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Prisionera de la muerte

Prólogo
Los pequeños dedos de la anciana dibujaban ágiles patrones mientras se deslizaban por
los folios amarillentos apilados unos sobre otros. La sala en sí desordenada por
completo hacia distinguir el pequeño piano colocado al fondo de la alcoba.
Sus teclas, desgastadas de haber estado sirviendo a los habitantes de aquella casa
provocaban odio en la mujer. Para la susodicha ese piano sobraba en la estancia. Para
ella, sobraba en todo el mundo. Aquel piano había marcado gran parte de su vida, pero
cada vez que lo veía quería quemarlo y reducirlo a cenizas hasta que estas, se fueran con
el viento y no regresaran nunca.
Dejar constancia de que ese instrumento no solo le hacía acordarse de las cosas buenas
que le había dado la vida. Le hacía recordar las malas, aquellas que solía recordar con
lágrimas. Lágrimas de odio.
Tras haberlos guardados en el cajón, asomó la cabeza por el ventanal descifrando en el
cielo la tenue luz del crepúsculo, que se deshacía en la habitación. Esta iba oscureciendo
a medida que pasaba el tiempo.
La señora, que, se percató de ello, puso fin a la oscuridad y se dispuso a encender la
lámpara que colgaba del techo.
Tras terminar esta tarea se dirigió a la sala principal en busca de la fugaz niña con la que
siempre tenía que batallar para hacerla entrar en el lecho. La rebeldía de esta, algún día
le pasaría factura; pero la esperanza de la abuela de que en un futuro amainara su actitud
siempre estaba despierta. Aunque los intentos de entrar en razón de la mujer nunca
cesaban, tampoco funcionaban; y esta empezaba a desesperarse.
El destino de la familia Hohenstaufen dependía de la joven niña debido al fallecimiento
de los padres que no tuvieron tiempo de engendrar ningún varón para ponerlo al cargo
del señorío.
 La única opción de la familia era poner a la pequeña como heredera del título; no
teniendo así ningún familiar cercano varón que sustituyera la falta de heredero.

La abuela nunca se esmeraba mucho en buscar a la chiquilla. Ya que, tras haber estado
en busca de ella en infinitas ocasiones, su mejor plan era esperar a que esta saliera de su
escondite.
Su técnica había sido perfeccionada con el paso del tiempo, dándose cuenta de que la
niña no tenía paciencia y no soportaba estar quieta más de dos minutos, dándole a la
mujer mayor, el privilegio de dos minutos de silencio en toda la casa. Sin contar las
horas que dormía a pierna suelta.
Tras haber esperado en silencio un poco más de dos minutos, la señora se empezó a
preocupar.
La niña siempre había aparecido a los dos minutos, nunca mucho más tarde.
Recordó cuando una vez se escabulló y apareció a la media hora de haberla llamado. Se
había metido en un arbusto en el jardín.
Salió de allí llorando por los pinchazos que se había hecho en las manos al haberse
caído y haber agarrado un rosal para evitar esta caída. Apenas se cayó de espaldas, pero
fue más el susto que se llevó, que el daño que le produjo la caída. Sin embargo, al
intentar aferrarse a algo tuvo la mala suerte de dar con un rosal que le produjo las
cicatrices que resaltaban en sus pequeñas manos.
La señora se levantó con agilidad al volver a formular el nombre de la niña sin obtener
respuesta.
Esta fue todo lo rápido que pudo recorriendo cada una de las estancias vociferando el
nombre de la joven.
La preocupación amainó cuando vio por la ventana del lecho principal una pequeña
figura pelirroja corriendo a toda velocidad por el jardín, pisando la parte de abajo de su
vestido, que ya estaba desgarrado y hecho jirones.
La mujer bajó las escaleras a toda velocidad agarrándose al pasamanos intentando no
caerse.
Al salir al jardín divisó entre los arbustos una melena naranja oscura, y, con paso firme
y espalda recta, se aproximó a la niña con un visible enojo.
Cuando al fin cruzó el extenso jardín, se acercó al arbusto que contenía a la pequeña,
relajó su actitud y trató de negociar con ella.

