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UN CANTO NUEVO PARA EL SEÑOR

VERDAD E IMAGEN
145

Colección dirigida por


Ángel Cordovilla Pérez

Ex Bibliotheca Lordavas
Obras de Joseph Ratzinger
publicadas por Ediciones Sígueme:

- Introducción al cristianismo (Vel 16)


- Un canto nuevo para el Señor (Vel 145)
- Fe, verdad y tolerancia (Vel 163)
- La fraternidad de los cristianos (Velm 18)
JOSEPH RATZINGER

UN CANTO NUEVO
-
PARA EL SENOR

La fe en Jesucristo
y la liturgia hoy

SEGUNDA EDICIÓN

EDICIONES SÍGUEME
SALAMANCA
2005

Ex Bibliotheca Lordavas
Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín

Tradujo Manuel Olasagasti Gaztelumendi


del original alemán Ein neues Liedfor den Herrn

© Verlag Herder, Freiburg im Breisgau 1995


© Ediciones Sígueme S.A.U., 1999
C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca 1 España
Tlf: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563
e.mail: ediciones@sigueme.es
www.sigueme.es

ISBN : 84-301-1329-0
Depósito legal: S. 596-2005
Impreso en España 1 Unión Europea
Imprime: Gráficas Varona S.A.
Polígono El Montalvo, Salamanca 2005
PROLOGO

En los años del movimiento litúrgico, y también en los ini-


cios de la reforma litúrgica conciliar, muchos creyeron que el
tema de un modelo litúrgico adecuado era un asunto puramen-
te pragmático, una búsqueda de la forma de celebración más ac-
cesible al hombre de nuestro tiempo. Hoy está claro que en la
liturgia se ventilan cuestiones tan importantes como nuestra
comprensión de Dios y del mundo, nuestra relación con Cristo,
con la Iglesia y con nosotros mismos: en el campo de la liturgia
nos jugamos el destino de la fe y de la Iglesia. La cuestión li-
túrgica ha cobrado hoy una relevancia que antes no podíamos
prever.
En el decenio anterior fui invitado repetidas veces a dar con-
ferencias sobre liturgia y música eclesial. Yo no podía pronun-
ciarme, evidentemente, sobre esta problemática desde la pers-
pectiva de la ciencia musical, para lo que carecía de compe-
tencia; sólo podía iluminar los aspectos teológicos. Aun así, el
tema parece muy alejado del núcleo de nuestros problemas teo-
lógicos y litúrgicos, un tema más bien marginal. Pero a medida
que ahondaba en la cuestión me fui convenciendo de que en ella
se debatía la esencia de la liturgia. De este modo mis tanteos so-
bre liturgia y música eclesial se convirtieron por lógica natural
en estudios sobre la esencia de la liturgia cristiana. Tales estu-
dios, junto con un trabajo sobre el domingo cristiano y una con-
ferencia sobre el significado de la casa de Dios para la liturgia
de los cristianos, constituyen la parte principal de este libro,
que desde diversos enfoques permite contemplar, según espero,
los elementos esenciales de una teología del culto divino.
A esta parte, que es la segunda en el libro, he antepuesto tres
estudios sobre la fe en Cristo y la esperanza de los cristianos
fundada en ella. La relectura de los textos desde la distancia de
8 Prólogo

muchos años me ha persuadido de que la búsqueda de criterios


para la renovación litúrgica se reduce en el fondo a la pregunta:
«¿Quién creéis que es el Hijo del hombre?» (cf. Mt 16, 14s).
Por eso, esta primera parte me parece imprescindible para situar
las cuestiones litúrgicas en la perspectiva justa. Sólo una estre-
cha unión con la cristología puede posibilitar el desarrollo fe-
cundo de una teología y una praxis de la liturgia.
En la última sección he añadido un diálogo sobre la peni-
tencia cristiana y una conferencia sobre el camino para el ser-
vicio sacerdotal. Una liturgia bien entendida va siempre más
allá del recinto eclesial, hasta alcanzar la vida activa. Esto apa-
rece con especial claridad en la penitencia. Esta no se puede
«celebrar» sin más; hay que vivirla y padecerla; pero necesita
un punto de apoyo litúrgico que la oriente y eleve del terreno
estéril de lo meramente moral hasta el espacio de la gracia y del
sacramento. Ningún otro sacramento ha sufrido en los últimos
decenios una crisis tan grave como la penitencia. Pero la litur-
gia es una unidad resultante de todos los sacramentos, y si una
parte esencial de esa unidad enferma o entra en agonía, el ries-
go afecta a toda la liturgia y a todos los sacramentos. Por eso
me parece imprescindible, en el contexto del tema litúrgico, ha-
cer una reflexión sobre la penitencia como unidad de sacra-
mento y vida. Sé muy bien que mi exposición sobre la materia
es muy insuficiente; pero he creído necesario incluirla en este
libro, al menos para impulsar otras reflexiones y estudios. Por
último, entiendo que el tema de la adecuada preparación para el
sacerdocio viene a refejar, una vez más y de modo elocuente, la
cuestión general de nuestra preparación integral para el culto
divino; por eso he considerado pertinente colocar una medita-
ción sobre esta materia al final del libro.
He reelaborado todos los trabajos antes de incluirlos en la
presente obra para darles una unidad, dentro de lo posible. No
he logrado evitar del todo las repeticiones ni superar el carácter
fragmentario de las distintas secciones. Al final sólo me cabe
esperar que estos ensayos, con todas sus insuficiencias, puedan
ofrecer una ayuda a la fe y servir para su realización en la litur-
gia y en la vida.
Joseph Ratzinger, cardenal
I
Jesucristo, centro de nuestra fe
y fundamento de nuestra esperanza
Jesucristo, hoy

l. Indicaciones sobre el origen y finalidad del presente estudio

Redacté este trabajo el año 1989 como lección final de un


curso de verano en la Universidad Complutense de El Escorial,
Madrid. Representantes de las distintas disciplinas teológicas
que llegaron de diversos países y confesiones habían expuesto
a los oyentes, durante una semana, todo el espectro del debate
teológico actual en torno a la figura de Cristo. Al final me tocó
ofrecer algo así como una síntesis de la cristología para hoy 1•
Sabía que una hora sólo daba para sugerir las líneas maestras y
apuntar algunas orientaciones. Pero ¿con qué criterios debía
hacer la selección? Como la palabra «hoy» figuraba en el títu-
lo, me pareció obligado no tomar este hoy en sentido demasia-
do estricto. Cristo es una figura histórica; en este sentido posee
un «ayer» que no podemos soslayar: hay que destacar el senti-
do permanente de la dimensión histórica, que fue abordada am-
pliamente en las conferencias. Pero Cristo resucitó, y por eso no
queda circunscrito al ayer: nos encontramos con él hoy. El in-
creyente tampoco puede negar que Cristo es un hecho actual; no
preguntaríamos por su pasado si no existiera este «hoy». Es
más, todo el mensaje de Jesús va dirigido a atraer a los hombres
al «reino de Dios» y, por tanto, a sobrepasar el marco del tiem-
po. Creí que debía abordar en una parte introductoria estas di-
mensiones de la fe en Cristo y exponer las imágenes principa-
les que se han ido formando sobre él en el curso de la historia.

l. Las conferencias están impresas en el volumen Universidad Complu-


tense de Madrid, Jesucristo hoy, Cursos de verano, El Escorial 1989.
12 Un canto nuevo para el Señor

Pero ¿qué rasgos de la imagen de Cristo había que destacar?


La palabra «hoy» ofrecía de nuevo la clave metodológica.
Cuando redactaba el texto, la teología de la liberación había
perdido algo de actualidad; pero al desinflarse la actualidad ex-
terna aparecieron las imágenes e ideas que perduraban más allá
de su coyuntura política. Eran (y siguen siendo), primero, la
idea de Cristo libertador, el guía en el nuevo éxodo desde la ser-
vidumbre a la libertad. Es, segundo, la «opción por los pobres»:
el Cristo pobre es la opción de Dios en persona. Y es, final-
mente, en un mundo de violencia, sufrimiento y muerte, el cla-
mor por la vida ... a aquel que puede dar vida «en plenitud».
Entendí que estos tres enfoques estrechamente relacionados ex-
presaban lo esencial de la nueva experiencia de Cristo en nues-
tro hoy y que, por tanto, una conferencia actual sobre el tema
de Cristo debía asumir tres imágenes de esperanza y redención
a modo de tres títulos modernos de Cristo.
Pero si la imagen de Cristo ha de orientarse hoy en el Jesús
real de la historia, es obligado indagar la relación que guardan
esas tres imágenes con la figura bíblica de Jesús. No podía em-
prender largos y doctos análisis, sino alcanzar una perspectiva
que permitiera detectar sin rodeos la confluencia del ayer y el
hoy e indicara, en su caso, los retoques que el testimonio de la
Biblia impone a nuestra visión actual. En busca de esta pers-
pectiva reparé en una trilogía de títulos que presenta el evange-
lio de Juan y que coincide en parte, sorprendentemente, con la
tríada moderna, aunque sin posibilidad de una equivalencia to-
tal. Jesús se define en Juan como camino, verdad y vida (14, 6).
La relación más fácil de establecer era la de «vida». Basta pre-
guntar cómo se relaciona nuestra demanda moderna de vida con
la idea de vida que Jesús anuncia. ¿Qué vida promete? ¿cómo
responde a nuestras preguntas? ¿cómo puede llegar esa vida a
nosotros?
Tampoco era demasiado difícil encontrar una segunda cone-
xión: el camino y el éxodo tienen algo en común; el éxodo es el
camino desde la cautividad a la libertad; así lo indican los cin-
co libros de Moisés; así lo medita todo el antiguo testamento.
El concepto joánico de camino se refiere a temas que no son el
del éxodo, pero incluye sin duda este idea bíblica central. Cuan-
Jesucristo, hoy 13

·vo Jcsus se presema como camino, sus palabras contienen una


•teología de la liberación», y él se considera el verdadero Moi-
QセN@ superior al Moisés del antiguo testamento: no sólo es guía
de un camino mostrado por Dios, sino que él es este camino.
Así, la profundización en la idea de camino debe llevar al nú-
cleo neotestamentario de una teología de la liberación, ayudar a
aeparar la esencia y la adherencia en esta teología y contestar de
eNe modo una pregunta básica de nuestro tiempo (y de todos los
seres humanos). La conferencia, obviamente. sólo me permitió
sugerirlo. Era importante, y sigue siéndolo para mí, lo siguien-
te: La cuestión de Cristo, el libertador, es un tema típico de
nuestro tiempo. Relaciona la figura histórica de Jesús con el
presente; incluye una relación entre la experiencia actual del ser
humano y la doctrina bíblica. Pero la Biblia misma está marca-
da, precisamente en este tema, por la relación entre el antiguo y
el nuevo testamento y, por tanto, entre dos planos de una histo-
ria de la libertad divino-humana. El error fundamental en los in-
tentos más conocidos de una teología de la liberación fue el ha-
ber leído esa historia retrospectivamente. Es decir: en lugar de
avanzar, dentro de la historia de la liberación que describe la Bi-
blia, en su propia dirección, hacia adelante, desde Moisés a
Cristo y con Cristo al reino de Dios, han caminado en la direc-
ción contraria. No han contemplado a Moisés en dirección a
Cristo, sino invertido el movimiento histórico, sometiendo a
Cristo a los criterios políticos. De este modo la teología de la
liberación ha malentendido también a Moisés, al eliminar la di-
námica que lo define y lo impulsa hacia adelante. En la cuestión
del éxodo es posible equivocarse olvidando el antiguo testa-
mento; pero también es posible equivocarse deformando la no-
vedad del nuevo testamento. Traté de presentar en toda su
relevancia la significación del antiguo testamento, pero conci-
biéndolo como un camino hacia el nuevo y mostrando la di-
mensión de los conceptos de éxodo, libertad y liberación mani-
festada al mundo por medio de Cristo.
No era difícil descubrir una relación interna entre los temas
de camino y liberación; también el tema de la vida ocupa el
centro de nuestro interés actual; pero resultaba poco menos que
imposible establecer un nexo plausible entre los temas de la
Un canto nuevo para el Señor

verdad y la pobreza. La correspondencia entre la trilogía cami-


no-verdad-vida y la trilogía libertad-pobreza-vida parecía im-
posible en el punto central; pero a medida que profundicé en la
cuestión, fui descubriendo justamente aquí un fuerte nexo y la
posibilidad de acceder al tema de la verdad partiendo del tema
de la pobreza. Porque el tema de la verdad quedó desacreditado
en la historia por la alianza con el poder. Cristo rehabilitó la
verdad para los hombres implantándola en el mundo al margen
de todo poder, en la pobreza de la predicación. En la tercera
sección de la conferencia traté de aclarar esta correspondencia,
insospechada para mí en un principio y luego tan significativa.

Permítame el lector señalar dos ideas concretas de la confe-


rencia que me afectan especialmente. Primero, el seguimiento
de Cristo como traducción de la temática del éxodo a la praxis
de la vida real y como éxodo posible y necesario para todos. La
cuestión del seguimiento está expuesta a un error cristológico y
antropológico cada vez más extendido: se ha generalizado la
opinión de que sólo podemos seguir a Jesús hombre, no al Hijo
de Dios. Esta dicotomía de Cristo en un modelo humano y un
Hijo de Dios que no nos afecta existencialmente ha contraído y
devaluado la idea de seguimiento de tal modo que resulta ine-
vitable el regreso a la dimensión del antiguo testamento, que
cobra así mayor entidad. A partir de aquí se puede entender
muy bien la resistencia de la teología de la liberación a la idea
cristiana tradicional de «camino». No, el éxodo cristiano inclu-
ye obviamente el seguimiento del Cristo integral e indiviso y,
por tanto, también el seguimiento en la vertiente divina. El te-
ma de la liberación mantiene de este modo su verdadera ampli-
tud; todo lo demás sería obtuso y mezquino. Pero ¿cómo es po-
sible seguir al «Hijo» y recorrer el camino que lleva a «la dere-
cha del Padre»? Con esta pregunta hemos alcanzado la altura de
la temática cristiana de la liberación, a la que traté de dar una
breve respuesta que requiere obviamente un complemento an-
tropológico y teológico.
Esto va asociado a la segunda idea, y yo pido una especial
atención al lector para aclararla. Se trata de una pregunta for-
mulada al final de la tercera sección: la pregunta de si hay en el
Jesucristo, hoy 15

cristianismo actual (el occidental, sobre todo) una tentación par-


ticular de monofisismo. Se entiende por tal un angostamiento
de la imagen de Cristo que encontró su forma teórica en Egip-
to durante el siglo V, pero que ha amenazado siempre a la con-
ciencia cristiana al margen de esa teoría: consiste en negarle al
Redentor una naturaleza humana propia. La naturaleza humana
queda fundida en la divina hasta formar una sola unidad con
ella. Reducir lo humano de Cristo y ver en él únicamente lo di-
vino, es un peligro que puede acechar especialmente a la per-
sona religiosa. La eclosión religiosa que se produjo en el perío-
do entre las dos guerras mundiales llegó asociada a una nueva
sensibilidad para el hombre Jesús; algunos teólogos denuncia-
ron lo mucho que se había difuminado la imagen de su huma-
nidad, frente a la viveza y proximidad con que ésta aparece en
los evangelios cuando los leemos con atención. Karl Adam,
profesor de dogmática en Tubinga, supo hablar con entusiasmo
a los contemporáneos sobre el hombre Jesús que había encon-
trado en la Biblia. Por los mismos años J. A. Jungmann, al in-
vestigar la historia de la liturgia, concluyó que la superación del
arrianismo -una corriente teológica que había negado la divi-
nidad de Cristo- supuso una acentuación unilateral de la divi-
nidad de Jesús y favoreció una especie de brote monofisita en
la oración cristiana. Jungmann intentó poner al descubierto las
huellas de aquel brote monofisita analizando la religiosidad po-
pular de su tiempo.
Hay que distinguir dos puntos en esta cuestión. La religiosi-
dad popular de los años veinte, combatida por la crítica de
Adam y de Jungmann, no existe ya ... por desgracia. De ahí que
no se puedan trasferir sin más las advertencias de Adam y Jung-
mann al presente, aparte de que tales advertencias tampoco es-
taban entonces totalmente exentas de unilateralidad. El otro
punto es el grado de acierto que puede haber en los análisis his-
tóricos que hacen los dos autores sobre el paso desde el nuevo
testamento a la Iglesia antigua, y desde ésta a la Iglesia de su
tiempo. Estos grandes teólogos contrajeron dos méritos que me
parecen indiscutibles en relación con nuestro tema: primero, la
nueva visión de la figura bíblica de Jesús y su humanidad viva
a través de los tiempos; segundo, su referencia insistente a la
16 Un canto nuevo para el Señor

síntesis cristo lógica del concilio de Calcedonia (451 ), que con


la fórmula de las dos naturalezas en Cristo, unidas «sin separa-
ción ni fusión» por la única persona del Logos, expresó para
siempre el criterio válido para un lenguaje correcto sobre Jesu-
cristo.
Pero, sentadas estas premisas, hay que decir que la investi-
gación posterior ha traído nuevos datos que obligan a revisar al-
gunos juicios o, al menos, a matizarlos. No voy a entrar aquí en
la disputa, cada vez más confusa, en torno al Jesús «histórico»,
donde se va evidenciando que la reconstrucción de un Jesús pu-
ro hombre, despojado del misterio de su misión divina, condu-
ce al vacío y se anula a sí misma. Exegetas relevantes como K.
Berger y R. Pesch nos muestran que sólo la integridad bíblica
da sentido a la figura de Jesús, y que el dislate cada vez más
patente de los intentos de retrotraerlo a supuestos parámetros
humanos de su tiempo obliga a volver a la figura indivisible del
Jesús de los evangelios. En lo que respecta a la historia de la
oración litúrgica, la investigación reciente demuestra que el fo-
so antiarriano no es tan hondo como había creído Jungmann. Su
tesis fue que la liturgia no había orado hasta el siglo IV a Jesu-
cristo, sino al Padre. Este juicio no se puede mantener ya. La in-
vocación de Jesucristo forma parte de la liturgia desde el prin-
cipio, al margen de la oración privada de los cristianos 2.
Pero es importante, sobre todo, señalar que la investigación
reciente no ha restado al concilio de Calcedonia nada de su
grandeza y normatividad, pero ha dejado en claro que la fór-

2. Cf. por ejemplo B. B. Macomber, The Ancient Form of the Anaphora


of the Apostles, en N. Garsolan y otros, East of Byzantium, Washington 1982,
73-83, donde se demuestra que la invocación a Cristo en la anáfora apostóli-
ca de Addai y Mari, es original y no un añadido posterior. Cf. también A. Ger-
hards, ?riere adressée a Dieu ou au Christ?, en Bibliotheca Eph. Lit., Subsi-
dia, Roma 1983, 1O1-114, que hace referencia a otras anáforas anteriores al
siglo IV dirigidas a Cristo: <<Frente a la opinión de Jungmann de que sólo a
partir del siglo IV entraron paulatinamente en la liturgia las plegarias dirigidas
a Cristo, éstas siempre formaron parte de la oración pública de la Iglesia>> (p.
113). El himno querubínico de la liturgia bizantina se dirige a Cristo como
oferente del sacrificio. Estas enmiendas concretas no dañan la categoría de la
obra maestra de Jungmann. Publicada el año 1925 en Münster i.W.. fue reedi-
tada en 1962 con anexos del autor.
Jesucristo, hoy 17

mula de Calcedonia brotó, más que nada, de una especie de in-


tuición cuyo significado concreto se aclaró en los concilios si-
guientes, sobre todo en el constantinopolitano III (680-681) y el
niceno II (787). Los esquemas cristológicos de la primera mi-
tad de nuestro siglo se detuvieron casi siempre en Calcedonia;
pero sólo es posihle entender correctamente Calcedonia conju-
gándolo con los concilios posteriores. La teología de Máximo
el Confesor (ca. 580-662), cuya obra fue reintroducida en el de-
bate teológico, sobre todo por Hans Urs von Balthasar3 , resulta
ya imprescindible para entender correctamente la cristología de
los grandes concilios; más tarde, los trabajos de M. J. Le Gui-
llou, Chr. Schonborn y otros nos han facilitado la comprensión
de ese gran testigo de la era patrística tardía4 . En el período de
la unilateral atención a la humanidad de Jesús, algunos teólogos
fueron tan lejos que atribuyeron dos yoes diversos a Cristo, uno
humano y otro divino 5 . Leyendo a Máximo el Confesor y los
concilios cristológicos posteriores, obtenemos otra conclusión:
Máximo nos previene expresamente contra una idea naturalista
de la unidad, como si el ser divino y el ser humano se fundie-
ran en Cristo para formar un ser mixto. El ser humano y el ser
divino son dos realidades distintas que conservan sus peculiari-
dades en el Dios-hombre. Pero Máximo previene igualmente
contra una concepción dualista, una especie de esquizofrenia
donde dos personas funcionan yuxtapuestas. De hecho se ha
llegado a desviar el concepto calcedonense de persona hacia lo
puramente metafísico, y a negar así la unidad de la persona en
la vida concreta. Máximo nos enseña que no hay una fusión na-

3. H. U. v. Balthasar, Kosmische Liturgie. Das Weltbild Maximus' des Be-


kenners, Freiburg 1941; 2.• ed. totalmente revisada, Einsiedeln 1961. Cf. W.
Li:iser, /m Geiste des Origenes. H. U. von Balthasar als lnterpret der Theolo-
gie der Kirchenviiter, Frankfurt 1976, 181-212.
4. Chr. Schi:inborn, Die Christus-lkone. Eine theologische Hinführung,
Schaffhausen 1984 (original francés, Fribourg 1976, 2 1978), 107-138; J. M.
Lethel, Théologie de l'Agonie du Christ. (Préface de M. J. Le Guillou), París
1979.
5. Cf. J. Ternus, Das Seelen- und Bewusstseinsleben Jesu. Problemge-
schichtlich-systematische Untersuchung, en A. Grillmeier-H. Bacht (eds.),
Das Kon-:.il von Kalchedon. Geschichte und Gegenwart, Würzburg 1954, 81-
237, espec. 136-142.
18 Un canto nuevo para el Señor

turalista de las naturalezas en Cristo, pero tampoco hay en él


una esquizofrenia, sino la unión perfecta en el plano personal,
la síntesis de libertades que da lugar a una unidad no natural, si-
no personal. El Catecismo de la Iglesia católica cita a este pro-
pósito el siguiente texto de Máximo: «La naturaleza humana
del Hijo, no por ella misma sino por su unión con el Verbo, co-
nocía y manifestaba todo lo que corresponde a Dios» 6 . ¿Por qué
digo todo esto? Porque creo que luchamos contra molinos de
viento si seguimos hoy combatiendo un supuesto peligro mo-
nofisita. Por mi propia experiencia puedo asegurar que ya en
los años treinta ese peligro era mucho menor de lo que imagi-
naron los grandes teólogos inmersos en su nuevo descubri-
miento7. Es una cuestión discutible, en todo caso. Lo que sí es
cierto es que hoy no existe ese peligro en forma de gran co-
rriente dentro del cristianismo. Nuestro peligro es exactamente

6. Catecismo de la Iglesia católica, 473.


7. Valdría la pena volver a analizar hoy las cuestiones, de palpitante ac-
tualidad en su tiempo, que planteó J. A. Jungmann en Die Frohbotschaft und
unsere Glaubensverkündigung, Regensburg 1936, y encontrarnos así con nue-
vas posiciones unilaterales. Habría que repensar en concreto su crítica de la es-
piritualidad trinitaria en p. 70ss, a la que él contrapone una posición estricta-
mente cristocéntrica, al igual que su crítica a una devoción a Cristo de sabor
«monofisita>>. Me limito a señalar un pasaje de esta crítica: en p. 77 señala el
cariz ambiguo del canto sacramental: <<Te pedimos a ti, verdadero pan de los
ángeles, a ti, Padre, Señor, Dios de gran misericordia ... >>. El tratamiento de
<<Padre>> dado al Señor presente en la eucaristía no deja de ser problemático;
pero el título de Padre aplicado a Cristo viene del período anterior a la con-
troversia arriana; cf. R. Cantalamessa, 11 Cristo-Padre negli scritti dell/-lll se-
colo: RSLR 3 (1967) 1-27; V. Grossi, ll tito/o cristologico «Padre>> nell' anti-
chitií cristiana: Augustinianum 16 (1976) 237 -269; B. Studer, Gott und unse-
re ErlOsung im Glauben der Alten Kirche, Düsseldorf 1985, 116. H. U. von
Balthasar ha expuesto con profundidad el sentido espiritual y la base teológi-
ca de ese tratamiento en Du hast Worte ewigen Lebens, Einsiedeln-Trier 1989,
59s. La inversión de los peligros desde que se produjo la crítica de Jungmann
resulta evidente en el error de traducción al final del <<Gloria>>, donde se ha fal-
seado el <<en la gloria de Dios Padre>> (<<in gloria Dei Patris>>) con un <<para ala-
banza de Dios Padre>>, de sabor subordinacionista. Si se quiere justificar el
cambio con el texto de Flp 2, 11 (aunque, por toda su estructura, nada tiene
que ver con este pasaje), habrá que recordar que, en la koiné griega, en y eis
eran intercambiables, y que la Vetus Latina, lo mismo que Jerónimo, tradujo
con buen criterio <<in gloria Dei Patris>>.
Jesucristo, hoy 19

el inverso: el de una cristología unilateral de la separación (nes-


torianismo), donde la atención centrada en la humanidad de
Cristo va haciendo desaparecer su divinidad, la unidad de la
persona se disgrega y dominan las reconstrucciones de Jesús
como puro hombre, que reflejan más las ideas de nuestro tiem-
po que la verdadera figura de nuestro Señor. El propósito ca-
pital del presente texto fue y es el de reclamar el necesario
cambio de tendencia en nuestras posiciones teológicas.

2. Reflexión preliminar: El hoy, el ayer y lo eterno

«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8).


Tal fue la confesión de aquellos que conocieron al Jesús terre-
no y vieron al Resucitado. Esto significa que sólo podemos co-
nocer hoy a Jesucristo si lo concebimos en unidad con el Cristo
de «ayer», y a través del Cristo de ayer y hoy vemos al Cristo
eterno. El encuentro con Cristo incluye siempre las tres dimen-
siones del tiempo, y el traspaso del tiempo hacia lo que es a la
vez su origen y su futuro. Si emprendemos la búsqueda del ver-
dadero Jesús, hemos de estar dispuestos a abarcar este amplio
horizonte. Generalmente lo encontramos primero en el hoy: có-
mo se muestra, cómo lo ven y entienden los humanos, cómo vi-
ve la gente por él o contra él, cómo influye su palabra y su obra
hoy. Pero si no queremos que todo eso sea un saber de segunda
mano, sino que se convierta en conocimiento real, debemos re-
troceder y preguntar de dónde viene. ¿Quién fue realmente Je-
sús cuando vivía como hombre entre los hombres?
Tendremos que escuchar a las fuentes que atestiguan el ori-
gen y corregir así nuestro hoy, que bascula hacia sus imágenes
preferidas. Este humilde sometimiento a la palabra de las fuen-
tes, esta disposición a abandonar nuestros sueños y obedecer a
la realidad, es una condición básica del verdadero encuentro. El
encuentro requiere la ascesis de la verdad, la humildad del oír
y el ver que conduce a la verdadera percepción.
Pero hay también aquí un peligro que alcanzó tintes dramá-
ticos en la teología moderna. Esta comienza en la Ilustración
con el acercamiento al Cristo de ayer. Ya Lutero había afirma-
20 Un canto nuevo para el Señor

do que la Iglesia sometió la Escritura a su dominio y, en conse-


cuencia, la Iglesia ya no pertenecía al ayer, a lo irrepetible del
«antaño» histórico, sino que refejaba su propio hoy y había per-
dido al verdadero Cristo, anunciaba a un Cristo de hoy sin su
ayer esencial y fundamental; incluso había suplantado a Cristo.
La Ilustración utilizó esta idea en una línea sistemática y radi-
cal: sólo el Cristo de ayer, el histórico, es el Cristo real; todo lo
demás es fantasía posterior. Cristo es sólo lo que fueS. La bús-
queda del Jesús histórico encierra a Cristo en el ayer; le niega
el hoy y la eternidad. No necesito describir aquí cómo la pre-
gunta por el Cristo real fue relegando al Cristo paulino y joáni-
co y tuvo que cuestionar finalmente al Cristo de los sinópticos,
para diseñar al fondo, cada vez más al fondo, al Jesús real, el
que fue, pero que resultó tanto más ficticio cuanto más auténti-
co se pretendió que fuera fijándolo estrictamente en el pasado.
El que sólo quiere ver a Cristo en el ayer, no lo encuentra, y el
que sólo quiere tenerlo hoy, tampoco lo encuentra. El es desde
el principio el que fue, es y vendrá. Es siempre, como viviente,
el que viene. El mensaje de su llegada y permanencia es parte
esencial de su imagen; pero este acopio de todas las dimensio-
nes del tiempo obedece a la conciencia que Jesús tenía de su vi-
da terrena como un salir del Padre permaneciendo en él, de
combinar en sí el tiempo y la eternidad. Si rehusamos participar
en una existencia que se dilata en esas dimensiones, no pode-
mos comprender a Jesús. El que sólo concibe el tiempo como
un momento que desaparece sin remedio y lo vive así, se aleja
radicalmente de lo que constituye la figura de Jesús y de lo que
quiere expresar. El conocimiento es siempre un camino. El que
niega la posibilidad de una existencia dilatada en todas sus di-
mensiones, rehúsa acceder a las fuentes que nos invitan a este
viaje del ser que se convierte en viaje del conocer. Agustín for-
muló este pensamiento en forma incomparablemente bella:
«Llégate tú también a Cristo ... No pienses en largas caminatas ...
A él, el omnipresente, se accede por vía de amor, no por vía ma-

8. Cf. el análisis certero de la cuestión en H. Schlier, Wer ist Jesus ?. en


Id., Der Geist und die Kirche. Exegetische Aufsiitze und Vortriige (ed. por V.
Kubina-K. Lehmann), Freiburg 1980, 20-32.
Jesucristo, hoy 21

rítima. Pero dado que en este viaje son frecuentes las olas y tor-
mentas de múltiples tentaciones, cree en el Crucificado para
que tu fe pueda subir al madero. Entonces no te hundirás ... »9 .
Resumamos las consideraciones anteriores. El primer en-
cuentro con Jesucristo se produce en el hoy; cabe incluso afir-
mar que sólo podemos encontrarnos con él porque es un hoy pa-
ra muchas personas, y por eso tiene realmente un hoy. Mas pa-
ra acercarme al Cristo integral y no a un fragmento percibido al
azar, debo escuchar al Cristo de ayer tal y como se muestra en
las fuentes, especialmente en las sagradas Escrituras. Si le es-
cucho en su totalidad, sin recortar partes esenciales de su figu-
ra en aras de una imagen del mundo convertido en dogma, lo
veo abierto al futuro y lo veo venir desde la eternidad, que abar-
ca pasado, presente y futuro. Precisamente cuando se ha busca-
do y vivido esta comprensión integral, Cristo ha sido siempre
un «hoy» pleno, ya que sólo impera sobre el hoy y en el hoy
aquello que tiene raíces en el ayer y capacidad de crecimiento
para el mañana, y está en contacto con lo eterno más allá del
tiempo. Las grandes épocas de la historia de la fe han forjado
siempre su propia imagen de Cristo, desde su hoy han podido
verlo en forma nueva y justamente así han conocido a «Cristo
ayer, hoy y siempre».
En la primera época, el «Cristo hoy» fue representado sobre
todo en la imagen del pastor que lleva a hombros la oveja des-
carriada, la humanidad 10 . El que contemplaba esta imagen se
decía: Yo soy esa oveja; intenté enriquecer mi vida, corrí tras
esta y aquella promesa, hasta que fui atrapado en la espesura y
no supe cómo salir de ella. Pero él me tomó en hombros y, al
portarme, se convirtió en camino. En el período siguiente apa-
reció la imagen del Pantocrátor, que pronto cedió al intento de
representar al «Jesús histórico» tal como fue realmente en la
tierra, pero siempre en la creencia de que el hombre Jesús re-

9. Sermo 131. 2 PL 38, 730; en alemán H. U. von Balthasar, Augustinus.


Das Antlitz der Kirche, Einsiedeln-Koln 1942, 26ls.
10. Cf. F. van der Meer, Christus. Der Menschensohn in der abendliin-
dischen Plastik, Freiburg 1980, 21; Id., Die Ursprünge christlicher Kunst,
Freiburg 1982, 88; 152ss; instructivo también F. Gerke, Christus in der spiit-
antiken Plastik, Mainz 3 1948.
22 Un canto nuevo para el Señor

velaba a Dios mismo, de que él era el icono de Dios y en lo vi-


sible nos hacía ver lo invisible; la mirada a la imagen se con-
vertía en camino donde el hombre traspasaba la frontera que
para él sería infranqueable sin Cristo. El medievo latino repre-
sentó a Cristo, en el período románico, triunfando en la cruz;
ésta era su trono: como el icono de la Iglesia oriental intenta
mostrar lo invisible en lo visible, la imagen románica de la cruz
quiere evocar la resurrección en el Crucificado y hacernos así
transparente nuestra propia cruz con la promesa que se oculta
en ella. El arte gótico destaca al máximo el lado humano de Je-
sucristo: tiende a representar la cruz en su espanto puro e im-
placable; pero el Dios que padece así anónimo, que sufre como
nosotros y más que nosotros, sin la luz del triunfo próximo, se
convierte en el gran consolador y en certeza de nuestra reden-
ción. Finalmente, Cristo aparece en la imagen de la pieta muer-
to en el regazo de su madre, a la que no queda otra cosa que el
dolor: Dios parece haber muerto, muerto en este mundo; sólo de
lejos consuela la sentencia «al atardecer, tristeza; por la maña-
na, alegría» (Sal 30, 6): la certeza de que hay una pascua. La en-
señanza de estas imágenes de un «Cristo hoy» sigue vigente,
porque todas se nutren de una visión que conoce también a
Cristo ayer, mañana y siempre 11 •
Me he detenido en estas consideraciones porque ofrecen la
metodología para el tema. La teología actual, partiendo de las
experiencias y males de nuestro tiempo, nos ha presentado unas
imágenes fascinantes de Cristo hoy: Cristo el libertador, el nue-
vo Moisés en el nuevo éxodo; Cristo, el pobre entre los pobres,
el de las bienaventuranzas; Cristo, el amante total cuyo ser con-
siste en «existir-para» otros («proexistencia» ), que expresa su
ser más íntimo en la preposición «para». Cada una de estas imá-
genes manifiesta algo esencial de la figura de Jesús; cada una
nos formula preguntas básicas: ¿Qué es la libertad y dónde se
encuentra el camino que lleva, no a cualquier sitio sino a la li-
bertad real, a la verdadera «tierra prometida» del ser humano?
¿qué es la bienaventuranza de la pobreza y qué hemos de hacer

11. Para el conjunto del proceso histórico, cf. la obra de van de Meer
mencionada en nota 10.
Jesucristo, hoy 23

para que los otros y nosotros mismos alcancemos esta dicha?


¿cómo nos llega este «ser para» de Cristo, y a dónde nos lleva?
Sobre todas estas preguntas hay actualmente un fuerte debate
que resulta fecundo siempre que no se quiera resolver exclusi-
vamente desde el hoy, sino mirando a la vez al Cristo de ayer y
de siempre.
No es posible, en los límites de una conferencia, entrar en es-
te debate que indica, en el fondo, las perspectivas que nos pue-
den orientar. Partiendo del método ya expuesto, voy a elegir otro
camino: el de colocar nuestras preguntas e ideas en un esquema
bíblico, para introducirlas desde ahí en la tensión del ayer, hoy
y siempre. Reitero la sentencia fundamental del Cristo joánico:
«Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). No hay que
olvidar que la idea de camino guarda relación con el tema del
éxodo. La vida se ha convertido en una palabra clave de nuestro
tiempo frente a las amenazas de una «civilización» de la muer-
te; el tema de la «pro-existencia» se impone aquí por su propio
peso. La verdad, en cambio, no forma parte de las ideas prefe-
ridas de esta época; se suele asociar con la intolerancia, y es
considerada más como amenaza que como promesa. Pero justa-
mente por eso es importante que preguntemos por ella y nos de-
jemos interrogar por ella a la luz de Cristo.

3. Cristo, el camino. Exodo y liberación , ....

Jesucristo, hoy: la primera imagen donde podemos verlo en


este tiempo nuestro es la imagen del camino que la historia de
Israel nos permite llamar éxodo: camino de libertad, de apertu-
ra. En él se expresa nuestra conciencia de no vivir en libertad,
de no estar en nuestro elemento. La teología del éxodo se desa-
rrolló al principio en conexión con situaciones de opresión po-
lítica y económica. No contemplaba tanto las formas de gobier-
no de estos o aquellos estados como la figura básica de nuestro
mundo actual, que no se apoya en la solidaridad recíproca sino
en un sistema de beneficios y de poder, que produce dependen-
cia y la necesita. Lo extraño es que los ciudadanos de los pue-
blos dominantes no se muestran contentos en modo alguno con
24 Un canto nuevo para el Señor

su estilo de libertad y de poder: también ellos se sienten depen-


dientes de estructuras anónimas que no les dejan respirar, y es-
to en países donde la forma de gobierno garantiza las mayores
cotas de libertad. Paradójicamente, los que disponen de bienes
y posibilidades de progreso que antes eran inimaginables, cla-
man con especial fuerza por la liberación. por un nuevo éxodo
al país de la verdadera libertad. No estamos en el lugar donde
debemos estar, y no vivimos al modo que nos gustaría. ¿Dónde
está el camino? ¿cómo se puede recorrer? Nos encontramos
exactamente en la situación de los discípulos a los que dice Je-
sús: «Ya sabéis el camino para ir adonde yo voy», a lo que To-
más responde: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo pode-
mos saber el camino?» (Jn 14, 5).
Sólo hay un pasaje en los evangelios donde figura la palabra
«éxodo»; se encuentra en el relato lucano de la transfiguración
de Jesús. Mientras Jesús oraba en el monte, su rostro cambió y
sus vestidos refulgían de blancos. Dos hombres, Moisés y Elías,
aparecieron en estado glorioso y hablaron con él del «éxodo»
que debía realizar en Jerusalén. La palabra «éxodo» significa
aquí simplemente salida, la salida de la muerte. Moisés y Elías,
los dos grandes sufridores por la causa de Dios, hablan de la
pascua de Jesús, del éxodo de su cruz. Son los dos testigos pri-
vilegiados, porque precedieron a Jesús en el camino de la pa-
sión. Ambos son los intérpretes válidos del éxodo: Moisés, el
guía de la salida de Egipto; Elías, testigo de un período de la
historia de Israel en el que su pueblo, geográficamente dentro
de la tierra de promisión, en su conducta regresó a Egipto, por-
que vivía olvidado de Dios y bajo un rey opresor que recorda-
ba la situación anterior al éxodo. El pueblo rechazó la palabra
del Sinaí, el régimen de alianza, que era el verdadero objetivo
del éxodo, como si fuera una esclavitud, para buscar una liber-
tad propia que resultó ser la más profunda tiranía. Elías tiene
que volver simbólicamente al Sinaí, desandar el camino de Is-
rael para devolverle desde el monte de Dios el fruto del éxodo.
Elías revela así la verdadera esencia de la historia del éxodo: és-
te no es un camino meramente geográfico ni meramente políti-
co. No es posible fijar este camino en el mapa geográfico ni en
el mapa político. El éxodo que no lleva a la alianza y no en-
Jesucristo, hoy 25

cuentra su «tierra» allí, en la vida de alianza, no es un verdade-


ro éxodo 12 .
Conviene hacer dos observaciones importantes sobre el tex-
to bíblico. Lucas introduce su relato con una indicación impre-
cisa de la fecha: «Sucedió que unos ocho días después de estas
palabras ... ». Mateo y Marcos precisan más la fecha de la trans-
figuración: seis días después de la confesión de Pedro y de la
promesa subsiguiente del primado. H. Gese ha expuesto el tras-
fondo veterotestamentario de esta concreción: «La nube cubrió
el monte Sinaí; al cabo de seis días, Moisés subió al monte y en-
tró en la luz divina» 13 . Si Moisés estuvo acompañado en su vi-
da por el sumo sacerdote Aarón y por Nadab y Abihú como sa-
cerdotes principales (Ex 24, 1), Jesús es acompañado ahora por
Pedro, Juan y Santiago. Y así como a Moisés le brillaba el ros-
tro por el encuentro, «Jesús se trasforma en luz supraterrena».
En el antiguo suceso del Sinaí, Dios se manifestó con la fór-
mula de autopresentación, «yo soy Yahvé», previa al decálogo.
Aquí se oye la voz: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, escu-
chadlo». Jesús es la torá viviente, la alianza en persona, donde
la Ley se convierte en dádiva.
Pero la cronología de Mateo encierra aún otro estrato. J. M.
van Cangh y M. van Esbroeck han mostrado cómo, con esta da-
tación, los dos acontecimientos -la confesión de Pedro con la
promesa del primado y la transfiguración- se insertan en el ca-
lendario judío, y esto permite comprender mejor su significado.
La confesión de Pedro, según esa cronología, se produce en el
Yom Kippur, la fiesta de la Reconciliación; siguen cinco días de
ayuno que enlazan con la fiesta de los Chozas; de esta fiesta hay
un eco en la propuesta de las tres tiendas durante la transfigu-
ración14. No necesitamos entrar aquí en la serie de considera-

12. Más ampliamente J. Ratzinger, Kirche, Okumene und Politik, Einsie-


deln 1987, 235-240.
13. H. Gese, Zur biblischen Theologie. Alttestamentliche Vortriige, Mün-
chen 1977, 81.
14. J.-M. Cangh-M. van Esbroeck, La primauté de Pierre (Mt 16, 16-19
et son contexte judaique: Rev. théol. de Louvain 11 (180) 3 10-324; espec.
3 !Os. Valiosas indicaciones sobre la exégesis de la perícopa de la transfigura-
ción se encuentran también en P. H. Kolvenbach, Die osterliche Weg. Exerzi-
26 Un canto nuevo para el Señor

ciones que cabe hacer sobre los dos acontecimientos y su rela-


ción interna. Retengamos sólo lo esencial para nosotros: está,
por una parte, el misterio de la Reconciliación y, por otra, la
fiesta de las Chozas, cuyo contenido es la acción de gracias por
la tierra y el recuerdo de la vida inhóspita de los emigrantes. El
éxodo de Israel y el éxodo de Jesús coinciden: todas las fiestas
y todos los caminos de Israel desembocan en la pascua de Je-
sucristo.
Podemos decir, por tanto, que la «salida» de Jesús en Jeru-
salén es el éxodo más auténtico y definitivo en el que Cristo re-
corre el camino de la libertad, y es también el camino de la
libertad para la humanidad. Si añadimos que en Lucas toda la
vida pública de Jesús se presenta como una subida a Jerusalén,
toda la existencia de Jesús aparece como un éxodo donde él es
Moisés e Israel al mismo tiempo. Mas, para abarcar todas las
dimensiones de este camino, debemos contemplar también la
resurrección, desde la cual la Carta a los hebreos definió el éxo-
do de Jesús, cuyo camino no acaba en Jerusalén: «Tenemos un
acceso nuevo y viviente que él nos ha abierto a través de la cor-
tina, que es su carne» (Heb 10, 20). Su éxodo conduce más allá
de lo creado, a «una tienda mayor y más perfecta, no fabricada
por mano de hombre», al contacto con el Dios vivo (9, 11 ). La
tierra prometida donde él llega y a la que conduce es la sesión
«a la derecha de Dios» (cf. Me 12, 36; Hech 2, 33; Rom 8, 34
etc.). En cada ser humano late el ansia de libertad y de libera-
ción; pero a cada etapa que alcanza en este camino se percata
de que era sólo una etapa y que nada de lo alcanzado responde
a sus exigencias. El ansia de libertad es la voz de la imagen y
semejanza de Dios en nosotros; es el anhelo de «sentarse a la
derecha de Dios», de ser «como Dios». Un libertador que me-
rezca este nombre debe abrir la puerta en esta dirección, y to-
das las formas empíricas de libertad deben medirse por ella.
Pero ¿cómo ocurre esto? ¿qué significa realmente el éxodo?
El hombre y la humanidad han tenido y tienen siempre dos ca-
minos: Está la voz de la serpiente que dice: «líbrate de tu de-

tien zur Lebenserneuerung, Freiburg 1988, 220-227 (trad. cast.: Caminando


hacia la pascua, Bilbao 1990).
Jesucristo, hoy 27

pendencia voluntaria, conviértete en Dios y rechaza al que sólo


puede ser para ti un límite». No es extraño que una parte de los
que oyeron hablar del mensaje de Cristo identificaran a éste con
la serpiente y quisieran verlo como libertador frente al antiguo
Dios 15 . Pero el camino de Jesús no es ése. ¿Cuál es? Hay dos
dichos donde Jesús hace referencia al privilegio de sentarse a su
derecha. En la parábola del juicio final habla de las ovejas que
el rey -el Hijo del hombre- coloca a la derecha y a las que
entrega el Reino. Son aquellos que le dieron de comer cuando
tuvo hambre, le dieron de beber cuando tuvo sed, lo acogieron
cuando estaba desvalido y lo visitaron cuando estuvo enfermo
y en prisión. Todo esto se lo hicieron a él al hacerlo a «los más
pequeños» (Mt 25, 31-40). En el segundo texto, los hijos del
Zebedeo piden sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús en
su gloria; Jesús les advierte que eso depende de la voluntad del
Padre, y exige como condición participar del cáliz que él bebe
y del bautismo con el que será bautizado (Me 10, 35-40).
Conviene retener estas dos indicaciones para volver sobre el
entramado textual de la confesión de Pedro y la transfiguración.
Los dos sucesos están ligados por la predicción de la muerte y
resurrección y, en consecuencia, por la referencia de Jesús a su
éxodo, un éxodo que Pedro rechaza porque se hace de él una
idea muy distinta. Jesús le replica con dureza: «¡Quítate de mi
vista, Satanás!» (Mt 16, 23). Pedro ejerce el papel del tentador
cuando propugna un éxodo sin cruz, un éxodo que no conduce
a la resurrección sino a la utopía terrena. «¡Quítate de mi vis-
ta»!: a este intento de limitar el éxodo a un objetivo empírico
opone Jesús el imperativo del seguimiento. La correspondencia
existencial de la idea del camino liberador es un seguimiento
como vía hacia la libertad, hacia la liberación.

15. Con gran penetración ha intentado J. Magné exponer y actualizar nue-


vamente esta interpretación <<gnóstica>> de Jesús en sus dos obras Logique des
dogmes y Logique des sacrements (ambas en la editora del autor, Paris 1989).
En la misma línea está la interpretación que hace Bloch del cristianismo; cf.
espec. Atheismus im Christentum, Suhrkamp 1968, por ejemplo 116ss (trad.
cast.: Ateísmo en el cristianismo, Madrid 1983). Cf. L. Weimer, Das Verstiind-
nis von Religion und Offenbarung bei Bloch (disertación académica), Mün-
chen 1971.
28 Un canto nuevo para el Señor

No debemos concebir en sentido demasiado angosto la idea


de seguimiento, pieza medular de la teología del éxodo neotes-
tamentario. La recta comprensión del seguimiento va asociada
a la recta comprensión de la figura de Jesucristo. El seguimien-
to no puede reducirse a lo puramente moral. Es una categoría
cristológica y sólo desde la cristología pasa a ser un imperativo
moral. Por eso, el seguimiento dice demasiado poco si nuestro
pensamiento sobre Jesús es demasiado mezquino. El que consi-
dera a Jesús como un luchador en pro de una religiosidad más
libre, de una moral más amplia o de unas mejores estructuras
políticas, tiene que reducir el seguimiento a la aceptación de de-
terminadas ideas programáticas. El seguimiento consiste enton-
ces en desarrollar las líneas maestras de un programa atribuido
a Jesús y cuya aplicación puede interpretarse como una adhe-
sión a él. Tal seguimiento mediante la comunidad de programa
es tan arbitrario como pobre, ya que las circunstancias empíri-
cas de entonces y las de hoy difieren demasiado; los elementos
que supuestamente se toman de Jesús no van más allá de unas
intenciones muy generales. El recurso a tales rebajas de la idea
de seguimiento y del mensaje del éxodo deriva a menudo de
una lógica que parece brillante a primera vista: Jesús era Dios
y hombre, pero nosotros somos hombres, nosotros no podemos
seguirle en su condición divina sino como seres humanos. Con
tal exégesis empequeñecemos al hombre, menguamos nuestra
libertad y nos salimos totalmente de la lógica del nuevo testa-
mento, donde figura la atrevida frase «sed imitadores de Dios»
(Ef 5, 1).
No, la llamada al seguimiento no se refiere a un programa o
a las virtudes humanas de Jesús, sino a su camino integral «a
través de la cortina» (Heb 1O, 20). Lo esencial y lo nuevo en el
camino de Jesucristo consiste precisamente en que él nos abre
este camino, ya que sólo así alcanzamos la libertad. La dimen-
sión del seguimiento significa acceder a la comunión con Dios,
y por eso va ligada al misterio pascual 16 . De ahí el dicho deJe-

16. Esta exégesis obvia para los padres de la Iglesia se encuentra breve-
mente resumida en la frase insuperable de Agustín: <<Ascendit Christus in cae-
lum: sequamur eum»: Sermo 304, 4 PL 38, 1397. Siempre importante en esta
Jesucristo, hoy 29

sús después de la confesión de Pedro: «Si alguno quiere venir


en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Me
8, 34). No es un moralismo de vía estrecha que ve la vida pri-
mariamente desde el lado negativo, ni un masoquismo para
aquellos que no se aman a sí mismos. Tampoco alcanzamos el
sentido real del dicho si lo entendemos, a la inversa, como un
moralismo rígido para almas heroicas que optan por el martirio.
La llamada de Jesús sólo puede comprenderse desde la gran
idea pospascual del éxodo pleno que «atraviesa la cortina».
Desde esta meta cobra sentido la sabiduría ancestral según la
cual sólo se encuentra a sí mismo el que se pierde, sólo recibe
la vida el que la entrega (Me 8, 35).
Por eso, el seguimiento aparece definido correctamente en
los elementos que encontramos formulados en dos sentencias
de Jesús: el bautismo, el cáliz y el amor. Esta idea integral de
seguimiento está muy presente en la óptica de los padres de la
Iglesia. En lugar de acumular textos, cito una frase de san Ba-
silio: «El plan de Dios y de nuestro Redentor en favor de los hu-
manos consiste en rescatarnos del destierro y hacernos regresar
desde la alienación surgida a causa de la desobediencia ... El se-
guimiento de Cristo es necesario para la consumación de la vi-
da, seguimiento no sólo en la mansedumbre, la humildad y la
indulgencia de su vida, sino también de su muerte ... ¿Como lle-
gamos a asemejarnos a él en la muerte? ... ¿Qué ganamos con
esta imitación? Primero es necesario anular la forma de vida an-
terior. Pero esto es imposible si no renacemos, según el dicho
del Señor (cf. Jn 3, 3). Porque el nuevo nacimiento es ... el prin-
cipio de una segunda vida. Mas para iniciar la segunda, hay que
acabar con la primera. Porque si aquellos que dan la vuelta en
la doble pista del estadio necesitan detenerse y parar un instan-
te entre dos sentidos opuestos, también en la vuelta de la vida
hay necesariamente una muerte que pone fin a la vida anterior
y da comienzo a la siguiente» 17 .

materia el trabajo de R. Petersons Zeuge der Wahrheit, en Id., Theologische


Traktate, Münchcn 1951, 165-224.
17. Sobre el Espíritu santo XV 35, en Sources chrétiennes n.o 17 bis (ed.
B. Pruche o. p., París 1968), 364ss (= PG 32, 128C-D-129 A-B); en alemán Ba-
30 Un canto nuevo para el Señor

Digámoslo en lenguaje práctico: el éxodo cristiano incluye


la conversión; en ella, el creyente asume la promesa de Cristo
con todas sus consecuencias y está dispuesto a entregarse a sí
mismo y su vida entera. La conversión implica, pues, ir más allá
del propio saber y confiarse al misterio, al sacramento en la co-
munidad de la Iglesia, donde Dios entra como agente en mi vi-
Ja y la libra Jel aislamiento. La conversión incluye, con la fe,
la autopérdida del amor, que es resurrección porque es un mo-
rir. La conversión es una cruz injertada en pascua, no menos
dolorosa por eso. Agustín lo expresó en su estilo inimitable a
propósito del versículo «con los clavos de tu temor taladra mi
carne» (Sal 119, 120): «Los clavos son los preceptos de justi-
cia. El temor de Dios fija los clavos con estos preceptos y nos
crucifica como víctima agradable para él» 18 • Así, la vida eterna
se realiza constantemente en medio de esta vida, y el éxodo ilu-
mina un mundo que en sí es algo muy diferente de una «tierra
prometida». Cristo se convierte en camino; él mismo, no sólo
sus palabras. Y se convierte también, realmente, en el «hoy».

