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Ficha Técnica

 AUTOR/A: Suzanne Brockmann


 TÍTULO ORIGINAL: Over the Edge
 TÍTULO EN ESPAÑOL: Al límite
 SERIE & Nº de SERIE: Troubleshooters 03

Argumento

Su pasión es volar. Como una de las mejores pilotos de helicópteros en la reserva naval, la
teniente Teri Howe es dura, dedicada, y muy hábil, hasta que vuelve un error del pasado, poniendo
en peligro todo aquello por lo que ella había trabajado.

Firme como una roca, el Suboficial Mayor Stan Wolchonok ha hecho carrera resolviendo
problemas. Voluntariamente acude en ayuda de Teri, sabiendo que con ello pone en peligro su
personal código de honor, y quizá su corazón. Pero cuando secuestran un avión con la hija de un
senador estadounidense en su lista de embarque, se ponen a prueba la inquebrantable
determinación de Stan y el resuelto valor de Teri. La misión de rescate será osada y peligrosa. Pero
en algún momento entre el peligro y la resolución, se empieza a borrar la línea entre los amigos y
los amantes, poniendo al límite las vidas de los dos...

Agradecimientos

Un millón de gracias desde el fondo de mi corazón a Mike Freeman, por el asesoramiento


experto y las incontables horas keyendo las notas y borradores. ¡Gracias también a Frances Stepp
por presentarme a Mike!
Gracias a mi abuela, Edna Schriever, cuya sonrisa siempre presente, generosa bondad y agudo
intelecto fueron parte vital de mi infancia. La calidez de su espíritu aun está conmigo.
Gracias a los hombres y mujeres que se tomaron el tiempo para grabar sus historias del
Holocausto en Dinamarca. Esa es una historia que nunca debemos olvidar.
Gracias a todos mis letores, amigos y fans, que han compartido conmigo las experiencias de sus
madres, padres y abuelos durante la Segunda Guerra Mundial. El heroísmo y sacrificio naturales
continúa asombrándome.
Gracias como siempre a Deede Bergeron, Lee Brockmann y Patricia McMahon, mi personal de
apoyo y primeros lectores de proyectos.
Y gracias, por supuesto, a Ed.
Cualquier error que haya cometido o libertades que me haya tomado son completamenete míos.
Para los valientes hombres y mujeres que lucharon por la libertad durante la Segunda Guerra
Mundial. Mi agradecimiento más sincero y humilde.
Créditos
 TRADUCCIÓN: Claudia L
 CORRECCIÓN FINAL: Claudia L
 LECTURA FINAL: Merche
 EDICCIÓN: Merche
Prólogo.
Cuatro meses antes

La luna pendía llena e insolente en el cielo, justo a la izquierda de un cartel publicitario de un


abogado especialista en bancarrotas, y Stan lo supo.
Era culpa de la luna llena.
Tenía que ser la maldita luna llena.
El Oficial Suboficial Mayor Stanley Wolchonok se estabilizó agarrándose del lado de una
camioneta en el estacionamiento del Ladybug Lodge y rezó a cualquier dios que estuviera
escuchando para no vomitar.
Le estaba subiendo la fiebre. Sintió como todo su cuerpo rompía a sudar cuando un destello de
calor se apoderó de él. Maldita sea, del peor momento para tener gripe… Por supuesto, nunca era
buen momento enfermarse. Este solo pasaba a ser el peor de todos, volviendo a los Estados Unidos
después de dos implacables meses de ausencia.
—¡Mayor! Gracias a Dios que está aquí.
Stan no estaba preparado para agradecerle nada a nadie, especialmente no por su ejecución de
mando esta noche, en este bar de mala muerte donde no había venido por voluntad propia en más
de dos años.
Lo que no quería decir que no hubiera estado aquí un montón de veces en los dos últimos años.
Para limpiar después del idiota del equipo que se había vuelto loco.
El idiota promedio no llegaba a dos strikes antes de estar fuera de los equipos SEAL, o por lo
menos fuera del escuadrón de Troubleshooters del equipo de elite SEAL Dieciséis.
La verdad era que el idiota promedio que era lo bastante inteligente para convertirse en SEAL,
aprendía rápidamente a no ser un idiota la mayoría del tiempo. Pero todo el mundo tenía que
desahogarse, sobre todo después de dos meses lejos de sus seres queridos, dos meses llenos de
mucho estrés y no mucho tiempo de inactividad.
Los hombres casados, y aquellos cuyas relaciones con sus novias habían sobrevivido estos
últimos dos meses muy fríos y solitarios de separación, estaban todos en casa en los dulces brazos
de sus amadas esta noche. Los solteros estaban en bares como el Ladybug, un lugar empapado de
alcohol donde era muy fácil para el idiota promedio meterse en algún problema grave.
El idiota de esta noche era el recién ascendido Primer Contramaestre Ken Karmody, conocido
más cariñosamente por su muy preciso apodo WildCard. Por desgracia, no había nada
remotamente promedio en él.
Este era, sin duda, el strike número diecisiete en su contra. Otro hombre ya habría estado fuera
de su vista hace mucho tiempo. El problema era que otro hombre no podía hacer ni la mitad de las
cosas que hacía WildCard Karmody con los computadores.
Y al teniente Tom Paoletti, comandante del Equipo SEAL Dieciséis, sinceramente le gustaba el
cabeza de culo. La verdad es que a Stan le gustaba también.
Pero no esta noche. Para nada.
Y la pregunta del millón de dólares era ¿Qué hizo WildCard esta vez para cumplir con su apodo?
El jefe Frank O’Leary hizo la llamada de SOS que sacó a Stan de la cama. Hombre de pocas
palabras, el usual acento perezoso de O’Leary fue firme y claro. Fue directo al grano.
—Mayor, WildCard está con la mierda al cuello. Lo necesita en el Bug, ASAP.
Si lo hubiera llamado cualquier otra persona, Stan se habría girado, gemido y vuelto a dormir en
su estado febril. Pero O’Leary rara vez pedía algo. Así que Stan se levantó, se vistió y subió a su
camioneta en tres minutos.
Se obligó a enderezarse cuando el suboficial Mark Jenkins corrió hacía él en el estacionamiento.
—O’Leary y López encerraron a Karmody en el baño, y Starrett, Muldoon, Rick, Steve y Junior
están aguantando cerca de veinte jarheads1 que quieren hacerlo pedazos.
A Stan le palpitaba la cabeza.
—¿Sam Starrett y Mike Muldoon están aquí?—Mierda. Ellos eran oficiales. A pesar de que Sam
era un Mustang, un alistado que había entrado a la Escuela de Formación de Oficiales y dado el
salto a oficial, y Muldoon casi adoraba el suelo que Starrett pisaba, su presencia aquí hacía su labor
de limpieza más complicada.
Y eso ni siquiera considerando los veinte Marines que querían, probablemente por una muy
buena razón, hacer pedazos a WildCard Karmody. Veinte Marines. No dos. No tres. Veinte.
Hermoso. Simplemente hermoso.
—Starrett jura que está cegado por los muy generosos, um, encantos de una joven que conoció
aquí esta noche. No ha visto nada y seguirá sin ver nada. Y Muldoon prometió que saldría por la
puerta de atrás tan pronto usted llegara —informó Jenk en su voz de tenor colegial. Su voz de
comic combinaba con las pecas de su cara engañosamente honesta.
Stan se las arregló para caminar derecho hasta la puerta del Ladybug. Maldita sea, estaba
chorreando sudor. La clave para desactivar una situación volátil como esta era entrar viéndose
completamente tranquilo y controlado. Encontró su pañuelo, se secó la frente, y rezó de nuevo
para no vomitar en el suelo.
—¿Qué sucedió?
—No sé exactamente, Mayor.
Jenk, una verdadera fuente de información y chismoso oficial del equipo, no decía nada.
¿Cuándo fue la última vez que pasó eso?
Stan maldijo la luna llena otra vez.
—Haga una suposición —le ordenó al muchacho.

1
La traducción literal de «jarhead» sería algo así como “cabeza de tarro”. En un sentido metafórico, el término hace
alusión al cerebro vacío o «vaciado».
—Creo que WildCard fue a ver a Adele de nuevo —le dijo Jenk—. Y creo que no le fue muy bien.
De nuevo.
Adele Zakashansky. La novia de secundaria de WildCard, quién rompió con él sin ninguna
ceremonia después de años de supuesta devoción. Por lo menos esa era la versión de WildCard. La
ruptura había ocurrido seis meses atrás. Stan habría querido no volver a escuchar ese nombre.
—Yo estaba jugando billar con López y Rick —continuó Jenk—. Nunca vi entrar a WildCard.
Luego ocurrió este alboroto y miré y era uno contra veinte con este grupo de marines, como si
fuera Jackie Chang o algo así. O’Leary estaba cerca del bar y agarró a WildCard y lo tiró de cabeza.
Muldoon logró que los marines acordaran una tregua temporal. Pero es solo temporal.
Dios bendiga al jefe O’Leary y al alférez Muldoon.
—¿Algo roto?
— n gran espejo en la pared —dijo Jenk . Un par de sillas. —Se rio—. Y un montón de pelotas
de marines. Card es un salvaje.
La puerta se abrió y Mike Muldoon se asomó.
—¡Mayor! Gracias a Dios. Será mejor que entre. El administrador está a cinco segundos de
llamar a la policía, WildCard está gritando algo de salir del baño y terminar lo que empezó, y los
marines están más que listos para la pelea.
Stan se secó la cara una vez más y entró.
—Yo seguiré desde aquí, Muldoon —le dijo al hombre más joven.
—Oh, vaya, Mayor, se ve horrible de verdad. Hombre, tiene gripe —se dio cuenta Muldoon.
Tenía una de estas caras demasiado jóvenes, demasiado guapas, con grandes y expresivos ojos
azules, que revelaban todo lo que sentía. Y se preguntaba por qué nunca ganaba en el póker—.
Debería estar en su casa, en cama…
—Y usted tiene que salir de aquí —dijo Stan sin rodeos—. No puedo arreglar esto para Karmody
con usted aquí.
Muldoon lo miró como si estuviera a punto de llorar.
—Pero…
—Piérdase, Señor.
Muldoon no era tonto, y con otra mirada acongojada en su cara bonita, desapareció.
Stan paseó la mirada por el lugar. Marines, administrador, hombre en el baño. El administrador
de turno esta noche era Kevin Franklin, lo conocía bien. Era un idiota, pero era una situación de
mejor diablo conocido, mejor que lidiar con un desconocido.
Sí, de hecho era la noche de suerte de WildCard, Stan podría arreglar esto. Siempre y cuando se
mantuviera de pie y no vomitara a nadie.
Paso uno. Sacar de aquí a los marines. Con ellos fuera, el administrador estaría menos inclinado
a llamar a la policía local. Stan se dirigió al malhumorado grupo.
El marine con mayor grado era solo un cabo, cielos, eran unos niños. Eso lo haría muy fácil o
realmente difícil.
—Dile a Franklin que aguante —Stan le murmuró a Jenk—. Pídele, por favor, que me dé cinco
minutos. Diez como máximo. Dile que voy a despejar el lugar, y que luego veré que puedo hacer
para que se hagan las reparaciones por el daño causado.
Jenk se escabulló.
—¿Qué tal si vamos afuera, cabo? —dijo Stan a un muchacho grande y fornido de no más de
unos tiernos veintitrés años—. Soy el Suboficial Mayor Stan Wolchonok, Navy SEAL, equipo
Dieciséis. No estoy seguro de lo que hay que decir aquí, pero no nos haría mal un poco de aire
fresco ¿no?
—¿Por qué tenemos que irnos nosotros? —Otro chico, aún más grande y más robusto y más
borracho que el cabo Bíceps, dio un paso adelante—. Esa estúpida mierda fue el que empezó.
Stan podía oír a WildCard, la estúpida mierda en cuestión, aullando desde el baño de hombres,
golpeando la puerta y exigiendo salir.
—Iremos al estacionamiento —sugirió otro marine— si lo manda al estacionamiento, también.
Stan suspiró.
—No puedo hacer eso, muchachos. Si quieren pelear con él —dijo— y de verdad no lo
recomiendo. Es pequeño, pero es rápido y no conoce el significado de la palabra parar. ¿Qué dicen
si llamo a su comandante y acordamos un encuentro con su mejor hombre y el jefe Karmody en un
ring de boxeo? Bonito y limpio, todos sobrios, y nadie va a la cárcel por ebriedad y desorden.
Otro de los marines, un chico con una reciente ascendencia Cro-Magnon, se adelantó
moviéndose como un luchador. Este era definitivamente su mejor hombre, aquí mismo, en
persona. ¿Quién lo diría?
Stan lo midió en un vistazo. Arrogante y fuerte, pero sin experiencia. Demasiada poca
experiencia para saber que la inexperiencia te mandaba a la lona, boca abajo, luces apagadas, más
rápido de lo que pestañea un árbitro.
—Preferiría pelear contigo, papi —dijo el chico, engreído. Stan podía imaginar su cabeza
estallando por un ego inflado. Boom—. Serías un buen reto —continuó el chico. Sonrió—. Parece
que incluso podrías aguantar dos rondas antes de dejarte fuera de combate.
Sus amigos idiotas se echaron a reír y se dieron codazos unos a otros. Estaban en la cima del
mundo, pero el suyo era un planeta muy, muy pequeño. Eran demasiado jóvenes y estúpidos para
saberlo todavía.
El chico Cro-Magnon se acercó más, invadiendo el espacio personal de Stan.
—Y digo que lo hagamos justo aquí y ahora.
Ah, mierda. Stan no quería pelear. No cuatro días más tarde en un ring, y sobre todo, no esta
noche. Esta noche, lo único que quería era ir a casa y a la cama.
Respiró sobre el chico esperando que fuera contagioso. Desafortunadamente esta cepa de gripe
no era de acción rápida.
Stan podía ver a sus hombres mirándolo desde todos los rincones del salón. Podía oír a WildCard
Karmody todavía gritando como loco. Cristo, todavía tenía que cuadrar las cosas con ese
administrador imbécil, y después apartar a Karmody de cualquier abismo emocional en el que
estuviera tambaleándose.
El Cro-Magnon se cernió sobre él, apestando a ginebra, y Stan supo en un instante que este iba a
ser el momento perfecto para elegir la velocidad sobre la diplomacia. La diplomacia requería hablar
demasiado, y maldición, le dolía la garganta.
—Está bien. Hagámoslo. Alguien dé el vamos —dijo Stan, sin dejar de mirar a Cro-Magnon.
—¡Ya! —gritó Jenk, buen hombre.
Un golpe rápido, un gancho duro y un codazo detrás de la cabeza. Stan dio un paso atrás, y el
chico cavernícola estaba en el suelo para no levantarse en un futuro cercano.
Habría sido aún más efectivo si Stan no sudara estando ahí parado, ligero como un bailarín en
punta de pies. Mareado por la fiebre también, pero esos tontos no lo sabían. Miró a los otros
jarheads con su mirada más letal. Frío y sin mostrar emoción alguna. Una absoluta máquina.
—¿Quién sigue? Vamos, alinearse chicas. Me ocuparé de ustedes uno a la vez si es lo que
quieren.
Definitivamente tenía su atención. Tenía la atención de sus SEALs también.
—No te acerques Junior —dijo sin alterarse, sin darse la vuelta para ver quien estaba
arrastrando los pies detrás de él. No tenía que girarse. Conocía a sus hombres.
Y ellos lo conocían. Pero en este momento los había sorprendido porque a pesar de que era un
luchador por naturaleza, por lo general prefería hablar las cosas.
Los marines más jóvenes miraron al cabo esperando instrucciones, y el cabo, gracias a Dios,
todavía tenía algunas neuronas funcionando. Se quedó mirando a su campeón de boxeo,
inconsciente y babeando en el suelo sucio del bar.
Stan lo observó mientras el cabo hizo los cálculos. Si Stan podía eliminar a su mejor hombre en
uno punto tres segundos, entonces…
—¿Qué dices si llamo a su comandante y acordamos un encuentro con su mejor hombre y
Karmody en un ring de boxeo? —dijo Stan otra vez.
El cabo asintió bruscamente, mirando de Stan a la puerta del baño, sin duda recordando a
Karmody con su pelo de científico loco y su delgada constitución física, sin duda pensando que en el
ring, su hombre sería capaz de darle una paliza.
Si Stan no tuviera la gripe, habría sonreído. Les esperaba una gran sorpresa.
—¿Qué tal si toman a la Bella Durmiente aquí y regresan a la base? —sugirió. La repetición
incesante era necesaria cuando se lidiaba con el alcohol y los idiotas—. Y mañana en la mañana
organizaremos esa pelea de boxeo.
—Bueno… —dijo por fin el cabo.
—Genial —lo interrumpió Stan—. Acordado. —Habría estrechado la mano del cabo si la suya no
estuviera tan malditamente sudada. Lo único que necesitaba en este punto era que el chico
pensara que tenía miedo, así que se llevó las manos a la espalda en una posición de descanso
modificada—. Sáquenlo de aquí. —Ordenó.
Dos de los marines agarraron a Cro-Magnon y todos salieron arrastrando los pies.
Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, el lugar pareció dar un suspiro de alivio colectivo. No
es que quedara mucha gente. Unos cuantos motociclistas que parecían decepcionados de que no
hubiera pelea. n par de mujeres ojeando a Jay López y Frank O’Leary mientras los SEALs
mantenían la puerta del baño bien cerrada. Algunas parejas besándose en la oscuridad de los
reservados de las esquinas, ignorando al resto del mundo.
Hubo un tiempo en que Stan estuvo sentado en uno de esos mismos reservados,
familiarizándose muy bien con mujeres que no les importaba que no se pareciera a Mel Gibson, que
no les importaba que dejara la ciudad en un abrir y cerrar de ojos y algunas veces no se molestaban
en volver. Candy, Julia, Molly, Val, Laura, Lisa, Linda. Las había conocido a todas, si no aquí, en un
antro muy parecido a este. Debería sentirse nostálgico, no con nauseas.
Pero, mierda.
Y estaba recién en el paso dos.
El Teniente grado junior, Sam Starrett lo interceptó en su camino a la barra y el administrador
que esperaba. Starrett tenía su brazo alrededor de una mujer que tenía muy posiblemente, los
pechos más grandes del mundo. Sonreía y estaba un poco achispado, si esa palabra podía utilizarse
para describir a un Navy SEAL grande y malo.
La mujer le susurró algo al oído, rozando sus enormes tetas contra él, y Starrett se echó a reír.
Era evidente que pensaba que había encontrado el tipo correcto de consuelo para lo que sea que lo
estaba devorando en estos últimos meses.
—Suboficial Mayor Stan Wolchonok —dijo Starrett—, le presento a la maravillosa señorita Mary
Lou Morrison.
Maldita sea, ¿tenía pinta de estar aquí para una fiesta? Starrett había bebido más de lo que Stan
pensaba y no podía ver que estaba hecho polvo.
—Señora. —Logró asentir educado. Tuvo que esforzarse para mirarla a los ojos en vez de
quedarse mirando hipnotizado ese increíble escote del porte del Gran Cañón.
Santo Dios.
Resolvió el problema mirando a Starrett.
—No debería estar aquí ahora mismo. Señor.
Y el teniente recién ascendido tampoco debería estar jugando con fuego al empezar algo con
esta Mary Lou Morrison. Era demasiado joven, demasiado bonita, demasiado desesperadamente
ilusionada. Mientras Starrett solo buscaba una noche en su cama, ella buscaba un anillo. Alguien iba
a terminar decepcionado.
—Sí, lo sé, Mayor —dijo Starrett en su acento de vaquero, más fuerte por todo lo que había
bebido—, pero me encanta verlo trabajar. Y no soy el único impresionado. Janine, la hermana de
Mary Lou allá, se preguntaba que va a hacer más tarde.
Starrett hizo un gesto con la cabeza hacia el otro lado del salón, donde había una mujer de pie.
Ella lo saludó. Ah sí, sin duda era la hermana de Mary Lou.
Un poco mayor, no tan bonita, pero igual de increíblemente dotada. Ella se acercó, pero Stan
escapó asintiendo a la hermana menor.
—Discúlpenme. Tengo que hablar con Kevin Franklin.
Se dio la vuelta y echó a correr.
Pero Janine era astuta.
—Hola, Stan ¿no es así? —Había conseguido rodear a su hermana y Starrett e interceptó a Stan
antes de que alcanzara la barra bloqueando su ruta—. No pude evitar fijarme en ti.
Ella estaba sobria. Increíble. Sus ojos eran azules y cálidos, y bebía lo que parecía ser una simple
agua soda. Y él se había equivocado. Era la hermana más bonita. Tal vez no en la superficie. Pero sin
duda era la hermana menos desesperada, y él siempre había encontrado la falta de desesperación
particularmente atractiva.
—¿Qué te pareció eso como línea de acercamiento? —continuó ella. Su mirada era franca y
abierta y llena de admiración, y su sonrisa era amable. Casi se sintió guapo—. ¿Tienes algo de
tiempo más tarde para coger una silla y pretender que quieres conocerme?
Stan tuvo que reír ante eso.
—Tentador, pero créame, señora, no quiere lo que tengo.
Su risa fue baja y musical.
—¿Quieres apostar?
Oh, madre.
—En serio, Janine ¿cierto? —Él bajó la voz—. Janine, tengo gripe y tengo unos veinte minutos,
máximo, antes de derrumbarme.
Ella bajó la voz también, y se acercó.
—Oh, pobrecito. Entonces necesitas alguien que cuide de ti ¿no? Hago una sopa de pollo
increíble, para que sepas.
¿Alguien que cuide de él?
—No creo…
—Bueno entonces, Stan, tal vez tienes un amigo que me puedas presentar. No estoy buscando
algo a largo plazo, pero este es un puesto que me gustaría llenar de inmediato. Perdona mi
franqueza, pero los dos somos adultos y sabemos por qué la gente viene a un lugar como este, ¿no?
Su sinceridad lo hizo reír otra vez.
—La verdad es que vine a hablar con el administrador y a sacar a mi muchacho del baño sin que
lastime a nadie ni a sí mismo. No fue por elección.
Ella lo arrolló tan completamente como él había hecho con el cabo, estirando la mano para
sentir su frente. Su mano era fresca y suave contra su piel demasiado caliente.
—Dios, estás ardiendo.
Él dio un paso atrás, alejándose de ella. Al diablo con los pechos del Libro Guiness de Records
Mundiales y ojos bonitos, no quería que lo tocara. Últimamente parecía no querer que ninguna
mujer lo tocara, excepto Teresa Howe.
Cristo, ¿De dónde vino eso?
La fiebre. Esa fue una maldita idea febril, no hay duda. Porque la piloto de helicópteros y
Reservista Naval, Teniente grado junior Teri Howe era la última mujer en la tierra que querría
tocarlo. Dios, hablando de la bella y la bestia. Claro, una mujer como esa enganchada con un tipo
como él, solo en un cuento de hadas.
Y aunque su vida estaba lejos de ser aburrida, no era un maldito cuento de hadas, eso de seguro.
Y mientras tanto, había herido los sentimientos de Janine.
—Lo siento, pero en este momento de verdad tengo que hablar con…
—Está bien —dijo ella en voz baja—. No tienes que explicarlo. Fue un gusto conocerte.
Mierda. Ahora se alejaba. ¿Qué estaba haciendo? Era bonita y divertida, y hecha como una
conejita de Playboy, y hace meses que no se echaba un polvo. Y sin embargo había reaccionado a
su contacto como si ella tuviera la peste. ¿Qué estaba haciendo? ¿Guardarse para Teri Howe? Esta
fiebre estaba definitivamente confundiendo sus sesos.
—Suboficial Mayor —Kevin Franklin, el administrador del Bug, lo llamó desde atrás de la barra—.
¿Qué vamos a hacer con ese espejo roto?
Ah, diablos. Stan se giró hacia él, obligándose a volver al asunto en cuestión, desechando a
Janine tan absolutamente como solía ser capaz de desechar la idea de ser tocado alguna vez por
Teri Howe.
Esta noche el viejo Kev estaba más idiota que de costumbre Era una lástima. Stan no podía
lanzar unos golpes para que se callara, de la forma en que lo hizo con ese marine. En cambio tuvo
que aguantar una lista interminable de denuncias y quejas, tratando de adivinar cuándo le iban por
fin a fallar las rodillas, y lo que harían sus hombres cuando esto pasara.
Stan se esforzó por no escuchar, pero había unas cuantas cosas que no pudo dejar de oír. A:
Franklin todavía quería llamar a la policía. Y B: estaba cansado de las peleas de bar en su turno,
cansado de WildCard Karmody en particular.
En eso estaba de acuerdo con él.
—Este es el trato —dijo Stan de plano, cuando finalmente tuvo la oportunidad de meter baza—.
No presentas cargos, y Karmody paga por el espejo y las sillas, y no vuelve a entrar al Bug cuando
estés en el turno de noche.
—Él no entrará cuando yo no esté en ningún turno —respondió Franklin, justo como Stan sabía
que diría. Bien, vamos a hacer como si hubiera ganado una dura negociación.
—Bueno… —Stan fingió pensarlo—. Supongo que sí. Creo que tenemos un trato. —Le tendió la
mano para que se la estrechara.
—Karmody no va a estar de acuerdo —le advirtió Franklin.
—Yo me encargo de Karmody.
Que era el paso tres.
Cristo, esta era la parte donde Stan iría al baño de hombres y se sentaría en el suelo de baldosas
y hablaría con WildCard.
—¿Qué paso esta vez, Karmody?
Con los dientes apretados:
—No pasó nada, Mayor.
Un suspiro de Stan:
—No me mientas, Kenny. Sé que fuiste a ver a Adele.
—¡Al diablo con Adele!
Estarían tira y afloja, con WildCard dando rienda suelta a su ira, despotricando y quejándose
sobre cualquier injusticia que Adele hubiera hecho esta vez, hasta estar listo para ir a casa y perder
el conocimiento.
Lo que Stan estaba dispuesto a hacer ahora mismo.
Mañana WildCard despertaría todo arrepentido y con resaca. Stan lo llamaría a su oficina y le
echaría sus propias pestes. WildCard sentiría las repercusiones de esta fiestecita del demonio por
un largo tiempo.
Stan hizo el viaje desde la barra hasta el baño con piernas de plomo. Janine seguía ahí, todavía
mirándolo. No pudo mirarla, no pudo hacer más que poner un pie delante del otro.
O’Leary todavía estaba custodiando la puerta, pero WildCard había parado de golpear y gritar.
Estaba tranquilo ahí adentro. Tal vez el hijo de puta se había noqueado al golpearse la cabeza en los
azulejos de la pared.
No, eso era demasiado de esperar, era mucho pedir.
O’Leary abrió le abrió la puerta, y Stan entró y… Oh, Cristo.
—Cierra la puerta y no dejes que nadie entre —Stan le ordenó a O’Leary.
WildCard estaba llorando.
Estaba sentado en el suelo, con los brazos alrededor de las rodillas dobladas cerca de su pecho,
con la cabeza baja, el cuerpo temblando, sollozando como si su corazón se estuviera rompiendo. Lo
que probablemente ocurría, pobre diablo.
Adele Zakashansky no tenía idea de lo que perdió por deshacerse de él de la forma que lo hizo
seis meses atrás. Sí, WildCard podía ser odioso. Si se le daba el tiempo suficiente, probablemente le
alteraría los nervios a la Madre Teresa o a Ghandi, pero con toda honestidad, el hombre tenía un
corazón del tamaño de California.
—Mierda —susurró Stan, bajando con cautela al suelo junto a él. Habló con suavidad. Mañana
habría tiempo para gritarle al hombre—. ¿Por qué sigues yendo a verla, Kenny? Tú sabes que te
estás haciendo esto a ti mismo.
WildCard no respondió. Stan no esperaba que lo hiciera.
Puso su mano en la espalda del chico, sintiéndose completamente inadecuado aquí. Aun si no
tuviera gripe, él no era del tipo «llora sobre mi hombro». Él no daba abrazos, rara vez tocaba a los
hombres de su equipo a menos que tuviera que hacerlo, al menos no más allá del ocasional «dame
esos cinco» o la palmada en el hombro.
—Ella pidió una orden de restricción, Mayor —WildCard levantó su cara surcada de lágrimas
para decírselo con la pronunciación cuidadosa de un borracho. Se veía de cinco años de edad y
completamente desconcertado—. ¿Cómo puede siquiera pensar que yo le haría daño? Yo la amo.
Stan tuvo ganas de llorar, le latía la cabeza al solidarizar con él. Dios, estar enamorado era una
mierda.
—Sí —dijo—. Ya lo sé, Ken, y tú lo sabes, pero quizás no has hecho un buen trabajo en los
últimos meses comunicándoselo a Adele ¿sabes? Cuando llegas donde ella gritando y enojado, y
totalmente borracho también, bueno, eso debe ser un poco molesto para ella. Creo que debes
tratar de verlo desde su punto de vista ¿eh? Te dice que se acabó, y dos semanas después,
estacionas tu jeep en su jardín a las cuatro de la mañana, despertando a todo el vecindario al poner
a Michael Jackson a todo volumen en el estéreo de tu auto.
—Eran los Jackson 5 —lo corrigió WildCard—. Te quiero de vuelta. Parecía una buena idea en ese
momento.
—¿Y golpear a su nuevo novio en el cine?
—Sí, esa no fue una buena idea.
—¿Llamarla cada quince minutos durante toda la noche? ¿Desde África?
—Solo quería escuchar su voz.
Stan lo miró.
WildCard se echó a reír.
—Sí, de acuerdo. Yo sabía que él estaba ahí, con ella. Maldito Ronald del MIT. Poniéndose manos
a la obra por primera vez. Quería asegurarme de que la noche fuera memorable para ellos. —Se
secó los ojos—. Ella no va a volver conmigo ¿verdad?
Todavía había esperanza en el corazón de WildCard. Esperanza que Stan aplastó sin piedad al
decirle llenamente:
—No, no va a volver. No esta noche, ni la semana próxima, ni nunca.
Escuchar esas palabras no hizo que WildCard se disolviera en más lágrimas. En cambio, se limpió
la nariz con la manga. Se sentó un poco más erguido.
—Estoy tan jodidamente cansado de estar solo, Suboficial Mayor. Quiero decir, cuando estaba
con Adele no estábamos juntos tan a menudo, pero me mandaba correos todos los días. Yo sabía
que estaba pensando en mí. —Miró a Stan con la patética sinceridad de los verdaderamente
borrachos—. Solo quiero saber que alguien está pensando en mí. ¿Es mucho pedir?
Stan miró al chico. No, no era un chico, estaba bien entrado en sus veinte años, era un hombre
totalmente adulto. Solo actuaba como un jodido chico la mayor parte del tiempo. Con sus ojos
oscuros y su rostro anguloso, Ken Karmody no era un hombre poco atractivo. Si no le prestabas
mucha atención a su corte de pelo estilo Dr. Frankenstein.
No estoy buscando algo a largo plazo… Los ojos bonitos de Janine y su cuerpo despampanante
relampaguearon en su mente, y Stan supo lo que tenía que hacer. Sintió un breve destello de pesar,
pero pasó rápido.
—¿Has estado con alguien más? —le preguntó a WildCard—. Ya sabes, ¿desde Adele?
WildCard apartó la mirada, parecía avergonzado. Negó con la cabeza, como si eso fuera algo de
lo que avergonzarse.
—Tal vez lo necesitas —dijo Stan con gentileza—. Tal vez enganchar con alguien por un tiempo
pondrá esta cosa con Adele en perspectiva. Sí, fue una parte importante de tu vida durante unos
años, pero ahora que se ha ido, tu vida no ha terminado. Hay un montón de mujeres que les
encantaría pasar su tiempo pensando en ti. —Se puso de pie, asombrado de poder pararse—.
Vamos, salgamos de aquí, reincorpórate al mundo.
WildCard se paró del suelo.
—Suboficial Mayor, tengo que ser sincero con usted. Yo estaba peleando. No estoy muy seguro,
pero creo que la policía o un montón de jarheads podrían estar esperándome afuera del bar.
—Franklin no llamó a la policía —le dijo Stan—. Me encargué de él, y de los jarheads también.
Por supuesto que vas a tener que pagar por los daños.
Una nueva esperanza iluminó sus ojos.
—¿Quiere decir que no voy a ser arrestado?
—No. Vas a tener que encontrarte con un marine de dos metros de alto en un ring de boxeo en
unos días. Y no puedes volver al Bug si Kevin Franklin está de turno. Nunca más. Repasaremos esto,
largamente, mañana en mi oficina.
De todas las cosas que Stan dijo, solo esta última hizo a WildCard vacilar. La pequeña reunión de
mañana no iba a ser divertida para ninguno de ellos. Stan iba a dar un ultimátum. Le dio un
pequeño adelanto porque aunque iba a asegurarse de que WildCard llegara a salvo a casa, todavía
quedaban varias horas antes del amanecer, y el chico era un imbécil supremo.
—Tienes que saber, Karmody, que no es un juego, lee mis labios porque esto va en serio. Si
violas esa orden de alejamiento, estás por tu cuenta. Nada de Suboficial Mayor al rescate. Será el
teniente Paoletti quien irá a verte a la cárcel, y no va a ser un hombre feliz. Y lo que te va a decir es
adiós y buena suerte. Y la buena suerte será para sobrevivir los dieciocho meses a tres años en
prisión y luego conseguir un trabajo arreglando computadores en la trastienda de un CompUSA,
siempre y cuando encuentres uno con un gerente que contrata exconvictos. ¿Entiendes lo que te
digo?
WildCard asintió, con una mirada aturdida en sus ojos, y Stan supo que había dado con la peor
pesadilla del chico. Bien.
Abrió la puerta del baño y WildCard lo siguió a la barra. Su casa, y su cama, estaban tan cerca
que casi podía olerlo. Solo una cosa más por hacer.
Sam Starrett estaba con la hermana menor en la pista de baile, aprovechando un baile lento
para conseguir un abrazo de cuerpo completo. Janine estaba junto a la máquina de discos como si
estuviera cautivada por la lista de canciones, todavía bebiendo su refresco.
Stan se dirigió hacia ella.
—Janine, ¿Todavía está disponible ese puesto?
Ella levantó la vista, pasó la mirada de él a Karmody, y notó que los ojos del hombre más joven
aún estaban rojos por llorar. Su propia miraba se suavizó un poco antes de volver a mirar a Stan,
con percepción y sabiduría en sus ojos, y él supo que estaba haciendo lo correcto.
—Sí.
WildCard no tenía idea de lo que estaba pasando, todavía parcialmente centrado en el horror de
esa realidad alternativa que Stan le había descrito.
—Quiero que conozcas al jefe Ken Karmody, SEAL del Equipo Dieciséis —dijo Stan a Janine.
Ella miró a WildCard de nuevo.
—Te vi antes, con todos esos marines. No te echaste atrás cuando te insultaron. Debes ser muy
valiente o muy estúpido, marinero.
—Muy valiente —dijo Stan en el momento exacto que WildCard respondió—. Muy estúpido, —y
ella se echó a reír.
Tenía una risa agradable y musical, y WildCard despertó un poco y la miró de verdad. Sus ojos se
abrieron.
—¿Has hecho un recorrido de la base naval alguna vez? —le preguntó Stan.
Ella tomó un sorbo de su refresco.
—Creo que no.
—¿Te gustaría? ¿Mañana?
Janine miró a WildCard nuevamente, esta vez recorriéndolo pero no de manera tan obvia como
él, hipnotizado por sus pechos. Ella sonrió.
—Claro, ¿Por qué no? ¿Qué tal después de misa? ¿Once y media?
—Estupendo —dijo Stan—. Tendré al jefe Karmody esperándote en la puerta.
—¿Yo? —dijo WildCard sorprendido.
Stan lo empujó hacia la puerta.
—Ahí estaré. —Los ojos de Janine le enviaron un mensaje bien definido: Tú te lo pierdes.
Probablemente sí. Pero en este momento no quería nada más que su cama. Y Teri Howe. Maldijo
a esta fiebre otra vez. Deja de pensar en ella.
—¿Vio cómo me miraba? —preguntó WildCard mientras iban por el estacionamiento. El aire no
estaba más fresco, pero tenía menos humo—. Mayor, si regreso tal vez ella…
—Mañana a las 11302 es lo bastante temprano. De esa manera puedes impresionarla con tu
chispeante sobriedad.
—¿La vio? ¡Era muy sexy, y creo que le gusto! ¡Sé que le gusto! —WildCard hizo la danza de la
victoria, dando puñetazos en el aire—. ¡Sí! ¡Al diablo contigo, Adele! ¡Al diablo contigo!
Mike Muldoon se bajó del capó de la camioneta de Stan, donde había estado sentado, mirando a
WildCard con asombro. Miró a Stan con algo que normalmente sería incómodamente similar a la
adoración de un héroe. Pero ahora mismo Stan apreciaba el hecho de que Muldoon lo viera a
través de sus gafas de superhéroe color rosa, de esas que oscurecían el tinte verdoso que Stan
sabía que tenía su cara.
—Dios mío, Suboficial Mayor —dijo Muldoon—, realmente puede arreglar cualquier cosa, ¿no?
—Absolutamente —dijo Stan, subiendo a la camioneta y arrancando el motor con un rugido,
rezando para que Muldoon no viera la forma en que le temblaban las manos.
Cristo, le dolía todo. Y todavía tenía que llamar a O’Leary cuando llegara a casa, pedirle que
despertara a WildCard en la mañana, llevarlo a la puerta principal a las 1130, y ordenarle que fuera
a la oficina de Stan a las 1300. Le echaría la bronca de su vida, y usaría a Janine Morrison como
motivación adicional para que se pusiera las pilas. Stan bajó la ventanilla.
—Hazme un favor y lleva a Karmody a casa.
—Por supuesto, Suboficial Mayor. Pero ¿qué hay de…
—Gracias, Muldoon.
—… usted?
—Estoy bien —mintió Stan mientras ponía en marcha la camioneta y salía del estacionamiento.
De ninguna manera dejaría que Muldoon lo llevara a casa. Su casa estaba fuera de límites para los
hombres de su equipo, incluso para Muldoon, que era lo más parecido a un amigo que tenía, a
pesar de su diferencia de edad, a pesar del hecho de que Muldoon era un oficial y Stan un alistado.
Stan bajó por la calle y dio vuelta la esquina sosteniendo firmemente el volante antes de tener
que detenerse.

2
Hora militar.
Y entonces se quedó ahí, sentado, temblando y sudando, enfermo como un perro y sin ya tener
que ocultarlo.
Maldita sea. Eso había estado cerca. Pero estaba bien. La ilusión estaba intacta. Había tenido
suerte de nuevo. El Poderoso Suboficial Mayor Stan Wolchonok permanecía invencible, imparable,
inmortal. Como Muldoon había dicho, podía arreglar cualquier error, cualquier metedura de pata,
podía encontrar soluciones creativas a cualquier problema, casi caminar sobre la maldita agua si
tenía que hacerlo.
Sí, si no tenía cuidado, iba a empezar a creerse su propia propaganda.
Stan se rio de sí mismo mientras estaba ahí sentado, con los dientes castañeteando por el
repentino escalofrío que se apoderó de él. Le tomó, sí, a él, el poderoso Suboficial Mayor, cuatro
intentos para subir la calefacción del coche.
Una cosa era engañar a los hombres de su equipo. Era su trabajo hacerlo. Pero no había forma
de engañarse a sí mismo pensando que era alguna especie de dios. No, él sabía muy bien lo qué
pasaría si tratara de caminar sobre el agua.
Se hundiría como una piedra.
Tardó casi una hora en hacer el trayecto de cinco minutos a su casa.
Pero lo logró. Por su cuenta.
1.
Cuatro meses más tarde.

El Teniente Comandante Joel Hogan le agarró el culo.


Justo en el McDonald de la base. Justo delante de…
Un lugar lleno de gente que no estaba prestándoles la más mínima atención.
La teniente grado junior Teri Howe no supo si sentirse amargamente decepcionada o
intensamente aliviada.
Tomó su bandeja y se alejó de Joel, ignorándolo deliberadamente. Se dirigió al otro lado del
comedor. Evadir y ocultarse. Correr y esconderse. No enfrentar al enemigo en este momento. No
armar una escena.
Se sentó en una mesa pequeña ya ocupada por una teniente que estaba profundamente absorta
en un libro. Alzó la vista y miró con curiosidad las otras mesas vacías y luego a Teri.
—Un agarra culos a mis seis —explicó Teri—. Voy a estar en silencio, lo prometo. No tiene que
dejar de leer.
La teniente sonrió, con comprensión en sus ojos.
—Algunos de esos tipos pueden ser implacables en su búsqueda. ¿Nueva aquí?
—Reserva —dijo Teri—. Estoy en medio de trabajos civiles, así que tomé una asignación de
servicio activo de corto plazo. —Ciento veinte días. Le quedaban ciento catorce para terminar, y
para esquivar la mano suelta de Joel Hogan. Dios. Parecía mucho tiempo, pero al menos había un
final a la vista. Era patético, cuando lo único que quería era volar—. Soy Teri Howe.
—Kate Takamoto —asintió la teniente, volviendo a su libro y dejando a Teri con su almuerzo.
Teri abrió el envoltorio de su sándwich, levantó la tapa, y se quedó mirando el pollo, con su
apetito perdido. No era una sorpresa. Llevaba ya una semana de dieta Joel Hogan. Era muy efectiva,
la sola idea del hombre convertía el sabor de la comida en su boca en algo innombrable por no
hablar de desagradable.
Teri levantó la vista y vio que Joel había sido interceptado por varios oficiales. Él sonrió, se echó
a reír, con sus dientes blancos brillando contra el bronceado de su cara demasiado guapa.
Aduladora y sonriente. Un regalo de Dios para todas las mujeres.
Hubo una época en que ella realmente lo había encontrado atractivo. Parecía imposible, pero
era cierto. Hubo una época en que había deseado al Rey Repugnante. Y su juventud y estupidez
volvían ahora a morderle el trasero. A lo grande.
No me toque. Ya se lo había dicho demasiadas veces para contarlas. No me hable, no me mire, ni
siquiera piense en mí. Ella no había dicho eso. Era una petición mucho menos razonable,
considerando que iban a trabajar en la misma zona durante los próximos 114 días.
Dios, le dolía el estómago de solo pensar en ello.
Tenía que permanecer fuera de su camino.
Era lo más inteligente. Iba a tener que mantenerse alerta, asegurarse de que siempre hubiera
espacio entre ellos.
Por el rabillo del ojo vio a Joel ponerse de pie, y ella se puso tensa. Pero solo iba a buscar leche
para su café. Se obligó a comer otro bocado de su sándwich y se encontró mirando directamente
los ojos del Suboficial Mayor Stan Wolchonok.
Estaba sentado con el teniente Paoletti y un montón de otros SEALs del Equipo Dieciséis,
escuadrón Troubleshooter, tanto oficiales como alistados. Ella había trabajado con ellos antes, y
después de transportarlos de un lado a otro en una operación de entrenamiento en el desierto la
semana pasada, conocía todos sus apodos.
Nilsson era Nils o Johnny. A Starrett lo llamaban Sam, Jenkins era Jenk, Jacquette era Jazz, y
Karmody era conocido como WildCard. Incluso el comandante del equipo, el teniente Paoletti tenía
su nombre acortado a LT.
Todos tenían un apodo salvo Stan Wolchonok, que nunca era llamado otra cosa sino «Suboficial
Mayor» o «Mayor», y siempre era tratado en un tono respetuoso y a veces incluso reverente.
Era un hombre de aspecto intimidante, no terriblemente alto pero musculoso, bien marcado de
hecho, con una cara que parecía que había pasado unos años en un ring de boxeo. Sus anchos
pómulos, la frente grande, y las cejas espesas, parecían hechos para el permanente ceño fruncido
que había perfeccionado. La línea de la mandíbula y la barbilla eran belicosas y su nariz estaba
ligeramente torcida hacia la izquierda, sin duda rota varias veces. Sus ojos eran oscuros y capaces
de ser cortantes e intensos o fríamente apagados e inertes. Llevaba el pelo un poco más largo que
su habitual corte militar, era grueso y ondulado, y sorprendentemente rubio. Su piel era clara,
demasiado clara, y casi siempre estaba quemado por el sol o el viento, con las mejillas sonrosadas y
la nariz pelada.
Pero el respeto mostrado hacia él por sus hombres y los oficiales de su equipo SEAL no era
porque parecía alguien que uno querría evitar encontrarse en un callejón oscuro. No, él era
respetado porque sus hombres sabían que lucharía hasta la muerte por ellos, si se daba el caso. No,
lucharía incluso desde más allá de la muerte por ellos, porque ni siquiera la muerte podría detener
al poderoso Suboficial Mayor Wolchonok.
El hombre era un solucionador de problemas. Un hacedor de milagros, que esperaba tanto y más
de sí mismo de lo que esperaba de sus hombres.
Y mientras Teri estaba sentada ahí, se encontró devolviéndole la mirada. La mirada ceñuda del
Mayor cruzó el restaurante, aterrizando brevemente sobre Joel Hogan.
Oh, rayos, ella se había equivocado. Se obligó a bajar la vista a su sándwich, sintiendo sus
mejillas calientes. Alguien vio a Joel alargar la mano en la fila. Stan Wolchonok lo había visto.
Dios, que humillante.
Tragó varios mordiscos más de su insípido sándwich y terminó su refresco. Recogió la basura, le
agradeció nuevamente a Kate y salió, fuera del edificio y hacia el agua, con la esperanza de que el
aire puro del mar la ayudara a recuperar su firmeza y su calma.
Pero oyó la puerta abrirse como si alguien la siguiera. Por favor, no permitas que sea el Suboficial
Mayor. Por favor, no dejes que sea…
—Hey, Teri ¿Dónde vas con tanta prisa?
Bueno, esa fue una lección de «ten cuidado con lo que deseas». No era Stan Wolchonok. Era
Joel.
Evadir y ocultarse.
Mantener la distancia entre ellos.
Escapar.
Teri bajó la cabeza, fingiendo que no lo oyó, y siguió caminando.

La mañana de abril debería haber sido gloriosa. Fresca y limpia con un cielo azul y una brisa
que proclamaba que la primavera por fin estaba aquí.
Helga Rosen despertó temprano con el extraño sonido de aviones zumbando por encima.
Montones y montones de aviones.
Se quedó en su habitación hasta las ocho, y luego, como cualquier otro día, bajó por un tazón de
gachas de Fru Inger Gunvald, lista para acurrucarse en un rincón de la cocina para disfrutar su
desayuno con un libro. Si tenía suerte, podría leer una hora y media antes de irse a la escuela.
Y si tenía mucha suerte, Fru Gunvald habría traído a su hija Marte y jugarían esos maravillosos
juegos de fantasía de Marte, afuera en el patio.
Marte, que era dos años mayor, era la mejor amiga de Helga en todo el mundo.
Pero esta mañana Fru Gunvald estaba retrasada. La cocina estaba fría y vacía.
Poppi todavía estaba en casa, discutiendo con Hershel.
—¡Hershel! —Helga corrió hacia él.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Su hermano le dio un abrazo rápido.
—Hemos sido invadidos, ratita. Los alemanes están en Copenhague. Las clases fueron
canceladas.
—¡Invadidos! —jadeó ella.
—No asustes a la niña —lo reprendió su padre.
—Alguien además de mí debería estar asustado. —Hershel se volvió hacia ella—. Sucedió en
menos de dos horas, Helga. Los soldados alemanes llegaron en un barco carbonero antes del
amanecer. Están por toda la ciudad y el rey se rindió casi sin protestar. Es una mala noticia para los
daneses. —Miró a su padre sombríamente—. Peor para los daneses judíos.
—Helga, ve arriba con tu madre. —La cara de Poppi se estaba sonrosando mientras miraba a
Hershel—. No hables así delante de ella.
El sonido de una camioneta traqueteando en el patio los hizo saltar. A Helga le saltó el corazón.
Había leído relatos de las redadas de los judíos en Alemania y Polonia en los periódicos clandestinos
que Hershel había conseguido en la universidad y pasado a Helga susurrándole que los escondiera
de Poppi.
Corrió a la ventana, pero no eran los nazis en el patio. Solo era Herr Gunvald. El padre de Marte.
Saltó de su camioneta, era un hombre grande, de hombros anchos, mucho más alto que el Dr.
Rosen. Era un trabajador, usaba su fuerza para construir casas, una profesión que a Helga siempre
le había impresionado mucho más que la de sus padres.
—Helga tiene que saber lo que está pasando —dijo Hershel a su padre—, lo que está pasando en
Alemania, y en toda Europa.
—Eso no puede pasar aquí —insistió Poppi—. Esto es Dinamarca. El rabino Melchior dice que
tenemos que mantener la calma.
Herr Gunvald golpeó la puerta como si lo persiguieran los perros del infierno.
Helga abrió.
—Herr Rosen ¿lo ha oído? —preguntó él, hablando a su padre por encima de su cabeza—. Ahora
somos parte de Alemania.
—Lo oímos —dijo Hershel con fuerza.
—¿Dónde está Fru Gunvald? —preguntó Helga. No había nadie más en la camioneta.
—Está en casa —le dijo Herr Gunvald—. Hasta que averigüemos lo que está pasando, pensé que
era mejor que Inger y Marte se quedaran allá.
—Helga, ve arriba —La cara sonrosada de su padre se estaba poniendo roja. Nunca una buena
señal.
Helga no se movió.
—Helga, ¿estás escuchando?
—Voy a ir a Copenhague a buscar a Annebet, para asegurarme de que está bien —continuó Herr
Gunvald.
—¡Annebet! —Helga no pudo evitar exclamar. La hermana de Marte, Annebet, estaba en
Copenhague, todavía en la universidad, con todos esos soldados alemanes—. ¡Por favor, tráigala a
casa!
—Lo haré. Inger me pidió que pasara por aquí de camino a la ciudad, para que supieran que hoy
no vendría. —Se inclinó para hablar con Helga—. ¿Quieres venir a casa a jugar con Marte esta
mañana? —Miró a su padre—. Son bienvenidos a venir si están nerviosos por…
—¿Helga?
—Mi padre dice que esto es Dinamarca —dijo Hershel—. A pesar de que los soldados alemanes
están en nuestras calles, tenemos que mantener la calma.
—Helga, ¿Hola? ¿Me estás escuchando?
—¡Estoy tratando de escuchar a Hershel! ¡Poppi!
—Está bien, tierra a Helga. Vuelve mujer. Me has llamado un montón de nombres a lo largo de
los años, algunos obscenos, pero ¿Poppi?
Helga parpadeó.
—Desmond Nyland.
Su rostro familiar estaba justo frente a ella, con sus ojos marrón oscuro estudiándola con
preocupación. Se veía tan cansado como ella se sentía, las líneas de tensión lo hacían parecer
mucho mayor de lo que era.
—Ese soy yo, muchacha. ¿Ya volviste conmigo?
Ella asintió, temblando. Atrás quedó Dinamarca. Atrás quedó Poppi y Herr Gunvald. Atrás quedó
Hershel. Ido hace tanto tiempo que ayer mismo se dio cuenta de que ya no podía recordar su cara.
No había fotografías, no de él. Los refugiados por lo general no tenían muchas fotografías de la
familia, y ella tenía más que la mayoría.
—¿Dónde estabas? —Des se sentó frente a su escritorio y cruzó sus largas piernas—.
¿Dinamarca?
—Sí —admitió ella. Tenía siete años cuando los alemanes invadieron—. Debo haberme quedado
dormida.
—No lo creo. Tus ojos estaban abiertos y estabas hablándome.
Miró su escritorio, su oficina. Sobre su escritorio había fotos de su marido Avi y sus dos hijos. Sus
nietos. Una foto de Desmond y su esposa Rachel, y su hija adoptiva Sara, negro, blanca, asiática.
Eran una familia bastante diversa. Sí, Helga tenía muchas fotografías ahora, y un buen hogar, el
mismo desde hace más de cuarenta años.
Nada mal para una refugiada.
—Ahora, sé quiénes son Marte y Annebet Gunvald —dijo Des—. Su familia te ayudó a ocultarte
de los nazis. He oído esa historia muchas veces. Pero ¿Quién es Hershel? Es nuevo para mí.
Nunca olvides. Ella había vivido toda su vida asegurándose de que la gente con la que se
contactaba supiera que era una sobreviviente del Holocausto. Había contado su historia muchas
veces. Pero nunca hablaba de Hershel. Casi sesenta años después, todavía dolía demasiado.
—¿Quieres hablar de eso ahora o después? —preguntó Des, con voz suave.
Dios, estaba cansada. Vieja y cansada, le dolían los huesos y su cabeza empezaba a viajar en el
tiempo. No, no quería hablar de esto para nada.
—Después.
Frunció el ceño ante su escritorio, a sus archivos allí, a la página de notas que había escrito, en
danés. Acerca de… ¿mudarse a Israel? Notas acerca de salvaguardar los muebles de Mutti, algunos
de los cuales se habían mantenido milagrosamente en perfectas condiciones por los vecinos
mientras ellos estaban…
Oh, cielos.
Sacó otro archivo de encima, y Des se puso de pie. Como su asistente personal durante años,
sabía lo suficiente para no presionar.
—Bien. Hazme saber si necesitas algo.
—Necesito algo. Necesito encontrar a Marte Gunvald —Helga lo miró—. Lo he intentado antes,
pero ahora… —Tal vez si localizaba a Marte y averiguaba acerca de Annebet, si hacía algún tipo de
conexión física con la parte de su pasado que había eludido por tanto tiempo, dejaría de ser
perseguida por estos vívidos recuerdos que la lanzaban al pasado y la desorientaban así—. ¿Puedes
ayudarme a encontrarla? Sé que todavía tienes contacto con la inteligencia.
Eso era decir poco.
Desmond, un exmiembro de un equipo de rescate de elite de la Fuerza Aérea de los EE.UU, había
llegado a Israel a principio de los ochenta después de casarse con una mujer israelí y convertirse al
judaísmo. Esos primeros años, había trabajado con la inigualable agencia de inteligencia israelí, el
Mossad. Cuando, varios años después, lo nombraron su asistente personal, Helga sospechó que le
habían dado el puesto porque con ella podía hacer cosas, ir a lugares y observar gente, que de otro
modo no habría podido, al destacarse visiblemente como un hombre negro en un mundo
predominantemente blanco.
En todos los años que habían estado juntos, Helga nunca le había pedido a Des un favor como
este. Nunca había jugado la carta de la inteligencia.
Hasta ahora.
Nunca había sido tan importante.
Él asintió. Sacó su libretita con tapas de cuero que siempre llevaba en el bolsillo interior de su
chaqueta.
—Marte Gunvald —dijo mientras escribía—. Me encargaré ahora mismo.
—Gracias —dijo ella cuando él se dirigía a la puerta—. Saluda a Rachel de mi parte.
Des se detuvo.
—Rachel murió hace dos años.
Merde.
—Lo siento. Estoy…
— Cansada —dijo él—. Sí, lo sé. Yo también lo estoy.

Stan vio a Joel seguir a Teri Howe fuera del restaurante de comida rápida, se deslizó del
reservado y se paró.
—Disculpe, señor —dijo, mirando brevemente a Tom Paoletti. Asintió a los otros oficiales de la
mesa y se dirigió por la misma puerta por la que Howe y Hogan habían salido.
Hogan estaba casado, pero hombres y mujeres en la base a veces tenían relaciones
extramatrimoniales, igual que en el mundo civil. Y era posible que lo que acababa de ver fuera una
especie de jueguito travieso entre Teri Howe y el apuesto teniente comandante con pinta de
estrella de cine.
Si ese fuera el caso, los encontraría en algún armario, con la lengua de Hogan en su boca y las
manos en sus pantalones, rompiendo todas las reglas de comportamiento apropiado de un oficial y
caballero estando aquí en la base.
Eso si primero los encontraba.
Pero por otro lado, la tensión que vio en la cara y los hombros de Teri y en la manera en que
agarró su bandeja, de seguro que no vio como si viniera de algún juego sexual. Cuando ella se alejó
de Hogan en el Micky D’s, cada fibra de su cuerpo gritaba que sacara sus malditas manos de
encima.
Claro que tal vez fue lo que el propio Stan tuvo ganas de gritar.
Maldita sea, la mujer merecía un poco de respeto. Era uno de los mejores pilotos de helicópteros
con la que había trabajado, y había trabajado con muchos. Pero Howe era muy sólida. De fiar.
Eficiente. Segura de sí misma. Firme. Audaz en el aire.
La había visto bajar su helicóptero y mantenerse suspendida casi inmóvil a metros de la torre de
radio del S.S. Libertad, un buque de investigación oceanográfico, en medio del Pacífico.
Cuando la llamada del Libertad entró, ella estaba transportando a casa al escuadrón
Troubleshooter de una operación de entrenamiento. Acababan de pasar tres semanas a bordo de
un portaaviones y estaban ansiosos por volver a tierra. Teri había sido su taxi, por así decirlo.
Pero la llamada de socorro entró, pidiendo cualquier ayuda disponible. Tres estudiantes
adolescentes que participaban en una escuela de oceanografía a bordo tipo Jacques Cousteau
habían tenido un accidente de buceo y estaban desarrollando casos severos de descompresión. El
Libertad tenía una cámara de descompresión portátil, pero había funcionado mal. Los rescatistas de
la Guardia Costera e incluso los de la Fuerza Aérea estaban dispuestos a acudir en su ayuda pero el
barco estaba a dos horas de vuelo, cuatro horas ida y vuelta, de San Diego.
Por pura suerte los SEAL estaban a pocos minutos de la ubicación del Libertad. Podían tomar a
los chicos y llevarlos al hospital en el menor tiempo posible.
El barco era demasiado pequeño para que el helicóptero aterrizara en la cubierta, pero Teri
Howe los acercó bastante. Subieron a bordo a los tres estudiantes como si fuera lo más fácil del
mundo elevar las cestas de rescate de una pequeña nave que era sacudida por olas de dos metros y
vientos huracanados desde un helicóptero suspendido. En todo momento, la voz de Teri había
llegado a través de los auriculares de Stan, tranquila y serena, completamente bajo control.
Montó a todos a bordo y los llevó de regreso a San Diego en tiempo record, manteniéndose
cerca del agua todo el camino. Fue un viaje salvaje, y cuando aterrizaron en el hospital, mientras el
equipo médico descargaba a los chicos, él fue al helicóptero para agradecerle personalmente por el
trabajo bien hecho. Había sido uno de los hombres en la cubierta de ese barco, enganchando las
cestas al cable del helicóptero, y supo de primera mano que su habilidad como piloto había
ayudado a salvar la vida de los chicos.
—Buen trabajo, señora.
Fue un cumplido simple, pero ella lo miró como si le hubiera dado un millón de dólares. Con sus
mejillas encendidas y sus ojos marrones brillantes, se veía tan infartantemente hermosa que se
alejó rápidamente.
—Así me gusta volar —la oyó decir. Rápido como el diablo, al parecer, y con vidas en juego. Ella
era dura, fuerte, capaz.
Entonces ¿Por qué no le rompió la rodilla a Hogan allá en el McDonald cuando le agarró el
trasero?
El aire afuera era fresco y húmedo y olía a océano, a sal y a pescado y a grandes expectativas.
Stan se movió en silencio alrededor de la esquina del edificio y hacia el estacionamiento,
adivinando por descarte que se habían dirigido hasta aquí. Era un lugar bastante público para una
cita de amantes, pero si los encontraba en una posición comprometida, simplemente se alejaría
rápido.
Se decepcionaría, seguro, pero no dejaría que afectara su opinión acerca de las habilidades
como piloto y como parte del personal de apoyo de su equipo. Conocía a un montón de hombres
que tenían un excelente criterio con su profesión, pero eran unos completos idiotas cuando se
trataba de su vida personal.
Hasta él se podía contar entre ellos.
Y ahí estaban. Teri Howe y el teniente comandante Hogan. En el estacionamiento. Parados
demasiado cerca.
Excepto que Teri estaba de espaldas a Hogan como si estuviera tratando de abrir la puerta de su
camioneta.
Tratando de escapar.
Hogan se acercó más, su voz demasiado lejos para que Stan pudiera distinguir las palabras.
La respuesta de Teri fue más fácil de escuchar.
—Dije, apártese.
Stan caminó hacia ellos, apurando el paso. No estaba seguro si corría a su rescate o simplemente
se acercaba para tener una mejor vista para cuando Teri le diera un rodillazo en las pelotas al
idiota.
Ella consiguió sacar el seguro pero no pudo abrir la puerta. No sin golpearla contra Hogan. La
tenía inmovilizada, con una mano a cada lado de ella, contra el techo del coche.
—Le dije antes que no estoy interesada —Stan le oyó decir—. ¿Qué parte de eso no entiende?
Hogan se echó a reír, como si hubiera hecho una broma.
—Lo de princesa de hielo es un buen detalle para tu carrera, pero vamos, Teri. Estás hablando
conmigo. Los dos sabemos la verdad. ¿Qué tal si voy a tu casa esta noche? — Preguntó Hogan—.
¿Qué tal si nosotros…?
—Por favor.
Hogan se reía, el idiota, como si esto fuera un juego.
—Sabes que me quieres.
La voz de Teri temblaba de ira.
—Lo que quiero es que tome su pequeño lápiz de pene y lo mantenga lejos de mí.
Stan tenía ganas de reír a carcajadas, pero la verdad es que Teri Howe había cometido un grave
error. Cuando se trataba de idiotas como Joel Hogan, no se insultaba su hombría, y ciertamente no
se utilizaba la palabra pequeño cuando se hablada de su paquete personal. Le había dado una
invitación directa para probarle que estaba equivocada.
Y el bastardo lo hizo. O al menos lo intentó.
—Me estás confundiendo con otro.
Desde su ángulo, Stan no alcanzaba a verlo todo, pero supo por la expresión de Teri que Hogan
la estaba tocando. No con las manos, todavía las tenía en el coche. Pero el hijo de puta se había
inclinado aún más cerca y se frotaba contra ella.
Y ahora iba a morir. Ella le iba a dar un codazo en las costillas, tal vez le daría una patada en la
espinilla con el tacón de su bota. De cualquier manera, iba a doler. Stan se cruzó de brazos listo
para ver.
Pero Teri no se movió, y Stan se dio cuenta con un sobresalto que ella estaba paralizada. La voz
no le temblaba por la ira. Era por miedo. Maldición, por alguna razón, y él no quería pensar en eso,
las posibilidades eran demasiado desagradables, ella era incapaz de alejarse o defenderse de este
imbécil.
Stan no oyó lo que Hogan le decía, no oyó la respuesta, porque había dado la vuelta, fuera de su
vista.
—Disculpe, teniente Howe —gritó, antes de que pudieran verlo, fingiendo que acababa de
llegar.
Y Hogan retrocedió al instante.
Stan recordaría la expresión de Teri por el resto de su vida. Por un breve instante, lo miró como
si la hubiera salvado, con sus ojos llenos de alivio, y ecos de miedo y terror. Pero luego lo escondió
todo detrás de una sonrisa superficial sin expresión.
Hogan no fue tan suave. La ira brilló en sus ojos. Estaba cabreado con Teri, y también con Stan
por interrumpirlos.
Aunque bueno, ¿qué quedaba por decir a una mujer después de que usara esas palabras para
describirte?
Stan simplemente se habría alejado, seguro de saber que estaba desinformada. Pero tal vez
Hogan no estaba bien dotado emocionalmente.
Stan mantuvo su rostro tan inexpresivo como Teri, sus propios ojos carentes de emoción. Solo
era el mensajero alistado. El sirviente de los oficiales. Sabía que a los ojos de Hogan, como
Suboficial Mayor era poco más que un mayordomo.
—El teniente Paoletti quiere que repase con usted algunos puntos antes del entrenamiento de
esta tarde —le dijo a Teri.
—Terminaremos esta conversación más tarde —dijo Hogan.
¿Oh, sí? ¿Cómo iba a sacar el tema? Digamos, Teri, acerca de eso del lápiz de pene…
—No se moleste —Ella le dijo a Hogan cortésmente, con una voz que todavía temblaba un
poco—. Creo que hemos cubierto todo el terreno necesario, señor.
—No —dijo Hogan—. Te llamaré. A tu casa. —Le dio la espalda a sus protestas y se dirigió
rápidamente hacia el edificio de la administración, asintiendo secamente a Stan al pasar.
—Sé que esta es su hora de almuerzo, señora —Stan le dijo a Teri—, así que si tiene recados que
hacer en el centro, podemos encontrarnos en mi oficina a las 1300.
—Oh —dijo ella—. Sí. Esa… Esa es una buena idea. —Él sabía que estaba mucho más alterada de
lo que estaba dispuesta a aparentar. Llevaba una chaqueta, pero se agarraba los brazos como si
tuviera frío. O como si sus manos temblaran y no quería que él lo viera—. Gracias, Suboficial Mayor.
Ya era suficiente.
—Teri, mentí —Stan le dijo sin rodeos—. El teniente no me pidió que hablara contigo. Los vi a ti
y a Hogan. Los escuché.
Ella levantó la barbilla y finalmente lo miró directo a los ojos.
—Lo sé. —Su voz tembló un poco—. Gracias, Suboficial Mayor.
Ah, mierda. Ahora estaba forzando una sonrisa, pero con esos ojos tan enormes en su cara
delgada, parecía de doce años y así de indefensa. Stan quería ir a buscar a Hogan y molerlo a
golpes.
Quería tomarla en sus brazos y darle un abrazo tranquilizador. Pero ¡Cristo! Eso era lo último
que ella necesitaba de él en este momento. Otro hombre que quisiera tocarla. No, ella lo
necesitaba frío, distante y profesional.
Necesitaba que él asintiera y se alejara. Darle espacio para recuperar su equilibrio.
No podía hacerlo.
—No pude dejar de notar que al parecer tiene un problema, teniente.
La llamó por su rango para cancelar el haberla llamado Teri un momento antes.
Ella no dijo nada, pero tampoco huyó, así que continuó, eligiendo sus palabras con cuidado.
—No estoy seguro de lo que está pasando aquí. —Mucho mejor, sin duda más educado que
preguntar de plano qué carajo estaba ocurriendo—. Y sé que bajo circunstancias normales,
probablemente, técnicamente, soy la última persona a quien usted debería acudir con un
problema, pero… Tengo la sensación de que estas no son circunstancias normales.
Ella había estado mirando al suelo, pero ahora su mirada se dirigió a su cara, a sus ojos y luego
se apartó.
—Mire, no quiero avergonzarla —Stan lo dijo lo más suavemente que pudo. Los hombres a los
que había gritado por ser unos hijos de puta perezosos durante la carrera de esta mañana estarían
sorprendidos—. Solo quiero que sepa que un problema que parece insuperable para usted podría
no ser así para alguien como yo.
Torció la boca en lo que esperaba fuera una sonrisa tranquilizadora cuando volvió a mirarlo.
—Estoy aquí —dijo él tan honestamente como le fue posible, sosteniendo su mirada, esperando
que entendiera que lo decía en serio. Quizás estaba mal, podría recibir una paliza solo por
ofrecerse, pero… —Si decides que quieres ayuda, Teri, estoy aquí ¿de acuerdo?
Oh, maldita sea, los ojos de Teri se llenaron de lágrimas.
Y esa no fue la mayor sorpresa. La mayor sorpresa fue cuando ella se lanzó hacia adelante, a sus
brazos.
Sí, la mayor sorpresa del día, semana, mes, y posiblemente del año fue que él estaba parado en
el estacionamiento, siendo abrazado por Teri Howe.
El cuerpo de Stan reaccionó más rápido que su cerebro, y la abrazó antes de tener tiempo de
pensar que tendría que hacer en esta circunstancia particular.
Pero, mierda, ella era una brazada. Suave y fuerte, cálida y femenina, de pechos suaves contra su
pecho, y maldición, su cabello olía grandioso. Enterró su nariz en él antes de darse cuenta de que
tal vez no era una buena idea.
Y entonces, antes de registrar el hecho de que, Cristo, estaba temblando, terminó. Ella se echó
para atrás, lejos de él, viéndose tan sorprendida de sí misma como él.
—Lo siento —dijo ella, abrazándose de nuevo como si fuera a estallar en mil pedazos—. Dios,
yo…
Stan ajustó su rostro, borrando la expresión incrédula que sabía que tenía.
—¿Te lastimó? —no pudo evitar preguntar—. ¿Hogan? —agregó—. Si lo hizo, yo —voy a
matarlo. Se detuvo antes de decirlo justo a tiempo.
—No —dijo ella, mirando a su alrededor, sin duda viendo quien había presenciado que abrazaba
al Suboficial Mayor del equipo dieciséis de los SEAL. El estacionamiento todavía estaba vacío,
estaba a salvo—. No, no es… lo siento. —Se dio la vuelta y prácticamente salió corriendo—. Gracias,
Suboficial Mayor —le gritó de nuevo.
—No hay problema —dijo él, aunque ella posiblemente no pudo oírle—. Teri.
Teri. Sí, claro. Un abrazo extraño y sería permanentemente Teri en su cabeza.
De acuerdo, Sr. Arréglalo Todo. ¿Ahora qué?
Teri, quien en adelante sería la teniente Howe, claramente tenía algún tipo de problema,
probablemente uno de acoso sexual, con el teniente comandante Hogan, quien en adelante sería
ese imbécil.
Stan le dejó claro a la teniente Howe que si quería ayuda, él estaba disponible. Pero no podía
obligarla a decirle cual era el problema. Confrontar a ese imbécil, aunque se moría de ganas de
hacerlo, no era una opción para Stan en este momento.
Teri Howe era una chica grande. Si quería la ayuda de Stan, tendría que pedírsela. Hasta
entonces, lo mejor que podía hacer era mantenerse tranquilo. Y tener un ojo puesto en ella.
Si Hogan iba a meterse con Teri Howe de nuevo, bueno, maldición, iba a suceder con Stan de
guardia.
Y eso era jodidamente seguro.
2.
Teri vaciló afuera de la puerta, revisando la dirección.
No, esto era sin duda el 23 Hillside. ¿Quién lo habría adivinado? El Suboficial Mayor Stan
Wolchonok vivía en una casa de la década de 1920.
Era linda, pequeña e inmaculada, con lo que tenía que ser las ventanas emplomadas originales,
un jardín bien cuidado y una vista maravillosa al océano.
Vivir aquí sería como tener una postal a diferentes horas. Uno podría llegar a casa del trabajo,
cerrar la puerta, y dejar afuera la mayor parte de los siglos veinte y veintiuno.
Siempre que nadie llegara sin avisar.
Debería haber llamado antes de venir. ¿Qué estaba pensando al dejarse caer en la casa del
Suboficial Mayor cuando él estaba fuera de servicio y relajado, como si fueran amigos o algo?
La verdad es que no quería ir a casa. Si Joel la estaba esperando allá como ayer…
Teri cuadró los hombros y llamó al timbre.
Nada.
Había una camioneta parecida a la del Suboficial Mayor estacionada en la entrada. Él estaba en
casa. Tenía que estar en casa. No creía que volvería a tener las agallas para regresar en otro
momento si él no estaba en casa.
Tocó el timbre otra vez, justo cuando se abrió la puerta.
—Lo siento —dijo ella. Oh, fue un comienzo brillante. Trató de sonreír—. Hola. —mejor todavía.
Por la cara del Suboficial Mayor Wolchonok cruzó la sorpresa total cuando la vio. No duró
mucho. Fue solo un destello casi imperceptible antes de asumir la expresión neutra que ella
reconocía como su cara de descanso. Lo hacía parecer completamente inescrutable.
—Lo siento —dijo de nuevo—. Probablemente es un mal momento.
Lo había despertado. Eso era obvio. Llevaba un par de pantalones cortos y una camiseta, pero su
pelo era un desastre, todo parado. Y tenía los pies desnudos.
Se dio la vuelta para huir, pero él la detuvo.
—No. Yo estaba… ¿Se encuentra bien?
—Sí, yo… —Honestidad. Tenía que ser completamente honesta con este hombre. Era la única
manera que podía hacerlo. Se obligó a mirarlo directamente a los ojos. Eran azules, algo que
descubrió para su sorpresa dos días atrás, cuando él los siguió a ella y a Joel al estacionamiento,
cuando fue increíblemente amable con ella.
Nunca antes se había atrevido a acercarse lo suficiente al Suboficial Mayor para mirarlo a los
ojos.
—No, no estoy bien, quiero decir, estoy bien físicamente. De verdad —añadió rápidamente
cuando él empezó a reaccionar—, pero… —respiró profundo—. Voy a tomar su ofrecimiento de
ayuda, Suboficial Mayor. Eso es, si aún sigue en pie.
—Por supuesto —dijo él sin vacilar—. Es solo que no esperaba… m…
Lo sabía. No debería haber venido aquí, a su casa. Fue un error.
—Lo siento. No me sentía cómoda con la idea de ir a su oficina —admitió—, y ni siquiera estaba
segura de que iba a venir hasta que llegué aquí y… —Su voz tembló, maldita sea, pero él salvó su
dignidad al pretender que no lo notó.
—No hay problema —Abrió más la puerta, dando un paso atrás—. Pase. Por favor. No estoy
vestido para recibir visitas, y la casa no es realidad… —Él trató de sonreírle—. Pero es un buen
momento. Me alegro que haya venido, teniente. Y está absolutamente bien que hablemos aquí. Lo
es.
Si decía bien una vez más, ella iba a dar la vuelta y correr.
Pero la entrada olía a café, y ella entró. Teri había esperado más un ambiente de vestuario de
hombres de la casa del Suboficial Mayor, calcetines viejos y ropa sucia, pero no solo olía a café, era
buen café.
Y el interior de la casa era tan perfecto como el exterior. El trabajo de carpintería relucía. La
entrada no era una entrada, se dio cuenta, sino más bien una sala de estar acogedora. Tenía una
chimenea hecha con enormes piedras lisas, como guijarros de playa gigantes y redondeados. Era
hermosa. Todo el lugar era notable.
—Vamos a la cocina —dijo él—. ¿Tiene hambre?
Sin embargo, no había muebles en la habitación.
Solo un espejo en la pared, y cuando el Suboficial Mayor lo pasó, se vio a sí mismo y
rápidamente trató de arreglar su pelo.
—Maldición —lo oyó murmurar—. Tendrá que disculparme —dijo él más alto—. Me levanté
temprano, salí a correr. Tengo que ir a la base, pero no hasta dentro de unas horas, así que estaba
vegetando en el porche cuando usted tocó el timbre. Soñando con el desayuno. Me pilló en modo
miserable, ni siquiera me he duchado, así que asegúrese de no pararse a favor del viento. ¿Café?
—Gracias.
La cocina era justo salida de una película en blanco y negro protagonizada por Katherine
Hepburn y Cary Grant. Una gran estufa a gas con una plancha. El refrigerador redondeado. La
despensa separada. Había una mesa, pero solo una silla.
Mientras Teri observaba, Stan tomó un par de tazas del estante de la despensa y sirvió dos cafés
humeantes.
—Espero que le guste negro —dijo—. Me quedé sin azúcar y leche hace unos dos años. —Puso
una de las tazas en la mesa a su lado—. Es por eso que por lo general me conformo con sueños de
desayuno, soy demasiado perezoso para comprar nada salvo café. Y solo lo compro porque soy
adicto. —Brindó con su taza y una sonrisa.
Tenía una sonrisa encantadora. Transformaba totalmente su cara, y Teri se encontró sonriendo
tentativamente hacia él.
Sabía lo que él estaba haciendo. Estaba hablando para llenar el silencio potencialmente
incómodo. Estaba tratando de calmarla con su monólogo afable y pragmático, para hacerla sentir
menos nerviosa. Estaba siendo increíblemente amable, otra vez, sobre todo considerando la
manera en que ella había irrumpido en su mañana de domingo.
—Hmmm —Él ahora estaba mirando la única silla, frunciendo el ceño como si fuera culpable de
no tener dos sillas—. Tal vez deberíamos salir al porche. Adelante, teniente, justo por la puerta
trasera, allí.
Sosteniendo su café, ella obediente, salió a una terraza de concreto. Estaba rodeada por un
muro bajo de concreto, con un voladizo que proporcionaba sombra del segundo piso de la casa y
dos sólidos pilares en cada esquina.
Aquí también había solo una silla, de estilo playero. Pero Stan trajo la silla de la cocina en una
mano y su taza de café en la otra.
Pareció saber que ella preferiría sentarse en la silla de la cocina. Y en lugar de tumbarse en el
sillón, él se sentó en el muro, frente a ella.
—Entonces —fue al grano—. ¿Quiere contarme que está sucediendo entre usted y Joel Hogan?
Teri dejó con cuidado su taza en la terraza, aliviada de que abriera el tema por ella.
—No estoy segura por dónde empezar.
—¿Por qué no empezamos por acordar que nada de lo que diga aquí hoy saldrá de esta
habitación? —Él miró alrededor la falta de paredes e hizo una mueca—. Ya sabe lo que quiero decir.
Ella asintió. Lo sabía. Y confiaba en él. No habría venido aquí si no lo hiciera.
—Gracias.
—¿Por qué no me pone al tanto de la manera en que Hogan la ha estado acosando? Sé que la ha
estado tocando y haciendo comentarios inapropiados. Fui testigo de eso yo mismo la semana
pasada. —Sus ojos eran tan amables y cálidos, que parecía una locura que ella pensara alguna vez
que parecía aterrador—. ¿Algo más que piense que necesito saber?
Dios, había un montón que necesitaba saber, la mayoría cosas embarazosas que no quería
recordar, y menos compartirlas. Y había cosas que no él podía saber, cosas que nunca le había
dicho a nadie. Cosas que él probablemente se preguntaría de todos modos.
Si le preguntaba a bocajarro ¿le diría la verdad?
Honestamente no sabía.
Empezó con las cosas fáciles.
—Anoche Joel estaba esperándome, en el porche de mi departamento cuando llegué a casa.
—Maldita sea. ¿Qué ca…? —Stan respiró hondo—. Discúlpeme, por favor. Oí eso, y simplemente
no sé qué está pensando ese… tipo.
Teri sabía que no habría un mejor momento para decirlo.
—Probablemente está pensando «Vaya, no sé cuál es el problema. A ella le gustó tener sexo
conmigo hace nueve años».
Ella cerró los ojos para no tener que ver su reacción. Pero lo oyó suspirar pesadamente mientras
ella se frotaba la frente, con el codo en el brazo de la silla.
—De acuerdo —dijo él—. Sí, puedo ver cómo una relación pasada complica las cosas.
Ella abrió los ojos y lo miró por entre sus dedos.
—No, Suboficial Mayor, es peor de lo que piensa. No hubo una relación.
Él tomó un sorbo de café, entrecerrando un poco los ojos mientras la miraba desde detrás del
vapor. Esperó a que continuara.
Ella se obligó a bajar la mano y mirarlo de frente.
—Lo que sea que esté pensando, es diez veces peor. —Se le revolvió el estómago pero
continuó—. De hecho, es lo peor posible. Lo recogí en un bar. Tuvimos sexo en el asiento trasero de
su coche, en el estacionamiento del bar. Y no, yo nunca había hecho algo tan estúpido antes, y no lo
he hecho desde entonces. Pero lo hice. Una vez. Con Joel Hogan.
No había forma de que el Suboficial Mayor supiera lo mucho que le costó decirle eso. Su voz no
tembló. Se negó a que sus ojos se llenaran de lágrimas. Pero por dentro se estaba muriendo.
Pero la expresión del Mayor tampoco cambió. Parpadeó cuando le dijo lo del sexo en el
estacionamiento, pero eso fue todo.
Finalmente sonrió, luego se echó a reír muy suavemente. Tomó un sorbo de café. Se rascó la
nariz. Suspiró.
Y mientras tanto su expresión no cambió. Solo siguió mirándola con amabilidad.
—Hace nueve años, usted tenía… ¿cuántos? —dijo finalmente—. ¿Iba a la escuela de vuelo?
¿Recién salida de la universidad?
Ella asintió.
—Eso no es excusa.
Tampoco lo era el hecho de que ella estúpidamente admitiera que teniendo sexo en la parte
trasera del coche de alguien fuera una pieza fundamental para una futura relación. Pero no había
forma de que comenzara a gimotear acerca de los dolorosos detalles de esa noche, de cómo se
limpió después, y volvió al bar, solo para enterarse por un amigo que Joel Hogan estaba
comprometido para casarse en dos semanas. Dios, había pasado de estar en la cima del mundo a
querer morir. En ese mismo momento.
—Tal vez no —dijo el Suboficial Mayor serenamente—, pero es una explicación racional para la
estupidez. Qué, ¿tenía veintidós? ¿Veintitrés años?
—Diecinueve.
Él levantó una ceja.
—Me gradué temprano de la secundaria —explicó.
—¿Cuándo tenía quince?
—Dieciséis. Obtuve mi título universitario en tres años, en un programa acelerado en el MIT.
—¡Vaya! —Estaba impresionado— Un genio ¿eh?
Teri resopló.
—Es obvio que no.
Él se echó a reír suavemente ante eso.
—Vamos, era joven. Él era probablemente tan llamativo y bien parecido en ese entonces como
lo es ahora. Y, oh, déjeme adivinar. Había estado bebiendo ¿verdad?
Ella asintió y él se rio de nuevo.
—El alcohol es el ingrediente garantizado en el noventa y nueve por ciento de los cuentos de
aflicción y estupidez que he oído a través de los años —le dijo—. Y he oído un montón de ellos, Teri.
No es la única que hizo algo realmente estúpido hace casi una década. Yo mismo hice algunas
elecciones bastante malas, diez, veinte años atrás. Haga lo que yo hago, dese un respiro.
—Fácil para usted decirlo —dijo ella—. Usted no tuvo sexo con Joel Hogan.
Él lanzó una carcajada, y Dios, tal vez era un hacedor de milagros como todo el mundo decía,
porque por primera vez, ella también pudo reírse de eso.
Lo miró sentado ahí, con el cielo azul profundo del final de la mañana tendido detrás de él, un
hermoso telón de fondo que se extendía todo el camino hasta el horizonte donde se encontraba
con el mar.
Tal vez así se sentía confesarse. Esta sensación de ser absuelto, de ser perdonado. De finalmente
estar a salvo porque este terrible secreto había sido compartido. Ya no era un secreto porque
alguien más lo sabía.
Tal vez debería contarle todo…
—Entonces ¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó el Suboficial Mayor—. Supongo que la
razón por la que no ha presentado cargos contra Hogan por acoso sexual se debe a los detalles que
rodean su relación previa, y fue una relación, solo que muy breve, se harán públicos. Para su
carrera y en perjuicio personal.
Ella asintió.
Él continuó.
—Teri, tengo que ser honesto con usted. La mejor forma de manejar esto sería contárselo a su
novio. Y luego pídale que aparezca en la base. Dígale que la pase a buscar, que la lleve a casa,
reúnase con él para almorzar, no sé. Deje que Hogan la vea con él. Tal vez entonces él se retira y…
¿No?
Ella estaba negando con la cabeza.
—¿No quiere decirle? —preguntó él.
—No tengo novio.
—Ah —Lo había sorprendido de nuevo. Sospechaba que no era fácil sorprender al Suboficial
Mayor.
—No soy muy buena en esto de las relaciones —admitió Teri—. Los hombres tienden a evitarme.
—Princesa de hielo, la había llamado Joel hace apenas unos días. Era cierto. Ella era fría y distante.
Era mejor que muerta de miedo, pero solo marginalmente—. Quiero decir, me hablan y flirtean si
están en grupo, pero… —Sonrió débilmente—. Tal vez debería verle el lado bueno. Si la noticia
sobre el sexo en el estacionamiento sale a la luz, tal vez por fin me inviten a una cita.
Le gustaba hacerlo reír. Siempre había pensado que su sentido del humor era demasiado oscuro,
así que mantenía la boca cerrada y sus pensamientos para sí misma. Pero Stan Wolchonok parecía
encontrarla genuinamente divertida. Y ahora que ya no se sentía tan sola en esta situación, podía
ver que había mucho que era bastante espantosamente humorístico.
Sin embargo, todavía había mucho de ello que no era para nada gracioso.
—Mi preocupación tiene que ver con mi carrera —le dijo a Stan—. Estoy entre trabajos civiles en
este momento, y estoy pensando en tomar una asignación a largo plazo OUTCONUS después de
que este termine.
—OUTCONUS ¿eh? —dijo él. El acrónimo significaba «fuera de los EE.UU continental»—. ¿Está
interesada en viajar? ¿En dejar California?
Ella asintió.
—Por supuesto. No tengo vínculos con esta zona, mi madre regresó al Este. Lo que realmente
quiero Suboficial Mayor, es volar. Sin estupideces, sin complicaciones, pero… —Volvió a respirar
hondo—. Hay más que tiene que saber. ¿De uno de mis últimos trabajos civiles. . .?
Él sonrió.
—No esté tan preocupada. Con tal que no me diga que tuvo sexo con el presidente de la
compañía en el estacionamiento de la sede corporativa, no voy a gritarle.
Ella se rio con voz temblorosa, todavía sorprendida de que pudiera reírse del todo.
—No, eso solo lo hice una vez.
—Sí, me di cuenta que lo mencionó. Y lo siento, teniente, no debería tomarle el pelo sobre nada
de esto.
—No —dijo ella—. Me gusta lo que hizo. Me gusta… —usted. Oh, Dios, si decía eso, él podría
pensar que había venido por más que su ayuda—. No sé cómo agradecerle. Ha sido tan… dulce.
—¿Dulce? —Eso sacó risa con bufido—. Puede agradecerme no repitiendo eso en público. Mi
reputación se irá al diablo.
Se había sonrojado. Lo había avergonzado, y él estaba tratando de encubrirlo con una broma.
Cuando lo miró, él dejó de fingir y la miró a los ojos.
—Usted me gusta —dijo sin rodeos—. Me gusta como piloto, me gusta como ser humano. Estoy
feliz de poder ayudarla.
—Gracias —dijo ella. Estaba feliz, también. Estaba teniendo un caso ridículamente grave de
mimos. ¡A él le gustaba! No se había sentido tan afectada desde la primaria.
—Así que pongamos todos los hechos aquí sobre la mesa —continuó Stan—. ¿Hay algo que
piensa que debo saber acerca de ese trabajo civil…?
Ella respiró hondo y le dijo.
—Dejé las Aerolíneas Harmony porque era un lugar de trabajo desagradable para una mujer. —
El eufemismo del siglo—. Las empleadas eran tratadas con faltas de respeto. Había mucha charla de
naturaleza sexual, insinuaciones y cosas feas en general. No estoy hablando de un grupo de tipos
sentados por ahí bromeando ocasionalmente acerca del tamaño de su… de su…
—Sí —dijo él— entiendo.
—Era continuo, y pretendía intimidar. Eran especialmente dos individuos, y durante mis tres
años con la compañía, hice lo que pude para no ser programada con ellos. Pero la compañía era
pequeña y…
Era más fácil marcharse, así que se marchó.
—Unos meses después de presentar mi renuncia, se me acercó el abogado de una de las pilotos.
Los estaba demandando. Por acoso sexual. Me presenté como testigo. Testifiqué a su favor, ganó, y
la compañía me ofreció un acuerdo también. Creo que tenían miedo de que yo también los
demandara. —Respiró profundo—. Si presento cargos por acoso contra Joel Hogan, él conseguirá
un abogado. Y si ese abogado investiga, va a encontrar el acuerdo con Harmony. Fue una situación
totalmente diferente, pero si se hace público… Mayor, no quiero ser conocida como la mujer que
grita acoso cada seis meses.
Él asintió, su boca ligeramente fruncida, cavilando.
—Pero al mismo tiempo —agregó— no puedo controlar que Joel Hogan me toque. —Necesitaba
que Stan entendiera lo importante que era para ella que Joel parara. De algún modo—. No quiero
sus manos sobre mí, no quiero que él… —Su voz tembló.
Maldición, lo había hecho tan bien hasta ahora.
—Tengo miedo de llegar a casa y que esté adentro, en mi habitación —admitió, deseando
decirlo aunque fuera en un susurro—. Ese bastardo ha hecho que tenga miedo de ir a casa, de estar
en casa, esto está yendo demasiado lejos.
El Suboficial Mayor bajó su taza de café.
—De acuerdo —dijo—. Se inclinó un poco hacia adelante y la miró directo a los ojos—. Esto es lo
que vamos a hacer.

—Ni siquiera lo pienses.


La esquelética niña americana en la fila del mostrador del check-in de la World Airlines estaba
empezando a llorar, y Gina pudo sentir a Trent detrás de ella, empujándola hacia la puerta.
—Vamos, Gina, lo digo en serio —continuó, mirándola por encima de sus gafas de sol, con sus
ojos azules aburridos.
¿Cómo podía ser aburrida Atenas? Por enésima vez esa tarde se preguntó qué fue lo que vio en
él.
Sí, de acuerdo, bien. Era guapísimo, con rizos rubios que rivalizaban con los de Ryan Phillippe.
Pero solo habían pasado tres días de viaje, y ya, si no lo volvía a ver —jamás— sería demasiado
pronto.
Había tratado de romper con él en el almuerzo, pero al parecer no entendió que ella hablaba en
serio.
Era su culpa, ella siempre estaba haciendo chistes y bromeando. ¿Por qué la tomarían en serio?
—Es solo una estafadora —dijo él, el Sr. Apático-Sabelotodo—. Llega al mostrador justo cuando
el vuelo empieza a abordar y se echa a llorar. Un americano incauto —hizo una pausa, y aunque no
dijo como tú estaba implícito—, va a ayudar, y ella le cuenta que le robaron su tarjeta de crédito
justo esta mañana de camino al aeropuerto. Le compran un boleto y ella promete que su papá rico
les enviará un cheque para pagarles, y por supuesto él nunca lo hace porque no existe. De seguro
ha recorrido toda Europa de esta manera.
—Dios, eres tan insensible —Gina volvió a mirar a la chica, que seguía suplicando a los
encargados de la World Airlines, con su máscara toda corrida—. Apuesto que tampoco crees en
Santa Claus ¿eh?
Pero Casey también la tiraba de la manga ahora. Con su rostro apretado y preocupado, parecía
de doce años.
—Por favor Gina —dijo—. Subamos al avión de una vez. No puedo esperar a salir de aquí.
Gina tuvo que admitir que este aeropuerto, con su historia de violencia y amenazas terroristas,
no estaba en su lista de los diez lugares favoritos para pasar el rato.
Su padre quedó abatido cuando le dijo que iba a Europa con la banda de jazz universitaria y que
una de las ciudades de la gira era Atenas. Pero tenía veintiún años y se había ganado el dinero para
este viaje ella sola. Había sopesado los pros y los contras, y decidió que la oportunidad era
demasiado buena para dejarla pasar. Nada la detendría.
Irónicamente, uno de los pros fue la oportunidad de pasar tres semanas con el soñado Trent
Engelman. Ja. El Sr. «Atenas es tan aburrida, despiértame cuando el bus llegue al aeropuerto»
Engelman.
¿Qué diablos le pasaba?
La aferraba de la cintura de sus pantalones cortos como ella si fuera un perro con correa,
necesitando una mano firme para quedarse quieta. Tal vez no la agarraría de esta forma si ya
estuvieran a bordo del avión.
En cambio, ella se apartó de él y salió de la fila.
—Ya los alcanzo —le dijo a Casey, no a Trent.
La pobre Casey pareció a punto de sufrir un ataque, y Gina le ofreció una sonrisa tranquilizadora,
agitando su tarjeta de embarque.
—No pasa nada, tengo un asiento.
—Ahí va de nuevo —dijo Trent con un largo suspiro—. A salvar al mundo, un perdedor patético a
la vez. Sabes Gina, no te voy a esperar.
No la iba a esperar. De acuerdo. Y ella, bueno, no se acostaría con él nunca más.
Entre ellos dos, a propósito del tema de los perdedores, tenía la impresión de que él iba a ser el
más decepcionado.
Ella le sonrió. Lo más dulce posible. Echó un vistazo a la larga fila detrás de ellos.
—El avión no va a salir hasta que todos estén a bordo.
Gina se alejó de ellos, antes de que Casey le dijera algo, antes de que Trent pudiera ser más
estúpido.
Antes de llamarlo idiota en su cara.
Idiota.
—Pero me robaron el pasaporte con mi tarjeta de embarque —estaba diciendo la niña en el
mostrador. Tenía una nariz perfecta—. Si no subo al avión…
—Lo lamento, señorita —contestó la mujer detrás del mostrador en su inglés con acento
británico como segunda lengua—. No sé cómo llegó a esta puerta sin una tarjeta de embarque,
pero no puedo ayudarla. Tiene que volver a recepción y…
—¡Pero perderé este vuelo! —la niña volvió a llorar.
Excepto que no era una niña. De cerca, vio que tenía unos dos años más que Gina, ya salida de la
universidad. Se veía de diecisiete, con su pelo largo y castaño y rasgos delicados que la hacían
parecer como si viniera con una etiqueta de «frágil, manéjese con cuidado» colgando de una de sus
perfectas orejas.
Se veía un poco anémica, la versión con clase de Gina, con los mismos ojos oscuros y una cara en
forma de corazón similar.
Podrían haber sido primas.
Gina se parecería a esta chica si no hubiera nacido en East Meadow, Long Island, con tres
hermanos mayores que la golpeaban constantemente hasta que aprendió a devolver los golpes,
con una madre que obligaba a comer una cena italiana de cinco platos a cualquier persona que
llegara, un padre fan acérrimo de los Mets y siempre deprimido a causa de ello, y cerca de cuarenta
y siete tías, tíos y amigos de la familia que pasaban su tiempo libre arruinando la vida de aquellos
que tuvieron la desgracia de nacer en la generación de Gina.
—No tengo nada de dinero —continuó la chica—. ¿Qué voy a hacer?
La recepcionista de la World Airlines ya se había alejado.
Sí, esta chica realmente tenía una nariz increíble. Era un tributo viviente a un caro cirujano
plástico. Vaya que sí.
—Hola —dijo Gina—. No pude evitar escuchar… Te robaron la cartera ¿eh?
La chica se limpió su perfecta nariz con la manga.
—Me metieron la mano al bolsillo —dijo ella enojada—. No llevaba cartera porque escuché… —
Sacudió la cabeza, miserable—. Esto es una mierda. Mi padre me va a matar. Si no subo al avión…
—Su voz tembló aún más, muy Mary Tyler Moore en su papel más estresado—. Tengo que
encontrarme con mi hermana en un hotel en Viena y no tengo forma de ponerme en contacto con
ella. No puedo llamar por cobrar al hotel y ¡no voy a llamar a mi padre!
Gina la entendía. Totalmente.
—Escribe el nombre de tu hermana y el hotel, también —le sugirió—. Llamaré y dejaré un
mensaje para ella tan pronto como el avión aterrice.
Los ojos de su media prima largamente perdida se agrandaron.
—¿Lo harías?
—Claro. Nosotros los estadounidenses tenemos que mantenernos unidos. ¿Tienes un lápiz? —
Había uno en el mostrador. Gina se inclinó y lo tomó, dándoselo a la chica junto con el papel donde
tenía pegadas las etiquetas de su equipaje—. Escríbelo en esto. Hazme un favor y trata de no
ensuciarlo con mocos ¿de acuerdo?
—Oh, Dios. ¡Lo siento!
—Era una broma. Estaba bromeando.
—Es el Hotel Rathauspark, tengo el teléfono de su habitación —dijo la chica—. Si puedes hacer
esto por mí…
—Dalo por hecho —dijo Gina, mirando el papel. La hermana se llamaba Emily algo y el Hotel Rat
algo, pero el número y la extensión eran claros—. Nueva York ¿verdad?
La chica asintió.
—Yo también. Siempre reconozco a otro neoyorkino. Soy Gina, por cierto.
—Karen.
La fila para abordar el avión se había reducido a un hombre de negocios y a una mujer de
aspecto cansado con un bebé dormido en un portabebés que había llegado tarde a la puerta.
Gina buscó en su bolsillo. Tenía solo un billete griego, 10.000 dracmas. Era el equivalente a unos
veinte dólares, más o menos.
Se los tendió a Karen.
—Tómalos, ya no los voy a necesitar. Cómprate lo que sea que tratan de hacer pasar por una
hamburguesa. Ahórrame la molestia de cambiarlo.
La chica comenzó a llorar otra vez.
—Oh, Dios mío, muchas gracias.
—De nada. A propósito, bonita nariz —dijo Gina, y abordó el avión.
3.
Sam Starrett estaba profundamente dormido y soñando que estaba tendido sobre la cubierta
del bote de John Nilsson. Era muy real y por un momento no estuvo seguro. ¿Estaba despierto o
dormido?
Era por la tarde, y Nils había cortado el motor. El bote flotaba a la deriva mientras él y WildCard
Karmody pescaban y Sam holgazaneaba al sol, una agradable sensación.
Pero Sam supo que estaba soñando cuando Alyssa llegó a la cubierta con dos piñas coladas y una
sonrisa.
Y absolutamente nada más.
Cielos, era hermosa. Parte negra, parte blanca, parte hispana, parte Dios sabe qué, Alyssa tenía
una cara que combinaba las mejores características de cada raza. Sus ojos verde mar tenían un
sesgo ligeramente exótico, y su nariz era del exacto tamaño y forma para complementar esos ojos.
Su sonrisa era amplia, sus labios exuberantes y llenos, y tenía la más hermosa piel color café con
leche, lisa y suave. Su cabello era ondulado con reflejos rojizos. Sus brazos y piernas eran largos y
elegantemente formados, su cuerpo delgado y atlético, pero suave en todos los lugares correctos.
Sus pechos no eran grandes, pero eran la perfección. Ella era la perfección.
Él lo sabía. Hicieron el amor, gracias a que estaba borracha como una cuba y había pasado una
noche en su habitación de hotel. Una increíble, asombrosa noche.
Por supuesto la mañana siguiente no fue muy divertida.
Porque Alyssa Locke lo odiaba. Siempre lo había odiado. Había sido odio a primera vista. Y al
parecer una noche llena del mejor sexo de sus vidas no fue suficiente para cambiar eso.
Como exoficial de la Marina de EE.UU, Locke renunció a su cargo cuando fue elegida para formar
parte del equipo antiterrorista de élite del FBI. Un equipo que a veces, por desgracia, trabajaba en
estrecha colaboración con el Escuadrón Troubleshooter del Equipo Dieciséis de los SEAL.
El equipo de Sam.
Esa noche de paraíso y mañana de infierno había sucedido hace casi seis meses. Seis largos
meses.
Durante ese tiempo, Sam había soñado con ella constantemente. No pasó una noche sin que
Alyssa Locke se le presentara en sus sueños, por lo general desnuda, y tan estupendamente
perfecta que dolía.
Ella le sonrió, se sentó sobre él a horcajadas, ahí mismo en la tumbona. Y Dios, entonces la tocó
otra vez, pasando sus manos por toda esa piel suave y hermosa.
—Te eché de menos —le susurró, inclinándose para besarlo, con sus ojos llenos de calidez y
brillando de diversión y deseo.
¿Por qué no me dejas en paz?
Cuando Sam estaba despierto, siempre juraba que le preguntaría eso la próxima vez que soñara
con ella. Pero cuando dormía y soñaba con ella, no quería decir ni hacer nada que pudiera hacerla
desaparecer.
Yo también te eché de menos —él le susurró, con el corazón en la garganta. Echaba de menos
verla, hablar con ella, hacerla reír.
—Mmmm —dijo ella, mientras se acomodaba mejor sobre él, apretándose contra toda la
longitud de su erección. Lo besó de nuevo y luego sonrió—. ¿Esto es para mí?
Mantente dormido, se ordenó. Hagas lo que hagas, mantente dormido.
En un instante, los tragos que ella sostenía y su traje de baño desaparecieron. En un cambio en
el universo de los sueños, estaba dentro de ella, haciendo el amor, moviéndose juntos en un ritmo
perfecto, la piel resbaladiza por el sudor. Él se reía alto, era tan condenadamente bueno. Ella
también se reía, sus ojos iluminados con la misma alegría pura que él sentía.
—Lys —dijo. Tenía que decirle… Era importante que supiera…
Otro cambio, y pudo oír su respiración entrecortada, podía sentir cada exhalación contra su piel,
sabía que ella estaba cerca, tan carca.
¡Mantente dormido! ¡Mantente dormido, maldita sea!
—Lys —le suplicó—. Lys, por favor…
—¿Quién es Liss? —la voz de WildCard atravesó, y así sin más, Alyssa Locke se fue y Sam
despertó.
Mierda.
Con el corazón aun palpitando fuerte, y empapado de sudor, Sam abrió los ojos y se quedó
mirando el despiadado azul del cielo.
WildCard le pasó una cerveza, sentado en uno de los asientos acolchados junto a él.
Sam se sentó, ajustándose los pantalones cortos mientras tomaba un trago largo y refrescante
de cerveza. Probablemente fue una buena cosa que WildCard lo despertara cuando lo hizo. Unos
minutos más, y habría tenido su primer sueño húmedo en años.
En público.
Cielos.
Johnny Nilsson estaba sentado al otro lado, suspirando contento mientras bebía su propia
cerveza.
—¿Nueva novia? —preguntó WildCard—. Qué, ¿Liss por Alice o algo así? ¿La conocemos?
—No —Sam respondió sus primeras dos preguntas, queriendo aplicarlo también a la tercera,
aunque no fuera cierto.
Sí, WildCard y Nils conocían a Alyssa Locke. Sam odiaba la idea de mentir a sus amigos, pero le
había dado su palabra de que no le diría a nadie acerca de la noche que pasaron juntos.
Probablemente se podría haber zafado confesando que estaba soñando con una mujer con la
que estuvo una noche y, ¿no funcionaba siempre así?, habría querido más pero ella no. Pero
WildCard era un hijo de puta súper inteligente, y sería cuestión de suerte para Sam si sumaba dos
más dos y salía con Alyssa Locke.
Además, hablar de ello lo hacía sentir patético. Así que bebió su cerveza y miró al horizonte.
—¿No estás saliendo con nadie en estos días? —persistió WildCard—. Porque Janine me llamó,
ya no estoy con ella pero seguimos siendo amigos, y quería que te preguntara por qué no le
devuelves las llamadas a Mary Lou.
Ah, mierda.
Sam le dio la misma respuesta que le dio a Mary Lou meses atrás.
—No estaba funcionando.
Nils abrió los ojos.
—Creo que dijiste que esta mujer te gustaba de verdad.
—Me gustaba, pero…
—Hombre, no puedes simplemente no devolver las llamadas —dijo WildCard—. Yo he estado
ahí, en el lado del teléfono donde no te responden, y es una mierda.
—Ella fue divertida al principio, pero luego se volvió no-divertida —admitió Sam.
Si no iba a decir la verdad sobre Alyssa a sus mejores amigos, bien podía sincerarse sobre Mary
Lou. Bueno, lo más sincero sin decir cómo se sentía realmente.
—Ella es una chica fiestera —les dijo—. Cada noche es una noche de sábado. Y ese cuerpo,
¡cielos! Era como irse a casa con la ganadora del concurso de camisetas mojadas todo el tiempo.
Lo que fue divertido la primera semana y media.
Luego la realidad se abrió paso. Podía estar acostado en la cama de Mary Lou, pocos segundos
después de una sesión de sexo extenuante, palpitante y desgarrador, y en lugar de arrellanarse en
la paz inducida por el orgasmo, todo su cuerpo vibraba de insatisfacción.
Eso no era suficiente.
Quería…
No. No dejaría que una noche de sexo con Alyssa Locke le arruinara el sexo para siempre.
Quizás Mary Lou no era la mujer correcta. Tal vez su insatisfacción se debía a que se estaba
haciendo mayor, madurando, y ya no quería que todas las noches fueran una fiesta.
No quería sexo vacío con una desconocida de tetas grandes que bebía demasiado sin otra
ambición que enganchar un marido SEAL.
—Pensé que estaba conmigo por diversión —admitió Sam a Nils y a WildCard—. Pero quiere
unirse al Club de las Esposas de los Navy SEAL, y tan pronto empezó a hablar de vivir juntos, la
corté.
En realidad él había comenzado a salirse de la relación antes de eso, frenándose en vez de ir
cerveza a cerveza con ella cada noche. Yendo a casa después de que ella se dormía.
Se decía que era porque no podía dejar de soñar con Alyssa Locke. Ella venía a él sin descanso,
incluso las noches que pasaba en la cama de Mary Lou. Se decía que no era justo para Mary Lou.
La verdad era que Mary Lou en la mañana no era un espectáculo agradable.
—Ella no estaba enamorada de mí —dijo Sam—. Y les aseguro que no estoy enamorado de ella.
—Miró a Nils sentado ahí, tomando sol, prácticamente chorreando alegría—. Lo que teníamos no
era nada parecido a lo que tienes con Meg.
Recién casado, con una familia instantánea que incluía una hijastra de diez años y una esposa
bellísima que ya estaba embarazada de su hijo, John Nilsson era el modelo de portada para el
verdadero amor. Caminaba por ahí con una alegría, sonriendo sin razón aparente, como si él y el sol
y la luna compartieran una broma privada. Corría a casa a Meg tan pronto como terminaba el día.
La llamaba si tenía un minuto libre. Más feliz de lo que nunca estuvo.
Hubiera sido molesto si Sam y Nils no fueran tan unidos. Pero ya que Sam no podría querer más
a Nils si el hombre fuera su propio hermano de sangre, se enfocó en ser feliz por él en vez de sentir
envidia.
Y tal vez también eso fue lo que lo hizo terminar con Mary Lou antes de que ella siquiera
empezara a hablar sobre el futuro.
Ver a Nils y a Meg juntos.
Queriendo lo que ellos habían encontrado.
Era estúpido. Sam era estúpido. No quería lo que ellos habían encontrado.
¿Podría verse con un bebé en camino? Él no estaría sentado tan tranquilo como Nils. Estaría
muerto de pánico.
¿Qué diablos haría con un bebé?
—Aun así —persistió WildCard—. Tienes que llamarla, hombre. No la ignores, no actúes como
una Adele Zakashanky con ella.
—La perra —Nils y Sam dijeron al unísono, y todos se echaron a reír.
Excepto que WildCard no se estaba riendo realmente. Diez meses después de separarse de
Adele y todavía sufría.
Cielos, el amor era una tirada de dados. Nils ganó un felices para siempre. Pero WildCard había
perdido la camisa.
Y aquí estaba Sam sentado entre los dos, soltero a salvo otra vez y decidido a permanecer así. A
menos, por supuesto, que Alyssa Locke subiera, desnuda.
Y eso no iba a suceder en esta vida.
Sam cerró los ojos y se dejó llevar mientras Nils empezó a hablar sobre el sistema de rastreo que
WildCard, el niño genio, había desarrollado, sobre patentes y el interés del FBI en el proyecto.
FBI. El nombre atravesó su sopor.
Con los ojos todavía cerrados, Sam prestó atención, escuchando para ver si en su discusión del
FBI, alguno mencionaba a Alyssa Locke.
Dios, era patético.
Pero fue salvado de ser demasiado patético por el sonido estridente de su celular.
El de WildCard comenzó a chillar medio segundo después.
Ambos agarraron los celulares.
—Starret.
—Hay que entrar. ASAP. —Era Jazz.
—¿Qué pasa? —preguntó Sam, pero la conexión ya se había cortado.
Sam miró a Nils, cuyo teléfono estaba en silencio. Nils se encogió de hombros mientras se ponía
de pie, moviéndose hacia atrás para encender el motor y dirigirse a la costa.
—Nada para mí.
—El teniente Paoletti siempre te quiso más —le dijo Sam—. Vas a estar en tu casa en tu propia
cama, con Meg en tus brazos esta noche, mientras que Karmody y yo seremos comidos vivos por
mosquitos, arrastrándonos por algún pantano, haciéndonos pasar por terroristas mientras un
pelotón de Marines intentan aprender a diferenciar sus culos de sus codos.
WildCard cerró su propio teléfono.
—Tugar, tugar, salir a jugar.
—Es una operación de entrenamiento —supuso Sam.
—Tiene que serlo, si no llamaron a Johnny —WildCard estuvo de acuerdo.
—Hijo de puta —dijo Sam—. En un domingo. —Se quejó, pero la verdad era que le encantaba
ser llamado. Aun cuando no era real.
Seguro, probablemente iban a terminar en algún apestoso pantano lleno de bichos jugando
juegos imaginarios con tropas inexpertas, pero tal vez tuvieran que hacer un salto HALO. Saldrían
en avión a una altitud peligrosamente alta y saltarían, sin abrir los paracaídas hasta casi alcanzar el
suelo. Eso era un subidón y medio, y valía todo el agravante que vendría antes y después.
Pensándolo bien, tal vez el teniente Paoletti quería más a Sam.
Pero entonces el celular de Nils chilló también.
—Nos quieren adentro rápido —reportó—. Tal vez esto es real.
—¡Agárrense! —WildCard le dio a ese bote todo lo que tenía, y como un cohete, se precipitaron
a la costa.
El subidón de adrenalina hizo a Sam reír a carcajadas.
No necesitaba a Alyssa Locke, porque los momentos como estos eran mejor que el sexo.
Bueno… casi.

