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La campaña de Lima
Prólogo
El tercer volumen, que acaba de salir de las prensas, forma por sí solo la
historia de la segunda campaña de las armas de la república desde la marcha
del ejército de Ilo, en febrero de 1880, hasta la captura de Arica, hecho de
armas gloriosísimo verificado el 7 de junio de ese año.
En consecuencia el libro cuya ejecución hoy acometemos y que será, en su
tanto, tan completo como el precedente, está destinado a historiar la tercera
campaña de la guerra hasta la ocupación de Lima.
B. VICUÑA MACKENNA.
Capítulo I
¿Qué había sido entre tanto del andariego ejército de Leiva?, ¿qué de las
reliquias de Montero y de Solar?, ¿qué de Campero y sus mutilados batallones,
únicos que habían logrado retirarse en esqueleto?
Como el cerebro del dictador de Lima parecía organizado sólo para cosas
extrañas y peregrinas, concibió también por estos días un vasto plan de
reconquista de la provincia de Tarapacá, en cuyas pampas y calichales los
chilenos, malogrando lastimosamente sus victorias, se mantenían inmóviles.
Consistía este singularísimo plan de campaña, semejante al que Daza propuso a
Montero en la víspera de su caída, en embarcar el segundo ejército en Puno,
orillar el lago Titicaca en balsas de totora y vapores de río, y enseguida
descender por el Desaguadero hasta el lago Poopó, y de allí por el desierto
hasta Huatacondo o la quebrada de Tarapacá. Se hubiera dicho que el místico
dictador, antiguo alumno del Seminario de Santo Toribio en Lima, meditaba
parodiar a Alejandro en sus conquistas de la Persia o repetir la jornada de
Jenofonte en la Armenia y en la Mesopotamia; y en efecto comenzó por confiar
el reconocimiento previo de aquella inmensa ruta de riel, de lago, de río, de
desierto y de locura, que se dilataba en arco por espacio de más de quinientas
leguas de Arequipa, a su antiguo y juvenil compañero de aventuras el coronel
Billinhurst, hijo de un boticario de Iquique. Pero mientras este singular
explorador de las recónditas miras militares del nuevo caudillo, cumplía su
cometido, conforme a lo que más adelante narraremos, se hacían en Arequipa
los aprestos del levantamiento de tropas, si bien faltaban por completo las
armas.
500
Batallón Huancané, comandante coronel Antonio Riveros
plazas.
234
Batallón Piérola, comandante teniente coronel Ignacio Olazábal
plazas.
156
Columna Cazadores de la Unión
plazas.
164
Columna Mollendo
plazas.
133
Columna Grau
plazas.
184
Artillería, 6 cañones, 2 de a 9 y 4 de retrocarga, con artilleros
plazas.
3.188
Total:
plazas.
Era el coronel Leiva un antiguo y acreditado capitán del ejército del Perú,
sargento mayor en Agua Santa (1842) y coronel en la Palma (1854). Había sido
segundo jefe del batallón Callao número 4 bajo la administración Echenique.
Soldado aguerrido de los que se llaman en el Perú de la «escuela de Castilla»,
le ocupó éste en la delicada comisión de apoderarse de Cobija en sus reyertas
con Linares, y a la cabeza de dos compañías de su cuerpo, tomó posesión de
aquella única puerta de Bolivia, bloqueándola con los bergantines Guise y
Gamarra, en 1859.
Retirado más tarde a la vida pasiva de Lima, fue durante muchos años
presidente de la comisión de guerra de la Cámara de Diputados, hasta que el
receloso presidente Pardo lo redujo a prisión por sospechas de trastorno
durante su gobierno.
Mas, pasaban los días y las semanas, y el segundo ejército no daba señales
de vida en la campaña en que el primer ejército del Sur estaba condenado a
perderse en fatal aislamiento.
Un mes antes (según bien lo pudo) sus maniobras habrían impuesto ruda
fatiga y crueles vacilaciones al ejército invasor.
Capítulo II
24 de mayo de 1880.
Señor:
J. J. Pérez.
Iban, entre tanto, corridos cinco días desde que el ejército de Chile había
ocupado a Tacna, y es tal la soledad de aquellos parajes que nadie trajo a la
columna arequipeña la fatal noticia, ni siquiera su vago rumor. En los desiertos
del Perú ni los pájaros se hacen mensajeros.
Excelentísimo señor:
Segundo Leiva».
Cuando la consulta del coronel Leiva datada desde Sinti llegó a manos del
generalísimo Campero, sólo el 2 de junio, se hallaba este en Calacoto haciendo
esfuerzos varoniles por mantener la moralidad de su tropa desmandada. El
valiente comandante Pando, u otro oficial de su mismo mérito y arma, había
logrado salvar dos cañones Krupp, y con este respeto y el prestigio de los jefes
en una nación militar había logrado el veterano general en jefe hacer seguir en
mediano orden unos cuantos centenares de soldados, mientras los desbandados,
mucho más numerosos, iban a la vanguardia ejecutando atroces depredaciones
que recordaban el bárbaro saqueo de todos los pueblos de las quebradas de
Tarapacá después de San Francisco.
«REPÚBLICA DE BOLIVIA.
Señor:
Narciso Campero».
Recibió allí, sin embargo, en la tarde del día 8 el azorado jefe una orden
singular y casi melodramática transmitida en clave desde Lima y desde
Arequipa por el dictador Piérola, y fue la de dirigirse a salvar a Arica, que ya
en la víspera había caído en poder de los chilenos. La fatídica palabra
-«¡tarde!»- parecía haber sido inventada para el desgraciado coronel Leiva.
Capítulo III
Beatísimo padre:
(Un sello).
Nicolás de Piérola.
P. José Calderón».
Muy joven todavía, fue el único peruano que se atrevió a poner su firma en
el vergonzoso pacto de las Chinchas, ajustado el 7 de enero de 1865 entre
Vivanco y Pinzón, y a proclamar aquella mengua internacional como ley de su
patria en su calidad de ministro de Relaciones Exteriores del presidente Pezet.
