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Habitación Seis

En una ciudad que poco importa, añoraba a ese alguien que


imaginaba no soltaría mi mano, tenía un nudo en la garganta,
pero ahí estaba, en la habitación seis del hotel Cunningham
esperando a… Isabella.

Llegué una hora antes de la pactada para tener el tiempo


suficiente de esperarla y adecuar algunas cosas que había
traído para climatizar la habitación. Durante la espera
permanecí ansiosa, no obstante ligera de pretensiones. La
habitación era de techos altos y rincones muy amplios. Afuera
en la terraza oscilaban dos banderas albas, trenzandose al
ritmo del viento, empero, tirada en la cama, lo más ameno era
descubrir solo un poco del pálido techo que se asomaba por el
dosel, el cual le concede a la imagen perfecta, una sublime
secuela borrosa.

Las paredes de estuco veneciano beige, surtían a la habitación


una calidez de hogar dulce, y de la pared principal colgaba
una copia deleitable de “Fortaleza”, la pintura de Botticelli.
Los colores, la imagen en sí, me dirigieron a lo más
confortable de mi infancia.

Anocheció y mientras seguía esperando a Isabela, me fui


despojando de la ropa, con el más consciente erotismo deje que
solo unas medias veladas me cubrieran. Seguido, planté una
libreta sobre la pantalla de la lámpara que adornaba la mesita
de noche, para así, rebajar la luz y palidecer el albor.
Mientras tanto, afuera el viento ya se disponía a abrazar la
noche, la bruma ascendió por la ventana hasta la habitación,
para impregnarla de una mezcolanza entre húmedo asfalto y
flores de jardín.

En la otra mesa ubique el cenicero y junto a este el paquete


de cigarrillos, luego, dos copas y encima de la repisa de la
chimenea dispuse unos jazmines previamente arrancados de la
terraza. Situé tres velas chicas en cada uno de los rincones,
generando un triángulo de luz ameno a los ojos.
Con la iluminación rebajada encendí un cigarrillo. Me senté en
la cama y abrí la bolsa de cosméticos, y con su imagen en la
mente tome cuidadosamente un espejito; me mire una y otra vez.
Tome el colorete y delinee mi boca pensando en la de ella,
puse un poco de rubor para disimular mi palidez y unas gotitas
de perfume sobre las alas del cuello. Ahora, ya impaciente y a
la expectativa; tome el teléfono de la habitación y marque la
extensión 404 para ordenar una buena botella de vino.

Colgué el aparato para organizar los últimos detalles, para


hacer del escenario uno perfecto,me acosté sobre la cama;
comencé a estirar los brazos y las piernas, dando múltiples
giros sobre mis costados, intentando aplacar las ansias. No
dure mucho así; me incorpore, estire la espalda, siendo
consciente de que los nervios podían conmigo.

A los pocos minutos tres golpes enérgicos y precisos se


iniciaron desde la puerta principal. Gire la cabeza en esa
dirección y salte lejos de la cama, tan de prisa que un ligero
mareo me sacudió. Abrí la puerta y solo dejando asomar mis
ojos vi al camarero del hotel, que con una botella de vino en
la mano, se presentó: -Buenas noches señorita, aquí está lo
que ordenó.- Sonreí y con un “gracias” cerré la puerta. Volví
a la cama, pero antes pase por el baño y concedí una mirada al
espejo; la agitación me delataba. Fui hacia la botella, tome
una de las copas que previamente había puesto sobre la repisa
y la cargue con vino.

Tome dos cojines de la cabecera de la cama y los puse uno


sobre otro en el piso, luego, me desplome. Pensé de nuevo a
Isabela, en cómo su boca reconstruye mi alma y con cada
encuentro de labios lograba desenmascarar abundantes dosis de
placer, que sobresalían por mis poros con tan solo recordarla.
Pero esa quietud en la firmeza del piso no duró mucho. Me puse
de pie y encendí otro cigarrillo; era imposible no pensarla y
temblar.

