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En el metro de la ciudad de México no ocurre nada en un jueves por la mañana.

Hay muchas historias que involucran al gusano naranja que atraviesa prácticamente toda la ciudad
de México, este transporte ha sido el escenario para más de una historia de amor y de valor de
muchos habitantes de esta caotica ciudad.

Me duele el pecho mientras redacto estas letras y es que en realidad no soy muy afecto a escribir
y menos contando una historia personal, mi mano sigue acalambrada mientras lo hago, he
pensado mucho como debo de contar lo que me ocurrió un jueves cualquiera por la mañana en las
instalaciones del metro de la ciudad.

Soy un chilango nacido en la ciudad y quizá esa sea la razón por la cual siempre tengo prisa, ando
corriendo preocupado por el tiempo, a diferencia de mi padre que usaba reloj para medir el
tiempo, yo miro constantemente la pantalla de mi dispositivo celular, mientras corro de mi casa al
trabajo o a donde sea que vaya.

Los lunes o los viernes de quincena suelen ser muy tumultuosos en el metro, desde las 5 de la
mañana gente va y gente viene en las diversas direcciones del transporte naranja, pero los jueves
no, estos días son tranquilos, nadie tiene mucha prisa, pues pronto la semana terminará, nadie
corre y casi no hay historias interesantes en un jueves por la mañana en el metro de la ciudad de
México.

Como todos los días fue a dejar a mi hija en la guardería a eso de las 8 de la mañana, su madre y
yo trabajamos, y aunque sus abuelos están dispuestos a cuidarla, creemos que es importante que
la niña asista a la escuela y desde que nació lo hemos hecho así.

Este jueves sus profesoras han tardado más de la cuenta en recibirla, todos los que tenemos hijos
entre los 0 y 3 años somos algo quisquillosos con el cuidado de nuestros pequeños. Razón por la
cual entendía a la mamá que reclamaba los rasguños que encontró en su hijo el día anterior y que
demoraba la entrega de peques a las profesoras.

Luego de una muy poco paciente espera logre que recibieran a mi nena y salí disparado hacia el
trabajo, los chilangos siempre tenemos prisa, viajar a las 9 de la mañana es una experiencia
tranquila en comparación con aquellos que tienen que llegar a las 8 a sus trabajos; ellos se pisan,
se golpean, hacen lo necesario para no tener retardos y llegar a tiempo a sus trabajos. Pero no
somos así los que a las 9 apenas vamos entrando al metro, todo es más tranquilo.

Este jueves, sin embargo, el tiempo corría en mi contra, tenía la imperante necesidad de llegar
pronto a mi trabajo, con tal de ganar unos segundos iba sudando mientras esquivaba a otros
usuarios que pacientes caminaban hacia los vagones de metro.

Mi trayecto va de metro Pantitlán a Tacubaya, entrar a Pantitlan se compara con entrar a un


laberinto lleno de escaleras y pasillos en donde es fácil perderse, a no ser que seas un usuario
habitual, como lo era yo.

Hasta aquí todo mi trayecto era normal, nada digno de ser contado como una gran historia, hasta
que, luego de abordar al vagón, sin conseguir un asiento, avanzamos hacía metro Puebla, el aire
como suele ser en este parte del camino, era sucio y olía mal, es un olor propio de la ciudad que a
ningún usuario agrada, pero al cual ya todos nos acostumbramos.

Al llegar a la estación Puebla empezó la razón por la cual ahora me duele el pecho, avanzábamos
lentamente como es habitual en este trayecto y hay un momento en donde puedes apreciar a la
gente que espera impaciente a que el convoy habrá las puertas.

Entonces la vi, era una mujer de negro que esperaba entre la multitud, note algo muy raro en ella,
resaltaba de todos y nadie parecía prestar atención a una persona tan peculiar, el metro paro a
escasos metros de ella y mi visión quedo bloqueada.

Era una mujer de entre 25 y 35 años de piel morena pero que parecía brillar, quizás mi descripción
no es muy buena pues desde los 9 años fui diagnosticado con miopía y durante años me negué a
usar lentes, para mis 19 el oftalmólogo dijo que nunca tendría una visión 20/20, de hecho, si
cerraba un ojo mis dioptrías aumentaban, el doctor dijo que era vista perezosa o algo así, la cosa
es que solo con lentes puedo tener una visión medianamente buena. Es por eso que mi
descripción de la mujer es tan pobre, pero al mismo tiempo tan enigmática.

Al saber que no tendría nunca una buena visión, desde muy joven me hice un observador, sabía
poner atención en los detalles, esto lo hacía tratando de subsanar la falta de visión, entonces,
cuando vi a esta mujer parada en el andén de metro Puebla aunque no tenía nada distinto de
alguna manera resaltaba y llamaba poderosamente mi atención.

