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TODOS SOMOS MEXICANOS

Pavel Gómez

Cuando veo las agresiones de Donald Trump contra México, con ese tono abyecto de quien
viste su ignorancia de fanfarronería, de quien usa el poder para humillar y la palabra para azuzar
jaurías, siento que se agrede a mi historia, a mi familia y a toda una simbología que me es muy
afín.
Mi relación con México, como quizá les ocurre a muchos latinoamericanos, parte de toda la
influencia del cine y la música azteca que se derramaron sobre los países de habla hispana,
durante varias décadas del siglo XX. Las canciones de José Alfredo Jiménez y el humor
cinematográfico de Cantinflas, Resortes o Tin Tan fueron parte del paisaje insondable de mi
niñez. Con toda la influencia cultural de la música y el cine mexicanos, drenaron vocablos,
modismos y caídas idiomáticas hacia el habla de los demás países de la América hispana.
Luego, con la adolescencia, me llegó la literatura. En mi caso, mis grandes cariños literarios
mexicanos han sido Juan José Arreola, Octavio Paz, Alfonso Reyes, José Emilio Pacheco,
Gabriel Zaid, Paco Ignacio Taibo II, y más recientemente, Élmer Mendoza. He disfrutado
algunas páginas de Jorge Volpi, y mantengo como deuda acercarme a Elena Poniatowska, a Juan
Villoro y a Guadalupe Nettel.
Pero hay dos cosas que han sido clave para nutrirme de mexicanidad, para llegar a querer a
ese país de cultura profunda y gentilicio orgulloso con algo más que mi propia conciencia: mis
amigos y la comida. Mis amigos mexicanos son sólo tres, pero son mis grandes amigos.
Compartimos las alegrías, las angustias y las travesuras propias de ser estudiantes en un país
extraño para todos. Compartimos exquisitas y abundantes tertulias intelectuales, pero lo que
encuentro más valioso, después de la propia amistad, es que me acercaron a su cocina.
Los mexicanos, estoy seguro, son de los terrícolas más fieles a su cocina tradicional. Yo vi
como viajaban con maletas llenas de siete variedades de chiles, de harina de maíz precocida, de
huitlacoche, achiote y mole poblano, sin importarles las penurias que en las aduanas podían
invocar los funcionarios de inmigración europeos, esos que creen que todos los latinoamericanos
llevamos cocaína en latas, en frascos de perfume o en mortales bolsitas en el estómago. Ni la
más aterradora ferocidad aduanal hacía mella en su determinación de comer como si estuvieran
en México.
Gracias a esa herencia, en mi casa se cena con influencia mexicana dos o tres noches por
semana. Ellos me enseñaron a preparar los frijoles refritos, el guacamole y la salsa de tomate con
chile jalapeño. Por ellos, me hice adicto a un ají picante llamado Chipotle y me encanta la salsa
de tomate verde. Gracias a su influencia perniciosa, todas las semanas de mi vida sueño con
conseguir harina de maíz mexicana o con volver a comer unos auténticos tacos al pastor. Gracias
a la sazón que guardo celosamente en mi memoria, me he convertido en un experto en
frustrarme con los restaurantes que, fuera de México, prometen irresponsablemente “comida
mexicana”, como si una tortilla mexicana pudiera prepararse con harina de maíz colombiana.
Hoy me ha dado por recordar todo esto, por reivindicar la amistad de mis cuates mexicanos,
porque a la presidencia de los Estados Unidos ha llegado un tipo que se presenta como un bocón,
como un fanfarrón que atropella y denigra, acostumbrado a humillar a los más débiles, personaje
que ahora tiene el control del mayor arsenal de país alguno sobre la tierra, y quien ha cazado una
pelea con México y con los mexicanos.
Si este personaje ha logrado que yo, que soy alérgico a los nacionalismos, que no profeso fe
en héroes ni en símbolos patrios, que me siento ciudadano del mundo, quiera gritar frente a su
arremetida que yo también soy mexicano, entonces creo que algo bueno saldrá de esta amarga e
incierta coyuntura.
¡Viva México, Cabrones!

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