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Cinco mil seiscientos sesenta y siete pesos

“No hay indicios de que ninguno de ellos esté vivo”, ha dicho el subsecretario.
Pero fue en aquella noche de setiembre, hace años, que Julio César tomó por última vez el
iPhone que llevaba oculto en su mochila, no el que usaba normalmente para hablar con
sus amigos y compañeros de la Escuela, y pasó su informe rutinario a las autoridades.
Cualquier cosa que llegase a implicar un riesgo las autoridades le advertirían, y él se
retiraría de la escena. Aunque no iba a ser más que darles una chinga a los pendejos,
pero nunca se sabe. Lo más prudente era irse. Y además, no quería pasar semejante
vergüenza ante los que, pese a todo, eran sus amigos.
Aunque no era pese a todo, no. Lo eran de verdad. Julio César era estudiante normalista y
era también soldado. Las dos cosas. Soldado desde hacía un año, estudiante desde hacía
tres, y como todos sus compañeros tenía la vocación de servicio de la Normal Rural. El
soldado puede estudiar, siempre y cuando eso no interfiera con su función. Así arregló las
cosas, pero prefirió no mostrar a sus amigos esa otra faz de su persona; tal vez no
entendiesen que era la única forma que encontró de enviar algún dinero a su madre cada
quincena. Y la amistad de ellos era muy importante para él, y lo mismo el servicio a la
comunidad que prestaban articulando educación y trabajo. Y del otro lado estaba el otro
servicio, tan diferente. De modo que soldado y normalista, así eran las cosas.
O al menos así fueron al principio las cosas, después se empezó a complicar. El tiempo no
alcanzaba. La Normal estaba a 150 kilómetros de Iguala con el 27 batallón de Guerrero
donde debía prestar servicio. Tratando de flexibilizar la cosa, pedía muchas veces licencias
especiales para estudiar. Eran ya demasiadas y a los superiores no les gustaba mucho.
Y así, un día, cayendo por fin en la cuenta, al teniente Marcos se le ocurrió la puta idea.
- ¿La Isidro Burgos? ¿Es la Isidro Burgos, la antigua de Lucio Cabañas? ¡Pero en ese caso
podemos arreglar de otra manera!
Julio César no quería eso, no. Aun soldado, era también vocacional de la escuela de Lucio,
no podía hacer eso. Pero es cierto que era una solución. Solamente tenía que pasar un
informecito cada día de lo que hacían los pinches pendejos estudiantes. No tendría que ir
al 27 batallón, al revés, no debería ir ya nunca por allí. Un informecito. Le dieron un iPhone
bien modernito, que no lo usase para nada más y que nunca lo dejase a la vista por ahí.
Julio César no encontró la forma de decir que no. Y podía sacar ventaja, porque recibía su
paga quincenal sin que implicase una carga horaria.
Y al principio esa complicación, esa dualidad, estaba más en los papeles que otra cosa.
Pero la complicación se complicó.
Los normalistas de la Isidro Burgos eran de los que se tomaban las cosas en serio. Se
metieron, se comprometieron, se embarraron hasta las rodillas. Y el conflicto era cada vez
más difícil de esquivar. Todos ellos eran herederos de Lucio Cabañas y su camino de los
pobres. Ya hacía mucho tiempo que el gobierno quería terminar con las escuelas normales
rurales y esa auto-educación del pueblo. Los estudiantes resistían. ¿Y dónde quedaba el
soldado-normalista? Él era el responsable de informar lo que acontecía en las asambleas
de la Normal, de las movilizaciones de los estudiantes, e incluso estaba informando ahora
de los actos preparatorios para la marcha del 2 de octubre. Los estudiantes iban a ir Iguala
a tomar autobuses para viajar a Ciudad de México a conmemorar la matanza de cerca de
350 personas en aquel 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas.
Pero no, no, pensó Julio César. Eso era antes. El Julio César de ahora era soldado, era su
trabajo, y era cumplir con su responsabilidad de ayudar a su madre, un sobre cada
quincena.