Vuelto a la gracia y al favor de los dispensadores de la fortuna (siendo hombre
pobre y de origen oscuro) el presidente Balta le envió de plenipotenciario a
Alemania; y de allí le retiró la enemiga y el buen sentido práctico del
presidente Pardo.
Y era entre estos dos hombres, colocados como las extremidades de un eje
real, donde existía el punto céntrico y motriz sobre el cual giraría la dictadura,
porque todos los demás secretarios hasta el número de cinco no pasaban de
simples mediocridades allegadizas de antiguo o de reciente al dictador y a su
triunfo.
El resto de los secretarios del dictador, y que ha hecho, por accidente y por
los escándalos financieros y diplomáticos que autorizó con su firma, más ruido
en el mando que todos sus colegas juntos, era el doctor don Manuel A.
Barinaga, profesor y empleado de hacienda, que había sido ministro de este
ramo bajo la administración Prado y de cuyo puesto cayera con fulminante
acusación parlamentaria de reciente data por «complicidad» en la emisión de
los bonos fraudulentos de Derteano, Schell y otros directores del Banco del
Perú.
«ESTATUTO PROVISORIO.
N. de Piérola».
«Legislar» ha sido una de las manías más acentuadas del doctor Piérola,
desde su más remota juventud, según habremos de ponerlo en evidencia al
agrupar los rasgos de su móvil fisonomía en su retrato biográfico y moral más
adelante. Hijo de un naturalista y clasificador de plantas, que fue además
presidente de asambleas legislativas, el doctor Piérola parecía haber bebido en
el hogar paterno la ciencia infusa de Solon y de Sièyes, como el doctor Egaña
de Chile, hijo también de un abogado y legislador limeño; y el célebre Estatuto
del 27 de diciembre de 1879, con todas sus incongruencias, neologías,
innovaciones, vaguedades y misticismos, era una prueba palmaria de que en
esto no levantamos falso testimonio ni a su cuna arequipeña, ni a su escuela de
Santo Toribio, ni a su organismo de dictador.
Llevarían los otros los nombres de Ejército del Norte, el cual fue
organizado inmediatamente en Lima con contingente de aquella parte del
territorio, y el segundo Ejército del Centro, y éste daría esperas. Desde la
primera hora, el dictador manifestó marcada disposición para gobernar
geográficamente a su país, dividiéndolo en zonas. Más tarde llegaría a hacer de
cada hacienda una zona de defensa y de su mando.
El decreto dictatorial que mandaba levantar, a la manera de Pompeyo,
cuatro ejércitos a la vez, llamaba a las armas a todos los peruanos de 18 a 50
años, y los agrupaba en dos reservas, la una activa, que se incorporaría
oportunamente en el ejército, y la otra sedentaria, compuesta de los que
hubiesen cumplido 30 años. Se exceptuaba, como en la conscripción francesa,
que el dictador había tomado de seguro por modelo, a los empleados,
profesores, tipógrafos, médicos, abogados, y como en el caso de la ex
emperatriz Eugenia, «al hijo único de la madre viuda». La traducción era
literal. Constituía esta última una excepción francesa, pero se creaba también
una peculiarísima cláusula del Perú y que como tal apuntamos: «la excepción
del servicio militar de todo el que pagase 50 soles mensuales» para sostén de la
guerra; plata por sangre, mugre por patriotismo.
Primera división.
Segunda división.
Tercera división.
Quinta división.
Constaba el Ejército del Norte, como habrá podido verse, de unos quince
batallones, de los cuales el único veterano era el Callao número 4 (ahora
número 9), que se había mantenido fiel al ministro Lacotera a las órdenes de su
pundonoroso coronel don Manuel Cáceres. Hizo por esto el último su renuncia
y entró a reemplazarle el viejo coronel don Antonio Rosa Jil, el mismo que le
mandara en Chorrillos y Miraflores.
Para hacer todavía más grotesca aquella parodia del régimen napoleónico
moderno, verdadera colegialada que no traicionaba entereza singular sino su
remedo, el dictador otorgó la gracia de los encarcelados en la mesa de la
opípara cena de su natalicio, servida en palacio, entre repiques, luminarias y
castillos de pólvora y sahumerio, en la noche del 5 de enero, hora en que el jefe
supremo cumplía 41 años.
Que, desde este último punto de mira y para lograr lo que como prestigio y
como poder ha obtenido en edad comparativamente juvenil, es el dictador del
Perú hombre de arrojo, su conducta personal a bordo del Huáscar en el célebre
combate de Pacocha, librado por él contra dos poderosos barcos de guerra de S.
M. B. (el Shah y el Amethiste) que logró burlar en la tarde del 9 de mayo de
1877, así como sus dos campañas del Talismán y de Torata, habrían sido
manifestaciones sobradas, si otra vez no hubiera pagado con su persona su
ambición tenaz y desmedida en las calles de Lima. ¿No había sido a la verdad,
casi un acto de heroísmo recoger del suelo y a balazos la herencia del ex
presidente Prado y de su inmolado antecesor?
-Señora, hace treinta años que conspiro -decía don Nicolás de Piérola a
una dama de Santiago en la víspera de la declaratoria de guerra que le llevó al
Perú-, y todavía no sé cuando acabaré de conspirar...
Antes de la época revuelta y alterosa, sin luz, sin lógica y sin rumbo en
que comenzó su gobierno, don Nicolás de Piérola había solido llamarse a sí
propio «regenerador» del Perú, a ejemplo de Vivanco (su tipo) en 1840. Y en
efecto, desde que ceñido de espada y sombreada su frente del galoneado kepí,
pisó la cubierta del diminuto Talismán en abril de 1874, se decretó en la orden
del día el título de «jefe supremo», que más tarde asumió en el palacio de los
Pizarros y en las breñas de la Sierra.
¡Y cuidado que ese tratamiento era parte obligada del diario ceremonial a
bordo! Don Nicolás de Piérola, mareado y a cien millas de la costa, se creía
capitán general de mar y tierra y como tal procedía.
