Está en la página 1de 3

En algún punto del estado de Puebla, México

Una mujer agoniza a causa del cáncer.


Hacía años que no sabía nada de su familia, y lo único que deseaba era verlos a todos
por última vez, aunque fuera solo para despedirse.
De alguna forma había conseguido atraer la atención de los medios de comunicación,
gracias a la reputación que se ganó dentro y fuera del pueblo. Tenía la esperanza que eso
funcionara para localizarlos o que ellos la encontraran.
Una prima suya igual de vieja, pero con algunos años de vida por delante, era quien
cuidaba de ella. Todos los días resultaban mortificantes, pues esta prima se veía forzada a
trabajar para que ambas pudieran subsistir.
El trabajo como artesana no dejaba buenas ganancias en los últimos años, y lo peor es
que una de ellas se hallaba en el lecho de muerte sin dinero para poder comprar analgésicos
que le redujeran al menos el dolor de su agonía.
Aquel día era soleado, totalmente despejado. Corría un extraño rumor acerca de una
mujer que había llegado hasta esa región en aras de predicar la palabra de Dios. Preguntaba
por los más enfermos de cada poblado que visitaba y les ofrecía consuelo y oración, además
de comida y… milagros.
Alguien llamó a la puerta, y la prima de la moribunda anciana dejó el barro con el que
trabajaba para dirigirse a la puerta. No tenía ninguna esperanza de que se tratara de alguno
de los sobrinos por los que había estado rezando.
Del otro lado de la puerta había una joven con porte elegante, ataviada con una pulcra
gabardina blanca cuyos botones llegaban hasta la cintura. Desde allí se extendía un amplio
faldón que caía al suelo como si fuera una cola. Una falda blanca y tableada, medias negras
y botas igualmente blancas. Incluso llevaba unos finos guantes de gala color beige que
combinaban con su atuendo.
Aquella apariencia le hizo pensar a la mujer en un ángel descendido del cielo.
De largo y ondulado cabello rubio, ojos de un azul turquesa tan intenso como las joyas y
una sonrisa apacible, la mujer creyó que podría encapricharse si alguna de las dos no decía
nada.
––Buenas tardes ––saludó la joven, cuya voz transmitía calma y paz.
––Buenas tardes ––contestó la mujer––. ¿Puedo hacer algo por usted?
––Ya que lo menciona, me gustaría saber si ésta es la casa de Amanda Pedroza.
Aquél era el nombre de su prima, y por un breve instante dudó si debía responderle;
asintió de todas formas.
––¿Puedo pasar a verla?
––¿Quién es usted? ––preguntó la mujer, con la sospecha que cualquiera habría
experimentado.
––No se preocupe por mi identidad ahora ––dijo la joven, con total confianza y sin
deshacer su sonrisa––. Me presentaré tan pronto pueda hablar con la señora Amanda.
¿Puedo?
Todavía intrigada, la mujer accedió y le permitió la entrada. Quizás, a pesar de la
espontaneidad, aquella joven pudiera dilucidar alguna pista o información acerca de la
familia que tanto necesitaba su prima en aquellos momentos. Ella había enterrado a sus
padres y, por el aspecto que su prima tenía desde hacía ya un tiempo, estaba completamente
segura de que no resistiría más tiempo.
Las mujeres caminaron a través del zaguán y se internaron en la casa. Dentro, la joven
no vio ninguna foto familiar ni cuadro, excepto la imagen de una virgen de Guadalupe en lo
que parecía ser en un pedestal de madera fijado a la pared, acompañado por un par de
veladoras que se encontraban encendidas.
Llegaron hasta un cuarto que parecía ubicarse en el fondo. Al entrar, lo primero que uno
notaba eran los rayos de sol que se colaban entre las cortinas de una ventana que daba al
patio trasero. Como era una casa que se ubicaba en lo alto de una pequeña colina, más allá
del patio se podía observar una cordillera. Si la habitación hubiera estado al frente de la
casa, a través de aquella ventana se hubiera podido distinguir el campanario de la iglesia del
pueblo.