Justo en ese momento y como suele ocurrir cuando observo algo sentí resecos los ojos y los cerré.
Cuando cerraba los ojos, mientras la seguía viendo de reojo, pude captar por un segundo la
verdadera naturaleza de esa mujer, aquello que estaba parado ahí con cuerpo de mujer, en
realidad era un ente disfrazado, por eso resaltaba, pero parecía que nadie más se daba cuenta del
disfraz.

¿Qué clase de ser se quiere esconder y hacer pasar por un humano, para viajar en el metro de la
Ciudad de México?

Mientras tenía los ojos cerrados pensé que, ese cuerpo de mujer, esos ojos profundos y
melancólicos además de las bellas facciones, no podrían ser más que de la muerte.

Una muerte que no teme mostrarse y caminar al lado de humanos en un día en que nada puede
pasar, como en un jueves por la mañana por el metro de la ciudad de México.

De repente las puertas del metro se abrieron y justo entonces mientras parpadeaba y pensaba en
el disfraz de la muerte, me di cuenta que la mujer por un momento vio que la observaba y mi
mente me decía que si efectivamente fuera la muerte, seguramente algún pensamiento lo hubiera
dirigido hacía mí.

Ningún mortal tendría la osadía de verme a los ojos, pues yo soy la destructora de mundos, la
cegadora de almas, la que decide quien deja el mundo terrenal para irse de aquí- pensaba yo, si
fuera ella.

Una mirada mía bastaría para hacer desfallecer a aquél que viera tras mi mascara de mortal; y
mientras pensaba eso, tenía la seguridad de que esa mujer era la muerte disfrazada como mortal y
poco a poco mi alma y cuerpo se llenaron de terror, al darme cuenta que tendría razón la muerte y
una mirada de esos profundos y melancólicos ojos bastarían para cortar mi existencia en este
mundo.

Mientras estas ideas rondaban en mi cabeza las puertas del metro seguían abriéndose y la gente
se preparaba para salir en un jueves común y corriente del metro de la Ciudad de México.

El terror recorría mi ser y como un destino que se anuncia previamente una oscuridad se
empezaba a apoderar de mi cuerpo, poco a poco mi fuerza se iba y sentía el frío en cada gota de
sudor que escurría por mi espalda recorriendo mi cuerpo cada vez más débil.

Mientras eso pasaba mis pulmones se llenaron de aire, ese aire sucio de la Ciudad de México y
sentí la deliciosa sensación de respirar seguida del miedo de ya no volverlo a hacer, saboreé cada
olor, que antes me había parecido asqueroso y me lamenté por nunca prestarle atención a tantas
cosas que pude haber olido en mi vida y que nunca hice.

MI vida se iba y mientras la perdía me llene no solo de miedo, sino de cobardía, de saber que no
vería a mi hija crecer, que no hablaría más con la gente que amaba y que sería olvidado por tener
la osadía de ver a través de la máscara de un ser divino.

¡Ayuda dios! Pensé. Ese dios que durante mi adolescencia aborrecí y del cual me declaré enemigo
por ser una forma de adoctrinamiento para las masas, pedí ayuda como lo hace el que está
condenado a muerte, y creí que por un segundo era digno de recibir su favor.

Todo se volvía lento, todo empezaba a desaparecer, mis pensamientos se ahogaban en la


oscuridad hasta que de repente, sentí un terrible dolor en mi pecho, era como fuego ardiendo en
cada celula de mi cuerpo.

Volví a respirar, a recupar mi fuerza y tener claridad en la mente, entonces enfrente de mi un


hombre apareció, era un cuarenton con canas en la barba. Con una mirada justa y una mochila en
sus espaldas, no se veía divino, como la muerte que estaba en el andén, era igual de divino, pero
ese no podría ser dios.

Entonces mi mente ya más clara pensó que no era jesus, pero si una poderosa entidad, igual que la
muerte pero en otro sentido. Con una mirada serena, dejo de verme y dirigió sus ojos hacía el
andén en donde se encontraba la muerte.

La gente había terminado de bajar en metro puebla y el sonido anunciaba el cierre de las puertas y
mientras esto pasaba las luces del vagón empezaron a parpadear, note que todos los usuarios
tuvieron la misma opresión en el pecho por un momento y luego todo regreso a la normalidad.

Mientras las puertas se cerraban el hombre corpulento se abrió paso y consiguió bajar del vagón,
para que este siguiera su viaje.

No sé si estos seres eran dioses o seres de otro nivel, pero el pecho me ha dolido todo el día y por
más que lo pienso sigo pensando que tuvo un encuentro cercano con la muerte.

Una imperiosa necesidad de abrazar a mi esposa e hija me hicieron volver temprano del trabajo y
como si una voz me susurrara me puse a escribir en la computadora la experiencia que he tenido
hoy.
Mientras lo hago pienso en todas las historias que pueden pasar en un jueves por la mañana en el
metro de la Ciudad de México, con estos seres como comunes denominadores de todas ellas.

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