución del género: un ensayo sobre
fenomenología y teoría feminista. En Performing Feminisms: Feminist Critical Theory and The-
atre (270–282). Johns Hopkins University Press.
2 Término latino que significa “el que nacerá” y sirve para referirse a la persona por nacer
que, si bien no es titular de derechos y obligaciones, sino sólo a partir del nacimiento, éste
es considerado como nacido para todos los efectos que le sean favorables, siempre y cuan-
do cumpla con los requisitos legales exigidos para el nacimiento de las personas. Enciclo-
pedia Jurídica (2020) recuperado de http://www.enciclopedia-juridica.com/d/nasciturus/
nasciturus.htm.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
233
efectos legales: el reconocimiento de la vida humana como fundamento de todos
los derechos— y el tratamiento en el que aquél sólo es un bien jurídico protegido a
partir del momento del nacimiento (Cossío, 2012). Estas posturas ponen en relieve
las tensiones subyacentes al otorgarle personalidad jurídica al embrión, es decir: los
derechos de éste como una persona independiente de la madre se ven confrontados
con los derechos de ésta.3
Si bien el debate en torno a la interrupción del embarazo se ha ido desplazando
del “choque de absolutos” —entre el derecho a la vida del feto y la libertad de la
mujer para decidir— a una discusión que contempla varios “derechos en colisión”
—autonomía, igualdad, salud y dignidad— (2012: 27); lo cierto es que se ha dejado
de lado uno de los aspectos más relevantes sobre esta discusión: el de la subjetivi-
dad de la mujer y la del feto, o dicho de otro modo, ¿bajo qué condiciones emerge
el sujeto mujer y el feto en el marco del debate de la despenalización del aborto?
Es en este sentido que el presente trabajo se propone ir más allá de la confron-
tación de esta “guerra de absolutos” (Tribe, 2012) —feto vs. Mujer— para llevar el
debate de la despenalización del aborto a un campo de discusión que parta del aná-
lisis de la subjetividad humana a través de dos vías: la construcción jurídica de la
criminalización del aborto —la emergencia del sujeto ¿femenino?— y el análisis de
la corporeidad materializada de la mujer y del feto a partir de los factores desincri-
minantes y atenuantes del aborto –aborto eugenésico, terapéutico y honoris causa.
Al hablar de subjetividad se está aludiendo a uno de los argumentos centrales
de Judith Butler (2001: 22) en torno a que el sujeto se forma en la sujeción: “nin-
gún individuo deviene sujeto sin antes padecer sujeción o experimentar subjeti-
vación […] el sometimiento es al mismo tiempo un poder asumido por el sujeto, y
esa asunción constituye el instrumento de su devenir”. Y desde esta perspectiva,
Butler plantea en “Deshacer el género” (2006) y en “Marcos de guerra. Las vidas
lloradas” (2010) en torno a: ¿qué es lo que entra en la categoría de lo humano? ¿qué
es la vida? ¿cuáles son las vidas susceptibles de ser lloradas? Estas interrogantes
le sirven de punta de lanza para cuestionar la construcción de la categoría “géne-
ro” basada en el sistema binario que relaciona, por oposición, lo masculino con lo
femenino; advierte que dicha categoría trata de una “manera de ser desposeído”,
un deshacerse frente al otro que tiene lugar en el ámbito del embodiment4 y de lo in-
acabado. Esto es, el sujeto como resultado de encarnar, de reproducir y de reiterar
una determinada forma de “ser” mujer/ hombre que les es ajena e impuesta como

3 Este antagonismo —entre los derechos del feto y los de la mujer— no habría aflorado sin
el desarrollo de la ciencia médica —tecnologías de observación fetal— que permitió “ver”
en la figura del feto un sujeto de derecho (Boltanski, 2015).
4 Esta noción alude al cuerpo como el lugar en que “el género y la sexualidad se exponen
a otros, que son inscritos por las normas culturales y aprehendidos en sus significados
sociales” (Butler, 2006: 39).
234 natalia escalante conde
algo externo, pero necesaria para el reconocimiento de su existencia social. Esta
reflexión puede dar luz sobre la constitución de la mujer como sujeto producto de
su subordinación al poder.
El cuerpo es carne, es equilibrio de funciones vitales, es homeostasis, es vida
expuesta, pero también es muerte, es finitud, cese de impulsos eléctricos y vitales.
¿Qué nos dice el cuerpo? ¿Cómo es interpretado el cuerpo? ¿Cómo inscribir un
mensaje a través del cuerpo y su muerte? La tarea de interpretar —o mal interpre-
tar— el cuerpo no es una mera actividad intelectual simple y llana de ida y vuelta,
de eso nos advierte Gayatri Spivak5 (2003) en su artículo “¿Puede hablar el subal-
terno?”. La voz del subalterno implica el reconocimiento de que lo que se quiere
decir debe ser sancionado institucionalmente o, dicho de otro modo: “la cuestión es
que, si no había una base institucional válida para la resistencia, ésta no podía ser
reconocida” (Spivak citada en Asensi, 2009: 30).
En este artículo se aborda el caso de las mujeres que fueron objeto de persecu-
ción en Guanajuato en 2010 por haber abortado y, no sólo eso, sino que fueron acu-
sadas de “homicidio en razón de parentesco” sustentando los cargos con la prueba
inducida —por parte del ministerio público— de haber escuchado “el llanto del
producto”. Estas mujeres fueron liberadas después de ocho años de prisión con el
argumento de sufrir una incapacidad psicosocial. Esta situación sirve de ejemplo
para ilustrar cómo, en la muerte inscrita como mensaje en un cuerpo, en este caso
en la del feto, se configura una cierta interpretación del hecho que, junto con el
llanto del producto como prueba de que nacieron vivos para luego dejarlos morir,
desembocan en una lectura perversa del acto: no se trató de un aborto espontáneo
—versión que sostenían las mujeres— sino de un homicidio con el agravante del
vínculo del parentesco. Es decir, estas mujeres fueron presas no únicamente por
haber abortado, sino por ser más que infanticidas, por ser filicidas. Por haber pues-
to en entredicho la “reproducción de una cultura”, la “reproducción final de un
sistema de parentesco”, como menciona Butler en el epígrafe que abre este artículo.
Siguiendo este orden de ideas, partimos de dos presupuestos en torno al dere-
cho: el derecho como la invención de una determinada forma de saber —la indaga-
ción— (Foucault, 2013) y como un mecanismo de sexuación que produce cuerpos
generizados (Butler, 2006). Estos supuestos reparan en las denominadas “formas
racionales” de la prueba y la demostración —esto es, cómo se produce la verdad,

5 La autora retoma el ejemplo del suicidio de su tía materna Bhubaneswari Baduri, quien
se quita la vida durante su menstruación para evitar que su suicidio fuera leído como un
acto desesperado frente a un embarazo deshonroso y, así, pudiera ser vinculado a su acti-
vismo político como miembro de un grupo de liberación nacional. Sin embargo, a pesar de
todo, el mensaje del suicidio fue desvirtuado: la interpretación de autoridades policiales y
de familiares redundaban en que se trataba de un acto cometido como consecuencia de un
amor ilícito o deshonroso. El mensaje nunca llegó o no pudo ser leído.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
235
en qué condiciones ésta es producida y qué reglas han de aplicarse para su pro-
ducción— pueden revelar cómo el proceso de criminalización del aborto —que va
del acto desviado al delito— y el proceso de incriminación —cómo se construye la
prueba y su demostración— se relacionan con la producción de cuerpos generiza-
dos. Ambos supuestos ponen de relieve la normalización de la que son objeto las
mujeres que abortan vía la sanción penal y el encarcelamiento.
En la primera parte de este trabajo se abordan los mecanismos de incriminación
y de criminalización del aborto inducido en México, esto es, se trata de ahondar en
la construcción de todo un andamiaje jurídico junto con la emergencia de un sujeto
¿femenino? en el marco de la subordinación al poder y a la norma, que permita dar
cuenta de cómo se entrecruzan los discursos médicos y jurídicos como si se tratara
de una decisión en torno a la soberanía6. Se recurre al análisis del caso de las siete
mujeres guanajuatenses como un caso paradigmático, en tanto pone en escena toda
la parafernalia de la que se puede echar mano en el momento de incriminar, de ela-
borar la prueba y de criminalizar a estas mujeres. Para dar seguimiento a este caso,
se examinaron notas periodísticas, así como material videográfico que da cuenta de
viva voz la experiencia de estas mujeres ante la justicia y las autoridades sanitarias.
En la segunda parte de este trabajo se aborda la tensión existente entre el abor-
to terapéutico y el aborto eugenésico anclados en la noción de “viabilidad” como
norma de reconocimiento (Butler, 2010). Dichas tensiones resultan esclarecedoras
en torno a qué vida está siendo reconocida como vida digna de ser llorada, qué
cuerpos son materializados: entre la simbiosis y el parasitismo como metáforas
de la relación materno–fetal. Es pertinente precisar que estos tipos de aborto se
encuentran contenidos en los códigos penales de las entidades federativas como
factores desincriminantes, entendiendo por éstos aquellas causales previstas en la
legislación mexicana por las que no es punible el aborto: cuando el embarazo es
producto de una violación; en los casos de aborto terapéutico, practicado en situa-
ciones en las que de continuar con el proceso gestacional la vida de la mujer correría
riesgos; cuando el aborto es resultado de una conducta culposa o imprudencial de
la mujer; cuando el aborto es inducido por motivos socioeconómicos; en los casos
del aborto eugenésico, llevado a cabo cuando el feto presenta graves alteraciones
físicas que comprometen su supervivencia; y finalmente cuando se trata de un em-
barazo a consecuencia de una inseminación artificial no consentida. Cabe aclarar

6 El planteamiento de Agamben (2003) —al colocar la biopolítica en el corazón de la teoría


de la soberanía— permite dar cuenta de cómo el poder de decidir —el de crear una situa-
ción normal y garantizarla— recae en el Soberano: el Estado, el médico, la iglesia católica.
Lo central, será entonces, señalar quién —en tanto soberano— decide sobre el valor de la
vida como tal y, por ende, sobre el momento en que la vida es reconocida o deja de ser
políticamente relevante y las implicaciones que esto tiene en torno a la despenalización del
aborto en los códigos penales de las entidades federativas.
236 natalia escalante conde
que si bien estos supuestos son generales, ello no implica que sean compartidos por
los 32 códigos penales de las entidades federativas. Poner atención en tales factores
desincriminates y atenuantes, permite dar cuenta de cómo la nuda vida entre en la
arena de las decisiones soberanas.7

Sometimiento al poder y a la norma: el surgimiento del sujeto ¿femenino?


