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Resulta toda una novedad, el hecho de que nuestro país esté adoptando un
paradigma jurídico alternativo en la comprensión de la naturaleza, que es muy
reciente en el contexto del derecho. En estas líneas, me quisiera aproximar a la
potencialidad que esta propuesta tiene desde la interculturalidad, como herramienta
para una mejor relación con la naturaleza.
La Constitución vigente, así como el Código Civil de Andrés Bello (1855), cuando
regula los bienes naturales, recogen esta mirada colonial que no es sino expresión
de una cultura dominante. La clasificación entre humanos como sujetos y naturaleza
como objeto, ha facilitado y sostenido un modelo de desarrollo extractivista que no
tiene respeto con la existencia de la naturaleza.
Desde la otra vereda, en las culturas originarias, encontramos que la relación entre
la sociedad y la naturaleza se desenvuelve en una lógica de correspondencia,
complementariedad y reciprocidad. En esta dinámica, el ser humano piensa, siente,
observa y existe dentro de la naturaleza.
Lo anterior, da cuenta de una realidad histórica que comparten los países del
continente, donde la colonización y la modernidad ha subordinado las culturas
originarias. Desde una perspectiva aún más global, la pérdida de los saberes
ancestrales que como especie humana hemos vivido de manera acelerada en los
últimos siglos, guarda relación con el desastre climático y ecológico que estamos
padeciendo las diferentes especies en el planeta. Así lo han expresado organismos
de Naciones Unidas, académicos, y referentes del mundo indígena.
En este escenario, parece pertinente analizar el trasfondo de la propuesta de los
derechos de la naturaleza, situándolos en el horizonte de la interculturalidad, desde
donde se pueda lograr una convivencia armónica de las sociedades
contemporáneas con la naturaleza.
Esta mirada, que es expresión del antropocentrismo que rige la cultura dominante,
no es plural, pues desconoce el valor que tienen otros seres vivos y elementos de la
naturaleza, que merecen protección en razón de su valor inherente, al menos si se
piensa de manera más amplia que los esquemas culturales del antropocentrismo.
Tal valor inherente ha sido resaltado incluso desde autores tradicionales de la
cultura occidental, como Francisco de Asis, o Baruch Spninoza y en la actualidad,
existen diversos autores de distintas disciplinas científicas que adhieren a esta
premisa. Por otro lado, sabemos que esta perspectiva es parte fundamental de la
cosmovisión de las culturas originarias.
En este sentido, los derechos de la naturaleza son un acierto jurídico para reconocer
la alteridad de la dimensión cultural de los pueblos indígenas, al otorgar la titularidad
de derechos a entes invisibilizados por la cultura dominante. No es extraño
entonces, que podamos aceptar que un río, una montaña, un bosque, un humedal, o
un glaciar, sean sujetos de derechos, si reconocemos que vivimos en una sociedad
pluralista. Resulta insólito el argumento que no ve posible este reconocimiento por
no tratarse de la persona humana, cuando ya ha sido ampliada la titularidad de los
derechos más allá de las personas humanas, como es el caso de las personas
jurídicas, tales como las empresas.