4. Cristo, la verdad. Verdad, libertad y pobreza

Analicemos ahora, siquiera brevemente, las otras dos ideas


que confluyen con el «camino»: la verdad y la vida. Nuestra
época acoge la confesión de Cristo «yo soy la verdad» con un
escepticismo similar al de Pilato, con la misma pregunta orgu-
llosa y resignada al mismo tiempo: ¿qué es la verdad? El hom-
bre de hoy se reconoce, más que en la sentencia de Cristo, en el
quinto tropo de Diógenes Laercio: «No existe la verdad. Pues
una misma cosa le parece justa a uno e injusta a otro, buena a
uno y mala a otro. Nuestro lema sea por tanto la reserva del jui-
cio sobre la verdad» 19. El escepticismo nos parece un imperati-

silius, Über den Heiligen Geist (traducción e introducción de M. Blum), Frei-


burg 1967, 58s.
18. Sermo 205, 1 PL 38, 1039; en alemán H. U. von Balthasar, Augusti-
nus. Das Antlitz der Kirche, 259.
19. IX 83 y 84, cit. según R.-P. Martin. Pontius Pilatus. R6mer. Ritter,
Richter, München-Zürich 1989, 96.
Jesucristo, hoy 31

vo de tolerancia y, en este sentido, la verdadera sabiduría. Pero


no debemos olvidar que la verdad y la libertad son inseparables:
«Ya no os llamo más siervos -dice el Señor-, porque un sier-
vo no está al corriente de lo que hace su amo; os llamo amigos
porque os he comunicado todo lo que le he oído a mi Padre» (Jn
15, 15). La ignorancia es dependencia, es esclavitud: el que no
sabe, es esclavo. Sólo cuando hay comprensión, cuando empe-
zamos a entender lo esencial, empezamos a ser libres. Una li-
bertad a la que se ha extirpado la verdad, es mentira. Cristo-
Verdad significa Dios que de esclavos ignorantes nos convierte
en amigos al hacernos participar en su saber. La imagen del
amigo Cristo nos resulta entrañable especialmente hoy; pero su
amistad consiste en que él nos da confianza, y el ámbito de la
confianza es la verdad.
Cuando hablamos hoy del saber como liberación de la es-
clavitud que es la ignorancia, no solemos pensar en Dios, sino
en el «saber dominar», en el arte de manejar las cosas y tratar a
los seres humanos. Dios queda fuera de juego; parece irrele-
vante en el tema de aprender a vivir. Primero hay que saber afir-
marse a sí mismo; una vez asegurado esto, podemos dar margen
a la especulación. En este recorte del conocimiento estriba no
sólo el problema de nuestra idea moderna de la verdad y la li-
bertad, sino el problema de nuestro tiempo en general. Porque
se da por supuesto que para orientar las cosas humanas y confi-
gurar nuestra vida es indiferente que exista o no exista Dios.
Dios parece estar fuera de los contextos funcionales de nuestra
vida y nuestra sociedad; es el célebre «deus otiosus» de la his-
toria de las religiones 20 . Pero un Dios que sea irrelevante para
la existencia humana no es Dios, puesto que es impotente e
irreal. Si el mundo no viene de un Dios ni es regido por él has-
ta lo mínimo, significa que no viene de la libertad y que, por
eso, la libertad tampoco es una posibilidad en él; el mundo es
entonces una serie de mecanismos ciegos, y toda libertad en él
es apariencia. En este sentido nos encontramos de nuevo con

20. Instructivo a este respecto A. Brunner, Die Religion, Freiburg 1956,


67-80; cf. también E. Dammann. Die Religionen Afrikas, Stuttgart 1963, 33;
G. van der Leeuw, Phiinomenologie der Religion, Tübingen 2 1956, 180ss.
32 Un canto nuevo para el Señor

que la libertad y la verdad son inseparables. Si nada podemos


saber de Dios ni Dios quiere saber nada de nosotros, no somos
libres en una creación abierta a la libertad, sino elementos de un
sistema de fatalidades donde, incomprensiblemente, el ansia de
libertad no quiere extinguirse. La cuestión de Dios es a la vez y
solidariamente la cuestión de la verdad y la libertad.
En el fondo hemos arribado de nuevo al punto donde un día
se bifurcaron los caminos entre Arrío y la gran Iglesia; se trata
de la pregunta por la diferencia cristiana y, a la vez, la pregun-
ta por la capacidad del hombre para alcanzar la verdad. El ver-
dadero núcleo de la herejía de Arrío consiste en la continuidad
de esa idea de trascendencia absoluta de Dios que él tomó de la
filosofía antigua tardía. Este Dios no se puede comunicar; es
demasiado grande y el hombre demasiado pequeño; no hay un
contacto entre ambos. «El Dios de Arrio queda encerrado en su
soledad impenetrable; es incapaz de comunicar plenamente su
propia vida al Hijo. Preocupado con la trascendencia divina,
Arrío hace del Dios único y supremo un prisionero de su propia
grandeza» 21 . Así, el mundo tampoco es creación de Dios; este
Dios no puede obrar hacia fuera, está recluido en sí, como tam-
bién el mundo, consecuentemente, es un mundo cerrado. El
mundo no permite conocer a un creador y Dios tampoco puede
darse a conocer. El hombre no se convierte en el «amigo», no
hay ningún puente para la confianza. En un mundo ajeno a Dios
estamos privados de la verdad y somos, por tanto, esclavos.
Aquí es de extrema importancia, de nuevo, un dicho del
Cristo joánico: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). Chr.
Schonborn ha señalado cómo la disputa en torno a Cristo, el
icono de Dios, refleja la profunda búsqueda de la capacidad di-
vina del hombre y, en consecuencia, de sus posibilidades sobre
la verdad y sobre su vocación de libertad. ¿Qué ve aquel que ve
a Jesús hombre? ¿qué puede mostrar el icono que representa a
este hombre, Jesús? Según unos, vemos a un simple hombre y
nada más, porque Dios no puede ser captado en imágenes. El
ser divino está en la «persona» que, como tal, no puede ser «cir-
cunscrita» y reducida a imagen. La visión exactamente opuesta

21. Chr. Schi:inbom, Die Christus-Ikone, Schaffuausen 1984. 20.


Jesucristo, hoy 33

es la que se impuso en la Iglesia como interpretación ortodoxa,


es decir, correcta de la sagrada Escritura: el que ve a Cristo, ve
realmente al Padre. En lo visible se manifiesta lo invisible, el
Invisible. La figura visible de Cristo no debe entenderse en sen-
tido estático y unidimensional, según el mundo de los sentidos,
porque ya éstos son un movimiento y una apertura más allá de
sí mismos. El que contempla la tigura de Cristo, queda impli-
cado en su éxodo, que los padres glosan en conexión con el su-
ceso del Tabor; es conducido al camino pascual de la trascen-
dencia y aprende a ver en lo visible algo más que lo visible 22 .
La obra de Cirilo de Alejandría alcanzó una primera cumbre
de conocimiento después de los grandes ensayos de Atanasio y
Gregario de Nisa. Cirilo no niega que la encarnación sea de in-
mediato un ocultamiento, un encubrimiento de la gloria del Ver-
bo. «La belleza incomparable de la divinidad puede hacer que
la humanidad de Cristo parezca 'fealdad extrema'; pero este re-
bajamiento extremo manifiesta la grandeza del amor, que es su
origen. La entrega a la desnudez de la muerte hace visible el
amor del Padre ... El Crucificado es 'la imagen del Dios invisi-
ble' (Col 1, 15)» 23. El ser humano de Cristo aparece así como
«la figura visualizada del amor del Padre, la versión humana de
la filiación eterna» 24 . Máximo el Confesor llevó esta línea teo-
lógica a su cenit al esbozar una cristología que viene a ser una
gran exégesis del dicho «el que me ve a mí, ve al Padre». En el
éxodo del amor de Cristo, es decir, en el tránsito desde la ene-
mistad a la comunión a través de la cruz de la obediencia, se
produjo realmente una redención, una liberación. Este éxodo
lleva desde la esclavitud de la philautia, la autodecadencia y la
autorreclusión, al amor de Dios: «La naturaleza humana se ca-
pacitó en Cristo para ser semejante al amor de Dios ... El amor
es el icono de Dios» 25 . Por eso, el que ve a Cristo, el Crucifi-
cado, ve al Padre ... y todo el misterio trinitario. Pues hay que
añadir esto: Si en Cristo vemos al Padre, significa que en él se

22. /bid., espec. 30-54.


23. /bid., 96.
24. /bid., 97.
25. /bid., 134.
34 Un canto nuevo para el Señor

rasga el velo del templo y queda patente el interior de Dios.


Porque entonces Dios, el uno y único, no se hace visible como
mónada sino como trinidad. Entonces el hombre llega a ser
realmente amigo, iniciado en el misterio íntimo de Dios. Ya no
es esclavo en un mundo oscuro; conoce el corazón de la verdad.
Pero esta verdad es camino, es la aventura mortal del amor que,
perdiéndose, da vida y es la única libertad.
Entre las dos guerras mundiales y en el decenio anterior al
concilio, algunos grandes teólogos como J. A. Jungmann, Karl
Adam, Karl Rahner y F. X. Arnold hablaron de un monofisismo
fáctico de los fieles, del monofisismo como peligro en la Igle-
sia de su tiempo 26. Podemos dejar aquí de lado hasta qué pun-
to juzgaron acertadamente la situación de la época. Es evidente
que hoy el peligro es de naturaleza exactamente inversa: no es
el monofisismo lo que amenaza a la cristiandad, sino un nuevo
arrianismo o, dicho más cautamente, al menos un nuevo nesto-
rianismo muy marcado, que lleva emparejada con lógica inter-
na una nueva iconoclastia. Ahora bien, Máximo el Confesor no
tiene nada de monofisita; a él se debe fundamentalmente la su-
peración de la última variante del monofisismo: el monotelis-
mo. Para Máximo es esencial que veamos realmente en el hom-
bre Jesús al Padre; de otro modo toda su teología del monte de
los Olivos y de la cruz, del éxodo de la humanidad con el nue-
vo Moisés, pierde sentido. Pero Máximo es también, con esto,
la superación decisiva del nestorianismo, que nos aleja del mis-

26. J. A. Jungmann, Die Frohbotschaft und unsere Glaubensverkündi-


gung, Regensburg 1936, 76s, 100, n. 2. Lo que Jungmann formula aquí en el
plano dogmático y pastoral para el presente lo fundamentó en su obra históri-
ca pionera Die Stellung Christi im liturgischen Gebet, Münster 1925 (reimpr.
1962), espec. 5ls y 200ss. Ambos libros marcaron a toda una generación de
estudiosos y pastores de almas. Cf. la conocida aportación de K. Rahner, Chal-
kedon. Ende oder Anfang?, en A. Grillmeier-H. Bacht, Das Konzil von Chal-
kedon III, Würzburg 1954, 9ss. Ejercieron también una gran influencia en
este campo las publicaciones de F. X. Amold, como su trabajo del citado vo-
lumen sobre Calcedonia, Das gott-menschliche Prinzip der Seelsorge und die
Geschichte der christlichen Frommigkeit, 287-340; Amold remite aquí espe-
cialmente a K. Adam, Cristo, nuestro hermano, Barcelona 7 1978, donde el
gran dogmático de Tubinga criticó la religiosidad popular en términos simila-
res a las que encontramos en Jungmann (en Arnold, espec. p. 300s).
Jesucristo, hoy 3S

terio de la trinidad y hace de nuevo prácticamente impenetrable


el muro de la trascendencia. Si nos quedamos a este lado del
muro, somos esclavos y no amigos 27 .
Añadiré una segunda observación. Cuando Cristo declara ser
el «camino», el pensamiento se desliza espontáneamente hacia
la libertad y la liberación. Ahora queda patente que también la
verdad está ligada inseparablemente a la libertad. Parece, en
cambio, muy forzado, si no absurdo, asociar al tema de la ver-
dad la idea de Cristo pobre. Y sin embargo, se da aquí un nexo
muy profundo. La verdad perdió crédito en la historia por ha-
berse presentado en forma de dominio, y se ha convertido en
pretexto para la violencia y la opresión. Ya Platón advirtió el pe-
ligro que acecha cuando el hombre considera la verdad como
una posesión y, por ende, como un poder para dominar. Por mie-
do a la grandeza de la verdad, Platón conjugó su reconocimiento
con la autoironía, considerándolo un brote «de su propia inmo-
deración, que no genera escepticismo sino la máxima confian-
za»28. Así resumió R. Guardini, octogenario, la idea de verdad
en Platón, y describió a la vez su propio camino, que se carac-
teriza también por el apasionado reconocimiento de la verdad y
el repliegue del propio yo. Yo veo la paradoja de Platón entre la
ironía y la verdad como una aproximación a la paradoja de la
verdad divina, que brilla como pobreza extrema e impotencia
precisamente en el Crucificado: él es el icono de Dios porque es
la aparición del amor, y por eso la cruz es su «glorificación».
Guillermo de St. Thierry expresó dramáticamente, en su tratado
sobre el amor, esta paradoja divina de que la verdad del Dios
trino, la gloria suprema, aparezca en la pobreza extrema del
Crucificado. «Cuando la imagen divina, Dios Hijo, vio cómo el
ángel y el hombre, que fueron creados conforme a él, es decir,

27. Cf. el riguroso análisis de los rasgos fundamentales de la cristología


de Máximo el Confesor en Chr. Schonborn, Die Christus-/kone, 107-138; F.
Heinzer, Gottes Sohn als Mensch. Die Struktur des Menschseins Christi bei
Maximus Confessor, Freiburg (Suiza) 1980; F. Heinder-Chr. Schonborn (eds.),
Maximus Confessor. Actes du Symposium sur Maxime le Confesseur, Fribourg
1982.
28. R. Guardini, Stationen und Rückblicke, Würzburg 1965, 50 (en el dis-
curso de agradecimiento <<Verdad e ironía» con ocasión de su 80 cumpleaños).
36 Un canto nuevo para el Señor

a imagen de Dios (sin ser la imagen de Dios) se perdían por una


apropiación indebida de la imagen, dijo: ¡Ay! Sólo la miseria no
despierta envidia ... Quiero ofrecerme a los humanos como el
hombre despreciado y el último de todos ... para que ellos, por
celos, ardan en deseos de imitar en mí la humildad; mediante
ella alcanzarán la gloria ... » 29 . La verdad misma, la verdad real,
se hizo soportable al hombre, se hizo camino presentándose en
la pobreza del impotente. No el rico epulón sino el despreciado
Lázaro que yace en el portal representa el misterio de Dios, del
Hijo 30 . La pobreza pasó a ser en Cristo el verdadero distintivo,
el «poden> interno de la verdad. Lo que le abrió el camino a los
corazones de los humanos no fue sino su ser verdadero en la po-
breza. Es definitivo lo que dice Pablo al final de la Carta a los
gálatas después de todo su alegato: el último argumento no son
las palabras sino los estigmas de Jesús que él lleva en su cuer-
po31. En la disputa sobre el verdadero cristianismo, sobre la fe
ortodoxa y el camino recto, la comunidad de participación en la
cruz es el último y decisivo criterio.
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5. Cristo, la vida. La «proexistencia» y el amor 1 .i

Nuestra última reflexión se centrará, siquiera brevemente,


en la tercera palabra de la autoproclamación de Jesús: él es la
vida. El ansia fanática de vivir que encontramos hoy en todos
los continentes ha originado una anticultura de la muerte que se
va convirtiendo en la fisonomía de nuestro tiempo: el desenfre-
no sexual, la droga y el tráfico de armas se han convertido en
una trinidad profana cuya red mortal se extiende por los conti-
nentes. El aborto, el suicidio y la violencia colectiva son las ma-
neras concretas en que opera el sindicato de la muerte. Al mis-

29. Guillermo de St. Thierry, De natura et dignitate amoris, 40, citado se-
gún trad. alemana de H. U. v. Balthasar, Der Spiegel des Glaubens, Einsiedeln
1981, 170.
30. P. H. Kolvenbach, Die osterliche Weg. Exerzitien zur Lebenserneue-
rung, 136, expone con agudeza el sentido cristológico de la parábola sobre Lá-
zaro.
31. H. Schlier, La carta a los gálatas, Salamanca 1975, 325-333.
Jesucristo, hoy

mo tiempo, el sida ha pasado a ser el retrato de la enfermedad


íntima de nuestra cultura. Ya no hay factores de inmunidad psí-
quica. La inteligencia positivista no ofrece al aparato mental
fuerzas de inmunidad ética; esa inteligencia viene a ser la dis-
gregación del sistema psíquico inmune y, en consecuencia, el
abandono sin resistencia a las promesas falaces de la muerte
que se presentan con la máscara de más vida. La investigación
médica busca, movilizando todas sus posibilidades, las sustan-
cias inyectables contra la disolución de las fuerzas de inmuni-
zación corporal, y es su deber; a pesar de ello, sólo desplazará
el campo de las destrucciones, sin detener la campaña triunfal
de la anticultura de la muerte, si no reconocemos que la debili-
dad inmunológica del cuerpo es un grito del ser humano mal-
tratado, una imagen que expresa la verdadera enfermedad: la
indefensión de las almas en una cultura que declara nulos los
verdaderos valores: Dios y el alma.
Si los cristianos no actuamos en esta situación y nos limita-
mos a pronunciar palabras tranquilizadoras, estamos de más.
Para satisfacer las exigencias de la modernidad o la posmoder-
nidad, no basta someterse a sus modelos y demostrar que es po-
sible convivir con ellos. Esta forma equivocada de cristianismo
progresista sería ridícula si no fuera tan triste y tan peligrosa.
Acelera la espiral de la muerte en lugar de oponerle el poder te-
rapéutico de la vida. El análisis marxista que algunos aplican
aún para salir de las contradicciones de nuestro tiempo, es un
anacronismo absurdo frente al dominio del dinero y de Cupido,
que representa el lazo de unión en la trinidad diabólica de sexo,
droga y violencia colectiva. Si no se produce una curación de
las almas desde la raíz, esos análisis estructurales no pasan de
ser pura superstición que neutraliza las fuerzas inmunes inter-
nas, porque trata de sustituir el ethos por la técnica y la mecá-
nica, es decir, por estructuras.
En este punto es preciso descubrir de nuevo el realismo del
ideal cristiano, encontrar a Jesucristo hoy, comprender a una luz
nueva el significado del dicho «yo soy el camino, la verdad y la
vida». Para ello sería necesario antes un análisis riguroso de la
enfermedad que no es posible intentar aquí. Nos limitamos a
preguntar simplemente por qué el ser humano se refugia en la
38 Un canto nuevo para el Señor

droga. En términos muy generales podemos contestar: lo hace


porque la vida que le ofrecen es demasiado insustancial, dema-
siado mezquina, demasiado vacía. Después de todos los place-
res, liberaciones y esperanzas que esa vida pueda proporcionar,
queda la tremenda insuficiencia. Afrontar la vida como esfuer-
zo y aceptarla así, resulta insoportable. Tendría que ser un pla-
cer inagotable y sin límites. Operan aquí dos factores: primero,
el afán de plenitud, de infinitud, que contrasta con las limita-
ciones de nuestra vida; y segundo, la voluntad de tener todo eso
sin dolor y sin esfuerzo: la vida debe darse al hombre sin que
éste se dé. Cabe afirmar también que lo evidente en todo el pro-
ceso es la negación del amor, que lleva a la huida en la menti-
ra. Pero detrás hay una falsa imagen de Dios: la negación de
Dios y la adoración de un ídolo. Porque Dios es entendido al
modo del rico que no podía dar nada a Lázaro porque quería ser
Dios y, para ello, aun lo mucho que poseía era siempre dema-
siado poco. Se concibe a Dios al estilo de Arrio, para quien
Dios no puede relacionarse con el exterior porque es él mismo
y nada más. El hombre quiere ser un Dios de este género, al-
guien que lo acapara todo y no da nada; por eso, el Dios real es
para él el auténtico enemigo, el rival del hombre atacado de ce-
guera interna. Tal es el verdadero núcleo de su enfermedad, por-
que el hombre se instala en la mentira y se aleja del amor, que
también en la trinidad es una autodonación incondicional sin lí-
mites. Por eso, el Cristo crucificado -Lázaro- es la verdade-
ra imagen del Dios trinitario. En él se hace visible esta esencia
trinitaria: el amor total y la entrega total 32.
Ahora podemos quizá empezar a entender lo que significa
una sentencia decisiva de Jesús en la oración sacerdotal que
puede parecernos al pronto la expresión totalmente irreal de un
mundo religioso extraño: «Esta es la vida eterna, reconocerte a
ti como único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,
3). Hoy no podemos concebir ya que el tema de Dios sea algo
real en grado sumo, la verdadera clave de nuestros males más
profundos. Pero esto indica la gravedad de la enfermedad de

32. Cf. Kolvenbach, Die üsterliche Weg. Exerzitien zur Lebenserneue-


rung, 133-142.
Jesucristo, hoy 39

nuestra civilización. En realidad no habrá curación si Dios no


vuelve a ser reconocido como el eje de toda nuestra existencia.
Sólo unida a Dios, la vida humana se hace verdadera vida; sin
él, queda debajo de su propio umbral y se destruye a sí misma.
Pero la unión salvadora con Dios sólo es posible por medio de
Aquel a quien él envió y mediante el cual él mismo es un Dios-
con-nosotros. No podemos «fabricar» esta unión. Cristo es la
vida porque nos lleva a la unión con Dios. Sólo a partir de ahí
nos llega la fuente de agua viva.
«Quien tenga sed, venga a mí y beba», dice Cristo el último
día, el más solemne de la fiesta de las Chozas (Jn 7, 38). La
fiesta recuerda la sed que padeció Israel en el desierto ardiente
y sin agua, que aparece como un reino de la muerte sin salida
posible. Pero Cristo se anuncia como roca de la que mana la
fuente inagotable de agua fresca: en la muerte, llega a ser fuen-
te de vida 33 . El que tenga sed, venga. ¿No se nos ha convertido
el mundo, con todo su saber y poder, en un desierto donde no
podemos encontrar ya la fuente viva? El que tenga sed, venga:
Jesús sigue siendo hoy la fuente inagotable de agua viva. Nos
basta llegar y beber para que la frase siguiente valga también
para nosotros: «Si alguien cree en mí, de su entraña manarán
ríos de agua viva» (7, 38). La vida, la verdadera, no se puede
simplemente «tomar», simplemente recibir. Nos introduce en su
dinámica del dar: en la dinámica de Cristo, que es la vida. Be-
ber del agua viva de la roca significa aceptar el misterio salva-
dor del agua y la sangre. Es la antítesis radical a esa ansia que
empuja hacia la droga. Es aceptar el amor, y es acceder a la ver-
dad. Y eso es precisamente la vida.

33. Cf. la bella exégesis de este texto en Kolvenbach. Die osterliche Weg,
176ss; también importantes consideraciones sobre el concepto de <<vida>>.
Acerca del trasfondo histórico del texto y la exégesis patrística cf. R. Schnac-
kenburg, El evangelio según san Juan II, Barcelona 1980, 212-219.
Cristo y la Iglesia
Problemas actuales de la teología
Consecuencias para la catequesis

La situación de la fe y de la teología en Europa se caracteriza


hoy, sobre todo, por una desmoralización eclesial. La antítesis
«Jesús sí, Iglesia no» parece típica del pensamiento de una ge-
neración. No sirve de mucho el intento de destacar los aspectos
positivos de la Iglesia y su condición inseparable de Jesús. Pa-
ra entender la precariedad real de la fe en nuestro tiempo hay
que ahondar más. Porque detrás de esa difundida contraposi-
ción entre Jesús y la Iglesia late un problema cristológico. La
verdadera antítesis que hemos de afrontar no se expresa con la
fórmula «Jesús sí, Iglesia no»; habría que decir «Jesús sí, Cris-
to no», o «Jesús sí, Hijo de Dios no». Asistimos a una verda-
dera ola de adhesión a Jesús en las más diversas tonalidades:
Jesús en el cine, Jesús en la ópera rack, Jesús como bandera de
opciones políticas ... Todos estos fenómenos expresan formas
de entusiasmo o de pasión religiosa que se reclaman de la figu-
ra misteriosa de Jesús y de su fuerza interna, pero desenten-
diéndose de lo que la fe de la Iglesia y la fe de los evangelistas
-que fundamenta la primera- dicen sobre Jesús. Este apare-
ce como uno de los «hombres decisivos» que existieron en la
humanidad, en expresión de Karl Jaspers. Lo que atrae de él es
lo humano; el reconocerlo como Hijo unigénito de Dios parece
alejarlo de nosotros, arrebatarlo hacia lo inaccesible e irreal y
someterlo a la administración del poder eclesiástico. La sepa-
ración entre Jesús y Cristo es, a la vez, separación entre Jesús e
Iglesia: se deja a Cristo a cargo de la Iglesia; parece ser obra su-
ya. Al relegarlo, se espera rescatar a Jesús y, con él, una nueva
forma de libertad, de «redención».
42 Un canto nuevo para el Señor

Si la verdadera crisis está en la cristología y no en la ecle-


siología, hay que preguntar por qué ocurre esto. ¿Cuáles son las
raíces de esta separación entre Jesús y Cristo, tema ya aborda-
do abiertamente en la primera Carta de Juan, que denuncia a los
que dicen que Jesús no es el Cristo (2, 22; 4, 3), equiparando los
títulos de «Cristo» e «Hijo de Dios» (2, 22.23; 4, 15; 5, 1)? Juan
tacha de anticristos a los que niegan que Jesús es el Cristo; qui-
zá sea este el origen y sentido del nombre «Anticristo»: estar
contra Jesús, el Cristo; negarle el predicado de Cristo.
Indaguemos las causas de esta actitud hoy. Son numerosas,
obviamente. La primera, poco aparente pero eficaz en extremo,
reside en la construcción de un «Jesús histórico» detrás del Je-
sús de los evangelios, un Jesús decantado de las fuentes y contra
las fuentes, con arreglo a los criterios de la imagen moderna del
mundo y de la forma de historiografía inspirada en la Ilustración.
Está, además, el postulado de que en la historia sólo puede ocu-
rrir lo que siempre es posible, el postulado de que el engranaje
causal nunca se interrumpe y lo que choca contra estas leyes co-
nocidas es ahistórico. Así, el Jesús de los evangelios no puede
ser el Jesús real; es preciso encontrar otro y excluir de él todo lo
que sólo es inteligible desde Dios. El principio constructivo so-
bre el que emerge este Jesús excluye por tanto lo divino de él, si-
guiendo el espíritu de la Ilustración: este Jesús histórico no pue-
de ser Cristo ni Hijo. Al hombre de hoy que en su lectura de la
Biblia se guía por este tipo de exégesis, no le dice nada el Jesús
de los evangelios, sino el de la Ilustración, un Jesús «ilustrado».
La Iglesia queda así descartada; sólo puede ser una organización
humana que intenta utilizar con más o menos habilidad la filan-
tropía de este Jesús. Desaparecen también los sacramentos: ¿có-
mo puede haber una presencia real de este «Jesús histórico» en
la eucaristía? Lo que resta son signos de la comunidad, rituales
que la conjuntan y estimulan para la acción en el mundo.
Ha quedado claro que detrás de este despojo de Jesús que
es el «Jesús histórico» hay una opción ideológica que se puede
resumir en la expresión «imagen moderna del mundo». Tendre-
mos que volver sobre este punto; pero debemos considerar aho-
ra una segunda raíz de la separación entre Jesús y Cristo. Si he-
mos hablado de una determinada visión del mundo, tenemos
Cristo y la Iglesia 43

que abordar ahora una forma de experiencia existencial o, qui-


zá más correctamente, de déficit en esa experiencia. Digámoslo
sencillamente: el hombre de hoy no entiende ya la doctrina cris-
tiana de la redención. No encuentra nada parecido en su propia
experiencia vital. No puede imaginar nada detrás de términos
como expiación. representación y satisfacción. Lo designado
con la palabra Cristo (mesías), no aparece en su vida y resulta
una fórmula vacía. La confesión de Jesús como Cristo cae por
tierra. A partir de ahí se explica también el enorme éxito de las
interpretaciones psicológicas del evangelio, que ahora pasa a
ser el anticipo simbólico de la curación psíquica. El amplio con-
senso que encontró la explicación política del cristianismo, que
recoge la teología de la liberación -hoy fracasada práctica-
mente- descansa en las mismas razones. La redención es sus-
tituida por la liberación en el sentido moderno de la palabra, que
se puede entender con acento en la vertiente psicológico-indivi-
dual o político-colectiva, y tiende a combinarse con el mito del
progreso. Este Jesús no nos ha redimido, pero puede servir de
símbolo que guíe nuestra redención o liberación. Si no hay ya
un don de redención que dispensar o administrar, la Iglesia en
el sentido tradicional es una quimera, incluso un escándalo; no
es sujeto de ninguna potestad; su pretendida potestad es, en es-
te supuesto, mera presunción. Tendría que convertirse en un es-
pacio de «libertad>> en sentido psicológico y político. Tendría
que ser el ámbito de nuestros sueños de vida liberada; no puede
remitir a nada ultramundano, sino que ha de acreditarse siempre
en una experiencia propia como instancia redentora dentro de
este mundo. Todo lo irredento de mi propia existencia, todo el
descontento conmigo mismo y con los demás, recae sobre ella.
Todo esto -la reducción del mundo a lo empíricamente de-
mostrable y la reducción de nuestra existencia a lo vivencia-
ble- descansa en un tercer hecho decisivo: la pérdida de la
imagen de Dios, que desde la época de la Ilustración avanza sin
cesar. El deísmo se ha impuesto prácticamente en la conciencia
general. No es posible ya concebir a un Dios que se preocupa
de los individuos y actúa en el mundo. Dios pudo haber origi-
nado el estallido inicial del universo, si es que lo hubo, pero no
le queda nada más que hacer en un mundo ilustrado. Parece ca-
44 Un canto nuevo para el Señor

si ridículo imaginar que nuestras acciones buenas o malas le


interesen; tan pequeños somos ante la grandeza del universo.
Parece mitológico atribuirle unas acciones en el mundo. Puede
haber fenómenos sin aclarar, pero se buscan otras causas. La su-
perstición parece más fundamentada que la fe; los dioses -es
decir, los poderes inexplicados en el curso de nuestra vida. y
con los que hay que acabar- son más creíbles que Dios. Pero
si Dios nada tiene que ver con nosotros, prescribe también la
idea de pecado. Que un acto humano pueda ofender a Dios es
ya para muchos una idea inimaginable. No queda margen para
la redención en el sentido clásico de la fe cristiana, porque ape-
nas se le ocurre a nadie buscar la causa de los males del mundo
y de la propia existencia en el pecado. Por eso tampoco puede
haber un Hijo de Dios que venga al mundo a redimirnos del pe-
cado y que muera en la cruz por esta causa. Así se explica el
cambio radical producido en la idea de culto y de liturgia, y que
tras larga gestación se está imponiendo: su primer sujeto no es
Dios ni Cristo, sino el «nosotros» de los celebrantes. Y tampo-
co puede tener como sentido primario la adoración, para la que
no hay razón alguna en un esquema deísta. Ni cabe pensar en la
expiación, en el sacrificio, en el perdón de los pecados. Lo que
importa es que los celebrantes de la comunidad se corroboren
entre sí y salgan del aislamiento en que sume al individuo la
existencia moderna. Se trata de expresar las vivencias de la li-
beración, la alegría, la reconciliación, denunciar lo negativo y
animar a la acción. Por eso, la comunidad tiene que hacer su
propia liturgia y no recibirla de tradiciones ininteligibles; ella
se representa y se celebra a sí misma. Pero no hay que olvidar
un movimiento inverso que se va perfilando en la generación
joven. La banalidad y el racionalismo pueril de una liturgia au-
tofabricada con su teatralidad artificial van siendo desenmasca-
rados en su inopia; su vaciedad es evidente. El poder del miste-
rio ha desaparecido, y las formas de acreditación con las que se
quiere compensar esta pérdida no pueden satisfacer a la larga ni
siquiera a los funcionarios, cuánto menos a los que han de sen-
tirse interpelados por tales acciones. Aumenta así la búsqueda
de una verdadera redención en el presente. Esa búsqueda lleva
a direcciones opuestas. Los grandes festivales de rack son des-
Cristo y la Iglesia 45

ahogos de la existencia, antiliturgias salvajes donde la persona


sale fuera de sí y puede olvidar la opacidad y rutina de lo coti-
diano. La droga se sitúa también en esta dirección. Por otra par-
te, lo mágico y lo esotérico atraen cada vez más como lugar
donde el misterio embarga al ser humano. Cabe afirmar que allí
donde la liturgia es iluminada por el misterio, vuelven a nacer
nuevos lugares de fe.
Antes de pasar a las conclusiones de cara a la catequesis
conviene meditar otra consecuencia importante de la imagen
deísta del mundo que hoy se está difundiendo entre los cristia-
nos de modo más o menos consciente. Esa idea de Dios y de la
relación del hombre con él influye especialmente en la teología
moral. Esta ya no puede ser una verdadera teología, sino que se
convertirá en ética, porque Dios no interviene en el mundo ni en
el camino del hombre. Lo que la fe llama preceptos divinos,
aparece como un código cultural de comportamientos históricos
del hombre. Cabe señalar dependencias, nexos con otras cultu-
ras, desarrollos y contradicciones. Todo esto parece mostrar su-
ficientemente que se trata de meras reglas de juego de la exis-
tencia que fueron formuladas en las distintas sociedades. Esas
reglas dependen de la valoración que se haga de la conducta hu-
mana y de los fines de una cultura; cuanto mejor logren estruc-
turar una sociedad, asegurar su supervivencia y garantizar su
altura cultural, la valoración será más positiva.
Si nos abandonamos a tales ideas y consideramos al ser hu-
mano como el único sujeto que actúa en la sociedad, otras ca-
rencias de la imagen moderna del mundo influirán también más
o menos profundamente. A la luz de la fe en la creación, el mun-
do aparecía como plasmación del pensamiento de Dios. Lleva
un mensaje divino en sí y encierra unas normas válidas para
nuestra conducta. Pero si Dios se limita a dar el impulso inicial
y luego se repliega, las cosas no son ya expresión del pensa-
miento y el querer divinos, sino meros productos de la evolu-
ción, regidos por las leyes de la supervivencia y de la lucha por
la propia conservación. La evolución puede enseñarnos unas re-
glas de juego para la autoafirmación de una especie; pero esto
es algo muy diferente de la norma moral en la línea de la anti-
gua noción de «ley moral natural». La evolución, el nuevo de-
Un canto nuevo para el Señor

miurgo, no conoce la categoría de lo moral. Es evidente que ta-


les ideas no son compartidas por la teología, pero tampoco ésta
reflexiona suficientemente en el alcance de las mismas. En es-
pecial, ha quedado como secuela de todo esto una inseguridad
sobre la acción de Dios en la historia y sobre la relación entre
Dios y el mundo que ha de repercutir por fuerza negativamente
en la teología moral. El esquema de un Dios que se retira de su
mundo queda patente, por ejemplo, cuando se intenta limitar a
Dios al llamado plano trascendental y se afirma que él no da
normas «Categoriales». Dios se convierte así en un marco orien-
tativo general sin contenidos; el sentido de la moralidad hay que
determinarlo entonces a un nivel intramundano. Al desvanecer-
se la idea de creación, apenas cabe pensar en unas esencias per-
manentes dentro del universo; la naturaleza, por una parte, se
limita a lo puramente empírico y, por otra, se resuelve en histo-
ria, y la historia no permite las formas permanentes en el reino
moral. Esto pone de manifiesto un profundo dualismo entre na-
turaleza e historia, entre naturaleza y existencia humana, que
sólo cabe superar con una renovación de la fe en la creación.
No nos confundamos: el que considera la creación, a la luz
de la fe, como un pensamiento de Dios que toma forma y por
eso encuentra en la «naturaleza» una norma ética, no puede ne-
gar en modo alguno la importancia de la historicidad del ser hu-
mano. Hay que reconocer también que se abusó de la «ley mo-
ral natural», la cual no es accesible simplemente en unas normas
detalladas. Tampoco se reconoció siempre lo bastante que la
esencia del hombre va unida a la historicidad y aparece siempre
en unas estructuras históricas. En este sentido es necesario un
diálogo serio con los nuevos conocimientos; hay que repensar la
compaginación de la «esencia» (naturaleza) con la historicidad.
El enorme caudal de conocimientos empíricos que hemos ad-
quirido mediante las ciencias naturales y las ciencias humanas
son de gran import<mcia para el problema moral; esto no podrá
negarlo el que rechace una ética puramente formal y considere
el ser mismo como fuente de norma moral. Pero, a la inversa, el
desarrollo histórico de lo humano no debe hacer olvidar lo per-
manente, porque entonces habría que negar finalmente al hom-
bre mismo y disolverlo en una serie de situaciones donde des-
Cristo y la Iglesia 47

aparece lo típicamente humano, lo verdaderamente ético. La teo-


logía moral afronta así grandes tareas que sólo puede llevar a
cabo adecuadamente si sigue siendo teología, es decir, si Dios,
el Dios trino revelado en Cristo, es su fundamento y su centro.

¿Qué se sigue de todo esto para la catequesis? Aclaro de en-


trada que sólo puedo hablar de contenidos, no de métodos, para
los que no soy competente. Pero quizá sea útil señalar la prima-
cía del contenido sobre el método, primacía que en los últimos
decenios se ha perdido un tanto de vista: el contenido determi-
na el método, y no a la inversa. De lo expuesto hasta ahora se
sigue también que no es correcto presuponer el consenso acerca
de Jesucristo, como si hubiera unanimidad al respecto y queda-
ra por lograr únicamente que también la Iglesia «caiga simpáti-
ca». Tampoco procede pasar de largo ante las grandes preguntas
de la fe, dada la sordera de muchas personas de hoy para las co-
sas divinas, y refugiarse en la antropología, o querer justificar la
existencia de la Iglesia por su utilidad social; por importante
que sea la obra social, ésta se extingue si desaparece el núcleo
de la Iglesia, que es el misterio. De estas consideraciones se des-
prenden dos puntos básicos en la catequesis de hoy:
l. Todo depende, al final, de la cuestión de Dios. La fe es fe
en Dios, o no es tal fe. Esa fe se puede reducir en definitiva a la
simple confesión de Dios, el Dios vivo, origen de todo. Por eso,
la cuestión de Dios debe ser central en catequesis. El misterio
de Dios, creador y redentor, debe aparecer en toda su grandeza.
Esto obliga a reducir el mito de la idea moderna del mundo a
sus verdaderos límites. Nada que sea ciencia rigurosa contradi-
ce a la fe, pero sí muchas cosas que pretenden pasar por cien-
cia. La fe en la creación sigue siendo hoy, precisamente hoy, ra-
cional; ha de ser la ventana abierta a la grandeza de Dios. Esta
creación no está tan determinada que sólo cuente en ella lo me-
cánico, sin dejar margen al poder del amor. Porque existe real-
mente el amor y porque es un poder, Dios tiene poder en el
mundo. O más bien a la inversa: porque Dios es el todopodero-
so, el amor es poder: el poder por el que apostamos.
2. La figura de Cristo debe presentarse en toda su altura y ,
profundidad. No podemos conformarnos con un Jesús a lamo-
48 Un canto nuevo para el Señor

da; por Jesucristo conocemos a Dios y por Dios conocemos a


Cristo, y sólo así nos conocemos a nosotros mismos y encontra-
mos respuesta a la pregunta por el sentido del ser humano y por
la clave para la felicidad definitiva y permanente. Agustín no du-
dó en desarrollar toda la cuestión del cristianismo a partir de la
sed de felicidad. Si perseguimos esta sed hasta el fondo, sin de-
tenernos en la satisfacción superficial, llegamos a Dios, a Cristo.
Si en la cuestión de Dios no hay que temer la confrontación
con los mitos modernos, para conocer a Cristo también hay que
desenmascarar muchos mitos seudoexegéticos y reconocer de
nuevo al Cristo de los evangelios, al Cristo de los testigos, co-
mo el verdadero Jesús, que es realmente histórico frente a la fi-
gura artificial que nos ofrecen a menudo bajo la etiqueta del Je-
sús histórico. Tampoco necesitamos aquí negar nada que sea
verdadera ciencia; al contrario, la exégesis moderna nos ofrece
un tesoro de nuevos conocimientos siempre que sea exégesis y
no ideología encubierta.
Sólo en el contexto de la fe en Dios, el Dios trino, Padre, Hi-
jo y Espíritu santo, sólo en el contexto de la fe en el Hijo huma-
nado, encuentran su lugar justo las grandes preguntas morales de
nuestro tiempo, que apremian precisamente a los jóvenes. En es-
te contexto queda patente que la redención es más que la lucha
por las utopías políticas y más que la simple psicoterapia. Por-
que la responsabilidad que los desafíos éticos de nuestra vida nos
imponen no podemos soportarla si no es sostenida por el amor
misericordioso de Dios que nos sale al encuentro en la cruz.
3. Para que tales principios resulten comprensibles y no
suenen a frases extrañas llegadas de un mundo desconocido, es
imprescindible un ámbito de experiencia de la fe al estilo del
antiguo catecumenado cristiano. La familia y la comunidad pa-
rroquial preparaban antes este ámbito de experiencias. La fami-
lia apenas realiza ya este servicio, y las comunidades parro-
quiales tampoco suelen estar suficientemente preparadas para la
nueva tarea resultante del frecuente fallo de la familia como
soporte de la tradición creyente. La eficacia de la nueva evan-
gelización depende de que se logre crear comunidades donde
viva la fe, y su palabra pueda ser palabra de vida.
El poder de Dios, esperanza nuestra*

l. Fundamentación

a) Consideraciones previas sobre la esencia del poder


·', ', .,,.· J

La palabra «poder» tiene algo de fascinante para nosotros,


los humanos, y también algo de amenazante. El deseo de poder,
de disponer de las cosas a voluntad y vivir libres y sin temor en
el mundo, late en todo ser humano. Mas para la mayor parte de
las personas se queda en mera fantasía. Encontramos el poder
en manos de otros o, peor aún, él nos sale al paso como poder
anónimo cuyos verdaderos titulares son inaprensibles. Este po-
der no se presenta como esperanza sino como vértigo y amena-
za. Reina en nuestro tiempo, bajo múltiples formas, el temor al
anonimato del poder, que comporta la imposibilidad de contro-
larlo: Reina el temor a la amenaza ecológica contra las raíces de
la vida por la propia dinámica incesante de la técnica; el hom-
bre creó la técnica para dominar la naturaleza, y ahora la técni-
ca puede convertirse en poder contra él mismo, un poder que se
le escapa de las manos, que lo domina más que de lo que le per-
mite dominar. Reina el temor a la amenaza de los arsenales ar-

* Este trabajo reproduce básicamente una conferencia para sacerdotes y


colaboradores (y colaboradoras) que pronuncié, con motivo del encuentro de
católicos en Dresde (perteneciente a la antigua República Democrática Ale-
mana) el 1O de julio de 1987, en la Iglesia imperial de la ciudad. Se enmarca
en esa búsqueda de una cristología soteriológica que persiguen los dos textos
anteriores: la cuestión de cómo la fe en Cristo se hace redención y salvación
dentro de nuestra propia vida.
50 Un canto nuevo para el Señor

mamentísticos, que fueron creados como poder de un Estado


contra los otros, pero que parecen evolucionar con una dinámi-
ca propia, y hoy se plantea con urgencia la posibilidad de con-
trolarlos por los gobiernos; las nuevas esperanzas de desarme
tampoco han disipado el miedo al automatismo de los artefac-
tos y el peligro de su disparo automático. Reina, por último, el
temor al poder del aparato industrial y económico que amenaza
convertir al individuo en mero engranaje de una función.
¿Dónde queda, ante estas formas de poder que nos agobian,
el poder de Dios? ¿puede Dios algo en el mundo, en este mun-
do concreto? ¿podemos creer en un poder divino que sea es-
peranza frente a todos los poderes terribles, o Dios se ha con-
vertido en la pura impotencia? Quizá sea útil recordar aquí que
hubo un tiempo en que el poder de Dios infundía a los humanos
un temor semejante al que sienten hoy ante los poderes creados
por el hombre y convertidos en anónimos. Ante la imprevisibi-
lidad de la naturaleza y del destino, los humanos se veían ex-
puestos a un poder incomprensible, enigmático y aparentemen-
te caprichoso. Había que invocar este poder mediante prácticas
de culto o protegerse de él. La magia es un intento de controlar
las fuerzas desconocidas, de penetrar en su secreto para no en-
frentarnos a ellas totalmente inermes. Se ha dicho que la técnica
tradujo este conato al plano racional explorando la trama fun-
cional de la naturaleza para poder disponer de ella. Este proce-
so estuvo precedido de la desmitización cristiana del mundo,
que libró al hombre de la idea de unas fuerzas divinas misterio-
sas y le enseñó que vivimos en un mundo creado por Dios con
arreglo a unas pautas racionales; él nos confió ese mundo para
que conozcamos con nuestro entendimiento los pensamientos
del suyo y aprendamos a administrar, ordenar y configurar su
creación a partir de ellos. Pero de este modo se ha ido impo-
niendo la idea de que Dios es superfluo, y al final ha resultado
ser un estorbo. Para Dios quedó sólo la subjetividad, ya que lo
objetivo lo hemos conocido sin él. Pero en esta esfera de la sub-
jetividad que le resta, Dios se convierte en mero sentimiento,
que significa poco, o aparece como el espía que escucha a la
puerta de mi existencia privada y me impide la libertad. Aun
siendo tan poca cosa, es el último peligro que me impide el libre
El poder de Dios, esperanza nuestra 51

desarrollo. Así comienza de nuevo, de un modo más sutil, lo que


antaño había intentado la magia de la naturaleza: hay que pro-
tegerse de Dios, debe desaparecer, hay que desenmascararlo pa-
ra poder combatirlo. El psicoanálisis y la psicoterapia son esta
magia del mundo interior donde el hombre se hace con el poder
sobre el alma para librarse de la amenaza que representa Dios.
Pero el alma escrutable no es ya libre, y el poder adquirido con-
tra Dios se convierte en poder del hombre contra sí mismo.
¿El poder de Dios es amenaza o esperanza? Pocos siguen
viendo en él una amenaza; Dios se ha ido demasiado lejos, y
otras amenazas se han hecho demasiado concretas. El reverso
de este proceso es que aun a los creyentes les resulta cada vez
más difícil ver a Dios como esperanza de su vida y de esta his-
toria nuestra, y ganar firmeza aferrándose a tal esperanza. Por
eso debemos formular ahora muy concretamente la pregunta de
si Dios tiene poder en el mundo y, de tenerlo, qué clase de po-
der; dónde y cuándo se muestra; cómo es accesible; qué signi-
fica para nuestra vida; qué significa en concreto para el sacer-
dote y sus colaboradores hoy.

b) Dos textos bíblicos sobre la cuestión del poder: el monte de


las tentaciones y el monte de la misión
セNQG@ ··'

Para contestar esta pregunta tomaré pie de dos textos bíbli-


cos que expresan de modo antitético lo que no es y lo que es el
poder de Dios. De ellos se desprenderá la verdadera esencia del
poder y la verdadera esencia de la esperanza. El primer texto es
el relato de la tercera tentación de Jesús (Mt 4, 8-1 0). Satanás lo
conduce a un monte muy elevado y le muestra los reinos de la
tierra con todo su esplendor; se presenta como el verdadero so-
berano del mundo que tiene poder y lo reparte. Ofrece a Jesús el
poder y «sus pompas» -una expresión que reaparecerá en la
fórmula del bautismo, donde no sólo hay que renunciar al dia-
blo sino, concretamente, a sus pompas para poder ser cristia-
no-. Las pompas del poder significan la capacidad de hacer lo
que se quiere, gozar de lo que se quiere, disponer de todo, ocu-
par siempre los primeros puestos. Ningún goce te es negado,
52 Un canto nuevo para el Señor

cualquier aventura te es posible, todos se arrodillan ante ti. Te


está permitido hacer lo que quieras, y tienes la posibilidad de
hacerlo. De ese engañoso «ser como Dios», de esa caricatura de
la imagen y semejanza de Dios se vale el diablo para enloque-
cer al hombre y parodiar la libertad de Dios. Satanás ofrece po-
der, naturalmente, pagando un precio: un poder que se apoya en
el terror, el miedo, la codicia, la violencia contra el otro y el en-
diosamiento del yo. Pero -parece decir Satanás- esto es pre-
cisamente el poder. De otro modo no se puede tener. El que
quiere dominar necesita oprimir, necesita la amenaza de la vio-
lencia y ha de ejercerla. ¿Y cómo va a ser redimido el mundo si
el Redentor no tiene poder? Está claro, por tanto, que el Salva-
dor, si quiere hacer algo, ha de asumir la oferta de poder y ple-
garse a las reglas de juego. Esta tentación ha perdurado a través
de toda la historia. Los poderosos del mundo han ofrecido siem-
pre poder a la Iglesia, y con el poder han intentado imponer las
reglas de juego de su poder. Pero la vocación de la Iglesia no es
levantar un reino mesiánico donde luego se rinda culto al poder
humano, haciéndolo pasar como poder de Dios. El poder del
dominio político o del imperio técnico no debe ni puede ser la
forma de poder de la Iglesia. Con esto no se condena el poder
estatal ni la espada que está bajo la norma de la justicia, como
indica Rom 13, 1-7, pero sí la identificación del poder eclesial
con el poder estatal, del poder de Dios con el poder del Estado,
y la absolutización consiguiente del poder humano, como si esta
clase de poder pudiera traer la redención. Lo reprobable es una
determinada idea de redención, una falsa imagen del hombre y
de Dios que convierte a Dios en caricatura al tiempo que reduce
al hombre a pompa de poder y, por tanto, a mera apariencia.
Interrumpamos nuestras reflexiones en este punto para vol-
ver al segundo texto del evangelio de Mateo, donde Jesús está
de nuevo sobre una alta montaña y reaparece el tema del poder.
Es la escena final del evangelio. El Resucitado llevó a los once
a la montaña para confiarles su misión y hacerles la promesa
para la historia futura. Está de nuevo en el monte, mas no por
arte de magia satánica sino por el poder de Dios. Está de nuevo
en el monte, y no sólo ve los reinos de este mundo con todas sus
pompas, sino que ahora puede decir: «Me ha sido dado todo po-
El poder de Dios, esperan::a nuestra 53

der en el cielo y en la tierra». Este poder abarca la tierra y el


cielo, por eso es «todo poder». Lo que Jesús había rehusado to-
mar del diablo, lo posee ahora de otro modo totalmente distin-
to, por ser de otra fuente. Ha llegado a ser el Señor del cielo y
de la tierra que ahora envía a los discípulos como mensajeros y
sujetos de su poder. Pero ¡,de dónde le viene este poder? ¿.y cuál
es su naturaleza?
No olvidemos que quien así habla es el Resucitado. Esto sig-
nifica que ha pasado por la muerte y sólo así, a través de la
muerte, desde la otra ladera y para ella ostenta poder, que pre-
cisamente por eso abarca la totalidad y no sólo lo visible: el cie-
lo y la tierra, el tiempo y más allá de sus fronteras. Dicho de otro
modo, a esta última aparición «en el monte» precede otra expe-
riencia que se interpone entre los dos grandes episodios ocurri-
dos en un monte, los distingue y los enlaza. Jesús subió al mon-
te de la crucifixión como un día Isaac subió al Moria. El diablo
lo había llevado antes al pináculo del templo y a la cima de un
monte; ahora está realmente en todo lo «alto», «elevado», y es-
ta «altura» es lo contrario de las alturas de Satanás. Las alturas
de éste son alturas de poder egoísta, de mando arbitrario del que
todo lo posee y todo le está permitido, pero que se convierte en
contrasentido y mentira vital, porque el «todo» del tener y del
gozar es siempre un algo insignificante, una nada más que un al-
go, y el hombre creado realmente para el todo conoce muy bien
la nadería de este «todo». La altura del monte de la crucifixión
consiste en que Jesús renunció a toda posesión y permisión para
quedarse con la pura nada de la desnudez total que no tiene si-
quiera un lugar en el suelo. Renunció en el «hágase tu voluntad»
dirigido al Padre. Renunció en la plena unidad volitiva con el
Padre. Ahí alcanzó el verdadero «todo», en la cima suprema del
ser: en la unidad con el Dios real, que no es déspota ni vividor,
sino verdad eterna y amor eterno. Esto viene a restablecer la
verdadera imagen de Dios y del hombre frente a la caricatura de
Dios y del hombre. Jesús perseveró en la nada frente a lo terre-
nal, unido a la voluntad de Dios contra el poder de la violencia
y su capacidad de destrucción total. Es uno con Dios y uno con
el poder real que abarca el cielo y la tierra, el tiempo y la eter-
nidad. Es uno con Dios, de forma que el poder de Dios pasa a
54 Un canto nuevo para el Señor

ser su poder. El poder que ahora proclama desde el monte de la


ascensión es un poder que viene de las fuentes de la cruz y es,
por tanto, la antítesis radical del poder arbitrario de la posesión
total, la permisión total y la posibilidad total.

e) La esencia del poder de Jesús: poder en la obediencia, po-


der responsable

Debemos preguntar ahora con más precisión cuál es real-


mente la esencia de este poder, hasta qué punto es poder y qué
podemos esperar de él. Como todo esto se aleja mucho de nues-
tras experiencias de vida moderna, debemos acercamos gra-
dualmente a la realidad de este poder y a su comprensión.
Como primer paso me parece útil una observación lingüísti-
ca. Para designar este poder de Jesús, el nuevo testamento no
emplea una palabra que exprese la capacidad interna de una
persona, una cualidad objetiva presente en ella, sino el término
exousía, que en griego designa el derecho a hacer algo, derecho
anclado en la estructura jurídica de un Estado. El término de-
signa, así, la posibilidad operativa que posee una persona en
virtud de la estructura jurídica, y esa posibilidad se traduce en
potestad, derecho, licencia o libertad 1• Se trata de un poder da-
do que viene de un todo jurídico, de una figura de la justicia.
Es, en consecuencia, potestad que emana de un poder subya-
cente y por eso puede decidir. Es poder que viene de una obe-
diencia, un poder responsable y anclado en un orden intrínseco.
Así, la palabra elegida por la Biblia para expresar el poder de
Jesús ofrece ya una interpretación profunda de la esencia de es-
te poder: es un poder que no es precisamente el de un Goliat an-
tiguo o moderno, sino un poder que nace de la obediencia y, por
tanto, de una relación que es responsabilidad, respuesta al ser,
respuesta a la verdad y al bien. Es un poder humilde, como lo
describe el himno a Cristo de la Carta a los filipenses (2, 5-11 ).
Cristo no retiene para sí la igualdad divina al modo del ladrón
que guarda su botín, como un poder conquistado que se puede

l. Cf. W. Foerster, ejsygia, en ThWNT 11, 559-571, espec. 559s y 563.


El poder de Dios, ・ウーイ。ョセ@ nuestra 55

disfrutar. La actitud del ladrón, acorde con la idea corriente de


poder, es en realidad señal de impotencia: lo robado no le perte-
nece propiamente, y por eso lo usa y defiende con codicia. Ro-
mano Guardini expresó muy bellamente el contenido positivo
del gesto de Jesús descrito en el himno de la Carta a los filipen-
ses, himno de la crucifixión y la consiguiente exaltación: «Toda
la existencia de Jesús es una trasposición del poder a la humil-
dad ... a la obediencia a la voluntad del Padre. Para Jesús la obe-
diencia no es un factor secundario, añadido, sino que forma el
núcleo de su esencia» 2. Su poder no tiene «ningún límite desde
fuera, sino un límite que llega desde dentro ... : la voluntad del
Padre libremente asumida. Es un poder que se controla tan per-
fectamente que es capaz de renunciarse a sí mismo» 3 . Hemos di-
cho que el poder de Jesús es algo que el término griego deja cla-
ro: un poder que nace de la obediencia. Esto significa, además,
que es un poder que puede dictar sentencia en un todo estructu-
rado jurídicamente y que, como tal, es «el» poder. Pero este to-
do estructurado jurídicamente que está detrás del poder y del
que éste emana, no es una suma de principios, sino la voluntad
de Dios, que es el orden del bien y de la verdad misma, el amor
en persona. Así, el poder de Jesús es un poder basado en el amor,
es la potencialidad del amor. Es un poder que nos remite desde
lo palpable y visible a lo invisible y verdaderamente real, que es
el amor poderoso de Dios. Es un poder que es camino, que tie-
ne como objetivo encaminar al hombre hacia la trascendencia
del amor. Podemos anticipar ya aquí, alusivamente, un tercer as-
pecto que se sigue de lo anterior: Jesús dio la exousía a su Igle-
sia. Ella participa en la potestad de Jesús, y todos sus poderes
son participación en esa potestad, que es su medida y esencia.

d) Dos modos de poder: poder dominador y poder obediencia!