La niña ya tumbada y tapada por las delicadas sábanas, esperaba con impaciencia la
promesa de su abuela, que después de tanto tiempo se dignaba a cumplir.
Esta se acercó a la cama y se sentó junto a los pies de la niña.
—¿Estás lista? —se aseguró la anciana.
—Si —respondió la joven en un estado de calma un tanto extraño viniendo de ella.
—No hace tanto tiempo como el que nos gustaría, un señor anduvo por las mismas
calles que tú recorres. Los años ya se hacían de notar en su faz, que, notablemente,
había sido muy atractiva en la época. De sus ya curtidas manos colgaba un maletín de
cuero que reconocería cualquier persona de la zona. La inteligencia del señor era la
razón de su éxito, pues, él no era ni más ni menos que un sabio científico. Pero la
insatisfacción era un sentimiento muy común en su actitud, y los pliegues de su piel se
sumaban en la tristeza que había adquirido con el paso del tiempo. Cuando dobló la
esquina a punto de entrar en su morada el lamento de no haber hecho nada productivo
ese día lo volvió a invadir, pero como tantas veces se obligó a ignorarlo y seguir
adelante.
La niña observaba a su abuela intentando descifrar lo que se ocultaba en su mirada,
dudando si se trataba de pena o de compasión; pero decidió dejarlo estar.
—Cuando este llegó a su casa dejó el maletín en un sillón y decidió ir a la cama. Sin
embargo, un ruido que provenía de su habitación rompió el silencio que recorría la
estancia. La presencia de alguien en su residencia lo asustaba, pues, no tenía ni esposa
ni descendientes. Su instinto defensivo superaba al miedo con creces, con lo que volvió
a coger su maletín y se aproximó lentamente a la habitación de donde había nacido el
estrepito.
La pequeña se aferró a su sábana como si estuviera oyendo una historia de terror e
intentara protegerse de lo que ocurriría a continuación.
—Sus pasos eran lentos, pero el pavor que sentía aumentó en cantidad cuando cruzó el
estrecho pasillo y vio que de su habitación sobresalía una especie de neblina luminosa
que se dispersaba y desaparecía lentamente, dejándolo ver a través de ella. Sus pasos
aceleraron a medida que desaparecía la bruma, dejando atrás el miedo por unos
segundos y enfrentándose a lo que tarde o temprano descubriría.
Los dedos de los pies de la chiquilla se encogieron a la vez que lo hacía su pequeño
cuerpo. No sabía si se arrepentía de haber deseado tanto que aquella historia cruzara sus
oídos y dejara de atormentarla. Aunque ya era tarde, así pues, el relato era mucho más
interesante de lo que se había podido imaginar, con lo que siguió escuchando como la
voz de su abuela se ceñía a las palabras que salían de su propia boca y viajaban hasta
ella de una forma sombría, dándole así más misterio a la historia.
—Cuando un pie de hombre cruzó el umbral de la puerta, sentimientos que nunca había
experimentado se apropiaron de él sin piedad; pero como si nunca hubiera pasado, estos
se fueron tan sigilosamente como habían llegado. Los ojos del señor recorrieron la
estancia velozmente en busca de una explicación a la que darle al estrépito. Sus ojos,
invadidos por el miedo captaron la silueta de un hombre erguido y musculoso que
permanecía de pie en el fondo de la habitación. La ligera niebla que quedaba en la
estancia ya desaparecía, dejándole ver al propietario del hogar algunos detalles que
antes no había podido distinguir. Las manos de la figura se encontraban entrelazadas
detrás de él, estando este de espaldas al científico con total tranquilidad.
El ambiente en la estancia se había vuelto frío y gélido desde que su abuela había
mencionado a la figura de la habitación, Proporcionándole a la niña más temor que
misterio.
—El rostro del hombre estaba pálido como el pétalo de una hortensia; su pulso
disminuyó, teniendo también dificultad para respirar y moverse. Sin embargo, el otro
individuo se mostraba tranquilo, sin ningún temor, cosa que asustó aún más al señor.
La niña, expectante, miraba con extrañeza a la mujer; no solo por la historia, si no por la
forma en la que la transmitía, dejando una sensación de vacío por cada palabra que
formulaba.
—Las palabras que intentaba manifestar el señor mayor, escapaban entre sus austeros
labios, dejándolo así sin palabras. «Te estaba esperando, de hecho, llevo haciéndolo
desde el comienzo de mi vida».
Su abuela cambió la voz para referirse al desconocido que divagaba por la historia sin
identificarse, cosa que solía hacer ella para contarle a sus muñecas de trapo infinidad de
historias que se inventaba.
—El hombre, un tanto desconcertado, siguió esperando a que el otro se diese la vuelta y
se dejase identificar. «Por muy asustado que estés, no te voy a hacer daño. Es más,
vengo a hacer un trato» Dijo la silueta. La luz que provenía de la pequeña ventana
amainó, dejándolos casi a oscuras a ambos. Este seguía sin conseguir abrir la boca,
aunque su respiración había conseguido recomponerse casi por completo.
«Mefistófeles» Consiguió susurrar. La cara de aprobación del rey del infierno no le dejó
lugar a dudas.

