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Certamen Osvaldo Bayer 3.qxp 15/02/2022 02:34 p.m.

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Mención

Café
Por Alejandro Langlois

Había llovido tantos esos meses que en todos


los cafetales ya celebraban una producción mucho
más abundante que la del año anterior. Un capa-
taz previsor como Vargas no iba a dejar que la
cosecha lo sorprendiera con las cuadrillas flacas.
Ya había hecho correr la voz: el beneficio El
Naranjo estaba contratando.
Una vez que termina esa lotería de Wall
Street denominada la bolsa de futuros de café y se
definen los valores de esa campaña, los cafetaleros
pueden ponerle un precio al canasto, la unidad de
medida sobre la que se calcula el salario de los
cogedores. Ese año, El Naranjo lo fijó en un dólar
diez y prometía una poción de salchichón diario.
Mendoza iba por el segundo vaso de caña
cuando escuchó que el mozo de aquella cantina le
contaba a un borachín de la posibilidad de traba-
jo en el cafetal. Jamás en su vida había cogido
café, pero necesitaba trabajar. Había venido desde
Nicaragua cuatro meses atrás y no tenía empleo
desde entonces. Ya debía tres meses de alquiler de
la pieza en la que vivía con su mujer embarazada
de cinco meses y un bebé de un año y medio.
Arroz y frijoles todos los días.

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Se presentó el día indicado y preguntó por


Vargas. El capataz despachaba en una cabina
hecha de bambú, paja y hojas de palma. Ser nica
era una buena carta de presentación.
—¿Tenés experiencia en el café, vos, nica?
–preguntó Vargas.
—Sí, de años, –exageró Mendoza, con ese
arte tan peculiar para mentir que tienen quienes
han convivido con la mentira desde pequeños.
—¡¡Mora!! –gritó el capataz. —¡Te conseguí
novio, vení!, –agregó.
Entró en la cabaña un hombre de unos
treinta años, no muy alto, pero de contextura for-
nida, tez blanca y pelo castaño. Vestía un panta-
lón de mezclilla color azul y una camisola, sin
cuello, blanca. Calzaba unas grandes botas de
hule negras de media caña, que se veían raídas
por el barro y el agua. Atado con una soga de
plástico que hacía de cinturón, llevaba un mache-
te largo con mango de madera.
—Mirá Mora, este es Mendoza. Acá salimos
de a dos a buscar el café Mendoza, –explicó
Vargas– y la paga después se la dividen ustedes.
Es un método que trajeron los gringos. Dicen ellos
que así, trabajando juntos de a dos se recoge más
café en menos tiempo. Arrancan el lunes, herma-
no. Salimos a las cuatro en punto desde el cober-
tizo de los tractores.
Se volvieron a ver las caras el lunes, bajo el
alero de chapa que dejaba caer por sus canales, en
forma de gotas blancas, la humedad condensada
durante la madrugada. Para las cuatro y media ya
habían desayunado su porción de arroz, frijoles y
huevo frito. Un asistente de Vargas les habia asig-
nado la parcela sobre la que tenían que trabajar y
les había dado los canastos donde iban a volcar
los frutos. El canasto plástico era otro cambio de

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los gringos. Al ser más liviano incrrementaba la