Como se mencionó en el apartado anterior, es preciso dar cuenta de cómo el sujeto
se forma en la sujeción y cómo se da el apego a este sometimiento. Es en este senti-
do, que Judith Butler (2001) tiende un puente entre la noción foucaultiana de “su-
jeción” —proceso de devenir subordinado al poder y, así, devenir en sujeto— con
la noción del desarrollo psíquico del “vínculo apasionado”. Este último promete la
continuación de la existencia, explotando el deseo de supervivencia, dando así luz
sobre la forma psíquica que adopta el poder y que justifica el apego al sometimiento.
Lo que se pretende establecer al tomar en cuenta este planteamiento, es que podría
hablarse de un sujeto feminizado que emerge en su vínculo de dependencia con la
norma que vehicula el deseo. Si partimos de la norma social como ideal regulatorio,
en este caso el de la heteronormatividad y la concomitante función ineludible de la
maternidad —en su funcionamiento psíquico que restringe y produce el deseo—
que incide tanto en la formación del sujeto como en la circunscripción del ámbito
de la socialidad (Butler, 2001), esto hace factible que emerja el sujeto femenino cri-
minalizado, vilipendiado y patologizado en tanto se opone a este ideal regulatorio.
Y lo que es peor, como ocurrió con las mujeres guanajuatenses, que se someta a un
discurso jurídico que la patologiza para acceder a su liberación de la prisión, no es
más que la subordinación fundacional al poder.

La emergencia del sujeto en el marco de la subordinación en su vínculo con la norma


Para dar cuenta de este mecanismo de sujeción, debe citarse lo que Butler entien-
de por sometimiento, que “consiste precisamente en esa dependencia fundamental

7 En la filosofía política, la figura del Soberano remite al cuerpo moral y colectivo que surge
a raíz de la asociación o pacto social —individuos libres que se asocian en aras de asegurar
la protección a su persona y a sus bienes—. Esta figura pública —la del cuerpo moral y
colectivo— recibe el nombre de cuerpo político, que sus miembros denominan Estado —
cuando es pasivo— y soberano —cuando es activo— (Rousseau, 2000). La paradoja de la so-
beranía, siguiendo a Schmitt, está dada porque el soberano se encuentra tanto fuera como
dentro del ordenamiento jurídico, esto es: el Soberano es reconocido por el ordenamiento
jurídico para proclamar el Estado de excepción y, a su vez, suspender la validez del orden
jurídico (Schmitt citado en Agamben, 2003).
Retomo el concepto de soberanía de Giorgio Agamben (2003) que parte de la nuda vida,
la vida expuesta a un poder que amenaza con la muerte y que es absoluto —éste no es el
resultado de la aplicación de un castigo o sanción de una culpa— y que recae sobre todo
ciudadano varón libre en el momento de su nacimiento.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
237
ante un discurso que no hemos elegido pero que, paradójicamente, inicia y sustenta
nuestra potencia” (Butler, 2001: 12); y por sujeción, que refiere “el proceso de deve-
nir sujeto, ya sea a través de la interpelación, en el sentido de Althusser, o a través
de la productividad discursiva, en el sentido de Foucault, el sujeto se inicia median-
te una sumisión primaria al poder” (Butler, 2001: 12).

La sujeción no es sólo una subordinación, sino también un afianzamiento y un


mantenimiento, una instalación del sujeto, una subjetivación […] no existe nin-
gún cuerpo fuera del poder, puesto que la materialidad del cuerpo–de hecho la
materialidad misma- es producida por y en relación directa con la investidura del
poder (Butler, 2001: 103).

Decimos que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología, pero agrega-


mos enseguida que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología sólo en
tanto toda ideología tiene por función (función que la define) la constitución de
los individuos concretos en sujetos […] o transforma a los individuos en sujetos
por medio de esta operación muy precisa que llamamos interpelación (Althusser,
2003: 52–56).

Pero este sometimiento [del cuerpo] no se obtiene por los únicos instrumentos
ya sean de la violencia, ya de la ideología; puede ser calculado […] sin hacer uso
ni de las armas ni del terror. Es decir que puede existir un “saber” del cuerpo
[…] y un dominio de sus fuerzas que es más que la capacidad de vencerlas: este
saber y este dominio constituyen lo que podría llamarse la tecnología política del
cuerpo (Foucault, 1976: 32–33).

Las siete mujeres guanajuatenses, emergieron como sujeto en su calidad de homi-


cidas con la agravante del vínculo consanguíneo. Esta primera sumisión al poder
se da en el reconocimiento, primero, en su calidad de filicidas, para legitimar la
intervención y posterior suspensión de sus derechos civiles y políticos por parte del
discurso jurídico–penal. En segundo lugar, su estatus de sujeto es reconfigurado
por el discurso jurídico que las patologiza mediante la reforma del artículo 156 del
Código Penal de Guanajuato.8 De esta manera, no sólo el sujeto mujer que se rehú-
sa ante la posibilidad de ser madre es patologizado como resultado de una afecta-
ción psicológica —cómo entender, si no, la negación de la maternidad en mujeres
en edad reproductiva—, sino también su propia condición social de pobreza es
sinónimo de anomia, enfermedad, falta de raciocinio y germen de un sinfín de
prácticas que atentan contra el cuerpo social. Esto evidencia que la formación del

8 En el que se reduce la pena máxima de 35 años a ocho años, a las madres que priven de
la vida en las primeras 24 horas de vida a su descendencia, añadiendo el atenuante de las
“motivaciones psicosociales”.
238 natalia escalante conde
sujeto —proceso de subjetivación— es inherente a la relación de dependencia de
ese mismo discurso jurídico que sustenta su potencia.
En este sentido, se entiende la emergencia del sujeto feminizado en el contexto
de esta situación de dependencia primaria, que deviene en la regulación política
de los sujetos al tiempo que es el instrumento de su sometimiento (Butler, 2001).
Así, puede comprenderse cómo el Estado explota esta relación de dependencia —el
deseo de ser, de ser reconocidas por el Estado, de ser sancionadas institucionalmen-
te—, al mismo tiempo que legitima la subordinación de las mujeres a través del
discurso patologizador, pues es siempre con respecto a este discurso que les es con-
ferido el reconocimiento/no reconocimiento de la ciudadanía: su definición como
criminales, los atenuantes del delito, su encarcelamiento y posterior liberación, así
lo prueban. A estas mujeres no les es reconocido el derecho a decidir sobre el pro-
pio cuerpo, el discurso jurídico penal que las sanciona les arrebata la capacidad de
autoría para luego infantilizarlas y poder ser tratadas como objeto de tutela.
En su mayoría, las reformas constitucionales que abrogan leyes más restrictivas
en materia de aborto, siempre están supeditadas a una jurisprudencia que apela a
la noción de minoría de edad de las mujeres en tanto que receptoras y/ o contene-
doras de discursos patologizantes: sobre ser mujer, sobre ser pobre y sobre “no ser”
madre. Con respecto a esto, Butler señala:

El hecho de que la contrariedad del deseo resulte crucial para el sometimiento


implica que, para poder persistir, el sujeto debe frustrar su propio deseo. Y para
que el deseo pueda triunfar, el sujeto debe verse amenazado con la disolución […]
al estar vuelto contra sí mismo (su deseo) parece ser la condición para la persis-
tencia del sujeto. Desear las condiciones de la propia subordinación es entonces un
requisito para persistir como uno/a mismo/a” (Butler, 2001: 20).

Las siete mujeres guanajuatenses deben entrar en conflicto con su deseo de “no
ser” madres, deben asumirse como poseedoras de afectaciones psicológicas graves,
asumir la pobreza como un lastre que justifica su enfermedad, todo ello, para conti-
nuar existiendo como sujeto, un sujeto feminizado y vilipendiado, configurado por
los otros —desde el espacio de los iguales9—, que desea y reproduce para seguir
persistiendo, para recuperar sus derechos políticos y civiles ¿a qué costo? Desde la
perspectiva de Butler, el sujeto es el lugar de la reiteración de las condiciones de po-
der: las mujeres que abortan son configuradas como sujetos criminales, aberrantes
—se oponen a la ley natural, la maternidad— y enfermos —la pobreza como origen