Siendo hijo de Arequipa, don Nicolás de Piérola, sea contagio, sea simple
reflejo, tiene mucho del cándido de Lima. Hasta hoy, el valor personal aparte,
es sólo una copia, o si se quiere una miniatura relamida del infortunado don
Manuel Ignacio de Vivanco.
El padre de don Nicolás de Piérola fue naturalista, lo que sobra para decir
que fue hombre pobre. Fue también ministro de hacienda en el Perú, bajo
Castilla, este Solimán el Magnífico del Nuevo Mundo. Y muriendo en la
penuria demostró en demasía que era hombre probo y digno de respeto.
En esa escuela se educó el hijo, y es grato, como la vista del oasis en la
mitad del páramo, reconocer que su juventud fue pura y aun austera.
Entre tanto la propia virtud doméstica del último le deparó generoso y bien
venido protector en monseñor Huerta, obispo de Puno, cuya mitra éste
renunciara por el culto y la cultura de Lima y es hoy prelado de Arequipa.
Don Nicolás de Piérola está organizado para amar y para aborrecer con
igual intensidad. Haría por esto un gobierno de favoritos y de odios, y desde
temprano comenzó a ponerlo en obra. Todos sus ministros eran los
compañeros, los aliados, los confidentes, los cómplices de su conspiración de
siete años, de su poderío de unos cuantos pero deslumbradores meses. El
ministro Calderón había gastado por él toda su tinta, toda su saliva y toda su
bilis. El ministro de la Guerra, Iglesias, tomó las armas por su causa en
Caxamarca, y otra vez le daría su hacienda y su sangre.
En tales circunstancias, la fortuna fue a golpear a las puertas del caído. Por
uno de sus arrebatos insanos, el presidente Balta se había quedado sin ministro
de Hacienda, es decir, sin gobierno (porque en el Perú la hacienda pública es el
Perú mismo), en los últimos días de diciembre de 1868, que fue el primero de
su fatal gobierno. Un confidente de sus cóleras, y que solía apaciguarlas con un
dicho de gracejo, se acordó de que había un abogado oscuro, pero de fibra, un
escritor adocenado, pero de alientos, y cuyo padre había sido ministro de
Hacienda. ¿Podía presentarse mejor candidato en una hora de desesperación?
El último argumento sobre todo, ¿podía ser más concluyente? En el Perú un
noventa por ciento de la población blanca cree en el misterio de la ciencia
infusa; la población indígena y mestiza cree y adora el mismo dogma de los
blancos con unanimidad perfecta.
-Puedo muy poco -dijo-; deseo mucho; tengo fe y voluntad; puedo ofrecer
el corazón en la mano; no tengo prevenciones ni compromisos con nadie...
En la súbita elevación de Piérola hay una fecha curiosa, que sus sectarios
han acatado como un vaticinio: tomó posesión de su cartera en el mismo día
que cumplía treinta años.
Eso y nada más fue lo que hizo Piérola, y de aquí su fama inesperada de
hacendista. Cuestión de simple miraje, porque los peruanos toman la cosa por
el hombre, el huano por el ministro.
Se quedó, con todo, el Perú, por ese medio, con tal amplio y potente raudal
de oro, que esta sustancia se convirtió en fango... Tan sólo en águilas
americanas, de valor de 20 pesos, circulaban en Lima ocho millones, y por este
número podrá contarse el de los gavilanes y el de los halcones que en espeso
torbellino giraron desde las calles de la ciudad a las cumbres de oro del Oroya
y del Vincocaya, tras las águilas...
Tal era entre tanto el dictador Piérola, bosquejado al lápiz, pero con la
fidelidad de quien no odia ni se humilla.
¿Piérola sería así por ventura sólo el Masanielo de su patria para asegurar
definitivamente la victoria de Chile y la ruina de Nápoles...?
Condensada en la forma que precede, ruda pero sincera, tal era nuestra
opinión, juicio que podríamos llamar prehistórico del dictador del Perú, al
comenzar su labor en enero de 1880; y decimos lo último porque aquel
bosquejo era inspirado más por los opacos reflejos del presentimiento que por
el estudio de cuerpo presente de su fisonomía, de su vida y de su alma.
Capítulo IV
Las finanzas de la Dictadura y sus escándalos
Pero una y otra cosa (que son una sola) sobrevinieron en su ánimo y en su
propósito después de sus cartas pontificales y de su montaña de decretos
destinados a «regenerar» el país, es decir, a crearle embarazos y novedades en
el camino de su rápida organización militar, a la cual los victoriosos chilenos
concedían todos los plazos apetecibles. Para un pueblo que combate, la única
regeneración posible es la victoria; para una nación invadida el comienzo de la
regeneración no está en cambiar nombres a las cosas ni en alterar instituciones
sino en la expulsión del invasor.
Derrochados así esos dineros en menos de dos años, cuando por entre la
humareda de la pira subió al poder en agosto de 1872 el presidente Pardo,
declaró en falencia el estado, ocurriendo él en persona a revelarlo con plena
franqueza al Congreso en una ocasión solemne. Excusado es decir que aquélla
labró su impopularidad, porque los hombres y los pueblos gustan más ser
engañados que darse por apercibidos de su miseria o de su impotencia.
Dos años después (1874), los servicios de la deuda externa, que habían
sido hechos exclusivamente con los suministros metálicos de ella misma,
recibiendo los prestamistas europeos como uno lo que entregaban como veinte,
quedaron oficialmente suspendidos, y el Perú maniatado e hipotecado en
manos de los empresarios del empréstito, los Dreyfus y su círculo.
Pero los israelitas de Londres, entre los que figuraban varios peruanos a
título de renegados, se mostraron más tirantes. La Peruvian ofreció la misma
suma que Dreyfus, mas no por transacción de trampas ni por compra de valores
existentes, sino como oneroso anticipo, a cuenta del huano recibido o a flote, y
exigiendo, entre otras condiciones imposibles de llenar, la neutralización de los
depósitos y el consentimiento del gobierno de Chile para la operación.
En tal situación era fuerza darse prisa, y esto fue lo que ejecutaron los
comisarios del Perú Rosas y Goyeneche firmando en la famosa calle d’Antin,
domicilio del Crédito Industrial, el 7 de enero de 1880 un contrato de
explotación, amortización y anticipo que tenía casi las proporciones de un
libro.