productividad de los recolectores. Las mujeres lo
celebraban, pero a los varones con más antigüe-
dad, con años manejando los maleables de mim-
bre y junco, no les gustó nada.
Lo primero que notó Mora fue la vacilación
de la mano derecha de Mendoza al intentar intro-
ducirse con los dedos en pinza entre las ramas
para acercarse a los frutos que estaban más meti-
dos. Es un movimiento que un recolector avezado
realiza de manera automática y con mucha preci-
sión. Luego de detectar ese defecto, Mora empezó
a mirar a Mendoza con más detenimiento. El
novato, advirtiendo que su compañero empezaba
a sospechar, le fue rehuyendo. Trataba de ponerse
justo en el lado opuesto a Mora en la planta sobre
la que estuvieran trabajando, de modo tal que el
follaje le obturara al otro la vista. Pero Mora, que
era más veloz en la recolección, se desplazaba
hacia el lateral y lograba ponerse a la par de
Mendoza, que apenas si había cogido ni la mitad
de los frutos de esa faz de la planta. No habían ni
siquiera terminado la tercera planta de su parce-
la, cuando Mora comprendió que Mendoza no
tenía ninguna experiencia.
—Estás metiendo fruto verde y hoja, nica.
Nos van a rechazar la carga, hermano, –advirtió
Mora, intentando no perder la calma. —Me pare-
ce que usted no sabe coger café.
—Yo sí sé. Viví en una finca muchos años,
–se defendió Mendoza, sin mucha convicción.
—Yo ya casi lleno mi primer canasto y usted
apenas si va por la mitad, hermano, así no es
justo, además lo tiene lleno de fruto verde y rama.
El otro no respondió y volvió al trabajo. Con
dificultad, y con los dedos todos tajeados logró
llenar su primer canasto. Puso más cuidado en

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recoger solo los frutos que estaban rojos y en no


arrastrar hojas. Mora ya iba por su tercer canasto.
En el corte para el almuerzo no se dirigieron
la palabra. La vianda, tal como se prometía,
incluía el salchichón, toda la carne que muchos de
esos trabajadores comerían en la semana. Eso
puso de buen humor a Mora, pero no tanto como
para que se olvidara de Mendoza. Para sus aden-
tros, puteó a los gringos por poner el sistema de
trabajo en dúo y a su suerte porque justo le tocó
un compañero sin experiencia.
A las tres de la tarde, subieron a la cajuela
del remolque del tractor siete canastos. Cinco que
había recolectado Mora y dos de Mendoza.
Regresaron caminando con paso lento, exhaustos,
en dirección a la cabina de Vargas. Un cielo color
malva enorme atardecía sobre los cafetales, con la
llovizna fina que caía en esa época del año, a esas
horas, en esas tierras montañosas, minerales y de
un verde intenso y cegador.
—Yo no le voy a decir a Vargas que usted no
sabe coger café, pero la paga la vamos a dividir
por los canastos que juntó cada uno, –dijo Mora.
Mendoza no respondió nada, tenía la mirada cla-
vada en el piso.
Cuando llegaron a la oficina, Vargas ya
sabía que habían juntado siete canastos. Dividió
la paga en mitades iguales y se las entregó a cada
uno.
—Muy bien, hombre. Así me gusta. Pero
espero que mañana junten más. Les tocó una par-
cela buena y no tuvieron lluvia. Mañana los quie-
ro en diez canastos, hermano, –les soltó Vargas.
Mendoza saludó con la mano, sin decir pala-
bra, dio media vuelta y encaró caminando hacia
la entrada principal de la finca. Cuando ya se
había alejado unos quinientos metros de la cabina

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de Vargas y le faltaban unos doscientos para lle-


gar a la salida, se le apareció Mora desde atrás de
un árbol de banano y se le cruzó en el camino.
Mendoza, un poco sobresaltado, lo miró a los ojos
pero sin cambiar demasiado la expresión. Era un
hombre que ya no esperaba nada bueno, pero
tampoco nada malo del destino. La paz que siem-
pre traía le venía de esa condición.
Mora le mantuvo fija la mirada y muy lenta-
mente llevó su mano derecha hacia el cabo del
machete. Lo acarició sin quitar sus ojos de los ojos
de Mendoza. El nica, con cuidada parsimonia,
metió la mano en el bolsillo. El movimiento hizo
que la mano alerta de Mora se cerrara con fuerza
sobre el cabo. Mendoza sacó la mano del bolsillo y
en ella había billetes. Mora soltó el machete. Men-
doza tomó dos de los billetes y se los tendió a
Mora que los agarró y los guardó. Ya no se mira-
ban. Cada uno tomó su camino.
Durante varios días Vargas preguntó por el
nica Mendoza, pero nadie sabía nada. Nunca más
se lo volvió a ver por El Naranjo. En Nueva York,
el valor de los bonos de futuro de café no paraba
de bajar.

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