9 Celia Amorós (2007: 98–99) entiende por espacio de los iguales: “el campo gravitatorio de
fuerzas políticas definido por aquellos que ejercen el poder reconociéndose entre sí como
si fueran los titulares legítimos del contrato social”.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
239
de todas las taras y aberraciones sociales—. ¿Cuál es la razón del consentimiento
de los individuos así configurados? Al respecto Butler (Butler, 2001: 31–32) señala:
“Cuando las categorías sociales garantizan una existencia social reconocible y per-
durable, la aceptación de estas categorías, aun si operan al servicio del sometimien-
to, suele ser preferible a la ausencia total de existencia social”.
La norma social como ideal regulatorio —en su funcionamiento psíquico: res-
tringe y produce el deseo— incide tanto en la formación del sujeto como en la cir-
cunscripción del ámbito de la socialidad (Butler, 2001).
El discurso criminológico, el del derecho penal y el antropológico, al condensar
los presupuestos de las élites políticas e intelectuales del México porfiriano en torno
a la raza, la clase y el género, se convirtieron en un instrumento de selección para la
atribución diferenciada de derechos civiles entre los grupos subalternos y, al mis-
mo tiempo, enfatizaron la función excluyente de la justicia penal: sujeto ciudadano
vs. sujeto delincuente (Buffington, 2001).
¿Cómo una norma social se eleva al grado de ley y de su correlación con la
formación del sujeto —en su relación de dependencia al sometimiento— y de la
configuración del ámbito social, puede verse en el caso de la unión consensual ti-
pificada como delito sexual en el siglo XIX (Buffington, 2001)? Lo que deja entrever
la criminalización de esta práctica es la configuración de un ámbito de la socialidad
vivible y deseable —el de las élites— que a todas luces debe distanciarse del modo
de vida de las clases subalternas, caracterizado como invivible y proscrito. Los pa-
trones de unión conyugal de los pobres son configurados como objetos de inter-
vención y normalización a partir de su criminalización.10 Desde esta perspectiva
decimonónica, la moral familiar está estrechamente vinculada con la prosperidad
nacional (Buffington, 2001: 44-45).
Un ejemplo de cómo el control de la vida reproductiva de las mujeres está pues-
ta al servicio de la construcción del Estado–nación puede apreciarse en el caso de la
sociedad estadounidense de 1860: el aborto como práctica privada y no penada tomó
relevancia cuando la tasa de natalidad de los grupos de poder comenzó a descender.
Fueron los médicos quienes encabezaron el movimiento anti-abortista infundiendo
miedos racistas entre las clases media y alta protestantes (Tribe, 2012: 150).
La transgresión de las funciones reproductivas de la mujer era percibida como
una amenaza a la supervivencia biológica y moral del México decimonónico. La
emergencia del sujeto criminal femenino se dio con respecto a la relación de depen-
dencia del discurso criminológico clásico —influenciado por la ciencia evolucionista
(Buffington, 2001: 101–116).

10 Esta criminalización fue el resultado de un discurso que vinculó la unión consensual con
la violencia doméstica y el desamparo infantil (Buffington, 2001).
240 natalia escalante conde
Así pues, el sujeto que emerge de su vínculo con la norma es un sujeto generi-
zado —mujer— criminalizado si renuncia a atender a su inexorable destino repro-
ductivo, objeto de tutela a través del discurso médico–jurídico que las patologiza a
nivel tanto individual —psicológico—, como social —la pobreza de la clase social
a la que pertenecen—. La forma en que es retratada la mujer que aborta y es en-
carcelada, no dista mucho del perfil criminal decimonónico: mujeres pobres, cuya
sexualidad refiere a prácticas sexuales disipadas, sus historias personales y familia-
res tienden a converger en la ignominia. Su final patologización es el corolario del
entrecruzamiento de los discursos médico–científico y jurídico ¿No es este el caso
de las siete mujeres guanajuatenses acusadas de homicidio en razón de parentesco?
¿No sigue estando presente el subtexto del control de la sexualidad femenina me-
diante la identificación del desorden sexual con el desorden social? ¿No es el Estado
el que se atribuye la facultad de recuperar la propiedad de la descendencia?

El caso de las siete mujeres guanajuatenses acusadas


de homicidio en razón de parentesco
El siete de septiembre de 2010 en la ciudad de Guanajuato, México, fueron libera-
das siete mujeres señaladas como culpables de haber cometido “homicidio en razón
de parentesco”. Dicha liberación no hubiera sido posible sin la modificación del
artículo 157 del código penal de la entidad, en el que se redujo la pena máxima de
35 años a ocho años de cárcel para quien cometa homicidio en razón de parentesco.
El perfil de las mujeres: la mayoría provienen de contextos de extrema pobreza,
con baja o nula instrucción educativa, algunas estaban embarazadas por segunda
ocasión. En su defensa fueron asistidas por abogados de oficio.11
El proceso judicial estuvo teñido de irregularidades que las mismas jóvenes
denunciaron, particularmente, el hecho de que fueron obligadas a incriminarse por
parte del Ministerio Público al tener que aceptar que habían escuchado el “llanto
del producto”, con lo cual, se trataría de un homicidio y no de un aborto espontá-
neo. Dentro del código penal del estado de Guanajuato, la pena contemplada para
la sanción del aborto va de una multa de 30 días de salario mínimo a los tres años
de prisión. Para el caso del cargo de homicidio en relación de parentesco, antes de
la modificación al artículo 156, la pena alcanzaba los 35 años en prisión, sanción que
les fue dictada a estas mujeres.
El 31 de agosto de ese mismo año, el Congreso del Estado aprobó la modifica-
ción del artículo 157 del capítulo V sobre el homicidio en razón de parentesco:

ARTÍCULO 156. A quien prive de la vida a su ascendiente o descendiente consan-


guíneo en línea recta, hermano, cónyuge, concubinario o concubina, adoptante o

11 “Por abortar, a juicio 160 mujeres de Guanajuato”. Milenio. Recuperado de http://www.


milenio.com/node/491709
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
241
adoptado, con conocimiento de esa relación, se le sancionará con prisión de vein-
ticinco a treinta y cinco años y de doscientos a trescientos días multa.
A la madre que prive de la vida a su hijo dentro de las veinticuatro horas, inme-
diatamente posteriores al nacimiento de éste, y además dicha privación sea con-
secuencia de motivaciones de carácter psicosocial, se le impondrá de tres a ocho
años de prisión. (Párrafo adicionado. P.O. 4ª Parte. 03 de septiembre de 2010).

Esta definición sobre el homicidio en razón de parentesco y su aplicación al caso de


las mujeres guanajuatenses da indicios sobre cómo se lleva a cabo la construcción
del “nacimiento del producto” al dar señales de vida mediante el signo del “llanto”
escuchado por la madre —esto corrobora el nacimiento de nada menos que un ser
humano vivo—. Entonces, si la función de la prueba —en este caso el llanto del pro-
ducto— es hacer aparecer la verdad y la indagación corresponde a las condiciones
que producen la verdad, lo que se está verificando es el tránsito del delito del aborto
a otro de mayores implicaciones: el homicidio agravado en razón de parentesco. En
este sentido, Foucault (2013: 92) señala: “La indagación es precisamente una forma
política, de gestión, de ejercicio del poder que, por medio de la institución judicial,
pasó a ser, en la cultura occidental, una manera de autentificar la verdad, de adqui-
rir cosas que habrán de ser consideradas como verdaderas”.
La función excluyente de la justicia penal —y su técnica de indagación— es vi-
sible en dos categorías: el ciudadano y el delincuente, siendo esta última categoría
la asociada con las clases populares considerando su falta de instrucción (Buffing-
ton, 2001; Speckman, 2007). En esta línea, la atenuante introducida en el artículo
156 al ser de tipo psicosocial, veladamente relaciona el concepto de la desviación
social con características inherentes al individuo —psicológicas— y a la situación
o contexto social —¿pobreza?— que lo envuelven. Esta argumentación parece sa-
cada de manuales de antropología y sociología criminal de finales del siglo XIX,
que atribuían a una disfunción del sistema reproductivo de las mujeres los trastor-
nos psicológicos que las hacían delinquir, o bien, de cómo causas sociales como el
comportamiento sexual o conyugal explicaban la propensión de las clases menos
privilegiadas a cometer delitos, tales como el aborto o el infanticidio (Speckman,
2007: 94–105).

Sobre el proceso de incriminación: la construcción de la prueba


(el contenido que etiqueta y clasifica)
Debe considerarse el principio de la “íntima convicción” —formulado e institucio-
nalizado a fines del siglo XVIII— para dar cuenta de cómo opera el sistema de la
prueba legal al amparo de éste. Dicho principio en torno a la prueba, funciona en
tres sentidos: a partir de la relación entre la aplicación de una pena y el estableci-
miento de una prueba total e íntegra de la culpabilidad del acusado; la prueba debe
242 natalia escalante conde
tener la capacidad de ser demostrada, lo que la hace legible, susceptible de verdad;
el criterio que reconoce que se ha establecido una demostración es la convicción
de un sujeto pensante, susceptible de conocimiento y verdad. Así se conforma este
régimen de la verdad universal (Foucault, 2014: 21–25).
¿Cómo fue el proceso de incriminación de las mujeres guanajuatenses para
fincarles cargos por homicidio en razón de parentesco en lugar de ser acusadas
por abortar y, así, haber recibido una pena menor con posibilidades de cumplir
sentencia bajo caución?
Citemos el caso de M.C. quien decidió ocultar su segundo embarazo bajo la
amenaza de la reprimenda que podía darle su hermano. Ella sufrió un aborto es-
pontáneo. Entre los testimonios destacan las observaciones sobre su alimentación:
“Casi no comía para que no se le notara la panza”. En su expediente, sobresale la
declaración de un testigo que la ubica un día antes del aborto “la vi en pans y no me
pasó por la cabeza que estuviera embarazada”12.
A través de los testimonios se observa el peso que se le da a la conducta de la
mujer en relación a su cuerpo y al tratamiento de su embarazo: el ocultamiento de
éste y la mala alimentación se vuelven pruebas incriminatorias.
El ocultamiento del embarazo es un signo o ¿una prueba? de un proceder carac-
terístico de los casos como abortos honoris causa,13 o bien, de la intencionalidad de
abortar clandestinamente, o de soportar hasta el término del embarazo y resistir los
embates de la presión psicológica al interior del hogar. El poco apetito de M.C. se
convierte en una estrategia para ocultar los signos de un embarazo en curso, o bien,
una estrategia para evitar que el embarazo prosiga, provocando un cuadro crónico
de desnutrición que desencadene la pérdida. La interpretación que se le da a las
pruebas y sus efectos, dependerá de quién las enuncie –autoridad- y supondrán
presunciones estatutarias de verdad.
Así, el ocultamiento del embarazo se torna central para salvaguardar la secrecía
de la práctica abortiva, no sólo moral, dentro del ámbito privado y familiar, sino en
la publicidad del acto criminal y punitivo de la ley.
El uso de eufemismos por parte de las mujeres imputadas es relevante para
distanciarse del cometimiento de un delito y no incriminarse: en lugar de abortar
o de dar muerte, usan el término “tirar”, la expresión “hacer algo”. El “algo” alude
al feto, sin embargo es una forma de enunciación que sugiere distanciamiento e
irreconocibilidad, bien a bien, nunca se establece una relación con ese “algo” en
desprendimiento, no lo nombran ni le confieren legibilidad. Dicen “salir”, no nacer:

12 “Tras el aborto, el primero que le dio la espalda fue su hermano”, Jaime Avilés y Carlos
García. La jornada, martes 10 de agosto de 2010.
13 El aborto honoris causa funciona como un factor atenuante de la pena, para su aplicación
debe contarse con algunos requerimientos: que la mujer no tenga mala fama, que el emba-
razo sea resultado de una unión ilegítima, que la mujer haya logrado ocultar el embarazo.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
243
debe negarse que tuvo lugar el alumbramiento. El “hacerle algo” es tan vago como
eufemístico, no se sabe a qué maniobras recurrió, ni si recurrió a alguna maniobra
de resucitación, lo importante es destacar que no fue por su omisión que el feto per-
diera la vida. Utilizan la expresión “sin vida” para no decir “muerto”, cuya carga
moral y jurídica suele ser mayor14.
El dotar de “personeidad” al feto (Butler, 2010) determinar su sexo, generizarlo,
opera como una forma de reconocimiento en relación al discurso jurídico–penal
que incrimina en primera instancia, y luego criminaliza a la mujer abortadora–ho-
micida. Al conferirle el estatus de “niña” al feto, se le confiere personalidad jurídica,
ya no sólo se trata de una interrupción ilegal del embarazo, sino de un infanticidio.
El testimonio de Y.M.15 ilustra lo anterior: el ministerio público a cargo de la ave-
riguación, se encargó de hostigarla para que declarara que había sido ella quien
había tirado a “esa niña” o que había hecho “algo” con esa “niña”.
Así, la figura del ministerio público como institución encargada de la persecu-
ción de delitos y de la averiguación, pone en escena lo que Foucault (2014: 25) deno-
mina la “mecánica grotesca del poder”, esto es, un discurso o individuo puede ser
calificado de grotesco cuando posee por su estatus efectos de poder de los que su
calidad intrínseca debería privarlo. Aquí, la indagación opera como un mecanismo
de sexuación, asumir un género, pero no de forma voluntarista, el ministerio públi-
co generiza al feto como evidencia, desde esta posición infame y ridícula construye
personas donde no las hay, para así operar de manera más efectiva la configuración
de un delito mayor: el homicidio en razón de parentesco.
La sentencia de A.Y. con base en las pruebas aportadas por un perito que sos-
tuvo que el feto murió a causa de hipotermia basándose en dos pruebas: el cuerpo
frío del producto y que no se utilizó ninguna herramienta para evitar la hipotermia,
desechando las pruebas de los otros dos peritos, que señalaban que la muerte del
producto se dio por una complicación por la forma en que se tuvo el embarazo -el
producto venía con doble vuelta del cordón umbilical- ejemplifica los efectos de
poder que llevan en sí mismas las pruebas dependiendo quién las enuncie –autori-
dades judiciales, peritos- legitimando que se tratan de presunciones estatutarias de
verdad (Foucault, 2014: 21–25).
Ambas causas de la muerte, hipotermia y complicaciones por doble cordón
umbilical, apelan a nociones médico-científicas, sin embargo, la forma en que se
establece la relación de intervención u omisión de la mujer en aras de salvar la vida
del producto, se torna siniestro. En este sentido:

14 Documental “Expedientes III Guanajuato. La Criminalización del Aborto”. Directora:


María del Carmen de Lara Rangel. D.R. ANDEN AC, México 2011. Duración: 30 minutos.
15 Documental “Expedientes III Guanajuato. La Criminalización del Aborto”. Directora:
María del Carmen de Lara Rangel. D.R. ANDEN AC, México 2011. Duración: 30 minutos.
244 natalia escalante conde
en el punto en que se encuentran la institución destinada a reglar la justicia, por
una parte, y las instituciones calificadas para enunciar la verdad por la otra […]
donde se cruzan la institución judicial y el saber médico o científico en general, en
ese punto se formulan enunciados que tienen el estatus de discursos verdaderos,
que poseen efectos judiciales considerables… (Foucault, 2014: 24).

Se trata de la maximización de los efectos de poder a través de la circulación de


discursos técnico-científicos grotescos: la mujer que es continuamente palpada, me-
dida y violentada por la prueba del tacto —la función del peritaje es inequívoca:
la inspección continua del cuerpo de la mujer como prueba del delito—; la deter-
minación de la causa de la muerte del producto como una operación de poder del
discurso médico–jurídico, pero también, la selección de un peritaje en detrimento
de otro como resultado de una decisión política.
Ante un peritaje malogrado —nunca se comprobó que los fetos hubieran llega-
do a término, ni que hubiesen nacido vivos—, se recurrió a la prueba de “el llanto
del producto” para dar certeza de que los productos nacieron vivos. Es en esta
fabricación de la prueba, donde puede observarse con mayor nitidez los efectos
de la mecánica grotesca de poder: “El grotesco es uno de los procedimientos esen-
ciales de la soberanía arbitraria […] El hecho de que la maquinaria administrativa,
con sus efectos de poder insoslayables, pase por el funcionario mediocre, ridículo,
inútil” (Foucault, 2014: 26). Lo estridente del caso es que está fincado en la inve-
rosimilitud de la prueba: el llanto del producto que nunca fue escuchado, es una
relación de reconocimiento entre lo vivo y lo no vivo, la nuda vida16 entrando en la
esfera de lo público como una deliberación política sustentada en la zoé, el llanto
como reminiscencia de vida instintiva o nutritiva.
En los testimonios citados pueden observarse algunas generalidades. Dentro
de la experiencia del aborto espontáneo o el inducido, de manera individual, soli-
taria y casi secreta, todas las mujeres refieren haberlo sufrido durante la noche o la
madrugada. Más allá de un dato objetivo, parecer ser la obscuridad, la negación, el
ocultamiento y la obnubilación lo que da contenido a su experiencia marcada por el
dolor físico, por los estertores de una muerte anunciada, no sólo la del feto en cier-
nes, sino la de ellas mismas: su muerte social. La sensación de “desprendimiento de
algo”, qué es ese algo, ese algo que escapa a su control, a su voluntad, a su deseo: es
una maternidad impuesta e inaprehensible, ilegible e ilegítima para ellas.

16 Giorgio Agamben (2003) se vale de la definición del término vivir que Aristóteles ela-
bora en el De anima para identificar la nuda vida, dicha definición está contenida en el en
el término zoé, el cual alude al mero hecho o acto de vivir que le es común a todos los seres
vivos. Por otro lado, se tiene el término bios que refiere a una manera de vivir propia de un
individuo o grupo —Aristóteles distingue la vida política—. ¿Cuál es la diferencia entre
uno y otro término? La zoé es la vida natural como tal y bios es un modo de vida particular
—el vivir bien sólo se da en el ámbito de la existencia política.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
245
El proceso de criminalización del aborto: de la desviación social
al acto criminal como estatus conferido
Entonces, ¿por qué un acto o conducta es considerada como buena en sí misma?
¿Cómo puede inferirse de aquélla una cualidad contraria y desviante? Es eviden-
te, que lo anterior está relacionado con “el derecho a dar nombres”, prerrogativa
vinculada a la concepción del lenguaje como una exteriorización del poder en el
que los que detentan el poder17 se consideren a ellos mismos y su comportamiento
como “buenos” en sí mismos y, por ello, como lo deseable y digno de ser imitado
(Nietzsche, 2002). Se trata pues, de un distanciamiento entre un arriba/ abajo, entre
lo bueno/malo que segrega y aísla a ciertos individuos patologizados, discrimina-
dos y criminalizados: las mujeres pobres, las mujeres indígenas y un largo etcétera.
Es ahí, en el que un concepto de preeminencia política converge en un concepto
de preeminencia anímica (Nietzsche, 2002). Las leyes políticas, atendiendo al vín-
culo entre el cuerpo político con el Estado, son consideradas como fundamentales
en la regulación del orden; asimismo, las leyes criminales son la sanción a la des-
obediencia de tales normas (Rousseau, 2000). Así, al partir de la premisa de la ley
(política, civil, criminal) como encarnación de la voluntad general cuya directriz es
el bien común, reitera ese atributo de bondad, como si se tratara de un bien que por
sus propias cualidades está destinado a la inmanencia y a ser salvaguardada. En el
artículo 156 del código penal de Guanajuato, se está patologizando a la mujer —psi-
cológicamente— por rehusarse a cumplir con la maternidad impuesta social y cul-
turalmente —ya no es más una expresión de las relaciones sociales salvaguardadas
por la ley: la del parentesco y la filiación, sino que su desobediencia a la ley implica
una ruptura con lo social: entra en el campo de lo abyecto, lo marginal y proscrito
—. También, al considerar las condiciones sociales y económicas como atenuantes,
implica una patologización de la pobreza en tanto mala e indeseable, como si ésta
fuera producto de atributos inherentes al grupo en cuestión, y no como consecuen-
cia de condiciones estructurales y de relaciones históricamente configuradas.
Esta manera de proceder se caracteriza por distinguir la conducta individual
del delito cometido (Foucault, 2014). Así, la mujer que aborta no sólo es castigada
por el delito en sí, sino por su negativa a cumplir con la función reproductiva ín-
timamente ligada a “las de su género” su conducta negligente es entendida como
la falta de un desarrollo psicológico adecuado, que responde a defectos morales.
Enseguida, este proceder se caracteriza también por explicar la proclividad a la co-
misión de un delito, que siempre está sustentada en alguna falla del individuo, en
este caso, la pobreza de las mujeres o la falta de instrucción escolar. En este sentido,