El Perú iba a tener al fin unos cuantos millones después de haber pasado
un año de guerra en irremediable penuria. Sus comisarios se mostraban
altamente satisfechos. No obstante haber perdido en el intervalo a Tarapacá y
sus tesoros, rimeros de libras esterlinas relucirían otra vez sobre las mesas de la
Legación francesa en la calle de las Caballerizas de Artois, y, lo que no era
para ellos de menor satisfacción, habrían burlado al fin los esfuerzos de los
chilenos y castigado a Dreyfus de su terca y rígida tiranía de diez años: «Es lo
mejor posible, atendidas las circunstancias en que ha sido negociado», escribía
el doctor Rosas a un amigo el 15 de enero. Y enseguida, entrando en algunos
detalles más o menos íntimos, pero que traicionaban su sincera satisfacción,
agregaba:
Pero los delegados financieros del Perú no habían contado con los
vaivenes humanos, menos con los de su infeliz patria, tierra de incesantes
convulsiones, y por uno de esos acasos singulares en todas partes, corrientes en
el Perú, el mismo día 7 de enero (días miércoles) en que Rosas y Goyeneche
firmaban en el escritorio de la calle de Antin la negociación del Crédito
Industrial el dictador Piérola firmaba un pacto del mismo género en el palacio
de Lima, con el representante de sus antiguos prestamistas y habilitadores del
Talismán, del Huáscar y del reciente y afortunado motín de Carceletas, don
Federico Ford, apoderado general de los Dreyfus.
Había encontrado Piérola en efecto al adueñarse por sorpresa del poder las
huellas de la negociación Rosas-Goyeneche, e inmediatamente despachó a
Panamá un telegrama en cifras que llegó a París el 4 de enero, ordenando a
aquellos agentes, a título de su autoridad dictatorial, que no cerraran ningún
negociado sin ad referéndum. El despacho iba firmado por el secretario de
hacienda, título que no era reconocido oficialmente ni en el Perú ni por sus
agentes, y además (cosas de aquel desdichado suelo en que el desbarajuste es
normal) se había olvidado remitir la clave de la cifra, la cual no llegó a la calle
de las caballerías de Artois sino el 14 de enero, esto es, una semana después de
consumado a firme el contrato de la calle de Antin.
Hemos dicho anteriormente que hostilizado Dreyfus para dar cuenta de sus
saldos por los agentes fiscales Althaus y Araníbar, había propuesto por buen
avenimiento pagar un millón de libras esterlinas, y cancelar cuentas de todo
género, por las cuales aquéllos le cobraban alcances que algunos hacían llegar
hasta veinte millones de pesos.
Por otra parte, se había practicado hacía poco en Lima, esto es, cuando se
quitó la consignación a los judíos Dreyfus para pasarla a los judíos Raphael,
una liquidación formal y finiquitada, a virtud de la cual se declaraba por el
gobierno del general Prado que los primeros no sólo no tenían derecho para
cobrar un ochavo al fisco peruano, sino que eran deudores efectivos de un
saldo de 657.384 soles y cuarenta y seis centavos. Por su parte y para no
quedarse un sólo punto atrás, los israelitas de París reclamaban en su favor la
escandalosísima suma de 18.776.925 soles y cuarenta centavos de sol,
alegando mermas y anticipos.
Era tan notoria y tan flagrante la enormidad de aquel pacto, que aun en
plena dictadura, el Comercio, diario decano de Lima, se atrevió en su edición
de la noche del 10 de enero a censurar la operación, publicando una carta de
París en que se proyectaba luz favorable sobre los negociados traídos a buen
camino por los delegados civilistas Rosas y Goyeneche.
Fuera de esta negociación que será de eterno baldón para don Nicolás de
Piérola, considerado como hombre y como administrador, y para sus
cómplices, especialmente para su ministro de hacienda Barinaga, que había
escapado de un proceso parlamentario hacía un año para abrirse a sí propio el
harto más grave de la historia, el dictador expidió algunos decretos que
revelaban cierta clara inteligencia y fácil comprensión de los negocios de un
estado. El 25 de diciembre abolió el ridículo decreto de interdicción (copia del
librado en Chile al comenzar la guerra), por el cual el vicepresidente La Puerta
había prohibido el 8 de noviembre anterior todo comercio con Chile en
represalias del desembarco de Pisagua, y enseguida por decreto de 26 de enero
abolió todos los nimios y odiosos gravámenes que una ley de recursos dictada
por el Congreso el 4 de febrero de aquel año había impuesto al comercio,
gravando con 25 centavos todo bulto que se embarcase o desembarcase, con 80
centavos la tonelada de fierro, carbón y otros metales, y con 30 centavos
adicionales los licores, naipes, cigarros y otros artículos de regalía y vicio en
aquel indulgente clima.
Tales fueron los estrenos financieros del dictador, arbitrios peligrosos que
le condujeron por un sistema fijo, en que la audacia hacía de continuo medias
con el empirismo, a invertir en el espacio justo de un año la enorme suma de
ciento catorce millones de soles destinada a imponer a su país las más
tremendas derrotas de su historia.
Capítulo V
Auxiliado probablemente por el censo de 1874, y por los datos que, aun en
país tan desgobernado como el Perú, le ofreciera el registro civil, pudo repartir
con cierta equidad el dictador los contingentes solicitados de las diversas
provincias del Estado, desde Lima al Amazonas y desde Tumbes a las
quebradas de Tarapacá.
Nemesio Orbegoso».
Entre las medidas militares de detalle que el dictador expidió con relación
al ejército, después de las que en los capítulos anteriores y el presente dejamos
recordadas, figuran la organización de la artillería en una sola brigada, con
cinco batallones y la de la caballería en varias brigadas con dos escuadrones
cada una, siendo uno de estos de «lanceros» y otro de «tiradores» (decreto de 3
de enero de 1880).