El final de la historia la había dejado confusa, con lo que cuando intentaba


cerrar los ojos, los pensamientos se arremolinaban en su mente obligándola a abrirlos de
nuevo.
La niña decidió levantarse en busca de algo para entretenerse, pues, el silencio para ella
era insoportable. Cuando los pies de la joven consiguieron llegar al suelo, anduvieron
por la estancia en busca de algo, sin éxito. Con lo que solo le quedó ir a pasearse por el
castillo. Al cruzar el pasillo diviso un haz de luz que salía de la sala principal,
incitándola a acercarse para ver de qué se trataba.
—Oh, no estoy aburrida de la vida. Solo que ya no puedo disfrutarla como hacía antes
—la voz de su abuela resonó por la estancia en busca de consuelo—. Al fin y al cabo,
no me queda nada.
—Tiene usted una nieta preciosa con la que disfrutar —Dijo el criado sabiendo la
respuesta de la anciana.
—Mi nieta a fin de cuentas es una carga en mi vida de la que no me puedo deshacer ni
por suerte ni por desgracia —Las palabras de la mujer resonaron en los oídos de la
pequeña dejándola estupefacta y a la vez desolada—. Pero como decía mi difunto
esposo: «La vida viene con ciertos cargos, agradables o desagradables, pero al fin y al
cabo existentes».
La decepción subía por su garganta, desgarrándola poco a poco mientras las lágrimas
nacían de sus ojos y se resbalaban por sus mejillas. Su abuela la había llamado carga sin
pensárselo dos veces, mientras que ella la admiraba.
—Tan cierta y a la vez tan dolorosa como la vida misma —Formuló el sirviente tras
servirle una copa de vino a la señora.
La niña miraba tras una apertura en la puerta que le permitía divisar gran parte de la
habitación. En esta el sillón en el que estaba la anciana se encontraba casi de espaldas a
la puerta, dejándole ver simplemente como sostenía la copa de vino.
Después de servirla se acercó a la mesa donde estaba el florero y arrancó una rosa que
lucía roja como la sangre, se dirigió al sillón en el que yacía sentada su abuela, y se la
entregó.
—Le entrego esta rosa en forma de lealtad tanto a usted como a todos los miembros de
esta casa —Dijo el criado con total seguridad, sin motivo alguno.
Cuando la mujer cogió la rosa, la cerró en su puño aplastándola hasta deshacer sus
pétalos. Más tarde la tiró al suelo con cierto odio que sorprendió al siervo, pues, aquel
comportamiento no era común en la mujer.
—Siempre he pensado que las flores son el consuelo con forma de regalo que nos
proporciona Dios por habernos condenado a este mundo cruel.
El criado estupefacto permanecía de pie en el centro de la habitación: no sabía si se
encontraba sorprendido por el comportamiento de la mujer o por la razón que tenía, al
fin y al cabo, había resumido la vida en unas simples palabras.
—¿Desea que le prepare el lecho? —Preguntó el sirviente ignorando el comentario
anterior de la señora.
—No, preferiría estar un rato más aquí sentada a solas. Puedes retirarte. —Afirmó la
señora con la mirada perdida mientras se acercaba la copa de vino a sus labios y bebía
de ella.
—Buenas noches, mi señora.
—Buenas noches.
La niña corrió a su habitación cuando vio como el criado se aproximaba con rapidez a la
puerta siguiendo las órdenes que le había proporcionado su abuela. Sin mirar atrás cruzó
el umbral de la puerta en la que se encontraba su habitación y se adentró en la cama ya
más tranquila. Las lágrimas volvieron a nacer al acordarse de la forma en la que su
abuela se había referido a ella. A estas se sumó la decepción; la anciana siempre había
sido su referente materno, y para ella solo era una simple ̏ carga ̋ que no la dejaba
disfrutar de la vida como le placía.