17 Para Nietzsche (2002) son los nobles, los poderosos, los hombres de posición. Expli-
cando así, que la categoría “noble” en un sentido estamental, devino en lo “bueno” como
sentido “anímicamente noble”, frente a lo vulgar, plebeyo, malo.
246 natalia escalante conde
el sujeto criminal femenino así configurado, no le es atribuida la responsabilidad
penal de sus actos en calidad de sujeto de derecho con reconocimiento de su perso-
nalidad jurídica, sino como objeto de intervención, readaptación y normalización
por parte de una tecnología y un saber: el médico como juez (Foucault, 2014).
La acotación que hace Foucault (2014: 40) acerca de la pericia contemporánea18
y de cómo organiza el dominio de la perversidad mediante la aportación comple-
mentaria y recíproca del discurso médico y del judicial, resulta relevante para pre-
cisar cómo un acto pasa a ser considerado desviado a ser tratado como un acto
criminal.
La intencionalidad, apoyada en el dominio de la perversión, se configura como
el sustento del acto criminal (Foucault, 2014). Recordemos cómo en los testimonios
anteriores había una tendencia, casi obsesiva, por parte del ministerio público de
apoyarse en los peritajes que respaldaran la versión de la causa de la muerte del
producto que estuviera vinculada con la falta de providencia de técnicas que pro-
curaran la vida del producto por parte de la madre.
Lo desviado de un acto, podría estar sustentado en la decisión política de los
efectos moralizantes de la pericia médico legal: sí, como señala Foucault (2014),
esta pericia está dirigida a la configuración de la categoría de los anormales, estas
mujeres son concebidas como una aberración de la naturaleza, son indescifrables,
ubicadas por debajo de la condición de vida de un animal. Sin embargo, para que
reciban castigo, deben ser reconocidas o identificadas con nociones jurídicas como
“criminal”, “homicida”, “filicida”, enmarcar su transgresión como delito y así, pro-
ceder a denunciarlas y castigarlas.
Lo desviado puede ser equiparado al pecado –en sentido hobbesiano-, como
una desviación de la norma social de convivencia —suscripción al pacto social—
(Hobbes, 1980); cuando su concepción se torna política, la norma ya no sólo es un
principio de inteligibilidad, sino que fundamenta y legitima el ejercicio del poder.
En resumen, las siete mujeres guanajuatenses encarceladas por haber come-
tido homicidio en razón de parentesco, sólo son legibles en relación a la función
punitiva y sancionadora del Estado por no haber cumplido el ideal regulatorio
de la maternidad inexorable. La patologización de estas mujeres, para dejarlas en
libertad después de ocho años en prisión, con el atenuante “afectaciones graves
psicológicas”, es la única vía posible que las salvaguarda, las reconoce en estrecha
dependencia y subordinación a las decisiones del poder. Es así como no sólo la ley
en tanto extensión del Estado, sino también la práctica médica se convierte en el
principal acusador de las mujeres. Su liberación en 2010 fue posible por esta opera-

18 Sobre la función de la pericia psiquiátrica Foucault (2014: 29) menciona: “En primer
lugar, repetir tautológicamente la infracción para inscribirla y constituirla como rasgo in-
dividual. La pericia permite pasar del acto a la conducta, del delito a la manera de ser”.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
247
ción de sujeción al poder en función de una conducta desviada que tendría que ser
sancionada institucionalmente.

Cuerpos susceptibles a materializarse: de la noción de viabilidad


del producto de la concepción frente al cuerpo femenino en tanto gestante
En este apartado se pondrá atención en los tipos de aborto que permiten desentra-
ñar las tensiones que se dan alrededor de la noción de “viabilidad” del producto
y de la materialización/ no materialización del cuerpo femenino como gestante, es
decir, a la luz de qué argumentaciones jurídicas el cuerpo femenino se antepone —
se materializa— al del feto —como cuerpo no materializado— y, viceversa. Se trata
pues, de abordar el aborto terapéutico, el eugenésico y el honoris causa. De éstos,
sólo el aborto honoris causa es tratado como factor atenuante y, el resto, como facto-
res desincriminantes por los códigos penales de las entidades federativas.
Antes de abordar dichos tipos de aborto, en tanto factores desincriminantes
y atenuantes, es preciso considerar el concepto de “materialización” que propone
Judith Butler en Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo
(2002: 28), entendiéndolo más que como un lugar o sitio propiamente dicho, como
un proceso que debe darse a lo largo del tiempo, en el que se estabiliza y produce
un efecto de frontera llamado materia. Asimismo, deberá concebirse como un efec-
to de poder. La “materialidad” como efecto de poder implica materializar/ encarnar
la norma, la tarea está pues, en determinar el principio de inteligibilidad que opera
en la constitución de un “cuerpo que importa”. En este punto, resulta medular este
concepto para abordar cómo en los factores desincriminantes del aborto en los ca-
sos del aborto terapéutico y el eugenésico, se tejen una serie de argumentaciones
que permiten corporeizar/ descorporeizar a la mujer gestante y a la figura del feto,
respectivamente, para deslegitimar la intervención en un cuerpo —el feto sano, sin
malformaciones, que no atenta contra la salud de la mujer gestante— o legitimar la
intervención de un no–cuerpo, algo informe —el feto con malformaciones genéti-
cas, que compromete la salud de la mujer—. Pero también la corporeidad de la mu-
jer gestante puede ser puesta en entredicho en la medida en que no encarne la nor-
ma implícita en el discurso jurídico, en general, y en los factores desincriminantes,
en particular. Esta norma responde a “la materialidad del sexo”, esto es, el sujeto
emerge o se materializa —en este caso la mujer— en tanto asuma19 y fije el sexo que
le corresponde de acuerdo a una matriz generizada —heteronormativa—, de modo

19 Butler (2002: 34-36)hace uso del término lacaniano “asunción” —acceso a la ley simbó-
lica— que alude al acto de asumir posiciones normativas —los sexos—, o bien, posiciones
sexuadas, como “cita de la ley” —enunciación codificada sin la cual, una enunciación per-
formativa no podría ser interpretada o adquirir elocuencia— para después vincularlo con
la “materialización del sexo” y la noción de performatividad. Ambas nociones son piedras
angulares en el aparato crítico-teórico de la autora sobre la matriz de género binario.
248 natalia escalante conde
tal, que el derecho puede leerse como un mecanismo de sexuación (MacKinnon,
2014). Siguiendo la propuesta de Butler (2002) no hay proceso de materialización
sin que opere esa matriz generizada.
Entonces tenemos que, tanto el concepto de “generización”, como el de “ma-
terialización” aluden a un proceso de sexuación, es decir, “convertirse en una cla-
se de persona social” (Harding, 1996: 92) que puede “materializarse” a la luz del
cumplimiento de la norma: la correcta identificación con el género que prescribe
la matriz generizada o bien, “citar” correctamente dicha matriz. En este sentido,
podría decirse que en la base del proceso de “materialización” está implícito el de
“generización”. Sandra Harding (1996: 17) en su crítica a la filosofía de la ciencia,
hace alusión al proceso de asumir un género sobre la base de una organización
asimétrica en la que la supremacía masculina debe ser reafirmada constantemente
a través de tres mecanismos: “la división del trabajo según el género o “estructura
de género”, la asignación asimétrica de valores simbólicos a la masculinidad y a la
feminidad o “totemismo de género”; y la asignación de identidades individuales
de género en la infancia. Estos tres mecanismos en conjunto nos permiten hablar
de “la vida social generizada” y, a su vez, comprender el sesgo androcéntrico de la
ciencia y, en particular, de la biología”. De este modo, tenemos que los argumentos
sobre la diferencia sexual centrados en la biología tienen un correlato en códigos
éticos que no pocas veces son cristalizados en leyes, de modo que la biologización
de las conductas —la “predisposición” para actuar de tal o cual manera según el
sexo— se ve reforzada por mecanismos que incitan a su reproducción y, así, volver-
se hegemónica, obscureciendo la historicidad de las relaciones que la originaron.
Como señala Harding (1996: 96): “Los individuos no se constituyen en mujeres ni
en hombres por una fatalidad biológica; se constituyen como individuos generi-
zados a través de procesos sociales identificables”. ¿No es también el derecho un
mecanismo de sexuación a través del sujeto de derecho que esgrime? ¿No son los
factores desincriminantes y atenuantes del aborto inducido pautas para la materia-
lización de cuerpos femeninos?

Los factores desincriminantes del aborto y la construcción


de la subjetividad humana
En México, de manera general, los códigos penales de 30 entidades federativas san-
cionan el aborto voluntario,20 que remite al aborto practicado por la propia mujer.
El endurecimiento de la sanción está determinado por el momento/ tiempo del em-
barazo en que se lleva a cabo la interrupción, esto es, la noción de viabilidad del

20 Excepto los códigos penales de la Ciudad de México y de Oaxaca, que sancionan el


aborto voluntario después de la décimo segunda semana de embarazo.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
249
producto, como en el caso del código penal de Campeche21 en el que la atenuación/
agravación de la pena está fincada en la décimo segunda semana de gestación, o en
el caso del código de Jalisco, fincado en los cinco meses de gestación. Como se irá
viendo, no existe un criterio uniforme sobre la noción de “viabilidad”, por lo que
da pie a una serie de tensiones y antagonismos entre el cuerpo de la mujer gestante
y el del feto.