Este bando, que lleva la firma del prefecto Echenique y que consultaba
también una medida de seguridad interna y política contra el vértigo de los
trastornos, achaque tan nativo del Perú como el soroche, tiene la fecha del 21
de enero de 1880, y fijaba diez días para su ejecución. Pasado este término se
practicarían «visitas domiciliarias», y el que hubiese hecho alguna ocultación
sería penado con seis meses de cárcel y doscientos soles. A los delatores se les
ofrecía por cada denuncio cien soles.
Por esos mismos días (enero 27) declaró también don Nicolás de Piérola
nulo todo lo actuado en el proceso de los reos de Iquique López-Lavalle,
Guerra y otros, a título de que el ministro de la guerra Lacotera no había tenido
facultades para proceder a su enjuiciamiento; y, en cambio, por decreto de 31
de enero declaró vencedores a los combatientes de Tarapacá como a los de
Junín, Ayacucho y la Palma. En el Perú las victorias se decretan, y el diploma
de la de Tarapacá debía contener estas palabras, como prueba: «Él... venció en
Tarapacá. Enalteció y dio lustre a las armas del Perú combatiendo en el... el 27
de noviembre de 1879».
Decreto:
Nicolás de Piérola.
Y, cosa digna de ser recordada, esa misma profunda apatía del placer o del
descanso reinaba a esas horas en Santiago, porque una persona que visitó la
Moneda en los días que precedieron al carnaval de 1880, la ha comparado a un
inmenso, desierto y silencioso mausoleo... Así se hacía la guerra, y a ese paso
caminaba la campaña en tan importante, tan crítica y decisiva coyuntura
después de la victoria...
Capítulo VI
Y mientras avanzan una y otra a su destino, será útil echar una mirada a
los aprestos de defensa con que aguardaba a los chilenos el arrogante dictador
del Perú, que había tenido ya cien días de plazo bajo su bota y su estatuto para
prepararse.
Uno de sus monitores de río, el Manco Capac, que hacía poco había sido
refaccionado, se hallaba encerrado en Arica, bloqueado a la sazón por el
Cochrane, y con esto no mantenía la dictadura en disponibilidad para la
defensa del Callao sino el monitor Atahualpa, en pésimas condiciones de
servicio, la Unión, buque de 1.150 toneladas con sus 13 cañones de a 12, el
Chalaco, viejo transporte que montaba cuatro cañones pequeños, y los
transportes desarmados, si bien fructífera e impunemente empleados como
acarreadores de armas, Limeña, Oroya, el Talismán y el Rimac, estos dos
últimos cautivos. Pero tales cascos, desde que se cerrara el puerto a sus
correrías, iban a servir más de embarazo y cuidado que de utilidad a sus
guardadores. El desgraciado Perú había perdido, en un año, de sus 54 bocas de
fuego destinadas a su guarda, 35. Le quedaban en consecuencia a flote apenas
19 que serían harto ineficaces contra la poderosa artillería moderna de los
acorazados chilenos, inclusa la del Huáscar.
De muy distinto carácter eran las defensas terrestres de la plaza del Callao,
armada en guerra como Valparaíso, Valdivia y Panamá desde el siglo XVII
para resistir a los bucaneros y a los enemigos de España en el mar del sur,
considerado como un lago doméstico por sus reyes (mare clausum).
Habían erigido además los ingenieros militares del Perú con el nombre de
baterías de sotavento y barlovento unos cuantos reductos armados con cañones
de menor calibre denominados Maipú, Zepita, Abtao, Pichincha e
Independencia, sin contar la famosa batería de a mil que mandaba en La Punta
el capitán Astete, el héroe del Shah, íntimo del dictador, y otras obras de mayor
o menor cuenta construidas a la ligera desde la medianía del primer año de la
guerra. Entre estas se mencionaban la batería 17 de marzo, la Pacocha o batería
Rodman (fechas y nombres de las revueltas de Piérola) y varios parapetos de
sacos construidos en torno al muro de la dársena.
Mejor abrigo que el de sus cañones prestaba a los débiles buques que aún
conservaba el Perú el muro de su dársena, obra de lujo más que de utilidad
mercantil, de considerable mérito como construcción civil, ejecutada durante
los últimos cinco años. Habían sido sus empresarios hábiles ingenieros
franceses; sus capitalistas los de la Sociedad general y su costo el de diez
millones de pesos (42 millones de francos).
Tales eran los aprestos y los sustos, las expectativas y las precauciones
puestas en planta por los peruanos en torno a su histórica ciudadela, llave de
Al jefe de
Lima y de su imperio, las fuerzas
cuando navales
las naves de Chile
de Chile en esta
envueltas en las densas
rada».
sombras de la noche y de la niebla se acercaban silenciosamente a provocarlas.
Indecible
Cerca del había sido,tropezó,
amanecer entre tanto, la zozobracon
sin embargo, queunlabote
repentina apariciónque
de pescadores de
la escuadra chilena en las aguas del Callao, había producido
echó a pique en el encuentro, inutilizándose el torpedo que llevaba armado a su en el vecindario de
las
proa.dosRecogida
ciudades.enSelahabíalancha el la
dictador trasbordado,
tripulación, resultó con
ser suun aparato
interesantey bullicio
grupo
acostumbrados, a las baterías del puerto y se le veía
compuesto de un abuelo, su hijo y su nieto, llamados los tres «Torres», correr de fuerte en fuerte
en
acompañado del prefecto Saavedra
aquella bahía defendida sólo por torres. y del general en jefe de la guarnición del
Callao, el anciano general de caballería don Ramón Vargas Machuca.
Conducido por ellos el valeroso teniente Goñi al sitio que ocupaba la
Unión,Se le
despachaban al mismo
aplicó el segundo tiempo,que
torpedo y casi
a sude minuto
banda en minuto,
llevaba, pero sinnumerosos
el éxito
trenes
con tanto afán buscado, porque la máquina explosiva reventó a diezviniendo
por las dos vías férreas que ponen en contacto las dos ciudades, o doce
al puerto los curiosos y desocupados y trasladándose a la
metros de la corbeta, estrellándose en una viga o percha flotante de las que el ciudad las azoradas
familias
comandante que huían de la amenaza
Villavivencio había del bombardeo.
puesto Un corresponsal
en derredor de su buque extranjero
para
aseguraba,
protegerlo. con fecha cinco
La explosión fuedías posteriores
formidable. Seaexperimentó
la notificación del bloqueo,
su sacudida que la
en toda la
población del Callao, compuesta de veinticinco mil almas
bahía y aun en Lima, se sintió a esas horas, llevando su estrépito la primera había huido en masa
hacia
nueva Lima y sus alrededores,
de la presencia y agregaba
de los chilenos que la consternación era general en
en la rada.
todos los ánimos.