Cuando Stan llegó al pasillo que conducía a la oficina del teniente Tom Paoletti, Kelly, la novia
de Tom estaba saliendo. Su rostro estaba pálido, y sus movimientos bruscos.
—Hola, Stan. —Le sonrió, pero era forzada.
Grandioso. Estaba aquí para pedirle a su CO3 un favor importante, y su calentamiento había sido
una pelea de amantes. Sí, iba a pasar por esa puerta para encontrar a Tom de un humor de mierda.
Perfecto.

3
Commanding Officer: Oficial al mando.
—¿Todo bien? —preguntó él.
—Bien —dijo ella cortante y siguió caminando. Pero luego se detuvo y se devolvió—. ¿Cómo
soportas trabajar con él? ¡Es tan testarudo!
Él asintió.
—Sí, señora, esa es por lo general una buena cualidad para un oficial al mando.
—No me deja pagar nada —dijo echando humo—. Ropa. Puedo comprar mi propia ropa. Y
puedo comprarle regalos, pero nada muy caro. ¿Sabes cuánto dinero heredé cuando murió mi
padre?
Stan carraspeó.
—No, señora.
—Un montón —le dijo—. Pilas, montañas. Tom y yo estamos listos. Podríamos retirarnos
mañana y no tener que trabajar un día más en la vida. Excepto que no me deja añadir su nombre a
mis cuentas bancarias hasta después de estemos oficialmente casados. ¿Y sabes qué? Apuesto a
que ni siquiera me va a dejar hacerlo entonces.
Era realmente impresionante. Stan sabía, no por experiencia propia sino por observar a sus
hombres, que la mayor fuente de conflicto en una pareja era el dinero. Pero por lo general
peleaban porque no tenían lo suficiente.
Kelly y Tom, sin embargo, discutían porque tenían demasiado.
—Hazme un favor y simplemente ignórame —dijo Kelly, y esta vez cuando sonrió fue mucho más
natural. Era una de esas pequeñas rubias dulces. Una verdadera Sandra Dee, del tipo de la vecinita
de al lado. Al menos en la superficie.
Pero las apariencias a menudo engañan. Y Stan una vez la vio meter a Tom al baño de damas de
un lujoso restaurante en Washington DC, mientras una fiesta muy formal estaba en pleno apogeo.
Y fueron unos buenos veinte minutos antes de que salieran.
—No era mi intención despotricar ante ti —le dijo ahora—. O retenerte.
—Sí —dijo él sonriendo—. Como si estuviera apurado por verlo ahora.
Ella se echó a reír mientras se alejaba.
—Solo no le hables de dinero y estará bien.
Pero Stan sabía que su CO y Kelly no estaban realmente discutiendo por dinero. Estaban
peleando porque Tom quería casarse y Kelly seguía encontrando excusas para no poner una fecha
para la boda.
Una mujer que no quería casarse, era una de los mayores misterios que Stan había encontrado.
O lo fue hasta hace diez segundos. Diez segundos atrás, Kelly le había dado a Stan una gran pista
sobre lo que la hacía darle largas.
—Ella quiere que dejes los Equipos —dijo Stan cuando entró a la oficina de Tom.
—¿Qué? —Tom Paoletti lo miró desde su escritorio. Era un hombre grande con un rostro duro y
atractivo y cálidos ojos color avellana que anulaba la rápida retirada de la línea de su cabello.
¿Retirada? Diablos, su cabello estaba a punto de rendirse.
—Sí —dijo Stan—. Kelly casi lo dijo, allí mismo en el pasillo. Dijo que heredó suficiente dinero de
su padre y que ambos podrían retirarse mañana. De eso se trata todo esto, LT. Ella no quiere
casarse con un tipo que va a estar fuera por meses todo el tiempo. O morir.
Tom negó con la cabeza.
—No. Stan, sé que por lo general tienes la razón sobre estas cosas, pero esta vez… no, si de algo
estoy seguro es que ella está de acuerdo con que sea CO de este equipo.
—¿Estás seguro?
—Sí —dijo él—. No. Mierda, no sé nada excepto… ¿podemos, por favor, no hablar de esto
ahora?
—Lo siento, señor —dijo Stan—. Pensé que estaba ayudando.
—Lo hacías —le dijo Tom, escarbando en la pila de papeles en su escritorio—. Lo haces. Solo
necesito archivarlo y pensar en ello después, cuando el escuadrón no esté a horas de partir.
—Señor, sé que discutimos mi no participación en esta particular operación de entrenamiento —
dijo Stan—, pero me gustaría ir con ellos.
—Esta operación es sobre todo una prueba para ver qué tan rápido el escuadrón Troubleshooter
del Equipo Dieciséis puede estar en el aire, cruzando tanto el país como el Atlántico a las Azores.
Por lo general, si algo pasaba en esa parte del mundo, era llamado un equipo SEAL con base en
la Costa Este. Pero eso no detenía a las autoridades de poner a prueba la preparación y la habilidad
de moverse de forma rápida y eficiente desde un lugar del globo a otro.
Y mientras estaban allí, el escuadrón participaría en un entrenamiento con el equipo SAS de
Inglaterra.
Era una asignación bala de plata, una recompensa por el trabajo de los hombres del Equipo
Dieciséis. Siempre era una diversión trabajar con el SAS, llenos de trucos nuevos, potentes y
resueltos ingleses oscuros, y su retorcido sentido del humor a lo Minty Python. Y el bono, en esta
época del año había pocos sitios mejores en la tierra que las islas Azores.
Aun así, Stan había optado inicialmente por quedarse atrás, en la base con Paoletti, en un
intento de ponerse al día con el papeleo que amenazaba con desbordarse de su escritorio. El oficial
ejecutivo, teniente Jazz Jacquette, estaba al mando de la operación de entrenamiento, así que sus
hombres estaban en buenas manos.
—También me gustaría pedir un favor, señor. Tiene que ver con la teniente Teri Howe —
continuó Stan—. Me gustaría que usted solicite llevarla para trabajar con el equipo, como apoyo en
esta operación.
Stan tuvo la completa atención del CO ahora.
—Ella es reservista—señaló Tom—. Esta operación es OUTCONUS.
—Ella quiere hacerlo, señor. Me ocuparé de cualquier papeleo que sea necesario para
transferirla a donde quiera que tenga que ir para hacer esto posible.
El teniente Paoletti lo miró con esa mirada de rayos X que parecía capaz de penetrar el cráneo
de un hombre y ver sus pensamientos.
—¿Qué está pasando, Suboficial Mayor? —preguntó—. ¿Usted y Howe…?
—Espere —dijo Stan—. LT. Revisión de la realidad. ¿Ha visto a esta chica? Y mi uso de la palabra
inadecuada chica en lugar de mujer, más feminista y políticamente correcta, es intencional, señor.
Ella es muy joven.
—Y muy bella. Sí, ciertamente la he visto. Es difícil pasarla por alto. Agradable como el diablo,
también.
—Y para ser honesto, no soy inmune a todo eso —admitió Stan.
Era cierto. Si hubiera sido alguien diferente a Teri Howe llamando a su puerta, él no la habría
dejado entrar a su casa.
Tenía una regla que nunca rompía. Su casa estaba fuera de los límites de todos con los que
trabajaba. Pero llegó Teri Howe con sus increíbles ojos marrones, y él rompió su regla
inquebrantable sin vacilar.
—Ella acudió a mí por ayuda con un problema grave —le dijo al teniente—. No voy a entrar en
detalles, es algo que definitivamente no quiere saber. Pero a ella le haría bien largarse por un par
de semanas.
—¿Acudió a usted?—preguntó Tom—. ¿Por qué haría eso?
—Vamos a hablar en sentido figurado —dijo Stan—. Digamos que una de las oficiales está siendo
acosada sexualmente por, oh, digamos, un teniente comandante. Y digamos que vi a este imbécil
agarrarle el culo a esta oficial, y digamos que ella sabe que lo vi. Y digamos que la seguí hasta donde
él la arrinconó en el estacionamiento y…
—Maldición —Tom suspiró y se frotó la frente—. Existen conductos regulares para esta clase de
cosas.
—Sí, señor, los hay. Pero eso no se aplica a esta situación en particular.
Tom se presionó los ojos. Stan le estaba dando definitivamente un dolor de cabeza al hombre.
Otro suspiro y Tom lo miró.
—Sabe, yo podría ordenarle que me dijera quien es este teniente comandante.
—Sí, señor —Stan estuvo de acuerdo—. Podría. Pero sé que confía en que tengo mis buenas
razones cuando le pido que no lo haga. Además, estamos hablando en sentido figurado, ¿recuerda?
Tom lo quedó mirando por varios segundos. Pero luego se echó a reír.
—Sabes lo que va a pasar ¿no? Te vas a casar con Teri Howe antes de que Kelly se case conmigo.
Stan también se rio. Eso era simplemente una tontería.
—Correcto.
—Sí —dijo Tom—. Va a ser como con John Nilsson. Me doy la vuelta, y zas, el chico está casado.
¿Cómo pasó eso? He estado comprometido desde siempre, me muero por casarme con esta
fabulosa mujer que adoro totalmente, solo que no consigo hacerlo. Juro por Dios que si vuelves de
las Azores y me dices que quieres casarte, yo…
—Eso no va a suceder —insistió Stan.
—Te haré una fiesta —terminó Tom con una sonrisa cansada.
—Muldoon —dijo Stan—. La voy a emparejar con Mike Muldoon. No es que hayas escuchado
eso de mí.
Ya lo tenía pensado, cuando Teri Howe se lamentó del hecho de que no podía conseguir una cita.
¿Quién sería más perfecto para ella que Muldoon? ¿La versión personal de los troubleshooters del
policía montado canadiense? Honesto, sincero, impoluto, y asquerosamente guapo. Stan no tenía
problema imaginándolos juntos.
Tom lo miró. Más visión de rayos X.
—De acuerdo. Será mejor que se mueva si va a hacer el papeleo. Y que alguien le diga a Howe
que reúna su equipo.
—Gracias, señor —Stan puso los papeles sobre el escritorio del CO—. Ella está lista para salir, y
tengo los papeles justo aquí.
—Por supuesto que sí —Tom sonrió y firmó.
4.
Estaban siendo secuestrados.
La noticia vino de las pálidas azafatas que se movían en la cabina, diciéndole a la gente en una
variedad de idiomas que por favor permanecieran sentados, tranquilos y en silencio. Había un
hombre armado con el piloto, exigiendo que aterrizara el avión en Kazbekistán.
Gina tomó la mano de Casey, contenta de tener algo que hacer, alguien con quien hablar, para
calmarla, para que no se volviera loca. Le impedía volverse loca ella misma.
—Mantengan la calma —Dick McGann, el director de la banda de la universidad, les dijo a los
estudiantes americanos, a pesar de que parecía como si la cabeza le fuera a explotar—. Quédense
tranquilos, permanezcan en sus asientos.
Vaya, gracias por la noticia de última hora, Dick. Como si no hubiesen escuchado a la azafata.
Casey estaba llorando, pero al menos ahora lo hacía en silencio mientras el avión comenzaba su
descenso.
—Vamos a aterrizar en Kazabek —le dijo Gina a su amiga—, y eso será todo. Este tipo
probablemente quiere un viaje a casa. Bajará del avión y…
—¿De verdad lo crees? —Casey la miró esperanzada.
Gina rezaba que así fuera. No quería pensar en lo que realmente podría estar pasando. Había
tomado un curso de las culturas del mundo el semestre pasado que abordaba principalmente el
concepto del terrorismo.
Hizo un trabajo sobre la estructura psicológica de las personas que estaban dispuestas a coger
un arma y tomar una sala, o un avión, lleno de rehenes.
Con el fin de hacer eso, uno tenía que estar preparado para ser un mártir para su causa. Para
morir.
Y matar.
Por favor, Dios, no dejes que el pistolero empiece a disparar y deje que el avión caiga y…
Aterrizaron. Las ruedas tocaron tierra con una sacudida y un tirón, y gracias a Dios al menos caer
del cielo ya no era una opción.
De alguna manera logró sonreír a Casey.
—Sí —dijo—. En cualquier minuto, se bajará del avión. Estoy casi segura de ello.
Una de las grandes ironías de esta situación era que Gina había usado Kazbekistán cuando
discutió los méritos de este viaje con su padre.
—No es que vayamos a Kazbekistán —había dicho.
m, ¿papá? Cambio de planes…
Y, mierda, si se demoraban demasiado tiempo aquí en Kazabek, no sería capaz de llamar a la
hermana de la nariz perfecta en el Hotel Ratskywatsky o lo que sea que estuviera escrito en ese
pedazo de papel en su bolsillo.
—Piensa positivo —le dijo a Casey, y a sí misma—. Esto va a terminar muy pronto.
El avión dejó de rodar en medio de la pista de aterrizaje, a cierta distancia de la terminal, si se
podía llamar terminal al cobertizo viejo y a una estructura de bloques de concreto de dos pisos.
Pensándolo bien, todo el aeropuerto era apenas un aeropuerto. Era un pedazo de hormigón en el
medio de un campo en el borde de unas marismas, cerca del mar.
Dos de las azafatas se movieron deliberadamente a la parte delantera del avión, la tercera se fue
hacia atrás por el pasillo para hablar con los pasajeros.
—Por favor, permanezcan en sus asientos —les informó—. El hombre armado ha ordenado abrir
la puerta.
—¿Ves? Así saldrá del avión —Gina le susurró a Casey.
Podía ver por la ventana, vio un carrito de aspecto raro con una escalera de desembarque
pegada acercándose por el concreto hacia ellos. Pudo verla tambalearse hasta detenerse. Pudo
ver…
Oh, Dios. Oh, Dios todopoderoso…
—¡No lo haga! —Gina gritó sobre el silencio—. No abra la…
La puerta se abrió.
Y cuatro hombres vestidos de camuflaje que llevaban ametralladoras abordaron.
Oh, Dios.
El caos y el ruido fueron inmediatos, aunque la mayor parte provino de los intrusos. Hablaron en
voz alta, en un idioma que Gina no entendía, pero su significado era claro. Cierra las puertas.
Las azafatas no se movieron lo bastante rápido, y uno de los hombres golpeó a una, con fuerza,
en la espalda con la culata de su arma.
Un hombre en primera clase se paró para detenerlo y fue salvajemente golpeado en la cabeza
por la molestia. Cayó sangrando, y alrededor de Gina, todo el mundo se echó a llorar.
Ella se aferró a Casey que lloraba descontrolada. Dios mío. Dios mío…
Dos filas más adelante, pudo ver a Trent, donde estaba sentado con Jack Lewis y Miles Foley.
Ya no estaba aburrido.

Helga Shuler estaba perdiendo el juicio.


Eso. La chaveta. La mente.
Probablemente estaba en las etapas tempranas de Alzheimer y había tomado a Des totalmente
por sorpresa. Lo peor de todo era él que no tenía idea de cuánto tiempo había estado sucediendo.
La mujer era fanática de las listas. Desde que la conoció, ella trabajaba con un bloc de notas
lleno de listas. Cosas que tenían que hacerse de inmediato. Cosas que hacer más tarde. Cosas que
empezar a pensar en hacer.
Hacía listas para recordar nombres de gente con la que trabajaba en varios proyectos, listas de
sus esposas, hijos y cumpleaños. Listas de hechos, listas de fechas, listas de información
importante.
Él simplemente no sabía que esa información importante probablemente incluía que año era y
en qué ciudad estaba trabajando y viviendo y el hecho de que su marido, Avi, llevaba diez años
muerto.
Se preguntó si su nombre estaba en la lista actual: Desmond Nyland, asistente personal desde
1986. Su esposa, Rachel, mi amiga más cercana, fallecida hace dos años. Hija adoptada, Sara, en
primer año en Harvard.
Helga Rosen Shuler había viajado durante años por todo el mundo como una emisaria, una
representante de Israel. Era agudamente inteligente, maravillosamente elocuente, elegantemente
digna, y cálidamente cariñosa, toda una primera clase. También era una sobreviviente del
Holocausto, una danesa judía que nunca dejó pasar la oportunidad de recordarle al mundo ese
hecho.
Acababa de cumplir sesenta y ocho años. Apenas si era vieja. Todavía era enérgica, vibrante.
Tal vez no era Alzheimer, que olvidara que Rachel había muerto hace dos años, que hablara en
voz alta de su Poppi y Marte y otras cosas. Tal vez estaba simplemente demasiado cansada, sobre
exigida.
Y tal vez el hombre en la luna vendría a cenar en la noche.
Así que de acuerdo. La vigilaría por un tiempo.
Pero si volvía a ocurrir, Des iba a tener que decirle que si no renunciaba voluntariamente, se
vería en la necesidad de informar tanto a su jefe como al de ella que ya no estaba en condición de
hacer su trabajo.
¿Y no sería divertido?
Llamó a la puerta de su oficina.
—Pase.
Helga estaba sentada detrás de su escritorio, mirándolo expectante, con su habitual sonrisa
amigable iluminando su cara todavía bonita cuando él entró.
Des la miró a los ojos. ¿Sabría quién era? Cerró la puerta detrás de él, odiando el hecho de que
se lo preguntaría cada vez que la viera.
—Encontré a Marte Gunvald.
—Oh, Dios mío, Des ¿lo hiciste? ¿Tan rápido?
Gracias a Dios. Sabía quién era.
—Fue suerte. Y las noticias no son buenas.
Ella estaba preparada para ello, ya en paz con la idea.
—Está muerta.
Él asintió.
—Desde 1980. Cáncer. —Le entregó el expediente y se sentó frente a ella, viéndola leerlo.
—Tan joven —murmuró—. Su hijo tenía solo… Dieciocho, pobrecito, en ese tiempo. Stanley.
Marte tenía un hijo llamado Stanley. Dice que es de Chicago. ¿Ella vivía en Chicago también? ¿Hubo
otros niños?
—Te tendré más información en un par de horas —le dijo Des—. Como dije, fue suerte que la
información de este expediente estuviera disponible. Y me temo que tu buena suerte es muy mala
suerte para ciento veinte personas del vuelo World Airlines 232 de Atenas. La razón por la que esta
información llegó tan rápido es que hace dos horas, unos terroristas secuestraron ese vuelo,
obligándolo a aterrizar en Kazbekistán. Están exigiendo la liberación de dos prisioneros, uno en una
cárcel americana, y uno en una cárcel israelí, ambos acusados de terrorismo.
Des se inclinó hacia adelante para tocar el archivo.
—El hijo de Marte, Suboficial mayor Stanley Wolchonok, es de uno de los equipos de Navy SEAL
de los EE.UU llamados a lidiar con la situación de terrorismo. Él aún no lo sabe. Probablemente su
CO acaba de recibir la orden.
Y sin embargo, ella y Des lo sabían. Había preguntas en los ojos de Helga, preguntas que sabía
que no debía formular. Preguntas que él no podía responder sobre su conexión con el Mossad, la
organización de inteligencia israelí, preguntas sobre el Mossad mismo.
En cambio, preguntó:
—¿Quién va?
Israel no negociaba, Los terroristas podían matar a toda la gente en ese avión, uno por uno, y
aun así Israel no liberaría a ese prisionero.
Pero jugarían el juego. Enviarían a un representante a Kazbekistán para ayudar a los americanos
a comprar el tiempo que necesitaran para posicionar a su equipo de SEAL y tomar el avión.
Des acudió la cabeza.
—Helga, créeme, no quieres ir a Kazbekistán. —El país olvidado por Dios era apodado El Pozo.
Estaba catalogado con el número uno como el lugar más desagradable del planeta en la nueva
edición revisada de Los Sitios Más Peligrosos del Mundo.
—Sí que quiero. Alguien tiene que ir, y quiero ser yo. —Tenía puesta su cara de diplomática,
utilizando su voz de emisaria—. Haz lo que tengas que hacer para enviarme allá.

Algo grande estaba ocurriendo.


Primero Jazz Jacquette recibió una llamada telefónica.
Grande y negro, la expresión predeterminada del Oficial Ejecutivo del Equipo SEAL Dieciséis no
era un ceño tan oscuro como el del Suboficial mayor Wolchonok. La suya era más una expresión de
intensidad, de concentración máxima.
Un hombre taciturno y algo distante, Jazz parecía como si siempre estuviera a punto de
descubrir la cura para el cáncer o de desarrollar una teoría que le permitiría desafiar la gravedad.
Teri había estado un poco nerviosa mientras abordaba el avión de transporte cuando se enteró
de que Jazz, no Tom Paoletti, estaba al mando de esta operación de entrenamiento a la que fue
enviada a participar. Pero luego vio al Suboficial Mayor. Él había encontrado su mirada, dirigido una
sonrisa y un gesto de asentimiento, y ella se relajó.
Stan estaba aquí. Ella estaba a salvo.
Era una sensación extraña, esta sensación de seguridad, y se rehusaba a analizarla de forma
exagerada, a exorcizarla accidentalmente dándole demasiada importancia.
Mientras observaba, Jazz, todavía al teléfono, llamó a Stan. Le dijo algo a Stan, y lo que sea que
dijo, puso a Stan más alerta al instante.
Lo que era decir algo. Stan Wolchonok por lo general se erguía como un luchador, en los
cojinetes de los pies y preparado para cualquier cosa. Pero Teri vio que se puso en DEFCON 1, en
modo de lanzamiento de ofensiva. En realidad no había otra manera de describirlo.
Él y Jazz hablaban, con Jazz todavía sosteniendo el teléfono en su oreja. Y entonces, cuando Jazz
le dio toda la atención al teléfono, Stan se volvió.
Y la miró. Fue un poco impactante, toda esa energía dirigida directamente a ella.
Oh, mierda.
Ella por lo general no era muy buena para leer los labios, pero la exclamación de Stand era
imposible de perder.
Pero luego se dio la vuelta y comenzó a hablar con Sam Starrett, que se reunió con él y Jazz.
Starrett, normalmente el rey de los relajados, era todo movimientos bruscos y trabajo conciso,
también.
—¿Qué está pasando?
Teri no era la única que notó algo grande en marcha. El alférez Mike Muldoon estaba sentado
detrás de ella y se inclinó hacia adelante, con preocupación en sus ojos.
—No lo sé —dijo ella.
El oficial Mark Jenkins llegó por el pasillo hacia ellos.
—Un avión ha sido secuestrado —les dijo—. Estamos siendo redirigidos a Kazbekistán.
Teri miró de vuelta a Stan, que estaba enfrascado en una conversación con Starrett y Jazz. La
misión había pasado de ficticia a real en un abrir y cerrar de ojos.
Iban a Kazbekistán, donde se les ordenaba a los pilotos de helicópteros de la Marina de los
EE.UU llevar chalecos antibalas si solo ponían un pie fuera de su hotel de guarnición.
Oh, mierda, era decir poco.

La agente del equipo contraterrorista Alyssa Locke salió del ascensor y entró al vestíbulo del
edificio de su apartamento cuando Jules detenía el coche enfrente.
Ella corrió a su encuentro, abriendo la puerta para poner su equipaje de mano en el asiento
trasero.
—Vamos —le dijo mientras se subía al frente y él se alejaba de la acera antes de que cerrara la
puerta.
El vuelo a Kazbekistán salía en cuarenta y cinco minutos. De ninguna manera sería retrasado por
ellos.
A pesar de que la llamada había llegado hace menos de una hora, de que Jules estaba fuera de la
oficina en ese momento, y de que ambos habían corrido sin parar desde entonces, no iban a llegar
tarde.
—No puedo creer esto —dijo Jules, conduciendo rápido con las dos manos en el volante —.
¿Puedes creer esto?
—No —dijo Alyssa.
El negociador del FBI, Max Bhagat, los había pedido expresamente, solicitando que se unieran a
un pequeño grupo de agentes del FBI que lo acompañarían a Kazbekistán para observar la
negociación y la toma del avión de la World Airlines secuestrado.
Solicitando. Claro. Las peticiones de Bhagat llevaban más poder que una orden de un cuatro
estrellas.
—¿Crees que nos pidió porque quiere dormir contigo? Y si es así, ¿te lo vas a tirar? —Jules la
miró, con la malicia iluminando sus ojos y su cara demasiado bonita, riendo ante la oscura mirada
que ella le disparó—. Auch, vamos, yo me lo tiraría para impulsar tu carrera. Por supuesto, está
extremadamente bueno.
—Por favor, no le digas eso cuando lo veamos —Alyssa se rio ante la idea de Jules Cassidy yendo
por el extremadamente correcto Max Bhagat y… —. Es tan obvio que no —Ella se detuvo. Porque
no todos los hombres homosexuales eran tan descarados como su compañero. Y había cierta
pulcritud en Bhagat. Un barniz bien cuidado de su atractivo moreno. Ella miró a Jules—. Sé que no
es asunto mío, pero… ¿él es?
—¿Miembro del Club de Fans de Barbra Streisand? —preguntó Jules—. Definitivamente no.
Contacto visual limitado, la última vez que nos vimos. Pero un chico puede soñar ¿no? —Agitó sus
pestañas hacia ella.
—Sueña después —le dijo Alyssa—, cuando estemos en el avión, ¿de acuerdo?
—ETA al aeropuerto, trece minutos —le dijo Jules.
—Bien.
La voz de Jules se volvió seria.
—¿Por qué crees que nos solicitaron para observar?
Alyssa sacudió la cabeza. No lo sabía.
—Espero que sea porque Bhagat reconoce que somos buenos en lo que hacemos.
Jules asintió.
—Eso estaría bien. Pero… ¿Qué sabes acerca de esta situación?
—Solo lo que te dije por teléfono.
El vuelo World Airlines 232 despegó de Atenas poco antes de las 8:00 am, hora local. A una hora
de viaje, un hombre armado no identificado entró en la cabina, ordenó al piloto ser llevado a
Kazbekistán y aterrizar en el aeropuerto de Kazabek, donde otros cuatro hombres armados no
identificados subieron al avión. Momento en que sellaron el avión, comenzaron a hacer demandas,
y se identificaron.
—Cinco terroristas afirmando ser de un grupo K-staní llamado algo que se podría traducir como
el Partido Popular, están a bordo de un 747 con ciento veinte pasajeros —resumió Alyssa—, y un
porcentaje aún desconocido de ciudadanos americanos. Exigen la liberación de dos prisioneros que
esperan ser llevados a juicio, acusados de terrorismo, uno detenido en una prisión federal de
EE.UU, el otro en una prisión en Israel.
—Osman Razeen —dijo Jules.
Ella lo miró.
—¿Qué?
—El terrorista detenido en EE.UU es Osman Razeen —dijo Jules.
Razeen era un líder terrorista GIK que Jules y Alyssa habían ayudado a detener hace menos de
seis meses atrás.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Alyssa.
—El jefe me llamó por teléfono unos minutos antes de llegar a tu casa. También dijo… —la miró.
Uh-oh.
—¿Qué?
—Dos cosas. La hija del senador Andrew Crawford está en ese vuelo.
Oh, Dios.
—¿Lo saben los terroristas?
—No lo sé.
—¿Qué más? —preguntó ella.
Él vaciló de nuevo.
—Esto no te va a gustar.
—No me gustó la noticia sobre la hija de Crawford.
—Esta de verdad no te va a gustar.
—Solo dímelo.
—De acuerdo —Jules volvió a mirarla con recelo.
¿Cómo podía un agente del FBI capacitado para enfrentar terroristas enloquecidos con
regularidad en el cumplimiento de su deber tener tanto miedo de ella? ¿Qué terrible bomba iba a
dejar caer?
Él tomó un profundo aliento.
—El gobierno K-staní pidió asistencia al gobierno de los EE.UU para el manejo de esta crisis, y un
equipo de Navy SEAL ya están en camino a Kazabek.
Navy SEAL.
—Equipo Dieciséis —dijo Alyssa con pavor. Tenía que ser. Qué suerte tenía.
—Hay más. El teniente Sam Starrett está a cargo de la toma del avión. Él y su escuadrón son los
que vamos a observar.
—¡Mierda! —Roger Starrett, apodado Sam por razones demasiado complicadas de recordar, era
el último hombre en la tierra que quería volver a ver.
Jules la miró.
—¿Existe la posibilidad de que sea por eso que estamos en este viaje? ¿Debido a que Starrett
pidió que estuvieras allí?
Oh, Dios mío.
—¡No! No tiene autoridad sobre Max Bhagat. Quiero decir, no puede… no pudo… Además, no lo
haría.
Ella y Starrett habían hecho un trato. Trabajarían juntos cuando absolutamente tuvieran que
hacerlo, pero nada más. La noche que pasaron juntos casi seis meses atrás quedó en el olvido.
Eliminada. Borrada de sus memorias.
Excepto que no lo fue. No realmente.
De hecho, tendía a saltar en la mente de Alyssa en los momentos más inoportunos.
Pero eso era de esperar, se decía a sí misma. Después de todo, era una mujer de sangre roja, y
enfrentémoslo, el sexo había sido fuera de escala.
Era el hombre con quien había tenido sexo lo que no podía soportar.
—Sabes, sé que dormiste con él —dijo Jules.
Ella se volvió a mirarlo, encubriendo su sorpresa con una risa.
—No bromees.
—Fue la noche que fui a Carolina del Norte —dijo él—. ¿O fue Virginia? Ya no me acuerdo. Pero
fue la noche que estuve fuera de la ciudad y tu hermana Tyra tuvo su bebé.
Ella se rio de nuevo.
—Jules. No creerás que…
—Está bien, cariño —su voz era suave—. No tienes que decir nada. De ese modo puedes
pretender que aún lo niegas sin realmente mentirme. Solo quería que supieras que, bueno… lo sé.
Lo descubrí. Sin siquiera necesitar mi anillo decodificador del FBI para hacerlo.
Jules la miró otra vez mientras tomaba la salida para el aeropuerto. Pero no es que esperara que
ella dijera algo. Todo lo contrario.
—Así que si alguna vez quieres hablar de ello…
Ella estaba conteniendo el aliento, se dio cuenta, y lo dejó escapar de pronto.
—Me emborraché —le confesó—. Fue la cosa más estúpida que hecho en mi vida. Quiero decir,
Dios me ayude, Roger Starrett.
Jules se encogió de hombros.
—Es muy lindo. Esa actitud de vaquero y ese acento del oeste… Difícil de resistir.
—Me encantaría verlo oírte decir eso.
—Sí, sus tendencias homofóbicas son un poco menos lindas —Jules estuvo de acuerdo con una
sonrisa.
—No quiero volver a verlo —admitió Alyssa—. Jamás.
—No sería malo mantener la distancia —le dijo Jules—. Va a estar bastante ocupado preparando
su equipo para entrar en el avión. Solo mantén la calma. No dejes que él te afecte.
Alyssa asintió.
—Sí —Calma. Era buena para eso.
Estaría bien. Mientras Starrett no la tocara. O le hablara. O la mirara.
Si se acercaba demasiado, ella podría estallar en llamas.
5.
—Entonces —Stan se sentó junto a Teri, acomodándose con cuidado en el asiento poco
espacioso del avión—. Dos horas más y estaremos en Kazbekistán. ¿Sabe que es llamado «El Pozo»?
Ella bajó la novela que estaba leyendo y se volvió ligeramente en su asiento para mirarlo, toda
grandes ojos castaños enmarcados por el pelo corto y oscuro, una nariz pequeña, labios
delicadamente delineados y una barbilla un poco puntiaguda.
—Sí —dijo ella—. ¿Está usted bien?
La pregunta lo tomó por sorpresa. Por supuesto que lo estaba, siempre estaba bien. Pero por
otro lado…
—Yo sé cómo me pongo cuando no se cumplen mis expectativas —le dijo ella—. Quiero decir,
tiene que tratar con ellas, pero… sted esperaba algo fácil. Las Azores. Y le salió K-stán. Y mucho
más trabajo y preocupación. Algo me dice que esta será la última vez que va a estar sentado en
toda la semana.
Él sonrió ante eso.
—Creo que tiene razón.
Ella le devolvió la sonrisa. Cielos, era bonita. Teri se retorció en su asiento, tratando de ponerse
más cómoda, y Stan se miró las botas en vez de ver como su cuerpo llenaba su camisa.
—Lamento que pasara esto —dijo ella.
—Yo también. Pero no porque me importe el trabajo duro —Era el hecho de ir al Pozo lo que lo
cabreaba, no, era que sin quererlo, había arrastrado a Teri Howe con ellos lo que realmente lo
irritaba—. Kazbekistán es un lugar peligroso.
Ella asintió, con sus ojos serios ahora.
—Lo sé. Bajo circunstancias normales, dudo que tuviera una oportunidad como esta. Ser parte
de algo donde podría realmente hacer la diferencia.
Maldición. Quería hacer una diferencia, y Stan no quería que bajara del avión. Si algo le pasaba
mientras estaba en K-stán, no se lo perdonaría nunca.
Pero no iba a tratar de hacer lo que creía que era mejor para ella simplemente porque estaba
asustado. La respetaba demasiado para eso.
—Sí —dijo él—. Bueno. Porque eso es lo que quería preguntarle, que es lo que quiere hacer
acerca de este lío.
—¿En serio? ¿Preguntar? —Sus ojos se iluminaron—. Pensé que estaba aquí para informarme
que me quedaría en K-stán por dos minutos, mientras tomaba un vuelo a Londres.
—En honor a la verdad, eso es lo que me gustaría que hiciera —admitió él—. Si yo hiciera más
ruido de que es solo una reserva… pero de verdad quiere quedarse ¿eh?
—De verdad lo quiero, Suboficial Mayor.
Ahora lo estaba mirando como si tuviera la vida en sus manos, y él negó con la cabeza.
—Teri, aquí la elección es suya, ¿de acuerdo? Usted quiere quedarse, no seré yo quien la envíe
de vuelta. Pero si quiere volver a los EE.UU, me aseguraré de que se vaya. Solo hágame un favor y
piense bien en ello.
—Ya lo hice —dijo ella.
—Piénselo mejor.
—Lo haré.
—Bien. Véame antes de bajar del avión. Tengo un chaleco antibalas extra que quiero que use.
Deja su habitación y se lo pone. ¿Está claro?
Teri asintió.
—Absolutamente.
—De acuerdo. —Comenzó a levantarse, pero ella puso una mano en su brazo.
Lo sacó muy rápido, como si se hubiera sorprendido a sí misma por tocarlo. O como si se hubiera
sorprendido de lo caliente que se sentía su piel comparado con la frescura de sus dedos.
Con seguridad él se sorprendió por su toque.
—¿Puede sentarse por uno o dos minutos? —preguntó ella, sorprendiéndolo aún más.
Dios santo, ¿le estaba tirando los tejos?
Pero entonces regresó la cordura y Stan tuvo que reírse de sí mismo por siquiera atreverse a
pensarlo. Teri Howe. Tirándole los tejos.
Seguro.
Era una típica respuesta masculina. Ella solo estaba siendo amable, y él instantáneamente había
saltado a la conclusión de que había sexo involucrado. Creía ser mejor que eso. Pero al parecer no.
—Parece cansado —dijo ella. Y no, no había ninguna promesa de sexo caliente en sus ojos, solo
una calidez completamente diferente.
Estaba siendo amable, y él… Maldición, debía verse peor que de costumbre. ¿Pero cómo
mencionaba uno cortésmente eso? No gracias, teniente, no estoy cansado, solo soy feo como un
culo.
Excepto que estaba cansado, y una vez que este transporte tocara tierra, estaría corriendo sin
parar. El teniente Paoletti y el especialista de idiomas de su equipo, Johnny Nilsson, estaban a pocas
horas detrás de ellos, no es que fueran a esperar al LT y a Nils para comenzar. En una situación
como esta, nunca se sabía cuándo se conseguirían unas pocas horas de delantera en un juego que
podía salvar vidas.
—Tal vez debería tratar de tomar una siesta —sugirió Teri—. Tenía un… buen amigo que era
SEAL. Sirvió en Vietnam, y solía hablar de cómo parte del entrenamiento incluía aprender a tomar
algo que llamaba siestas de combate. Me decía que si cerraba los ojos, incluso por diez minutos,
podía hacer una gran diferencia.
Un buen amigo ¿eh?
La forma en que lo dijo implicaba que quien sea que fuera este tipo, era mucho más que solo un
amigo. Pero alguien que estuvo en Vietnam tenía que tener cincuenta o más.
—Vietnam ¿eh? —dijo Stan, queriendo saber más, odiando la idea de ella involucrada con
alguien tan viejo, alguien que no era su igual en todos los aspectos—. Mi padre sirvió tres veces
allá. Marina regular.
—¿De carrera? —preguntó ella.
Él asintió.
—Sí. Jefe Maestro Stanley Wolchonok Senior. Se retiró hace solo unos años.
—Debe estar orgulloso de usted —ella lo dijo con mucha nostalgia.
—Lo está. No somos, ya sabe, particularmente unidos, pero fue él que me animó a unirme a los
SEAL. —Su padre le había dicho lo difícil que sería entrar, y oh, por cierto, estaba convencido de
que Stan Junior tenía lo necesario para hacerlo. Viniendo del viejo bastardo, eso había significado
mucho, sobre todo durante aquellos años oscuros justo después de morir su madre.
—¿Qué hay de usted? ¿Su padre todavía vive? —preguntó él observando sus ojos, queriendo
saber sobre su padre, temiendo oír lo que podría contarle.
Tal vez estaba equivocado, pero tenía la sensación de que en alguna parte, en algún momento,
alguien la había dañado de verdad. Había aprendido a través de su experiencia como Suboficial
Mayor, trabajando con reclutas más jóvenes, que la mayoría de las veces, si había daño emocional,
había un padre o una madre oculto en el pasado que había fallado el primer mandamiento de
crianza, no tomarás tu propia mierda contra tu indefenso y confiado hijo.
—Mencionó que su madre vive en el este —continuó.
—Sí, en Massachusetts, Cambridge. Es profesora de literatura en Harvard. En cuanto a mi
padre… —El avión se sacudió y ella miró por la ventana, evaluando la cobertura de nubes abajo y el
potencial de turbulencia con la tranquila mirada práctica de un piloto experimentado.
Se volvió hacia él y forzó una sonrisa.
—Esto suena horrible, pero no sé si George Howe sigue vivo. Se marchó antes de que cumpliera
dos años, y las pocas veces que intenté contactarme con él, comenzando cuando estaba en la
secundaria, fue tan desinteresado, que… —Ella se rio, avergonzada—. Llegué a la conclusión que no
fue más que el hombre con quien mi madre estaba casada cuando nací. Un nombre a mano para
poner en el acta de nacimiento. Ella era… aventurera, y eran los años 70, y… —se encogió de
hombros—. Le he preguntado, y ella insiste que George era mi padre, pero aun así… no le creo.
Estaba esforzándose por sonar como si de verdad no le importara, de una manera u otra.
Stan quiso sostener su mano. Como esta mañana, cuando le confesó sus transgresiones en la
terraza, quiso tomarla entre sus brazos y abrazarla. Quiso consolarla, decirle que de ahora en
adelante él arreglaría todo.
¿Pero ese consuelo era solo una excusa para tocarla, para abrazarla de nuevo?
Probablemente.
Recordó lo suave que se sintió cuándo lo abrazó la semana pasada, lo bien que olía su pelo. Él se
reclinó un poco, en lugar de inclinarse hacia adelante para ver si su pelo seguía oliendo tan
delicioso.
—Déjeme adivinar, cuando se unió a la Marina, su madre no estaba exactamente emocionada —
dijo él.
Eso le valió una verdadera sonrisa, aunque tenue.
—Acertó. Aunque horrorizada es la palabra más apropiada.
—¿Tiene hermanos o hermanas? —preguntó Stan. Seguro que había alguien en la vida de Teri
que estaba orgulloso de todo lo que había logrado.
—Ninguno. ¿Y usted?
Maldición.
—Tengo una hermana —le dijo—, que se unió a la Marina a través del matrimonio. Ella y Bob, mi
cuñado, están por tener su quinto hijo, si puede creerlo.
—Oh, Dios mío, ¡tío Stan! Usted y los otros niños deben estar muy emocionados —dijo ella con
otro destello de sus dientes perfectos.
Él se rio de eso, haciendo un gesto para que hablara bajo.
—Shhh. Sí, tengo cuatro sobrinas que me pueden llevar de sus meñiques, pero no lo divulgue, mi
reputación como un duro Suboficial Mayor podría disolverse por completo.
—¿Así que siempre quiso ser un duro Suboficial Mayor? —preguntó ella, su sonrisa todavía
iluminando sus ojos.
Si estuviera pensando con su pene, podría pensar que a ella le gustaba hacerlo reír, que
realmente estaba flirteando con él.
—¿Siempre quiso ser el mejor piloto de helicópteros de la Marina? —respondió él, ¿qué había
de malo en pretender que ella estaba coqueteando, coquetear un poco de vuelta, también, y
hacerle saber que pensaba que ella era de primera clase, todo al mismo tiempo?
—Sí —Ella se sonrojó, y Stan no estaba seguro de si fue el cumplido en su pregunta o su
respuesta demasiado apresurada que implicaba que era, de hecho, la mejor, lo que hizo que sus
mejillas se ruborizaran—. Bueno, siempre quise ser piloto, sabe, volar…
—Está bien ser el mejor —le dijo él, de repente deseando desesperadamente verse como Mel
Gibson.
Y ya que estaba deseando cosas que no podía tener, deseó que no estuvieran yendo a K-stán
sino que a las Islas Azores, donde habría suficiente tiempo para alejar a Teri Howe de la base aérea,
lejos de cualquier persona que los conocía a ambos, para extender una manta de picnic en la arena
de alguna playa desierta y hacer que se ruborizara por quitarle la ropa y…
Tranquilo ahí, Sr. Maravilloso. Pensar en follar a esta chica mientras estaba allí sentado tratando
de ser su amigo era bastante grosero. ¿Y de dónde sacó que ella estaría remotamente interesada
en tener sexo recreativo, incluso si luciera como Mel Gibson?
Ella había tenido sexo con un desconocido atractivo en el asiento trasero de un coche en el
estacionamiento de un bar.
Una vez. Solo una vez.
En toda su vida.
Y todavía la hacía sentirse como una mierda, todavía era un agujero gigante que perforaba su
autoestima.
Dios santo, esta mañana estaba sentado escuchándola hablarle sobre eso, obligándose a no
reaccionar de ninguna manera visible. No se echó a reír, o a llorar, ni tampoco simplemente explotó
al desear haber sido él con ella en ese coche.
Maldición, estaba tan avergonzada de eso, que lo único que Stan pudo pensar fue en las docenas
y docenas de errores mucho más estúpidos que él había cometido cuando tenía diecinueve años.
Ella era tan dulcemente joven e intachable a pesar de su confesión que quería protegerla del
mundo.
Y le gustaría matar a Joel Hogan, eso era malditamente seguro. Quería arrancar su corazón por
usar a Teri de esa forma hace tantos años. Quería arrancar los pulmones de ese imbécil por haberse
atrevido a aprovecharse de su único error después de todos estos años. Y quería arrancarle la
cabeza por aparecerse en su casa anoche, por hacerla tener miedo de ir a casa.
Estaba decidido a protegerla de Hogan.
Y sabía que la protegería de sí mismo también.
Stan sabía cómo lidiar con sentimientos inapropiados de lujuria. Sabía lo que estaba y no estaba
bien entre un hombre y una mujer, entre un oficial y un alistado, entre él y la dulce Teri Howe.
Teri era una fantasía. Así de simple. Él podía ser suficientemente honesto y maduro consigo
mismo para admitirlo. Era un chico lo bastante grande para conocer la diferencia entre fantasía y
realidad.
Y podía sentarse aquí con ella y ser absoluta y verdaderamente su amigo, y todavía tener
momentos de intensa lujuria. Era humano, era hombre, ella era increíble en todos los sentidos
posibles.
Era lista, inteligente, e increíblemente suave bajo ese exterior duro y eficiente. Tenía un rostro
de ángel, y un cuerpo para morirse.
Y sí, estaba bien que la deseara. Pero no estaría bien que lo supiera. Y seguro que no estaría bien
actuar sobre ello. Así que no lo haría. Punto. Fin.
—He querido volar desde antes que puedo recordar —le estaba diciendo—. Y entonces Lenny se
mudó y…
—¿Lenny? —preguntó Stan, instantáneamente celoso, y luego instantáneamente incrédulo y
divertido de sí mismo. Dios, contrólate, Wolchonok.
—El exSEAL de quien le hablaba. Solo que él nunca le dijo a mi madre que era un veterano. Ya
era bastante malo que estuviera viviendo con un Lenny. No creo que ella hubiera podido manejarlo
sabiendo que peleó en Vietnam también.
Lenny, el SEAL de Vietnam, era el amante de su madre. Bueno. Eso tenía sentido. Y eliminaba las
imágenes molestas y persistentes que tenía de Teri involucrada con un hombre de sesenta años.
—Me lo contó todo —le dijo ella—. Por mucho que odiara Vietnam, le encantaba ser un SEAL.
Fue lo mejor que le pudo pasar. Y cuando se enteró que yo quería volar, él… —se echó a reír— ¿De
verdad quiere escuchar todo esto?
—Qué, ¿parece como si me estuviera quedando dormido?
—No. Pero conozco su secreto más oscuro, así que…
Él la miró ceñudo, pero ella seguía riendo. O sabía que estaba caliente por ella y honestamente
no le importaba, o realmente no conocía su secreto más oscuro.
Teri se acercó más y le llegó el olor de su cabello y la vista de sus pechos apretados contra el
algodón de su camisa, con los pezones claramente definidos.
Oh, mierda. Que no se te pare. Que no se te pare. Tan pronto como le sucediera, seguro que Jazz
lo necesitaría y tendría que ponerse de pie y…
—Es que a pesar de esa reputación de duro, usted es en realidad un blandengue —le dijo Teri,
en voz baja para que nadie más pudiera oírla.
Había una luz burlona en sus ojos, pero Stan se encontró hipnotizado por su boca, por la forma
perfecta y elegante de sus labios, por la idea de esos labios…
Oh, jodidamente perfecto. Él apartó la mirada y esperó por la inevitable llamada de Jazz. Pero no
llegó.
Ella solo lo había llamado blandengue.
La ironía era increíblemente intensa, y Stan no pudo evitar reírse. Se escuchó hacer un sonido
muy parecido a una risita, y eso lo empujó aún más al límite.
Ah, la dignidad. Estaba sobrevalorada de todos modos.
Teri se reía también, claramente satisfecha por hacerlo reír así, aunque no supiera en realidad de
qué.
—Quiero sentarme con ustedes y beber lo que sea que están bebiendo —dijo WildCard mientras
pasaba de camino al baño en la parte trasera del avión.
Stan finalmente recobró el aliento.
—Teniente, créame, disfruto mucho de su compañía. Me alegro mucho que seamos amigos.
—Yo también, Suboficial Mayor —miró por la ventana de nuevo, como si de pronto no quisiera
encontrarse con su mirada.
Mierda. ¿Qué había dicho para avergonzarla?
—¿Y qué hizo Lenny cuando se enteró que quería volar? —preguntó Stan, esperando
malinterpretar su lenguaje corporal. Odiaba la distancia que puso entre ellos con la postura de sus
hombros—. A propósito ¿qué edad tenía?
—Tenía ocho cuando fue a vivir con nosotras —le dijo—. Doce cuando se marchó.
Auch.
—Eso debió apestar —dijo Stan. Ella lo miró de nuevo, gracias a Dios.
—Tuvo sus razones —dijo Teri—. Claro que en ese tiempo yo no las conocía. Aun así, él fue sin
duda la persona más importante en mi vida. De toda mi vida.
Y solo lo tuvo por cuatro años. Stan había pensado que perder a su madre a los dieciocho era
malo. Maldición.
—Lamento que se haya marchado —dijo él en voz baja.
—Cuando se dio cuenta de que lo que más quería era volar —continuó—, me puso en contacto
con el PAC local, ya sabe, Patrulla Aérea Civil. Un amigo suyo era un miembro, Archie. Solía
llevarnos en su Cessna. —Ella sonrió, perdida en el pasado, con los ojos distantes—. Me dejaba
tomar los controles. En mi duodécimo cumpleaños, Lenny lo convenció para que me dejara
aterrizar, probablemente rompiendo todas las reglas.
—¿Y dónde está Lenny ahora? —preguntó Stan.
—Murió —le dijo—. Cuando yo tenía quince años, recibí una carta de un abogado, que me decía
que había heredado un cuarto de millón de dólares de alguien llamado Leonard Jackson.
—Oh, mierda, disculpe mi lenguaje, pero dijo…
—Un cuarto —repitió ella—, de un millón. Sí. Esa fue mi reacción, también. Lo había puesto en
un fideicomiso para mí, para que Audrey, mi madre, no pudiera tocarlo. ¿Sabe? Yo ni siquiera
conocía el apellido de Lenny, al principio no me di cuenta de que este Leonard Jackson era mi
Lenny. Y cuando lo hice… no quería el dinero, Suboficial Mayor, lo quería a él. Siempre planeé ir a
buscarlo algún día. Porque era mi verdadero padre. Él me amaba aunque no sacara una A plus en la
escuela, ¿sabe?
Stan asintió. Él lo sabía.
—Luego, para empeorar las cosas —continuó—, descubrí que se marchó cuando yo tenía doce
años porque fue diagnosticado con cáncer. Mi madre no pudo soportar el hecho de que estuviera
muriendo, así que simplemente… se fue. No me dijo por qué se iba porque no quiso dejar mal a mi
madre. Murió en un asilo, completamente solo. —Ella parecía desolada, como si estuviera
reviviendo su pérdida de nuevo—. Y yo podría haber tenido su amor por otros tres años.
Tocarla era una idea estúpida. Tocarla en público era aún más estúpido. Pero Stan lo hizo de
todos modos. Tocó la suavidad de su pelo, tocó su mejilla antes de que la cordura interviniera y
retirara la mano.
—Lo tuvo —le dijo con suavidad—. Solo que no lo supo hasta más tarde.
Ella lo miró.
—Nunca lo había pensado de esa manera.
—Bueno, ahí lo tiene —dijo él, deseando… No, no se iba a meter allí. No en este momento.
Nunca. Tuvo que apartar la mirada.
—Él me escribió una nota —le dijo Teri—. Decía: Universidad primero. Luego, sé todo lo que
puedes ser. —Ella sonrió—. Incluyó el nombre y el teléfono de un amigo que era un reclutador de la
Marina.
Stan se rio de eso.
—Así que tenemos que agradecerle a Lenny ¿eh? Sin él, podríamos haberla perdido por la
Fuerza Aérea.
—Sin él, yo no habría ni volado —confesó—. Tan pronto como tuve edad suficiente, usé mi
herencia para aprender a volar, todo desde Cessnas a pequeños jets. No se lo dije a mi madre. Le
habría dado un ataque.
Espera un minuto.
—¿Entonces entró a la escuela de vuelo de la Marina ya sabiendo cómo volar un jet?
Ella asintió.
—¿Y aun así optó por ser piloto de helicópteros? —Stan no acababa de entenderlo.
—Yo quería trabajar con los SEAL.
—Ah. —Dios bendiga a Lenny y a las historias que le contó.
—Disculpe, Suboficial Mayor —Sam Starrett estaba en el pasillo, mirando con curiosidad de Stan
a Teri—. El XO4 lo necesita un minuto. Me pidió que lo despertara, pero al parecer no es necesario.
—Le sonrió a Teri—. Hola teniente.
Tensión instantánea. Fue increíble la manera en que Teri se puso rígida. Ella asintió con la cabeza
a Starrett, pero sus hombros estaban prácticamente alrededor de sus orejas.
¿De qué se trataba eso?
—¿Cómo le va? —le preguntó Starrett.
—Bien, gracias. —Ella lo miró brevemente, apartando la vista como si estuviera avergonzada.
Era una dinámica extraña. Si hubieran sido amantes y Starrett la hubiera dejado, terminando su
relación con su habitual falta de gracia y delicadeza, sería él quien estaría incómodo con ella.
¿A menos que hubiera sido ella quien abandonara a Starrett…? No, eso tampoco se ajustaba.
Stan se excusó y se puso de pie, agradecido de que hubiera pasado el tiempo suficiente para
hacerlo sin tener que avergonzarse.
Teri recogió su libro, sosteniéndolo como un escudo contra Sam Starrett. Era casi como si…
—Starrett, ¿tiene un segundo? —preguntó Stan.
—Claro, Mayor. —El larguirucho teniente lo siguió hacia la parte delantera del avión.
Y efectivamente, Teri se relajó visiblemente.
—¿Qué pasa? —dijo Starrett con su acento tejano.
Stan no se anduvo con rodeos.
—Mantén tus jodidas manos lejos de Teri Howe.
—¿Mis manos? Eah, espere un segundo, fue el almirante Tucker quien —Starrett se interrumpió
al ver la expresión que Stan sabía que debía tener—. Acabo de decirle algo que no sabía ¿cierto,
Mayor? Mierda.
—¿Cuándo pasó esto? —Stan mantuvo su voz calmadamente baja. Una calma mortal. Starrett
no se dejó engañar.
—Diablos, no lo sé —se rascó la cabeza—. ¿Hace un año tal vez? ¿Tal vez más? Teri estaba
haciendo dos semanas de entrenamiento de reserva, y tres de los pilotos regulares de helicópteros
sufrieron intoxicación alimentaria, no debería estar diciéndole esto.
—Oh, sí que debería —dijo Stan.
Starrett volvió a echar una mirada inquieta hacia Teri. Bajó la voz.
—Ella estaba reemplazando, trasladando altos mandos en uno de los helicópteros saltacharcos.
Llevó a Tucker de vuelta a la base después de una cena, pero había bebido unas cuantas copas de
más, y ella tenía la intención de llevarlo a casa también. Estaba ayudándolo a llegar a su coche en el
estacionamiento, ya sabe, ayudándolo seriamente a caminar, con el brazo alrededor de él. Estaba
bastante alcoholizado y supongo que se llevó la idea equivocada.
—Cristo —dijo Stan. ¿Era este tipo de cosas tan habituales en la vida de Teri Howe que
simplemente no se había molestado en decirle a Stan sobre la conducta inapropiada de un
almirante?

4
Executive Officer: Oficial ejecutivo.
—Ahí fue cuando entré en escena —continuó Starrett, todavía en voz baja—. Tucker tenía sus
manos sobre ella, y, fue la cosa más extraña, Mayor, yo estaba seguro de que iba a ganarse una
huella permanente de su mano en la cara, pero ella se paralizó. Tuve que sacárselo de encima, y tan
pronto como lo hice, ella corrió.
—Cargué a Tucker en mi camioneta, lo llevé a su casa, y luego fui a la casa de Teri. Conseguí su
dirección de la guía telefónica, sabía que vivía en San Diego y quería asegurarme de que estaba
bien. No podía sacarme su cara de la cabeza ¿sabe? Esa mirada en sus ojos, como si el mundo
estuviera llegando a su fin. La parte más extraña de todo fue que si bien estaba alterada, no estaba
ni la mitad de alterada de lo que yo habría esperado —Starrett le dijo a Stan—. Quiero decir, estaba
mucho más resignada al respecto de lo que yo estaba. No quiso contarle a nadie, hacer nada, solo
quería olvidarlo. Parecía convencida de que Tucker no recordaría nada en la mañana de todos
modos, así que…
Stan estaba furioso con el almirante Tucker, con Teri, con Starrett también.
—¿Y no se le ocurrió venir a mí, teniente?
—Claro que sí, Mayor, juro por Dios que quería, pero ella me pidió no reportar el incidente.
Stan miró hacia atrás en el avión, a Teri. Que no estaba leyendo. Lo estaba mirando.
Rápidamente bajó la mirada a su libro como si la hubiera pillado portándose mal.
¿Qué demonios la hacía paralizarse de esa manera? Con Hogan y con Tucker. Debería haberlos
pateado en las pelotas tan fuerte que sus ojos estarían cruzados de forma permanente.
¿Cómo había llegado tan lejos en un mundo donde las mujeres tenían que ser el doble de fuertes
que sus compañeros hombres para tener éxito?
Excepto que ella no había llegado tan lejos ¿no? Era solo teniente grado junior después de unirse
a la Marina a los diecinueve años. Y se había retirado de la Marina regular y entrado a reserva.
¿Huyendo de algo que él aún no sabía, quizás? Cristo.
Y sin embargo Teri Howe, la piloto, no huía de nada cuando estaba en un helicóptero. Volaba sin
vacilar. Era decidida, valiente, y una oficial de comprobada excelencia. Daba su opinión cuando se le
preguntaba y seguía órdenes sin cuestionarlas cuando no lo hacían.
Stan se volvió hacia Starrett.
—Pido disculpas por hacer conclusiones precipitadas, señor.
—No te preocupes, Stan. Si yo estuviera saliendo con ella, sería muy posesivo también.
—No. Solo somos amigos.
Starrett no le guiñó el ojo, pero estaba allí en su voz.
—Claro, Mayor.
Cielos, ¿Qué le pasaba a todo el mundo? Tom y Starrett pensaban que tenía algo con Teri Howe.
Debían pensar que era de verdad un hacedor de milagros.
Hizo una nota mental de no sentarse con ella otra vez. No sin Muldoon o cualquiera de los otros
chicos de todos modos. Teri no necesitaba rumores sobre ella y él esparcidos por ahí.
Se dirigió hacia Jacquette, mentalizándose para estar preparado para cualquier cosa que le
lanzaran, y cuando volvió a mirar a Teri, la pilló mirándolo de nuevo.
Ella sonrió, y allí estaba él al instante.
Listo para cualquier cosa.
El rey del mundo.
6.
El vuelo chárter a Kazbekistán no aterrizaría por varias horas.
Helga Rosen Shuler se sentó, preguntándose cómo sería.
Stanley Wolchonok. El hijo de Marte.
Con toda probabilidad, no lo iba a poder conocerlo de inmediato. Él iba a estar en K-Stán como
parte de un equipo de hombres que lanzaría un asalto al avión secuestrado, entrando y matando a
los terroristas antes de que ellos tuvieran tiempo de matar a cualquiera de los inocentes a bordo.
Sí, iba a estar muy ocupado. Pero después de que todo acabara, ella pediría algún tiempo con él.
¿Se parecería a Marte, con el cabello castaño claro y ojos azul verdosos? ¿O se parecería a la
hermana mayor de las Gunvald, Annebet?
Annebet había sido una diosa. Alta, rubia y voluptuosa, se asemejaba a sus antepasados
vikingos, con unos ojos azules brillantes y un odio tremendo hacia los alemanes invasores.
Al igual que el hermano de Helga, Hershel, ella estaba estudiando medicina antes de que los
nazis llegaran a Dinamarca.
Continuó estudiando, como Hershel, pero era más difícil hacerlo con sus frecuentes viajes a casa
para ver cómo estaba la familia. Hershel también iba a casa más a menudo.
Helga también, con Marte después de la escuela. Aunque la casa de los Gunvald era mucho más
pequeña, era un lugar mucho más feliz, sobre todo después de tres años de ocupación Nazi.
La madre de Marte, Inger, les daba pan con mantequilla como bocadillo, y ellas se lo llevaban al
patio para comerlo.
Y tarde o temprano Wilhelm Gruber, en su uniforme del ejército alemán, aparecía mientras
jugaban ahí. Enamorado de Annebet, esperando que viniera a casa, para verla.
Helga cerró los ojos, recordando el día que les trajo chocolate suizo. Era tarde en la primavera de
1943, ella acababa de cumplir diez años, y Marte tenía doce. La tensión iba en aumento, la comida
era escasa, y Annebet había vuelto a casa de Copenhague para siempre.
—¿Cómo sabemos que no está envenenado? —había preguntado Marte con sospecha,
dirigiéndole al soldado alemán al otro lado de la cerca su ceño más oscuro y su mirada más
fulminante.
—Estoy enamorado de tu hermana —proclamó Gruber—. ¿Qué sacaría con molestarla al
envenenarte?
No era un hombre poco atractivo, Helga tenía que admitirlo. Un poco grueso por tanto
chocolate, tenía una cara ancha y amable, con unos ojos azules más grandes que sus gafas de
montura metálica.
Por las terribles historias que había escuchado de los nazis partiendo bebés judíos en dos, ella
había esperado que tuviera cuernos y cola.
—Vamos —la animó Gruber con una sonrisa, extendiendo el chocolate a las dos niñas—. ¿Qué
daño les hará tomarlo?
Helga nunca había considerado tomar nada de un alemán. Siempre corrió al otro lado de su
patio cuando pasaban marchando las tropas alemanas. Pero Marte era Marte, sin miedo a nadie ni
a nada. Y su papá no tenía dinero extra para comprar cosas como dulces. Para ella, el chocolate de
Gruber era tentador.
Marte miró a Helga. Y estiró la mano.
—¿Qué estás haciendo? —Annebet descendió sobre ellos desde la casa como un ángel
vengador. Pero estaba enojada con Gruber, no con Marte y Helga—. ¡Mantente lejos de mi
hermana, nazi! ¡Lejos de mi casa! Nunca voy a salir contigo. No soy una colaboradora, ¡nunca voy a
fraternizar con el enemigo!
Agarró a Marte con una mano y a Helga con la otra, y las arrastró hacia el granero.
—No soy el enemigo —protestó Gruber, siguiéndolas desde fuera de la cerca—. Esta ocupación
es amistosa. Tu rey Cristian sigue sentado en el trono. El gobierno danés sigue reuniéndose. No
hubo enfrentamientos cuando llegamos.
—Sí hubo —Annebet se dio la vuelta para dispararle—. ¡Lars Johansen fue asesinado
defendiendo el palacio del rey!
Marte miró a Helga y rodó los ojos. Este era una discusión que Annebet y Gruber habían tenido
muchas veces antes. Ahora él haría una broma acerca de que Lars fue asesinado por su propia arma
danesa inferior al salir un tiro defectuoso por la culata.
Pero esta vez no lo hizo. Solo suspiró.
—Tarde o temprano, Annebet, entenderás que los alemanes y los daneses son amigos. Eres una
de nosotros, tienes muchas libertades aquí que das por sentado, que no tendrías si fueras nuestro
enemigo. Incluso tus judíos no están obligados a llevar la estrella amarilla…
—Oh, sí, Herr Gruber —lo interrumpió Annebet—. Vamos a hablar de lo que los alemanes,
ustedes los alemanes, no nosotros los daneses, y no, no somos uno de ustedes. —Ella dijo la palabra
como si estuviera diciendo mierda de cerdo—. Hablemos de lo que están haciendo a sus ciudadanos
que resultan ser judíos. ¿Has oído hablar de los campos de la muerte que tu Herr Himmler
construyó? Yo sí. He oído historias de gente que estuvo ahí, que lo vio con sus propios ojos.
Vagones de gente, mujeres y niños, muriendo en cámaras de gases, simplemente porque no son
arios.
Gruber trató de sonreír.
—Pero tú lo eres. Ustedes los daneses no tienen que preocuparse por…
Annebet tiró a Marte y Helga delante de ella.
—Una de estas niñas danesas es judía. ¿Cuál?
Helga miró a Gruber, a la sorpresa en su cara, y trató de no aterrarse. Era demasiado grande
para ser partida en dos ¿cierto? Marte la tomó de la mano.
—No puedes decirlo con solo mirarlas ¿verdad? Así que, ¿qué vas a hacer? ¿Tratar de llevarlas a
las dos? —Annebet las empujó detrás de ella—. Moriría antes de dejar que te llevaras a cualquiera
de estas niñas. Tendrías que dispararme ahí mismo, en la calle, como a un perro.
Gruber sacudía la cabeza.
—Mira, no lo sé, no soy nazi. Yo soy simplemente un buen alemán. Y afortunado de servir a mi
país aquí en lugar de Rusia.
—Tus buenos líderes alemanes son asesinos y ladrones.
Helga tiró del brazo de Annebet, tratando de llevarla al granero. Esta conversación se estaba
poniendo demasiado peligrosa, y Gruber estaba empezando a enfadarse.
—Palabras traicioneras como esas son las que nos obligarán a quitarles algunas de las libertades
que ustedes los daneses disfrutan. Si no tienes cuidado…
—¿Qué vas a hacer? —la voz de Annebet de pronto fue muy suave. Pero se llenó de una
intensidad que hizo que a Helga le dieran ganas de llorar—. ¿Vas a juntar a todos nuestros judíos?
¿Te llevarás el resto de nuestros comunistas? Ya sé, quizás esta vez arrestes a todos los que
tenemos una sola idea comunista. Tendrás que llevarme, Herr Gruber. Todavía trabajo un día a la
semana en la clínica médica gratuita en Copenhague sin remuneración. Rápido, llama a la Gestapo.
Una vena se dilató en la frente de Gruber.
—¡No bromees con eso!
—No estoy bromeando, nazi. No bromeo acerca de un Reich que quiere gobernar el mundo por
la opresión.
Ella era magnifica, parada así, prácticamente agitando su puño a Gruber, pero Helga estaba
aterrorizada de que él tomara su arma y le disparara. Les disparara a todas.
—Es una lástima, porque el mundo es nuestro ahora —se burló él.
—Sí —dijo ella—. Es una lástima.
Con un movimiento regio de su falda, se dio la vuelta y siguió a Helga y Marte a la relativa
seguridad del granero.
Ella cerró la puerta detrás de ellas y al instante se volvió hacia Marte.
—Si alguna vez te pillo hablando con él de nuevo…
—Él viene a la puerta y me llama —se defendió Marte—. ¿Se supone que tengo que ignorarlo?
—Sí.
—No —las tres miraron sorprendidas. El hermano de Helga estaba en la puerta—. No tiene
sentido hacerlo enojar.
Annebet se irguió, sus ojos destellaban.
—Supongo que me vas a recomendar que vaya a cenar con él.
Era gracioso. Helga nunca había visto a Hershel así, tan severo, tan… extraño. Había algo
diferente en él. Y miraba a Annebet como si Helga y Marte hubieran dejado de existir.
—Nunca recomendaría eso —respondió él en voz baja.
Annebet se había sonrojado, como si…
Helga miró a su hermano. Lo miró de verdad.
No era guapo. No como Jorgen Lund quien a veces venía a la casa de los Gunvald para llevar a
Annebet a un concierto o a un paseo por el parque. El cabello de Hershel era de un simple color
marrón y su nariz era grande y su cara solo una cara. No fea, pero nada especial tampoco.
Era alto y flaco. Excepto que cuando Helga lo miró, se dio cuenta de que ya no era tan flaco. Sus
hombros eran anchos, y con su camisa arremangada, podía ver que sus brazos eran fuertes, incluso
musculosos.
Pero eso no era lo diferente en él hoy. No, la diferencia estaba en sus ojos.
Helga siempre había pensado que su hermano tenía ojos bonitos detrás de sus gafas de montura
metálica. De un lindo tono avellana, y generalmente cálidos y rebosantes de buen humor,
realmente parecían ser la ventana de su alma bondadosa.
Pero cuando miró a Annebet, sus ojos fueron intensos, como si su alma de repente se calentara
a una temperatura extrema y estuviera a punto de explotar.
—Es bueno ser amable, incluso cortés —Hershel le dijo a Annebet—. Los alemanes se relajarán y
nunca sospecharán… nada. Soy Hershel Rosen, por cierto. Vine para llevar a Helga a casa.
¿Cómo supo que estaba aquí? No había apartado la mirada de Annebet, ni siquiera una vez
desde que entró en el granero.
—Sé quién eres —le dijo Annebet. Estaba mirado a Hershel de la misma manera. Como si Helga y
Marte hubieran desaparecido de la faz de la tierra—. Te he visto en la universidad.
—¿En serio? Quiero decir, bueno, por supuesto, pero no me había dado cuenta de que eres la
hija de Inger Gunvald.
Marte se acercó, ahuecando las manos en la oreja de Helga.
—Míralos. Se quieren besar.
¿Hershel y Annebet? Helga miró a su hermano. A la hermana de Marte.
Trató de imaginarlos besándose. No de la forma en que su madre y Poppi se besaban, como si no
quisieran que ninguna parte de ellos salvo la punta de sus labios se tocaran, sino de la forma en que
las personas se besaban en las películas. Como si quisieran tragarse enteros mutuamente y
envolverse el uno al otro hasta volverse de revés.
No estaba segura de sí Hershel sabría besar así. Siempre había sido tan cortés.
Annebet le sonrió.
—Soy difícil de pasar por alto ¿eh? Siempre despotricando sobre los alemanes.
—Deberías ser más cuidadosa —le advirtió Hershel.
—Helga y yo vamos a salir a jugar —anunció Marte, arrastrando a Helga a la puerta trasera
detrás del establo de caballos, pasando donde Frita había tenido sus cachorros.
Cerró la puerta de golpe, pero no salieron. En cambio, se puso el dedo en los labios y comenzó a
subir la escalera hacia el altillo.
A Marte le encantaba jugar a los espías, y Helga también había aprendido a moverse sin hacer
ruido por necesidad, para seguir a su amiga. Pero no parecía correcto espiar a Hershel y Annebet.
—Parece gracioso que tú me adviertas que sea cuidadosa —Helga oyó que Annebet le decía a su
hermano.
Helga tiró de la camisa de Marte, diciendo no con la cabeza cuando Marte se volvió para mirarla.
Sí. Marte sacudió la cabeza para el otro lado.
—No —Helga susurró con fiereza.
—No estoy segura de por qué tu familia no se ha ido a Suecia —continuó Annebet—. Me
preocupa Helga. A veces me dan ganas de subirme a un bote y llevarla yo misma.
Marte la atrajo hacia ella, puso su mano en su oreja y sopló.
—Si ellos se casan, nosotras seremos hermanas de verdad. Para siempre.
Marte como hermana. Annebet como cuñada. Era un sueño maravilloso.
Marte siguió casi en silencio en su oído.
—¿Pero cómo vamos a saber si van a casarse a menos que veamos si se besan?
Bajo el punto de vista de Marte tenía sentido, y a pesar de sus recelos, Helga se encontró
siguiendo a su amiga por las escaleras.
—Mi padre no dejará su casa, su tienda —estaba diciendo Hershel—. Dice que lo que ha
ocurrido en el resto de Europa no pasará aquí en Dinamarca. No quiere creer las noticias que oímos
de los guetos y los campos.
—He visto las postales —dijo Annebet—. Con mensajes escritos en tinta invisible. Nadie puede
inventar esas historias. Los campos son reales.
Desde su lugar en el altillo, Helga vio que Annebet se había sentado en el borde de la carreta de
madera de los Gunvald. Hershel había entrado al granero, pero todavía estaba de pie con su
sombrero en sus manos.
—No sé cómo hacer para que mi padre lo crea.
—Si existe una manera en que pueda ayudar… —Annebet se bajó de la carreta y se movió hacia
Hershel.
—Aquí viene —susurró Marte.
Pero Annebet se detuvo a un brazo de distancia de Hershel.
—Gracias —dijo él—. Pero… —Negó con la cabeza. Apartó la mirada de ella y volvió a mirarla
con una risa—. Sabes, nuestras hermanas son tan amigas que no puedo creer que no nos hayamos
visto hasta ahora.
—Pero sí —dijo Annebet—. He estado en tu casa muchas veces.
Él sacudió la cabeza de nuevo, incrédulo.
—No puedo creer que…
—He ayudado a mi madre a servir la comida en las fiestas de tus padres —explicó Annebet—.
Por lo menos dos veces mientras estabas en casa para el año Nuevo. Como criada, me aseguré de
ser debidamente invisible. —Ella le sonrió—. Nada de diatribas contra los alemanes con el arenque
a la crema. Nada de demandas apasionadas por mis amigos judíos para ponerlos a salvo tan pronto
como sea posible con el postre.
Hershel se echó a reír.
—Nunca podrías ser invisible.
—Sí, podría. De hecho, tus padres tendrán la fiesta de cumpleaños de tu madre la próxima
semana. Voy a estar ahí, pero ni siquiera me verás.
—Solo que ahora te estaré buscando —respondió Hershel.
Annebet le sonrió, casi con timidez.
De alguna manera se movieron de modo que se acercaron. Lo bastante cerca ahora para
besarse.
—Vamos, Hershel —susurró Marte casi en silencio desde el desván—. Ella quiere que lo hagas,
así que bésala…
Pero Hershel era demasiado educado.
—Tengo que irme —le dijo a Annebet—. Fue un placer conocerte.
Y así comenzó.
No fue más que unos pocos días después que Annebet y Marte entraron a la tienda de Poppi con
la excusa de buscar a Helga, pero en realidad fue para que Annebet pudiera ver a Hershel de nuevo.
Los padres de Helga vieron la manera en que Hershel la miró, la manera en que ella le sonrió, y
esa noche en casa, el infierno se desató.
Helga se sentó en la escalera y escuchó.
—¡Está detrás de tu dinero!
—¿Cómo puedes decir eso? —la voz de Hershel estaba llena de incredulidad, de indignación.
Hershel quien nunca le levantaba la voz a nadie, estaba cerca de gritar como Helga nunca lo había
oído—. El dinero es lo último que le interesa. En todo caso, es comunista, ¿de acuerdo? Está
estudiando medicina para poder poner una clínica de niños gratis. ¡Es tan hermosa por dentro
como por fuera!
—No pelees —susurró Helga, cerrando los ojos, deseando que Marte estuviera junto a ella—.
Por favor, no pelees.
—¿Quién está peleando?
—Poppi y Hershel —dijo ella—. Haz que se detengan.
—Está bien, Cómo esto es, es 2001. Su pelea terminó hace años. Vamos, Helga. Mira dónde
estás, con quién.
Un avión. Estaba en un avión y Des estaba sentado a su lado. Su corazón latía con fuerza y tenía
la boca seca. No tenía idea de por qué estaba aquí o a dónde iba. No entraría en pánico. En cambio
buscó su bolso.
—Nos estamos preparando para aterrizar —le dijo Des—. Debo informarte de otros detalles que
llegaron mientras estabas descasando.
Detalles. Merde, necesitaba mucho más que detalles.
—¿Puedes traerme algo de beber? —le preguntó—. ¿Por favor? ¿Un poco de té?
Él la miró. Luego se levantó.
—¿Con limón?
—Perfecto —sonrió ella, y luego, finalmente, gracias a Dios, él se marchó.
Helga buscó en su bolso y encontró su bloc de notas. Lo abrió.
—Avión secuestrado en Kazabek, terroristas Kazbekistaníes, americanos a bordo —leyó—,
incluyendo la hija del Senador Crawford, Karen, de veinticuatro años. Exigen la liberación de dos
presos, uno en Israel, uno en EE.UU. Suboficial mayor Stanley Wolchonok de U.S Navy SEAL Equipo
Dieciséis ¡es hijo de Marte Gunvald!
Bueno. Bueno. Respira.
Ella recordó. Tenía sentido de nuevo, y podía incluso recordar subir al avión. Pero, Dios querido,
¿qué pasará cuando no pueda recordar? ¿Cuándo viera su lista y leyera su propia letra y aun así no
recordara haber escrito en la página?
Desmond regresó por el pasillo, trayendo una taza caliente con una tapa. Ella cerró su libreta y
forzó una sonrisa mientras él se entregaba la taza.
—Gracias, eres muy amable. —tomó un sorbo mientras él se sentaba y se echó a reír—. Oh, qué
raro. Esperaba café y es té. Tú sabes lo extraño que es…
Des la miró.
—Pediste un té.
¿Lo hizo?
—Lo siento, estaba… aturdida. —Y muy concentrada tratando de recordar para qué estaba aquí,
echando un vistazo a su bloc de notas…
Él carraspeó.
—Bueno. ¿Estás lista para los detalles?
—Sí.
—Los SEAL aterrizaron en Kazbekistán hace unas cinco horas. Ya están construyendo un modelo
de madera de un 747 en un antiguo aeródromo militar al sur de Kazabek, y empezaron a usarlo
para practicar el abordaje al avión secuestrado. El hombre encargado del asalto es el teniente grado
junior Roger Starrett. Tu hombre, el Suboficial Mayor Stan Wolchonok, estará trabajando
estrechamente con él. Un teniente grado junior Casper Jacquette, el oficial ejecutivo, XO, del
equipo SEAL, está a cargo de la vigilancia, y ya tiene una rotación de hombres rodeando el avión
secuestrado, mirando por las ventanas, tratando de tener una idea de la situación adentro. El
teniente Ton Paoletti es el CO del equipo, y es el hombre a cargo de toda la operación. Es el que
dará el vamos cuando sea el momento de derribar las puertas. El negociador del FBI Max Bhagat
manejará todas las comunicaciones con los terroristas, ya está en el lugar, pero ellos han estado en
silencio desde sus demandas iniciales. Ambos hemos trabajado con Bhagat. Muchas veces.
—Sí, por supuesto —Helga le dijo a Des—. Conozco bastante bien a Max.
Él la miró, pero ella no pudo leer la expresión en sus ojos.
—Por último, pero no menos importante, se cree que hay solo cinco terroristas a bordo, todos
fuertemente armados.
Helga asintió.
—Starrett, Jacquette, Paoletti, y Bhagat —repitió Des. Bajó su voz, acercándose—. Es posible que
quieras escribir esos nombres en tu libretita para que sepas quienes son la próxima vez que te
quedes en blanco.
Helga no supo qué decir.
Des alargó la mano y tomó su bloc de notas. Lo abrió en una página en blanco, mirando a Helga
todo el tiempo.
Tomó un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta y finalmente apartando la vista de ella,
comenzó a escribir.
Cuando terminó, tapó el bolígrafo, y lo guardó en su bolsillo. Se puso de pie, le pasó el bloc a
Helga, y se fue a otro asiento en la parte delantera del avión.
Todavía sorprendida, Helga miró su libreta. Había hecho una lista con los nombres, rangos y
posiciones de los hombres que acababa de informarle. Y debajo escribió en su letra imprenta
Conozco tu secreto.

—¿Quién es Karen Crawford?


Gina abrazó con fuerza a Casey cuando dos de los hombres armados se movieron a la parte
trasera del avión, ambos gritando en un inglés con mucho acento.
—¿Quién es Karen Crawford?
Era aterradoramente bizarro, como la respuesta en un torcido programa de concursos de
televisión, con concursantes portando ametralladoras.
La azafata rubia se atrevió a interceder.
—Americanos —dijo en voz alta—. Están buscando una americana llamada Karen Crawford.
No era sorprendente, nadie se puso de pie.
—Por favor —dijo la azafata—. ¡Señorita Karen Crawford!
Oh, sí, como si ella fuera Karen Crawford, y diera un paso al frente en este instante. No, muchas
gracias.
Uno de los pistoleros esperaba. Era de la edad de Gina, con el pelo largo y oscuro recogido en
una cola de caballo apretada y una cara con la que habría hecho una fortuna si se hubiera unido a
una banda de chicos en lugar de elegir una carrera de terrorismo internacional. Él los miró, en
particular al grupo obviamente americano de estudiantes sentado alrededor de ella.
El sonido del llanto se oía como una molesta banda sonora para el miedo. Había bebés en el
avión. Sin duda habían captado la tensión y estaban inconsolables.
Como Casey.
Los ojos de Gina estaban secos, pero por dentro estaba temblando y lista para vomitar. No podía
recordar haber estado así de aterrada por algo. El Silencio de los Inocentes la había asustado de
muerte, pero no fue nada como esto.
Esto era real.
Esas armas tenían balas de verdad. Esto no era un juego de fantasía, ni una película donde el
director podía gritar «corten» y se irían a casa después de terminar el día.
La ligera presión de un dedo y la barrida de un brazo, y estarían todos muertos o moribundos.
Gina nunca lo había pensado mucho antes, pero ahora sabía. No quería morir.
Y por primera vez desde que tenía once años, quería a su madre.
El otro terrorista en el Equipo Buscando a Karen Crawford se paseaba como un gruñón hombre
pantera. Más pequeño que el Backstreet Boy, la expresión en su rostro era incluso más aterradora
que esas enormes armas.
Estaba enojado y se estaba enojando más a medida que pasaban los minutos. Hablaba en un
lenguaje que no era inglés, y Backstreet Boy traducía.
—Sabemos que Karen, la hija del senador Crawford de los Estados Unidos está en este avión. —
El inglés del Backstreet era muy bueno, su voz de barítono era suave y tranquilizante, tan bonita
como su cara—. Nos damos cuenta de que probablemente viaja con un nombre diferente, así que
revisar pasaportes es una pérdida de tiempo. Podemos hacer esto de manera amable. O no.
Amable. ¿Esto era amable? ¿Con armas de fuego y amenazas y miedo amargando las bocas de
todos?
¿Por qué la banda de jazz universitaria no había elegido recorrer Ohio?
Backstreet esperó, observándolos, pero nadie se movió.
Excepto por el hombre pantera, que se volvió y aplastó la culata de su arma en la cabeza del
trombonista Ray Hernández.
¡Oh, Dios!
Ray se desplomó en su asiento mientras Casey lloraba aún más fuerte.
—Oh, Dios mío —sollozó— ¿Está muerto?
—No lo sé —la voz de Gina tembló. De acuerdo, ahora era el momento de dar un paso adelante.
Otras personas estaban siendo perjudicadas. Vamos, Karen…
El mundo de Gina se tambaleó.
Karen.
¿Era posible…? ¿Podría ser…?
Gina buscó el pedazo de papel con sus etiquetas de equipaje, donde la chica de la nariz perfecta
en el aeropuerto había escrito el nombre y el teléfono de su hermana en Viena. Karen. El nombre
era Karen y su hermana era Emily algo…
Gina desdobló el papel.
Emily Crawford.
Santo cielo. Karen Crawford no podía dar un paso adelante. Su tarjeta de embarque había sido
robada y ella no estaba en este vuelo.

Alyssa Locke estaba en Kazbekistán.


Estaba aquí, justo aquí, en este aeropuerto militar en ruinas al sur de Kazabek, donde acababan
de pasar las últimas horas construyendo un modelo en madera del avión secuestrado.
Sam Starrett se concentró en respirar, en mantener el aire entrando y saliendo de sus pulmones,
en mantener su corazón bombeando sangre por su cuerpo.
No se vería muy bien que el teniente SEAL a cargo del asalto de un avión secuestrado se
desmayara. Especialmente no delante del desfile de dignatarios que habían venido a
inspeccionarlos.
Y especialmente no delante de Alyssa Locke.
Estaba aquí de verdad. No era un sueño.
Tenía toda su ropa puesta. Un traje oscuro con una blusa abotonada hasta su barbilla. Unas
gafas oscuras cubrían sus ojos.
Dios, quería ver sus ojos.
Podía oír al teniente Paoletti haciendo las presentaciones, con Nils junto a él, llamado por su
capacidad de hablar el idioma, repitiendo las palabras del teniente en el dialecto local para el
enjambre de oficiales K-staníes.
Mientras Sam estrechaba manos, trató de volver, de poner atención. Todos los grandes
jugadores se habían reunido, y sería útil recordar sus nombres.
Conoció a la emisaria israelí Helga Shuler y su asistente, Desmond Nyland, un hombre negro
mayor, un exoperativo. Tenía que ser. Tenía unos cincuenta años, pero todavía se movía como si
hubiera pasado años en las Fuerzas Especiales.
El Senador Andrew Crawford, cuya hija estaba en ese vuelo, también estaba ahí, su sonrisa
ganadora de campaña había desaparecido, pobre diablo.
El negociador del FBI Max Bhagat tenía su calma habitual, pero Sam sabía que Bhagat estaba tan
impaciente como él por terminar con las presentaciones y volver al trabajo. Alyssa y ¿cómo se
llamaba el raro pastelito de frutas que tenía de compañero?, estaban con Bhagat, para sin duda
sentarse en la banca y observar el trabajo del hombre.
Bien. Encierren a Alyssa en la sala de negociadores que se está instalando a treinta kilómetros de
distancia, en el aeropuerto de Kazabek, para observar el avión 747 secuestrado. Si Sam tenía
suerte, no tendría que verla de nuevo por el resto de esta operación.
Pero entonces fue el turno de las presentaciones de Alyssa. Se sacó las gafas mientras
estrechaba la mano de la señora Shuler, del teniente Paoletti, y…
Sam le tomó la mano. Tuvo que hacerlo. No hubo manera de evitarlo.
—Señora —dijo, mirándola a los ojos por primera vez en cinco meses, tres semanas y tres días
muy largos.
Sus dedos estaban frescos, dedos que una vez envolvió alrededor de su…
Ella liberó su mano como si pudiera leer su mente.
—… del FBI. Estarán observando los preparativos del teniente Starrett para la toma del avión
secuestrado. —Decía Tom Paoletti mientras Sam estrechaba brevemente la mano de su
compañero. Jules Cassidy. Ese era el nombre del mariconcito.
Y entonces las palabras de Paoletti se asentaron, Observación. Asalto. No. No.
Pero sí. Mierda, sí. Alyssa estaba aquí para observarlo.
No lo miraba. Estaba deliberadamente mirando el modelo del avión, donde el Suboficial Mayor y
otros hombres de su escuadrón asignados para esta operación estaban ensayando su plan de
inserción relativamente simple.
Ella iba a estar observando como su equipo volaba las puertas lo más silenciosamente posible.
Entrarían con una explosión y un destello de luz, con información detallada del equipo de vigilancia
de la ubicación exacta de los cinco tangos5 en el interior del avión. Una vez dentro, dispararían a la
cabeza y eliminarían a los terroristas. Rápido y mortal.
Después de abrir las puertas, toda la operación tomaría una cuestión de segundos y marcharía
como un reloj bien aceitado.
Pero la razón por la que iría así de bien era porque Starrett y sus hombres practicarían.
Ensayarían el ejercicio una y otra vez, durante tantos días como los negociadores les dieran, hasta
que pudieran hacerlo dormidos.
Este tipo de práctica requería de una concentración completa. Y Sam iba a tener que dirigir el
espectáculo aquí en Ciudad Distracción, con Alyssa Locke observándolo.
Quería que ella lo mirara ahora, maldición. Vamos, mírame.
Finalmente lo miró.
Él hizo un gesto con la cabeza y ¡mira tú!, ella realmente lo siguió cuando él se apartó un poco
hacia atrás, lejos del resto del grupo.
—¿Cómo está teniente? —preguntó ella con frialdad, sin siquiera fingir que quisiera que le
respondiera eso, sin fingir que en realidad le importaba un carajo.
Él trató de relajar los dientes.
—Tan bien como puedo estar sabiendo que las vidas de ciento veinte personas a bordo de ese
747 dependen de lo que mi equipo y yo hagamos los próximos días o incluso horas.
Ella lo miró, tan prístina y bien compuesta en su trajecito ordenado, con el cabello recogido y su
maquillaje perfecto.
Hace unas horas, Sam se había cambiado a un par de pantalones cortos y una camiseta que ya se
había enganchado en un clavo. Estaba sudado y polvoriento y necesitaba una afeitada.
—Esto va a ser bastante duro —continuó Sam en voz baja—, sin el estrés agregado de…
Ella levantó una ceja.
—¿Sabe el teniente Paoletti que usted tiene dudas acerca de su capacidad de…
¡Al diablo con eso!
—Disculpe, yo no tengo dudas. —Cielos.
No había nada en sus ojos, ni siquiera el más mínimo destello de recuerdos de esa noche. Ni el
mínimo asomo de una intimidad compartida.
—Entonces no debería haber ningún problema.
Tenían que olvidarse de eso, pretender que nunca ocurrió, dijo ella. Olvidar que vino a su
habitación de hotel e hicieron el amor no una, sino cuatro veces. Cuatro. Toda la noche, y luego
incluso una vez en la mañana. En la ducha.
Ella había estado furiosa con él en ese momento, hasta que su ira cambió a pasión. Pero ahora…
Ahora, obviamente ella no sentía nada en absoluto.