Aborto terapéutico
Si partimos de la noción de “viabilidad” como el momento en que el producto de la
concepción puede sobrevivir fuera del útero (Tribe, 2012: 118) y teniendo en cuenta
que los parámetros de la viabilidad varían de un país a otro según el grado de de-
sarrollo tecnológico que les permita mantener con vida a los fetos fuera del vientre
materno, para el caso mexicano la viabilidad del producto está señalada a partir de
la vigésima semana de gestación (Pérez, 1993), la noción de “viabilidad” funcionará
como norma de reconocimiento en la medida en que, implícitamente, establece una
identificación con “lo humano”.
Con respecto a la configuración de “lo humano”, es pertinente tender un puen-
te entre la relación de exceptio de Agamben (2007) y la noción de “lo abyecto” en
el proceso de asumir un sexo de Butler (2002). Para el primero, lo humano se pro-
duce mediante oposiciones hombre/ animal, humano/ inhumano, esto es, a través
de exclusiones que, al mismo tiempo incluyen aquello con respecto a lo cual se
definen por oposición: la exclusión/ inclusiva de la nuda vida. Para la segunda, lo
abyecto remite a zonas inhabitables de la vida social que constituirá el límite de
formación del sujeto: “el sujeto se constituye a través de la fuerza de la exclusión y
la abyección, una fuerza que produce un exterior constitutivo del sujeto, un exterior
abyecto que, es interior como su propio repudio fundacional (Butler, 2002: 20). Lo
normativo se constituye con respecto a aquello mismo que pretende negar: lo hu-
mano con respecto a lo no humano, la heterosexualidad con respecto a la homose-
xualidad, el reconocimiento de una vida con respecto a una figura espectral. Lo que
ambos resaltan son los medios excluyentes sobre los cuales se construye al sujeto.
La viabilidad como norma de reconocimiento implica oscilar entre una vida
reconocida como tal, por su identificación con lo humano, y una figura espectral,
algo vivo que no es reconocido como “vida”, esto es, la nuda vida puesta al servicio
de las argumentaciones médico-jurídicas.
En este sentido, la noción de viabilidad del producto, que determina hasta
cuándo puede interrumpirse el embarazo, va aparejada de nociones sobre la “per-
soneidad” (Butler, 2010). Ésta, a su vez, alude a lo que debe ser un bien jurídico
tutelado, operando como sistemas sobre los cuales se dan las distinciones entre el

21 LX Legislatura 2012.
250 natalia escalante conde
aborto inducido que puede y debe ser penalizado, diferenciándose del que no está
sujeto a penalidad alguna, es decir, que funcionan como “rejillas de especificación”
(Foucault, 2010).
El aborto terapéutico, como factor desincriminante, es contemplado por los có-
digos penales de 30 entidades federativas, la excepción corresponde a las entida-
des de Guanajuato y Querétaro. De manera más o menos general, se considera el
aborto terapéutico “cuando de no provocarse el aborto, la mujer embarazada corra
peligro de afectación grave a su salud a juicio de un médico que la asista, oyendo
éste el dictamen de otro médico, siempre que esto fuera posible y no sea peligrosa
la demora”. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse ¿cómo llegó a suscitar condo-
lencia la vida de la mujer gestante frente a la del feto?
A simple vista, puede argumentarse que se está acotando un derecho funda-
mental —el derecho a la vida del producto de la concepción— para cumplir un
objetivo o necesidad imperiosa, como lo es la protección de la salud de la mujer
(Tribe, 2012).
Entonces, se tiene que a la mujer cuyo embarazo suponga un grave riesgo a
su salud, se le suspenderá del inexorable cumplimiento de la función reproducti-
va en la medida en que, ante un eventual fatal desenlace del embarazo, la muerte
de la mujer y/o feto, comprometa la posibilidad de continuar ejerciendo funciones
reproductivas. La condolencia que suscita la vida de la mujer viene dada por el
reconocimiento que le otorga el discurso médico-jurídico, como una vida digna de
ser llorada frente a la del feto. Sin embargo, no debe perderse de vista lo que Butler
(2010: 22) viene advirtiendo con respecto al problema ontológico de la vida y su
producción: “la figura no reivindica un estatus ontológicamente cierto, y aunque
pueda ser aprehendida como “viva”, no siempre es reconocida como una vida”. En
este caso parece decantarse por la vida de la mujer, sin embargo, “la producción [de
la vida] es parcial y está habitada por su doble ontológicamente incierto, cada caso
está sombreado por su propio fracaso” (Butler, 2010), es ahí cuando surge la figura
del feto —en tanto vida que debe ser llorada— como resultado del reconocimiento
por parte de ese mismo discurso médico–jurídico —que antes reconocía en la mujer
gestante una vida susceptible de ser llorada— mediante mecanismos específicos
del poder (2010: 14). La noción de viabilidad del producto es uno de esos mecanis-
mos. La asignación del duelo de manera diferenciada a la mujer y al feto, está en
estrecha consonancia con la producción de la vida de manera intermitente.
Para que se lleve a cabo un aborto de este tipo se requiere del criterio de dos
médicos que coincidan en el diagnóstico, esto implica que también debe tomarse en
cuenta la viabilidad del producto; y, si ésta hace alusión al momento en que el feto
es capaz de vivir fuera del útero, ¿a qué se está refiriendo a que es capaz de “vivir”
fuera del útero? De acuerdo con la Norma Oficial Mexicana (NOM-007-SSA2-1993)
un aborto es definido como la expulsión del producto de la concepción de menos
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
251
de 500 gramos de peso o hasta la vigésima semana. A partir de la vigésimo primera
semana se debe utilizar el término “parto” y puede hablarse de nacimiento, sea que
haya nacido vivo o no.
Ahora bien, un recién nacido “vivo” es definido como “todo producto de la
concepción proveniente de un embarazo de 21 semanas o más de gestación que
después de concluir su separación del organismo materno manifiesta algún tipo
de vida, tales como movimientos respiratorios, latidos cardiacos o movimientos
definidos de músculos voluntarios”. ¿No es esto un aislamiento de las funciones
de la vida vegetativa, la zoé, para determinar si un organismo es considerado como
“algo vivo”? ¿No es, pues, sino una decisión política sobre la vida nutritiva que la
convierte así, en bíos? Como puede apreciarse, basta con un simple signo o reflejo
vital, para que un feto pueda ser considerado “un recién nacido vivo” y suscitar
condolencia: una “vida digna de ser llorada”. No importa que no se trate de un or-
ganismo desarrollado o que pueda continuar “viviendo”, con cumplir la norma del
peso de 500 gramos o las veinte semanas de gestación, es suficiente para sostener
las argumentaciones que van aparejadas a la adjudicación de la concepción moral
de persona —ontología del individualismo—. El duelo, los ritos funerarios de los
cuales son objetos los productos inmaduros, prematuros y/o a término, son un in-
dicativo inequívoco de cómo la noción de viabilidad del producto como norma de
reconocimiento, hacen de éste, una vida digna de ser llorada, superponiéndose a la
de la mujer gestante. De modo tal, que la mujer no la tiene ganada con respecto al
aborto terapéutico, el constreñimiento de éste a manos de la noción de viabilidad
del producto, suscita la suspicacia de las argumentaciones que recaen en los médi-
cos, quienes actúan como soberanos en la aplicabilidad de la ley.

Aborto eugenésico
De las 32 entidades federativas, sólo 16 contemplan al aborto eugenésico como
factor desincriminante, a saber: Baja California Sur, Ciudad de México, Chiapas,
Coahuila, Colima, Estado de México, Michoacán, Guerrero, Hidalgo, Morelos, Oa-
xaca, Puebla, Quintana Roo, Tlaxcala, Veracruz y Yucatán. Sólo el código penal de
Coahuila contempla las malformaciones congénitas en el feto también, como factor
atenuante, cuando la interrupción del embarazo se practique por motivos graves
como “temor razonable a graves alteraciones genéticas o congénitas”. De manera
más o menos general, el aborto eugenésico procede: “Cuando a juicio de dos médi-
cos especialistas exista razón suficiente para diagnosticar que el producto presenta
alteraciones genéticas o congénitas que puedan dar como resultado daños físicos o
mentales, al límite que puedan poner en riesgo la sobrevivencia del mismo, siempre
que se tenga el consentimiento de la mujer embarazada”.
252 natalia escalante conde
¿Cómo convertir el tratamiento del feto como sujeto de derecho en homo sacer22?
¿Sobre qué debe fincarse la relación de exceptio de la figura del feto? ¿Cuál es la jus-
tificación para la inaplicabilidad de la ley del feto con malformaciones congénitas?
Considero que la noción jurídica biológica de “monstruo humano”, como elemento
en la configuración del dominio de la anomalía (Foucault, 2014), puede brindar las
herramientas necesarias para tender un puente entre la inaplicabilidad de la ley del
feto con malformaciones y la desmaterialización de ese cuerpo, que no encarna más
la norma: lo humano; y, legitimar así, la intervención en un no–cuerpo para dar
paso a la materialización del cuerpo femenino que se ve exento de la sanción puni-
tiva cuando no produce el ideal de persona esperado, en el sentido que encarna el
presupuesto del individualismo, antropocéntrico y liberal (Butler, 2010).
El monstruo humano es, al mismo tiempo, una violación a las leyes de la socie-
dad y de la naturaleza o, dicho de otro modo, encarna el estado de excepción o la
suspensión de la ley. Foucault (2014: 68) nos dice que el monstruo, en la tradición
jurídica y científica del derecho romano, es la mezcla de dos reinos: el animal y el
humano. El feto con alteraciones congénitas y su inaplicabilidad de la ley, es el re-
sultado de escindir la vida vegetativa, nutritiva, la vida animal del cuerpo humano,
es decir, el feto inviable es la encarnación de lo inhumano como corolario de la ani-
malización de lo humano (Agamben, 2007: 76). Si bien el feto es reconocido como
algo vivo, sin duda el que presenta alteraciones graves, no puede ser considerada
una vida digna de ser vivida; la aniquilación de este tipo de vida no es ni puede ser
considerada homicidio; está expuesta a que se le de muerte, sin que ello pueda ser
leído como transgresión a la ley.
Entonces tenemos que, desde el discurso jurídico, la no punibilidad del aborto
por motivos eugenésicos vincula dos nociones estrechamente ligadas con la vida
y con la asignación diferenciada de reconocimiento de la misma; la primera de
ellas es la “precariedad”, entendida como la vida socialmente vivida y sustentada,
que requiere un conjunto de condiciones sociales y económicas para ser manteni-
da como tal y que subraya la dependencia de la supervivencia de una vida en las
manos de otras (Butler, 2010: 30). En cierto sentido, al no penalizar la práctica del
aborto eugenésico, de manera implícita, el Estado se está desligando de una serie
de cuidados de salud y de apoyos financieros que debiera proveer a fin de “hacer
vivir” a la población. Sin embargo, está dejando claro qué tipos de vidas cuentan
como vivibles y dignas de ser resguardadas, así como qué tipo de población es la

