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Una noche en la sala de espera

Por: Orlando Oliveros Acosta - Especial para Domingo

La noche en la sala de espera de un hospital tiene más de terminal de transportes que de


establecimiento médico. Uno sólo tendría que imaginar morrales y maletas al lado de los
enfermos para inventar que esperan un bus que los lleve a otro pueblo. Hoy, por ejemplo,
bastaría con verles las caras largas a los pacientes del hospital para compararlos con
personas a las que todavía no les llega el turno de subirse en el thermo king de Brasilia.

Da la sensación de que siempre vamos a permanecer en este absoluto silencio, esperando


pasar de dos en dos para ser atendidos en un orden perfecto. Pero la verdad es que la calma
que se registra ahora es una vaina rarísima porque no son todos los días en los que se
mantiene este tipo de sosiego. Hay noches donde las casualidades construyen una trama
inevitable de insultos y peleas. Son esas veces cuando, al correr las cortinas de su cama, una
víctima se encuentra cara a cara con su atracador de hacía pocos minutos; o esas otras veces
cuando un pandillero que llegaba desangrándose se entera que está acostado al lado del
pandillero que lo había apuñalado, también desangrándose. Las auxiliares de enfermería
guardan consigo toda clase de historias violentas que con el tiempo se han convertido en los
referentes anecdóticos de la intolerancia y la delincuencia que se vive en la ciudad.

– ¿En qué fechas llegan más heridos? –le pregunto a una de ellas.

– Dicen que en noviembre, pero la verdad es que los bandidos no tienen fecha ni horario. En
cualquier momento, ahora o más tarde, se puede formar.

Echo un vistazo a mi alrededor y siento el presagio de una tormenta. Este silencio que se
percibe bien podría ser el ojo de un huracán. Analizo con cuidado la sala de espera: es una
especie de lugar híbrido entre una cafetería y un laboratorio de química que transmite la
misma soledad de las droguerías de 24 horas. Conformada por 17 sillas plásticas, un antiguo
buzón de sugerencias y un televisor pantalla plana enclavado en una de las tantas esquinas
superiores de la habitación. En este momento están transmitiendo una telenovela, la mujer
a mi lado me aclara el nombre: La Suegra.

Hasta ese entonces, la oración mental más repetida es una súplica al cielo para que a nadie
se le complique una herida o para que no rompan fuente las mujeres embarazadas, pues el
hospital no puede usar ninguna de las dos salas de quirófano ni tampoco su sala de parto,
con las que cuenta desde hace más de tres años. A éstas les hacen falta las lámparas
principales y cierta voluntad política para comprarlas. En la misma situación están las
habitaciones del segundo piso. La razón: no cumplen con los requisitos mínimos para
funcionar. Algunas carecen de acondicionador de aire, baños especializados para
discapacitados y del botón para llamar a las enfermeras. En el gobierno de Otero Gerdts se
había prometido la utilización de estos espacios pero con la llegada del alcaldeDionisio
Vélez esta promesa se detuvo en seco. Ahora, por las noches, el segundo piso destinado a la
hospitalización se convierte en la siniestra república de murciélagos y sonidos sin causa
aparente que las empleadas encargadas del aseo asocian a fantasmas.

Claro que no todo lo que ocurre supone una angustia. En los pasillos blancos y asépticos de
este hospital han ido y venido innumerables “conversivos”. Así se les conocen a aquellas
personas que simulan una enfermedad o una dolencia cuando están completamente sanas.
Los hay desde ancianos que no quieren regresar a su hogar hasta mujeres que entran
desmayadas en brazos del marido para que éste no tenga tiempo de irse a beber a la calle.
Son farsas que funcionan más tiempo del debido sólo porque la humanidad de los doctores
les impide desmentirlas.

Cada región tiene un talismán para combatir su propia desgracia. El nuestro es el sentido del
humor con que nos burlamos de la pobreza y las adversidades que nos tocó cargar en la
espalda. Aquí no nacemos con un pan bajo el brazo sino que en un sobaco traemos un
problema y en el otro el chiste sobre ese problema. Pienso en esto cuando la doctora del
turno nocturno me cuenta cómo un hombre que había recibido un disparo en los testículos
sólo se limitaba a repetir “menos mal que me puse los calzones que no estaban rotos”.

Tanto es el mecanismo literario de nuestra miseria que incluso ahora, cuando el reloj de
pared sobre el atrio de las enfermeras marca las 11:36 p.m., llega desde la ambulancia un
señor fracturado en la pierna izquierda por haberse caído de un palo de mango mientras
intentaba agarrar a un gallo fino. Quizás aquello no es otra cosa que el doctor Juvenal
Urbino trasladando su muerte de novela a un accidente de ciudad real.

Debo decir que he venido en una noche donde la guerra por el derecho a la salud no se llevó
a cabo. No hubo pacientes desesperados insultando a los vigilantes ni enfermos
decepcionados con una pastilla de ibuprofeno en la mano. Los médicos y las auxiliares de
enfermería son los únicos seres moviéndose en el ámbito lechoso de las lámparas
fluorescentes. Están atentos, diligentes, tomando notas en sus escritorios rodeados de
agua salina y potes con jeringas. No queda nadie en la sala de espera, aunque es muy
probable que dentro de poco vuelva a llenarse este lugar y el ruido regrese a conquistar sus
viejos territorios. Entonces retornarán los gritos y las súplicas secretas para que abran el
segundo piso. Mientras tanto insisto en distraerme con una pésima telenovela que no sé por
qué huele a madrugada, y veo en torno mío y no hay quien me haga compañía, y soy como
esas muchachas solitarias que se quedan trapeando los pisos astillados de una terminal de
transportes en donde sólo queda intacto el silencio.

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