Podemos afirmar, resumiendo lo anterior, que el poder de


Dios se muestra concretamente en el poder de Jesucristo, que
emana de la unión de voluntades entre Jesús y el Padre y por eso

2. R. Guardini, El poder, Madrid 2 1977, 40.


3. !bid., 41.
56 Un canto nuevo para el Señor

tiene su anclaje supremo en el amor. Este poder de Jesús creó un


lugar concreto en el mundo mediante la potestad otorgada a la
Iglesia. Antes de pasar al lado práctico de nuestra vida, el de la
Iglesia y el sacerdote hoy, introduciré otro pasaje bíblico que
expresa el falso poder y aclara, como contraprueba, lo que es y
lo que no es el poder de Dios en el mundo y en favor del hom-
bre. Me refiero al relato de la caída (Gén 3). Adán come del fru-
to que le permitirá conocer el bien y el mal. El punto capital es
que no se trata de verdadero conocimiento, de conocimiento co-
mo percepción de la realidad para ajustarse a ella y vivir en co-
rrespondencia con ella. La voluntad que emerge en el diálogo
con la serpiente va exactamente en dirección opuesta: Adán bus-
ca el conocimiento como un poder. No lo busca para entender
mejor el lenguaje del ser, para oír mejor o escuchar más since-
ramente, sino porque sospecha del poder de Dios y quiere opo-
nerse a él con su propio poder. Busca el conocimiento porque
cree que el hombre sólo es libre en la rebeldía. Quiere ser Dios,
y entiende por tal no tener que escuchar, sino ejercer el poder.
El conocimiento sirve para enseñorearse de algo, para dominar.
Es funcional, encaminado al uso y a la dominación. El poder ca-
rece así de responsabilidad, es mero saber hacer y disponer. Su
esencia parece consistir en no tener a nadie sobre sí, referirlo to-
do a sí y al propio uso para mayor «gloria del poder>>.
Queda así patente la estrecha relación que guarda esta esce-
na bíblica con los tres textos referidos: con el monte de la pro-
mesa de Satanás, con el monte del Crucificado resucitado y, fi-
nalmente, con la referencia de la Carta a los filipenses a Adán
como antítesis de Jesucristo. El relato de la caída pone de ma-
nifiesto el resultado que da la aceptación de la oferta de poder
que hace Satanás: el poder es lo opuesto a la obediencia; y la li-
bertad, lo contrario de la responsabilidad. El conocimiento se
rige por el criterio del poder alcanzado y se desliga de su com-
ponente ético. Sin demonizar la ciencia natural ni la técnica,
hay que decir que algo de esta actitud se ha filtrado en la forma
moderna de apoderamiento de la naturaleza4 . Es muy significa-

4. Cf. importantes reflexiones sobre el tema en C. S. Lewis, Die Abschaf-


fung des Menschen, Einsiedeln 1979, espec. 72ss.
El poder de Dios, esperanza nuestra 57

ti va a este respecto una frase de Thomas Hobbes: «Conocer una


cosa significa saber lo que cabe hacer con ella si se la posee» 5 .
Tendría que estar claro que esto no equivale al «dominio» sobre
la creación, tarea que Dios confió al hombre (Gén l, 28-30). Lo
que significa este dominio justo lo formuló con gran precisión
Romano Guardini mucho antes de las disputas ecológicas: el
hombre «es señor por gracia y debe ejercer su dominio con res-
ponsabilidad hacia aquel que es señor por esencia ... Dominio
no significa, pues, que el hombre imponga su voluntad a lo da-
do en la naturaleza, sino que su poseer, configurar y crear naz-
ca del conocimiento; pero este conocimiento acepta lo que es el
ente en sí. .. » 6 .
Tratemos de hilvanar el conjunto de lo considerado hasta
ahora y preguntemos de nuevo: ¿Tiene Dios poder en el mundo
y es este poder una esperanza para nosotros? Debemos señalar
primero que hay un tipo de poder, el más conocido para noso-
tros, que se enfrenta a Dios, intenta pasar de él e incluso ex-
cluirlo. La esencia de este poder consiste en convertir lo otro y
al otro en simple objeto, en mera función, y tomarlo al servicio
de la propia voluntad. No considera lo otro y al otro como rea-
lidades vivas con sus propios derechos, cuyo ser yo no puedo
atropellar; los trata como función, como piezas de la máquina,
como algo muerto. Tal poder es, en definitiva, poder de muerte
y somete también inexorablemente al que lo utiliza a las leyes
de la muerte y lo muerto; la ley que impone a otros pasa a ser
ley propia. Se cumple así la palabra de Dios a Adán: «Si comes
de este fruto, morirás» (Gén 2, 17). No puede ser de otro modo
cuando se entiende el poder como lo contrario de la obediencia,
ya que el hombre no es dueño del ser, aunque a nivel macros-
cópico pueda descomponerlo como una máquina y montarlo de
nuevo. El ser humano no puede vivir contra el ser, y cuando lo
intenta, cae bajo el poder de la mentira, del no-ser, de la apa-
riencia de ser y, en consecuencia, bajo el poder de la muerte.

5. Citado según R. Spaemann. Die Unantastharkeit des menschlichen Le-


hens. Kommentar zur lnstruktion der Kongregation für die Glaubenslehre
über ethische Fragen der Biomedizin, Freiburg 1987, 71.
6. /bid., 26s.
58 Un canto nuevo para el Señor

Este poder puede ser muy tentador y actuar de forma impre-


sionante. Sus éxitos son temporales, pero esta temporalidad
puede durar mucho y deslumbrar a la persona que vive al día.
Este poder no es el auténtico ni real. El poder que reside en el
ser es más fuerte; el que opta por él, tiene más posibilidades.
Pero el poder del ser no es un poder propio; es el poder del
Creador. Y del Creador sabemos por la fe que no sólo es la ver-
dad sino también el amor, y que ambas cosas no pueden sepa-
rarse. El poder que Dios tiene en el mundo es el mismo que tie-
nen la verdad y el amor. Esto podría sonar a frase melancólica
si sólo conociéramos del mundo lo que podemos divisar en el
ámbito de nuestra vida y de nuestras experiencias; pero desde
la nueva experiencia que Dios nos brindó en Jesucristo -expe-
riencia consigo mismo y con el mundo- es una frase llena de
esperanza. Porque ahora podemos también invertir la frase: la
verdad y el amor se identifican con el poder de Dios, porque él,
además de poseer verdad y amor, es ambas cosas. Verdad y
amor son el verdadero y definitivo poder en el mundo. Aquí es-
triba la esperanza de la Iglesia y aquí descansa la esperanza de
los cristianos. O digamos más exactamente que, por eso, la
existencia cristiana es esperanza. A la Iglesia se la puede des-
pojar en este mundo; puede sufrir grandes y dolorosos fracasos.
Hay siempre en ella muchas cosas que la alejan de lo que ella
es auténticamente. De esto auténtico la despojan constantemen-
te; pero ella no se hunde, al contrario, así aparece lo propio en
forma nueva y cobra una fuerza renovada. La nave de la Iglesia
es la nave de la esperanza. Podemos embarcar en ella confia-
dos. El dueño del mundo la pilota y protege.

2. Aplicaciones

En la primera sección de este trabajo hemos intentado com-


prender lo que es el poder de Dios y cómo este poder no signi-
fica para nosotros amenaza, sino esperanza. Ahora debemos
aplicar esto, en una segunda ronda de consideraciones, a la vi-
da de la Iglesia en general y del sacerdote y sus colaboradores
en particular. Hay que preguntar cómo puede este poder entrar
El poder de Dios, esperanza nuestra 59

en nuestra vida, cómo puede concretamente hacerse esperanza


para nosotros y para los seres humanos en este momento de la
historia, cuáles son las condiciones de vida para que esta espe-
ranza llegue a nosotros y sea esperanza nuestra. Hemos anali-
zado las preguntas básicas de la primera parte sobre la esencia
del poder con ejemplos y sugerencias más que de modo siste-
mático; tampoco procede aquí, y menos que antes, desarrollar
una doctrina general de la vida cristiana y sacerdotal en relación
con el tema «el poder de Dios, nuestra esperanza». Intentaré di-
lucidar sin sistematismos algunos corolarios que se desprenden
de lo meditado hasta ahora.

a) La fe, puerta de acceso al poder de Dios

La idea básica que descubríamos en la primera sección se


puede resumir en este enunciado: el poder entendido en la línea
de la potestad de Jesucristo nace de una relación, se trasmite a
través de la obediencia y se resuelve en responsabilidad. Senta-
do esto, el sacerdote -y de modo análogo el cristiano en gene-
ral- ha de ser una persona que viva esencialmente desde una
relación y en una relación: la relación con Dios. El sacerdote
debe ser un creyente que está en diálogo con Dios. Si no es es-
to, toda su actividad es vacua. Lo supremo y más importante
que puede hacer un sacerdote en favor del ser humano es ser lo
que es: un creyente. Por la fe hace que Dios, el Otro, acceda al
mundo. Y si el Otro no actúa, nuestra acción es siempre defici-
taria. Pero si las personas sienten hallarse ante alguien que cree,
que vive con Dios y desde Dios, nace también en ellas la espe-
ranza. Por la fe del sacerdote se abre de par en par una puerta a
los hombres: ¡conque también hoy se puede creer realmente,
también hoy! La fe humana es siempre un creer compartido, y
por eso es tan importante el pre-creyente, el que precede en la
fe. El está más expuesto que los otros, porque la fe de éstos de-
pende de la suya y en determinados momentos él ha de llevar el
peso de creer por ellos. Por eso, las crisis de la Iglesia y de la
fe suelen ser más agudas en sacerdotes y religiosos, y se ad-
vierten antes que en el pueblo eclesial. Existe también el riesgo
60 Un canto nuevo para el Señor

de que el sacerdote tome la fe como una rutina, la cuestione y


se canse de ella, como le ocurre al hermano menor y, después,
al hermano mayor de la parábola. Entonces los otros creyentes,
en especial los que volvieron a la fe por la experiencia de su
propio vacío, pueden prestarle el servicio que el retorno del her-
mano menor ofrece al mayor. Ellos han vivido los desiertos del
mundo y han descubierto de nuevo la belleza de la casa que al
morador habitual le pesa como una carga. De este modo hay en
la fe un dar y tomar recíprocos, donde sacerdotes y laicos son
dispensadores de la cercanía de Dios. El sacerdote debe tener la
humildad necesaria para esta recepción, sin ceder a ese orgullo
que muestra el hermano mayor: este zángano que disfruta aho-
ra de la acogida, ignora lo que es la carga de la fidelidad. Tal or-
gullo aflora a menudo en nosotros como una especie de desdén
del especialista: ¡qué saben esos fieles de a pie sobre crítica de
la Biblia y demás críticas, qué saben del abuso de poder en la
Iglesia y de todas las vilezas de su historia! La arrogancia del
especialista en materia de fe es un género de ceguera muy re-
sistente, producto del que sabe las cosas a medias. La fe que en
el desierto de un mundo sin Dios, junto a la bazofia de unas ac-
titudes frívolas ya gastadas, vuelve a descubrir el agua fresca de
la palabra de Dios, aunque no esté a la altura del especialista en
crítica textual, es muchas veces infinitamente superior a él en
lucidez para las verdades que cabe extraer de esta fuente. La fa-
tiga del hermano mayor existirá siempre, pero no debería dege-
nerar en una obstinación que incapacita para percibir la admi-
rable respuesta del padre: todo lo mío es tuyo. El sacerdote debe
ir por delante en la fe, pero debe ser también lo bastante humil-
de para ir detrás y acompañar. El confirma a los otros en la fe,
pero se nutre también constantemente de la fe de los otros.
Por eso no es ninguna obviedad afirmar que, creyendo en
Dios, damos entrada a la dinámica de Dios en el mundo. El pri-
mer «trabajo» que ha de realizar un sacerdote es el de ser un
creyente, y serlo cada vez más. La fe nunca cae de su peso, de-
be ser vivida. Nos lleva al diálogo con Dios, un diálogo que in-
cluye en igual medida el hablar y el escuchar. El tiempo que un
sacerdote dedica a la oración y a la escucha de la Escritura no
es pastoralmente tiempo perdido o tiempo descontado a los tie-
El poder de Dios, esperanza nuestra 61

les. Las personas advierten si la acción y la palabra de su pá-


rroco brotan de la oración o son mero producto del escritorio.
Más allá de la acción, el sacerdote debe sostener a su comuni-
dad orando, iniciarla en la oración e incorporarla así al poder de
Dios. También aquí rige el dar y el tomar recíprocos: orar es
orar con toda la Iglesia, y la verdadera escucha de la Escritura
sólo puede hacerse escuchando con ella.
Antes de profundizar en esta idea, voy a tocar otro aspecto
del tema de la fe que nos sale al paso desde el núcleo de las re-
flexiones de la primera sección: la fe es obediencia. Es la uni-
dad de nuestro querer con el querer de Dios, y justamente así es
seguimiento de Cristo, ya que lo esencial en el camino de Cris-
to es avanzar hacia la fusión de su voluntad con la voluntad de
Dios. La redención del mundo descansa en la oración del mon-
te de los Olivos: «no se haga mi voluntad, sino la tuya», oración
que el Señor nos enseñó en el padrenuestro como centro de la
fe vivida. Pero aquí hemos arribado también a la dimensión ma-
riana de la fe y de la existencia cristiana. «Dichosa tú que has
creído», saluda Isabel a María. El acto de fe por el que María
fue para Dios la puerta de acceso al mundo y abrió así el ámbi-
to de la esperanza, del «dichosa tú», es fundamentalmente un
acto de obediencia: «Hágase en mí según tu palabra»; yo estoy
enteramente en una relación servicial contigo. Creer significa
en ella ponerse a disposición, decir sí. En el acto de fe ofrece a
Dios su propia existencia como campo de acción. La fe no es
una actitud más; es disponer del propio ser de cara a la volun-
tad de Dios y, consecuentemente, a la voluntad de la Verdad y
del Amor. El papa ha glosado con admirable profundidad, en su
encíclica mariana, esta fe de María; lo que dice en ella debería
movernos a aprender de nuevo, de María y con ella, la fe como
obediencia de toda nuestra vida7. Destacaré sólo dos elementos
de la encíclica que pueden ayudar a comprender más honda-
mente la fe de María, la fe como obediencia. Encontramos en la

7. Expongo algunas ideas que desarrollé más ampliamente en mi intro-


ducción a la encíclica publicada por Herder: Maria - Gottes la zum Menschen.
Papst Johannes Paul 11. Enzyklica «Mutter des Erlosers», Freiburg 1987.
ll6ss.
62 Un canto nuevo para el Señor

encíclica la referencia al texto de Sal 40, 6-8, que la Carta a los


hebreos (1 O, 5-7) considera un acto de obediencia de Jesús al
Padre, acto que se consuma en la encarnación y en la cruz: «Sa-
crificios y ofrendas no los quisiste; en vez de eso me has dado
un cuerpo ... Aquí vengo ... a hacer tu voluntad, Dios mío». Dan-
do el «SÍ» al nacimiento del Hijo de Dios en su seno por obra
del Espíritu santo, María pone a disposición su cuerpo, wda su
persona como lugar para la acción de Dios. En estas palabras,
la voluntad de María coincide con la voluntad del Hijo. La sin-
tonía de este «SÍ» con las palabras «me has preparado un cuer-
po» posibilita la encarnación, el nacimiento de Dios. Para que
la entrada de Dios en este mundo sea un nacimiento de Dios,
debe haber siempre este «SÍ» mariano, esta coincidencia de
nuestra voluntad con la voluntad divina.
Esta situación se repite en la cruz de modo nuevo y definiti-
vo. Nada queda de la gloria de David anunciada por los profe-
tas. La fe ha de atenerse a la situación de Abrahán, a la extrema
oscuridad. «Me has preparado un cuerpo; aquí vengo». Hay una
plena aceptación de estas palabras, y la oscuridad en que está
María indica la plena identificación de su voluntad con la vo-
luntad de Dios. La fe es unión en la cruz, y sólo en la cruz al-
canza su plenitud: el lugar de la postración extrema es el ver-
dadero inicio de la redención. Creo que debemos aprender de
nuevo y en forma nueva esta espiritualidad de la cruz. Nos pa-
recía demasiado pasiva, demasiado pesimista, demasiado senti-
mental; pero si no ejercitamos la cruz, ¿cómo vamos a resistir
cuando nos cuelguen de ella? Un amigo mío que estuvo duran-
te años sometido a la diálisis renal y tuvo que sentir cómo la vi-
da se le escapaba paso a paso de las manos, me contó una vez
que de niño le gustaba especialmente el via crucis y más tarde
lo practicó asiduamente. Cuando se enteró del terrible diagnós-
tico de su enfermedad, quedó como aturdido, pero de pronto le
vino al pensamiento: ahora se cumple de verdad lo que siempre
pedías, ahora puedes realmente caminar con él y acompañarlo
en el via crucis. Así recuperó la alegría que luego fue irradiando
hasta el final, y se dejó guiar por la luz de la fe. Para expresar-
lo con Guardini, hay que descubrir de nuevo «la fuerza libera-
dora que hay en la superación de uno mismo; cómo el sufri-
El poder de Dios, esperanza nuestra 63

miento aceptado íntimamente trasforma al ser humano; y cómo


el crecimiento esencial depende, no sólo del trabajo, sino tam-
bién del sacrificio libremente ofrecido» 8.

b) La Biblia, lugar del poder esperanzador de Dios

La fe es obediencia; nos recuerda la nota esencial de nuestro


ser: la condición creatural, y rescata así nuestra realidad autén-
tica. Nos hace conocer la responsabilidad como forma básica de
nuestra vida; de ese modo el poder, de amenaza y peligro que
era, pasa a ser esperanza. Esta obediencia define nuestra rela-
ción con Dios; presupone una relación con Dios lúcida y viva,
y la hace posible al mismo tiempo, ya que a Dios sólo lo perci-
be el obediente. Para que nuestra obediencia sea concreta y no
confundamos a Dios con las proyecciones de nuestros propios
deseos, él mismo se manifestó concretamente por diferentes ca-
minos. Primero, en su palabra. La obediencia a Dios es una re-
lación obediencia! con su palabra. Debemos acercarnos de nue-
vo a la Biblia en una actitud de reverencia y obediencia que hoy
tiende a desaparecer. La crítica de las fuentes y de la tradición
ha servido para que cada individuo o cada grupo vaya creando
su propia Biblia, opuesta al conjunto de la Escritura y a la Igle-
sia; eso no es ya obediencia a la palabra de Dios, sino apoteo-
sis de la propia posición con el recurso de un montaje textual
cuyas selecciones y omisiones dependen de las propias prefe-
rencias. La exégesis histórico-crítica puede ser un medio valio-
so para la comprensión más profunda de la Biblia si utiliza los
instrumentos con ese amor reverente que quiere conocer el don
de Dios tan exacta y cuidadosamente como sea posible. Pero
falta a su deber esa exégesis que no ayuda a una atenta escucha,
sino que somete el texto a tortura, por decirlo así, para arran-
carle las respuestas que él nos niega. Gregario de Nisa, en su
debate con el teólogo racionalista Eunomio, abordó ya estas

8. /bid., 99. T. Goritschewa expone en forma impresionante el nexo entre


sufrimiento y gracia, entre sufrimiento y redención en su libro Die Kraft der
Ohnmiichtigen. Weisheit aus dem Leiden, Wuppertal 1987, espec. 21-25.
64 Un canto nuevo para el Señor

cuestiones en el siglo IV de modo definitivo. Eunomio había


afirmado la posibilidad de formar un concepto de Dios que ex-
presara y describiera perfectamente su esencia. Gregorio repu-
so que Eunomio intentaba «encerrar en la palma de la mano de
un niño la naturaleza inabarcable de Dios». Añade que el pen-
samiento científico parte de esta clase de conceptos para poder
manipular las cosas: «Trasforma el misterio en un ·objeto" ma-
nejable. Es lo que Gregorio llama physiologein, 'tratar el mis-
terio al modo de las ciencias naturales'. Pero una cosa es el mis-
terio de la teología y otra la ciencia de las naturalezas» 9 . ¿No
hay un excesivo physiologein en nuestra exégesis, en nuestro
manejo moderno de la Biblia? ¿no la tratamos en realidad como
se trata la materia en el laboratorio? ¿no la convertimos en algo
muerto que montamos y desmontamos a voluntad? ¿y dónde es-
tá la autenticidad de la interpretación que no considera sólo la
palabra como conjunto inerte de textos, sino que percibe en ella
al Hablante vivo? Si ya la palabra humana, cuanto más grande
es, más se trasciende a sí misma y remite por encima del mate-
rial verbal a lo inexpresado e inagotable, ¿cuanto más ocurrirá
esto con la palabra cuyo último y verdadero sujeto creemos por
la fe que es Dios mismo? ¿no debemos desarrollar unos méto-
dos que respeten la autotrascendencia interna de las palabras
hacia la Palabra? ¿unos métodos capaces de asumir las expe-
riencias que esta Palabra provocó en los santos, en aquellas per-
sonas que no se limitaron a leer la Palabra sino que la vivieron
hasta el fondo?
Vuelvo a Gregorio de Nisa; él nos ofrece un paradigma del
trato adecuado con la Biblia, que al pronto quizá nos haga son-
reír con su visión alegórica, pero que luego, considerado en su
verdadera profundidad, tiene mucho que decirnos. Ese paradig-
ma se encuentra en la exposición que hace Gregorio de las nor-
mas de la cena pascual judía. Gregorio parte de la consideración
de la palabra de Dios como manjar, y se permite trasferir las
normas de la cena pascual al trato con la Biblia. Hay dos dis-
posiciones que le parecen especialmente significativas: el cor-

9. H. U. von Balthasar en su introducción a Gregor von Nyssa. Der ver-


siegelte Quell. Auslegung des Hohen Liedes, Einsiedeln 3 1984, 17.
El poder de Dios, esperanza nuestra 65

dero debe comerse recién sacado del fuego; y no hay que rom-
perle los huesos. El fuego es imagen del Espíritu santo: ¿no sig-
nifica esta norma que no debemos alejar el manjar divino de la
esfera del fuego vivo, que no debemos dejarlo enfriar? ¿no sig-
nifica que la lectura de la Biblia debe hacerse junto al fuego, es
decir, en comunión con el Espíritu santo, en la fe viva que nos
remite al origen del manjar? Y a la inversa: hay unos huesos
que no podemos triturar: las grandes cuestiones que se nos
plantean y que somos incapaces de resolver: «¿Cuál es la esen-
cia de Dios? ¿qué había antes de la creación? ¿qué hay fuera del
mundo visible? ¿qué necesidad preside todo el acontecer?».
Hoy añadiríamos otras preguntas que nos apremian aún más.
«No rompas los huesos» significa: «saber todo eso es sólo com-
petencia del Espíritu santo ... ». «No rompas los huesos»: Gre-
gario interpreta este versículo con una sentencia del Eclesiásti-
co: «No te preocupes por lo que te excede» (Eclo 3, 23) 10 .
Pudo remitir también a Pablo: «No penséis demasiado alto, sino
pensad sobriamente conforme a la medida de la fe que Dios
otorgó a cada uno» (Rom 12, 3: hyperphronein - phronein -
sophronein) 11 • ¿No tendemos hoy a romperle los huesos a la Bi-
blia tratando de escrutarla más allá de nuestra capacidad? ¿y no
hemos recibido a menudo su palabra muy lejos del fuego del
Espíritu santo, de la fe viva, como manjar ya frío e indigesto?
Si nos detenemos un poco en la frase paulina de la Carta a
los romanos, vemos otro aspecto del problema. La moderación
en el propio modo de confesar los misterios divinos es para
el Apóstol una consecuencia de nuestra inserción en el cuerpo
de Cristo, que es la Iglesia 12 . Hoy se utiliza la Biblia, también
entre los católicos, como arma contra la Iglesia. Es cierto que,
como palabra de Dios, está por encima de la Iglesia, que ha de
regirse y purificarse siempre por ella; pero la Biblia no está fue-

10. Gregario de Nisa, De vita Moysis, PG 44, 357 B-0; en castellano Vi-
da de Moisés, trad. e introd. de T. H. Martín, Salamanca 1993, 89-90.
11. Cf. H. Schlier, Der Romerbrief, Freiburg 1977,363-369.
12. /bid., 368: <<Hyperphronein consiste en la pretensión de un miembro
de la comunidad de igualarse a otro o superarlo sin tener en cuenta el propio
grado de fe. Sophronein es. en cambio, el esfuerzo de mantener y fomentar la
unidad del cuerpo de Cristo con arreglo al propio grado de fe>>.
66 Un canto nuevo para el Señor

ra del cuerpo de Cristo; una lectura privatizada nunca puede pe-


netrar en su verdadero núcleo. La recta lectura de la Escritura
presupone leerla allí donde hizo y hace historia, donde es, no
mero testimonio del pasado, sino fuerza viva del ーイ・ウョエセZ@ en la
Iglesia del Señor y con sus ojos, los ojos de la fe. La obedien-
cia a la Escritura es siempre, en este sentido, obediencia a la
Iglesia; esa obediencia se vuelve abstracta si mtentamos sepa-
rar la Iglesia de la Biblia o utilizar ésta contra ella. La Escritu-
ra viva en la Iglesia viva es, también hoy, un poder de Dios que
está presente en el mundo, un poder que es fuente inagotable de
esperanza a través de todas las generaciones.

e) La potestad de la Iglesia y el poder de Dios

Hemos tocado así otro aspecto de la temática de la obedien-


cia: la obediencia a la Iglesia. Hoy nos resulta especialmente di-
fícil asumirla. Hemos señalado al principio que lo incómodo en
los soportes actuales del poder -las grandes instituciones esta-
tales y económicas- es su anonimato y su figura inaprensible.
Nos atemorizan los grandes cuerpos del Estado, de la economía
y de los partidos, que están a nuestro alrededor como pulpos gi-
gantescos para atrapar indefectiblemente al individuo. Para la
conciencia actual, las grandes Iglesias aparecen también como
esos aparatos de poder anónimo; no como esperanza, sino como
peligro. La conciencia colectiva ve en ellas una parte del mundo
organizado; las Iglesias colaboran en la conjura del poder. Fren-
te a este anonimato y uniformidad progresiva del mundo se bus-
ca refugio en el pequeño grupo, llámese «comunidad de base»,
«Iglesia desde abajo», etc. En él se vive el lado humano; no im-
peran leyes, sino la armonía de la participación. El pequeño oa-
sis de humanidad parece surgir del espíritu de Jesús, pero choca
siempre con las exigencias y declaraciones inadmisibles de la
gran Iglesia, que usa su poder e interviene implacablemente con
sus viejas ideas en el bello mundo del grupo. Este grupo está así
contra la Iglesia, la comunidad contra la institución. Si la comu-
nidad es lugar de esperanza, la institución expresa la amenaza de
los poderosos. Hay en esta postura dos elementos válidos:
El poder de Dios, esperanza nuestra 67

La Iglesia necesita de la cohesión vital en lo pequeño, don-


de la fe se concreta y pasa a ser el oasis de lo humano. Las for-
mas cambian: la edad media conoció las hermandades y las ór-
denes terceras; el barroco hizo revivir ambas; y hoy aparecen
otros nombres y otras formas que sustituyen a los anteriores.
Esa estructura comunitaria puede ser conflictiva en algunos ca-
sos, pero en conjunto ha sido siempre acogida por la Iglesia y
es impulsada decididamente por el nuevo derecho canónico.
También es verdad que los dos últimos decenios generaron un
exceso de institucionalización en la Iglesia, lo cual es preocu-
pante. El deseo de participación, en sí justificado, ha hecho pro-
liferar nuevos cuerpos organizativos, y el que intenta vivir sim-
plemente como cristiano en su Iglesia y sólo busca en ella la
comunión de la palabra y del sacramento, se siente descalificado.
La Iglesia de la diáspora es probablemente más afortunada en
este aspecto, porque no se le ofrecen tantas posibilidades de in-
flación como en la parte occidental. Hay en la zona occidental
una maraña de competencias que produce casi necesariamente
la impresión de opacidad y de impotencia personal, y hasta pue-
de impedir la visión de lo esencial. Las próximas reformas de-
berán evitar la tendencia a la constante creación de nuevas ins-
tituciones, y favorecer su reducción.
Pero, dicho esto, debo señalar también las desviaciones que
encuentro no pocas veces en la actitud de buenos y celosos sa-
cerdotes que dicen: «SÍ, la juventud aceptaría el cristianismo
que presentamos nosotros; pero la impresión de la Iglesia ofi-
cial lo echa todo a perder». No voy a detenerme en el contra-
sentido de la expresión «Iglesia oficial»; el contrasentido más
peligroso está en declaraciones de ese tipo. Es muy normal que
un grupo juvenil simpatice mejor con el consiliario que con el
obispo; lo que no es normal es que ello origine el antagonismo
de dos conceptos de Iglesia. Porque si la adhesión al cristianis-
mo no abarca el conjunto de la Iglesia entera, sino que termina
en la simpatía del sacerdote o de los dirigentes laicos que la re-
presentan, tal adhesión se edifica sobre arena, sobre alguien que
habla en nombre propio. Entonces cuenta más la capacidad del
animador que la potestad que le fue dada, y aunque al pronto no
se tenga conciencia de ello, la potestad queda suplantada por el
68 Un canto nuevo para el Señor

poder, un poder basado en el propio carisma. La exousía de la


que hablábamos en la primera sección se pierde, y así desapa-
rece lo esencial. Lo auténtico en la Iglesia no es que haya en
ella personas simpáticas, cosa deseable y que sin duda se dará
siempre; lo auténtico es su exousía: ella recibió un poder, una
potestad para decir y hacer palabras y obras de salvación que el
ser humano necesita y que nunca puede obtener de sí mismo.
Nadie puede apropiarse el yo de Cristo o el yo de Dios; y con
este yo habla el sacerdote cuando dice «esto es mi cuerpo» y
«yo te perdono los pecados». No los perdona el sacerdote; esto
significaría poco; los perdona Dios, y esto lo cambia todo. ¡Qué
hecho estremecedor es que un ser humano pueda tomar el yo de
Dios en los labios! Sólo puede hacerlo en virtud de esta potes-
tad que le dio el Señor de su Iglesia. Sin esta potestad, él es un
asistente social, nada más. Es honroso, pero en la Iglesia bus-
camos una esperanza superior que viene de un poder más alto.
Si no se pronuncian estas palabras de potestad y no queda tras-
parente su fundamento, el calor humano del pequeño grupo
ayuda poco. Lo esencial se ha perdido, y el grupo lo advertirá
muy pronto. No puede dispensarse del dolor de la conversión,
esa conversión que nos otorga lo que no podemos tener por
nuestra cuenta, y que nos introduce en la esfera del poder de
Dios que es nuestra verdadera esperanza.
La potestad de la Iglesia es la trasparencia del poder de
Dios, y por eso es nuestra esperanza. De ahí que la vinculación
interna a la potestad de la Iglesia en un acto de profunda obe-
diencia sea la opción fundamental del sacerdote. Una comuni-
dad que no se quiere a sí misma, no puede subsistir. Y un mi-
nistro que se vuelve contra la raíz misma de su ministerio no
puede ni servir a los otros ni llenar la propia vida. El hecho de
que la realidad de la Iglesia, que en los años veinte parecía des-
pertar tan prometedora en las almas, hoy aparezca como una
gran institución alienante, tiene varias causas, como ya he su-
gerido. Una de ellas, decisiva, es que el ministro que ha de per-
sonalizar la institución y actualizarla se convierte en muro en
lugar de ventana, se enfrenta a ella en lugar de dejar que sea,
con sufrimiento y lucha, el apoyo fiable de su propia fe. Este
caso extremo de enfrentamiento no es demasiado frecuente,
El poder de Dios, esperanza nuestra 69

gracias a Dios, en su forma explícita. La Iglesia está viva, entre


otras razones, porque hay también, precisamente hoy, tantos
buenos sacerdotes que la encarnan como lugar de esperanza.
Pero se dan los ataques a la Iglesia, y cada uno de nosotros de-
be luchar siempre con vigilancia y disposición interior para no
dejarse llevar en la dirección equivocada.
El tema de la obediencia me ha llevado más lejos de lo que
yo hubiera deseado al principio. Quería en realidad glosar una
serie de actitudes en las que se actualiza el poder de Dios como
esperanza en la Iglesia: la ascesis, la humildad, la penitencia,
las virtudes naturales y sobrenaturales; además, los grandes ser-
vicios básicos de la martyría, la diakonía y la liturgía. Y, sobre
todo, el amor y sus figuras concretas en la vida comunitaria. Ya
no es posible abordar todo esto; espero que haya quedado im-
plícito de algún modo en lo que he expuesto. Se trataría siem-
pre, en definitiva, de interpretar lo que es el amor. Porque lo
esencial del poder de Dios es amor: y por eso, este poder es
siempre la esperanza de todos nosotros. Puede ocurrir que el sa-
cerdote y la propia Iglesia interfieran la aparición de este poder
y esta esperanza. Es la culpa que confesamos, y debemos pedir
al Señor fuerzas para superarla. Pero Dios es el más fuerte. El
no le retira la potestad a la Iglesia. Y esta potestad que llega a
nosotros en la palabra y el sacramento es también hoy luz que
nos ilumina, esperanza que da vida y futuro.
1
La resurrección,
fundamento de la liturgia cristiana
El significado del domingo
para la oración y la vida del cristiano

«Vivimos guardando el día del Señor,


en el que resucitó también nuestra vida»
(Ignacio de Antioquía)

l. ¿De qué se trata?

Era el año 304, durante la persecución de Diocleciano, cuan-


do funcionarios romanos sorprendieron a unos cincuenta cris-
tianos celebrando la eucaristía dominical en el norte de Africa,
y los arrestaron. Se ha conservado el protocolo del proceso. El
procónsul dijo al presbítero Saturnino: «Has actuado contra la
orden de los emperadores y césares al congregar aquí a toda es-
ta gente». El redactor cristiano añade que la respuesta del pres-
bítero vino de la inspiración del Espíritu santo. Fue ésta: «He-
mos celebrado con toda seguridad (securi) lo que es del Señor».
«Lo que es del Señor»: así he vertido la palabra latina «domi-
nicus». Apenas es traducible en su polivalencia. Porque designa
el día del Señor, pero remite luego a su contenido, al sacra-
mento del Señor, a su resurrección y su presencia en la eucaris-
tía. Volvamos al protocolo: el procónsul insiste en pedir expli-
caciones; sigue la respuesta serena y magnífica del sacerdote:
«Lo hemos hecho porque no podemos omitir lo que es del Se-
ñor>>. Aquí se expresa inequívocamente la conciencia de que el
Señor está por encima del señor. Tal conciencia dio a este sa-
cerdote la «seguridad» (como dice él mismo), cuando era evi-
dente la total inseguridad y desamparo exterior de la pequeña
comunidad cristiana.
74 Un canto nuevo para el Señor

Casi más impresionantes aún son las respuestas que dio el


dueño de la casa, Emérito, en cuyas dependencias tuvo lugar la
celebración dominical de la eucaristía. A la pregunta de por qué
permitió la reunión prohibida en su casa, contestó que los reu-
nidos eran hermanos a los que no podía cerrar la puerta. El pro-
cónsul insiste de nuevo. Y entonces queda claro. en la segunda
respuesta, el verdadero sujeto y motor. «Debías haberles ne-
gado la entrada», había dicho el procónsul. «No podía hacerlo»
-contesta Emérito- «quoniam sine dominico non possumus»:
porque no podemos estar sin el día del Señor, sin el misterio del
Señor. A la voluntad de los césares se contrapone el claro y de-
cidido «no podemos» de la conciencia cristiana 1• Enlaza con el
«no podemos callar», con el deber del anuncio cristiano que ha-
bían alegado Pedro y Juan para incumplir la orden de silencio
impuesta por el sanedrín (Hech 4, 20).
«No podemos estar sin el día del Señor». No es una obe-
diencia penosa a una orden externa de la Iglesia; es expresión
de un deber y querer íntimo. Es un indicador de lo que se ha
convertido en centro de la propia existencia, del ser entero. In-
dica algo tan importante que era preciso realizar aun con riesgo
de la vida, desde una gran seguridad y libertad interior. A los
que así hablaban les parecería absurdo comprar la superviven-
cia y la paz externa con la renuncia a este fundamento vital.
Ellos no pensaron en una casuística que, ponderando la opción
entre el deber dominical y el deber ciudadano, entre el precep-
to de la Iglesia y la amenaza de condena a muerte, pudiera dis-
pensar del culto como urgencia menor. No se trataba de elegir
entre un precepto y otro, sino entre el sentido de la vida y una
vida sin sentido. A esta luz resulta comprensible la frase de san
Ignacio de Antioquía que figura como lema de estas reflexio-
nes: «Vivimos guardando el día del Señor, en el que resucitó
también nuestra vida. ¿Cómo podríamos vivir sin él?» 2.

l. Los textos patrísticos sobre la cuestión del sábado y el domingo apare-


cen recopilados en W. Rordorf. Sabbat und Sonntag in der Alten Kirche, Zü-
rich 1972 (Traditio christiana Il). El texto citado de Acta ss Saturnini et alio-
rum ... , ibid n. 0 109. p. 176.
2. Magn 9, 1.2; en Rordorf n. 0 78, p. 134.

¡¡:
La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana 75

Tales testimonios de primera hora en la historia de la Iglesia


pueden dar lugar a consideraciones nostálgicas si los compara-
mos con el hastío dominical de los cristianos centroeuropeos de
hoy. Pero la crisis del domingo no comienza en nuestros días.
Asoma desde el momento en que no se vive el deber interno del
domingo -«no podemos estar sin el domingo»- y el deber
dominical aparece como precepto eclesiástico impuesto, como
una necesidad externa que se va estrechando cada vez más, co-
mo todas las obligaciones que vienen de fuera, hasta que sólo
queda la carga de tener que asistir media hora a un ritual extra-
ño. Indagar cuándo y por qué se puede dispensar de él resulta,
con el tiempo, más importante que indagar por qué es preciso
asistir normalmente, y al final no queda otra salida que alejarse
sin dispensa.
El significado del domingo se ha degradado tanto en lo po-
sitivista y exterior, que nosotros mismos nos preguntamos si el
día del Señor es realmente hoy un tema importante, si en nues-
tro mundo desgarrado por el peligro de guerras y los problemas
sociales no hay para los cristianos, sobre todo para ellos, temas
mucho más importantes. A veces nos preguntamos nosotros
mismos, en la intimidad, si no buscamos simplemente con el
precepto dominical la supervivencia de nuestra «asociación», el
pretexto para nuestra profesión.
Detrás está la pregunta, más profunda, de si la Iglesia es
<<nuestra asociación» o es el proyecto de Dios de cuya realiza-
ción depende el destino del mundo. Por otra parte, la compara-
ción nostálgica entre el entonces y el hoy no hace justicia ni al
testimonio de los mártires ni a la realidad actual. Dentro de la
necesaria autocrítica no hemos de olvidar que, también hoy,
muchos cristianos responden desde la más íntima convicción:
sin el día del Señor no podemos estar, lo que es del Señor no
puede omitirse. Y sabemos, a la inversa, que ya en la época del
nuevo testamento (Heb 10, 25) había que lamentar la deficien-
te «asistencia a la asamblea»; y entre los padres de la Iglesia es-
ta queja es constante. Creo que en la actual industria del ocio,
en la huida de la cotidianeidad y la búsqueda de lo diferente, el
verdadero motor, aunque incomprendido y generalmente igno-
rado, es la nostalgia de lo que los mártires llamaron «domini-
76 Un canto nuevo para el Señor

cus»: la necesidad de encontrarnos con lo que anima nuestras


vidas, la búsqueda de lo que los cristianos recibieron y reciben
el domingo. Nuestra pregunta es cómo podemos mostrarlo a las
personas que lo buscan y cómo podemos reencontrarlo nosotros
mismos. Antes de ir a las recetas y aplicaciones, que sin duda
son también muy necesarias. estimo conveniente lograr una
comprensión interna de lo que es el día del Señor.

2. La teología del día del Señor

Comencemos por lo más sencillo. El domingo es un día de-


terminado de la semana; según el cómputo judío asumido por
los cristianos, el primer día. Topamos de entrada con algo que
parece positivista y exterior, y preguntamos por su razón de ser:
¿por qué no ha de celebrarse el día del Señor el viernes en los
paises islámicos, el sábado entre los judíos o en cualquier otro
día según los lugares? ¿por qué no puede sustraer cada cual un
día al ritmo de su trabajo y de su estilo de vida? ¿cómo se lle-
gó a la fijación de este día? ¿es una mera reglamentación para
poder festejarlo en común? ¿o se trata de algo más? .,'; •:on
El domingo, primer día de la semana, se apoya de inmedia-
to en otra fórmula cronológica del nuevo testamento que fue
acogida en el credo de la Iglesia: «Resucitó al tercer día según
las Escrituras» (l Cor 15, 4). La tradición primitiva tomó nota
del tercer día y guardó así la memoria del sepulcro vacío y de
las primeras apariciones del Resucitado3. Recuerda al mismo

3. Cf. J. Blank, Paulus und Jesus, München 1968, 154ss. Blank compen-
dia en p. 156 el resultado de sus rigurosos análisis: <<Al tercer día' es una
indicación cronológica acorde con la tradición cristiana primitiva de los evan-
gelios, y se refiere al descubrimiento del sepulcro vacío; <<según las Escritu-
ras» se refiere, al igual que la frase sobre la muerte de Jesús. a Is 53, !Os». Por
eso es exegética y teológicamente infundada la acusación de <<fundamentalis-
mo bíblico ingenuo» que lanza contra el Catecismo de la Iglesia católica R.
Heinzmann (Was ist der Mensch? Anfragen andas Menschenbild des «Kate-
chismus der katholischen Kirche». en E. Schulz (ed). E in Katechismusfür die
Welt, Düsseldorf 1994, 86s), por considerar el tercer día como una medida del
tiempo histórico desde la sepultura de Jesús hasta el descubrimiento del se-
pulcro vacío. En su polémica con el Catecismo, Heinzmann se apoya sin ra-
La resurrección, fundamento de la liturgiu cristiana 77

tiempo -y por eso añade «según las Escrituras»- que el ter-


cer día era el día anunciado por las Escrituras, es decir, por el
antiguo testamento, para este suceso básico de la historia uni-
versal o, más exactamente, no de la historia universal sino de la
salida de ella, salida de la historia de muerte y de lo mortal, y
comienzo y nacimiento de una vida nueva.
La expresión «tercer día» viene a interpretar, además, el re-
cuerdo concreto de la fecha. En los relatos sobre la alianza del
Sinaí, el tercer día es siempre el día de la teofanía, día en el que
Dios se manifiesta4 . La expresión temporal «al tercer día» se-
ñala así la resurrección de Jesús como la alianza definitiva, co-
mo la entrada real y definitiva de Dios en la historia, un Dios
que se deja tocar en medio de nuestro mundo, que llega a ser
«Dios tangible». Resurrección significa que Dios ha mantenido
el poder en la historia, que no lo ha delegado en las leyes natu-

zón en R. Lehmann, Auferweckt am dritten Tag nach der Schr(fi, Freiburg


2 1969. Lehmann intentó aclarar el contenido teológico de la fecha «tercer día>>
desde las fuentes, como sugiere Pablo cuando dice que esa fecha fue, <<según
las Escrituras>>, el momento de la resurrección, y afirma así expresamente dos
extremos: la fecha real y el contenido teológico de esa fecha. La conjunción
de facticidad y sentido sólo es contradictoria para aquel que no puede ver en
el hecho un sentido y en el sentido lo realizado fácticamente, y considera por
tanto la historia como pura realidad empírica, ajena a las intervenciones de
Dios. Por lo demás, la fecha del tercer día como momento del descubrimien-
to del sepulcro vacío y de las primeras apariciones del Resucitado, la ofrecen
unánimemente los relatos de los cuatro evangelios, a pesar de la diversidad en
las formas lingüísticas y en las perspectivas. Porque todos presentan como día
de la muerte de Jesús el viernes, víspera del gran sábado; todos hacen refe-
rencia al deseando sabático (algo obvio en el ámbito judío): todos sitúan en el
primer día de la semana la visita al sepulcro, el descubrimiento del sepulcro
vacío y los primeros encuentros con Cristo, el Resucitado. Mientras las profe-
cías de Jes¡.ís sobre la pasión (cf. Me 8, 31; 9, 31; 1O, 34; Le 8, 23; 24, 7) y 1
Cor 15, 4 emplean la fórmula del tercer día, estos relatos hablan de primer día
de la semana. Esta indicación cronológica indujo en la era apostólica a hacer
de la asamblea dominical la cena del Señor. El que cancela la fecha en este
punto y se evade a lo puramente «teológico>>, no sólo deja sin base al domin-
go cristiano sino que inmaterializa la resurrección y destruye así el funda-
mento de la fe cristiana.
4. Cf. especialmente Ex 19, 11.16. He intentado exponer más amplia-
mente las conexiones en mi escrito Der Gott Jesu Christi. München 1976, 76-
84; cf. también J. Ratzinger, Suchen, was droben ist, Freiburg 1985, 40ss.
78 Un canto nuevo para el Señor

rales. Significa que no se ha vuelto impotente en el mundo de


la materia y de la vida regida por ella. Significa que la ley de le-
yes, la ley universal de la muerte, no es el poder definitivo del
mundo ni su última palabra. El último poder no es ni será dife-
rente del primero.
Hay una teofanía real en el mundo. Lo dice esta fórmula del
«tercer día». Y se produjo de forma que Dios mismo restableció
la justicia dañada y creó el derecho, no sólo para los vivientes o
para una generación futura todavía incierta, sino más allá de la
muerte, derecho para el muerto y los muertos, para todos. La teo-
fanía aconteció en alguien que fue rescatado de la muerte o, más
exactamente, franqueó la muerte. Aconteció cuando el cuerpo
fue asumido en la eternidad, cuando también él se mostró capa-
citado para la eternidad y para Dios. Jesús no murió en Dios, co-
mo se matiza hoy a veces con presunta actitud edificante, que
oculta la falta de fe en el poder real de Dios y en la resurrección
efectiva de Jesús. Porque detrás de esa fórmula está el miedo a
invadir el terreno de las ciencias naturales si incluimos el cuer-
po real de Jesús en la operación de Dios, si consideramos que el
tiempo real queda afectado por el poder de Dios.
De seguir esa interpretación, negaríamos capacidad de reden-
ción a la materia. Y entonces se la negamos también al ser hu-
mano, que es siempre la unión de espíritu y materia. Me parece
que las teorías que subrayan con aparente nobleza la integralidad
del ser humano y hablan en consecuencia de muerte total y de vi-
da corporal absolutamente nueva, son en realidad dualismos
apenas velados que inventan una materia desconocida para erra-
dicar la realidad misma del ámbito de la teología, es decir, del
ámbito de la palabra y la acción de Dios. Pero la resurrección
signitica que Dios pronuncia su «SÍ» a la totalidad, y que puede
hacerlo. En la resurrección, Dios lleva el visto bueno del sépti-
mo día hasta el final. El pecado del hombre intentó poner a Dios
en evidencia, como mentiroso; dejó constancia de que su crea-
ción no era buena, de que sólo servía para morir. Resurrección
significa que Dios, a través de los estragos del pecado y más po-
deroso que él, dice definitivamente: «esto es bueno». Dios pro-
nuncia su «bueno» definitivo a la creación, asumiéndola y tras-
formándola en lo permanente más allá de toda caducidad.
La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana 79

En este punto se abre la conexión entre domingo y eucaris-


tía. A la luz de lo expuesto, la resurrección no es un suceso en
la trama de los otros sucesos, después del cual vuelve lo otro,
hasta desaparecer poco a poco en el pasado. La resurrección es
el comienzo de un presente que no termina ya. Vivimos a me-
nudo muy alejados de este presente. Nos alejamos de él a me-
dida que vivimos distantes de lo que se manifestó en la cruz y
en la resurrección como auténtico presente en medio de lo pa-
sajero: el amor que, perdiéndose, se encuentra a sí mismo. Ese
amor está presente. La eucaristía es el presente del Resucitado
que sigue dándose en los signos de la entrega, y es así nuestra
vida. Por eso, la eucaristía misma y como tal es el día del Se-
ñor: «dominicus», como dijeron los mártires del norte de Afri-
ca con un solo vocablo.
Aparece aquí, además, la conexión entre el domingo cristia-
no y la fe en la creación. El tercer día después de la muerte de
Jesús es el primer día de la semana, el día de la creación, cuan-
do Dios dijo: hágase la luz. Si la fe en la resurrección mantiene
su integralidad y concreción neotestamentaria, el domingo y el
sentido dominical no pueden encerrarse en lo meramente histó-
rico, en la historia de la comunidad cristiana y de su pascua. Es-
tá en juego la materia, está en juego la creación, el «primer
día», que los cristianos llaman después «Octavo»: la restaura-
ción de la totalidad. No es posible separar el antiguo y el nue-
vo testamento, concretamente en la interpretación del domingo.
La creación y la fe no pueden disociarse, y tanto menos en el
núcleo de la confesión cristiana5 .
Por diversas razones hay a veces en teología una especie de
miedo a tratar el tema de la creación. Pero este miedo induce un

5. Sobre el simbolismo patrístico del primero, tercero, séptimo y octa-


vo día, cf. J. Daniélou, Liturgie und Bibel, München 1963, 225-305; K. H.
Schwarte, Die Vorgeschichte der augustinischen Weltalterlehre, Bonn 1966
(muy instructivo para la visión patrística del nexo entre creación e historia de
la salvación); breve información también en H. Auf der Maur, Feiern im
Rhythmus der Zeit (Gottesdienst der Kirche. Handbuch der Liturgiewissen-
schaft, Teil 5), Regensburg 1983, 26-49; referencias interesantes también en
W. Rordorf, Le dimanche - source et plénitude du temps liturgique chrétien:
Cristianesimo nella storia 5 (1984) 1-9.
80 Un canto nuevo para el Señor

encogimiento de la fe, una especie de ideología comunitaria, un


acosmismo de la fe y una pérdida de Dios para el mundo que es
mortal para ambos. Cuando la creación se contrae en puro en-
torno, el hombre y el mundo no están ya en su sitio. Pero ella-
mento que deja escapar, cada vez más perceptible, la creación
degradada en puro entorno debería recordarnos que el mundo
aspira a la manifestación de los hijos de Dios.

3. Sábado y domingo

a) El problema

En este punto surge la pregunta por la relación entre el sá-


bado y el domingo. No encuentra una respuesta homogénea en
el nuevo testamento. Sólo durante el siglo IV y principios del V
fue cristalizando una solución que luego fue aceptada general-
mente, pero que hoy vuelve a ser muy discutida. Jesús mismo
entró en conflicto con la observancia judía del sábado, según
testimonio unánime de la tradición sinóptica. El la combatió
como una mala interpretación de los preceptos divinos. Pablo
siguió esta línea; su lucha por la libertad frente a la ley judía
fue también una lucha contra las trabas del calendario judío,
incluidas las obligaciones sabáticas. Un eco de esta lucha en-
contramos en el texto de Ignacio de Antioquía que nos guía en
el presente trabajo, cuando dice: «El que ha pasado desde la vi-
da basada en los antiguos preceptos a lo nuevo, a la esperanza,
ya no es un sabatiano, sino que vive de acuerdo con el día del
Señor». El ritmo sabático y la «Vida de acuerdo con el día del
Señor» contrastan aquí como dos estilos antitéticos, como con-
trastan la vida encarrilada en un determinado orden y la vida
desde el futuro, desde la esperanza.
¿Cómo se produjo en concreto el tránsito desde la observan-
cia del sábado a la celebración del domingo? Parece constatado
que ya en la era apostólica se impuso lógicamente el día de la
resurrección como día de la asamblea cristiana: ése era el «día
del Señor» (Ap 1, 1O) en que él apareció entre los suyos y los
suyos se encontraron con él. La reunión en torno al Resucitado
La resurrección, fundamellto de la liturgia cristiana 81

significó que él partía de nuevo el pan a los suyos (cf. Le 24,


30.35). Fue un encuentro con el Cristo presente, acercamiento
a su retorno y, a la vez, presencia de la cruz como su verdadera
exaltación, como acontecimiento de su amor irradiante. El nue-
vo testamento y los escritos más antiguos del siglo n lo confir-
man con toda claridad: el domingo es el día de culto de los cris-
tianos6. Asimiló el significado cultual del sábado y designa a la
vez la trasformación del antiguo culto en el nuevo, trasforma-
ción que acontece mediante la cruz y la resurrección. El nexo
con la temática de la creación, que es esencial para el sábado,
se dio también en forma nueva con la fecha del primer día de la
semana, inicio de la creación. La resurrección engarza el prin-
cipio y el fin, la creación y la restauración. El grandioso himno
de la Carta a los colosenses llama a Cristo primicia de la crea-
ción (1, 15) y primogénito de los muertos (1, 18), por medio del
cual Dios quiso reconciliarlo todo consigo. Encontramos aquí
exactamente la síntesis que yacía oculta en la fecha del primer
día y que iba a marcar en el futuro la teología del domingo cris-
tiano. En este sentido, todo el contenido teológico del sábado
pudo trasferirse en forma nueva a la celebración del domingo
cristiano, y el tránsito del sábado al domingo refleja exacta y si-
multáneamente la continuidad y la novedad de lo cristiano.
El principal distintivo práctico del sábado, que era su fun-
ción social como día de descanso y de liberación del trabajo ex-
terno, no pasó de momento al domingo. El cristianismo fue con-
siderado en los tres primeros siglos, dentro del derecho estatal,
como una religión no legalizada; por eso no fue posible esa ce-
lebración externa del domingo. El entorno judeocristiano con-
servó esta función del sábado, y siguió observando el descanso
sabático. No sabemos en concreto cómo fue la evolución en el
mundo pagano. Sorprende encontrar en diversas fuentes, des-
pués del giro constantiniano en el siglo IV, la celebración de los
dos días. Señalo como ejemplo dos textos de las Constituciones
apostólicas. Uno de ellos dice: «Pasad el sábado y el día del Se-
ñor en alegría festiva, porque el uno conmemora la creación y

6. Cf. los documentos en W. Rordorf, Sabbat und Sonntag in der Airen


Kirche, 27-87.
82 Un canto nuevo para el Seíior

el otro la resurrección» 7 . Un texto posterior dice: «Yo Pablo y


yo Pedro disponemos que los esclavos trabajen cinco días, y el
sábado y el día del Señor tengan tiempo para la instrucción en
la Iglesia. Porque el sábado tiene su fundamento en la creación,
y el día del Señor en la resurrección» S. Quizá el mismo autor
que hahla aquí hajo el seudónimo «yo, Pedro» y «yo, Pahlo», se
amparó también en el nombre de Ignacio de Antioquía y publi-
có una edición ampliada de la Carta a los magnesios, a la que
pertenece el lema que preside el presente trabajo. Trata de sua-
vizar el cambio radical frente a los «sabatianos». Escribe bajo
el nombre del gran obispo de Antioquía: «No observemos ya el
sábado al estilo judío ni disfrutemos de la inacción, pues 'el que
no trabaja, que no coma' (2 Tes 3, 10) ... Cada uno de vosotros
ha de guardar el sábado de un modo espiritual. Debe disfrutar
del estudio de la ley y no del reposo del cuerpo. Debe admirar
la creación de Dios y no comer lo rancio, beber lo tibio, andar
por camino apartado o deleitarse con el baile y el barullo» 9 . Al
margen de que tales textos sean o no representativos de la si-
tuación en la cristiandad de la época, lo cierto es que después
de las primeras luchas por la diferencia cristiana, por su nove-
dad y grandeza, se advierte un empeño en destacar lo específi-
co de los dos días, sábado y domingo, pero también por com-
patibilizar ambas tradiciones y darles espacio en la vida del
cristiano. La misma orientación básica encontramos en Grega-
rio de Nisa cuando dice que los dos días «se han hermanado» 10 •
Gregorio extrae de la afinidad semántica de ambos otras con-
clusiones que las Constituciones apostólicas: ya no hay razón
alguna de peso para distribuir el contenido fraternal en dos días;
puede tener cabida en un solo día, y entonces el día de Jesu-

7. Constituciones apostólicas VII, 23, 3; Rordorf n. 58, p. 100. Las Cons-


0

tituciones apostólicas son una recopilación que data del siglo IV; cf. H. Rah-
ner, LThK I (2." ed.) 759.
8. /bid. VIII, 33, 1; Rordorf, ibid.
9. Seudo Ignacio, Ad Magnesios, 9; Rordorf n. 59, p. 102.
0

1O. Gregorio de Nisa, Adv. eos qui castigationes aegre ferunt, PG 46, 309
B-C; Rordorf n. 52, p. 92-93: <<¿Con qué ojos contemplas el día del Señor si
0

no observaste el sábado? ¿o no sabes que estos días son hermanos (adel-


phoi)'?>>.
La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana 83

cristo, que es a la vez el tercero, el primero y el octavo, expre-


sión de la novedad cristiana y de la síntesis cristiana de todas
las realidades, debe ostentar necesariamente la primacía 11 .
Otro elemento decisivo para la elaboración de esta síntesis
es el hecho de que el sábado sea parte integrante del decálogo.
También Pablo, a pesar de su polémica contra la ley judía, man-
tuvo siempre que el decálogo como expresión del doble pre-
cepto del amor seguía vigente, y que a través de él mantenían
los cristianos la ley y los profetas en su verdadera profundi-
dad12. Estaba claro, por otra parte, que los cristianos debían
leer también el decálogo en forma nueva y comprenderlo a la
luz del Espíritu santo. Esto pudo permitir la desaparición del
sábado como día de celebración, para insertarlo en el día del
Señor. Había que tener la libertad de entender su sentido y su fi-
gura más profundamente de lo que había hecho la casuística
combatida por Jesús y por Pablo. Pero era necesario mantener
y cumplir su contenido real. ·" ;;¡ . • . ,.
,. •!