A un costado de la ventana, se encontraba una cama, y tendida en ésta yacía una anciana
que tenía una mascarilla de oxígeno cubriéndole la boca y nariz. La enfermedad terminal
que padecía le había consumido muchos kilos de peso, lo que le brindaba un aspecto
cadavérico. Tenía unas pronunciadas ojeras a pesar de permanecer dormida y su cabello
blanco, recogido en una trenza, le caía por uno de los hombros.
La prima, siempre con mucho cuidado, se sentó en el borde de la cama, al lado de la
moribunda, y la despertó con una ligera sacudida. Después le informó que alguien la estaba
buscando, y aquellos moribundos ojos brillaron por primera vez en mucho tiempo al fijarse
en la hermosa joven que se hallaba junto a ellas en aquella habitación.
––Puede acercársele ––indicó la prima, al tiempo que se ponía de pie y se apartaba para
dejarle espacio.
La joven de blanco se acercó hasta la cama y se arrodilló a un lado de la anciana después
de denegar con suavidad la oferta de una silla para que pudiera sentarse. Acto seguido, se
quitó los guantes blancos y estrechó una mano de la anciana entre las suyas.
––¿Quién eres tú? ––preguntó la anciana con una débil voz, cortada de tajo por un
acceso de tos––. ¿No ves que me estoy muriendo? Dime qué es lo que quieres, si no es
hablarme sobre mis hijos.
––Antes que nada, le ofrezco disculpas por molestarla en su lecho ––dijo la joven con
total respeto y seriedad––. He venido hasta aquí por órdenes de mi superior, quien escuchó
tus súplicas.
––¿Qué superior? ––cuestionó la prima, detrás de ella.
––Calla por favor, Romilda ––pidió la moribunda––. Déjala que hable. Anda, pequeña.
Continúa.
La joven asintió antes de hablar.
––Conozco su historia, señora Amanda Pedroza. Sé lo mucho que sufrió a manos de un
mal esposo que acabó por marcharse a los Estados Unidos con pobres excusas de una vida
mejor. Sé que usted se vio forzada a desprenderse de sus hijos cuando éstos eran todavía
pequeños. Que no tuvo los recursos suficientes para brindarles la vida que usted aseguraba
que merecían. Sé que se esforzó todos los días, de sol a sol, sin dejar de rezar por la
oportunidad de que las personas a quienes encargó a sus hijos les dieran todo lo que usted
no pudo.
Aquellas palabras perforaron el corazón de la anciana, quien trató de retirar su mano. Sin
embargo, la calidez que la joven desprendía no dejaba de inspirarle seguridad. Una
sensación de que todo iba a estar bien a pesar de todas las recriminaciones que le decía.
––Sus plegarias fueron escuchadas ––continuó la joven––. Hoy le traigo buenas nuevas,
y es que usted podrá volver a ver a sus hijos porque es lo que Él quiere. Él recompensará tu
devoción y tu fe. Quiere que te levantes y vayas a buscar a tus hijos.
La anciana derramó una lágrima y empezó a sollozar.
––Ellos nunca vinieron a mí en todos estos años, y ahora yo no me puedo levantar de
esta cama para buscarlos ––se lamentó la mujer, totalmente deshecha.
––Eso no importa, porque tú vas a levantarte de esta cama.
Romilda contemplaba la escena con estupefacción, pero el temblor bajo sus pies logró
apartar su atención de la joven.
––¿Qué está pasando…? ––preguntó asustada.
––No tema, señora Romilda Tamez ––le dijo la joven––. Está usted en presencia de un
milagro.
––¿Milagro…?
Un florero que estaba sobre una mesa lateral se cayó al suelo y se rompió en mil
pedazos. Un perro comenzó a ladrar a lo lejos. Los pájaros que había en el patio aletearon
con locura. El gallo del vecino cantó con júbilo a pesar de ser más de mediodía. Una
corriente de aire abrió la ventana salvajemente y sopló en el rostro de Amanda Pedroza.
––Levántate conmigo, Amanda Pedroza, y agradece a Dios Padre Todopoderoso Yahvé
que ha venido a curarte
La joven se fue levantando lentamente. Al mismo compás que ella, Amanda sintió que
algo la halaba hacia arriba, y que por primera vez en mucho tiempo respiraba sin dificultad.

También podría gustarte