5
Se refiere a los terroristas.
Sam se dio la vuelta, reacio a dejarle ver la ira que no podía ocultar en su rostro, sus ojos.
Pero entonces, al diablo, la miró. Directo a los ojos.
Y se permitió recordar.
La expresión de su rostro perfecto mientras la hacía correrse. La forma en que ella le sonreía
mientras lo tocaba, primero con la punta de la lengua y luego con sus labios y luego…
Él le sonrió, recordándolo todo y dejando que lo viera en su cara, pero ella no pestañeó, no se
inmutó, no se sonrojó. Se puso sus gafas, le devolvió la mirada con frialdad a través de sus lentes
teñidos ligeramente de color púrpura, y luego se dio la vuelta.
Bueno, mierda.
Al parecer, ella no era perseguida por él en sueños durante la noche.
Al parecer, lo había exorcizado con éxito. Por supuesto asumiendo que la hubiera poseído en
primer lugar.
Sam logró llamar la atención de Paoletti y obtuvo un gesto de retirada. Caminando de regreso al
modelo de madera, trató de centrar la ira que sentía por ella, y por él mismo por importarle tanto,
en una forma más útil de energía.
Determinación.
—De acuerdo —le dijo con gravedad a su escuadrón—. Hagamos esto bien.
7.
—¿Está bien su habitación? —le preguntó el Suboficial Mayor mientras Teri salía del
ascensor y se encontró con él en el vestíbulo del hotel—. Mira al patio interior ¿cierto?
—Oh —dijo ella tratando de recordar en qué lado del pasillo estaba su habitación—. No tuve
tiempo para más que tirar mi bolsa adentro y lavarme la cara, pero sí, tengo vistas a la piscina.
Ella le sonrió, feliz de verlo, contenta de tener diez horas completas antes del siguiente turno.
Sospechaba que Stan no tenía tanto tiempo de inactividad y todavía no podía creer que hubiera
optado por pasar algo de su tiempo libre con ella.
—La habitación tiene agua potable, ¿cómo puedo quejarme?
El Kazabek Grande era un hotel que claramente había visto días mejores.
Desde luego, todo Kazabek había visto días mejores.
—No la beba. Solo agua embotellada. Y póngase el chaleco antibalas. ¿Cree que llevándolo en la
mano le servirá de algo?
—Es muy pesado. Y caluroso.
—Póngaselo de todos modos. Y no vuelva a tomar el ascensor —Stan la instruyó mientras
cruzaban el vestíbulo—. La electricidad va y viene aquí, no hay suficiente para alimentar toda la
ciudad a la vez. Me dijeron que el Grande sufre apagones por lo menos cuatro horas al día, que
suele comenzar justo después del atardecer, pero puede ocurrir en cualquier momento, y si está en
el ascensor…
Su habitación estaba en el séptimo piso, el restaurante cerca del vestíbulo, y el helipuerto estaba
en el techo. Si iba a tener que subir y bajar las escaleras con la chaqueta pesada puesta…
—Esta asignación va a ser estupenda para mis muslos. ¡Qué ventaja!
Stan la miró con evidente incredulidad.
—Sí, como si de verdad necesitara perder peso. ¿Qué pasa con las mujeres hoy en día? Estaba
pensando más temprano que iba a asegurarme de que comiera postre esta noche, aunque tuviera
que dárselo a comer a la fuerza.
—Vaya, eso suena divertido.
Él la miró fijamente, y ella se dio cuenta que dijo las palabras no en voz alta pero casi. ¿Había
oído? No estaba segura, pero pensaba que sí.
Debería sostener su mirada, sonreírle, tal vez menearle las cejas. Dejarle claro que estaba
coqueteando con él, o al menos debería estar coqueteando si no fuera así de inadaptada.
Le sostuvo la mirada e incluso se las arregló para sonreírle, pero Stan apartó la vista. Había
coqueteado con ella en el avión. ¿Qué sucedió desde entonces y ahora?
Él carraspeó.
—Hemos, uh, tomado la mitad del restaurante como nuestra zona de desastre. Puede bajar cada
vez que quiera cuando esté fuera de servicio para conseguir algo de comer. Si la cocina está
cerrada, habrá sándwiches envueltos, no es el mejor de los arreglos, pero es lo mejor que podemos
hacer por ahora.
Él abrió la puerta a una escalera y dio un paso atrás para que pasara primero.
¿Abajo?
—Pero… —Teri señaló el otro lado del vestíbulo, completamente confundida—. La señal dice…
Que el restaurante, que se jactaba de tener karaoke cada noche, estaba en el entrepiso.
—Lo movieron —le dijo Stan.
Ella entró, esperando que él indicara el camino.
—Esta es la torre este —le dijo mientras se dirigía escaleras abajo—. El Grande tiene cuatro
torres conectadas dispuestas en un cuadrado alrededor del vestíbulo y el patio con la piscina.
Estamos acuartelados en las torres oeste y sur, usted está en la oeste ¿correcto?
Teri asintió.
—Yo también. Solo asegúrese de encontrar la escalera oeste cuando quiera volver a su
habitación. No todas las plantas se conectan a las diferentes torres. El restaurante está aquí abajo,
en el salón de baile en el sótano de la planta este —Su voz retumbó—. Está en una sala que no
tiene ventanas. En Kazabek, los hoteles tienden a perder negocios cuando sus clientes son
asesinados por los cristales rotos. Y el cristal tiende a volar cuando un coche bomba explota en la
calle. Que es lo que ocurre aquí con una frecuencia molesta.
—Dios.
Él se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta que daba al sótano.
—Teri, no se supone que esté aquí. Puede decidir que ha tenido suficiente en cualquier
momento y nadie pensará menos de usted por marcharse.
A ella le encantaba cuando él la miraba así, directo y preciso, justo a los ojos. También le gustaba
la forma en que la había mirado en el avión, como si hubiera querido besarla.
Pero luego la llamó teniente, claramente retirándose de cualquier grado de intimidad. Sin
embargo, ahora era Teri otra vez.
¿Cuál era, Stan?
No se atrevía a preguntar. Tampoco se atrevía a llamarlo por su nombre de pila. Era Suboficial
Mayor o Mayor, y llamarlo de otro modo parecía demasiado irrespetuoso. Además, tal vez él estaba
tan confundido por toda esta energía que parecía zumbar entre ellos como ella.
—Yo no me voy. Acabo de tener uno de los mejores días de mi vida —admitió.
Había comenzado esta mañana, Dios, ¿solo esta mañana?, cuando tuvo el valor de llamar a su
puerta y pedirle ayuda.
No, eso había sido ayer en la mañana. Viajar al otro lado del mundo había comprimido el final
del domingo, y ellos llegaron a K-stán tarde el domingo en la noche en California, pero lunes en la
tarde, hora K-staní. Eran casi las 1800 ahora y habían pasado mucho más de veinticuatro horas
desde que durmió. No era de extrañar que todo pareciera un poco borroso.
Él asintió.
—Bueno… me alegro.
Y siguió parado ahí. Mirándola. En la privacidad de la escalera. Donde nadie podría verlo si
tocaba suavemente su cabello de la forma que lo hizo en el avión de transporte. Donde nadie sabría
si la besaba.
El corazón de Teri latía casi tanto como cuando le pidió casualmente que se reuniera con él en el
vestíbulo antes de cenar.
Quería que la besara, que la tocara de nuevo.
Por favor, Suboficial Mayor, oblígueme a comerme el postre.
Sí, eso realmente funcionaría. Iba a tener que hacerlo. Iba a tener que llamar al hombre Stan.
Después de todo, la invitó a cenar. Y sabía que le gustaba. Él mismo se lo había dicho.
Pero él se dio la vuelta antes de que ella reuniera el coraje para decir o hacer nada en absoluto.
Él abrió la puerta. La sostuvo para ella.
—Vamos a comer algo caliente antes de que se vaya la luz y cierre la cocina. Si tengo que comer
otro sándwich, voy a llorar —le sonrió, sino con su boca, ciertamente con los ojos—. Y si le dice a
cualquiera del escuadrón que me estaba quejando, lo negaré.
Teri se rio, entrando junto a él en lo que, incluso en su apogeo, debió haber sido una imitación
barata de la opulencia. Decadente ahora, el salón de baile del hotel era oscuro y olía a rancio, con
velas en cada mesa, presumiblemente puestas para cuando se iba la luz.
Las mesas estaban cubiertas con manteles de plástico, las sillas no combinaban. Faltaban
paneles acústicos del techo en algunos lugares, dejando ver cañerías y cables.
Había cubos dispersos para las goteras de las tuberías.
Y sin embargo era exótico.
O tal vez era el hecho de que estaba entrando ahí con el Suboficial Mayor lo que lo hacía tan
seductoramente extranjero y lleno de romántico potencial.
Él retiró una silla para ella en una mesa y se sentó, ofreciéndole una sonrisa en agradecimiento.
Su madre se habría sentado a propósito en otro asiento y fruncido el ceño.
Se quitó su chaleco antibalas. De seguro aquí estaba a salvo.
Stan se sentó frente a ella en vez de a su lado.
—Bien, Muldoon es puntual.
Teri se volvió, y por supuesto, el alférez Mike Muldoon estaba cruzando la alfombra gastada
mirando alrededor del lugar.
El Suboficial Mayor se puso de pie.
Muldoon sonrió, pero luego vaciló a mitad de un paso cuando vio a Teri sentada a la mesa. Aun
así, siguió caminando, pero su sonrisa ahora era un poco forzada y nerviosa.
—Hola —Stan saludó al hombre más joven—. ¿Le presentaron oficialmente a Teri Howe?
—Uh, no, Mayor, no oficialmente.
—Alférez Michael Muldoon —dijo Stan—. Teniente grado junior Teresa Howe. Ambos fueron al
MIT.
Y con eso Teri lo supo.
Stan la invitó a cenar para emparejarla con Muldoon.
Esta invitación no era realmente una invitación a cenar.
Y la forma en que la tocó en el avión, Dios, ahora que pensaba en ello, fue nada más que una
palmadita de consuelo en la cabeza ¿verdad?
Oh, Dios. Era tan tonta.
Teri supuso que tuvo suerte de que él oyera su comentario inapropiado «Eso suena divertido»
cuando Stan, completamente inocente, sin duda, había bromeado acerca de forzarla a comer el
postre. Afortunada porque la pura humillación y vergüenza la distraía de la decepción.
Se puso de pie y Muldoon le estrechó la mano, contenta de tener algo que hacer además de
encogerse en la silla deseando estar atrapada sola en el ascensor.
—Para ser honesto —le dijo Muldoon con una sonrisa de disculpa que hizo su rostro guapo aún
más guapo—, fui al MIT solo un semestre.
—Eso es más de lo que hice yo —dijo Stan—. Vamos, siéntese.
Él se sentó primero, y abrió su menú.
Y por mucho que Teri quisiera excusarse y correr, no pudo hacerlo. Si Stan a estas alturas no
sabía que ella esperaba más de él que amistad y que le presentara a su amigo lindo, su partida la
delataría.
Además, una amistad con Stan Wolchonok era mejor que nada.
¿No?
—Entonces —le dijo a Muldoon, sobre todo porque Stan la miró, esperando que dijera algo—.
¿Cuándo estuvo en el MIT?
—Hace unos siete años —le dijo el alférez—. Primer semestre después de egresar de la
secundaria. Pero luego mi padre se enfermó, así que me cambié a un instituto cerca de casa.
Mike Muldoon era tres años menor que ella. También era casi imposiblemente guapo. Ojos
grandes de un tono azul aún más profundo que los de Stan. Pelo castaño dorado grueso y
ondulado, con un rizo que caía de manera atractiva sobre su frente, quizás un poco rebelde a pesar
de lo corto en la parte de atrás. Su mandíbula era cuadrada, tenía pómulos para morirse, y una
nariz que podría haber salido directamente de una estatua griega.
—¿Dónde era su casa? —preguntó porque Stan obviamente quería que preguntara.
—En ese entonces en Florida —dijo Muldoon—. Antes de eso Maine. Un poco de un extremo al
otro, ya sabe. ¿Qué hay de usted?
—Cambridge, Massachusetts —le dijo—. Desde que nací hasta que me gradué en la Universidad.
Él le dirigió otra de sus hermosas sonrisas, esta un poco tímida. ¿Era este hombre real?
—Eso debe haber sido agradable —dijo él.
Agradable. Teri miró a Stan, que la observaba. No quería decirle a Mike Muldoon que no fue
agradable, que vivió esos últimos años contando los días hasta que pudo irse de casa para siempre.
Ella forzó una sonrisa vaga, luego bajó la vista a su menú, cansada de esta charla trivial, cansada
de decepciones, cansada.
—Vayan de vegetarianos esta noche —recomendó Stan, haciéndose cargo de la conversación—.
Recuerden que la refrigeración se corta cuatro horas al día. A partir de mañana nos traerán nuestra
propia comida, con suerte.
Llegó un camarero, claramente desbordado de trabajo, trayendo botellas de agua y bastones de
pan, y ordenaron. Teri pidió exactamente lo mismo que Stan y él le sonrió. Dios, la forma en que su
corazón se aceleró cuando lo hizo fue patético.
—¿Hay alguna razón por la que no estamos siendo alojados en el aeródromo, Mayor? —
preguntó Muldoon—. Tuve la oportunidad de echar un vistazo por ahí, y hay dos edificios
separados que no están utilizándose. No se tardaría mucho en limpiarlos y…
—Hay una razón muy grande —dijo Stan—. Una fracción terrorista GIK robó lanzadores de
misiles del ejército K-staní.
—Vaya —Teri se reclinó en su silla—. ¿Cómo se roba un lanzador de misiles?
—¿Del ejército K-staní? Al parecer con bastante facilidad. Consiguieron dos de ellos.
—Espere un minuto —Ella trató de buscarle el sentido—. ¿Está diciendo que si armáramos
alojamientos en uno de los edificios en el aeródromo militar donde el equipo construyó ese modelo
del 747…?
—Seríamos un objetivo obvio y fácil —Stan terminó por ella—. Sí.
Ella miró de Stan a Muldoon y de vuelta.
—¿Y no somos un blanco aquí?
—Piénselo de esta forma, un misil lanzado a un edificio aislado en un aeródromo remoto frente
a un misil lanzado al corazón de Kazabek, donde la tasa de bajas civiles sería escandalosamente
alta… —Stan sacudió la cabeza—. Incluso teniendo en cuenta los peligros de estar en la ciudad, se
determinó que estaríamos más seguros en este hotel.
—Está bien —dijo Muldoon—. Voy a dormir muy bien esta noche.
Desde el otro lado del salón llegó una ráfaga de música y todos saltaron. El volumen fue
rápidamente ajustado, pero captó la atención de todos en el salón.
Cuando Teri miró, un hombre flaco subió a un tambaleante escenario improvisado. Empezó a
cantar New York, New York en una voz que no debería estar permitida a cinco metros de un
micrófono.
—Oh, cielos —dijo Stan con total y absoluta desesperación.
El hombre cantaba en el dialecto local, el que no tenía bastantes sílabas para cuadrar con las
notas.
Estaba más allá del absurdo y ella se encontró con la mirada de Stan. Incredulidad, horror y
diversión se combinaban con la calidez de su conocimiento de que ella, también estaba
peligrosamente cerca de perder la calma.
—Bienvenida al infierno —Stan le dijo a ella.
Ella tuvo que apretar los dientes para no reírse. O llorar.
—No es tan malo —protestó Muldoon—. Se necesita mucho coraje para pararse frente a una
multitud de extraños como esta.
—Disculpe, Suboficial Mayor.
Era el jefe Wayne Jefferson, pequeño, negro, enérgico y bien conocido por sus habilidades como
francotirador experto. Él y el jefe Frank O’Leary, alto y lacónico hasta ser casi comatoso, eran los
francotiradores del equipo. Los dos hombres no podían ser más diferentes.
—Tenemos una metedura de pata con algunas de las habitaciones. Silverman, Jenk, Scooter —
Jefferson contó con los dedos—, Cosmo, Horse, e Izzy, todos tienen habitaciones mirando a la calle.
Acabo de pasar una hora utilizando lenguaje de señas y lenguaje de bebé con el manager del hotel
para ser reasignados, y sus nuevas habitaciones dan todas a la calle. Normalmente no lo molestaría
con esto, Mayor, pero estos hombres están cansados como el diablo. Tengo que conseguirles
cuartos ahora, y reconozco que mis ganas de agarrar a ese hijo de puta y sacarle la petulante
sonrisa racista de su cara de mierda no aceleraría el proceso —miró a Teri—. Le ruego me disculpe,
señora.
—Bien dicho, jefe —Stan se puso de pie y miró a Muldoon y a Teri—. Van a tener que
excusarme. Esto podría demorarse. Si llega la comida, coman. No me esperen. —Se volvió hacia
Jefferson—. Encuéntreme al teniente Johnny Nilsson. Y luego vuelva aquí y coma algo.
Jefferson miró al hombre del karaoke con incredulidad.
—No lo creo, Mayor. Voy a pedir lo mío para llevar.
—Nilsson habla el idioma local —Muldoon le dijo a Teri mientras Stan y Jefferson se dirigían a la
escalera—. Voló ayer con el teniente Paoletti.
—Sí —dijo Teri—. Lo conozco. A Nilsson, quiero decir.
El incómodo silencio que cayó fue desalentador. El silencio, es decir, excepto por el sonido
creado por el Hombre Karaoke, que alcanzó una nota increíblemente plana y la mantuvo por un
increíblemente largo tiempo. Auch.
Muldoon se agitó en su asiento. Estaba más incómodo ahora que estaban solos.
Ella rezó por el rápido retorno de Stan. ¿Cuánto tiempo llevaba reasignar habitaciones en un
hotel que solo estaba lleno a un cuarto de su capacidad?
—¿Cuál es el problema con las habitaciones? ¿Con vista al interior en lugar del exterior…? —
preguntó Teri, en busca de algo, cualquier cosa que decir. Stan le había preguntado sobre su
habitación, también. Está mirando el patio interior ¿no?
—Las habitaciones al exterior… —saltó Muldoon sobre el tema, obviamente desesperadamente
contento de tener algo de que hablar—, las habitaciones que tienen ventanas mirando a la calle,
son peligrosas. Esta es una ciudad donde los tiroteos y los ataques de francotiradores suceden con
regularidad. En una habitación que da a la calle, tienes que poner el colchón frente a la ventana
para protegerte contra las balas perdidas, tal vez incluso dormir en la bañera. Lo que es tan cómodo
como suena.
Dios, había gente en esta ciudad tratando de criar a los hijos. ¿Cómo diablos dejaban salir a los
niños a jugar en medio de la continua amenaza de muerte y destrucción?
—Las habitaciones interiores, las que dan al patio, son mucho más seguras que las otras —
continuó Muldoon—. Es una de las dos principales razones que el Tío Sam utiliza este hotel para
acuartelar tropas.
Teri asintió.
—Y la otra razón, déjame adivinar, no es solo el helipuerto en el techo, sino que es uno de los
edificios más altos de esta parte de la ciudad. Cuando estamos en el techo, solo unos pocos pueden
dispararnos. —A diferencia de otros hoteles, donde estarían rodeados por edificios más altos por
todos lados.
—Lo entendiste. —Él se relajó lo suficiente para tomar un palito de pan y partirlo en dos—. Solo
hay otro edificio que es más alto en esta parte de la ciudad, y tenemos Marines apostados en esa
azotea. La única amenaza potencial real viene de las ventanas orientadas hacia el este de las dos
últimas plantas de ese edificio, y estamos trabajando para conseguir hombres estacionados en esas
áreas. Hasta entonces, bueno, tienes las instrucciones sobre aterrizajes rápidos y despegues
inmediatos ¿verdad?
Teri asintió mientras tomaba un sorbo del agua embotellada que había traído el camarero. Cada
vez que se aproximara al hotel, tenía que bajar el helicóptero rápido. Al igual que sus pasajeros,
tenía que desembarcar tan pronto como fuera posible, corriendo en zigzag por el techo hacia la
escalera. Los embarques y despegues se realizaban de igual forma. Y una vez en el aire, tenía que
volar como un murciélago salido del infierno, tan rápidamente lejos del edificio más alto como
fuera posible.
Ya lo había hecho tres veces hoy.
Teri bajó su vaso para notar que una vez más se habían quedado en un tenso silencio.
—No soy bueno en esto —soltó Muldoon—. Me disculpo.
—No —dijo Teri—. No es…
—Las mujeres me miran y esperan…
—… lo que piensas. —lo interrumpió, pero él no estaba escuchando.
—… alguien más, alguien guay y, no sé, carismático, y no lo soy. Solo soy un nerd de ingeniería y
soy muy malo en esto y Dios, termino decepcionando a todas salvo a las que solo quieren sexo, y
ellas terminan por decepcionarme.
Vaya. Teri podía decir por la mirada en su cara que él se había sorprendido a sí mismo con ese
arrebato tanto como la había sorprendido a ella.
—Perdona —dijo él, con el rostro comenzando a ponerse rojo—. Probablemente no querías
saber eso.
—Yo no le pedí a Stan que nos armara una cita —le dijo Teri. Stan. Podía hacerlo, podía usar su
nombre de pila, pero no en su cara—. Lo hizo totalmente por su cuenta.
Muldoon se encogió.
—Oh, Dios, ahora estoy realmente avergonzado.
—No lo estés, pensé que tal vez le habías pedido a Stan que nos presentara, así que…
—No —dijo él—. No lo hice.
—Es evidente. —No pudo evitar que se le saliera una risita.
Él apartó la silla.
—Disculpa. Tengo que ir a morirme ahora.
Ella le agarró la mano.
—Por favor no te vayas. No puedes imaginar lo contenta que estoy de que hayas dicho eso.
Nunca nadie es honesto, y siempre estoy dudando de ellos, y Dios, lo odio. Quiero decir, hace
apenas unos minutos estaba pensando una cosa y tú estabas pensando otra, pero los dos
estábamos equivocados. Y ahora lo sabemos, y ya no tenemos que estar nerviosos.

Mike Muldoon estaba sosteniendo la mano de Teri Howe.


Cielos, eso fue rápido.
Stan estaba parado en la puerta del restaurante, en las sombras, observándolos. Se encontró en
el pasillo con el teniente Paoletti, y no fue capaz de resistirse a volver con el CO al restaurante para
ver cómo iban las cosas.
Al parecer las cosas iban muy bien.
Teri se acercó más a Muldoon y dijo algo, y se echaron a reír.
Ella había retirado su mano, pero el contacto fue perpetuado por la forma en que se sonrieron.
Mierda.
Oye, tonto. Esto era lo que querías ¿no?
No.
Sí. Míralos. Eran tan jodidamente lindos juntos.
Y Teri no tenía miedo de Muldoon. Tenía los hombros relajados, era obvio que le gustaba. Lo que
tenía sentido. Muldoon era un gran tipo.
Stan tuvo que apartarse de una sobredosis de envidia.
Lo que era más fácil decirlo que hacerlo, pero había hecho un montón de cosas difíciles antes.
Por duro que fuera, podría hacer esto también.
Stan estuvo observando a Teri todo el día de hoy, y había tomado nota de la manera en que ella
prácticamente se encogía cuando algunos de los más, digamos, exuberantes hombres la saludaban.
Se tensaba como si se preparara para una batalla. Preparándose para el ataque.
Necesitaba a alguien estable en su vida, como Muldoon.
Había necesitado más de Stan que una solución rápida, sin duda podía verlo ahora. Al sacarla de
San Diego, le había proporcionado nada más que una cura geográfica.
El problema de Teri Howe no era el teniente comandante Joel Hogan.
El problema de Teri Howe era Teri Howe.
¿Cómo diablos iba a arreglar eso?
Su celular sonó.
—Perdone que lo moleste, Suboficial Mayor, pero hay un problema —Jenk dio la noticia con su
habitual buen humor—. Gilligan está atrapado en el ascensor, y el equipo de mantenimiento del
hotel no deja que lo saquemos nosotros.
Increíble. Y la energía no se había ido todavía.
—Va a tener que esperar en la fila —Stan le dijo al chico—. Tengo que discutir con un idiota en
recepción primero. Encuentra a Sam Starrett y WildCard Karmody —le ordenó, pensando en voz
alta mientras caminaba rápidamente hacia las escaleras—. Diles que vayan a hablar con el equipo
de mantenimiento, solo para entretenerlos, y ustedes saquen a Gilligan de todos modos. Y si no
estoy allí para el momento en que este libre, dile a Karmody que haga su mejor imitación de mí y
que corte a Gilligan en pedacitos temblorosos. ¿Qué mierda hace tomando un ascensor, maldito
cabeza de chorlito? Ve.
—Sí, sí, Suboficial Mayor —Jenk colgó.
Maldito Gilligan. Cielos. Esta noche estaba empezando clamorosa.

Ray Hernández iba a morir.


La madre de Gina era enfermera de trauma, y le había enseñado a todos sus hijos bastante de
primeros auxilios para que Gina estuviera segura de que a menos de que Ray llegara a un hospital
pronto, ese golpe en la cabeza que recibió de la culata del arma del secuestrador bien podría ser
fatal.
Eso si ya no había muerto.
Un golpe como ese probablemente le había fracturado el cráneo.
Sí. Ray iba a morir. Pero tal vez era uno de los afortunados, porque de la forma en que se veía,
todos iban a ser eliminados. Al menos al estar inconsciente, ya no estaría asustado.
Y era inevitable, en realidad. Uno a uno, los secuestradores irían por ellos, aplastando cráneos.
Comenzando con los chicos, exigiendo que Karen Crawford diera un paso adelante.
Pero Karen no podía hacerlo. Ella todavía estaba en Atenas.
—Karen Crawford —el secuestrador demasiado guapo, el Backstreet Boy con la voz agradable y
la cara bonita, dijo de nuevo.
—Ella no está en nuestro grupo —lloraba Dick McGann—. Se lo aseguro, si estuviera…
La tiraría a los lobos. No había duda.
—Contaré hasta tres —dijo Backstreet—. Uno.
Probablemente todos lo harían. Gina ni siquiera podía decir que, si Karen Crawford estuviera
aquí, ella misma no se la estaría apuntando al pistolero en este mismo momento.
—Dos.
Gina siempre pensó que era muy fuerte y consecuente, pero era fácil ser fuerte y tener
principios sin armas sostenidas contra tu cabeza.
La presencia de esas armas cambiaban mucho las cosas.
—Tres.
Nadie se movió.
Backstreet suspiró con cansancio.
Gina había pensado que el hombre más bajo, más feroz, como una pantera amenazante, era el
líder, pero ahora vio que Backstreet le daba una señal. Adelante.
El hombre pantera levantó la culata de su arma, listo para pulverizar la bonita cabeza de Trent
Engelman.
Y Gina se soltó de Casey y se paró, agachándose para evitar golpear su propia cabeza en el
portaequipaje superior.
—¡No! —la palabra salió de su boca antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. ¿Qué
diablos estaba haciendo?
Estaba mirando a Backstreet, pero podía ver a Trent por el rabillo del ojo, su cara de
incredulidad. También podía ver al señor McGann boquiabierto ante ella también.
—Soy Karen —dijo. Le temblaba la voz, por lo que lo dijo de nuevo. Más alto—. Soy Karen
Crawford. Por favor, no lastime a nadie más.
8.
Stanley Wolchonok tenía la sonrisa de Marte.
Por lo que Helga podía decir, el Suboficial Mayor del Equipo Dieciséis de los SEAL no había
dejado de moverse desde que su avión aterrizara en Kazabek, pero alcanzó a ver que tenía la
sonrisa de su madre. Y el brillo de aguda inteligencia en sus ojos, que era puro Marte también.
De todos los arrepentimientos en su vida, el no buscar con más ahínco a Marte allá por los años
60, cuando ambas tenían la edad de Stan ahora, estaba bien arriba en su lista.
Pero Helga había temido que doliera demasiado.
Y aquí estaba ahora, una anciana, obligada a encontrar a Marte en la sonrisa de su hijo adulto.
Iba a encontrarse cara a cara con Stanley después. En la reunión con el negociador del FBI Max
Bhagat y los comandantes SEAL, cuyos nombres tenía que consultar con su bloc de notas para
tenerlos correctos.
Conozco tu secreto.
Cada vez que abría su libreta, las palabras que Des había escrito saltaban sobre ella.
Su secreto. Que estaba perdiendo la cabeza. Esta mente brillante, este maravilloso regalo de
Dios.
Helga no quería pensar en ello, no quería reconocerlo, pensaba que si no lo nombraba,
desaparecería.
Sabiendo que eso no iba a suceder.
Des no le dijo nada más. Pero, claro, no tuvo tiempo. Desapareció a su llegada a K-stán, y ella
solo podía adivinar dónde había ido, a quién podría estar contactando, qué podría estar haciendo.
Porque ella también conocía su secreto. No es que antiguamente estuviera con el Mossad.
Todavía estaba con el Mossad.
Trató de imaginarlo escabulléndose en las sombras como James Bond. Como los juegos que
Marte solía jugar, siempre moviéndose en silencio y escuchando a escondidas a todos desde el
carnicero hasta su hermana Annebet. Obligó a Helga a aprender a saltar de la ventana y colarse sin
ser oída.
—Nunca se sabe cuándo será útil —le había dicho Marte, con total seriedad.
Y lo fue. Su habilidad de moverse sin hacer ruido le fue muy útil esa noche cuando sus padres y
Hershel pelearon.
Al principio todo había sido gritos. Poppi gritaba sobre cazafortunas detrás del dinero de la
familia. Su madre estaba indignada porque Hershel siquiera considerara ligarse con una chica como
Annebet Gunvald. Ni siquiera era judía.
Pero luego su madre subió enojada las escaleras dejando a Hershel y a su padre. Sus voces se
calmaron y Helga se acercó silenciosamente a la puerta del estudio de su padre.
—Es una chica hermosa —oyó decir a Poppi a través de la puerta—. Muy tentadora. Sobre todo
si ofrece…
—No ha ofrecido nada —lo interrumpió Hershel, con voz tensa.
—Estas chicas en la universidad —continuó Poppi—, jóvenes libre pensadoras que creen ¿qué?
¿Qué en realidad van a ser médicos…?
—Sí —dijo Hershel—. Annebet cree eso, y yo también. Ella es maravillosa, Padre…
—Si es matrimonio lo que quieres…
—¿Matrimonio? Acabo de conocerla.
—Un hombre de tu posición debe esperar hasta el matrimonio para… —Poppi carraspeó—.
Bueno, te has convertido en un hombre, y un hombre tiene necesidades…
Hershel se quedó en silencio.
—A medida que te haces mayor, vas aprendiendo a ver más allá de las obvias apariencias
externas de una chica como esta. Con la edad, verás su falta de refinamiento, su… falta de virtudes
más duraderas. Tomar una chica así como tu amante podría ser una buena idea ahora…
—Su nombre es Annebet, y no tengo ninguna intención de insultarla haciéndola mi amante —
Hershel estaba enojado. Por lo general él no subía la voz cuando estaba muy enojado. Se quedaba
callado. Poppi no sabía eso, pero Helga sí.
—Bien. Eso es… bueno. —Poppi carraspeó de nuevo—. Tu madre y yo no tenemos… la intención
de arreglar un matrimonio para ti, como lo hicieron nuestros padres por nosotros. Teníamos la
esperanza de que escogieras tu propia esposa. Pero si tú estás… indeciso de elegir a cierta chica,
una muchacha judía de otra familia acomodada, podríamos hablar con sus padres y…
—Bueno, esa es una maldita buena razón para casarse ¿no es así? —Hershel sonaba
estrangulado—. ¿Simplemente para echar un polvo?
—¡No uses ese lenguaje en mi casa! —explotó Poppi, y Helga se encogió en la puerta—. ¿Cómo
te atreves?
—¿Cómo te atreves tú? —replicó Hershel en voz baja, intenso—. Ni siquiera conoces a Annebet,
y asumes que porque no es judía y porque su familia tiene que trabajar para vivir, que ella es
menos que nosotros. Bien, no lo es. Ella es más. Mucho más. Y te compadezco por no ser capaz de
verlo.
—¡Te prohíbo que vuelvas a verla!
—¿O vas a hacer qué? —preguntó Hershel—. ¿Desheredarme? De acuerdo. Dalo por hecho. No
quiero tu dinero. Tengo mejores cosas que hacer que sentarme a contar algo que en realidad no
existe.
Hershel abrió la puerta. No la cerró de golpe detrás de él. En su lugar la cerró con un clic mucho
más terminante. Subió a su habitación con calma. Si Helga no lo conociera tan bien, no habría
sabido que estaba furioso.
Lo siguió a su cuarto, lo vio comenzar a empacar, arrojando su maleta de cuero sobre la cama y
sacando su ropa interior del cajón y poniéndola en ella.
—No puedo creer que él todavía piense que yo… —Hershel se interrumpió.
—¿Qué? —preguntó ella.
Él sacudió la cabeza.
—No importa.
—¿De verdad te vas? —Tenía el corazón en la garganta—. Si vuelves a Copenhague ¿Cómo voy a
saber que estás a salvo?
Hershel se sentó en la cama, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Suspiró, mirando su maleta.
—Annebet me dijo que no va a volver a la universidad este semestre, creo que los Gunvald están
batallando más que nunca para llegar a fin de mes. Si me marcho, no podré volver a verla. —Miró a
Helga—. Me muero por verla de nuevo.
—¿Qué significa echar un polvo?
—¿Escuchaste eso, eh, ratita? Grandioso. —Se puso de pie y vació el contenido de su maleta de
nuevo en el cajón.
—¿No vas a decirme? —preguntó ella, con el alivio obstruyéndole la garganta. No se marchaba.
—No.
—¿Estás seguro? Supongo que le puedo preguntar a Poppi…
Él se rio por eso, cómo ella esperaba que lo hiciera, y un poco de la tensión abandonó su rostro.
Pero no le respondió.
No importaba. Le preguntaría a Marte. Marte lo sabía todo.
Helga se volvió para irse pero Hershel la detuvo.
—¿Annebet… ella alguna vez… me ha mencionado?
Helga negó con la cabeza.
—No la he visto desde el día en el granero, y hoy en la tienda.
Él la miró tan decepcionado.
—Pero Marte dice que Annebet te mira como si quisiera besarte —continuó.
La cara de su hermano se iluminó.
—¿Sí?
—¿Señora Shuler? El señor Bhagat está listo para verla, señora.
Helga parpadeó.
Un joven serio estaba de pie frente a ella. No podía tener más de doce. De acuerdo. Veinticinco.
Solo parecía de doce.
Helga hojeó su bloc de notas, repasando las palabras escritas en su propia letra.
Avión secuestrado. Ciento veinte pasajeros. Terroristas del Partido Popular. Exigen liberación de
prisioneros, uno en Israel. Max Bhagat, negociador del FBI.
Conozco tú secreto, la letra imprenta de Desmond.
Merde. ¿Cuándo escribió eso?
Se puso de pie y siguió al joven a la otra habitación.

—No nos han contactado de nuevo —estaba diciendo Max Bhagat—. No desde que
hablaron a la torre en Kazabek antes de aterrizar. Hemos tratado de contactarlos en varias
ocasiones, pero no están hablando.
Stan estaba parado cerca de la puerta de esta sala en la terminal del aeropuerto establecida
como la sala de los negociadores. El edificio daba a la pista dos, donde estaba estacionado el avión
secuestrado.
Esta habitación no tenía ventanas, pero justo al final del pasillo había una zona de espera con
una vista de piso a techo del 747. Y, por supuesto, la sala de los negociadores tenía bancos con
pantallas de video, que emitían imágenes del avión desde todos los ángulos imaginables, cortesía
de las cámaras puestas por los SEAL del escuadrón de vigilancia de Jazz Jacquette.
Estaban allá afuera ahora mismo, cuatro hombres escondidos sobre sus vientres en la hierba
pantanosa que rodeaba la pista dos. Dos equipos de dos en turnos de dos horas, rotando cada hora.
—No han bajado las persianas —continuó Bhagat—, así que tenemos una visión bastante clara
de la cabina. Parece que hay solo cinco terroristas…
—Yo no lo daría por seguro por el momento —el teniente Jacquette lo interrumpió—. Espere
hasta que tengamos las mini cámaras y micrófonos en el cuerpo del avión. Tengo un equipo de tres
hombres listo para introducirse después de las 0200.
Los SEAL del escuadrón de Jazz se aproximarían a la aeronave desde su punto ciego, la cola, y
avanzarían hacia la parte delantera permaneciendo debajo de esta. Tomaría tiempo, moviéndose
lentamente para no hacer ruido, pero accederían al compartimiento de equipaje y pondrían
cámaras y micrófonos en miniatura dentro del compartimiento de pasajeros y la cabina del piloto.
Stan trató de mantenerse enfocado, trató de no dejar que sus pensamientos se deslizaran hacia
Teri y Muldoon, que seguramente habían terminado de cenar, incluso si se entretuvieron con un
café. Probablemente para esta hora ya estaban acostados.
Tal vez juntos.
Maldición.
Estaba cansado y de mal humor.
¿Y qué si Teri congenió tan bien con Muldoon que lo invitó a su habitación? ¿Y qué si él en este
mismo momento estaba deslizando sus manos y su boca por su cuerpo desnudo? ¿Y qué si
estuviera metiéndose dentro de ella mientras ella se aferraba a él, con sus ojos cerrados y la cabeza
echada hacia atrás, con el sudor reluciendo en sus pechos perfectos?
Ah, Cristo. Stan quiso doblarse en dos por el deseo y la envidia que se apoderó de él. En cambio,
lo apartó, obligándose a mantenerse erguido, mantenerse firme.
Sería estupendo si Muldoon y Teri engancharan. Sabía que era cierto. Porque entonces sería
problema de Muldoon. Stan podría dejar de pensar en ella de una vez por todas. Podría dejar de
averiguar cómo diablos ayudarla a lidiar no solo con las grandes amenazas de su vida, sino con las
del día a día también.
Stan podría ser su amigo, punto, fin. Sin obligaciones, sin responsabilidades, sin tentaciones. Sí,
toda tentación se iría. Porque de ninguna manera se metería con la novia de Mike Muldoon. De
ninguna manera. Podía desearla tanto que sangraba por las orejas, pero no la tocaría si estuviera
involucrada con Mike.
El teniente Paoletti y Max Bhagat estaban concentrados hablando sobre la sincronización y las
mejores y peores situaciones, nada que Stan no supiera ya. Aun así, necesitaba prestar atención, así
que trató de pararse un poco más erguido y sacando resueltamente de su cabeza las últimas
imágenes de Teri Howe haciéndolo con Mike Muldoon.
La señora Shuler, la emisaria de Israel, lo estaba observando, al parecer no era el único suya
atención vagaba. Ella le dirigió una sonrisa y una inclinación de cabeza antes de que ambos se
centraran en Max Bhagat.
Pero entonces, la conversación y la reunión terminaron. Y Stan siguió a Paoletti a la puerta. Si
tenía suerte, no encontraría más emergencias entre este edificio y la almohada de su habitación de
hotel.
Por favor, Dios, permite que duerma una hora esta noche…
Pero la señora Shuler lo interceptó, dándose vuelta para saludarlo con un apretón de manos en
el pasillo.
La emisaria israelí era una mujer pequeña, y agradablemente redonda de unos sesenta y tantos
años con un suave pelo gris que se rizaba en torno a un rostro aun joven.
—No quiero retrasarlo mucho, Suboficial Mayor —le dijo en un acento que le recordó la voz
brusca y dulce, risueña de su madre—. Sé que debe estar aún más cansado que yo. Pero quería
saludarlo y presentarme. Cuando era una niña, en Dinamarca, yo era amiga de su madre.
Stan tuvo que reírse.
—¿En serio?
La señora Shuler asintió, con calidez en sus ojos.
—Marte y su familia, los Gunvald, ayudaron a salvar mi vida cuando los alemanes detuvieron a
los judíos daneses en 1943.
¿No joda?
—Ella nunca hablaba de Dinamarca —admitió Stan—. Por lo menos no a mí, no en profundidad.
Quiero decir, sabía que sus padres murieron ahí cuando era muy joven, justo después de la guerra.
Y la leyenda familiar dice que su hermana mayor, Annebet, empeñó una importante pieza de
joyería, una especie de reliquia creo que era, para comprar un pasaje en un barco a Nueva York,
pero aparte de eso…
—El anillo de mi hermano —de pronto la señora Shuler tuvo que apoyarse en la pared. Stan la
tomó por el codo, temiendo que se fuera de cara al suelo, esta mujer que conoció a su madre, que
conoció a los abuelos que él mismo nunca conoció—. ¿Está bien señora?
Ella lo miró con ojos que ya no estaban llenos de energía y luz, sino que estaban confundidos y
asustados.
—Ah, Helga, ahí estás —Su asistente, el exoperador negro alto, marchaba por el pasillo hacia
ellos—. Veo que conociste al Suboficial Mayor Wolchonok, el hijo de Marte Gunvald. Estoy seguro
que habrá un momento más oportuno para hablar después de que esta situación haya sido tratada
correctamente.
—El hijo de Marte —repitió Shuler, mirando a Stan, su cara ahora mostraba cada día de sus
sesenta y tantos años de vida.
—¿Le parece bien, Suboficial Mayor? —dijo el asistente—. Tal vez pueda compartir un vuelo de
regreso a Londres con la señora Shuler.
—Me encantaría —dijo Stan—. El nombre de mi hermana es Helga ¿sabe?
Los ojos de la señora Shuler se llenaron de lágrimas.
—No lo sabía.
Y entonces se había ido. Llevada de vuelta a la sala de negociaciones.

Stan abrió la puerta de su habitación, sacándose la camisa y la camiseta y desabrochándose


los pantalones en cuanto entró.
Estaba tan condenadamente caliente aquí dentro como en el pasillo. Caliente y cerrado. Su
vívida imaginación evocó el olor de los fideos al curry y verduras que pidió para la cena, hace un
millón de años atrás.
Su estómago rugió.
Era una alucinación realista, porque se superponía al hedor de su ropa. Olía a fatiga y estrés
ininterrumpido, axilas y pies viejos. Pies viejos cansados, doloridos y apestosos.
Encendió la luz y se sentó en una de las sillas destartaladas de la habitación para sacarse las
botas. Su bota izquierda estaba fuera y en sus manos antes de verla.
La cena, el plato principal cubierto con un calentador de metal, estaba colocada sobre la
pequeña mesa en la esquina de la habitación.
Y ¡Santo cielo! Teri Howe estaba acurrucada en medio de su cama, profundamente dormida.
Estaba solo en calzoncillos. Tenía los pantalones abajo alrededor de las rodillas, la camiseta y la
camisa junto a la puerta donde las había dejado caer.
Sus dedos se enredaron y su bota golpeó el piso con ruido, y Teri despertó. Fue notable de ver, al
menos por la parte de él que no estaba totalmente horrorizada por encontrarse cara a cara con ella
en su actual estado de desnudez.
Un instante estaba profundamente dormida y al siguiente ya estaba de pie, de espalda a la
pared, mirándolo con los ojos muy abiertos, como si fuera un exhibicionista que se había bajado los
pantalones en el parque.
—Lo siento —dijo él—. No me di cuenta que no estaba solo.
Se puso de pie para subirse los pantalones y la cremallera; su turno de moverse rápido. Pero
entonces se quedó parado ahí, sin camisa, con el cinturón desabrochado. Mientras ella se alejaba
más de él. Stan rápidamente se volvió a sentar. Coger su camisa era una prioridad, pero tenía que
pasar por ella para hacerlo, y lo último que quería era parecer que la amenazaba de algún modo,
especialmente cuando ella todavía estaba desequilibrada por el sueño y al borde de estar
realmente asustada.
Mientras la observaba, ella miró a su alrededor y consiguió orientarse.
—Oh, Dios mío —dijo sin aliento, como si acabara de correr cinco kilómetros—. Debí quedarme
dormida. Lo siento, no fue mi intención invadir su privacidad. Yo solo… me enteré que tuvo que ir a
una reunión, que no cenó nada, así que ordené servicio a la habitación, solo que no la traerían si
alguien no estaba aquí, así que encontré a Duke, el jefe Jefferson, que tiene una llave maestra, y me
dejó entrar para que pudiera esperarla, solo que después de que llegó la comida, no pude irme y
dejar la puerta sin llave con su bolso aquí.
Finalmente tomó aire mientras señalaba su bolso en el suelo, donde lo dejó cuando se le asignó
la habitación.
—Lo siento, Suboficial Mayor —dijo de nuevo, como si hubiera cometido algún pecado capital.
Ella le había pedido la cena. Stan no sabía qué decir. No podía recordar la última vez que alguien
le había ordenado la cena. Él era siempre el hombre a cargo de asegurarse de que todos los demás
tuvieran lo que necesitaban, y sus propias necesidades a menudo eran ignoradas.
Él carraspeó.
—Yo, um, voy a ponerme la camisa ¿de acuerdo?
—No tiene que hacerlo. Aquí hace calor y usted no… tiene que… —Teri observó mientras él
cruzaba la habitación y cogía la camiseta, la daba vuelta y se la pasaba por la cabeza.
—¿No he dicho gracias todavía? —preguntó Stan.
Ella negó con la cabeza.
—Gracias.
—Probablemente rompí todo tipo de reglas, al estar aquí así —dijo ella muy avergonzada, y
parecía lista para salir pitando de la habitación—. De verdad que no fue mi intención estar en su
habitación cuando volviera, como una clase de… de… acosadora o algo así.
—En realidad, la situación tenía una onda de Ricitos de oro y los tres osos —él trató de aligerar
su voz mientras metía el pie en la bota—. Solo que trajo la sopa con usted y su pelo es castaño
oscuro. A propósito, para cerrar la puerta con llave, tiene que subir la perilla y dejar que el pestillo
enganche en su lugar. ¿Cómo estuvo el karaoke? ¿Subió a cantar?
Ella se rio, una corta ráfaga de aire sorprendido.
—¿Yo?
Stan se sintió mucho más en control con la ropa puesta.
—No es su estilo ¿eh?
Se acercó a la mesa y levantó la tapa de metal para encontrar una fragante montaña de
verduras, fideos y trozos de tofu. Gracias Dios mío y Teri. Lo tocó con el dedo y lo encontró que
estaba aun ligeramente caliente. La vida era buena.
—¿Pararme delante de un montón de gente con la que trabajo y hacer un ridículo total? —rio de
nuevo—. No gracias.
Stan la miró.
—¿Quiere un poco?
Ella negó con la cabeza, los hombros más relajados ahora.
—Ya cené.
Con Mike Muldoon. Sí, lo sabía. Y sin embargo, ella estaba aquí en la habitación de Stan.
Si no la hubiera visto sosteniendo la mano de Muldoon en el restaurante, estaría salvajemente
imaginando una noche llena con más que una buena comida, una ducha, y unas pocas horas de
sueño profundo sin sueños. Y, de acuerdo, tenía una muy vívida imaginación y estaba yendo
salvaje. Pero debido a que la vio con Muldoon, sabía que la realidad iba a ser muy diferente de lo
que estaba imaginando.
Aun así, se permitió disfrutar de la idea de Teri, tendida desnuda en su cama, toda piernas
largas, pechos llenos y piel suave.
Oh, sí.
En lo que a fantasías se refería, era una muy buena.
Ella miró hacia la puerta.
—Debería irme.
Stan puso la tapa tanto a su libido como a su cena.
—La acompañaré a su habitación.
Ella se echó a reír.
—No sea ridículo. No tiene que acompañarme…
—Eso —la interrumpió—. Esa es la actitud que necesita. En lugar de encogerse cuando alguien
más grande que usted siquiera la mira…
—Yo no me encojo.
Ella solo estaba pretendiendo mantener su posición. Stan le dio dos segundos para abandonar.
—¿Quiere apostar?
—No. —Su mirada se desvió y estuvo acabada—. Quiero decir, yo trato de no…
—La he estado observando durante un tiempo, Teri. —Él se movió de modo que ella tuvo que
mirarlo—. Su lenguaje corporal expresa que lo único que quiere es retirarse cuando debería
mantenerse firme.
Ella bajó la mirada al suelo. Él tendría que haberse tendido para ponerse en su línea de visión. O
tocarla, alzando su barbilla para verse obligada a mirarlo a los ojos.
No hizo ninguna.
—En el estacionamiento —dijo tan suave como pudo—, con Joel Hogan… sted se paralizó. Lo
vi. Me quedé esperando a que le diera un buen golpe, pero no lo hizo. Y cuando Starrett me contó
lo del almirante Tucker…
Oh, Dios —se sentó en la cama, con los ojos cerrados, derrotada—. Debe pensar que soy una
fracasada.
Stan se sentó al lado de ella, asegurándose de que hubiera un metro de distancia entre los dos.
—Pienso que es una de los mejores pilotos de helicópteros con quien he trabajado. Creo que es
una mujer muy hermosa, para quien probablemente debe ser más una maldición que una
bendición. —También pensaba que había sido abusada sexualmente cuando era niña, pero Cristo,
¿Cómo diablos le preguntas eso a alguien?—. Y creo que todo lo que necesita aprender es cómo ser
un poco más beligerante cuando se trata de la atención indeseada de los hombres.
Ella se rio, pero temblorosa.
—Lo hace sonar como que tengo que inscribirme en una clase —dijo ella—. Comportamiento de
Confrontación 101. Dios, ojalá fuera así de fácil. Lo único que quería hacer era volar. ¿Por qué no
puedo volar? —Finalmente lo miró, con algo parecido a la desdicha en sus ojos—. Odio cuando
ganan. Y ellos siempre ganan. —Sacudió la cabeza—. No pertenezco aquí. Por eso me fui a
Reservas, al sector civil, pero no pertenezco allá tampoco.
Stan trató de no dejarle ver cómo sus palabras susurradas lo afectaban. Odio cuando ganan.
Soltó un suspiro exasperado.
—Bueno, esa es una estupidez que nunca esperé oír de usted. ¿No pertenece? ¿Y quién sí?
¿Ellos siempre ganan? A la mierda con eso. Aprenda cómo vencerlos.
La crudeza de su lenguaje hizo lo que esperaba que hiciera. La sorprendió. La sacó un poco de su
miseria.
—No es tan fácil.
—¿No? Mencione una cosa que valga la pena tener o hacer que sea fácil.
Ella no lo miró mientras se ponía de pie.
—Mire, no lo entiende. Y yo… no quiero discutir con usted.
Él se levantó también, bloqueándole el camino a la puerta.
—No —dijo él—. No huya. Huye mucho ¿no es así?
Ella no respondió. Solo se quedó ahí mirándolo mientras él la apuñalaba en el corazón.
Stan se armó de valor.
—Lo hace. Escapa de las confrontaciones. Aunque no cuando está volando. Pero sí el resto del
tiempo. Estaba huyendo de Hogan cuando la alcanzó en el estacionamiento. Pero en este
momento, tiene que quedarse —le dijo—. No escaparía si estuviera en un helicóptero.
—Estoy a salvo allá —susurró.
—Está a salvo aquí, también —dijo él, y los ojos de Teri se llenaron de lágrimas nuevas.
Por favor, Dios, no dejes que comience a llorar. Si lo hacía, tendría que tomarla entre sus brazos,
y eso probablemente lo mataría. Al no abrazarla, no lo hería en absoluto. Lo que lo mataría sería
tener que dejarla ir.
Además, si la tomaba entre sus brazos, y ella no quería que la tocara, él probablemente no lo
sabría.
Seguramente no se lo diría.
¿Qué diablos iba a hacer con ella?
Y de pronto, así como así, lo supo. Miró su reloj. Diecisiete minutos para las diez. Había habido
cambio de turno de vigilancia. Perfecto.
—¿Tiene alergias?
Ella parpadeó a su aparente cambio de tema.
—No.
—Yo tampoco —dijo él—. Pero mi hermana tuvo una fiebre de heno muy fuerte, y le dieron
inyecciones para la alergia. Lo que hicieron fue inyectarle un poco de los pólenes a los que era
alérgica. Funcionaba desensibilizándola. Eso es lo que tenemos que hacer con usted.
No lo estaba entendiendo.
—¿Está cansada? —le preguntó.
—No.
Seguro que no.
—¿Está mintiendo?
Ella lo miró y se rio. Fue una risa verdadera, no una de esas forzadas, falsas que a veces lanzaba.
Stan tomó su llave y abrió la puerta.
—Bueno, pues se fastidia, teniente. Usted está ahora con los Troubleshooters del Equipo
Dieciséis de los SEAL, y exhausto ya no es parte de su vocabulario de trabajo. De pie, agarre su
chaleco antibalas y sígame.
—¿De verdad dijo se fastidia? —preguntó mientras agarraba su chaleco y lo seguía a la puerta.

—¿Quiere que haga qué? —El SEAL apodado Izzy miraba al Suboficial Mayor como si le
hubiera pedido poner explosivos y volar el orfanato local.
Teri tuvo que admitir que todo esto era surrealista.
Ambos, Gilligan, suboficial Dan Gillman, e Izzy, ella no tenía idea de su verdadero nombre,
acababan de llegar de los campos pantanosos que rodeaban la pista dos, donde estuvieron
tendidos y observado la actividad en el avión secuestrado por las últimas dos horas. Sus rostros
estaban manchados con pintura de camuflaje y sus uniformes estaban empapados con una mezcla
maloliente de agua de mar y barro salobre.
—Acosarla —dijo Stan, empujando a Teri hacia ellos, allí mismo en el hueco de la escalera del
hotel, con su mano en la parte baja de su espalda—. Hacerle insinuaciones, entrarle, tratar de
intimidarla. Ella necesita practicar ser enérgica.
Oh, Dios.
—Si usted lo dice, Mayor —Dan Gillman no podía tener más de veintitrés años. Era guapo debajo
de la pintura, con el pelo oscuro y ojos color marrón chocolate, una mandíbula cuadrada, y un físico
que podría ser presentado en una extensión de seis páginas en la revista Men’s Fitness. Dio un paso
desganado hacia Teri.
— m…
—Vamos, Dan —dijo Stan. Había dejado de tocarla, y ella echó de menos el calor de su mano
contra su espalda—. Haz de cuenta que estás en el Ladybug Lounge. Acorrálala contra la pared.
Invade su espacio personal. Acércate mucho y dile, Hola, nena, ¿vienes aquí a menudo? Sé odioso.
Gilligan dio un paso hacia ella y luego otro, en lugar de intentar infructuosamente llevarla hacia
la pared solo por su enorme tamaño. Pero se paró en seco. No la tocó y sus ojos se disculparon
cuando se cernió sobre ella.
—Hola, nena. —Su voz se quebró y carraspeó—. Lo siento, teniente.
—Ah, Cristo —Stan lo apartó de ella—. Eres tan amenazante como La pequeña Lulú.
—Tengo una hermana —protestó Gilligan.
—Yo también —dijo Stan, acercándose cada vez más, hasta que Teri tuvo que retroceder para
evitar que chocara con ella—. Observa.
La espalda de Teri golpeó la pared y él siguió avanzando, sus ojos duros e incoloros a la tenue luz
del foco de la escalera.
Mientras ponía un brazo a cada lado de ella, inmovilizándola, sus músculos tensaron las mangas
de su camiseta ajustada. Teri se encontró hipnotizada, pensando en su ropa interior.
El Suboficial Mayor usaba calzoncillos blancos, sin adornos.
Que se ajustaban de manera tan perfecta como la camiseta que llevaba puesta.
Era una imagen que Teri se llevaría a la tumba, el Suboficial Mayor Stan Wolchonok, todo
músculos duros, piel bronceada, ojos azules y calzoncillos blancos ajustados.
Oh, Dios.
Sintió que la tocaba, su pecho rozó sus pechos cuando se puso aún más cerca. Era exactamente
la clase de invasión intimidante que detestaba, y sin embargo él estaba siendo cuidadoso, ella lo
sabía, para mantener la parte baja de su cuerpo lejos de ella.
Se inclinó hacia adelante y sintió su respiración caliente mientras hablaba, su voz era un susurro
áspero en su oído.
—Tú sabes que me deseas. —Eran las mismas palabras que Joel Hogan le dijo en el
estacionamiento.
Él se apartó un poco para mirarla, y Teri lo miró, incapaz de hablar o moverse. Incapaz de
respirar.
Por medio segundo, él se paralizó también.
Pero entonces se apartó de la pared, lejos de ella.
—Eso es lo que quiero decir, Gillman. Tan estúpidamente odioso como te puedas imaginar.
Vamos, haz lo que acabo de hacer, y Teri… —La miró—. No se quede ahí parada. ¿Qué va a hacer
cuando él le diga eso? ¿Qué va a decir? Tenga algo preparado. Haga cuenta de que está en su
helicóptero, que tiene esa clase de control de la situación, esa clase de confianza.
Gilligan se acercó, todavía dudoso. Dios, olía mal, como a pescado podrido, y Teri comenzó a
reír. Esto era demasiado absurdo.
—De acuerdo, bien —dijo Stan—. Que la mujer que persigues se ría de ti te pone blando al
instante. —Se pilló a sí mismo—. Perdón por la expresión. —Carraspeó—. Ahora, mírelo a los ojos y
dígale que se pierda.
—Piérdete —Teri le dijo a Dan Gillman. Era fácil sonar sincera. Quería que él e Izzy
desparecieran. Quería estar a solas en la escalera con Stan. Sabes que me deseas. No habló en serio
cuando lo dijo. Estaba solo tratando de ser… ¿Cómo lo llamó? Estúpidamente odioso. Pero sus
palabras eran tan ciertas. Ella lo deseaba.
—Mi turno —anunció Izzy.
Teri se volvió hacia él y se obligó a mirarlo a los ojos.
—Piérdete —dijo, y Stan sonrió, la sonrisa lo iluminaba desde adentro.
Sabes que me deseas.
Sí, lo deseaba.
Mucho.

—¿Tiene un minuto? —preguntó San Starrett.


—Claro. ¿Qué pasa? —Max Bhagat levantó la vista de la mesa de conferencias que fue puesta a
un lado en la sala de los negociadores.
Fingía estar fresco y calmado en su traje de tres mil dólares, pero se rumoreaba que el control
relajado era solo un acto. Se rumoreaba que la verdadera naturaleza de Bhagat sería revelada
dentro de uno o dos días. Haría un agujero en la barata alfombra de muro a muro por pasearse.
Dejaría de comer, de dormir, esa chaqueta desaparecería, y tendría la camisa remangada.
Se rumoreaba que Bhagat rara vez perdía los estribos, pero cuando lo hacía, ¡cuidado! No era un
rumor sino un hecho que el hombre era el mejor negociador del FBI. Haría lo que fuera necesario
para comprar a los SEAL el tiempo que necesitaban para estar lo más preparados posible para
tomar el avión.
Starrett apreciaba eso. Tenía un gran respeto por los hombres y mujeres que trabajaban duro
para apoyar a su equipo.
Pero hasta ahora los tangos, los terroristas, en el avión secuestrado no habían respondido a
ninguno de los mensajes de radio de Bhagat. El hombre había transmitido un mensaje al avión cada
quince minutos. Al final del pasillo, su equipo de asistentes estaba haciendo apuestas de cuando se
hartaría y saldría a la pista de concreto con un megáfono.
El silencio era enervante. Era una técnica que los propios negociadores utilizaban con frecuencia.
Ahora solo vamos a sentarnos aquí y tú puedes escucharte respirar y pensar en todas las formas en
que probablemente vas a morir…
—Sus observadores del FBI —dijo Starrett, tratando de no sonar tan hostil como se sintió hace
apenas unas horas, en la pista de aterrizaje, y hace media hora en el restaurante cuando fue a
comer y encontró que Alyssa Locke también estaba ahí. A donde carajo iba, ella estaba
observándolo—. Están distrayendo a mis hombres. A mí. —Se corrigió—. A mí y a mis hombres.
Bhagat se quedó sentado mirándolo tranquilamente, dejándolo farfullar y hacer ruido. Algo así
como lo que estaban haciendo los tangos.
Podía imaginar lo que Bhagat estaba pensando. ¿Era con Alyssa Locke que Starrett tenía un
problema, o con su compañero gay, Jules Cassidy?
Pero Starrett no podía explicar. Tan cabreado como estaba con ella, le había prometido a Alyssa
que nunca susurraría una palabra a nadie sobre la noche que pasaron juntos. Era un secreto que se
llevaría a la tumba. Su muy fría y solitaria tumba.
—¿Le importa si les pido que observen desde un poco más cerca? —preguntó, y tuvo la
satisfacción de saber que había sorprendido a Bhagat con su solicitud—. Quiero empezar a trabajar
con cuerpos calientes en el modelo, gente actuando como pasajeros y secuestradores. ¿Tiene
alguna objeción de que Locke y Cassidy se involucren?
—Ninguna en lo absoluto —dijo Bhagat—. Aunque tenga cuidado, Alyssa Locke es un tirador
preciso.
El eufemismo del siglo. Además de guapísima y sorprendente en la cama, Alyssa era una experta
tiradora, un francotirador de primera clase.
—Estamos trabajando en conseguir un 747 de la World Airlines de verdad para utilizar como
práctica —dijo Bhagat.
—Deberíamos tenerlo aquí esta tarde —contrarrestó Starrett.
—¿Hola? —La voz vino de la radio, y Bhagat saltó de su asiento.
—¡Contacto radial! —gritó uno de los asistentes mientras Bhagat cogía el micrófono.
—Busca al senador —ordenó.
Otro de los asistentes que estaba dormitando delante del equipo de vigilancia desapareció por el
pasillo.
—Este es el vuelo 232 —anunció la voz de la radio. Quien quiera que fuera, era mujer, joven y
americana. Sin lugar a dudas, esa voz era puro Nueva York.
—Vuelo 232, mi nombre es Max —dijo Bhagat, sonando fresco y sereno—. ¿Con quién estoy
hablando?
Mientras Sam estaba ahí, la sala volvió a la vida rápido. Todas las sillas vacías se ocuparon y las
luces del techo se encendieron.
—Soy Karen —dijo la voz— ¿Karen Crawford?
—Hola Karen. ¿Estás bien?
—Max, tú no eres, eh, el conserje del aeropuerto o algo así ¿verdad? Porque esa fue una
pregunta realmente estúpida.
Toda la habitación dejó de respirar. Todos los miembros del equipo de agentes de Bhagat lo
miraron. Sam supuso que había sido llamado un montón de cosas en su vida, pero estúpido,
obviamente, no era una de ellas.
Él no pareció particularmente perturbado, pero claro, nunca lo parecía.
—Estoy atrapada en un avión con cinco hombres enojados —la voz de la chica continuó—,
armados con siete armas automáticas diferentes. Siete. Créeme, lo sé. Las conté.
Max Bhagat sonrió.
—Tomen nota, por favor. Tenemos verificación por testigos que hay cinco secuestradores en el
avión, todos bien armados —le dijo a su equipo. Ya estaba paseándose. Buen trabajo, Karen—.
Cuéntanos tanto como sea posible sin ponerte más en peligro.
Pulsó la tecla del micrófono de la radio, abriendo la frecuencia.
—Soy un negociador del FBI, Karen —dijo en el micrófono con su voz suave, de radio FM, sin
acento—. Me disculpo por la pregunta estúpida. Esperaba que me pudieras asegurar que tú y todos
los demás a bordo, incluyendo nuestros amigos hostiles y los pilotos y la tripulación, están en buen
estado de salud.
—Dos de los pasajeros están heridos —regresó la voz fuerte y clara—. Pero yo estoy bien. Ellos
quieren que yo hable con mi, bueno, mi padre.
El senador Crawford debió haber estado durmiendo en el sofá en otra habitación. Entró al
momento, con su pelo revuelto, una sudadera de Yale en lugar de la chaqueta del traje,
parpadeando por la luz brillante del techo.
—Ellos saben quién es ella —Bhagat le dijo al senador, yendo directo al punto, sin sutilezas—. La
están utilizando para hablar por ellos. Recuerde, sin promesas en este momento, señor. —Pulsó el
micrófono—. Karen, lo tenemos justo aquí. Está ansioso de hablar contigo también.
Mientras Sam observaba, el senador Crawford casi arrancó el micrófono de las manos de Bhagat.
—Karen, cariño ¿estás bien?
—Estoy bien, papá. Sabes, casi no alcanzo a tomar este vuelo, de hecho mi amiga… mi amiga
Gina, no alcanzó a abordar. Alguien le metió la mano al bolsillo y le robó su pasaporte y no la
dejaron subir al avión. Sé que sus padres deben estar muy preocupados por ella, pero no tienen
que estarlo, porque ella no está en este vuelo. Está en Atenas y…
La mirada en la cara del senador era casi cómica.
—¿Quién diablos…?
Bhagat casi derriba al hombre en su prisa por quitarle el micrófono. Para un tipo vestido de traje,
podía moverse muy rápido.
—¡Oiga! No sé quién diablos es esa —Crawford continuó acalorado—, pero no es Karen. No es
mi hija. Y le agradecería un poco más de consideración…
—Peggy, notifica al Consulado Americano en Atenas —Bhagat ladró las órdenes directamente
sobre él. Al parecer los rumores del legendario temperamento de Bhagat estaban en lo cierto—.
Karen Crawford probablemente está allá en este momento, tratando de conseguir un nuevo
pasaporte. Que la lleven a un lugar seguro, rápido y en silencio, nada de medios de comunicación.
Que ningún reportero se entere de esto. Si ella aparece en CNN, iré allá yo mismo después que esto
haya acabado y escoltaré personalmente a todos en la oficina de Atenas al infierno, ¿entendido?
Claramente, lo fue.
—Sí, señor —Peggy arrastró el culo fuera de la sala.
Max Bhagat volvió su mirada a Crawford.
—Otro arrebato como ese, y senador o presidente o Dios, me importa un soberano comino
quién o qué es usted, estará fuera de esta sala.
Eso también, se entendió.
Aun así, Crawford se erizó.
—¿Está amenazándome?
—¿Realmente le importa? —Bhagat le espetó—. Esta joven, y creo que nos dijo que su nombre
es Gina. George, tráeme la lista de pasajeros de la World Airlines, rápido, acaba de lograr
informarnos que su hija no está en ese avión. Gloria, aleluya, es su día de suerte. Su hija está a
salvo. Pero quién diablos sea Gina, es la hija de alguien más, y está tomando un verdadero riesgo
aquí. Si los secuestradores descubren que ella no es Karen, la matarán. No tengo dudas. Ahora,
cuando vuelva a esta radio, señor, recordará eso. Y usted la mantendrá viva.
9.
—Apártate —dijo Teri, pero esta vez Izzy siguió acercándose. El SEAL, que era como un
defensa de fútbol americano profesional, con las rayas negras de camuflaje todavía en su cara, se
veía un poco salvaje.
A petición del Suboficial Mayor, estaba actuando lo más desagradable posible, lanzándole
miradas lascivas, agarrándole el culo, y murmurando sugerencias obscenas por unos buenos diez
minutos.
Francamente, ella no lo conocía tan bien para saber si era o no un canalla genuino o
simplemente un buen actor.
Con Gilligan, Stan había estado parado justo detrás de ella, lo bastante cerca para que no
pudiera retroceder sin chocar con él. Lo bastante cerca para que no pudiera quedar atrapada en la
fantasía y comenzar a sentirse asustada de verdad.
Pero ahora se había alejado, y cuando Izzy se acercó a ella, sintió un tirón de miedo real. En
forma racional, lógica, sabía que no estaba en peligro. Stan estaba a dos metros, como mucho. Aun
así, la mirada de Izzy hacía que se le erizaran los pelos de la nuca. Esto era por qué no pasaba el
rato en los bares.
—Está bien, ¿qué hace ahora, Teri? —preguntó Stan.
Habla más fuerte. Hazte oír como si lo dijeras en serio. Mantente firme, no retrocedas, la barbilla
en alto, los ojos duros.
Izzy estiró la mano y ella se la golpeó.
—¡Apártate! —dijo de nuevo, y esta vez su voz se oyó retumbando en la escalera del hotel.
Izzy se retiró.
—Auch.
—Bien —dijo Stan, tocando brevemente el hombro de Teri con aprobación.
—Sí, como si esto tuviera algo que ver con la vida real —respondió ella, su euforia
desvaneciéndose tan rápidamente como la calidez de su mano. Se dejó caer para sentarse en la
escalera.
Él se volvió hacia Izzy y Gilligan.
—Gracias por su ayuda caballeros.
—Cuando quiera, Suboficial Mayor.
—Hasta luego, Teri. —Gilligan le dirigió una sonrisa e Izzy le guiñó mientras los dos hombres
bajaban las escaleras.
Teri suspiró. Era evidente que los había intimidado. Ni un poco.
Stan se acercó y se sentó junto a ella en el mismo escalón. Teniendo cuidado de mantener una
buena distancia entre ellos, igual que cuando se sentó a su lado en la cama. A veces parecía como si
todos los hombres en el mundo invadieran su espacio, excepto el que quería que se acercara.
—Cuando es real, me paralizo —le dijo.
—Creo haberla visto hacerlo un par de veces —dijo Stan relajado—. Pero luego salió
rápidamente de ese estado. Eso fue bueno. Eso es lo que tiene que practicar.
Se había paralizado por lo menos una vez. Cuando Stan usó su cuerpo para empujarla contra la
pared. Cuando se paró tan cerca que quedó presionada contra los sólidos músculos de su pecho. Su
propia temperatura corporal subió varios grados simplemente por la proximidad de su calor.
No fue el miedo lo que la había paralizado.
Se había quedado muda así como inmóvil. Con la boca seca por el deseo.
—No es que no aprecie su ayuda —le dijo Teri ahora—, porque lo hago. Es solo que… es
diferente cuando es real.
—Entonces va a practicar —le dijo, pragmático—. Hasta que no haya diferencia. Hasta que no
sea gran cosa, solo otro idiota que poner en su lugar.
Estaba cansado. Trataba de no demostrarlo, pero levantó una mano para frotarse la rigidez del
cuello y los hombros.
Si no fuera tan cobarde, le ofrecería darle un masaje en la espalda. En cambio, se quedó sentada
ahí, observándolo, admirando sus ojos y sus brazos y la forma en que su camiseta se adhería a los
músculos de su pecho. Pensando que a pesar de que no era guapo de una manera convencional,
posiblemente era el hombre más atractivo que había conocido. Pensando en sus calzoncillos.
Deseando tener el valor de tocarlo.
Pero él había tratado de emparejarla con su mejor amigo. Seguramente esa era una señal de que
no estaba interesado en ella de esa manera.
Él capturó su mirada, mirándola con tanta intensidad como ella lo estaba mirando. ¿Qué veía?
Una cobarde exhausta con el pelo desordenado y ojos cansados. Y sin embargo, Teri no quería
levantarse e irse a dormir. Quería quedarse aquí, en este escalón junto a este hombre, por el
tiempo que fuera posible.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal? —Stan le preguntó.
Su corazón dio un vuelco, pero se las arregló para sonar normal mientras respondía.
—Bueno.
Si había un Dios, Stan le pediría que volviera a su habitación con él. Pero, en realidad sabía que
no iba a preguntar eso. La forma en que estaba sentado, su lenguaje corporal, no podía gritar
amigo más alto si lo intentara.
—¿Cuál es su meta en la Marina? —preguntó Stan—. ¿Qué quiere de su carrera?
Eso no era personal. Eso era fácil.
—Volar. Solo quiero volar.
Él asintió, sus ojos se estrecharon ligeramente.
—Solo volar. Sí, me dijo que era una prioridad para usted desde que era una niña. Fue tras ello, y
lo consiguió bastante rápido. Sin temor. Pero hay más en su meta que eso ¿no es así? Si realmente
solo quería volar, todavía sería un piloto para Harmony Airlines.
Él tenía razón.
—De acuerdo, supongo que quiero volar en misiones cómo esta —dijo lentamente, pensando en
voz alta—, donde tengo la oportunidad de trabajar con gente que respeto. Con gente que me
respeta.
Él asintió, como si pensara que era una buena respuesta.
—¿Qué hay de su vida personal? —preguntó él—. ¿Cuáles son sus metas ahí?
Teri no supo cómo responder a eso.
—¿Quiere una familia? —prosiguió—. Y está bien si no lo quiere, no todo el mundo lo quiere.
Quiero decir, yo no. ¿Qué haría con una esposa e hijos? Cristo. ¿Cómo sostener ese tipo de relación
si uno está fuera todo el tiempo, sabe?
—Pero su casa es perfecta para… —Niños. Lo intentó de nuevo—. Tiene una casa estupenda. —
Dios, eso era algo estúpido de decir.
Él se rio. Al parecer también pensó que era estúpido, pero su risa era seductora y cálida.
Inclusiva.
—Sí, pero la última vez que revisé, tener una casa estupenda, y es un bungalow, por cierto, no es
una de las principales razones de la revista Vida Naval para casarse.
—Necesita muebles —se encontró diciendo. Dios, estaba avergonzada de haber sacado el tema
en primer lugar, pero era incapaz de dejar de sonar estúpida. ¿Qué le pasaba?
Ella quería que la besara. Siempre se ponía estúpida cuando estaba con un hombre que le
gustaba lo suficiente para querer besarlo.
Esto era demasiado raro. No podía reunir el valor para llamar a este hombre por su nombre de
pila, y sin embargo quería… Tal vez era adoración al héroe, como los enamoramientos que tuvo de
vez en cuando con sus maestros en la escuela. Tal vez era parte de su búsqueda constante de
aprobación. Tal vez estaba malinterpretando su necesidad emocional de conectar con una figura
paterna para…
Ella coló otra mirada al cuerpo cercano a la perfección de Stan. Piernas largas, caderas estrechas,
cintura esbelta, hombros y brazos grandes.
No, lo que sentía no era en absoluto filial.
Stan seguía sonriendo, las líneas alrededor de los ojos se arrugaron, haciéndolo más que
simplemente atractivo, haciéndolo decididamente guapo. Increíblemente bello, con esos ojos
azules tan, tan cálidos y esos dientes blancos y esos labios…
—Sí, notó la falta de muebles ¿eh? —estaba diciendo—. Estoy esperando ganar la lotería para
llenarlo con piezas Stickley. —Ante la mirada en blanco de Teri, le explicó—. Muebles de roble,
antigüedades del período de Artes y Oficios. La misma época del bungalow, principios de 1900.
Actualmente está fuera de mi alcance y no sé, me parece mal llenar un lugar en el que he trabajado
tan duro para restaurar con cosas de IKEA.
El pasatiempo de Stan era restaurar casas antiguas y coleccionar antigüedades. Teri no podía
dejar de sonreír, y él estaba lo bastante cómodo consigo mismo para reír también.
—Sí, no lo divulgue por ahí ¿de acuerdo? —continuó—. Lo único que me faltaría es que mis
hombres se enteren que me gustan las antigüedades. No terminarían nunca de tomarme el pelo, y
ni hablar del hecho que Stickley utiliza líneas simples y limpias, y masculinas. Es algo realmente
hermoso y… me estoy enterrando más hondo aquí ¿cierto?
Ella se encontró inclinándose hacia él.
—¿Cómo no lo van a saber? ¿No se preguntan por qué no tiene muebles en su casa?
—Sí, bueno… —Él se frotó la cara, y carraspeó—. Ellos no vienen —admitió—. Mi casa está fuera
de límites para el personal de la Marina, sin excepciones. Decidí desde el principio en mi carrera
que no quería vivir en una casa de rehabilitación para SEAL descarriados. Verá, los otros jefes
siempre se encuentran seguidos a casa por algún recluta con el problema de la semana, y… —
sacudió la cabeza—. Las pocas horas que estoy fuera de la base y en casa, son mis horas, y por lo
general son solo seis al día, a veces menos, así que no es que esté siendo egoísta. Y ellos pueden
contactarme por teléfono, veinticuatro/siete, lo he dejado claro. Voy a rescatarlos si lo necesitan,
pero no pueden dormir en mi sofá. Ni siquiera pueden entrar.
—No tiene un sofá —señaló ella. La había dejado entrar a su casa ¿Qué significaba eso?
Él le dirigió otra de sus sonrisas increíbles.
—Sí, tal vez esa es otra razón de por qué no estoy apurado por conseguir uno. No existe la
tentación de dejar a alguien dormir en él.
¿Por qué me dejaste entrar? La pregunta le quemaba el interior de la boca, el interior de su
estómago.
Él miró su reloj, y ella supo que era cuestión de segundos, quizás menos, antes de que se pusiera
de pie. Entonces esta conversación habría terminado.
—Stan —Oh, Dios. Lo hizo. Había, realmente, utilizado su nombre.
Él no pareció consciente de la trascendencia de la ocasión, aunque dejó de mirar su reloj y
esperó que continuara.
—Le debo una disculpa —dijo a toda prisa—. No sabía que estaba rompiendo las reglas cuando
fui a su casa.
Él ya estaba sacudiendo la cabeza.
—Por favor, no se preocupe por eso. Usted fue una excepción…
—Usted dijo sin excepciones.
—Sí, bueno, supongo que eso me convierte en un mentiroso. De verdad no fue gran cosa.
Pero fue gran cosa. Podría no haber cerrado la puerta en sus narices porque se sentía atraído por
ella. O podría haberla dejado entrar por lástima. Teri quería saber cuál de las dos había sido.
—Me alegro de haber estado en casa —Stan se puso de pie—. Vamos. Mañana llegará
demasiado pronto. La acompañaré a su habitación.
Stan, ¿por qué me dejaste entrar?
Podía hacerlo. Todo lo que tenía que hacer para comenzar la pregunta era decir su nombre de
nuevo. ¿Qué tan difícil podía ser? Respiró profundo.
—Hey —dijo él, dándose la vuelta para mirarla mientras subían las escaleras—. Quería
preguntarle, ¿qué piensa de Mike Muldoon? Buen tipo ¿eh?
Por lástima. Había sido, sin duda, nada más que lástima.
Teri forzó una sonrisa.
—Sí —dijo—. Realmente es un buen tipo.

—¿Hola? —dijo Gina de nuevo en el micrófono, consciente de que Bob el Guapo y Al el


Gruñón la observaban de cerca. Backstreet Bob le había dicho que se llamaban Al y Bob, después de
que Al la abofeteó partiéndole el labio. Claramente eran americanizaciones de nombres
kazbekistaníes más complicados—. ¿Siguen ahí? ¿Papá?
Por favor, papá, no digas nada estúpido que me delate. Por favor, Max de la profunda y dulce voz
de barítono, relajada y pragmática, entiende todo lo que te dije. Karen Crawford no está en este
avión. Pero que Dios la ayudara si Bob y Al lo descubrían.
¿Le dispararían o la matarían a palos?
Por favor, alguien conteste o iba a vomitar.
—Hey, Karen, es Max de nuevo. —La voz llegó por el altavoz, la respuesta a sus plegarias—. No
podemos hablar mientras tienes el botón del micrófono presionado. Sería de gran ayuda si dijeras
«cambio» o «adelante», así sabemos cuándo has terminado de hablar, y luego levantas tu pulgar,
¿de acuerdo? Y nosotros haremos lo mismo. Aquí está el senador Crawford de nuevo. Cambio.
Dijo senador Crawford. No, tu padre. Él sabía. Ahora casi vomitó de alivio.
— h, ¿Karen? Estoy… estoy aquí, cariño. Cambio. —Gracias a Dios, Crawford estaba siguiendo el
juego también.
—Ellos me dijeron que ya te dieron su lista de demandas —dijo ella. Hubo silencio hasta que
agregó—. Cambio.
Y luego hubo más silencio. Demasiado silencio.
Bob el Guapo se movió en el asiento del piloto. Solo una mínima muestra de impaciencia. Gina
se obligó a no mirarlo.
Presionó el botón en el lado del micrófono.
—¿Papá? —dijo, tratando de no sonar tan desesperada como se sentía—. Por favor, adelante.
—Estamos… estamos trabajando en eso —Crawford dijo finalmente—. En sus demandas. Voy a
ir a Washington, para, eh, hablar con el presidente y, eh…
Dios, este tipo era un real perdedor. Y pensar que había votado por él. Pero bueno, para darle
crédito, probablemente no estaba pensando con claridad. Acababa de descubrir que su hija no
estaba siendo retenida a punta de pistola por terroristas.
Bastardo afortunado. Mucho más afortunado que el padre de Gina.
Bueno, si el senador no tenía nada importante que decir, ella seguro que sí.
Gina pulsó el botón del micrófono y la radio chilló. Hubo un silencio. Por lo menos logró callarlo.
—Adelante, Karen —la otra voz, la voz de Max, la querida y maravillosa voz de Max, penetró.
—Te quiero, papá —dijo, sabiendo que en alguna parte de la terminal del aeropuerto se estaba
grabando cada palabra que pronunciaba. Algún día, su verdadero padre escucharía esto. Ella
esperaba.
Le dolía la garganta por tratar de no llorar.
—Lo siento mucho, sé que no querías que hiciera este viaje —continuó—. Intestaste disuadirme,
pero realmente no hubo nada que pudieras hacer. Quería ir. Y no puedes vivir tu vida esperando
ser secuestrado. Sigo creyendo eso. Pase lo que pase aquí, no es mi culpa ¿de acuerdo? Y tampoco
la tuya.
Silencio. Mierda, olvidó decir cambio. Pero igual estaba bien, no había terminado.
—Dile a mamá que la quiero también —dijo Gina—. Dile que estoy pensando en ella. Dile que…
Dios, que tenía razón sobre Trent Engelman. Dile que debería haberla escuchado mejor. Que
probablemente tenía razón acerca de un montón de cosas. Cambio.
—Hey, Karen, es Max. —Solo por su voz, podía imaginarlo, sentado con los pies sobre la mesa
frente a él, echado atrás en una silla apoyándose en las dos patas. Probablemente llevaba la camisa
arremangada y su largo cabello recogido en una cola de caballo y tenía diez kilos de sobrepeso. El
«Señor No Te Preocupes Por Pequeñeces»—. No des tu discurso de despedida por el momento ¿de
acuerdo? Tenemos mucho de qué hablar, yo y los hombres que tienen el control del avión. ¿Están
ahí contigo ahora? Cambio.
—Sí. Cambio.
—¿Hablan inglés o tengo que usar un traductor? Tengo a alguien en mi equipo que habla el
idioma y está parado a mi lado en este momento. Aunque, mira, tu padre quiere decir algo muy
rápido, y luego tiene que volver a Washington. Espera.
Hubo unos cinco segundos de silencio, y entonces la voz del senador Crawford llegó de nuevo.
—Karen, cariño, te quiero. —Sonaba como si estuviera leyendo las líneas de un mal guion—. Dile
a los hombres que tienen el control del avión que iré a hablar directamente con el presidente, pero
que estas cosas llevan su tiempo. Vamos a necesitar por lo menos unos días…
Una voz femenina lo interrumpió.
—Lo siento, senador, realmente tiene que partir ahora si quiere alcanzar ese vuelo.
—Karen, haz lo que te digan —dijo Crawford—. Cuídate. Y recuerda que… que tu padre te ama.
Eso casi hizo que se le escaparan las lágrimas.
—Hey, Karen. Soy yo de nuevo —Max estaba de vuelta—. Me gustaría hablar directamente con
los hombres que empuñan las armas. ¿Puedo hacer eso ahora? Adelante.
Bob sacudió la cabeza. No.
—Bob no quiere hablar contigo. Cambio.
—¿Bob? Cambio.
—Así dice que se llama. Y su inglés probablemente es mejor que el mío. Cambio.
El terrorista Bob le dijo que había aprendido su inglés casi perfecto de ver televisión y leer libros
americanos.
—Bob —dijo Max—. Esto sería mucho más fácil, señor, si pudiéramos hablar directamente.
Cambio.
Pero Bob seguía negando con la cabeza. Tomó un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta y lo
desdobló.
Se lo entregó a Gina.
—Léelo —dijo, e hizo un gesto al micrófono—. En voz alta.
—Él quiere que lea algo. Cambio —dijo Gina al micrófono. La luz de la cabina no era la mejor.
Ladeó la hoja suelta, tratando de ver en la penumbra. Estaba llena de una pequeña e inclinada
escritura a mano, por delante y por detrás. Dios santo, esto iba a tardar un tiempo.
—Estoy aquí y escucho —dijo Max—. Tómate todo el tiempo que necesites. Adelante.
Tómate todo el tiempo que necesites. Estas cosas llevan tiempo. Quizás Max y el senador
estaban tratando de decirle algo también.
Mantuvo el botón del micrófono presionado con su pulgar.
—Somos el Partido Popular de Kazbekistán —leyó en voz alta, tan lento como pudo—. Nuestras
peticiones son dos…

Stan se encontró cara a cara con el teniente Tom Paoletti en la escalera, subiendo a la azotea
del hotel donde un helicóptero estaba esperándolos para llevarlos al aeropuerto de Kazabek.
La llamada telefónica del XO Jazz Jacquette llegó justo cuando se metió a la cama.
Justo cuando estaba a punto de cerrar los ojos y caer en la bendita inconsciencia.
Pero sonó el teléfono. Y Stan se puso la ropa en menos de quince segundos.
Porque los terroristas del vuelo 232 habían roto el silencio. Estaban hablando con el negociador
del FBI Max Bhagat. Y Tom y sus oficiales superiores, Jazz y Starrett, y su Suboficial Mayor, Stan,
eran necesarios allí, de inmediato.
El equipo del FBI de Bhagat estaba haciendo una evaluación del estado mental de los tangos.
¿Estaban cerca del límite y listos para saltar? ¿Listos para descargar sus armas y matar a sus
rehenes inocentes?
Si así fuera, los SEAL tenían que aprontarse y asaltar el avión, inmediatamente. Listos o no, era
posible que tuvieran que entrar.
La verdad era que podría haber sido peor. La llamada podría haber llegado antes de tener la
oportunidad de servirse la cena que Teri le proveyó con tantos problemas.
Se rio bajito, todavía sorprendido de que se hubiera molestado por él.
—Compártalo, Mayor —ordenó Tom Paoletti—. Me vendría bien un buen chiste en este
momento.
—Tuve una buena cena esta noche, señor —Stan le dijo a su CO—. Estaba pensando en lo
contento que estoy de no tener hambre. Que por eso, podría ir por otras veinticuatro horas sin
dormir. Eso es todo.
Tom le disparó una mirada mientras subían las interminables escaleras.
—¿No es un poco temprano en la operación para ser incisivo, Suboficial Mayor?
—Definitivamente, señor.
—¿Tiene esto algo que ver con Teri Howe? —preguntó Tom.
Um…
—Solo muy remotamente.
—¿Cuan remoto?
Stan miró a Tom.
—Mucho. Señor.
Estaba muy consciente de que Tom se dirigía al Suboficial Mayor, y por lo tanto sabía que el
verdadero mensaje de Stan era una variación cortés de «No se meta en mis malditos asuntos.
Señor».
Pero Tom decidió jugar la carta de la amistad.
—Stan —dijo, poniéndola sobre la mesa, boca arriba—. Te he visto alrededor de esta chica.
—¿Ha visto qué, señor? —Stan trató de llevarlo de vuelta a CO y Suboficial Mayor.
—Jazz me dijo que te sentaste con ella en el avión.
—La próxima vez, señor, me aseguraré de estar de pie todo el camino a Kazbekistán.
Tom se rio.
—Relájate. Es solo… Debes ser consciente de los problemas potenciales. Asuntos de
confraternidad, para empezar.
Teri era un oficial, Stan fue alistado.
—Las reglas son arcaicas —le dijo a Tom.
—Soy el primero en estar de acuerdo con eso —dijo Tom—. Pero…
—Y no se aplican tampoco —dijo Stan—. Ella es de la Reserva. No hay problema.
—Ah —dijo Tom—. ¿Entonces ya, eh, averiguaste todo esto?
Lo que significaba que Stan había anticipado todos los posibles problemas que vendrían con una
relación romántica con Teri Howe.
Maldición, estaba cansado. De otro modo lo habría visto venir desde lejos.
—Quiero decir que no hay problema con mi amistad con ella —le dijo a Tom.
—¿Ella sabe que es solo amistad?
—Sí, señor. —A pesar de la extraña mezcla de señales que le llegó de Teri esta noche, a pesar de
que había entrado en su habitación para encontrarla durmiendo en su cama, la vio sostener la
mano de Mike Muldoon, sonriendo a los ojos del alférez.
—Cenó con Muldoon esta noche. Se cayeron bien.
Tom lo miró.
—Lo siento, no lo sabía.
—No lo sienta. Les armé la cita. ¿Cuál fue el mensaje de Jazz? —Stan cambió deliberadamente
de tema.
El equipo de tres hombres de Jazz se encontró con algunos problemas en su intento de cablear el
avión secuestrado con micrófonos y mini cámaras. Horas antes, Big Mac, Scooter y Steve se
aproximaron desde la parte trasera de la aeronave al amparo de la oscuridad, con la intención de
penetrar en el compartimiento de equipaje. Pero todo tenía que hacerse en silencio, y se toparon
con uno o dos obstáculos que realmente los estaba frenando.
Cuando amaneciera, los SEAL quedarían atascados ahí, debajo del avión, al calor abrasador.
—Va a mantenerlos ahí por el tiempo que sea necesario —le dijo de Tom.
—Bien —dijo Stan. MacInnough refunfuñaría por todo un mes, según su estimación, si fuera
retirado de una misión demasiado pronto. Stan sabía que el musculoso alférez pelirrojo pasaría dos
semanas debajo de ese avión alimentándose solo de raciones enlatadas y sin instalaciones
sanitarias antes de estar dispuesto a renunciar.
El avión sería conectado. Big Mac se encargaría de ello. Solo era cuestión de cuándo.
Subieron otro tramo de escaleras antes de que Tom volviera a romper el silencio.
—Sabes, tuve que salir de San Diego sin despedirme de Kelly —dijo—. Debe haber estado
haciendo sus rondas en el hospital, por lo que tuve que dejar un mensaje de voz. La verdadera
mierda de esto es que me fui antes de tener la oportunidad de preguntarle si tenías razón, si de
verdad quiere que dimita a mi cargo.
Los pies de Stan continuaron moviéndose, pero su cerebro se quedó de piedra.
—Tom. No puedes estar pensando en serio…
—Te sorprendería de lo que soy capaz de pensar cuando se trata de Kelly —le dijo su CO con
gravedad.
Y entonces estaban en la azotea, corriendo al helicóptero.
Mierda. Stan sabía que tarde o temprano Tom dejaría el Equipo Dieciséis. Sería promovido o
llegaría al punto en que no querría seguir jugando. Ser un SEAL era un juego de hombres jóvenes,
después de todo.
Stan siempre imaginó que cuando llegara ese momento, dentro de unos años, él se iría también.
Hacia arriba o afuera. Con Tom Paoletti.
Pero aún no estaba listo para eso. Ni mucho menos.
El helicóptero estaba en el aire antes de que su trasero se sentara, y chequeó, por costumbre, si
el piloto era Teri.
No lo era.
Por supuesto que no. La había acompañado a su habitación y retirado rápidamente a la suya.
Estaba en la cama ahora mismo, durmiendo cálida y suave y…
Cristo. No debería estar pensando en ella de ese modo.
Pero era un pensamiento mucho más agradable que el de Tom Paoletti dejando el equipo. Así
que Stan cerró los ojos y se dejó llevar de vuelta a la habitación de Teri, a la cama de Teri, a los
brazos de Teri.
10.
El teniente Roger Starrett era bueno.
Alyssa Locke estaba sentada a la sombra de una tienda provista para los oficiales K-staníes y los
otros observadores, y lo observó dirigir el simulacro de su equipo de SEAL, entrando al modelo del
avión secuestrado una y otra vez.
El negociador Max Bhagat estuvo en la radio toda la noche, hablando con los terroristas a través
de la pasajera americana que se hacía pasar por la hija del senador Crawford, Karen. La verdadera
Karen fue recogida y mantenida a salvo en Atenas anoche.
A pesar de que todavía no había audio ni video directo desde el avión, un equipo de psicólogos
del FBI llegó a la conclusión de que la situación a bordo del vuelo 232 era estable. Aun así, los SEAL
entrenaban como si pudieran ser llamados a asaltar el avión en cualquier momento.
Mientras observaba, los SEAL irrumpieron en el avión de madera usando granadas que
generaban un fuerte ruido y un destello de luz cegadora.
La sincronización fue mejor en esta vuelta.
Sí. Starrett era bueno. Desde luego, todo el equipo que lideraba era de primera clase.
Trabajaban como una unidad, prácticamente pensando y respirando como uno. Pero para darle
crédito a Roger Starrett, era un buen líder. Directo y seguro de sí mismo. Y capaz de dejar que cada
uno de sus compañeros de equipo hiciera lo que mejor hacía sin su interferencia.
Sí, Roger era excelente.
A Alyssa le ayudaba pensar en él como Roger en lugar de por su apodo, Sam. Sam Starrett era el
hombre increíblemente sexy con la amplia sonrisa, los ojos brillantes ojos azules y cuerpo delgado
que se aparecía en sus sueños, con el que tenía sexo tórrido y excitante sobre la mesa de su cocina.
Ahora lo miraba, sus piernas largas y broceadas cubiertas por BDUs, pantalones de Uniforme de
Batalla, en el uniforme verde oliva tradicional preferido por el ejército. Hacía calor afuera, y se
había quitado la camisa, su camiseta de color tostado estaba manchada de sudor, y se ajustaba a su
pecho musculoso y sus hombros. Se veía insoportablemente bien.
—Oh, Dios —dijo ella.
A veces, sin embargo, no era sexo. A veces en sus sueños él le hacía el amor. Lentamente.
Dulcemente. Con ternura. Como si estuvieran uniendo más que sus cuerpos, incluso más que sus
corazones.
La mesa de la cocina era parte de un recuerdo de la borrachera. Alyssa sabía que había sucedido
al menos una vez de esa manera, esa noche, cuando cometió tal error de juicio. Lo otro, sin
embargo, tenía que ser lo que deseaba.
—¿Estás bien? —preguntó Jules. Su compañero llevaba gafas idénticas a las de Keanu Reeves en
Matrix. Alyssa imaginó que empezaría a flotar en el aire y a moverse en cámara lenta.
Ellos eran los únicos sentados allí, bajo la tienda, así que le respondió con honestidad.
—Esto es una mierda. Míralo.
Jules miró.
—¿Cómo puede zafarse del corte de pelo? Yo creía que la Marina tenía todas esas reglas
estrictas sobre los oficiales y su apariencia.
—Él es lo que se conoce como un «pelo largo» —le dijo Alyssa—. Un operativo que puede
mezclarse en lugares donde un corte de pelo militar se destacaría.
—Va afeitado desde la última vez. Desde Washington —Jules se dio cuenta.
—Eso significa que probablemente está buceando mucho. Me dijo que es difícil para alguien con
barba lograr un sello hermético alrededor de la máscara. —También le dijo que sus amigos
cercanos siempre podían adivinar en que andaba, hasta cierto grado, en los últimos meses por el
largo de su pelo y la presencia o ausencia de bigote y chiva6. Aparte de eso y de que parecía haber
estado ejercitándose como un loco, no tenía idea de lo que había estado haciendo.
¿Había pensado en ella?
Probablemente no.
—Si te sirve de consuelo —le dijo Jules— él también odia esto. Ha mirado hacia acá solo cuatro
mil veces esta mañana. ¿Y le viste la cara anoche cuándo entró en el restaurante del hotel y te vio?
—Lo manejé pésimo —Alyssa admitió para sí misma—. Debería haber sido amigable.
—Amigable te habría puesto de nuevo en su cama.
—Distante y calmada —replicó ella—, pero amigable.
—Si quieres estar con él, entonces ve con él —Jules creía en ser directo y conciso.
—No quiero…
Él se quitó las gafas y la miró.
—Cariño, yo no te voy a juzgar.
—En serio —Ella se quitó las gafas también—. No quiero ni remotamente…
—Es solo que no quiero que te lastimen.
—Jules. Hola. No me van a lastimar. No voy a «ir con» este hombre. No volvería a cometer ese
tipo de error.
—De acuerdo, bien, porque se dirige hacia acá en este mismo momento…
Oh, mierda. Así era. Alyssa se puso las gafas rápidamente.
—… con ese paso de cavernícola —continuó Jules—. Ya sabes, ese que anuncia que es el macho
alfa por aquí, así que si no quieres que te agarre por el pelo y te tire a su cueva, mejor corre.
Sam Starrett estaba a sus doce, dirigiéndose directamente a la tienda de los observadores, con
sus botas levantando una pequeña nube de polvo mientras se acercaba. Estaba bebiendo una
botella de agua, y por más que ella intentó concentrarse en el hecho de que detrás de él, el resto

6
En España también se le llama perilla.
de su equipo estaba tomando un descanso y que el Suboficial Mayor Wolchonok se aseguraba de
que todos tuvieran agua y barras energéticas, sus ojos volvieron a Starrett.
Con el sol detrás de él, con los músculos de sus brazos y su pecho realmente ondulando
seductoramente mientras se movía, ¡maldición! se veía como un héroe de acción, a pesar de la
gorra de béisbol. O quizás a causa de ella, Alyssa no estaba segura.
—Tal vez yo debería desaparecer —murmuró Jules.
—No te atrevas —Alyssa se puso de pie; no permitiría que Sam la afectara más de lo que debía.
Y entonces estaba allí. Parado justo frente a ella.
Había sexo en sus ojos cuando la miró. Un recordatorio silencioso de que alguna vez
compartieron fluidos corporales, que la había llevado a lugares que ella ni siquiera había soñado.
Un recordatorio de que, por más que no intentara serlo, era de carne y hueso. Humana, con
debilidades humanas.
Y necesidades humanas.
—¿Quieren ser útiles? —preguntó Starrett en su exasperante acento tejano, sin saludo, sin
pretensión de sutilezas—. ¿En vez de estar sentados gastando el dinero de los contribuyentes?
—Por supuesto —respondió Jules antes de que ella escupiera una réplica mordaz.
Starrett la miró, con una ceja ligeramente levantada, y Alyssa supo que él esperaba que ella
protestara. Quería que protestara.
Así que no lo hizo.
—¿Qué le gustaría que hiciéramos teniente? —preguntó tan amable como pudo, tratando de
sonar amigable. Amigable, pero todavía fría.
—Necesito más gente que juegue la parte de los terroristas —dijo él—. Tengo dos chicos SAS,
pero todavía me faltan tres cuerpos. —Hizo un gesto con la cabeza hacia Jules—. ¿Puede disparar?
—Es un agente del FBI —contrarrestó Alyssa. Respiró profundo antes de llamarlo con un nombre
menor halagador. No te enojes. Mantente tranquila. Y amigable. Se obligó a dirigirle una sonrisa,
que esperaba, fuera amistosa.
—Sí, bueno, en mi experiencia, eso vale una mierda —dijo Starrett.
—En la mía, también —dijo Jules relajado—. Pero, sí, él puede disparar. ¿Es tan bueno como
Alyssa Locke? No. Porque nadie, mi amigo, es tan bueno como Alyssa Locke.
Starrett la miró de nuevo, y esta vez había algo diferente en sus ojos. Algo muy parecido al…
¿pesar?
Pero pronto desapareció y él se estaba alejando.
—En quince minutos, preséntense con el Suboficial Mayor —dijo por encima del hombro—. Les
proporcionará el equipo necesario. No lo molesten antes, está tomando una siesta. Espero que
hayan traído un sombrero, lo van a necesitar. Esta jodidamente caliente aquí afuera.
Alyssa apartó la vista del trasero perfecto de Starrett.
—Esto va a ser divertido —dijo Jules—. Viéndote patear culos.
Divertido no era la palabra que habría utilizado.
***
Stan estaba dormido.
Había encontrado un poco de sombra detrás del modelo de la nave y estaba acurrucado, directo
sobre el suelo polvoriento.
Excepto que el sol se movió y los fuertes rayos le daban en la mitad de la cara.
Dormía de lado, con un brazo debajo de la cabeza y la otra mano abierta descansando sobre el
pecho. Era extraño verlo tan relajado, sin la corriente de alto voltaje que parecía emanar de él en
todo momento.
Teri se sentó a su lado lo más silenciosa posible, haciéndole sombra en la cara.
Dios, hacía calor. Y seco como el infierno.
Dejó las últimas bolsas que trajo del hotel. Tomó un trago del agua tibia de su botella, y bajó la
vista para encontrar los ojos de Stan abiertos, observándola.
—¡Dios! —dijo ella, sorprendida. Él no se había movido en absoluto. Abrió los ojos e
instantáneamente estuvo alerta.
—¿Dónde está su chaleco antibalas? —preguntó.
—En el helicóptero.
—Tremenda ayuda si lo deja allá.
—Hace calor —trató de explicar—. Y pensé que aquí era bastante seguro, rodeada de un equipo
SEAL.
Él se sentó, sacudiéndose el polvo de su brazo y la camisa.
—No era mi intención despertarlo —continuó ella.
—Está bien —miró su reloj—. Dormí diez minutos. Eso fue mejor que otros días.
¿Diez minutos? Ahora sí que se sentía horrible. Escuchó rumores de que el Suboficial Mayor no
alcanzó a llegar a su habitación. Había pasado de su sesión con ella en la escalera a una reunión en
el aeropuerto, a una reunión con el almirante Chip Crowley, que había llegado a K-stán tarde
anoche.
Y estuvo de vuelta aquí, con el equipo SEAL de Sam Starrett, trabajando duro a las 0400.
Las líneas de fatiga alrededor de sus ojos y la boca eran más pronunciadas que anoche.
—Lo hubiera dejado dormir —le dijo—, pero el sol estaba justo en su cara. Estaba tratando, ya
sabe, de ser un árbol o algo así.
Él la miró como si hubiera hablado en griego.
—¿Un árbol? —No estaba frunciendo el ceño, pero cerca.
—Por la sombra —le explicó—. Ya sabe, ¿del sol? —Grandioso, estaba balbuceando—. No quería
que se quemara.
Stan se tocó la nariz pelada.
—Demasiado tarde.
—Debería usar protector solar —¿Qué estaba haciendo? Debería levantarse y alejarse. Era
evidente que él no quería tratar con ella en este momento.
—¿Para qué molestarse? ¿Con esta cara? —él fingió reír, pero hablaba en serio. Y un poco
avergonzado por el tema. Él realmente creía que era…
—Tiene una cara maravillosa —dijo ella antes de detenerse a pensar—. Cuando sonríe… Debería
sonreír más.
Genial, ahora lo avergonzaba por completo. O quizás solo se avergonzaba a sí misma. Una vez
más. Definitivamente, era hora de escapar. Cambió su peso, con la intención de levantarse del
suelo.
—Mi padre se parece a Marlon Brando —le dijo Stan. No sonaba para nada avergonzado.
Sonaba a Stan—. Ya sabe, antes de engordar. Brando quiero decir. No Stan padre. Él no es gordo.
Todavía puede correr un kilómetro y medio en ocho minutos.
A pesar de estar cansado, a pesar de querer que ella se marchara, la estaba apaciguando de
nuevo en esa manera afable que tenía.
—Y no, no me parezco en nada a él —Stan continuó, como si supiera que lo miraba para ver si
existía un parecido—. Aparte de la contextura básica, estatura y peso, ya sabe, del tipo gorila.
Mucha fuerza en la parte superior y piernas como palillos. Saqué eso directamente de Stan padre.
Piernas como palillos. Realmente pensaba… Teri mantuvo la boca cerrada, temiendo decirle que
pensaba que sus piernas eran perfectas como el resto de él.
—En lo que se refiere al aspecto, tampoco me parezco a mi madre, salvo la piel blanca. Y
ciertamente no heredé su paciencia, eso es malditamente seguro. —Algo en su voz cambió. Fue casi
imperceptible, pero Teri lo oyó. Le estaba contando cosas que no solía contarle a la gente. O quizás
ella solo deseaba eso.
—Ella era algo especial —dijo Stan, con ese pequeño rastro de… ¿melancolía? Sí, nostalgia en
voz. Teri no lo estaba imaginando. El grande y malo Suboficial Mayor Wolchonok había amado
profundamente a su madre—. Era danesa, vivió ahí de niña, vino después de la guerra con su
hermana mayor. Sabe, la emisaria de Israel, Helga Shuler, conoció a mi madre en Dinamarca. Qué
cosa más rara, tiene el mismo acento que mi madre cuando habla inglés. Es bonito ¿sabe? Después
que esto termine, voy a sentarme a hablar con ella.
Teri se dio cuenta que este hombre quería ser su amigo. Nada más que amigos. Stan no pudo
haber sido más claro sobre eso si hubiera puesto un aviso de página completa en el New York Times
para acompañar su lenguaje corporal. Pero no tenía por qué. Ella captaba las indirectas.
Ella le gustaba a Stan. Se lo había dicho. Pero cuando lo dijo, estaba usando una definición adulta
de la palabra gustar, no la definición de séptimo grado. De hecho, probablemente pensaba en ella
de la misma forma que pensaba de Mike Muldoon, era otra chica despistada a quien cuidar, a
tomar bajo su feroz ala protectora. Y Stan tenía una tremenda ala protectora, no había duda al
respecto.
Continuamente hacía lo imposible por ser amable con ella. Ayudándola a salir de San Diego y
Joel Hogan. Sus intentos de ayer en la noche para empezar a desensibilizarla de las
confrontaciones.
Había pasado más de una hora y media con ella anoche, tiempo en que podría haber estado
durmiendo. Se aseguró de que no estuviera sola, sentándose con ella en el avión, y luego le
organizó una cena con Mike Muldoon.
Teri le debía, mucho. Y ya que él le había dejado bastante claro que su interés en ella no era más
que la de un mentor o una clase de padrino marino, ciertamente no apreciaría las complicaciones
de un masaje corporal que llevaría a una noche de sexo ardiente. Lo que llevaría a compartir
alojamientos por el resto de esta operación, lo que llevaría a ella mudándose a su encantador
bungalow en San Diego…
Sí, sigue soñando, Teresa.
¿Cuáles son sus metas para su vida personal? No respondió la pegunta de Stan anoche porque
en verdad no sabía la respuesta.
Sabía que quería reír más. Quería sentirse más relajada y en paz. Quería ser feliz. Quería dejar de
sentir miedo. ¿Pero qué clase de metas eran esas?
Stan había dejado de hablar de su madre. Estaban sentados ahí, Teri se dio cuenta, en silencio.
Pero era un silencio agradable. Su gesto ceñudo había desaparecido. La estaba mirando, y cuando
ella encontró su mirada, él le sonrió esa sonrisa que hacía que el mundo se moviera bajo sus pies.
La sonrisa que la hacía querer besarlo.
En cambio, sacó la última de las bolsas de congelación que había traído con ella.
—Hice un poco de café helado. Pensé que probablemente necesitaría la cafeína y algo frío para
beber.
Stan tenía la mirada más divertida cuando abrió la bolsa.
—En realidad no hay hielo en ella —explicó ella rápidamente—. Puse el café en el congelador del
hotel el tiempo que más pude esta mañana. Y me aseguré de hacerlo con agua embotellada, así
que es seguro de beber. No tiene que preocuparse.
Él sacó la tapa y tomó un sorbo.
—Dios Santo, es…
—Más como un aguanieve que un café helado, lo sé. Tuve suerte, no se fue la electricidad
mientras estaba en el congelador.
—Esto es… Yo… Gracias, teniente. Muchas gracias.
Oh, Dios mío, la mirada divertida no era porque temió que hubiera hecho el café con el agua
contaminada del hotel. Era porque pensaba que le estaba tirando los tejos, como si esto fuera una
especie de insinuación en el Starbucks: vamos, bebe mi café, machote, y házmelo más tarde.
Su respuesta fue llamarla por su rango, de retirarse de su aun frágil y recién formada amistad.
Dios, ¿era la idea de una relación con ella de verdad tan repulsiva?
—Está bueno ¿cierto? —logró decir tan alegre como pudo—. Los otros chicos, Mike y WildCard
en particular, les gustó mucho también. Traje, ya sabe, para todos. —Gracias a Dios que lo hizo. Teri
se puso de pie, sin querer ver su alivio—. Bueno, será mejor que lo deje volver…
—¿Ya terminó su turno?
Había pasado la mañana transportando SEAL y demás personal americano, al aeropuerto, al
aeródromo, al hotel. El viaje del hotel a este aeródromo tomaba unos quince minutos. Pero podía ir
del hotel al aeropuerto de Kazabek en tres minutos justos.
—No he terminado exactamente. Estoy en espera. Estoy aquí en caso de que usted o el teniente
Starrett necesiten un helicóptero sin demora.
—¿Sabe? Si no se sienta, voy a tener que ponerme de pie también —le dijo—. Es una de esas
cosas locas entre teniente y Suboficial Mayor. ¿Le importa? Quiero decir, ¿siempre y cuando no
esté apurada por irse…?
Teri se sentó, contenta y resentida como el diablo de que hubiera vuelto a hablar con ella como
si fueran amigos. A menos…
Tal vez estaba viendo a alguien. Tal vez tenía una novia en San Diego. Tal vez se sentía atraído
por Teri, pero era demasiado honesto y leal, demasiado honrado y decente incluso para pensar en
ser infiel.
—¿Quiere ayudar? —le preguntó—. Mientras no se la necesite para volar a ninguna parte,
necesitamos más terroristas para disparar.
Para… ¿Disparar?
Él sonrió ante la mirada que sabía tenía en su cara.
—Las balas no son reales. Utilizamos equipo de entrenamiento. Láseres controlados por
computadora. Tendrá un arma también. Es divertido, se mete en el modelo y espera que asaltemos
el avión, tratando de dispararnos antes de que lo hagamos nosotros.
—No soy muy buen tirador —admitió ella. Seguro, había tenido entrenamiento en armas, pero…
—Tendrá un arma de asalto. Apuntar y rociar. Le recordaré como usarla. Se acordará.
—Aun así, es injusto. ¿Yo contra un equipo de SEAL?
—No va a ser una lucha justa contra los tangos verdaderos —le dijo Stan—. Son principiantes,
mientras nosotros nos hemos estado entrenando para situaciones como esta por años. Vamos, en
este punto de verdad necesitamos cuerpos calientes.
—Vaya, cuando lo pone de esa manera, ¿Cómo podría decir que no?
—Estupendo —Él sonrió de nuevo.
Y ella se perdió.