Serví otro ligero hilo de vino. Acerqué la copa cuidadosamente


y me llevo solo una bocanada para comenzar un viaje sensorial.
Las manos de Isabella me elevaban, desnudaban mi cuerpo,
dejándolo escaso de blindaje y rebosante de seguridad, su
cuerpo era el plano de mi inspiración y la sustancia de mi
arrebato. Luego, tres golpes sutiles acompañando el giro de la
perilla de la puerta, captaron mi atención. Era Isabela, la
cual, con su voz que podía ser la tecla sostenida de un piano,
dijo: -Llevo tu pulso en mi boca-. De un movimiento me
incorpore para aterrizar en sus brazos, y ahora, superando mi
invisibilidad y reconociéndonos detrás de la distancia, la
tome de la mano y comenzó el recorrido hacia la alameda de lo
eterno.

Dibuje su espalda mientras la desnudaba delante del espejo del


baño. Mis manos siguieron su reverso, deslizando mis brazos
entre los de ella, nos quedamos mirando, y su reflejo se hizo
cada vez más apetecible a mi gusto. Pero pronto, Isabella,
segura de lo que hacía, se apartó. Y siguió hacia el baño, mis
ojos quedaron prendidos de su silueta al viento, con el roció
de la noche corriendo por su cuerpo, tan libre y ligera se
movía que para volver al instante, fije la mirada en una
ventana minúscula del baño que proponía una inmensa jungla
afuera. Isabela, con la seguridad y fuerza que su liviano
cuerpo demandaba, volvió a abrazarme y me dijo al oído: -rica
como la noche-.

Mi corazón se aceleró una vez más, y ahora, mis pies a


centímetros del suelo estaban, retrocedimos a la cama y ella
tan innegable de sí misma, con su cintura volando y un ademán,
procuro que me sentara a su lado. Dejándome magnetizada, pues
la seguridad con la que actuaba era como el gemido que
estremeció el gélido cuerpo de la medusa. La emoción me hizo
obviar la caja negra con la que Isabella había ingresado en la
habitación, larga y delgada con un lazo rojo.

Tome la caja entre mis manos;

-¿puedo ver? — dije.

Pero Isabela, con una risita picarona respondió: -no seas


ansiosa, ya verás-, y con una tremenda premura se dirigió
hasta mi, tomo la caja y le quitó el lazo que la sujetaba,
luego dijo: -Acércate Lunecida, ahora sí-.

Me tomó de frente, pasó sus brazos entre los míos y en la


proximidad y con un astuto movimiento sacó lo que había en la
caja de cartón. Recorrió mi espalda con aquello. La sensación
conmovedora al sentir lo que deslizaba por mi espalda me hizo
encoger cada vez más. Era suave, estaba frío, lo sentí entre
mis corvas y cuando posó el objeto por entre mis piernas, me
dijo; -Sujétalo con fuerza- y yo sin ninguna resistencia
concedí su súplica. Baje la mirada hacia mi entrepierna; era
una rosa realmente hermosa, y bastante atípica, sus pétalos
eran negros con vistazos azulados con ligeras gotas de rocío.

Eleve la mirada, y al ver su rostro tan gélido la tome del


cuello con agudeza, luego le dije: -hasta los huesos-. En
respuesta, ella dio un sutil giró hasta dejar su espalda
contra mi pecho, pase mis manos a través de sus brazos y
acaricie sus suculentos senos, le bese el cuello y lentamente
pase mi lengua por su columna, agarrándola fuerte de la
cadera, como salvándola de algún diluvio. Cuando presionó su
cola sobre mi pelvis nos volvimos a elegir.

Regresamos frente a frente y suavemente nos soltamos. Tome un


cigarrillo y la bocanada fue en nombre de la insuperable
situación. El ritmo fue infinito. Tome las copas, el tabaco y
volví a ella. Bebimos un poco y nos sentamos en el borde de la
cama. Acariciando mi piel me puso el pelo detrás de las orejas
y agasajando mi cara, con sus labios violetas y húmedos de
vino, me besó los ojos. El tiempo era eterno.

Nos deslizamos por entre las sábanas hasta la cabecera y ahora


ella encendiendo un cigarrillo, extendiendo su brazo
acogiéndome hacia ella que cuando llegue a su hombro, podía
ver como del humo que exhalaba, se desprendían formas de
mujeres, eran muchas mujeres, pendulando excitadas por las
ondas de la música. Las figuras danzan sobre nuestros cuerpos
y de fondo Liszt sobornaba nuestros tímpanos, haciéndolos cada
vez más impresionables a la hermosa melodía. Después de un
cómodo silencio, descansando sobre la cama, con las cabezas
rozando levemente y la mente surcando direcciones disímiles,
me cobijo. Su boca tentaba mis mejillas, entonces, gire hacia
ella, y quedó su cuerpo contra el mío, nos miramos, la miré.
La mire tan de cerca…

