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Mientras negociaba con el pintor, sintió una ligera vibración que golpeaba en la ventana. No le
hizo caso y se concentró en el cuadro que escenificaba la estampida de unos toros sueltos en una
ciudad. Se veían en primer plano unos edificios rodeados por un puente elevado. La manada
avanzaba desde el fondo de la avenida con el sol del atardecer como testigo. Los tonos naranjas y
rojos, sumados a la fuerza de los trazos que usó el famoso pintor Nicanor Arepí Caicedo, daban al
conjunto la sensación de que los toros pronto alcanzarían la avenida que terminaba sobre el
marco carmesí.
El hombrecito, medio metro más bajo que él, se quedó mirándolo con esos ojillos de odio de los
indígenas más puros. La mirada de aquellos que han recibido toda la carga de batallas perdidas, de
vasallajes insatisfechos y de complejos sociales asentados en su ADN. En el estudio se alcanzaban a
percibir vestigios de su pasado indígena: un penacho en la pared, unos collares de cuentas y
plumas sobre un escritorio. Al otro lado toda una colección de fotos, en una aparecía el artista al
lado de un hombre mayor que llevaba la cara pintada, parecía su padre y pasaba un brazo sobre
sus hombros sonriendo con evidente orgullo. Se hablaban muchas cosas del señor Arepí, en las
que además de ensalzar su talento se le agregaban enigmáticas historias de miedo que nadie, con
algo de educación, podría creer.
Esperaba una respuesta, y con el propósito de desestabilizarlo no miraba al pintor a los ojos. No
tenía ningún inconveniente económico para pagar el precio que pedía: era lo justo, pero Alonso
consideraba que si no hacía una contraoferta él no estaría controlando la compra, sino que
además lo verían como alguien “fácil” para los negocios. Un pensamiento que definitivamente no
podía permitir que se asociara con él. A don Nicanor no le gustó que lo manipulara de ese modo,
consideraba que su arte valía y era evidente que el tipo todo lo que buscaba era sacar ventaja de
él. Finalmente accedió, la necesidad estaba por encima de la razón y no había muchas personas
que compraran cuadros de ese tamaño.
—Me está empezando un ataque de celos –dijo sonriendo mientras pasaba los dedos por
sus suaves mejillas-. Parece que hoy no tengo tu atención. Si hubiera sabido que ese Arepí Caicedo
te iba a resultar más interesante que yo no lo hubiera comprado.
—Mmm. Asfalto… No. Un asalto era lo que él intentaba hacer conmigo, pero lo convencí
de que cobrara lo justo.
—¡Ah! ¿Lo sentiste? –Exclamó ella rompiendo el hechizo del beso-. Fue como un pequeño
temblor, creo que las ventanas vibraron.
—No es nada. Estamos en el piso 27. La avenida de abajo es muy concurrida, es posible
que un camión haya sacudido las columnas del edificio.
Lo dejaron así. A la mañana siguiente, luego de que ella se marchara Alonso se tomaba un café en
la sala mientras reparaba en todos los detalles del cuadro. Por alguna razón le pareció que la
manada había avanzado unos pasos con respecto al día anterior. ¡Era increíble la magia de esa
pintura! La ilusión que generaba en cualquiera que lo mirara.
El día transcurrió con normalidad. Llegó al apartamento entrada la noche, se sirvió la cena y se
sentó a leer una revista. A los diez minutos tuvo que tirarla al suelo, la sensación del sonido de los
cascos era tan fuerte que no podía concentrarse en la lectura.
Pero lo peor eran las vibraciones del edificio, daba vueltas en la cama desesperado con el
pensamiento de que había hecho una mala compra. El constante pasar de los carros hacía que se
remeciera el piso del apartamento, y la cama. A eso de las tres de la mañana una serie de
movimientos bruscos lo hicieron levantar presa del pánico y correr hacia la sala, los vidrios habían
comenzado a cimbrearse, estaban a punto de estallar.
—¡Pero, qué diablos es esto! ¿Un terremoto? Si no es un terremoto, juro que mañana
mismo demando a los de la inmobiliaria. Como es que no me avisaron de este… -se detuvo en
medio de la frase, aún en la penumbra se podía ver cómo los toros avanzaban por la avenida.
Se sentía el trepidar de las bestias por la calle, aunque pareciera una locura, ya habían subido al
puente y se estaban acercando al marco del cuadro. Los animales, enfurecidos y desorientados,
emergieron a saltos dándole muy poco tiempo. Alonso corrió y se tiró atrás del mesón central de
la cocina, con la esperanza de que ahí sus cuernos y sus potentes patas no lo alcanzaran. En pocos
segundos todo eso se desvaneció.
Al día siguiente el noticiero mostraba las imágenes de un grupo de peritos policiales revisando un
lujoso edificio de la ciudad.
El teniente Peláez no podía alejar la mirada del inmenso cuadro de la sala, tenía la sensación de
que adentro los toros corrían. La vibración de las ventanas lo distrajo de nuevo sobre la escena del
crimen. Todo estaba roto en el apartamento. El muerto, en cambio, no tenía ni un rasguño.