Teri descargó su arma láser con cautela. Stan sabía que había tenido entrenamiento en armas
para ser piloto de helicóptero, pero no había duda de ello. Teri no tenía un don innato para manejar
armas.
Pero eso estaba bien. Para darle crédito, estaba preparada para el reto. Y él logró sobrevivir el
recordarle cómo sostener el arma. Tuvo que tocarla, acomodarle los brazos y las manos. Fue un
trabajo increíblemente difícil asegurarse de que su contacto fuera impersonal, formal. Pero lo hizo.
—¿Alguna otra pregunta?
—¿Cuándo murió su madre?
Él la quedó mirando.
—Cuando hablaba de ella dijo fue —agregó.
Stan cogió una de las armas de entrenamiento que el equipo usaría en los próximos minutos
para este ejercicio. Mientras lo revisaba, sintió más que vio, a Teri empezar a retirarse.
—Lo siento, no es asunto mío. Es solo que… tuve la sensación de que fueron especialmente
cercanos y… me disculpo por extralimitarme…
—Hace veintiún años —le dijo en voz baja—. Murió el verano después de graduarme de la
secundaria.
Él la miró, viéndola sacar cuentas. Sí, es correcto. Tenía solo treinta y nueve años. Demasiado
joven para ser la figura paterna que estaba buscando.
Y de eso se trataba todo esto, la cena de anoche, el café hoy. Todos los elementos de una buena
dosis de adoración al héroe habían caído perfectamente en su lugar.
Teri estaba buscando orientación y aprobación, pero también quería más. Quería más de él para
llenar los zapatos por tanto tiempo vacíos de su amigo Lenny, el exSEAL.
Era la cosa más estúpida. Stan le había dado a Muldoon, en todo su esplendor. El guapo boy
scout en toda su gloria. Y a ella le gustó el muchacho, él sabía que le había gustado. Stan los vio
juntos, la vio tomarle la mano al alférez. Hubo algo entre ellos, o al menos lo habría si ella permitía
que se desarrollara.
Pero había estado en la habitación de Stan anoche, asegurándose de que tuviera algo que
comer. Hoy le trajo café, y a pesar de que dijo algo sobre traer para todos, él sabía la verdad. Lo
trajo para él. Lo había protegido de ese sol maldito, por el amor de Dios.
Si eso no era adoración al héroe, no sabía que era.
Quizás él podría torcerlo a su favor, esta flagrante admiración que podía ver en sus ojos. Podría
tocarla de nuevo, dejar que sus manos se demoraran. Hacerle saber que sería bienvenida en su
habitación esta noche.
Y quizás iría a la cama con él debido a que su propio sentido de la normalidad era muy retorcido,
debido a que fue algún tipo de horrible victima cuando niña. Y él aun no sabía de qué. Dios, lo
estaba volviendo loco.
Sí, señor, podría tomar ventaja de su confianza, ¿y no estaría orgulloso de sí mismo entonces?
—Lo lamento —susurró Teri, como si él hubiera dicho solo veintiún semanas o incluso días en
vez de años desde que su madre murió. Como si la herida todavía estuviera abierta y doliera. Sus
ojos eran tan suaves que él pensó que podría quedar ciego si la miraba directamente, como mirar al
sol.
Se concentró en la siguiente arma, su peso frío en sus manos lo centraba. Esa también estaba en
perfecto orden. Cogió la siguiente.
—Fue cáncer de pulmón —dijo, más cómodo con los hechos—. Me hizo dejar de fumar.
—¿Usted fumaba?
—En la secundaria, sí. Le dije que he hecho algunas cosas estúpidas en mi vida. Pero mis dos
padres fumaban mientras yo era niño, así que… —se encogió de hombros—. Cuando se lo
diagnosticaron, en la cuarta etapa, no había mucha esperanza de que sobreviviera, nos hizo jurar a
mí y a Stan padre que lo dejaríamos. No fue una época divertida, vivir en nuestra casa, créalo,
nosotros con síndrome de abstinencia, y ella tan enferma. Pero lo logramos ¿sabe?
Por ella.
—¿De verdad piensa en su padre como Stan padre? —preguntó Teri—. Esta es la segunda vez
que lo llama así.
—¿Qué es esto? ¿El día de interrogar al Suboficial Mayor? —le respondió con una risa.
—Es solo que… usted sabe mucho de mí —dijo ella—. Y yo no sé casi nada de usted.
Él se volvió hacia ella. Tardó solo cinco armas, todas revisadas y listas para usarse, antes de
recobrar el suficiente equilibrio para mirarla a los ojos de nuevo. Mierda, estaba en problemas,
aquí.
—Crecí en Chicago. Ne enrolé en la Marina después de la secundaria. —Después de la larga
enfermedad de su madre no hubo suficiente dinero para mandarlos a él y a su hermana a la
universidad, así que Stan consiguió su educación a través de la Marina—. Se suponía que iba a ser
temporal, pero me metí al programa de BUD/S7, la formación de SEAL, ya sabe. Y se convirtió en mi
vida. Es lo que hago. Es lo que soy. Lo que ve es lo que obtiene. No hay mucho misterio aquí,
teniente.
—Salvo por las cuatro sobrinas y restaurar el bungalow y las antigüedades…
—Si sabe todo eso, sabe más de lo que la mayoría de la gente sabe sobre mí —señaló. La miró
ceñudo, pero ella no retrocedió. Ni un poco. Increíble. Y pensar que ella había decidido ahora
comenzar finalmente a mostrar carácter.
—¿Su padre nunca se volvió a casar? —preguntó ella.
—No.
—¿Qué va a hacer cuando se retire?
Oh, Cristo.
—¡No lo sé! Dormir hasta tarde por las mañanas durante unos cinco años. Cielos, Teri…
—Hola, Mayor, somos dos más de sus terroristas. ¿Nos puede preparar? —Alyssa Locke y su
compañero del FBI se acercaron, salvando el culo de Stan antes de hacer algo estúpido como
contarle a Teri su idea de amueblar su casa con antigüedades que restauraría y venderla.
O su idea igual de estúpida de vender la casa a algún amante de bungalows que la quisiera sin el
trabajo de restauración. Con el dinero de la venta, compraría un velero y viviría como Jimmy Buffet
por un año o dos, flotando por el Caribe, en armonía con el océano. Luego encontraría otro
bungalow que necesitara reparaciones, conseguiría una hipoteca, y empezaría todo de nuevo.
Arreglarlo y venderlo. Navegar por un tiempo. Una y otra vez.
Podría vivir por todo el país, porque la reactivación de las artes y oficios se había extendido
como la mala hierba en California con el cambio de siglo. Podía encontrar un bungalow
prácticamente en cualquier ciudad, en cualquier estado y devolverle su sencillo encanto original.
Podía pasar algún tiempo en Chicago, cerca de su hermana y sus rubias sobrinas, el tiempo
suficiente para finalmente aprender a distinguirlas las unas de las otras.
Por supuesto, estarían en la secundaria antes de que estuviera listo para retirarse.
Pero no tuvo que decir nada de eso, gracias, Dios y Alyssa Locke.
Locke y su compañero no necesitaban más que señalarles la dirección correcta, pero Stan se
quedó con ellos, muerto de miedo por la siguiente pregunta de Teri, aterrorizado de dar vuelta este
juego hacia ella y comenzar a hacerle preguntas demasiado íntimas que se moría de ganas, y temía,
por saber las respuestas.

7
BUD/S (Basic Underwater Demolition/SEAL) Training. Es un curso de formación SEAL de 6 meses (dentro del cual
incluye la famosa Semana del infierno).
Cuando era niña ¿alguien en quien confiaba, su padre o un maestro o alguien en una posición de
autoridad, se había aprovechado de la adoración que vieron en esos grandes ojos marrones?
¿Qué sucedió para que aun tenga tanto miedo?
Stan cerró los ojos, recordando la expresión de su rostro mientras le entregaba el café.
Acéptame. Aliéntame.
Él había visto esa expresión antes, generalmente en las caras de los jóvenes reclutas que estaban
empezando a descubrirse como candidatos SEAL en el programa de formación BUD/S. Hombres a
quienes les habían dicho demasiadas veces que nunca llegarían a nada. Que habían sido casi
convencidos de que eso era cierto.
Casi. Aunque todavía quedaba una chispa. La chispa que los impulsaba a entrar en el BUD/S a
pesar de que todo el mundo les decía que serían los primeros en tirar la toalla. Una chispa de vida.
Una chispa de esperanza.
Quiérame sin condiciones, para que pueda comenzar a aprender a quererme a mí mismo,
Suboficial Mayor.
Espere solo lo mejor de mí, y yo se lo daré, Suboficial Mayor.
Insúlteme cuando falle y lo merezca porque eso es una prueba más de que le importo, Suboficial
Mayor.
Sea mi héroe, Suboficial Mayor, y nunca me defraude.
En el pasado, a veces había sido una carga, su papel de héroe infalible, el todopoderoso
Suboficial Mayor, pero nunca fue tan pesado como lo era en este momento.
Porque vio algo más en los ojos de Teri, algo diferente, algo que nunca había visto en todos los
jóvenes rostros esperanzados que llegaron antes.
Béseme, Suboficial Mayor.

Entonces, Stan ¿estás saliendo con alguien en San Diego?


Teri de maldijo en silencio por no ser lo suficientemente rápida, por dejar escapar el momento
sin preguntarle al Suboficial Mayor la pregunta que realmente quería que le contestara.
Aunque sin duda, esa lo habría alertado sobre sus sentimientos ¿cierto?
Dios, era tan cobarde. Se sentía en verdad aliviada de no haber logrado preguntárselo.
Teri sonrió automáticamente mientras Stan la presentaba a los dos agentes del FBI y a los dos
hombres SAS quienes harían con ella de terroristas mientras los SEAL ejecutaban el simulacro.
Y luego se fue, dejándola sosteniendo el arma aparatosa, deseando ser lo bastante valiente para
esperar a Stan en su habitación de nuevo esta noche.
Desnuda y tendida en su cama.
Sí, como si tuviera las agallas para hacer eso en un millón de años.
Lo imaginaba cubriéndola gentilmente con una manta, recogiendo su ropa, y llevándola al baño
para que se vistiera en privado.
Y ese sería el resultado más probable de esa escena. Stan haría todo lo posible para asegurarse
de que no estuviera muy avergonzada mientras la echaba de su habitación. Y la echaría en lugar de
sacarse la ropa mientras se apresuraba a meterse en la cama con ella. En vez de besarle la boca, el
cuello, los pechos, con su boca caliente y húmeda e increíblemente dulce, el peso de su cuerpo
presionando contra ella mientras se empujaba entre sus muslos, mientras le levantaba las caderas
para encontrarlo y…
¡Bum!
Teri fue arrojada de culo contra el piso de madera del modelo, más por la sorpresa que por la
fuerza de la explosión. Se dio un tortazo en la cabeza en la pared que le sacudió los sesos.
Stan le dijo que habría algo llamado una explosión de flash cuando entraran, pero no tenía idea
que sería tan fuerte, que el repentino destello de luz haría casi imposible ver cuando los SEAL
irrumpieran en el modelo del avión.
Apuntar y rociar, le dijo, pero se le soltó el arma de asalto cuando ella cayó. Le tomó varios
segundos encontrar tanto el arma como el gatillo con su visión afectada por el brillo similar a la
superficie del sol.
Y entonces alguien estaba junto a ella, apareciendo en su visión periférica. No vio más que la
forma vaga de un hombre y un arma, y ella se giró cuando encontró el gatillo. Apuntar y rociar.
Vio a través de los puntos de luz todavía flotando en su línea de visión que era Mike Muldoon, y
parecía sorprendido. No, parecía de plano conmocionado.
Lo había matado.
Bueno, lo mató de mentira.
Pero entonces su arma dejó de funcionar, y el teniente Starrett se acercó a ellos, y así como así,
no pudo haber durado más de treinta segundos, todo terminó.
—¿Qué mierda estabas esperando? —Starrett increpó a Muldoon.
—Teri se cayó, teniente. Pensé que estaba herida —Muldoon sacudió la cabeza.
—Ella no es Teri, es un terrorista. Vacilas y eres al que sacamos en una bolsa para cadáveres.
¡Ella te mató, joder!
—Lo siento, señor…
—¿Está bien? —era la voz de Stan.
Teri se volvió para verlo agachándose por el otro lado, el sudor le goteaba por la cara, viéndose
sexy como el diablo. La tocó con cuidado mientras exploraba la parte de atrás de su cabeza, donde
había conectado con la pared.
—Estoy bien —Lo que estaba haciendo se sentía muy bien, pero no era necesario. No se había
herido. No más que un golpe, de todos modos.
—La vi caer —La revisó de nuevo, más despacio esta vez—. Se azotó la cabeza bastante fuerte.
—Tengo la cabeza dura —su voz se oía sin aliento y extraña. Fue todo lo que pudo hacer para no
cerrar los ojos, apoyarse en sus manos y pretender que la estaba tocando de esa manera,
sosteniendo su cabeza porque estaba a punto de besarla.
Stan apartó sus manos, matando la fantasía. Se puso de pie, ayudándola a pararse.
—¡López! —gritó.
—No me importa si uno de los terroristas se parece a Frank, tu tío favorito —Starrett continuaba
con su perorata. Todavía estaba en la cara de Muldoon—. No me importa si uno de ellos es una
anciana canosa de setenta años. Disparos a la cabeza, Muldoon. Doble tiro. Sin vacilación.
El paramédico del Equipo Dieciséis de los SEAL, Jay López, ya estaba allí, junto al Suboficial
Mayor. Tenía una linterna que utilizó para revisar los ojos de Teri, y luego fue su turno para tocarle
la cabeza, buscando un corte o un chichón.
—¿Ella está bien, Mayor? —Starrett le preguntó a Stan.
—Estoy bien —dijo Teri de nuevo—. En serio.
—Se ve bien, teniente —anunció López.
Stan se inclinó más cerca de Starrett.
La próxima ronda, haga que Muldoon se encargue de Howe de nuevo, o de Locke. Necesita
practicar la eliminación de blancos femeninos. Aprovechemos que tenemos a Howe y a Locke por
aquí.
—Buena idea, Mayor —Starrett alzó la voz—. ¿Quién tiene los detalles de las bajas?
Stan miró a Teri, y se inclinó para hablarle directo al oído.
—No le importa ¿cierto?
—¿Dejar que su equipo practique matando mujeres? —murmuró de vuelta—. ¿Por qué me
importaría?
—Lo que hacemos no es bonito —dijo Stan, hablando en voz baja solo para que ella pudiera
oírlo—. Pero a nadie le sirve pensar en los terroristas más que el objetivo que hay que eliminar.
Algunos de los hombres tienen problema con los blancos femeninos. Mi infierno personal es
cuando hay niños involucrados. Niños de doce años con Uzis. Bebés utilizados como escudos
humanos. Pero si uno vacila, está muerto, O peor, mueren los compañeros de equipo.
Bebés. Teri lo miró, pero él ya se había retirado y no la miró a los ojos.
—Se estima que diecisiete pasajeros fueron asesinados o heridos —WildCard Karmody tenía
acceso a algún tipo de tableta—. Un SEAL muerto, Muldoon, cortesía de la cruel terrorista Teri
Howe. El Suboficial Mayor eliminó a Taggett con un doble tiro, O’Leary recibió de Ian a modo de
francotirador, justo entre los ojos, y Starrett bajó a Howe. ¡Hey! Aquí hay algo divertido. El arma de
Howe fue descargada el mayor número de veces. Felicitaciones, Teri. De hecho eliminaste dos
tangos, Locke y Cassidy, a dos segundos de la explosión. También eres la responsable de la mayoría
de los civiles muertos. Hurra, chica.
—Anotaste para ambas partes —el teniente Starrett le dijo con una sonrisa torcida—. ¡Bravo!
—Lo siento —dijo ella, sintiendo calor en la mejillas. Dios, ella no pidió hacer esto—. Pensé que
había dejado caer el arma. Ni siquiera me di cuenta de que estaba apretando el gatillo…
Stan estaba de vuelta, parado a su lado de nuevo. La tocó, un breve apretón en el brazo.
—Hey, lo hizo bien. Su reacción fue mucho más realista que la de cualquiera. La mayoría de los
tangos no tienen experiencia es esta clase de cosas, lo más probable es que dejen caer su arma
también. Lo que tenemos que hacer es irrumpir más rápido para que nadie tenga tiempo de rociar
la cabina con balas. —Recorrió al equipo con la mirada, aterrizando en Muldoon—. ¿Correcto?
—¿Vas a vacilar de nuevo? —Starrett preguntó a Muldoon.
El alférez se vio decidido, con un músculo saltando en su mandíbula.
—No, señor. No lo haré.
—Bien, vamos a hacer esto por lo menos tres veces más antes de almorzar.
Stan se quedó mientras los otros SEAL salían.
—Ahora ya sabe cómo suena la explosión de flash…
—Me quedaré de pie la próxima vez —Teri le aseguró.
—No, quiero que haga exactamente lo mismo.
¡Crack!
El ruido vino de afuera, de la banda de babor del avión, y Stan fue a una de las ventanas a mirar
hacia afuera.
—Ah ¡Cristo!
Teri miró también. El ala de babor se había desprendido completamente. Pudo ver al teniente
Starrett abajo, con el rostro sombrío mientras inspeccionaba los daños.
Miró hacia arriba, directo a Stan.
—¿Podría hacerme el puto favor de ir y traerme un puto avión 747 de la puta World Airlines,
Suboficial Mayor? ¿En este puto instante?
Stan miró a Teri.
—Parece que voy a necesitar un viaje al aeropuerto.
—¿No querrá decir al puto aeropuerto? —preguntó ella, mordiéndose el interior de la mejilla
para no sonreír.
Dios, le encantaba hacer reír a Stan.
11.
La bonita piloto, la teniente de pelo y ojos oscuros, dijo algo que hizo a Stanley reír. Y ahí
estaba de nuevo. La sonrisa de Marte.
Helga estaba sentada a la sombra de la tienda de los observadores y vio a la pareja dirigirse al
helicóptero que esperaba.
Stanley era un caballero. Sin lugar a dudas, Marte había educado bien a su hijo. Esta hermosa
joven se sentía atraída por él. Era evidente por la forma en que le hablaba, en que se paraba, en la
forma en que lo miraba.
Lo adoraba.
Y sin embargo él la trataba con total respeto.
La mayoría de los hombres se pavonearía con una mujer así caminando a su lado. La mayoría de
los hombres querría asegurarse de que todos los hombres alrededor supieran que una mujer como
ella lo deseaba. La mayoría de los hombres anunciaría el hecho alto y claro.
Sin embargo no había nada remotamente posesivo o arrogante en el lenguaje corporal de Stan
Wolchonok.
Claro, podría deberse al hecho de que ella era un oficial y él un alistado. Tenía que tratarla con
respeto y mantener las distancias. Fraternizar todavía era mal visto en las Fuerzas Armadas de los
EE.UU, un retorno a la armada británica, cuando los oficiales eran pares del reino o alguna tontería
de ese tipo.
Helga habría pensado que los americanos, esos atrevidos, ruidosos, escandalosos americanos,
habían dejado a un lado hace años tal homenaje arcaico al sistema de clases de amos y sirvientes.
Por supuesto, era muy probable que Stanley, a diferencia de la salvaje Marte, simplemente
tuviera el autocontrol de ser discreto. Era posible que en cuanto encontrara un sitio privado,
tomara a la bonita piloto entre sus brazos y la besara, por fin capaz de expresar todo lo que
trabajara tan duro por ocultar del resto del mundo.
De la forma que Helga vio a Hershel besar a Annebet, en las sombras del jardín de su madre. La
noche de la cena para celebrar el cumpleaños de su madre.
Era verano, los días largos y cálidos, con la luz de la tarde que seguía y seguía eterna.
Fru Gunvald estaba cocinando en la cocina. Marte vino a ayudarla, y Annebet era una de las tres
chicas contratadas para servir la comida a los invitados.
A pesar de que Hershel estaba sentado al lado de la muy pechugona Ebba Gersfelt, pasó toda la
cena distraído e inquieto, observando la puerta de la cocina por alguna señal de Annebet.
Cuando ella estaba en el comedor sirviendo la sopa o retirando los platos, Hershel respiraba
diferente. A Helga le parecía notable que nadie, ni siquiera Annebet, se diera cuenta.
Nadie, excepto Ebba Gersfelt, claro.
Helga observó a Hershel mirar a Annebet, quien mantuvo los ojos cuidadosamente bajos
mientras colocaba más de los panecillos recién horneados de Fru Gunvald sobre la mesa.
Helga vio todo a través de las puertas francesas abiertas al comedor, desde su posición en la
escalera. Era demasiado joven para asistir a la fiesta de los adultos pero lo suficientemente mayor
como para escapar de los confines de la guardería para mirar todo el brillo de abajo.
Con el pelo metido dentro de la gorra y sus ojos bien bajos, era difícil diferenciar a Annebet de
las otras dos chicas que servían. A menos que Helga viera a Hershel.
O a Ebba, que o bien echaba humo o se acercaba a Hershel para susurrarle al oído siempre que
Annebet entraba al comedor.
Una vez se inclinó tanto que sus enormes bazumbas, como las llamaba Marte, se presionaron
contra el brazo de Hershel.
Solo entonces Annebet levantó la vista, con un destello del habitual fuego en sus ojos. Pero fue
dirigido a Hershel, no a Ebba.
Y quince minutos más tarde, cuando la fiesta se trasladó a la otra sala, y Helga se estaba
cambiando a una mejor posición en el árbol justo afuera de la ventana abierta del salón, Hershel la
cogió de la parte de atrás de su vestido.
—Ratita, tienes que ayudarme. —Estaba pálido y su boca era tan sombría como nunca la había
visto—. Necesito que entregues un mensaje. Es de suma importancia ¿entiendes?
Helga asintió, su sangre se convirtió en hielo en sus venas. Aunque su hermano nunca lo dijo, ella
sabía que era parte de la resistencia danesa. ¿Colgarían los nazis a una niña de diez años por
entregar un mensaje? Por supuesto que sí. Eran nazis.
Aun así, cuadró los hombros, obligándose a pensar como Marte. Eso era solo si era atrapada. No
la atraparían.
Hershel rápidamente dobló en cuatro un pedazo de papel y luego en otros cuatro.
No. A Marte no la atraparían. Helga sin duda podría tropezar y caerse y…
—Dale esto a Annebet en la cocina —le ordenó Hershel—. Solo a Annebet, ni a Fru Gunvald ni a
nadie más. ¿Entiendes?
La cocina. La misión peligrosa y que desafiaba a la muerte era ir a la cocina con una nota para
Annebet.
El alivio la mareó y la dejó torpe, se atrapó un pie en el umbral de la puerta de la cocina y se
tropezó. Aterrizó con fuerza sobre el suelo de madera, golpeándose las rodillas y las manos, y hasta
la barbilla. La nota voló de su mano y se deslizó por el suelo, al lado del fregadero.
Marte la ayudó a levantarse.
—No es de extrañar que tus padres no te dejen ir a sus fiestas elegantes, buey estúpido. Yo
puedo ir a todas las fiestas de mis padres, ya sabes.
Helga lo sabía. Marte le había contado eso muchas veces. Las fiestas de los Gunvald eran
reuniones informales ruidosas y amistosas, con risas, música y baile, que se prolongaban hasta altas
horas de la madrugada.
Las palabras insultantes de Marte dolieron más que las rodillas magulladas de Helga, pero
Annebet le había explicado en el pasado que su hermana a veces decía cosas hirientes porque le
daba vergüenza trabajar como sirvienta en la casa de su mejor amiga. Marte tenía envidia de la
fortuna de los Rosen.
Y había pasado tiempo desde que los Gunvald habían podido darse el lujo de hacer una fiesta.
Marte llevó a Helga al fregadero para echar agua fría en sus manos raspadas.
—Te rasgaste el vestido —le informó a Helga, no sin cierta satisfacción.
Era cierto. Su madre la mandaría a su habitación para arreglarlo. Y aunque Helga era buena
leyendo y escribiendo y en las matemáticas, cuando se trataba de aguja e hilo, era un desastre.
—Te ayudaré a arreglarlo —dijo Marte—. Nunca lo sabrá.
—Te ayudaré a lavar los platos esta noche —Helga le prometió a su amiga. Por supuesto, le
habría ayudado de todos modos. Marte tenía la habilidad de hacer todo divertido. Incluso lavar los
platos.
—¿Qué es esto? —preguntó Marte, agachándose para recoger la nota doblada.
Oh, no.
—Es para Annebet —Helga se lo agarró.
Marte se lo arrebató de nuevo, fuera de su alcance.
—¿De Hershel? —preguntó, el deleite bailando es sus ojos, lo último de sus celos se evaporó al
instante.
—¡Marte, dámelo!
—Annebet está levantando la mesa. ¡Rápido, a la despensa! ¡Es nuestra gran oportunidad de
averiguar si están enamorados!
Helga la siguió.
—Marte. ¡No!
Pero Marte ya había desdoblado la nota de Hershel.
—¿Cómo vamos a saber cómo ayudarlos si no leemos esto, ¡Oh!
Helga no pudo evitarlo.
—¿Qué dice?
—Encuéntrame en el jardín junto a las rosas en diez minutos —leyó Marte. Su cara
resplandecía—. ¡Lo sabía! Una cita de amantes. —Volvió a doblar el papel—. Rápido, llévaselo a
Annebet. Dile… dile que Hershel temblaba cuando te lo dio, solo para asegurarnos que ella irá. Leí
algunos de los libros que le gustan, y los amantes siempre tiemblan por una u otra cosa. Después,
encuéntrame en el jardín.
—¿Por qué? —preguntó Helga, temiendo la respuesta.
Marte no respondió. Solo empujó a Helga hacia la puerta.
—¿Por qué… —dijo Helga, cinco minutos después, en el jardín, detrás de los espesos rosales—,
estamos aquí? No quiero espiarlos de nuevo. No es correcto.
—No estamos aquí para espiar —le informó Marte—. Estamos aquí para asegurarnos de que
nadie intente espiarlos. ¿Qué dijo Annebet?
—Nada. —Se había alejado para leer la nota de Hershel. Había fruncido un poco el ceño—. Me
dio las gracias.
—¿Qué le dijiste?
—Que Hershel me pidió que se lo diera. Que era importante —informó Helga. Marte asintió—.
Importante es bueno. No tan bueno cómo temblando, pero… ¡Shh! Alguien viene.
Era Hershel. Su cara estaba en sombras en el crepúsculo, pero definitivamente era el hermano
de Helga. Se paseó por un momento, luego se sentó en el banco de mármol frente a las rosas y
encendió un cigarrillo.
El aire de la noche era tibio y tranquilo, y el olor del tabaco pronto se mezcló con el dulce aroma
de las rosas. Aun así, no era desagradable sentarse allí con la noche cerrándose. El zumbido de los
insectos lo hacía parecer como si estuvieran en la jungla en lugar del jardín de la familia de Helga,
no lejos de la calle del pueblo.
—¿Me mandó llamar, Herr Rosen?
Hershel se puso de pie. No había escuchado a Annebet acercarse tampoco.
—¿Necesitaba algo señor? —dijo de nuevo, con la misma voz impersonal, sin mostrar emoción.
Él alargó la mano.
—Annebet.
Ella dio un paso atrás, sus movimientos bruscos, y Helga sabía que, como Hershel, Annebet podía
ocultar bien su enojo pero no para siempre.
—Esos servicios no están incluidos esta noche, señor. Pero tal vez a Herr Rosen le gustaría otra
copa de vino para acompañar su repugnante hábito de fumar.
Hershel tiró el cigarrillo y lo aplastó con el zapato.
—Anna, lo siento mucho —le dijo—. Te lo juro. No fue idea mía. Mi madre dispuso que
acompañara a Ebba, yo ni siquiera lo supe hasta esta noche. ¿No crees que por lo menos te habría
advertido si lo hubiera sabido?
—¿Sabes lo mal que me sentí al verte ahí sentado con ella? —la voz de Annebet tembló.
Annebet quien era descendiente de los vikingos, que no le temía ni siquiera a la Gestapo.
—Lo siento.
—Ella te daría todo lo que quieres. No sé por qué me envías notas cuando es evidente que
podrías tenerla con solo…
—Ebba Gersfelt no puede darme lo que quiero —la interrumpió Hershel, con su voz tranquila
pero absoluta—. Porque lo único que quiero eres tú.
Annebet se volvió y lo miró. Helga nunca olvidaría la expresión de su hermoso rostro, la forma
en que sus ojos estaban iluminados con lágrimas sin derramar, la forma en que suspiró su nombre.
Ambos se movieron al mismo tiempo. Uno hacia el otro. Rápido. Y luego Annebet estaba en los
brazos de Hershel, y él la estaba besando. No de la manera que Poppi besaba a mamá. Oh, no.
Hershel besó a Annebet como los hombres besaban a las mujeres en esas maravillosas películas de
Hollywood, con sus cuerpos tan cerca cómo era posible, con las manos y los brazos tirando al otro
incluso más cerca, con sus bocas abiertas.
Marte le había contado sobre besos y bocas y lenguas, y Helga no le había creído mucho. Hasta
ahora.
Annebet le había hablado a Marte todo sobre los hombres, y Marte le contó a Helga. Acerca de
que siempre querían besar a las mujeres, y cómo una mujer tenía que decidir a cuál de los hombres
quería besar. Solo besas al hombre del que podrías enamorarte, le había dicho Annebet, y solo
haces el amor con quien sabes que amas, la persona con quien sabes que podrías felizmente pasar
el resto de tu vida.
Los ojos de Marte estaban muy abiertos mientras observaba a su hermana y al hermano de
Helga besarse por lo que pareció una eternidad. Por una vez, no tuvo nada que decir. Estaban
atrapadas detrás de las rosas hasta que Hershel y Annebet dejaran de besarse. Pero era obvio para
Helga que simplemente no iban a parar nunca.
Pero entonces, Annebet se retiró. Su gorra se había caído y su vestido estaba torcido. Estaba
respirando como si acabara de correr desde Copenhague, como si estuviera a punto de llorar.
—¡Esto no va a funcionar!
Hershel respiraba con dificultad también.
—¿Por qué no?
Annebet se rio con incredulidad.
—¡Mírame!
—Lo hago —le dijo él—. Eres tan hermosa que no puedo dejar de mirarte.
—Este vestido es feo —dijo ella—. Es un vestido de sirvienta. Comparado con el vestido de
Ebba…
—No hay comparación. ¿De verdad crees que me importa lo que llevas puesto?
—Pienso que a tus padres les importa —le respondió—. Y sí, creo que te importará. Tal vez no
de inmediato. Pero para la vida que quieres llevar, necesitas alguien como Ebba a tu lado, no una
sirvienta que te avergonzará…
—Cuando te miro —dijo Hershel en voz baja pero llena de emoción—, veo a la futura jefe de
cirugía de la Clínica Infantil de Copenhague. Estaría orgulloso de estar a tu lado con lo que sea que
eligieras ponerte.
—Y sin embargo no me invitaste a la fiesta esta noche —dijo Annebet.
—La lista de invitados fue de mi madre.
Ella se limitó a mirarlo.
Hershel se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—Debería haberte invitado —admitió—. No pensé… me equivoqué. Perdóname. Todo esto es
nuevo para mí. Estoy destinado a cometer algunos errores en el camino.
—¿En el camino a dónde, Hershel? —preguntó Annebet, todavía en esa vos tranquila—. ¿A
dónde vamos con esto?
—¡Hershel! —la voz de Ebba bajó flotando desde el patio—. ¿Estás aquí?
Annebet se dio la vuelta y se alejó. Hacia la parte de atrás del jardín. Hacia la puerta que daba a
la calle.
Hershel la siguió.
¿Adónde vas?
Marte corrió hacia ellos, tirando a Helga consigo. Las dos trataron de no gritar cuando las
espinas les atraparon los brazos y las piernas.
—A casa —dijo Annebet. Alzó la voz ligeramente—. Marte dile a mamá que lo siento, pero que
me fui a casa temprano.
—Mierda de cerdo —dijo Marte—. Sabe que estamos aquí.
—Te llevaré a casa —dijo Hershel, siguiéndola por la puerta y a la calle de adoquines.
—Por favor no lo hagas.
—Anna…
Ella apartó su brazo de él y elevó la voz.
—Déjame sola.
—América, Anna —le gritó Hershel—. Ahí es donde podríamos ir con esto.
Ella dejó de correr. Se dio la vuelta despacio.
Marte y Helga no se molestaron en esconderse. Colgaban de la cerca, pendientes de cada
palabra.
—Esto es mejor que la radio —susurró Marte.
—Ahora sé que estás loco —Annebet le dijo a Hershel. Pero había algo en sus ojos. Algo
brillante, algo así como una esperanza.
—Lo estoy —dijo él—. Locamente enamorado de ti. Cásate conmigo.
Helga miró a Marte. ¡Victoria! ¡Iban a ser hermanas! Pero duró poco.
La luz en los ojos de Annebet desapareció.
—No —dijo—. No puedo.
—Una sabia respuesta, Fraulein.
Oh, ¡merde! Era Wilhelm Gruber, el soldado alemán. Había estado en las sombras cruzando la
calle, sentado en el muro de piedra que rodeaba la casa de los Fraenkel y fumando un cigarrillo.
Helga podía oler el humo ahora que se puso de pie y caminó hacia ellos.
Su voz era firme.
—En la Patria, al casarte con un judío te arriesgas a ser cubierto de alquitrán y plumas. Como
mínimo te afeitarían la cabeza.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —Annebet se horrorizó. Gruber iba de uniforme, con su arma al
hombro.
—Escuché que estabas trabajando esta noche. Y ya que es un barrio peligroso, vine a
asegurarme de que llegues a casa a salvo.
¿Un barrio peligroso? Un barrio judío, quería decir.
Annebet se había parado delante de Hershel, con la vista en el arma de Gruber. El alemán estaba
furioso, sus celos brillaban en sus ojos y prácticamente empañaban sus gafas. Helga nunca lo había
visto tan enfadado antes.
—Desde luego, una cabeza afeitada no es nada comparado con las sanciones que recibiría un
judío por profanar a una muchacha aria tan hermosa en Alemania. —Su labio se curvó al mirar a
Hershel—. Te cortaríamos las pelotas, judío, y te colgaríamos del cuello en un poste de luz en el
centro de la ciudad, así todo el mundo vería como te pudres.
—¿Y tú estás orgulloso de ser alemán? —Annebet escupió en el suelo, apenas fallando las botas
de Gruber—. ¡Cerdo!
Hershel la arrastró hacia la puerta, empujándola al jardín.
—Vuelve adentro —le ordenó—. Marte y Helga, ustedes también. Ahora.
Los pies de Helga eran de plomo mientras Marte súbitamente se giró y corrió hacia la casa. No
podía seguir a su amiga. No podía moverse. Seguía imaginando a Hershel, balanceándose del poste
de luz, con los pájaros dando vueltas…
—No iré a ninguna parte si ti —Annebet sostenía con fuerza el brazo de Hershel.
—¿De verdad crees que ella se iría a América contigo? —se burló Gruber, con sus manos en su
arma, amenazando sus vidas. Estaría en problemas por dispararles, Dinamarca no toleraba que los
soldados alemanes mataran civiles en la calle, pero eso no les importaría mucho a Annebet, Hershel
y Helga. En un abrir y cerrar de ojos, estarían muertos.
—No pasará mucho tiempo antes de que la invadamos y se convierta en los Estados Unidos de
Alemania.
—Esta no es la manera de ganar su afecto —dijo Hershel con calma—. Con tanta violencia y
amenazas…
—¡Herr Gruber! —Marte regresó corriendo de la casa. Traía un plato con una enorme rebanada
de pastel de chocolate, manteniéndolo en su sitio con sus pulgares—. Le guardé un pedazo de
pastel. Se lo iba a dar mañana, pero ya que está aquí…
—¡Marte! Te dije que…
Hershel la miró y ella cerró la boca.
—Herr Gruber siempre comparte su chocolate conmigo —dijo Marte con voz temblorosa—.
Pensé que era justo traerle algo para variar.
Marte y Gruber eran una especie de amigos. Amigos a través del amor mutuo por el chocolate,
combinado con la profunda admiración de Gruber por su bella hermana.
Su amistad no tenía nada que ver con la política o los terribles prejuicios o con el hecho de que
eran enemigos, invasor y conquistado. Era más sencillo que eso. Él había sido amable con ella, y ella
era amable con él en retorno.
Sus manos temblaban mientras sostenía el plato.
—Eso no fue muy agradable, lo que dijo de Hershel —Marte le dijo al soldado alemán en tono de
reproche—. Él es amigo mío.
Gruber miró el pastel, miró los ojos verde azulados de Marte, su vestido desgastado que le
quedaba pequeño, y retrocedió, bajando su arma, gracias a Dios.
—Te lo agradezco, pero… vas a tener que comerlo por mí —dijo él—. Se me fue el apetito.
Y con eso se dio la vuelta y se alejó. Echó a correr antes de que alcanzara la casa Jakobson y
rápidamente desapareció en las sombras del crepúsculo.
Annebet tomó un aliento tembloroso.
—Dios mío. Es un monstruo.
Hershel la miró.
—Está enamorado de ti. —Se rio, pero no había humor en sus ojos—. Somos más parecidos, él y
yo, de lo que creo que él querría admitir.

—¿Qué piensas tú? —Max Bhagat dejó de pasearse para girar y mirar de frente al teniente
Tom Paoletti.
Mientras Stan observaba, el teniente SEAL cruzó la mirada con el negociador del FBI.
—Creo que tienes que tener cuidado.
—Así que estás de acuerdo con Helga Shuler. Crees que me estoy involucrando
emocionalmente.
Paoletti rio suavemente.
—Max, te conozco. Siempre terminas involucrado emocionalmente. Pero cuando llega el
momento de desconectarte, no sé cómo, pero lo haces.
—¿Y usted, Suboficial Mayor? —Bhagat lo había visto allí de pie, junto a la puerta abierta de la
salita de conferencias cerca de la oficina de negociadores, listo para llamar antes de entrar—. ¿Cree
que es malo involucrarse emocionalmente?
¿Con una piloto de helicóptero diez años menor? Definitivamente.
—¿Con los tangos con los que está negociando? —Stan entró en la sala—. Absolutamente,
considerando que van estar muertos en unos cuantos días.
—No estoy negociando directamente con los terroristas esta vez —le dijo Bhagat—. Estoy
hablando con ellos a través de esa chica americana que está a bordo. Gina Vitagliano. Es una
estudiante de la SUNY, de veintiún años, percusionista, toca la batería en la banda de jazz de la
universidad. Los secuestradores creen que es Karen, la hija del senador Crawford. Creo que
tendríamos un avión lleno de pasajeros muertos ahora mismo si ella no hubiera dado un paso
adelante cuando lo hizo. Es brillante, valiente y… Seré el primero en admitir que estoy
impresionado por su tenacidad. Si la admiración y el respeto cuentan como apego emocional,
entonces de acuerdo, bien. Definitivamente estoy involucrado emocionalmente.
—La señora Shuler tomó el turno de la mañana en la radio y habló con esta chica —Paoletti le
dijo a Stan—. Max no salió de la sala en todo ese tiempo y ella se atrevió a preguntarse en voz alta
si tal vez estaba un poco involucrado emocionalmente.
—¿Va a ser capaz de hacer su trabajo, señor, si los tangos empiezan a golpearla con la frecuencia
de radio abierta? —Stan preguntó a Max Bhagat—. Una vez que MacInnough y su equipo logren
colocar y hacer funcionar los micrófonos y cámaras de video, podremos oír y ver todo lo que ellos
dicen y hacen.
¿Sería él capaz de hacer su trabajo si Teri estuviera de pronto en peligro? Por favor, Dios, no
permitas que lo averigüe del modo difícil…
Bhagat no lo dudó.
—Sí.
—¿Va a ir a buscar a esta chica después de que asaltemos el avión y tomar ventaja del hecho de
que ha sido su línea de vida en esta dura prueba?
La chica probablemente ya estaba medio enamorada de Bhagat. Stan lo había visto suceder
antes en rescate y negociación de rehenes.
Era muy parecido a la adoración al héroe.
—Diablos, no. ¿Qué clase de basura piensa que soy?
De la clase humana. La clase que podía caer en la tentación si no trabajaba activamente para
sacar la tentación de la escena.
Stan hizo una nota mental de hablar con Muldoon. Presionarlo para que invitara a Teri cenar con
él de nuevo esta noche. Para sacar la tentación de la escena de Stan.
—Es la clase de basura que no ha enviado un World Airlines 747 para que mi equipo practique —
Stan dijo a Bhagat, cambiando hábilmente el tema a la razón de su visita.
—Está en camino, Mayor —dijo el teniente Paoletti—. Está programado para aterrizar en el
aeródromo en menos de noventa minutos. Ya lo notifiqué a Sam Starrett, le dije que llevara al
equipo de regreso al hotel para el almuerzo y un descanso. Esta tarde simularán en la cosa real.
Gracias Dios y Tom Paoletti.
Una mujer pelirroja apareció en la puerta abierta.
—Disculpa, Max, Gina está en la radio.
Bhagat salió volando de la sala.
—Karen —dijo, y su voz resonó en el pasillo—. Tenemos que llamarla Karen todo el tiempo. De
ninguna manera vamos a arruinar esto por equivocarnos y llamarla Gina mientras los tangos están
escuchando.
—¿Has dormido? —Tom Paoletti preguntó mientras salían más despacio al pasillo.
Stan solo se rio. Sueña.
—¿Necesitas un aventón al hotel?
—Hola Karen —Bhagat estaba en la radio, su voz llegaba al pasillo—. Soy yo, Max. Cambio.
—Sí, creo que sí —dijo Tom—. Voy a tomar una siesta corta, luego le echaré un vistazo al 747
antes de que el equipo vuelva.
—Max, he estado hablando con Bob y Al aquí. —La voz de la chica era ronca y joven y rebosante
de una corriente subterránea de intensidad. Stan se encontró deteniéndose para escuchar—.
Accedieron a bajar del avión a Gerhund y Ray y a una chica llamada Casey. Gerhund y Ray tienen
heridas en la cabeza. Ray tiene problemas respiratorios. Casey es diabética y ha entrado en shock
de insulina. Los tres van a necesitar asistencia médica inmediata, ¿me oyes? Traté de convencerlos
de dejar ir a las madres con bebés también. Hay tres bebés a bordo, dos han estado llorando sin
parar, pero no los van a dejar ir. Uno de ellos no ha hecho ningún ruido, Max, y estoy un poco
preocupada por ese bebé, pero no los dejarán bajar.
Stan siguió a Tom a la sala de negociadores, donde el personal de Max se movía frenético.
Alguien pasó junto a ellos, enviado para dar a Helga Shuler la noticia de que algunos de los
pasajeros serían desembarcados.
Bhagat se paseaba, su equipo junto a él, murmurando comentarios.
—Hay un poco de tensión en su voz.
—Lo escuché, Doc.
La chica continuó.
—Bob y Al han acordado aceptar un envío de agua y comida…
La sala estalló en una ovación. Esta era una gran noticia. El permiso para entregar suministros
significaba que no tendrían que esperar hasta que oscureciera para llevar micrófonos y mini
cámaras adicionales al alférez MacInnough y su equipo, que había superado la escotilla del
maletero abarrotado solo para experimentar fallas en el equipo.
Pero ahora podían enviar un equipo adicional, debajo del chasis del camión de suministros sin
que los tangos lo vieran. No tendrían que esperar hasta la noche para dar a los equipos de
negociadores y de asalto una visión veinte-veinte y audición perfecta.
—¡Silencio! —gritó Bhagat.
—… incluyendo fórmula y alimento para los bebés. Están abriendo las puertas ahora mismo…
—Tenemos actividad en la pista dos —alguien informó en voz baja—. ¡Las puertas se están
abriendo!
—Otros pasajeros ayudarán a sacar del avión a los heridos —continuó Gina—. No, repito, no se
acerquen a la pista hasta que ellos hayan regresado a bordo y cerrado las puertas. En ese momento
tendrán solo veinte minutos para traer agua y comida y para recoger a los heridos. Veinte minutos.
¿Me escuchas, Max?
Veinte minutos no era mucho tiempo, pero definitivamente podrían hacer el trabajo.
Tom Paoletti se volvió hacia Stan.
—Llama a Jazz. —Stan sabía que el XO tenía un equipo de tres hombres en modo de espera. Ya
estaban en el aeropuerto con el equipo a mano, listo para ir.
Stan ya había marcado el código de Jazz en su celular.
—Lo escuché todo, Karen —dijo Max con calma, como si la habitación no hubiera estallado de
actividad a su alrededor—. Bien hecho. Cambio.
—Hay más —dijo ella—. Tienes que hacer la entrega en uno de esos… esos carros de equipaje.
Ya sabes, ¿con los lados abiertos? Tienen que quedarse a cien metros del avión. Si se acercan más,
ellos… —ella respiró hondo—, me matarán. Cambio.
Silencio.
Toda la euforia desapareció al instante de la sala.
Stan apagó su celular antes de que Jazz contestara.
—Mierda —dijo Max Bhagat con suavidad—. ¿Opciones? Alguien. —Nadie habló. Miró a Tom—.
¿Teniente?
Tom miró a Stan, quien negó con la cabeza. Si la distancia entre el camión y el avión fuera de
unos pocos metros, seguro, podrían arriesgarse. O si fuera de noche. Pero incluso un solo hombre
cubriendo la distancia de un campo de futbol a través de una pista de concreto a plena luz del día…
La ropa de camuflaje urbano que usaban era buena, pero no hacía a un hombre invisible.
—No quisiera correr el riesgo —dijo Paoletti—. Concentrémonos en las pequeñas victorias,
poniendo a salvo a esos heridos y llevando los suministros al avión dentro del límite de tiempo.
—Ya lo oyeron —Bhagat le dijo su equipo—. ¡Muévanse!
Stan ya estaba a mitad de camino por el pasillo.
Una vez más, el almuerzo y la siesta iban a tener que esperar.

Para cuando Sam Starrett llegó al restaurante para almorzar, en el momento en que llenó su
bandeja con pasta y una gruesa salsa de carne, Alyssa Locke ya estaba allí.
Ah, hombre. Estaba sentada en su mesa. En su asiento, nada menos.
Jodidamente perfecto.
Tenía que ser simple mala suerte.
Ella no se sentó ahí solo para cabrearlo ¿o sí?
Seguramente no se dio cuenta de que él se sentaba en la misma mesa en cada comida. Solo
porque el otro hombre del equipo lo había desocupado para él porque ellos sabían que Sam tenía la
estúpida superstición acerca de este tipo de cosas durante una operación, bueno, eso lo significaba
que Alyssa lo supiera.
Después de todo, no había ninguna señal sobre la mesa: reservado para el líder loco del equipo
SEAL.
Alyssa estuvo evitándolo como la peste. ¿Por qué comenzaría a buscarlo ahora?
A menos que estuviera tratando de irritarlo a propósito. Esa era una posibilidad.
Y cielos, si ese era su objetivo, estaba funcionando.
Sam sabía que las supersticiones eran solo eso, supersticiones. Era ridículo. Qué, ¿de verdad iba
a lograr hacer mejor su trabajo, con pocos contratiempos, por sentarse en el mismo lugar cada vez
que comía aquí?
No.
Probablemente no.
Pero con 120 vidas en juego, seguro que no se perdía nada con seguir algunos rituales locos que
lo ayudaban a sentirse más en control. ¿Qué daño podía hacer?
En este momento, podría hacer mucho daño, Sam se dio cuenta mientras llevaba su bandeja
hacia su mesa y Alyssa Locke. Estaba sentada ahí, justo en el medio de su hora de almuerzo, con el
maricón de su compañero, recordándole a Sam todo lo que quería en la vida y no podía tener.
En el peor de los casos, no se largarían, y Sam se vería obligado a almorzar con una mujer con la
que había soñado hacer el amor tan solo hace unas horas cuando tomó una siesta corta.
¿Y no sería divertido?
Alyssa lo vio venir y sus ojos se agrandaron antes de borrar la expresión de su cara. Él dejó su
bandeja sobre la mesa. ¿Puedo acompañarlos? Sabía que probablemente debería sonreír, al menos
pretender ser amable y educado.
—Están en mi mesa —dijo en cambio.
Alyssa miró a su compañero gay, Jules, y se rio.
—Sí, claro. Buen intento. Roger, pero…
Jules le echó una mirada a Sam y medio se puso de pie.
—Podemos movernos.
Alyssa agarró su brazo y lo bajó.
—No, ciertamente no podemos…
—Como quieras —Sam cogió la silla con ella encima y la movió medio metro a su derecha.
—¡Oye!
Sacó otra silla y se sentó, empujando el plato de Alyssa, todos sus utensilios, y su botella de agua
delante de ella, poniendo su propia bandeja frente a él.
—¿Qué te pasa? —preguntó Alyssa con los dientes apretados.
Él la ignoró, mirando a Jules en su lugar.
—¿Tienes un lápiz?
—Disculpe teniente, estoy hablando con usted —dijo Alyssa acalorada mientras Jules buscaba en
sus bolsillos.
—No importa —dijo Sam al recordar el bolígrafo que tenía en el bolsillo trasero de sus
pantalones—. Tengo uno.
Se echó hacia atrás y tomó una servilleta de otra mesa y escribió directo en el lino gris.
Reservado Tte. Sam Starrett.
Su nombre era Sam, no Roger. Ya ni su propia madre lo llamaba Roger. Alyssa era la única que lo
hacía.
—¿Qué te da el derecho de venir aquí así y… —Alyssa se interrumpió cuando él puso la servilleta
justo en el medio de la mesa.
—Oh, Dios mío —dijo ella—. Tienes una —Ella cerró la boca de golpe y puso toda su atención en
su ensalada.
—Una pequeñita superstición —Sam terminó por ella, sintiendo sus orejas calientes de
vergüenza. Gracias a Dios tenía el pelo largo y estaban cubiertas—. ¿Y qué?
—No he dicho nada. —Pero ella lo miró cuando lo dijo, en lugar de mirar a través de él. Por
primera vez en todo el día, no se sintió como el hombre invisible. Eso hubiera estado bien, salvo
que ella estaba tratando, y no mucho tampoco, de ocultar una sonrisa que era un poco demasiado
petulante.
—Y tú no tienes ni una sola superstición ¿correcto? —respondió él—. Por supuesto que no, eres
la señora perfecta. Nunca cometes errores, oh, espera… puedo pensar en cuatro. ¿O fueron cinco?
Algo brilló en los ojos de ella. Fue muy breve y desapareció. Su pinchazo le había llegado, en
especial este último comentario que hizo referencia al número de veces que hicieron el amor esa
noche y mañana breves que compartieron.
Su sensación de triunfo duró poco, dejando un mal sabor en su boca.
Jules, mientras tanto, estaba concentrado totalmente en su sándwich, como un niño atrapado
en medio de una discusión de sus padres.
Era hora de cerrar la puta boca y reabastecerse de carbohidratos. Tenía una larga tarde por
delante. Sam se puso a comer, tratando de excluir a Alyssa Locke.
Tratando de no oler su perfume sutil, tratando de no mirar la suavidad de su mejilla, la delicada
línea de su mandíbula, su oreja perfecta, sus ojos, su boca, sus pechos.
Grandioso. Fantástico. Ahora ella lo pilló mirando sus pechos.
Era su culpa por usar una camisa que… no era escotada o demasiado ajustada ni remotamente
transparente. Era una camisa abotonada, blanca, de algodón. Era como la que llevaba Jules debajo
de su corbata morada, excepto que estaba hecha para adaptarse a las curvas femeninas de Alyssa.
¿Era realmente culpa de ella que le quedara tan condenadamente bien?
Mierda, sí. Debería usar algo más suelto, algo holgado, algo completamente poco favorecedor,
en esta mierda de país donde las mujeres eran ciudadanos de segunda clase, arrestadas por
mostrar un poco de tobillo.
—Deberías tener puesta tu chaqueta —gruñó Sam.
—Hace calor aquí.
—Mala suerte. Estás en público.
—El libro no dice…
—¡A la mierda el libro!
—… nada sobre llevar chaqueta. Mientras esté usando mangas largas…
—Lo que llevas no es apropiado…
—¿No lo apruebas? —preguntó. La miraba que le dirigía pretendía ensartarlo, pero al menos
todavía lo miraba en vez de pasarlo—. Mala suerte para ti, Roger. Yo no respondo ante ti.
—¿Ah, sí? Dame cinco minutos con Max Bhagat.
Jules se puso de pie, murmurando algo sobre el café. Alyssa no pareció darse cuenta que se
había ido.
—Pasé la mañana haciendo de tango para tu equipo a 40 grados de calor con mis mangas y
pantalones largos requeridos, teniente —escupió de vuelta a Sam—. A diferencia de ti y mis otros
compañeros, mientras estoy en Kazbekistán, no tengo la opción de desvestirme hasta quedar en
ropa interior cuando empiezo a sudar. Pienso que Max estará de acuerdo en que está bien que
almuerce sin chaqueta.
—Es peligroso, maldita sea —dijo él con la boca llena de pasta—. Te ves demasiado bien.
Oh, mierda. Allí estaba. En la mesa para que lo viera Alyssa. Acababa de delatarse.
Ella estaba mirando su ensalada, sus pestañas largas y oscuras contra sus mejillas.
Oh, Dios. La ola de deseo que lo golpeó vino tan de prisa que casi se ahogó. ¿Alguna vez iba a
dejar de desearla? Estuvo a punto de doblar el tenedor de frustración.
Y entonces ella lo sorprendió como el diablo.
—Tú también te ves bien, Sam —dijo en voz baja, permitiéndole mirar esos ojos del color del
mar cuando alzó la vista y encontró su mirada brevemente—. Tratemos de llevarnos bien. Tratemos
de ser amables el uno con el otro ¿de acuerdo?
Sí. La respuesta correcta era sí, por favor. En lugar de eso, Sam se inclinó hacia ella y dijo:
—¿Quieres ser amable conmigo, dulzura? Vamos a mi habitación y…
Ella se echó hacia atrás en su silla.
—Eres tan idiota.
No había duda de eso, él era un idiota. Pero ¿qué se suponía que dijera ahora? ¿Lo siento? ¿No
puedo evitarlo? ¿Ella sacaba lo peor de él? Desde luego, sacaba lo mejor de él, también.
Tal vez si se arrojara a sus pies, la agarrara por las piernas, y llorara mientras le explicaba que lo
había estado enloqueciendo por meses, que no la había olvidado, que la necesitaba…
Que estaba condenado a no olvidarla nunca.
—¿Quieres una guerra? —dijo Alyssa con frialdad mientras empujaba su silla hacia atrás—. Bien,
teniente. La tienes. Te conseguiste una guerra.
12.
—¿Quién es ella? —preguntó uno de los funcionarios británicos.
Teri no tenía la intención de escuchar. Pero la tienda de observadores era pequeña. Y el sol era
abrasador a esta hora de la tarde, así que estaba debajo junto con los demás observando a los SEAL
practicando la toma del avión. Era difícil no oír su conversación.
—Alyssa Locke —respondió Tom Paoletti—. ExNavy de hecho, actualmente con el FBI. Unidad de
Contraterrorismo.
—Ah —dijo el que se parecía a James Bond. Suave y sofisticado, carismático y guapo con un
toque de gris en sus sienes, era obvio que estaba al mando.
Los tres británicos eran del Servicio Secreto de Inteligencia o SIS, aunque probablemente nunca
lo admitirían.
—Es muy buena —dijo el que parecía una versión más joven de Q.
Los SEAL acababan de terminar otro ejercicio, y por segunda vez consecutiva, Alyssa Locke había
matado a uno de los SEAL antes de que la mataran.
—Esta ni siquiera es su mejor característica. Ella es uno de los mejores francotiradores con quien
he trabajado —dijo Tom Paoletti relajado—. Pero sus instintos son excelentes en todos los ámbitos.
Fue un día de suerte para los Equipos cuando entró a la Agencia. Duermo más tranquilo sabiendo
que es parte de la unidad del FBI que apoya a mis hombres.
Los cuatro permanecieron en silencio un momento, observando como Alyssa y los otros que
fueron reclutados para actuar de terroristas salían del avión, el verdadero World Airlines 747 que
finalmente llegó.
Si aquí hacía calor, no había duda de que era realmente caluroso a bordo de la aeronave.
Y lo que debía ser el avión secuestrado con las puertas cerradas y sin instalaciones sanitarias
funcionando era demasiado terrible de imaginar.
—El teniente Starrett sigue trabajando en las fallas —continuó Paoletti—. Tener a Locke jugando
de tango sería un reto para cualquiera. La cogerá la próxima vez.
Mientras observaban, Alyssa Locke aceptó una botella de agua del Suboficial Mayor con una
sonrisa. La abrió y bebió un buen trago, asintiendo mientras él le hablaba.
—Es una mujer encantadora —comentó James Bond.
Alyssa Locke era un encanto a la vista. Se había cambiado de ropa desde esta mañana cuando
Teri la conoció de manera oficial. Se puso un tipo de mono ligero que la cubría desde los tobillos
hasta las muñecas de acuerdo a las costumbres de K-stán. Pero el traje era ceñido, acentuando más
su figura. No era para nada una mujer voluptuosa, pero en ese mono, rodeada por una multitud de
testosterona, era sin duda, llamativamente femenina.
Era más que evidente que Alyssa Locke y Stan Wolchonok eran viejos amigos. Pero qué tan
viejos y buenos amigos, Teri no lo sabía.
Ella caminó hacia ellos, deseando no tener que registrarse con el teniente Starrett, sabiendo que
se vería extraño si pasaba a Stan sin decir nada, esperando no verse como si estuviera revisando la
competencia si se detenía a saludar mientras él hablaba con Alyssa Locke.
—Hola teniente —Stan la saludó primero, y su corazón dio un salto ante su sonrisa de
bienvenida—. ¿Dónde está su chaleco antibalas?
Ella rodó los ojos en exasperación.
—En la tienda de observación.
—Mejor que en el helicóptero pero no por mucho. Tiene que llevarlo puesto. Hey, Mike
Muldoon la está buscando.
Estupendo. Menos mal que no tenía problemas cardíacos. Siguió caminando.
—Gracias, Stan.
Se alejó de él, hacia Sam Starrett, quien estaba enfrascado en una discusión con otros dos
hombres.
—Hola, teniente. ¿Cómo está la cabeza? —Jay López preguntó mientras lo pasaba. Estaba
tumbado a la sombra del ala, junto a Cosmo y Silverman, pero ahora se sentó.
—¿La cabeza…? —estaba despistada.
—El golpe —le recordó.
—Uh, oh —bromeó Silverman—. La amnesia ataca. No es una buena señal.
—No —dijo ella—. No, estoy bien. Es solo que… No fue gran cosa, yo ni siquiera…
Silverman le sonreía.
—Tal vez López debería, ya sabe, revisarla de nuevo, como miembro del cuerpo médico del
equipo ¿eh? ¿Durante la cena esta noche?
Jay López era un hombre guapo con grandes ojos marrones y pómulos exóticos que se
sonrojaron de vergüenza.
—Es Reserva, teniente ¿cierto? —continuó Silverman—. Lo que significa que en unas semanas
será civil otra vez. Lo que significa que el hecho de que López sea alistado no importará. Lo que
significa…
—Para —dijo López—. Lo siento teniente. —La miró un instante y luego miró más allá de ella.
Teri se dio vuelta para ver que Stan había llegado por detrás. No estaba suficientemente cerca
para ser parte de la conversación, sin embargo estaba más que claro que estaba allí si lo necesitaba.
Pero no había nada amenazador en los ojos de Silverman o López. Silverman estaba bromeando,
alegando que López estaba interesado en ella. Aunque… ¿era posible que este fuera otro ejercicio
que Stan armara de antemano?
Pero entonces, Silverman de pronto se vio como si se hubiera tragado un alfiletero cuando
Cosmo le dijo algo al oído.
—Le pido disculpas, teniente —dijo—. No me di cuenta que usted y el Mayor fueran, eh, amigos
especiales.
Ella echó un vistazo hacia atrás otra vez, sin saber cómo responder a eso con Stan escuchando,
pero el Suboficial Mayor se había ido.
Murmuró alguna tontería, «No te preocupes», y fue donde Starrett.
Un rápido, «estoy aquí si me necesita, señor», —y se dirigió a la tienda de observadores,
tratando de no ser demasiado evidente buscando a Stan.
Pero ahí estaba. Maniobrando a Muldoon para ponerlo directamente en su camino.
—Hola Teri. —Mike Muldoon era de verdad extraordinariamente guapo. Incluso con una
mancha de tierra en la cara.
—Hola Mike —ella forzó una sonrisa mientras Stan prácticamente empujaba a Mike hacia ella.
Maldita sea, Stan, no hagas esto—. Lamento lo de esta mañana.
Muldoon negó con la cabeza.
—No fue tu culpa que me atascara.
—Vamos —llamó el teniente Starrett—. Terminó el descanso. Hagamos esto de nuevo, y
hagámoslo bien esta vez.
Muldoon pareció tan aliviado como ella. Salvado.
—Nos vemos —dijo ella.
—Claro —dijo Muldoon—. ¡Ay! Quiero decir, ¿tienes, um, planes para cenar?
Teri no lo vio, pero estaba bastante segura de que Stan había pisado la bota de Muldoon. Fuerte.
—Mi único plan es comer en el glorioso sótano del hotel como de costumbre —dijo Teri. Incluyó
a Stan en la respuesta, mirándolo directamente—. Tal vez los vea ahí abajo.
—Estupendo —dijo Muldoon.
Stan no dijo nada. Pero la miró. Solo por un segundo.
No pudo imaginar lo que estaba pensando.
Lo que probablemente estaba bien, ya que no estaba segura de querer saberlo.

—… dejar ir a los pasajeros? —Max estaba diciendo cuando Gina despertó de pronto—.
Cambio.
Estaba exhausta, estaba caluroso como el infierno con el sol golpeando sobre el avión, y el hedor
a humanidad era casi insoportable. No podía recordar la última vez que había dormido.
—Cambio —dijo Max de nuevo, su rica voz de barítono llegaba claramente por los altavoces de
la radio. Había hablado con ella, y con los secuestradores a través de ella, casi sin parar por más
horas de las que podía contar.
Era casi gracioso. Ella había hablado más con Max que con cualquier otro hombre, incluyendo
con los que había dormido.
Trent Engelman no era un maestro de la conversación, eso era seguro, a menos quizás, que
hablara de su nuevo coche o su micro cervecería, o sus planes de trabajar como músico en la gira
de la banda de Wynton Marsalis después de graduarse.
Sí, claro.
Cuando Trent hablaba, no escuchaba. Gina tenía la sensación de que cuando ella hablaba, Max
escuchaba con cada célula de su cuerpo.
—Max, ¿cuántos años tienes? —preguntó ahora. Bob estaba dormitando de todos modos. Y Max
no tenía que convencerla a ella de dejar ir a los pasajeros—. Cambio.
Él no vaciló, de la forma que algunas personas podrían ante su incoherencia.
—Tengo cuarenta. Cambio.
—¿Estás casado? —preguntó.
Su respuesta fue igual de rápida.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque a nadie en su sano juicio se le ocurriría casarse conmigo.
—¿Por qué? ¿Eres horroroso?
Él se rio.
—Sí.
Ella sonrió.
—¿Con verrugas y el pelo largo y grasiento?
—En general son los colmillos los que mantienen las mujeres a distancia.
Miró a Bob. Dormía definitivamente. Al estaba despierto y ceñudo, pero no hablaba inglés.
—Helga me dijo que eras muy atractivo. Creo que la frase que utilizó fue deslumbrantemente
guapo.
—Sí, bueno, ella es buena diciendo a la gente lo que quiere escuchar.
—Yo no quería escuchar eso —le dijo Gina, tratando de ponerse cómoda en su lugar en el suelo.
Tenía que mantener las piernas cruzadas a lo indio, o con las rodillas contra su pecho.
No es que no hubiera espacio en la pequeña cabina. Era más por la forma espeluznante en que
Al empezó a babear cuando estiró las piernas. Alternaba entre desear llevar vaqueros y estar
agradecida, por el calor, de tener pantalones cortos.
—Yo quería que fueras bajo y desaliñado. Algo así como, tú sabes, ¿si hicieran una película de
esto? Richard Dreyfus haría tu papel.
Richard Dreyfus siempre fue su actor favorito. Desde que lo vio en Encuentros Cercanos del
Tercer Tipo8, cuando tenía diez años.
—Nos estamos desviando un poco del tema, aquí —dijo él, con su aterciopelada voz de locutor
de radio FM en sus oídos.

8
Título original Close Encounters of the Third Kind. En España se tituló Encuentros en la tercera fase.
—Bob está durmiendo —dijo—. ¿Te reunirás conmigo a tomar una copa después de que esto
termine?
Eso lo hizo detenerse.
Y Gina lo supo. No iba a haber un después, al menos no para ella. Max pensaba que los
secuestradores iban a matarla. La hija del senador sería ciertamente la primera persona a la que
dispararían si los comandos irrumpían en el avión, eso era seguro.
—Van a matarme ¿verdad? —ella lo había sospechado desde el principio. Sabía que su destino
fue sellado desde el momento en que se paró y les dijo a los secuestradores que era Karen
Crawford.
Cuando Bob y Al y sus amigos decidieran que era tiempo de jugar duro, ella iba a ser la pelota. La
iban a matar, pero primero iban a hacerle daño. Mucho.
—No —dijo Max ahora—. No lo harán.
Ella no le creyó.
—Tengo miedo —susurró.
—Me reuniré contigo —le dijo, con algo diferente en la voz, algo áspero, algo ya no tan frío y
calmado—. ¿De acuerdo? Lo haré. Puede que no sea hasta que estés de vuelta en Nueva York, pero
iremos a tomar una copa. No, un café. Tiene que ser un café. Maldita sea.
Si, definitivamente iba a morir. Él, como Helga, era bueno diciéndole a la gente lo que quería
escuchar.
—Max, después de que esto termine, ¿irás a ver a mis padres?
Otra pausa.
Cuando habló, su voz volvió a ser relajada, pero ella sabía que estaba esforzándose para sonar
así.
—Hey, de verdad necesito que dejes de pensar en función de la peor de las situaciones posibles.
—Diles que no fue tan terrible como probablemente se lo imaginan. Diles que no estuve sola,
que tú estuviste conmigo todo el tiempo. Diles que debido a eso, yo estaba bien.
Hubo otra larga pausa.
—¿Qué tal si se lo dices tú misma? Porque voy a sacarte de ahí. Viva. De una pieza. Confía en mí
en esto, ¿de acuerdo?
—Claro —mintió. Podía tratar de convencerla todo lo que quisiera, pero su vacilación antes le
dijo todo lo que necesitaba saber—. Pero por si acaso… Gracias. Por todo. —Gina carraspeó, alejó
su miedo y autocompasión. No estaba muerta todavía—. Ya que Bob está durmiendo ¿Por qué no
me das un curso intensivo de negociación? Enséñame a convencer a estos idiotas de que dejen salir
a las mujeres con los bebés del avión.

La salida de emergencia sobre el ala de estribor se abrió silenciosamente bajo el toque


experto de Muldoon, y Stan dio la señal con la mano al equipo de vigilancia oculto entre la tierra y
las rocas a unos cien metros de distancia.
Dos clics en su auricular era la señal de listo, lo que significaba que Starrett y Jenk, WildCard y
López, y Cosmo y Silverman habían logrado desbloquear sus correspondientes egresos en el 747 de
práctica. Estaban listos para el rock and roll.
Cuando lo hicieran de verdad, el teniente Tom Paoletti sería la voz de Dios. Daría la orden del
vamos; su omnipotencia vendría de los reportes de los equipos de vigilancia acerca de la posición
exacta de los tangos en el avión y de la información de las cámaras de video. Siempre que, por
supuesto, McInnough tuviera las cámaras funcionando para entonces.
Esta noche. Las cámaras debían estar ubicadas y funcionando esta noche.
Tom Paoletti daría la orden de vamos desde la sala de negociadores, donde Max Bhagat estaría
ayudando. El jefe negociador pediría que el mayor número de terroristas posible se reuniera en la
cabina del piloto para discutir una proposición escandalosa que él no tenía ninguna intención de
cumplir. Pero usaría sus poderes de persuasión y lo haría sonar realmente bien.
Luego, a la orden de Paoletti, los francotiradores del equipo eliminarían esos tangos, disparando
a través del cristal, mientras los SEAL del equipo de Starrett irrumpían en el compartimento de
pasajeros con un destello y una explosión y liquidaban al resto.
Todo terminaría en cuestión de segundos.
¡Vamos, vamos, vamos!
Stan pasó la puerta con Muldoon con precisión coreográfica, con la adrenalina corriendo, su
enfoque nítido. Un blanco. En su zona de muerte. Lo eliminó, limpio y claro.
Y luego, así de rápido, estaban seguros.
—¡Karmody! —gritó Sam Starrett.
—Bajas de pasajeros —WildCard Karmody consultó su computadora. Levantó la vista y sonrió—.
Cero.
—Bien —dijo Starrett sombrío—. Hagámoslo de nuevo.
—Qué, ¿perfecto no es suficientemente bueno para ti? —preguntó WildCard—. Cielos, Sam,
hemos estado haciéndolo prácticamente sin parar desde las 0400.
—Qué, ¿hacerlo bien una vez es suficientemente bueno para ti? —contrarrestó Starrett, con su
acento generalmente cálido, cortante y frío—. Y es teniente, jefe. La próxima vez que cuestione mi
autoridad, al menos haga el esfuerzo de dirigirse a mí por mi rango.
—Discúlpeme, teniente Idiota —contraatacó WildCard—. Tal vez no asistí a la escuela de
oficiales y no tomé una clase de cómo ser un coñazo 101, pero seguro como el diablo, me parece
que algo hay que decir aquí además de un jodido Bien.
Stan se abrió paso. La expresión de Starrett le dejó pocas dudas sobre su falta de paciencia.
Todos estaban bastante tensos, Sam Starrett más de lo habitual.
Encima de eso, el estrés más la adrenalina más todo un infierno de testosterona producía
algunas presiones físicas bastante agresivas e incomodas.
WildCard puso ese pensamiento en las palabras exactas.
—Hombre, tienes que relajarte —se rio—. Necesitas echar un polvo.
—Cállate la puta boca —Stan le ordenó. Se volvió hacia Starrett—. ¿Lo quiere fuera del equipo
teniente?
—Whoa —dijo WildCard—. Suboficial mayor, yo…
Stan lo hizo callar con una sola mirada oscura, luego se volvió a Sam Starrett otra vez. Vamos,
teniente, sabes lo que tienes que hacer para ser la clase de líder que es Tom Paoletti.
Posiblemente cada hombre aquí, y mujer, porque Alyssa Locke también estaba parada ahí, ella y
su compañero y los tipos SAS estaban tratando de ser invisibles, entendiera por qué Starrett tenía
que sacar a WildCard de su equipo.
Todos menos WildCard, claro.
—Sí —dijo Starrett entre dientes. No era fácil echar a tu mejor amigo de tu equipo. Pero el
hombre lo llamó idiota en público. No podía hacer otra cosa—. Reemplácelo por Knox.
Por una breve fracción de segundo, Stan estuvo casi seguro de que WildCard empezaría a llorar.
Pero no lo hizo. También sabiamente se tragó cualquier exclamación visceral y probablemente
profana que tenía en la punta de la lengua, la clase de expresión que un hombre podría decir a un
amigo, pero no a un oficial al mando.
En cambio, se puso firme, los ojos directo al frente.
—Teniente Starrett, señor —dijo en su mejor imitación de un militar real—. Mis más sinceras
disculpas, señor. Solicito permiso, señor, para permanecer por Knox hasta que él sea traído aquí y
puesto al corriente.
Starrett asintió secamente.
—Bien. Hagamos este ejercicio de nuevo.
—¿Qué tal si lo hacemos cinco veces más, tal y como lo hicimos la última vez, partiendo con las
puertas ya abiertas, y luego nos vamos a un descanso? —Stan miró a Starrett, sabiendo que si por
él fuera, lo harían cincuenta veces más—. ¿Eso está bien para usted teniente?
Starrett asintió a regañadientes.
—Esta noche lo haremos de nuevo, en la oscuridad.
En términos generales, sería más fácil al amparo de la oscuridad. Si podían hacer esto a plena luz
del día en la forma que lo acababan de hacer, asaltar el avión de noche sería un paseo por el
parque.
Mientras Stan observaba, Starrett se alejó del grupo, de WildCard Karmody. Hasta hoy se las
había arreglado para ser líder y amigo de este grupo de hombres, con muchos de los cuales pasó la
formación de BUD/S como un alistado. Pero en verdad, él los había dejado atrás, dejó a WildCard
atrás, hace mucho tiempo, cuando entró al territorio de los oficiales.
Y hoy la realidad los alcanzó a los dos.
—Jefe Karmody —Starrett hizo un gesto con la cabeza para que WildCard se hiciera a un lado,
para hablar con él en privado. Bajó la voz, pero Stan sabía lo que estaba diciendo—. ¿Quiere
quedarse? Entonces continúe dirigiéndose a mí solo con respeto.
—Cielos, Sam…
—Es Cielos, teniente Starrett —Starrett lo corrigió con frialdad.
WildCard exhaló con incredulidad.
—¿Incluso ahora? Nadie puede oírnos…
—Será mejor poner un señor en eso, jefe, o voy a traer a Knox aquí tan rápido que la cabeza le
dará vueltas.
—Nadie puede oírnos, señor.
—Yo puedo oírlo, jefe —le dijo Starrett—. Déjeme darle un curso de actualización en la forma en
que este equipo funciona. Yo doy las órdenes, usted las sigue. Esto no es una democracia, no hay
discusión a menos que yo pida una. Usted se guarda los comentarios insolentes o estará fuera de
mi equipo. Y ante una acción disciplinaria formal.
—Bueno, eso es jodidamente encantador. Señor. Que mierda de amigo es usted. Señor.
—Soy tu amigo —dijo Starrett con firmeza—. Pero también soy tu oficial al mando. Si no
aprendes a separar las dos cosas y me tratas con el mismo respeto que le das al teniente Nilsson y
al teniente Paoletti en una situación de mando, entonces voy a tener que elegir por ti. Y es mejor
que creas que elegiré ser tu CO.
—Sí, señor —dijo WildCard—. Es más que obvio que ya lo ha hecho. Señor.
—Lárgate de aquí—gruñó Starrett—. No hagas que me arrepienta de dejar que te quedes.
Pero fue Starrett quien se dio la vuelta y se alejó. Separándose aún más del resto del equipo.
Adentrándose más en el territorio de oficiales. Completamente solo.
—Hey, ¡Suboficial Mayor! —Jenkins volvió la atención de Stan al resto del equipo—. ¿Qué tal un
poco de incentivo extra para esas cinco veces más?
Jenk le ofreció su mejor sonrisa de niño de coro. Uh-oh. Eso nunca era bueno. El suboficial
trataba, como siempre, de aligerar el estado de ánimo después de una tormenta emocional.
Cuidado. Alguien iba a estar en problemas.
—¿Qué le parece si hacemos el ejercicio en la misma cantidad de segundos o menos que la
última vez —Jenk sugirió—, y usted canta karaoke mientras comemos?
Stan. Stan iba a estar en problemas. Cantar karaoke. Maldito Jenk. Jesucristo.
Pero miró a los hombres cansados y polvorientos que lo rodeaban. Con excepción de Starrett y
WildCard, que se veían como si su mejor amigo acabara de morir, todos comenzaron a sonreír.
—Vamos, Suboficial Mayor —dijo López.
Stan asintió.
—Yo elijo la canción.
¿Cuál era la posibilidad de que tuvieran grabado algo que él conociera y le gustara? Casi nula.
Aun así, si se lo dejaba a ellos, estaría cantando Like a Virgin o esa canción pop adolescente que le
gustaba tanto a Izzy.
Socorro.
—¿Y si no mejoramos nuestro tiempo? —Silverman preguntó cuándo los gritos y las risas fueron
muriendo.
Stan los miró, uno a la vez.
—Entonces elegiré sus canciones.
Energía instantánea. Era el tipo de desafío que este equipo no podía resistir. Su tiempo sería
bueno. No, sería aún mejor.
Estaba tan jodido.
***
Nadie estaba sentado en la tienda de observadores. Es decir, nadie salvo Helga.
La bonita piloto de helicóptero, Helga no recordaba su nombre, estaba apoyada contra uno de
los postes de soporte, observando a Stanley Wolchonok, con su corazón tan dolorosamente
evidente en la mano. Oh, ser joven otra vez…
El comandante del Equipo Dieciséis de los SEAL, su nombre era Tom Paoletti, Helga lo sabía por
consultar su bloc de notas, estaba parado al otro lado de la tienda en esa postura de macho alfa,
con los pies plantados y las piernas separadas. Era un fenómeno internacional. Avi, su propio
marido, se paraba igual que Tom.
Tom. A Helga le gustaba pensar en los militares con los que a menudo se rodeaba por sus
nombres de pila. Era un gran ecualizador en un mundo lleno de rangos y grados y grandes egos.
Tom se quedó hablando con tres hombres, todos británicos. Helga chequeó su libreta, buscando
quienes podían ser.
No, no figuraban allí. No había ninguna mención de que Gran Bretaña estuviera involucrada. No
conocía a estos hombres. De eso estaba segura.
Casi segura.
Casi. Maldición.
Afuera, cerca del avión, los SEAL preparaban otra práctica del rescate de los rehenes. Podía ver
al Stanley de Marte, justo en el medio de un grupo de jóvenes fornidos. Se estaban riendo ahora.
Había estado en el centro de las cosas, hace unos pocos minutos cuando no habían estado
riendo. La tienda de observadores estaba demasiado lejos para oír la conversación, pero era
bastante obvio que había una enorme dosis de tensión allá afuera.
¿Y por qué no la habría? Estos valientes hombres eran directamente responsables de la vida de
120 personas inocentes a bordo de un avión secuestrado.
Helga miró a Tom Paoletti mientras la tensión entre los SEAL aumentaba, pero no se movió ni un
centímetro, no despegó los pies del suelo. Mantuvo un ojo en sus hombres, claro, pero era obvio
que confiaba en que resolverían cualquier problema que surgiera entre ellos.
El celular de alguien sonó.
Era el del más alto de los ingleses. El que se creía el hermano más inteligente y más guapo de
James Bond. Sí, ella había visto su tipo muchas veces.
Él contestó su teléfono con un serio:
—Pierce. —Su nombre, sin duda. Después de eso se limitó a escuchar, y finalmente terminó la
llamada con un igualmente breve—. Correcto. Voy para allá.
—¿Problemas? —preguntó Tom.
El señor Pierce se guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.
—Me necesitan en el aeropuerto de inmediato. ¿Podrías conseguirme un viaje en helicóptero?
De ese modo Hawking y Franz pueden quedarse aquí con el coche, y seguir observando.
Tom sacó su propio celular, lo consideró medio segundo, y luego salió de la tienda volviendo a
metérselo en el bolsillo.
—¡Oye, Jenk! —gritó a los SEAL.
Helga sonrió. Era muy parecido a su marido.
Uno de los SEAL, pecoso y adorable, increíblemente joven, llegó corriendo.
—¿Sí, señor?
—Consulta con Starrett y el Suboficial Mayor. Ve si está bien con ellos si la teniente Howe hace
un viaje rápido al aeropuerto. Rob Pierce tiene que estar allá de inmediato.
—Sí, sí, señor —El bebé SEAL salió gateando.
Teri Howe, ese era su nombre, se enderezó. Mientras Helga observaba, ella miró a Rob Pierce,
echándole un vistazo con disimulo.
Sí, en efecto, jovencita, definitivamente ten cuidado. Robbie es del tipo que se las arreglaría para
ponerle las manos encima mientras subía al helicóptero, a menos que ella se asegurara de
mantener su distancia.
Cerca del avión, Jenk habló formal, primero al vaquero, Helga revisó su libreta: Tte. Roger
Starrett, y luego al Stanley de Marte.
Stanley se volvió, protegiéndose los ojos del resplandor, y miró hacia la tienda. Los miró a todos,
Teri, Helga, Tom y Robbie y compañía, luego habló brevemente a Jenk, quien regresó corriendo.
—No hay problema, teniente —informó Jenk—. El jefe solo quiere que sepa que vamos a
terminar en los próximos treinta minutos, por lo que la teniente Howe debe hacer un viaje de
retorno inmediato. —Él sonrió—. Creo que tiene prisa para ir a cenar. Hicimos una apuesta, y si
pierde, que lo hará, va a tener que salir a cantar con el karaoke.
—Gracias por la advertencia —Tom le dijo al joven con una risa—. Aunque no estoy seguro si
estar ahí o quedarme lejos. Teniente Howe —le hizo un gesto para que se acercara—. ¿Conoce a
Robert Pierce?
—No, señor.
Robbie sostuvo su mano por un poco demasiado tiempo, la miró a los ojos un poco demasiado
profundo. Cuando Helga miró, Stanley estaba observando. Atento.
Bueno, tal vez esta atracción no era tan unilateral después de todo. De hecho, si las miradas
mataran, el viejo Robbie habría sido una humeante pila de cenizas.
—Pierce está con el SIS —Tom le dijo a Teri—. Necesita un viaje al aeropuerto, luego tiene que
regresar para transportarnos al hotel.
—Sí, sí, señor.
—¿Cuánto tiempo has estado volando helicópteros? —Helga oyó a Robbie preguntar a Teri
mientras se alejaban—. ¿Vienes aquí a menudo, nena?
Stanley los observó todo el camino hasta el helicóptero. Los observó mientras alzaban vuelo. Se
habría quedado mirando, pero el vaquero, Helga consultó su libreta: Tte. Roger Starrett, lo llamó.
Stanley miró a Helga por un segundo, como si de pronto fuera consciente de que ella lo
observaba. La volvió a mirar mientras regresaba al avión.
Ah, sí, lo había pillado haciendo algo que él no quería que nadie viera. Algo estaba pasando entre
él y Teri, de eso estaba segura ahora.
¿Pero era amor o simplemente sexo?
Helga sospechaba que la respuesta a esa pregunta era algo que ni siquiera Stanley sabía.
Era una pregunta difícil, claro que sí.
Casi tan difícil como la pregunta que hizo por primera vez, cuando tenía diez años. ¿Cómo sabes
cuando estás enamorada?
Se lo preguntó a Annebet Gunvald una mañana, después de ir a visitar a Marte, solo para
descubrir que su amiga había ido con su madre a atender a una tía enferma.
Annebet se dirigía al granero para hacer sus labores y Helga se había quedado, dispuesta como
siempre a ayudar. Habría hecho cualquier cosa, incluso sacar el estiércol de la pesebrera del
caballo, para quedarse en la dorada y brillante compañía de Annebet.
—¿Cómo sabes cuando estás enamorada?
Annebet no se rio, no bromeó. Simplemente siguió barriendo el suelo cerca del banco de trabajo
de su padre. Y cuando respondió, lo hizo despacio. Con cuidado. Como si estuviera reflexionando y
considerando profundamente la pregunta de Helga.
—Cuando lo miras a los ojos, y estás más viva de lo que nunca te has sentido —dijo Annebet—.
Cuando el aliento que tomas envía temor y alegría a través de ti, y sientes como si fueras a morir si
no lo vuelves a ver, ahora mismo. Cuando quieres gritar, reír, llorar y maldecir todo al mismo
tiempo, cuando ardes para que te toque, para que te haga el amor, aunque toda tu vida te han
dicho que no debes, no puedes. Es cuando te sientes a punto de convertirte en lo que siempre has
soñado ser, cuando puedes alcanzar tu propio potencial porque esta otra persona te da toda su
fuerza y su poder, y tú sabes que te daría el aire de sus pulmones si se lo pidieras. Y te das cuenta
de que nunca estarás sola de nuevo porque hay un pedazo de él que llevarás contigo para siempre
en tu corazón. Un corazón que es infinitamente más grande de lo que era solo una o dos semanas
antes.
Helga se quedó en silencio. Con los ojos abiertos. Aterrorizada. No estaba muy segura de querer
enamorarse si iba a sentir todo eso. ¿Miedo y alegría?
—Es importante, ratita —dijo Annebet en voz baja—, que el chico que te ama sienta todas estas
cosas por ti también. Por desgracia, no siempre funciona de esa manera. Tienes que estar muy
segura de sus sentimientos antes de dejar que haga el amor contigo.
Hacer el amor. Marte le contó sobre hacer el amor.
—¿En verdad la gente… hace lo que hacen los perros y los caballos? —Helga se atrevió a
preguntar—. Marte dice que los hombres se convierten en bestias que gruñen.
Annebet se rio.
—Ella ha estado hablando con la vieja loca de Fru Lillilund otra vez. ¿Puedes realmente imaginar
a tu padre, o al mío, actuando como bestias gruñonas? ¿Y a nuestras madres permitiéndolo?
Helga no había considerado eso.
—No es así en lo absoluto, ratita. Es hermoso y tierno y la cosa más maravillosa, especial y… —
Annebet se rio de nuevo—. Escúchame. Espero que sea todas esas cosas. He oído que puede ser.
Pero la verdad es que no tengo más experiencia que tú.
Ella recogió el aserrín, llevándolo al barril.
—Pero dijiste que amas a Hershel —soltó Helga—. Y debes saber que él te ama. Él quiere casarse
contigo.
—Si el mundo fuera un lugar perfecto —Annebet dijo mientras colgaba la escoba en su lugar en
la pared—, para esta hora yo con gusto habría hecho el amor con Hershel muchas veces. Pero sé
que aunque me lo pida muchas veces, no vamos a casarnos. Y por más librepensadora que sea, no
puedo comprometerme de esa manera. Algún día lo entenderás.
—Pero… —Helga tenía que preguntar. Por más terribles que fueran las palabras que salían de su
boca, tenía que saber—. ¿Es porque somos… porque Hershel es judío? ¿Es por eso que no vas a
casarte con él?
La ira brilló en los ojos de Annebet.
—¿Cómo te atreves a sugerir…? —respiró hondo—. No, no contestes a eso. Y perdóname por
gritar. Sé por qué preguntaste. En este mundo loco… —Le dio a Helga un abrazo, envolviéndola en
su tibieza, rodeándola con el maravilloso aroma de las flores y bayas dulces.
—Helga, los prejuicios aquí no son míos —ella se apartó para mirarla—. No me importaría si
Hershel fuera musulmán, budista o… un pagano adorador del sol. Su fe solo me importa porque es
una parte de él, una parte que yo admiro. Amo su fe. Es tan profunda y fuerte. Lo hace ser el
hombre amable, atento y cariñoso que es. Me casaría con él en un instante si no supiera a ciencia
cierta que pondría una brecha grande como Dinamarca entre él y tus padres. Soy yo la que estoy en
falta aquí. Soy yo la que es menos de lo que tus padres quieren para él.
¿Cómo podía decir eso?
—No, tú eres…
—Tienen razón —le dijo Annebet—. Los entiendo. Hershel tiene un gran futuro como médico,
como investigador en la universidad de Copenhague. Casarse conmigo pondría en peligro todo eso.
Hablarían de él, lo mirarían de lado, lo pasarían por alto en los ascensos. Sería ese tonto con la
esposa cazafortunas que no es judía.
—¡A ti no te importa su dinero!
Annebet sonrió, y le puso el cabello detrás de la oreja.
—Tú sabes eso, Hershel sabe eso y yo lo sé, pero nadie más lo sabe. Incluidos tus padres. Él es
rico, yo no. Él es judío, yo no lo soy. El mundo lo verá de la manera que quiere verlo.
—Pero… Hershel no tiene futuro en Copenhague mientras los alemanes están aquí. Tú misma lo
has dicho.
Annebet la abrazó de nuevo.
—Tienes muchas ganas de pelear, hoy, Ratón Poderoso.
Helga estaba a punto de estallar en llanto. Esto no era justo.
—¡Pero tú lo amas!
—Sí —convino Annebet, con lágrimas en sus ojos, también—. Lo amo mucho. Lo suficiente para
no casarme con él. Algún día, dulce niña, entenderás eso también.
13.
Stan la divisó en la escalera del hotel.
—Teniente Howe —la llamó—¿Tiene un minuto?
—Estoy usando mi chaleco —Ella le dirigió una sonrisa cuando se volvió para saludarlo—. ¿Ve?
La calidez de su sonrisa lo hizo dudar. Cristo ¿Qué estaba haciendo? Después de pasar por todo
ese problema para asegurarse de que cenara con Muldoon esta noche, él debería mantener su
distancia.
Aun así, verla con Rob Pierce, el británico de la SIS, hizo que Stan se diera cuenta de que el
jueguito de anoche con Gilligan e Izzy había estado fuera de lugar. Teri no estaba amenazada por
tipos como Iz y Gilligan. O Jay López. Los tipos como ellos nunca serían irrespetuosos con una mujer
como ella. Y ella no iba a bares donde los chicos buenos se emborrachaban y se convertían en
idiotas.
Lo que Stan realmente tenía que hacer era instruirla en una confrontación con alguien como
Pierce. Alguien mayor. Alguien con autoridad. Alguien con el poder de aprovecharse de ella. Alguien
a quien miraba con respeto.
Alguien como… Stan.
Maldición, que idea era esa. Pero por más que intentaba, no podía apartarla.
—Un trabajo impresionante el de hoy —dijo ella cuando la alcanzó—. Debe estar exhausto.
—Exhausto no está en el vocabulario, ¿recuerda?
Ella se rio.
—Cierto. Aunque espero que dormir esté en su lista de cosas por hacer esta tarde.
—Ducha, comida, dormir —le dijo, enumerando con los dedos—. Definitivamente. Luego
regresamos a las 0230 y ejecutamos el simulacro de nuevo hasta que salga el sol.
—Lo sé —dijo ella—. Me ofrecí a llevarlos allá.
Él dejó de caminar.
—Qué, ¿está loca? Aquí hay un buen dato, Teri. Se supone que debe ofrecerse para las
asignaciones gloriosas, no para el trabajo sucio. ¿Cuál es su estrella de cine favorito?
Ella parpadeó ante su cambio de tema, pero aceptó el cambio de conversación de buen grado
mientras Stan se obligó a seguir moviéndose. Aunque era agradable quedarse en la escalera con
Teri Howe, no era muy privado. Y para lo que tenía pensado hacer, necesitaba privacidad.
Dios lo ayude.
—No sé —Ella arrugó la cara mientras consideraba la pregunta—. Supongo… Rusell Crowe. Sí.
Fue su turno de sorprenderse.
—¿En serio?
—Uh-huh. O Tom Hanks.
¿No era interesante? No le gustaban los actores lindos como Tom Cruise o Mel Gibson, o ¿cuál
era el nombre de ese que se casó con la estrella de TV?
—Esta es la cosa —le dijo a Teri—. Cuando Russell Crowe pida sentarse en la tienda de los
observadores, usted tiene que dar un paso adelante y ofrecerse a llevar a la estrella de cine adonde
quiera ir. No se ofrece a llevar una carga de SEAL gruñones y muertos de sueño a las 0230.
Ella lo miró.
—Preferiría llevarlo a usted en vez de a Russell Crowe en cualquier momento.
Oh, nena. El doble sentido en esa no pudo ser intencional ¿verdad?
Seguramente era un usted en general.
—Russell Crowe solo pretende rescatar rehenes —continuó ella—. Ustedes lo hacen de verdad.
Sí, definitivamente ella lo dijo en general. El doble sentido era solo su mente sucia haciendo su
feo asunto. Y la lata de esto era que Stan no sabía si sentirse decepcionado o aliviado.
—Este es mi piso —dijo ella.
Él le abrió la puerta.
—La acompaño.
Ella se rio mientras iba por el pasillo.
—Está haciendo tiempo ¿no es así?
Él no entendió.
—¿Haciendo tiempo?
—A que se desocupe el comedor antes de que llegue allí —dijo ella. Él debió verse perplejo
porque ella se rio de nuevo—. ¿La palabra karaoke significa algo para usted?
—Oh, cielos —él se encogió. Se había olvidado—. Escuchó eso ¿no?
—Sí, y no me lo perdería por nada del mundo.
—Oh, por favor —dijo Stan—. Por favor, piérdaselo.
—Ninguna posibilidad. ¿Qué va a cantar?
—No New York, New York. Eso es seguro.
Ella trató de no reírse y fracasó.
—¿Puede cantar?
—Puedo fingirlo.
Los ojos de Teri danzaban. No había otra manera de describirlo. Su sonrisa era tan hermosa, ella
era tan hermosa, que simplemente resplandecía con vida y diversión. Su cabello era un desastre de
rizos despeinados por el viento, de un tono marrón oscuro, y muy suave al tacto. No necesitaba
tocarlo para saberlo, lo recordaba. Tenía una mancha de algo en su mejilla, probablemente grasa
por revisar la lista de control de vuelo. Estaba tan polvorienta y acalorada como él, más acalorada,
ya que las costumbres de Kazbekistán le impedían arremangarse incluso cuando la temperatura
subía a cuarenta grados.
Tenía facciones delicadas, los ojos y la boca elegantes, cejas que eran oscuras y agraciadas
contra su piel. Pero, en realidad, era su risa la que la hacía verdaderamente hermosa. Cuando reía,
lo hacía con todo su corazón, con todo su ser.
—¿Va a tomar una ducha antes de cenar? —preguntó ella—. Porque si no lo hace, entonces yo
tampoco. No quiero perdérmelo.
—Sí, me voy a duchar primero. Apesto. Y eso incluso antes de empezar a cantar.
Ella se rio cuando él finalmente pasó por la puerta de la escalera, y comenzaron a caminar de
nuevo. Pero lento. Como si ella no tuviera prisa en llegar a su habitación.
No había nadie más en el pasillo, así que fue al grano. A la razón por la que quería hablar con ella
en privado, sin la posibilidad de que alguien tropezara con ellos.
—La observé cuando se fue con Rob Pierce hoy —le dijo—. Ya sabe, el británico.
—Sí —dijo ella—. Lo sé.
Ella se puso tensa al instante, y Stan quiso golpear la pared.
—¿Qué hizo?
Teri negó con la cabeza.
—Nada.
—Nada —repitió él, dejando que su exasperación se oyera en su voz mientras se detenían fuera
de la puerta de su habitación—. De repente se pone tensa como el diablo simplemente porque le
menciono el nombre de este tipo, ¿y espera que crea que no hizo o dijo nada?
—Usted no preguntó que dijo, preguntó que hizo —Teri buscó la llave de su habitación en su
bolso.
Cristo. Bien.
—¿Qué le dijo?
La puerta se abrió.
—Nada. —Ella lo miró. Probablemente porque él estaba haciendo un sonido ahogado.
—Teri —logró mascullar.
—Está bien, está bien. Quiero decir, seguro, me dejó saber que estaba interesado en el sexo
recreativo, ¿de acuerdo? Gran cosa. Y estoy parafraseando, fue mucho más sutil y sofisticado, así
que deje de mirar como si quisiera retorcerle el cuello. No fue ofensivo, fue algo gracioso y
halagador si quiere saber la verdad.
Él solo se limitó a mirarla.
—Muy bien —admitió ella—, no fue para nada halagador porque probablemente le tira los tejos
a toda mujer bajo los cuarenta que conoce, y tiene razón, me hizo enojar porque hay un montón de
mujeres que no entienden su doble discurso. Están ahí afuera, y él las va a seducir porque es guapo
y encantador, y van a terminar pensando que quiere empezar una relación cuando lo único que en
realidad quiere es un polvo en el asiento trasero de su coche. Y estoy segura que es casado con
alguna pobre mujer que se engaña pensando que es fiel y encuentro eso increíblemente ofensivo.
Junto con el hecho de que tiene prácticamente la edad suficiente para ser mi padre ¿no es eso lo
bastante viejo para tener conciencia?
Era una pregunta retórica. Ya que obviamente no había terminado, Stan no se molestó en
responder con la mejor sabiduría que podía ofrecer: que algunos hombres nunca dejaban de pensar
con la cabeza que no tenía el cerebro. Era, sin duda, exactamente lo que ella no quería o necesitaba
escuchar en este momento. Si acaso nunca.
—Pero lo que en realidad me cabreó —continuó Teri— es que no dije una sola cosa. No le dije
nada de eso. Me acobardé. Eso es lo que hago. Usted tenía toda la razón sobre mí, Stan. Apesto. Yo
solo… huyo a menos que esté acorralada. Huyo y después me odio por días, incluso semanas.
Ella finalmente acabó.
—¿Puedo entrar un minuto? —preguntó Stan.
Ella lo miró, pero luego dio un paso atrás, dándole acceso a su habitación.
—Claro.
Stan tomó la puerta y la cerró detrás de él con un clic muy definido.
Su habitación estaba fresca y oscura con las cortinas aun cerradas. Bueno, estaba más fresco que
afuera, de todos modos. Era idéntica a la suya, solo que la de ella no tenía su ropa sucia en un
rincón, incluyendo un par de calcetines que llevó por dos días seguidos que deberían haber sido
embolsados y etiquetados como peligro biológico.
La sorprendió como el diablo al preguntarle si podía entrar, eso fue evidente.
El estar ahí la puso nerviosa. Él prácticamente podía leerle la mente mientras ella se sacaba el
chaleco y lo colgaba en el respaldo de la silla. Como si pedirle entrar a su habitación así fuera la
última cosa que había esperado. ¿Por qué estaba aquí? ¿Qué quería?
Ya la estaba asustando un poco solo por estar aquí, y si él hacia esto bien, mataría dos pájaros de
un tiro. La adoración al héroe se desvanecería, y ella quizás aprendería una o dos cosas acerca de
mantenerse firme.
Solo que ahora que estaba aquí, no estaba seguro de qué hacer. Estaba nervioso también.
Esto se sentía demasiado real.
Tonterías. No era real. Deja de pensar así. Vamos, solo hazlo. Él había visto tipos actuar como
idiotas un montón de veces. Incluso había sido uno él mismo una o dos veces.
O diez.
Pero no así. Nunca con una mujer como Teri Howe que lo miraba con tanta calidez y esperanza
en sus ojos.
No es real. Nada de esto es real. Deja de pensar. Solo hazlo.
Ella carraspeó.
—¿Hay algo específico que quería…
—Sí —dijo él. Dos pasos hacia ella y la tomó en sus brazos. Quería decir algo grosero, algo
sugerente, algo en la línea de lo que Izzy le dijo ayer en la escalera, pero ella lo estaba mirando, con
sus labios ligeramente separados y…
Y en cambio Stan la besó. No, besar era una palabra demasiado amable para ello. Aplastó su
boca con la suya, esa hermosa y delicada boca, empujando su lengua más allá de sus dientes,
besándola tan duro y tan profundo como nunca había besado a una mujer, sin calentamiento, sin
previo aviso, nada de palabras dulces o cortejo. Solo, bang. Su lengua en su boca, sus manos sobre
ella, en su culo, tirando hacia arriba su camisa, su pecho lleno en la palma de su mano sin lavar.
La empujó hacia la pared, se puso entre sus piernas, tratando de convencerse de que era más
para protegerse de un rodillazo en las pelotas que merecía por hacer esto que por
desesperadamente querer estar ahí, justo ahí, envuelto en su suave calor.
Excepto que ella no luchó en absoluto. No trató de alejarlo. Solo le devolvió el beso. Cristo, le
estaba devolviendo el beso, acercándolo aún más y…
Él fue el que saltó lejos de ella, avergonzado como el diablo porque estaba completamente
excitado y no había manera de que ella no lo notara.
Esto no era real. Era solo un ejercicio, así que ¿Qué mierda estaba haciendo teniendo una
erección?
Maldición, era un tonto. Se los imaginó riéndose a carcajadas sobre esto más tarde.
Pero ella no estaba riendo. Ni por asomo. No dijo nada, no hizo nada. Solo lo quedó mirando con
los ojos muy abiertos y con la respiración agitada mientras se apoyaba en la pared. Sus labios
estaban hinchados por la fuerza de su boca contra la suya, con su camisa fuera del pantalón y un
poco torcida. Se veía como su propio sueño sexual si reemplazaba algo de esa confusión en sus ojos
por un toque más de calor. Si sus labios se curvaran en una ligera sonrisa mientras su mano poco a
poco comenzara a desabotonarse la camisa…
Él retrocedió más.
—Teri, Cristo, ¡por lo menos tienes que aprender a emitir el tipo de señales que le dicen a un
hombre que quieres que pare! —fue lo peor que pudo haber dicho, y lo supo en el instante en que
sus palabras salieron de sus labios—. Maldición, lo siento. Es mi culpa que esto haya llegado tan
lejos. Estaba tratando de…
—Fuera —susurró ella, cerrando los ojos como si no quisiera seguir mirándolo.
—Bien —dijo él, tratando desesperadamente de convertir esto en el ejercicio que había
pensado—. Tienes que hablar más fuerte. Ser más agresiva…
—¡Fuera! —gritó ahora—. ¡Fuera de aquí!
—Eso está mejor, pero…
Ella abrió los ojos.
—¿Eso está mejor? ¿Cómo te atreves?
—Eso es bueno —dijo él—. Así está bien. Dime que me vaya. Vamos. Pégame si quieres. —Dios
sabe que se lo merecía. Y debió haberla interpretado mal cuando la besaba. Tal vez no le devolvió el
beso en realidad. Tal vez ella estaba… ¿Qué? ¿Tratando de defenderse metiéndole la lengua
también?
Diablos, no. Lo había besado. Él sabía lo que era un beso, y ese definitivamente había sido uno.
Peor no tenía sentido que ella estuviera tan bien con eso hace un minuto, y tan enojada con él
ahora.
—¡Quiero que te vayas!
—¿Por qué? ¿Para que puedas sentirte mal después porque no aprovechaste la oportunidad de
decirme que me fuera al diablo? Está bien defenderse, Teri, incluso si el tipo es alguien que te
intimida, alguien que respetas. No le dijiste nada a Rob Pierce…
—Rob Pierce no… él no…
—Y no te enojaste lo suficiente para alejarlo. En su lugar, lo internalizas, donde se encona y te
hace sentir aun peor. ¿Quién diablos necesita eso? ¡No tú! Podrías haberle dicho una cosa a Pierce,
solo una cosa, el día que los cerdos vuelen, amigo, y él habría sabido a qué atenerse contigo. Así
que dilo ahora, a mí. No me eches. Confróntame. Enójate. Dime que aleje mis malditas manos de ti.
Pero ella solo lo miró con esos grandes ojos heridos.
Maldición, esto era un jodido desastre. Sabía que ella quería que se marchara, pero no podía. No
ahora. No de esta manera. Así que dio un paso hacia ella. Y luego otro.
—No —dijo ella.
—No —repitió él, endureciendo el corazón—. ¿Se supone que eso me detenga? Dime que me
vaya al diablo.
—Vete al diablo —susurró ella.
—Más alto.
—Vete al diablo.
Se obligó a reírse de ella, acercándose más.
—Eso no es alto. Cristo, no es de extrañar que Hogan piense que eres una pieza fácil, porque,
maldición, lo eres.
—¡Vete al diablo! ¡Aléjate de mí! ¡Mantén lejos tus jodidas manos!
Victoria. Estaba lívida, y lejos de terminar.
—¿Cómo te atreves a venir aquí y jugar este juego estúpido? ¡Cómo te atreves a practicar tu
psicología estúpida conmigo! ¿Te entretuve, Suboficial Mayor? ¿Te he divertido? O tal vez solo soy
la caridad del mes ¿Es eso? Bueno, ¡jódete!, ¡jódete! ¿Por qué no me dejas en paz? ¿Por qué nadie
me deja paz? ¡Mantente fuera de mi casa! ¡Fuera de mi cuarto! ¡Fuera de mi…!
La expresión en su cara le rompió el corazón.
—Dormitorio —susurró ella. Lo miró con sus ojos enormes, y supo que él entendió. Pero trató de
ocultarlo de todos modos—. Vete de mi habitación, Stan. Por favor.
Fue el por favor. Stan no quería irse, ¿pero cómo podía quedarse cuando le rogaba que se
marchara?
Salió por la puerta, cerrándola suavemente detrás de él.

