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No quiero hacer absolutamente nada, es decir, no me apetece, ha crecido en mí un desinterés

terrible por cualquier actividad, ya sea esta cotidiana o común, como también alguna extravagante
o especial. No había pensado que, al escribir, uno pudiese encontrar ese estado de completa
vacuidad. Uno podría escribir digamos, de frente al mar o en el baño, y seguiría en el mismo lugar.
O al menos lo pienso así para mí. Es decir, nunca pienso lo que he escrito, excepto los textos de la
facultad, pues esos ya estaban pensados desde las lecturas hechas para su elaboración, de ahí el
hecho de que escribir era para mí inspiración, improvisación, fuego del inconsciente que deja
hirviendo la tinta (recuerdo esto de algún manchón en mis viejas libretas). Ahora lo hago de nuevo
y percibo que me desconecto demasiado al hacerlo, al dejarme fluir sobre el texto, voy
despedazando el horizonte de realidad por ese más sutil que es el literario. Hablo de sutilidad,
como se puede hablar de densidad en la materia, pues me parece que la realidad empírica no se
puede diferenciar de otra manera de la realidad mental. Ya aquí, me detengo, recuerdo detestar a
los ensayistas pedantes, aunque también me parecen sublimes, que exacerban esta capacidad de
creación espontánea más de lo que me parece necesario. Es decir, la vida de una flor es corta, las
nubes efímeras, como nuestras vidas, como todo.

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