22 La vida a la que puede darse muerte sin que sea considerado homicidio y, al mismo
tiempo, considerada como insacrificable (Agamben, 2003). Esto es así, porque formalmente
no se considera que el feto tenga personalidad jurídica antes del nacimiento, lo que lo colo-
ca en una zona de indistinción: por una parte, la impunidad de “matarle” bajo condiciones
específicas —se suspende la aplicación de la ley: aborto terapéutico y eugenésico— y, por
otra, fuera de la jurisdicción humana como insacrificable.
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
253
que se quiere promover. Esto último nos sirve para relacionarlo con la segunda
noción, sobre el “patrimonio biológico de la nación” (Foucault, 2007), esto es, cómo
el cuidado de la vida —de ciertas vidas— de la población refiere a un proceso en
el que se ha hecho coincidir la vida vegetativa —nuda vida— con el patrimonio
biológico de la nación (Agamben, 2007). ¿Cómo una vida incipiente, algo que es
“aprehendido” como vivo, se torna desechable, descartable e injustificable de ser
sustentada o promovida? ¿Cuál es el tipo de descendencia que prohíja el Estado?
Aquella que se defina en oposición a lo anómalo, a lo inviable, a lo invivible, en po-
cas palabras, aquella descendencia que se defina en contraposición a lo inhumano.

Aborto honoris causa


El aborto honoris causa23 es considerado como circunstancia atenuante del aborto
voluntario por los códigos penales del Estado de México, Tamaulipas y Zacatecas.
Para que proceda, deben concurrir las siguientes circunstancias:

I. Que no tenga mala fama;


II. Que haya logrado ocultar su embarazo;
III. Que éste sea fruto de una unión ilegítima/ no sea fruto de matrimonio o
concubinato;
Sólo el código penal de Zacatecas añade una circunstancia:
IV. Que el aborto se efectúe dentro de los primeros cinco meses de embarazo.
El código del Estado de México lo acota como: “Si lo hiciere para ocultar su
deshonra”.

Estas circunstancias atenuantes reafirman, no sólo códigos de conducta de lo fe-


menino, sino proyecciones de lo que subyace a estas leyes regulatorias: una matriz
heteronormativa que circunscribe la materialidad del sexo mediante la materializa-
ción de las normas reguladoras/ matriz generizada (Butler, 2002: 38), esto es, la pena
del aborto se puede reducir en la medida en que el producto de la concepción se tra-
te de “un cuerpo no importante” o, por lo menos, de un cuerpo menos importante.
Toda vez que su origen no se da en el seno de una unión legítima: vía contrato ma-
trimonial, de base claramente heteronormativa y que no consigue ser materializado
(el ocultar los signos visibles del embarazo en una especie de negación del proceso
de gestación y de su “desmaterialización” en desapego a lo normativo). Llegando
así, a ser nombrado un “no–cuerpo”. Aquí, el principio de materialización o prin-
cipio de inteligibilidad que hace de la mujer gestante un cuerpo que importe, es la
asunción “correcta” del sexo, el resultado esperado de un bienaventurado proceso
de generización que la ciñe al ámbito biológico de la función reproductiva y el con-

23 Este se contempla desde el Código Penal de 1871 en su artículo 573 (Núñez, 2008: 144).
254 natalia escalante conde
comitante encasillamiento en el ámbito de la moral como veladora de las buenas
costumbres y la familia (conyugal, legítima).
Las normas reguladoras por las que se materializa el sexo —y que hacen a unos
cuerpos más importantes que otros— en este caso son la preeminencia de la hetero-
normatividad, el honor femenino como capital simbólico, pero no en el sentido de
que la deshonra es en su agravio, por el contrario, pues el agravio es siempre con
respecto al hombre que la custodia, y la noción de lo privado, en sentido liberal, en el
que el embarazo debe ser ocultado en el ámbito de lo doméstico, jamás publicitado.
También vemos cómo en los dos casos señalados de Nayarit y Zacatecas, la
noción de viabilidad como norma de reconocimiento —de la vida, de lo humano—
constriñe la aplicabilidad de la atenuación de la pena si la práctica abortiva se da
dentro de los primeros cinco meses de embarazo. Esto es un ejemplo de cómo las
decisiones soberanas del discurso médico sobre la vida adquieren un sentido res-
trictivo para la capacidad deliberativa de la mujer con respecto al aborto. Esto sus-
cita interés al combinarse con una normatividad proveniente del siglo XIX. ¿Cómo
sostener su vigencia? Sin duda, En este sentido el aborto honoris causa como factor
atenuante, da luz sobre cuál es y bajo qué términos debe prohijarse la descendencia.

Reflexiones finales
A lo largo de este artículo se ha expuesto a la institución judicial y al Derecho como
aparatos de subjetivación —proceso de devenir sujeto— en la medida en que pro-
ducen determinada forma de existencia y de sujeción de individuos (Foucault,
2009; Bayart, 2011). Su tarea fundamental es la de volver inteligible al individuo en
su subordinación al poder.
Siguiendo la línea en torno a la construcción selectiva de la subjetividad, las
mujeres que experimentaron un aborto —voluntario o no, pues las pruebas no son
contundentes— son concebidas —desde al aparato jurídico del Estado— como fi-
licidas para su encarcelamiento y, después, como sujetos con alteraciones psico-
sociales para su liberación. El sujeto mujer emerge en su sumisión al poder en su
calidad de criminal–homicida, y después en su calidad de portadora de una pato-
logía psicosocial. Es en este sentido que se complejiza el debate en torno al aborto:
no es sólo la vida del feto vs. la libertad de la mujer lo que dirime la tensión entre la
penalización/ despenalización del aborto, sino una serie de mecanismos y discursos
jurídicos y médico–científicos que vehiculan la emergencia de la subjetividad feme-
nina: la vida vuelta contra sí misma, esto es, la nuda vida encarnada en el “llanto
del producto” como signo de que tuvo lugar el nacimiento de un ser vivo —apare-
jado de todos los efectos legales que esto conlleva— trastoca la condición jurídica
de la mujer: el surgimiento de la mujer filicida.
Entre los mecanismos que vehiculan la emergencia de dicha subjetividad
femenina alrededor del proceso de incriminación y criminalización del aborto
la construcción selectiva de la subjetividad humana. el debate
255
destaca el papel de la pericia psiquiátrica en la delimitación del ámbito de lo
perverso (Foucault, 2014). En este sentido, se tiene que una serie de elementos
morales se tornan jurídicos y convergen en una subjetividad femenina moldeada
por la heteronormatividad y sometida a las “leyes de la naturaleza biológica”.
A la par, se relaciona la práctica del aborto con la noción de infanticidio y, a
su vez, con la de parentesco, en un continuo que va de la desviación social a la
criminalización del acto que rompe con la norma social. Identificar al individuo con
su crimen, implica hacer corresponder una cualidad moral con una determinada
forma de actuar y luego devenir en un ser: la mujer con afectaciones psicosociales
como resultado de un contexto de pobreza muestra una proclividad a poner fin
a la existencia de su descendencia, convirtiéndose así, en una “asesina” que no
“sirve para ser mujer” y como objeto paradigmático de normalización. Se castiga el
“modo de vida” de la mujer, si lleva una vida licenciosa, su pobreza e ignorancia,
son objetos de estigmatización y castigo, pero sobretodo, su negativa a atender al
destino inexorable de la maternidad. Así, el encono que suscitan las vuelve blanco
de una pena ejemplar que sirva para el resto de sus congéneres.
Asimismo, se reparó en la noción de viabilidad del feto como el eje que vertebra
y sustenta la intervención en el cuerpo de la mujer (acceder a un tipo de aborto:
eugenésico, terapéutico) y, que, al mismo tiempo, justifica la no intervención en el
cuerpo de la misma (después de determinado número de semanas de gestación,
aunque dicho número pueda variar de una entidad a otra: entre las doce y veinte
semanas). ¿Cómo se relaciona la noción de viabilidad con la construcción selectiva
de la subjetividad humana con respecto a los factores desincriminantes y atenuan-
tes del aborto?
Se planteó que la noción de viabilidad opera como norma de reconocimiento
(Butler, 2010) para asignar el reconocimiento de manera diferencial, teniendo im-
plicaciones en la materialización de los cuerpos. El aborto terapéutico, el eugené-
sico, y el honoris causa, ejemplifican cómo se aplica de manera diferenciada el reco-
nocimiento de una vida y la subsiguiente materialización del cuerpo en cuestión.
La disputa está en el reconocimiento de una vida humana. Tiene que existir una
coincidencia de lo vivo con lo humano. El caso paradigmático es el feto con mal-
formaciones congénitas que, aunque es aprehendido como vivo, no se le reconoce
humanidad alguna.
La vida y la muerte de un cuerpo dicen mucho y nada a la vez, todo depende
del cristal con que se mire o, más bien, de cómo se sancione institucionalmente di-
cha interpretación. Pues ya se sabe que unos cuerpos importan más que otros (But-
ler, 2010). Vida y muerte no son sólo un asunto de índole biológica, sino también
política (Agamben, 2003).
256 natalia escalante conde
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258 epílogo