Cuando entró al patio que rodeaba la piscina del hotel, Alyssa casi se dio la vuelta y regresó a
su habitación.
Porque Sam Starrett estaba allí. En la piscina.
Si él no hubiera elegido ese momento para volverse, ella podría haber escapado. Pero una vez
que la vio, no pudo retroceder. De ninguna manera. Caminó por el concreto agrietado y puso su
toalla en una tumbona ruinosa. Se quitó las gafas.
Estaba solo. Ni siquiera su odioso amigo WildCard Karmody estaba con él. Por supuesto que no.
Sam finalmente había visto la luz y echó a Karmody de su equipo. Y probablemente de su vida para
siempre. También lo había admitido de vuelta con una severa advertencia, pero el daño ya estaba
hecho. Y Ken Karmody parecía la clase de imbécil que dejaría que sus sentimientos heridos
arruinaran una amistad.
Por un segundo, Alyssa de hecho sintió pena por Sam.
Pero entonces, se acercó nadando al borde de la piscina.
—La hora de nado de las mujeres no es hasta dentro de cuarenta minutos —arrastró las palabras
perezosamente, con su acento de patán tejano en su máxima potencia.
Ella lo miró mientras se hacía una cola de caballo.
—¿De verdad parece como si me importara?
Tenía su pelo oscuro mojado echado hacia atrás de su cara en una forma que acentuaba sus
pómulos y sus ojos azules. Si alguna vez se cortaba el pelo sería aún más devastadoramente guapo
de lo que ya era.
—Bonita actitud, Locke. Vaya manera de respetar las costumbres y tradiciones de tu país
anfitrión.
—Llamé a conserjería y me dijeron que la piscina estaba abierta todo el día, con normas
americanas —le informó—. Pregunté si había restricciones en cuanto al traje de baño y me dijeron
que eran preferibles los de una pieza. —Se quitó la sudadera y los pantalones que llevaba, según lo
solicitado, por el vestíbulo del hotel—. Fue bueno dejar mi tanga en casa.
La verdad es que no tenía una tanga, pero Sam no necesitaba saberlo.
—No deberías usar eso mientras estoy aquí —le dijo ceñudo, como si su desteñido Speedo rojo
fuera algo que podría ser la portada de la edición de trajes de baño de la Sport Illustrated. Señaló a
las ventanas de los edificios que los rodeaban por todos lados—. No somos los únicos en este hotel.
Hay gente local también. Si nos ven en la piscina juntos…
—Sería condenada a muerte —dijo Alyssa, metiéndose al agua. Se sentía sensualmente fresca
contra su piel—. Esa es otra deliciosa costumbre Kazbekistaní, mujeres castigadas por ser
encontradas en una posición comprometedora con un hombre que no es su marido. ¿Crees que
deberíamos seguirla mientras estamos aquí, Roger? ¿Por respeto a nuestro país anfitrión? Y oh, por
cierto, posiciones comprometedoras de las que las mujeres deberían permanecer alejadas incluyen
la violación ¿sabías eso? Porque por supuesto es culpa de la mujer que un hombre invada su casa y
la ataque ¿cierto?
Starrett salió de la piscina, con el agua chorreando por su cuerpo. Su traje de baño era del
uniforme de la Marina, el mismo estilo cómodamente ajustado que los buzos usaban desde la
Segunda Guerra Mundial.
No le mires el trasero. Hiciera lo que hiciera, no podía mirar su trasero. Si lo hacía, él sabría que
todavía lo encontraba sumamente atractivo.
Junto con exasperante, indignantemente arrogante y…
Y ella nunca habría adivinado que sería uno de esos tipos que utilizan alguna clase de vudú para
centrarse durante una operación de alto estrés. ¿Sentarse en el mismo lugar en la misma mesa en
el comedor en cada comida?
Las supersticiones y rituales no eran infrecuentes en su línea de trabajo. Solo que Alyssa nunca
habría pensado que Sam Starrett tendría una propia.
Casi lo hacía parecer humano.
—Es un asco —dijo él, siguiéndola por el borde de la piscina mientras ella nadaba
tranquilamente con la cabeza sobre el agua—. La manera en que tratan a las mujeres en este país.
Soy el primero en estar de acuerdo contigo en eso. Pero no estamos aquí para dirigir una
revolución. Estamos aquí para sacar a esa gente del avión, viva. Para hacer eso necesitamos la
cooperación del gobierno K-staní. Nosotros, todos nosotros, incluyendo los observadores, tenemos
que dar una impresión respetuosa en todo momento, para que la próxima vez que algún imbécil
secuestre un 747, nos dejen regresar para salvar a la gente de ese avión, también.
Si lo hubiera dejado ahí, ella habría salido de la piscina y regresado a su habitación.
Pero no lo hizo.
—Lo que no necesitamos es que tú camines por ahí como sexo a la venta.
Alyssa dejó de nadar.
—¿Perdón?
—¿Perdón? —la imitó mientras estaba parado allí casi desnudo, más desnudo que ella, y
goteando sobre el concreto—. Sabes malditamente bien de lo que estoy hablando. En el almuerzo
esta tarde te llamé la atención acerca de estar en el comedor sin tu chaqueta, así que esta tarde te
pusiste algo en el aeródromo que te hacía ver como un superhéroe de cómic.
Ella le sonrió dulcemente.
—Quieres decir, en el comedor cuando tuviste que sacarme de tu camino por alguna
superstición necia y completamente infantil…
—Claro —dijo él—. Adelante. Intenta desviar la atención hacia mí. Supongo que has tenido
suficiente hoy, pavoneándote, luciendo como…
—No necesitas preocuparte por que me siente en tu mesita especial esta noche —Alyssa habló
justo sobre él—. Voy a cenar con Rob Pierce y el equipo SAS.
—… una clase de polvo de fantasía en ese ceñido mono de perra nazi.
¿Perra nazi?
—¡Jódete! —las palabras escaparon antes de que pudiera tragárselas. ¿Por qué, por qué, por
qué discutir con Starrett siempre la hacía ser tan asquerosamente malhablada como él? ¿Por qué
tenía el poder de hacerla perder totalmente el control? Subió la escalera y salió del agua, furiosa
con él y no dispuesta a dejarlo seguir tratándola de esa manera.
—Era de imaginar que tú y Rob Pierce se encontrarían mutuamente —Starrett se rio con
disgusto—. ¿Cómo no me sorprende?
—Soy lo más lejano a una perra nazi que hayas conocido, idiota —le dijo, golpeándolo en el
pecho con un dedo—. Y ese mono no es ceñido. Por lo menos infórmate bien antes de insultarme.
Él no se echó atrás.
—Te vestiste provocativamente a propósito…
—No había nada provocativo en lo que llevaba en el campo hoy, Roger —le dijo—. No era
ceñido, ni mucho menos. Está hecho de una tela delgada y suelta, diseñada para atletas para
mantenerse frescos bajo el calor intenso. Lo compré después de…
Después de que estuvo a punto de desplomarse por el calor en Washington DC, y Starrett había
llegado a su rescate, empapándola con botellas de agua de un puesto de perros calientes cercano,
para refrescarla. Y pocas horas más tarde, ella se calentó al punto de ebullición de nuevo. En la
cama del hombre.
Porque estaba borracha, se recordó mientras se encontraba a centímetros de su cuerpo
musculoso, medio desnudo y pecaminosamente atractivo. Demasiado borracha para saber que
dentro de ese paquete deliciosamente envuelto vivía un completo idiota.
—Si quisiera cabrearte a propósito vistiendo provocativamente —le dijo ahora—, habría venido
aquí, a la piscina, y me pondría esto. Es lo más cercano a provocativo que tengo en mi guardarropa
ahora mismo. Y este es el único sitio donde podría usarlo sin ser arrestada. Y es un Speedo, tonto.
Es lo que usan los nadadores olímpicos. En lo que a traje de baño se refiere, no podría ser más
funcional.
Pero Starrett la miraba como si llevara pompones y tanga. Como, si estuvieran solos arrancaría el
traje de baño de ambos tan rápido que ella no tendría tiempo de besarlo más de una vez antes de
tenerlo dentro de ella.
Oh, Dios. Ella realmente lo quería dentro de ella. Pero lo quería de la forma en que llegaba en
sus sueños. Divertido y dulce y gentil, con una suavidad en sus ojos y una sonrisa cálida en su cara.
—Y aquí estás, justo a tiempo. Cabreándome —dijo arrastrando las palabras—. ¿Qué te parece?
Ella se burló.
—Eso asumiendo que me importe lo suficiente como para querer cabrearte. Ya sabes, es muy
posible, Roger, que yo simplemente quisiera venir a nadar, que el mundo no gira a tu alrededor.
—De acuerdo —dijo—. Genial. Tú ganas esta ronda, pastelito. Has logrado fastidiarme. Ahora
hazme un favor. Se una buena chica y vuelve más tarde, así puedo terminar de nadar.
Su respuesta fue una limpia inmersión en la piscina.

Teri oyó el golpe en la puerta y supo que era Stan aun antes de que hablara. Probablemente ni
siquiera alcanzó a bajar un solo piso antes de regresar.
La sorprendió completamente esta tarde, sobre todo por marcharse cuando se lo pidió. Estaba
tan segura de que se quedaría hasta que de alguna manera hiciera todo bien.
Excepto que esta vez no podía. No había modo de hacer esto bien.
—Teri, sé que todavía estás ahí —dijo del otro lado de la puerta—. Déjame entrar ¿de acuerdo?
Ella no se movió, no contestó. Dios, no podía recordar la última vez que se sintió así de
avergonzada, así de…
Decepcionada.
—Teri, vamos.
Devastada. Esa era una palabra mejor para lo que estaba sintiendo.
—Por favor abre la puerta.
Estúpida. Sí, definitivamente se sentía estúpida también.
¿Qué estaba pensando? El Suboficial Mayor había estado trabajando horas extras para
emparejarla con Mike Muldoon. Debería haberse dado cuenta desde el momento en que le pidió
entrar en su habitación que esta era otra de sus bondadosas lecciones de confrontación. En cambio,
en el momento que puso sus brazos alrededor de ella, lo besó.
No, besar era una palabra demasiado suave. Lo inhaló. Lo atacó.
Se lanzó a él.
Oh, Dios.
La puerta se abrió con un clic, y Stan entró. Era de imaginar que no necesitaría una llave.
Teri no levantó la vista, pero sabía que se estaba guardando cualquier herramienta que utilizó
para forzar la cerradura. Y luego se sentó a su lado. El hacedor de milagros al rescate.
Quería llorar, pero no lo haría. No podía. No con él aquí.
—No debería haber hecho eso —dijo él en voz baja—. Y no puedo simplemente irme y asumir
que vas a estar bien ahora.
—Estoy bien —mintió. No, no lo estaba. Quería besarlo otra vez. Quería envolver sus brazos
alrededor de él y…
—Honestamente, no tenía la intención de darte un beso así —le dijo él.
—Lo sé —Teri se limpió la nariz en la manga —. Créeme, lo sé.
Él suspiró y se volvió un poco para mirarla, pero Teri mantuvo la vista enfocada en sus botas. No
llores.
—Te estuve observando hoy y pensando en lo que dijiste de ser intimidada por hombres que
eran… no sé, mayores. Figuras de autoridad. Y pensé que si entraba y actuaba como un idiota,
como Joel Hogan, podrías practicar enfrentándote a mí, y Cristo, me escucho decirlo y suena la idea
más estúpida del mundo. Quiero decir, era una idea estúpida antes de perder mi maldita cabeza y
besarte.
Stan respiró profundo.
—No sé por qué hice eso. No tengo un verdadero pretexto…
—Está bien —dijo ella. Dios, pensaba que la había besado. No se dio cuenta que fue ella quien lo
asaltó.
—Te podría decir alguna mierda acerca del estrés y la fatiga y la cantidad de adrenalina que
corre por el cuerpo de un hombre durante una operación como esta y lo que le hace a la anatomía
masculina. Pero eso es solo mierda. O podría decirte que eres la mujer más atractiva que he
conocido, pero eso tampoco es una novedad. —Él suspiró, frotándose la frente—. Y no lo hace
mejor, como si el ser hermosa significara que mereces que otra persona pierda el control. Sabes
que eso no es cierto y yo también lo sé. Lo mejor que puedo hacer, Teri, es disculparme y
asegurarte que no volverá a ocurrir.
Teri apoyó la cabeza en las rodillas y trató de no reírse. O llorar. No estaba segura de lo qué
saldría si hacía un sonido.
—Tu turno —dijo él—. Háblame. Maldita sea, dame una bofetada si quieres. Di algo.
Ella respiró hondo.
—No fue tu culpa.
—¡Y una mierda que no!
Yo te besé. Pero no pudo decirlo. No podía soportar la idea de estar sentada aquí mientras Stan
le explicaba amablemente que, sí, aunque la encontraba atractiva, él no estaba en el mercado para
ninguna clase de apego emocional, especialmente no con una chiflada como ella.
Seguía sin saber si tenía una novia en San Diego. No había conseguido preguntárselo, y ahora no
era el momento de hacerlo.
—Te perdono —dijo en cambio—. Sé lo que trataste de hacer. De verdad. Lo entiendo. Y está
bien. En serio.
Ella pudo sentir que él la quedó mirando.
—¿Se te ha ocurrido que puedes ser un poco demasiado comprensiva?
Teri levantó la cabeza ante eso.
—¿Quieres que me enoje contigo? Bien. Estoy enojada contigo.
Él ser rio suavemente.
—Sí, supongo que quizás es lo que quiero. Me sentiría mucho mejor si me llamaras imbécil.
—Eres un imbécil —le dijo obediente, con voz ahogada. Era un imbécil, por no darse cuenta de
que ella quería que la besara, que la siguiera besando. Por no estar a punto de enamorarse de ella,
también.
Stan se quedó en silencio, por lo menos por un minuto. Quizás más. Pero finalmente carraspeó.
—A riesgo de arruinar nuestra amistad aún más de lo que ya lo hice hoy —dijo él—, te voy a
preguntar algo que me he estado preguntando por un tiempo, algo que creo que te ocurrió cuando
eras niña. Porque dijiste algo antes que me hizo pensar…
—No —dijo ella.
Stan se quedó en silencio por un momento. Luego preguntó:
—¿Alguna vez lo hablaste con alguien?
—No.
—¿Nunca?
—No.
—¿Con nadie?
Ella levantó la cabeza mientras la ira corría por ella. No quería hablar de esto. No ahora. Nunca.
—No.
Él se rascó la oreja.
—Eso no es bueno.
—¿Alguna vez habla con alguien sobre sus problemas, Suboficial Mayor? —utilizó su rango
deliberadamente a pesar de que se sentía extraño llamarlo así en vez de Stan. ¿Cuándo había
cambiado eso para ella?
Pero sus ojos eran suaves, y ella no pudo mirarlo por mucho tiempo.
—No tengo problemas, Teri —El uso de su nombre fue intencional. Obviamente había notado su
intento de regresarlos a un lugar donde eran meros colegas en vez de amigos, y lo rechazó—. No
como los tuyos.
—Entonces, ¿cómo es que no te has casado? —preguntó—. ¿Cómo es que estás solo? —Listo, lo
había preguntado. Más o menos. Si tenía una pareja, se lo diría ahora.
—Estoy solo porque quiero estar solo.
En otras palabras, prefería estar solo a estar con ella. Eso dolió.
Así que Teri resopló.
—Sí, claro. Eres muy feliz viviendo en esa casa vacía. Qué, ¿tienes miedo de que si te casas ella
muera como lo hizo tu madre? —No podía creer la dureza de las palabras que estaban saliendo de
su boca.
Pero para su sorpresa, Stan asintió.
—De acuerdo —dijo—. Me parece justo. Y sí, tal vez tengo miedo de eso. O tal vez vi lo difícil que
fue para ella cada vez que mi padre se fue por otro servicio a Vietnam. Yo no voy a la guerra, pero
me voy, a veces por meses cada vez. Así que es mi elección estar solo. Pero tú no elegiste lo que te
sucedió.
Oh, Dios, ella no quería hablar de eso. Pero él seguía volviendo al tema, sin cesar.
—No elegiste que tu madre muriera —replicó ella.
—Es verdad —dijo—. Pero tenía dieciocho años cuando eso pasó. —Se quedó callado un
momento—. ¿Cuántos años tenías?
Teri negó con la cabeza.
—No.
—No ¿no recuerdas? —preguntó él.
No quería recordar. Acurrucada en la cama, demasiado asustada para moverse…
—Da una estimación —persistió—. No tienes que ser exacta.
Con la esperanza, rezando para que esa noche él no entrara. ¡No te metas a mi cuarto! Nunca le
dijo esas palabras. Había tenido demasiado miedo.
—¿Trece? —Stan preguntó.
Teri negó con la cabeza. No.
—¿Mayor o menor? Y por favor, estoy rezando para que no me digas menor.
—Lo siento —susurró ella.
—Oh, maldición. Por favor dime cuantos años tenías.
No tenía intención de decirle. Tenía la intención de pararse y salir de su habitación, solo para
escapar de sus preguntas, si tenía que hacerlo. Pero la palabra salió de ella, casi por voluntad
propia.
—Ocho.
Él hizo la clase de sonido que un hombre hacía cuando lo golpeaban en el estómago. Su cara se
retorció como si tuviera un dolor terrible, y mientras lo miraba, vio lágrimas en sus ojos.
Había lágrimas en sus ojos, pero fue ella quien de repente se puso a llorar.
No supo de donde venía, esta repentina tormenta de emociones, pero no pudo detenerla. Tal
vez era por reconocerlo a viva voz por primera vez. Tal vez era por saber que finalmente se lo iba a
contar a alguien. Tal vez era porque parte de ella quería desesperadamente contarlo, mientras
parte de ella quería desesperadamente mantenerlo enterrado, para siempre.
Teri se acercó a Stan. O quizás Stan la buscó. Lo mismo que antes, cuando lo besó, ella no estaba
muy segura de quién se movió primero. Pero no importaba, porque estaba en sus brazos, y él la
abrazaba con fuerza mientras lloraba.
—Lo siento tanto —murmuró él, como si todo de alguna manera fuera su culpa.
—No es tan malo como piensas —le dijo ella cuando las lágrimas finalmente disminuyeron. Tenía
la cara presionada contra su hombro, contra el calor de su cuello. Olía a calor y polvo, trabajo duro
y café—. Él nunca me tocó. No realmente.
—¿No realmente? —preguntó Stan—. ¿Qué significa no realmente?
—Venía a mi cuarto por la noche —susurró ella—. Y él…
No podía decirlo. En ese momento ni siquiera sabía lo que él estaba haciendo con ese
movimiento furtivo de su brazo mientras la miraba con su bata abierta. No fue hasta años después
que realmente entendió lo enfermo que había sido el hijo de puta. El pañuelo que siempre sacaba
del bolsillo después de entrar a su cuarto y cerrar la puerta detrás de él. El estremecimiento de
todo su cuerpo que señalaba que casi había terminado, que no tardaría en llevarse su fea cara y sus
susurros de lo mucho que la amaba y se marcharía.
Teri sabía que Stan se estaba imaginando que el hijo de puta no se había parado al borde de su
cama, y sabía con una certeza repugnante que habría llegado a eso. Si no se hubiera ido a un
campamento de verano…
El campamento de verano, la pesadilla de su existencia, la había salvado del abuso físico. El daño
emocional y psicológico, sin embargo, ya estaba hecho.
Teri se secó los ojos, avergonzada de que la hubiera visto llorar. Nunca dejaba que nadie la viera
llorar.
Pero Stan apenas respiraba, con sus brazos todavía alrededor de ella. Estaba tan tenso como
nunca lo había visto, esperando que terminara la frase, que le explicara.
Tal vez si empezaba por el principio…
—Fue uno de los novios de mi madre —susurró, sin estar segura de cuanto sería capaz de
contarle, cuanto sería capaz de decir en voz alta—. Vivía con nosotras. Todos lo hacían, en realidad.
A ella no le gustaba estar sola. Este era más joven que los otros, más joven que mi madre. Y habría
sido guapo, salvo que su sonrisa era tan… no sé… falsa, supongo. Y sus ojos…
Le había tenido miedo desde el principio, desde el momento en que bajó a cenar y lo encontró
sentado a la mesa. Siempre la miraba con esos ojos claros, siempre colándose detrás de ella,
siempre tocando su pelo, su cara, su trasero. Siempre pidiéndole un beso de buenas noches.
—Un día llegué de la escuela, y él estaba en la habitación de mi madre, hurgando su cartera —
Ella se había detenido en la puerta, paralizada por la sorpresa, justo cuando estaba sacando veinte
dólares de la billetera de su madre—. Le estaba robando, y mientras yo miraba, él no trató de
ocultarlo. Me sonrió, se puso el dinero en el bolsillo, y volvió a poner la billetera en la cartera. Y
supe que lo tenía. Sabía que mi madre lo echaría. No viviría con un ladrón, sin importar lo guapo
que pensara que era.
—Pero entonces me dijo que no podía contarlo. Me dijo que si se lo contaba a alguien, a
cualquiera, mataría a mi madre.
—Y le creíste —dijo Stan—. Oh, Teri.
—Tenía ocho años —dijo ella—. Me dijo…
—¿Qué?
—Que lo haría parecer un accidente, y que luego pediría mi custodia. Dijo que seríamos solo él y
yo.
Ella había pasado de la euforia de saber que pronto estaría fuera de su casa para siempre al puro
terror que vino con la idea de perder a su madre. Su madre estaba lejos de ser perfecta, pero Teri la
amaba. Y la amenaza de pasar el resto de su vida con él…
—Así que no lo contaste —Stan la sostuvo aún con más fuerza—. Y, Cristo, te estaba probando
¿verdad? Probablemente pensó que si no contabas eso, entonces no dirías si él…
Ella asintió.
—Unos días más tarde, vino a mi cuarto por primera vez.
—Cielos —dijo él con la voz tensa—. ¿Pasó más de una vez?
—Pasó casi todas las noches por no sé cuánto tiempo. Meses.
Stan hizo un sonido estrangulado.
—¿Y tu madre nunca pensó que eso era extraño? ¿Que fuera a tu habitación así?
—Mi madre caía inconsciente como a las ocho y media cada noche.
—¡Dios la maldiga!
Ella se apartó para poder mirarlo.
—No era su culpa…
—¡Dios la maldiga! —Él estaba llorando. El Suboficial Mayor Wolchonok estaba llorando—. Bebía
tanto que no podía proteger a su propia hija de ser abusada, ¿y no fue su culpa? ¿De quién era la
culpa, Teri? ¿Tuya?
—Nunca se lo dije a nadie —susurró ella. Él estaba llorando—. Debería haberlo dicho.
—¡Eras un bebé! —Stan se secó los ojos con el talón de la mano, todavía sosteniéndola con la
otra—. Tu madre debería haberte protegido. Ese imbécil, ¿Cómo se llamaba? Porque te juro por
Dios, voy a encontrarlo y voy a j… Voy a matarlo.
Lo decía muy en serio. Este hombre que era tan cuidadoso de no usar la palabra j delante de ella
había matado antes, en cumplimiento de su deber. Él sabía lo que significaba dejar un cuerpo
tendido sin vida. Esta no era una amenaza vana.
—Dime su nombre —dijo de nuevo.
—No lo sé —le dijo Teri—. Honestamente, creo que no lo supe nunca. Mi madre lo llamaba
querido. Yo pensaba en él como él o ese. Creo que no quise darle un nombre real.
—Él es el culpable —le dijo Stan, apartándole el pelo de la cara—. Él es el que estaba enfermo.
Tu madre debería haberte protegido, y él… No debería haberse acercado a ti.
Se quedó en silencio por un momento, y luego suspiró.
—Teri, tienes que tener piedad de mí y decirme qué hacía cuando entraba a tu cuarto, porque lo
que me estoy imaginando es bastante horrible.
Ella volvió a meter la cabeza en su hombro. Tal vez podría decirlo sin tener que decirlo.
—Él se exponía y se tocaba y…
—¿Se masturbaba? —Stan lo dijo por ella, y Teri asintió—. Delante de una niña de ocho años.
Dios mío ¿Qué tan enfermo es eso?
—Yo no sabía lo que hacía —le dijo ella—. Nunca había visto un hombre desnudo antes, pero
sabía que lo que fuera que estaba haciendo, lo que hacía ahí, en mi cuarto, estaba mal. Yo trataba
de cerrar los ojos, pero él me hacía mirar. Me decía que mataría a mi madre si no mantenía los ojos
abiertos y…
Su voz temblaba tanto que tuvo que parar y tomar un respiro. Pero una vez que comenzó,
pareció salir de ella, esta cosa horrible que no había contado a nadie antes.
—Cada noche después de la cena, cuando mi madre todavía estaba despierta, me hacía
sentarme en su regazo para leerme un cuento. Mi madre pensaba que era lindo que le gustara
tanto leerme, pero todo el tiempo él estaba… Dios, se frotaba contra mí con su… —Su cosa. En ese
tiempo, como una niña de ocho años, pensaba en ello como una cosa. Una cosa horrible.
Stan, también tuvo que hacer un duro esfuerzo para mantener su nivel de voz.
—¿Y esto se prolongó durante meses?
—No recuerdo exactamente cuándo empezó. Aunque recuerdo que fue alrededor de la fiesta de
Pascua en la casa del profesor Bartley. Se escondió caramelos en los bolsillos de sus pantalones y
puso a Connie y Mattie Bartley a buscárselos, pero yo no me acerqué a él. —Ella sabía lo que
realmente tenía escondido ahí—. Terminó cuando me fui al campamento de verano en Julio. Él y mi
madre rompieron mientras yo estaba fuera. —Se rio, pero salió muy débil—. Siempre odié los
campamentos, pero ese año tenía todo empacado y estaba lista para ir tres semanas antes.
—¿Cuánto tiempo estuviste fuera? —preguntó Stan.
—Seis gloriosas semanas.
—¿Supiste que este tipo y tu madre terminaron mientras estabas allá? Quiero decir, ¿ella te
llamó y te lo dijo y así al menos supiste que por fin estabas a salvo?
Teri negó con la cabeza.
—Me enteré cuando llegué a casa.
—Querido ven a saludar. Teresa ha vuelto, —llamó su madre mientras entraban a la casa, y Teri
se preparó, casi enferma de miedo, lista para encontrarse cara a cara con él de nuevo.
—¿Así que pasaste las seis semanas enteras pensando que ibas a tener que ir a casa con este
monstruo? ¿Pensando que te estaba esperando?
Ella asintió. Sí.
—Entonces no fueron solo tres o cuatro meses —dijo Stan—. Fueron como seis. Este hijo de
puta te aterrorizó durante seis meses. Discúlpame.
Ella se rio con voz temblorosa.
—Está bien para mí si lo llamas así. ¿Sabes? La noche que me fui a campamento, él trató de… —
Aún no podía decirlo—. Vino a mi habitación y me dijo que tenía que… —Tuvo que carraspear—.
Darle un beso de despedida.
Stan sabía lo que quería decir y quedó horrorizado. Ella podía sentir la tensión en sus brazos de
nuevo.
—Pero dijiste que él no…
—No lo hizo —dijo ella rápidamente—. No consiguió acercarse porque yo, bueno, vomité. Sobre
mí, sobre mi cama. Y me dijo que me vería cuando regresara de campamento, y salió de mi cuarto.
Ella ahora hablaba simplemente porque quería quedarse así por el tiempo que fuera posible, con
sus brazos alrededor de ella. Sabía que cuando dejara de hablar, Stan saldría de su habitación. Y a
pesar de lo que dijo antes, no quería que se marchara.
—Me hice amiga de Penny Stolz, una de las niñas de doce años en el campamento, y averigüé,
bueno, si no todo sobre sexo, al menos más de lo que sabía. No le conté de él, pero creo que ella lo
supo. Porque ella hizo un intercambio entre Stancy Juliani y yo, mi radio por la navaja que Stacy le
había robado a su hermano.
—¿Volviste a casa del campamento con una navaja? —Stan hizo un ruido que sonó muy
parecido a una risa—. Ah, Teri, creo que te amo.
Él no quiso decir eso. No de la forma que ella quería que lo dijera.
—No sé si habría tenido el valor de usarla —le dijo, a punto de llorar otra vez. Maldición, quería
que él lo dijera en serio—. Tuve suerte, nunca tuve que averiguarlo. Porque cuando entré a mi casa,
él no estaba allí—. Había un hombre nuevo, un extraño gigante que salió de la cocina a petición de
su madre. Querido, ven a saludar… —Él se marchó y Lenny se mudó con nosotras.
Lenny, que la amó de la forma que se supone debe amarse a una niña de ocho años.
Lenny, que se tomó su tiempo y se esforzó por ganar su confianza. Lenny, sin cuya gentil ayuda
ella no podría haber sanado lo suficiente como para tener alguna vez una relación sexual normal
con un hombre. Lenny, que le devolvió su confianza en sí misma, al menos lo suficiente para no ser
un total caso perdido.
Sin Lenny, ella no sería un piloto de helicóptero. No estaría en la Marina. No sería ni la mitad de
fuerte que era.
Todavía estaría escondiéndose en algún lugar, probablemente debajo de sus mantas, todo el
tiempo. Todavía con miedo de salir y enfrentar el mundo.
—Creo que eres increíble —le dijo Stan—. Haber pasado por todo eso.
—Todavía duermo con la luz encendida —le dijo ella.
—A veces yo también duermo con la luz encendida —admitió él.
Teri levantó la cabeza y lo miró.
—Tú no.
—Te sorprendería cuán a menudo lo hago —Le tocó su mejilla todavía mojada, secándola con su
pulgar.
Ahora era el momento de decirlo, mientras estaba mirándolo, mientras él le devolvía la mirada
con tanta bondad en sus hermosos ojos. Yo te besé Stan. No te dije que te detuvieras porque no
quería que lo hicieras.
Pero no pudo formar las palabras. Estaban encajadas demasiado fuerte en su garganta. Parte de
ella todavía estaba escondida en su cama, demasiado asustada para moverse.
Y entonces sonó el teléfono, rompiendo el hechizo.
—Probablemente es Mike Muldoon —dijo Stan, alejándose de ella—. Preguntándose si estás
lista para ir a cenar.
Teri se estremeció, de repente fría sin su calor.
—Vamos —dijo él, poniéndose de pie y estirándose y levantándola junto a él—. Toma una ducha
rápida. Correré a mi habitación y haré lo mismo. Luego regresaré aquí y te acompañaré al
restaurante.
Dios, estaba exhausta.
—No sé…
—No voy a aceptar un no por respuesta —le dijo—. Volveré en diez minutos. Quiero que estés
lista. Y no olvides tu chaleco.
14.
Sam Starrett no iba a ser el primero en irse de la piscina.
Tenía hambre, estaba cansado, pero hasta que Alyssa Locke no sacara su perfecto culo de ahí, se
quedaría justo donde estaba.
Si se esforzaba mucho, podría pretender que no tenía nada que ver con el hecho de que llevara
un traje de baño o su comprensión de que esto era lo más cerca de verla desnuda que iba a
conseguir, probablemente por el resto de su vida.
Maldición, era preciosa.
E iba a cenar esta noche con Rob Pierce. El hijo de puta británico.
Alyssa salió de la piscina, ajustándose su traje de baño de una forma que le dieron ganas de
gritar. Sam se permitió observarla desde su tumbona, deseando no estar tan malditamente
cansado. Estaba demasiado cansado para estar enojado con ella, demasiado cansado de sentir algo
más que lástima por sí mismo por ser el perdedor patético con quien ella tuvo sexo y luego rechazó.
—Felicitaciones por haber sido enviada aquí como observador —Sam le dijo mientras ella se
secaba la cara con la toalla.
Ella lo miró con desconfianza, como si estuviera esperando que añadiera un pero y un insulto.
—Eso es todo —dijo él—. Solo felicitaciones.
—Sí —dijo ella—, es bastante obvio que estás emocionado por mí.
Se lo tenía merecido.
—De hecho, lo estoy. Tu carrera va muy bien. Yo estoy… muy contento por ti. Solo quisiera estar
contento por ti mientras observas el asalto de un avión de otra persona en otro país.
Ella se sentó en el borde de la silla al lado de la suya, donde había tirado la sudadera y sus gafas.
—En mi oficina se dice que este asunto de la observación es el precursor de una transferencia
permanente al equipo principal de Max Bhagat.
Sam sabía lo que le estaba diciendo. Los SEAL del Escuadrón Troubleshooters del Equipo
Dieciséis trabajaban con el equipo estrella de Bhagat todo el tiempo.
—Qué alegría —dijo él—. Tal vez deberíamos formalizar. Quiero decir, ya que vamos a vernos a
menudo…
—Ya —Ella se puso de pie—. Discúlpame por pensar que eras capaz de mantener una
conversación seria.
Sam se puso de pie también.
—¿Cómo se supone que reaccione ante esa noticia, Alyssa? —Dios, pensaba que estaba mal
cuando no la veía, pensó que se volvería loco por echarla tanto de menos, pero resultó que eso no
sería nada, nada, comparado con estar cerca de ella y no poder tocarla, no ser capaz de hablar con
ella, no hacerla reír, no hacerle el amor. Unos pocos días más de esto y tendrían que sacarlo en
camisa de fuerza—. ¿Vas tú a estar feliz por trabajar conmigo alrededor todo el tiempo? ¿De
verdad puedes estar cerca de mí y no…?
Desearme. Se mordió las palabras, consciente de lo egoísta que sonaba. Pero no quería decirlo
en ese sentido.
Ella no respondió. En cambio, le saltó encima.
Fue lo último que hubiera esperado. Lo pilló completamente desprevenido, y ella lo golpeó,
fuerte, de una manera que lo empujó hacia atrás y hacia abajo, como si tuviera la intención de
taclearlo9 en lugar de saltar a sus brazos.
Fue cuando cayó al concreto, con Alyssa Locke sobre él, que se dio cuenta de que ella tuvo la
intención de taclearlo. Estaba gritando.
—¡Abajo!
Algo pegó justo donde habían estado parados, la fuerza de la explosión los tiró aún más lejos
cuando las llamas estallaron, encendiendo la toalla y su sudadera.
Era una especie de cóctel molotov, lanzado desde una de las ventanas del edificio sobre ellos.
Alyssa Locke no quería tirarse a sus brazos. Solo quería salvar su vida. Casi deseó que lo hubiera
dejado morir.
Rodó con ella alejándose de las llamas y una segunda explosión. Ella lo arrastró hacia atrás,
detrás de un muro de concreto de poca altura, debajo del alero, hasta quedar protegidos de nuevos
ataques.
Mierda, había estado cerca.
Sam sintió más que oyó los pies de los Marines corriendo desde el vestíbulo para investigar. A
través del zumbido en sus oídos, oyó la orden de apagar el fuego, otra mandando a escuadrones
arriba a cada una de las torres del hotel para buscar al que pudo haber arrojado esas bombas
improvisadas.
Bien. Alguien más iba a actuar de Superman. No tenía que moverse. Podía quedarse aquí por un
minuto, esperando que su cabeza se aclarara.
Alyssa hizo un sonido que resumía bastante bien como él se sentía.
—¡Sam, Sam! —Ella le sacudió el hombro—. Oh, Dios, que no esté muerto.
Sam. Ahora era Sam, no Roger.
—Estoy vivo —logró decir.
—¡Gracias a Dios!
Él levantó la cabeza y la miró, de repente muy consciente de que estaba encima de ella. Sus
piernas desnudas estaban entrelazadas. Su muslo estaba presionado entre los de ella y su cuerpo
era suave y cálido bajo el suyo.

9
En España se dice placar. Placar: En rugby, detener un ataque, sujetando con las manos al contrario y forzándolo a
abandonar el balón.
Bajo su cuerpo muy, muy no muerto.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella asintió mientras lo miraba, con algo indescifrable en sus ojos.
—Sí. Sal de encima.
Si hubiera dicho por favor, lo habría hecho. Pero probablemente no. Su cara estaba a
centímetros de la suya y él se encontró mirando la suavidad de su boca. Todo lo que tenía que
hacer para besarla era inclinarse un poco.
—No sé —dijo Sam, tratando de parecer tan apesadumbrado y adolorido como pudo—. Creo
que puede que tenga una lesión grave en la espalda y sea imperativo que no me mueva en lo
absoluto.
—Eres tan idiota—dijo ella, pero se echó a reír mientras lo decía, y algo dentro de él estalló.
—Dios, te eché de menos, Lys —susurró, y luego, cielos, la besó.
Había querido besarla dulcemente. Suavemente. Con cuidado. Pero como toda interacción con
esta mujer, no pudo hacerlo sin combustionar por completo. Y tocar sus labios no fue suficiente.
Tenía que saborearla, así que metió su lengua en su boca.
Y eso fue todo. Fusión instantánea.
Él no podría haber dejado de besarla aunque alguien le hubiera puesto una pistola en la cabeza.
Su boca era caliente y dulcemente picante. Sabía ligeramente a goma de mascar de canela y al
refresco de cola que todos habían estado bebiendo prácticamente todo el día, por la cafeína y para
reponer el líquido perdido bajo el sol caliente.
Sabía a esperanza y risa, y a un futuro en el que no despertaba de sus sueños de ella empapado
de sudor; con el corazón desbocado y desesperadamente solo.
Porque ella le estaba devolviendo el beso, tan ferozmente como él la estaba besando.
Ella. Lo estaba. Besando.
Dios Santo.
Las manos de Alyssa estaban en su pelo, sus piernas se apretaban alrededor de su muslo
mientras lo besaba como si lo hubiera echado tanto de menos como él a ella.
Cielos, fue un tonto por haber esperado tanto tiempo para volver a verla. No debería haberla
escuchado cuando le dijo que tenían que fingir que nada sucedió entre ellos. Debería haberla
perseguido cada hora de cada día.
Pero eso ahora no importaba. Porque ella lo estaba besando.
Lo estaba besando en las sombras del alero junto a la piscina en el patio central del hotel, el que
estaba ahora repleto de Marines. Solo era cuestión de tiempo para que alguien los viera. Y él sabía
que a ella le importaba no ser vista besándolo, al menos no así en público.
Así que levantó la cabeza.
—Lys, por favor, vamos a mi habitación.
Ella parecía aturdida, mucho más de lo que se vio justo después de que esa bomba casi los
matara.
—No puedo.
—Podemos subir por separado si quieres. Estoy en la 812 y…
—No. —Luchó para salir de debajo de él, empujándolo como si de repente hubiera entrado en
pánico, y él la dejó levantarse.
Ella se había raspado el hombro y una de sus rodillas, y Sam no podía creer que lo hubiera
besado así y luego quisiera huir.
—Lys…
Pero lo estaba haciendo. Estaba retrocediendo de él como si fuera un peligroso animal rabioso al
que no debía darle la espalda.
—No puedo hacer esto de nuevo —le dijo, y su voz realmente tembló—. No puedo. Ni siquiera
me gustas. ¡Así que aléjate de mí! —Y con eso, se volvió y se echó a correr.
—¡Mierda! —Si hubiera una pared cerca, Sam la habría atravesado con el puño. Pero solo había
un muro divisor bajo de concreto que le fracturaría el pie si lo pateaba.
Y ahí estaba WildCard Karmody, también, parado en silencio a unos cuatro metros de distancia
en las sombras, observándolo. Cielos, ¿cuánto de eso había visto?
—Lys como de Alyssa ¿eh? —dijo WildCard mientras Sam se encontraba con su ceño fruncido—.
Como de Alyssa Locke.
—Oh, mierda —dijo Sam otra vez, sentándose en el divisor de concreto, completamente
derrotado.
WildCard se acercó.
—Así que nunca me iba a decir que se metió con Alyssa Locke, ¿cierto teniente? ¿Cuándo fue?
En Washington probablemente ¿verdad? Eso fue hace seis meses.
—Mierda —murmuró Sam. ¿Cómo podían ir las cosas de tan perfectas a completamente jodidas
en cuestión de minutos? Hace dos minutos, estaba eufórico. Hace dos minutos, estaba
prácticamente decidiendo a quien invitar a su boda. Hace dos minutos, él sabía, sabía, que iba a
pasar el resto de la tarde y la noche haciendo el amor con Alyssa, y que de ahora en adelante lo iba
a hacer bien. La iba a tratar tan bien, que nunca volvería a dejarlo.
Pero dos minutos más tarde, la verdad surgió, algo así como el alcantarillado que se rebalsa por
las calles de una ciudad apestosa cada vez que había una fuerte lluvia.
Ni siquiera le gustaba a Alyssa.
Y para empeorar las cosas, WildCard vio a Sam besándola. En cuestión de horas, todo el equipo
lo sabría. Y cuando la noticia le llegara a ella, Alyssa nunca creería que Sam no fue el que habló.
—Seis meses —WildCard dijo otra vez, con esa indignación santurrona que solo él hacía tan
jodidamente bien—. Es revelador, señor, darse cuenta que le importa tan poco nuestra amistad
que ni siquiera se molestó en decirme que se tiró a la Perra de Hielo.
Sam explotó. Se paró de un salto del muro de concreto y echó a correr hacia WildCard. Lo
empujó hacia atrás, golpeándolo contra los ladrillos del hotel.
—¡No hables así de ella! ¡No te atrevas! ¡Te mataré! —estaba listo para moler a golpes a este
imbécil, listo para hacer sangrar a alguien.
—Whoa —dijo WildCard, mostrando las manos en un gesto de rendición—. Espera, espera,
Starrett. ¡No lo sabía! ¡Tiempo fuera aquí! ¡Tiempo fuera! Tú mismo solías hablar así de ella.
Estaba a segundos de estrangular a Karmody.
—¡Murmuras una sola palabra a alguien de lo que viste y te mato!¿Me entiendes?
WildCard se quedó mirando a Sam, con la comprensión y la percepción en sus ojos.
—Cielos, hombre, ¡no tenía idea que estabas enamorado de ella! Por eso es que has estado
actuando como un lunático ¿verdad? Estás loco porque ella está aquí, pero no te quiere. Y la
mierda que te he estado dando, eso solo lo hace peor. Dios, lo siento, amigo. Donde estás en este
momento, yo ya estuve, ya lo hice, y no fue divertido, eso es seguro.
Sam miró a su amigo. Estás enamorado de ella. Oh, Santo Dios, WildCard tenía razón. Estaba
completamente enamorado de Alyssa Locke. Eso eran estos sentimientos, esta terrible y dolorosa
sensación de miseria. El humor casi bipolar que cambiaba a alegría cuando Alyssa apenas le sonreía.
—¿Qué hago? —preguntó, casi sin poder creer que estuviera pidiéndole a WildCard Karmody un
consejo romántico—. ¿La sigo? ¿Debería…?
—Mierda, no, Sammy —le dijo WildCard—. Mantente bien lejos de ella antes de que te rompa
por completo el corazón.

Helga llegó al comedor justo a tiempo para oír el final de la canción de Stanley.
Él realmente lo hizo. Subió al improvisado escenario, tomó el micrófono y cantó.
Su voz era mejor que simplemente buena, su entonación extraordinariamente precisa, pero fue
la elección de la canción lo que hizo que Helga lanzara una carcajada. (You Make Me Feel Like) A
Natural Woman.
Cantó las palabras con la cara totalmente seria, realmente entregado a la melodía sentimental y
las tiernas palabras.

Tu amor es la llave para mi paz interior…

La bonita piloto de helicópteros estaba allí, sentada a la mesa, pero no estaba sola. Estaba con
un joven oficial notoriamente guapo. ¿De qué se trataba eso? El joven estaba sonriendo, como la
mayoría de los otros SEAL, y el salón estaba lleno de ellos. Acudieron en masa para ver a su
Suboficial Mayor pagar la apuesta que hizo.
La apuesta que Helga anotó en su libreta y que miró mientras se acercaba al restaurante. Estaba
teniendo una noche como el queso suizo. Un montón de agujeros, un montón de confusión. Estaría
perdida sin su bloc de notas.
Al otro lado del comedor, la piloto de helicópteros se veía exhausta. Aun así, estaba sentada
mirando a Stanley, completamente absorta. ¿Qué estaba haciendo, sentada con ese joven oficial
como si estuvieran en una cita?
La canción terminó, y el salón estalló en un rugido aún más fuerte que las explosiones junto a la
piscina que la despertaron de su siesta. Helga aplaudió a rabiar también, mientras Stanley
ejecutaba una digna reverencia.
—¡Oiga, Mayor! —gritó uno de los hombres desde el fondo del salón—. ¿Hay algo que no pueda
hacer?
—Si lo hay —dijo al micrófono—, no lo voy a decir.
Hubo más risas. Mientras ponía el micrófono en el pie, sus ojos se cruzaron con los de la piloto,
que todavía lo observaba desde el otro lado del comedor. Le dio una mirada un poco más larga que
una típica mirada informal. Nadie más en el salón se dio cuenta.
Pero Helga sí. Y cuando Stanley deliberadamente se alejó de la piloto y el oficial guapo,
dirigiéndose a la barra, Helga le cortó el paso.
—Muy bien —le dijo—. Tienes el don de la música de tu madre.
—Gracias.
—¿Bailas también? A ella le encantaba bailar.
—Me temo que heredé los dos pies izquierdos de mi padre.
—Oh cielos, ¿tu padre no bailaba?
Él sonrió ante su consternación.
—No he dicho que no, señora. Solo que no era muy agraciado. Pero si conoció bien a mi madre,
entonces sabe que bailaba. Tenía al jefe mayor bailando polca con ella en la cocina todas las noches
cuando estaba en casa.
Helga se rio.
—Eso suena a la Marte que conocí.
—Él hacía cualquier cosa por ella. Excepto…
—¿Excepto quedarse en casa y no ir a Vietnam? —preguntó con suavidad—. Aunque apuesto
que ella no le pidió hacer eso.
Stanley la miró con atención.
—No— dijo—. No lo hizo.
—¿Tienes unos minutos? —le preguntó—. ¿Puedes sentarte?
Él miró hacia la piloto de helicópteros. Ella y el oficial guapo acababan de traer sus cenas. No se
iría a ninguna parte por un tiempo.
—Sí, señora —dijo él—. Me gustaría eso. Coja una mesa. ¿Puedo ofrecerle algo del bar?
—¿Qué vas a tomar? —preguntó ella.
—Solo una lata de refresco.
—¿No una cerveza?
—Estoy operativo. Pero estaría encantado de conseguirle una cerveza, si lo desea.
—¿Operativo?
—El teniente Paoletti y Max Bhagat podrían dar la orden de tomar el avión en cualquier
momento —le explicó—. Hasta que eso ocurra, hasta que esos pasajeros estén a salvo, nadie de mi
equipo tomará ni un sorbo de cerveza.
Hubo un estallido de risas en una mesa en la esquina del comedor. Un camarero llevaba una
bandeja casi desbordada de jarras de cerveza en su dirección.
—¿Ellos no son operativos? —preguntó Helga.
Stanley les echó un vistazo.
—No señora. Ellos son observadores SAS, SIS y FBI. —Sonrió—. Tienen permitido tener resaca
por la mañana.
Ah, sí. Reconoció al hombre alto en la mesa. Era ese aspirante a James Bond del Reino Unido. Y
la agente del FBI estaba sentada junto a él. Algo Locke, y Helga se sintió afortunada de recordar al
menos eso.
—¿Puedo traerle algo de beber? —Stanley le preguntó otra vez.
—Solo una botella de agua —le dijo ella—. Gracias.
Cuando él se dirigió al bar, ella se volvió para echar una mirada por el salón.
No había mesas disponibles. Pero al oír más carcajadas de la mesa de la esquina, el SEAL que ella
reconoció como el vaquero a cargo del asalto del avión, tiró con disgusto su servilleta en su cena a
medio terminar. Empujó la silla hacia atrás con tanta fuerza que casi la tumbó. Con otra mirada
sombría, se marchó del restaurante del hotel.
Había bastante presión en ese joven. Helga imaginaba que ella tendría poco apetito, o paciencia
para la gente teniendo una fiesta si fuera responsable de un equipo de hombres que planeaban
irrumpir en un avión bloqueado para tratar de matar cinco terroristas hostiles sin lastimar a
ninguno de los pasajeros a bordo.
Eso, o estaba molesto porque cómo-se-llame Locke estaba bebiendo sin él.
Helga sonrió por su tendencia a encontrar un romance en ciernes bajo cada piedra. Avi solía
burlarse de ella sobre eso todo el tiempo.
Tomó el asiento aún tibio del vaquero mientras un ayudante de camarero rápidamente recogía
la mesa, sin tomar una servilleta que había sido colocada en el medio de la mesa. Reservado para el
Tte. Sam Starrett, decía en una tinta azul desordenada.
Eso era correcto, el nombre del vaquero era Starrett. Como el personaje del libro Shane, sobre el
pistolero y la familia del granjero en el Viejo Oeste Americano. Qué apropiado.
Y qué ridículamente extraño que Helga fuera capaz de recordar eso, el nombre de un personaje
de ficción de un libro que leyó hace al menos cuatro décadas, cuando había veces que no podía el
nombre de la persona con la que estaba hablando.
O, peor aún, cuando había momentos que no reconocía a la persona con la que estaba. Como el
hombre sentado frente a ella en la mesa, dándole una botella de agua y una sonrisa.
Fue aterrador cuando su mundo cambió a un universo paralelo y se encontró aquí.
Completamente perdida.
—¿Está bien? —preguntó él, quienquiera que estaba sentado frente a ella, con preocupación en
sus ojos. Ojos que ella había visto antes. Ojos…
Annebet, sus ojos llenos de preocupación mientras sacaba a Marte de encima de Helga.
—¿Por qué están peleando? Helga ¿estás bien?
—Solo… con un poco de calor —Helga consiguió decir.
El hombre de los ojos azules tan parecidos a los de Annebet estiró la mano y tomó de nuevo la
botella de agua. La abrió y se la puso en la mano.
—Tak.
Él sonrió.
—Mi madre solía decir eso. Usted se oye igual que ella, es un poco desconcertante a veces.
Su madre Marte. Este era el hijo de Marte, Stanley. El mundo volvió a su lugar. Gracias a Dios.
—Es un poco desconcertante para mí también —le dijo—. Tienes la sonrisa de Marte y los ojos
hermosos de Annebet. ¿Llegó a ser médico, Annebet?
—Sí —le dijo Stanley—. Era pediatra, dirigía una clínica infantil en Chicago.
Helga se llevó la mano a la boca, de pronto temiendo ponerse a llorar.
—¿Alguna vez se casó? —Tenía que saber.
—No. Siempre dijo que estaba casada con su carrera. Murió hace apenas dos años. El invierno
después de retirarse.
—Debió ser duro para Marte.
Stan la miró.
—Mi madre murió hace veinte años.
Merde.
—Discúlpame —dijo Helga—. Por supuesto. Estoy… cansada, y…
—Está bien. En serio.
—Ella fue mi mejor amiga durante un tiempo en que no podría haber sobrevivido sin una mejor
amiga. Literalmente —le dijo ella—. En mi corazón, ella siempre tendrá doce años. En mi corazón,
ella nunca se ha ido.
—En el mío tampoco —le dijo él en voz baja, una admisión completamente inesperada de un
amor profundo de este grande y rudo guerrero.
—La primera vez que desafié a mi padre —Helga le dijo—, la primera vez que me enfrenté a él y
le dije que estaba equivocado, pretendí ser Marte. Ella era tan valiente, tan feroz.
Él sonrió. Maldición, perdió su nombre otra vez. Cuánto más trataba de obligarse a recordar,
más se le escapaba.
—Esa es una buena palabra para ella —dijo él.
—Ella me dio una paliza una vez —le dijo Helga.
Él se rio.
—¿Por qué no me sorprende?
—Pensó que le había dicho a mis padres… sobre algo que habíamos estado ocultándoles. Estaba
furiosa conmigo. Annebet tuvo que sacármela de encima. Se sintió terrible cuando supo que estaba
equivocada. Marte. —Aclaró—. Resultó que otra chica fue la que lo dijo.
Ebba Gersfelt había estado celosa. Vio a Hershel y Annebet encontrándose en el parque, y se lo
dijo a sus padres, que llamaron a los Rosen.
El hijo de Marte miró al otro lado del salón, tratando de no ser obvio sobre el hecho de que
estaba más interesado en observar a la bonita piloto de helicópteros de pelo oscuro que en lo que
Helga estaba diciendo. La bonita piloto estaba terminando de cenar con el joven oficial
escandalosamente guapo. ¿De qué se trataba eso? ¿Por qué el hijo de Marte no iba y hablaba con
ella y se les unía?
Tal vez era porque él estaba sentado con ella.
Helga podría no ser capaz de recordar un nombre, pero después de ser una representante
diplomática por más de cuarenta años, sabía cómo terminar una conversación.
—Te he detenido por tiempo suficiente —le dijo al hombre con una sonrisa—. Sé que tienes que
encargarte de cosas. Pero quizás podamos encontrar otro momento para hablar.
Él era un soldado bastante profesional para reconocer un despido cuando oía uno. Se puso de
pie.
—Su asistente mencionó algo acerca de compartir un vuelo de regreso a Londres. Me gustaría
eso.
Ella no tenía idea de lo que estaba hablando. ¿Ella iba a ir a Londres? Aun así, mantuvo su
sonrisa intacta.
—Maravilloso. Fue un placer hablar contigo.
—Igualmente, señora.
Mientras él se alejaba, Helga rebuscó en su bolso por su bloc de notas. Stanley. Su nombre era
Stanley. Y la piloto de helicópteros era la Tte. Teri Howe.
Pero mientras lo observaba, Stanley le dio a la teniente Howe un gran rodeo, pasando a la joven
sin siquiera darle un vistazo.
No tenía sentido. Pero con demasiada frecuencia en estos días, nada tenía sentido.
Por supuesto, eso no era nada nuevo. Nada había tenido sentido cuando tenía diez años
tampoco.
—Has seguido viendo a esta chica, a pesar de nuestras objeciones —rugió su padre a Hershel ese
horrible día que comenzó con los puños de Marte y sus furiosas acusaciones de que Helga los había
traicionado. Las acusaciones habían lastimado más que los puños.
Hershel había mirado a su padre, su enojo evidente solo por el endurecimiento de su mandíbula.
—Le pedí que se casara conmigo.
Poppi explotó.
—¡Sobre mi cadáver! ¡Lo prohíbo! ¡Te prohíbo volver a verla! —Vio a Helga escondida en la
puerta—. ¡Y a ti, te prohíbo jugar con la otra chica Gunvald! ¡Desde ahora en adelante vendrás
directamente a casa de la escuela! No vas a hablar con ninguna de ellas, ¿Entendido? Si vives en mi
casa, bajo mi techo…
¿Prohibido ver a Marte…? Helga no podía respirar.
Pero Hershel solo se rio.
—Voy a empacar mis cosas.
Madre estaba horrorizada.
—¿Y a dónde irás?
—A cualquier parte salvo aquí —le dijo Hershel—. Si mis amigos de la resistencia no tienen lugar
para mí, me quedaré en el granero de los Gunvald. Nunca han sido más que atentos conmigo.
—Porque son unos cazafortunas, todos ellos —exclamó Poppi—. Si sales de esta casa, te sacaré
de mi testamento. Anda y dile esto a Annebet, que ya no tienes dinero. Verás si todavía quiere
casarse contigo.
—¡Estás equivocado! —Helga entró en la habitación, y su padre se volvió para mirarla, con una
expresión de incredulidad y enojo en su cara grande. Nunca se había atrevido a responderle antes.
Casi titubeó, estuvo a punto de echarse para atrás y subir las escaleras a la seguridad de su
cuarto. Pero Marte no habría huido, y ella cerró los ojos por un segundo, tratando de imaginar lo
que Marte diría a continuación.
Lo habría llamado cerdo gordo y dicho que comiera excremento de caballo.
Helga templó la lucha de Marte con su propio razonamiento suave.
—Poppi, no conoces a los Gunvald. No conoces a Annebet. Si te dieras el tiempo para conocerla,
verías que no quiere el dinero de Hershel. No le importa nada de eso, lo único que le importa es él.
Ella lo ama más de lo que se ama a sí misma, más de lo que ama su propia comodidad y felicidad. La
única razón por la que no se casará con él es porque no soporta la idea de ser la causa de la
separación entre ustedes.
—¿Te dijo eso? —la cara de Hershel se llenó de emoción. Por un instante, Helga no estuvo
segura de si iba a reír o llorar—. Ratita, Dios mío ¿te dijo eso? ¿Qué me ama tanto así?
Helga asintió.
Hershel se echó a reír mientras la besaba.
—¡Ella me ama tanto así! ¡Gracias Dios! Tengo que ir a buscarla. —Se dirigió a la puerta.
Poppi todavía estaba furioso.
—¡Si dejas esta casa, no recibirás dinero de mí!
Madre estaba llorando.
—¡Hershel, no hagas esto!
Hershel se detuvo y miró hacia atrás.
—No quiero tu dinero, quédatelo por favor.
—¡Si sales por esa puerta, ya no serás mi hijo!
Helga jadeó, pero Hershel se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Cómo funciona eso, Poppi? ¿Lo proclamas y listo? Puedes echarme de tu corazón, pero no
puedes arrancarte del mío. Puedo no ser tu hijo, pero tú siempre serás mi padre, ante mis ojos y los
ojos de Dios. ¿A menos que creas que Él escucha tus declaraciones, también?
Por una vez su padre se quedó sin habla.
—¿No me deseas suerte y larga vida? —preguntó Hershel en voz baja—. Porque esta noche será
mi noche de bodas.
Poppi le dio la espalda deliberadamente.
—Suerte, Hershel —dijo Helga—, y prosperidad y…
—A tu cuarto, señorita —rabió su padre, mientras Hershel cerraba la puerta silenciosamente—.
¡A la cama sin cenar!
Y Helga escapó, más que contenta de subir las escaleras al segundo piso de dos en dos. Cerró la
puerta de su habitación detrás de ella. Cerró con llave. Y salió por la ventana a la suavidad del
crepúsculo de verano, y bajó por la tubería, tal y como Marte le había enseñado.
Hershel había parecido muy convencido de que Annebet se casaría con él, esta noche.
Y Helga no se perdería su boda por nada del mundo.

—Supusimos que fue en una falla del equipamiento —Mike Muldoon le decía mientras
tomaban un café en el restaurante.
Teri estaba exhausta. Estaba teniendo algo muy parecido a lo que la gente describía como una
experiencia de desdoblamiento. Todavía estaba parcialmente entumecida por la montaña rusa
emocional de la tarde. Aún no podía creer que después de veinte años, finalmente le contara a
alguien sobre esos meses terribles cuando tenía ocho años.
Se lo contó a Stan.
Y él no la culpó ni la odió. Y probablemente lo más importante, no la compadeció. Escuchó y la
abrazó. Él lloró, pero no fue por lástima. Fue porque le importaba.
Sí, le importaba, lo suficiente como para obligarla a bajar a cenar y luego virtualmente entregarla
a Mike Muldoon.
Teri se quedó atónita. De nuevo. Stan no los iba a acompañar. De nuevo. Ella pensó…
Obviamente pensó mal. Todo su mundo había sufrido un giro importante, sin embargo nada
había cambiado para Stan. Todavía estaba trabajando tiempo extra para emparejarla con su amigo.
Y ella se sentó en la mesa de Muldoon, más agotada que nunca, pensando, ¿por qué no? ¿Por
qué luchar contra esto? Stan lo quería tanto, que uno de ellos merecía obtener exactamente lo que
quería.
Al principio fue difícil otra vez, sentarse ahí sola con Muldoon. El alférez era notablemente malo
para charlar. Sin embargo, ella consiguió entusiasmarlo haciéndole preguntas sobre Stan.
Muldoon admiraba al Suboficial Mayor posiblemente más que ella. Y estaba lleno de historias
locas, lo bastante locas para evitar alegar agotamiento y arrastrarse de vuelta a su habitación en el
momento en que terminó su cena.
Miró su reloj. Eran solo las 1700. Se sentía más cerca de la medianoche.
—No había duda de ello —Muldoon le estaba diciendo ahora—. Nos dejaron tan lejos de la ZA,
la zona de aterrizaje, que estábamos en otro país.
—Sé lo que es la ZA —le dijo Teri.
—Cierto. Lo siento —él hizo una mueca—. Siempre me olvido que eres una piloto. Eres… —
carraspeó, jugueteó con el vaso de agua. La miró—. Demasiado bonita para ser piloto.
—Tú eres demasiado bonito para ser un SEAL —replicó ella, y él se echó a reír.
—Lo pasé bien esta noche —le dijo—. Stan tenía razón. Eres fantástica.
Le costó hasta la última gota de fuerza de voluntad que tenía para no saltar sobre esa
declaración. Para preguntar si Stan de verdad dijo eso de ella en esas palabras exactas. Pero sabía
que no tenía que preguntar realmente. Por supuesto que Stan lo dijo. Lo dijo para tratar de
convencer a Muldoon de salir con ella. No significaba nada.
—Así que erraron la ZA por unas cuantas docenas de kilómetros —dijo ella, con ganas de
escuchar el resto de la historia de Muldoon antes de irse a la cama. Tenía menos de nueve horas
antes de reportarse, y estaba determinada a pasar cada una de ellas durmiendo.
—Trata unos cientos —le dijo—. Como quinientos.
¿Qué?
—¿Cómo pudo suceder?
—No pasamos mucho tiempo especulando —dijo él con una sonrisa adorable. No había duda al
respecto. Muldoon era guapísimo, con esa cara cincelada, una nariz que era lo más cercano a la
perfección que había visto, esos pómulos, esa boca sensible y esa mandíbula fuerte y la barbilla. No
era difícil sentarse aquí y verlo contar su historia, ver sus ojos brillar con diversión, ver la emoción y
la luz de las velas jugar con su rostro.
—Estábamos en medio de la selva, cerca de un camino de montaña. Llovía tan fuerte que la
visibilidad se redujo a treinta centímetros, las comunicaciones se estrellaron, nuestro jefe de
equipo estaba perdido, y teníamos cuatro horas para viajar quinientos kilómetros para reunirnos
con el teniente Paoletti, y su escuadrón para una operación que era… Bueno, solo digamos que
teníamos que estar allí. Pero el Suboficial Mayor está impertérrito. Sale a buscar un camión.
Necesitamos transporte porque se nos está acabando el tiempo. Así que va a buscar transporte.
Nuestro trabajo es encontrar al teniente O’Brien, nuestro CO perdido.
—Stan estableció un punto de encuentro donde se suponía que nos reuniríamos, él con un
vehículo y nosotros con O’Brien. Y entonces empezamos patrones de búsqueda. Era una selva
extensa, estoy hablando de una situación de aguja en un pajar.
—Pero Izzy y yo lo encontramos. Se había golpeado la cabeza y estaba fuera de ella. Recuerdo
que pensé, gracias a Dios, porque lo último de quería hacer era presentarnos en ese punto de
encuentro con las manos vacías. —Se rio por lo bajo—. También recuerdo haber pensado, gracias a
Dios está inconsciente. Ahora el Suboficial Mayor estará al mando y nos sacará de aquí. Quiero
decir, yo lo superaba en rango, seguro, pero no tenía la experiencia, así que…
—Déjame adivinar —dijo Teri, con la barbilla en la mano mientras lo observaba—. Mientras
ustedes encontraron a O’Brien, Stan logró encontrar un camión.
—Lo hizo —Muldoon sonrió—. Solo que estaba lleno de cocaína y lo perseguían los traficantes
furiosos a quienes les robó el camión. Así que de repente estábamos en un tiroteo y el Suboficial
Mayor dice: Bueno, no podía dejar la droga atrás ¿verdad? Tan calmado y pragmático como podría
estar.
Teri tuvo que sonreír. Podía imaginar a Stan.
—¿Mencioné el volcán? —dijo Mike.
Ella se rio.
—Estás inventando esto ¿no es así?
—Juro por Dios que no. Esto sucedió de verdad en mi primera operación con el equipo.
—Un volcán —dijo ella—. ¿Dónde me dijiste que estaban?
—No lo dije. Pero es fácil de adivinar.
—Apostaría que no era Hawai.
Él se rio, un destello de dientes blancos.
—Ganarías. De todos modos, ahí estamos. Siendo perseguidos por cuarenta hombres furiosos
con armas automáticas, y el Monte Kumquat, o cómo diablos se llame, elije justo ese momento
para entrar en erupción. Ahora, no estaba en el barrio, pero estaba lo suficientemente cerca para
algunos terremotos bien intensos ya que estábamos bajando la montaña, dirigiéndonos a un
caserío en el valle. El camino se desmoronaba bajo las ruedas y el Mayor dice: Oh, bien. De este
modo, habrá menos seguridad en el aeródromo. Resulta que había un mapa en el camión, él estaba
señalando claramente donde estábamos y adónde teníamos que ir, y había un aeropuerto cercano
donde íbamos a robar un avión para llegar allá.
—Desde luego —dijo Teri con una risa—. Debí haberlo imaginado.
—Sí —dijo Muldoon sonriendo a su vez—. No iba a ser fácil, pero somos SEAL. Podemos hacerlo.
Al menos eso es lo que el Suboficial Mayor nos dice. Me deja a mí y a Jimmy armando suficiente C-4
para volar el camión y las drogas al otro mundo. Resultó que, Ups, el aeropuerto era una base
militar aérea, pero el Mayor convierte esa complicación a nuestro favor también. Conducimos el
camión directamente a través de las puertas cerradas y gatillamos los explosivos, y logramos una
bonita distracción. Despegamos en un transporte militar, completo con equipo de salto.
—Para ese momento O’Brien está despierto y bastante avergonzado de haberse perdido la
mayor parte de la acción. Jura que se siente bien para hacer otro salto, así que el Mayor le dice a
Cosmo que ajuste el avión en piloto automático, tiene combustible suficiente para caer en el
océano, y nosotros nos preparamos para hacer nuestro segundo salto del día.
—La visibilidad es una mierda por las cenizas y el polvo del volcán, pero el Suboficial Mayor dice
que sabe dónde estamos. Dice salten, así que saltamos.
—¿Y…? —dijo Teri. Toda esta historia era puro Stan. ZA errada. Aguaceros, volcanes, terremotos,
traficantes de drogas, camiones llenos de cocaína. Echaría pestes sobre el factor dolor en el culo,
pero luego iría y se lo tomaría todo con calma y arreglaría las cosas.
—Y tenía razón. Sabía dónde estábamos —le dijo Muldoon con otra sonrisa—. Esta vez caímos a
doscientos metros de la zona de aterrizaje. Llegamos al punto de encuentro con el teniente Paoletti
con diez minutos de sobra.
—Y el LT dice: Lo esperábamos aquí antes. ¿Tuvo algún problema, Mayor? Y el Suboficial Mayor
no se inmuta. Se encoge de hombros y dice: Nada que el equipo no pudiera manejar.
Nada que él no pudiera manejar, más bien. Y era cierto. No había nada con lo que Stan no
pudiera lidiar. Nada que no pudiera arreglar.
Excepto tal vez por el hecho de que Teri no podía dejar de pensar en él, no podía dejar de
desearlo. Incluso cuando estaba sentada aquí con Muldoon, quien era innegablemente atractivo e
increíblemente dulce.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella levantó la vista para encontrar preocupación en sus lindos ojos. ¿Qué estaba mal con ella?
Era obvio que este hombre estaba interesado en continuar esta amistad en ciernes y elevarla un
nivel. O diez. Pero cuando lo miraba, ella se sentía…
Exhausta.
Y tal vez un poco halagada.
Eso era lo mejor que podía hacer. Quizás después de una buena noche de sueño…
—Te ves agotada —dijo Muldoon son gentileza—. Deberíamos salir de aquí para que puedas
descansar un poco.
Teri no discutió. Lo dejó acompañarla fuera del restaurante, lo dejó llevar su chaleco antibalas.
Subieron juntos las interminables escaleras y llegaron al vestíbulo débilmente iluminado.
—¿En qué torre estás? —preguntó él.
—Oeste ¿y tú?
Él rodó los ojos.
—Sur. Pero no es tan lejos, te acompañaré de todos modos.
—Está bien —le dijo Teri, negando con la cabeza. No quería que lo hiciera. No quería pararse
incómoda con él afuera de su habitación, rezando para que él no intentara darle un beso de buenas
noches.
No quería besarlo. No después de besar a Stan esta tarde.
Dios, nunca antes había sido besada así. Con tanta pasión y poder y ferocidad. Miró a Muldoon,
mirando su boca mientras él le decía algo, algo que no pudo oír por encima del rugido en sus oídos
inducido por el recuerdo.
O, a pesar de que tenía una boca muy agradable, Teri no quería…
Él la besó.
Muldoon la besó. Allí mismo en el vestíbulo, donde cualquiera podría verlos. La sorpresa la hizo
quedarse ahí, así que la besó otra vez, colocando su boca contra la de ella. En lo que a besos se
refería, fue agradable, cálido y suave y dulce.
Y Teri se dio cuenta de que lo había pedido. Al mirarle la boca de la manera en que lo hizo, sin
duda él asumió que quería que la besara.
Oh, Dios.
Ella dio un paso atrás, saliendo de sus brazos.
Estaban en la penumbra de un vestíbulo que era más sombras que luces, gracias al apagón en
curso. Y estaba vacío también, gracias a Dios. Nadie los había visto.
Muldoon la miraba como si estuviera pensando en besarla de nuevo, así que ella rápidamente
extendió su mano hacia él.
—Buenas noches.
Él se rio mientras le estrechaba la mano y abría su boca para hablar.
—Teri, yo…
Teri no quería escucharlo. Así que hizo lo que mejor hacía. Tomó su chaleco y huyó.
15.
Teri casi se echó a correr a las escaleras, dejando a Mike Muldoon mirándola.
Stan estaba sentado en uno de los maltrechos sillones del vestíbulo, súbitamente agotado.
Se acomodó hacia atrás en la penumbra mientras Muldoon cruzaba hacia la escalera sur,
rezando para que el alférez no lo viera, no se detuviera a saludarlo.
Stan no creía poder soportar el intercambio de amabilidades con nadie estando tan cansado.
Sí, claro. Eso era. Su súbita aversión hacia Mike Muldoon no tenía nada que ver con el hecho de
que justo vio al chico besando a Teri Howe.
¿Qué diablos le sucedía? Quería que Mike y Teri se engancharan.
Pero no quería tener que verlos besándose.
¿Tener que? Sí, realmente tuvo que quedarse y observar. No pudo deslizarse más en las sombras
e irse en silencio. No pudo usar otra escalera para llegar a su habitación.
No, tuvo que quedarse a mirar y torturarse. Porque la triste verdad era que quería a esta mujer
para sí mismo. Quería tomar ventaja de su confianza, de la forma que ella lo miraba para pedirle
consejo y ayuda. Al diablo con el hecho de que un tipo como Mike sería bueno para ella. Al diablo
con lo que ella necesitara, porque Stan ardía por ella.
Ese beso que Muldoon le dio, ese no fue un beso de verdad. Teri no se inclinó hacia el beso, no
se inclinó hacia Mike. No fue al encuentro de él en lo absoluto. Retrocedió y estrechó su mano. Y él
solo se quedó ahí cuando ella se marchó.
Cristo.
¿El hecho de que Stan los juntara no era suficiente? ¿Tenía que enseñarle a Muldoon como
besar a la mujer también?
Ese beso no fue nada parecido a la forma en que Teri besó a Stan apenas unas horas antes.
Maldición, debería darse por vencido. Simplemente debería ir a su habitación. Debería llamar a
su puerta con el pretexto de asegurarse de que estaba bien después de todo lo que le dijo esta
tarde.
No le costaría mucho que se sacara la ropa, tenerla desnuda y ansiosa debajo de él. Y ese no era
su ego el que hablaba, eran los años de experiencia, de sacar conclusiones después de reunir
pruebas y hechos.
Todo lo que tenía que hacer era ponerse de pie, subir los pisos extra de escaleras a la habitación
de Teri en lugar de la suya.
Eso era todo lo que tenía que hacer.
Eso, y tirar lejos su convicción de lo que era correcto, de lo que significaba ser un hombre de
honor.
Maldición, todavía no podía creer lo que le había contado, lo que pasó cuando solo tenía ocho
años. No fue tan terrible como lo podría haber sido, gracias a Dios por eso. Pero aun así era
horrible. Todavía la hacía vulnerable, eso era muy seguro.
El saber eso lo convenció más que nunca de que alguien como Mike Muldoon, el dulce, divertido
y sensible Mike, era exactamente lo que Teri necesitaba.
Stan echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, tratando de pensar en la mejor manera de
acercarse a Muldoon y ofrecerle un consejo sin ofenderlo.

Helga no podía encontrar su habitación.


Sabía el número, estaba escrito en su bloc de notas: 808. Subió todo el camino hasta el octavo
piso. Siguió los números hasta el 805, pero entonces el pasillo terminó. Había una puerta, pero
estaba cerrada. No podía ir más allá.
Estuvo a punto de sentarse justo allí en el pasillo y llorar.
En su lugar regresó sobre sus pasos. Volvió aquí.
Todas esas escaleras, subir y bajar, fueron demasiado para ella, se sentó en un rincón
débilmente iluminado del vestíbulo, desorientada, agotada y angustiada.
Un grupo de militares vestidos para la batalla, pasaron por ahí. No reconoció a ninguno de ellos,
pero sabía que debería hacerlo. Debería conocer sus caras, sus nombres.
Pero ni siquiera sabía dónde estaba. En qué ciudad, ni siquiera en qué país. ¿Qué le estaba
pasando que no sabía algo tan básico, tan simple?
Se echó hacia atrás en las sombras, con el corazón desbocado, rezando para que esos hombres
no la vieran. No estaba segura del por qué tenía que ocultar su confusión, su desorientación. Solo
sabía que era algo que debía ocultar de todo el mundo.
Se había escondido en las sombras de los soldados muchas veces antes. Había contenido la
respiración cuando se agachó detrás del gallinero de los Gunvald, con miedo de que la oyeran
jadear cuando corrió todo el camino. Tuvo cuidado de mantener la mirada baja mientras lo
escuchaba, a Wilhelm Gruber, marchar por la calle.
Pero volvería. El alemán nunca patrullaba lejos de la casa de Annebet.
Helga se escurrió al granero, donde sabía que encontraría a Annebet y Marte, y tal vez incluso a
Hershel. Él salió de la casa antes que ella, alejándose de las amenazas de Poppi. Pero Helga corrió
tan rápido como pudo, tomando atajos a través de patios y callejones lodosos que Hershel no
tomaría, vestido en su traje bueno.
Ella irrumpió en el granero. Justo como había sabido, Marte estaba jugando con los cachorros,
Annebet estaba… Helga no sabía lo que Annebet estaba haciendo, saltó del barril donde estaba
sentada y escondió lo que sea que estaba sosteniendo detrás de su espalda.
—¡Helga, me asustaste! —la regañó Annebet—. ¿Qué estás haciendo a esta hora de la noche?
—Hershel —jadeó, y Annebet dejó caer lo que estaba sosteniendo. Se sintió un golpe en el
suelo, un arma que parecía mortal. Helga la quedó mirando, pero Annebet se arrodilló delante de
ella.
—Por favor, dime que está bien. —Su cara estaba pálida y su voz temblorosa.
—Estoy bien —Hershel cerró la puerta detrás de él mientras Annebet gritó de alivio.
—¡Gracias a Dios! —corrió hacia él y se arrojó a sus brazos.
El hermano de Helga cerró los ojos mientras la abrazaba con fuerza.
Parecía un momento tan privado que Helga apartó la vista. Y se encontró mirando una vez más
el arma que Annebet había estado limpiando. Marte avanzó lentamente con sus ojos sobre su
hermana y Hershel mientras empujaba la pistola detrás del barril que Annebet había estado usando
como asiento, y la escondió.
—Pensé que no creías en Dios —Hershel la tiró hacia atrás para mirar a Annebet a los ojos.
—Creo que ahora sí —le dijo ella—. Estaba segura de que Helga venía a decirme que te habían
llevado. O matado.
Él le tocó la mejilla.
—Yo no soy el que ha comenzado a llevar una pistola —Se apartó de ella, se acercó al barril y
sacó el arma de atrás con el pie.
—Tal vez si lo hicieras, me preocuparía menos por ti —replicó Annebet.
—Lo que me preocupa son todos esos niños en la resistencia, yendo por ahí armados y
peligrosos. Alguien va a salir herido, va a haber un accidente. Bjorn Linden tiene quince años. Porta
una Luger dondequiera que va —Hershel se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. No vine aquí para
discutir contigo, Anna. Vine aquí para…
—Vino para casarse contigo —dijo Helga.
Annebet se rio, pero luego se dio cuenta de que Hershel no lo negó.
—Peleaste con tus padres —adivinó correctamente—. Te prohibieron verme. —Ella se alejó de
él con frustración—. No me voy a casar contigo como reacción a su ira. No me voy a casar contigo,
punto. Ya hemos pasado por esto antes.
—No, no es así —dijo Hershel—. No hemos pasado por todo. Se te olvidó mencionar la parte en
que me amas más que a tu propia felicidad. Se te olvidó decir que te casarías conmigo en un
instante si no estuvieras convencida de que al hacerlo causarías una brecha entre mis padres y yo.
Mientras Helga observaba con los ojos abiertos, Annebet se armó de valor. Se volvió hacia
Hershel, para encontrar su mirada.
—Es verdad —dijo ella—. Lo haría. Por mucho que lo odiara, podría vivir con las habladurías, las
murmuraciones de los extraños. Incluso podría vivir con el hecho de que nunca alcanzaras esa
posición en la universidad. Podría vivir en Estados Unidos, siempre y cuando estuvieras conmigo.
Pero no puedo vivir sabiendo que me interpuse entre tú y tus padres. No puedo…
—Pero no lo has hecho —le dijo él, dando un paso hacia ella, tomándola por los codos,
prácticamente sacudiéndola—. ¿No lo ves? No has hecho nada más que amarme. Dios, te amo, ¡y lo
haré hasta el día que me muera! Te cases conmigo o no, mi corazón es tuyo.
Annebet tenía lágrimas en los ojos, y Marte estaba simplemente llorando.
Pero Hershel no había terminado.
—Él me dijo que si me iba de la casa, me desheredaría. No quiero su dinero, esa parte de su
amenaza no significa nada para mí. En cuanto a su amor… —Negó con la cabeza—. Tampoco lo
quiero, si tenerlo significa que tengo que dejar que me controle. Esto no se trata de ti. No
realmente. Esto se trata de no vivir mi vida de la forma que mi padre quiere que lo haga.
—Es que él quiere lo mejor para ti.
—Él quiere lo mejor para él —replicó Hershel—. El amor debe ser incondicional. Él debería haber
dicho felicitaciones, no —su voz tembló— ya no serás mi hijo.
—Oh, Hershel —Annebet lloró por él.
Hershel también lloraba. Todos lo hacían. Helga podía sentir sus propias lágrimas mojar sus
mejillas.
—Es su culpa —insistió Hershel—. ¿No lo ves? Tú no causaste este problema, mi padre lo hizo.
—Pero si no fuera por mí…
—Yo no sería el hombre más feliz de la tierra —le dijo—. Así que cásate conmigo. Tienes que
casarte conmigo, porque esto no es tu culpa. Por favor, Anna, no me importa mucho no ser más el
hijo de Eli Rosen si puedo ser el marido de Annebet Gunvald.
Helga miró la cara de Annebet, y vio la batalla que se libraba dentro de ella, vio el momento en
que Hershel, y su corazón, vencieron.
Annebet lo besó.
—Sí —susurró—. Me casaré contigo.
—¿Helga? Dios mío, ¿Qué pasó? ¿Estás bien?
Era Des.
No estaba sentada en el granero de los Gunvald. Estaba en el vestíbulo decadente de algún hotel
en… en…
No importaba que no lo supiera, porque conocía a Des. Su cara era familiar.
Sus ojos estaban llenos de preocupación cuando le dio su pañuelo, y ella se dio cuenta de que
estaba llorando.
—Estaba recordando la noche que Annebet le dijo a Hershel que se casaría con él —le explicó
mientras se secaba la cara.
—Sabes que no debes sentarte en el vestíbulo —le dijo él—. Especialmente después de ese
incidente en la piscina esta tarde. Ha aumentado la seguridad, pero de ninguna manera es seguro
aquí abajo.
—Solo estaba descansando mis pies por un minuto. Este lugar es tan grande…
—Te perdiste —interpretó Des.
Ella fingió reír.
—No seas ridículo.
—Tenemos que hablar de esto. Vamos a hablar de esto. Pero no ahora. Si no nos movemos, voy
a llegar tarde a una reunión.
Una reunión. ¿A esta hora? Helga notó que Des estaba vestido todo de negro.
—Vamos —dijo ayudándola a levantarse—. Tengo un poco de tiempo, te acompañaré a tu
habitación.

Sam Starrett no estaba durmiendo cuando sonó el teléfono. Estaba completamente despierto
y mirando el techo a pesar de que sabía malditamente bien que tendría que estar inconsciente y
reabasteciéndose para la práctica de las 0230 que se aproximaba demasiado pronto.
Cuando sonó el teléfono, sabía que no era el teniente Paoletti llamando para reunir al equipo
temprano. Los teléfonos del hotel eran demasiado poco fiables.
Eso significaba que era WildCard, llamándolo para informar que Alyssa Locke había llegado bien
a su habitación después de la fiesta con ese imbécil de Rob Pierce y los observadores SAS. Sam
habría merodeado por el hotel él mismo, buscándola, pero WildCard lo aconsejó en contra de ello.
A menos que quisiera que Locke supiera que él estaba… cielos, ni siquiera podía pensarlo sin
encogerse. Pero era cierto. Verla de nuevo, besarla de nuevo, se lo había aclarado.
Estaba enamorado de ella.
El teléfono sonó por segunda vez y Sam se sintió tentado de no contestar. Las noticias de
WildCard podrían no ser tan buenas. Podría estar llamando para decirle que Alyssa había ido a la
habitación de Pierce, que estaba allí en este momento.
Con él.
Esa no era una noticia que Sam quisiera escuchar en una noche cuando ahogar sus penas en una
botella de Jack Daniels no era una opción.
Rodó sobre su estómago y cogió el teléfono, preparándose para lo peor.
—¿Dónde diablos está?
Se oyó el sonido de una risa y una conversación lejana, vasos y cubiertos que tintineaban por la
línea abierta. Y luego una suave risa que no era de WildCard.
—Así que enviaste a Karmody a ver cómo estaba. Ya me lo imaginaba.
Santo Dios, era Alyssa.
—Tenemos una discusión sobre apodos aquí —le dijo—, y el tuyo salió.
Había bebido. Podía oír el alcohol en su voz, relajando las consonantes, jugando con las vocales.
—Rob quería saber la historia de por qué te llaman Sam, y recordé que Sam vino de Houston,
pero que no te apodaron Houston porque eras de Texas, porque no eras de Houston, pero no pude
recordar que… —Ella se rio. Tapó el teléfono mal mientras hablaba con otra persona—. No, no de
verdad. No quiero —fue amortiguada, pero la oyó. Oyó su risa también—. No, quiero hablar con él.
Espera…
—Teniente, lo lamento en extremo. Espero no haberlo despertado —era el puto británico, Rob
Pierce.
Sam estaba apretando los dientes tan fuerte que casi pudo sentir algunos pedacitos
rompiéndose.
—No —dijo, de alguna manera logrando no sonar como si quisiera matar al bastardo—. Todavía
estaba despierto.
—Estamos terriblemente confundidos sobre el origen de su apodo. ¿Le importaría aclarármelo?
Rápidamente. No quiero ocupar mucho de su tiempo. Y estoy un poco más coherente que, bueno,
que casi todos los demás, así que cuando lo haya entendido, estoy seguro de poder explicarlo al
resto de ellos. ¿Cierto?
Cierto, pedazo de mierda.
—Mi nombre es Roger Starrett —le explicó tenso—. Me apodaron Houston debido a Roger. ¿Por
el Centro de Control de la NASA? Roger, Houston, ¿entiende?
—Ah.
—Luego, después de meses de ser llamado Houston, alguien pensó que era mi verdadero
nombre y empezó a llamarme Sam. Debido a Sam Houston.
—¿Debido a…?
—Un tejano famoso. Una figura histórica americana —Pedazo de mierda.
—Correcto, entonces. Lo entendí. Lo dejaré que vuelva a…
—Ponga a Alyssa al teléfono otra vez —le ordenó Sam.
Pierce hizo un ruido británico que Sam ignoró.
—Ahora, cero cero siete —Sam lo interrumpió—. Ponla al puto teléfono ahora. A menos que
tengas miedo de que ella cuelgue y se deshaga de ti por mí. ¿Es eso, maldito imbécil?
Pierce se rio.
—Ustedes los americanos son tan maleducados. —Pero entonces oyó—, quiere hablar contigo,
querida.
Entonces la voz de Alyssa.
—¿Sí?
¿Te lo vas a tirar, querida? Las palabras estaban en la punta de su lengua. En cambio, cerró la
boca, respiró profundo, exhaló y dijo:
—Lys. ¿Qué estás haciendo?
Casi pudo oír su sorpresa.
—A este tipo no le importas una mierda —continuó—. Mañana ni siquiera se acordará de tu
nombre.
Ella fingió reír, pero era falso.
—Un gran consejo, viniendo de un tipo que…
—Recuerda tu nombre muy bien, Alyssa.
Silencio. Sam trató de contar hasta diez pero solo llegó hasta siete.
—Mira, ¿está WildCard allá abajo todavía?
—Mirándome con mala cara desde el otro lado de la sala —dijo ella—. Mi hostil angelito de la
guarda.
La idea de WildCard Karmody como el ángel de la guarda de alguien lo habría hecho reír si no
fuera tan jodidamente importante para él.
—Deja que te acompañe a tu habitación —dijo Sam, todavía con esa voz razonable, casi gentil,
rezando para que lo escuchara—. Sal de ahí ahora mismo, ¿de acuerdo, Lys? Si no quieres hacerlo
por mí, entonces hazlo por ti. Por favor. Este Pierce es uno de los tipos más idiotas del mundo, y te
vas a odiar mañana. Y no quiero que pases por eso de nuevo. Una vez es suficiente ¿no crees?
Hubo otra pausa larga, y luego:
—¿Sam?
—¿Sí?
—¿Cómo es que solo eres amable conmigo cuando estoy borracha?
Sam se rio cansado.
—Esa es una ilusión inducida por el alcohol. Todavía soy el mismo hijo de perra de siempre. Me
interpretas diferente cuando bebes, eso es todo.
—No lo creo.
—Sí, bueno, estás borracha. ¿Qué mierda sabes?
—Sé que te echo de menos.
Cielos. Sus palabras suaves prácticamente lo dejaron sin aliento.
—Sí —logró decir—, bueno, ya somos dos.
—Puedo… —ella carraspeó—. ¿Te importaría si yo… —una tos esta vez—. Realmente me
gustaría continuar esta conversación en un lugar más privado. —Una respiración profunda—.
¿Puedo subir? Para hablar —añadió rápidamente.
—812 —dijo él.
—Correcto —dijo ella, y colgó.