.•f'.

b) La teología del sábado

Esto viene a plantearnos, con algún apremio, la pregunta por


el contenido verdadero y válido del sábado. Para contestar ade-
cuadamente habría que analizar con rigor los textos fundamen-
tales del antiguo testamento sobre el sábado; no sólo el relato
de la creación (Gén 2, lss), sino también los textos legales del
Exodo (20, 8-11; 31, 12-17) y del Deuteronomio (5, 15; 12, 9),
así como la tradición profética (Ez 20, 12, por ejemplo). No
puedo intentarlo aquí, y me limitaré a exponer brevemente tres
elementos principales.

11. Cf. la bella fórmula con que una homilía anónima escrita a finales del
siglo IV (y que fue atribuida a Atanasio) resume el fruto de la lucha patrística
en torno a la relación entre sábado y domingo, haciendo constar expresamen-
te: << ••• el Señor trasfirió el sábado a su día>>. Este texto puede encontrarse en
Rordorf n.o 64, p. 110-11 l.
12. Cf. H. Gese, Zur Biblischen Theologie, München 1977, 54-84; aquí,
importantes consideraciones sobre el significado veterotestamentario genuino
del sábado y sobre su recepción por Jesús; cf. también Rordorf, p. XIII.
84 Un canto nuevo para el Señor

l. Es fundamental la inclusión del sábado en el relato de la


creación. Cabe afirmar que la imagen de la semana de siete días
fue elegida para el relato de la creación por causa del sábado.
Cuando este relato desemboca en el signo aliancista del sábado,
da a entender que la creación y la alianza se corresponden esen-
cialmente, que el creador y el redentor son un único Dios. El re-
lato muestra que el mundo no es un espacio neutral donde en-
tran por azar los seres humanos, sino que la creación aconteció
para dar lugar a la alianza, y la alianza sólo puede subsistir si
está hecha a la medida de la creación. Una mera religión histó-
rica, una mera historia de la salvación sin metafísica, es desde
esta perspectiva tan impensable como una espiritualidad acós-
mica que se conforma con la felicidad privada, la salvación del
alma o el amparo en una comunidad placenteramente activa.
El sábado postula así, sobre todo, respeto y gratitud hacia el
creador y su creación. Si el relato de la creación viene a funda-
mentar de algún modo el culto, ello significa que el culto está
referido necesariamente, en su forma y en su contenido, a la
creación. Significa que Dios dispone de las cosas creadas, y que
nosotros podemos y debemos pedírselas. Significa también, a la
inversa, que nuestro uso de las cosas del mundo no debe olvi-
dar este derecho de propiedad de Dios. Y significa que las co-
sas nos están confiadas, no para ejercer sobre ellas un dominio
arbitrario sino el dominio necesario para servir al verdadero so-
berano y propietario. Cuando se observa el sábado o el domin-
go, la creación queda dignificada.

2. A esto se une un segundo elemento. El sábado es el día


de la libertad de Dios y el día de la participación del hombre en
esa libertad !3. La idea de liberación de Israel está en el núcleo
del tema sabático, pero es mucho más que una idea. El sábado
no es mero recuerdo de un pasado, sino un ejercicio activo de

13. Cf. Th. Maertens, Heidnisch-jüdische Wurzeln christlicher Feste,


Mainz 1965, 114-147, 150-159. Maertens destaca en todo caso unilateralmen-
te el aspecto de «espiritualización>> en el tránsito del antiguo al nuevo testa-
mento y olvida que la «espiritualización>> cristiana es encarnación, concentra-
ción cristológica.
La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana 85

la libertad. De este contenido básico nace en cierto modo la ne-


cesidad del reposo laboral para el hombre y el animal, para
amos y esclavos. La legislación del año jubilar indica que esta
institución no persigue la simple regulación del ocio. En el año
jubilar, todas las relaciones de propiedad vuelven a su origen,
todas las formas de subordinación que el tiempo ha desarrolla-
do tocan a su fin.
El gran sábado del año festivo muestra cuál es la finalidad
sabática: anticipar la sociedad sin dominio, la ciudad futura. En
sábado no hay amos y esclavos, sino la libertad de todos los hi-
jos de Dios y el respiro de toda la creación. Lo que para el teó-
rico social es la utopía de un mundo irrealizable, es una exi-
gencia concreta en sábado: la libertad e igualdad fraternales de
todas las criaturas. El sábado es así la pieza básica de una le-
gislación social. Si el primer día o el último cesan todas las su-
bordinaciones sociales, si al ritmo de los «siete veces siete»
años se revisan todas los escalas sociales, será siempre con mi-
ras a la libertad común y a la propiedad común. El libro de las
Crónicas nos enseña que el destierro de Israel se produjo por no
haber respetado el orden jubilar y el gran precepto sabático, la
ley fundamental de la creación y del creador. Todos los otros
pecados resultan secundarios en esta visión retrospectiva frente
a la infidelidad básica, frente al encierro en el propio mundo la-
boral, que niega la soberanía de Dios 14 .

3. Aparece aquí el tercer elemento de la teología del sába-


do: su dimensión escatológica. El sábado es un anticipo de la
era mesiánica. No lo es sólo como idea y deseo, lo es en el ac-
to concreto. Viviendo en la forma de la era mesiánica, se abren
las puertas del mundo para la hora del mesías. Nos ejercitamos
en el modo de vida del mundo futuro. lreneo diría que nos amol-
damos al modo de vida de Dios, como él se amoldó a nosotros
en su vida humana.
La dimensión cultual, social y escatológica aparecen así
compenetradas. El culto enraizado en la fe bíblica no es una
imitación a escala reducida del curso del universo, como lo son

14. 2 Crón 36, 21.


86 Un canto nuevo para el Señor

básicamente todos los cultos de la naturaleza; es imitación de


Dios mismo y, en consecuencia, un preludio del mundo futuro.
Sólo así se entiende correctamente la peculiaridad del relato bí-
blico de la creación. Los relatos paganos, que inspiran parcial-
mente el texto bíblico, están encaminados a fundamentar el cul-
to. pero lo inscriben dentro del círculo «do ut des». Los dioses
crean a los humanos para ser alimentados por ellos, y los hu-
manos necesitan de los dioses para que mantengan el mundo en
orden. También el relato bíblico de la creación debe entender-
se, en cierto sentido, corno una fundamentación del culto; pero
el culto significa aquí liberación del hombre mediante la parti-
cipación en la libertad de Dios y, en consecuencia, liberación de
la creación misma hacia la libertad de los hijos de Dios.

e) La síntesis cristiana

Si leernos a la luz de estos datos la disputa de Jesús o la po-


lémica de Pablo, quedará claro que no impugnan este contenido
auténtico del sábado. Defienden el sentido esencial del sábado
corno fiesta de la libertad contra una práctica que lo convierte
en día de esclavitud. Pero si Jesús no abolió el sábado en su
contenido auténtico sino que quiso salvarlo, entonces una teo-
logía cristiana que pretenda excluirlo del domingo no está en el
camino recto. W. Rordorf sostiene en sus investigaciones fun-
damentales sobre el sábado y el domingo la idea de que el ne-
xo de ambos es obra del giro constantiniano, con lo cual pro-
nuncia ya el juicio sobre esta síntesis. Estima que las Iglesias
cristianas, con algunas excepciones, quedaron prisioneras de la
síntesis poscontantiniana, y añade: «Hay que preguntar si hoy,
cuando han de abandonar, para bien o para mal, las viejas tra-
diciones de la era constantiniana, tendrán el valor de romper las
cadenas de la síntesis sábado-domingo ... » 15 . Más radicales aún
suenan algunas posiciones católicas recientes. Afirma, por
ejemplo, L. Brandolini que el domingo se fundó en estricta con-
traposición al sábado judío, pero que desde el siglo IV comen-

15. Sabbat und Sonntag, p. XX


La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana 87

zó un movimiento inverso que llevó a la sabatización del do-


mingo y, con ella, a una concepción naturalista, legalista e in-
dividualista del culto 16 . Añade que, por eso, la reforma es hoy
difícil, y más cuando la Iglesia ha quedado estancada en el me-
dievo y, a pesar de los esfuerzos de renovación del concilio Va-
ticano IL muestra poca capacidad de cambio 17 .
En tales consideraciones hay algo de cierto: el domingo cris-
tiano no está ligado al decreto por el que el Estado dispensó del
trabajo profesional en este día. El domingo cristiano no equiva-
le en modo alguno a un fenómeno sociopolítico que sólo puede
darse en unas condiciones muy determinadas de la sociedad. En
este sentido está justificado buscar ese núcleo más profundo
que es independiente del cambio de situaciones externas. Pero
si inferimos de ello un antagonismo total entre el contenido es-
piritual del sábado y el del domingo, incurrimos en un grave
malentendido del antiguo y del nuevo testamento. La espiritua-
lización del antiguo testamento, que es una nota esencial del
nuevo, es a la vez una encarnación permanente. No es un aleja-
miento de la sociedad ni de la creación, sino una nueva manera,
más profunda, de implicación en ellas. El tema de la justa rela-
ción entre el antiguo y el nuevo testamento resulta aquí funda-
mental, como en todas las grandes cuestiones de la teología.
La teología actual oscila a veces entre un marcionismo que
pretende tirar por la borda el lastre del antiguo testamento, pa-
ra replegarse en lo propiamente cristiano, y la regresión, detrás
del giro neotestamentario, hacia una interpretación meramente
política y social de la herencia bíblica 18 . La síntesis de los tes-
tamentos que fue elaborada en la Iglesia antigua responde a la
línea básica del esquema neotestamentario, y sólo ella puede
dar al cristianismo su fuerza histórica. Si repudiamos el antiguo
testamento, en este caso el sábado, el aspecto creador y el in-
grediente social, el cristianismo se convierte en un juego aso-

16. L. Brandolini, Domingo, en D. Sartore-A. M. Triacca (eds.), Nuevo


diccionario de liturgia, Madrid 3 1997, 594-613, cita 602.
17. /bid., 379; cf. 386.
18. Cf. Jo que dice sobre la inversión de los símbolos la instrucción de la
Congregación para la doctrina de la fe Algunos aspectos de la «teología de la
liberación», del6 de agosto de 1984 (Madrid 1984), X, 14-16.
88 Un canto nuevo para el Señor

ciativo y la liturgia en un entretenimiento anacrónico, aunque se


ofrezca con toda la parafernalia progresista. Esa deshumaniza-
ción hace perder el punto de partida de la doctrina sobre la li-
bertad cristiana y falsifica la idea cristiana de culto; la auténti-
ca idea cristiana ve en la estructura hebdomadaria del relato de
la creación su paradigma esencial, que cobró el contenido dra-
mático con la pascua de Cristo. Pero esta pascua no elimina la
perspectiva del relato de la creación, sino que le da su concre-
ción. El culto cristiano es un anticipo de la libertad comunita-
ria, en la que el ser humano imita a Dios, se hace «imagen de
Dios». Pero tal anticipo de la libertad se da porque la creación
apunta a ella desde el principio.

4. Aplicaciones

Al final, las cuestiones prácticas piden de nuevo la palabra


con gran urgencia. Pero nunca deberíamos perder de vista que
la propia reflexión sobre la verdad teológica es ya algo absolu-
tamente práctico. Romano Guardini expuso de modo impresio-
nante, en los apuntes autobiográficos publicados hace algunos
años, que el alumbramiento de la verdad le parecía en definiti-
va la tarea más concreta y también la más urgente de su tiem-
po19. Con esta actitud entró en conflicto, durante sus años de
Berlín, con significados interlocutores de la época: el presiden-
te de la asociación de académicos, doctor Münch, y el capellán
de estudiantes de Berlín, doctor Sonnenschein. Hay que decir,
en mirada retrospectiva, que cada una de estas tres personas

19. R. Guardini, Berichte über mein Leben. Autobiographische Aufzeich-


nungen, Düsseldorf 1984, 109-113. Cf. especialmente p. 109: <<El efecto in-
mediato me ha interesado cada vez menos. Lo que quise, al principio instinti-
vamente, luego más conscientemente, fue esclarecer la verdad. La verdad es
un poder, pero sólo cuando no se le pide un efecto inmediato». También es
conmovedora la confesión de p. 114s: <<Aquí (en las conferencias de la Iglesia
de san Canisio, en Charlottenburg) es donde sentí con más fuerza Jo que he di-
cho antes sobre el poder de la verdad. Rara vez me he percatado como en
aquellas veladas de lo grande, lo radicalmente verdadero y vivificante que es
el mensaje cristiano católico. A veces era como si la verdad estuviera física-
mente presente en la sala>>. Algo parecido en p. 1 JO.
La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana 89

cumplió con una tarea necesaria y atendió una parcela necesa-


ria de pastoral. Pero si a la distancia de medio siglo podemos
conciliar lo que entonces era conflictivo, hemos de reconocer
sin exclusivismos que el esfuerzo apasionado y sincero de
Guardini por hacer hablar a la verdad en medio del reino de la
mentira tuvo una gran influencia y ha demostrado su enorme
practicidad incluso en las decisiones del concilio Vaticano ll.
Nuestra influencia será más duradera si no nos apoyamos pri-
mordialmente en nuestra propia labor sino en la fuerza interna
de la verdad, que debemos aprender a ver para luego cederle la
palabra.
Como conclusión de estas reflexiones voy a abordar breve-
mente dos de los temas prácticos más apremiantes, partiendo de
las ideas teológicas que acabo de exponer.

a) Celebraciones dominicales sin sacerdote


f ' / , セ@ ·:··, . · ᄋセ@ r . : ' 1: i'

Dos principios deben guiar nuestra acción, según se des-


prende de las consideraciones anteriores.
l. Se impone la primacía del sacramento sobre la psicología.
Se impone la primacía de la Iglesia sobre el grupo.
2. Con la premisa de esta escala jerárquica, las Iglesias lo-
cales deben buscar la respuesta adecuada a cada circunstancia
sabiendo que la salvación del ser humano (la «salus anima-
mm») es su verdadera misión. Este enfoque general define su
vinculación y su libertad al mismo tiempo.
Consideremos más de cerca los dos principios. En países de
misión, en la diáspora, en situaciones de persecución, no es na-
da nuevo que la celebración de la eucaristía en domingo sea
imposible y haya que sumarse al domingo de la Iglesia en la
medida de lo posible. Entre nosotros, la escasez de vocaciones
sacerdotales da lugar a unas situaciones que no eran habituales
hasta ahora. Lamentablemente, la búsqueda de la respuesta ade-
cuada ha quedado muchas veces bloqueada por unas ideologías
de lo comunitario que dificultan la verdadera solución en lugar
de favorecerla. Se ha dicho, por ejemplo, que toda Iglesia que
antes contaba con un sacerdote o, al menos, con una celebra-
90 Un canto nuevo para el Señor

ción dominical, debe seguir siendo el lugar de la asamblea do-


minical de aquella comunidad, y que sólo así la Iglesia es el
punto central de la aldea, sólo así la comunidad es una comuni-
dad viva. Por eso -añaden- es más importante que la comu-
nidad se reúna allí, y escuche y celebre la palabra de Dios, que
aprovechar la posibilidad de participar en la eucaristía en una
Iglesia próxima.
Esta solución es muy sintomática y, sin duda, bien intencio-
nada; pero olvida las valoraciones fundamentales de la fe. Es
una postura que valora más la experiencia de estar juntos, el fo-
mento de la unión en la aldea, que el don del sacramento. La vi-
vencia de la comunidad es sin duda más accesible y más fácil
de explicar que el sacramento. Es natural entonces desviarse de
lo objetivo de la eucaristía a lo subjetivo de la experiencia, de
lo teológico a lo sociológico y lo psicológico. Pero las conse-
cuencias de esa prevalencia de la comunidad sobre la realidad
sacramental son graves: la comunidad se celebra ahora a sí mis-
ma. La Iglesia deviene vehículo de la finalidad social; sirve pa-
ra un romanticismo que es casi anacrónico en nuestra sociedad
móvil. Al principio las personas, satisfechas, se sienten confir-
madas viendo que ahora celebran ellas en su Iglesia, que pue-
den «hacerlo por sí mismas». Pero pronto advierten que ahora
sólo existe algo que es hechura propia, que no reciben nada, que
se limitan a expresarse. Y entonces sobra el culto, ya que la ce-
lebración dominical no trasciende radicalmente la realidad co-
tidiana, lo que se hace siempre y en todas partes. El culto noto-
ca ya ninguna otra esfera superior; es sólo la propia realidad.
Así es imposible que el culto entrañe ese «deber» incondicional
que la Iglesia había invocado siempre. Pero esta valoración se
extiende luego, por lógica interna, a la celebración real de la eu-
caristía. Porque si la Iglesia misma parece afirmar que la asam-
blea es más importante que la eucaristía, ésta será una simple
«asamblea»; de lo contrario no sería posible tal valoración. La
Iglesia entera se diluye entonces en lo que es hechura propia, y
esto justifica la triste visión de Durkheim: la religión y el culto
son meras formas de estabilización social mediante la autorre-
presentación de la sociedad. Pero a partir de esta premisa no
puede funcionar ya esa estabilización, que sólo se produce ba-
La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana 91

jo el supuesto de que hay en ella algo más en juego. El que con-


vierte la comunidad en fin directo, socava sus fundamentos. Lo
que al principio parece tan inocente y diáfano, es en realidad
una inversión radical de los principios que al cabo de algún
tiempo acarrea lo contrario de lo deseado. Sólo si el sacramen-
to mantiene su incondicionalidad y su primacía absoluta sobre
todos los fines comunitarios y sobre todas las intenciones de
edificación psicológica, construye también la comunidad y
«edifica» al hombre. Un culto sacramental psicológicamente
menos pleno, subjetivamente deslucido y soporífero (si cabe
hablar así) es, a la larga, «Socialmente» más eficaz que una au-
toedificación de la comunidad psicológica y sociológicamente
eficaz. Porque se trata de la pregunta básica de si acontece aquí
algo que no viene de nosotros mismos, o si somos nosotros los
que planeamos y formamos la comunidad. Si no hay una «ne-
cesidad» superior del sacramento, la libertad que uno se toma
ahora resulta irrelevante porque está vacía de contenido.

La situación cambia cuando se trata de un caso extremo. En-


tonces la celebración sin sacerdote no degenera en algo mera-
mente propio, sino que es el gesto común con el que los fieles
se adhieren al «dominicus», al domingo de la Iglesia. Con este
gesto compartimos el deber y querer de la Iglesia, y nos unimos
así al Señor mismo. La pregunta decisiva es dónde está la fron-
tera entre la arbitrariedad y la necesidad real. Este límite no hay
que trazarlo de forma rígida y abstracta, y debe ser fluido en lo
concreto. Es preciso buscarlo en las distintas situaciones par-
tiendo del bien pastoral de los afectados, en armonía con el
obispo. Hay reglas que pueden ser útiles. La norma de que un
sacerdote no pueda presidir en domingo más de tres celebracio-
nes no es una prescripción positiva del derecho canónico, sino
que responde al límite de lo realmente factible. Esto, por parte
del celebrante; por parte de los fieles hay que considerar la ac-
cesibilidad viaria y las horas adecuadas para las celebraciones.
No conviene hacer excesiva casuística prefabricada, sino dejar
margen a la opción en vista de las necesidades. Es fundamental
que se distribuyan los papeles correctamente y que el objeto de
la celebración no sea la Iglesia misma sino el Señor, al que ella
92 Un canto nuevo para el Señor

recibe en la eucaristía y le sale al encuentro cuando la comuni-


dad sin sacerdote busca el don divino.

b) Cultura de fin de semana y domingo cristiano

Mucho más realista es, a mi juicio, en nuestras latitudes la


pregunta inversa: ¿qué hacemos si nuestras comunidades aban-
donan en masa sus lugares de residencia en víspera de fiesta o
el sábado, y regresan después de haber concluido la última ce-
lebración? ¿cómo podemos compaginar la cultura de fin de se-
mana y el domingo, cómo relacionar de nuevo el ocio con la li-
bertad superior en la que el día del Señor quiere ejercitarnos?
Creo que debemos ser en esta materia más imaginativos que
hasta ahora; primero, en movilidad pastoral y apertura recípro-
ca de las comunidades entre sí; segundo, en la manera de lograr
que la comunidad parroquial sea, en torno al culto, un hogar in-
terior que ataje la evasión de la sociedad industrial y le pro-
ponga otra meta. Todas esas huidas, cuyos testigos somos, bus-
can sin duda el cambio, el descanso, el encuentro y la liberación
de la servidumbre de lo cotidiano; pero creo que detrás de tales
deseos, plenamente justificados, hay una demanda más profun-
da: la nostalgia de un verdadero hogar en una comunión frater-
na, la nostalgia del contraste real, de lo «totalmente otro» fren-
te a tanta saturación de lo fabricado por el hombre.
A eso tendría que responder la liturgia dominical. Calculará
mal si quiere competir con el negocio del espectáculo. Un cura
no es un showmaster, ni la liturgia es una variété. También que-
dará mal si pretende ser una especie de tertulia amena. Podrá
haber quizá todo esto a raíz de la liturgia dominical y desde
unos encuentros que tienen su origen en ella20 . Ella misma de-
be ser más. Debe dejar claro que se abre aquí una dimensión de

20. Por eso es también falsa la teoría, difundida en diferentes versiones,


según la cual el culto divino sólo puede celebrarse con un sacerdote al que co-
nocemos y en una comunidad que se conoce a sí misma. De este modo la li-
turgia degenera claramente en rito social. Lo grande de lo católico es que nin-
gún fiel es extraño al otro, y que allí donde hay fe, el creyente se siente como
en casa.
La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana 93

la existencia que todos buscamos secretamente: la presencia de


lo que no se puede fabricar, la teofanía, el misterio y, dentro de
él, el visto bueno de Dios que impera sobre el ser y es capaz de
hacerlo bueno, de forma que podamos aceptarlo en medio de las
tensiones y sufrimientos.
Debemos encontrar el justo medio entre un ritualismo don-
de el sacerdote realiza la acción litúrgica de modo ininteligible
y aislado, y un afán de comprensibilidad que al final lo disuel-
ve todo en obra humana y escamotea la dimensión católica y la
objetividad del misterio. La liturgia, a través de la comunidad
de los que creen y, creyendo, entienden, posee su propia traspa-
rencia que se convierte luego, aun para los que no creen y, por
eso, no entienden, en llamada y esperanza. Debe ser, como
«Opus dei », el lugar donde desembocan y se subliman todas las
«Opera hominum», y donde aflora así una nueva libertad que en
vano buscamos en las liberaciones de la industria recreativa.
De este modo la liturgia, de acuerdo con el sentido esencial
del domingo, podría volver a ser el lugar de la libertad, que es
algo más que ocio y permisividad. Esta libertad auténtica es lo
que todos anhelamos.
2
Gloria y glorificación
«Templo construido con piedras vivas»
La casa de Dios y el culto cristiano

l. El mensaje bíblico sobre el templo construido con piedras vivas

La frase sobre las piedras vivas está tomada de la primera


Carta de Pedro; pero su contenido anima todo el nuevo testa-
mento, y expresa cómo la esperanza del antiguo testamento se
trasforma y profundiza en la figura de Jesucristo crucificado y
resucitado. Los versículos de la carta de Pedro que hablan de
construcción espiritual y de piedras vivas pertenecen a una uni-
dad textual que puede considerarse como catequesis bautismal
primitiva, como una instrucción sobre la fe cristiana que expli-
ca lo que le acontece al hombre en el bautismo 1. El contenido
básico de este acontecimiento es que los bautizados se integran
en una construcción progresiva cuyo fundamento es Cristo. Hay
aquí muchos temas implicados. El texto toma pie de Sal 118
( 117), 22 sobre la piedra que desechan los constructores. En la
oración de Israel, este versículo había servido de consuelo y es-

1. Para la exégesis. cf. K. H. Schelkle. Die Petrusbriefe. Der Judasbrief,


Freiburg 1961, 57-63; de la abundante bibliografía señalemos además J. Cop-
pens, Le sacerdoce royal desfidides: un commentaire de 1 Pe tri ll, 4- JO. en A u
service de la paro/e de Dieu. Mélanges offerts a Mgr. A. M. Charue, Gem-
bloux 1969, 61-75; J. H. Elliott, The Elect and the Holy. An Exegetical Exa-
mination of 1 Petr 2, 4- JO, Leiden 1966. Sobre el texto paralelo Ef 2, 19-22,
cf. J. Gnilka, Der Epheserbrief. Freiburg 1971, 152-160; sobre el tema de la
piedra en el NT, J. Betz, Christus-Petra-Petrus, en J. Betz-H. Fries, Kirche
und Überlieferung, Freiburg 1960, 1-21.
96 Un canto nuevo para el Señor

peranza frente a los reveses de su historia. La piedra desechada


que pasó a ser piedra angular era el propio Israel, el pueblo que
no contaba en el juego de las potencias forjadoras de la historia,
el pueblo siempre acorralado y que parecía pertenecer a los es-
combros de la historia universal. Ante su Dios sabía que el mis-
terio de la elección actuaba sobre él, que era en realidad piedra
angular; pero esta sentencia se ha cumplido ahora, de un modo
inesperado, en el destino de Jesucristo. Resulta bastante curio-
so saber que el Salmo 118 ( 117), del que está tomada la sen-
tencia, era interpretado también por el judaísmo primitivo en lí-
nea mesiánica; pero nadie había llegado a inferir de él la pasión
del mesías. La llegada del mesías significaba, según esa inter-
pretación, la consagración del aspecto triunfal que hay en el
versículo: por medio del mesías iba a convertirse finalmente Is-
rael, de piedra desechada que era, en piedra angular. Pero aho-
ra, en una nueva lectura de la Biblia en diálogo con el Resuci-
tado, la sentencia sobre la piedra desechada parece una profecía
de la pasión, un vaticinio del Cristo crucificado que desde la
cruz pasó a ser la piedra angular e hizo así piedra angular a Is-
rael. Dos textos de Isaías (28, 16; 8, 14) que entraron en la ca-
tequesis del cristianismo primitivo vienen a profundizar esta vi-
sión. Pero todas estas sentencias dicen en el fondo lo mismo:
hacerse cristiano significa integrarse en el edificio que se le-
vanta sobre la piedra desechada. Hablan de la pasión y la gloria
de la Iglesia, regida siempre por la ley de la piedra desechada y
que justamente así cumple los sueños de esperanza que alimen-
tan toda construcción humana. Porque la construcción humana
persigue la perpetuidad, apunta a la seguridad, al hogar patrio,
a la libertad. Es un anuncio de lucha contra la muerte, contra la
intemperie, contra el miedo, contra la soledad. Por eso, la vo-
luntad constructora del ser humano culmina en el templo, en ese
edificio al que Dios nos invita. El templo es expresión del de-
seo humano de tener a Dios como cohabitante, de poder habitar
junto a Dios y alcanzar así el modo perfecto de habitar, la co-
munión perfecta que destierra la soledad y el miedo definitiva-
mente. La idea del templo es el tema que aglutina las diversas
sentencias sobre la piedra que aparecen en la primera Carta de
Pedro y en los textos afines del nuevo testamento: tras la terri-
Gloria y glorificación 97

ble destrucción de Jerusalén donde los rebeldes, en un fatal


malentendido de la promesa, hicieron del templo el lugar de una
lucha feroz hasta el «sancta sanctorum», creyendo que Dios de-
fendería finalmente su morada, tras esta catástrofe, la cristian-
dad sabe aún mejor lo que sabía ya desde la cruz y la resurrec-
ción: que el verdadero templo de Dios se construye con piedras
vivas. Sabe que el templo real de Dios stgue indemne y es in-
destructible. Sabe que Dios mismo lo edifica y que aquellos que
confían en la piedra desechada ven cumplido el sueño primige-
nio de la inhabitación de Dios: ellos mismos son el templo.

a) La raíz en el antiguo testamento

Las pocas frases que la primera Carta de Pedro dedica a las


piedras vivas encierran una historia que viene de lejos y expre-
san el nuevo giro que la fe cristiana dio a esta historia. Para de-
jar en claro la idea de la presencia de Dios en el mundo, de su
estancia entre los humanos e, implícitamente, la idea de la Igle-
sia y del ser cristiano, glosaré al menos dos etapas del camino
que aquí se abre. Conviene recordar primero el comienzo de la
construcción del templo en Israel. David, victorioso en nume-
rosas batallas, pudo al fin asegurar el reino. No es objeto de
ataques, y reside en un palacio construido con madera de cedro.
Israel ha superado la época de inestabilidad, de peregrinación,
de desarraigo, y se encuentra sólidamente asentado en la tierra
de promisión. Pero su Dios sigue cobijado en una tienda, igual
que durante la época de nomadismo en el desierto; sigue sien-
do un Dios caminante y sin arraigo, por decirlo así. David ad-
vierte la contradicción, el anacronismo que representa la yuxta-
posición de dos etapas culturales: Dios quedó en la etapa de la
vida nómada y es preciso agregarlo a la nueva conquista. David
quiere construirle una casa digna, y el profeta Natán le anima a
ello. Pero después llega la palabra de Dios a Natán con una nue-
va orden: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que
yo habite en ella? ... El Señor te comunica que él te construirá
una casa» (2 Sam 7, 5.11). Estos versículos anuncian un inicio
y un vuelco en la historia religiosa de la humanidad cuyas pro-
98 Un canto nuevo para el Señor

porciones se manifestarán siglos después. En el fondo se ha


producido ya aquí el giro cuyo precio será la pasión de Jesús, el
Hijo. No es el hombre el que construye una casa a Dios, sino
que Dios construye una casa al hombre. Dios mismo levanta el
edificio de Dios. Los siguientes versículos de la profecía de Na-
tán indican de qué consta y en qué consiste esta casa construi-
da por Dios: consta de seres humanos y consiste en el reinado
perpetuo de la dinastía de David. Consiste en que el favor de
Dios será más fuerte que todos los pecados de esta dinastía.
Quizá sea castigada por sus pecados, pero no será destruida:
perdura a través de todas las ruinas; Dios la construye. Se pre-
dice aquí la perennidad de la realeza de David y la perpetuidad
de su casa, que será el propio edificio de Dios. Se perfilan aquí
los rasgos de ese hijo de David que expiará todo el pecado del
mundo y será la presencia viva del poder superior de la gracia.
No será David el que construya, sino Dios. Más allá de todos
los estragos de la culpa y en virtud de una gracia indestructible,
construirá una realeza mediante la cual reinará él mismo, habi-
tará él mismo entre los hombres. El Dios sin techo que no cabe
en ninguna mansión de piedra encuentra espacio en el hombre,
precisamente en él. Habita a través de la gracia constructiva.
Rara vez se puede observar la unidad interna de los dos testa-
mentos con tanta claridad como en este cuadro audaz de la pro-
fecía de Natán. Frente a esta perspectiva central, el templo sa-
lomónico y lo que edifican sus sucesores son algo provisional,
por emplear una expresión de san Pablo. Es cierto que un ver-
sículo de la profecía de Natán hace referencia al templo salomóni-
co; podemos dejar aquí de lado la cuestión de si este versículo
procede de una redacción teológica posterior, como presumen
exegetas relevantes del antiguo testamento, o si es original 2.
Lo cierto es que el versículo es secundario dentro de las pala-
bras proféticas; remite a una solución de compromiso que era
inevitable, pero debe quedar como provisional, y no puede con-
vertirse en objetivo de la promesa. En una nueva etapa cultural,

2. Para las cuestiones exegéticas del fragmento 2 Sam 7, 1-29 cf. H. W.


Hertzberg, Die Samuelbücher. Gottingen 3 1965. 231-236. Sobre la teología
del templo, Y. Congar, Le mystere du temple, Paris 1957.
Gloria y glorificación 99

a Dios no se le puede alojar al estilo humano, como si tuviera


que recorrer los pasos del hombre en su desarrollo. La intem-
perie de los años nómadas manifestó la realidad de Dios más
exactamente que su alojamiento en la alta cultura, que intentó
amoldarlo a la medida del hombre.

b) Cumplimiento en el nuevo testamento

Sólo desde este trasfondo cabe entender correctamente la es-


cena neotestamentaria de la expulsión de los mercaderes del
templo; como indican las referencias de los evangelistas, esta
escena fue el punto de partida definitivo de la pasión de Jesús,
pero ayudó a la vez decisivamente a iluminar la verdadera pro-
fundidad de su misión. Sin este episodio no habrían surgido las
diversas sentencias sobre la construcción y las piedras vivas 3 .
El relato de la expulsión de los mercaderes y cambistas del re-
cinto sagrado suele entenderse en sentido demasiado trivial. Te-
nemos la impresión de que Jesús, encendido en santa ira, actuó
como alguien que arremete contra los mercaderes de lo sagrado
y su concierto abusivo de fe y negocio. Pero la cosa no es tan
simple. En el recinto del templo no se podía utilizar la moneda
romana, que exhibía imágenes de divinidades paganas o de em-
peradores deificados; eran necesarias las oficinas para cambiar
la moneda occidental por la del templo. Este cambio era una
operación legal, lo mismo que la preparación de los animales
necesarios para el culto del templo, que eran sacrificados allí.
Lo que Jesús hizo fue algo de carácter muy radical. Está en la
línea de la gran sentencia que escuchó la samaritana: los verda-
deros adoradores adorarán en espíritu y en verdad (Jn 4, 23), no

3. Sobre el tema Jesús y el templo, cf. Y. Congar, Le mystere du temple,


133-180, y el abundante material de R. Bultmann, Das Evangelium des Jo-
hannes, Gottingen 1957, 85-91, y R. Schnackenburg, El evangelio según san
Juan 1, Barcelona 1980, 396-408. El lector advertirá fáclmente que no inten-
to, en lo que sigue, intervenir en la disputa sobre los <<ipsissima facta et ver-
ha>> de Jesús, sino presentar simplemente al Jesús de los evangelios. una tarea,
por cierto, bastante desatendida y que vale la pena después de tantas exposi-
ciones sobre el «Jesús histórico».
100 Un canto nuevo para el Señor

en el Garizim ni en el monte Sión. La acción de Jesús es un ata-


que a la institución del templo, una acción profética que anti-
cipa en el símbolo su futura ruina. Del mesías se esperaba una
reforma del culto (cf. Mal 3, 1-5: 1, 11); la expulsión de los
mercaderes es su realización profético-simbólica.
Pero ¿adónde apunta esta realización? ¿qué carácter tienen
el nuevo culto y el nuevo templo que el gesto protético de Je-
sús quiere instaurar? Según los evangelios sinópticos, Jesús in-
terpretó su significado con una sentencia que combina Isaías
56, 7 con Jeremías 7, 11. Isaías 56, 7 dice: «Mi casa es casa de
oración para todos los pueblos». La expulsión de los mercade-
res se produjo en el hierón, en el atrio de los paganos. Dentro
del santuario o naós sólo podían participar en el culto sacrifi-
cial de Israel los miembros del pueblo elegido; pero el amplio
atrio circundante acogía a gentes de cualquier nación para orar
con Israel al Dios del mundo entero. Este espacio de los pue-
blos se había convertido con el tiempo en mercado ganadero y
en banco para el cambio de moneda; el culto legal había sofo-
cado el alcance de la sentencia que convoca a todos los huma-
nos. Con el falso positivismo de la obediencia a la ley se había
quitado a los pueblos el espacio de oración abierto para ellos.
La expulsión de los mercaderes constituye un gesto de apertura
del templo a los pueblos, es anticipación profética de la prome-
tida peregrinación de los pueblos hacia el Dios de Israel. Pero
la exégesis con la que Jesús explica su acción evoca también la
sentencia de Dios en Jer 7, 11: «¿Creéis que es una cueva de
bandidos este templo que lleva mi nombre? Bien visto lo tengo,
oráculo de Yahvé». La sentencia fustiga esa política obcecada
que, sobrevalorando las propias fuerzas, no tiene en cuenta el
sometimiento a Babilonia y se arriesga a la guerra por creer que
el Dios del cielo y de la tierra defenderá siempre su templo y no
podrá renunciar nunca a su morada en el mundo y a su culto.
Dios pasa a ser el factor de un cálculo político necio, y el tem-
plo, la «cueva de bandidos» donde los hombres se sienten te-
rrenalmente seguros. Esto dio como resultado la primera des-
trucción del templo y la primera dispersión de Israel. Jesús
repite la advertencia de Jeremías cuando se observan ya clara-
mente unas aventuras políticas parecidas, y la defensa de la ver-
Gloria y glorificaci6n

dadera morada de Dios frente a su versión terrena le cuesta el


martirio, como a Jeremías.
A partir de aquí resulta comprensible la frase enigmática con
la que Jesús contesta, según Juan, la pregunta de los judíos por
la señal que lo autoriza para la reforma del culto: «Destruid (ly-
sate) este templo y en tres días lo levantaré» (2, 18). Jesús pro-
fetiza en forma velada el final del templo y, con él, el final de
la ley, el final de la forma anterior de alianza. Pero involucra en
la profecía, de un modo no menos enigmático, su propio desti-
no. La expulsión de los mercaderes viene a ser vaticinio de su
muerte y promesa de su resurrección. Esta sentencia, al margen
de su literalidad exacta, era tan atrevida y tan inaudita que los
tres primeros evangelistas no se atrevieron a referirla directa-
mente; la consignan por vía indirecta, poniéndola en boca del
falso testigo durante el proceso de Jesús y en boca de los que
hacen mofa de él bajo la cruz (Me 14, 58 y Mt 26, 61; Me 15,
29 y Mt 27, 40). Así sabemos que la blasfemia contra el culto,
el ataque al templo como centro de la religión, del culto a Dios,
fue un factor decisivo en el martirio de Jesús. Se advierte lo
sensible de este punto en el hecho de que el primer mártir en la
historia de la Iglesia, Esteban, fue ajusticiado asimismo por su
ataque al templo. Pero a partir de ahí se entiende también por
qué los sinópticos se resisten a poner en boca de Jesús ese di-
cho: habría echado por tierra el intento largamente continuado
de uniticar a todo Israel en torno a la fe en Jesús. Atenúan la
violencia del dicho en aras de la paz. Sólo Juan, que ve la esci-
sión como un hecho irremediable, lo destaca sin reparo con la
dureza original. Pero ¿qué dice realmente? Jesús profetiza que
el puesto del templo de piedra lo ocupará un cuerpo vivo que ha
pasado por la muerte. Predice que la hora de los sacrificios le-
gales toca a su fin y aparece en su lugar aquel que a través de la
muerte despertó a nueva vida. Predice que él, la piedra dese-
chada, se convertirá en piedra angular de la nueva casa de Dios.
El cuerpo crucificado de Jesucristo, que extiende las manos al
mundo entero (cf. Jn 12, 32), es el lugar donde se encuentran
Dios y el hombre. El Resucitado es la morada permanente del
hombre en Dios y de Dios en el hombre; él es la verdad que re-
leva las imágenes; es la fuente del espíritu mediante el cual es
/02 Un canto nuevo para el Señor

posible la adoración en espíritu y en verdad. Mediante él cons-


truye Dios su casa. Si miramos desde aquí el punto de partida
de la profecía de Natán, podemos observar que Jesús no rompe
la antigua alianza, sino que relega lo provisional y libera el nú-
cleo: cumple la sustancia de la promesa. Y queda claro algo
más: la integración como piedra viva en la nueva casa pasa por
el destino de la pasión. El destino de la piedra angular da a co-
nocer el plano de construcción del conjunto. La salida de la es-
trechez del positivismo legal y de su particularismo nacional
exigía la pasión y muerte. La nueva dimensión no se alcanza sin
la pasión trasformadora. La predicación cristiana primitiva lla-
mó a la comunidad, a la Iglesia, nuevo templo, construcción de
Dios, casa de Dios y cuerpo de Cristo; pero cabe recordar la
previa labor conceptual llevada a cabo, por ejemplo, en Qum-
rán, que aplicó también a la comunidad el nombre de «tem-
plo>>4. Lo importante es que sólo a través de la muerte de Jesu-
cristo alcanzó esta idea su verdadera relevancia. De un lenguaje
espiritualista se pasa ahora a la realidad más palpable. El tem-
plo espiritual no es ya una metáfora, sino una realidad costeada
con el cuerpo y la sangre cuya fuerza vital ha podido atravesar
los siglos. . , ,, ., ... ,
.;.;•¡:
.:,.. ,;

2. ¿Cómo se llega al templo cristiano?

Ahora es el momento de preguntar: ¿Viene todo esto a con-


tradecir flagrantemente lo que estamos haciendo? ¿no estamos
festejando el edificio pétreo, donde intentamos alojar a Dios al
estilo antiguo? 5 ¿no hemos recaído desde Constantino en lo
provisional, que Cristo había superado con su pasión y su re-
surrección? ¿no se ha desviado la Iglesia de la simplicidad de

4. R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan J, 402. En mi confe-


rencia sobre Israel, la Iglesia y el mundo, pronunciada el año 1994 en Jerusa-
lén y publicada en mi escrito Evangelium, Katechese und Katechismus, Mün-
chen 1995, 63-83, he intentado profundizar y aclarar más la idea de unidad de
los testamentos y de «necesidad>> de la pasión que aquí he sugerido.
5. El trabajo fue redactado en forma de conferencia sobre la celebración
del milenario de la catedral de Maguncia.
Gloria y glorificación 103

Jesús con el esplendor de su catedral y ha retrocedido en el ca-


mino abierto por él? ¿no hacemos pasar por cristiano lo que en
realidad es señal de su pérdida? ¿no debemos, en lugar de cele-
brar una construcción de piedra, tener la audacia y la decisión
de superar el pasado inerte y construir una nueva comunidad
que honre a Dios preocupándose radicalmente del hombre? ¡,no
indicó el camino recto aquel autor que escribió sobre un manual
de enseñanza religiosa «la casa del hombre», invitando a pasar
de las casas de Dios a la del hombre, cuya construcción sería el
verdadero seguimiento de Jesús? O si queremos formularlo me-
nos radicalmente, debemos preguntar al menos qué celebramos
en realidad cuando festejamos los mil años de la catedral. ¿ Có-
mo debe ser nuestra celebración para seguir en la línea de ese
camino que conduce desde Natán hasta la profecía de Jesús, la
piedra desechada?
Antes de intentar una respuesta convendrá reflexionar sobre
la visión que se tuvo del problema en los inicios de la Iglesia.
¿Cómo es posible que con el triunfo de Constantino estuviera
ya diseñado un tipo de edificio eclesial? ¿qué idea se tuvo de
él? ¿cómo se relacionaron el espíritu y la piedra? Sobre todas
estas preguntas hay investigaciones eruditas que ofrecen un ma-
terial muy variado y a veces muy controvertido. Trataré de en-
tresacar tres temas:

l. Los apóstoles vieron en el templo, como Jesús mismo, un


lugar para la oración. Sabemos por los Hechos de los apóstoles
(3, 1) que Pedro y Juan «subían al templo para la oración de la
hora nona», no a participar en el sacriticio vespertino tamid «si-
no porque era la hora en que la verdadera Víctima tamid y pas-
cual derramó su sangre, y alababan con la comunidad al Padre
mediante el 'sacrificio de los labios' » 6 . Esta escena deja en cla-
ro la continuidad y la ruptura al mismo tiempo: en contraste con
la secta de Qumrán, los discípulos de Jesús oran con Israel en
su templo, permanecen en comunión orante con la alianza de

6. F. Mussner, Die UNA SANCTA nach Apg 2, 42, en Id., Praesentia sa-
lutis. Gesammelte Studien zu Fragen und Themen des Neuen Testaments, Düs-
seldorf 1967, 212-222, cita en 221.
104 Un canto nuevo para el Señor

Dios; pero, contrariamente a la forma antigua y anacrónica de


la ley, van a orar al atrio de Salomón, sin participar en el culto
sacrificial. El 'templo' es para ellos casa de oración; se mueven
en esa parte del templo que cabe considerar como embrión de
las sinagogas 7. El sacrificio iba ligado a Jerusalén, pero la casa
de oración podía estar en todas partes. Retienen, pues, del tem-
plo los elementos de futuro: lugar de reunión, lugar del anun-
cio, lugar de oración. Superan así la exclusividad y conservan
lo que es universal y repetible en todas partes. De este modo, el
templo no es básicamente otra cosa que la sinagoga, el espacio
que reúne a las personas con el Dios de la alianza, con el Dios
de Jesucristo. El templo sigue teniendo una significación espe-
cial como célula primigenia en la unidad de la historia de Dios
a través de los siglos: pero dondequiera que se celebre una
asamblea, está lo esencial del templo, allí hay templo. De ese
modo, sin romper la fidelidad a la historia de la fe expresada en
el santuario de Jerusalén, cesó su exclusividad; el templo era
considerado casa de oración para todos los pueblos, y ésta fue
la premisa para la universalidad de la Iglesia.
Este giro aparece externamente con especial claridad en el
cambio de orientación al orar: el judío, dondequiera que esté,
ora en dirección a Jerusalén; el templo es el punto de referencia
de toda religión, de suerte que la relación con Dios, la relación
orante, debe pasar siempre por el templo, al menos en la orien-
tación del cuerpo. Los cristianos no oran en dirección a un tem-
plo, sino mirando a oriente: el sol naciente que triunfa sobre la
noche simboliza a Cristo resucitado y es considerado como sig-
no de un retorno. El cristiano expresa en su postura orante la di-
rección hacia el Resucitado, verdadero punto de referencia de
su vida 8 . Por eso, la orientación al este ha sido durante siglos la
ley básica en la arquitectura cristiana; expresa la omnipresencia
del poder congregador del Señor que, como el sol naciente, do-
mina el mundo entero. Esto pone de manifiesto que la Iglesia en

7. !bid., 220s.
8. E. Peterson, Die geschichtliche Bedeutung der jüdischen Gebetsrich-
tung, en Id., Frühkirche, Judentum und Gnosis. Studien und Untersuchungen,
Freiburg 1959, 1-14.
Gloria y glorificación 105

sus inicios no rechazó en modo alguno el espacio de oración, el


espacio de reunión para celebrar la palabra y el acontecimiento
de la fe; ella universalizó el templo y creó así nuevas posibili-
dades de expresión. La preferencia por el atrio de Salomón y la
apertura al mundo no significan el fin de los espacios sagrados;
al contrario: justamente porque la casa viva ha de reunir a todos
los humanos, surgen ahora en el mundo entero casas de reu-
nión, lugares de oraCÍón.

2. Cuando Constantino promulgó su decreto de tolerancia


para los cristianos, la arquitectura eclesial había encontrado ya
su modelo fijo. Refiere Eusebio que los lugares destruidos por
el tirano «Se levantan de nuevo como de una larga y mortal caí-
da», y que «se erigieron templos desde los cimientos hasta al-
canzar una gran altura y fueron mucho más espléndidos que los
destruidos» 9 . Antes, «el demonio envidioso ... había dirigido su
locura bestial de perro furioso ... contra las piedras de nuestras
casas de oración», y convertido «las Iglesias, según creyó él, en
lugares abandonados» 10 . Lo que ocurre bajo Constantino es,
pues, una restauración, no el tránsito de una religión del espíri-
tu a una religión de las piedras. Pero cabe preguntar qué idea
imprimió su sello en aquellas primeras construcciones. ¿Qué
las justifica y armoniza con la herencia del origen? Hoy se si-
gue discutiendo sobre estos temas debido a las destrucciones
sufridas, que sólo nos han dejado unos restos muy fragmenta-
rios como pruebas indiciarias. La tesis más acertada me parece
ser la que explica la forma primitiva de la basílica cristiana a
partir de la teología de los mártires 11 : la basílica responde en su
diseño esencial a la sala de audiencias donde el emperador dei-
ficado aparecía con un atuendo que evocaba la epifanía, la apa-
rición de lo divino. Esta autorrepresentación del emperador era

9. Eusebio, Historia de la Iglesia X, 2; sigo la traducción de Ph. Haeu-


ser, Kempten 1932, en la reedición por H. Kraft, München 1967; cita en p. 412.
10. Eusebio X, 14; en H. Kraft, 416.
11. Cf. B. Kotting, Die Gestaltung des Kultraumes in der frühen Kirche,
en Id., Ecclesia peregrinans II, Münster 1988, 186-198. Nuevas aclaraciones
sobre la esencia y devenir del templo cristiano pueden verse en el breve pero
importante escrito de L. Bouyer, Architecture et liturgie, Paris 1991.
106 Un canto nuevo para el Señor

para los cristianos un acto sacrílego; ellos oponen a la supuesta


divinidad del emperador la realeza de Dios en Cristo crucifica-
do y resucitado. Sólo él era eso que los emperadores pretendían
ser. Así, el lugar de reunión de los cristianos, donde el Señor se-
guía dándose a los suyos en el pan partido y el vino derramado,
se convirtió para ellos en espacio de su culto imperial: la sala de
audiencias del verdadero rey. Por esta antítesis murieron; el
martirio queda integrado en este ámbito de culto. En continui-
dad con el atrio de Salomón y con la sinagoga, se buscó prime-
ro, en las palabras de Jesús, la promesa sobre la casa de oración
para todos los pueblos; ahora se hace hincapié en que Dios se
construye su casa viva mediante la pasión de los suyos, y utili-
za también la piedra a su servicio. Esto explica el tema que di-
ferencia a la ekklesía cristiana de la sinagoga judía: su punto
axial no es el rollo de la torá sino el Señor viviente; él constru-
ye la ekklesía, y ésta es construcción suya. La dimensión cris-
tológica en virtud de la cual la Iglesia es más y otra cosa que la
sinagoga, entra de algún modo en la forma espacial que hace vi-
sible la esencia interna de la Iglesia.

3. Los temas y los modelos se multiplican en el curso de la


historia. Es indudable que ahora se filtran elementos menos va-
liosos, secundarios, incluso negativos. En lo positivo ーイ・、ッュゥセ@
nan, a mi juicio, dos ideas fundamentales. La primera es el te-
ma de la encarnación. Juan consideró la carne de Jesús como
signo de la Palabra (1, 14) 12 . La carne de Jesús es el templo, es
la tienda, la shekinah. La carne de Jesús es para Juan, paradóji-
camente, la verdad y el espíritu que ocupan el lugar de los anti-
guos templos. Ahora cobra vida en la cristiandad la idea de que
la encarnación de Dios constituyó su ingreso en la materia, el
comienzo de un gran movimiento donde toda la materia será re-
ceptáculo de la Palabra; pero también la Palabra se expresará

12. No parece irrelevante notar que skhnh evoca la palabra shekinah y


presenta así a Jesús como el lugar de la presencia de Dios; cf. R. Bultmann,
Das Evangelium des Johannes, 43; R. Schnackenburg, El evangelio según san
Juan I, 284-285; ThWNT VIl, 380; H. Haag, Diccionario de la Biblia, Barce-
lona 1975, 1112, 1411.
Gloria y glorificación 107

consecuentemente en la materia, deberá entregarse a ella para


poder trasformarla. Por eso nace ahora el gusto por la visibi-
lización de la fe, por la grabación de sus signos en la materia.
Esto va asociado al otro aspecto: la idea de glorificación, el in-
tento de convertir la tierra y hasta la piedra en alabanza, y anti-
cipar así el mundo futuro. Las construcciones en las que se ex-
presa la fe son, por decirlo así, la esperanza hecha presente y la
manifestación confiada de aquello que puede convertirse en
realidad.

3. Consecuencias para hoy

Volvamos después de estas reflexiones a nuestra pregunta


anterior: ¿Qué relación guardan el edificio de piedra y el edifi-
cio de piedras vivas? ¿es cristiano festejar la construcción de
una catedral? En caso afirmativo, ¿qué festejamos? ¿cómo de-
bemos hacerlo para que sea una celebración cristiana? Trataré
de contestar en cuatro aproximaciones:

l. El espíritu labra las piedras para construir; no a la inver-


sa. El espíritu no puede sustituirse por dinero y por la historia.
Si no construye el espíritu, las piedras se tornan mudas. Donde
el espíritu no está vivo, no actúa e impera, las catedrales se con-
vierten en museos, en monumentos del pasado cuya belleza en-
tristece, porque está muerta. Esta viene a ser la advertencia que
nos llega de la fiesta catedralicia. La grandeza de nuestra histo-
ria y nuestro poder económico no nos salvan; ambas cosas pue-
den convertirse en escombro que nos ahoga. Si el espíritu no
construye, el dinero construye en vano. Sólo la fe puede man-
tener viva la catedral, y la pregunta que la catedral milenaria
nos dirige es si tenemos la dosis de fe necesaria para darle un
presente y un futuro. Al final, la protección al monumento, por
importante y de agradecer que sea, no puede mantener la cate-
dral; sólo puede hacerlo el espíritu que la creó.

2. El espíritu labra las piedras para construir; no a la inver-


sa. Pero esto indica también, nos guste o no, la sustituibilidad
108 Un canto nuevo para el Señor

radical y la equivalencia básica de todas los edificios eclesiales.


Donde los humanos se dejan congregar por el Señor, donde él
les garantiza su presencia en la palabra y el sacramento, allí ri-
ge el dicho sobre la casa de oración para todos los pueblos y allí
se cumple la promesa de la «sala suprema», la sala de la última
cena 13 . Las diferencias jerárquicas entre las distintas Iglesias
pertenecen a un segundo plano; pero no son por eso irrelevan-
tes. Desde una perspectiva de historia del arte cabe otorgar un
rango especial a una Iglesia en un doble sentido. El rango pue-
de depender, por una parte, de la historia de fe y oración que se
ha sedimentado en ella. No es indiferente que oremos en los
mismos templos donde nuestros antepasados presentaron a
Dios durante siglos sus peticiones y esperanzas. Me ha conmo-
vido siempre profundamente en la Iglesia de Ludgeri, de Müns-
ter, saber que es el espacio donde Edith Stein luchó por su vo-
cación. Es un minúsculo segmento de la historia de la fe y la
oración, de la historia de pecadores y santos que conservan
nuestras grandes iglesias antiguas. Son así expresión de la iden-
tidad de la fe a través de la historia, expresión de la fidelidad de
Dios que se muestra en la unidad del templo. ¿O no es emocio-
nante saber que el obispo de Maguncia pronunció en la catedral
milenaria las mismas palabras de la consagración y utilizó sus-
tancialmente el mismo misal que su sucesor de hoy? La otra no-
ta que puede caracterizar a un templo es su puesto en la escala
de la asamblea viva que es la Iglesia. De ahí el rango especial
que compete a la Iglesia episcopal, que hace referencia al obis-
po como punto de convergencia de la comunidad eclesial. La
catedral es la expresión en piedra de que la Iglesia no es una
masa amorfa de comunidades, sino que vive en un entramado

13. Quiero significar con esto que, junto con el atrio de Salomón, hay que
considerar como segundo antecedente del templo cristiano la sala de la última
cena y del acontecimiento de pentecostés. En el atrio de Salomón se desarro-
lla una mitad del culto cristiano: la liturgia de la palabra. Lo más propio de la
nueva comunidad, la cena del Señor, que sustituye y consuma Jos antiguos sa-
crificios, no tiene cabida allí. Sólo la confluencia del cenáculo y el atrio de Sa-
lomón en un solo espacio genera la <<Iglesia>> en sentido específico. Si se ol-
vida esto, llegamos a un concepto puramente «sinagoga!», no sólo de Iglesia
sino de cristianismo, y dejamos de lado su verdadero núcleo.
Gloria y glorificación 109

que une a cada comunidad con el conjunto a través del vínculo


del orden episcopal. Por eso, el concilio Vaticano 11, que puso
tanto énfasis en la estructura episcopal de la Iglesia, recordó
también el rango de la Iglesia catedral. Las distintas Iglesias re-
miten a ella, son en cierto modo construcciones anejas a ella y
realizan en esta cohesión y este orden la asamblea y la unidad
de la Iglesia. Por la misma razón es también especialmente va-
liosa para nosotros la Iglesia del obispo común de toda la cris-
tiandad: la Iglesia de Letrán y la Iglesia de san Pedro en Roma;
no como si Dios estuviera allí más presente que en cualquier
iglesia lugareña, sino porque es expresión de la asamblea, de la
unicidad de la casa de Dios, aun habiendo tantas en la tierra. El
que rechazase este vínculo y negase este orden visible de las
iglesias entre sí, negaría la promesa de la casa de oración para
todos los pueblos. La promesa se realiza precisamente cuando
el orden apostólico de la asamblea se refleja en la coordinación
de los lugares de la misma, que de ese modo pasan a ser una
única casa.