Y además, lo único que querían hacer sus superiores del 27 batallón era darles una chinga
a los pendejos, frenarlos un poco. Porque verdad era también, y él lo podía ver todos los
días, que los pendejos se excedían.
Esas asambleas eran un desfile de locos. Pequeñas sectas enfrentadas unas contra otras,
cada una con su verdad. Propuestas delirantes. Robos de cualquier cosa. La droga
circulaba. Era mejor parar la cosa antes de que se llegase al descontrol. Un estate quieto y
nada más es lo que querían dar las autoridades, eso sería. Ya no eran los asesinos del 68.
César soldado le fue hablando a Julio normalista. Se pasan los pendejos, ¿ves? No es un
criterio realista el que tienen, hay que poner límites. Fue un horror lo de la Plaza de las
Tres Culturas, sí, pero ya no es así la policía. Y ahora los que cometen los excesos son los
estudiantes. Es simplemente para que no sea tan fácil ir a Ciudad de México a dañar
edificios públicos. Lucio fue un héroe aunque hoy estaría fuera de época, y estos, además,
ni se le acercan. El Cochiloco, el Chilango, ¿son gente equilibrada?
Y entonces esa noche de 26 de setiembre mandó Julio César su último informe por el
iPhone. Los estudiantes van a Iguala a tomar autobuses para viajar a Ciudad de México,
por el aniversario de la matanza del 2 de octubre de 1968, 46 años. Y él fue con los
estudiantes, él era un estudiante. Los soldados le advertirían antes de cualquier acción. Él
era un soldado, esperó órdenes. Eran 150 kilómetros caminando hasta Iguala.
Y aunque nadie se volvió a comunicar con él, su ojo entrenado pudo ver lo que aparecía
más allá de la oscuridad de la noche. Se acercaban, por varios lados. Eran fuerzas
policiales, pero no solamente policiales. Darles una chinga y nada más, pero no parecía ser
una chinga y nada más. Sus dos hemisferios cerebrales le hablaban, cada uno con su voz.
¿Irse? ¿Quedarse? ¿Ser fiel a qué? ¿Y si venía la muerte? ¿Puede uno elegir su forma de
morir? No era un tonto Julio César. Entendió perfectamente lo que iba a pasar.
El subsecretario de Derechos Humanos ha señalado que “fue un crimen de Estado” la
desaparición de 43 estudiantes. Y enumeró, ocho años después de lo ocurrido, las fuerzas
policiales, militares, paramilitares y grupos delictivos que actuaron. “No hay indicios de
que ninguno de los normalistas desaparecidos esté vivo” ha dicho el subsecretario.
Desmintió también versiones previas sobre lo ocurrido, de las propias autoridades.
Confirmó que la Secretaría de la Defensa Nacional tenía dentro de la Escuela Normal un
militar infiltrado, el cual informaba sobre las actividades de los estudiantes, y esa
información podría haber sido usada para evitar la tragedia. Y aunque la Secretaría
monitoreó en tiempo real las comunicaciones, ese integrante desapareció junto a los otros
alumnos, “sin que sus mandos hicieran ninguna acción para garantizar su integridad, ni su
búsqueda posterior. También terminó siendo asesinado y desaparecido junto a los
estudiantes a los que había sido enviado a espiar. En días posteriores secuestraron a un
ingeniero de Chilpancingo para que desenterrara los cuerpos y se los llevaron al segundo
destino en 27 Batallón, rancho del Cura, Lomas de Coyote y La Mina.”
Un periodista mostró un video del 29 de septiembre de ese año donde la madre del
normalista se encuentra con un Coronel de Infantería Diplomado del Estado Mayor. Según
dijo, el uniformado en ese momento le da noticia a la mujer de que probablemente su hijo
haya muerto junto a los demás estudiantes. Y le entrega un sobre amarillo con 5 mil 667
pesos correspondientes a la quincena pendiente del joven desaparecido.
Fernando Moyano - agosto de 2022

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