Teri tenía un frasco de analgésicos sin aspirina en su kit de aseo y un dolor de cabeza que
necesitaba al menos tres de esas cápsulas. Pero nada con que tomarlas.
Dejó correr el agua en el lavamanos del baño, recordando la advertencia de Stan. Beber solo
agua embotellada.
Necesitaba esas pastillas, pero no necesitaba ninguna bacteria intestinal que le dañara el
estómago.
Resignada a su suerte, se puso las botas y su chaleco antibalas y bajó al restaurante. Allí había
agua embotellada, libre para llevar. Era su culpa por no pensar en llevarse una botella después de
cenar con Mike Muldoon.
Mike Muldoon, que le dio un beso de buenas noches.
Agarró varias botellas de agua y luego subió las escaleras y cruzó el vestíbulo, tratando de no
pensar en Muldoon o Stan.
Excepto que ahí estaba. Justo delante de ella. Stan Wolchonok. Su héroe personal.
Estaba durmiendo en un sofá destartalado en el vestíbulo del hotel, con las manos metidas en
sus axilas porque el aire de la noche estaba repentinamente fresco.
Teri se paró y lo observó, temiendo dejarlo ahí y que se enfriara, temiendo despertarlo. Si lo
hacía, él encontraría algo urgente que hacer antes de reunirse en el helicóptero a las 0230. No, era
mucho mejor dejarlo dormir.
Fue a recepción. Pero el soñoliento recepcionista no hablaba mucho inglés, y ella no supo cómo
decir manta en kazbekistaní. Así que subió a su habitación y tomó una de su cama.
Cuando volvió al vestíbulo, Stan no se había movido ni un centímetro. Lo cubrió con cuidado,
silenciosamente, resistiendo la tentación de inclinarse y besar su frente o tocar la suavidad de su
pelo.
Se quedó allí un momento, permitiéndose una pequeña fantasía. Él abriría los ojos y le sonreiría.
Ella no tendría más que extender su mano y él la seguiría al piso de arriba, a su habitación…
Pero no despertó, y ella regresó a su habitación sola y cayó en un sueño profundo, con su dolor
de cabeza olvidado.

La puerta de la habitación 812 se abrió, incluso antes de que Alyssa tuviera la oportunidad de
tocar.
Y entonces ahí estaba él. Sam Starrett. El pelo largo hasta los hombros. La sombra de la barba
crecida en su rostro delgado. Ojos azul neón. Piernas largas y hombros anchos.
Lo había sacado de la cama. Podía verla, desarreglada detrás de él. Él había intentado ordenar la
colcha, igual que había intentado ponerse una camiseta. Ambos intentos eran bastante irrisorios.
Tenía la camiseta al revés.
Pero incluso mostrando las costuras de la camiseta, con los pantalones cortos raídos que llevaba,
con esa casi-pero-no-del-todo-barba en su cara y el enrojecimiento de sus ojos por la fatiga, seguía
siendo el hombre más físicamente atractivo que Alyssa había conocido.
Él dio un paso atrás para dejarla entrar, y ella pasó junto a él, consciente de lo bien que olía,
consciente de lo fácil que sería simplemente agarrarlo y…
Sam cerró la puerta, aún sin decir una palabra, solo la miraba con esos ojos.
La había besado hace apenas unas horas, abajo en la piscina. Luego, ella había huido. Ahora no
podía esperar a que la besara de nuevo. Es curioso lo que unos vasos de bebidas alcohólicas locales
podían hacer para ajustar la resolución más firme.
Solo que Sam no la besó, ni siquiera habló. Solo la miró, casi con cautela.
Así que Alyssa lo hizo. Dejó caer su riñonera al suelo y lo alcanzó.
Y ella lo besó.
Al principio fue como besar a una estatua. Él no se movió. Pero entonces estalló, tirándola duro
contra él, profundizando el beso con fuerza mientras ella se aferraba a él, la lengua de Sam
irrumpiendo en su boca.
Sí. Sí. Esto es lo que quería.
Sus manos eran rudas contra su pecho, contra su trasero, y podía sentirlo, duro y caliente debajo
de sus pantalones cortos mientras se apretaba contra ella. Se abrió a él, queriéndolo ahora. Rápido,
deshacerse de sus ropas y…
Pero tan rápido como empezó a besarla, la apartó.
—Pensé que viniste aquí para hablar.
Ella respiraba con dificultad, él también. Él quería hablar tanto como ella. Dio un paso hacia él.
—Sam…
Alyssa tenía razón. Él no retrocedió. La besó de nuevo, con la misma ferocidad que antes. Ella
deslizó sus manos por debajo de su camiseta, tocando la suavidad de su espalda, inclinando la
cabeza para que la besara más profundo, más profundo, y él gimió.
Pero de nuevo la empujó hacia atrás.
—Cielos, voy a emborrachar me solo de besarte. Sabes a una puta destilería. ¿Qué diablos
estuviste bebiendo?
—Tragos de un licor local —admitió ella—. Era más fuerte de lo que pensé. Pero Ian de la SAS
empezó a hacer bromas acerca de los americanos que no son capaces de aguantar el licor y…
—Tu aguante del licor vale una mierda —le dijo Sam—. Todo lo que hiciste fue darles la razón.
Ella no quería hablar. No lo quería enojado con ella. Lo quería amable, de la forma que fue al
teléfono. O riendo. Desnudo y riendo y en sus brazos. Dio un paso hacia él, pero esta vez él
retrocedió, pasándose las manos por el pelo con movimientos bruscos por la ira.
—Así que estás aquí. De nuevo borracha y en mi habitación —dijo él—. ¿De qué se trata Alyssa?
¿Realmente tienes que emborracharte para estar conmigo?
Ella dio un paso hacia él, y de nuevo él dio un paso atrás. Hablaba en serio. No iba a dejar que lo
tocara hasta que respondiera su pregunta.
Así que ella contestó. Honestamente.
—A menos que haya bebido, no puedo… —Alyssa luchó con las palabras, de repente queriendo
que la entendiera—. No puedo admitir, a mí misma, que te deseo.
Había tomado esa primera copa esta noche, sabiendo muy bien que podría terminar aquí. Con la
esperanza de terminar aquí.
Cuando Sam la besó en la piscina, cuando le pidió subir a su habitación en esa voz ronca por el
deseo, se había muerto de miedo. Ella también lo deseaba. Desesperadamente. Pero si se hubiera
ido con él entonces, completamente sobria, tendría que haber reconocido todo lo que sentía.
Alyssa buscó sus ojos, rezando para verlo suavizarse, pero de nuevo era como una estatua. Duro
y frío e inflexible.
La incertidumbre la golpeó. Después de la forma en que la besó en la piscina, no había
considerado que podría cambiar de opinión. Que podría no quererla aquí esta noche.
Había sido dura con él. Ni siquiera me gustas.
Nerviosa, se humedeció los labios.
—¿Quieres que me vaya?
¿Quería que se fuera?
No. No había puta manera de que Sam dejara que Alyssa se alejara de él. La tomaría de cualquier
maldito modo que pudiera. ¿Y qué si estaba borracha? ¿Y qué si la mayoría de los hombres,
hombres honorables, la acompañarían de regreso a su habitación y gentilmente la mandarían a
dormir, sola, porque no se aprovecharían de ella en su estado?
Se había aprovechado de ella antes. ¿Por qué diablos se detendría ahora?
Además, la deseaba demasiado. No había una puta forma de que saliera de aquí, no después de
decirle que ella también lo deseaba.
Pero, mierda, estaba enojado. Con ella, consigo mismo, con el mundo.
Tres pasos lo llevaron amenazadoramente cerca de ella.
Hubo un destello de sorpresa, de incertidumbre, y cielos, de esperanza en los ojos de Alyssa.
Así que la atrajo hacia él con más fuerza de lo debió hacerlo, y la besó, más duro de lo debió,
también. Pero ella se derritió en sus brazos, se amoldó a él, como si quisiera lo que pudiera darle y
todavía estaría dispuesta a suplicar por más.
Entonces la besó más duro, empujándola de modo que su espalda golpeó la pared con no poca
fuerza. Tiró de su camisa, se la sacó por la cabeza y le desabrochó los pantalones, sin dejar de
besarla.
Aun siendo besado por ella. Lo besaba como si hubiera estado hambrienta sin su boca para
saciarse.
Maldición, se sentía demasiado real. Demasiado como una reunión con una amante real, no solo
alguien con quien quería follar cuando estaba lo suficientemente borracha para no importarle.
La ira ardía en su estómago. Mañana ella despertaría, y esto se habría convertido en otra mala
idea. En otro pésimo error. Y lo dejaría. De nuevo. En carne viva, sangrando y solo.
De nuevo.
Pero no era mañana todavía.
Empujó con rudeza la mano por sus pantalones, dentro de sus bragas, y entonces, Dios, estaba
dentro de ella.
Ella hizo un sonido que podría haber sido de dolor, y él comenzó a retirarse, más enojado que
nunca consigo mismo. ¿Qué diablos estaba tratando de hacer? ¿Quería lastimarla?
Pero ella le agarró la mano y, mirándolo a los ojos, lo empujó aún más profundo dentro de ella.
Ese sonido fue de placer. Estaba resbaladiza y mojada y completamente lista para él.
Lo miró mientras se desabrochaba los pantalones, mientras ella también, metía la mano en sus
calzoncillos y lo tocaba. Se sentía tan bien que él casi comenzó a llorar.
—Por favor —susurró—. Sam, te necesito tanto.
Necesidad.
Sam sabía todo acerca de la necesidad.
Él se movió rápido entonces, bajándole los pantalones, sacándoselos de sus piernas largas y
perfectas. Trató de desabrochar su sostén, pero se distrajo con sus pechos, apartando el encaje
para poder saborearla, amando la manera en que sus pezones endurecidos raspaban su lengua.
Ella se subió encima de él, con los brazos alrededor de su cuello y sus piernas alrededor de su
cintura y…
—Whoa —Él sostuvo su perfecto trasero con las dos manos para evitar que lo empujara duro y
profundo dentro de ella.
Pero Alyssa le llevaba la delantera. Tenía un condón ya abierto en las manos.
—Lo siento —dijo ella cuando metió las manos entre ellos para cubrirlo—. Tenía la intención de
hacer esto primero. Haces que me sea difícil pensar con claridad.
No, eran los quince tragos del matarratas local que hacía que le costara pensar con claridad.
Pero al parecer, no la hizo olvidar agarrar un condón en su camino a la habitación.
O tal vez lo llevaba con ella cuando salió de su habitación para encontrarse con Rob Pierce para
cenar.
La idea lo volvió loco.
Cielos, tenía que dejar de pensar. Tenía que deshacerse de los celos, la ira que le revolvía las
entrañas. Solo tenía que sentir. Esta experiencia. Disfrutarla por lo que era, no por lo que no podía
ser.
Bien podrían pasar otros seis meses antes de volver a tener esta oportunidad. Y eso siendo
optimista. Podría no suceder otra vez.
Así que bajó las revoluciones y observó el rostro de Alyssa mientras terminaba de cubrirlo con el
condón, lo miraba con esos ojos color verde mar y sonreía.
Esa sonrisa casi tímida era la de sus sueños. La que le ofrecía antes de besarlo y decirle que lo
amaba.
Pero eso no iba a suceder aquí. A Alyssa ni siquiera le gustaba. Lo había dejado más que claro.
Esto era puro sexo para ella.
Sam no pudo devolverle la sonrisa. Probablemente no iba a sonreír nunca más. Pero le sostuvo
la mirada y lentamente entró en ella, llegó a casa.
Ella…
¡No pienses, estúpido de mierda! Solo siente.
Era…
Limítalo solo al placer. Sensación. Alyssa rodeándolo con su dulce calor. La boca de Alyssa
besándolo mientras se retiraba lentamente de ella, volviendo a meterse lentamente. Puro sexo.
Lo qué…
La mordedura de alcohol mezclado con el dulce y familiar sabor de Alyssa, como si le hubieran
servido una copa de una bebida exótica en el bar. Una ingesta de aliento. Sus piernas apretadas
rodeándolo. La piel suave bajo sus manos. Una exhalación entrecortada.
Había…
—Oh, Sam —suspiró ella, y él no pudo seguir pensando.
Ella era lo que había echado de menos todos estos meses.
No era solo el sexo grandioso que había estado anhelando, por mucho que intentara
convencerse de lo contrario. Era Alyssa. Su voz en su oído. Su sonrisa iluminando su mundo. Su
actitud de no tolerar estupideces, de no tomar prisioneros. Su capacidad de tomar lo que él le
lanzaba y devolvérselo en grandes cantidades.
No solo la deseaba, la amaba. Y no solo la amaba, le gustaba. El mundo era un lugar cincuenta y
dos mil veces mejor, más interesante, más excitante, cuando estaba con ella. Y eso era cuando no
estaban teniendo sexo.
—Por favor —dijo ella—. Oh, por favor…
Él sabía lo que quería, sabía que le gustaba el sexo duro y rápido, pero no cambió su ritmo. No
tenía mucho control aquí, pero tenía el control de eso. Y maldito si iba a renunciar a lo que bien
podría ser la única oportunidad que tendría de decirle que la amaba.
Para cualquiera que mirara desde afuera, podría parecer como si la estuviera clavando. Con ella
contra la pared, y él con los pantalones cortos en los tobillos, eran la definición de lujuria carnal y
deseo puro.
Pero él bajó la intensidad. La besó con ternura, con cuidado, tomándose su tiempo. Desde
afuera, podía parecer puro sexo, pero maldición, en realidad, le estaba haciendo el amor.
Se retiró de la suavidad de su boca, deseando que ella lo mirara, que encontrara sus ojos
mientras él se metía lentamente, imposiblemente profundo dentro de ella, mientras lentamente se
retiraba.
—Alyssa.
Ella abrió los ojos que estaban vidriosos y pesados de placer.
—Me estás matando —suspiró ella—. Voy a morir, esto es tan bueno.
Sus palabras suaves combinadas con su suave cuerpo lo llevaron más cerca del límite. No sabía
que lo había delatado, pero pudo ver en sus ojos que ella sabía muy bien lo que le hacía.
Alyssa comenzó a cerrar los ojos cuando Sam se deslizó lentamente hacia atrás. Cambió todo el
peso del cuerpo de ella a su brazo izquierdo, metió la mano entre ellos y la tocó, suavemente al
principio. Sabía exactamente donde tocarla. Lo recordaba. Incluso si viviera cuatrocientos años, eso
era algo que nunca olvidaría.
—Alyssa, mírame —le ordenó.
Ella estaba a segundos de llegar al clímax, él también. Cuando sucediera, él quería estar ahí,
observando su rostro, mirándola a los ojos. Y quería que ella hiciera lo mismo, que lo viera correrse,
para ver el amor en sus ojos, el amor que no sería capaz de ocultar mientras su cuerpo temblaba y
su mundo explotaba.
Porque no había manera de que pudiera decir las palabras en voz alta. Te amo. Sí, claro.
Por lo general el valor no era algo que le faltaba, pero no tenía ni la mitad del valor que
necesitaba para hacer eso.
—Sam…
Ella estalló alrededor de él, y él se aguantó por lo que pareció una eternidad, evitando
desesperadamente su propia liberación hasta que sus párpados se agitaron, hasta que regresó a
tierra.
—Mírame —gruñó con los dientes apretados.
En el instante en que ella lo hizo, en el instante que sus ojos se encontraron de nuevo, él se
corrió con una oleada de placer que fue intensamente cegadora. Fue placer físico y emoción
entrelazados, cada uno aumentado tanto por el otro que la muerte pareció una posibilidad real.
¿Cómo podía sentir esto y seguir respirando? Sin embargo, se obligó a abrir los ojos y a sostener su
mirada.
Entonces, cielos, ahí estaban. Cara a cara. Con los ojos bien abiertos. Ambos agotados y
jadeando.
El silencio era aterrador, así que Sam dijo lo primero que le vino a la cabeza. Lo primero que no
fuera una declaración de amor eterno.
—Bueno, feliz jodido cumpleaños para mí.
La sorpresa y confusión se dibujaron en el hermoso rostro de Alyssa.
—¿Es tu cumpleaños?
—No, pero debería serlo. Seguro como el diablo que se sintió así.
Ella asintió.
—Feliz cumpleaños para mí también.
Ella sonrió, todavía mirándolo a los ojos.
Sam consiguió sonreír también. Y la besó. Porque sabía que esta noche no había terminado. No
todavía, de todos modos.
16.
Gina estaba frustrada.
—No tiene sentido.
Podía escuchar un eco de la advertencia de Max. Hagas lo que hagas, no los insultes. No los
hagas enojar. No les des ninguna excusa para que te ataquen.
Pero Bob el terrorista no se sintió insultado. Sonrió. Se encogió de hombros. Se veía
exactamente igual a los chicos que llegaban a su dormitorio a pasar el rato, tal vez a escuchar
música. Tranquilo. Demasiado relajado para enojarse por cualquier cosa.
—No mucho en esta vida tiene sentido —señaló.
Ella intentó otra táctica.
—¿Qué daño podría hacer —preguntó—, dejar que las mujeres y los niños bajen del avión?
Ella sostenía el micrófono de la radio en su regazo, y el botón presionado. En algún lugar, en uno
de esos edificios feos que podía ver por la ventana, Max estaba escuchando cada palabra que decía.
Bob se rascó el cuello. Bostezó. Hizo un gesto a sus piernas desnudas.
—¿Sabes que la policía te arrestaría por usar eso en mi ciudad? —Sonrió casi disculpándose—.
Eso si la… —murmuró algo en su propio idioma, buscando la palabra—. La gente —dijo—. La gente
común, no el ejército o la policía…
—¿Los civiles?—ofreció ella.
—Sí. —Le dirigió una sonrisa brillante—. Gracias. Civiles —lo pronunció con tres silabas
separadas—. Eso si los civiles no te matan a golpes primero.
Qué agradable.
—Bueno, estos pantalones cortos son aceptables en Estados Unidos —le dijo ella—. Son
considerados incluso conservadores.
—Sé lo que es aceptable en Estados Unidos. Veo la televisión. Veo Dawson’s Creek y Buffy. Veía
Survivor y MTV.
Gina no podía creerlo.
—¿Tienen MTV en Kazbekistán? ¿Dónde las mujeres son asesinadas por usar pantalones cortos
en público?
—Por supuesto que no —dijo—. Pero tengo unos amigos que tienen acceso a una antena
parabólica. Vemos lo que queremos. Puramente con la intención de entender los males del
pensamiento occidental, desde luego.
Estaba haciendo una broma ¿no? Prácticamente le guiñó un ojo. Gina se rio a pesar de la tensión
que iba aumentando por hora en el avión. Al el gruñón había estado a punto de salirse de madre
solo hace un rato, y Bob tuvo que expulsarlo de la cabina del piloto.
Bob era el barómetro oficial de los secuestradores. Mientras es estuviera relajado, no había
razón para tener más miedo de lo habitual. Y mientras Al se mantuviera lejos de ella, estaba a salvo.
Si alguien iba a hacerle daño, no iba a ser Bob.
A él le gustaba. Lo sabía. Si se hubieran conocido en la universidad, habrían sido amigos.
—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó—. ¿Cómo terminaste aquí, sosteniendo un arma
contra gente inocente? No lo entiendo.
Él la miró en silencio por un momento, pero luego negó con la cabeza.
—¿Sabes? Yo veía Survivor.
—Sí —dijo Gina con impaciencia—. Lo dijiste. —No quería hablar de programas de televisión.
Quería sacar algunas de estas personas del avión—. Tú y el noventa por ciento de la población del
mundo libre.
—Todo el tiempo que lo veía —le dijo él—, yo pensaba: ellos no durarían un día aquí. Susan y
Gervase y Richard. Lo que sobrevivieron no era nada.
Cuando la miró, ella podría haber jurado que tenía lágrimas en los ojos.
A Gina se le subió el corazón a la garganta. ¿Qué atrocidades tenía que vivir? ¿Qué horrores
había presenciado a diario? Esperó a que le dijera más, pero se quedó en silencio.
—Por favor —susurró ella—. Deja que las mujeres y los niños salgan del avión. Deja que se vayan
todos. Me tienes a mí como rehén, no los necesitas.
Bob la quedó mirando, con una expresión indescifrable.
Pero entonces la radio chilló, y ella rápidamente soltó el botón del micrófono.
Y la voz de Max llegó por el altavoz, fuerte y clara.
—Vuelo 232, entre. Cambio.
Bob se secó los ojos. Cuadró los hombros.
—Pregúntale si nuestras demandas están siendo cumplidas —la instruyó.
Mierda, había estado a punto de algún tipo de avance con él. Ella lo sabía. Y sin embargo sabía
por qué Max los había interrumpido. Nunca ofrezcas algo que no estés inmediatamente preparado
a entregar. Y nunca lo hagas personal.
Gina pulsó el micrófono.
—Bob quiere saber el estado de sus demandas, por favor. Cambio.
—El senador, tu padre, está en una reunión con el presidente —dijo Max. Ella sabía que era todo
mentira. Los Estados Unidos no negociaban con terroristas. Fin. ¿Este tipo que querían sacar de la
cárcel? No iba a ir a ninguna parte. Ni soñarlo. El senador podía reunirse con el hombre en la luna y
no cambiaría nada.
—Bob —Max habló directamente al secuestrador—. Es hora de un gesto de buena fe. Algo
grande, algo generoso. Algo que le dirá al gobierno de los Estados Unidos que están hablando en
serio sobre mantener esa gente del avión sana y salva. Algo como bajar a Karen del avión. Déjala
salir, Bob. Déjala que se marche. Eso enviará un mensaje positivo, te lo garantizo. Cambio.
—Pregúntale si cree que somos estúpidos —replicó Bob.
—Max —dijo Gina—. No crees que Bob sea estúpido ¿verdad? Cambio.
¿Qué estaba haciendo Max? Escuchó su conversación con Bob, la oyó conectarse con él. Sabía
que el secuestrador era vulnerable en este momento debido a esa conexión. Ella sabía que Max
sabía, se lo había enseñado él mismo, le dijo todo acerca de negociar con alguien que estaba bajo
estrés, solo hace unas pocas horas. Y sin embargo, él estaba tratando de usar esta oportunidad
para liberar a Gina. Solo a Gina, a nadie más.
Debía pensar que realmente iba a ser asesinada. Y pronto.
—¿Por qué no la liberas? —preguntó Max—. ¿Por qué es la hija del senador? Cambio.
Gina miró a Bob, quien asintió.
—Sí. Cambio.
—¿Quieres un rehén importante? —preguntó Max—. Puedes tener un rehén importante.
Puedes tenerme a mí. Soy uno de los negociadores más importantes de los Estados Unidos, Bob.
Hay un montón de gente que tendría un infarto si supiera que estoy ofreciendo ponerme en tus
manos. Pero te lo estoy ofreciendo. Ella sale, yo entro. Hagámoslo. Ahora mismo. Estoy saliendo de
la terminal A, dirigiéndome directo hacia ti, Bob. Bájala del avión. Cambio.
Bob se movió a la ventana. Gina también miró hacia la noche.
Y entonces pudo verlo. Max. Una vaga figura distante, iluminada por las luces de la terminal. Por
primera vez era algo más que una voz incorpórea. Era un hombre real, y estaba caminando hacia
ellos. Listo para cambiarse por ella. No sabía si reír o llorar.
—Dile que se detenga —ordenó Bob.
—Max, detente. Por favor.
La figura distante dejó de moverse. Se llevó a la boca lo que parecía alguna clase de walkie-talkie
inalámbrico.
—Vamos, Bob. Al hacer esto mostrará tu voluntad de trabajar hacia la satisfacción mutua. Es un
gesto de buena voluntad, y te pone en una mejor posición de negociación. No estás perdiendo aquí.
Cambio.
—Dile que no —dijo Bob—. Dile que es él el que tiene que hacer un gesto de buena voluntad.
Dile que cumplir la primera de nuestras demandas y liberar a nuestro líder de la cárcel es la clase de
buena voluntad que estamos buscando.
Gina respiró profundo y lo intentó otra vez.
—No tengo que ser yo la que salga del avión —le dijo a Bob—. Liberar a las mujeres y los niños
sería un gesto de…
Él se volvió hacia ella con rapidez, su voz afilada, su cara repentinamente enojada.
—Dije que no.
Por un momento, Gina estuvo segura de que iba a golpearla. Justo en la cara con la culata de su
pistola.
—Dile que si se acerca —dijo—, le dispararemos y después te dispararemos a ti.
No era una amenaza en vano. Gina tecleó el micrófono.
—Max, vuelve adentro. Ahora.
***
Stan despertó justo antes de que sonara la alarma de su reloj.
No estaba seguro si era su despertador interno que era tan preciso o si su reloj hacía algún
pequeño ruido, casi imperceptible o un click, algo que aprendió a escuchar en su sueño, justo antes
de sonar.
Se sentó, lo apagó y se frotó la rigidez del cuello momentáneamente sorprendido de encontrarse
en un sillón en el vestíbulo del hotel. Pero entonces recordó haberse sentado porque estaba
demasiado agotado y enfurruñado para encontrarse cara a cara con Mike Muldoon justo después
de ver al alférez besar a Teri Howe.
Sí, recordaba eso un poco demasiado bien.
Lo que no recordaba era esta manta. Hacía frío esta noche, el efecto del desierto, y habría tenido
mucho más que una rigidez de cuello sin ella.
¿Quién diablos se había tomado la molestia de cubrirlo?
Olió un aroma familiar, y se llevó la manta a la nariz. Olía a…
No. Era una locura. Además, había visto a Teri Howe subir a su habitación. Se había visto
cansada, no como si fuera a vagar por el vestíbulo del hotel, repartiendo mantas a los SEALs
dormidos.
Pero la olió de nuevo. No, definitivamente no lo estaba imaginando. Olía como el pelo de Teri
Howe. Tan loco como parecía, apostaría que ella usó esta misma manta en un pasado no muy
lejano.
Tal vez había estado muy cansada para dormir. Él sabía todo acerca de eso, había estado ahí
muchas veces para contarlas.
Tal vez había estado demasiado cansada para dormir, por lo que había salido a buscarlo.
Oh, sí, claro. Debió ser eso.
Excepto, maldición, tal vez fue eso. Tal vez quería hablar más acerca de todo lo que le contó esta
tarde. Él todavía no podía creer que nunca le hubiera dicho a nadie, que llevara ese terrible secreto
en su interior desde que tenía ocho años.
Esa era una posibilidad real. Tal vez vino a buscarlo para decirle algo más que recordó o, Cristo,
tal vez solo para buscar un poco de consuelo después de remover el pasado, ¿y qué hizo él? No
había estado disponible. Había estado inconsciente y babeando en este sofá.
Así se hace, Stanley.
Tomó la manta y se dirigió a su habitación. Se la regresaría más tarde. Con una disculpa.
En este momento tenía el tiempo justo para tomar una ducha y comer algo antes de reportarse
en la azotea.

***
Sam Starrett golpeó el botón de la radio reloj antes de que despertara a Alyssa.
02:00. tenía el tiempo justo para ducharse y comer algo antes de reportarse en la azotea.
Durmió tal vez dos horas, máximo. Sin embargo se sentía mucho más fresco, con mucha más
energía de la que había tenido en meses.
Porque Alyssa estaba en su cama.
Ella se movió, apretándose contra él, toda piel cálida y pechos suaves y muslos firmes. La besó,
¿Cómo no hacerlo? Y ella despertó.
—Mmmm —dijo ella sonriéndole adormilada. Bajando la mano entre ellos, lo encontró duro de
nuevo, gran sorpresa. Subió su pierna a su cadera y lo atrajo hacia ella mientras se acercaba más
también.
Dios, la mujer era insaciable. Pero bueno, él tampoco podía saciarse de ella.
Había tenido la esperanza de que todavía lo quisiera en la mañana. Que despertara justo así,
sonriéndole y aún caliente por él.
Sam miró el reloj: 0202. Podría vestirse en un minuto. Otro minuto para mear y lavarse la cara
con agua fría. Y si corría todo el camino, podía llegar a la azotea en dos minutos. Eso dejaba
veinticuatro minutos.
Agarró un condón de la pila que Alyssa había puesto en la mesita de noche y se cubrió. Las
duchas estaban sobrevaloradas de todos modos. Y siempre podía llamar a WildCard, su amigo una
vez más, y pedirle que llevara algo para comer y un montón de café para el viaje en helicóptero.
Alyssa estaba apenas despierta pero esperándolo, cálida y húmeda de desearlo, incluso en sus
sueños. Se deslizó en su calor apretado y ella se aferró a él, gimiendo su nombre.
Oh, sí, las duchas estaban muy sobrevaloradas.

Para las 02:15 Teri había chequeado el helicóptero. Estaba lista para volar.
Quedarse en la azotea ya no era tan peligroso como lo había sido cuando recién llegó a esta
ciudad. Había marines apostados por todas partes, su presencia era evidente en los edificios que
rodeaban el hotel. Sin embargo se sentía más cómoda esperando adentro, junto a la puerta.
A las 02:16 se oyeron pasos subiendo las escaleras. Era Stan. Tenía que ser. Nadie más caminaba
así, con tanta confianza.
—Hola —dijo él cuando la vio. Era difícil decir si se veía menos cansado que anoche, tenía la cara
manchada de pintura negra de camuflaje.
—Hola, Stan —dijo ella, tomando la oportunidad de practicar diciendo su nombre.
—¿No lamentas haberte ofrecido como voluntaria para esto ahora? Esta es la hora de la noche
que siempre me arrepiento de no tomar el consejo de mi madre de trabajar como plomero.
Ella se rio de eso.
—No es cierto.
Él ni siquiera vaciló.
—Tienes razón, no es cierto. ¿Dormiste bien?
—Sí. Gracias. —en realidad, había dormido mejor que en mucho tiempo.
—¿En serio? —dijo él—. ¿No hubo andanzas nocturnas?
Él estaba parado a su lado ahora, y por medio segundo, ella habría jurado que se inclinó para
oler su cabello todavía mojado.
—Fuiste tú—dijo él—. Lo sabía. La manta —le explicó—. Olía como… bueno, olía a ti.
Había estado oliendo su cabello.
Teri no sabía que decir.
—¿Debo disculparme? —preguntó ella—. Creo que depende de si lo siguiente que vas a decir es
Teri, hueles muy bien, o Teri hueles a corral.
Él se rio.
—Confía en mí, hueles muy bien. —Él se contuvo y empezó a recular—. No lo quise decir más
que con el máximo respeto y…
—Para —Teri permitió mostrar su molestia—. Sé cómo lo quisiste decir. —Como un amigo.
Como en no, no hueles a corral, así que sí, eso quería decir, por defecto, que olía muy bien. Dios no
permita que resbale y se sienta atraído por ella.
Él la sorprendió sosteniendo su mirada.
—De acuerdo —dijo—. Bien. Este no es el momento ni el lugar para hablar de esto, pero
después de lo que me dijiste ayer, me perdonarás si retrocedo un poco para restablecer la
confianza que perdiste cuando…
—¿Cómo puedes pensar que no confió en ti? —preguntó ella— ¿Después de lo que te dije?
La mirada de Stan se suavizó.
—¿Sabes? Pensé en ello toda la noche. Lo que me dijiste. Cristo, incluso soñé sobre eso. Sigo
imaginando la forma en que debiste verte cuando tenías ocho años y yo… —Él negó con la cabeza,
un músculo saltando en su mandíbula—. Teri, Dios me ayude, todavía quiero cazar a este hijo de
puta y matarlo. Tengo la sensación de que cuando tenga noventa años, voy a pensar en él y todavía
voy a querer encontrarlo y romperle el cuello con mis propias manos.
Teri no se permitió pensar. Simplemente se acercó, y Dios, él no la apartó. Solo la abrazó. Ella no
estaba muy segura de quién estaba consolando a quién.
—Lo siento mucho —susurró ella.
—¿Por quién? —pregunto Stan con una risa forzada—. ¿Por él o por mí?
Estaba tratando de evitar que esto fuera demasiado denso, demasiado intenso.
Ella no tenía ganas de contestar. No tenía ganas de hacer nada más, aparte de estar ahí rodeada
por el calor de los brazos de Stan.
Dios, era patética. Un abrazo amigable y reconfortante y estaba lista para derretirse. Mike
Muldoon la había besado anoche, y no hizo que su corazón se acelerara de la manera que lo hacía
cuando Stan apenas y la miraba.
¿Qué diría Stan si le pidiera que desayunaran juntos? ¿Cuándo el sol saliera y regresaran al hotel
después de realizar el simulacro del asalto del avión un millón de veces? ¿Qué haría él si el
desayuno fuera privado, con servicio a la habitación y las cortinas estuvieran cerradas y la cama
justo ahí, como pieza central?
Comería sus huevos, sería educado y cortés mientras le explicaba por qué sería una mala idea
que los dos se desnudaran.
Y entonces trataría de ligarla con Muldoon de nuevo.
Dios, quizás ella simplemente debería hacerlo. Ir con Mike Muldoon. Él parecía desearla. Stan de
seguro los quería juntos, eso era claro. Ella quería a Stan, de verdad, pero si no podía tenerlo,
Muldoon ciertamente era una buena segunda opción. Era un chico bastante agradable. Y no parecía
tener problema en hablar de uno de sus temas favoritos: Stan.
—Si alguna vez necesitas hablar —Stan le decía ahora—, solo despiértame ¿de acuerdo?
Desperté con tu manta sobre mí, y de inmediato te imaginé vagando por el vestíbulo toda la noche,
muriendo por alguien con quien hablar, mientras yo estaba roncando.
—No estabas roncando. Y estuve en el vestíbulo solo unos minutos.
—Hablo en serio —dijo Stan, tirándola hacia atrás para mirarla—. Día o noche, Teri. Si necesitas
a alguien…
Él se apartó con suavidad de sus brazos, y ella se dio cuenta de que alguien estaba subiendo las
escaleras. Montones de alguien. Eran las 0225 y el equipo finalmente estaba en camino.
—¿Aún no te di las gracias? —Stan le preguntó, en voz baja—. ¿Por la manta?
Ella negó con la cabeza, deseando que no la hubiera soltado tan pronto. Deseando que no la
soltara en absoluto.
—Gracias —dijo él—. De verdad. Creo que nadie me ha arropado así desde que mi madre murió.
Grandioso, ahora ella le recordaba a su madre.
—¡Hey, Suboficial Mayor! —Era Mark Jenkins, más entusiasta de lo que tenía derecho a estar,
considerando la hora.
Cosmo, Silverman, Jefferson, O’Leary y Jay López estaban con él, todos mucho menos
entusiasmados. WildCard fue el siguiente, arrastrándose por las escaleras, viéndose como la
muerte recalentada, lo que era bastante normal para él a cualquier hora del día, si se lo pensaba.
Mike Muldoon fue el último y todos estaban allí, excepto que no. Stan se dio cuenta al mismo
tiempo que ella.
—¿Dónde está Starrett?
Faltaba el líder del equipo. Sam Starrett, por lo general presente quince minutos antes y dando
golpecitos con el pie, aún tenía que llegar.
Lo escucharon antes de verlo, con el golpe de una puerta al abrirse resonando en las escaleras.
Luego pisadas, debía estar tomando las escaleras de dos en dos y corriendo a toda velocidad.
—¿Están todos aquí? —preguntó, cuando todavía estaba a medio piso de distancia.
Teri lo miró. Todos lo hicieron.
Tenía el pelo suelto sobre los hombros y estaba a medio vestir. Estaba descalzo, llevando las
botas y los calcetines, con su camisa desabotonada y su cinturón sin abrochar.
Starrett miró su reloj.
—Cero-dos-treinta —dijo—. En punto. Vamos a hacerlo. Vámonos.

Helga despertó con el sonido de alguien corriendo.


Fuerte y rápido a lo largo de algo…. n pasillo.
Era un sonido que indicaba peligro, la necesidad de huir, y ella se levantó de la cama con el
corazón desbocado, antes de darse cuenta de que no estaba durmiendo en la cocina de los
Gunvald, en un camastro que Herr Gunvald había hecho, entre su madre y su padre.
Hubo un golpe, el sonido de un portazo, y ella saltó, a punto de meterse debajo de la cama.
Pero no era una puerta siendo forzada. No había voces gritadas en áspero alemán, no había
perros ladrando, no hubo más ruido. Nada.
Por supuesto que no. No tenía diez años. Era una adulta. No, era una anciana.
Y estaba en una habitación de hotel, con muebles de hotel y cortinas genéricos. Genéricos y
gastados. Había llegado al mundo de… de…
No sabía dónde. Ni siquiera sabía si era seguro encender la luz, si estaba en algún lugar dónde
había apagones de noche para prevenir que bombarderos arriba en el cielo los atacaran aquí abajo.
Escuchó con atención, pero no pudo oír nada. Ningún sonido distante de lucha. Ningún zumbido
de avión.
Nada más que el tic-tac del reloj despertador que trajo y colocó junto al radio reloj eléctrico en la
mesita de noche, para asegurarse de despertar si se iba la luz.
Había notas post-it por toda la habitación. Estaban pegadas en cada superficie disponible. En la
cómoda, en la mesa de noche, en la lámpara junto a la mesa, en el interruptor, en la puerta.
Helga podía ver luz por la rendija bajo la puerta de entrada. Despegó una de las notas que estaba
justo en la cerradura y la inclinó hacia la luz.

No salgas sin la llave de la habitación, el bloc de notas y la cartera.

Sacó la nota del interruptor junto a la puerta. También estaba escrita en su propia letra.

Es seguro encender las luces.

Era bueno saberlo. Helga cerró los ojos y accionó el interruptor.

Bienvenida a Kazbekistán, decía otra.


Gracias. Quizás. Esperaba no estar aquí de vacaciones. Kazbekistán no era la clase de país al que
uno venía a relajarse.

El vuelo 232 de la World Airlines ha sido secuestrado por terroristas.


¿Posible conexión con el GIK? 120 pasajeros a bordo.

Oh, cielos. Y, oh, sí. Se acordó. Ella y Des vinieron para hacer creer a los terroristas que había
esperanza de negociar un acuerdo. Pero no la había. Los Navy SEAL de los EE.UU se preparaban,
probablemente en este momento, para asaltar el avión, aunque no podía recordar el nombre del
comandante en jefe o en número del Equipo SEAL. No era seis, ¿verdad?

Lista de los principales participantes en el bloc de notas.

Gracias, querida. Eso ayudaría.


Sería casi gracioso si no fuera tan malditamente patético. Era evidente que estaba teniendo
estos pequeños lapsos de memoria con alguna frecuencia, de ahí todos estos post-it para ayudarla
en momentos como este.
Se metió de nuevo a la cama.
Ah, aquí había uno interesante, justo en la cabecera de la cama.

Suboficial mayor Stanley Wolchonok es hijo de Marte Gunvald.

Si cerraba los ojos y se concentraba, lo podía imaginar. Pelo claro, hombros anchos, rasgos
marcados. No exactamente guapo, pero no exactamente feo. No sonreía a menudo, pero cuando lo
hacía, su rostro se transformaba en uno cálido y tremendamente atractivo.
Y tenía los ojos de Annebet.
La libreta de Helga estaba ahí mismo en la mesita de noche, y el nombre de Annebet pareció
saltar desde la página.
—Annebet Gunvald —leyó de su propia letra—. Fue a Estados Unidos después de la guerra. Se
convirtió en pediatra, murió hace dos años. Nunca se casó.
Stanley le había dicho esto esta tarde. Lo recordó.
Annebet nunca se casó.
Otra vez.
Sin embargo, se había casado una vez. Con el hermano de Helga, Hershel. Helga había asistido a
la ceremonia.
Fue una extraña ceremonia, aunque posiblemente la más bonita que Helga había presenciado,
tanto antes como después. El rabino, sin duda accediendo a los deseos sombríos de Poppi, dijo que
no tenía tiempo para casar a Hershel y Annebet hasta la primavera siguiente. Y el pastor de la
iglesia de los Gunvald estuvo listo para realizar la ceremonia en ese mismo momento, hasta que
escuchó el nombre de Hershel. Entonces, de repente, tampoco estaba disponible por muchos
meses. Antisemita, Annebet había murmurado con rabia, pero Hershel se limitó a pasar a la
siguiente posibilidad. Pero cada iglesia a la que se acercaron les dio la espalda.
El juez de paz había sido detenido con un grupo de comunistas conocidos cinco meses antes.
Nadie oyó de él en todo ese tiempo.
Para entonces ya era pasada la medianoche. Annebet, de lo más moderna, sugirió que ella y
Hershel simplemente saltaran una escoba, la forma que leyó hacían los esclavos en los 1800 en
Estados Unidos, cuando querían casarse. ¿Qué importaba lo que pensara el gobierno, si su gobierno
se basaba actualmente en una extraña amalgama de creencias danesas y las normas nazis más
duras? ¿Qué importaba lo que pensara cualquier persona, mientras Annebet y Hershel creyeran
que estaban casados?
Frustrado, Hershel llamó a una amiga, una estudiante de teología que por ser mujer no se le
permitía ser clérigo.
Esta chica, una pequeñita, realizó la ceremonia. Fue una hermosa mezcla de tradiciones judías y
cristianas, terminando con un vaso roto y un salto sobre una escoba.
Satisfizo a los Gunvald también. Recibieron a Hershel en su casa con los brazos abiertos.
Sin embargo, los padres de Helga estaban furiosos cuando se enteraron.
—No es legal —exclamó Poppi—. ¡No están legalmente casados!
Hershel y Annebet consiguieron un apartamento pequeño y con corrientes de aire en la ciudad.
Vivieron ahí juntos por una semana, y Helga nunca vio a Hershel más feliz.
Regresaron a la casa de los Gunvald para recoger el resto de la ropa de Annebet, y de alguna
manera los Rosen se enteraron de que estarían allí.
Los padres de Helga aparecieron en el carro tirado por caballos de la tienda, la gasolina era tan
escasa en el verano del 43 que pocos además de los alemanes podían conducir.
Helga y Marte vieron desde el pajar del granero como sus dos padres se encontraron cara a cara,
pareciendo como si estuvieran a punto de tener un tira y afloja de Hershel en el patio de los
Gunvald. O al menos Poppi se veía así. Herr Gunvald estaba tranquilo. Incluso sonreía.
La madre de Helga estaba sentada en la carreta, e Inge Gunvald estaba en el porche, sabiamente
manteniendo a Annebet alejada de la refriega.
—¿Cómo pudo condonar tal cosa? —Poppi preguntó a Herr Gunvald.
El hombre más grande sonrió de nuevo.
—¿Tal cosa como el amor, dice usted? ¿Se ha detenido a mirarlos cuando están juntos, su hijo y
mi hija?
Hershel se negó a que su padre hablara por él, ignorándolo como si fuera nada más que un niño
travieso.
—Este ya no es tu problema —le dijo a Poppi—. No puedes echarme de tu casa y luego
pretender que tienes algo que decir en mi vida.
—Esto está matando a tu madre —Poppi le habló directamente por primera vez—. No es
demasiado tarde para renunciar a esta locura y regresar a casa.
Hershel se rio.
—¿Qué? ¿Te refieres a abandonar a mi esposa y el hijo que ya podría estar llevando?
En el pajar, Marte se volvió hacia Helga, con el júbilo iluminando su cara.
—¡Van a tener un bebé! ¡Vamos a ser tías!
—Querido Dios en el cielo —la cara de Poppi pasó de rosa a púrpura—. Dejaste a esa chica
embarazada. De eso se trata esto.
Hershel se quedó muy calmado.
—Eso no fue lo que dije. Si te molestaras en escuchar…
Poppi se volvió hacia Herr Gunvald.
—¿Cuánto?
Herr Gunvald sacudió la cabeza y miró a su esposa confundido, como si ella supiera lo que Poppi
quería decir. Ella no lo sabía.
—¿Cuánto qué?
—Dinero —dio Poppi.
De todos ellos, solo Hershel pareció entender.
—Para —le ordenó a su padre—. No digas otra palabra.
Pero Poppi estaba furioso. No estaba pensando en absoluto, esa fue la excusa que Helga le dio.
Fue lo único que pudo hacer para no odiarlo por lo que dijo.
—¿Cuánto dinero quiere —le preguntó al padre de Annebet— para hacer que este problema, la
chica y el bebé, se vayan?
La reacción de Herr Gunvald fue reír con incredulidad.
Annebet no estaba tan divertida.
—¡Cómo se atreve! —Escapó del agarre de su madre y se lanzó hacia Poppi. O tal vez Fru
Gunvald la empujó al patio. Se veía bastante enojada también.
—¡Cómo se atreve a venir aquí y decir esas cosas! —Annebet estaba indignada—. sted…
usted…
—¿Vil judío? —Wilhelm Gruber sugirió desde la puerta.
Helga no lo vio acercarse, y todos se giraron casi al mismo tiempo, para mirar al soldado alemán.
Sostenía el arma flojamente en sus manos, no en su hombro, su posición definitivamente
amenazante.
Fru Rosen todavía estaba sentada en el coche, en el mismo lado de la puerta de Gruber, a unos
pocos metros del hombre. De la manera en que sostenía el arma, el cañón apuntaba directo hacia
ella. Pareció como si estuviera a punto de desmayarse.
Solo Annebet tuvo la presencia de ánimo para cruzar el patio hacia ella.
—¡Llévate tus feas ideas y tu fea cara lejos de la casa de mis padres! —dijo ella, ajustando su
enojo por Gruber mientras pasaba delante de él—. Fru Rosen ¿quiere pasar a tomar una taza de té?
Debe tener sed después de su viaje hasta aquí.
Era absurdo, el viaje duraba cinco minutos o menos. Pero Annebet prácticamente levantó a su
nueva suegra de la carreta y la alejó de Gruber.
Fru Guvald se hizo cargo, llevando a la madre de Helga a la casa. En realidad no era mucho más
seguro, pero tenía la ilusión de ser así.
Annebet se volvió hacia Gruber.
—Vete. ¡Ahora!
Su padre se acercó a su lado, como creando un muro entre Gruber y los Rosen. Era una pared
muy grande, fuerte y enojada.
—Hubo una conmoción —Gruber explicó—, y vine a investigar. En Alemania, nueve veces de
diez, si hay voces enojadas, hay judíos involucrados.
—Está furioso —Marte susurró a Helga—, con Annebet por casarse con Hershel. Está aún más
furioso con Hershel.
—En Alemania, es difícil para los civiles judíos no estar involucrados cuando matones rompen las
ventanas de sus tiendas o los atacan en las calles —replicó Annebet con vehemencia.
Gruber se dirigió a Herr Gunvald, de ario a ario.
—Tiene que admitir que sus problemas comenzaron cuando ella se casó con el judío.
Herr Gunvald se envaró.
—Nosotros no usamos ese tipo de lenguaje aquí. No creemos en las ideas de la Edad Oscura, que
la raza o la religión hacen a un hombre diferente de otro. No creemos en un Dios que nos manda a
destruir a todos los que no piensan igual que nosotros. Antes de que ustedes los alemanes cerraran
las fronteras, la gente vino a Dinamarca por la libertad de religión y nosotros les dimos la
bienvenida. Los Rosen son ciudadanos daneses ahora y mientras usted esté en Dinamarca, cuando
esté en mi patio, ¡se dirigirá a ellos con respeto!
—Esta conmoción no tiene nada que ver con las creencias de Dios —añadió Annebet—. Es acerca
de un padre que no se da cuenta de que su hijo se convirtió en un hombre con voluntad propia.
—Se trata de un hombre rico que ha olvidado que existe algo más que enriquece a un hombre
que el dinero en el banco —dijo Hershel.
—Salga de mi patio —Herr Gunvald le ordenó a Gruber severamente—, antes de que llame a la
policía danesa.
Gruber miró a Annebet, toda la ira y la pelea desapareció de sus ojos, dejando solo un pesar
perplejo.
—Podrías haberme tenido a mí —dijo él—. No pasará mucho tiempo para que lo detengan, a él y
a los otros. Sabes que va a suceder. ¿Por qué lo elegiste a él en vez de a mí?
—Lo amo —dijo Annebet.
—Yo te amo a ti —dijo Gruber con lágrimas en los ojos.
—Lo siento —susurró Annebet.
—Y yo lo siento por ti. —Con una última mirada a Hershel, Gruber se volvió y se alejó.
Por un largo momento, nadie se movió, nadie habló.
Entonces Poppi se dirigió a la carreta.
—Trae a tu madre —le ordenó a Hershel.
Eso fue todo. No hubo palabras de disculpa. No hubo mención de agradecimiento. Helga ardía
de vergüenza, luchando contra las lágrimas, mientras Poppi subía a su madre en el carro y se
alejaban en silencio.
—Anna, lo siento mucho —oyó que Hershel le decía a Annebet.
Ella se tiró a sus brazos, sosteniéndolo más cerca.
—Va a suceder, sabes —dijo ella—. Dios nos ayude a todos.
En el pajar, Marte puso su brazo cálido y pesado alrededor de los hombros de Helga.
—Él volverá —susurró—. Tu Poppi. En este momento está asustado. Mi padre dice que tiene
todo el derecho de estar asustado, pero que no debería estarlo. Porque no vamos a dejar que se los
lleven a ninguna parte.
Helga miró a los feroces ojos verde-azulados de su mejor amiga.
—No lo haremos —susurró Marte—. No lo haremos.
17.
El sol estaba empezando a salir cuando Sam Starrett arrastró su culo cansado por el pasillo del
hotel. Ahí estaba. Habitación 812.
Se paró en el pasillo, mirando los números en la puerta, con miedo a abrir la maldita cosa.
Ahora, he ahí un poco de real ironía. Había pasado las últimas horas practicando abrir una puerta
de un avión secuestrado e ir cabeza a cabeza con unos terroristas esgrimiendo AK-47.
Estaba casi cien por ciento seguro de que no había terroristas detrás de esta puerta.
Solo Alyssa Locke.
Por supuesto, prefería enfrentarse a la ira de un millar de fanáticos religiosos que lidiar con la ira
de Alyssa al darse cuenta de que se había aprovechado de ella otra vez. Prefería enfrentarse a esos
mil fanáticos que pasar por la decepción que esta mañana estaba destinada a traer.
Aunque tal vez podría meterse a la habitación sin despertarla. Tal vez podría ducharse para
sacarse el polvo y el sudor de las horas pasadas y volver a la cama, a su lado.
Esa era una esperanza patética; el tener solo media hora, diablos, quince minutos, con su dulce
calor junto a él, evitó que diera la vuelta y se escondiera en el restaurante del hotel hasta que
estuviera seguro de que ella había regresado a su habitación.
Abrió la puerta con cuidado de que no sonara la cerradura.
La habitación estaba en penumbras, la mayor parte de la luz de la mañana era mantenida a raya
por las gruesas cortinas.
Sam cerró la puerta detrás de él tan silenciosamente como la abrió, dejando su chaleco en el
suelo y permitiendo que sus ojos se ajustaran a los bajos niveles de luz.
La cama estaba en las sombras. Si ella todavía estaba ahí, estaba en silencio e inmóvil. Aun
completamente dormida.
Dio un paso más.
Y casi se muere del susto cuando la puerta del baño se abrió detrás de él.
—¡Jesucristo!
—Starrett ¡Dios mío! —Su pelo todavía estaba mojado por la ducha, y solo estaba envuelta en
una toalla, sostenida en su lugar bajo los brazos. Estaba despierta, estaba sobria, y si su expresión
era una indicación, estaba enojada con él.
Maldición, se veía bien solo con una toalla. Sam quería tocarla, pasar sus manos por sus
hombros suaves y los músculos graciosamente contorneados de sus brazos. Quería arrancarle la
toalla para poder ver no solo las cimas de sus pechos, sino todo su hermoso cuerpo. Quería besarla,
hacerle el amor, dormir exhausto y satisfecho junto a ella. Quería despertar con su sonrisa todos los
días por el resto de su vida, como un estúpido comercial de café en la televisión.
Quería casarse con ella.
Casi la besó. Casi pensó qué diablos. Ella ya estaba enojada, ya estaba a punto de irse. ¿Cuánto
peor podría ser besarla y caer de rodillas y rogar? No te vayas, Lys. Por favor no te vayas nunca…
—¿Qué estabas haciendo entrando a escondidas así? —le preguntó bruscamente—. Casi me
matas del susto.
—Es mi puta habitación —dijo él, y ella se encogió como si la hubiera golpeado.
Cielos, ¿qué esperaba? ¿Qué no respondiera con hostilidad a su hostilidad? Se sentó en la cama
y empezó a sacarse las botas, rezando para que terminara de vestirse y se marchara antes de que él
hiciera algo realmente estúpido. Como comenzar a llorar.
Pero ella no recogió su ropa de donde aterrizaron anoche. Solo se quedó de pie ahí. Como si
tuviera algo importante que decir.
Y con esa clase de claridad que lo golpeó como una hoja de cuchillo al corazón, Sam supo
exactamente lo que venía. Tiró una de sus botas por la habitación. Golpeó la pared con un bang y
una lluvia de tierra.
—No te preocupes, no le diré a nadie —dijo él rotundamente—. Recuerdo el puto
procedimiento, Alyssa. Lo de anoche nunca pasó por lo que a mí concierne. ¿Eso te hace feliz?
—Extasiada. —Ella se movió entonces. Recogiendo sus pantalones y su sostén. Su camisa. Un par
de bragas de satén y encaje que lo pusieron duro de solo recordar cómo se veían en ella.
Se las arregló para recoger su ropa con fría dignidad. ¿Cómo diablos hizo eso llevando solo una
toalla? Y se dirigió al cuarto de baño.
—Que sea rápido —Sam le dijo mientras lanzaba la segunda bota a la pared.

—Oye, Muldoon. ¿Tienes un segundo?


Stan se encontró con Mike Muldoon en las escaleras rumbo al restaurante.
—Claro, Mayor. ¿Qué pasa?
Lo primero es lo primero.
—Buen trabajo esta noche.
Muldoon sonrió con pesar.
—Sí, bueno, parece que superé mi miedo a las terroristas mujeres.
Él mató «con éxito» a Teri Howe cerca de una docena de veces seguidas durante el simulacro de
esta noche. Y ella se había visto particularmente adorable y femenina, vistiendo uno de los suéteres
extras del uniforme de la Marina de Stan debajo de su chaleco antibalas para combatir el frío. Le
había colgado hasta las rodillas.
—Si Teri alguna vez decide fundar una célula terrorista, serás el hombre que llamaremos para
perseguirla —dijo Stan con una sonrisa.
—Sí, seguro —dijo Muldoon—. Ella es una candidata probable para la actividad terrorista. Debe
ser una de las mujeres más agradables que he conocido.
¿Agradable? Después de cenar con ella dos noches seguidas, ¿Cómo podía Muldoon describir a
Teri Howe como agradable? ¿Qué diablos le pasaba?
—¿Cómo te fue anoche? —preguntó Stan, aunque sabía muy bien cómo le había ido. Muldoon le
había dado un beso de buenas noches a Teri en el maldito vestíbulo del hotel, donde cualquiera
pudo verlos. No era de extrañar que ella hubiera escapado. O tal vez no escapó. Tal vez su intención
era que Muldoon la persiguiera.
Pero él no lo hizo.
Muldoon se encogió de hombros.
—No lo sé, Mayor. Ella es, uh…
No digas agradable.
—Genial —dijo en cambio. Pero genial no era mucho mejor.
Teri Howe era poesía, era una canción, era el sol. Ella era todas esas canciones cursis con las que
Stan siempre rodaba los ojos. Ella era increíble, asombrosa, espectacular, fenomenal. Era fabulosa.
Impresionante. Maravillosa. No era simplemente agradable, simplemente genial. Vamos, hombre.
Stan llevó a Muldoon a un lado para dejar pasar a O’Leary y Nilsson por las escaleras.
—Pero… —Muldoon estaba diciendo.
—Pero ¿qué? —dijo Stan con total incredulidad después que los dos SEAL salieron por la
puerta—. ¿De qué se trata ese pero? Esta mujer es increíble. Es incomparable. Puedo garantizarte,
Muldoon, que no vas a volver a conocer a alguien como ella en tu vida.
Muldoon asintió.
—Sí. Sí, lo sé. Yo… yo solo… Verá, las mujeres vienen a mí, Mayor. Nunca tuve que, ya sabe, ir
tras ellas.
—¿Y?
—Y ella no está exactamente saltando a mi cama —admitió Muldoon—. Quiero decir, anoche la
besé, pero no me invitó a subir. Quiero decir, donde quiera que voy, las mujeres por lo general solo,
ya sabe, me invitan. Así que voy a su habitación o a su apartamento o a su casa, y ellas me quitan la
ropa y yo puedo más o menos manejarlo desde ahí. Pero…
El chico hablaba en serio. Las mujeres lo invitaban a su casa y luego le quitaban la ropa. Por
supuesto que hablaba en serio. Estaba parado ahí con un cuerpo que hacía que a las mujeres
adultas se les trabara la lengua, y una cara que podría hacer una fortuna en Hollywood, incluso
cuando estaba embarrada y sudada con pintura de camuflaje, como en este momento.
Stan no sabía si reír o llorar. Golpear al chico o chocarle los cinco.
—No sé cómo hacerlo de esta manara —continuó Muldoon—. Soy muy malo en esto. Ni siquiera
creo que Teri esté interesada en mí.
—De acuerdo —dijo Stan, consiguiendo de alguna forma mantener una cara totalmente seria—.
Está bien. Solo relájate. Así que no tienes mucha experiencia en perseguir mujeres. Eso está bien.
Creo que la mayoría de los hombres matarían por estar en tus zapatos, si quieres saber la verdad.
Pero por ahora, necesitas… Bueno. Necesitas un plan operativo. Eso es todo lo que necesitas. Lo
primero que vas a hacer es buscarla y pedirle que almuerce contigo, siempre, claro está, que no
seamos llamados de aquí a entonces.
Muldoon no estaba convencido, su hermoso rostro se veía dudoso.
—Mayor, no…
—Entonces —Stan lo interrumpió—, después del almuerzo, la acompañas a su habitación. Todo
el camino, Muldoon. Hasta la puerta. No le des opción.
—Pero…
—Y entras a su habitación diciéndole que estás preocupado por su seguridad, con las
explosiones en la piscina y todo. Solo quieres revisar que este todo bien. Así es cómo metes tu culo
allí.
Muldoon se rio con incredulidad.
—¿De verdad funciona eso?
Stan tenía el pelo enmarañado con sudor y polvo. El de Muldoon estaba encantadoramente
despeinado. Le funcionaría.
—Si ella está interesada, te dejará entrar, sí. Solo tienes que recordar, si dice no en cualquier
momento, te das la vuelta y te vas. ¿Entiendes?
—Bueno, sí —dijo Muldoon, todo ojos azules heridos—. sted no cree que yo… quiero decir,
Dios, Suboficial Mayor, no es que yo haya obligado a una mujer. ¿Qué clase de idiota cree que soy?
—La clase de idiota que no tiene experiencia en invitarse a la habitación de una mujer —
contestó Stan.
Muldoon se rio, pero definitivamente sin entusiasmo.
—No estoy seguro de poder hacer esto —dijo—. Quiero decir ¿Teri Howe? Ella es…
—¿Genial? —ofreció Stan.
—Sí, pero… no lo sé, Mayor. No besa particularmente bien, así…

Estaban hablando de ella.


Ella era la que no besaba particularmente bien de la que estaban hablando.
Al principio Teri se negó a creer que estuvieran hablando de ella cuando comenzó a subir las
escaleras que iban del restaurante al vestíbulo, taza de café y una cosa danesa en mano. Creyó
escuchar las voces de Stan y Muldoon.
No había tenido la intención de escuchar a escondidas.
De acuerdo, eso era mentira. Si quería escuchar. Oyó a Stan preguntar, ¿Cómo te fue anoche? y
se detuvo.
O’Leary y Nilsson la pasaron mientras ella fingía atarse los cordones de las botas. Y entonces se
quedó allí y escuchó a escondidas sin pudor.
Y ella besaba muy bien. Muldoon era el que necesitaba practicar.
—¿Qué quieres decir con que no besa…? —Stan se rio—. ¿Cómo diablos lo sabes, Muldoon? Te
vi besarla anoche, y definitivamente faltó inspiración de tu parte.
Stan la vio anoche. Besando a Mike Muldoon. Oh, Dios. Pero, por supuesto. Él estaba en el
vestíbulo. Se quedó dormido allí.
—Y si me dices, cielos —Stan continuó, imitando la voz del joven—, que no tienes mucha
experiencia en besar mujeres porque todo lo que tienes que hacer es inclinarte hacia ellas y son
ellas las que meten sus lenguas en tu garganta… ¡Santo Cristo!
—¡Es cierto! —Muldoon se rio pero sonaba a la defensiva—. ¡No puedo hacer nada si es verdad!
Cuando estoy con una mujer, la dejo marcar el ritmo, el ánimo, todo depende de ella. ¿Es eso tan
malo?
—No —dijo Stan—. Es grandioso. Es… en realidad es exactamente lo que Teri necesita en este
momento.
¿Lo que Teri necesita…? sando lo que parecía ser una de las expresiones favoritas de Stan,
¿Cómo mierda sabía Stan lo que Teri necesitaba?
—Es solo qué, algunas mujeres necesitan… un poco de estímulo —continuó Stan—. Un poco de
persecución evidente. Necesitan… Mira ¿nunca te la has imaginado desnuda?
Teri casi se derramó el café en la camisa. ¿Qué?
—No lo sé —dijo Muldoon.
—¿Cómo puedes no saberlo? —Stan replicó con una risa—. Quiero decir, la has imaginado
desnuda o no, Mike. No es una pregunta muy difícil.
Teri no podía creer lo que oía.
—Lo he hecho, pero no quiero admitirlo —admitió Muldoon—. No es muy amable…
—¿Eres hombre? —preguntó Stan.
—Sí.
—¿Eres heterosexual?
—Bueno, sí. Cielos…
—¿No te parece atractiva?
—Por supuesto. Es hermosa. Y es agradable…
—A la mierda con agradable —dijo Stan—. La mujer es muy sexy, Muldoon. No hay ni un solo
hombre heterosexual en el Escuadrón Troubleshooters que no la haya imaginado desnuda. Bueno,
de acuerdo, tal vez Nilsson porque está recién casado. Pero todos los demás… Y no estoy diciendo
que alguien se lo diga. Ella no necesita saberlo. Porque no es algo irrespetuoso. Nadie la ha
desnudado con la mirada. O sea, es mejor que no lo haga. Es solo que, ya sabes, eres un hombre
que sueña despierto y ups, ahí está ella. Desnuda.
—Mayor, creo que estoy demasiado cansado para esta conversación en este momento.
—Dame solo unos minutos más. Por favor.
Teri contuvo la respiración, a punto de correr a la puerta.
Mike suspiró.
—Está bien.
—Mira, a veces eso es lo que necesita una mujer —dijo Stan—. Necesita saber que el hombre
que le gusta esta ahí afuera imaginándola desnuda, ya sabes, que él la desea, también. Así que eso
es lo que haces.
—Quiere que la imagine desnuda.
—Para ser un genio, eres bien idiota.
—Sí, estoy bromeando. Ya lo sigo, Mayor. Tengo que dejarle saber que la deseo, lo entiendo.
Excepto… Quiero decir, me gusta y todo. Me gusta mucho. Es solo…
—Es solo… ¿Qué? —Stan estaba completamente exasperado—. ¿Cómo puedes no estar
totalmente enamorado de esta mujer? Ella es increíble, Muldoon. Tiene un cuerpo de infarto, la
cara de un ángel. Sus ojos son… ¿La has mirado a los ojos? Tiene unos ojos que hacen que quieras,
no sé, Cristo, morir por ella si te lo pide.
Teri tenía el corazón en la garganta. La forma en que Stan hablaba, sonaba como si…
—No entiendo por qué diablos estas dudando —continuó—. ¿Por qué no estás con ella en este
momento? ¿Qué estás haciendo aquí parado hablando conmigo? Deberías estar fuera de su
habitación en este instante, llamando a su puerta, preguntándole si necesita ayuda para lavarse la
espalda mientras está en la ducha.
Silencio.
—¿Está bien si voy por un café primero? —preguntó Muldoon.
Stan dijo una sarta de palabras que Teri nunca había escuchado decir en ese orden antes.
Y luego él mató cualquier esperanza que comenzó a crecer en su interior con la descripción
poética de sus ojos. Él le asestó el golpe mortal a su orgullo ya hecho jirones.
—Mike. Por favor —dijo él—. Te estoy pidiendo que me hagas este favor. Esta niña…
Niña. Oh, Dios, la llamó niña y le estaba pidiendo a Muldoon que le hiciera un favor.
—Necesita alguien como tú en su vida, alguien dispuesto a hacer un esfuerzo extra, física y
emocionalmente para…
Teri no soportó escuchar por otro segundo. Stan, el Suboficial Mayor, estaba prácticamente
rogándole a Muldoon para estar con Teri. Para estar con Teri. Estaba tratando de convencer a
Muldoon para ser su novio, para que durmiera con ella. Como un favor hacia él.
Dios, ¿de verdad creía que estaba tan desesperada?
Qué humillante.
—Solo invítala a almorzar —estaba diciendo Stan—. Comienza por allí y ve cómo sigue, ¿de
acuerdo?
Teri salió por la puerta al vestíbulo inferior, justo fuera de las puertas del restaurante.
Podía oír a Stan y Mike bajando las escaleras.
Mierda. Tenía que esconderse.
Una mirada y Stan sabría que había oído todo eso. Y más humillante que oír esa conversación
sería que Stan lo supiera.
Había un baño de damas cruzando la alfombra roja desteñida, y Teri corrió para entrar en él.
Era como el resto del hotel. Vulgar y desvanecido, con los azulejos rotos y los retretes con
señales de fuera de servicio pegados en ellos. La única bombilla fluorescente que todavía
funcionaba, parpadeaba.
Contó hasta cien. Se salpicó agua en la cara. Contó hasta cien otra vez.
Trató de beber su café, pero las manos le temblaban demasiado.
Stan le pidió a Mike Muldoon que le hiciera un favor, sin duda para sacársela de encima.
Entonces ¿qué fue todo eso anoche antes de subir al helicóptero? Noche o día, le dijo. Podía
buscarlo noche o día, si quería hablar.
Al parecer si quería otra cosa, tendría que buscar a Mike Muldoon, quien se haría cargo de ella
como un favor para el Suboficial Mayor.
Maldición.
Teri se quedó mirando su rostro pálido parpadeando en el espejo agrietado del baño,
obligándose a no llorar.

Al menos no estaba vomitando.


Alyssa se miró en el espejo del cuarto de baño de Sam. De hecho tenía lágrimas en los ojos,
atrapadas entre las pestañas, listas para derramarse por sus mejillas.
¿Qué patético era eso? ¿Qué patética era ella?
Se las secó con la mano.
Míralo por el lado bueno. Al menos no estaba vomitando ni estaba esposada y desnuda, a ese
idiota, como la última vez que pasó la noche con él.
Esta vez, apenas tenía resaca. Le dolía la cabeza, pero eso era todo.
Porque, a diferencia de lo que Sam pensaba, ella apenas había bebido anoche.
Oh, tenía algunos tragos, seguro. Nunca habría tenido el valor, o la insensatez, de venir a su
habitación si no los hubiera tenido.
Alyssa colgó la toalla en la percha y se vistió, maldiciéndose a fondo todo el tiempo.
¿Qué le sucedía? ¿Por qué, Dios santo, se sentía tan atraída a un hombre al que le importaba un
comino? Sam Starrett era egoísta y grosero, de forma impactante a veces. Solo la boca de ese
hombre debería mantenerla alejada de él. Sin mencionar lo exasperante y egocéntrico y
prepotente.
Era también el mejor amante que había tenido.
Era divertido y capaz de ser increíblemente, extremadamente tierno.
Y la manera en que le había dado un beso de despedida esta mañana, como si la amara con todo
su corazón y su alma, todavía le quitaba el aliento.
Pero no le servía de nada recordar eso. Lo que debería recordar era la mirada en su cara cuando
se sentó en la cama para sacarse las botas. Es mi puta habitación. Como si fuera un niño de ocho
años con una boca sucia, sí, era tan atractivo como eso. Eso es lo que tenía que recordar.
El insensible hijo de puta.
Abrió la puerta del baño, y Sam estaba allí de pie, sosteniendo sus sandalias. Como si quisiera
que se fuera, rápido. Como si, ahora que era de mañana, ahora que ya no estaban en ello, no
quisiera tener nada más que ver con ella.
La ira le quemaba la garganta, los ojos, el pecho, pero no dijo nada. La ira era mejor que el dolor
y el disgusto hacia sí misma. Tomó sus sandalias en silencio y se las puso.
Él se quedó mirándola, grande y sucio, con la cara manchada con restos de pintura de camuflaje,
la mayor parte convertida en un lodo grisáceo por el sudor. Cuando ella se enderezó, él carraspeó:
—Entonces, si alguna vez quieres hacer esto de nuevo…
Sí, claro.
—No —dijo ella con frialdad—. Confía en mí, no voy a volver.
—Bueno, eso fue lo que pensé la última vez, dulzura, pero…
Dulzura. Estaba tratando de hacerla enojar deliberadamente. Provocándola a propósito, el
idiota. Ella mantuvo la voz fría y controlada.
—Créeme, la próxima vez me ahorraré el fastidio. Simplemente voy a acostarme con Rob Pierce.
Él dio un paso atrás como si ella lo hubiera golpeado en el estómago. Bien. Se alegró.
—Cielos —dijo él—. Eso es fantástico, Locke. Eso es… jodidamente perfecto. Haz eso, nena. n
hombre casado es justo tu nivel. —Se dio la vuelta y caminó hacia la ventana, quedándose ahí de
espaldas a ella, mirando a la piscina por una abertura de las cortinas.
¿Rob Pierce era casado? ¿Y dónde quedó el No lo hagas, Alyssa. Te sentirás horrible en la
mañana? Sam realmente había cambiado su tonada ahora que era de mañana.
Algo del dolor y la miseria se filtró a través de la ira de Alyssa.
Él había tenido razón. Ella sí se sentía horrible.
Debería haber seguido su consejo y aplicarlo a todos los hombres que conocía, Sam Starrett
incluido. Sam Starrett especialmente. Anoche tendría que haber regresado sola a su habitación.
Porque sola e intranquila era mucho mejor que este dolor vacío que sentía en estos momentos.
Salió por la puerta sin decir nada más, cerrando con suavidad y de forma permanente detrás de
ella, sin siquiera darle al bastardo la satisfacción de oír un portazo.

Tarde o temprano, Helga tenía que salir de su habitación. No podía esconderse para siempre
simplemente porque no sabía que le esperaba al otro lado de la puerta.
Además, sabía lo que le esperaba, un grupo de americanos y kazbekistaníes, trabajando juntos
para sacar a esos civiles del avión secuestrado. Vuelo 232 de la World Airlines, decía una de sus
notas adhesivas.
Ella tenía los nombres de todos los principales participantes en su bloc de notas. El problema era
que no estaba segura de reconocerlos, incluso si se encontraba con ellos en el vestíbulo.
Conozco tu secreto.

Encontró las palabras en su libreta, escritas en la letra firme de Des.

Es hora de renunciar. Llama a Des y díselo.

Eso estaba escrito en su propia letra, en un post-it que pegó directamente en el teléfono en
algún momento, probablemente anoche.
Descolgó el teléfono, pero no tenía tono.
El sistema telefónico apesta, decía otra de sus notas, la palabra apesta estaba subrayada tres
veces, seguida con tres puntos de exclamación.

Las líneas telefónicas no son seguras.

Los Gunvald no tenían teléfono.


Helga se había escondido con sus padres en su casa, durmiendo en el piso de la cocina por casi
dos semanas a finales de septiembre y a principios de octubre de 1943. Fue después de la noticia
aterradora de que la Gestapo iba a detener a los judíos daneses. Después de un caluroso verano
lleno de actos de sabotaje y resistencia danesa, la «ocupación pacífica» ya no era pacífica. Todo
estaba patas arriba.
Madre y Poppi no lo habían creído al principio. ¡Era Dinamarca! ¡Eso no podía suceder aquí! Pero
Herr Gunvald vino a la casa y logró convencerlos de empacar sus objetos de valor y venir aquí.
Herr Gunvald los trajo aquí.
Fru Gunvald les ofreció a los Rosen su cama, pero Poppi se negó a sacarlos de esa manera.
—Ya están arriesgando mucho, solo por tenernos aquí —dijo él, sintiéndose humilde por su
generosidad. Poppi, humilde. Fue un día, un momento, que Helga nunca olvidaría.
Annebet y Hershel habían ido a Copenhague a pesar del toque de queda para ver que podían
hacer para conseguir a los Rosen un pasaje en un bote pesquero que los cruzaría, ilegalmente, y con
gran riesgo para todos los involucrados, a Suecia.
Fru Gunvald les sirvió a Helga y a sus padres unos grandes tazones de su deliciosa sopa
campesina.
—No es nada que no haríamos por cualquiera de nuestros vecinos —dijo ella con la mayor
naturalidad—. Está mal lo que están haciendo, y no permitiremos que esos nazis lo hagan.
Herr Gunvald sentó su enorme persona a la cabecera de la mesa de la cocina. Sonrió a Marte
mientras le pasaba la cesta de pan negro, y le guiñó a Helga.
—Herr Rosen, ¿podemos molestarlo por una oración de gracias por lo que vamos a recibir?
Helga se sentó ahí mientras su padre hablaba, consciente de que su madre lloraba, y que Fru
Gunvald le tomaba la mano.
—Es una cosa horrible —la madre de Marte le murmuró a la suya—, tener que dejar su casa.
Bajo la mesa, Marte le tomó la mano y la apretó.
—Puedes quedarte con nosotros para siempre —le susurró.
Comieron en silencio por varios minutos.
Y luego Poppi carraspeó.
—Le pagaremos —dijo—. Desde luego. Por nuestro alojamiento y comida.
Herr y Fru Gunvald pararon de comer, con sus cucharas casi cómicamente a medio camino de
sus bocas. Fru Gunvald miró a Herr Gunvald y luego siguió comiendo. Herr Gunvald bajó la cuchara.
—Unas pocas monedas de vez en cuando para ayudar a pagar por la comida se apreciaría —
dicho relajado—. Porque todos sabemos que Helga come como un caballo. —Le guiñó a Helga de
nuevo. Estaba bromeando. Estaba convirtiendo el insulto de Poppi en una broma—. Pero aparte de
eso —agregó en voz baja—, es mejor que ahorre su dinero. Quien sabe que gastos encontrará en
Suecia.
Poppi asintió. Siguió comiendo su sopa. Pero empezó a llorar, también, como su madre.
—Niñas ¿Qué tienen planeado para esta noche? —Herr Gunvald desvió a propósito su atención
de Poppi. Helga estaba aterrorizada. ¡Poppi llorando!
—Creo que una fiesta maravillosa como esta y la buena compañía pide un poco de música —
proclamó Herr Gunvald—. Marte, ve con Helga y tráeme tu grabadora. Creo que un concierto es
justo lo que falta.
Helga nunca supo lo que su padre le dijo a los Gunvald después de que ella y Marte salieron de la
habitación.
Solo podía adivinar.

Dejó su riñonera en la habitación de Starrett.


Mierda.
Alyssa de detuvo en la escalera y trató de no llorar mientras maldecía su estupidez y mala
suerte.
Hasta ahí llegó el juramento de no mirar, pensar o hablarle al hombre de nuevo.
La llave de su habitación estaba en esa riñonera. Y el analgésico que planeaba tomar para tratar
de aliviar el dolor de cabeza que palpitaba en el interior de su cráneo.
Se pensaría que había aprendido después de la última vez. Se pensaría que no volvería a tocar
una gota de alcohol.
Bueno, no había tomado un trago en seis meses. No hasta esta noche.
Tampoco estuvo con un hombre, no tuvo otro amante desde que estuvo con Sam. No, solo se
consiguió seis meses de recuerdos y sueños e ilusiones. Concentró toda su energía en su trabajo.
Lo que atrajo la atención de Max Bhagat y la trajo a K-stán donde se encontró cara a cara con
Sam Starrett y sus increíbles ojos y boca y manos. Cara a cara con su incapacidad de olvidarse de él,
de la forma que se dijo que tenía que hacerlo.
Alyssa volvió sobre sus pasos a su habitación, más lento, ensayando lo que iba a decir. Llamaría a
la puerta y estaría tranquila y formal cuando él abriera. «Perdone que lo moleste, teniente». Sí, se
dirigiría a él por su rango. «Pero dejé mi bolso en su habitación».
Y entonces, ahí estaba. Parada frente a su puerta. Obligada a enfrentar su propia locura una
terrible vez más esta mañana. Vamos, acaba de una vez. Cuadró los hombros y llamó. Suavemente.
Y la puerta de abrió.
Al parecer no quedó cerrada cuando se fue. Golpeó con suavidad otra vez, manteniéndola
abierta, pero de nuevo no hubo respuesta. Nada de Sam caminando hacia ella, con el diablo en sus
ojos mientras sonreía ante su humillación, pasándole su riñonera que colgaría de uno de sus largos
y elegantes dedos.
Maldición, el hombre tenía lindas manos.
Para un hijo de puta.
Probablemente estaba en el baño, a punto de tomar una ducha.
Y allí estaba su riñonera. En el suelo donde la dejó caer, al parecer junto con su cerebro, cuando
recién entró la noche anterior.
Alyssa entró silenciosamente. ¡Alabado sea el Señor por los pequeños favores! Sam ni siquiera
tenía que saber que estuvo aquí.
Pero entonces lo oyó. Un sonido suave. Algo que haría un animal. Un olfateo. Un resoplido. Una
respiración entrecortada.
Y luego lo vio.
Todo sobre la cómoda había sido lanzado sobre la alfombra. La silla estaba tirada y el gran
espejo de bordes dorados de la pared estaba torcido y roto, como si hubiera habido una terrible
lucha en los diez minutos que había dejado la habitación.
¿Era posible que alguien, como los terroristas aún no aprehendidos que tiraron esas bombas
caseras a la piscina solo ayer por la tarde, hubiera entrado aquí después de que se marchó y
dominó a Sam y…?
Con el corazón desbocado, aterrorizada de que estuviera en el suelo muerto o muriendo, pasó la
pared que separaba la entrada, el closet y el baño del resto de la habitación.
El colchón estaba fuera de la cama. Las mantas y las sábanas habían sido arrojadas al rincón de la
habitación. Y Sam Starrett estaba sentado en el suelo, con los hombros doblados, la cabeza
inclinada y…
Estaba llorando.
El hombre estaba sentado en el suelo y llorando.
Alyssa lo miró, paralizada.
Debió hacer alguna clase de ruido, porque él se volvió hacia ella con una mirada de puro horror
en sus ojos. Su rostro aún lodoso tenía manchas limpias por las lágrimas.
Y ella entendió. Él hizo este lio. Esta era la consecuencia de algún tipo de rabieta, algún tipo de
ataque de ira que… ¿ella causó?
¿Era posible que Sam Starrett estuviera llorando, llorando, por…?
¿Ella?
Pero no fue ira lo que vio en sus hombros doblados. Fue dolor. Desdicha.
Pena. Del corazón.
—¡Fuera! —él se puso de pie con un movimiento diestro.
Pero ella estaba pegada. Hipnotizada por la vista de esos ojos llenos de lágrimas, por la sola idea
de que este hombre duro e irrompible fuera capaz de llorar por algo.
Sam dio un paso amenazante hacia ella y gritó:
—¡Sal de mi puta habitación!
Alyssa se dio la vuelta y corrió, recogiendo su riñonera camino a la puerta.
18.
Teri se obligó a esperar en el vestíbulo del sótano.
Podía ver a Mike Muldoon en el restaurante, con una taza de café, buscando un pastel, o cuatro,
en una fila de autoservicio.
No podía ver a Stan, pero si hubiera llegado con Muldoon, era probable que se fuera con él
también.
Tras lo que pareció una eternidad, Muldoon se dirigió a la puerta. Directamente hacia ella.
Teri sabía que él no estaba en verdad atraído por ella. Dijo que ella no besaba muy bien.
Estuvo a punto de echarse a correr y esconderse.
Pero se armó de valor. Quería esta confrontación. Necesitaba esto. Podía hacerlo. Estaba
enojada con este perdedor que estaba dispuesto a invitarla a salir, e incluso dormir con ella
simplemente porque su Suboficial Mayor se lo había pedido.
—Hola, Teri —Muldoon la saludó con cautela, sin duda receloso por el vapor que salía de las
orejas de ella—. ¿Está todo bien?
—Estupendo —Dios ¿Qué estaba diciendo? ¿Y a través de los dientes apretados, nada menos?—
. No —dijo en cambio—. No, Mike, en realidad, no todo está estupendo. Necesito ver a Stan de
inmediato. ¿No vino aquí contigo?
—Oh —dijo él—. No. Subió. Quería ducharse antes de comer algo.
Muldoon era el que besaba pésimo. Si la hubiera besado la mitad de bien que lo hizo Stan, tal
vez ella se habría molestado en devolverle el beso. Así las cosas, no quiso gastar su energía. Se
dirigió a las escaleras.
—Oye, me preguntaba… —Muldoon la siguió.
—¿Quieres almorzar? —dijo ella cortante, tomando las escaleras de dos en dos, obligándolo a
correr detrás de ella—. Seguro. ¿Por qué no? ¿Te parece a mediodía?
—Uh, bien —dijo él.
—Genial —dijo ella—. Almuerzo al mediodía, y luego ¿qué te parece si tenemos relaciones
sexuales, digamos, a las 1300?
Muldoon dejó caer dos de sus pasteles. Se fueron rebotando por las escaleras, y él vaciló,
teniendo que elegir entre ir tras ellos o seguir a la mujer que acababa de sugerir acostarse con él
después de almuerzo.
Su vacilación no duró mucho tiempo. Siguió a Teri.
—Me alegra saber que soy más atractiva que un pastel relleno de ciruela —le dijo ella.
—Teri, ¿qué pasa? —preguntó él—. ¿Estás bien?
Ella estaba enojada como el diablo. Con Stan. Con Mike. Sobre todo con Stan.
No te enojas lo suficiente —su voz resonaba en su cabeza. En cambio lo internalizas, donde se
encona y te hace sentir aún peor. ¿Quién diablos necesita eso? ¡No tú! Así que dímelo. Confróntame.
Enójate.
—Estoy estupendo —le dijo a Muldoon, y esta vez no era mentira. Se sentía fantástico. Estaba
enojada. No, estaba furiosa. Pero eso estaba bien. Porque estaba subiendo las escaleras para ir a
golpear la puerta de Stan y decirle un par de cosas acerca de jugar a ser Dios, acerca de jugar con su
vida, muchas gracias.
No iba a atascar todo adentro, de la forma que hizo tantas veces antes. Iba a vérselas con Stan.
Vamos, golpéame.
Sí, tal vez lo haría. Tal vez le daría un buen rodillazo en las pelotas. Hijo de puta.
Y en cuanto a Muldoon…
Teri se detuvo en el rellano justo antes de la puerta del vestíbulo principal del hotel y lo agarró
por la camisa. Él estaba haciendo malabares con su café, los pasteles restantes y su audaz
sugerencia de seguir el almuerzo quitándose la ropa y ponerse manos a la obra, pero a ella le
importó un comino. Solo bajó su boca y lo besó.
Era una especie de beso todo vale. Un beso chupador de alma, con dientes sonando y toda la
lengua hasta las amígdalas. La clase de beso que prometía un sexo caliente, profundo, con total
penetración, con la cama moviéndose, el sudor pegajoso, jadeando por aire y gritando por más.
Fue un beso para el Salón de la Fama, y Muldoon, valiente SEAL como era, estuvo a la altura del
reto. Arrojó los pasteles y el café al suelo, donde cayeron con un chapoteo. Él era sólido y cálido y
sabía a café azucarado.
Pero no era Stan. Teri se apartó antes de que la rodeara con los brazos.
—Tengo que irme.
Él la siguió al vestíbulo.
—Oye, espera ¿Por qué esperar hasta el mediodía? Teri, no estoy ocupado ahora.
—No, pero yo sí.
—Al mediodía entonces —dijo, todavía siguiéndola. Asintió con la cabeza mientras pasaban
delante del teniente Paoletti y Jazz Jacquette, esperando que estuvieran fuera del alcance del
oído—. Iré a tu habitación.
—Sabes —dijo ella, parando en seco—, pensándolo bien, no puedo almorzar contigo. Y en
cuanto al sexo… —Fingió pensar en ello—. No puedo hacer eso tampoco. No en esta vida.
Ella se dirigió a las escaleras de la torre oeste donde ella y Stan tenían sus habitaciones. Pero
Muldoon le agarró el brazo.
—Espera un minuto —dijo él—. Acabas de… —Estaba completamente confundido y ella casi
sintió lástima por él.
Casi.
—¿Vas a besarme así y luego…? —Él sacudió la cabeza con incredulidad—. ¿Eso es todo?
—Sabes, Muldoon —dijo ella, poniendo una cara muy compasiva—, no besas particularmente
bien.
Y con eso, él comprendió al instante.
—Oh, mierda —dijo. Fue la primera vez que lo oyó usar esa palabra—. ¿Escuchaste eso?
Teri asintió.
—Suéltame.
Él la soltó.
—Lo siento. Yo… lo siento mucho.
—Genial. Eso lo hace todo mejor. —Comenzó a subir las escaleras de nuevo, y de nuevo él la
siguió.
—Teri, no sé qué decir…
Ella se detuvo.
—No digas nada. Solo déjame en paz.
Mike se paró delante de ella, bloqueándole el paso.
—Si no me dejas tratar de explicarlo ahora, entonces ¿por qué no nos encontramos para
almorzar?
Teri se rio en su cara.
—Oh, he ahí una idea original.
Pero él persistió.
—Tienes que comer ¿no? Yo tengo que comer. Sentémonos en la misma mesa, y por favor,
déjame tratar de…
—Mike, ¿no lo entiendes? Quedas libre de esto. No tienes que almorzar conmigo. Sé que Stan te
dijo…
—Pero yo quiero almorzar contigo. Necesito almorzar contigo. ¿Por favor? Vamos. Dame un
respiro. De verdad me gustas, Teri. No quiero perderte como amiga.
Ella lo miró. Y lo supo. El hombre era un Navy SEAL. Tenía la tenacidad de un pitbull. Iba a
seguirla cada paso hasta que aceptara reunirse con él para almorzar.
—Mediodía —dijo ella con los dientes apretados—. Almuerzo y solo almuerzo. Como amigos.
—Por supuesto. —Él asintió—. Si esa es la forma en que quieres jugar, esa es la forma en que
jugaremos.
Por ahora. Él no dijo las palabras en voz alta, pero quedaron allí mientras se alejaba.
Teri sabía que besarlo de esa manera fue un error estúpido.
Y todo era culpa de Stanley Wolchonok.

¡Tenemos video!
La oficina de los negociadores, el centro de control, por así decirlo, estalló en vítores tranquilos.
Tranquilos, porque después de tres días de vacilaciones y darle tiempo a los SEAL del escuadrón
Troubleshooters para practicar la toma del avión, todos en el equipo de Max Bhagat estaban
exhaustos.
Desmond Nyland estaba en la puerta, observando a Max mirar la pantalla. El mismo Max se veía
fresco como una rosa. Era demasiado hijo de puta para dejar que nadie supiera que estaba
funcionando a base de cafeína y demasiada tensión.
El hombre se afeitaba dos o tres veces al día para que su equipo siempre lo viera completamente
bajo control.
Aunque se rumoreaba que casi le rompió la nariz al senador Crawford. Y se rumoreaba que
anoche salió a la pista en un intento de intercambiarse por esta chica Gina que había sido lo
suficientemente valiente como para dar un paso adelante y decir que era Karen Crawford cuando
los tangos estuvieron a punto de empezar a matar a los otros pasajeros.
Eso seguro no sonaba como el Max Bhagat que él conocía.
Las cámaras en miniatura finalmente se montaron y el equipo finalmente fue puesto en marcha
y funcionaba. Los SEAL pasaron dos días en el calor abrasador y el frío de las noches, negándose a
darse por vencidos.
Y ahora tenían video.
De las tres cámaras que el alférez MacInnough y sus hombres lograron colocar y hacer funcionar,
dos daban una vista de ojo de serpiente de la cabina de pasajeros, desde el piso, por supuesto. Era
limitado, pero tenían suerte de tener por lo menos eso. La tercera estaba en la cabina del piloto.
Max miró a esa pantalla, con las dos manos en la mesa frente a él, inclinándose más cerca.
—Oh, Dios —susurró, más para sí mismo que para alguien parado cerca—. Es solo una niña.
Des entró en la sala para mirar la pantalla por encima del hombro de Max.
La imagen era increíblemente clara a pesar de que esa cámara también estaba orientada desde
el piso hacia el techo. Pero había una joven sentada en el suelo con las rodillas cerca de su pecho.
Tenía el pelo largo y oscuro y grandes ojos oscuros y una cara que era más que simplemente bonita.
Era impresionante, con los pómulos y la nariz que anunciaba su herencia mediterránea.
Y Max tenía razón. Era poco más que una niña. Dentro de unos años iba a ser una mujer
hermosa. Una verdadera belleza, tipo Sofía Loren.
Por supuesto, en este momento su esperanza de vida era de unos pocos días. Horas incluso.
Sobre todo si lo que Des sospechaba era cierto, que esta era una misión suicida para los
secuestradores, y lo había sido desde el principio.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Des.
—Veintiuno, pasando a treinta y cinco. Se ha mantenido más tranquila bajo presión que algunos
de mis agentes que han estado por años en el trabajo.
—Puede que quieras enviarle una falda o pantalones o algo para que se cubra las piernas —Des
tocó la pantalla. No es que él tuviera problemas con eso. Tenía piernas de estrella de cine. Dos
metros de largo y magníficamente torneadas.
—Sí, ¿y cómo lo hacemos sin hacerles saber que podemos escuchar y ver lo que está pasando
ahí? —preguntó Max.
—Detalles, detalles —dijo Des—. Me sorprende que no haya sido molestada por los tangos por
exposición indecente.
—Uno de ellos, se hace llamar Bob, lo identificamos como Babur Haiyan —le dijo Max—, estaba
hablando con ella sobre eso anoche. Pero no parecía excesivamente amenazante.
Des dio un golpecito en la pantalla.
—Mira aquí. Quienquiera que sea, solo está esperando la orden de jugar duro para poder atacar
a esta chica. Observa como la mira. Va a ser el primero en la fila de la violación en grupo.
Max levantó la voz.
—Necesito una identificación visual. Tango en la pantalla tres. Que alguien le busque un nombre
a esa cara, ¡reporten!
Mientras esperaba, un músculo le saltaba en su mandíbula. Ahora ¿no era eso interesante?
Nuestro Max había permitido a la pequeña Gina meterse bajo su piel increíblemente dura. Bajo la
que Des siempre creyó que era una piel dura e impenetrable.
—¿Helga está bien? —preguntó Max sin dejar de mirar al tango observando a Gina en la
pantalla.
Oh, maldición.
—¿No está aquí? —respondió Des.
—No la he visto.
Max nunca perdía nada, pero en este momento era posible que no estuviera en su nivel
habitual, pegado como estaba a la pantalla de video. Des escaneó rápidamente la habitación,
buscando la cabeza familiar de pelo gris, esa hermosa cara redonda que siempre sonreía.
Dos veces maldición. Helga tenía que estar aquí. Estaba programado.
Pero no estaba.
—¿No ha llamado? —Des trató de sonar casual. Como si no estuviera imaginando a Helga
vagando por las calles de K-stán, confundida y desorientada y en terrible peligro.
—No me ha llamado —respondió Max.
—Alojzije Nabulosi —el nombre que había estado esperando, se oyó.
—Quédate bien lejos de ella —dijo Max a la pantalla de video—. Ella es solo una niña.

Cuando la luz y el aire acondicionado volvieron, Stan cerró las cortinas de su habitación,
dejando afuera el calor del sol. Haría falta uno o dos minutos para que el aire llegara frío por la
rejilla de ventilación, pero al menos se estaba moviendo.
Sintió la tentación de tomar otra ducha, de quedarse bajo el agua hasta que la habitación se
enfriara, hasta que los terroristas se rindieran, hasta que su equipo estuviera camino a California,
donde podría volver a su vida organizada y no tener que pensar o preocuparse por Teri Howe nunca
más.
Había cedido a la tentación y acababa de quitarse los pantalones cuando alguien golpeó a su
puerta.
Santo Dios, quien quiera que fuera quería que abriera de inmediato. Agarró una toalla y corrió
hacia la puerta. Con esa clase de puño de plomo, tenía que ser WildCard o Cosmo o…
—¿Hay algún problema? —preguntó mientras abría la puerta.
O Teri Howe. Oh, mierda.
—Puedes apostar tu culo a que hay un problema —ella pasó junto a él, y entró a su habitación
mientras él se apresuraba a envolverse mejor con la toalla.
Estaba dispuesta a apostar su culo, pero no necesariamente tenía que verlo agitándose en la
brisa.
Sabía exactamente de qué se trataba esto. Mike Muldoon lo había llamado por teléfono hace
unos minutos con las malas noticias del momento. Al parecer Teri escuchó toda su conversación en
la escalera.
Ella se volvió hacia él.
—Cierra la maldita puerta.
Muldoon le dijo que estaba enojada, pero Stan pensó que eso quería decir que lo evitaría, tal vez
le haría el vacío hasta el final de los tiempos. Sería pasiva agresiva en el mejor de los casos.
Pero, maldición, aquí estaba. La Señorita No Confrontación, encarándolo por algo que hizo que
la molestó. Aunque era malo, también era bueno. Era mejor que bueno. Era increíble.
Estaba tan condenadamente orgulloso de ella que quería llorar.
Cristo, estaba lívida. Y hermosa. Sus ojos estaban calientes y brillantes, su delicada boca era una
línea apretada en el rostro encendido. Jadeaba como si hubiera corrido cinco kilómetros. O subido
ocho pisos a la carrera.
Ella no pareció darse cuenta, o importarle, que llevara solo una toalla.
Stan no cerró la puerta.
—¿Qué tal si dejamos esto abierto hasta que me vista? No me siento cómodo estando solos así
sin…
Teri lo interrumpió. En voz alta. Lo suficientemente fuerte como para que nadie en el pasillo
tuviera problemas para oírla.
—Yo no me siento cómoda contigo pidiéndole a tu amigo que se acueste conmigo como un favor
a ti.
De acuerdo. Stan cerró la puerta.
—Teri, mira…
—¿Qué pasa contigo? —Le tembló la voz—. Realmente, Stan, quiero saberlo. ¿Por qué perder
todo ese tiempo tratando de ligarme con Mike Muldoon cuando él no está ni remotamente
interesado en mí?
—Bueno, es justo eso —le dijo Stan—. Esta interesado.
—¡Mentira!
—Teri, él está…
—Te oí tratando de convencerlo de…
—Él está interesado ahora, ¿de acuerdo? —Dio un paso hacia ella—. Mira, pensé que él sería
bueno para ti. Es un chico dulce. Pensé que le vendría bien algo de ayuda también, ya sabes, para…
—¿Echar un polvo? Por lo que escuché, creo que tiene eso resuelto.
Stan se esforzó por mantener su propio temperamento a raya.
—No es eso lo que iba a decir. No se trata de eso.
—Sí, claro —dijo ella, con una risa que sonó muy parecido a un sollozo—. Te oí, Stan. Escuché
todo lo que dijiste. Querías que fuera a mi habitación conmigo después del almuerzo, y no creo que
imagines que jugaríamos a las cartas cuando llegara ahí. ¿Por qué no lo admites? Estabas tratando
de convencer a Muldoon para que, Dios, ¡me echara un polvo por lástima!
Oh, querido Cristo, ¿de verdad pensaba eso? Stan no podía decidir si reír o sentirse insultado.
Dio otro paso hacia ella.
—Eso no es verdad. Vamos, Teri, mírame a los ojos e intenta acusarme de que alguna vez te
haya tratado con algo remotamente parecido a la lástima…
Ella no estaba escuchando, estaba hablando justo sobre él.
—Pobre Teri Howe. No se ha acostado con nadie en años porque es demasiado fracasada para
ser capaz de enganchar con los chicos buenos. Solo atrae la escoria de la tierra como Joel Hogan y
Rob Pierce. Así que vamos, Mike, tú eres un buen tipo. Hazle al Suboficial Mayor un gran favor y
tíratela. No te importa ¿verdad?
Furiosa, se sacó el chaleco y se agarró la camisa sacándosela de los pantalones y por la cabeza.
Stan no podía moverse. Fue tomado totalmente por sorpresa, estaba completamente aturdido
por la vista de ella ahí en sostén. Era un sostén deportivo, de los que usaría para correr en casi
cualquier nación occidental sin una camiseta encima. Pero aun así, la visión de toda esa piel suave y
desnuda era inquietante después de días de camisas de mangas largas y cuellos abotonados hasta
la garganta. Solo la visión de sus brazos desnudos parecía erótica e increíblemente audaz.
¿Qué diablos estaba haciendo?
Mientras estaba ahí parado mirando como un idiota, ella se desabrochó el cinturón. Desafiante,
se quitó las botas y se despojó de los pantalones.
Y luego, Cristo, ahí estaba, a dos metros de él, solo en su ropa interior.
—Si crees que necesito tanto un polvo por lástima, entonces quiero que venga de ti —Su voz
temblaba de ira y emoción—. Vamos, Suboficial Mayor. ¿No tienes una regla de nunca pedir a tus
hombres hacer algo que tú no harías?
Por un loco segundo, Stan consideró decirle que estaba blufeando10. Pensó arrojar su toalla y
caminar hacia ella y tomarla y llevarla a la cama.
¿Qué haría ella entonces?
Rogarle que no parara, que no parara nunca.