Al día siguiente, mientras la luz del alba penetraba en la habitación, los ojos de la niña
despertaron. En su mirada se apreciaba tristeza, se notaba que se había pasado buena
parte de la noche llorando hasta que el sueño se había apoderado de ella.
Tras ponerse sus zapatos, se acercó al ventanal abierto y divisó como el sol atravesaba
los árboles de su jardín en los cuales juraría que la silueta que se dibujaba en sus bordes
era la cosa más bella que había observado en su breve vida. Las flores, que poco a poco
iban floreciendo, daban a entender que se acercaba el equinoccio de primavera, y el olor
que estas desprendían se apoderó de ella, teniéndole que dar a regañadientes la razón a
su abuela.
Su brazo se alargó hacia las margaritas que estaban cerca de la ventana y arrancó una de
ellas por su pedúnculo. Se la acercó a la nariz y saboreó su aroma ahora más de cerca.
Sin embargo, cuanto la flor más se acercaba a su nariz, más perdía su aroma fresco, con
lo que decidió actuar con ella como lo había hecho esa misma noche la anciana.
Rompiéndola.
Cuando se deshizo de la planta, se colocó el mechón de pelo que sobresalía de el
recogido que se había hecho y cruzó el pasillo en busca de algún criado que le preparara
el desayuno. En su búsqueda fallida por la cocina decidió ir a la sala principal.
Cuando llegó allí, la rosa que había despedazado su abuela se encontraba justo donde la
había dejado. Acto seguido cruzó el umbral de la puerta y se percató que el suelo estaba
manchado por un líquido oscuro, y en este, había trozos de lo que parecían ser cristales.
Por un momento recordó la escena de la noche anterior, casi con lágrimas en los ojos.
Cuando apenas rodeó el sillón vio como sobresalía de él una mano de un color un tanto
extraño. Las arrugas que la cruzaban le daban a entender que la mano era de su abuela,
con lo que velozmente se situó delante del sillón. Su abuela se encontraba totalmente
rígida, con los ojos abiertos, aquellos ojos inertes que nunca olvidaría. Su faz estaba
pálida, así como sus manos y cuello.
La niña gritó con todas sus fuerzas cuando vio el estado en el que se encontraba su
abuela.
En apenas segundos apareció el criado de la noche anterior alarmado por los gritos de
la joven. Cuando vio a la señora cogió a la niña en brazos y se la llevó a su cuarto.
—¿Ves esto? —Le preguntó el criado de rodillas a la cama cuando consiguió sentar a la
pequeña en la cama. La niña afirmó con la cabeza mientras que las lagrimas volvían a
aparecer—. Es un colgante de la buena suerte, mi madre me lo dio para que yo se lo
diera a mis hijos, pero yo ya soy muy mayor para tener hijos así que quiero que lo
tengas tú, ¿vale?
La niña volvió a asentir a la vez que las lagrimas resbalaban por sus mejillas. El hombre
le entregó el colgante y ella lo miró tristemente. Tras limpiarse las lágrimas lo volvió a
observar viendo como las pequeñas piedras preciosas encajaban de forma exacta
formando una piedra del tamaño de la yema de su dedo. El hombre lo desabrochó con
cuidado y se lo puso a la niña en el cuello.
—Ahora me tengo que ir, pero volveré a por ti, ¿de acuerdo? —La niña asintió por
tercera vez y se tumbó en la cama mientras el señor se levantaba y volvía ir donde
ambos habían llegado.

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