3. Esto significa que hay una apertura radical de todas las


casas de Dios: o pertenecen a toda la Iglesia o no son realmen-
te Iglesia. El edificio eclesial, para conservar su legitimidad
cristiana, ha de ser «católica» en el sentido original de la pala-
bra: hogar de todos los creyentes. Hace algunos años apareció
un libro con fotografías titulado «Doquier estás en casa». Esta
frase expresa un tarea de la Iglesia, que emprendió su camino
bajo el lema de la casa de oración para todos los pueblos. Albert
Camus dio expresión estremecedora en una obra temprana, al
describir su viaje a Praga, a la vivencia de extranjería, de sole-
dad; en una ciudad cuya lengua no entiende, está como un des-
terrado; el esplendor de la Iglesia es mudo y no consuela 14 . Pa-
ra el creyente no puede ser así: donde hay Iglesia, donde hay
presencia eucarística del Señor, encuentra hogar y patria. Mas

14. A. Camus, L'envers et l'endroit. La mort dans ['ame, en Essais, Bibl.


de la Pléiade (1965) 31-39 (trad. cast.: El revés y el derecho, Madrid 1984).
Cf. G. Linde, Das Problem der Gottesvorstellungen im Werke van Albert Ca-
mus, Münster 1975, especialmente p. lOs.
110 Un canto nuevo para el Señor

para que esto pueda ocurrir se requiere, a la inversa, otra condi-


ción: vivir la fe como asamblea y como unidad; que las perso-
nas, al entrar en el ámbito de la fe, abandonen lo suyo propio y
dejen que se produzca en ellas la catolicidad, la adhesión al to-
do como proceso vivo. Es necesario que asuman la condición de
extranjería frente al espíritu de la época y frente a las múltiples
formas de chovinismo; tal extranjería es necesaria para que sur-
ja en todos los lugares un hogar para la totalidad, para que en
todos los lugares encontremos de algún modo la misma casa.
Esto nos sugiere nuevas preguntas: ¿Cómo pueden los trabaja-
dores extranjeros encontrar un hogar en nuestras Iglesias? ¿pue-
den los extranjeros contar con personas que muestren compren-
sión hacia ellos? Esta superación de lo propio, que es de lo que
se trata aquí, está relacionada con la teología de la pasión que
hemos descubierto al comienzo del camino cristiano: sólo el
que camina hacia la liberación de sí mismo o ha dado, al menos,
algunos pasos en esta dirección, puede salir al encuentro al ex-
tranjero y ofrecerle un hogar. Los padres de la Iglesia conocían
la bella imagen de las piedras que, para ser una construcción,
deben acomodarse entre sí, y de este esfuerzo tampoco pueden
dispensarse los humanos que aspiran a formar una casa.

4. Volvamos a la pregunta fundamental sobre espíritu y pie-


dra, sobre la casa viva y la Iglesia de piedra. La dirección en
que apuntan las palabras de Cristo y en que camina luego la
Iglesia primitiva se puede llamar correctamente «espiritualiza-
ción». Pero si únicamente buscamos eso, el cristianismo no irá
más allá de una tendencia que durante la época de Jesús encon-
tramos en toda el área mediterránea, tanto en el judaísmo como
en el mundo helenístico. Lo específico de lo cristiano consiste
en que su espiritualización es a la vez encarnación 15. Pablo for-
muló magníficamente su lema: «el Señor es el Espíritu» (2 Cor
3, 17). La espiritualización cristiana difiere de todas las espiri-

15. He intentado exponer algo más ampliamente la problemática de la es-


piritualización y la encarnación en mi escrito Zur theologischen Grundlegung
der Kirchenmusik. en Das Fest des Glaubens, Einsiedeln 1981, 86-111; cf. los
ll trabajos corespondientes de este volumen.

11


Gloria y glorificación 111

tualizaciones de tipo filosófico o puramente místico. El espíri-


tu en que ella trasforma lo precedente es el cuerpo de Cristo.
Por eso, un desarrollo auténtico del inicio cristiano tiene que re-
chazar cualquier propaganda de espiritualización trivial que
busque el espíritu sin el cuerpo y así destruya también el espí-
ritu. Es igualmente inaceptable el malentendido contrario, que
trata de justiticar con la palabra «encarnactón» cua1quter gene-
ro de secularización o de fijación institucional de la fe. En el
período triunfante de la teología de la encarnación solía afir-
marse que las cosas terrenas debían ser bautizadas. Bien, pero
entonces no hay que olvidar que el bautismo es un sacramento
de muerte, que nos bautizamos en la muerte de Cristo, que bau-
tizarse significa sufrir la trasformación de la muerte o entrar en
ella para salir al encuentro de Cristo resucitado. Espiritualizar
significa encarnar cristianamente; pero encarnar significa espi-
ritualizar, conducir las cosas del mundo al Cristo que viene,
prepararlas para su forma futura y preparar así el futuro de Dios
en el mundo. Encontramos en san Ireneo el bello pensamiento
de que el sentido de la encarnación fue que el espíritu -el Es-
píritu santo- se amoldó en Jesús a la carne 16 . Esto podría de-
cirse invirtiendo los términos: el sentido de la encarnación pro-
gresiva sólo puede ser el de amoldar la carne al espíritu, a Dios,
capacitarla para el espíritu y preparar así su futuro.
Pero ¿qué significa todo esto para nuestro tema? Creo que
nos retrotrae a lo más elemental, a lo que es decisivo para todas
las ideas del nuevo testamento: que Dios mismo construye pri-
mero su casa o, expresado de modo más accesible, que no po-
demos construir la casa solos, por nosotros mismos. Este axio-
ma va dirigido tanto contra los que creen que todo está hecho
con una determinada cantidad de metros cúbicos murados como
contra los que pretenden hacer renacer a la Iglesia en estado
químicamente puro en la retorta de sus estrategias pastorales.
Dios construye su casa; es decir, su casa no se hace realidad si

16. Adv. haer. V 12,4 (Sources chrétiennes 153, 154). Cf. H. J. Jaschke,
Der Heilige Geist im Bekenntnis der Kirche. Eine Studie zur Pneumatologie
des lrenaeus von Lyon im Ausgang vom altchristlichen Glaubensbekenntnis,
Münster 1976.
112 Un canto nuevo para el Señor

los humanos pretenden planear, actuar y fabricar por su cuenta.


No se hace realidad cuando sólo cuenta el éxito y todas las «es-
trategias» se miden por él. No se hace realidad cuando los hom-
bres no están dispuestos a abrir un espacio y tiempo de su vida
para ella; no se hace realidad cuando los hombres construyen
por y para sí mismos. Pero si los humanos se dejan interpelar
por Dios, tienen tiempo para él y queda sitio para él. Entonces
pueden aventurarse a imaginar hoy el futuro: Dios que habita
con nosotros y nos congrega para hacernos hermanos de una fa-
milia. Entonces resulta obvia la disposición a la simplicidad,
igual que se reconoce el derecho a la belleza, a lo bello. En esa
espiritualización del mundo de cara al Cristo venidero brota la
belleza en su fuerza trasformante y consoladora. Y se evidencia
algo que suena raro: la casa de Dios es la verdadera casa hu-
mana. Se convierte en la verdadera casa humana, tanto más
cuanto menos pretenda serlo, cuanto más apueste por Dios. Nos
basta pensar un momento cómo sería Europa si desaparecieran
de ella todas las Iglesias. Sería un desierto de utilitarismo don-
de el corazón tendría que paralizarse. La tierra se hace inhabi-
table cuando los hombres sólo quieren construir por y para sí.
Pero cuando ceden y brindan su lugar y su tiempo, surge la ca-
sa común, se hace realidad un trozo de utopía, de lo terrenal-
mente imposible. La belleza de la catedral no está en contra-
dicción con la teología de la cruz, sino que es su fruto: nació de
la disposición a no construir sólo y para sí la propia ciudad. Es-
to no descarta, desde luego, el abuso de utilizar la Iglesia para
fines propios. Ninguna Iglesia tiene la promesa de perennidad,
ninguna es insustituible, podemos vernos privados de todas si
se extingue la fuerza que las justifica.
«Templo construido con piedras vivas»: si no hubiera habi-
do primero piedras vivas, estas piedras no estarían aquí. Pero
ahora ellas nos hablan. Nos invitan a construir la catedral viva,
a ser la catedral viva para que la catedral de piedra siga siendo
presente y anuncie el futuro.
«Cantad a Dios con maestría»
Premisas bíblicas para la música de Iglesia

l. Consideraciones sobre la situación de la Iglesia y la cultura

La música de Iglesia en cuanto expresión cultural de la fe


comparte necesariamente la problemática actual de la relación
entre Iglesia y cultura. La relación es conflictiva por ambas par-
tes. Desde finales de la Ilustración, la fe y la cultura de cada
época se han ido distanciando progresivamente. La cultura ha-
bía brotado hasta entonces en la Europa cristiana, como en to-
da la historia, de la raíz de la religión, y estuvo ligada a este
suelo nutricio aun en sus manifestaciones profanas. El Renaci-
miento y la Reforma significaron una primera crisis para esta
fusión de Iglesia y cultura; pero sólo en la Ilustración se produ-
ce una verdadera revolución cultural, una emancipación deci-
siva de la cultura frente a la fe. Los caminos de una y otra se
separan, aunque el siglo XIX siguió estando marcado por un in-
tercambio vivo entre ambas. Sin embargo, el que contempla
tantos templos neogóticos y neorrománicos advierte que la Igle-
sia, aunque no ha podido negar su época, parece haber quedado
rezagada en una especie de subcultura que se sitúa al margen
del gran río de desarrollo cultural. Esta situación resulta igual-
mente llamativa comparando la reforma ceciliana de la música
de Iglesia con la evolución musical producida durante la se-
gunda mitad del siglo XIX y principios del XX. No se puede
negar que estos movimientos «subculturales» crearon obras de
tan alto rango como los productos de la gran corriente cultural.
114 Un canto nuevo para el Señor

No se puede negar que la tendencia historicista, presente en la


renovación de estilos del pasado y en la vinculación de la fe a
la expresión cultural de épocas anteriores, respondió también al
espíritu del siglo. No cabe negar, finalmente, que un fenómeno
cultural tan significativo como el redescubrimiento y la renova-
ción del coral gregoriano y de la gran música polifónica de
Iglesia llegaron como fruto de estas orientaciones, que demos-
traron así una fecundidad cultural significativa. Pero, en con-
junto, el desfase es cada vez mayor, y las dudas sobre la expre-
sión cultural adecuada de la fe se manifiestan claramente en la
confusa amalgama de ensayos culturales y pragmatismos acul-
turales de la Iglesia de hoy.
El abandono de la base religiosa tuvo igualmente sus conse-
cuencias para la cultura moderna. También ésta cayó en una des-
orientación que le impide contestar a su propio «quo vadis?».
La cultura parece a veces inútil en el mundo moderno y, ha-
ciendo de la necesidad virtud, proclama ahora que el arte es lo
que no desempeña ninguna función, sino que existe sin más.
Hay algo de verdad en esto, pero no basta con la negación para
abrir un espacio inteligible a cualquier clase de fenómeno en la
trama existencial del ser humano y del mundo. Por lo que se re-
fiere a la música, son evidentes las aporías en que ha incurrido
este arte en su forma totalmente profana. La música, como cual-
quier expresión cultural, tuvo siempre diversos planos, desde el
canto sin arte -pero verdadero canto- del hombre sencillo
hasta la realización artística suprema. Pero ahora ha ocurrido
algo nuevo. La música se ha escindido en dos mundos que ape-
nas tienen nada que ver entre sí. Está por una parte la música de
masas, que se presenta con la etiqueta pop como música popu-
lar, música del pueblo. Es una música que se ha convertido en
mercancía fabricada industrialmente y es cotizada por su valor
de venta. Está por otra parte una música artificial, construida ra-
cionalmente con criterios técnicos rigurosos, que cuenta con un
público elitista. En el punto medio entre los dos extremos en-
contramos el recurso a la historia, la adhesión a la música ante-
rior a tales divisiones, que emocionaba a las personas y sigue
emocionando todavía hoy. Es obvio que la música de Iglesia
ocupa con preferencia este terreno intermedio. Pero es inevita-
«Cantad a Dios con maestría>> 115

ble que la Iglesia se interese hoy por los dos ámbitos contra-
puestos de la actual esquizofrenia cultural. Hoy se exige, con
razón, un nuevo diálogo entre Iglesia y cultura; pero no hay que
olvidar que este diálogo ha de ser necesariamente bilateral. No
puede consistir en que la Iglesia se someta de una vez a la cul-
tura moderna. inmersa en un proceso de desesperanza desde
que perdió su fundamento religioso. Si la Iglesia ha de afrontar
con nueva radicalidad los males de nuestro tiempo, la cultura
debe plantear por su parte en forma nueva la cuestión de su fun-
damento, y abrirse a una dolorosa terapia, es decir, a una re-
conciliación interna con la religión, porque sólo de ella puede
recibir la savia vital.
En este sentido, la cuestión de la música de Iglesia es sólo
un segmento, aunque muy sensible, de la tarea global de nues-
tro tiempo, que exige algo más que el simple diálogo: el proce-
so de un nuevo reencuentro del hombre. Si el teólogo quiere
aportar algo en esta lucha, debe utilizar los recursos de que dis-
pone. No puede entrar en disquisiciones musicales, pero puede
preguntarse dónde están los puntos de sutura, por decirlo así,
entre la fe y el arte. Puede tratar de explicar cómo la fe le pre-
para un espacio interior al arte y le ofrece pistas sobre el cami-
no que puede seguir. Sería una empresa de gran envergadura el
intento de abarcar todo el ámbito de las fuentes teológicas que
están a nuestra disposición. Pero todas las fuentes dependen al
final de la fuente primigenia: la Biblia; por eso me limitaré a
preguntar si hay unas premisas bíblicas para la tarea de la mú-
sica de Iglesia. Dada la amplitud y variedad del testimonio bí-
blico, se impone de nuevo una restricción. Mi pregunta concre-
ta es: ¿podemos encontrar un texto bíblico que muestre con la
máxima densidad posible la perspectiva en que la sagrada Es-
critura ve la conexión entre música y fe?

2. Un salmo, ejemplo de las premisas bíblicas para la música


en el culto

Tendremos un primer indicador si recordamos que la Biblia


contiene su propio cancionero: el salterio, que no es producto
116 Un canto nuevo para el Señor

de la mera práctica del canto y de la instrumentación cultual, si-


no que contiene en la praxis, en su realización viva, elementos
esenciales de una teoría de la música en la fe y para la fe. Hay
que tener presente el puesto que ocupa este libro en el canon bí-
blico para enjuiciar correctamente su significado. Dentro del
antiguo testamento. el salterio viene a ser el puente entre la ley
y los profetas. Nació de las exigencias prácticas del culto y de
la ley; pero al asimilar la ley mediante el canto y la oración, va
descubriendo su núcleo profético y conduce, más allá del rito y
sus reglamentos, al «sacrificio de alabanza», al «sacrificio ver-
bal>> con que el hombre se abre al Logos y adora con él. De este
modo, el salterio pasó a ser el puente de enlace de los dos tes-
tamentos. Si sus cantos fueron considerados en el antiguo tes-
tamento cantos de David, los cristianos entendieron que estos
cantos habían brotado del corazón del verdadero David, Cristo.
La Iglesia primitiva oró con los salmos y los cantó como him-
nos de Cristo. Cristo mismo se convierte así en director de co-
ro que nos enseña el canto nuevo, que da a la Iglesia el tono y
le enseña el modo de alabar a Dios correctamente y de unirse a
la liturgia celestial.
Extraeré del salterio, como hilo conductor para mis reflexio-
nes, un versículo que con razón ha aflorado constantemente en
la historia de la reflexión teológica sobre los fundamentos y el
camino de la música de Iglesia, porque refleja la orientación bá-
sica del libro de los salmos. Me refiero al versículo 8 del Salmo
47 (46). La traducción ecuménica ha restado buena parte del
sentido a este versículo: «Cantad una salmodia». Esta traduc-
ción deja al lector o al orante cavilando sobre el significado de
«salmodia». Buber-Rosenzweig habían traducido, en cambio:
«Tañed con inspiración»; destacan, pues, la inspiración artísti-
ca que debía presidir el canto. Más precisa es la versión que
ofrece A. Deissler, que traduce la incierta «salmodia» por «can-
to artístico» 1• Una opción similar hace H. J. Krauss en su nota-
ble comentario a los salmos cuando dice: «Cantad un canto ar-
tístico»2. La Biblia de Jerusalén se mueve en la misma línea

l. A. Deissler, Die ?salmen, Düsseldorf 1964, 192.


2. H.-J. Kraus. Los salmos 1, Salamanca 1993, 709.
«Cantad a Dios con maestría» 117

cuando escribe: «Salmodiad a Dios con destreza» 3 . La traduc-


ción editada por la conferencia episcopal italiana habla igual-
mente de cantar «con arte». Así queda recogida la gama de los
intentos de acercamiento al maskil hebreo en las versiones mo-
dernas. Pero también son importantes para nosotros las prime-
ras traducciones. que reflejan el esfuerzo de la Iglesia antigua.
La Septuaginta, que se convirtió en el antiguo testamento del
cristianismo, había escrito: psalate synetos, que podemos tra-
ducir quizá por «Cantad de modo comprensible, cantad con
inteligencia» -en el doble sentido: que vosotros mismos lo
entendáis y que sea comprensible-. Hay sin duda en el ver-
sículo más de lo que contiene nuestra idea racionalista de inte-
ligencia y de lo comprensible: cantad desde el espíritu y para el
espíritu; cantad de un modo digno del espíritu y acorde con él,
con disciplina y pureza. La traducción que eligió Jerónimo y
que fue acogida en la neo-Vulgata va en la misma dirección:
psallite sapienter. El psallere parece incorporar y expresar de
algún modo la esencia de la sapientia. Para entender el fondo
de estas formulaciones habría que examinar lo que significa la
palabra sapientia: un comportamiento del ser humano que in-
cluye sin duda la claridad de entendimiento, pero que significa
una integración del hombre entero, que conoce y comprende,
no sólo con el pensamiento puro sino desde todas las dimensio-
nes de su existencia. En este sentido hay una afinidad entre sa-
biduría y música, porque en ésta acontece esa integración del
ser humano, y el hombre entero se ajusta allogos. Hay que ano-
tar por último que la Vulgata dice en contextos parecidos (Sal
32 [33], 3) «tañer bien» o «cantar bien» (bene cantare), lo que
Agustín interpreta con toda naturalidad como cantar con arre-
glo al «ars musicae» 4 . Así pasó a la conciencia de la Iglesia,
desde el versículo de un salmo, el deber de buscar la altura ar-
tística de la expresión musical en la alabanza de Dios.
Hemos intentado acotar con estas reflexiones el contenido
literal del texto bíblico y su recepción en la Iglesia. Debemos

3. Biblia de Jerusalén, Bilbao 1980, traducción de La Sainte Bible, Paris


1955, Ps. 47 (46) 8: <<sonnez pour Dieu de tout votre art!>>.
4. En. in ps. 32 s l. 8; C Chr. XXXVIII, 253s.
118 Un canto nuevo para el Señor

preguntar ahora qué se sigue de este imperativo bíblico para l;


música litúrgica y qué consecuencias comportó para la Iglesia
Ese análisis, que obviamente no puede entrar en detalles erudi
tos, ha de sopesar cuidadosamente las dos palabras del versículo
ambas cargadas de significado y por eso cargadas de historia
Traducimos la primera, con cierta imprecisión. por «cantad»
En el recorrido desde la palabra hebrea zamir a la formulaciór
griega psalate se produjo una evolución cultural y espiritua
que fue determinante para toda la historia futura, y también ¡
nosotros tiene que decirnos algo muy concreto. Ya la elecciór
de la palabra hebrea presupone un hecho cultural decisivo
basado en una orientación religiosa y que marca lo peculiar d(
Israel en la historia de oriente próximo y de la humanidad er
general. La palabra zamir tiene una raíz que aparece en todm
las lenguas antiguoorientales. Significa siempre cantar con <
sin acompañamiento instrumental, donde el énfasis está en e
canto de un texto que suele apoyarse instrumentalmente, perc
que sirve siempre a un determinado contenido5 . El zamir difie·
re así claramente de la música cultual orgiástica, que favorec(
la embriaguez de los sentidos y arrebata al ser humano para «li·
berarlo» extáticamente de la razón y de la voluntad mediante e
desenfreno de las sensaciones. Zamir remite, en cambio, a um
música acorde con el logos, si cabe hablar así, que acoge l¡
palabra recibida o el hecho verbal y responde a ella alabando <
pidiendo, dando gracias o lamentando. La Septuaginta eligié

5. Cf. el artículo extraordinariamente instructivo zmr de Ch. Barth en G


J. Botterweck-H. Ringgren (eds.). Theologisches Worterbuch zum Alten Tes
tament IL 603-612, col. 605: <<En ningún caso significa el término zámara (=
el verbo acádico fundamental) 'música' instrumental sin canto articulado>>
Col. 605s: <<En acádico, los dos significados de 'cantar'y 'tañer' van tan liga·
dos que es más correcto hablar de dos aspectos de un significado único: h
misma actividad es a la vez 'vocal' e 'instrumental'>>. Col. 611: <<En la larg¡
serie de palabras para designar alabanzas hímnicas, zmr ocupa un puesto cen-
tral en tanto que unifica en sí el modo de alabanza articulado, que habla en pa·
labras comprensibles, y el modo inarticulado que se expresa en gritos y ges·
tos. La alabanza articulada adquiere así una amplitud que de otro modo no lt
corresponde, y la inarticulada una claridad que de otro modo le falta>>. Sobn
el versículo que nos ocupa observa Barth col. 609: «zammeru maskil resultl
oscuro en Sal 47, 8>>.
«Cantad a Dios con maestrÍa>> 119

como traducción la palabra psallein, que para los griegos signi-


ficó «tañer, pulsar, recorrer con los dedos, sobre todo en refe-
rencia al arpa», y en general tocar un instrumento de cuerda, pe-
ro nunca cantar6 . La Biblia griega dio a ese término un sentido
nuevo e introdujo en consecuencia un cambio cultural. Si psal-
mós había significado un instrumento de cuerda, designa ahora
los cantos de Israel inspirados por la fe. En esta línea, el verbo
recibe el significado de «cantar», pero ahora en un sentido de-
finido por la historia cultural y religiosa. El verbo salmodiar es
en este sentido una nueva creación verbal de la Biblia, con la
que introduce también un nuevo fenómeno en el mundo griego.
Expresa un modo de cantar que había encontrado en la tradición
orante de Israel su forma musical claramente definida y que
Martin Hengel describe en estos términos: «Al no estar fijado el
número de sílabas por versículo, no se trata de canto con melo-
día fijada en sus detalles, sino de un canto recitado que sólo al
comienzo y al final de los estiquios permitía los movimientos
melódicos» 7 .
El análisis del imperativo «psallite» reiterado en los salmos
nos permite extraer algunas consecuencias concretas para nues-
tra pregunta por las premisas bíblicas de la música en la Iglesia:

a) Este imperativo recorre toda la sagrada Escritura; es la


versión concreta de la llamada a la adoración y a la glorifica-
ción de Dios, que la Biblia presenta como la vocación más pro-
funda del ser humano. Esto significa que la respuesta humana
correcta a la manifestación de Dios incluye la expresión musi-
cal. El mero hablar, el mero callar y el mero obrar no bastan.
Ese modo integral de expresión humana de la alegría o la tris-
teza, de la adhesión o la queja, que se realiza en el canto, es ne-

6. M. Hengel, Das Christuslied im frühesten Gottesdienst, en W. Baier y


otros (eds.), Weisheit Gottes. Weisheit der Welt. Festschrift J. Ratzinger I, St
Ottilien 1987, 357-404, cita 387. Ch. Barth, en Theologisches Wiirterbuch
zum Alten Testament II, 611, ha criticado esta traducción por cargar el acento
unilateralmente en lo instrumental. y hace notar que Jerónimo, en su segunda
reelaboración del salterio. escribe «cano>> o <<canto>> en lugar de <<psallo». Pe-
ro Hengel no tiene en cuenta el cambio semántico que se produce en los LXX.
7. M. Hengel, Das Christuslied imfrühesten Gottesdienst, 388.
120 Un canto nuevo para el Señor

cesario para responder a Dios, que nos afecta en la totalidad de


nuestro ser. Hemos visto que la palabra psallite abarca más que
nuestra palabra «cantar»; no requiere necesariamente el acom-
pañamiento instrumental, pero contiene por su origen la re-
ferencia a los instrumentos que nos traen en cierto modo el so-
nido de la creación. En todo caso, la trasformación bíblica de
esta palabra originó una primacía del canto, es decir, de una
música referida a la palabrag.

b) El imperativo musical de la Biblia no es, pues, del todo


indefinido, sino que remite a una modalidad que la fe bíblica se
procuró paulatinamente como la forma adecuada de su expre-
sión. No hay una fe culturalmente indefinida que luego se pue-
da culturalizar a voluntad. La opción de fe comporta como tal
una opción cultural; ella moldea al hombre y excluye como pa-
radigmas otras formas de cultura. La fe crea cultura y no se li-
mita a portarla consigo como un ropaje exterior. Esta premisa
cultural, que no es manipulable a discreción y fija su norma a
todas las inculturaciones subsiguientes, no es algo rígido ni ce-
rrado. El rango de una cultura se conoce precisamente en su ca-
pacidad de asimilación, en su potencial para relacionar e inter-
cambiar, y esto tanto en lo sincrónico como en lo diacrónico: es
capaz de afrontar el encuentro con otras culturas de la época y
con el desarrollo de la cultura humana en el tiempo. Esta capa-
cidad de intercambio y desarrollo encuentra su expresión en el
imperativo recurrente «cantad al Señor un cántico nuevo». Las
experiencias de salvación no están sólo en el pasado sino que se
repiten constantemente, y exigen por eso el anuncio renovado
de la actualidad de Dios, cuya eternidad malentendemos al ima-
ginarla como la fijación en unas decisiones tomadas «antes de
la eternidad». Ser eterno significa, por el contrario, ser sincró-
nico con todo tiempo y antes de todo tiempo.
Para los cristianos, el imperativo del cántico nuevo tuvo un
sentido muy específico. Vieron en él la invitación a la síntesis
del antiguo testamento en el nuevo, a la trasposición cristológi-

8. Datos interesantes en H. Gese, Zur Geschichte der Kultsiinger am


zweiten Tempel, en Id .. Vom Sinai zum Sion, München 2 1984. 147-158.
«Cantad a Dios con maestría» 121

ca de los salmos. Los salmos todá, partiendo de la fe de Israel,


habían alumbrado un tipo de oración que conducía por dinámi-
ca interna a la novedad de la nueva alianza 9 . El esquema de es-
tos salmos incluye la petición en trance extremo, la suspensión
en el abismo de la muerte, el voto de pregonar la gesta de Dios
en caso de liberación y el cumplimiento del voto celehrándola
ante el pueblo para dar gracias y hacer que todos conozcan el po-
der misericordioso de Dios. Este esquema se concretaba con los
diversos modos de salvación que daban pie al nuevo cántico. Pe-
ro lo realmente nuevo, mera esperanza hasta el momento, se ha
realizado ahora en el misterio de Jesucristo. El «cántico nuevo»
ensalza su muerte y su resurrección, y anuncia así al mundo en-
tero la nueva gesta de Dios: él mismo descendió a la miseria del
hombre y al foso de la muerte; él nos estrechó a todos con los
brazos extendidos en la cruz y nos elevó al Padre como Resuci-
tado, salvando el abismo de la separación infinita entre el crea-
dor y la criatura, que sólo el amor crucificado puede traspasar.
El antiguo cántico se torna nuevo, y hay que cantarlo renovada-
mente. Este proceso de renovación no anuló la opción cultural
básica de la fe, su premisa cultural, sino que la abrió más, pero
le dio a la vez un perfil más claro. Los primeros siglos cristianos
nos hacen asistir a una lucha dramática por la idea correcta de la
relación entre la apertura de lo nuevo y la forma cultural irrevo-
cable que pertenece a la esencia misma de la fe. Esta lucha tuvo
que ser tanto más apasionada por cuanto el tránsito -impulsa-
do por Dios- del cántico antiguo al nuevo, de la versión profé-
tica a la versión cristológica de los salmos, coincidió con el pa-
so histórico desde la cultura semítica a la griega, de forma que
con el cambio cultural había que resolver muy concretamente la
cuestión del fondo irrenunciable y la cuestión de la posibilidad
de darle nueva figura. Martín Hengel ha mostrado la estrecha re-
lación de esta lucha cultural con el desarrollo de la cristología,
hasta coincidir con él. Volveremos sobre ello, pero conviene
completar antes el análisis del versículo 10 •

9. Cf. H. Gese, Psalm 22 und das Neue Testament, en ibid., 180-201; Id.,
Die Herkunft des Herrenmahls, en Id., Zur biblischen Theologie, München
1977, 107-127.
1O. Cf. el trabajo mencionado en n. 6.
122 Un canto nuevo para el Señor

e) Hemos intentado ya, en cierta medida, acotar el signifi-


cado de la segunda palabra del versículo que nos ocupa. Hemos
circunscrito sustancialmente su alcance en las dos versiones
«sapienter» y «cum arte». Hemos constatado que el sentido de
«sapienter» va en la misma dirección que el sesgo semántico
dado por el antiguo testamento griego al verho psallere. La ex·
presión «canto sapiencial» sugiere un arte referido a la palabra,
pero a una palabra alejada del sentido racionalista superficial,
que implica la comprensibilidad atemporal de todas las pala-
bras. Designa lo que podemos llamar con la Iglesia antigua una
música acorde con el Lagos: al Dios que es Palabra creadora y
dispensadora de sentido desde el principio y para cada vida, co-
rresponde un arte que está bajo la primacía dellogos, que inte-
gra por tanto la complejidad de la esencia humana partiendo de
sus fuerzas morales y psíquicas supremas, pero que trasporta
también el espíritu, desde la estrechez racionalista y voluntaris-
ta, a la sinfonía de la creación.
' La segunda versión, «cum arte», venía a decirnos que el ・ョセ@
cuentro con Dios desafiaba la máxima capacidad del hombre.
Este sintoniza con la grandeza de Dios cuando, en la medida de
sus posibilidades, da también a su respuesta toda la dignidad de
lo bello, la altura de un verdadero «arte». Hay que recordar a es-
te respecto la teoría del arte que desarrolla el libro del Exodo a
propósito de la construcción del santuario 11 • Tres elementos son
esenciales en ella. Los artistas no inventan lo que pueda ser be-
llo y digno de Dios. El ser humano es incapaz de inventar por su
cuenta. Dios mismo comunica en detalle a Moisés la forma del
santuario. La creación artística copia lo que Dios mostró como
modelo. Esa creación presupone la visión interior del prototipo;
es el traslado de una intuición a una figura. La creación artística,
tal como la ve el antiguo testamento, es radicalmente distinta de
lo que entiende por creatividad el pensamiento moderno. Hoy se

11. Ex 35-40. Es interesante el paralelismo entre la construcción del san-


tuario Ex 40, 16-33 y el relato sacerdotal de la creación Gén 1, l-2, 4a; los
siete días de la creación encuentran una correspondencia en la séptupla repe-
tición de la frase «como había ordenado el Señor a Moisés>>; Gén 2, 1ss tiene
eco en Ex 40, 33: «Así acabó la obra Moisés>>, a la que sigue la teofanía (en
correspondencia con el sábado después de los siete días de la creación).
«Cantad a Dios con maestría>> 123

llama creatividad la fabricación de lo nunca hecho o pensado por


otro, la invención de lo totalmente personal y totalmente nuevo.
Creación artística en el sentido del Exodo es, en cambio, un par-
ticipar en la intuición de Dios, participar en su obra creadora; un
poner de manifiesto la belleza oculta que late ya en la creación.
Esto no mengua la dignidad del artista, sino que la fundamenta.
Así, leemos también que el Señor «llamó por su nombre» a Be-
sale!, el artista director en la construcción del santuario (Ex 35,
30). Para el artista vale la misma fórmula que para el profeta. El
Exodo presenta además a los artistas como personas dotadas por
Dios de habilidad y destreza para ejecutar los diversos trabajos
que él había ordenado (36, 1). El tercer elemento es la buena dis-
posición, el «corazón que impulsa» a tales personas (36, 2). La
Biblia no aplica expresamente a la música, que yo sepa, lo que
el Exodo dice sobre las artes plásticas 12 ; pero ya el hecho de que,
al final, el salterio fuera atribuido íntegramente al rey David im-
plica una valoración análoga: David es el rey que dio morada a
Dios en Israel sobre el monte santo; es el refundador del culto,
precisamente al brindar al pueblo santo el modo de alabar a Dios
dignamente. Así, el «bene cantare» de los salmos encierra para
la música de Iglesia todo lo que el antiguo testamento tiene que
decir sobre el arte, su necesidad, su esencia y su dignidad.

3. La recepción del esquema bíblico en la vida litúrgica


de la Iglesia

De este modo hemos llegado de nuevo al tema de la recep-


ción de todo esto en el nuevo testamento y, por tanto, al tema
del significado permanente de estos esquemas bíblicos para la
música de la Iglesia. Hemos señalado ya que la Iglesia ve en
Cristo -el verdadero David- al autor real de los salmos, y
asume así el devocionario y cancionero de la antigua alianza, en
una nueva hermenéutica, como su principal libro litúrgico. Con

12. El trabajo de H. Gese mencionado en n. 8 da a entender el elevado


rango teológico que otorgó el antiguo testamento a la música cultual. Refe-
rencias útiles también en P. M. Ernetti, Principifilosofici e teologici de/la Mu-
sica 1, Roma 1980.
124 Un canto nuevo para el Señor

el texto recibe la manera de cantar, la opción cultural que se ha-


bía producido en la formación de la salmodia. Ve en los salmos
el modelo que debe orientar el cántico nuevo. Así lo indica la
norma que da la primera Carta a los corintios para la asamblea:
«Cuando os reunís, cada cual aporta algo: un canto (psalmón),
una enseñanza, una revelación, hablar en lenguas o traducirlas;
pues que todo resulte constructivo» (14, 26). La celebración co-
mienza con el canto que Pablo llama «salmo», definiéndolo así
en su figura musical y teológica 13 . Para la valoración del arte en
la Iglesia apostólica es importante el hecho de que el canto, pre-
cisamente como don espiritual, aparezca junto a la enseñanza,
la glosolalia, la profecía y la traducción. Sabemos por Plinio
que, a principios del siglo II, la glorificación de Cristo en su di-
vinidad mediante el canto integraba el núcleo del culto cristia-
no; y cabe recordar el prólogo de Juan y el himno de la Carta a
los filipenses como prototipos de esos cantos 14 . El desarrollo
inicial de la cristología, su conocimiento cada vez más profun-
do del ser divino de Cristo, aconteció fundamentalmente en los
cantos de la Iglesia, en la fusión de teología, poesía y música.
Intervino aquí, con todo, un factor retardatario que es de gran
importancia para nuestras reflexiones. El desarrollo de los can-
tos cristológicos al tiempo que se producía el alejamiento del
mundo semítico, comportaba el riesgo de una aguda heleniza-
ción del cristianismo, es decir, de despojo de su ser propio co-
mo cultura y fe. La fascinación de la música griega y del pensa-
miento griego favoreció un alejamiento de la fe por la vía de la
música; la nueva música, en efecto, pasó a ser una parcela del
gnosticismo; incluso se llegó a equiparar nueva música y gnos-
ticismo. Por eso, muy pronto, la Iglesia prohibió rigurosamente
la innovación poética y musical, y redujo la música sagrada al
salterio; y esto, en un doble significado: primero, la teología del
salterio bastaba y constituía el criterio para el contenido de la fe
eclesial; segundo, el estilo musical propio del salterio pasó a ser
la norma eclesial para el futuro. Estas restricciones del canto li-
túrgico impuestas gradualmente desde el siglo 11 cristalizaron en

13. Cf. M. Henge1, Das Christuslied imfrühesten Gottesdienst, 387.


14. Jbid., 382s.
«Cantad a Dios con maestría» 125

el canon 59 del sínodo de Laodicea (364 ), que prohíbe el uso de


«salmos privados y escritos no canónicos» en el culto divino. El
canon 15 reserva además el canto de salmos al coro de cantores,
mientras que «los otros no deben cantar en la Iglesia». En for-
ma parecida se expresan algo más tarde las Constituciones
apostólicas 15 • Quizá haya que lamentar esta fase de angosta-
miento temporal y la pérdida que se produjo con la eliminación
de la poesía cristiana primitiva; pero este proceso era histórica-
mente inevitable para afirmar la identidad cultural de la Iglesia
y, con ella, su identidad en la fe. Sólo así pudo llegar a ser una
nueva fuente de creatividad cultural que ya en el siglo III rena-
ció en Alejandría con nueva pujanza y nos brindó luego toda la
espléndida inspiración cultural nacida de la fe en los siglos si-
guientes. La fe de la Iglesia llegó a ser, precisamente en el ám-
bito de la música, mucho más creativa que en todas las otras
esferas culturales, debido en parte a que siguió siempre los es-
quemas bíblicos para su expresión artística y aprendió con el
tiempo a bucear en su riqueza interna. La oración cantada, sobre
todo en las tres formas del coral gregoriano, la gran polifonía de
principios de la época moderna y el canto de Iglesia, glosó y
concretó este modelo sin reducir sus posibilidades de futuro .

. '"' '.

4. Consecuencias para el presente

Al final queda la pregunta: ¿qué significa todo esto para la


situación actual de la fe y el arte? Nadie puede dar de momen-
to una respuesta exhaustiva. Sólo hay algunos referentes que
pueden enseñar a distinguir gradualmente entre caminos y vías
muertas para favorecer la praxis diaria de la vida litúrgica, por
una parte, y mostrar, por otra, el ámbito donde esta vida puede
desplegarse de modo fructífero. Hemos partido de la esquizo-
frenia existente en el arte moderno entre el pop y un esteticis-
mo elitista. Uno y otro marcan los límites cuyo franqueo indica
que la música abandona la cultura de la fe y deja de ser música
inspirada por la palabra de Dios y puesta a su servicio.

15. /bid.• 366-370.


126 Un canto nuevo para el Señor

a) Contra el esteticismo autónomo

Es incompatible con los esquemas bíblicos, en primer lugar,


ese esteticismo a ultranza que excluye del arte cualquier fun-
ción de servicio: el arte tiene su finalidad propia y sólo puede
contemplarse dentro de su propia normativa. Esta pretensión
mantenida de modo consecuente lleva por necesidad a la anar-
quía nihilista y genera unas parodias nihilistas del arte, pero no
una nueva creatividad. La filosofía que opera en el esteticismo
niega la condición creatural del ser humano e intenta alzarlo a
la condición de creador puro. Lleva así a la falsedad, a la con-
tradicción con su esencia; y la falsedad impulsa a la disolución
de lo creativo. Hemos tocado ya antes, brevemente, la proble-
mática del concepto moderno de creatividad, que resume en
forma concentrada el problema antropológico de la edad mo-
derna. El giro idealista de la filosofía supone que el espíritu hu-
mano no es ya primariamente receptivo: no recibe, sino que es
sólo productivo 16. En el radicalismo existencialista de este en-
foque, nada tiene sentido previamente a la existencia humana.
El hombre viene de una facticidad opaca y ha sido lanzado a
una libertad irracional. Se convierte así en creador puro; su
creatividad es arbitraria y, por eso, vacía. Según la fe cristiana,
por el contrario, la esencia del hombre procede del «arte» de
Dios, es una parte de ella y puede, percibiendo a Dios, conce-
bir e intuir con él ideas creativas y traducirlas a lo visible y lo
audible. Así las cosas, el servicio no es ajeno al arte, y sólo sir-
viendo a lo supremo es realmente arte. La música no deriva en
una heteronomía cuando alaba a Dios y lo alaba «en la gran
asamblea» (Sal 22 [21] 26). Al contrario, sólo esta disposición
permite a la música renovarse constantemente. Esta es la prue-
ba de la verdadera creatividad: que el artista salga del círculo
esotérico y sepa plasmar su intuición de forma que los otros
-los muchos- puedan percibir lo que él ha percibido. Siguen
válidas las tres condiciones del arte verdadero mencionadas en

16. Cf. una caracterización del idealismo trascendental frente a la esencia


de la interioridad cristiana en H. Kuhn, Romano Guardini - Philosoph der Sor-
ge, St. Ottilien 1987, 47; también 80.
«Cantad a Dios con maestría» 127

el Exodo: el artista debe ser impulsado por su corazón; debe te-


ner conocimiento, es decir, ser un virtuoso; y debe haber perci-
bido lo que el Señor mismo le mostró.

b) Contra el pragmatismo pastoral autónomo

Si el elitismo estético es incompatible con la misión de la


música de Iglesia, también lo es el pragmatismo pastoral que
busca sólo el éxito. Cuando en una conferencia anterior sobre
«liturgia y música de Iglesia» señalaba yo la incompatibilidad
del roek y el pop con la liturgia eclesial 17 , alzaron la voz todos
aquellos que se sentían obligados a demostrar una vez más su
actitud progresista. Apenas he oído verdaderos argumentos al
respecto. Pero mis referencias valían fundamentalmente para la
música rock, cuya oposición antropológica radical a la imagen
del hombre y a la vocación cultural de la fe han aclarado ya
otros detalladamente y con gran competencia !8. Sólo me referí
al pop de pasada, y por eso mis palabras pudieron adolecer de
falta de fundamentación. El pop -lo dijimos ya- pretende ser
música popular frente a la música elitista. Y es comprensible la
pregunta: ¿no es eso lo que necesitamos? ¿no ha sido siempre
la Iglesia el hogar de la música popular? ¿no se ha renovado
siempre su expresión musical noble a partir del suelo nutricio
de la música popular?
Debemos ser rigurosos en el análisis. El pueblo al que se re-
fiere el pop es la sociedad masificada. La música popular en
sentido originario, en cambio, es expresión musical de una co-
munidad sin fronteras, aglutinada por la lengua, la historia y el
modo de vida, que elabora y configura sus experiencias por me-
dio del canto: las experiencias hechas con Dios, las experien-
cias del amor y del sufrimiento, de nacimiento y muerte como
participación en la naturaleza. Su modo de plasmación musical
puede calificarse de ingenuo, pero viene de un contacto origi-

17. Cf. el siguiente trabajo, especialmente 158ss.


18. Los argumentos esenciales están expuestos con precisión en M. Basi-
lea Schlink, Rockmusik - woher, wohin?, Darmstadt-Eberstadt 1989; biblio-
grafía. Cf. también U. Baumer, Wir wollen nur deine Seele, Bielefeld 4 1986.
128 Un canto nuevo para el Señor

nario con las experiencias básicas de la existencia humana, y es


por eso una expresión de la verdad. Su ingenuidad pertenece a
ese modo de simplicidad que puede dar lugar a la grandeza. La
sociedad masificada es algo muy diferente de la comunidad de
vida que sustentó la música popular en sentido antiguo y origi-
nal. La masa como tal no conoce experiencias de primera ma-
no, sino experiencias reproducidas y estandarizadas. Por eso la
cultura de masas se orienta a la cantidad, a la producción y al
éxito. Es una cultura de lo mensurable y lo vendible. En esa cul-
tura se inscribe el pop. Es -como ha formulado Calvin M. Jo-
hansson- el espejo de lo que es esta sociedad: la materializa-
ción musical del kitsch 19 . Nos llevaría demasiado lejos glosar
aquí los excelentes análisis de Johansson, a los que me remito
expresamente. Se hace popular, en el sentido del pop, algo que
tiene demanda. Se fabrica pop en una producción industrial co-
mo se fabrica mercancía técnica en un sistema totalmente inhu-
mano y dictatorial, según expresó Paul Hindemith 20 . Para la
melodía, la armonía, la orquestación, etc., el pop cuenta con es-
pecialistas propios que montan el conjunto conforme a las leyes
del mercado. «La característica fundamental de la música pop
es la estandarización», observa Adorno 21 . Y Arthur Korb, cuyo
libro How to Write Songs That Sell ya es bastante revelador en
el título, constata con franqueza que la música popular «Se es-
cribe y se produce primariamente para ganar dinero» 22 . Por eso
hay que ofrecer lo que a nadie disgusta y a nadie exige en el
fondo, conforme al lema «dame lo que ahora deseo sin costes,
sin trabajo, sin esfuerzo». Por eso Paul Hindemith habló de «la-
vado de cerebro» a propósito de la presencia constante de este

19. C. M. Johansson, Music and Ministry. A Biblical Counterpoint, Pea-


body Massachusetts 1984, 50. Me referiré expresamente a esta obra funda-
mental y muy ponderada en su posición, aunque poco atentida hasta ahora en
Alemania.
20. P. Hindemith, A Composer's World, Cambridge 1952, 126; citado se-
gún C. M. Johansson, Music and Ministry, 51.
21. Según C. M. Johansson, Music and Ministry, 52.
22. A. Korb, How to Write Songs That Se/1, Boston 1957, 8; C. M. Jo-
hansson, Music and Ministry, 53. Cf. también H. Bryce, How To Make Money
Selling the Songs You Write, New York 1970.
«Cantad a Dios con maestría» 129

género de ruido que apenas cabe llamar música; Johansson aña-


de que nos incapacita gradualmente para escuchar, para oír; nos
vuelve musicalmente inconscientes 23 .
¿Hace falta mostrar aún en detalle que este enfoque es in-
compatible con la cultura del evangelio, el cual intenta res-
catarnos de la dictadura del dinero, de la producción, de la
mediocridad, y llevarnos a la disciplina de la verdad, que preci-
samente el pop rechaza? ¿es un éxito pastoral dejarnos llevar
por el vendaval de la cultura de masas y hacernos así corres-
ponsables de la reducción del hombre a la minoría de edad? El
medio de comunicación y su contenido deben guardar entre sí
una relación congruente y que tenga sentido. Pero este medio
-dice Johansson- mata el mensaje: «kills the message» 24 . La
trivialización de la fe no es una nueva inculturación, sino la ne-
gación de su cultura y la prostitución con la incultura.

e) Apertura al mañana dentro de la continuidad de la fe

Reconozcamos que en el espacio intermedio entre el elitismo


estético y la cultura industrial de masas, la fe y su cultura tienen
una difícil posición. Difícil porque el hombre mismo y el arte se
mueven con dificultad en esta circunstancia y apenas pueden
sostenerse. Cierto que no necesitamos hoy imponemos una dis-
ciplina tan severa como la que ejerció la Iglesia frente a la ten-
tación gnóstica en los siglos 11 y III, prescribiendo con exclu-
sividad la música de los salmos. No lo necesitamos ya porque
disponemos de un caudal infinitamente mayor de música acorde
con la fe, y ese caudal permite en cualquier momento la actuali-
zación y el desarrollo creativo. Habría que practicar sin duda una
gran tolerancia en los márgenes, en las zonas de transición a los
dos polos opuestos de una música litúrgicamente adecuada.
Pero hoy no es posible una salida sin el coraje para la auste-
ridad y la resistencia. Sólo de este coraje puede brotar una nue-

23. P. Hindemith, A Composer's World, 211-212; C. M. Johansson, Music


and Ministry, 49: «We become musically comatose>>.
24. /bid., 55, como resumen de un análisis de la orientación espiritual del
mensaje cristiano, por una parte, y del pop por otra.
130 Un canto nuevo para el Señor

va creatividad. De lo que estamos seguros es de que la potencia


creadora de la fe alcanza hasta el final de los tiempos: hasta re-
correr todas las dimensiones del ser humano.
Quiero poner fin a mis reflexiones con una sentencia del pa-
pa san Gregorio Magno, sentencia que formula en forma extra-
ordinariamente bella y convincente, a mi juicio, el justo medio
espiritual de la música litúrgica. Dice Gregorio: «Si el canto de
la salmodia sale de la intimidad del corazón, a través de él el Se-
ñor todopoderoso encuentra acceso al corazón, para derramar en
los sentidos atentos los misterios de la sabiduría o la gracia de
la contrición. Así está escrito: 'El canto de alabanza me honra,
y este es el camino para mostrarle al hombre la salvación de
Dios' (Sal 50, 23). Donde el latín dice salutare, salvación, el he-
breo dice Jesús. Por eso, el canto de alabanza abre un acceso
donde Jesús puede manifestarse, pues cuando la salmodia desa-
ta la contrición, nace en nosotros una vía al corazón, al final de
la cual llegamos a Jesús ... » 25 . Este es el servicio supremo de la
música, que no pierde por eso su grandeza artística sino que la
colma: la música despeja el obstruido camino del corazón, del
centro de nuestro ser, donde nos encontramos con el ser del Crea-
dor y Redentor. Cuando esto se logra, la música es la vía que
conduce a Jesús, el camino donde Dios muestra su salvación 26 •

25. Hom. in Ez 1 hom. l. 15 PL 76,793 A-B.


26. La publicación de este trabajo coincidió con la aparición el año 1990,
en Piemme, de la obra de Gianfranco Ravasi, ll canto del/a rana. Musica e
teología nella Bibbia. Una primera parte del libro (p. 7-50) contiene poemas
de D. M. Turoldo con el título <<Cantate a Dio con arte>>; en la segunda parte
(p. 51-163), el conocido exegeta D. M. Ravasi trata de música y teología en la
Biblia: de <<lo musical y lo teológico>>, y del silencio de la música; aborda fi-
nalmente, con el título <<El sonido en la imagen>>, la iconografía musical. El
autor hace una exposición de la música en la Biblia partiendo del versículo
que nos ocupa (47, 8), cuya traducción <<cantad a Dios con arte>> (<<cantate a
Dio con arte>>) fundamenta, entre otros apoyos, remitiendo al comentario de
H. J. Kraus. La obra, escrita con brillantez, es una fuente de conocimientos
que recomiendo vivamente al lector.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia
y su expresión en la música de la Iglesia

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·, ',· , .. ,

La liturgia y la música estuvieron hermanadas desde el prin-


cipio. Cuando el ser humano alaba a Dios, no basta la mera pa-
labra. Hablar con Dios es algo que sobrepasa los límites del
lenguaje humano; por eso ha recabado siempre y por esencia la
ayuda de la música: el canto y las voces de la creación en el so-
nido de los instrumentos. Porque la alabanza de Dios no es al-
go exclusivo del ser humano. Dar culto a Dios es sumarse a lo
que todas las cosas pregonan.
A pesar del estrecho vínculo que une la liturgia con la músi-
ca, su relación ha sido siempre difícil, sobre todo en las épocas
de transición histórica y cultural. Por eso no es extraño que hoy
se debata de nuevo la cuestión de la forma correcta de la músi-
ca en la celebración litúrgica. Pareció que las disputas del con-
cilio y posteriores a él abordaban el tema como un antagonismo
entre los pastoralistas y los músicos; los segundos se resistían a
someterse totalmente a las directrices pastorales e hicieron valer
la dignidad intrínseca de la música como un elemento pastoral y
litúrgico de rango propio 1• Pareció que el debate se movía fun-
damentalmente en el plano de la aplicación práctica. Pero hoy la
fisura se ha agrandado. La segunda ola de reforma litúrgica im-
pulsa las cuestiones hasta los fundamentos mismos. Se trata
aquí de la esencia del acto litúrgico como tal, de sus bases an-
tropológicas y teológicas. El debate en torno a la música de Igle-
sia remite a otra cuestión más profunda: qué es el culto divino.
l. Cf. J. Ratzinger, Das Festdes Glaubens, Einsiedeln 1981,86-111.
132 Un canto nuevo para el Señor

l. ¿Superar el concilio? Una nueva concepción de la liturgia

La nueva fase de la reforma litúrgica no busca ya su funda-


mento en la letra del concilio Vaticano II, sino en su «espíritu».
Utilizo aquí como texto sintomático el denso y diáfano artículo
sobre canto y música en la Iglesia que trae el Nuevo dicciona-
rio de liturgia. El artículo no niega en modo alguno el elevado
rango artístico del coral gregoriano o de la polifonía clásica. No
trata siquiera de reivindicar la actividad comunitaria frente al
arte elitista. El tema desarrollado tampoco es el rechazo de una
congelación histórica que se limita a copiar el pasado y queda
sin presente ni futuro. Se trata de una nueva idea de la liturgia
con la que el artículo pretende superar el concilio, cuya consti-
tución sobre la liturgia entraña «dos almas» diferentes 2.
Intentemos brevemente conocer esta visión en sus principa-
les rasgos. El punto de partida de la liturgia -dice el artículo-
estriba en la reunión de dos o tres personas en nombre de Cris- •
to3. Esta referencia a la promesa del Señor en Mt 18, 20 parece
al pronto inocente y tradicional; pero cobra un aire revolucio- .
nario aislando el texto bíblico y contrastándolo con toda la tra- •
dición litúrgica. Porque los «dos o tres» aparecen ahora contra-
puestos a una institución con sus roles institucionales y a todo
lo que sea «programa codificado». Esa definición significa en-
tonces que la Iglesia no es anterior al grupo, sino que éste pre-
cede a la Iglesia. No es la Iglesia en su generalidad lo que sus-
tenta la liturgia de cada grupo o comunidad, sino que el grupo
mismo es el lugar genético de la liturgia. Por eso, la liturgia
tampoco dimana de un proyecto común, de un «rito» (que aho-
ra se convierte, como «programa codificado», en imagen de la
falta de libertad); nace en cada punto y lugar de la creatividad
de los congregados. El sacramento del presbiterado se presenta
en este lenguaje sociológico como un rol institucional que logró

2. F. Rainoldi-E. Costa jr., Canto y música, en D. Sartore-A. M. Triacca


(eds.), Nuevo diccionario de liturgia, Madrid 3 1997, 272b-298a << .. .los docu-
mentos del Vaticano 11 revelan la existencia de dos almas ... >>; 289a: <<Esta serie
de anotaciones, deducidas del espíritu más que de la letra del Vaticano Il ... >>.
3. /bid., 273b.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia 133

un monopolio y, a través de la institución (la Iglesia), deshizo


la unidad y comunidad del grupo 4 . El artículo sostiene que en
esta constelación la música pasó a ser, lo mismo que el latín, un
lenguaje para iniciados, «el lenguaje de otra Iglesia, que es la
institución y su clero»5.
El hecho de aislar Mt 18, 20 del conjunto de la tradición bí-
blica y eclesial sobre la oración común de la Iglesia tiene aquí,
como hemos visto, unas consecuencias de largo alcance: de la
promesa que el Señor hace a los orantes de todos los lugares
se infiere la dogmatización del grupo autónomo. La oración en
común se erige en un igualitarismo ante el cual el ministerio es-
piritual significa la aparición de otra Iglesia. Todo proyecto ba-
sado en la totalidad es, en esta perspectiva, una traba que es pre-
ciso romper en aras de la novedad y libertad de la celebración
litúrgica. La forma decisiva no es ya la obediencia a un todo in-
tegral, sino la creatividad del instante.
Es evidente que el uso del lenguaje sociológico comporta
aquí la adopción de determinadas valoraciones; el entramado de
valores creado por el lenguaje sociológico propicia una nueva
visión de la historia y del presente, en sentido negativo y posi-
tivo. Conceptos tradicionales (también conciliares), como «te-
soro de música sagrada», «el órgano, rey de los instrumentos»
y «Universalidad del coral gregoriano» aparecen entonces como
«mistificaciones» destinadas a «conservar una determinada
forma de poder» 6 . El artículo sostiene que una cierta adminis-
tración del poder se siente amenazada por los procesos de tras-
formación cultural y reacciona enmascarando su afán de auto-

4. /bid., 283a.
5. /bid., 279b: <<La celebración se configura como espléndido opus al que
acudir, y a sus protagonistas se les reconocen poderes misteriosos: el aleja-
miento cultural comienza a ser así distanciamiento sacra/... La música se pre-
para para llegar a ser, como el latín, una lengua culta: la lengua de otra igle-
sia, que es la institución y su clero>>.
6. /bid., 275a: <<Piénsese ... (que puede llevar) a una reiteratividad de esque-
mas mentales y de juicios prefabricados; a una fabulación-ocultamiento de datos
para mantener una determinada forma de poder y de visión ideológica. Piénsese
en expresiones mistificadoras corrientes, como 'el gran patrimonio de la música
sagrada', 'el pensamiento de la iglesia sobre el canto', 'el órgano, rey de los ins-
trumentos', 'la universalidad del canto gregoriano', etc.>>; cf. 287b y 283a.
134 Un canto nuevo para el Señor

conservación con el nombre de amor a la tradición. El coral gre-


goriano y Palestrina son, en esta línea, las deidades protectoras
de un viejo repertorio mitificado 7, elementos de una contracul-
tura católica que se apoya en arquetipos remitizados y supersa-
cralizados8; con ello, la liturgia histórica de la Iglesia es más la
representación de una burocracia cultual que la acción coral del
pueblo\1. El contenido del motu proprio de Pío X sobre la música
de Iglesia es calificado en el artículo como «ideología cultural-
mente miope y teológicamente vana de una música sagrada» 10 .
No estamos sólo ante un sociologismo, sino ante una separa-
ción total entre el nuevo testamento y la historia de la Iglesia,
separación asociada a una teoría de la decadencia típica de mu-
chas situaciones de ilustración: sólo en los inicios jesuáticos es-
tá lo puro; el resto de la historia es una «aventura musical con
experiencias desorientadas y alocadas» a las que es preciso
«poner fin» para volver al camino recto 11 .
Pero ¿qué perfil ofrece esto que se presenta como nuevo y
mejor? Los esquemas orientadores están ya sugeridos; veamos
ahora su concreción. El artículo formula claramente dos valores
fundamentales. El «valor primario» de una liturgia renovada es
«la actuación de las personas (todas) en plenitud y autentici-
dad» 12 . La música de Iglesia significa, según esto, que el «pue-
blo de Dios» manifiesta su identidad cantando. Esto implica ya
el segundo valor operante: la música aparece como un factor
que produce la cohesión del grupo; los cantos consabidos son,
en cierto modo, la señal distintiva de una comunidad 13 . De aquí
se desprenden las principales categorías en la configuración
musical del culto: el proyecto, el programa, la animación, la di-
rección. Más importante que el «qué» es el cómo 14 . Saber cele-
brar es, sobre todo, «saber hacer»; la música hay que «hacer-

7. /bid., 287b.
8. /bid., 284b.
9. /bid., 282b.
1O. /bid., 288a.
11. /bid., 289b.
12. /bid., 288b.
13. /bid., 296a.
14. /bid., 296a.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia 135

la ... » 15 . Para no ser injusto, debo añadir que el artículo está por
la total comprensión con las distintas situaciones culturales y
deja un espacio abierto para la asimilación del patrimonio his-
tórico. Y, sobre todo, subraya el carácter pascual de la liturgia
cristiana, cuyo canto no sólo constituye la identidad del pueblo
de Dios, sino que debe dar cuenta de la esperanza y mostrar a
todos el rostro del Padre de Jesucristo 16 .
Así, dentro de la gran ruptura, el artículo respeta algunos
elementos de continuidad que posibilitan el diálogo y hacen es-
perar que sea posible reencontrar la unidad en la idea básica de
la liturgia; al aparecer el grupo y no la Iglesia como raíz de la
liturgia, esa unidad corre el riesgo de desaparecer, no sólo en la
teoría sino en la práctica cultual concreta. No me detendría en
todo esto con tanto detalle si creyera que tales ideas sólo eran
profesadas por algunos teóricos. Es evidente que no pueden
apoyarse en el texto del concilio Vaticano 11; pero en muchos
centros litúrgicos y en sus órganos informativos se estima que
el espíritu del concilio apunta en esta dirección. Una opinión
demasiado extendida va hoy en la línea de lo que he descrito: la
creatividad, la actuación de todos los presentes y la referencia a
un grupo cuyos miembros se conocen y comunican son las au-
ténticas categorías de la idea conciliar de la liturgia. No sólo los
sacerdotes, a veces hasta los obispos tienen la impresión de no
ser fieles al concilio si oran con arreglo al misal; han de intro-
ducir al menos una fórmula «creativa», por trivial que sea. El
saludo civil de los asistentes y, a ser posible, también los mejo-
res deseos en la despedida, son ya partes obligadas de la cele-
bración litúrgica que nadie se atreve a eludir.