10
En España, diríamos ir de farol, se utiliza mucho en el póker para indicar que estás haciendo creer a los demás
jugadores que tienes un juego que en realidad no tienes. Sería como hacer una amenaza que sabes que no vas a
cumplir, decir que vas a hacer algo que sabes que no puedes hacer.
Cielos, trató de no mirar sus piernas largas y hermosas, su estómago con su perfecto ombligo,
y… Carraspeó, se obligó a mirarla a los ojos.
—No pensé que realmente me deseabas —admitió.
—Sí, bueno, te equivocaste.
Oh, Dios.
—Es una mala idea. Lo sabes. —¿Cuándo se volvió su voz tan ronca, su boca tan malditamente
seca?
—Te equivocas en eso también —Ella dio un paso hacia él.
Él dio un paso atrás.
Y ella se sacó el sostén.

Teri se vio en el espejo que colgaba en la pared de la habitación de Stan.


Por un instante, sintió calor y luego frio. Estaba de pie, solo en bragas en la habitación del
Suboficial Mayor, y acababa de decirle que quería acostarse con él.
Oh, Dios, tal vez venir aquí así no fue una buena idea.
¿Qué diablos estaba haciendo?
Imagina que estás en tu helicóptero, que tienes esa clase de control en esta situación, esa
confianza.
Llegó aquí enojada como el diablo con este hombre. Intensa, apasionadamente furiosa. Había
querido gritarle. Arremeter contra él, patearlo donde más lo sintiera, ponerlo de rodillas.
También quería hacer el amor con él.
Y tal vez eso era lo que más la enojaba.
Lo deseaba. Había hecho de todo salvo decírselo directamente. Y él en cambio no hacía más que
mantener la distancia.
Pero la verdad era que él también la deseaba.
De eso estaba segura ahora.
¿Cómo no puedes estar perdidamente enamorado de esta mujer? Ella es increíble, Muldoon.
Tiene un cuerpo de infarto, la cara de un ángel. Sus ojos son… ¿La has mirado a los ojos? Tiene unos
ojos que te hacen querer, no sé, Cristo, morir por ella si te lo pide…
Esas no era una campaña publicitaria simplemente para despertar el interés de Mike Muldoon.
Eras palabras venían directo del corazón de Stan. Apostaría su vida en ello.
Su vida y su orgullo…
Sí, Teri apostaba su orgullo a que él la deseaba, pero por alguna razón que no entendía, él
trabajaba horas extras para no acercarse demasiado.
Incluso ahora que estaba parado ahí, tratando de no mirarla. Tratando… y fallando. Su mirada
recorrió sus pechos desnudos, casi tan palpable como una caricia antes de obligarse a mirarla a los
ojos.
Respiraba con dificultad, como si acabara de correr un kilómetro a toda velocidad. También se
aferraba la toalla que tenía alrededor de su cintura con las dos manos.
Y Teri se permitió mirarlo, mirarlo de verdad.
Era todo músculos duros, magros y artísticamente esculpidos, de los que venían del verdadero
trabajo duro, no de las maquinas en un gimnasio. Tenía piernas poderosas, una con una cicatriz fea
en una rodilla, y pies grandes. Anchos. De aspecto sólido, confiables. De los que lo mantendrían
erguido y con la frente en alto para siempre, de ser necesario. Sus hombros se veían lo
suficientemente anchos para soportar el peso del mundo, sus brazos fuertes para llevar la luna.
Tenía un tatuaje desvanecido en lo alto de su brazo, un ancla sencilla, un clásico marinero. Un vello
rubio y espeso le cubría el pecho, bajando hasta desaparecer antes de llegar a sus bien delineados
abdominales. No tenía un gramo extra de grasa en ninguna parte de su cuerpo, probablemente
porque nunca tenía tiempo para comer.
Había una línea de vello ligeramente más oscura que comenzaba en su ombligo y desaparecía
debajo de la toalla. Teri la siguió con los ojos, deteniéndose un buen tiempo, el suficiente para
hacerle saber sin lugar a dudas que estaba pensando en lo que escondía esa toalla.
Estaba siguiendo el propio consejo de Stan, dejándole saber que lo deseaba, que también lo
imaginaba desnudo.
Sabía que él pensaba en ella de esa manera.
La mujer es muy sexy. Había dicho eso. De ella. No hay un solo hombre heterosexual en el
escuadrón Troubleshooters que no la haya imaginado desnuda.
Incluyendo, ella apostaba, el Suboficial Mayor Stan Wolchonok.
Sin nada que perder, yendo por el todo o nada, de la manera que lo haría si estuviera volando su
helicóptero, Teri se bajó las bragas. Y entonces supo que él ya no tenía que usar su imaginación
porque ahí estaba. Desnuda.
Se rindió a tratar de no mirar, se rindió a tratar de esconder el calor en sus ojos. Pero siguió sin
moverse hacia ella.
—Vamos, Stan —susurró, luchando contra la inseguridad que la amenazaba por volver a vestirse
y huir de la habitación—. ¿Cuánta luz verde necesitas?
—Estoy frito —admitió él, lo que ayudó mucho. Pero siguió sin ir por ella—. Maldición, estuve
frito en el momento que entraste. Si te vas a ir, tendrás que hacerlo ahora, porque ya no soy capaz
de pedirte que te vayas. Quiero decir, vamos, Teri, vístete. ¿Ves? Puedo decirlo pero no con real
convicción.
Ella dio un paso hacia él, y esta vez Stan no retrocedió. Pero ella quería más que eso de él.
Quería que la buscara. Solo entonces sabría que había ganado.
—Me muero por besarte —le dijo ella.
—Mala idea —Stan se humedeció los labios—. Pero, ya sabes, no dejes que eso te detenga.

***
Pero sin embargo, ella se detuvo. A centímetros de Stan. Lo bastante cerca para que sintiera el
calor de su cuerpo. Tentadoramente cerca, pero aun así lo suficientemente lejos para no tocarlo.
Y él no pudo resistirse. No tenía el poder. Se vio estirar una mano y tocarla. Su cabello. Dios,
adoraba su cabello. Su mejilla.
Suavemente, con solo uno o dos dedos.
Los delicados huesos en la base de su garganta. Su pecho.
Después de días de resistir, Mike Muldoon finalmente había llegado a comprender que Teri era
todo lo que podría querer en una mujer. Había llamado a Stan, eufórico y aterrado. Tenía razón
Suboficial Mayor, ella es increíble.
Y tú, mi amigo, lo comprendiste demasiado tarde.
Pero, cielos, ¿sabía Teri en lo que se estaba metiendo? ¿Tenía alguna idea? Stan era un pésimo
material para una relación. ¿No podía ver eso?
Aparentemente no.
Al parecer ella no estaba pensando con claridad.
—Mala idea —susurró él de nuevo, pero no retiró su mano. No podía. Al diablo con Muldoon. Al
diablo con todo.
Porque Teri lo miraba con una expresión tal en su rostro, como si él fuera todo lo que siempre
había necesitado. ¿Cómo podía ser? Y sin embargo…
—Por favor —susurró ella.
Stan no sabía lo que quería, no exactamente, pero maldito si no iba a tratar de dárselo.
Se movió para besarla, pero ella ya estaba ahí, con sus brazos alrededor de su cuello, la boca
contra la suya, su cuerpo suave contra su pecho.
Piel contra piel. Era una sensación alucinante, aún más alucinante cuando su toalla cayó al suelo
y la suavidad de su estómago estuvo contra él.
Él se quedó inmóvil, repentinamente incierto. Estaba completamente excitado, no había manera
de que ella no pudiera notarlo. Era un hombre grande, y ese era un hecho.
Por primera vez en su vida, Stan deseó ser un poco menos dotado. No tenía idea de lo que
estaba bien con ella y qué no. Se liberó de su beso, tratando de apartarse un poco.
—Teri…
Pero ella se apretó aún más contra él, moviendo sus caderas para frotarse contra él, gimiendo su
aprobación mientras lo besaba de nuevo, mientras pasaba sus manos por su cuello, por su pelo.
Maldición, se sentía demasiado bien. Deslizó sus manos por su piel increíblemente suave,
llenándose las manos con el peso suave de sus pechos mientras la besaba.
Aún sí, tuvo que preguntar:
—¿Me dirás si algo no te gusta?
—No me gusta cuando dejas de besarme.
Él tuvo que reírse de eso.
—Teri, hablo en serio.
—Yo también. —Le bajó la cabeza y lo besó, deslizando sus manos por su espalda, por sus
nalgas, apretándolo más contra ella.
Ella estaba caliente y deliciosamente picante, y Stan la besó más profundo, por más tiempo,
pasando su lengua por su boca mientras sus manos exploraban su cuerpo, mientras las manos de
ella exploraban el suyo. Dios, la forma en que lo tocaba era increíble, como si tampoco pudiera
saciarse de él.

Teri esta eufórica.


Estaba funcionando.
Nunca se había atrevido a ser tan agresiva sobre el sexo antes. Siempre había esperado que su
amante se hiciera cargo.
Nunca se le ocurrió que a un hombre pudiera gustarle dejarse presionar un poco. Ser contralado.
Que le dijeran, Házmelo, ahora. Ser la que hacía el amor para variar.
Fue algo que escuchó a Mike Muldoon decir a Stan. Cuando estoy con una mujer, la dejo marcar
el ritmo, el ánimo, todo depende de ella.
Y Stan respondió diciendo que pensaba que eso era exactamente lo que Teri necesitaba en este
momento.
Había tenido más razón de lo que suponía.
Imagina que estás en tu helicóptero, que tienes esa clase de control de esta situación, esa
confianza. Él le dijo eso, también.
Aunque estaba bastante segura de que cuando lo dijo no soñó con que ella lo aplicaría a esta
situación particular.
Podía sentirlo contra ella, duro y viril. Podía sentir su moderación también, su preocupación por
su fragilidad, que tenía que ser tratada con mucho cuidado.
Teri quería que eso desapareciera.
Ella era fuerte, tenía el control, y lo deseaba más de lo que nunca había deseado a nadie, sin
restricciones.
Trató de decirle todo eso con su beso y enlazando su pierna alrededor de la de él, con su audacia
al meter la mano entre ellos y tocarlo. Estaba caliente y pesado, tan duro y suave y completamente
masculino y…
Teri se retiró y se encontró mirando directamente a Stan.
Él todavía estaba preocupado por ella, maldición. Podía verlo en sus ojos.
Así que le sonrió mientras lo acarició.
—Oh, chico.
Él sonrió, el intenso placer se reflejaba en su rostro. Pero no podía dejar descansar sus
preocupaciones.
—Mira, Teri…
—Lo que me sucedió cuando tenía ocho años no se trató de sexo —le dijo, tratando de que
dejara de pensar sobre ello de una vez por todas—. Se trató de intimidación. Se trató de un
pervertido enfermo obteniendo placer del dolor y el miedo de una niña. No se trataba de sexo,
como tampoco lo es la violación, se trata de violencia ¿sabes? Eso era violencia emocional, no tiene
nada que ver con lo que estamos haciendo aquí. Ver un pene no hace que me desmaye. —Lo miró
hacia abajo—. Al menos no habitualmente.
Stan se rio ante eso. Pero por más que ella lo intentaba, él siguió hablando en serio.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
—Estamos a punto de tener el sexo más increíble de nuestras vidas —le dijo ella—. Eso si dejas
de hablar y me besas.
Y aun así, él vaciló.
—Todo esto es una mala idea —dijo ella—. Sí, lo sé. ¡Al diablo con eso! Te deseo ahora. Así que
bésame.

Stan la besó.
Con los dedos de Teri rodeándolo con firmeza y su lengua en su boca, con su pecho en la mano
de él y la otra abrazándola; estaba teniendo problemas para recordar su propio nombre, por no
hablar de la infinidad de razones que tenía para tratar de ir más lento.
Teri estaba bien con esto. Se lo dejó más que claro. Estaba sonriendo, estaba riendo.
Ella lo deseaba. Ahora.
Como si pudiera leer su mente, como para dejarlo aún más claro, ella tomó la mano que estaba
en su pecho y la llevó hasta sus piernas. Era la clase de invitación que él no necesitaba que le
repitieran. La tocó, con suavidad al principio, y luego más profundamente, más íntimamente. Era
suave y lisa, y totalmente femenina. También estaba húmeda y caliente.
Para él. Porque lo deseaba.
Ahora.
Ella lo tiró hacia la cama y Stan golpeó el colchón con la parte posterior de sus piernas. Lo
empujó hacia abajo y la arrastró con él. Cuando sus hombros golpearon la cama, ella aterrizó
encima de él.
Teri se rio cuando Stan rodó con ella, mientras besaba y lamía su garganta, su clavícula, su
cuello. Era tan increíblemente deliciosa, tan escandalosamente perfecta. Tomó su pezón en su boca
y su risa se convirtió en un gemido mientras arqueaba la espalda y abría sus piernas para él.
Podía sentirla caliente y resbaladiza contra él, y todo su mundo explotó fuera de control. En un
abrir y cerrar de ojos, menos, ella lo tomó para guiarlo mientras levantaba sus caderas y entonces,
con un estallido de placer cegadoramente intenso, estaba enterrado en ella, rodeado por su calor.
Teri lo rodeó con sus piernas, y lo besó de manera tan delirante como él la besaba mientras
comenzaba a moverse mientras ella iba a su encuentro y marcaba un ritmo salvaje.
Había una razón por la que no debería estar haciendo esto. Él lo sabía, estaba allí, rondando en
la bruma del placer. Pero no podía pensar, no podía concentrarse en nada más que en Teri y los
sonidos increíblemente sexys de deseo que salían de su garganta.
Podía sentir sus uñas enterrándose en sus hombros cuando lo aferró tan fuerte como pudo.
Podría haber escrito un libro acerca de la dulce sensación de su lengua contra la suya, sobre el olor
familiar de su cabello, sobre sus muslos apretándolo o la suavidad de sus pechos al aplastarse
contra él.
Ella apartó su boca.
—Stan, oh, Dios, ¡no pares! Voy a…
—Vamos Teri —le dijo—. Vamos, estoy justo detrás de ti.
—Oh, Dios mío —jadeó ella—. ¿No necesitamos un condón?
Condón. ¡Mierda! Stan salió de ella tan rápido que se cayó de la cama.
—Mierda —dijo—. Mierda, mierda, mierda. ¿Qué diablos estoy haciendo?
—Rápido —dijo ella, bajando de la cama y buscando en los bolsillos de sus pantalones. Le puso
un paquetito de aluminio en la mano.
—¿Llevas condones? —él le preguntó estúpidamente, todavía sorprendido de haber estado
dentro de ella sin protección. Cristo, no tenía que eyacular dentro de ella para dejarla embarazada.
Solo tenían que hacer lo que acababan de hacer.
—Sí —dijo ella—. ¿Te lo vas a poner, o voy a tener que hacerlo por ti?
Él abrió el paquete, pero no fue lo bastante rápido para ella. Se lo arrebató de la mano, lo tiró de
espaldas en la cama y se subió a horcajadas en sus piernas.
—Dios, ¿te va a servir?
—Sí —él se sentó para ayudar—. Teri, cielos, puedo haberte dejado embarazada.
—¿Está seguro de que quieres hablar de eso ahora? —preguntó ella—. Me voy a correr en cinco
segundos tanto si estás dentro de mí o no.
Y con ese anuncio impresionante, terminó de cubrirlo, cambió de posición y se deslizó
directamente sobre él.
Sí, esa era su voz gritando. El Sr. Muy Fácil De Distraer. Él, que se enorgullecía de nunca cometer
errores, acababa de romper la regla más importante de su libro. Sexo sin protección.
Pero de pronto no importó, porque sus pechos estaban en su cara. La besó, la chupó, duro, y ella
gimió su nombre, moviéndose encima de él como si no pudiera saciarse de él, como si quisiera más.
La mujer sabía exactamente lo que quería. Empujó los hombros de Stan hacia abajo en la cama,
dejándolo completamente tendido. Así quedó tan profundo dentro de ella como pudo.
El tiempo se detuvo para Stan mientras la sostenía ahí, mirándolo. La visión de ella así, con sus
rizos oscuros despeinados, sus pechos llenos con sus pezones erectos, su piel resbaladiza por el
sudor, el placer brillando en sus hermosos ojos marrones, era algo que se llevaría con él a la tumba.
—No quiero que esto termine —susurró ella—. Pero si me muevo, aunque sea un poco, me voy
a correr.
Él se rio con asombro.
—Si sigues diciéndome cosas como esa, yo me voy a correr. Ni siquiera tendrás que moverte.
Ella sonrió.
—¿En serio?
Fue su sonrisa lo que lo hizo. Esa hermosa, hermosa sonrisa de puro deleite iluminando su
increíble rostro.
Tenía que moverse. Tenía que…
—Teri —jadeó.
Él corcoveó debajo de ella y ella se movió. Y Teri estaba justo allí, con él, fiel a su palabra. Ella
cayó hacia adelante para aferrarse a él mientras se hacía añicos, mientras la liberación se disparaba
a través de él en una explosión de color y luz, sensación y sonido.
El dulce rostro de Teri. El sabor de su boca, la suavidad de sus labios. Su voz, ronca de placer,
gritando su nombre. La tormenta de sus lágrimas cuando la abrazó. Su visión de ella a los ocho
años. Sus ojos llenos de ira. Con miedo. Con deseo. Con confianza.
Con confianza.
Stan abrió los ojos cuando Teri se tendió sobre él, jadeando. Podía sentir su corazón aun latiendo
con fuerza. El suyo todavía latía a cuatro veces su velocidad, también.
Todavía estaba dentro de ella y él no quería moverse, a pesar de que sabía que tenía que
hacerlo. Quería quedarse así, justo aquí para siempre. Pero los condones usados podían filtrarse. Lo
aprendió en el curso Control de la Natalidad 101, en la secundaria. Y este ya se había filtrado de una
manera muy importante. Los condones eran susceptibles a eso, en especial cuando no te lo ponías
antes de la penetración.
Ah, Cristo. Bienvenido de nuevo a la realidad.
Era un lugar feo donde estar en este momento, sobre todo después de la pura perfección del
lugar donde había estado.
La levantó con suavidad, colocándola junto a él, con su cabeza en su hombro, bajo su barbilla,
manteniéndola abrazada.
Ella suspiró, pasando sus dedos por el vello de su pecho, entrelazando sus piernas a pesar del
calor.
Lo que hizo que la deseara otra vez, ya, a pesar de la dureza de la realidad en la que ella podía
estar embarazada, una realidad en la que Muldoon, un chico que lo miraba con admiración, que
confiaba en él, definitivamente iba a salir lastimado.
19.
Tal vez un café la salvaría.
Alyssa caminó por vestíbulo, cuidando de no sacudir la cabeza. Se había duchado y cambiado de
ropa, y trató de acostarse un rato, pero no pudo dormir.
Le palpitaba la cabeza y no podía sacarse la imagen de Sam Starrett con la cabeza inclinada
mientras lloraba. La perseguía más que su dolor de cabeza infernal.
—¡Hey, Alyssa!
La última persona que quería ver venía hacia ella por el vestíbulo.
Bueno, de acuerdo, tal vez la segunda última persona.
—¿Estás bien? —preguntó Jules—. ¿Dónde estuviste anoche?
Se giró resuelta a enfrentar a su compañero.
—¡Vaya! —dijo él, fijándose en las bolsas que tenía bajo los ojos y el color a muerto recalentado
de su piel—. Te ves como el diablo.
Él, por su parte, se veía adorable, con su pelo perfecto y su rostro perfecto, y su pequeño cuerpo
esbelto vestido con un uniforme del ejército impecable, una camiseta muy limpia y unos pantalones
de camuflaje prolijamente doblados. Parecía el hermano menor gay de G.I.Joe.
—Por lo menos soy consistente —le dijo ella—. Porque me siento como el diablo.
Su preocupación fue inmediata y genuina.
—Oh, no ¿comiste o bebiste algo que no debías? Uno de los chicos del SAS comió una especie de
guiso y…
—Anoche bebí demasiado.
Jules cerró la boca. Y la miró de cerca. Y así como así, supo a dónde había ido y con quién había
estado.
—Oh, mierda —dijo.
Para horror de Alyssa, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Jules la abrazó.
—Está bien, cariño. Nada de recriminaciones. Nada de culpa. Lo hiciste. Lidiaremos con ello.
Vamos a tu habitación. Lo último que necesitas es que él, o cualquiera, te vea llorando en el
vestíbulo.
***
Stan estaba demasiado callado.
Teri levantó la cabeza para mirarlo, y aunque él le sonrió, ella lo supo.
Él estaba teniendo remordimientos.
Se le hundió el corazón y toda la confianza en sí misma recién encontrada se redujo a una bolita
de plomo alojada en su estómago. Tal vez él nunca la había querido en primer lugar. Después de
todo, ella le impidió que la rechazara, viniendo aquí de la forma en que lo hizo y sacándose la ropa
así. Oh, Dios.
Se sentó, de espaldas a él, sin desear otra cosa que encontrar su ropa y marcharse.
—¿Estás bien? —Él le tocó el brazo mientras se sentaba también, su mano tan cálida como su
voz.
—No lo sé —admitió Teri.
Él suspiró.
—Tenemos que hablar de esto.
La última de sus esperanzas murió.
Dios, fue tan estúpida. Había estado tendida allí hace solo unos segundos, completamente
contenta, pensando que lo que acababan de compartir fue más que una mañana de sexo casual. Lo
había hecho otra vez. Había saltado a la conclusión de que esto era el comienzo de algo grande, de
una relación que crecería y duraría, quizás para siempre.
Pero no lo era.
Era justo lo que afirmó que sería cuando irrumpió en su habitación.
Un polvo por lástima. Se había sentido mal, así que él la hizo sentirse mejor. Fin.
Y ahora todo había terminado. Stan estaba sentado ahí tratando de encontrar la mejor forma de
reparar su amistad. Estaba en modo de levantar el ánimo. El Sr. Arréglalo Todo al recate.
—¿Dónde estás en tu ciclo? —le preguntó, y sus palabras carecían de sentido.
Ella lo miró.
—¿Qué?
—¿Sabes cuándo te llegará tu período?
Oh, maldición, él realmente pensaba que podía haberla dejado embarazada. Bueno, si lo hizo,
iba a ser algo difícil de arreglar ¿no?
—No lo sé exactamente —le dijo ella—. Tal vez en un par de semanas.
Él asintió. Exhaló una risa que no tenía nada que ver con el humor.
—Eso no podría ser peor ¿verdad? Cristo. De acuerdo —respiró hondo. El Sr. Calmado-y-
Controlado—. Está bien. Solo vamos a tener que esperar. Si estás embarazada…
—No te preocupes, no te obligaré a casarte conmigo. —Teri lo dijo más brusco de lo que
pretendía mientras cruzaba la habitación. Su ropa interior estaba en medio del piso, justo donde la
había dejado caer.
Stan no se movió.
—Esa es solo una opción —dijo relajado mientras ella se ponía las bragas y luchaba con el
sostén—. Pero, sabes, si no quieres considerar…
—No quiero. ¿Por qué estamos hablando de esto? —Se puso la camisa.
—Pensé que podría ser tranquilizador para ti saber…
—¿Qué arruinarás tu vida por una hora de sexo? Sexo fantástico, pero aun así…
—Que me hago responsable por mis errores —respondió él en voz baja.
Teri se alegró de estar de espaldas a él mientras se ponía los pantalones, se alegró de que no
pudiera ver el efecto que tuvo en ella esa palabra.
Error.
—Lo que pasó aquí fue mi culpa —dijo en la misma voz baja. Se volvió hacia él e incluso se las
arregló para sonreír—. Sigues diciendo que fue una mala idea. Supongo que tenías razón.
—Teri, no huyas —dijo él, pero era demasiado tarde.
Ella agarró su chaleco y ya había salido por la puerta.

Jules Cassidy caminaba hacia Sam Starrett como un hombre con una misión.
De acuerdo. Perfecto. Aquí vamos. El día más mierda de todos, segunda ronda.
Sam no dejó de comer. Se quedó sentado ahí, en su mesa especial. En su asiento especial.
Llevándose a la boca la pasta que sabía a mierda. Dándole al mundo un gran mensaje de
desaparece con su ceño fruncido y su lenguaje corporal.
Pero Jules no se fue a ninguna parte. Se paró allí, obviamente esperando que Sam lo mirara.
Bueno, a la mierda. Sam no iba a hacerlo.
Así que Jules se sentó. Sam tuvo que darle crédito, el mariconcito tenía bolas.
—Esto tiene que parar —dijo Jules en voz baja—. ¿Washington no fue suficiente para ti?
Ahora bien, ¿no fue esa la última ironía? Alyssa Locke le había advertido a Sam que no le dijese a
nadie de la noche que pasaron juntos en Washington DC. Casi lo amenazó con daños corporales. Y
él no le había contado a un alma.
Pero al parecer ella fue y derramó toda la historia me-siento-como-un-culo a su compañerito
gay.
—Starrett, no puedes jugar al Neanderthal conmigo. Yo sé que ella te importa —continuó Jules.
Sam finalmente levantó la vista. Dos semanas después de la última vez que vio a Alyssa, después
de Washington DC, había llamado a Jules. Solo para asegurarse de que ella estaba bien. Inventó
alguna razón estúpida de por qué estaba llamando, pero sabía que Jules se había dado cuenta de
inmediato. No le hizo ninguna pregunta, ni siquiera cuando Sam le pidió que no le contara a Alyssa.
—Nunca le dije que llamaste —dijo Jules suavemente.
Sam no pudo sostenerle la mirada. Pero logró asentir con la cabeza.
—Gracias.
—No puedes tomar ventaja de ella cada vez que sientes la necesidad —le dijo Jules con
cuidado—. No necesita esto. Necesita alguien que vaya a estar aquí para ella, alguien dispuesto a
dedicarse. —Hizo una pausa—. Alguien que la ame.
Sam se rio de eso, un estallido de aire despectivo.
—¿Quién? ¿Tú?
Jules solo sonrió.
—Bueno, yo sí la amo, pero Adam podría molestarse un poco si trato de llevarla a casa.
Jules convivía con su amante llamado Adam. Ahora, esa era más información de lo que Sam
quería saber. Jamás.
Jules suspiró.
—Sé qué piensas que yo tendría que ser la última persona en juzgar a alguien en términos de lo
que lo excita, pero esta cosa sadomasoquista que estás teniendo con Alyssa la está matando.
Ahora, tal vez eso es parte del juego para ti, pero…
Sam bajó el tenedor.
—¿Crees que me gusta? ¿Acostarme con ella una vez cada seis meses? ¿Solo para que me odie
de nuevo en la mañana? Vete a la mierda. ¡Ella es la jodida masoquista!
Jules se sobresaltó.
—Pero ella dijo…
Sam bajó la voz.
—Ella se emborracha para tener una excusa para acostarse conmigo. Luego llega a mi puerta ¿y
es mi culpa cuando no la rechazo? Vete a la mierda dos veces.
Jules entrecerró los ojos.
—¿Sabes? Las palabrotas podrían ser parte del problema. Puedo ver que podría ser una
experiencia desagradable para alguien como…
—Sí. ¿Qué tan bien la conoces de todos modos? —dijo Sam—. La hace reír, si quieres saber la
verdad. Cielos, cuando está borracha, se relaja lo suficiente para permitirse que yo le guste. Es el
resto del tiempo que… —negó con la cabeza—. Mierda.
—¿Qué? —persistió Jules.
—Solo déjame en paz.
—¿Es el resto del tiempo que qué? —preguntó Jules.
Sam trató de comer. Ahora sabía a mierda fría.
—Le gustas cuando está borracha, pero el resto del tiempo ¿qué? —Jules no lo iba a soltar—. El
resto del tiempo, ¿cuándo está sobria?
Sam dejó el tenedor con mucho cuidado en lugar de tirarlo por el comedor. O a Jules, que
simplemente no soltaba el tema.
—Mira, Alyssa pasa la borrachera, y es como si ella… ella… ¡mierda! Ella inmediatamente olvida
quien soy yo. Sobria, no puede ver más allá de sus putas expectativas ¿bien? Ella piensa que soy
algún un patán idiota, así que, sí, de acuerdo, yo hago ese papel. Cielos. —Miró a Jules—. Ella
piensa que me conoce, pero no tiene ni idea. Me ha juzgado, etiquetado, y rechazado, todo de
antemano. ¿Cómo mierda se combate eso?
Jules se echó a reír.
—Bueno, caramba, yo no tengo idea de lo que es eso.
Sam se dio cuenta de lo que acababa de decir y a quién.
Como gay, Jules había sido la mayor parte de su vida juzgado, etiquetado y rechazado de
antemano por la mayoría de la sociedad.
Incluyendo a Sam.
—Ah, mierda. —No pudo sostener la mirada del otro hombre.
—Mierda es algo así como tu aloha ¿cierto? —dijo Jules—. Quiere decir hola y adiós y gracias y,
en este caso… ¿lo siento?
Sam tuvo que reírse de eso.
—Lo siento —logró decir—. Tú estás… bien.
—Menos mal —dijo Jules—. Me preocupé por mí por un minuto.
—Eso sí, no te acerques mucho.
Jules sonrió.
—Cariño, eres sexy, pero mi corazón pertenece a Adam —su sonrisa se desvaneció—. Algo me
dice que tu corazón le pertenece a Alyssa.
Sam lo miró.
—¿Ella…? —Dios, no podía creer que realmente estuviera preguntando esto—. ¿Alguna vez ha
dicho algo sobre mí?
Jules pareció incómodo.
—Olvídalo —dijo Sam—. No contestes. Eso no fue justo. Lo que sea que haya dicho,
probablemente lo dijo en confidencia.
—Ella piensa que eres fabuloso en la cama.
Sam se rio.
—¿Te dijo eso?
—Bueno, seguro. Comparamos notas. ¡Estoy bromeando! No, los últimos días ha estado
haciendo esto de detenme, ya sabes, mantenme lejos de él. —Jules suspiró y se movió en su
asiento, como si estuviera decidiendo cuánto decirle—. Entre tú y yo, Alyssa no sale mucho. Estoy
cien por ciento seguro de que no ha estado con nadie entre tú y tú. No, estoy ciento diez por ciento
seguro. Me habría contado si lo hubiera hecho.
—Ella habla contigo de cosas privadas ¿eh? —preguntó Sam. Sacudió la cabeza y se rio—. Tú y
yo, juntos somos el hombre perfecto para Alyssa Locke. Ella te cuenta sus secretos, y tú la amas
incondicionalmente, y no tienes ningún problema en decírselo. Y yo…
Jules asintió. Sabía lo que Sam le daba. No había necesidad de decirlo en voz alta.
Sam la hacía correrse.
—Creo que es ella la que me está utilizando a mí —le dijo a Jules.
Jules asintió otra vez.
—Tal vez deberías decirle que no es suficiente.
Sam también asintió. Cerró los ojos, recordando la forma en que ella lo encontró llorando.
Cielos. Era posible que ya lo supiera.

—Sra. Shuler, ¿me recuerda? Soy el Suboficial Mayor Stan Wolchonok, el hijo de Marte
Gunvald.
Helga miró desde atrás de la cadena de la puerta de su habitación al hombre grande que estaba
ahí. El hijo de Marte.
—Por supuesto —dijo ella con una sonrisa para ocultar su mentira. ¿Se conocían? Sí,
obviamente.
—Me llamó Desmond Nyland, señora. Pensó que apreciaría un poco de compañía para almorzar.
—Oh ¿ya es la hora?
—Sí, señora. Sí no está lista, no me importa esperar aquí afuera.
No salgas sin la llave de tu habitación, el bloc de notas y la cartera. La nota estaba justo delante
de la nariz de Helga.
—Déjame buscar mi cartera —le dijo. Stanley. Stanley. Stanley. Stanley.
Cerró la puerta y fue a la cómoda, hojeando rápidamente para una página en blanco en su
libreta. «Stanley», escribió, y guardó la libreta en su bolso, junto con la llave de la habitación.
Pensándolo bien, tomó el bolígrafo y escribió el nombre en la palma de su mano izquierda.
«Stanley».
Se revisó el cabello y el lápiz labial en el espejo y salió.
—¿Tiene su llave? —preguntó Stanley, manteniendo la puerta entreabierta.
Helga abrió su bolso. Ahí estaba. Bien. La sacó para que la viera y él cerró la puerta con firmeza.
—¿No tienes mejores cosas que hacer con tu tarde? —preguntó ella.
—De hecho, señora, tengo que comer y… —sonrió tenso—. Digamos que agradecería la
distracción.
Hmmm.
—¿Te conozco lo suficiente para comentar que eso suena como si tuvieras problemas por una
mujer?
Él se rio.
—Creo que nadie me conoce lo suficiente para decirme eso.
—¿Ni siquiera tu madre?
—Con la sola excepción de mi madre. Tiene razón. Pero ella murió hace tiempo.
—Ella ayudó a salvar mi vida —le dijo Helga—. ¿Ya te dije eso? Ella y Annebet y tus abuelos,
también. Cuando los nazis comenzaron a detener a los judíos daneses, ellos nos albergaron. Nos
escondieron. Por semanas. Era el doble de peligroso porque Hershel, mi hermano, y Annebet
trabajaban para la resistencia —presionó el botón del ascensor—. ¿Alguna vez tu madre te contó
acerca de ese tiempo?
—No mucho. Y lo siento, señora —dijo él—. No podemos tomar el ascensor. Si se va la luz…
—Desde luego —dijo ella—. ¿En que estaba pensando? —Lo siguió a las escaleras.
Él le abrió la puerta.
—¿Dice que el nombre de su hermano era Hershel?
—Sí —Helga se agarró con fuerza del pasamano y comenzó a bajar las escaleras.
—¿Hershel Rosen?
—Sí.
—Mi tía Anna me contó de él —dijo Stanley.
—¿En serio? —Helga se detuvo en el rellano de la escalera entre los pisos, y Stanley cortésmente
la dejó pretender que no era porque estaba sin aliento—. ¿Te dijo que estaban casados?
—Bueno, considerando que ella se hacía llamar Anna Rosen, supongo que siempre supe…
—¿Anna? ¿No Annebet?
—Mi madre a veces la llamaba por su nombre completo, ya sabe, cuando discutían, pero su
recetario decía Dra. Anna Rosen.
Helga no estaba segura si quería reír o llorar. Anna había sido el apodo cariñoso de Hershel para
ella. Siguió bajando las escaleras.
—No me extraña que no pudiera encontrarla. La buscaba por Dra. Annebet Gunvald.
—Lo siento.
—Debería haberlo sabido —dijo Helga—. Anna Rosen. ¿Qué te contó? Acerca de Hershel.
—Que se casó con él cuando eran muy jóvenes —le dijo Stanley—. Que no tenían la aprobación
de sus padres. Que él era judío. Cuando yo era niño solía ir con ella a la sinagoga. Decía que era
atea, pero… Le gustaba ir. Me dijo que ella y Hershel trabajaron para la resistencia, que era
bastante desorganizada, incluso después de que los alemanes llegaron en busca de los judíos, pero
que todos en el pueblo se aprestaron a esconder a sus vecinos.
—Siete mil ochocientos judíos en Dinamarca —le dijo Helga—, y todos menos cuatrocientos
sesenta y cuatro escaparon a Suecia, gracias a gente como tu madre. —Ella sonrió—. ¿Sabes que
cuando tu padre, no, tu abuelo, vino a advertirnos que había llegado la orden de sacar a los judíos
de Dinamarca, mis padres no le creyeron? Discutieron por tanto tiempo que tu abuelo todavía
estaba allí cuando los alemanes llegaron a golpear la puerta. Nosotros nos escondimos en el
sótano, y Herr Gunvald salió por la puerta trasera. Rodeó la casa y llegó por el frente, y les dijo a los
alemanes que no estábamos en casa, que estábamos de vacaciones en el norte. Les dijo que se
marcharan, que le pidieron que cuidara la propiedad, y que estaba decidido a hacerlo. Los amenazó
con llamar a la policía. ¿Y sabes que de hecho se fueron?
—No puedo imaginar lo que debe haber sido vivir todo eso —le dijo él mientras la hacía pasar al
húmedo restaurante del sótano. Ella le echó un vistazo a su mano izquierda. Stanley.
—Nos quedamos con la familia de Marte durante semanas mientras Annebet y Hershel usaban
sus contactos para arreglar un pasaje a Suecia —le dijo ella, agradeciéndole cuando le ofreció una
silla en una mesa cercana.
Él miró alrededor del salón como si estuviera buscando a alguien antes de sentarse también.
Estaba tratando de no demostrarlo, pero ella podía leer la frustración en su lenguaje corporal.
—Ella no está aquí ¿verdad? —dijo Helga.
Él pareció sorprendido por un momento, pero luego se rio.
—No.
—¿Quieres hablar de ello?
Su sonrisa era hermosa.
—La situación es un poco, um… Bueno, digamos que es algo que no compartiría ni siquiera con
mi madre.
—Ah —dijo Helga—. Te acostaste con ella. La piloto bonita ¿verdad? ¿Qué sucedió? ¿No le
dijiste que estás enamorado de ella? Por supuesto que no. Los hombres siempre dejan afuera los
detalles más importantes.
Stanley no parpadeó.
—¿Puedo recomendarle los vegetales al curry con fideos? Hay una fila de buffet, puedo traer dos
platos. Es más rápido que ordenar.
—No te preocupes —dijo Helga—. No lo voy a contar.
Probablemente ni siquiera lo recordaría para cuando volviera con su almuerzo.

A las 1220, Alyssa se sentía lo bastante estable para darle una oportunidad al almuerzo.
Pero la visión de Sam Starrett y Jules Cassidy sentados juntos en el restaurante del hotel,
concentrados en una discusión, le heló la sangre.
¿Qué estaba tramando Starrett? Dios, probablemente estaba metiendo a Jules en algo. Esto
tenía que ser alguna clase de trampa cruel, una revancha o venganza; todo porque lo vio llorar.
¿O no?
Excepto que miró a Starrett a los ojos mientras caminaba hacia él. Vio cuando notó su presencia.
Él levantó la vista y una variedad de emociones cruzó su cara. Aprensión y vergüenza, ira e incluso
miedo. Ella lo vio todo antes de que él rápidamente apartara la mirada.
Él de verdad pensó que iba a acercarse y restregarle en la cara que lo había visto llorar.
Ella no haría algo como eso.
¿No es así?
Confundida, hizo un desvío brusco y fue a la mesa de los sándwiches envueltos mantenidos en
hielo.
No podía lidiar con esto. No podía lidiar con Starrett pareciendo nervioso al verla, no podía hacer
frente al hecho de no saber con certeza si le habría echado en cara sus lágrimas.
Dios santo, en realidad podía imaginar haciéndolo. Todo lo que Starrett habría tenido que hacer
era saludarla con algún estúpido comentario sobre la ropa que llevaba puesta, y ella se lo habría
lanzado sin pensarlo. «Pobrecito, ¿vas a llorar por eso también?»
¿Cuándo se convirtió en un monstruo insensible?
Lo que hizo llorar a Sam, no era asunto suyo. Era acceso prohibido. Usarlo para tratar de
lastimarlo era ir demasiado lejos. Él no parecía saber dónde marcar el límite en la guerra que
ocurría entre ellos, pero maldición, eso no significaba que ella tuviera que hundirse en nuevas
profundidades.
Sí, sus lágrimas no eran de su incumbencia.
A menos que, desde luego, él hubiera estado llorando por ella.
Del modo que ella había llorado por él esta mañana.
—¿Vas a, um, llevarte eso?
Sam estaba parado justo detrás de ella.
Alyssa se preparó antes de girarse para enfrentarlo.
—Yo, uh, quería disculparme por, um, gritarte de esa forma en mi habitación —dijo él, sin ser
capaz de mirarla a los ojos—. Me pillaste, um, ya sabes, en desventaja, y yo, uh, perdí el control. —
Carraspeó—. Sé que pensaste que iba a golpearte, pero, cielos, yo nunca haría eso, Lys. —La miró
directamente a los ojos—. Yo nunca te golpearía. Nunca.
—Oh —dijo ella sorprendida—. No, no pensé eso. Para nada. Yo no…
Él asintió. Forzó una sonrisa.
—Bueno, bien.
—¿Por qué estabas sentado con Jules? —quería saber, y pensó que diablos, bien podría
preguntar. Especialmente cuando estaba frente a ella, completamente despojado de su arrogancia
y su actitud de gallito.
Bueno, tal vez no completamente despojado. Tenía lo suficiente para erizarse un poco.
—No te metas ideas en la cabeza. No voy a cruzar al otro lado ni nada.
Ella trató de ahogar una risa y falló.
—Lo siento —dijo rápidamente—. Es solo que, de todos los hombres que he conocido, eres el
más indiscutiblemente heterosexual.
Él se rio con suavidad.
—Gracias. Sé que no lo dices como un cumplido, pero gracias de todos modos. —Miró el
sándwich que sostenía, y le hizo un gesto con la barbilla—. ¿Te lo vas a llevar? ¿Te importa si, uh, te
acompaño?
Alyssa asintió, incapaz de confiar en su voz.
—¿Quieres llevar un refresco con eso?
—Agua —dijo ella, y él cogió dos botellas de un cubo con hielo mientras salían del restaurante.
—Es buena y fría —dijo él, abriendo la puerta por ella con su hombro. Agarró las dos botellas con
una mano. Tenía manos grandes con dedos largos y elegantes. Manos fuertes que siempre tenían
algún corte o magulladura, una uña colorida por haberse atrapado un dedo, o un nudillo raspado.
Ella trató de no mirar sus manos, trató de no pensar en la manera que la tocó con esas manos
hermosas anoche.
—Tal vez quieras beber una ahora —continuó él—. Dos minutos fuera del hielo y estará tibia,
como todo lo demás por aquí. Este p… —Se interrumpió y carraspeó—. Este, uh, maldito calor
¿sabes?
Ella lo miró.
—¿Estamos realmente hablando del clima?
—Sí —dijo él—. Pensé que comenzaría con el puto clima, tal vez preguntar qué has estado
haciendo en los últimos seis meses, y, mierda, llegar a la conversación que acabo de tener con Jules
durante el almuerzo. Verás, tenía planeado que habláramos por un rato, y luego mencionaría a tu
compañero. Que tuve la oportunidad de hablar un poco con él y que es un buen tipo. Y tú habrías
dicho «¿Jules y tú? Vaya, Roger, he ahí una amistad que nunca soñé que ocurriría en un millón de
años».
Alyssa se rio por su imitación de ella. Era bastante precisa, hasta su costumbre de usar su
nombre de pila.
—Y yo diría —continuó él—, así como casualmente, que Jules y yo en realidad tenemos mucho
en común porque, ya sabes, estamos, um… —respiró profundo—. Verás, los dos estamos
enamorados de ti.
Alyssa dejó caer el sándwich en la escalera y se apresuró a recogerlo. Miró a Sam, y supo que él
había dicho lo que le oyó decir.
—Por supuesto, tuviste que ir y preguntar por qué estaba sentado con Jules, lo que me hizo
decir la… la… frase culminante, creo que lo llamarías, antes de lo que quería.
—Lo lamento —dijo ella, casi sin poder respirar.
—Lamentas que esté enamorado de ti, o…
—Lamento haber arruinado tu momento —dijo ella.
Podía ver la esperanza en los ojos de Sam. Crecía con cada segundo que pasaba.
—Entonces ¿no lamentas que esté enamorado de ti? —preguntó—. Perdona si me estoy
poniendo odioso con esto, pero quiero asegurarme de entender que tú…
—¿Cómo puedes amarme? —preguntó Alyssa—. Apenas me conoces.
Sam sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Te conozco. Bastante. Y quiero conocer más. Quiero que tú me conozcas
también. Y sé que estás pensando: este soy yo queriéndote de vuelta en mi cama esta noche, pero
no es eso. Quiero pasar la noche contigo, pero quiero pasarla hablando —Se interrumpió—. De
acuerdo. Sí. Esa es una puta mentira. Me muero por hacerte el amor otra vez, pero quiero hacerlo
cuando estés sobria. Cuando sepas exactamente lo que estás haciendo. Y si tengo que elegir entre
pasar una hora hablando o una hora haciendo el amor, elegiría la conversación. Desde luego,
preferiría pasar dos horas contigo y…
Alguien venía. Sam debió oír la puerta que se abría. Eran Gilligan e Izzy saliendo del restaurante,
discutiendo sobre béisbol.
Le tomó la mano y la arrastró por las escaleras, cuidando de mantenerse delante de los dos SEAL
y fuera de su vista.
La soltó cuando abrió la puerta del vestíbulo y la llevó hacia las escaleras rumbo a la habitación
de ella, a su habitación también. Estaban en la misma torre.
Volvió a tomarla de la mano mientras subía las escaleras a un ritmo que era extremadamente
aeróbico. Pero maldita si iba a dejarle ver que estaba luchando para mantenerle el paso. Y él lo
sabía también, el idiota.
Él la amaba. Alyssa no sabía qué pensar, qué decir, qué hacer. No estaba muy segura de qué
sentir, si quería que Sam Starrett la amara.
Si le creía.
—Sam —dijo mientras salían al pasillo. Su habitación estaba a tres puertas de distancia, y él se
detuvo frente a ella.
No la dejó hablar. La besó. Pero fue completamente diferente del beso «Sam más Alyssa igual
fusión nuclear» que le había dado en el pasado.
Fue el beso más dulce, más devastadoramente gentil que había compartido con nadie. Él rozó
sus labios con los de ella en una manera que solo podía ser descrito como tierno. La hizo abrir su
boca, y…
Terminó demasiado pronto.
—Te amo —susurró él—. Quiero tanto de ti como estés dispuesta a dar. Así que si tienes algún
deseo de llevar esto, no sé, ¿cómo llamas a esto que haces conmigo de emborracharte y rebajarte
cada seis meses?, en algo más regular, estoy justo aquí. Estoy preparado. Quiero cenar contigo
después de que esto termine. Creo que la situación está a punto de reventar dentro de las próximas
veinticuatro horas. Y por cierto, me vendría bien tu ayuda con la práctica, vamos a volver en tres
horas.
Ella asintió.
—Allí estaré. —Esa era la respuesta más fácil de dar.
Él sonrió con tristeza como si pudiera leer su mente.
—Te dejaré pensar lo de la cena —le dijo—. No tiene que ser en público, si no quieres que nadie
sepa que te estás viendo conmigo, eso me importa un comino. Podemos mantenerlo totalmente a
puertas cerradas. Podríamos pedir servicio a la habitación. Solo tienes que prometer que estarás
vestida para la cena. Y prometer que no me dejarás sacarte la ropa, por lo menos no hasta el plato
de fondo.
Sam la besó de nuevo, más profundo esta vez, pero igual de lenta y delicadamente.
—Gracias por escucharme —dijo él, entregándole una de las botellas de agua.
Y se dio la vuelta y se alejó.
Alyssa no pudo creerlo cuando la puerta a las escaleras se cerró detrás de él con un golpe sólido.
¿Tenía tres horas antes de reportarse, y se marchaba?
Se quedó ahí por un momento, esperando. Segura de que él regresaría.
Pero no lo hizo.
Fue a las escaleras y abrió la puerta, pero él había desaparecido definitivamente.
Alyssa se rio, incrédula. Un beso más como ese y ella lo habría invitado a su habitación.
Ya había decidido que esto era solo otra treta para llevarla a la cama. Te amo. Sí. Claro.
Excepto que estaba funcionando. Él tenía que saber que estaba funcionando. Estaba en el otro
extremo de esos besos. No había forma de que no supiera que besándola de ese modo la haría
derretirse.
Pero se había marchado.
Te amo.
Oh, Dios mío.

—Se está impacientando —le dijo Bob en tono de disculpa.


Gina se limpió la cara. Cielos, ni siquiera se había dado cuenta de que estaba llorando. El corazón
le latía con fuerza, golpeando en sus oídos.
—Me muero de miedo cuando hace eso.
Al el gruñón había sido expulsado de la cabina del piloto. Todavía podía oírlo gritar, oyó que los
bebés y algunos pasajeros comenzaron a llorar.
—Lo siento —dijo Bob como si lo dijera en serio.
—Que me grite no va a ayudar —dijo Gina—. No tengo idea de lo que dice. Quiero decir, ni
siquiera hablo su idioma.
—Por supuesto que no —dijo Bob—. Eres americana.
Él sonreía a pesar de la acusación en sus palabras. Pero su voz no era hostil. O tal vez sí. Tal vez
todo lo que decía era hostil, y ella no lo percibía.
Estaba tan convencida de que era amable. Gentil. Incluso su amigo.
De la forma que hablaban…
Pero la mirada en sus ojos cuando amenazó con matar a Max y luego a ella…
Tal vez estaba blufeando. Tal vez no.
Gina ya no sabía nada. Estaba volviéndose loca, a lo grande.
—¿Quieres que hable por radio y vea si hay alguna noticia? —preguntó rezando para que dijera
que sí. Al había tomado su arma y pegado el cañón a su cabeza durante su último ataque verbal.
Ella había estado segura de que aquí se acababa todo, de que aunque no tuviera intención de
matarla, se le resbalaría el dedo en su rabia y sus sesos quedarían esparcidos por la cabina.
A raíz de su miedo, quería desesperadamente oír la voz tranquilizadora de Max.
Sabía que él estaba escuchando todo el tiempo. Él había dejado caer pistas para que supiera que
habían logrado plantar cámaras y micrófonos en el avión. Podía ver y oír lo que estaba pasando.
Incluso en este momento cuando el botón del micrófono no estaba presionado.
Podía sentir a Max observándola. Sabía con certeza que nunca abandonaba esa habitación en la
terminal. Estaba con ella 24/7, y estaría hasta el final. O hasta que Al tirara del gatillo, lo que
ocurriera primero.
Bob se encogió de hombros, así que pulsó el micrófono.
—Este es el vuelo 232. ¿Hay alguna noticia? Cambio.
La voz de Max vino de vuelta, cálida, gruesa y relajada, como una manta de seguridad.
—Este es Max, 232. Estamos chequeando el estatus de eso. —Era su respuesta evasiva habitual,
diseñada para mantener el canal abierto y seguir con la conversación—. No creo que nuestro amigo
Bob esté dispuesto a hablar conmigo directamente todavía. ¿Qué piensas, Bob? Cambio.
Bob negó con la cabeza. Se puso de pie y salió de la cabina al sector de pasajeros, sin duda para
tratar de frenar a Al.
—Por favor, Dios, no lo traigas de vuelta aquí contigo —dijo Gina, en voz baja—. Al está muy
tenso —dijo en el micrófono—. Podrías entregarles a ese tipo que quieren liberar de la cárcel,
Razeen. O algo. Pronto. Cambio.
—O algo —repitió Max—. Entendido, 232. Estamos trabajando tan rápido como podemos, pero
aún podría llevar algún tiempo. —Había un filo en su voz. Sí, definitivamente sabía que Bob había
dejado la cabina. Pero estaba siendo cuidadoso en caso de que estuvieran siendo escuchados—.
Apuesto que estás cansada, huh, ¿Karen? Apuesto que te alegras de estar sentada en el suelo.
Cambio.
—Sí —dijo Gina, con el corazón desbocado por una razón totalmente diferente ahora—. Me voy
a quedar aquí abajo por el tiempo que me lo permitan. Adelante.
Por favor, por favor, adelante.

—Fue dos semanas después del día que nos escondimos en la casa de los Gunvald —dijo
Helga mientras revolvía el azúcar en su café—. Lo recuerdo como si fuera ayer. Acabábamos de
sentarnos a desayunar cuando Annebet llegó.
Toda la increíble historia de Helga se estaba dirigiendo a esto. Pero Stan no estaba seguro de
querer oír más. Tomó un sorbo de su café y se preparó.
—Le habían disparado a Hershel —le dijo, tal como él había esperado—. Al buscarnos pasaje en
un barco para Suecia, él y Annebet encontraron un pescador dispuesto a arriesgarse. Pero
necesitaba una tripulación, e hicieron un trato, ellos serían su tripulación durante dos semanas a
cambio del pasaje para nosotros cinco a Suecia.
Ella se quedó en silencio por un momento, solo mirando su café, momentáneamente
transportada a ese día hace tantos años.
Stan se había sorprendido cuando lo llamó Desmond Nyland, y aún más cuando el hombre
confió en él diciéndole que creía que Helga Shuler estaba sufriendo alguna clase de deterioro
mental relacionado con la edad, tal vez incluso Alzheimer.
Ella no tenía ningún problema siguiendo la historia que le estaba contando. Parecía clara acerca
de los detalles y no repitió nada. En realidad era una narradora muy buena. Stan estaba intrigado
por su descripción de su madre y su tía de niñas. Por esta visión de la vida de los abuelos que nunca
conoció.
Era casi suficiente para dejar de pensar en Teri.
Sobre la manera en que se sintió estar dentro de ella.
Sobre los arañazos que le dejó en la espalda. Ella lo había deseado, necesitado tanto que lo había
marcado.
Pero posiblemente no tan permanente como él la había marcado.
Cristo, ¿cómo pudo perder tanto el control que olvidó ponerse un condón?
¿Y qué diablos le pasaba, que si bien debería estar preocupado de si dejó o no a Teri
embarazada, en lo que realmente no podía dejar de pensar era en cuando la vería de nuevo?
¿Cuándo tendría otra oportunidad de meterse dentro de ella, sentirla aferrándose a él tan
desesperadamente y jadeando su nombre?, y, santo cielo, lo ponía tan caliente de solo pensarlo,
¿que le hiciera más de estos verdugones en la espalda?
La dulce ancianita sentada frente a él le sonrió.
—¿Dónde estaba? —preguntó ella.
m…
—Annebet —dijo él, luchando por recordar—. Ella y Hershel estaban trabajando como
tripulación a cambio de los pasajes para su familia.
—Ah, sí. Hershel y Annebet pasaban sus noches haciendo el cruce con este pescador y otro
estudiante, Johan, que lo conocían de la resistencia. Todo era muy peligroso.
—Esa noche llegaron a salvo al puerto y se dirigían a refugiarse cuando fueron detenidos por los
alemanes. Hershel los oyó venir, y empujó a Annebet a los arbustos al lado del camino. Él sabía que
los alemanes los habían visto, pero estaba oscuro, no podían saber cuántos eran.
—Probablemente solo era una patrulla regular, deteniéndolos por romper el toque de queda,
pero Johan entró en pánico. Tenía una pistola y abrió fuego —Helga sonrió con tristeza—. Por
supuesto, los alemanes respondieron al fuego. Johan murió, Hershel fue malherido.
—Los alemanes lo llevaron al hospital en Copenhague. Ellos no lo sabían, pero al hacer eso, lo
entregaron de vuelta a la resistencia. El hospital era usado para esconder a cientos de judíos. Todos
los que trabajaban allí hacían su parte o la vista gorda. Hershel fue inmediatamente declarado
muerto al llegar, oh, todavía estaba vivo. Pero fue puesto en una cama bajo el nombre de Olaf
Svensen. Un bonito nombre no judío.
—Annebet nos dijo que lo había visto, que había hablado con él en el hospital —le dijo Helga—.
La mayor preocupación de Hershel era llevar a mis padres y a mí a salvo a Suecia. Una de las
enfermeras del hospital sabía de un barco que zarpaba esa noche. Pero Poppi no dejaría Dinamarca
sin Hershel.
—Annebet rogó, discutió y engatusó, incluso lloró. Finalmente nos ordenó a mí y a Marte que
fuéramos a jugar al granero, y entonces supe que Hershel estaba muriendo. No quise quedarme a
escuchar a escondidas como Marte quería, no quería escucharlo. Recuerdo estar sentada en el
granero y Marte diciéndome que todo iba a estar bien, pero sabiendo que no. No para mí, no para
mi madre y Poppi, y sobre todo no para Annebet. Nunca iba a estar bien otra vez.
Helga suspiró pesadamente.
—Pobre Annebet. Se sentía culpable. Fue su pistola, se la había vendido a Johan solo esa tarde.
Hershel había estado diciéndole que se deshiciera de ella por miedo a que algo así sucediese. Si no
hubiera tenido la pistola en primer lugar…
—Probablemente Johan habría conseguido una de otra persona —señaló Stan.
—Sí, eso fue lo que le dijo Hershel. Aun así, se sentía culpable.
—Disculpe, Suboficial Mayor.
Stan levantó la vista para encontrar a Jenk caminando hacia él.
—Discúlpeme —le dijo a Helga mientras se ponía de pies—. ¿Algún problema?
—El teniente Paoletti quiere que hagamos unas cuantas prácticas un poco antes de lo previsto
—informó Jenk. Bajó la voz y se acercó—. Al parecer las cosas se están poniendo tensas a bordo del
avión. Nos quieren reunidos y listos para partir.
—Señora Shuler, me temo que va a tener que contarme el resto de la historia en otra ocasión —
dijo Stan.
—Por supuesto — dijo ella. Ella se miró la mano, tenía su nombre escrito ahí—. Stanley.
Maldición. No podía dejarla aquí. Echó una mirada por el salón.
—¡Oye, Gilligan!
El suboficial acababa de terminar su almuerzo.
—¿Sí, Suboficial Mayor?
—Necesito que escoltes a la señora Shuler a su habitación. 808. No dejes que tome el ascensor.
Acompáñala a la puerta, ve que entre. ¿Ha quedado claro?
—Sí, sí, Suboficial Mayor.
—Señora Shuler, este es el suboficial de tercera clase Daniel Gillman. La llevará de regreso a su
habitación, señora.
—Eso no es realmente necesario —dijo ella.
—Señora —dijo Stan tan amable y respetuosamente como pudo, considerando que tenía que
parar en su habitación y cambiarse de ropa antes de dirigirse al helicóptero—. Creo que sabe que lo
es.
20.
Stan llegó al techo corriendo.
La mayoría del equipo ya estaba allí, junto con los dos observadores del FBI, Locke y Cassidy.
Sam Starrett estaba al teléfono, un teléfono del hotel.
—Dile a O’Leary que coja otro helicóptero porque nosotros estamos listos para… Mierda. Estos
teléfonos de mierda. —Volvió a llamar desde su celular.
—Se fue la energía del hotel otra vez —informó Jenk—. Posiblemente todo este sector de la
ciudad.
—¿Tenemos piloto? —Stan le preguntó a Jenk, quien llevaba un portapapeles.
Él hojeó los papeles.
—Sí. Howe. No, espere. Edwards. Sí, cambiaron asignaciones en el último minuto. El teniente dio
el visto bueno.
Mierda. Stan no se dio cuenta de que habló en voz alta hasta que Mike Muldoon habló.
—Probablemente es mi culpa, Mayor —Muldoon se puso el chaleco y bajó la voz—. Creo que
está evitándome. También canceló el almuerzo conmigo. Dejó un mensaje diciendo que pensaba
que deberíamos hablar cuando volvamos a San Diego. Creo que me están dejando antes de siquiera
involucrarme.
—Sí, me gustaría hablar contigo también —dijo Stan—. Estoy seguro de que te guié hacia la
dirección equivocada, y te debo una disculpa. Después de que esto termine. ¿Tal vez en el vuelo a
casa?
Muldoon sacudió la cabeza.
—Mayor, no me debe nada.
—Si —él le debía una disculpa a Teri también. Ella había acudido a él por ayuda, y él fue un
pomposo idiota, tan malditamente arrogante que asumió que podría arreglar todos sus problemas.
Claro que podía. Era el Sr. Arréglalo Todo, el hombre de los milagros. Podía arreglar las cosas para
ella. ¿Y el hecho de que estuviera caliente por ella desde el primer día? Bueno, simplemente podía
ignorarlo. Él era más fuerte que eso, más duro que un simple mortal. Cosas como lujuria y deseo…
el Suboficial Mayor todopoderoso estaba por encima de todo eso.
Excepto cuando ella entró en su habitación y se sacó la ropa. Eso era algo que no tenía planeado
que sucediera. Sí, eso estaba bien lejos de sus posibles situaciones proyectadas.
Entonces, después de perder completamente la cabeza por ella, ni siquiera tuvo las pelotas para
confesárselo. No dijo ni una palabra acerca de lo loco que estaba por ella, cuanto le gustaba y la
respetaba, lo hermosa que era. No le dijo que hacerle el amor había estado más allá de sus
fantasías más salvajes, y que tenía muchísima imaginación.
No había admitido que estaba muerto de miedo porque se estaba enamorando de ella. Ni
siquiera podía confesárselo a sí mismo. Enamorando. Seguro. Como si no lo estuviera ya. Como si
todavía hubiera una posibilidad de no caer, perdidamente enamorado.
Y mientras Teri, te amo podían no ser las palabras que ella quisiera escuchar, él podría haber ido
por algo más de la onda Dios, eres increíble.
En cambio le preguntó en que parte de su ciclo menstrual estaba.
Sí, había arruinado esto, pero a lo grande. Teri se puso en modo corre y escóndete otra vez, por
su culpa. Él era el imbécil del que se estaba escondiendo ahora.
—¡Vamos! Gritó Starrett—. ¡Vamos a hacer esto bien!
Seguro que sería bueno hacer algo bien hoy.

Helga estaba sentada en su habitación rodeada de notas adhesivas.


Nunca olvides. Era el grito de todos los sobrevivientes del Holocausto. Nunca olvides.
Había contado su historia muchas veces. A aulas llenas de niños. A los clubes de mujeres. A
grupos religiosos. En cócteles y funciones diplomáticas.
—Yo vivía en Dinamarca cuando era niña, durante la Segunda Guerra Mundial. Era una de los
siete mil ochocientos judíos daneses que vivían cerca de Copenhague cuando Hitler invadió.
¿Sabían que Dinamarca fue el único país que dijo: No, no se llevarán a nuestros ciudadanos judíos.
Dinamarca fue el único país en Europa donde no se obligó a los judíos a llevar la estrella amarilla en
el frente y en la espalda de toda su ropa.
—¿Sabían que en febrero de 1942, durante la ocupación nazi de Dinamarca, un hombre que
trató de incendiar la sinagoga de Copenhague fue juzgado y condenado, sentenciado a tres años de
prisión? Por un crimen contra los judíos.
—¿Sabían que de los siete mil judíos daneses todos menos cuatrocientos setenta y cuatro
escaparon a Suecia? Y de esos desafortunados cuatrocientos setenta y cuatro que fueron detenidos
por los nazis y enviados a Theresienstadt, todos menos cincuenta y cuatro sobrevivieron porque el
rey danés envió un mensaje a los alemanes diciendo «Los estamos observando». Aquellos
cincuenta y cuatro murieron de enfermedad y vejez.
—Dinamarca dijo no. Ustedes no pueden hacerles esto a nuestros ciudadanos. Dinamarca dijo
no, y su pueblo se levantó, con gran riesgo para sí mismos, y miles de vidas fueron salvadas. En
otros países, se encogieron de hombros. ¿Qué podíamos hacer? Si tratábamos de ayudar, nos
habrían matado, también.
—Tal vez fue así. Pero tal vez lo único que en realidad había que hacer era simplemente… decir
no.
Escribiría un libro. Acerca de Annebet y Hershel. Acerca de Marte y sus padres. Lo haría pronto.
Mientras todavía podía. Rodeada de notas post-it si era necesario. Pondría su historia en papel.
Luego, cuando su voz se silenciara, cuando ya no pudiera recordar ni su propio nombre, sus
palabras seguirían resonando. Su historia no sería olvidada.
Helga había enfrentado desafíos antes. Con la gracia de Dios, podría enfrentar este también.

La alarma de incendio del hotel comenzó a sonar.


Teri dejó de pretender que dormía y se quedó tendida en la cama, mirando el techo, escuchando
el estrépito de las bocinas.
Cuando cambió las asignaciones con Jeff Edwards, se dijo que era porque estaba cansada. Que
necesitaba dormir.
Vino aquí y se metió en la cama y fingió que no había cambiado turnos para esconderse de Stan.
Pero la verdad era que se estaba escondiendo se Stan.
Y Stan, siendo un hombre muy inteligente, probablemente ya se había dado cuenta de eso.
Lo que ella no sabía era que, cuando él supiera que se estaba escondiendo de él, ¿se mantendría
alejado de ella o haría un esfuerzo para ir a buscarla?
Si llamaba a su puerta para hablar seriamente sobre las posibilidades de estar embarazada, ella
gritaría.
Pero en realidad, ¿cuáles eran las probabilidades de que viniera a su puerta solo para entrar,
cerrar con llave y ofrecerle una de esas sonrisas de infarto? ¿Cuáles eran las probabilidades de que
Stan admitiera que el sexo que compartieron fue el mejor sexo de su vida y que quería hacerlo de
nuevo, ahora mismo?
¿Y cuáles eran las probabilidades de que, después, todavía entrelazados en la cama, la besara?
Suavemente. Con ternura. Y que le dijera…
¿Qué?
Teri se sentó y se puso las botas. Se puso su odioso chaleco antibalas y cogió la llave de la parte
de arriba de la TV que no funcionaba y salió al pasillo.
Las sirenas sonaban más fuerte aquí afuera, y se tapó los oídos mientras corría hacia la escalera
para bajar al vestíbulo.
Se había ido la luz en el hotel y las luces de emergencia estaban encendidas en las escaleras,
dando una sensación de un mundo alternativo espeluznante.
No había mucha gente bajando la escalera como pensó que habría. Incluso pasó a una camarera
que subía llevando una brazada de toallas. Esa probablemente era la mayor pista de que esto era
una falsa alarma, pero ya estaba a mitad de camino por lo que siguió bajando.
Además, tal vez se encontrara con Stan.
¿Y luego qué? ¿Se pondría de rodillas y le diría que la amaba? ¿Qué quería casarse con ella?
El hombre ni siquiera tenía muebles en su casa. Le había dicho que no tenía intención de casarse,
jamás.
Y ella ¿cuándo diablos se había convertido en Blancanieves? ¿Tendida ahí, rezando para que
algún día apareciera su príncipe?
¿Y qué si Stan no quería casarse? ¿Y qué si no la amaba? ¿Y qué si él consideraba que el sexo
había sido un error?
Ella le gustaba. Teri lo sabía. Y se sentía atraído por ella también. Ella también sabía eso.
Fue a buscarlo esta mañana y él fue incapaz de resistirse a ella. Tal vez, si lo hacía suficientes
veces, él se acostumbraría a la idea, se acostumbraría a tenerla alrededor, a tener a alguien que
cuidara de él para variar.
Dios, solo quería estar con él.
Y maldita fuera si lo iba a dejar ir sin luchar.
Algún día mi príncipe vendrá, en verdad.
¿Qué tal esta noche? Esta noche encontraría su príncipe. Iría a él. Y esta noche, sí, si lo hacía
bien, su príncipe definitivamente vendría.
Teri se rio en voz alta ante la rudeza de este doble sentido mientras empujaba la puerta al
vestíbulo.

Sirenas.
Tendría que haber habido sirenas cuando los alemanes finalmente vinieron por los judíos, pero
no las hubo. Había tanto silencio como el cielo azul. Fue solo otro día de octubre.
Helga estaba en el granero de los Gunvald cuando oyeron voces en la calle.
Fueron a la puerta, pensando que era el carro de verduras.
Pero no lo era.
Una multitud de vecinos y amigos se había reunido, y el oficial alemán a cargo estaba
advirtiéndoles de no acercarse.
—Esto no es asunto de ustedes —les dijo.
Helga vio a Wilhelm Gruber parado a un lado, fumando un cigarrillo, solo mirando.
Y entonces el oficial alemán, en sus brillantes botas negras, las vio.
—Ustedes, ahí —ordenó señalando a Marte—. ¿Viven aquí?
—Quédate aquí —Marte le dijo a Helga—. Quédate escondida.
Pero el alemán ya la había visto.
—Vengan. Las dos.
No hubo nada que hacer más que seguir adelante. Correr solo probaría que tenían algo que
ocultar. Helga se lo escuchó decir muchas veces a Annebet.
Marte le tomó la mano con fuerza.
—No dejaremos que te lleven —murmuró.
Entonces Annebet salió de la casa, tan calmada como podía.
—¿Hay algún problema?
El oficial alemán se paró un poco más derecho y sonrió.
—Recibimos información de que había judíos escondidos aquí.
Desde donde Helga estaba en el patio, podía ver a Fru Gunvald llevando a sus padres por la
puerta trasera y a través de un agujero en la cerca hacia la casa del vecino.
—No hay nadie aquí salvo mi madre y mis hermanas —dijo Annebet, acercándose a Helga y
poniendo su mano sobre su hombro.
Wilhelm Gruber cambio su postura.
Y Helga oyó a Annebet tomar un brusco respiro. No se había dado cuenta de que Gruber estaba
allí. Él sabía que Annebet tenía solo una hermana. Sabía que Helga no solo era judía, sino que era la
hermana del judío que se había casado con Annebet.
Gruber miró a Helga. Miró a Marte. Miró a Annebet.
Y luego miró hacia la calle sin decir una sola palabra.
Y Annebet volvió a la vida.
—Voy al mercado con mis hermanas —le dijo al oficial alemán—. Puede registrar la casa si
quiere. Mi madre está adentro. ¡Mamá!
Fru Gunvald se apresuró a volver a la casa por la puerta trasera y llegó al frente secándose las
manos en su delantal como si hubiera estado en la cocina, cocinando todo el tiempo.
—Alguien ha hecho perder el tiempo de este oficial —le dijo Annebet a su madre—, afirmando
que estamos escondiendo gente.
Fru Gunvald pareció tan sorprendida, que incluso Helga se encontró creyéndole.
—¿En esta casita? —dijo Fru Gunvald con una risa—. Apenas hay espacio para nosotros, mucho
menos para huéspedes. Entren, entren y vean por ustedes mismos.
—Vengan —susurró Annebet, tomando a Helga y Marte de la mano—. Sigan caminando, no
hablen, y no miren hacia atrás.
Helga no miró hacia atrás.
Y nunca más volvió a ver la casa de los Gunvald o a la valiente Fru Gunvald.

El vestíbulo del hotel no estaba tan concurrido como Teri esperaba, con las alarmas de
incendio sonando, pero claro, el hotel estaba apenas lleno, la mayoría de las habitaciones estaban
siendo ocupadas por los militares norteamericanos, la mayoría de los cuales no estaban
escondiéndose de su vida, como lo estaba haciendo ella.
Divisó al SEAL apodado Izzy con un sándwich en cada mano.
—Falsa alarma —le dijo—. Alguien rompió la caja de la alarma del segundo piso. Probablemente
solo…
Su camiseta se puso roja y dejó caer los sándwiches y cayó al suelo. Y Teri se dio cuenta de que
el sonido rasgado que escuchaba era un arma automática siendo disparada.
Le habían disparado a Izzy. Aun así, llegó a ella tratando de tirarla abajo. Pero fue demasiado
tarde.
Teri sintió la bala alcanzándola, la fuerza la tiró de espaldas al sofá. Aterrizó en algo duro y el
mundo se volvió negro.

—Usa la radio —Sam Starrett le ordenó a Jenk—. Y averigua que mierda está demorando a
O’Leary.
Se volvió para encontrar al Suboficial Mayor junto a él, bebiendo de una botella de agua para
sacarse algo de este polvo infernal de la garganta.
—Sabes, ya estamos listos para esto —dijo Wolchonok con esa confianza realista que solo el
Suboficial Mayor podía llevar—. Cuando LT llame y dé el vamos, estaremos preparados. Pienso que
será justo después de la puesta del sol. Los tangos creen que esperaremos el anochecer, así que los
tomaremos por sorpresa.
Sam asintió.
—Me gustaría tener tu confianza.
—Podemos hacerlo de nuevo si quieres —dijo el Mayor.
—¡Oh, mierda! —Jenk palideció debajo de su bronceado, con el auricular en su oído—. Oh,
mierda, oh mierda. —Su voz tembló—. Frank O’Leary está muerto, teniente.
Nadie se movió, nadie habló, nadie respiró.
El Suboficial Mayor fue el primero en revivir.
—Informe —le ordenó a Jenk—. ¿Qué pasó? ¿Cayó un helicóptero?
O’Leary, muerto. No parecía posible. Los hombres que estaban descansando a la sombra se
pusieron de pie y se acercaron para escuchar.
Frank O’Leary era un hijo de perra callado, relajado y de trato fácil. Aunque pocos además de
Jenk lo conocían bien, era muy querido. Y adorado por sus habilidades como francotirador.
—Alguien activó la alarma de incendio en el hotel —informó Jenk—, esperó hasta que todos
estuvieran abajo y luego abrió fuego en el vestíbulo.
—Oh, Cristo —susurró el Suboficial Mayor—. ¿Bajas?
—Al menos seis marines muertos —dijo Jenk—. Unos veinte heridos, Izzy y Gillman fueron
alcanzados, no sé qué tan mal, o si siguen vivos.
—Averígualo —le ordenó el Mayor—. Quiero saber la ubicación y el estatus de cada miembro
del equipo. Que todo el mundo se reporte. El personal de apoyo también. Pilotos de helicópteros,
todos.
—Todos se han reportado salvo Big Mac, Steve y Knox —informó Jenk—. El personal de apoyo se
reportó excepto Bob Hendson y, no, Hendson y Howe están ambos en la lista de bajas.
El Suboficial Mayor hizo el tipo de sonido que hace un hombre cuando lo golpean en el vientre.
Fue un sonido que nunca nadie allí había oído salir del Suboficial Mayor.
Howe. Teri Howe. Oh, cielos. Sam miró a Alyssa, increíblemente contento de que estuviera
parada justo ahí, entera y viva. No podía imaginar lo loco que estaría en este momento si le
hubieran dicho que su nombre estaba en la lista de bajas y podría estar muerta, o muriendo.
—¿Qué lista? —preguntó el Mayor, rápidamente saliendo de dónde sea que acababa de caer.
Jenk todavía lo miraba asombrado.
—¿Qué lista de bajas? —El Mayor pareció expandirse, tratando de conseguir esta información
ahora. Habló más alto —. ¿En qué puta lista de bajas están Hendson y Howe? No es una pregunta
tan difícil, Jenkins.
Pero Jenkins negó con la cabeza.
—Mayor, es un caos allá…
Sam dio un paso adelante.
—Averígualo. Llama al teniente Paoletti, directamente si es necesario.
—Sí, sí, señor.
El Suboficial Mayor se volvió hacia Sam, le saltaba un músculo en la mandíbula.
—¿Quiere ejecutar este ejercicio de nuevo, teniente? —preguntó tenso, listo para hacer su
trabajo a pesar de que la mujer que le importaba, y a pesar de sus protestas, Sam ahora sabía con
absoluta certeza que al Suboficial Mayor le importaba esta chica, bien podría estar muerta.
Sam negó con la cabeza.
—No, estamos listos. Vayamos donde Max Bhagat a respirarle en el cuello. Tomaremos un par
de horas de descanso, pero lo haremos en el aeropuerto. Suboficial mayor, tome a Jenk y vaya al
hotel. Averigüe que mierda está pasando allá e informe.
La orden no acababa de salir de su boca que Wolchonok ya tenía agarrado a Jenk y se dirigían a
los helicópteros a toda carrera.

Había tanques en el frente del hotel. Stan podía verlos a medida que el helicóptero se
aproximaba. El número de marines se había cuadruplicado.
Cristo, deberían haber ido en modo de asedio antes de haber perdido vidas.
Frank O’Leary, que en paz descanse. El mundo iba a ser un lugar más oscuro sin él.
Y Teri Howe.
Justo antes de que subieran al helicóptero, Jenk se enteró de que el piloto naval Bob Hendson
estaba en la lista del personal que había volado vía helicóptero al hospital a bordo del USS Hale, un
portaaviones frente a la costa, no lejos de Kazabek. Izzy y Gillman estaban en esa lista también.
Pero no Teri Howe.
Stan cerró los ojos mientras el helicóptero bajaba, rezando a cualquier Dios que escuchara que la
razón por la que Teri no estaba en esa lista no era porque estaba en la lista de KIA, muertos en
acción, con Frank O’Leary.
Por favor, Dios, no dejes que esté muerta. Por favor Dios, seré bueno por el resto de mi vida…
Jenk le tocó el brazo, señalando que habían aterrizado.
Ah, Cristo, Stan tenía lágrimas en los ojos. Jenk fingió no verlas mientras lo siguió por el techo.
Había escuchado a Jenk gritando en el helicóptero, tratando de hablar por radio a pesar del
ruido. Todavía estaba conectado a la maldita cosa, tratando de obtener esa información.
—¿Alguna noticia? —preguntó Stan.
Jenk sacudió la cabeza, no, disculpándose con los ojos.
—No de Teri Howe. Steve y Knox se reportaron. Estaban en sus habitaciones. Durmieron durante
todo el maldito asunto.
—Dirígete al vestíbulo —le ordenó Stan—. Averigua qué clase de centro de informaciones ha
sido establecido allí. Quiero un reporte del estado de Izzy, Gillman y Hendson. Busca el número de
la habitación de MacInnough, tal vez todavía está durmiendo. Voy a revisar la habitación de Teri.
—Sí, sí, Suboficial Mayor —Jenk no parpadeó ante la noticia de que Stan ya conocía el número
de la habitación de Teri.
Bajaron juntos por las escaleras, Stan empujó la puerta que llevaba al pasillo de Teri cuando
alcanzaron su piso. Corrió por el pasillo, sin atreverse a pensar en la esperanza que le había surgido
cuando escuchó que los dos SEAL habían estado durmiendo durante el ataque. Tal vez Teri
también, había estado demasiado cansada o había sido demasiado inteligente para bajar al
vestíbulo cuando la alarma de incendios se activó. Tal vez la alarma no funcionaba en su piso. Tal
vez…
Golpeó su puerta.
—¡Teri!
Jesús, Jesús, Jesús, por favor abre la puerta con tu pelo desordenado por estar durmiendo,
entrecerrando un poco los ojos por la luz y…
Stan golpeó y golpeó. Si estuviera en el baño tendría que haberlo oído. Aunque se hubiera
tomado su tiempo, ya habría abierto la puerta. Finalmente dejó de golpear, e hizo lo que tendría
que haber hecho desde el principio, desbloquear la puerta. Tardó cuatro segundos en entrar, otros
dos para ver, ciertamente, esa habitación estaba vacía.
Se quedó allí parado, en la habitación vacía, sabiendo que no tenía tiempo que perder en su
propia frustración y dolor. Tenía que encontrarla. Tenía que bajar al vestíbulo, donde bien podría
haber muerto. Se dio la vuelta, cerrando la puerta detrás de él. Tenía que ir al salón de conferencias
que estaban usando como morgue temporal y…
Teri estaba parada en el pasillo.
Su ropa estaba cubierta de sangre, y sus ojos eran enormes en su cara mientras lo miraba.
—Oh, Dios mío —susurró—. ¿Estás herida?
—No es mi sangre.
Stan llegó a ella, necesitando ver por sí mismo que estaba en verdad ilesa. Pero no hizo más que
tocarla y ella se abalanzó sobre él, con los brazos apretados alrededor de su cuello. Estaba
temblando, y él la abrazó con fuerza también, su mano deslizándose por debajo del borde de su
chaleco y su camisa. Sus dedos encontraron la piel suave, piel sana, piel sin heridas, gracias, querido
Señor.
—Frank O’Leary está muerto —dijo ella, con su rostro contra su pecho.
—Lo sé. —Pero ella no, ella estaba viva y tibia, y su corazón seguía latiendo. Podía sentirlo. Ella
estaba así de apretada contra él.
—Lo sostuve mientras moría —dijo ella—. Me llamó Rosie, y me dijo que me amaba.
—Oh, Cristo —Oh, Frank.
—Le dije que lo amaba también, y luego él… oh, Dios, murió.
—Oh, cariño, lo siento tanto.
Ella estaba llorando. Gracias a Dios que estaba llorando. Cuando recién la vio parada allí, parecía
aturdida. Sufriendo conmoción de batalla. Lo que había pasado esta tarde era lo más parecido a
una batalla que había experimentado. Y en muchos aspectos fue mucho peor. Ya era bastante malo
estar atrapado en un tiroteo cuando estabas completamente armado, pero que un imbécil abriera
fuego contra una multitud desarmada…
—En lo único que podía pensar era que no sabía dónde estabas —le dijo ella—. El vestíbulo
estaba lleno de gente herida o muerta, y no sabía si uno de ellos eras tú. Y luego no pude
detenerme a mirar porque se necesitaban pilotos para trasladar a los heridos al UUS Hale, y cada
vez que regresábamos tenía miedo de que fueras tú el que llevaba al hospital. Y seguí tratando de
averiguar dónde estabas y nadie sabía ni una maldita cosa. Así que seguí volando, cubierta con la
sangre de O’Leary. Dios, la tengo debajo de las uñas, y la pobre Rosie. Su mundo ha terminado y ni
siquiera lo sabe…
Él la abrazó con fuerza, muy consciente de que mientras estuvo loco de miedo por ella, ella había
estado preocupada por él, también.
—Yo estoy bien —dijo él—. Dime otra vez que estás bien.
—Estoy bien —dijo ella. Se echó hacia atrás para sonreírle a través de sus lágrimas—. Estoy
mucho mejor que bien, porque mi mundo no terminó.
La radio de Stan chilló.
Teri se apartó de él secándose los ojos.
—Dios, necesito una ducha.
Abrió la puerta y la mantuvo abierta para él.
Él pulsó el interruptor de la radio, negándose a pensar en lo que ella dijo.
—Wolchonok. Encontré a Teri Howe. Está bien. Cambio.
Entró en la habitación. Solo por un minuto. Mantuvo la puerta abierta con su pie.
—Gracias a Dios. Encontré a MacInnough, Mayor —informó Jenk—. No querrá saber dónde ha
estado. Solo digamos que ha visto una clase diferente de acción. Cambio.
—¿Izzy, Gillman, Hendson? Cambio —Stan preguntó mientras Teri se sacaba el chaleco y sus
botas. Se sacó los pantalones, Cristo, ¿se estaba desnudando delante de él?, y dejó que se cerrara
la puerta.
—Izzy está en estado crítico, pero salió de cirugía. Le dispararon en el pecho —le dijo Jenk—.
Gillman fue alcanzado por fragmentos de vidrio. Y Hendson fue alcanzado en la rodilla. Está en
cirugía en este momento. Están tratando de salvar su pierna. Cambio.
Stan le dio la espalda cuando Teri se quitó la camisa.
—Informa esto por radio al teniente Starrett. Cambio.
—Ya lo hice, Mayor. Cambio.
—Bien. Mueve tu culo al aeropuerto. Se reuniré contigo ASAP. Cambio.
La ducha comenzó a correr.
—Negativo, Suboficial Mayor —Jenk volvió—. Starrett ya mandó al equipo de regreso al hotel.
Max Bhagat teme que parezca represalia si atacamos ahora. Volvemos a modo de espera por el
tiempo que nos sea posible. Parece que tenemos la noche libre, Mayor. Duerma un poco si puede.
Cambio y fuera.
Stan se metió la radio en el bolsillo del chaleco, consciente de que Teri no había escuchado eso.
Por lo que ella sabía, él no podía quedarse, lo que probablemente era bueno.
Definitivamente bueno.
—¿A dónde irás ahora? —gritó desde el baño. Había dejado la puerta entreabierta.
—Um —dijo él.
—¿Puedo ir contigo? Me encantaría no estar sola en este momento. No molestaré, lo prometo.
Stan se quitó su chaleco de combate, dejándolo en el suelo. No significaba que se quedaría. Solo
significaba que aquí hacía calor con él puesto, eso era todo.
Recogió el chaleco antibalas de donde Teri lo había dejado. Gracias a Dios había recordado
usarlo…
—¿Stan? —gritó ella—. ¿Todavía estás aquí?
—Uh, sí —le respondió.
Santo Dios, le habían disparado. La bala estaba ahí, aplastada y detenida por la malla antibalas.
Stan abrió la puerta del baño que golpeó la pared.
—¿Por qué no me dijiste que te dispararon, maldición?
—No me dispararon. —Ella cerró el grifo.
—Una bala dio en la chaqueta que llevabas. No sé cómo lo llamas pero…
—¿Me alcanzas una toalla?
—Teri, me estás volviendo loco —dijo Stan—. ¿Qué tanto te hirieron?
—Me noqueó —dijo ella, estirando un brazo y agarrando una toalla sin su ayuda—. Me sacó el
aire. Estoy un poco moreteada. Pero no me dispararon. —Su voz tembló—. Le dispararon a Frank
O’Leary.
—De acuerdo —él asintió, concediéndoselo—. Tienes razón. Hay una diferencia definitiva. Pero
te dispararon. Sé lo que eso puede hacer. Solo quiero asegurarme de que estás bien.
Ella apartó la cortina y salió de la bañera envuelta en una toalla.
—Estoy bien.
Habría pasado campante a su lado pero él se movió a la izquierda bloqueándola.
Stan no dijo ni una palabra. Se limitó a mirarla.
Ella levantó la barbilla.
—Sabes, si realmente me quieres fuera de esta toalla, lo harías mejor besándome.
Él siguió sin moverse.
Teri se agarró la toalla, repentinamente modesta. La tiró hacia atrás lo suficiente para revelar su
lado derecho, toda su pierna, su cadera, la suave curva de su cintura, toda esa piel, aun mojada por
la ducha. El efecto fue más sexy que si simplemente la hubiera abierto completa. Subió la toalla un
poco más, y ahí, justo debajo de la suavidad de su pecho, había un moretón espectacular con los
colores del arco iris, del tamaño de su puño.
Stan hizo una mueca.
—Cristo, eso debió doler.
—Dolió mucho menos por llevar mi chaleco.
Probablemente estaría muerta. Stan miró el lugar donde habría entrado la bala y soltó un
suspiro largo y tembloroso.
—¿Te he dado las gracias por llevarlo puesto?
Ella se rio mientras se envolvía con la toalla.
—¿Te he dado las gracias por obligarme a llevarlo?
Él negó con la cabeza. Maldición, tenía que salir de aquí. La manera en que lo miraba, la manera
en que estaba allí parada con nada más que una toalla, lo bastante cerca para tocarla, toda esa piel
cálida y suave… Todo lo que tenía que hacer era estirar la mano. O decir una palabra. Si susurraba
su nombre, ella dejaría caer la toalla y estaría en sus brazos en un instante. Ella lo deseaba, podía
verlo en sus ojos.
Y él también la deseaba. La quería más de lo que había querido nada o nadie, más de lo que
quería respirar.
—¿Hay alguna posibilidad de que te quedes? —susurró ella—. Porque de verdad quiero que te
quedes.
—Sí —dijo él—. Realmente quiero quedarme también, pero… Teri, soy bueno resolviendo
problemas, pero esto… esto está fuera de control. No puedo encontrar una opción donde todos
ganan.
—Yo puedo —dijo ella, y soltó la toalla y lo besó.
Teri lo besó, y Stan la tomó en sus brazos y la llevó a la cama.
Ella lo besó y, como magia, su ropa pareció desaparecer.
Lo besó y el tiempo se ralentizó mientras la besaba, mientras la tocaba, la amaba.
Lentamente esta vez, consciente de cada segundo que pasaba, con los ojos de ambos muy
abiertos.
Él se sentó al borde de la cama mientras se ponía un condón, mientras ella esperaba tendida y
sin aliento, muriendo por volver a besarlo.
Stan se tomó su tiempo, mirando y tocando. Calentándola con el suave toque de sus dedos, y el
deseo en sus ojos. Besándola, saboreándola. Sonriéndole a ella, a los sonidos de placer que hacía.
Su boca era suave y cálida, su lengua la excitó lenta, sensualmente hasta que los sonidos que
hacía se convirtieron en palabras. Su nombre. Dijo su nombre una y otra vez. Por favor. Stan, por
favor. Ella quería… necesitaba…
Finalmente, mientras sostenía su mirada, él la llenó, todavía moviéndose deliberadamente lento,
como si tuvieran todo el tiempo del mundo.
Ella no tenía el control. Cada vez que iba por él, para tocarlo, para que fuera más rápido, más
profundo, él se retiraba con suavidad. Al final, él le aferró las dos muñecas sobre la cabeza,
inmovilizándola con facilidad con una de sus manos.
—Por favor —jadeó ella, presionando sus caderas contra él.
Pero él se retiró. Cada vez que ella trataba de moverse con él, de empujarlo más profundo
dentro de ella, él se retiraba.
—Quiero que sientas lo que sentí esta mañana —le dijo él—. Te quiero fuera de control. —No
fue hasta que ella se echó hacia atrás y se abrió a él que Stan se metió entero—. Así es —murmuró.
Moviéndose lentamente todo el tiempo. Enloquecedora, infartante, deliciosamente lento.
Si ella se movía, él se retiraba. Fue solo cuando cedió todo el control que él le dio exactamente lo
que quería.
Ella lo miró a los ojos cuando se entregó por completo a él. Y cuando su liberación comenzó,
cuando creció y rodó a través de ella en una exquisita ola sin fin de sensaciones, un placer puro y
una satisfacción intensa brilló en rostro de él.
Y solo entonces liberó sus manos.
—Ahora —dijo él—. Vamos Teri, ¡llévame contigo!
Sus palabras roncas fueron suficientes para empujarla al límite de nuevo, y se aferró a él, se
movió con él, cerró sus piernas a su alrededor y lo condujo más duro, más profundo, dentro de ella.
Ella tenía el control otra vez, ¿o no? La sensación de estar completamente a merced del deseo
de otro, la sensación de volar sin instrumentos en una niebla, totalmente ciega, de perder su
sentido de la orientación, se mantuvo. Se aferró a Stan tan fuerte como pudo, pero siguió volando
en pedazos, fraccionándose alrededor de él mientras él gritaba su nombre, y ella supo sin lugar a
dudas que nunca volvería a tener el control.
Era algo sorprendentemente liberador, estar tendida y dar todo lo que estaba sintiendo en lugar
de luchar contra ello, en vez de tratar de ocultarlo de todos, de él y de ella misma. Lo amaba. Si él
quería que ella lo amara o no, mala suerte. Estaba fuera de sus manos, lo amaba.
Su mundo no había terminado hoy.
Tal vez, solo tal vez, había comenzado.
21.
Era casi el amanecer.
Otra noche había llegado y se había ido, y todavía estaban aquí, es este avión apestoso.
Bob se había quedado dormido en el asiento del piloto, con sus brazos alrededor de su arma
automática. Al estaba en el asiento del copiloto, también dormido, gracias a Dios. Gina no creía
poder soportar otro minuto con sus ojos sobre ella.
No creía que pudiera soportar otro minuto de esto, punto.
No lo entendía. Max prácticamente había prometido que algo iba a pasar. Pronto, dijo.
Entonces ¿Dónde estaba la caballería al rescate? Había estado toda la noche sentada aquí,
esperando.
Si él hubiera dicho una semana, ella podría haber esperado una semana más. Pero él dijo pronto,
y había estado tan segura que pronto significaba antes de que amaneciera…
Y ahora no creía poder soportar otro día.
—Max —susurró a través de las lágrimas, segura de que podía oírla—. Están durmiendo. Hazlo
ahora, Max.
Desde luego, él no podía responder.
Y sabía por el rayo de luz en el horizonte que nadie vendría. No por otro día. En algún lugar, de
alguna manera, encontraría la manera de soportarlo.
Tendría que soportarlo.
Pero los secuestradores estaban durmiendo, e incluso si Max, por cualquier razón, no era capaz
de ayudarla ahora, tal vez ella podía ayudarlo.
Se secó los ojos, se limpió la nariz en la manga de su camisa.
—Cada uno de los hombres tiene un arma automática —susurró—, pero creo que algunos no
tienen munición, Los he observado y parece que solo unos pocos tienen clips en sus armas, creo
que así les llaman.
—Cartuchos —dijo Bob—. Les llaman cartuchos.
Oh, mierda, estaba despierto.
Él se sentó.
—¿Con quién estás hablando?
—Conmigo —dijo Gina rápidamente—. Solo estoy hablando conmigo misma. Estoy tomando
nota mental, voy a escribir un libro después de que esto termine, así que…
—¿Hazlo ahora, Max? —repitió él. El estudiante amistoso desapareció, y el hombre de ojos fríos
que la había amenazado si Max no entraba a la terminal estaba de vuelta, y Gina supo con fría
certeza que el juego estaba a punto de llegar a su fin.
Ella arriesgó todo por alcanzar y encender la radio. Bob la había apagado anoche, cortando a
Max a mitad de frase, proclamando estar aburrido. Pero Bob no le gritó ahora. Solo sonrió mientras
se ponía de pie y se estiraba.
No era una sonrisa muy agradable.
—Este es el vuelo 232 —dijo Gina en el micrófono, rezando por algo, cualquier cosa que los
interrumpiera—. ¿Hay alguna noticia? ¿Cambio?
Max llegó al instante.
—Buenos días vuelo 232, espero que hayan tenido una noche tranquila. Esperamos tener los
detalles del arribo de Osmar Razeen muy pronto. Cambio.
Bob tomó el micrófono de su mano.
—Estábamos hablando de ti, Max. Aunque creo que no necesito hablar por este micrófono para
que me escuches, ¿no? ¿Lo intentamos?
Bajó el micrófono y levantó su arma, disparando varias balas al panel a centímetros de la cabeza
de Gina. Ella gritó y se encogió.
—¡Para! ¡Para! ¡Bob, lo siento! Por favor, no, por favor…
Al instante fue una cascada de lágrimas y mocos, sus oídos sonaban del ruido de los disparos. Y
así, toda la calmada dignidad que había estado fingiendo por tanto tiempo se disolvió.
Y lo supo. No iba a morir bien, con una sonrisa de complicidad en los labios como la Princesa Leia
enfrentando a Darth Vader. No, iba a rogar y suplicar y a llorar, demasiado aterrada y desesperada
incluso para odiarse a sí misma por hacerlo.
—Lo siento, Bob —La voz de Max llegó absolutamente imperturbable—. Creo que perdí la mayor
parte de eso. ¿Puedes repetir? Cambio.
Uno de los secuestradores de la cabina de pasajeros asomó la cabeza. Bob dio una orden
cortante y el hombre desapareció, cerrando la puerta detrás de él.
—¿Es bueno eh? Este Max —Bob le dijo en su casi perfecto inglés—. Veamos cuán bueno.
Cogió el micrófono.
—Creo que nuestra rehén está un poco cansada de nosotros. Y nosotros nos estamos cansando
de ella, también.
—Eso es fácil de solucionar, Bob. Cámbiala por mí. Estoy aquí. Estoy listo. Ganas millones de
puntos de buena voluntad al dejarla salir del avión. Cambio.
—¿Y cuántos puntos obtenemos por arrojar su cadáver del avión?

Sam despertó con el sonido de pies corriendo.


Ah, mierda, se había quedado dormido aquí en la terminal. Envió a su equipo de vuelta al hotel
después de que Max Bhagat se metió en una pelea a gritos con sus superiores en Washington.
Bhagat insistía en enviar a los SEAL, que era hora de actuar, pero le ordenaron dilatarlo por al
menos otras doce horas. Lo que traería la mañana, lo que significaba que probablemente tendrían
que esperar otras doce horas.
Bhagat había estado como un salvaje. Starrett nunca lo había visto tan enojado. De hecho había
atravesado la maldita pared con su mano. Era el momento correcto, seguía diciendo. Los
secuestradores estaban a punto de derrumbarse. Estaban exhaustos, los SEAL estaban listos.
Podían hacerlo ahora y para la mañana todo habría terminado. ¿Por qué lo tenían aquí si no lo
dejaban dirigir esta operación?
Pero Washington dijo que el mundo estaba mirando. Y el mundo pensaría que el asalto veloz y
mortal al vuelo 232 sería una represalia por la masacre del hotel. No es que fuera un problema en
particular, pero Washington tenía miedo de que algo pudiera salir mal y murieran más civiles
mientras el mundo observaba. Al parecer, Washington no tenía las pelotas para apoyar a sus
altamente capacitados y hábiles profesionales.
Sam se había quedado cerca, esperando que Bhagat se calmara, esperando tener la oportunidad
de hablar de estrategia. ¿Cuándo sería el momento correcto? ¿Mañana por la noche? Quería
mantener a sus hombres entrenados pero frescos, no quería agotarlos.
Ahora siguió el sonido de las voces a la sala de los negociadores. El teniente Paoletti estaba ahí,
viéndose como si hubiera estado despierto toda la noche. Dios sabe que probablemente fue así,
ocupado enviando el cuerpo de O’Leary a casa y haciendo los arreglos para que los heridos fueran
derivados a un hospital en un país donde creyeran en la esterilización del instrumental quirúrgico.
—Bob, necesito que me hables —estaba diciendo Max—. Coge el micrófono de la radio y habla
conmigo. Nadie ha muerto todavía, no cruces esa línea. Cambio.
Cielos, una de las mini cámaras estaba recogiendo la acción en la cabina del piloto. Uno de los
tangos estaba de pie con su arma apuntando justo entre los ojos de la chica.
—Bob, háblame, hombre —dijo Max con tanta calma como si no pudiera ver lo que estaba
pasando—. Cambio.
—Pero espera —dijo el tango—. Será mejor que no gaste la bala ¿no? Después de todo, no
tenemos mucha munición.
En la pantalla, se cargó el arma al hombro y se volvió, diciéndole algo al otro tango en el dialecto
local, algo que nadie salvo el experto en lenguas John Nilsson podría entender.
¿Y qué te parece? Nils estaba allí. Inclinado sobre el hombro de Bhagat, murmurando una
traducción.
Sam no necesitaba oírlo para saber que el primer tango había ordenado al segundo lastimar a la
chica.
El tango dos se quitó el arma, obviamente prefiriendo el uso de sus puños en cualquiera que
fuera mujer y menor de treinta años.
Esto iba a ser malo.
Max hablaba sin parar, tratando de que el primer hijo de puta cogiera el micrófono, y la chica
estaba tratando de no llorar, también hablando, pero en una voz temblorosa: «Pensé, sabes, que si
nos hubiéramos conocido en otro lugar seríamos amigos», —y echándose para atrás, pero no tenía
adónde ir.
Ella no tuvo adónde ir, y cuando Tango Dos la golpeó, cuando ella gritó, su miedo y su dolor
resonaron por la sala.
Sam iba a vomitar.
Porque, oh, mierda, este tipo iba a matarla mientras ellos no podían hacer otra cosa más que
quedarse ahí y observar. Él la golpeó otra vez, y cielos, ella debió caer sobre el micrófono porque el
sonido se apagó. El video seguía funcionando, y podían oír débiles gritos fantasmales desde los
micrófonos de la cabina principal, recogiendo los sonidos de su dolor a la distancia. Era surrealista.
La posición de la cámara en el suelo tomó un ángulo horrible cuando ella aterrizó justo al lado,
su labio ensangrentado, un ojo hinchado.
Ella se quedó allí aturdida mientras Max seguía hablando por la radio. De alguna manera
mantuvo la voz firme. Sam no sabía cómo lo hacía, cómo se las arreglaba.
Sobre todo cuando en la pantalla, la chica fue puesta de espaldas. Especialmente cuando en la
pantalla, comenzó a luchar. La forma en que luchaba, la intensidad, la desesperación, significaba
una sola cosa. El hijo de puta iba a violarla antes de matarla. Y debido a que Washington dijo que
esperaran, ellos no estaban listos para entrar. Y debido a que no estaban listos, iban a tener que
pararse aquí y observar.
Sam vomitó. Allí mismo, en el maldito papelero.
Ella luchó tan duro que la imagen se apagó. Era imposible decir si cubrió la cámara con su pelo, o
si realmente la había roto. De cualquier manera, no podían ver.
Aunque todavía la podían oír. Un llanto débil y suplicante. Y luego, cielos, solo lloraba.
Max lanzó su radio contra la pared.
—¿Dónde está Helga Shuler? —gritó—. ¡Que alguien me encuentre a Helga Shuler!
Las noticias no eran buenas.
—Los celulares no funcionan. Deberíamos tener acceso temporal a las líneas telefónicas en
algunos minutos, señor.
Max apuntó al teniente Paoletti.
—Quiero a los SEAL listos para entrar. ¡Los quiero aquí en cinco minutos! —Se dio la vuelta para
mirar a su personal que estaba en silencio—. ¡Alguien deme una maldita radio!
Ahí estaba, en su mano, casi al instante.
Y mientras Sam miraba, Max respiró hondo y lo exhaló con fuerza, y cuando habló su voz era
suave. Calmada. Como si no pudiera oír el sonido de esa chica siendo atacada.
—Bob, déjame hablar con Karen. ¿Me dejas hablar con Karen por favor?