Se retiró el comandante Simpson cubierto por la metralla que de las cofas
de laNo menos
corbeta de Chalaco
y del ocho o diez mil almas
le hacían vinieron alpuestas
las tripulaciones siguiente día, más
en alarma porpor
la
curiosidad y patriotería de novedosos, que por consagración
explosión del torpedo, y gobernó mar afuera para reunirse a la escuadra que en cívica de
sacrificio,
esos momentos a visitar
hacíaelsupuerto
aparicióny a en contemplar
el cabezo,lao promontorio
lejana siluetaseptentrional
de los barcos de
chilenos con anteojos de larga vista desde las azoteas.
la isla. Se adelantó enseguida desde allí gallardamente la última hacia Los ferrocarriles hacíanel
la cosecha del bloqueo a costa de la gloria barata de sus
fondeadero, ejecutando las diversas evoluciones que constan de un boletín, defensores, y según un
diario
resumen de telegráfico
Lima, el 11 de de las
abrilimpresiones
pagaron su de pasaje en la línea
novedad, trasandina
sorpresa no menos
y arrogancia de
de
los 3.253 patriotas.
peruanos, que dice así:
Por lo menos, durante los diez días del plazo previo del bloqueo, tregua
sino de Dios, de los fardos, no ocurrió en la bahía, como era de esperarse, nada
de notable.
En la noche del día 10, y como augurio de su desdichada suerte, las dos
lanchas torpedos de que disponían los peruanos llamadas Urcos e
Independencia, se hicieron recíprocamente fuego, pero luego se reconocieron y
aplacaron.
Pero. ¡oh, cruel burla de la noche y del miedo forjada contra el nocturno
heroísmo! Algunas horas más tarde la prensa de Lima rectificaba aquella
azarosa nueva diciendo que no eran los chilenos los que habían desembarcado
en La Punta y recibido las descargas de su asustadiza guarnición, sino un viejo
pescador que por ahí vivía y durante la noche cruzó delante de los héroes con
su pobre canoa en demanda de corvinas...
El boletín marítimo del día 16 de abril era todavía más pesado que los
anteriores, compartiéndose la monotonía de los buques al ancla con la densa
niebla invernal que en esa estación del año cubre como impenetrable velo toda
la costa del Perú, y de hecho, y sin notificación previa lo bloquea:
Hela aquí:
«Pueblo de Lima:
«Respetables matronas:
En este estado de cosas llegó la terminación del plazo sin que hubiese
ocurrido en la escuadra nada digno de nota excepto el arribo y partida hacia
Paita en demanda de armas enemigas de la corbeta O’Higgins que recaló del
sur el día 15 de abril, y la singular exención que el presidente de la Cruz Roja
en Lima Monseñor Roca, prelado más astuto que evangélico, solicitó el día 16
del puerto de Chorrillos para establecer allí sus hospitales.
Hecho todo esto, los peruanos esperaron, anhelantes los pechos, las rabizas
de los cañones en las crispadas manos, y el dictador a manera de lanzafuego, a
caballo y a pie en todas partes.
Por más que hicieran y esperaran los de tierra no habría en aquel día, 20 de
abril de 1880, «una de San Quintín».
Pasaron algunos días del eternamente monótono bloqueo, sin más novedad
que la de haberse varado en San Lorenzo en la mañana del 7 de mayo el
transporte Matías Cousiño; pero nuestros marinos lograron zafarlo con cortas
averías dos o tres días más tarde.
Había regresado del norte, trayendo a su bordo las autoridades de las islas
de Lobos en la noche del 9, la corbeta O’Higgins, y esta tomaría también parte
en el combate, al mando de su bizarro y entendido comandante don Jorge
Montt.
Ocuparon en consecuencia sus posiciones de combate, a la una de la tarde
del 10 de mayo, el Huáscar, la Pilcomayo, el Angamos, y el Amazonas frente a
la dársena, el Blanco a la altura de la batería de a mil de la Punta, y la
O’Higgins, doblando ésta por el lado de la Mar brava, para atacar sus
formidables piezas de enfilada, o por su espalda.
La Pilcomayo, 108;
La O’Higgins, 100;
Angamos, 32;
Amazonas, 25;
Blanco Encalada, 8.
Señor prefecto:
Neto».
Señor prefecto:
Zuleta».
Señor prefecto:
Sin novedad.
Neto».
«Mayo 22.
Señor prefecto:
Sin novedad.
Zuleta».
«Mayo 24.
Señor prefecto:
Neto».
Echaron de ver, en efecto, con la primera claridad del alba de aquel día los
infatigables vigías de la noche Señoret y Goñi (quienes haciendo
constantemente la ronda de los buques para protegerlos de acechanzas y de
torpedos no pestañeaban) que por el lado de la Punta aparecían los humos de
tres lanchas peruanas, y en el acto gobernaron sobre ellas para cortarlas y
librarles combate con las suyas.
Tuvo lugar asimismo, a fines de mayo (el día 27) un tiroteo de cañón
durante el cual la peripecia más señalada fue la de que un diestro artillero del
Angamos puso dentro de la cámara del Chalaco, en los momentos en que sus
oficiales almorzaban, una bomba que llenó el lujoso salón del buque de astillas,
cayéndole (así dice una relación del suceso) algunas de aquellas en la boca al
guardiamarina Portal y otras «en las patillas» al comandante La Barrera, que se
hallaba recostado muellemente en un sofá, cociendo probablemente su
digestión, mientras el guardiamarina comenzaba la suya.
«Callao, 27 de mayo.
A las 11:20 a. m.