2. El fundamento filosófico del esquema y sus puntos débiles

Pero con todo lo anterior no hemos tocado aún el núcleo del


cambio producido en la jerarquía de valores. Todo ello se sigue

15. Ihid., 297b: « ... los miembros de la asamblea creyente, y sobre todo
los animadores del rito ... sepan conquistar... esa capacidad fundamental que
consiste en saber celebrar, es decir, en saber actuar... >>.
16. /bid .. 289b.
136 Un canto nuevo para el Señor

de la primacía del grupo sobre la Iglesia. ¿Y por qué esta pri-


macía? La causa es que la Iglesia queda inscrita en el concepto
general de «institución», y ésta denota, en el tipo de sociología
aquí asumido, una cualidad negativa. Encarna el poder, y el po-
der es considerado como lo opuesto a la libertad. La fe ( «segui-
miento de Jesús») es concebida como un valor positivo. debe
acompañar a la libertad y por eso ha de ser fundamentalmente
antiinstitucional. En consecuencia, el culto divino tampoco
puede ser apoyo o parte integrante de una institución, sino que
ha de ser una fuerza antitética que ayude a derribar del trono a
los poderosos. La esperanza pascual de la que la liturgia ha de
dar testimonio puede convertirse, con este punto de partida, en
una esperanza terrena. Viene a ser la esperanza de superación
de las instituciones y un medio de lucha contra el poder. El que
lea los textos de la misa nicaragüense podrá hacerse una idea de
esta desviación de la esperanza, y del nuevo realismo que ad-
quiere aquí la liturgia como instrumento de un ideal militante.
Puede observar también la relevancia que cobra la música en la
nueva concepción. La capacidad de agitación de los cantos re-
volucionarios despierta un entusiasmo y una convicción que
una simple liturgia hablada no puede generar. Aquí ya no hay
hostilidad hacia la música litúrgica; ésta ejerce un nuevo papel,
insustituible, en activar las fuerzas irracionales y el impulso co-
munitario que se persigue. La música litúrgica es, además, una
formación de la conciencia, porque lo cantado va poco a poco
impregnando el espíritu con mucha mayor eficacia que lo ha-
blado o pensado. Por lo demás, la liturgia de grupo rebasa aquí,
con toda intención, la frontera de la comunidad local: mediante
la reforma litúrgica y su música surge una nueva solidaridad
que da origen a un pueblo nuevo; este pueblo se autodenomina
pueblo de Dios, pero con el nombre de Dios se designa a sí mis-
mo y expresa las propias energías históricas realizadas.
Volvamos al análisis de los valores determinantes en la nue-
va conciencia litúrgica. Están, ante todo, el signo negativo del
concepto de institución y la consideración de la Iglesia exclusi-
vamente en este aspecto sociológico y, dentro de él, ni siquiera
desde una sociología empírica, sino desde la óptica propia de
los denominados «maestros de la sospecha». Es evidente que
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia 137

estos maestros hicieron su labor a fondo y formaron un estado


de conciencia general que sigue influyendo aún en aquellos que
ignoran su origen. Pero la sospecha no tendría una fuerza tan
explosiva si no estuviera acompañada de una expectativa cuya
fascinación es casi irresistible: la idea de la libertad como ver-
dadero parámetro de la dignidad humana. En este sentido, la
cuestión del concepto justo de libertad constituye el núcleo del
debate. La disputa en torno a la liturgia es reconducida así, des-
de las cuestiones superficiales de forma, a su núcleo, ya que la
liturgia versa en realidad sobre la presencia de la redención, so-
bre el acceso a la verdadera libertad. En esta franquía del nú-
cleo radica sin duda lo positivo de la nueva disputa.
Ha quedado claro, a la vez, de qué adolece hoy la cristiandad
católica. Si la Iglesia sólo aparece como institución, como so-
porte de poder y, consiguientemente, como adversaria de la li-
bertad, como obstáculo de la redención, entonces vive en pura
contradicción. Porque la fe, por un lado, no puede prescindir de
la Iglesia y, por otro, está radicalmente contra ella. Aquí reside
también la paradoja realmente trágica de esta tendencia refor-
mista. Porque la liturgia sin Iglesia es una contradicción. Si to-
dos actúan para que todos sean sujetos, al desaparecer el sujeto
común, que es la Iglesia, desaparece también el verdadero agen-
te en la liturgia. Porque se olvida que la liturgia debe ser el opus
Dei, donde Dios mismo actúa primero y nosotros, al actuar él,
somos redimidos con su acción. El grupo se celebra a sí mismo
y, en consecuencia, no celebra nada. Porque él no es ningún
fundamento de celebración. Por eso la actividad general dege-
nera en tedio. No acontece nada si está ausente aquel a quien to-
dos esperan. Entonces es muy lógico el paso a objetivos más
concretos, como los que se reflejan en la misa nicaragüense.
Hay que preguntar, por tanto, en serio a los defensores de es-
te ideario si la Iglesia es realmente mera institución, burocracia
cultual, aparato de poder. Si no logramos superar incluso afec-
tivamente estas ideas y volver a ver la Iglesia con otros ojos, la
liturgia no se renueva; los muertos enterrarán a los muertos, y a
eso llamarán reforma. Tampoco habrá, obviamente, una música
de Iglesia, porque ella es el sujeto y la Iglesia ha desaparecido.
Ni se podrá hablar, en rigor, de liturgia, porque ésta presupone
138 Un canto nuevo para el Sei'ior

una Iglesia; lo que queda son rituales de grupo que utilizan ins-
trumentos músicos con más o menos habilidad. Si la liturgia ha
de sobrevivir o renovarse, es elemental que la Iglesia sea des-
cubierta de nuevo. Y añado: si es preciso superar la alienación
del ser humano y reencontrar su identidad, es imprescindible
que él reencuentre la Iglesia, que no es una institución hostil al
hombre sino ese nuevo «nosotros» que proporciona el funda-
mento y el cobijo al yo.
Sería saludable volver a leer en este contexto, con toda radi-
calidad, el escrito con el que Romano Guardini, el gran pione-
ro de la renovación litúrgica, puso fin a su obra literaria en el
último año conciliar 17 . Lo compuso, como señala él mismo, con
preocupación por la Iglesia y por amor a ella; conocía muy bien
su condición humana y sus peligros; pero había aprendido a
descubrir en la condición humana de la Iglesia el escándalo de
la encarnación de Dios, había aprendido a ver en ella la presen-
cia del Señor que hizo de la Iglesia su cuerpo. Sólo así hay una
sincronía de Jesucristo con nosotros. Y sólo con esta sincronía
hay una liturgia real que no sea mero recuerdo del misterio pas-
cual, sino su verdadero presente. Y sólo así, en fin, la liturgia es
participación en el diálogo trinitario entre el Padre, el Hijo y el
Espíritu santo; sólo así no es un «hacer» nuestro, sino un opus
Dei: acción de Dios en nosotros y con nosotros. Por eso re-
cuerda Guardini que la liturgia no consiste en hacer algo, sino

17. R. Guardini, Die Kirche des Herrn. Meditationen, Würzburg 1965.


Guardini, p. 17ss, toma posición asimismo respecto a la 'apertura' ya en mar-
cha, que él aprueba, pero proponiendo a la vez su criterio interno: << ... ojalá que
el proceso de nuestro presente no lleve a una superficialización o debilita-
miento de la Iglesia, sino que haya siempre una clara conciencia de que la
Iglesia es 'misterio' y 'roca'>> (p. 18). Comenta brevemente los dos conceptos
y relaciona el concepto de <<roca>> con la verdad, cuyo imperativo exige que la
Iglesia <<mantenga inquebrantablemente, a pesar de todos Jos compromisos de
la época, la distinción entre lo verdadero y lo falso>>: <<Porque sólo la verdad y
la pasión de la verdad significan auténtico respeto, mientras que la condes-
cendencia y la contemporización son formas de debilidad que no creen al
hombre capaz de afrontar la majestad del Dios que se revela; en el fondo, un
desprecio del hombre ... ». Habría que leer también, a este respecto, la nueva
edición francesa de Méditation sur l'Eglise de H. de Lubac (Paris 1985); en
castellano: Meditación sobre la Iglesia, Madrid 3 1988.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia 139

en ser. La idea de que la actividad general es el valor central de


la liturgia es la antítesis más radical de la concepción litúrgica
de Guardini. En realidad, la actividad general de todos no sólo
no es el valor fundamental, sino que, como tal, no es un valor
en absoluto 18 .
Renuncio a profundizar más en estas cuestiones: debemos
ceñirnos a encontrar el punto de partida y el criterio para la ver-
dadera correlación de liturgia y música. Desde esta perspectiva
es fundamental el principio de que el verdadero sujeto de la li-
turgia es la Iglesia, concretamente la «communio sanctorum» de
todos los lugares y todos los tiempos. De este principio se sigue,
como señaló Guardini en su temprano escrito Formación litúr-
gica, que la liturgia queda a salvo de la arbitrariedad del grupo
y del individuo (también de los clérigos y los especialistas), y se
respeta lo que Guardini llamó su objetividad y su positividad 19 ;
pero se siguen también y sobre todo las tres dimensiones onto-
lógicas en las que ella vive: el cosmos, la historia y el misterio.
La referencia a la historia incluye el desarrollo, es decir, la
pertenencia a un organismo vivo que tiene un comienzo en pro-
gresión, que está presente pero no acabado, sino que sólo vive
desarrollándose. Muchos elementos mueren, muchos son olvi-
dados y vuelven más tarde en forma nueva; pero el desarrollo
significa siempre participación en un comienzo abierto hacia
adelante. Hemos tocado así una segunda categoría que adquiere
importancia específica por su relación con el cosmos: la liturgia
así concebida vive en la figura básica de la participación. Nadie
es su creador primero y único, para todos es participación en al-
go más grande y trascendente; pero todos son agentes, precisa-
mente por ser receptores. La relación con el misterio, finalmen-
te, significa que el inicio de la realidad litúrgica nunca está en
nosotros mismos. Es respuesta a una iniciativa desde arriba, a
una llamada y un acto de amor que es misterio. Los problemas

18. Sobre la idea de liturgia en Guardini he intentado extenderme más en


mi trabajo Von der Liturgie zur Christologie, en J. Ratzinger (ed.), Wege zur
Wahrheit. Die bleibende Bedeutung von R. Guardini, Düsseldorf 1985, 121-
144.
19. R. Guardini, Liturgische Bildung, Rotenfels 1923; nueva edición am-
pliada con el título de Liturgíe und liturgische Bildung, Würzburg 1966.
140 Un canto nuevo para el Señor

existen para explicarlos; pero el misterio no se desvela en la ex-


plicación sino en la aceptación, en el «SÍ» que a la luz de la Bi-
blia podemos llamar, también hoy, obediencia.
Hemos alcanzado así un punto que es de gran importancia
para plantear el tema del arte. Porque la liturgia de grupo no es
cósmica: vive de la autonomía del grupo. No tiene historia; lo
característico para ella es la emancipación de la historia y el
propio hacer, aunque trabaje con material histórico. Y no cono-
ce el misterio, porque en ella todo se explica y debe explicarse.
De ahí que el desarrollo y la participación le sean tan ajenos co-
mo la obediencia, cuyo sentido rebasa lo explicable. En lugar
de todo eso aparece ahora la creatividad, con la que se intenta
confirmar la autonomía de los emancipados. Esa creatividad,
precisamente por ser el funcionamiento de la autonomía y de la
emancipación, es lo contrario de la participación. Sus notas dis-
tintivas son la arbitrariedad como forma necesaria de negación
de cualquier forma o norma existente; la irrepetibilidad, porque
en la ejecución hay ya dependencia; y la artificiosidad, porque
se trata de una pura creación del hombre. Pero así queda paten-
te que una creatividad humana que no quiere ser recepción ni
participación es contradictoria y falsa por su esencia, ya que el
hombre sólo puede ser lo que es recibiendo y participando. Esa
creatividad es una huida de la «conditio humana», y es por eso
un error. Tal es la causa de que se produzca la disgregación cul-
tural allí donde, con la pérdida de la fe en Dios, se discute tam-
bién la razón inmanente al ser.
Resumamos lo averiguado hasta ahora para poder extraer las
consecuencias en orden al planteamiento y a la figura esencial
de la música de Iglesia. Ha quedado claro que la primacía del
grupo nace de una idea de Iglesia como institución que implica
a su vez una idea de libertad que no es compatible con la idea y
la realidad de lo institucional ni permite percibir ya la dimensión
del misterio en la realidad de la Iglesia. Se entiende la libertad
desde la opción de la autonomía y la emancipación. Se concre-
ta en la idea de creatividad, que con esos supuestos deriva en ri-
gurosa antítesis a esa objetividad y positividad que es elemento
esencial de la liturgia eclesial. El grupo debe reencontrarse a sí
mismo, y sólo después es libre. Veíamos que una liturgia mere-
La ii1Ulgen del mundo y del hombre en la liturgia 141

cedora de este nombre se oponía radicalmente a esto. Se opone


a la arbitrariedad ahistórica, que descarta el desarrollo y por eso
corre al vacío; se opone a una irrepetibilidad que es también ex-
clusividad y pérdida de la comunicación más allá de todas las
agrupaciones; no se opone a lo técnico, pero sí a Jo artificial,
donde el hombre se forja su presente perdiendo de vista la crea-
ción de Dios. Los antagonismos son claros; también está implí-
citamente clara la fundamentación interna del pensamiento gru-
pal en una idea de libertad entendida como autonomía. Pero
ahora hay que preguntar positivamente por el esquema antropo-
lógico en que se apoya la liturgia a la luz de la fe eclesial.
.;·•

3. El modelo antropológico de la liturgia eclesial

Hay dos sentencias bíblicas que pueden ser la clave para re-
solver nuestra cuestión. Pablo acuñó la expresión logiké latreia
(Rom 12, 1), difícil de traducir a nuestras lenguas modernas
porque nos falta un verdadero equivalente del término logos. Se
podría traducir por «culto presidido por el espíritu». remitiendo
al dicho de Jesús sobre la adoración en espíritu y en verdad (Jn
4, 23 ). Pero cabe traducir también por «culto marcado por lapa-
labra», aclarando que «palabra» en el sentido de la Biblia (y
también de los griegos) es algo más que lenguaje o discurso:
realidad creadora. Es también más que mero pensamiento y me-
ro espíritu: es espíritu que se interpreta a sí mismo, que se co-
munica. De aquí derivó en todos los tiempos la referencia a la
palabra, la racionalidad, la comprensibilidad y la sobriedad que
han presidido la liturgia cristiana y que han sido ley fundamen-
tal para su música. Sería, no obstante, una interpretación estre-
cha y falsa el entender esta referencia textual y esta comprensi-
bilidad en sentido tan estricto que no quede margen para lo que
es específico de la música. La palabra en sentido bíblico es al-
go más que «texto», y la comprensión abarca más que la com-
prensibilidad trivial de lo que se entiende de inmediato y se in-
tenta reducir a la racionalidad más superficial. Pero es verdad
que la música destinada a la adoración «en espíritu y verdad»
no puede ser éxtasis rítmico, sugestión o aturdimiento de los
142 Un canto nuevo para el Señor

sentidos, sentimentalismo subjetivo o entretenimiento superfi-


cial, sino que remite a un mensaje espiritual y racional en el
sentido más elevado del término. Dicho de otro modo, es ver-
dad que la música debe guardar la correspondencia con esta
«palabra», estar a su servicio20.
Esto nos lleva a otro texto híhlico realmente fundamental
que nos dice con mayor precisión lo que significa la «palabra»
y la relación que guarda con nosotros. Me refiero a la frase del
prólogo de Juan «la Palabra se hizo carne y plantó su tienda en-
tre nosotros, y hemos visto su gloria» (Jn 1, 14). La «Palabra»
que invoca la celebración cristiana no es la de un texto sino una
realidad viva: un Dios que es inteligencia autocomunicante y
que se comunica haciéndose hombre. Esta humanidad es la tien-
da sagrada, el punto de referencia de todo culto, que consiste en
contemplar la gloria de Dios y tributarle honor. Pero estos enun-
ciados del prólogo de Juan no son todo. Para no malentenderlos
hay que leerlos juntamente con los discursos de despedida, don-
de Jesús dice a los suyos: me voy y vuelvo con vosotros. Al ir-
me, vuelvo. Es bueno que yo me vaya porque sólo así podéis re-
cibir el Espíritu (14, 2s; 14, 18ss; 16, 5ss, etc.). La encarnación
es sólo la primera parte del movimiento. Cobra sentido y se ha-
ce definitiva en la cruz y la resurrección: desde la cruz, el Señor
lo atrae todo a sí e introduce la carne, es decir, a los humanos y
a todo el universo creado en la eternidad de Dios.
La liturgia sigue esta línea de avance que viene a ser el tex-
to fundamental al que está referida su música; por ella debe
guiarse intrínsecamente. La música litúrgica es una consecuen-
cia de la realidad y la dinámica de la encarnación de la Palabra.
Porque la encarnación significa que la palabra tampoco puede
ser mero discurso entre nosotros. La encarnación actúa princi-
palmente por medio de los signos sacramentales. Pero estos sig-
nos carecen de lugar si no están inmersos en una liturgia que si-
ga a la Palabra en su acceso a lo corporal y al ámbito de todos
nuestros sentidos. De esto se desprende el derecho al uso de las

20. Para la recta comprensión del término paulino logiké laigeia, cf. so-
bre todo H. Schlier, Der Romerbrief, Freiburg 1977, 350-358, especialmente
356ss.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia 143

imágenes e incluso su necesidad, al contrario de lo que ocurre


en el culto judío e islámico 21 . Y de aquí deriva también la ne-
cesidad de movilizar esas zonas más profundas de comprensión
y de respuesta que se revelan en la música. La versión musical
de la fe es una parte de la encarnación del Verbo. Pero esta ver-
sión musical debe ajustarse también, de modo muy singular, a
ese giro interno de la encarnación que antes he intentado signi-
ficar: la Palabra hecha carne pasa a ser, en la cruz y en la resu-
rrección, la carne hecha Palabra. Ambos acontecimientos se
compenetran. La encarnación no cesa, sino que se hace defini-
tiva en el movimiento inverso: la carne misma se hace Palabra,
Logos; y precisamente esta conversión de la carne en Logos ge-
nera una nueva unidad de todo el universo, unidad que Dios
buscó con tanto empeño que la alcanzó al precio de la cruz del
Hijo. La palabra hecha música es sensibilización, encarnación,
atracción de fuerzas pre y suprarracionales, captación del tim-
bre oculto de la creación, descubrimiento del canto que reposa
en el fondo de las cosas. Pero esta conversión en música es a la
vez el movimiento inverso: no es sólo encarnación de la pala-
bra, sino espiritualización de la carne. La madera y el metal de-
vienen sonido, lo inconsciente e irresuelto deviene sonoridad
ordenada y llena de sentido. Hay una corporeización que es es-
piritualización, y una espiritualización que es corporeización.
La corporeización cristiana es a la vez espiritualización, y la es-
piritualización cristiana es una corporeización en el cuerpo del
Logos humanado.

4. Las consecuencias para la música litúrgica

a) Nociones básicas

La música como punto de encuentro de los dos movimientos


sirve sobre todo y de modo insustituible para ese éxodo interno
que la liturgia pretende ser siempre. Pero esto significa ahora

21. Cf. el trabajo fundamental de Chr. Schonbom, Die Christus-Jkone,


Schaffhausen 1984.
144 Un canto nuevo para el Señor

que la adecuación de la música litúrgica se mide por su corres-


pondencia interna a esta forma antropológica y teológica
fundamental. Esta tesis parece estar muy alejada de la realidad
musical concreta; pero ganará concreción si recordamos los
modelos opuestos de música cultual que hemos indicado breve-
mente. Pensemos en el tipo de religión dionisíaca y su música,
que Platón cuestionó desde su óptica religiosa y filosófica 22 . En
no pocas formas de religión, la música sirve para favorecer el
frenesí, el éxtasis. Mediante el delirio sacro, mediante el paro-
xismo del ritmo y de los instrumentos, el hombre pretende for-
zar los límites de su realidad, movido por la sed de infinitud que
hay en él. Esta música abate las barreras de la individualidad y
la personalidad; el ser humano se libera así de la carga de la
conciencia. La música se convierte en éxtasis, en liberación del
yo, en unión con el universo. Hoy asistimos al retorno en clave
profana de este tipo de religión en grandes sectores de la músi-
ca rack y pop, cuyos festivales son un «anticulto» en la misma
línea: afán de destrucción, eliminación de las barreras de lo co-
tidiano, ilusión de quedar redimidos al librarse del yo y sumer-
girse en el éxtasis salvaje del ruido y de la masa. Se trata de
prácticas cuya forma de redención es afín al estupefaciente y
constituye la antítesis radical de la fe cristiana en la redención.
Es lógico que proliferen hoy los cultos satánicos y las músicas
satánicas, cuya peligrosa influencia en el desarreglo y disolu-
ción voluntaria de la persona aún no se ha tomado en serio 23. El

22. Cf. J. Ratzinger, Der Fest des Glaubens, Einsiedeln 1981, 86-111; A.
Rivaud, Platon et la musique: Rev. d'histoire de la philosophie (1929) 1-30.
23. Estas conexiones, demasiado poco atendidas. quedan patentes en los
escritos del ex diskjockey y director de una banda de rock, Bob Larson: Rock
and Roll. The Devils Diversion, 1967; Id., Rock and the Church, 1971; Hip-
pies, Hindus and Rock and Roll, 1972. Sobre la música en el ámbito deljazz
y el pop, música quizá inocua, pero igualmente antilitúrgica por naturaleza, cf.
H. J. Burbach, Sacro-Pop: Internationale katholische Zeitschrift 3 (1974) 91-
94; p. 94: «El 'pop sacro' que se presenta aquí como vanguardista es produc-
to de una 'cultura dirigista de masas' que reproduce el mal gusto de un públi-
co consumista poco exigente». Id., Aufgaben und Versuche, en R. G. Fellerer
(ed.), Geschichte der katholischen Kirchenmusik II, Kassel 1976, 395-405.
Juicio resumido en p. 404: <<Se trata de una música que tiende, sobre todo en
su 'ritmo', a una progresiva liquidación del individuo, y esto en un mundo
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia 145

debate que Platón desarrolló entre la música dionisíaca y la mú-


sica apolínea no es el nuestro, porque Apolo no es Cristo; pero
la cuestión que él planteó nos afecta muy significativamente. La
música ha pasado a ser hoy, de modo insospechado hace sólo
una generación, el vehículo decisivo de una contrarreligión y el
consiguiente escenario de la escisión de los espíritus. La músi-
ca rack busca redimir liberando de la personalidad y de la res-
ponsabilidad que ésta implica; por eso se inscribe muy exacta-
mente en las ideas anárquicas de libertad que hoy proliferan en
grandes zonas del mundo; pero ataca de raíz, justamente por
eso, la idea cristiana de redención y de libertad; es su polo
opuesto. De ahí que la música de este tipo deba excluirse de la
Iglesia, no por razones estéticas, ni por afán restaurador, ni por
inmovilismo historicista, sino desde el fundamento mismo.
Podríamos concretar más el tema si continuáramos analizan-
do la base antropológica de los diferentes tipos de música. Hay
una música de agitación que anima al hombre de cara a diver-
sos fines colectivos. Hay una música sensual que lleva al ero-
tismo o a sensaciones de placer sensible. Hay música de puro
entretenimiento que no pretende expresar nada, sino aliviar la
carga del silencio. Hay una música racionalista, donde los soni-
dos sirven para construcciones abstractas, sin producir la com-
penetración del espíritu y los sentidos. Habría que incluir aquí
muchos cantos áridos de la catequesis y muchos cantos moder-
nos construidos en comisiones de liturgia. La música que sinto-
niza con la celebración del Humanado y el Exaltado en la cruz,
brota de una síntesis diferente, más elevada y profunda, entre
espíritu, intuición y sonido sensible. Cabe afirmar que la músi-
ca occidental, desde el coral gregoriano, pasando por la música
de las catedrales y la gran polifonía, por los estilos del renaci-
miento y del barroco, hasta Bruckner y más allá, procede de la
riqueza interior de esta síntesis y la ha desarrollado en una se-
rie de posibilidades. Esta grandeza se debe a su fondo antropo-

que. con la formación de complejos crecientes de poder, pasa a la administra-


ción total. La música se convierte en ideología. Ella controla, dirige, filtra y
combina un torrente de sensaciones sin rumbo. Lo reduce a unos modelos es-
tereotipados de vivencia».
146 Un canto nuevo para el Señor

lógico, que hermanó lo espiritual y lo profano en una unidad hu-


mana última. Tal unidad se disuelve a medida que desaparece
esa antropología. La grandeza de esta música es, a mi juicio, la
verificación más directa y evidente de la imagen cristiana del
hombre y de la fe en la redención cristiana que nos ofrece la his-
toria. El que se deja embargar por ella sabe desde lo más íntimo
que la fe es verdadera, aunque necesite aún de muchos pasos
para confirmar esta visión con el entendimiento y la voluntad.
Esto significa que la música litúrgica de la Iglesia ha de per-
seguir esa integración de la realidad humana que promete la fe
en la encarnación. Este género de redención es más penoso que
el de la ebriedad; pero este esfuerzo es el de la verdad misma.
Debe integrar los sentidos en el espíritu y responder al impulso
del «sursum corda»; pero no busca la espiritualidad pura, sino
una integración de la sensibilidad y el espíritu, de suerte que
ambos, compenetrados, se hagan persona. No humilla al espíri-
tu el asumir los sentidos, sino que le aporta toda la riqueza de
la creación. Y los sentidos imbuidos de espíritu tampoco que-
dan desnaturalizados, sino que participan en su infinitud. Todo
placer sensible es limitado e incapaz de elevarse, porque el ac-
to sensitivo no puede sobrepasar una determinada medida. El
que espera de él la redención quedará decepcionado, «frustra-
do», como se dice hoy. Pero con la integración en el espíritu,
los sentidos alcanzan una nueva profundidad y tocan la infini-
tud de la aventura espiritual. Sólo ahí llegan a encontrarse ple-
namente a sí mismos. Esto supone que el espíritu tampoco se
cierra. La música de la fe busca en el «sursum corda» la inte-
gración del hombre; pero no encuentra esta integración en sí
misma sino trascendiéndose en la Palabra hecha carne. La mú-
sica sagrada que está en la trama de este movimiento, purifica
al hombre y lo eleva. No olvidemos, sin embargo, que esta mú-
sica no es obra de un instante sino participación en una historia.
No la realiza un individuo aislado, sino en compañía. Así se ex-
presa también en ella el ingreso en la historia de la fe, la unión
de todos los miembros del cuerpo de Cristo. Esa música produ-
ce alegría, un género superior de éxtasis que no disgrega la per-
sona sino que la unifica y así la libera. Nos hace entrever lo que
es la libertad que no destruye, sino que reúne y purifica.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia 147

b) Notas sobre la situación actual

Ahora queda la pregunta para el músico: ¿cómo se hace eso?


En el fondo, sólo puede haber grandes obras de música eclesial
superando la propia esfera; esto es imposible desde lo mera-
mente humano, mientras que el desenfreno de los sentidos es
factible conforme al conocido mecanismo de la embriaguez. El
hacer humano acaba donde comienza la verdadera grandeza.
Debemos comenzar por ver y reconocer este límite. En este sen-
tido, al comienzo de la gran música sagrada está necesariamen-
te la reverencia, la recepción, la humildad que, participando en
la grandeza ya contrastada, está dispuesta a servir. Sólo el que
vive, al menos fundamentalmente, de la contextura interna de
esta imagen del hombre, puede crear la música acorde con ella.
La Iglesia ha puesto otros dos indicadores. La música litúr-
gica debe responder en su carácter más íntimo al modelo de los
grandes textos litúrgicos -Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Ag-
nus Dei-. Esto no significa que sólo pueda ser música textual;
lo he señalado ya; pero encuentra en los vectores internos de es-
tos textos una orientación para el propio lenguaje. El segundo
indicador es la referencia al coral gregoriano y a Palestrina.
Tampoco esto significa que toda música de Iglesia tenga que ser
imitación de estos dos referentes. En este punto, la renovación
sacro-musical del siglo pasado y también los documentos papa-
les apoyados en ella adolecen de cierto reduccionismo. Quiero
decir con esto que la Iglesia da una orientación, pero lo que
pueda surgir de una aplicación creativa de la orientación no
puede fijarse de antemano.
Resta la pregunta: ¿cabe esperar, hablando humanamente,
que existan nuevas posibilidades creadoras en este terreno? ¿y
cómo pueden realizarse? La primera pregunta es fácil de con-
testar, ya que si esta imagen del hombre es inagotable, al con-
trario de lo que ocurre con cualquier otra, la expresión artística
encontrará siempre nuevas posibilidades, en proporción a la in-
fluencia que esta imagen del hombre ejerza en el espíritu de una
época. Pero ahí reside la dificultad para la segunda pregunta. La
fe como motor de la vida pública ha decaído notablemente en
nuestro tiempo. ¿Cómo va a hacerse creativa? ¿no ha quedado
148 Un canto nuevo para el Señor

reducida a una mera subcultura? A esto habría que responder


manifestando la esperanza de que un nuevo florecer de la fe en
Africa, Asia y América Latina alumbre nuevas formas de cultu-
ra; pero es indudable que podemos hablar de subcultura en el
mundo occidental. En la crisis cultural que atravesamos, el nue-
vo movimiento de acrisolamiento y unificación cultural sólo
puede brotar de las islas que aún quedan de recogimiento espi-
ritual. Cuando ocurren en comunidades vivas nuevos brotes de
fe, se advierte ya cómo surge allí de nuevo una cultura cristia-
na, cómo la experiencia comunitaria inspira y abre caminos que
antes no podíamos ver. Por lo demás, F. Doppelbauer ha seña-
lado con razón que la música litúrgica ostenta a menudo, y no
por azar, el carácter de obra tardía, presupone madureces ante-
riores24. Es importante en este sentido, a modo de antesala de la
música litúrgica, la presencia de la religiosidad popular y su
música, y de música espiritual en sentido lato, que debe estar
siempre en fecundo intercambio con la música litúrgica: una y
otra son fecundadas y purificadas por ésta, pero preparan a su
vez nuevas formas de música litúrgica. La música religiosa po-
pular y la música espiritual pueden madurar, con formas más li-
bres, para ser acogidas en el culto general de la Iglesia. En este
terreno, el grupo puede ensayar su creatividad con la esperanza
de producir algo que un día pueda integrarse en el todo 25 .

5. Consideración final: liturgia, música y cosmos

Voy a glosar, al terminar mis reflexiones, un bello aforismo


de Mahatma Gandhi que hace poco he leído en un almanaque.

24. J. F. Doppelbauer, Die geistliche Musik und die Kirche: Internationa-


lc katholische Zeitschrift 13 (1984) 457-466.
25. Sobre los fundamentos teológicos y musicales de la música eclesial,
que aquí sólo hemos tocado de paso, cf. el importante artículo de J. Overath,
Kirchenmusik im Dienst des Kultes: lnternationale katholische Zeitschrift 13
(1984) 355-368: un panorama muy amplio de ideas en P.- W. Schee1e, Die
liturgische und apostolische Sendung der Musica sacra: Musica sacra, Zeit-
schrift des allg. Ciicilienverbandes für die Liinder deutscher Sprache 105
(1985) 187-207.
La imagen del mundo y del hombre en la liturgia 149

Gandhi señala los tres espacios vitales del cosmos, cada uno de
ellos con su propio modo de ser. En el mar viven los peces y ca-
llan; los animales de la tierra gritan; pero las aves, cuyo espa-
cio vital es el cielo, cantan. Lo propio del mar es el silencio; lo
propio de la tierra, el grito; lo propio del cielo, el canto. Pero el
hombre participa en las tres cosas: lleva en sí la profundidad del
mar, la carga de la tierra y la altura del cielo, y por eso le per-
tenecen las tres propiedades: el callar, el gritar y el cantar. Hoy
-podríamos añadir- vemos cómo al hombre, después de per-
der la trascendencia, le resta sólo el grito, porque sólo quiere
ser tierra e intenta convertir el cielo y la profundidad del mar en
tierra suya. La liturgia rectamente entendida, la liturgia de la
comunión de los santos, devuelve la integridad al hombre. Le
invita de nuevo a callar y a cantar abriéndole la profundidad del
mar y enseñándole a volar, que es el ser del ángel; elevando los
corazones, hace sonar de nuevo en ellos el canto olvidado. Y
podemos afirmar, a la inversa, que la liturgia bien entendida se
conoce en que nos libra del histrionismo general y nos devuel-
ve la profundidad y la altura, el silencio y el canto. La liturgia
bien entendida se conoce en que es cósmica, no grupal. Canta
con los ángeles. Calla con la profundidad expectante del uni-
verso. Y redime así la tierra.
«Te cantaré en presencia de los ángeles»
La tradición de Ratisbona y la reforma litúrgica 1

l. Liturgia terrena y liturgia celestial: la visión de los padres


de la Iglesia

Tras un vuelo inolvidable en helicóptero sobre los montes de


Tirol meridional, pude visitar en otoño de 1992 el monasterio
de Marienberg, en Vinschgau. Este monasterio fue fundado pa-
ra alabanza de Dios en un espléndido paisaje que cumple a su
modo la invitación de los tres jóvenes: «Montes y cumbres,
bendecid al Señor» (Dan 3, 75). El verdadero tesoro del mo-
nasterio es la cripta, consagrada el 13 de julio de 1160, con sus
magníficos frescos, ya casi totalmente restaurados 2 . El sentido
de estas imágenes, como de todo el arte medieval, no es pura-
mente estético; se presentan como liturgia, como parte de la
gran liturgia de la creación y del mundo redimido, para sumar-
se a la cual fue construido este monasterio. Por eso, el progra-
ma pictórico responde a la idea común de liturgia que aún era
vigente en toda la Iglesia -de oriente y de occidente-; deno-
ta claras influencias bizantinas, pero en su núcleo es simple-
mente bíblica y está marcada por la tradición del monacato,
concretamente por la regla de san Benito.

l. He mantenido deliberadamente el colorido local de esta conferencia,


pronunciada con motivo del retiro de mi hermano en su cargo de maestro de
capilla, porque creo que el caso concreto puede ilustrar y aclarar mejor las
cuestiones de principio.
2. Cf. H. Stampfer-H. Walder, Die Krypta von Marienberg im Vinschgau,
Bozen 1982.
152 Un canto nuevo para el Señor

De ahí que el ángulo de visión sea fundamentalmente la


«majestas domini», el Señor resucitado y elevado y, sobre todo,
el Señor que vuelve y al que ya vemos venir en la eucaristía. La
Iglesia le sale al encuentro celebrando la liturgia; ésta es preci-
samente el acceso a su venida. El Señor anticipa ya en la litur-
gia su retorno prometido: la liturgia es una parusía anticipada,
la irrupción del «ya» en el «todavía no», como expuso Juan en
el relato de las bodas de Caná: la hora del Señor no ha llegado
aún; no está cumplido todo lo que ha de suceder; pero ante el
ruego de María, de la Iglesia, brinda ya el nuevo vino, ofrece
por anticipado el don de su hora.
El Señor resucitado no está solo. Es visto en las imágenes de
la liturgia celestial ofrecidas por el Apocalipsis, rodeado de
cuatro vivientes, rodeado sobre todo por una gran multitud de
ángeles que cantan. Su canto es expresión de la alegría que na-
die puede arrebatar, el estallido de la existencia en el júbilo de
la libertad plena. El monacato fue entendido desde el principio
como una vida al estilo de los ángeles. Adoptar la forma de vi-
da de los ángeles significa trasformar la vida en adoración, den-
tro de los límites de la debilidad humana3. La liturgia es así el
centro del monacato, y éste enseña a todos cuál es el sentido de
la existencia cristiana y humana en general. A la vista de estos
frescos, los monjes de Marienberg evocaron sin duda el capítu-
lo 19 de la regla de san Benito: la disciplina del salterio, donde
el padre del monacato les recuerda el primer versículo del Sal-
mo 138 (137): «Te cantaré en presencia de los ángeles». Beni-
to continúa: «Pensemos, pues, cómo debemos estar en presen-
cia de la divinidad y de los ángeles, y estemos en el canto de
forma que nuestro corazón armonice con nuestra voz -«mens
nostra concordet voci nostrae»-. No es que el hombre prime-
ro piense y luego cante, sino que el canto le llega de los ánge-
les y eleva el corazón para que esté en consonancia con esta
música que le llega. Pero importa recordar sobre todo que la li-
turgia no es algo que hacen los monjes; es anterior a ellos. Es el

3. Importante para el tema de la <<Vita angelica» J. Leclercq, Wissenschaft


und Gottverlangen, Düsseldorf 1963, 70; cf. también H. Stampfer-H. Walder,
Die Krypta von Marienberg im Vinschgau, 26.
«Te cantaré en presencia de los ángeles» 153

acceso a la liturgia permanente del cielo. Así, y sólo así, la li-


turgia terrena es liturgia: sumándose a lo que ya acontece, a lo
que es superior. Esto aclara plenamente el sentido de los fres-
cos. A través de ellos asoma la verdadera realidad, la liturgia
celestial se abre a nuestra esfera; los frescos son la ventana a
través de la cual los monjes se asoman a su vez y miran al gran
coro, y su vocación consiste fundamentalmente en acompañar a
este coro. Por eso tienen siempre a la vista el texto «te cantaré
en presencia de los ángeles».

2. Una aclaración en la disputa posconciliar sobre la liturgia

Descendamos de Marienberg, y de las vistas e intuiciones


que nos ha proporcionado, a la llanura de la vida litúrgica ac-
tual. El panorama es mucho más confuso. Harald Schützeichel
ha descrito la situación como un «ya y todavía no», que no se
refiere al anticipo escatológico de Cristo en un mundo caracte-
rizado aún por la muerte y sus penalidades; lo nuevo que «ya»
existe es ahora la reforma litúrgica; pero lo antiguo -el orden
tridentino- «aún no» ha sido superado 4 . Así, la pregunta
«¿adónde dirigirme?» no es, como antaño, una búsqueda del
rostro de Dios vivo, sino que describe el desconcierto musical
resultante de la introducción a medias de la reforma litúrgica.
Es evidente que se ha producido un cambio profundo de pers-
pectiva. Un abismo divide la historia de la Iglesia en dos mun-
dos irreconciliables: el preconciliar y el posconciliar. No hay,
en amplios círculos, un veredicto peor que el de «preconciliar»,
lanzado contra una decisión eclesial, un texto, una disposición
litúrgica o una persona. Se diría que la cristiandad católica es-
tuvo en una situación realmente pavorosa hasta 1965.
Veamos nuestro caso práctico. Un maestro de capilla que
ejerciera el cargo entre 1964-1984, se encontraba en una situa-
ción bastante apurada. Al comienzo de su ministerio aún no se
había aprobado la constitución litúrgica sobre la liturgia, del

4. H. Schützeichel, Wohin soll ich mich wenden? Zur Situation der Kir-
chenmusik im deutschen Sprachraum: StdZ 209 (1991) 363-374.
154 Un canto nuevo para el Señor

concilio Vaticano II. Cumplía a rajatabla las normas de la glo-


riosa tradición ratisbonense o, más exactamente, del motu pro-
prio promulgado por Pío X el 22 de noviembre de 1903 Tra le
sollecitudini sobre las cuestiones de la música sagrada5 . Este
motu proprio no fue acogido en ninguna parte con tanta alegría
y disposición como en la catedral de Ratisbona, que con esta
actitud fue ejemplo para muchas catedrales e Iglesias parro-
quiales de Alemania y fuera de ella. Pío X había plasmado en
esta reforma de la música eclesial sus propios conocimientos y
experiencias litúrgicas. Ya en el seminario había dirigido una
escolanía; siendo obispo de Mantua y también en su período de
patriarca de Venecia, luchó contra la música de ópera en las
Iglesias, que dominaba por aquel entonces en Italia. La insis-
tencia en el coral como la verdadera música litúrgica formaba
parte de un programa de reforma más ambicioso, donde Pío X
trató de devolver al culto divino su pureza y dignidad, y de con-
figurarlo desde sus postulados internos 6 . Conocía la tradición
ratisbonense y le sirvió de inspiración para el motu proprio, sin
ajustarse del todo a ella. Hoy se suele contemplar a Pío X en
Alemania como el papa antimodernista. Gianpaolo Romanato
ha mostrado claramente en su biografía crítica hasta qué punto
Pío X, desde el campo pastoral, fue un papa reformador 7.

5. Texto original italiano en AAS 36 (190) 329-339. ,.,


6. En la introducción del motu proprio y en 11, 3 se habla expresamente
de participación activa de los fieles como un principio litúrgico fundamental.
G. Romanato, Pio X. La vita di papa Sartu, Milano 1992, narra la prehistoria
del motu proprio en la biografía de Pío X: el futuro papa había dirigido una
escolanía en el seminario de Padua y esbozó algunos apuntes en un cuaderno
que aún llevaba consigo siendo patriarca de Venecia. Como obispo de Man-
tua, al reorganizar el seminario dedicó mucho tiempo y energías a la puesta
en marcha de la <<scuola dí musíca>>. Allí conoció a Lorenzo Perosi, que per-
maneció muy vinculado a él y había recibido durante sus estudios en Ratis-
bona el impulso necesario para su obra de músico de Iglesia. En Venecia con-
tinuó los contactos con Perosi. Allí publicó en 1895 su primera carta pastoral,
basada en un memorial que había enviado el año 1893 a la Congregación de
Ritos y que anticipa casi literalmente el motu proprio (p. 179ss; 213s; 247s;
330).
7. G. Romanato, Pi o X, 24 7, remite también al juicio de R. Aubert, que ha
considerado a Pío X como el principal reformador de la vida eclesiástica des-
de el concilio de Trento.
«Te cantaré en presencia de los ángeles» 155

El que recuerda todo esto y lo pondera con alguna atención,


ve que el foso entre lo preconciliar y lo posconciliar no es tan
hondo. El historiador podrá añadir otros datos. La constitución
sobre la liturgia del concilio Vaticano II sentó sin duda las ba-
ses para la reforma; después, la reforma fue llevada a cabo por
un consejo posconciliar y no se puede reducir simplemente, en
sus detalles concretos, al concilio. Este había sido un proyecto
abierto cuyas líneas maestras permitían diferentes soluciones.
Por eso no se puede describir el amplio arco que se extiende en
estos decenios oponiendo tradición preconciliar y reforma con-
ciliar; es más correcto hablar de diálogo entre la reforma piana
y la reforma conciliar, hablar por tanto de etapas de una refor-
ma y no de un foso entre dos mundos. Si ampliamos el hori-
zonte, podemos afirmar que la historia de la liturgia está siem-
pre en tensión entre la continuidad y la renovación. Esa historia
genera nuevos presentes y debe actualizar constantemente lo
que fue pasado, para que lo esencial aparezca nuevo y vigoro-
so. Necesita tanto el crecimiento como la depuración, y salva-
guardar en ambos su identidad, su «para qué», sin perder el fun-
damento óntico. Si esto es así, la alternativa entre las fuerzas
tradicionales y los reformistas se queda corta. El que cree que
sólo cabe la elección entre lo antiguo y lo nuevo, ha perdido ya
el norte. La pregunta es más bien: ¿qué es la liturgia por su
esencia? ¿qué norma se establece ella misma? Sólo después de
aclarar esto podemos seguir preguntando: ¿qué debe permane-
cer? ¿qué puede y, quizá, debe cambiar?
. '·
3. La esencia de la liturgia y los criterios de la reforma

A la pregunta por la esencia de la liturgia hemos encontrado


ya en los frescos de Marienberg una primera repuesta que aho-
ra hay que profundizar más. En este empeño nos encontramos
de nuevo con una alternativa derivada de la imagen dualista de
la historia: el mundo preconciliar y el mundo posconciliar. A te-
nor de esta imagen dualista, antes del concilio el sacerdote es el
único sujeto de la liturgia; y desde el concilio, el sujeto es la co-
munidad reunida. Por consiguiente --concluyen- la comuni-
156 Un canto nuevo para el Señor

dad, como verdadero sujeto de la liturgia, debe determinar lo


que acontece en ella 8 . La verdad es que el sacerdote nunca tuvo
el derecho de disponer por sí lo que hay que hacer en la liturgia.
Esta no era para él algo discrecional. Le precedía como «rito»,
es decir, como forma objetiva de la oración común de la Iglesia.
La disyuntiva polémica «O el sacerdote o la comunidad co-
mo sujeto de la liturgia» es absurda; impide la comprensión de
la liturgia en lugar de favorecerla, y cava ese foso ficticio entre
lo preconciliar y lo posconciliar que deshace la contextura de la
historia viva de la fe. Descansa en una superficialización del
pensamiento que no deja aparecer lo auténtico. Si abrimos el
Catecismo de la Iglesia católica, encontramos un compendio
magistral, expuesto con brevedad y trasparencia, del movi-
miento litúrgico, de lo que la gran tradición contiene de perma-
nente y válido. Leemos en él que la palabra «liturgia» significa
«servicio de parte de y en favor del pueblo» 9 . Si la teología cris-
tiana tomó del antiguo testamento griego esta palabra formada
en el mundo pagano, lo hizo obviamente pensando en el pueblo
de Dios que los cristianos llegaron a ser cuando Cristo abrió el
muro de separación entre judíos y paganos, para unificarlos a
todos en la paz del único Dios. «Servicio en favor del pueblo»:
tuvieron presente que este pueblo no existía por su cuenta, a
modo de comunidad genealógica, sino que se formó mediante
el servicio pascual de Jesucristo y era fruto, por tanto, del ser-
vicio de otro, del Hijo. El pueblo de Dios no existe simplemen-
te como los alemanes, franceses, italianos y demás colectivos
nacionales; nace siempre del servicio del Hijo y de la comunión
de Dios que él nos obtiene. El Catecismo continúa: «En la tra-
dición cristiana quiere significar (la palabra «liturgia») que el
Pueblo de Dios toma parte en la 'obra de Dios'». Cita la cons-
titución conciliar sobre la liturgia, según la cual la celebración
litúrgica es obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, la Iglesia 10 .
Esto modifica totalmente el panorama. Se ha abierto la re-
ducción sociológica, que sólo puede confrontar agentes huma-

8. S. Schützeichel, Wohin soll ich mich wenden?, 363-366.


9. Catecismo de la Iglesia católica, 1069.
10. /bid.
«Te cantaré en presencia de los ángeles» 157

nos. La liturgia presupone el cielo abierto, como hemos visto;


sólo con esta condición hay liturgia. Si el cielo no está abierto,
lo que era liturgia se atrofia en un juego de roles, en una bús-
queda irrelevante de la autocontirmación comunitaria, donde no
acontece nada en el fondo. Lo decisivo es, por tanto, el prima-
do de la cristología. La liturgia es obra de Dios o no es tal
liturgia; este primado de Dios y de su acción, que nos busca a
través de signos terrenos, trae consigo la universalidad y el ca-
rácter público de la liturgia, que no puede concebirse desde la
categoría de comunidad, sino de pueblo de Dios y cuerpo de
Cristo. Sólo en este gran entramado cabe entender correcta-
mente la relación entre el sacerdote y la comunidad. El sacer-
dote hace y dice en la liturgia lo que no puede hacer ni decir por
su cuenta; obra, en términos tradicionales, «in persona Christi»,
es decir, desde el sacramento. Este garantiza la presencia del
Otro, de Cristo. El sacerdote no se representa a sí mismo, tam-
poco es un delegado de la comunidad al que ésta ha trasferido
un rol; su pertenencia al sacramento del orden expresa clara-
mente el primado de Cristo, que es la condición básica de toda
liturgia. Justamente porque el sacerdote representa este prima-
do de Cristo, remite con su servicio, más allá de la asamblea,
a la totalidad, ya que Cristo es uno y, al abrirnos el cielo, es
también el que franquea a todos las fronteras terrenas.
El Catecismo ha articulado su teología de la liturgia en sen-
tido trinitario. Me parece muy importante que el tema de la
comunidad aparezca en el capítulo del Espíritu santo, con las
siguientes palabras: «En la liturgia de la nueva alianza, toda ac-
ción litúrgica, especialmente la celebración de la eucaristía y de
los sacramentos, es un encuentro entre Cristo y la Iglesia. La
asamblea litúrgica recibe su unidad de la 'comunión del Espíri-
tu santo' que reúne a los hijos de Dios en un único cuerpo de
Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales,
culturales y sociales» 11 . Conviene recordar aquí que la palabra
alemana Gemeinde («comunidad»), oriunda de la tradición pro-
testante, no admite traducción en la mayoría de los idiomas. Su
equivalente en las lenguas románicas es «asamblea», lo que su-

11. /bid., 1097.


