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TOROS EN LA VENTANA

Por: Sandra Leal (Colombia)

Alonso al verlo quedó totalmente seguro. Lo quería. Lo pondría en la sala de su nuevo apartamento,
justo encima del sofá. Un Arepí era lo que necesitaba para valorizar su hogar. Combinaría
perfectamente con el color de los muebles y del tapete recién comprado.

Mientras negociaba con el pintor, sintió una ligera vibración que golpeaba en la ventana. No le hizo
caso y se concentró en el cuadro que escenificaba la estampida de unos toros sueltos en una ciudad.
Se veían en primer plano unos edificios rodeados por un puente elevado. La manada avanzaba desde
el fondo de la avenida con el sol del atardecer como testigo. Los tonos naranjas y rojos, sumados a
la fuerza de los trazos que usó el famoso pintor Nicanor Arepí Caicedo, daban al conjunto la
sensación de que los toros pronto alcanzarían la avenida que terminaba sobre el marco carmesí.

—Bien, si le baja medio millón se lo compro.

El hombrecito, medio metro más bajo que él, se quedó mirándolo con esos ojillos de odio de los
indígenas más puros. La mirada de aquellos que han recibido toda la carga de batallas perdidas, de
vasallajes insatisfechos y de complejos sociales asentados en su ADN. En el estudio se alcanzaban a
percibir vestigios de su pasado indígena: un penacho en la pared, unos collares de cuentas y plumas
sobre un escritorio. Al otro lado toda una colección de fotos, en una aparecía el artista al lado de un
hombre mayor que llevaba la cara pintada, parecía su padre y pasaba un brazo sobre sus hombros
sonriendo con evidente orgullo. Se hablaban muchas cosas del señor Arepí, en las que además de
ensalzar su talento se le agregaban enigmáticas historias de miedo que nadie, con algo de
educación, podría creer.

Esperaba una respuesta, y con el propósito de desestabilizarlo no miraba al pintor a los ojos. No
tenía ningún inconveniente económico para pagar el precio que pedía: era lo justo, pero Alonso
consideraba que si no hacía una contraoferta él no estaría controlando la compra, sino que además
lo verían como alguien “fácil” para los negocios. Un pensamiento que definitivamente no podía
permitir que se asociara con él. A don Nicanor no le gustó que lo manipulara de ese modo,
consideraba que su arte valía y era evidente que el tipo todo lo que buscaba era sacar ventaja de él.
Finalmente accedió, la necesidad estaba por encima de la razón y no había muchas personas que
compraran cuadros de ese tamaño.

Una vez se lo llevaron a la casa y lo instalaron Alonso se quedó mirándolo embelesado. La sensación
era casi hipnótica, incluso los de la galería se demoraron más de lo normal en la instalación porque
no podían dejar de mirarlo. “Esta noche cuando Claudia lo vea va a quedar deslumbrada”, pensó
para sí mismo, sintiéndose orgulloso de todo cuanto poseía. Consideraba que así la gente podría
cuantificar su mérito personal. “¿Estará embrujado?”, escuchó comentar a los trabajadores. Alonso
sonrió, se decía que Arepí Caicedo antes de emigrar de su tribu había sido un taimaná, un brujo.

La música inundaba la sala con seductores compases. Como lo predijo, a Claudia le fascinó el cuadro,
por eso eligió sentarse en la sala de manera que quedaran mirándolo directamente.
—Me está empezando un ataque de celos –dijo sonriendo mientras pasaba los dedos por
sus suaves mejillas-. Parece que hoy no tengo tu atención. Si hubiera sabido que ese Arepí Caicedo
te iba a resultar más interesante que yo no lo hubiera comprado.

—Lo siento Alonso –respondió espabilándose, regresando la mirada a sus ojos-. No se puede
negar que es interesante. Es como si estuviera vivo, como si pudiera escuchar los cascos de las
bestias golpeando el asfalto.

Le gustó la ocurrencia, entonces buscó sus labios.

—Mmm. Asfalto… No. Un asalto era lo que él intentaba hacer conmigo, pero lo convencí de
que cobrara lo justo.

—Ojalá no lo hayas molestado –respondió con tono preocupado-. Se dice de él que es


vengativo.

—No le tengo miedo –siguió besándola deseoso de cambiar el tema.

—¡Ah! ¿Lo sentiste? –Exclamó ella rompiendo el hechizo del beso-. Fue como un pequeño
temblor, creo que las ventanas vibraron.

—No es nada. Estamos en el piso 27. La avenida de abajo es muy concurrida, es posible que
un camión haya sacudido las columnas del edificio.

Lo dejaron así. A la mañana siguiente, luego de que ella se marchara Alonso se tomaba un café en
la sala mientras reparaba en todos los detalles del cuadro. Por alguna razón le pareció que la manada
había avanzado unos pasos con respecto al día anterior. ¡Era increíble la magia de esa pintura! La
ilusión que generaba en cualquiera que lo mirara.

El día transcurrió con normalidad. Llegó al apartamento entrada la noche, se sirvió la cena y se sentó
a leer una revista. A los diez minutos tuvo que tirarla al suelo, la sensación del sonido de los cascos
era tan fuerte que no podía concentrarse en la lectura.

Pero lo peor eran las vibraciones del edificio, daba vueltas en la cama desesperado con el
pensamiento de que había hecho una mala compra. El constante pasar de los carros hacía que se
remeciera el piso del apartamento, y la cama. A eso de las tres de la mañana una serie de
movimientos bruscos lo hicieron levantar presa del pánico y correr hacia la sala, los vidrios habían
comenzado a cimbrearse, estaban a punto de estallar.

—¡Pero, qué diablos es esto! ¿Un terremoto? Si no es un terremoto, juro que mañana
mismo demando a los de la inmobiliaria. Como es que no me avisaron de este… -se detuvo en medio
de la frase, aún en la penumbra se podía ver cómo los toros avanzaban por la avenida.

Se sentía el trepidar de las bestias por la calle, aunque pareciera una locura, ya habían subido al
puente y se estaban acercando al marco del cuadro. Los animales, enfurecidos y desorientados,
emergieron a saltos dándole muy poco tiempo. Alonso corrió y se tiró atrás del mesón central de la
cocina, con la esperanza de que ahí sus cuernos y sus potentes patas no lo alcanzaran. En pocos
segundos todo eso se desvaneció.

Al día siguiente el noticiero mostraba las imágenes de un grupo de peritos policiales revisando un
lujoso edificio de la ciudad.

—Esta mañana fue encontrado muerto en inexplicables circunstancias, el señor Alonso


Ballesteros, propietario de un apartamento en el piso 27. El hombre, de 36 años vivía solo y se decía
que era muy rico…

El teniente Peláez no podía alejar la mirada del inmenso cuadro de la sala, tenía la sensación de que
adentro los toros corrían. La vibración de las ventanas lo distrajo de nuevo sobre la escena del
crimen. Todo estaba roto en el apartamento. El muerto, en cambio, no tenía ni un rasguño.

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