Señor Prefecto:
Neto».
«11:30 a. m.
Señor prefecto:
Neto».
«11:50 a. m.
Señor prefecto:
Neto».
«8:38 p. m.
Señor prefecto:
Neto».
El día subsiguiente fue, como los de casi toda aquella pesada estación,
intensamente nublado, y tanto era esto, que por la noche los buques se hacían
señales con cañón para reconocerse:
7:20 a. m.
Zuleta».
«7:40 a. m.
Señor prefecto:
Zuleta».
«8 a. m.
Señor prefecto:
Zuleta».
«8:13 a. m.
Señor prefecto:
Zuleta».
«8:15.
Señor prefecto:
Zuleta».
Señor prefecto:
Zuleta».
Señor prefecto:
Neto».
Señor prefecto:
Neto».
Señor prefecto:
Sin novedad.
Zuleta».
De U. S. respetuosamente.
Los únicos boletines telegráficos de ese día que hemos encontrado dicen
en efecto así:
7:17 a. m.
Señor prefecto:
Zuleta».
«8 p. m.
Señor prefecto:
Zuleta».
Pero aquella postiza alegría no sería de dura, porque dos días después, es
decir, en la mañana del día 1.º de junio, se veía acercarse al costado del Blanco
una pequeña embarcación a vapor que llegaba del sur empavesada, y en el acto
todos los buques bloqueadores cubrían su jarcia de vistosos trapos, saludando
ufanos con el cañón de las salvas reales y el clarín de las dianas de guerra la
noticia de inmortal victoria.
Era el aviso a vapor El Toro que traía de Pacocha la nueva del triunfo
completo obtenido por las armas de Chile sobre el ejército de los aliados a la
vista de la ciudad y valle de Tacna el memorable 26 de mayo de 1880.
Por manera que lo único que en tan grave coyuntura parecía racional,
oportuno, expedito y patriótico, era aprovechar con vigor y celeridad el
aturdimiento y la desmoralización que en todos los pueblos producen durante
sus primeras angustias la adversidad continua y casi implacable, para marchar
por el sendero más corto y más recto a su final avasallamiento.
Y ese camino había sido otra vez, como en tres ocasiones anteriores,
únicamente el de Lima, que era, política y militarmente hablando, el Perú, a fin
de consumar así en su centro la grande empresa que el destino y la fortuna
habían dejado en nuestras manos.
Capítulo VIII
El ministerio Recabarren
El señor Santa María, que lo regía, había hecho en efecto dos viajes a
Antofagasta, en época azarosa y con decadente salud, acarreándose gravísimos
compromisos personales a fin de empujar las operaciones de la campaña hacia
un rumbo activo. El señor Sotomayor, ministro de la guerra en campaña, había
muerto en el puesto del deber y del patriotismo. Su reemplazante en Chile, el
señor Gandarillas, ministro en propiedad de justicia, no obstante la aspereza de
sus exterioridades, y tal vez a causa de ellas, había sido yunque de trabajo,
constituyéndose en Valparaíso para la reorganización de nuestra marina que
dio por resultado la aprehensión del monitor enemigo que tenía en jaque a
nuestro ejército.
Aquella composición fue acogida con natural frialdad por el público, que
hacía el legítimo contraste de los que se iban con los que llegaban; y a la
verdad, apartados de la crítica sus dos primeros nombres, aquella indiferencia
se hallaba justificada no sólo por el mérito que ahora se reconocía a sus
antecesores, y porque los nuevos ministros pertenecieran en su gran mayoría,
casi en su totalidad, a un bando político que nada había hecho por la guerra ni
para la guerra, sino especialmente por la insignificancia política casi absoluta
de su personalismo.
Pero no por esto podía decirse que el jefe del gabinete de junio se hubiese
preparado para dirigir la política del país en una situación ordinaria, mucho
menos en días de gravísimo conflicto. Amigo personal y antiguo del presidente
Pinto, como lo era el señor Amunátegui, participaba del reposo y de la flema de
ambos, condiciones negativas de su carácter en los momentos en que lo que
más fuertemente la crisis demandaba era una voluntad ardiente y dominadora
que sacudiese al fin la inercia y el invencible sopor del jefe del estado, que
había ido alojando la guerra, después de cada campaña parcial, como si hubiese
sido el ejército un campamento de carretas en nuestros antiguos caminos
públicos de llanos y de cuestas.
Capítulo IX
Pero todo era en vano y aun contraproducente, porque mientras todo esto
tenía lugar en el seno de las dos ramas del poder legislativo, en los cuales el
gobierno no había encontrado sino solícitos, desinteresados casi entusiastas
colaboradores, la actitud del gobierno para con el país, para con el congreso,
para con el ejército mismo que había vencido en Tacna y en Arica, continuaba
inalterable.
Este inverosímil pero significativo mensaje que fue recibido con marcada
y natural desazón por el senado en la sesión del 9 de julio, elevaba en efecto a
la categoría de generales de brigada a los coroneles Godoy, Prieto, Saavedra y
Sotomayor, que no habían hecho la última campaña, si bien respecto del último
era una deuda pendiente de la anterior; y a coroneles a los comandantes Ortiz
(del Buin) y Castro (del 3.º) que por su mala estrella no habían peleado en parte
alguna...
Por su parte, y en todo lo que era el régimen interno y económico del país,
continuaban las dos ramas del Congreso funcionando con laudable actividad y
con tan franca como meritoria e inusitada prescindencia del gobierno. Se
discutían así y se aprobaban diversos proyectos de entidad, como el de
incompatibilidades parlamentarias, la abolición del estanco y el impuesto sobre
los salitres, que si tuvo el mérito de ser general a todas las zonas ocupadas, fue
evidentemente demasiado oneroso en su monto. A la verdad, el gobierno
dejaba pasar todo con la sola condición de que no lo obligaran a ir a Lima. El
presidente, como los antiguos viajeros que hacían a carreta de bueyes y picanas
la jornada de la capital a su puerto, quería dormir la tercera siesta de la guerra
en Curacaví, es decir en Tacna. Las dos primeras las había ya dormido en
Antofagasta y en Tarapacá.