158 Un canto nuevo para el Señor

· pone ya un cambio de acento. Las dos expresiones (comunidad


y asamblea) manifiestan dos contenidos importantes: primero,
que los participantes de la celebración litúrgica no son indivi-
duos aislados, sino que a través del hecho litúrgico se convier-
ten en una representación concreta del pueblo de Dios; segun-
do, que como pueblo de Dios reunido son sujeto del hecho
litúrgico mediante la acción del Señor. Pero hay que ponerse en
guardia contra el intento, hoy corriente, de hipostasiar la comu-
nidad. Los reunidos alcanzan la unidad, como dice el Catecis-
mo certeramente, en virtud de la comunión del Espíritu santo y
no por sí mismos, no como una entidad sociológicamente ce-
rrada. Y si forman una unidad que viene del Espíritu, será siem-
pre una unidad abierta, que traspasa fronteras nacionales, cul-
turales y sociales, y esto se manifiesta en la apertura concreta a
aquellos que no son parte integrante de ella. La comunidad en
sentido actual presupone un grupo homogéneo capaz de planear
y realizar unas acciones comunes. A esta «comunidad» sólo se
le puede asignar un sacerdote que la conozca y al que ella co-
nozca. Todo esto no tiene nada que ver con la teología. Si en
una gran catedral se reúnen personas para la celebración litúr-
gica y esas personas no forman un grupo sociológico, de suerte
que difícilmente pueden coincidir en un canto común, ¿son o no
comunidad? Lo son, porque la fe común en el Señor y el acce-
so del Señor a ellos los une internamente mucho más de lo que
podría hacerlo la mera afinidad sociológica. Hay que decir, re-
sumiendo, que ni el sacerdote ni la comunidad son por sí mis-
mos el sujeto de la liturgia, sino que lo es el Cristo total, cabe-
za y miembros; el sacerdote, la comunidad y los individuos son
sujetos en tanto que están unidos a Cristo y en tanto que lo re-
presentan en la comunión de la cabeza y el cuerpo. En toda ce-
lebración litúrgica participa toda la Iglesia: el cielo y la tierra,
Dios y el hombre, no sólo en teoría sino muy realmente. Cuan-
to más se nutra la celebración de este saber, de esta experiencia,
más concretamente se realizará el sentido de la liturgia.
Con estas consideraciones nos hemos desviado mucho, apa-
rentemente, del tema «la tradición de Ratisbona y la reforma
posconciliar», pero sólo aparentemente. Había que recordar es-
tos principios, ya que por ellos se mide toda reforma, y sólo
«Te cantaré en presencia de los ángeles» 159

desde ellos cabe describir adecuadamente el lugar intrínseco y


el modo justo de la música de Iglesia. Podemos enunciar bre-
vemente cuál fue la tendencia básica de la reforma elegida por
el concilio. Frente al individualismo moderno y el moralismo
implícito en él, había que rescatar la dimensión del misterio, es
decir, el carácter cósmico de la liturgia, que abarca el cielo y la
tierra. Al participar en el misterio pascual de Cristo, la liturgia
franquea las barreras de lugares y tiempos para reunir a todos
en la hora de Cristo, que se anticipa en la acción litúrgica y abre
así la historia hacia su meta finall2.
La constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano 11
ofrece otras dos ideas. La noción de misterio es inseparable en
la fe cristiana de la noción de Logos. Los misterios cristianos,
contrariamente a los cultos mistéricos paganos, son misterios
del Logos. Desbordan la razón humana, pero no llevan a la
ebriedad amorfa, a la disolución de la mente en un cosmos irra-
cional, sino al Logos, es decir, a la Razón creadora que da sen-
tido a todas las cosas. De ahí viene la sobriedad última, la ra-
cionalidad y el carácter verbal de la liturgia. A esto se añade una
segunda idea: El Logos se hace carne en la historia; por eso, la
orientación al Logos es siempre para los cristianos una orienta-
ción al origen histórico de la fe, a la palabra bíblica y a su de-
sarrollo normativo con los padres de la Iglesia. El misterio de
una liturgia cósmica que es liturgia del Logos, comporta la ne-
cesidad de hacer visible y concreto el carácter comunitario del
culto divino, su carácter activo y su condición verbal; todas las
disposiciones sobre la revisión de libros y ritos deben entender-
se desde esta perspectiva. Teniendo esto presente, se advierte
que la tradición de Ratisbona y el motu proprio de Pío X,
pese a diferencias externas, apuntan intencionalmente en igual
dirección. El desmontaje del aparato orquestal, que había evo-
lucionado hacia la forma operística, sobre todo en Italia, debía
poner de nuevo la música eclesial al servicio de la palabra li-
túrgica y al servicio de la adoración. La música de Iglesia no
debía ser ya una representación escénica con ocasión de la li-
turgia, sino simplemente liturgia, es decir, adhesión al coro de

12. Cf. Constitución sobre la liturgia, 8; cf. también la nota siguiente.


160 Un canto nuevo para el Señor

los ángeles y santos. Así quedará patente que la música litúrgi-


ca introduce a los fieles en la glorificación de Dios, en la sobria
ebriedad de la fe. La prioridad del coral gregoriano y de lapo-
lifonía clásica se ajustaba, pues, tanto al carácter mistérico de la
liturgia como a su carácter de logos y a su nexo con la palabra
histórica. La liturgia debía mostrar la ejemplaridad de los pa-
dres de la Iglesia, a los que se entendió quizá a veces en un sen-
tido demasiado exclusivo y demasiado historicista: ejemplari-
dad significa concretamente, no la exclusión de lo nuevo sino
indicación del camino que lleva a la apertura de la fe. El ha-
llazgo del buen camino es lo que permite avanzar hacia la nue-
va tierra. Entender la coincidencia sustancial entre la reforma
piana y la reforma conciliar en el propósito y la finalidad es la
condición para apreciar correctamente las diferencias en las
normas prácticas. Y a la inversa, una visión de la liturgia que
pierda de vista su carácter de misterio y su dimensión cósmica
no obtendrá una reforma, sino una deformación de la liturgia.

4. Fundamento y misión de la música en la celebración litúrgica

La pregunta por la esencia de la liturgia y por los criterios de


su reforma nos ha llevado lógicamente a indagar el lugar que
ocupa la música en la liturgia. En realidad, no cabe hablar de li-
turgia sin hablar también de música religiosa; cuando decae la
liturgia, decae la música sagrada, y cuando se entiende y se vi-
ve la liturgia correctamente, aparece la buena música de Iglesia.
Hemos visto antes que el Catecismo emplea el término «comu-
nidad» (o asamblea) por primera vez cuando habla del Espíritu
santo como autor de la liturgia; y hemos afirmado que esto vie-
ne a definir exactamente el lugar interior de la comunidad. Tam-
poco es un azar que el Catecismo use la palabra «cantar» por
primera vez cuando aborda el carácter cósmico de la liturgia,
concretamente con una cita de la constitución del concilio Vati-
cano II sobre la liturgia: «En la liturgia terrena pregustamos y
participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la
ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como pere-
grinos ... Cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejér-
<<Te cantaré en presencia de los ángeles» 161

cito celestial» 13 . Philipp Harnoncourt ha expresado muy bella-


mente lo mismo modificando el célebre dicho de Wittgenstein
«de lo que no se puede hablar, hay que callar» en estos térmi-
nos: «lo inefable se puede y se debe cantar y celebrar con mú-
sica si no es posible callar» 14 . Poco más adelante añade: «Los
judíos y los cristianos coinciden en la idea de que su canto y
música apunta al cielo, o viene del cielo, o es un eco del cie-
lo ... »15. Estas frases encierran los principios fundamentales de
la música litúrgica. La fe nace de la escucha de la palabra de
Dios. Cuando la palabra de Dios se traduce en palabra humana,
queda un excedente no dicho e inefable que nos incita a callar...
un callar que finalmente convierte lo inefable en canto, y tam-
bién pide ayuda a las voces del cosmos para que lo no dicho se
haga perceptible. Esto significa que la música de Iglesia, ema-
nando de la palabra y del silencio percibido en ella, presupone
una constante escucha de toda la plenitud del Lagos.
Schützeichel sostiene que, en principio, cabe emplear cual-
quier música dentro del culto 16 ; Harnoncourt, en cambio, señala
unas relaciones más profundas y esenciales entre determina-
das realidades de la vida y las manifestaciones musicales ade-
cuadas a ellas, y continúa: «Yo estoy convencido de que hay
también para el encuentro con el misterio de la fe ... una música
especialmente idónea y otra no idónea ... » 17 . En efecto, la músi-
ca que ha de servir a la liturgia cristiana debe ajustarse al Lo-
gas, debe concretamente estar en una subordinación precisa a la
palabra donde el Lagos se manifiesta. Tampoco como música
instrumental puede desviarse del vector interno de esta palabra

13. Catecismo de la Iglesia católica. 1090; Constitución sobre la liturgia,


8. El Catecismo señala que la misma idea se expresa en la Constitución sobre
la Iglesia, n. 50, último apartado.
0

14. Ph. Harnoncourt, Gesang und Musik im Gottesdienst, en H. Schützei-


chel, Die Messe. Ein kirchenmusikalisches Handbuch, Düsseldorf 1991,9-25,
cita p. 13.
15. /bid., 17.
16. !bid., 366: «En principio, cualquier música puede emplearse en el cul-
to divino, desde el gregoriano hasta el jazz. Hay obviamente una música que
es más o menos apropiada para el culto divino. Es decisiva la calidad ... ».
17. !bid., 24.
162 Un canto nuevo para el Señor

que abre un espacio infinito, pero traza también unas líneas di-
ferenciadoras. Debe diferir sustancialmente de la música desti-
nada a favorecer el éxtasis rítmico, el letargo estupefaciente, la
excitación de los sentidos, la disolución del yo en el nirvana,
por nombrar sólo algunos estados posibles. Hay a este propósi-
to una bella sentencia en la exposición del padrenuestro que ha-
ce san Cipriano: «La palabra y la actitud orante requieren una
disciplina que incluye la paz y la reverencia. Recordemos que
estamos a la vista de Dios. Debemos ser gratos a los ojos divi-
nos incluso en la postura del cuerpo y en la emisión de la voz.
La desvergüenza se expresa en el grito estridente; el respetuoso
tiende a rezar con palabra tímida ... Cuando nos reunimos con
los hermanos y celebramos con el sacerdote de Dios el sacrifi-
cio divino, no podemos azotar el aire con voces amorfas ni lan-
zar a Dios con incontinencia verbal nuestras peticiones, que
deben ir recomendadas por la humildad, porque Dios ... no ne-
cesita ser despertado a gritos ... » 18. Este criterio interno debe
conectar obviamente con una música ajustada al Logos: debe
facilitar a los orantes la comunión con Cristo aquí y ahora, en
este tiempo y en este lugar. Debe ser accesible a ellos, pero debe
a la vez llevarlos más lejos, concretamente en esa dirección que
la propia liturgia formula con brevedad insuperable al comien-
zo de la plegaria eucarística: «sursum corda»: elevar el corazón,
es decir, el hombre interior, la totalidad de uno mismo, a la al-
tura de Dios, esa altura que es Dios y que en Cristo toca la tie-
rra, la atrae y la eleva a sí.

5. Coro y comunidad: la cuestión del lenguaje

Antes de aplicar estos principios a algunos problemas espe-


cíficos de la música en la catedral de Ratisbona, conviene acla-
rar algo sobre los sujetos de la música litúrgica y sobre el len-
guaje de los cantos. Cuando predomina una idea de comunidad
desenfocada y (como hemos podido constatar) totalmente irreal
precisamente en una sociedad móvil como la nuestra, sólo los

18. De dominica oratione 4, CSEL III, 1 (ed. Harte!), 268s.


«Te cantaré en presencia de los ángeles>> 163

sacerdotes y las comunidades pueden ser reconocidos como su-


jetos legítimos del canto litúrgico. El activismo primitivo y el
torpe racionalismo pedagógico de tal posición son hoy bien co-
nocidos y rara vez se afirman expresamente. Es difícil negar que
1
la escolanía y el coro pueden contribuir a la celebración común,
incluso aunque se entienda erróneamente la expresión «partici-
pación activa» en el sentido de un activismo externo. Hay, en to-
do caso, posiciones exclusivistas a las que nos referiremos en
seguida. Se fundan en una noción insuficiente de la realidad li-
túrgica, donde la comunidad nunca puede ser sujeto, sino una
asamblea abierta hacia arriba y desde arriba, en sentido sincró-
nico y diacrónico, hacia la amplitud de la historia de Dios. Har-
noncourt hace aquí una importante observación cuando habla de
unas formas superiores que no faltan en la liturgia como fiesta
de Dios, pero que la comunidad misma no puede realizar. Con-
tinúa: «El coro no está ante un simple auditorio que escucha lo
que él canta; él mismo forma parte de la comunidad y canta pa-
ra ella con representación legítima» 19 . El concepto de represen-
tación es una de las categorías fundamentales de la fe cristiana,
que afecta a todos los planos de la realidad creyente y es tam-
bién esencial en la asamblea litúrgica20 . La idea de representa-
ción ataja ya la rivalidad del enfrentamiento. El coro actúa para
los otros, y con este «para» de sentido finalista los incluye en su
propia acción. Mediante el canto del coro todos pueden partici-
par en la gran liturgia de la comunión de los santos y en ese orar
interior que eleva el corazón y nos permite acceder, más allá de
todo los logros terrenos, a la Jerusalén celestial.
Pero ¿es posible cantar en latín si la gente no lo entiende?
Después del concilio ha surgido en muchas partes un fanatismo
por la lengua materna que resulta extravagante en una sociedad
multicultural, como en una sociedad móvil es poco lógico hi-
postasiar la comunidad. Esto, aparte de que un texto no resulta
inteligible a todos por el mero hecho de estar traducido a la len-
gua materna, aunque en este caso se plantea una cuestión de no

19. Gesang und Musik im Gottesdienst, 17.


20. Cf. el trabajo fundamental de W. Menke, Stellvertretung. Schlüsselbe-
grif.f christlichen Lebens und theologische Grundkategorie, Einsiedeln-Frei-
burg 1991.
164 Un canto nuevo para el Señor

escaso relieve. Philipp Harnoncourt expone muy atinadamente


un aspecto esencial para la liturgia cristiana: «Esta celebración
no se interrumpe con el canto y los instrumentos musicales ... ,
sino que muestra en ellos su carácter de 'celebración'. Este ex-
tremo no requiere, sin embargo, ni la unidad de lenguaje litúr-
gico ni la unidad en el estilo musical. La tradicional 'misa en
latín' ha incluido siempre fragmentos en arameo (amén, alelu-
ya, hosanna, 'maran atha'), en griego ('Kyrie, eleison', trisa-
gio), y la predicación se hacía generalmente en lengua vernácu-
la. La vida real no conoce la unidad y perfección estilística; al
contrario, lo realmente vivo mostrará siempre una pluralidad
formal y estilística ... ; la unidad es una unidad orgánica» 21 .
A partir de estas ideas, el maestro de capilla ahora cesante
supo buscar la continuidad en el progreso y el progreso en la
continuidad durante Jos treinta años de sobresalto teológico y
litúrgico en que le tocó ejercer el cargo, apoyado por la con-
fianza tanto del obispo Graber como de su sucesor, el obispo
Manfred Müller, y también de los obispos auxiliares Flügel,
Guggenberger y Schraml, no pocas veces resistiendo corrientes
poderosas. Gracias al profundo entendimiento con los obispos
responsables y sus colaboradores, pudo contribuir sustancial-
mente, firme y abierto a la vez, a que la liturgia de la catedral
de Ratisbona mantuviera su dignidad y grandeza, su trasparen-
cia a la liturgia cósmica del Logos dentro de la unidad de toda
la Iglesia, sin pátina museal ni fosilización en la nostalgia. Para
terminar, voy a ilustrar brevemente con dos ejemplos caracte-
rísticos esta lucha en pro de la continuidad en el progreso fren-
te a las opiniones reinantes: la cuestión del «Sanctus» y «Bene-
dictus» y la cuestión del lugar idóneo del «Agnus Dei».

6. Cuestiones concretas: «Sanctus», «Benedictus», «Agnus Dei»

Mi antiguo colega de Münster y amigo E. J. Lengeling ha


afirmado que, si entendemos el «Sanctus» como una parte au-
téntica en la celebración de la comunidad, «se siguen unas con-

21. Gesang und Musik im Gottesdienst, 2!.


«Te cantaré en presencia de los ángeles>> 165

secuencias ineludibles para las nuevas composiciones musica-


les y, además, queda excluida en su mayor parte la música gre-
goriana y toda la música polifónica, porque no cuentan con el
pueblo ni tienen carácter invocativo» 22 . A pesar del respeto que
me merece el gran liturgista, esta frase indica que aun los ex-
pertos pueden equivocarse gravemente. La desconfianza está
justificada siempre que se intenta arrojar por la borda una gran
parte de la historia viva. Esto es tanto más válido para la litur-
gia cristiana, que vive de la continuidad y de la unidad interna
en la historia de sus formas de oración. En realidad, la afirma-
ción de que la oración de la comunidad sólo puede tener carác-
ter invocativo carece de todo fundamento. En toda la tradición
litúrgica de oriente y de occidente, el prefacio concluye siem-
pre con la referencia a la liturgia celestial e invita a la asamblea
a sumarse a la invocación de los coros celestiales. Precisamen-
te el final del prefacio influyó decisivamente en la iconografía
de la «majestas Domini», de la que he tomado pie en mi expo-
sición23. El texto litúrgico del «Sanctus» contiene tres acentos
nuevos respecto al texto bíblico de Is 624 . El escenario no es ya,
como en el profeta, el templo de Jerusalén sino el cielo que en
el misterio se abre a la tierra. Por eso no son ya sólo los serafi-
nes los que aclaman, sino todo el ejército del cielo, a cuya in-
vocación puede sumarse toda la Iglesia, la humanidad redimi-
da, por medio de Cristo que une el cielo y la tierra. Finalmente,
el «Sanctus» cambia, a partir de aquí, de la tercera persona de
plural a la segunda: «llenos están los cielos y la tierra de tu glo-
ria». El hosanna, un grito de socorro en su origen, se convierte
así en aclamación. El que no tenga en cuenta el carácter misté-
rico y el carácter cósmico de la invitación a unirse a la alaban-
za de los coros celestiales, pierde el sentido de la totalidad. Es-
ta unión puede darse de distintas maneras, siempre relacionadas
con la representación. La comunidad reunida en un lugar se

22. E. J. Lengeling, Die neue Ordnung der Eucharistiefeier, Regensburg


2 1971,234; cf. B. Jeggle-Merz-H. Schützeichel, Eucharistiefeier, en H.
Schützeichel, Die Mes se, 90-151, también 109s.
23. Cf. K. Onasch, Kunst und Liturgie der Ostkirche, Wien-Koln-Graz
1984, 329.
24. Cf. J. A. Jungmann, Missarum sollemnia Il, Freiburg 1952, 168ss.
166 Un canto nuevo para el Señor

abre a la totalidad. Representa también a los ausentes, se une a


los lejanos y a los próximos. Si hay en ella un coro que pueda
asociarla con más fuerza que su propio balbuceo a la alabanza
cósmica y a la apertura de cielo y tierra, en ese instante está es-
pecialmente indicada la función representativa del coro. Este
puede permitir un mayor acceso a la alabanza de los ángeles y
un acompañamiento interior más profundo de lo que en ocasio-
nes puede alcanzar la propia invocación y canto.
Presumo, con todo, que la verdadera objeción no puede con-
sistir en el carácter invocativo ni en la exigencia del «tutti»; es-
to me pareció demasiado trivial. Detrás está el temor a que con
un «Sanctus» coral, seguido además obligatoriamente del «Be-
nedictus», se introduzca una especiae de situación concertista y,
con ella, una pausa en la oración cuando parece menos plausi-
ble, precisamente al entrar en la plegaria eucarística. En efecto,
si suponemos que no hay una representación ni se puede acom-
pañar el canto y la oración guardando silencio, la objeción es
válida. Si los no cantores aguardan durante el «Sanctus» a que
éste termine o se limitan a escuchar un poco de concierto espi-
ritual, entonces la actuación del coro no está justificada. Pero
¿debe ser así? ¿hemos olvidado algo que urge volver a apren-
der? Quizá convenga recordar que la oración del canon recitada
por el sacerdote en voz baja no obedece a la excesiva duración
del «Sanctus» cantado, que invitaría a ahorrar tiempo comen-
zando el canon. El proceso histórico fue el inverso. Desde la
época carolingia, quizá ya antes, el sacerdote reza el canon «en
voz baja»; el canon es tiempo de silencio para «disponerse a la
cercanía de Dios»25. Por algún tiempo se prescribió un «offi-
cium de impetración análogo a las ectenias orientales ... a modo
de ambientación mientras el sacerdote recitaba la oración del
canon en voz baja»26 . Más tarde fue el canto del coro el que, en
expresión de Jungmann, «mantuvo la antigua tónica de la ple-
garia eucarística: acción de gracias y alabanza, y la amplió más
allá del canon para que la oyeran los participantes» 27 . Aunque

25. !bid.. 174.


26. !bid., 175s.
27. !bid., 172.
«Te cantaré en presencia de los ángeles>> 167

no deseamos restablecer esa situación, puede servirnos de


orientación: ¿no nos hace bien, antes de entrar en el centro del
misterio, un rato de silencio total, durante el cual el coro nos
ayuda a recogernos, a orar en silencio y alcanzar así una unión
que sólo puede realizarse internamente? ¿no debemos aprender
de nuevo a orar en silencio juntos y con los ángeles y santos,
con los vivos y los muertos, con Cristo mismo, para que las pa-
labras del canon no degeneren en meras fórmulas gastadas que
luego intentamos en vano cambiar por nuevos constructos ver-
bales, para encubrir la ausencia del verdadero acontecimiento
interno de la liturgia: el paso desde el lenguaje humano al con-
tacto con el Eterno?
La exclusividad afirmada por Lengeling y repetida por mu-
chos carece de sentido. El «Sanctus» coral mantiene su justifi-
cación después del concilio Vaticano 11. Pero ¿qué decir del
«Benedictus»? La tesis de que no es posible separarlo del
«Sanctus» se ha formulado con tal énfasis y aparente rigor que
pocos han tenido valor para resistirse a ella. Pero no puede jus-
tificarse ni en el aspecto histórico, ni en el teológico, ni en el li-
túrgico. Tiene sentido, obviamente, cantar ambos juntos, ya que
la composición ofrece esta estructura, que es antiquísima y muy
bien fundada. Lo rechazable, también aquí, es la exclusividad.
El «Sanctus» y el «Benedictus» tienen cada uno su propia
raíz en la Biblia y por eso se formaron con independencia uno
de otro. Mientras el «Sanctus» figura ya en la primera carta de
Clemente (34, 5s) 28 , todavía en la era apostólica, el «Benedictus»
aparece por primera vez, que yo sepa, en las Constituciones
apostólicas, segunda mitad del siglo IV, como aclamación antes
de la distribución de la eucaristía, en respuesta a la sentencia «lo
santo para los santos». Lo encontramos de nuevo en la Galia

28. Cf. K. Onasch, Kunst und Liturgie der Ostkirche, 329; J. A. Jung-
mann, Missarum so/lemnia ll. 166. Clemente (Ad Cor. 34) asocia ya Is 6 con
Dan 7, 10, como hace el <<SanctUS>> litúrgico; es exactamente la versión que
hemos encontrado en las imágenes de Marienberg: «Observemos cómo toda la
multitud de sus ángeles está junto a él...>>. Sobre la cronología de 1 Clem, cf.
Th. J. Herron, The Dating of the First Epistle of Clemens to the Corinthians,
Roma 1988. Herron intenta probar que 1 Clem no data, como suele suponer-
se, del año 96 d. C., sino que fue escrita en torno al 70.
168 Un canto nuevo para el Señor

desde el siglo VI, asociado al «Sanctus», como ocurre también


en la tradición de la Iglesia oriental 29 . Mientras el «Sanctus»
deriva de Is 6 y luego se desplaza de la Jerusalén terrena a la ce-
lestial, el «Benedictus» descansa en una relectura neotestamen-
taria del Salmo 117 ( 118), 26. En el texto veterotestamentario,
este versículo es una fórmula aclamatoria cuando la procesión
festiva llega al templo; el domingo de Ramos cobró un nuevo
significado que se anunciaba ya en el proceso evolutivo de la
oración judía. Porque la expresión «el que viene» pasó a ser un
nombre propio aplicado al mesías 30 . Cuando los niños de Jeru-
salén aplican el domingo de Ramos este versículo a Jesús, lo sa-
ludan como mesías, como el rey del tiempo final que entra en la
ciudad santa y en el templo para tomar posesión de ellos. El
«Sanctus» celebra la gloria eterna de Dios; el «Benedictus» se
refiere, en cambio, a la llegada de Dios encarnado en medio de
nosotros. Cristo, el que vino, es también el que viene: su venir
eucarístico, la anticipación de su hora, convierte la promesa en
presente e introduce el futuro en nuestra casa. Por eso, el «Be-
nedictus» tiene sentido como acceso a la consagración y como
aclamación a la forma eucarística del Señor hecho presente. El
gran instante de la venida, el prodigio de su presencial real en
los elementos de la tierra, pide formalmente una respuesta. La
elevación, genuflexión y toque de campanilla son ensayos bal-
bucientes de respuesta 31 • La reforma litúrgica, en paralelo con
el rito bizantino, ha conformado una aclamación del pueblo:
«Anunciamos tu muerte, Señor...». Pero se plantea la posibili-
dad de otras aclamaciones para el Señor que vino y que viene,
y para mí es evidente que no hay ninguna aclamación más ade-
cuada y profunda, a la vez que sustentada por la tradición, que
ésta: «Bendito el que viene en nombre del Señor». La separa-

29. J. A. Jungmann, Missarum so/lemnia II. 170s (notas 41 y 42).


30. /bid., 171, nota 42, cf. R. Pesch, Das Markusevangelium 11, Freiburg
1977, 184.
31. Cf. ibid., 165. A este respecto puede ser interesante señalar que el mo-
tu proprio de Pío X, del año 1903, dispone en III, 8 que los cantos que se in-
terpreten durante la santa misa sólo pueden emplear textos litúrgicos; admite
una excepción: a la usanza de la Iglesia romana, después del <<Benedictus» se
puede cantar un motete sobre el santísimo sacramento.
<<Te cantaré en presencia de los ángeles» f(¡l.)

ción del «Sanctus» y el «Benedictus» no es necesaria, pero tie-


ne pleno sentido. Si el «Sanctus» y el «Benedictus» se cantan
conjuntamente por el coro, el lapso entre el prefacio y la plega-
ria eucarística puede resultar demasiado largo, de suerte que no
sirva ya para la entrada silenciosa y participativa en la alabanza
cósmica, porque la tensión interna no perdura. En cambio. un
nuevo silencio y una salutación interior al Señor después del
momento de la consagración responde perfectamente a la es-
tructura interna del acontecimiento. Habría que olvidar cuanto
antes el rechazo pretencioso de esa separación que tuvo su legí-
timo fundamento en la historia.
Sólo una observación sobre el «Agnus Dei». En la catedral
de Ratisbona arraigó la costumbre del triple «Agnus Dei» reci-
tado conjuntamente por el sacerdote y el pueblo después del sa-
ludo de paz. El coro lo continúa luego como canto eucarístico
mientras se distribuye la comunión. Frente a esto, algunos han
alegado que el «Agnus Dei» pertenece a la fracción del pan. Só-
lo un arcaísmo fosilizado puede inferir de esta simultaneidad
originaria con la fracción del pan que el texto deba cantarse ex-
clusivamente en ese momento. De hecho, ya en los siglos IX y
X, cuando no era necesaria la antigua fracción del pan por el
uso de las nuevas hostias, el «Agnus Dei» pasó a ser un canto
de comunión. J. A. Jungmann señala que ya a principios de la
edad media era frecuente cantar tan sólo un «Agnus Dei» des-
pués del saludo de paz, mientras que el segundo y el tercero se
cantaban después de la comunión y acompañaban así la distri-
bución de la comunión, si la había 32 . ¿Y no tiene pleno sentido
la petición de misericordia a Cristo en el momento en que se da
de nuevo como cordero indefenso a nuestras manos, él que es el
cordero sacrificado, pero también triunfador, y posee la llave de
la historia (Ap 5)? ¿y no es congruente pedirle la paz a él, el in-
defenso y, como tal, triunfador, especialmente en el momento
de la comunión, cuando la paz fue uno de los nombres de la eu-
caristía en la Iglesia antigua, porque suprime las fronteras entre
el cielo y la tierra, entre los pueblos y Estados, y une a la hu-
manidad en el cuerpo de Cristo?

32. J. A. Jungmann, Missarum so/lemnia 11,413-422.


170 Un canto nuevo para el Señor

La tradición de Ratisbona y la reforma conciliar y posconci-


liar parecen al pronto dos magnitudes claramente opuestas. El
que estuvo en medio de ellas a lo largo de tres decenios, ha po-
dido sentir en su propia carne la dureza de las preguntas for-
muladas. Pero el que sabe aguantar esta tensión, advierte que se
trata de etapas de un único camino. Sólo manteniéndolas juntas
y soportándolas, llegamos a entenderlas correctamente y puede
desarrollarse la verdadera reforma dentro del espíritu del conci-
lio Vaticano II: reforma que no es ruptura y destrucción, sino
depuración y crecimiento para una nueva madurez y plenitud.
El maestro de capilla que ha aguantado esta tensión, merece
gratitud: ha sido un servicio a Ratisbona y su catedral, y tam-
bién un servicio a toda la Iglesia.
\セ@
Aspectos complementarios
Conversión, penitencia y renovación
Un diálogo entre F. Greiner y J. Ratzinger

- Pregunta: El sínodo de los obispos del año 1983 se ocupó


del tema «penitencia y reconciliación». Usted publicó con este
motivo un documento de la Comisión teológica internacional.
En este escrito se dice: «La llamada a la conversión va unida di-
rectamente, en la predicación de Jesús, al anuncio de la venida
del reino de Dios». Y más adelante: «Por eso, cuando la Iglesia,
siguiendo a Jesús y cumpliendo su misión, llama a la conver-
sión y anuncia la reconciliación del mundo, anuncia al Dios que
es rico en misericordia».
Esta llamada a la conversión que la Iglesia dirige a cada uno
de nosotros, ¿es una invitación a buscar una meta elevada que
nunca podremos alcanzar en el tiempo, o nos compromete a se-
guir adelante con todas las fuerzas y carismas que hemos reci-
bido?

- Cardenal Ratzinger: Quizá habría que decir Bekehrung


(conversión) en lugar de Umkehr (vuelta), para que se vea me-
jor la verdad simple y fundamental a la que exhorta aquí el nue-
vo testamento. Mi impresión es que la cristiandad adolece hoy
de una falta de disposición a convertirse. Se quiere recibir el
consuelo de la religión, y el individuo es consciente de que no
puede proporcionárselo él mismo, sino que es necesario el apo-
yo en una comunidad de creyentes, en su autoridad. Pero asus-
ta el compromiso de la enseñanza y la vida eclesial, y cada cual
se reserva el derecho a seleccionar lo que considera religiosa-
172 Un canto nuevo para el Señor

mente útil y evidente. El paso hacia el compromiso, es decir,


hacia la aceptación global, incluidos los elementos que no me
parecen evidentes y útiles, asusta demasiado. La doctrina y la
vida comprometida de la Iglesia quedan adscritas a lo que se
llama con expresión denigrante «Iglesia oficial», como algo bu-
rocrático y exterior; y los mismos que así opinan, se extrañan
de ver que el cnst1anismo privado, por libre, no genere impul-
sos sostenidos para la vida y la comunidad.
El relato de pentecostés en los Hechos de los apóstoles vie-
ne a concretar para la situación pospascual la llamada de Jesús
a la conversión: Pedro acusa a los oyentes de haber dado muer-
te al que Dios les había enviado para salvarlos. Los oyentes, co-
mo dice el texto, preguntan con el corazón compungido: «¿Qué
hemos de hacer?». La respuesta es: «Convertíos, y que cada
uno de vosotros se haga bautizar» (Hech 2, 37s). Aquí aparece
muy clara la estructura de la conversión. Incluye primero la es-
cucha del mensaje apostólico; y después, el pesar por la culpa
cometida; es preciso superar la «incapacidad de sentir pesar» o,
más exactamente, la incapacidad de arrepentirse; y con el des-
pertar de la conciencia, la culpa personal debe traducirse en do-
lor. Yo recordaría aquí, entre paréntesis, que los padres de la
Iglesia consideraron la «insensibilidad», es decir, la incapaci-
dad de sentir pesar (de arrepentirse) como la verdadera enfer-
medad del mundo pagano. Sin el pesar por el propia culpa no
hay enmienda. Por otra parte, es inevitable «endurecer el cora-
zón», es decir, rechazar el conocimiento propio y negarse a re-
conocer la propia culpa si no hay nadie que conlleve esa culpa,
la elabore y la perdone. Se da, pues, aquí una reciprocidad de la
que todo depende: sin la idea del Redentor que no disimula la
culpa sino que la padece en sí, no se puede soportar la verdad
de la propia culpa y se recurre a la primera falsedad: la obceca-
ción ante esa culpa, de la que nacen todas las otras falsedades
y, finalmente, la incapacidad general ante la verdad. Y, a la in-
versa, no es posible conocer al Redentor y creer en él sin tener
el valor de ser veraz consigo mismo. Por eso, los padres de la
Iglesia llamaron también «confesión» o reconocimiento al acto
fundamental de la conversión, y esto en un doble sentido: reco-
nocer la verdad y reconocer al redentor Jesucristo. De ahí se si-
Conversinn, penitencia y renovación 173

gue que el acto de conversión exige el compromiso, es decir, la


adhesión y, en este sentido, perseverancia, que se expresa -co-
mo indica el citado discurso de Pedro- en la vinculación a la
palabra apostólica y al sacramento de la Iglesia. La invitación a
la conversión no significa, por tanto, el esfuerzo espasmódico
por alcanzar un alto rendimiento moral, sino el mantenimiento
de la sensibilidad para la verdad y la fidelidad a Aquel que nos
hace soportable la verdad, además de fructífera y saludable.

- Pregunta: El escrito de la Comisión teológica internacional


dice además: «El tema de la penitencia y la reconciliación ata-
ñe a la Iglesia en toda su existencia: en la doctrina y en la vida».
¿Se sigue de esta afirmación que también la Iglesia está obli-
gada a escuchar la llamada a la conversión, a un nuevo ser (co-
mo leemos en otro lugar del documento), más o menos en el
sentido del Ecclesia semper reformanda o incluso más allá de
este postulado?

- Cardenal Ratzinger: Si he entendido bien la pregunta, se tra-


ta del problema de la condición pecadora de la Iglesia. A esto
se asocia indisolublemente el otro problema: qué radicalidad
puede o debe tener la reforma en la Iglesia.
La tradición católica sobre esta cuestión se expresa, a mi jui-
cio, con la máxima concisión en la súplica que la liturgia roma-
na pone en boca del sacerdote y de los fieles antes de recibir la
comunión. Para dejar patente el contenido original, conviene
analizar la antigua fórmula, que rezábamos antes de la reforma
litúrgica: «Señor... no mires mis pecados, sino la fe de tu Igle-
sia». Es importante notar que la oración era en primera persona
de singular: el orante no se esconde en la masa gris del «noso-
tros», donde todos han pecado alguna vez (y por eso nadie ne-
cesita sentir una especial responsabilidad personal). El orante
es mencionado personalmente: yo he pecado. Tiene que recurrir
al acto de conversión antes descrito y reconocer su gran culpa
dolorosamente, justo en este gran momento, ante el Redentor
que es el Cordero de Dios. Es importante notar, además, que la
Iglesia, al hacer de esta plegaria una oración litúrgica, presupo-
ne que todo el que celebra la eucaristía tiene motivo para ex-
174 Un canto nuevo para el Señor

presarse de ese modo. La oración era, hasta la reforma, primor-


dialmente sacerdotal: tienen que recitarla el papa, los obispos y
todos los sacerdotes como participantes en la eucaristía. La ora-
ción, por tanto, no está pensada para los alejados, los excomul-
gados o los que no viven en el núcleo de la comunidad de fe,
sino para aquellos que se disponen a comulgar. Comul¡:!ar signi-
fica acercarse en forma nueva al fuego de l<t cercanía del Señor
y, en consecuencia, a la exigencia de conversión. En todo caso,
del hecho de que todos los miembros de la Iglesia sin excepción
tengan que pronunciar el «perdónanos nuestra culpa», no se in-
fiere que podamos llamar pecadora a la Iglesia como tal. La ora-
ción contrapone a «mis pecados» la «fe de tu Iglesia» como tí-
tulo de escucha.
Lo cierto es que esta oración se ha vuelto incomprensible
para muchos; de ahí que numerosos sacerdotes la modifiquen,
diciendo por ejemplo: «no mires los pecados de tu Iglesia, sino
su fe». Los pecados personales han derivado en pecados de la
Iglesia, al tiempo que la fe pasa a ser lo personal, mi modo de
afirmar a Dios, que no puede prescribir la Iglesia. En esta in-
versión se advierte hasta qué punto la conciencia de la comuni-
dad cristiana se ha alejado de la tradición católica. La inversión
estaría justificada si la Iglesia se redujera al colectivo de los fie-
les; es falsa si la Iglesia como «cuerpo de Cristo», como orga-
nismo de Cristo, es más que la suma de sus miembros empíri-
cos. Conviene señalar aquí que la Iglesia desborda la muerte e
incluye la comunión de los santos; conviene recordar además
que la antigua expresión «communio sanctorum» no hay que
traducirla sólo por comunión de los santos, sino también «en lo
santo», y remite por tanto a los dones indestructibles que la
Iglesia recibe del Señor en la palabra, en el sacramento y en la
estructura sacramental. No voy a extenderme aquí sobre todo
esto, sino volver a la plegaria de la comunión, que califica a la
Iglesia más concretamente con dos predicados: la Iglesia es «tu-
ya» (= del Señor) y es sujeto de «fe». Ambas cosas son igual-
mente importantes. La Iglesia no es Cristo, sino respuesta a él,
y esta respuesta se llama «fe». Es Iglesia en tanto que es acto de
fe. Y a la inversa: fe es esencialmente creer con la Iglesia; en el
acto de fe nos hacemos Iglesia y recibimos de ella este acto. Por
Conversión, penitencia y renovación
••
eso es «tu Iglesia» y no «nuestra Iglesia». Todo lo que es tan só-
lo <<nuestra» Iglesia, no es Iglesia en sentido propio. Su esencia
es relación, mirada al Señor, pertenencia a él (fe).
De ello se sigue algo muy práctico para nuestro tema. La
«renovación» de la Iglesia, siempre necesaria, trata de crear las
estructuras más convenientes. El resultado es siempre algo au-
tofabricado: <<nuestra» Iglesia. Pero lo fabricado es siempre me-
nos valioso que el fabricante, y una Iglesia autofabricada puede
ser interesante, pero no nos puede servir de fundamento. No se
trata, pues, de hacer todo lo posible en la Iglesia, sino de hacer
desaparecer lo nuestro, dentro de lo que cabe, para que aparez-
ca su Iglesia, la Iglesia misma. Y esto acontece en la medida en
que nosotros «creemos». No es el hacer, sino el creer, lo que re-
nueva a la Iglesia y nos renueva a nosotros.

- Pregunta: El documento de la Comisión teológica interna-


cional habla de la crisis del sentido de pecado y de culpa en
nuestro tiempo, como efecto de la secularización en el mundo
occidental, pero también, dentro de la Iglesia, como resultado
de una práctica sacramental que muchos católicos consideran
hoy humanamente vacía y sin contenido. ¿Afectan ambas cau-
sas únicamente a los receptores de los sacramentos o también a
sus administradores?

- Cardenal Ratzinger: Louis Bouyer formuló hace algunos


años la tesis de que la crisis de la Iglesia hoy es en realidad una
crisis de sacerdotes y religiosos. Es obviamente una afirmación
muy extremada, pero toca acertadamente el punto focal de la
crisis.
De ser así, hay que preguntar por qué, al parecer, encuentran
mayores dificultades los que tendrían que estar más identifica-
dos con la Iglesia por misión y elección. Creo que no se ha
ahondado lo suficiente en esta pregunta. Dicho grosso modo,
veo aquí tres causas principales del fenómeno. La primera es
que aquellos que deben anunciar el mensaje sienten en forma
dramática lo alejado que está ese mensaje de las creencias de
nuestra época. La teología les arrebata casi totalmente las cer-
tezas corrientes. Su dedicación a campos especializados les per-
176 Un canto nuevo para el Señor

mite familiarizarse con temas concretos sin haberse formado


una visión global de la realidad cristiana. Los grandes perfiles
del misterio desaparecen; lo obvio es entonces acogerse a rein-
terpretaciones que dan a la tradición un sentido más modesto,
pero también más comprensible y aparentemente más realista.
La segunda causa es que la forma del ministerio eclesial resul-
ta chocante en la sociedad actual: una autoridad que no se basa
en el consenso sino en la representación de Otro que tiene au-
toridad como voz de la verdad, se ha vuelto hoy casi incom-
prensible. La tentación de huir de esta autoridad representativa
a una autoridad más cercana y más simple, de administración
del consenso, es muy grande. Hay finalmente, como tercera
causa, un riesgo moral del ministro de la Iglesia, que puede can-
sarse de desentonar en todo su estilo de vida de las conviccio-
nes morales o amorales de una época.
Digo esto para aclarar que no debe buscarse el problema ca-
pital en el tema de una vida sacramental calificada de humana-
mente vacía y sin contenido -aunque este peligro lo corren
también mucho más los clérigos que los laicos, porque nada es
más peligroso que habituarse a lo grande, que el ser humano
tiende a rebajar a su medida en lugar de ponerse a su altura-.
Yo me siento cada vez más molesto ante la actitud frívola de ca-
lificar la práctica anterior de la confesión sacramental como es-
quemática, exterior, rutinaria y, por eso, carente de valor. Tam-
bién me disgusta cada vez más el autobombo con que se subraya
la práctica actual de la confesión, numéricamente más reducida
pero más personal. Asimismo, es fácil que la confesión dialo-
gada se deslice hacia una especie de coquetería y un modo de
explicar las cosas que al final apenas deja rastro de culpa. Y, a
la inversa, detrás de lo esquemático del estilo de confesión an-
terior había muchas veces una gran seriedad interna, a la que
faltaba la posibilidad de manifestarse externamente; pero las
formas poco hábiles velaban en muchos casos una sinceridad y
hondura que imponían respeto. Por eso, creo que el problema
más urgente es ayudar a sacerdotes y religiosos a comprender la
realidad del sacramento. Lo que antes he dicho sobre la huida
ante el misterio, para acogerse a lo plausible, y sobre el paso de
la autoridad representativa a la administración del consenso,
Conversión, penitencia y renovación

tiene aquí la aplicación más concreta: el sacramento no es una


prestación propia del ministro, sino que éste ha de replegarse
para dar margen al Otro, al más grande, para que crezca «SU
Iglesia». La tentación de reducirlo todo a una conversación, al-
go que parece más cercano al hombre y más entretenido, no es
exclusiva del sacramento de la penitencia. Pero entonces se ad-
vierte muy pronto que lo auténtico desaparece. Necesitamos
una nueva educación para el sacramento donde haya un en-
cuentro entre la persona y el misterio.

- Pregunta: Leemos en el documento de la Comisión teológi-


ca internacional: «La Iglesia, fiel a Jesús y a su misión, llama a
la conversión». ¿Cómo hace ella esta conversión? ¿ante el mun-
do?¿ verbalmente o mediante una existencia ejemplar y con sig-
nos? ¿cómo hacerla en tiempos de ocaso del sentido de Dios,
del pecado y de la redención? ¿qué recursos extraordinarios de-
be emplear la Iglesia en esta hora del mundo? ¿no debería ex-
plicar permanentemente al mundo que busca con todas sus fuer-
zas la conversión, un ser nuevo, no en un aspecto particular, no
en el plano ético-ascético, sino en forma de participación pro-
funda en la vida, pasión y muerte de Jesús? <• · ' ··

- Cardenal Ratzinger: Yo también me pregunto como deberá


hacerlo. Conviene recordar primero el dicho de Jesús, válido no
sólo para sus contemporáneos: «Esta generación pide una señal,
y no se le dará otra señal que la señal de Jonás» (Le 11, 29; Mt
12, 39). ¿En qué consiste este signo de Jonás? Consiste para Ní-
nive, simplemente, en el profeta mismo que, tras el apuro del
naufragio, marcado por la proximidad de la muerte y por el po-
der del Dios que lo llama, anuncia la ruina de la ciudad y la ne-
cesidad del arrepentimiento. La señal de Jonás es, además, el
mismo Cristo que, como Resucitado, lleva aún las llagas de la
muerte y mantiene así la llamada a la conversión dirigida al
mundo. La señal de Jonás, en todo caso, nada tiene que ver con
estrategias pastorales sofisticadas. Remite al testigo sacudido
por la fe, que comunica su espanto a los ninivitas de todos los
tiempos y les dice a la cara, sin rodeos, que van a la ruina co-
mo no hagan penitencia.
178 Un canto nuevo para el Señor

Esta idea fundamental no nos dispensa obviamente, a pesar


de todo, de buscar por todos los medios nuevas posibilidades de
actualizar la señal de Jonás. Pero todas las estrategias, por bue-
nas que sean, no sirven de nada si no hay primero la conmoción
del anunciador mismo y, desde ella, el valor de decir convenci-
do y convincente algo que molesta.

- Pregunta: Pero queda la pregunta por los medios ordinarios


y extraordinarios que cabe utilizar para esta llamada en nuestra
hora del mundo.

- Cardenal Ratzinger: Sin duda. También en esto ocurren mu-


chas cosas; piense, por ejemplo, en el año santo; piense en los
viajes del papa; piense en la acción cuaresmal, que siempre es
un toque de atención para meditar y actuar desde un pensa-
miento nuevo. También es importante la restauración de las for-
mas comunitarias y públicas de penitencia. Cuando Jonás llegó
a Nínive y exigió penitencia, todos sabían lo que era: se cubrie-
ron de sayal, ayunaron y oraron. Cuando los musulmanes cele-
bran el Ramadán, saben cómo se hace y saben también que la
penitencia sólo puede ser una realidad concreta para el pueblo
si tiene una forma común y un tiempo fijo en el curso del año.
Entre nosotros, la penitencia ha perdido la figura comunitaria.
Cuando los cristianos son invitados a la penitencia, no saben lo
que es; quizá organicen una comisión o se entreguen a medita-
ciones privadas. El trío clásico «ayuno, oración y limosna» de-
be reivindicarse de nuevo, y los cristianos deben recuperar la ca-
pacidad de una expresión comunitaria con la que demuestren
públicamente su distanciamiento de las creencias del mundo.
En el campo litúrgico se hacen múltiples ensayos por reba-
jar el umbral del confesonario, como dijo el obispo Averkamp
en el sínodo de los obispos. Existe el diálogo de confesonario,
existe la celebración penitencial como modo de formación de la
conciencia colectiva y de preparación comunitaria para la con-
fesión personal. Pero ya el vía crucis, el rosario doloroso y la
función del huerto de los Olivos eran «devociones penitencia-
les» con fuerte acento cristológico: el encuentro con Cristo pa-
ciente debía provocar esa «capacidad de duelo» que lleva a la
Conversión, penitencia y renovación 179

persona, desde dentro, al camino de la penitencia. Estimo que


es muy posible hacer revivir estos modos clásicos de encuentro
con la pasión de Cristo y, mediante ella, con la verdad de la pro-
pia culpa y con la gracia del perdón. Considero bueno que se
busquen y hallen nuevas formas en este sentido. La Iglesia an-
tigua ofreció también a sus fieles una gran variedad de formas
áe penitencia. Orígenes, por eJemplo, menciona siete de ellas
en un texto profundo de su comentario al Levítico 1. Pero no po-
demos quedarnos en las formas. Cuando el «día de los católi-
cos» celebrado en München el año 1984, de grato recuerdo en
otros muchos aspectos, el acto penitencial de la misa fue susti-
tuido por una pantomima de ballet fuertemente aplaudida, hubo
un espectáculo en lugar de penitencia, espectáculo encomiado
por bandos opuestos. Es difícil alejarse más del auténtico acto
penitencial.
Me ha venido a la memoria, a este propósito, el título que
Romano Guardini puso a su obra más importante sobre la reno-
vación litúrgica: Consideraciones antes de la celebración de la
santa misa; otra obra importante es su Formación litúrgica.
Hoy se intenta muchas veces «conformar» la liturgia sin nece-
sidad de meditar previamente sobre ella ni de formarse para
ella, porque se busca la comprensión más superficial. Es urgen-
te una vuelta al espíritu originario de la renovación litúrgica: no
necesitamos nuevas formas para derivar cada vez más hacia lo
externo, sino formación y reflexión, esa profundización mental
sin la cual cualquier celebración degenera en exterioridad que
se disipa rápidamente.

- Pregunta: En el sínodo de los obispos sobre penitencia y re-


conciliación, un punto crucial de debate fue el tema de la abso-
lución general como forma ordinaria e igualmente justificada
junto a la confesión personal, la única figura obligatoria hasta
ahora. Usted se manifestó en contra, y ha insistido en la vigen-
cia de las normas formuladas después del concilio e introduci-
das luego en el nuevo Código: permitir la absolución general
sólo en situaciones excepcionales estrictamente definidas y exi-

l. In Lev. ll, ed. Baehrens GCS 29, p. 295.16 hasta 297.27.


/80 Un canto nuevo para el Señor

gir que la confesión personal se haga en el plazo más breve po-


sible. Es innegable (y usted mismo lo expuso) que la Iglesia
desde la primera guerra mundial, cuyas grandes batallas obli-
garon a impartir la absolución general a los amenazados de
muerte, extrajo lentamente algunas consecuencias de esta situa-
ción única y fue ampliando la noción de «caso de necesidad»,
que al principio se había interpretado muy estrictamente. ¿Por
qué no había de continuar esta evolución? ¿no podría ser esta
absolución general una forma nueva de acceso a la penitencia
para muchas personas? ¿no podría ser, en especial, un acceso a
la dimensión social del pecado y al aspecto comunitario que
hay en la absolución, detrás de la cual -como señaló san Agus-
tín con lucidez- está la oración y el apoyo de toda la Iglesia,
que acompaña y sostiene al pecador en su penitencia?

- Cardenal Ratzinger: Primero hay que dejar en claro que la


Iglesia no puede hacer todo lo que a ella le pueda parecer útil.
Hay que tener presente el hecho estremecedor de una persona
que se atreve a decir: «Yo te absuelvo de tus pecados». Nadie
puede decir eso por su propia autoridad; de hacerlo, es blasfe-
mo e irresponsable al mismo tiempo. Si leemos el nuevo testa-
mento, veremos que lo que más excita los ánimos contra Jesús
es que se arrogue el derecho a perdonar pecados: «¿Quién pue-
de perdonar pecados, sino Dios sólo?», preguntan los escribas
en el relato del paralítico al que sus amigos descuelgan por el
techo y colocan a los pies de Jesús (Me 2, 7). Jesús coincide con
sus adversarios en ese principio; el perdón de los pecados sirve
precisamente para que adviertan que el Dios vivo habla y actúa
en él, como demuestra luego intuitivamente con la curación fí-
sica del paciente. La Iglesia tampoco puede perdonar pecados
por su propia potestad. El «yo» del «yo te perdono» es el yo del
Señor mismo. Este «yo» no puede apropiárselo alguien a vo-
luntad, sino que es utilizado con sobrecogimiento en el sacra-
mento del orden, donde el Señor nos lo trasfiere.
Por eso, la disputa que se ha desatado a este respecto sobre
el concilio de Trento nace de un planteamiento erróneo. En los
cánones 6 y 7 del decreto tridentino sobre la penitencia (DS
1706 y 1707), la asamblea aprobó que la confesión personal,
Conversión, penitencia y renovación 181

donde el penitente manifiesta uno por uno los pecados graves


que recuerda tras un examen cuidadoso, es obligatoria por «de-
recho divino». La expresión «derecho divino» tenía en el siglo
XVI un espectro semántico mucho más amplio de Jo que esta
fórmula nos sugiere hoy. Por eso, el debate deriva actualmente
hacia la pregunta de si el «derecho divino» no significa, por un
posible uso lingüístico de la época, un derecho eclesiástico y,
por tanto, modificable. Pues bien, se puede probar con sufi-
ciente claridad por las actas conciliares que la intención de los
padres fue la de rechazar la interpretación del derecho divino en
sentido Jato para el núcleo de su proposición: la confesión per-
sonal como presupuesto de la absolución. De otro modo ha-
brían confirmado las tesis protestantes que trataban de impug-
nar. Me parece importante señalar a este respecto que los padres
de Trento asumieron en este punto, casi literalmente. la antigua
tradición conciliar de oriente. El llamado concilium Quinisex-
tum (692), un complemento -aceptado en la Iglesia oriental
como concilio ecuménico- del III concilio de Constantinopla,
dice en su canon 102 que para obtener la absolución es necesa-
rio manifestar el pecado en su naturaleza y comprobar la dispo-
sición a la enmienda en el pecador. Los cánones de esta asam-
blea eclesial son fundamentales para la Iglesia ortodoxa; así
queda claro que Trento expresó aquí unos principios realmente
«ecuménicos», tradiciones comunes a oriente y occidente.
Pero, sobre todo, estamos en una vía falsa si damos la im-
presión de que la carga de la prueba corresponde a los que po-
nen un límite a la potestad eclesial. Lo correcto es Jo contrario.
Lo necesitado de prueba no es el límite de la potestad, sino la
afirmación de que la Iglesia posee unos poderes que ella desco-
nocía hasta ahora. El que afirma que la Iglesia puede absolver
colectivamente a su arbitrio, tiene que demostrar de dónde le
viene este derecho. Debe hacerlo con la tremenda responsabili-
dad del que sabe Jo monstruoso que sería el hecho de una Igle-
sia que osa hablar en nombre del Señor cuando sólo puede ha-
blar en nombre propio. Nadie ha demostrado hasta ahora la
existencia de tal derecho de la Iglesia, ni es posible demostrar-
la. La Iglesia no puede decir «yo os absuelvo». Y debe mante-
nerse en esta humildad.
182 Un canto nuevo para el Señor

Esto armoniza con la estructura de todos los sacramentos:


ningún sacramento se administra colectivamente. No se puede
asperjar o sumergir en el agua a una multitud de personas di-
ciendo: «Yo os bautizo». Sólo se puede decir: «Yo te bautizo».
Lo mismo vale para todos los otros sacramentos. Esta estructu-
ra sacramental es, por lo demás, lo que el hombre necesita hoy:
él no está ante Dios como parte de un colectivo, sino con su
propio nombre. Así lo interpela Dios. Y justamente así se capa-
cita para la comunidad que las personas forman o, por el con-
trario, destruyen cuando degeneran en meras piezas sustituibles
de un colectivo.
- Pregunta: Pero lo cierto es que el sacramento de la peniten-
cia ha sufrido enormes cambios en la historia, de suerte que pa-
rece difícil reconocer la identidad de un sacramento. ¿No viene
esto a relativizar notablemente la forma del sacramento de la
penitencia que nos es familiar? ¿por qué no han de ser posibles
otras modalidades?
- Cardenal Ratzinger: Es evidente que caben otras modalida-
des. Las nuevas formas antes mencionadas -diálogo confesio-
nal y preparación comunitaria para la penitencia, seguida de la
confesión personal- lo indican también. Hay una forma de
signo más individual, y otra de signo más comunitario. Caben
diferentes acentos que luego pueden crear su propia expresión.
Por lo demás, estos dos aspectos no ofrecen sólo variables en la
historia de la penitencia, sino también unas constantes, y una lí-
nea básica de evolución. La línea discurre desde una gran re-
serva de la Iglesia a la hora de atribuirse la potestad absolutoria
hasta una amplitud progresiva: al principio se contempló el per-
dón de los pecados una sola vez, y se debatió si ese perdón po-
día alcanzar a todos los pecados. Las dudas se despejan decla-
rando, primero, que ningún pecado se exceptúa del perdón y,
más tarde, que el perdón es repetible siempre que exista «capa-
cidad de dolor» y propósito de comenzar de nuevo.
Yo creo, por lo demás, que sería urgente una nueva investi-
gación desapasionada de los primeros siglos en la historia de la
penitencia. La imagen actual está determinada por los estudios
del notable historiador de los dogmas Bernhard Poschmann, de
Conversión, penitencia y renovación

Breslau, cuyas ideas asumió Karl Rahner y han calado en la


conciencia teológica. Las posiciones matizadas de Poschmann
han degenerado en la idea de que al principio sólo existió la pe-
nitencia pública, acompañada comunitariamente, como si la
«confesión privada» hubiera sido invención de la Iglesia mona-
cal de Irlanda. Hoy sabemos que en el judaísmo primitivo, du-
rante la época de Jesús, la confesión de los pecados por los in-
dividuos y, en consecuencia, la confesión personal era un uso
difundido y pasó después a la vida de las comunidades cristia-
nas. Mencionaré algunos ejemplos. El bautismo de Juan estuvo
ligado al reconocimiento de los pecados por parte del bautizan-
do (Me 1, 5; Mt 3, 6). La carta de Santiago presupone el ejerci-
cio de la confesión mutua de los pecados entre los fieles, y tam-
bién una confesión de los pecados ante los presbíteros en el
marco de la unción de enfermos (5, 16)2. Hech 19, 18 habla de
confesión de los pecados por parte de los que se hacían creyen-
tes. La Didajé (escrito aparecido presumiblemente en Siria a
principios del siglo II) exige la confesión de los pecados antes
de la celebración eucarística, y es impensable que se redujera a
formas colectivas (14, 1). Habrá que ser precavidos para referir
las confesiones aquí mencionadas al sacramento de la peniten-
cia en sentido propio; pero junto con el procedimiento en los
casos de excomunión que encontramos en las cartas de Pablo,
tales confesiones pertenecen a los elementos de los que se pu-
do formar la figura del sacramento. En las comunidades de ori-
gen pagano, ya de mayor tamaño, no fue posible mantener el
ejercicio de la confesión personal, y se fue reduciendo a fór-
mulas generales. Pero el monacato incipiente adoptó esa prác-
tica y la hizo de nuevo accesible al resto de los fieles. Sólo así
cabe entender que ya a finales de la antigüedad cristiana, la
confesión personal, mal llamada «confesión privada», pasara a
ser en el oriente cristiano, sin influencia alguna de Irlanda, la
forma normal de penitencia, cuya figura básica pudo haberse fi-
jado en un canon conciliar el año 692.
No conocemos aún en concreto las vías por las que esta tra-
dición, primero monástica y luego general en oriente, se propa-

2. Cf. F. Mussner, Der Jakobusbrief, Freiburg 1975, 225.


184 Un canto nuevo para el Señor

gó a occidente. Pero el tercer concilio de Toledo, del año 589,


quiso prohibir -invirtiendo el giro de la rueda de la historia-
esta forma de penitencia, que el concilio presupone como la
forma del sacramento ya predominante en España. Esto sugiere
asimismo un buen trecho de camino recorrido en occidente. Só-
lo medio siglo después, los obispos aprueban por unanimidad la
confesión personal en el sínodo de Chalon-sur-Saone (644-
656), lo cual evidencia que estaba ya firmemente arraigada en
Galia. Consta que algunos libros penitenciales irlandeses, de in-
fluencia histórica, se basan en antiguas tradiciones de la Iglesia
oriental; me parece significativo que el libro penitencial más
conocido fuera redactado por un griego, el arzobispo Teodoro
de Canterbury (t 690). Todo esto indica que Irlanda no inventó
nada nuevo. Más bien, desde irlanda regresó al continente la an-
tigua tradición monástica y eclesial de oriente, que descansaba
a su vez en la tradición del judeocristianismo y de la era apos-
tólica. Frente a esto resultó una forma errónea de conservadu-
rismo el intento de los concilios francos reformistas del siglo
IX de volver a la forma solemne de la penitencia pública anti-
gua. Y fue un romanticismo unilateral, sin base teológica ni his-
tórica, la pretensión de algunos grupos de reforma teológica y
litúrgica, antes y después del concilio Vaticano 11, de buscar
orientación en este modelo que la Iglesia casi había abandona-
do: ante la irrepetibilidad de la penitencia, en contraste con la
repetibilidad del pecado y con la debilidad humana, se había
pasado a diferir el bautismo hasta la hora de la muerte. La Igle-
sia corrió el riesgo de convertirse literalmente en una Iglesia
agonizante. Es absurdo reivindicar hoy esta modalidad para
trasformarla luego en celebración de la penitencia con absolu-
ción general, cuando sus notas esenciales eran el inicio con la
confesión personal y la irrepetibilidad de la absolución final. La
historia demuestra por el contrario inequívocamente que sólo la
modalidad de confesión personal y repetible, desarrollada sobre
la base de la tradición judeocristiana en el entorno monástico,
ha demostrado una vitalidad perdurable; y su práctica por parte
de todos los cristianos, como pecadores, permite también a ca-
da uno franquear el umbral de la confesión y la penitencia. Hay
que decir, a la inversa, que sólo esta forma de confesión da a la
Conversión, penitencia y renovación 185

Iglesia fuerza vital; ninguna otra ha podido afirmarse a la larga.