Algo estaba sonando.


Le tomó a Helga varios segundos darse cuenta de que era el teléfono.
Buscó a tientas en la oscuridad junto a su cama. Lo encontró.
—¿Hola?
—Helga, te necesito aquí. —quien quiera que fuera, estaba muy alterado—. Estoy listo para dar
la orden de entrar —dijo él—, a la mierda con Washington, y no estoy seguro de que esté haciendo
una decisión imparcial. Necesito tu ayuda.
Buscó el interruptor y lo encendió.
Y se encontró rodeada de un mar de notas amarillas.
—Lo siento —dijo ella, poniéndose las gafas y tratando de leer tantas de ellas como pudo. Estás
en Kazbekistán. Ha sido secuestrado un avión. Stanley Wolchonok es hijo de Marte Gunvald—.
¿Quién habla? ¿Stanley?
—¿Qué? No. Soy yo. Max. ¡Despierta, por el amor de Dios! Necesito todas las sinapsis
funcionando.
Max. No había un Max en ninguna parte, en ninguna de las notas adhesivas.
Él le estaba hablando como si supiera lo que estaba diciendo, como si ella pudiera darle las
respuestas que necesitaba.
—Le han dado una paliza a Gina —le dijo con los dientes apretados—. La violaron también.
Pudimos escuchar —Su voz se quebró—. Cielos, los oímos. Saben que podemos oírlos, los hijos de
puta. Saben que tenemos el avión intervenido.
Dios santo, con razón estaba alterado.
—Respira —le dijo ella—. Solo respira, querido, y dame un minuto.
No sabía quién era esta Gina, no es que importara precisamente. Y ella todavía estaba tratando
de identificar a Max. ¿Trabajaba para ella? ¿O ella trabaja para él?
Había un bloc de notas en la mesita de noche y lo hojeó.
—Helga, no tengo un minuto —la voz de Max era tensa—. Estas líneas telefónicas no son
confiables. Tengo suerte de poder hablar contigo. Quiero dar la orden de actuar, pero no puedo dar
un paso atrás en esto. No sé si solo quiero salvar a esa chica, al diablo con los otros ciento veinte
pasajeros, al diablo con la política, al diablo con el hecho de que después de esto, los
secuestradores van a estar listos y esperándonos para responder con fuerza, y eso pone las vidas de
mi equipo SEAL en peligro.
Negociador del FBI Max Bhagat, leyó Helga, y el apellido agitó su memoria paralizada.
—Te estoy llamando como amigo —le dijo ahora—. Esto no es oficial, tú lo sabes.
Había conocido a Max hace casi quince años, había sido increíblemente joven, increíblemente
arrogante. Uno de esos jóvenes que estaban convencidos más allá de toda sombra de duda de que
siempre tenía la razón. Ella podía recordar la situación en la que se conocieron con una claridad
asombrosa. Un palestino había tomado de rehén un autobús de turismo lleno de americanos en
Jerusalén.
Y Max había convencido al hombre que dejara el bus.
Por mucho que ella tratara, no podía recordar los detalles más específicos de la situación actual.
Algo acerca de la hija de un senador americano. Pero sus notas decían que el nombre de la chica
era Karen. Helga no sabía quién era esta Gina.
Ni siquiera sabía la mitad para ayudar a Max ahora.
—Lo siento —le dijo Helga, avergonzada de tener que llegar a esto. ¿Cómo se atrevió a ponerse
en una posición en la que los demás tenían que confiar en ella? Lo había arruinado todo. Había
decepcionado a un amigo, fingiendo estar bien, cuando obviamente no lo estaba. Quizás podía
ocultar la verdad a otras personas, pero no podía ocultárselo a sí misma. Al menos ya no—. No
puedo ayudarte—. Cerró los ojos—. Estoy enferma. Llamaré a Desmond. Tal vez él…
La línea del teléfono se desconectó.
Helga presionó el botón. Consiguió tono. Presionó cero.
El operador del hotel la saludó en el idioma local.
—Esta es Helga Shuler —dijo—. ¿Me puede volver a conectar con la persona que estaba
hablando?
—Lo siento, señora. Todas las líneas exteriores acaban de desconectarse.
Merde.
—Conécteme con la habitación de Desmond Nyland por favor.
Hubo un clic y luego un zumbido.
Des contestó al primer timbre.
—Nyland.
—Des, lo siento, ¿te desperté?
Él solo se rio.
—Ninguna posibilidad. Acabo de entrar. ¿Estás bien? ¿Estás despierta? Es un buen momento en
realidad. Tengo algo urgente que necesito hablar contigo.
—Necesito decirte algo primero —dijo ella, cerrando los ojos. Y luego lo dijo. En voz alta—. Creo
que tengo Alzheimer. Creo que lo he tenido desde un tiempo, desde luego no estoy segura, es
como un mal chiste. No recuerdo. Pero sé que no puedo seguir con mi trabajo. Voy a mandar mi
renuncia en la mañana. —Abrió su libreta en una página en blanco—. Lo estoy escribiendo, que te
lo dije. Estoy segura que voy a necesitar recordarlo.
Des se rio suavemente.
—Señora, te voy a echar de menos. Pero no hemos terminado de trabajar juntos todavía. Creo
que vas a ser capaz de ayudarme con una última cosa. Es importante. ¿Estás vestida?
—No.
—Vístete, iré a buscarte.

—Es hora, Mayor —dijo Jenk por radio—. Cambio.


—Mierda —dijo Stan, mirando el reloj, sorprendido de que fuera de día. Se había quedado
dormido boca abajo en la cama de Teri, y todavía estaba aquí, como si no se hubiera movido un
centímetro en toda la noche.
Excepto que lo hizo. Definitivamente. Recordaba claramente a Teri despertándolo a mitad de la
noche con un beso y…
Sí, definitivamente revivió para eso.
Se levantó de la cama.
—Esperaba ser llamado hace horas. ¿Qué mierda pasó? Cambio. —Hizo una mueca mientras
miraba a Teri—. Perdón.
Ella se sentó y la sábana cayó mientras se estiraba. Dios querido. Definitivamente no estaba
acostumbrado a la visión de ella desnuda. Sospechaba que nunca llegaría a estarlo. Ella salió de la
cama y Stan la vio caminar hacia la cómoda, incapaz de apartar la vista.
—LT dijo que al que lo despertara un segundo antes de lo debido le iba a patear el culo. Cambio.
Hombre, había estado tratando de fingir que no había despertado con un erección, pero la
anatomía masculina era lo que era, e iba a ser difícil que ella no lo notara.
—¿Tenemos comida y agua? ¿Café? —Stan preguntó mientras trataba de enfocar su atención en
la búsqueda de sus calzoncillos—. ¿Tenemos piloto? Cambio.
—Se han ocupado de todo, Mayor. Solo llegue a la azotea, ASAP. Cambio.
—Sí. ¿Quién es nuestro piloto? Cambio —Los encontró. Dos segundos más y se habría rendido y
se habría puesto los pantalones.
—Green. Cambio.
Teri estaba sacando ropa limpia de donde la había desempacado, en los cajones de la cómoda
del hotel, y se volvió a mirarlo con una consternación casi cómicamente indignada.
—¿A dónde fue asignada Teri? ¿Lo sabes? Cambio —preguntó Stan, poniéndose los calzoncillos y
los pantalones.
Hubo una pausa mientras Jenk buscaba entre los papeles.
—Quiero esta asignación —dijo Teri—. Después de todo esto, ¿ni siquiera estar en el aeropuerto
contigo…?
—Lo siento —dijo Stan mientras se ponía la camiseta—. Pero tal vez es bueno…
—Howe fue asignada en modo de espera en el hotel —regresó Jenk.
—Gracias, Jenkins —dijo Stan—. Cambio y fuera.
Él fue al baño a orinar y Teri entró con él.
—Esto te complace —dijo ella mientras de cepillaba rápidamente los dientes, mirándolo por el
espejo—. ¿Verdad?
No podía mentirle.
—Con el aumento de la seguridad, probablemente estás más segura aquí —dijo mientras se
subía la cremallera de los pantalones, tiraba la cadena e iba al otro lavabo. Se lavó la cara—. Así
que, sí.
—Dijiste que yo era el mejor piloto que conocías —replicó Teri mientras le entregaba una toalla
y luego el cepillo de dientes con pasta.
—Lo eres. —Esto era… único. Nunca antes había compartido el baño con la mujer con quien, en
una o dos relaciones, pasó toda la noche. Y nunca compartió un cepillo de dientes. Pero ¿por qué
no? Había tenido su lengua en su boca anoche.
—¿La razón por la que no quieres que yo haga mi trabajo es…?
—Estás haciendo tu trabajo —le dijo él mientras se enjuagaba la boca y se secaba la cara—.
Alguien tiene que estar aquí. Mira, me tengo que ir.
—Voy contigo —dijo ella siguiéndolo a la puerta—. Voy a ver si Green está dispuesto a cambiar
la asignación.
Él la detuvo.
—¿Qué estás haciendo?
Ella no lo entendía. Cristo, incluso después de lo de ayer, todavía no lo entendía.
—Sales de esta habitación y usas el chaleco antibalas.
Ella asintió. Cogió el chaleco del suelo. Y miró a Stan directamente a los ojos.
—¿Dónde está tu chaleco antibalas, Stan?
Él se rio. Ninguno de los SEAL llevaba chaleco antibalas. No había forma de que pudieran
maniobrar y moverse rápidamente con todo ese peso extra. Ni pensar en el hecho de que al
mediodía estarían a más de 40 grados a la sombra.
Pero Teri hablaba en serio, y reír fue un error. Lo cogió por el brazo.
—¿Qué es esto? —dijo—. ¿En qué estamos aquí? ¿Es solo sexo o es algo más?
—Vaya —dijo él—. Teri, estoy retrasado. No hagas esto ahora. Por favor. Solo usa el chaleco
antibalas y cuídate. —La besó, fue como besar una tabla. Genial. Se dirigió a las escaleras—. Te veré
más tarde.

Los golpes en la puerta eran tan persistentes que Alyssa estaba segura de que tenía que ser
Sam Starrett.
Estaba segura de que él aparecería tarde o temprano, pero francamente, lo había esperado más
temprano. Y a las 0500, era definitivamente tarde.
Salió de la cama y abrió la puerta sin molestarse en buscar su bata.
—Si piensas que voy a dejar entrar a mi habitación sin siquiera una…
Se encontró mirando el espacio vacío donde tendría que haber estado Sam Starrett.
—Disculpe, señora. —Ella bajó su mirada unos veinte centímetros y encontró a Mark Jenkins—.
Pero es urgente. LT necesita hablar con usted, y los celulares están desconectados. Anoche hubo
cuatro diferentes atentados a los receptores satelitales. Los teléfonos fijos también están
desconectados, y aunque no lo estuvieran, las líneas del hotel no son seguras.
Le tendió una radio.
Ella la tomó, consciente de que estaba ahí únicamente con una camiseta extra grande y sus
bragas. Jenkins cortésmente miró en otra dirección cuando ella pulsó el micrófono.
—Locke.
—Alyssa, es Tom Paoletti. Sabes que O’Leary fue asesinado ayer. Cambio.
—Sí, señor. Lamenté mucho oírlo. Cambio.
—Necesito un segundo tirador para este asalto, y quiero que seas tú.
Alyssa casi dejó caer la radio.
—Sé que es sumamente irregular —continuó Paoletti—. Se supone que eres un observador,
pero te quiero con Wayne Jefferson como nuestro segundo francotirador. Tenemos otros tiradores
en el equipo, pero ninguno que se acerque a tu nivel de experiencia, diablos, ni siquiera O’Leary era
tan bueno como tú. Es absurdo recurrir a alguien más si tú estás disponible. Ya lo hablé con Max
Bhagat. ¿Lo harás? Cambio.
—¿Qué dijo Sam Starrett? —preguntó ella—. Cambio.
—Él por lo general dice Sí, sí, señor, cuando le doy una orden —respondió Paoletti—. No he
hablado con él todavía. Pero si te da algún problema, dile que venga a verme. Cambio.
—Lo tendré en cuenta, señor —dijo Alyssa, preguntándose si Tom tenía alguna idea del tipo de
problemas que Sam Starrett le estaba dando últimamente—. Cuente conmigo.

Stan alcanzó la puerta de las escaleras antes de que Teri corriera detrás de él.
—No —dijo ella mientras lo seguía por las escaleras—. No, Stan, no voy a decir adiós y esperar
que regreses de una pieza para luego andar en puntillas en torno al hecho de que esto es mucho
más que tú y yo pasando un buen rato en la cama. Tú eres el que siempre me dice que enfrente a la
gente cuando me cabree, que sea más agresiva, que luche, y maldición, ¡realmente me cabreaste!
Sí, eres mayor que yo, sí, tienes más experiencia que yo en muchos sentidos, hay mucho que
puedes enseñarme, te lo concedo, pero no quiero que seas mi maestro o mi mentor o —ella
sacudió la cabeza, deseando que bajara la velocidad, pero sabiendo que su prisa por llegar a la
azotea era tanto para que dejara de hablar como para llegar a los helicópteros y al resto del equipo.
Cuando hicimos el amor anoche, fuimos solo tú y yo, sin otra basura. Se trató de… —Amor. Teri
quiso decirlo, pero no pudo sacar la voz—. Fuimos compañeros. Cincuenta-cincuenta. No se trató
de ti diciéndome que fuera una buena chica y usara mi maldito chaleco antibalas. Si quieres que use
mi chaleco, si te importo lo suficiente para querer que lo use, entonces maldita sea, no te rías de mi
cuando me preocupo por ti y te pregunto dónde está el tuyo.
Stan la detuvo. A un piso del techo.
—Teri, por favor, estás convirtiendo esto en algo más grande de lo que es. Te digo que uses tu
chaleco antibalas porque ayer te salvó la vida. No es una petición irrazonable. No tiene nada que
ver con… con nada de esta otra… tontería.
Ella lo miró.
—¿Esto es una tontería?
—Oh, Cristo —dijo él—. Teri, mira, escucho lo que dices, no estoy necesariamente de acuerdo
con ello. Me alegro de que digas que estás enojada, no estoy tan contento de que sea justo ahora.
Tu momento no es tan oportuno, necesita un poco de trabajo.
—¿Cuándo es el momento oportuno para enojarse? —preguntó ella con vehemencia—. Si
quieres que me enoje cuando es conveniente para ti, entonces tal vez deberías dejar de ser tan
idiota.
Él se echó a reír mientras subía las escaleras de dos en dos.
—Dios me libre de la locura inducida por el estrógeno.
Ella lo siguió por las escaleras. Todo el equipo estaba allí. Tratando de no escuchar, o tal vez
tratando de escuchar, cualquiera fuera, no le importó.
—¿Quién no está aquí todavía? —preguntó Stan.
—Cosmo y López —ofreció alguien—. Ya vienen.
—Eso fue algo realmente idiota de decir —Teri paró a Stan cogiéndolo del brazo y poniéndose
frente a él, bloqueándolo—. ¡Dios me libre de la imbecilidad inducida por la testosterona! ¡Te amo,
maldición! —De todas las palabras con las que se había tropezado mientras lo perseguía por las
escaleras, esa era la que debería haber dicho—. Te quiero y voy a ir detrás de ti. No dejaré que te
alejes de mí. Será mejor que consigas muebles para esa casa tuya, ¡porque estaré allí!
Oh, Dios. Todo el mundo la miraba. Sam Starrett, Mike Muldoon, WildCard y Jenk.
—¿Está bien contigo? —le preguntó a Jenk.
Él asintió rápidamente.
—Sí, señora.
Teri asintió también.
—Bueno. Bien. —Miró a Muldoon—. Lo siento.
Él se encogió de hombros.
—Creo que más o menos lo sabía.
Ella miró a Stan de nuevo, pero él estaba mirando para otro lado. Al helicóptero, como si
quisiera estar a bordo y volando lejos de ella para siempre. Oh, Dios ¿Qué acababa de hacer?
Y ahí delante de ella, estaba el piloto de helicópteros Walt Green.
—Espera, no creo que pueda convencerte de cambiar…
—Ni una posibilidad, Teri.
—Claro. Mi día va particularmente bien. —Miró a Stan de nuevo, y esta vez al menos le devolvió
la mirada. Pero para su desdicha, no pudo leer la expresión en su rostro. Dios, amaba ese rostro—.
Buena suerte.
Se dio la vuelta y se habría marchado con dignidad, con la cabeza en alto, por lo menos hasta
que llegara a su habitación.
—Teniente.
Ella se detuvo y se giró, resignada a enfrentar la formalidad en su voz.
—Pido disculpas por ser un idiota —dijo Stan.
Fue una de las últimas cosas que esperaba que dijera.
—Me disculpo, también —susurró ella—. Por avergonzarlo así.
—¿Parezco avergonzado? —se rio él—. Un poco abrumado tal vez, pero lo lamento, ¿la mujer
más bella, inteligente y dulce que he conocido anuncia que me quiere? Usted acaba de cimentar mi
reputación de ser capaz de hacer lo que sea. Si quiere avergonzarme, teniente, va a tener que
hacerlo mejor que eso.
Ella asintió, el alivio la invadió.
—Me esforzaré más la próxima vez.
Él sonrió.
—Bien.
López y Cosmo llegaron corriendo, y Stan se alejó, ocupado siendo el jefe mayor, subiendo al
equipo al helicóptero. Fue el último hombre en subir, y cuando se volvió para mirarla, ella se
abrazó, con los brazos sobre el pecho, decidida a no quedarse ahí y decirle adiós mientras él iba a
salvar al mundo.
Stan se llevó las manos a la boca y gritó.
—Déjate el chaleco antibalas puesto.
Y a ella se le ocurrió en un destello de comprensión que cuando él decía eso, no era porque
quería darle órdenes, para señalar la diferencia de edad y experiencia en su relación. Cuando él
decía eso, quizás era su manera de decirle cuán desesperadamente le importaba.
22.
Un cuerpo fue expulsado por las escaleras del avión secuestrado.
Stan entró en el edificio de la terminal y halló la sala de los negociadores sombríamente
silenciosa.
El teniente Paoletti se volvió para reunirse con él, haciendo un gesto con la cabeza para que
salieran al pasillo.
—Hace unos quince minutos hubo disparos, y de nuevo hace diez minutos —le informó LT—. Los
tangos abrieron la puerta en este momento, arrojando este cuerpo.
—¿Es la chica?
—No sabemos todavía —le dijo LT—. Scooter y Knox están ahí afuera vigilando, pero aun con
gafas de alta potencia no han podido hacer una identificación definitiva. Los tangos envolvieron el
cuerpo de la chica, asumiendo que es la chica, en una especie de manta. Bhagat está tratando de
contactarlos por radio para negociar un vehículo para recoger el cuerpo. Mientras tanto no hay
audio ni video en la cabina del piloto.
—¿Max quiere esperar hasta la noche para enviarnos allá? —preguntó Stan.
—No —dijo LT—. Tiene siete personas diferentes aconsejándole que espere, pero quiere ir ahora
de todos modos. Sabe muy bien que ese cuerpo es un mensaje de «Ven y atrápanos».
—Entonces, vamos y atrapémoslos, señor —dijo Stan—. Acabemos con esto. Quiero irme a casa.
El teniente lo miró de soslayo.
—¿Para elegir los muebles para la casa?
Oh, Cristo.
—Las noticias se propagan rápido por aquí.
Paoletti le tendió la mano.
—Felicitaciones, Suboficial Mayor.
—Espere, teniente. Existe un largo camino entre echar un polvo y casarse.
Paoletti se mostró visiblemente desconcertado. Y Stan comprendió al instante.
—No —dijo—. Tom, no me malinterpretes. No es eso lo que yo… eso no es lo que ella está
haciendo. Quiero decir, ella cree que me ama… —El recuerdo de ella parada allí, diciéndole eso
delante de todo el equipo, todavía lo sacudía hasta la médula—. Cielos. ¿Qué está pensando Teri?
¿A dónde va a llegar esto? A riesgo de sonar como si estuviera alardeando, porque sabes que no
hago eso, creo que ella está impresionada por la, uh, digamos, la naturaleza física de la relación. No
tiene mucha experiencia, y créeme, en una o dos semanas, va a estar…
—Impresionándote a ti —Paoletti terminó por él—. Porque si ella está hablando en serio, lo
probará. El sexo es una parte importante del paquete, créeme, lo sé, he estado ahí, pero solo es
una parte. Es su cara, su sonrisa, el hecho de que sabe que algo está mal y habla contigo en la cama
toda la noche hasta que vomitas el problema, aunque está exhausta. Son sus ojos. La miras a los
ojos y no tiene miedo de hacerte ver que eres su mundo. Es ella cuidando de ti y necesitando que
tú cuides de ella, también. —Él se rio—. Stan, confía en mí, tú vida nunca volverá a ser la misma.
—Eso espero —dijo Stan en voz baja—. No estoy convencido de que ella lo haya pensado bien, y
que eso sea realmente lo que quiere, pero Cristo, Tom, eso espero.

—¡Alyssa!
Alyssa se dio la vuelta con una postura defensiva de sus hombros y una frialdad en su voz y en su
rostro que hizo que a él se le cayera el alma a los pies.
—Teniente Starrett.
Maldición. Pensaba que ya habían pasado de lo helado y formal la última vez que hablaron. A
menos que su respuesta a su declaración de amor eterno fuera este frío piérdete.
Pero esto no se trataba de ellos. Esto se trataba de alistar a su equipo.
Y los dioses, en un último intento del colmo de la ironía, alinearon los planetas y pusieron a
O’Leary en el trayecto de una bala, haciendo posible lo imposible. Alyssa Locke se convirtió en un
miembro, temporal sí, pero aun así un miembro, de su equipo. Del equipo SEAL de Sam Starrett.
Y tal vez hubo algunos demonios trabajando también, porque, mira tú, Sam estaba realmente
contento de tenerla.
La mujer disparaba.
Él y sus hombres iban a asaltar el avión en el que cinco hombres poseían armas mortales. Y sabía
que gracias a que Alyssa era uno de sus dos francotiradores, habría al menos dos tangos menos con
los que él y su equipo iban a tener que bailar.
Ella no iba a estar en peligro. El teniente Paoletti no la había llamado para irrumpir en el avión
junto a Sam. Si lo hubiera hecho, Sam lo habría enfrentado, pateando y gritando. Se habría
rehusado rotundamente a eso.
Pero usar a Alyssa como francotirador, era algo con lo que podía estar de acuerdo.
No, no era fácil disparar a otro ser humano, disparar a matar. Había gente que pensaba que las
mujeres no estaban preparadas para esa tarea. Afirmaban que una mujer se atascaría en una
situación de francotirador.
Pero Sam no tenía dudas de que Alyssa haría su trabajo, que tenía su propia forma de lidiar con
la eliminación de un blanco humano. Desde luego, tal vez era como él, y simplemente vomitaba
después y luego salía y se emborrachaba.
Pero probablemente no.
En este momento parte de su trabajo como oficial al mando, era asegurarse de que los otros
miembros del equipo tuvieran tanta fe en sus francotiradores como él. Así que habló en voz alta y
se aseguró de que era escuchado.
—El teniente me dijo que te ofreciste…
—Si tiene algún problema con eso, tiene que hablar con…
—No lo tengo. —Cielos, ¿por qué no se relajaba?—. Solo quería decirte que me alegro de que
estés aquí y darte las gracias.
Ella se humedeció los labios nerviosa, claramente sorprendida. Jenk Y Cosmo también se
sorprendieron. En el pasado, Sam se habría reído en cada ocasión que hubiera tenido del deseo de
Alyssa de entrar en acción, de estar en la línea del frente.
—De nada —dijo ella.
Sam asintió. López y Muldoon también estaban observando.
—Entonces ¿quieres el apretón de manos o el beso de bienvenida al equipo? Pienso que como
nunca he tenido la oportunidad de darte un beso de bienvenida antes, debería aprovechar de…
—Me quedo con el apretón de manos —dijo ella. Estaba seria, pero luchando por no sonreír. Él
lo vio en las comisuras de su boca.
Le tomó la mano y se la estrechó. Quería seguir sosteniéndola por un tiempo inapropiado, besar
su palma e incluso chuparle un dedo, pero no lo hizo porque el equipo estaba mirando.
Hubo un tiempo en que lo habría hecho porque el equipo estaba mirando.
Y ella lo sabía.
—No lo voy a defraudar, señor —dijo ella.
—Lo sé. —Él asintió y se dio la vuelta.
—Sam.
Él se giró, sorprendido de que usara su nombre.
—Cuídate. Dispara a la cabeza.
Él sonrió, emocionado porque a ella le importaba.
—Lo haré.
Ella se acercó y bajó la voz. Pero no lo bastante baja para que no fuera oída por Jenk y Cosmo si
realmente querían.
—Después de que terminemos aquí… Bueno, estaba pensando, um, que, bueno, que eres
alguien que realmente me gustaría llegar a conocer mejor. Y me preguntaba su tal vez te gustaría
cenar conmigo.
Sam miró a Jenk, quien deliberadamente no lo miraba. Volvió a mirar a Alyssa, al remolino cálido
de esperanza en sus ojos, y tuvo miedo de abrir la boca porque no se creyó capaz de formar una
palabra coherente. Tuvo miedo de que se le escapara un aullido de alegría sin sentido,
avergonzándola de muerte.
—En un restaurante —añadió ella, como si él no se hubiera dado cuenta de que lo había invitado
a cenar en público.
Así que solo respiró por unos momentos y asintió con la cabeza, con la esperanza de que ella
pudiera ver la fiesta dentro de él al mirarlo a los ojos. Y cuando por fin pudo hablar, pronunció el
eufemismo del puto milenio.
—Eso me gustaría.
—Bien —ella sonrió y se dirigió al techo.
Él hizo todo lo posible para alejarse también, sin hacer un baile.
Y entonces dejó de bailar, aunque fuera en su mente, porque su radio graznó. Era el teniente
Paoletti.
—Terminamos la espera —dijo LT—. Ha habido más disparos en el avión. Es hora de entrar.

Des medio pensó que Helga se sorprendería de verlo. Pero abrió la puerta rápidamente
cuando llamó y lo dejó entrar sin un murmullo de protesta.
Él no sabía si reír o llorar. El lugar estaba cubierto de notas adhesivas. Recordatorios,
comentarios, listas de nombres.
—Vaya —dijo él.
Ella asintió.
—Es un desastre.
Des la atrajo para darle un abrazo.
—¿Qué tan malo es? ¿Te acuerdas de haber hablado conmigo por teléfono?
—Por supuesto.
—¿En serio?
Ella se apartó de él y le mostró la página de su libreta.
—Des viene. Le dijiste que estás perdiendo la cabeza. Tiene algo importante que decirte. —
Estaba escrito en ella.
—Pienso que si escribí esto, debo haber hablado contigo por teléfono —dijo ella—. ¿Qué otra
cosa podría haberte dicho?
—¿Qué año es? —preguntó él.
Ella sacó una nota de la cabecera de la cama.
—2001. La mayoría de las respuestas están aquí. Ahora, si voy a pasar todo el tiempo leyéndolas,
nunca lograré salir de la habitación.
—Apuesto que será mejor en casa —dijo él.
Helga asintió.
—Eso tiene sentido.
—Iremos al doctor —dijo Des con un nudo en la garganta—. Tal vez existe una medicina nueva.
Ella asintió.
—No es eso lo que has venido a discutir.
—No —Des se sentó en la cama, frotándose la frente. Dios, por dónde empezar—. ¿Sabes para
quién trabajo?
Había un brillo en los ojos de Helga.
—Quieres decir, ¿además de mí? Estás con la inteligencia ¿no?
—No exactamente. Soy parte de una organización aún más encubierta que el Mossad o… Pero
eso no es importante. Lo importante es que mi superior es un hombre con aspiraciones políticas
que tiene su juicio seriamente empañado. Y no, no voy a decirte su nombre.
Ella se sentó, mirándolo, y él se preguntó cuánto de esto iba a recordar. Tal vez no importaba si
usaba el nombre de su superior.
—En los últimos días descubrí una información de nuestros secuestradores que aumenta el
riesgo. —Tomó su libreta y un bolígrafo de la mesita de noche—. Voy a escribirte algo de esto,
porque necesito que lo recuerdes. ¿Cuántos secuestradores hay en ese 747?
Helga miró sus notas.
—Cinco.
—No —dijo Des—. Hay seis. Además de los cinco hombres que todos conocemos, también hay
una mujer. Está llena de explosivos bajo su abrigo, una bomba suicida.
—Oh, Dios mío —susurró Helga.

La aproximación al avión fue exactamente como la ensayaron.


Los SEAL se movieron desde la parte trasera, desde el punto ciego de la nave.
Stan estaba con Muldoon, a la vanguardia, una tarea relativamente fácil a pesar de que era
pleno día. Sabía exactamente donde estaba el punto ciego, donde los tangos podían y no podían
verlos. Ni siquiera necesitaban arrastrarse, un número extra de marines fueron traídos durante las
últimas doce horas, y custodiaban el perímetro del aeropuerto, asegurándose de que nadie no
autorizado viera el movimiento en la pista.
Sí, lo último que necesitaban era que alguien observando desde los matorrales advirtiera a los
secuestradores mediante señales de espejo que había SEAL en el exterior de la aeronave.
Big Mac y su equipo de dos hombres ya estaban debajo del avión, beneficiándose de la libertad
de movimiento dada por los marines. Estaban tratando de volver a poner en marcha el audio y el
video.
Una vez bajo el avión, el equipo de asalto comenzaría la tarea mucho más peligrosa y minuciosa
de acceder a las puertas de emergencia delanteras y traseras.
De ahí en adelante se comunicarían solo vía señales de mano.
Stan miró al teniente Starrett y asintió.
Starrett asintió de vuelta con un brillo en sus ojos, claramente tan contento como Stan de
finalmente hacerlo en lugar de esperar.

***
—Todos son miembros de un grupo terrorista —Des le dijo a Helga—. Su objetivo es
simple, morir. No esperan que Osman Razeen o cualquier otro sea liberado por secuestrar este
avión. Solo quieren atraer tanta atención como puedan. Y la mejor forma de hacerlo es llevarse la
mayor cantidad de vidas americanas con ellos como sea posible. Descubrí que su plan es esperar a
que el equipo de rescate esté en el avión, y volarlo al infierno con todos los que están a bordo. —
Des le dijo con gravedad—. Al parecer la bomba tiene un dispositivo a prueba de fallos en caso de
que la mujer que la porta muera en el asalto. Hay un sensor que lee el pulso de la mujer. Si no
recoge el pulso después de treinta segundos, entra en una cuenta regresiva de tres minutos. Lo que
ni siquiera se acerca a la cantidad de tiempo que necesitamos para evacuar a toda la gente del
avión. No solo quieren volar esto, quieren que sepamos que va a volar y que somos incapaces de
detenerlo.
—¿Cómo te enteraste de este tipo de detalles?
—Tuve una pequeña conversación con el diseñador de la bomba.
—¿Sabe…? —Helga tomó su libreta y la hojeó—. ¿Max Bhagat y Tom Paoletti saben acerca de
esto?
—No.

El techo de la terminal A estaba ardiendo.


Una mosca zumbaba en la cara de Alyssa, pero la ignoró. Observó a su objetivo a través de su
lente y respiró, escuchando la voz de Max Bhagat por los auriculares de radio, escuchando lo que su
objetivo podría oír en la cabina del piloto en ese 747.
Persuasivo y suave como un locutor de FM, Bhagat los mantenía a ella y a su compañero
francotirador Wayne Jefferson conectados por la radio.
Bhagat les estaba hablando como si fueran amigos. Un compañero preocupándose por seres
humanos.
Alyssa no habría sido capaz de hacer eso. No sabiendo que eran asesinos. Violadores.
Escuchó el rumor de que Sam estuvo en la sala de los negociadores cuando la chica, Gina, fue
atacada. Corría el rumor de que había vomitado. Directo en el papelero.
Alyssa creía en el rumor.
Pobre Sam. Fingía ser tan duro, pero ella lo había visto vomitar así antes.
Trató de imaginar lo que debió ser Sam y tener que estar ahí y escuchar a esa chica siendo
golpeada. Violada.
Y luego pensó largo y tendido acerca de lo que debió haber sido la chica.
Mantuvo la mira apuntada en medio de la frente de su objetivo, a la espera de los clics en su
auricular que señalaban que los SEAL estaban en posición, a la espera de la orden de Tom Paoletti.
Vamos.
***
—Nadie lo sabe más que yo y ahora tú —Des se frotó la cara—. Se me ha ordenado guardar
esta información. Mi superior cree que la destrucción del avión y la muerte de tantos americanos,
incluyendo un equipo Navy SEAL, unirá aún más a Israel y EE.UU contra el terrorismo. Si la
presento, mi carrera habrá terminado.
—Pero al filtrarme esta información… —dijo ella, todavía una mujer muy inteligente a pesar de
la enfermedad que asolaba su cerebro—. Mi carrera ya llegó a su fin.
Ella lo miró.
—Ordéname que no lo difunda.
—Te ordeno que no lo difundas.
—¡Qué diablos! No voy a dejar que muera toda esa gente —Cogió el teléfono—. ¿A quién llamo
con esto?
—Sí —dijo Des—. Ahí es donde tenemos el problema. Los teléfonos fijos no funcionan y mi
celular ha estado muerto desde anoche. Nos queda pedir un aventón al aeropuerto y alertar a
Max…
—¿Qué estamos esperando? —Sensata hasta el amargo final, Helga agarró su cartera y su libreta
y se dirigió a la puerta.

Sam Starrett hizo un clic en su auricular mientras daba la señal con la mano, listo.
Los SEAL de vigilancia estarían observándolo e informarían al teniente Paoletti en la sala de
negociadores que Starrett y Karmody estaban en posición y listos para entrar.
Pensó en Alyssa en el techo, tumbada bajo el sol ardiente.
Pensó en Alyssa en su cama.
En su vida.
WildCard lo miró raro y Sam se dio cuenta de que estaba sonriendo como un tonto.
¿No sería su suerte? ¿Distraerse demasiado al hacer su trabajo y que mataran su culo?
Dios, no me lleves ahora, rezó. No tires alguna clase de mierda irónica aquí y me mates hoy.
Y luego ayudó un poco a Dios refrescando el control sobre su arma y concentrándose en el
trabajo por delante, a la espera de que los otros miembros de su equipo le dieran la señal de que
también estaban listos.

—Tenemos que llegar al aeropuerto de inmediato.


Teri se volvió para ver a Helga Shuler y su asistente corriendo hacia ella.
—¿Puede llevarnos? —preguntó la señora Shuler.
—Lo lamento señora —dijo ella—. No sin la debida autorización. Necesito órdenes de…
—¿Tiene una radio? —preguntó la señora Shuler—. ¿Puede ponerse en contacto con…? —miró
la libreta que llevaba.
—Teniente Paoletti o Max Bhagat —dijo su asistente.
—¿Hay algún problema? —preguntó Teri—. ¿Es una emergencia?
—Hay una bomba en el avión secuestrado —dijo la señora Shuler con una certeza sombría.
—Hay seis terroristas a bordo, una mujer. Una vez que los SEAL tomen el avión, ella lo hará
explotar. Todo el mundo a bordo morirá.
Teri los quedó mirando por dos segundos. Y entonces saltó a la radio.

Su visión era borrosa.


Tenía los ojos hinchados, uno casi cerrado.
Tenía el labio partido, toda la boca cortada y sangrando de sus dientes.
Su muñeca estaba rota y cada vez que respiraba, dentro y fuera, le ardían los costados por el
dolor.
Estaba sangrando. Su cabeza, la nariz, entre sus piernas.
Se quedó tendida, golpeada y desnuda de la cintura para abajo, la camisa rasgada, sus
pantalones cortos desaparecidos. La mano sana cubría lo poco que podía, y sus rodillas estaban
apretadas con fuerza, como si eso fuera a impedir al próximo de abrir sus piernas y meterse dentro
de ella.
Supo lo que venía cuando Bob le dijo a Al que la lastimara. Lo había esperado, se había
preparado. Había planeado soportarlo.
Mientras pudiera seguir respirando, mientras siguiera con vida, estaría ganando.
Y finalmente había terminado. Al la escupió en la cara y se bajó y supo que había ganado.
Excepto que no lo hizo.
Porque Bob se bajó los pantalones. Y no había terminado. Fue peor, mucho peor, porque él le
había hecho creer que era su amigo.
Había sangre en las paredes. Rociada en un patrón. Alguien, ella pensaba que el piloto, había
tratado de impedir que le hicieran daño y había muerto por sus esfuerzos. Le dispararon, al piloto, y
estuvo ahí a su lado, con la mitad de su cabeza destrozada, por incontables minutos hasta que se lo
llevaron arrastrándolo.
No quería seguir mirando ese patrón de sangre, y cerró los ojos mientras escuchaba la suave voz
de Max por la radio, mientras respiraba y trataba de convencerse de que respirar todavía
significaba que había ganado.
***
—Helga Shuler está justo delante de mí —dijo la bonita joven piloto de helicópteros en la
radio, obviamente esforzándose para sonar racional y tranquila—. Tiene información que es
imperativo que Max Bhagat y Tom Paoletti reciban ASAP. Cambio.
La transmisión no era muy buena, y Helga no podía escuchar lo que decía la otra persona en la
radio, pero lo que fuera, no hizo a la piloto muy feliz.
—No, señor, no mantendré este canal despejado. No iré a ninguna parte hasta que me contacte
con Max Bhagat o el teniente Paoletti. Repito es imperativo que hable con cualquiera de ellos o con
el teniente Jacquette o con el Suboficial Mayor Wolchonok o el teniente Starrett, o ¡Dios! ¡Déjeme
hablar con el suboficial Jenkins! ¡No estoy siendo quisquillosa aquí! ¡Cambio!
Des tocó el brazo de la chica.
—Podemos estar en el aeropuerto en tres minutos si nos lleva.
Ella mira a Des y luego a Helga, y Helga podía ver que su carrera pasaba frente a sus ojos. Pero
asintió.
—Suban.

Alyssa estaba en el techo observando a su objetivo, escuchado a Max Bhagat.


Estaba hablando de dinero. Una oferta, dijo, de una fuente externa. Estaban hablando de pagar
veinticinco mil dólares, americanos, por cada pasajero que saliera vivo del avión.
Sí, había captado la atención con esa.
Ella ya no escuchaba mucho las palabras sino el tono de su voz. La elevación y descenso de las
frases. Cada tanto él decía cambio, y había una pausa.
Y luego se detenía, sin un cambio, y ella sabía antes de oír la palabra, lo que venía.
Jefferson se movió un poco también, tan en sintonía con la voz como ella.
La voz de Tom Paoletti.
—¡Vamos, vamos, vamos!
Ella apretó el gatillo.

¡Vamos, vamos, vamos!


La puerta se abrió y Starrett volvió la cabeza mientras la granada aturdidora explotaba.
Y entonces estaba adentro, frente a un tango arma en mano, en su zona de muerte.
Disparó.

Oyó un crack, oyó lo que sonó como una sola gran explosión desde la cabina de pasajeros,
luego a Max, gritando, su voz distorsionada por los altavoces de la radio.
—¡Gina, quédate abajo!
Ella abrió los ojos para ver que había sido rociada con sangre.
Al, que estaba sentado en el asiento del piloto, todavía estaba sentado, pero no la iba a lastimar
nunca más.
Bob había sido empujado contra la puerta, con sus ojos abiertos sin ver y un agujero limpio en
medio de su hermosa frente.
—Si puedes oírme, por favor Dios, espero que puedas oírme —Max estaba gritando sobre el
ruido de los disparos y los gritos de la cabina—, quédate abajo. ¡Gina! ¡Quédate abajo!
Ella se arrastró hasta el micrófono que colgaba cerca del suelo y presionó el botón.
—Max —dijo a través de sus labios rotos—, ¿puedes traerme unos pantalones?

Teri se contactó con el teniente Paoletti cuando el aeropuerto quedó a la vista.


Helga estaba en el asiento del copiloto, con los audífonos puestos y listos, y tan pronto como
escuchó el nombre de Paoletti comenzó a hablar. Clara. Concisa. En su suave acento danés.
Leyendo de su libreta.
—Esta es Helga Shuler. Tengo fuentes con la inteligencia israelí que me ha informado que existe
un sexto terrorista a bordo del avión. Una mujer con una bomba suicida. Debe abortar, repito
Aborte. Cambio.
—Es demasiado tarde para abortar —dijo Paoletti, y el corazón de Teri se apretó—. Por favor,
espere con su información. Cambio.
Demasiado tarde. Llegaron demasiado tarde. Stan ya estaba en el avión, y su mundo estaba a
punto de terminar.
Ella podía ver el avión secuestrado en la pista, podía ver los francotiradores y otro personal en el
techo de la terminal.
Teri se dirigió a la pista de aterrizaje.

Stan entró rápido, con Muldoon a su izquierda.


Escuchó y vio a Muldoon disparar, eliminando limpiamente a uno de los terroristas.
El ruido era intenso, tanto en la cabina como en sus audífonos.
Cinco tangos fueron eliminados a segundos de la explosión de las granadas.
Podía oír la voz de Sam Starrett gritando a los pasajeros que se quedaran abajo; permanezcan en
sus asientos, que nadie se mueva rápido, que nadie se mueva.
Stan todavía estaba en modo adrenalina, sus sentidos llevando información a su cerebro a una
velocidad vertiginosa. Captó un movimiento por el rabillo del ojo y se volvió.
Y el mundo entró en cámara lenta.
Una mujer.
Poniéndose de pie.
Justo al lado del mamparo, a pocos metros de donde él y Muldoon habían entrado.
Muldoon de espaldas a ella.
La luz reflejada sobre metal.
Una pistola, la estaba sacando de su abrigo.
Ella estaba usando un puto abrigo mientras todos los demás estaban en camiseta.
Stan levantó su arma.
Y vio que ¡Jesús! Tenía un bebé en sus brazos.
Podía dispararle y pararla en seco, pero no sin darle al bebé.
Vaciló, y su vacilación, solo esos breves segundos, le costaron muy caro.
Estaba muerto.
El arma de ella estaba levantada y no había nada que pudiera hacer más que dar un paso para
evitar que le diera a Muldoon.
La vio disparar y se dio cuenta. Sostenía una muñeca. Stan iba a morir por una puta muñeca de
plástico. Y cuando la mujer se movió, vio debajo de su abrigo que estaba equipada para estallar,
conectada a alguna clase de bomba, cargada con C-4.
Y él levantó su arma más alto mientras sentía el impacto de su bala y él disparaba dos veces.
Tiros a la cabeza. Rezando que no hubiera algún tipo de disparador automático que los llevara al
infierno al instante.
La mujer cayó y Stan la agarró.

Teri aterrizó el helicóptero junto al avión.


—¿Estás loca? —gritó Des—. ¡Esto va a explotar!
—Entonces es mejor que arranques —le dijo.
Helga estaba en la radio, leyendo en voz alta la información sobre la bomba, difundiéndola a los
SEAL.
A Stan, que estaba en algún lugar del avión con una bomba que podía explotar en cualquier
segundo.
Ella cambió la radio al canal que Paoletti le dijo que estaban usando los SEAL.

Starrett no podía creer lo que oía.


—La bomba tiene un dispositivo a prueba de fallos —una mujer con un acento no muy diferente
al de la famosa Dra. Ruth estaba hablando en su auricular después que el teniente Paoletti soltó la
no muy buena noticia de que había una bomba a bordo.
—Hay un sensor diseñado para leer el pulso de la mujer que tiene la bomba —decía la Dra.
Ruth—. Después de treinta segundos sin leer este pulso, irá a una cuenta regresiva de tres minutos,
repito, tres minutos.
—¿Han localizado esta mujer? —gritó Starrett. Dios lo estaba haciendo. Estaba lanzando una
ironía sobre él. Nunca debió aceptar cenar con Alyssa Locke.
Pero entonces, por su auricular, escuchó las palabras más hermosas pronunciadas por una de las
voces más bellas en este mundo hermoso.
Era el Suboficial Mayor, el hombre milagroso del equipo.
—Tengo la bomba.

Alyssa Locke se puso de pie en el techo de la terminal A, con el corazón en la garganta.


Alguien, parecía Mike Muldoon, había lanzado el tobogán de emergencia por el lado del avión.
—La mujer está muerta —la voz del Suboficial Mayor Wolchonok era solo una de las tantas que
llegaban a través de sus auriculares, pero era la única a la que le estaba prestando atención—.
Estoy saliendo con ella por la puerta de babor de la aeronave.
—¡Saquemos a esta gente del avión! ¡Por estribor! —esa era la voz de Sam ahora, con su acento
perezoso transformado, su voz disparando rápido y casi sin acento.
Tres hombres salieron de la terminal y corrían hacia la pista. Tom Paoletti, Jazz Jacquette, y el
jefe de Alyssa, Max Bhagat.
Jules Cassidy estaba allí también, en una camioneta, sin duda esperando para llevar a Bhagat al
avión y ganar puntos por estar ahí y preparado. Se detuvo al lado de ellos con un chirrido de frenos
y todos saltaron a bordo. Se dirigió hacia la pista de aterrizaje.
Hacia el avión y la bomba.
Alyssa miró a Jefferson.
Quien asintió. Bajaron las escaleras y corrieron hacía el avión lo más rápido que pudieron.

—Baja a la señora Shuler del helicóptero —Teri le gritó a Des—. Retrocedan. Aléjense.
Él no necesitó que se lo dijeran dos veces. Casi recogió a la mujer y la empujó afuera, corriendo
en dirección a la terminal.
Entonces pudo ver a Stan. Bajando por el tobogán. Llevando un cuerpo.
Estaba cubierto de sangre, que no sea suya, por favor Dios.
Pero se tambaleó al llegar a tierra, se tambaleó de nuevo cuando no debería haberse
tambaleado, y ella lo supo.
—Stan está herido —informó ella—. Necesito al médico. ¡Jay López! ¡En el tobogán de babor
ahora! Stan ¿qué tan grave es?
—¿Teri? Mierda, no deberías estar aquí.
—Me alegro de verte también, cariño. Muldoon, baja tu trasero por ese tobogán y ayuda al
Suboficial Mayor. ¡Está herido! Y que alguien me consiga las nuevas coordenadas del USS Hale.
¡Ahora!

Stan ya estaba muerto. Lo supo en el momento que se puso delante de esa arma.
Excepto que seguía moviéndose. Todavía caminaba.
Era la adrenalina que lo impulsaba.
No tenía otro plan más que sacar la bomba del avión hasta que vio el helicóptero en la pista
como un regalo de Dios.
Tres minutos no era mucho tiempo, pero podía meterse en el helicóptero con la bomba y
pilotear esa cosa lo suficientemente lejos del avión y de la terminal para evitar que hiriera a nadie
más.
Y luego fue más que la adrenalina lo que lo mantuvo moviéndose. Era la adrenalina y el saber
que podía arreglar esto. Sería su último arreglo, pero sería uno bueno.
Pero entonces oyó la voz de Teri, y lo supo. Ella estaba a bordo de ese helicóptero y sacarla no
iba a ser fácil. No iba a dejarlo, y por eso, ella iba a morir también.
—Teri, lárgate de aquí. Yo puedo volar esa cosa.
—Sí, puedes hacer un montón de cosas, machote —dijo ella—, pero yo soy la que lleva las alas
en esta relación. López. ¿Dónde diablos estás? Estamos en cuenta regresiva y estaré en el aire en el
instante que Stan suba a bordo.
Muldoon llegó a su lado, ayudándolo a cargar el cuerpo.
—Mayor, está herido.
—¡Retrocedan! —El reloj estaba corriendo. Dos minutos y quince segundos y todo el mundo
cerca de esta cosa moriría.
Pero Muldoon no retrocedió. Cargó la mayor parte del peso de la mujer de Stan y lo ayudó a
moverse más rápido.
Y entonces Tom Paoletti y Jazz llegaron también. Y López. Y entonces Stan ya no llevaba a nadie.
Estaba siendo llevado.
Al helicóptero.
Estaban en el aire, y él gritaba. Esto no era parte de su plan. Teri no debía estar aquí. O Muldoon.
O Jacquette. O López, que estaba conectando una vía intravenosa ahí mismo desgarrando su
camisa.
—Teniente Howe, ¿puede volar esta cosa un poco más rápido? —Era la voz profunda de Jazz
Jacquette. Él era bueno, pero no había manera de que pudiera desactivar una bomba como esa en
menos de tres minutos.
—Créame señor, estoy haciendo lo mejor que puedo. Stan ¿todavía estás conmigo?
—Teri —dijo él. La adrenalina se estaba disipando y todo su mundo era dolor. Dolor y una
bomba que iba a estallar en cuestión de segundos—. ¡Tengo que arrojar la bomba! No quiero que
mueras también…
—Nadie va a morir. El teniente Jacquette está mirando el temporizador. ¿Cuál es la cuenta
señor?
—¿Puede llevarme a mar abierto en quince segundos? —dijo Jacquette.
—Puede apostarlo —dijo Teri—. Voy a volar suave y bajo. Hágame saber el momento en que la
bomba golpee el agua. Subiré y nos alejaremos de aquí. Stan, nadie va a morir ¿me oyes? Nadie.
Nos deshacemos de la bomba y nuestra próxima parada es el hospital del USS Hale.
—Teri —dijo Stan, teniendo problemas para respirar, temiendo que estuviera equivocada.
—¡Bomba fuera! —dijo ella—. ¡En cualquier momento ahora!
—Está en el agua —gritó Jacquette—. ¡Vamos!

Gina estaba en el suelo de la cabina del piloto, consciente de que abrían la puerta a la fuerza.
Alguien entró. Alguien en uniforme que le echó una mirada y comenzó a gritar por el teniente,
gritando por ayuda médica.
Y entonces entró otro hombre. Vestía camisa blanca y corbata, y tenía una manta que usó para
cubrirla.
—Siento tanto —dijo—, no haber llegado antes —y fue tan extraño oír esa voz, la voz de Max,
saliendo de una boca de verdad, de un rostro de verdad.
Era una cara buena. Borrosa, pero buena. Podía ver que era mayor de lo que había imaginado,
con profundas arrugas de fatiga alrededor de los ojos.
Max tenía lágrimas en sus ojos, y ella supo que verla así, rota y sangrando, le dolía mucho.
—Por lo menos estás aquí —dijo ella—. Estoy encantada de conocerte por fin, Max.
Él se rio, pero luego comenzó a llorar. Cuando lo miró, él se compuso, secándose los ojos y
llegando incluso a sonreírle.
—Ahora te voy a sacar del avión.
Estaba listo a levantarla en sus brazos, pero ella no quería que la recordara así para siempre. Las
primeras impresiones eran importantes después de todo, y ella ya estaba en seria desventaja.
Y maldición, quería ver algo más que compasión en sus ojos.
—No —le dijo—. Quiero caminar. —Y mientras lo decía, se dio cuenta de que era cierto. Quería
salir caminando de este avión—. ¿Me ayudarías a salir caminando de aquí?
—Sí —él asintió y la ayudó a ponerse de pie, el musculo en su mandíbula saltaba cuando la
envolvió con la manta forzándolo a mirar otra vez su cuerpo maltratado.
Él se paró por el lado de su muñeca sana, deslizando el brazo de Gina sobre sus hombros, y
rodeándole la cintura con su brazo, sosteniéndola.
Y ella caminó. Fuera de la cabina. Fuera del avión. Un paso a la vez.

La fuerza de la explosión los empujó hacia adelante y hacia arriba, y Teri luchó con los
controles.
Y estuvieron libres de peligro.
Dirigiéndose hacia el USS Hale.
—¿Cuál es el estado del paciente? —preguntó Teri.
Nadie le respondió.
—¿López? —No pudo evitar sonar cortante.
—Asegúrese de que tengamos un equipo médico listo —dijo finalmente López—. En el momento
que aterricemos.
—Teri —susurró Stan.
—No —dijo ella, de pronto terriblemente asustada—. No lo digas. Mira, tengo mi chaleco
antibalas puesto. No hay nada que tengas que decirme ahora que no puedas decírmelo más tarde.
Él se lo dijo de todos modos.
—Te amo.
—¿Sí? —dijo ella—. Bueno, jódete, Suboficial Mayor. Si me amas, maldición, ¡mantente con
vida!
Y ahí estaba. El USS Hale. Justo donde se suponía que debía estar.
Teri aterrizó el helicóptero y se llevaron a Stan, y entonces no hubo nada más que hacer salvo
rezar.
23.
Sam Starrett abrió la puerta de su habitación para encontrar a John Nilsson y WildCard
Karmody parados ahí, viéndose como si alguien hubiera muerto.
—Oh, mierda —dijo—. No me digan que el Suboficial Mayor…
—No —lo interrumpió WildCard—. El Mayor está bien. Bueno, considerando que le dispararon
en el pecho y pasó tres horas en cirugía.
—LT acaba de recibir la llamada —le dijo Nils—. El Suboficial Mayor todavía está en cuidados
intensivos, pero parece fuerte.
WildCard sonrió.
—Si Teri Howe me estuviera sosteniendo la mano, yo también me mejoraría pronto. Maldición,
esta operación ha sido como un puto episodio de «El crucero del Amor».
Nils le dirigió una mirada a WildCard que a Sam no le gustó.
—¿Entonces cuál es la mala noticia? —preguntó Sam.
—¿Podemos entrar? —preguntó Nils, demasiado serio.
—¿Pasa algo malo con Meg? —preguntó Sam sobre la esposa de Nils mientras los dejaba entrar
a la habitación—. ¿Algún problema con el bebé?
Nils cerró la puerta detrás de ellos.
—No, Meg está bien. De hecho acabo de llamar a casa y hablé con ella. Está muy bien, el bebé
está… todo está bien. Todo según lo programado. Se hizo otra ecografía y… pero me dijo que Mary
Lou llamó, buscándote.
¿Mary Lou Morrison?
—Tiene que dejar de llamar —dijo Sam—. No la he visto en meses. De hecho, voy a cenar esta
noche con…
—Será mejor que sientes tu culo y canceles los planes para tu cena, Sammy —dijo WildCard—.
Tenemos unas noticias muy intensas. Mary Lou está embarazada, mi amigo, y ella dice que eres el
padre, y que ya se hizo los exámenes que lo demuestran.
Sam no se sentó.
—¿Qué?
Nils miró a WildCard con disgusto.
—Seguro que se lo dijiste con suavidad. —Suspiró—. Sam, es mejor que te sientes. Mary Lou
tiene una amiga en un laboratorio médico. Se hizo los exámenes. No es legal, no tenía tu permiso,
pero eso no cambia los resultados. Usó una camiseta que tenía tu sangre cuando te cortaste
arreglando su auto… Meg vio los resultados, hombre, Mary Lou está embarazada y el bebé es
definitivamente tuyo.
Sam se sentó.

Gina despertó y encontró a Trent Engelman sentado al lado de su cama en el hospital.


Había sido trasladada de Kazbekistán a Londres, anoche.
Tenía un ojo vendado, y el otro estaba hinchado y su visión todavía era borrosa. La suturaron, le
tomaron radiografías y la examinaron, atendieron su muñeca rota. Tenía una intravenosa, y el
doctor de la embajada de EE.UU la examinó y fue bastante liberal con la dosis de analgésicos.
Y ella flotó. Fuera de Kazbekistán, a bordo de un tipo de avión médico. Flotó a través de la
noche, pero habría jurado que vio a Max sentado junto a su cama, sosteniendo su mano.
No a Trent Engelman.
Él se paró cuando la vio despierta.
Gina sentía la boca adormecida, y él la ayudó a tomar un sorbo de agua de una taza, con la boca
apretada con compasión mientras ponía la bombilla en sus labios hinchados.
Había tazas de café alrededor de la silla donde estaba estado.
Imagina eso, Trent Engelman sentado junto a su cama toda la noche.
—Tus padres está en camino —le dijo él—. Deberían estar aquí en un par de horas.
—Oh, Dios. —iban a verla y… Su madre se enojaría mucho. No con ella. Pero iba a querer agarrar
una pistola y matar a Bob y a Al otra vez.
Y su padre se pondría a llorar.
—Sabes, Gina, yo, uh, vine a darte las gracias, sabes, por salvarme la vida —le dijo Trent—. Si no
hubieras dado un paso al frente como lo hiciste… —Él carraspeó—. Sé que debes pensar que soy un
cobarde porque me quedé allí sentado cuando estaban, ya sabes, y te oí gritar, pero… Mierda, Gina,
tenían esas armas. Mataron al piloto.
—Sí —dijo ella cortante—. Lo sé. Yo estaba ahí.
Él miró hacia el suelo.
—No creo que seas un cobarde, Trent —le dijo, sabiendo que había venido aquí no para
consolarla a ello, sino a consolarse a sí mismo. Dios, ¿había soñado a Max? ¿Estuvo aquí con ella en
realidad?—. ¿Te importaría marcharte? Porque quisiera estar sola ahora.
Él se acercó a la puerta.
—Le prometí a ese tipo que me quedaría hasta que llegaran tus padres.
Ella lo miró.
—¿Qué tipo?
—El tipo que estaba sentado aquí cuando llegué esta mañana. Te sostenía la mano —dijo
Trent—. Un tipo mayor. Te dejó una nota.
Efectivamente, había un pedazo de papel doblado en la mesa con ruedas junto a la cama.
Gina. Era de Max. Había firmado abajo solo Max. Su letra era tan limpia y clara como su voz. O
tal vez solo tuvo cuidado cuando escribió esta nota porque sabía que ella tendría problemas para
leer con sus ojos hechos un desastre.

No puedo reunirme contigo para tomar un café. Sé que prometí que lo


haría, pero… Los consejeros y terapeutas que van a trabajar contigo te
dirán que necesitas continuar con tu vida, que dejes que los traumáticos
acontecimientos de estos últimos días se desvanezcan. Encontrarnos para
un café solo hará más difícil para ti olvidar y seguir adelante.
Eres sin duda una de las personas más increíbles que he conocido en mi
vida. Tu fuerza interior me impresiona y me inspira. No tengo duda que
saldrás de esto.
Siento mucho no haber estado ahí cuando más me necesitaste.

—Trent —dijo Gina—. ¿Cuándo llegaste? ¿Cuándo se fue Max?


—Solo unos minutos antes de que despertaras.
—Sal al pasillo —dijo ella—. Corre al vestíbulo. Ve si todavía está allí.
Trent hizo ese sonido que era casi una risa, pero no del todo. Lo hacía cada vez que era
molestado.
—Gina…
—Por favor.
Trent salió.
Se había ido casi para siempre. Gina casi había renunciado a él y a Max cuando Trent volvió.
—No lo vi —informó—. ¿Quién es este tipo, de todos modos?
Se había ido. Max se había marchado. Gina cerró el ojo bueno. Incluso con Trent parado justo
ahí, nunca se había sentido tan terriblemente sola.
—Gracias —dijo ella—. Ahora necesito que te vayas.
No lo oyó marcharse, pero ya no lo oyó respirar, tampoco.
Mantuvo los ojos cerrados, sintiéndose mal del estómago. Sus padres estarían aquí en unas
horas. Tenía que pensar que iba a decirles. No fue tan malo.
Era una mentira, pero sospechaba que era una mentira que iba a tener que acostumbrarse a
decir. La gente iba a saber. En la universidad, dondequiera que fuese, todos los que conocía iban a
querer saber lo sucedido. ¿Oíste lo de Gina Vitagliano? Estaba en ese avión secuestrado. La
golpearon y la violaron en grupo. Pobrecita.
Tal vez si simplemente lo decía de entrada: no fue tan malo. Podría tener su versión de saludo.
«¿Cómo estás? Sí, sé que has oído de mí. No tienes que pasar un minuto más pensando en ello, no
fue tan malo».
Dios, había sobrevivido al secuestro. Ahora tenía que sobrevivir a ser una sobreviviente. Casi era
más fácil cuando había estado segura de que iba a morir. Ahora tenía que vivir como una víctima, y
ya odiaba eso.
Oyó un ruido en la puerta.
—Trent, te pedí que te fueras.
—Sí, ya lo hizo.
Max.
Gina abrió su ojo bueno. Y ahí estaba él. Su traje estaba aún más arrugado que cuando entró al
avión. Y se había quitado la camisa y la corbata. Dios, ella debió sangrar sobre él.
Estaba de pie con una camiseta y una chaqueta de traje.
—¿Vas en onda Miami Vice hoy? —le preguntó.
Él se rio y se acercó más.
—Sí. ¿Sabes? Normalmente tengo unos siete asistentes listos para correr y conseguirme una
camisa limpia y hasta un traje fresco. Pero parece que los perdí en algún lugar entre aquí y
Kazbekistán.
—Por favor, quédate conmigo. —Ella no pudo evitar decirlo.
Él se sentó. Acercó la silla aún a su lado. Tomó su mano sana entre las suyas.
—Sí —dijo él—. Sabes, estaba en el estacionamiento. Y estoy ahí parado y pensando: ni siquiera
tengo un coche. ¿Qué diablos estoy haciendo? Y me di cuenta que no era el único error que había
cometido. Me di cuenta, se me ocurrió que, era en este momento cuando más me necesitabas.
Sus ojos eran marrones. Un marrón oscuro, profundo, cálido.
Y Gina supo mientras lo miraba, miraba sus ojos, que con su ayuda, iba a sobrevivir.

Stan despertó.
Odiaba los hospitales, pero incluso él tenía que admitir que todavía no estaba listo para irse a
casa.
Y en lo que se refería a hospitales, este en Londres estaba bien.
Especialmente porque su habitación parecía estar equipada con la mujer más bella, sexy y dulce
que había conocido, sentada en una silla junto a su cama.
Teri estaba durmiendo, y Stan solo la observaba, consciente como el diablo de que fue ella la
que hizo soportable toda esta experiencia.
Encontró, de alguna forma, una verdadera manta para su cama de hospital. Trajo no solo flores
sino plantas. Libros para leer. Una lámpara no muy fluorescente. ¡Aromaterapia!, eso lo hizo reír, y,
Cristo, sí que dolió. Trajo un aparato que anulaba el ajetreo del hospital para que pudiera dormir.
Lo puso en «arroyo de montaña», y murmuraba suavemente hasta ahora.
Ella había sostenido su mano por más horas de las que podía contar. Pasaba sus dedos por su
pelo, dándole un poco de placer en un mundo gobernado por el dolor.
Pero cada día dolía un poco menos, y no iba a pasar mucho tiempo para volver a casa.
Él quería irse a casa.
Y quería que Teri fuera a casa con él.
Su padre vino a verlo. Había estado tan mal herido que el hombre dejó Chicago y vino a Londres.
Y al parecer el hijo de perra habló con Tom Paoletti, cuyo culo Stan iba a patear en el momento que
fuera capaz de levantar su pie más de unos centímetros de la cama, que le habló de Teri.
Y su padre se adelantó un poco en ir a la caja de seguridad de la familia Wolchonok y trajo el
hermoso anillo de diamantes que la tía Anna le legó a Stan al morir.
—Pensé que podrías querer esto —le dijo Stan padre cuando Teri salió de la habitación—. Ella
me gusta.
Y eso fue todo, gracias a Dios. Su padre no dijo nada más, y Stan guardó el anillo en el cajón de
su gabinete y dejó el tema.
Pero no había sido capaz de dejar de pensar en ello.
Se había enamorado de Teri ese día cuando fue a su casa. Antes de eso la había deseado, pero
ese día… Le gustó la forma en que ella lo necesitaba, se dio cuenta ahora. Más que gustarle. Toda
su vida había estado esperando ser necesitado así. Y toda su vida había querido desesperadamente
ser amado. No tenía idea lo mucho que quería eso, también.
Y ella lo amaba. No había duda al respecto. No era solo lealtad lo que la mantuvo a su lado todos
estos días. Aunque también tenía mucho de eso dentro de ella. No, la mujer lo amaba.
Pero él todavía no podía visualizarlo. ¿Teri Howe, feliz con él por el resto de su vida?
Y a pesar de que tenía el anillo y un montón de oportunidades, no se atrevía a pedirle que se
casara con él.
Ella despertó, vio que sus ojos estaban abiertos y sonrió.
—¿Puedo traerte algo?
—Me gustaría un baño caliente, por favor —dijo él, y sonrió—. Contigo en él, desnuda.
Ella se rio.
—¿Te sientes mejor?
—Más y más a cada minuto.
—Tom Paoletti vino mientras dormías —le dijo ella.
—Deberías haberme despertado.
—Vino a verme a mí —dijo Teri. Seguía echada en la silla, su posición relajada, pero él la conocía
demasiado bien. Estaba tensa.
—¿Qué sucede? —preguntó él.
—Me metí en unos problemitas por, bueno, el uso no autorizado de un helicóptero de la Marina
de los EE.UU, por un lado. Ha estado ayudándome a resolverlo.
—Teri, deberías habérmelo dicho.
—Estaba esperando a que te sintieras mejor.
—Y que todo se resolviera —él supuso.
—El teniente Paoletti es bastante bueno arreglando cosas también —le dijo ella—. Todo está
bien.
Pero sus hombros seguían tensos.
—¿Qué más? —preguntó él.
Ella se humedeció los labios.
—Tom ha estado ayudándome a buscar, um, una alternativa. La Guardia Costera necesita un
piloto de helicópteros. Estaba viendo de volver al servicio a tiempo completo, pero si me quedo en
la Marina…
Si fuera de la Marina regular en vez de reserva, de pronto habría problemas de
confraternización. Mierda.
—No sabía que esperabas volver a tiempo completo —dijo él. De repente ya no se sentía tan
bien—. Teri, no quiero que arruines tu carrera por mí.
—Quiero volar —dijo ella—. En realidad volaría más en la Guardia Costera. Estoy emocionada
por ello. —Hizo una pausa—. Me mantendrá en San Diego.
Allí estaba. Otra oportunidad perfecta para pedirle que se quedara en San Diego con él para
siempre. Stan asintió, con la boca seca de repente.
—Bueno, si es algo que realmente quieres…
—Lo es —dijo ella, definitiva—. He estado pensando en ello y lo es.
¿Cuándo se había vuelto tan cobarde?
Teri se pudo de pie. Se estiró.
—Voy a buscar café. ¿Quieres algo antes de irme?
—A ti —logró decir—. Te deseo.
Ella se rio.
—Sí, en un jacuzzi, desnuda. Lo sé. Sigue mejorando y te lo traeré.
Salió por la puerta y él casi la detuvo. No fue eso lo que él quiso decir. Pero en lugar de eso la
dejó ir.

Alyssa rara vez llevaba más que un toque de maquillaje. Rara vez se vestía para salir, y aún
más raramente se arreglaba para lucir bien.
Pero cuando lo hacía, cuidado.
Se paró delante del espejo en el interior de la puerta de su armario en su departamento en
Washington DC, y se alegró de pedirle prestado este vestido y estos zapatos a su hermana.
—Quédate con el vestido —le dijo Tyra, afirmando que era de su vestuario pre-embarazo y por
lo tanto algo que nunca le volvería a quedar bien.
Era escandalosamente ceñido. Y corto. Con los tacones y el maquillaje, y su pelo suelto alrededor
de sus hombros en lugar de tomado en su cola de caballo, la hacía ver…
Como una mujer que finalmente estaba reuniéndose con el hombre con el que quería reunirse,
en un sentido eufemístico de la frase.
Como una mujer que quería asegurarse de que iba a captar y mantener la atención del hombre,
y no solo por una noche.
Dios, ¿estaba esforzándose demasiado? ¿Le echaría él un vistazo y sabría que ella había estado
pensando en él sin parar desde que la llamó a K-stán y le dijo que tenía una emergencia familiar?
Tenía que regresar a San Diego, le dijo, y que el vuelo salía literalmente en minutos. Le dijo que la
llamaría en unos días para explicarle.
Habían pasado semanas desde que lo vio, pero había llamado. En repetidas ocasiones. Cerca de
una docena de veces, y siempre cuando ella no estaba. Él no podría haber hecho un mejor trabajo
de no encontrarla si hubiera querido. Dejaba mensajes breves en su contestadora, diciendo que
volvería a llamar.
Nunca dejó su número de teléfono, pero ella estaba en el FBI, así que lo llamó y encontró su
contestadora también.
Cuarenta minutos atrás, todo cambió.
El teléfono sonó, ella contestó, y ahí estaba Sam Starrett, en vivo y en persona en el otro
extremo. Las noticias siguieron mejorando, también. Estaba en la ciudad. En el aeropuerto. ¿Podía
venir?
Ella se metió a la ducha. Se puso el vestido.
Alyssa se miró al espejo de nuevo. Estaba rompiendo cada una de sus reglas personales al hacer
esto. Pero, diablos, había empezado a romper las reglas en K-stán al pedirle a Starrett que cenara
con ella delante de su equipo.
Era un gran error involucrarse íntimamente con alguien con quien trabajaba, por no hablar de un
vaquero macho alfa como Roger Starrett. Era una tendencia humana definir a una mujer por el
hombre con que estaba, y ella no quería que sus compañeros de trabajo ni su jefe comenzaran a
verla como la mujer que el teniente Starrett se estaba tirando.
Pero tal vez no sería tan malo ser definida como la mujer que el teniente Starrett amaba.
Aun así, estaba a punto de sacarse el vestido y ponerse un par de vaqueros y una camiseta
cuando sonó el timbre de la puerta.
Casi se tropezó con los tacones en su camino a la puerta. Contuvo el aliento y se compuso
cuando pulsó el botón para dejarlo entrar.
Oyó sus pasos en las escaleras, pero esperó hasta que llamó antes de abrir la puerta.
Y ahí estaba. Sam Starrett.
Vestido en vaqueros desgastados y una camiseta manchada de grasa, al menos tres días de
barba en su barbilla, una gorra de béisbol en la cabeza, viéndose como si acabara de salir de
trabajar de debajo de su camioneta.
—Oh, cielos —susurró él cuando la vio. Pero no sonrió de la manera que ella había imaginado
que sonreiría. En cambio, se veía como si fuera a romper a llorar. O desmayarse.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—No —dijo él—. ¿Tienes café? Me vendría bien un poco de café.
—Entra —dijo ella—. Haré una cafetera.
Él la siguió en silencio a la cocina. No dijo una palabra sobre su departamento. Nada de «bonito
lugar» u otro comentario. Era casi como si no lo viera. ¿Qué estaba pasando?
—¿Estás enfermo? —preguntó. Tal vez esa era la emergencia familiar. O Tal vez su padre había
muerto. Recordó que había mencionado que él y su padre nunca se habían llevado bien.
—No.
Solo se quedó allí en medio de la cocina, más alto y más ancho de lo que ella recordaba,
haciendo parecer pequeña una habitación que siempre le pareció de buen tamaño. Ella lo miró
mientras sacaba el café del congelador.
—¿Por qué no te sientas?
Él se sentó.
Y Alyssa midió el agua, encendió la cafetera. Esta era una experiencia extraña, incluso sin su raro
comportamiento. Sam Starrett sentado en su cocina, porque lo había invitado a su departamento.
¿Quién habría pensado que alguna vez pasaría?
Sacó dos tazas del gabinete y las colocó sobre el mostrador. Y se volvió para encontrarlo
mirándola como si quisiera comérsela viva.
Esa mirada en sus ojos le quitó el aliento.
—Te ves increíble —dijo él.
—Pensé que tal vez querías salir a cenar —dijo ella—. Supongo que me precipité.
—Me voy a casar —dijo él—. Probablemente el domingo.
Ella oyó las palabras. Solo que tenían ningún sentido.
—Lo siento —dijo ella—. ¿Te vas a casar?
Él asintió, pura miseria en sus ojos.
—Se llama Mary Lou Morrison. Salí con ella por un par de semanas, hace unos cuatro meses.
Está embarazada, Lys. Y el bebé es mío.
Oh, Dios, hablaba en serio. Alyssa se sentó frente a él en la mesa.
—¿Estás seguro?
—El resultado del examen acaba de salir positivo, por segunda vez. —Su voz se quebró—. Cielos,
tengo que hacer lo correcto. Ella ya tiene más de tres meses de embarazo, quiero decir, tiene que
estarlo. Ha pasado por lo menos ese tiempo desde que la vi. —Se inclinó hacia ella, sus ojos de
hecho se llenaron de lágrimas—. Te juro, Alyssa. Rompí con ella hace meses. No tenía idea de que
estaba embarazada. Si lo hubiera sabido, no te habría dejado entrar a mi habitación en Kazbekistán.
Ella asintió.
—Te creo.
—No tienes idea de cuánto lo siento —susurró él.
—De hecho —dijo ella—, creo que sí, porque yo también lo siento mucho.
—Tengo que hacer lo correcto para ella —dijo él, como sí, al igual que Alyssa, quisiera que no
estuvieran separados por la amplia extensión de la mesa. Como si la quisiera en sus brazos tanto
como ella quería estar ahí—. Tengo que hacer esto.
—¿De verdad? —preguntó ella, y luego se odió por preguntarlo. Dios, estaba sorprendida por su
reacción ante la noticia, por lo mucho que quería caer de rodillas y pedirle, no, rogarle, que no se
casara con otra mujer.
Sam se secó los ojos con los talones de las manos, y ella sabía que si lo no hubiera hecho, sus
lágrimas se habrían derramado. Estaba llorando.
—Lo siento —él dijo de nuevo—. Estaba trabajando en mi camioneta cuando llamó el
laboratorio. Y dijeron que era positivo. Y entonces, cielos, estaba en el aeropuerto, porque sabía
que tenía que decírtelo y no quería hacerlo por teléfono y lo siento, ni siquiera me duché ni me
cambié de ropa. Solo tomé el siguiente vuelo. Y durante todo el camino pensaba tal vez no debería
decir nada. Tal vez simplemente debería emborracharme y llevarte a Las Vegas y casarme contigo.
Genial. Ahora ella estaba llorando. Pero podía fingir que no lo hacía tan bien como cualquier
hombre.
Se secó los ojos.
—Dios sabe que me vendría bien un trago.
—Usé condón —le dijo—. Sé que debes pensar que soy siempre descuidado por esa vez que
estuve contigo, pero lo hice bien. No perdí la cabeza con ella, nunca. Nada se rompió. Nada se filtró.
No debería estar embarazada, pero lo está. Y ahora debo hacer lo que es correcto.
El café estaba listo, y Alyssa se puso de pie y lo sirvió, deseando tener algo más fuerte que añadir
al suyo.
—Bueno —dijo ella, porque sabía que tenía que decir algo—, vamos a tener que fingir que esa
noche en Kazbekistán nunca sucedió. Lo hemos hecho antes, fingir que nada ocurrió. Podemos
hacerlo de nuevo. Solo tenemos que… olvidar… lo que me dijiste, olvidar que me vestí así porque
venías, y…
Se volvió para poner la taza sobre la mesa y lo encontró de pie. Lo dejó delante de él, pero Sam
no lo tocó.
La estaba mirando, con los ojos con hambre otra vez.
—Me encanta que te hayas vestido para mí —susurró él—. No voy a olvidar eso. No voy a
olvidarte.
Alyssa no pudo detenerse. Dio un paso hacia él y luego otro, y entonces, Dios, estaba en sus
brazos y él estaba besándola.
Sabía a Sam, a todo lo que ella quería pero no debería querer.
Tiró su gorra al suelo mientras lo besaba, mientras le sacaba la camiseta de los vaqueros y
pasaba sus manos por la amplia extensión suave de su espalda. Su piel estaba caliente y él gimió
ante su caricia mientras la acercaba más y su falda subía hasta sus muslos y se abría a él, mientras
envolvía una pierna alrededor de él y…
Y él se apartó. Dejó de besarla, dio un paso atrás, liberándose de su abrazo. Respiraba tan fuerte
como ella mientras la mantenía a un brazo de distancia, pero la sostenía ahí.
—No puedo hacer esto —jadeó él—. Cielos, quiero hacerlo. Te quiero como nunca he querido a
nadie. Pero me voy a casar el domingo, y no solo voy a jugar a eso, Lys. Me voy a casar con ella. Voy
a tener una familia con ella.
Alyssa se alejó un paso de él mientras se bajaba la falda, consciente de que podía ver las bragas
de seda de color rojo que se puso solo hace una hora con tanta anticipación y esperanza en su
corazón.
—Entonces es mejor que te vayas.
Él se fue.
Pero se detuvo en la puerta de la cocina y se volvió para mirarla.
—Gracias por arreglarte para mí, Lys —dijo en voz baja.
Y luego se marchó.
Alyssa oyó cerrar la puerta del departamento.
Había querido conocerlo. Bueno, llegó a conocerlo mucho en los últimos quince minutos.
Descubrió que era el tipo de hombre que podía resistir la tentación, un hombre tan decidido a
hacer lo que consideraba correcto que su propia felicidad quedó postergada. Era un buen hombre.
Un hombre honorable.
Un hombre asombroso.
Sam no tocó su café, y su gorra de béisbol estaba en el piso. La recogió, sabiendo que él nunca
volvería por ella.
Sabiendo que nunca regresaría.
Se puso la gorra y se bebió su café. Y luego, se quedó sentada en su cocina, con el vestido que su
puso para él, por un largo rato.

Helga llamó a la puerta del hospital.


—¿Puedo pasar?
—Qué te parece —dijo la profunda voz masculina desde la habitación—, alguien que realmente
toca la puerta. Por favor, entre.
Ella abrió la puerta para encontrar a un hombre muy grande, todavía joven, sentado en una
cama de hospital. Tenía el pelo rubio y la cara de un hombre que había vivido duro pero bien, con
una nariz que había sido rota al menos una vez. Sus ojos eran azules como los de Annebet, y su
sonrisa de bienvenida era pura Marte.
Tan pronto como lo vio, recordó haberlo conocido, haber hablado con él de Marte y Annebet. Y
de Hershel.
—¿Cómo estás Stanley? —preguntó ella—. Soy Helga Rosen Shuler, ¿me recuerdas?
—Por supuesto —dijo él con otra de sus sonrisas encantadoras—. Señora Shuler. Por favor, pase.
—Me alegro de haberte encontrado —dijo ella—. Entiendo que estás listo para irte.
—Mañana —dijo él—. Me marcho a casa a San Diego. Ni un minuto antes. Por favor, tome
asiento.
Helga se sentó en una silla junto a su cama. Estaba solo en la habitación.
—¿Tu joven no está contigo? —preguntó ella, decepcionada. Recordaba a una bonita joven de
pelo oscuro, una piloto de helicópteros que miraba a Stanley con amor en sus ojos. Es curioso cómo
podía recordar eso y tener problemas para recordar otras cosas. Ah, bueno, mejor recordar el
amor.
—No —dijo Stan—. Teri, uh, se fue a San Diego, dijo que tenía que ocuparse de algo. De hecho
regresará esta tarde para volar a casa conmigo mañana. Parece una locura venir desde tan lejos
solo para hacer todo el camino de vuelta, pero…
—No es una locura si te ama —dijo Helga.
—Eso es por sí solo bastante loco —dijo él, y cambió el tema, como los hombres siempre hacían
cuando el tema amor surgía en una conversación—. Entiendo que tengo que agradecerle por
alertar sobre la bomba.
—De nada —dijo ella—, aunque no tengo idea a lo que te refieres. Y no, no lo expliques. Estoy
segura de que tengo una nota acerca de ello en alguna parte. Vine todo el camino a… Merde, esto
es molesto.
—Londres —ofreció él.
—Gracias. —Por el amor de Dios. Tenía que mirar su libreta. Gracias a Dios por su libreta.
Hershel, decía—. Ah, quería terminar de contarte sobre mi hermano.
—El marido de Anna.
—Annebet —dijo ella—. Sí, es cierto. Hershel solía llamarla Anna. Oh, él la amaba tanto. Y ella lo
amaba. ¿Hasta dónde llegué con la historia?
—Le dispararon a Hershel —dijo Stanley—, y lo llevaron al hospital de Copenhague. Annebet
vino, y les dijo. Ahí estábamos.
—Después de que le dispararon a Hershel, los alemanes recibieron un soplo de que estábamos
escondidos en la casa de los Gunvald —le dijo Helga—. Mis padres fueron llevados donde unos
vecinos, y luego al hospital de Copenhague, donde Hershel estaba siendo atendido. Pero estaba
muriendo. Annebet lo sabía y también mis padres cuando lo vieron.
—Marte y yo estábamos con Annebet en ese momento. Caminamos al mercado, casi
literalmente debajo de las narices de los alemanes. Fue aterrador. No había salido de la casa de tus
abuelos en semanas, y luego estaba en la plaza del pueblo donde toda la gente podía reconocerme.
—Recuerdo que había soldados alemanes marchando y más tarde encontré esta foto en un
libro. —Helga la sacó de la cartera. Tenía una reimpresión hecha de una foto en blanco y negro.
Una pequeña multitud estaba reunida, mirando sombríamente el paso de los alemanes. Dos
niñas estaban de pie juntas, con los brazos rodeados, una alrededor de la otra.
—Esa soy yo —Helga se señaló para Stanley—, y esa es tu madre. —Después señaló a la chica
mayor, parada a varios metros de distancia, una figura solitaria, completamente sola—. Ahí está
Annebet.
—Es una fotografía maravillosa —le dijo Stan.
—Sí —dijo ella—. Yo estaba muy contenta al encontrarla. Poco tiempo después de que fue
tomada, Annebet nos encontró un transporte a Copenhague. Y fuimos al hospital también. Todo el
lugar, y era un hospital bastante grande para esos tiempos, fue usado para esconder a cientos de
judíos. Era milagroso. Toda esa gente comprometida a salvar vidas creía que era su deber arriesgar
la propia. Recuerdo que me llevaron por un pasillo a la sala de Hershel. Lo habían escondido a plena
vista. Olaf Svensen decía en su cama. Y, oh, lo supe cuando lo vi que estaba muriendo. Puede que
no haya querido saberlo antes, pero cuando lo vi… —Ella carraspeó. Todavía la hacía llorar al pensar
en él acostado allí—. Annebet fue hacia él de inmediato. Era tan claro ver que ella aliviaba su dolor.
Pero él lo único que quería era que yo y mis padres fuéramos llevados a salvo a Suecia. No sé lo que
Hershel le dijo a mi padre, pero al parecer lo convenció de tomar a mi madre y a mí y marcharse.
Annebet nos contactaría con alguien en la costa y nos pondría en un barco esa misma noche. Se
convirtió en un día muy triste, lluvioso y oscuro, y dejamos el hospital en un cortejo fúnebre.
Cientos de judíos fueron sacados del hospital de Copenhague en pleno día disfrazados de dolientes
en funerales reales o en procesiones completamente falsas. Era todo un montaje lo que tenían ahí.
Nos fuimos, mis padres, Annebet y yo. Marte se quedó atrás, sentada con Hershel, que estaba a las
puertas de la muerte. Recuerdo ir en un coche negro, los cuatro, con lágrimas corriendo por
nuestro rostros. No tuvimos que fingir ser dolientes. Viajamos cierta distancia y tuvimos que
esperar un buen rato en la choza de un pescador. Hacía frío. Recuerdo que soplaba el viento y
llovía. Y Annebet se sentó con nosotros, sosteniendo la mano de mi madre a pesar de que su
corazón claramente estaba en la sala del hospital. Y fue entonces —Helga le dijo a Stanley, el
precioso hijo de Marte—, antes de que nos metieran de contrabando en la bodega de un barco de
pesca, en esa noche lluviosa en un pueblo llamado Rungsted, que mi madre se quitó su anillo de
diamantes. Había estado en nuestra familia por muchos años, la oí decirle a Annebet. La madre de
Poppi lo había llevado, y se lo dio a ella cuando se casó con Poppi. Era lógico, le dijo mi madre, que
ese anillo fuera a la novia de Hershel. Y Annebet se puso a llorar —recordó Helga—, porque aunque
ella y Hershel no estaban casados a los ojos de la iglesia o del estado, estaban casados ante sus ojos
y los ojos de Dios. Y esta bendición de mi madre, esta aceptación, hizo que todo fuera más real para
Annebet, quien pronto iba a quedar sin nada más que el recuerdo del amor de Hershel. Mi madre le
pidió que viniera a Suecia con nosotros, por la posibilidad de que estuviera embarazada de Hershel.
Y Annebet lloró otra vez cuando nos dijo que no fue tan afortunada de concebir en el poco tiempo
que compartieron. Se puso el anillo —le dijo Helga—, y nos puso en el barco de pesca. Recuerdo
viéndola alejándose, mientras se metía en el bosque para volver corriendo a Copenhague. Sé que
esperaba ver a Hershel por última vez, besarlo una vez más, sostener su mano cuando dejara este
mundo.
Helga sacudió la cabeza.
—Nunca supe. ¿Ella te lo dijo? ¿Alcanzó a llegar?
Stanley tuvo que aclararse la garganta.
—Sí —dijo—. Lo hizo. —Le tomó la mano y se la sostuvo. Él tenía lindas manos, fuertes y
cálidas—. Me dijo que estuvo con él hasta el final. Que los médicos le dieron morfina, que no tenía
dolor. Que se deslizó en el sueño mientras ella lo abrazaba. Él se fue tranquilo.
Helga cerró los ojos y dijo una oración de agradecimiento.
—Tengo su anillo —le dijo Stanley.
Helga lo miró.
—¿Perdón?
—Sí —dijo él—. Nunca entendí porque la tía Anna me lo dio a mí en vez de a mi hermana. Pero si
pasaba de madre a hijo… Ella me escribió una nota, era parte de su testamento. No puedo recordar
exactamente lo que decía, pero era algo así como: Si hubiera tenido un hijo estaría orgullosa de que
fuera como tú o algo así. Ahora tiene sentido. Lo tengo aquí. El anillo. Es curioso en realidad. Mi
padre vino la semana pasada y me lo trajo. Se le metió en la cabeza que, no sé, que yo podría
quererlo.
—Ibas a dárselo a tu joven —Helga se dio cuenta.
—Bueno —Stanley carraspeó. Se movió con cuidado y se levantó de la cama. Se agarró de la
barandilla y se dirigió penosamente hacia el gabinete—. Sí, yo, um, realmente no llegué tan lejos.
Creo que podría ser demasiado pronto. Y además, me parece justo que el anillo vuelva a usted. A su
familia.
Había un cajón con una cerradura de combinación. Lo abrió con un par de vueltas rápidas, sacó
una cajita de joyería azul oscuro y regresó arrastrando los pies.
Y entonces, Helga lo tenía en sus manos. El anillo de diamantes de su madre. El anillo de
Annebet. Annebet lo había llevado toda su vida.
Era tan hermoso como lo recordaba. Hermoso en su elegante simplicidad.
—Annebet era mi familia —le dijo Helga—. Era la esposa de mi hermano. —Cerró la cajita y se la
entregó a Stanley, que se había acomodado con cuidado en la cama—. Ella se lo dio a su vez al hijo
de su hermana, alguien que me gustaría pensar como parte de mi familia también.
Ella escribió en su libreta. Stanley tiene el anillo de Annebet.
—Tengo una nota aquí —dijo ella—. Quiero hacerte una pregunta. No recuerdo esto, y es
posible que nunca ocurriera, pero ¿no me dijiste algo acerca de que Annebet vendió una reliquia,
un anillo para el pasaje a América?
—Sí —dijo él—. El anillo de su madre. Era muy antiguo. Mi madre se enfadó con ella por
venderlo porque había estado en la familia desde los tiempos de los vikingos, creo. —Él sonrió—. O
al menos eso es lo que a mi madre le gustaba creer.
—Háblame de Marte —dijo Helga—. Y perdóname si te he preguntado esto antes. ¿Era feliz?
—Ella decía que lo era —le dijo Stanley—. Ella conoció a mi padre cuando era muy joven, cuando
ella y Annebet acababan de llegar a Chicago. Lo vio de nuevo cuando tenía dieciocho años. Estaba
de permiso de la Marina. Tenía tres semanas antes de regresar, y le llevó solo cinco días
convencerla para que se casara con él. Ella dijo que nunca se arrepintió.
Helga sonrió.
—Yo también me casé con mi marido muy poco tiempo después de conocernos. Creo que las
dos aprendimos algo de observar a Hershel y Annebet. Aprendimos que nunca hay que perder un
solo segundo cuando se trata del amor.
Ella suspiró mientras miraba alrededor de la habitación.
—¿Dónde está tu joven?
—Tenía algunos asuntos que atender —Stanley le dijo con una paciencia que le indicó que ya lo
había preguntado antes—. Volverá esta tarde.
—¿Es cuándo le darás el anillo de Annebet?
—Um —dijo él.
—Stanley —lo reprendió—. ¿Qué diría tu madre?
Él se echó a reír.
—Ella diría: ¿Qué estás esperando? ¿Una señal de Dios?
—¿Qué estás esperando? —dijo Helga—. ¿Una señal de Dios?
—Yo solo… —Sacudió la cabeza y volvió a reír—. Me recuerda mucho a ella.
—¿Y qué le dirías a ella? —preguntó Helga—. Le dirías, madre… ¿qué?
—Le diría, Ma —dijo Stanley—, temo que Teri no sabe lo que realmente significa estar casada
con un hombre como yo, como papá. Tengo miedo de que el estar conmigo a la larga la haga infeliz.
—Qué vergüenza —dijo Helga—. ¿Quién eres tú para decidir lo que hará o no feliz a esta joven?
¿No la valoras lo suficiente para permitirle tomar esa decisión por sí misma?
Stanley se rio.
—Bueno, sí, pero…
—¡Pero, pero, pero! Siempre hay un pero si quieres encontrar uno. Aquí está tu señal de Dios —
dijo Helga—. Yo soy tu señal de Dios. Dios te está diciendo que escuches a tu tía Helga y aprendas
de Hershel y Annebet. Aprovecha el momento, joven Stanley. En asuntos de amor, ¡aprovecha el
momento!

La cajita del anillo estaba quemando el bolsillo de Stan.


Era increíble, pero desde que Teri regresó a Londres, él había tenido exactamente cero tiempo a
solas con ella.
En Londres, cuando pensó que por fin tenían algo de tiempo para ellos mismos, entró una
enfermera con un último examen estúpido. Su presión arterial, por el amor de Dios. ¿Cuántas veces
tenían que tomarla para saber que sí, estaba vivo? Su temperatura, Dios santo.
Luego, necesitaban una muestra de orina.
Sí, eso realmente creó el ambiente romántico apropiado.
Fue lo mismo en el avión. Enfermeras chequeando su pulso. Fue más fácil cerrar los ojos y
dormir.
Y ahora, Mike Muldoon los estaba llevando a él y a Teri desde el aeropuerto a su casa. Sí, eso
sería perfecto. Pedirle matrimonio a Teri delante de Mike Muldoon.
—¿Necesita ayuda para bajar? —preguntó Muldoon.
Stan le dirigió su mirada mortal.
—Correcto —dijo Muldoon.
Teri llevaba su petate y su propio bolso de lona. Dio un paso atrás y lo dejó salir por sí solo. Lo
dejó subir sus propias malditas escaleras por sus propios malditos pies.
Cristo, tenía que sentarse.
Ella metió la llave en la puerta pero no la abrió.
—No te asustes —le dijo ella—. Si sobrepasé los límites, todo puede devolverse.
Teri abrió la puerta.
Y su casa tenía muebles. Mierda, estaba llena de piezas originales Stickley. Eran hermosas, y
debían costar un dineral.
Ahora sí que tenía que sentarse. Y maldición, había un sofá de finales de siglo justo ahí, a cuatro
pasos de distancia.
Se sentó en él.
Tuvo que preguntar.
—¿De dónde sacaste el dinero?
—Me quedó algo de mi herencia —le dijo ella—. Ya sabes, de Lenny. He estado invirtiendo. Tuve
un par de años buenos y…
—Ya lo veo. Cristo Teri. Estos muebles casi valen más que la casa.
Teri bajó su bolso. Trató de hacer una broma.
—Pensé que ya que planeo pasar mucho tiempo aquí…
Él también trató de bromear.
—Por esa cantidad de dinero, es mejor que estés planeando quedarte para siempre.
—Bueno —dijo ella—. Sí. De hecho para siempre suena bastante bien. —Ella lo miró a los ojos,
cuadró los hombros y él se dio cuenta de repente de que se estaba obligando a enfrentarse a él.
Ella no se daba cuenta…
—Te daré uno o dos días más —le dijo ella con firmeza—. Pero es todo lo que tendrás. Después
de eso, yo voy a seguir adelante y te lo pediré. Ya sabes. Que te cases conmigo.
Stan se rio. Así debió sentirse el Dr. Frankenstein. Algo así como ¡Dios santo! Qué lindo monstruo
he ayudado a crear.
Su risa la desconcertó y miró la habitación.
—Tenías razón sobre los muebles —dijo ella—. Son realmente hermosos. Convierte esta casa en
un verdadero hogar.
—El mobiliario es fantástico —dijo él—. ¿Te di las gracias?
Ella negó con la cabeza.
—Gracias —dijo él—. Nunca antes me hicieron un regalo como este.
—¿De verdad te gusta?
Stan extendió su mano hacia ella. La tiró para sentarla a su lado.
—Lo amo —dijo él—. Pero lo que realmente amo es a ti. Tú haces esta cada un verdadero hogar.
Por favor ¿te quedarás para siempre?
Puso la caja del anillo en sus manos.
—Oh, Dios mío —dijo ella—. ¿Ya me tienes un anillo?
—¿Quieres casarte conmigo, Teresa? —preguntó Stan—. No puedo prometerte que ser la
esposa de un Suboficial Mayor vaya a ser una constante diversión, pero te prometo que te amaré y
te seré fiel hasta el fin de los tiempos.
Teri lo miraba con tanto amor en sus ojos que Stan pensó que iba a ser él que se pondría a llorar.
—Sí —susurró ella—. Me casaré contigo.
Ella lo besó y él la besó, y ambos fingieron que él no estaba llorando.
Y entonces Teri abrió la caja del anillo. Stan le contó la historia de Hershel y Annebet entre besos
largos y lentos, y ella no se molestó en fingir que no lloraba.
Y sus besos se alargaron. Y se hicieron más lentos. Y él le sacó la camisa de los pantalones. Ella
soltó un largo suspiro mientras la tocaba.
—¿Dijo el doctor que podías…?
Stan le sonrió.
—El doctor dijo que escuchara mi cuerpo. Mi cuerpo dice oh, sí.
Teri le devolvió la sonrisa.
—En ese caso, tengo algo más que mostrarte.
Se deslizó de sus brazos, desabotonándose la camisa y sacándose las botas. Sus pantalones, ropa
interior y calcetines siguieron en tiempo record.
—Muy bonito —dijo Stan—. He notado eso de ti. Eres muy buena para desnudarte. Creo que es
una excelente habilidad que tiene que tener una esposa.
Ella se echó a reír.
—Esto no es lo que quiero mostrarte.
Él se rio también.
—Mal plan entonces, porque soy completamente incapaz de mirar otra cosa. Maldición, eres
hermosa.
—Sígueme —dijo ella.
Se puso de pie.
—¿Tienes alguna duda de que no lo haré?
Ella se rio mientras desaparecía por… ¿la cocina?
—El dormitorio está arriba —gritó él—. Esperaba que quisieras mostrarme mi hermosa cama
Stickley…
Maldición, cuando llegó a la cocina, Teri abrió la puerta trasera y salió. Desnuda.
Él se movía lentamente, pero definitivamente se estaba moviendo. Abrió la puerta mosquitera
y…
Había un jacuzzi en su patio.
Teri había elevado la cerca de madera en dos lados de su propiedad, proporcionando privacidad
de sus vecinos. Pero seguía teniendo la fabulosa vista al océano.
—Probablemente pueden vernos desde el puente con un telescopio —le dijo desde el lado de la
bañera—. Pero me imagino que si se van a tomar tantas molestias, merecen vernos desnudos.
Stan se sentó en una de las sillas nuevas que aparecieron en su patio, cortesía de su novia, quien
claramente tuvo más de un par de buenos años con sus inversiones.
—Mi cuerpo me dice que nada de jacuzzi para mí, no todavía. Pero voy a sentarme aquí y a
disfrutar observándote.
Y lo hizo.
Y no pasó mucho tiempo antes de que alguien, siempre y cuando pudiera detener el coche en el
puente y sacar un telescopio, consiguiera toda una vista del Suboficial Mayor del escuadrón
Troubleshooters del Equipo Dieciséis de los SEAL, y su futura esposa aprovechando el momento.

Fin

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