Abrazada a la ruta de su espalda, pensé, en lo cansada que


estaba de buscar a la mujer perdida; me seducía, la añoraba,
pero este, era un sentimiento inútil, pues la sed de mis
palmas la iban a ahuyentar. Volví a conectarme con sus ojos y
le entregué toda mi noche. Ella se levantó de la cama, se puso
el camisón y vedo a mis ojos de toda su belleza simétrica y
perfecta que desde siempre la dominaba. Su ingenuidad me
deslumbró una vez más. Y le dije: -Tu, autentica de forma y
segura de existir. Yo por otro lado tan inconstante-. Sonrió y
volvió a yacer conmigo. Mientras tanto, yo solo podía
admirarla, cegarme y dejarme llevar por su métrica.
Escuchando sus historias oí el mar, ella se deslizaba hacia un
lado, tomaba un sorbo de la copa y mojando sus labios con vino
luego, me besaba. Se inclinó hasta que sus senos tocaron mi
pecho y exclamó: -sanémonos-. La música, al igual que sus
gestos, querían decirme algo; hasta que cedí y me entregué al
ritmo, jugando como niños nos paramos sobre la cama,
promovimos un bailar delirante y el mañana no existió más. Ese
futuro que nadie recuerda, y ese ayer que nadie imagina lo
estábamos viviendo. Cuando caímos desplomadas sobre las
blandas sábanas, sus ojos ya no emanaban el mismo clima;
Realmente habíamos caído. Inmortalice el recuerdo de las veces
en las que mis manos salpicaron su piel e inimaginables
sonidos de colores nos pintaron. Éramos como cristales que
silbaban al rozar y jure escuchar su brillo.

Bajó la luna, hasta cobijar la noche y ahora era un hecho que


todo giraba y no se detenía. Isabela me tomó por la cintura y
nos fuimos plegando a causa del tiempo, deslumbrando por
doquier con la temperatura de nuestra esencia. Mientras
acariciaba sus manos que me abrazaban, su aliento hizo erizar
mi cuello y doblegarme a su encanto, no obstante que el aire
olía a despedida, la proporción de mi asombro a la sensación,
era tan constante que logró sosegarme y olvidar ese sin sabor.

Tendimos la sábana en el suelo, ya no sabíamos donde más estar


y con un movimiento lascivo Isabela desvaneció entera hacia el
piso. Su cola tenía la forma de un corazón boca abajo. Luego,
de ese elevado instante de belleza, tomé la botella de vino, y
rocié un poco sobre su espalda; con la misma rosa que ella
trajo esparcí el vino por su cuerpo. Me acerqué, la besé por
el costado y las ondas del órgano de Liszt se hicieron más
agudas. Aquel suspiro que salió de su boca fue lo que alimentó
mis pensamientos, hasta convertirlos en letras que dibuje en
su espalda.

Isabela giró una vez más y me dijo al oído: -Da todo de ti,
sin escuchar voces ciegas, sin prestar atención a cómo se
declara el sonido de la incertidumbre-.

Tomó otro tabaco, y mientras aspiraba y el humo que salía,


percibí con cada exhalación una respuesta. Quedando ella
nuevamente boca abajo, y yo encima de su “corazón”, Liszt
siguió de fondo elogiando mi cadencia, y mientras absorbía el
vino de su espalda, le dije al oído: -El éxtasis pasajero, la
plenitud constante-, giró de nuevo y nos entrelazamos hasta
ella quedar encima de mí.
Sus manos en diagonal, transportaron mi cuerpo a un paraíso
circular. Me sentí un gato reconociéndome en el reflejo. La
sentí infinita, era un amor indeformable, un amor atemporal,
un amor desnudo, un amor finito en este mundo infinito. Ella
tan liviana, colgaba con la fuerza que la belleza le
demandaba, y la gravedad había hecho una vez más de las suyas,
nos veía flotar tan libres al antojo de la noche y del
momento. Aunque me asustaba de Isabela lo mucho que me conocía
y como me vulneraba, se había convertido en su capricho y ella
en mi espejo.

La noche contempló el adiós y fue la despedida más sublime, al


saber que fue tan mía y no la vería volver. Ya que le bese el
alma y ella a mi, la piel.

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