(3:27 p. m.)
Señor prefecto:
(Lima).
Pero aun había algo de más singular en aquel apresuramiento por aceptar
la personería, por nadie reconocida, de aquel excéntrico personaje a quienes
pesares domésticos de tálamo, habían inducido a darse el placer o el consuelo
de las brisas del mar. Porque existe hoy suficiente constancia de que no dio
siquiera aviso oficioso ni privado de su viaje a Iquique y a Chile a las
autoridades peruanas. Y lo que era en un sentido internacional mucho más
grave que eso, hay constancia de que conociendo el gobierno de Chile por
comunicaciones auténticas depositadas en su archivo, que el gabinete de
Washington, que a la sazón presidía el anciano y prudente señor Evarts, había
prohibido (sic) a sus representantes en los países beligerantes del Pacífico
inmiscuirse en negocios de mediación, a no ser cuando fueran formal y
explícitamente solicitados para ello, arrebatado el primer funcionario de Chile
por sus ansias incurables de paz y sosiego, solicitó oficiosamente la ingerencia
intrusa de aquel viajero de ocasión, y comenzó a llevar a la sordina el hilo de la
trama, precisamente desde los días a que hacen referencia los últimos viriles y
reveladores actos del Senado de que hemos hecho memoria.
Y ello no podía ser más cierto, ni más triste, ni más ocasionado a demoras
tan funestas como las derrotas mismas.
A la verdad, nada podía ser más enfático ni más categórico que aquella
declaración del honrado y honorable representante por Elqui. Hablaba en causa
propia y decía toda la verdad: El señor Christianey no había venido a nombre
de Piérola, no había traído insinuación de ninguna especie sobre la paz, no
había pedido tampoco al gobierno base alguna, su viaje tenía sólo propósitos de
servicio interno para su país. Y si esto era así, ¿cómo entonces y por vía de cuál
encantamiento sucedía que de ese viaje había surgido la idea de tratar con el
Perú y con Bolivia, y cómo en ese viaje y el regreso de quien tan sin propósito
lo hiciera encontraron su punto de partida las negociaciones de Arica, que en
breve surgieron sobre la superficie de las aguas y vergonzosamente se
malograron?
¡Ah!, era que se hacía o se buscaba la paz a escondidas del país, como una
maniobra doméstica, como un reposo a la fatiga impuesta y aceptada de mal
grado, como una manifestación fisiológica de la tendencia de espíritu del jefe
del estado que había vivido envuelto durante la guerra en el sudario de la paz,
sintiéndose abrumado bajo el peso del yelmo, de la coraza y de la espada que
otros a la fuerza y casi de sorpresa le ciñeran. La paz, como se la proseguía y
como se la había iniciado, no en Lima, no en La Paz ni siquiera en Washington
sino en Chile, en Santiago, en la calle de San Antonio número 16, era en
realidad una conspiración del gobierno contra el pueblo y contra el Congreso
de Chile.
Trabado así el debate durante varias sesiones consecutivas desde el día 11,
la del 14 de septiembre se convirtió, más adelante y a virtud de la ley natural
que hace al agua buscar su nivel en la superficie y hervir cuando arrimada al
fuego, en ardiente palenque de política, formándose en línea de batalla los
sostenedores del ministerio y sus adversarios, que en fuerza si no en votos (los
ministerios tienen siempre por hábito y tradición mayoría de urna en Chile), se
balanceaban.
Y en esta vez el jefe del estado había sido sorprendido en flagrante acto de
flaqueza y de contradicción con el país, porque las negociaciones de paz, no
solicitadas por el vencido ni por nadie, estaban allí en el fondo del mar
peruano, y luego subirían como a alto pilorí de caoba a la cámara de la corbeta
mediadora, su teatro y su sepulcro.
Se había anunciado entre tanto en los corrillos del público curioso que en
aquel día sería llevado a la Cámara de Diputados en brazos del ya escuálido
ministerio, un atleta de poder hercúleo, que, habiéndose mantenido hasta cierto
punto apartado de aquellos fatigosos debates, se encontraba mejor sostenido
por su potente y brillantísima pujanza de tribuno. En esta ocasión, al menos, el
popular diputado por Valparaíso, combatido por todos los gobiernos anteriores,
hablaría casi desde la altura de un ministro sin cartera o por lo menos, de un
orador que llevaba la palabra del gobierno y el encargo de salvarlo.
Y tal aconteció, porque vueltos los diputados a sus asientos se aprobó por
70 votos contra 6, es decir, por casi la totalidad de la sala una orden del día
sostenida brevemente por el señor Augusto Matte y que estaba concebida en
los términos siguientes:
Quedó así terminado, con esta columna de diáfano humo, simple indicio
del paraje en que la hoguera había ardido y se extinguía, el borrascoso debate
que comenzado el 11 de septiembre se había prolongado durante seis largas
sesiones.
Mas, ¿se hallaba por ventura salvado el gobierno como entidad moral y
permanente de la república, la guerra como peligro, como tardanza y como
futuro y cruel derramamiento de sangre y de millones?
Seguirá a Pacasmayo.
Dios guarde a V. E.
Valdivieso».
De esta suerte, y mientras una rama del Congreso, haciendo acto de
magnanimidad o de condescendencia, absolvía al gobierno del señor Pinto de
sus errores, comenzarían a marchar paralelas en las costas del Perú las dos
empresas insensatas y contraproducentes, que se excluían violentamente entre
sí y que se daban, sin embargo y a virtud de una ceguedad inconcebible, como
cooperadoras a un sólo fin.
Ese fin era una paz falaz e inmatura, y conocidas hoy bajo los nombres de
las Conferencias de la Lackawana y Expedición Lynch, se convertirían en las
más opacas sombras de la guerra, porque no las había inspirado la cordura, el
interés ni la gloria de Chile sino la codicia de la poltronería de un gobierno que
en la mitad de la jornada se había echado al suelo y no quería oír los gritos del
país que lo azuzaba para marchar hasta el fin, ofreciendo llevarlo en sus
propios y robustos brazos victoriosos.