Epílogo

El capítulo “Los desgarramientos civilizatorios: una mirada”, presenta el plantea-


miento teórico que enmarca la discusión que los otros capítulos desarrollan. Las y
los autores de estos textos plantean, a su vez, otros enfoques, pero sus objetos/suje-
tos de estudio se ubican en el contexto de la crisis civilizatoria y sus investigaciones
se orientan a elucidar las formas en que el resquebrajamiento, no de un sistema,
sino de un orden civilizatorio, está ocurriendo en ámbitos y realidades diferentes.
Símbolos, corporeidades, territorios atraviesan el contenido de los trabajos de una
manera menos completa de lo que se quisiera, pero no menos profunda. Se abor-
dan aspectos relacionados con la morfología de las violencias y sus narrativas, el
quebrantamiento y la reconfiguración de los territorios y de las identidades, las po-
larizaciones relacionadas con la subversión del patriarcado y con la desarticulación
de las instituciones.
El libro habla de un trastocamiento que va más allá de los andamiajes económi-
co–políticos globales, porque está resquebrajando, para bien y para mal, la forma
como se ha concebido y experimentado la subjetividad humana y las instituciones
que le dieron organización y sentido.
259

Semblanza de los autores

Ma. Eugenia Sánchez Díaz de Rivera. Doctora en Sociología por L’École des Hautes Études
en Sciences, Paris. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 2. Investigadora
visitante de la Universidad de Cornell, NY. Beca posdoctoral Fulbright. Iniciadora de un
proceso social e intercultural en la Sierra Norte de Puebla en 1973. Vivió y trabajó en esa
región nahua-totonaca durante 15 años. Autora de 13 libros y de numerosos artículos. En
2006 recibió la condecoración de Las Palmas Académicas otorgada por el Gobierno de Fran-
cia. Su interés académico se ha centrado en la relación entre globalización, identidades e in-
equidad. Su búsqueda existencial se ha enfocado a la construcción de relaciones humanas
horizontales de reconocimiento recíproco. Actualmente es investigadora de la Universidad
Iberoamericana Puebla.
Contacto: eugenia.sanchez@iberopuebla.mx

Andrea de la Hidalga Ríos. Licenciada en Comunicación y maestra en Comunicación


y Cambio Social por la Universidad Iberoamericana de Puebla. Su tesis de maestría fue
recientemente publicada bajo el título  No, ¡no somos iguales! Amas de casa poblanas y sus
trabajadoras del hogar (2019). También publicó Distanciar los cuerpos: el imaginario raciali-
zante sobre las trabajadoras domésticas (2018). Sus líneas de investigación giran en torno al
racismo en México, la blanquitud, la identidad nacional, élites, trabajo doméstico o tra-
bajo del hogar y ciudadanía. Actualmente colabora como asistente de investigación en el
proyecto interinstitucional del Sistema Universitario Jesuita (SUJ) titulado “Tejido social,
socialidades y prácticas emergentes en México ante los desgarramientos civilizatorios”.
Contacto: andreadelahidalga@gmail.com

Antonio Fuentes Díaz. Doctor en Sociología adscrito al Posgrado en Sociología del Ins-
tituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de
Puebla. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel 2, Perfil PRODEP, Padrón
Investigadores BUAP y Miembro del Cuerpo Académico Consolidado Subjetividad y Teo-
ría Crítica. Es coordinador del Grupo de Trabajo de CLACSO Vigilantismo y Violencia
Colectiva (2019-2022). Cuenta con artículos y 6 libros, entre ellos: Necropolítica, Violencia
y Excepción en América Latina (2012), Linchamientos: fragmentación y respuesta en el México
neoliberal (2006) y con Daniele Fini, Defender al Pueblo. Autodefensas y policías comunitarias en
México (2018). Sus líneas de investigación giran en torno a la violencia colectiva, necropolí-
tica, criminalidad organizada y apropiaciones comunitarias de la seguridad.
Contacto: antonio.fuentes@correo.buap.mx
260 semblanza de los autores
José Sánchez Carbó. Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Sala-
manca. Ha sido colaborador en diversas revistas y suplementos literarios; y publicado en
varias antologías de cuento y crítica literaria en México, Colombia, Brasil, Estados Unidos
y Bulgaria. Es Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel I. Actualmente es
director del Departamento de Humanidades de la Universidad Iberoamericana Puebla. Ha
publicado los libros de crítica: La unidad y la diversidad. Teoría e historia de las colecciones de
relatos integrados (2012) y Mapa literario de identidades. Formas de (des)integrar el espacio en el
relato hispanoamericano (2018). Asimismo ha coordinado los libros colectivos: Narrativa vitral
contemporánea (2015) y Poder y resistencia en la literatura latinoamericana (2019)
Contacto: jose.sanchez.carbo@iberopuebla.mx

Óscar Soto Badillo. Doctor en Ciudad, Territorio y Patrimonio por la Universidad de Va-
lladolid, España y Maestro en Desarrollo Rural por la Universidad Autónoma Metropo-
litana Xochimilco. De 1982 a 1996 colaboró en el acompañamiento de comunidades gua-
temaltecas refugiadas en territorio mexicano y de comunidades de desplazados internos
en el departamento de Petén, en el contexto del conflicto armado interno en Guatemala.
Entre 1991 y 1996 coordinó el proceso de retorno de la población refugiada a este depar-
tamento. Desde 1997 es académico de tiempo completo en la Universidad Iberoamericana
Puebla, donde ha coordinado desde 2008 la Cátedra Alain Touraine. Actualmente es Di-
rector de Investigación y Posgrado. Su línea de investigación se orienta al estudio de las
identidades colectivas y transformaciones socio–espaciales vinculadas con los procesos de
apropiación del espacio y exclusión social en áreas urbanas y rurales.
Contacto: oscar.soto@iberopuebla.mx

Mercedes Núñez Cuétara. Maestra en Intervención Social por la Universidad Pública de


Navarra y licenciada en Psicología por la Universidad Iberoamericana Puebla. En el ámbito
profesional se ha desempeñado como investigadora y docente. Realizó una especialidad en
migración en la Universidad Pública de Navarra y ambos trabajos de titulación estuvieron
enfocados a este tema. Actualmente trabaja en la Universidad Iberoamericana Puebla como
Coordinadora de Desarrollo Comunitario e imparte asignaturas de investigación y psicolo-
gía social comunitaria. Entre sus publicaciones y proyectos más recientes se encuentran: De
lo deseado a lo practicado: aprendizajes sobre sostenibilidad en proyectos comunitarios (2020). Estar
y conectar: dos claves para las prácticas en psicología  (2017). Las aspiraciones de progreso de las
personas (2016). 
Contacto: mercedes.nunez2@iberopuebla.mx

Nadia Eslinda Castillo Romero. Doctora en Sociología. Coordinadora de la Maestría en


Gestión de Empresas de Economía Social de la Universidad Iberoamericana Puebla. Do-
cente e investigadora. Sus líneas de investigación giran en torno a la construcción de la
Economía Social y Solidaria en América Latina, Movimientos Sociales en América Latina
semblanza de los autores
261
en el siglo XX e Historia de América Latina. Desde 2005 ha sido consultora de proyectos de
Economía Social en Desarrollo y Aprendizaje Solidario A.C. En 2010–2011 fue coordinado-
ra de Evaluación de los Proyectos de Desarrollo Rural Sustentable de la SAGARPA. Desde
2005 ha sido catedrática de licenciatura y posgrado en diversas universidades de Puebla e
intercambios académicos en Cuba, Venezuela y Colombia, en el área de Ciencias Sociales.
Contacto: eslinda.castillo@iberopuebla.mx

Galilea Cariño Cepeda


Licenciada en derecho y maestra en Ciencias Penales, Criminología y Ejecución penal y,
Criminología y delincuencia. Obtuvo el Doctorado en Criminología por la Universidad de
Castilla-La Mancha, España con la tesis Trayectorias de vida de mujeres privadas de la libertad
en México. Ha colaborado en instituciones públicas y en universidades ha coordinando
proyectos de investigación e impartiendo clases en licenciatura y posgrados. Fue una de las
fundadoras del Observatorio de Violencia Social y de Género y dirigió el Instituto de Dere-
chos Humanos Ignacio Ellacuría SJ de la Ibero Puebla. Actualmente es responsable del Pro-
grama de Prevención de Violencias en la misma universidad. Sus campos de estudio son:
perspectiva de género, violencias, derechos humanos y personas privadas de la libertad.
Contacto iliana.carino@iberopuebla.mx

Natalia Escalante Conde. Licenciada en Antropología Social por la Universidad Autóno-


ma de Puebla, máster en Modelos y Áreas de Investigación en Ciencias Sociales por la
Universidad del País Vasco (España), doctora en Sociología por el Instituto de Ciencias So-
ciales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de
Puebla. Sus líneas de investigación abordan: los problemas teórico–políticos que trae consi-
go el dotar de contenidos (universales) a la categoría analítica “mujer” desde perspectivas
esencializantes, la relación de la mujer y su cuerpo con respecto al Estado de derecho y el
carácter político de las nociones de vida y muerte que permean el debate sobre el aborto
en el caso mexicano, explora las implicaciones de los conceptos de “biopolítica” y “nuda
vida” en el análisis de las modificaciones legislativas en torno a la práctica del aborto.
Contacto: nath_nec@hotmail.com
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