El hecho de que, dentro de las diferencias en la conformación
práctica, sea un patrimonio común de oriente y occidente, tiene
sus razones antropológicas, pero remite además a su origen en
el fundamento común de la tradición bíblica. GセZᄋ@
De hecho, sólo esto posibilita el justo equilibrio entre el fac-
tor personal y el factor social en la penitencia. Entre los defen-
sores de la absolución general, creo que esta relación se invier-
te: colectivizan lo que debería ser verdaderamente personal
-la confesión y la absolución-; y lo que requiere una figura
comunitaria -el estilo de vida penitencial, la conversión lleva-
da a la vida real- lo reservan para la actitud interior. Pero así
no puede prosperar una forma de vida cristiana, ni producirse
un cambio cristiano del mundo al penetrar la conversión en las
dimensiones sociales. Hoy necesitamos, exactamente frente a
esos ensayos, la responsabilidad personal a fondo, a la que co-
rresponde la confesión personal. Necesitamos de nuevo, por
otra parte, unos modos de vida públicos y comunes, donde los
cristianos asuman la necesidad de la conversión y traten de dar
así un rostro diferente al mundo.

- Pregunta: En lo que respecta a la necesidad de la conver-


sión, ¿se refiere tanto al fiel individual como a la Iglesia en su
conjunto, de forma que la conversión quede trasparente al mun-
do y la Iglesia aparezca en su condición de signo, sin lugar a
malentendidos? Y, por otra parte, ¿sigue vigente el postulado
paulino de hacerse todo para todos (nada, por tanto, de enfren-
tamiento elitista al mundo, nada de enfrentamiento a la socie-
dad, nada de secta), lo cual puede considerarse como adapta-
ción, y quizá deba serlo? ¿pueden plasmarse ambas actitudes en
la vida de la Iglesia y en la existencia del individuo, o hay al-
gunos rasgos aporéticos en esta doble exigencia?

- Cardenal Ratzinger: Hay, sin duda, algunos rasgos aporéti-


cos. Pero no debemos olvidar que el principio paulino de adap-
tación hay que definirlo por su finalidad, y se comprende per-
fectamente por las condiciones personales del apóstol. Pablo es
generoso en lo concerniente a estilos culturales y sociológicos;
186 Un canto nuevo para el Señor

pero es de una firmeza inexorable cuando se pone en juego el


núcleo del mensaje. La Carta a los gálatas lo demuestra clara-
mente, pero también es evidente en todas las otras cartas. No es
posible establecer fórmulas teóricas para el justo equilibrio en-
tre el acercamiento evangélico al hombre y la estricta fidelidad
al Señor. La fórmula cae de su peso a medida que una persona
reafirma el «SÍ» de su fe en Cristo, a medida que «Se reviste» de
Cristo, como dice Pablo. Entonces está en comunión de pensa-
miento con Cristo; entonces la fe se personaliza y no deriva en
una serie de enunciados que se intentan aplicar correctamente
en la vida diaria. La fe misma indica el camino desde dentro y
muestra al creyente lo que no puede abandonar sin traicionarse
a sí mismo y al otro; al mismo tiempo, la fe lo guía hacia el otro,
le da el amor al otro, un amor que abre los caminos de la com-
prensión. La aporía se resuelve en la unidad con aquel que es el
camino.
Preparación para el servicio presbiteral 1

La idea general de reforma del concilio Vaticano 11 incluía


un proyecto de formación renovada para el servicio presbiteral.
Pero los últimos años 60, cuando debía llevarse el programa a
la práctica, estuvieron marcados en todo el mundo occidental
por la crisis progresiva de sus fundamentos espirituales. La re-
novación entrañaba, en la mente del concilio, la continuidad y
la trasformación en igual medida; pero el cambio aparecía co-
mo una esperanza en el clima revolucionario de aquellos años;
todo lo tradicional era considerado un lastre, traba y amenaza
que era preciso eliminar de una vez. Así, la hora de la renova-
ción se convirtió por lo pronto en crisis. La pregunta era enton-
ces si el seminario tenía aún sentido; y su objetivo de forma-
ción, el sacerdocio, era a juicio de muchos una mala lectura del
nuevo testamento, una recaída en lo antiguo y lo anacrónico que
había que superar. Entretanto han asomado las primeras inquie-
tudes; se constata de nuevo que el ser humano sólo puede vivir
hacia adelante y avanzar si está dentro de una estructura: el cre-
cimiento sólo es posible donde hay raíces, y el nuevo conoci-
miento sólo puede madurar si el ser humano no ha perdido la
memoria. La memoria histórica, que es tema y objetivo de los
jubileos, no se debe arrumbar como una nostalgia romántica; es
fecunda cuando da lugar a la reflexión sobre lo permanente y a
la búsqueda del camino para avanzar.

l. Fue en su origen una conferencia pronunciada con motivo del 400 ani-
versario del seminario sacerdotal de Wurzburgo; esto explica la referencia ini-
cial al significado de los jubileos.
188 Un canto nuevo para el Señor

l. La construcción de la casa espiritual: integración en la fa-


milia de Dios

Cuando fui nombrado el año 1977 arzobispo de München y


Freising, me vi inmerso en la situación de crisis y de eferves-
cencia general. El número de candidatos al sacerdocio en la ar-
chidiócesis era pequeño; se alojaban en el Georgianum, que el
duque Georg el Rico había fundado el año 1494 como semina-
rio regional de Baviera junto a la universidad de Ingolstadt,
trasladada más tarde a München. Tuve claro desde el principio
que mi deber primordial era dotar de nuevo a la diócesis de un
seminario sacerdotal propio, aunque muchos dudaban de que
tal empresa tuviera ya sentido en la nueva Iglesia. Poco antes de
abandonar de nuevo mi diócesis patria, en la fiesta de su patrón,
san Corbiniano -el20 de noviembre de 1981- tuve la alegría
de poner la primera piedra, un día de lluvia torrencial, para el
edificio que ya se alza majestuoso, y hacer así irreversible un
comienzo que debía continuar.
Cuando cavilaba sobre la frase a grabar en la piedra, me vi-
nieron a la memoria los maravillosos versículos de la primera
Carta de Pedro, que aplica el título de «Israel» al pueblo de los
bautizados: «También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la
construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo,
para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por media-
ción de Jesucristo» (2, 5). Probablemente estos versículos for-
man parte de una catequesis bautismal en la era neotestamenta-
ria. Aplican la teología de la alianza y la elección, que en el
antiguo testamento interpretó el acontecimiento del Sinaí, a la
nueva comunidad de Jesucristo. En este sentido, el texto expo-
ne simplemente lo que significa ser un bautizado y cómo la
Iglesia crece en este mundo como casa viva de Dios. Pero ¿qué
puede ocurrir más elevado y mejor en un seminario sacerdotal
que el fenómeno de unos jóvenes que se suman al ideal del bau-
tismo y del discipulado, y se convierten en Iglesia viva? Me pa-
reció que esa exhortación de san Pedro a los bautizados decía
todo lo esencial en lo que respecta a un seminario sacerdotal y
podía considerarse como una sentencia programática, como ci-
miento de la casa.
Preparación para el servicio presbiteral 189

¿Para qué existe un seminario sacerdotal? ¿cómo debe ser


hoy la formación sacerdotal? Encontramos en el texto bíblico,
primero, la frase sobre la construcción de una casa espiritual
compuesta de piedras vivas. «Casa» significa en sentido bíbli-
co, no tanto el edifico de piedra como el linaje, la familia -un
uso lingüístico que pervive entre nosotros cuando hablamos de
casa de los Wittelsbach, casa de los Habsburgo, etc.- 2 . Los
bautizados, de personas desconocidas entre sí, han de pasar a ser
una familia, la familia de Dios. Este cambio debe realizarse con-
cretamente en el seminario sacerdotal, para que luego el futuro
sacerdote, en su parroquia o dondequiera que esté, sea capaz de
reunir a las personas en la familia, en la comunidad doméstica
de Dios. El texto habla de casa «espiritual». Este adjetivo no
significa, como sugiere nuestra sensibilidad lingüística, una ca-
sa en sentido meramente figurado y, por tanto, impropio e irreal.
«Espiritual» hace referencia aquí al «Espíritu santo», es decir,
a la fuerza creadora, sin la cual no existiría nada. Una casa
espiritual, edificada por el Espíritu santo, es por tanto la casa
verdaderamente real. El vínculo que procede del Espíritu santo
cala más hondo, es más fuerte y vivo que el mero parentesco de
sangre. Las personas que se reúnen en virtud del toque común
del Espíritu santo se hallan más próximas entre sí de lo que pue-
de lograr cualquier otro parentesco. El evangelio de Juan habla
a este propósito de aquellos que creen en el nombre del Lagos y
adquieren así una nueva genealogía, de aquellos «que no nacie-
ron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, si-
no de Dios» (1, 13). Se establece así el vínculo con aquel que
no fue engendrado por voluntad carnal sino por la fuerza del Es-
píritu santo: Jesucristo. Nos convertimos en «casa espiritual»
cuando somos comunidad familiar con Jesucristo. Esto confiere
esa sintonía interna, esa impronta nueva y ese nuevo fundamen-
to vital que es más fuerte que todas las diferencias naturales y
hace crecer el verdadero parentesco interior. El seminario está

2. Cf. O. Michel, oikos ktl., en ThWNT V, 122-161, especialmente 113s;


H.A. Hoffner, bajit, en Worterbuch zum AT I, 629-638; M. Wodke, Oikon in
der Septuaginta. Erste Grundlagen, en O. Réissler (ed.), Hebraica, Berlin
1977, 59-140, especialmente 60ss.
190 Un canto nuevo para el Señor

siempre en construcción, como la Iglesia y como cada familia.


Se va formando constantemente a medida que las personas de-
jan que Jesucristo construya con ellas la casa viva.
Podemos afirmar muy simplemente que la misión esencial
de un seminario es ofrecer un espacio donde pueda realizarse
incesantemente esta construcción espiritual. Su misión es ser un
lugar de encuentro con Jesucristo que integre a las personas en
Jesús de tal modo que puedan llegar a ser su voz para los hom-
bres y para el mundo de hoy. Esta afirmación básica se concre-
ta más si recurrimos de nuevo al texto citado. La meta es la ca-
sa; el material son las piedras ... piedras vivas, si se trata de
construir una casa viva. Por eso, el versículo habla de construc-
ción en forma pasiva: cual piedras vivas, entrad en la construc-
ción de un edificio espiritual. El activismo nos impulsa a en-
tender estas palabras en sentido activo: construir el reino de
Dios, construir la Iglesia, construir una nueva sociedad, etc. El
nuevo testamento ve nuestro papel de otro modo. El construc-
tor es Dios o el Espíritu santo. Nosotros somos piedras; para
nosotros, la construcción consiste en ser construidos. El antiguo
himno litúrgico para la consagración del templo describe plás-
ticamente el proceso, hablando de golpes saludables de cincel,
trabajo minucioso del maestro con el martillo y enlaces ajusta-
dos, hasta que los bloques de piedra pasan a ser el gran edificio
de la nueva Jerusalén. Tocamos aquí algo muy importante:
construir es ser construido. Si queremos ser casa, debemos
-debe cada uno- aceptar ser labrados por otro. Si queremos
ser material apto para la casa, debemos dejarnos ajustar para el
puesto donde nos utilicen. El que quiera ser piedra en el con-
junto y para el conjunto, debe dejarse vincular a la totalidad. No
puede ya simplemente hacer u omitir las cosas según su crite-
rio. Debe aceptar ser ceñido y conducido por otro adonde no
quiere (cf. Jn 21, 18). El evangelio de Juan nos ofrece otro sí-
mil: la vid, para dar fruto, debe ser limpiada; debe dejarse po-
dar. El camino para producir más fruto pasa por el dolor de la
purificación (Jn 15, 2).
Como primera conclusión de estas consideraciones podemos
afirmar que la preparación sacerdotal debe ofrecer algo más que
la educación y la formación humana. El candidato ha de co-
Preparación para el servicio presbiteral 191

menzar por aprender las virtudes sin las cuales ninguna familia
puede mantenerse unida. Esto es de gran importancia, porque el
sacerdote no debe capacitarse sólo para convivir en la familia
del presbiterado, de la Iglesia local y universal; su tarea es, ade-
más, asociar y mantener unidos en la comunión de la fe a indi-
viduos que son extraños por origen. formación. temperamento
y circunstancias de la vida. Ha de iniciar a las personas en la ca-
pacidad para la reconciliación, el perdón y el olvido, la toleran-
cia y la generosidad. Debe enseñarles el respeto al otro en su al-
teridad, la paciencia recíproca, la combinación de la confianza,
la discreción y la franqueza en su justa medida, y muchas cosas
más. Debe capacitarse, sobre todo, para asistir a la gente en el
dolor: dolor físico, decepciones, humillaciones y angustias que
a nadie respetan. ¿Cómo va a hacer todo esto si no lo ha apren-
dido antes él mismo? La capacidad de aceptar y soportar el su-
frimiento es una condición fundamental para la madurez del ser
humano; si no se aprende esto, el fracaso de la existencia es ine-
vitable. La acritud contra todos y contra todo contamina el fon-
do del alma y lo convierte en tierra yerma. El dominio del do-
lor. .. antes se hablaba de ascesis; el término no gusta hoy; nos
dice más si lo traducimos del griego al inglés: training. Todos
saben que no hay éxito sin entrenamiento y sin esa superación
de sí mismo que el entrenamiento lleva consigo. Hoy se entre-
na todo el mundo con empeño y seriedad para cualquier género
de arte, y así vemos en muchos terrenos unos rendimientos pun-
ta que antes eran impensables. ¿Por qué nos resulta tan extraño
entrenarnos para la vida auténtica y verdadera, ejercitarnos en
el arte de la renuncia, de la autosuperación, de la libertad inte-
rior frente a nuestros deseos?

2. La pasión por la verdad

De lo mucho que se podría decir en este tema voy a destacar


sólo un punto: la educación para la verdad. Muchas veces, la
verdad le resulta incómoda al hombre, pero es la guía más po-
derosa para el desprendimiento, para la verdadera libertad. To-
memos el ejemplo de Pilato. Él sabe exactamente que este Je-
192 Un canto nuevo para el Señor

sús acusado es inocente, y que debe absolverlo en buena justi-


cia. Quiere hacerlo; pero esta verdad aparece en conflicto con
su cargo; puede acarrearle disgustos o incluso costarle la pérdi-
da de su posición. Pueden surgir disturbios, y él puede causar
mala impresión al emperador; etc. Prefiere sacrificar la verdad,
que no grita ni se defiende. aunque la traición deja en su alma
un vago sentimiento de fracaso. Esta situación se repite siempre
en la historia. Recordemos un ejemplo de signo contrario: To-
más Moro. Parecía obvio reconocerle al rey la supremacía so-
bre la Iglesia. No había un dogma explícito que lo excluyera de
modo inequívoco. Todos los obispos lo habían hecho; ¿por qué
iba a exponer su vida él, un laico, y precipitar a su familia en la
ruina? Si no quiere pensar en sí mismo, ¿no debe, al ponderar
los motivos, dar al menos la prioridad a los suyos en lugar de
seguir obstinadamente la voz de su conciencia? En tales casos
queda patente a nivel macroscópico, por decirlo así, lo que ocu-
rre constantemente en lo cotidiano de nuestra vida. Puedo li-
brarme de un asunto incómodo haciendo una pequeña conce-
sión a la mentira. O a la inversa: aceptar las consecuencias de
la verdad me acarrea un tremendo disgusto. ¡Cuántas veces
ocurre esto! ¡Y cuántas veces cedemos! La situación en que se
encontró Tomás Moro es corriente si la traducimos a lo cotidia-
no: si muchos lo dicen, ¿por qué no yo? ¿cómo voy a perturbar
la paz del grupo? ¿por qué voy a hacer el ridículo? ¿no está la
paz de la comunidad por encima de mi verdad? La armonía del
grupo se convierte así en tiranía contra la verdad. Georges Ber-
nanos, obsesionado con el misterio de la vocación sacerdotal y
las tragedias de su fracaso. expuso dramáticamente este peligro
en la figura del obispo Espelette. El prestigioso obispo es pro-
fesor académico; culto y amable, sabe decir la palabra justa en
cada momento, lo que el mundo culto espera de un obispo: «La
cordialidad de este sacerdote ingenioso no decepciona a nadie,
salvo a él mismo. Su cobardía intelectual es inmensa ... Nadie es
tan despreciable como alguien que sólo vive para ser querido.
Esas almas tan hábiles para comportarse al gusto de cada uno,
son mero espejo ... ». Bernanos avanza en su análisis hasta llegar
a la causa de este fracaso: «'Yo pertenezco a mi tiempo', repite
con semblante de alguien que atestigua a su favor ... Pero nunca
Preparación para el servicio presbiteral 193

advierte que de ese modo está renegando del signo eterno con
el que fue marcado>).
Yo no dudo en afirmar que la gran enfermedad de nuestro
tiempo es su déficit de verdad. El éxito, el resultado, le ha qui-
tado la primacía en todas partes. La renuncia a la verdad y la
huida hacia la conformidad de grupo no son un camino para la
paz. Este género de comunidad está construido sobre arena. El
dolor de la verdad es el presupuesto para la verdadera comuni-
dad. Este dolor debe aceptarse día a día. Sólo en la pequeña pa-
ciencia de la verdad maduramos por dentro, nos hacemos libres
para nosotros mismos y para Dios.
Aquí aflora de nuevo la imagen de las piedras vivas. Pedro
ilustra el contenido de la imagen con palabras del Salmo 118,
22, que era ya un texto cristológico fundamental: «La piedra
que los constructores desecharon 1 en piedra angular se ha con-
vertido». No vamos a entrar aquí en la teología de la muerte y
la resurrección que encieiTa este versículo; pero la idea de la
piedra viva nos ha llevado ya a reconocer que el construir in-
cluye el ser construido, que sin el elemento pasivo no puede
producirse la pasión purificadora. Bernanos definió el dolor co-
mo la esencia del corazón divino, y el sufrimiento corporal y
espiritual, como lo más valioso que el Señor nos impone 4 . La
piedra desechada es la imagen de aquel que asumió el dolor
mortal del amor supremo y llegó a ser el espacio para todos no-
sotros: la piedra angular que hace de la humanidad desgarrada
una casa viviente, una familia nueva. En el seminario sacerdo-
tal, en la formación sacerdotal, no integramos un grupo cual-
quiera. De hacerlo, corremos el peligro de que la pasión del
ajuste consista en la mera acomodación al grupo, y sacrifique-
mos a ella nuestra verdad. No construimos con arreglo a un pa-
radigma autofabricado. Nos dejamos construir por aquel que es
paradigma y meta de todos nosotros, por el segundo Adán, al
que Pablo llama Espíritu de vida (1 Cor 15, 45). Este plan cons-
tructivo justifica el esfuerzo de las purificaciones y nos garan-

3. G. Bernanos, L'imposture (Bibliotheque de la Pléiade 1961), 387 y


388.
4. /bid., 352.
/W Un canto nuevo para el Señor

tiza que son purificaciones y no destrucciones. En esta cons-


trucción crecemos internamente, dispuestos a asimilar «todo lo
que sea verdadero, noble, justo, puro, amable, honorable, todo
lo que sea virtud y cosa digna de elogio» (Flp 4, 8). La verdad
nos hace idóneos para tal construcción.
Cuando se alcanza esta meta. el seminario llega a ser un ho-
gar. Sin este proceso común, es una serie de habitaciones en una
residencia de estudiantes cuyos moradores permanecen ence-
rrados en sí mismos. Precisamente la prontitud de ánimo para la
purificación garantiza el buen humor y la alegría de esa casa. Si
no hay tal disposición, la crítica y el hastío de todo y de uno
mismo crean un ambiente donde los días son grises y la alegría
no cunde porque le falta el sol que necesita para crecer.

3. Casa y templo: servicio a la Palabra encarnada

Estas reflexiones dan acceso a una segunda parte en la que,


aparte la formación esencial del hombre y del cristiano, pode-
mos tocar el tema de la preparación para el ministerio sacerdo-
tal. El punto de partida nos lo ofrece, una vez más, el texto so-
bre la casa espiritual hecha de piedras vivas. Es la casa que
Dios se construye en el mundo y que a la vez construimos no-
sotros para él: la «casa de Dios». Toda la teología del templo
queda recogida en este texto. El templo es el lugar donde mora
Dios, espacio de su presencia en este mundo. Por eso es el lu-
gar de reunión donde se realiza constantemente la alianza. Es
punto de encuentro de Dios con su pueblo, que en él se en-
cuentra también consigo mismo. Es el lugar donde resuena la
palabra de Dios, donde se implanta el código de sus preceptos
y queda visible a todos. Es, finalmente, lugar de la gloria de
Dios. Esta gloria de Dios brilla en la pureza intacta de su pala-
bra; pero aparece también en la belleza festiva del culto. La glo-
ria se manifiesta en la glorificación, que es respuesta a la lla-
mada de su palabra, una respuesta sintética y anticipada que
debe continuar en la vida real, la cual ha de ser reflejo de su
gloria. La rotura del velo del templo en la muerte de Jesús sig-
nifica que el templo dejó de ser lugar del encuentro de Dios y
Preparación para el servicio presbiteral . 195

hombre en este mundo. Desde el instante de la muerte de Jesús,


su cuerpo entregado por nosotros es el nuevo y verdadero tem-
plo; la destrucción física del templo de piedra el año 70 no hace
sino visualizar ante la historia lo que ocurrió ya en la muerte de
Jesús 5 . Ahora encuentra la frase del salmo su pleno cumpli-
miento: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has forma-
do un cuerpo» (Sal 40, 7, Heb 10, 5). El culto ha adquirido así
su nueva y definitiva significación: glorificamos a Dios hacién-
donos un solo cuerpo con Jesús, es decir, una nueva existencia
espiritual en la que él nos envuelve totalmente, con cuerpo y vi-
da (cf. 1 Cor 6, 17). Glorificamos a Dios dejándonos integrar en
ese acto de amor que se cumplió en la cruz. Glorificación y
alianza, culto y vida son inseparables entre sí. Esta hora de Je-
sús que durará hasta el fin de los tiempos, consiste en que él nos
atrae a sí desde la cruz (Jn 12, 32) para que seamos «uno solo»
con él (Gál 3, 28).
En el nuevo culto que se celebra constantemente en nuestro
tránsito pascual desde nosotros mismos al ámbito del cuerpo de
Cristo, siguen vigentes los elementos esenciales que definen el
culto del antiguo testamento, y cobran ahora su pleno sentido.
Habíamos dicho que el «templo» es primordialmente un lugar
para la palabra de Dios. Por eso el presbiterado, que está al ser-
vicio de la Palabra humanada, debe hacer presente la palabra de
Dios en su pureza no falseada y en su permanente actualidad.
Para el sacerdote del nuevo testamento es fundamental que no
exponga una filosofía privada de la vida que él haya ideado o
leído, sino la palabra que nos fue confiada y que no podemos
adulterar, como dice Pablo tajante y gráficamente en la segun-
da Carta a los corintios (2, 17). Estamos aquí ante la pretensión
desafiante que debe afrontar el sacerdote; detrás se hace visible
toda la anchura y profundidad que implica la formación y pre-
paración sacerdotal. Como sacerdote, yo no puedo ofrecer mis
ideas privadas; soy enviado de otro, y es lo que da relevancia a
mi mensaje: «Somos embajadores de Cristo, como si Dios ex-

5. Cf. W. Trilling, Christusverkündigung in den synoptischen Evangelien,


München 1968, 201; J. Gnilka, Das Matthiiusevangelium II, Freiburg 1988,
476.
196 Un canto nuevo para el Señor

hartara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplica-


mos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5, 20). Esta sentencia de
Pablo es la definición exacta de la forma básica y la misión fun-
damental del sacerdote en la Iglesia de la nueva alianza. Tengo
que proclamar la palabra de otro y esto significa que debo co-
nocerla, entenderla y apropiármela.
Pero este anuncio requiere algo más que la actitud de un
mensajero telegráfico que trasmite fielmente palabras ajenas sin
que le afecten para nada. Debo trasmitir la palabra del Otro en
primera persona, personalmente, y ajustarme a ella de forma
que sea palabra mía. Porque este mensaje no requiere un tele-
grafista, sino un testigo. Lo normal es que el ser humano se for-
me una idea y luego busque la palabras adecuada; pero aquí su-
cede a la inversa: la palabra le precede. El se pone a disposición
de la palabra y se trasfiere a ella. En este proceso de conoci-
miento, comprensión y reflexión, de adaptación a esta palabra,
consiste la esencia de la formación sacerdotal. El padre Kol-
venbach, en su libro Ejercicios, define esta subordinación del
propio conocimiento a la doctrina de la Iglesia como un «sacri-
ficium intellectus», y continúa: «Este 'sacrificium' imprime en
toda la labor espiritual... el sello de una oblación en sentido pro-
pio, un sello sacerdotal... La capacidad... de anunciar no se
orienta ... primariamente al saber, sino a la integración personal
del sacerdote en el cuerpo de Cristo y a la integración de nues-
tra comprensión en la palabra de Dios comunicada. Como para
los levitas, los profetas y los apóstoles, también para Jos anun-
ciadores de la palabra de Dios el proceso de aprendizaje -que
nunca cesa- consiste en ceder el primer puesto al honor de
Dios ... Un sacerdote debe consagrarse sin restricciones a la pa-
labra de Dios» 6 . El padre Kolvenbach explica a partir de aquí la
misteriosa fórmula paulina de que debemos «revestirnos de
Cristo»: revestirse de Cristo consiste en este proceso de identi-
ficación con la palabra de la fe, en la adaptación interna a esta
palabra, para que sea algo nuestro por habernos ajustado a ella.

6. P. H. Kolvenbach, Der osterliche Weg. Exerzitien ::.ur Lebenserneue-


rung, Freiburg 1989, 24 (trad. cast.: Caminando hacia la pascua. Bilbao
1990).
Preparación para el servicio presbiteral 197

Esto significa en la práctica que la dimensión intelectual y la


espiritual son inseparables en los estudios teológicos. El hecho
de que haya en el mundo una palabra de Dios accesible a noso-
tros, algo que Dios nos dijo y nos dice, es la realidad más im-
presionante que cabe pensar; pero estamos embotados por el
hábito para percibir el prodigio de esta comunicación. Hace po-
co he recordado una pequeña anécdota que relata Helmut Thie-
licke en sus memorias. Dos estudiantes de filología que nunca
habían recibido enseñanza religiosa asistieron a uno de sus ser-
mones en el Hamburger Michel. Lo que más les impresionó fue
el padrenuestro recitado al final, cuyo texto desconocían. Como
les pareció que a todos les era familiar, no se atrevieron a pre-
guntar y procuraron informarse por su cuenta. Fracasaron en
el intento de encontrarlo en la biblioteca estatal. Tampoco pu-
dieron hallar la letra en la facultad teológica. La cosa se iba
haciendo más enigmática hasta que el domingo, durante la ce-
lebración matinal trasmitida por radio, tomaron nota del padre-
nuestro recitado en común. «Así tuvimos por fin el padrenues-
tro en el cesto», fue el final del relato de los dos estudiantes a
Thielicke sobre el largo y arduo viaje de descubrimiento de la
oración del Señor, que desembocó en su conversión a la Iglesia
católica7 . Se repite aquí, en nuestro tiempo, el fenómeno de la
fe de los paganos que hizo exclamar al Señor: «Üs aseguro que
en ningún israelita he encontrado tanta fe» (Mt 8, 10). Conocer
la aventura de la cercanía de la palabra de Dios en toda su be-
lleza excitante y embarcarse en ella con todas las fuerzas, per-
tenece a la esencia de la vocación sacerdotal. Por eso, ningún
esfuerzo puede parecernos excesivo para el conocimiento de la
palabra de Dios. Si vale la pena aprender italiano para entender
a Dante en su original, mucho más obvio debe ser aprender a
leer la Escritura en la lengua original. Todo el rigor de los estu-
dios históricos sirve obviamente para internarnos en la palabra
de Dios. La disciplina racional, la disciplina del trabajo metó-
dico, es una pieza irrenunciable del camino al sacerdocio. El
que ama, quiere conocer; desea saber más y más sobre la per-

7. H. Thielicke, Zu Gast auf einem schonen Stem. Erinnerungen, Ham-


burg 1984, 307s.
198 Un canto nuevo para el Señor

sona que ama. Así, el afán de conocer es una tendencia interna


del amor. Por lo demás, la disciplina metódica que obliga a des-
pojarse constantemente de las ideas preferidas de uno para
amoldarse a los datos reales, es un modo insustituible de edu-
cación para la verdad y la veracidad, una pieza esencial de ese
desprendimiento del testigo que no se pregona a sí mismo, sino
que está al servicio de lo que es más grande que él. Una espiri-
tualidad que quiera saltarse esto, se convierte en fanatismo. La
edificación sin verdad es una especie de autosatisfacción espi-
ritual que no nos podemos permitir.
El esfuerzo cuidadoso y disciplinado por entender la sagra-
da Escritura es el fundamento de la educación para el sacerdo-
cio. Pero está bastante claro que no es suficiente una lectura pu-
ramente histórica de la Biblia. No la leemos como palabra hu-
mana del pasado; la leemos como palabra de Dios que él hace
llegar a todos los tiempos, a través de personas de un tiempo
pasado, como palabra siempre presente. Alojar la palabra en el
pasado significa negar la Biblia como Biblia. Esa exégesis pu-
ramente histórica, orientada al pasado, lleva con lógica interna
a la negación del canon y, en consecuencia, al cuestionamiento
de la Biblia como tal. Aceptar el canon significa siempre leer la
palabra más allá de su mero instante, es decir, percibir en los
autores al pueblo de Dios como soporte y autor permanente. Pe-
ro, dado que ningún pueblo es pueblo de Dios por propia ini-
ciativa, la aceptación de este sujeto significa reconocer en él y
a través de él a Dios como el verdadero inspirador de sus cami-
nos y de su memoria plasmada en la Escritura. Colocándose en
esta perspectiva, la exégesis se convierte en exégesis bíblica y
en teología; ésta nace cuando hay una Iglesia que es el sujeto
común, y sin este sujeto no existe 8 . Cuando la teología lo aban-
dona, se convierte en filosofía de la religión: el conjunto de dis-
ciplinas teológicas se disgrega en una yuxtaposición de ciencias
históricas, filosóficas y praxeológicas, como el canon se dis-

8. Cf. J. Ratzinger, Schr(fiauslegung im Widerstreit, Freiburg 1989, espe-


cialmente 7-44; sobre la cuestión de la Iglesia como <<sujeto» de la teología
puedo remitir al trabajo <<Teología e Iglesia» de mi libro Wesen und Auftrag
der Theologie, Einsiedeln 1993, 39-62.
Preparación para el servicio presbiteral /99

grega cuando no hay un sujeto permanente, lo único que puede


acreditarlo como canon. Si la presencia interior de este sujeto
-la Iglesia- se debilita en las almas, es inevitable el proceso
disgregador: la disolución del canon y la disolución de la teolo-
gía en una serie de especialidades apenas ligadas entre sí. Tal es
la gran tentación de nuestra hora, en la que el sentido del mis-
terio que es la Iglesia se extingue casi totalmente y la gran Igle-
sia aparece como una organización capaz de coordinar los te-
mas religiosos, pero ella misma no entra en la religión, que se
desenvuelve en el ámbito afectivo de la comunidad. Por eso, la
vivencia y la aceptación de la Iglesia forma parte sustancial de
la preparación para el presbiterado. Si en esta época la Iglesia
no «despierta en las almas», al final todo es subjetivo. La fe de-
genera en una elección privada de aquello que me parece más
actualizable; no se produce el desprendimiento de mí mismo y
la trasferencia a la palabra del Otro. La palabra es entonces, a
la postre, mi palabra; yo no me integro en el cuerpo de Cristo,
sino que permanezco en mí mismo.
Esto significa que una preparación global y científica multi-
lateral es necesaria para el presbiterado por la naturaleza misma
de éste. La religión del Logos es esencialmente una religión ra-
cional. Incluye la dimensión filosófica e histórica, igual que la
referencia a la práctica; pero todo esto sólo puede aglutinarse
desde un fondo teológico que no puede subsistir sin la realidad
de la Iglesia. Hoy, en la era de la especialización progresiva,
creo que la búsqueda de la unidad interna en teología y la con-
centración en el núcleo han pasado a ser una prioridad urgente.
La teología debe ser sin duda multilateral, pero también capaz
de sacudirse constantemente el lastre y centrarse en lo esencial.
Debe ser capaz de distinguir entre el saber particular y el saber
fundamental; y debe, sobre todas las cosas, trasmitir una visión
orgánica del conjunto donde se integre lo esencial. Si los estu-
dios calificados de ejemplares hacen que al final se acumule una
serie de saberes especiales inconexos, incumplen su objetivo.
Sólo la totalidad permite conocer los criterios que son impres-
cindibles para el necesario discernimiento de los espíritus, para
la autonomía espiritual del anunciador. Si no aprende a juzgar
desde el todo, queda expuesto indefenso al vaivén de las modas.
200 Un canto nuevo para el Señor

Esto me lleva a otro punto. Siempre me ha dado que pensar


el hecho de que la plegaria de la misa romana donde los sacer-
dotes piden por sí mismos, utilice la palabra «pecador»: «nobis
quoque peccatoribus». El apelativo oficial que se aplican Jos
clérigos en presencia de Dios deja de lado la dignidad y va al
núcleo: somos «siervos pecadores» 9 . No creo que se pueda des-
pachar esto como una simple concesión a la humildad. Expresa
la misma conciencia que hizo exclamar a Isaías ante la teofanía:
«¡Ay de mí, estoy perdido! Soy hombre de labios impuros ... y
he visto con mis ojos al Rey y Señor de Jos ejércitos» (6, 5); la
misma conciencia que deja a Pedro sobrecogido ante la pesca
milagrosa y le hace exclamar: «¡Apártate de mí, Señor, que soy
un pecador!» (Le 5, 8): la misma conciencia que resuena en la
liturgia cuando el obispo exhorta a los candidatos: «Con gran
temor hay que subir a esta altura ... ». Es peligroso acostumbrar-
se a la cercanía permanente de lo santo, que deriva fácilmente
en cotidiano y habitual, y luego en funesto. Las duras palabras
de Jesús a los fariseos y sacerdotes descansan en una trama psi-
cológica y sociológica que siempre existe: la costumbre insen-
sibiliza. Recordemos el ejemplo de los dos estudiantes en su
búsqueda del padrenuestro, donde hemos visto reflejado el in-
terés de los paganos y nuestra propia ceguera. Por eso la Igle-
sia consideró en el pasado que no se podía estudiar teología
simplemente como una profesión para ganarse el sustento. Por-
que entonces tratamos la palabra de Dios como algo que nos
pertenece, y no es así. Moisés tuvo que quitarse las sandalias
ante la zarza ardiendo. Podríamos decirlo de otro modo: el que
se expone al foco radiactivo de la palabra de Dios y lo maneja
profesionalmente, debe prevenirse contra su proximidad; de lo
contrario sufrirá quemaduras. La realidad de este peligro se ad-
vierte en que todas las grandes crisis de la Iglesia van acompa-
ñadas de una decadencia del clero, para el cual el trato con lo
santo no era ya el misterio sobrecogedor y peligroso de la cer-
canía ardiente del Santísimo, sino una manera cómoda de ase-
gurarse el sustento. La prevención necesaria para eludir el ries-

9. Cf. J. A. Jungmann, Missarum sollemnia 11, Freiburg 1952, 311; Th.


Schnitzler, Meditaciones sobre la misa, Barcelona 1960, 120s.
Preparación para el servicio presbiteral 201

go de la familiaridad profesional con el misterio de Dios puede


encontrarse expresada en la orden que recibe Moisés de quitar-
se el calzado: el calzado, hecho de cuero, de la piel de animales
muertos, era expresión de lo muerto, y había que desechar lo
muerto para poder estar en la vecindad de aquel que es la vida.
Lo muerto ... es por lo pronto el exceso de cosas muertas. las po-
sesiones de que se rodea una persona. Lo muerto abarca tam-
bién aquellas actitudes que obstaculizan el camino pascual: só-
lo el que se pierde a sí mismo, se gana. El sacerdocio requiere
un abandono de la existencia burguesa, debe asumir la autopér-
dida de un modo estructural. El hecho de que Iglesia y celibato
vayan unidos procede de esta verdad: el celibato es la antítesis
de la vida normal. El que lo asume desde dentro, no puede con-
siderar el presbiterado como una profesión entre otras, sino que
ha de afirmar la renuncia al propio proyecto vital, dejarse ceñir
y guiar por el otro adonde no quisiera. Antes de tomar esa de-
cisión, es preciso oír y meditar el dicho del Señor: «Si uno de
vosotros quiere construir una torre, ¿no se sienta primero a cal-
cular los gastos, a ver si tiene para terminarla?» (Le 14, 28). Na-
die puede ir al sacerdocio por propia iniciativa, como su modo
de vida. El examen cuidadoso de si respondo con él a la llama-
da del Señor o sólo trato de realizarme, es condición funda-
mental. Y en todo el trayecto está la condición de mantener
vivo el contacto con el Señor. Porque si apartamos la vista de él,
puede ocurrimos lo que a Pedro cuando sale al encuentro deJe-
sús sobre las aguas: sólo la vista del Señor puede contrarrestar
la fuerza de la gravedad, y puede hacerlo realmente. Siempre
somos pecadores; pero si él nos sostiene, las aguas del abismo
pierden su poder.
Quisiera volver, a este propósito, sobre el «nobis quoque», la
oración presbiterial del canon romano. Invoca en favor del sa-
cerdote a los guías e intercesores, comenzando por Juan Bautis-
ta; después, a catorce santos: siete varones, todos mártires, y
siete santas mujeres y vírgenes. Representan las diversas áreas
geográficas de la Iglesia y las diferentes vocaciones existentes
en ella: todo el pueblo santo de Dios 10. El sacerdote está apo-

10. Cf. Th. Schnitzler, Meditaciones sobre la misa, 122.


202 Un canto nuevo para el Señor

yado por los santos y por toda la comunidad viviente de los fie-
les. Me parece especialmente significativo que el canon romano
mencione los nombres de las santas mujeres justamente en la
oración por los sacerdotes. El celibato sacerdotal nada tiene que
ver con la misoginia; tampoco significa una ruptura de vínculos
con la mujer. La maduración interna de un sacerdote depende
esencialmente de que encuentre la relación correcta con las mu-
jeres; necesita ser apoyado por madres, vírgenes, profesionales
y viudas que acepten su misión especial y le acompañen en ella
con bondad y solicitud femenina, desinteresada y pura.

4. Palabra y sacramento: el lugar del culto

Nuestras reflexiones se mueven siempre en la idea de que


nuestra vocación es la de formar parte de un templo vivo. El
templo incluye el culto divino, el sacrificio; así nos lo dice la
primera Carta de Pedro. Como cristianos, creemos en la Palabra
humanada. Por eso, el servicio sacerdotal debe alcanzar algo
más que la predicación, más que una exposición de la Biblia.
Lo que se hace visible en la palabra, ha pasado a los sacramen-
tos, dice san León Magno 11 . La palabra de la fe es esencial-
mente palabra sacramental. De ahí que la formación para el
sacerdocio deba ser una preparación para el servicio de los sa-
cramentos, para la liturgia sacramental de la Iglesia. No voy a
exponer ahora en largas consideraciones lo que esto significa,
cuando lo anterior estaba pensado ya desde una óptica sacra-
mental. Hay una cosa clara: la eucaristía diaria debe ser el nú-
cleo de la preparación sacerdotal. La capilla debe constituir el
centro del seminario, y la cercanía eucarística debe continuar y
profundizarse en la adoración personal ante el Señor presente.
El sacramento de la penitencia debe ser siempre la brasa en-
cendida de la purificación que menciona el profeta Isaías en el
relato de su vocación (6, 6); debe ser la fuerza de reconciliación
que nos alivie de todas las tensiones y, guiados por el Señor, nos
lleve a la unión.

11. Sermo 2 de Ascensione, 2, PL 54, 398.


Preparación para el servicio presbiteral 203

La liturgia entraña el silencio y la celebración festiva. De


mis años de seminario, los momentos de la misa matinal con su
frescor y pureza incontaminados, junto con las grandes cele-
braciones llenas de esplendor festivo, son los más bellos re-
cuerdos que guardo. La liturgia es bella precisamente porque
nosotros no somos sus agentes, sino que participamos en lo que
es más grande, nos envuelve e incorpora. Voy a referirme de
nuevo al canon de la misa romana: el «communicantes» men-
ciona los nombres de veinticuatro santos en correspondencia tá-
cita con los veinticuatro ancianos que, según el cuadro del Apo-
calipsis, rodean el trono de Dios en la liturgia del cielo 12 . Toda
liturgia es liturgia cósmica, un salir de nuestras humildes agru-
paciones hacia la gran comunidad que abraza cielo y tierra. Es-
to le confiere la amplitud, la gran dimensión; esto hace de cada
liturgia una fiesta; enriquece nuestro silencio y nos invita a bus-
car esa obediencia creativa que nos capacita para sumamos al
coro de la eternidad.
El culto está relacionado con la cultura; esto es algo que sal-
ta a la vista. La cultura sin culto pierde su alma, y el culto sin
cultura ignora su propia dignidad. Si la formación sacerdotal es
muy sustancialmente, en su núcleo, formación litúrgica, un se-
minario ha de ser también una casa de amplia formación cultu-
ral. La música, la literatura, el arte figurativo, el amor a la na-
turaleza, todo esto le pertenece. Los talentos son diversos, y lo
hermoso es que, en el seminario sacerdotal, muchos y diferen-
tes talentos puedan complementarse. Nadie lo puede todo, pero
nadie debe apuntarse a la vulgaridad. La liturgia es el contacto
con la belleza misma, con el amor eterno. De ella ha de irradiar
la alegría a la casa, en ella puede trasformarse y superarse la
carga del día. Cuando la liturgia es el centro de la vida, nos ha-
llamos en el ámbito de la exhortación paulina: «Estad siempre
alegres; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca» (Flp 4,
4). Desde el punto céntrico que es la liturgia, sólo desde él, se
comprende que Pablo defina al apóstol, al sacerdote de la nue-
va alianza, como «cooperador en vuestra alegría» (2 Cor 1, 24 ).

12. Th. Schnitzler, Meditaciones sobre la misa, 96-97; sobre la esencia de


la liturgia cf. J. Corbon, Liturgie aus dem Urquell, Einsiedeln 1981.
204 Un canto nuevo para el Seíior

En la época de mi juventud topábamos aún ocasionalmente,


en el mundo rural, con la creencia de que la preparación para el
sacerdocio consistía sobre todo en aprender a decir misa. Uno se
extrañaba de que esta creencia perdurase tanto tiempo, aun sa-
biendo que para decir misa era necesario aprender latín, algo na-
da sencillo. En realidad. cabe afirmar efectivamente que, a tin
de cuentas, la preparación para el sacerdocio consiste en apren-
der a celebrar la eucaristía. Pero cabe afirmar también, a la in-
versa, que la eucaristía existe para enseñarnos a vivir. La escue-
la de la eucaristía es la escuela de la vida justa; nos conduce a
la enseñanza de aquel que pudo decir con exclusividad: yo soy
el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). El tremendo ministe-
rio de la eucaristía consiste en que el sacerdote puede hablar con
el yo de Cristo. Hacerse sacerdote y serlo sigue siendo un acer-
camiento a esta identificación. Nunca acabaremos de alcanzar-
la, pero si la buscamos, estamos en el buen camino: el camino
que lleva a Dios y al hombre, el camino del amor. Con esta va-
ra hay que medir siempre la preparación para el sacerdocio.
ORIGEN DE LOS DIFERENTES TRABAJOS

Jesucristo, hoy: Internat. kath. Zeitschrift Communio 19


(1990) 56-70; en España: Universidad Complutense de Madrid:
Jesucristo, hoy, El Escorial 1989, 297 316.

Cristo y la Iglesia. Problemas actuales de la teología. Con-


secuencias para la catequesis, en Ratzinger-Staudinger-Schüt-
te, Zu Grundfragen der Theologie heute, Paderborn 1992,7-17 .

El poder de Dios, esperanza nuestra: Pastoralb1att für die


Diozesen Aachen, Berlín, Essen, Hi1desheim, Koln, Osnabrück,
40 (1988) 71-83.

La resurrección, fundamento de la liturgia cristiana. El sig-


nificado del domingo para la oración y la vida del cristiano.
Publicado con el título Vom Sinn des Sonntags: Forum kath.
Theologie 1 (1985) 161-17 5; también en di versas ediciones de
la revista internacional Communio.

«Templo construido con piedras vivas». La casa de Dios y el


culto cristiano, en W. Seidel (ed.), Kirche aus lebendigen Stei-
nen, Mainz 1975, 30-48.

«Cantad a Dios con maestría». Premisas bíblicas para la


música de Iglesia. Fue publicado con el título Biblische Vorga-
benfür die Kirchenmusik en Brixener Initiative Musik und Kir-
che. Drittes Symposion «Choral und Mehrstimmigkeit», Brixen
1990, 9-21.

La imagen del mundo y del hombre en la liturgia y su ex-


presión en la música de Iglesia. Publicado con el título Liturgie
und Kirchenmusik: Internat. kath. Zeitschrift 15 ( L986) 243-
256; también en Musices aptatio. Jahrbuch 1986 Christus in
Ecclesia cantat, ed. alemana, 60-74; también ediciones en in-
glés, italiano, francés y portugués (todo en Roma 1986).
206 Un canto nuevo para el Señor

«Te cantaré en presencia de los ángeles». La tradición de


Ratisbona y le reforma litúrgica. Publicado con el título In der
Spannung zwischen Regensburger Tradition und nachkonzilia-
rer Reform: Musica sacra. Zeitschrift des Allgemeinen Ciieci-
lienverbandes für Deutschland 114 (1994) 37g-38g.

Conversión, penitencia y renovación. Versión muy abrevia-


da de lo publicado con el título Kirchenverfassung und Umkehr
en lntemat. kath. Zeitschrift 13 (1984) 444-457.

Preparación para el servicio presbiteral. Publicado con el


título Perspektiven der Priesterausbildung heute en K. Hillen-
brand (ed.), Unser Auftrag- Besinnung auf den priesterlichen
Dient, Würzburg 1990, 11-38.
INDICE GENERAL

Prólogo..................................................................................... 7

JESUCRISTO, CENTRO DE NUESTRA FE


Y FUNDAMENTO DE NUESTRA ESPERANZA

Jesucristo, hoy........................................................................... 11
l. Indicaciones sobre el origen y la finalidad del presente
estudio............................................................................ 11
2. Retlexión preliminar: el hoy, el ayer y lo eterno............ 19
3. Cristo, el camino. Exodo y liberación............................ 23
4. Cristo, la verdad. Verdad, libertad y pobreza................. 30
5. Cristo, la vida. La «proexistencia» y el amor................. 36

Cristo y la Iglesia. Problemas actuales de la teología. Conse-


cuencias para la catequesis.................................................. 41

El poder de Dios, esperanza nuestra .... .... .......... ....... ................ 49


l. Fundamentación .. ... ... ... ..... ... ......... .... ......... ......... .... ....... 49
a) Consideraciones previas sobre la esencia del poder. 49
b) Dos textos bíblicos sobre la cuestión del poder: el
monte de las tentaciones y el monte de la misión .... 51
e) La esencia del poder de Jesús: poder en la obedien-
cia, poder responsable............................................... 54
d) Los dos modos de poder: poder dominador y poder
obediencia!................................................................ 55
2. Aplicaciones................................................................... 58
a) La fe, puerta de acceso al poder de Dios.................. 59
b) La Biblia, el lugar del poder esperanzador de Dios.. 63
e) La potestad de la Iglesia y el poder de Dios............. 66
208 lndice general

II

CULTO CONFORME AL LOGOS (ROM 12, 1)


LITURGIA Y CRISTOLOGIA

l. La resurrección. fundamento de la liturgia cristiana. El signi-


ficado del domingo para la oración y la vida del cristiano.. 73
l. ¿De qué se trata?............................................................ 73
2. La teología del día del Señor......................................... 76
3. Sábado y domingo.......................................................... 80
a) El problema............................................................... 80
b) La teología del sábado .. .. .. .. .. .. .... .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. 83
e) La síntesis cristiana................................................... 86
4. Aplicaciones................................................................... 88
a) Celebraciones dominicales sin sacerdote.................. 89
b) Cultura de fin de semana y domingo cristiano ......... 92

2. Gloria y glorificación. «Templo construido con piedras vivas».


La casa de Dios y el culto cristiano..................................... 95
l. El mensaje bíblico sobre el templo construido con pie-
dras vivas........................................................................ 95
a) La raíz en el antiguo testamento............................... 97
b) Cumplimiento en el nuevo testamento...................... 99
2. ¿Cómo se llega al templo cristiano?............................... 102
3. Consecuencias para hoy................................................. 107

«Cantad a Dios con maestría». Premisas bíblicas para la música


de Iglesia.............................................................................. 113
l. Consideraciones sobre la situación de la Iglesia y de la
cultura............................................................................. 113
2. Un salmo, ejemplo de las premisas bíblicas para la mú-
sica en el culto................................................................ 115
3. La recepción del esquema bíblico en la vida litúrgica de
la Iglesia......................................................................... 123
Indice general 209

4. Consecuencias para el presente...................................... 125


a) Contra el esteticismo autónomo................................ 126
b) Contra el pragmatismo pastoral autónomo............... 127
e) Apertura al mañana dentro de la continuidad de la fe. 129

La imagen del mundo y del hombre en la liturgia y su expresión


en la música de la Iglesia..................................................... 131
l. ¿Superar el concilio? Una nueva concepción de la litur-
gia................................................................................... 132
2. El fundamento filosófico del esquema y sus puntos dé-
biles................................................................................ 135
3. El modelo antropológico de la liturgia eclesial.............. 141
4. Las consecuencias para la música litúrgica.................... 143
a) Nociones básicas....................................................... 143
b) Notas sobre la situación actual................................. 147
5. Consideración final: liturgia, música y cosmos.............. 148

«Te cantaré en presencia de los ángeles». La tradición de Ratis-


bona y la reforma litúrgica................................................... 151
l. Liturgia terrena y liturgia celestial: la visión de los pa-
dres de la Iglesia............................................................. 151
2. Una aclaración en la disputa posconciliar sobre la litur-
gia................................................................................... 153
3. La esencia de la liturgia y los criterios de la reforma.... 155
4. Fundamento y misión de la música en la celebración li-
túrgica............................................................................. 160
5. Coro y comunidad: la cuestión del lenguaje.................. 162
6. Cuestiones concretas: «Sanctus», «Benedictus», «Agnus
Dei»................................................................................ 164

3. Aspectos complementarios Conversión, penitencia y reno-


vación. Un diálogo entre F. Greiner y J. Ratzinger ............. 171

Preparación para el servicio presbiteral.................................... 187


l. La construcción de la casa espiritual: integración en la
familia de Dios .................. .............. ...... ....... ................ .. 188

i' ,'
210 lndice general

2. La pasión por la verdad.................................................. 191


3. Casa y templo: servicio a la Palabra encarnada............. 194
4. Palabra y sacramento: el lugar del culto ........................ 202

Origen de los diferentes trabajos............................................... 205


ISBN 64 - 301- 1329- 0

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