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Este documento narra la historia de una mujer que espera ansiosamente en la habitación 6 de un hotel a Isabela. La habitación ha sido decorada con detalle para crear la atmósfera adecuada. Cuando Isabela llega, comparten una noche íntima marcada por la pasión, la conexión emocional y los placeres sensoriales del vino, la música y el sexo lésbico. Aunque la mujer siente que la mañana traerá la despedida, disfrutan el momento presente entregándose la una a la otra.
Este documento narra la historia de una mujer que espera ansiosamente en la habitación 6 de un hotel a Isabela. La habitación ha sido decorada con detalle para crear la atmósfera adecuada. Cuando Isabela llega, comparten una noche íntima marcada por la pasión, la conexión emocional y los placeres sensoriales del vino, la música y el sexo lésbico. Aunque la mujer siente que la mañana traerá la despedida, disfrutan el momento presente entregándose la una a la otra.
Este documento narra la historia de una mujer que espera ansiosamente en la habitación 6 de un hotel a Isabela. La habitación ha sido decorada con detalle para crear la atmósfera adecuada. Cuando Isabela llega, comparten una noche íntima marcada por la pasión, la conexión emocional y los placeres sensoriales del vino, la música y el sexo lésbico. Aunque la mujer siente que la mañana traerá la despedida, disfrutan el momento presente entregándose la una a la otra.
En una ciudad que poco importa, añoraba a ese alguien que
imaginaba no soltaría mi mano, tenía un nudo en la garganta, pero ahí estaba, en la habitación seis del hotel Cunningham esperando a… Isabella.
Llegué una hora antes de la pactada para tener el tiempo
suficiente de esperarla y adecuar algunas cosas que había traído para climatizar la habitación. Durante la espera permanecí ansiosa, no obstante ligera de pretensiones. La habitación era de techos altos y rincones muy amplios. Afuera en la terraza oscilaban dos banderas albas, trenzandose al ritmo del viento, empero, tirada en la cama, lo más ameno era descubrir solo un poco del pálido techo que se asomaba por el dosel, el cual le concede a la imagen perfecta, una sublime secuela borrosa.
Las paredes de estuco veneciano beige, surtían a la habitación
una calidez de hogar dulce, y de la pared principal colgaba una copia deleitable de “Fortaleza”, la pintura de Botticelli. Los colores, la imagen en sí, me dirigieron a lo más confortable de mi infancia.
Anocheció y mientras seguía esperando a Isabela, me fui
despojando de la ropa, con el más consciente erotismo deje que solo unas medias veladas me cubrieran. Seguido, planté una libreta sobre la pantalla de la lámpara que adornaba la mesita de noche, para así, rebajar la luz y palidecer el albor. Mientras tanto, afuera el viento ya se disponía a abrazar la noche, la bruma ascendió por la ventana hasta la habitación, para impregnarla de una mezcolanza entre húmedo asfalto y flores de jardín.
En la otra mesa ubique el cenicero y junto a este el paquete
de cigarrillos, luego, dos copas y encima de la repisa de la chimenea dispuse unos jazmines previamente arrancados de la terraza. Situé tres velas chicas en cada uno de los rincones, generando un triángulo de luz ameno a los ojos. Con la iluminación rebajada encendí un cigarrillo. Me senté en la cama y abrí la bolsa de cosméticos, y con su imagen en la mente tome cuidadosamente un espejito; me mire una y otra vez. Tome el colorete y delinee mi boca pensando en la de ella, puse un poco de rubor para disimular mi palidez y unas gotitas de perfume sobre las alas del cuello. Ahora, ya impaciente y a la expectativa; tome el teléfono de la habitación y marque la extensión 404 para ordenar una buena botella de vino.
Colgué el aparato para organizar los últimos detalles, para
hacer del escenario uno perfecto,me acosté sobre la cama; comencé a estirar los brazos y las piernas, dando múltiples giros sobre mis costados, intentando aplacar las ansias. No dure mucho así; me incorpore, estire la espalda, siendo consciente de que los nervios podían conmigo.
A los pocos minutos tres golpes enérgicos y precisos se
iniciaron desde la puerta principal. Gire la cabeza en esa dirección y salte lejos de la cama, tan de prisa que un ligero mareo me sacudió. Abrí la puerta y solo dejando asomar mis ojos vi al camarero del hotel, que con una botella de vino en la mano, se presentó: -Buenas noches señorita, aquí está lo que ordenó.- Sonreí y con un “gracias” cerré la puerta. Volví a la cama, pero antes pase por el baño y concedí una mirada al espejo; la agitación me delataba. Fui hacia la botella, tome una de las copas que previamente había puesto sobre la repisa y la cargue con vino.
Tome dos cojines de la cabecera de la cama y los puse uno
sobre otro en el piso, luego, me desplome. Pensé de nuevo a Isabela, en cómo su boca reconstruye mi alma y con cada encuentro de labios lograba desenmascarar abundantes dosis de placer, que sobresalían por mis poros con tan solo recordarla. Pero esa quietud en la firmeza del piso no duró mucho. Me puse de pie y encendí otro cigarrillo; era imposible no pensarla y temblar.
Serví otro ligero hilo de vino. Acerqué la copa cuidadosamente
y me llevo solo una bocanada para comenzar un viaje sensorial. Las manos de Isabella me elevaban, desnudaban mi cuerpo, dejándolo escaso de blindaje y rebosante de seguridad, su cuerpo era el plano de mi inspiración y la sustancia de mi arrebato. Luego, tres golpes sutiles acompañando el giro de la perilla de la puerta, captaron mi atención. Era Isabela, la cual, con su voz que podía ser la tecla sostenida de un piano, dijo: -Llevo tu pulso en mi boca-. De un movimiento me incorpore para aterrizar en sus brazos, y ahora, superando mi invisibilidad y reconociéndonos detrás de la distancia, la tome de la mano y comenzó el recorrido hacia la alameda de lo eterno.
Dibuje su espalda mientras la desnudaba delante del espejo del
baño. Mis manos siguieron su reverso, deslizando mis brazos entre los de ella, nos quedamos mirando, y su reflejo se hizo cada vez más apetecible a mi gusto. Pero pronto, Isabella, segura de lo que hacía, se apartó. Y siguió hacia el baño, mis ojos quedaron prendidos de su silueta al viento, con el roció de la noche corriendo por su cuerpo, tan libre y ligera se movía que para volver al instante, fije la mirada en una ventana minúscula del baño que proponía una inmensa jungla afuera. Isabela, con la seguridad y fuerza que su liviano cuerpo demandaba, volvió a abrazarme y me dijo al oído: -rica como la noche-.
Mi corazón se aceleró una vez más, y ahora, mis pies a
centímetros del suelo estaban, retrocedimos a la cama y ella tan innegable de sí misma, con su cintura volando y un ademán, procuro que me sentara a su lado. Dejándome magnetizada, pues la seguridad con la que actuaba era como el gemido que estremeció el gélido cuerpo de la medusa. La emoción me hizo obviar la caja negra con la que Isabella había ingresado en la habitación, larga y delgada con un lazo rojo.
Tome la caja entre mis manos;
-¿puedo ver? — dije.
Pero Isabela, con una risita picarona respondió: -no seas
ansiosa, ya verás-, y con una tremenda premura se dirigió hasta mi, tomo la caja y le quitó el lazo que la sujetaba, luego dijo: -Acércate Lunecida, ahora sí-.
Me tomó de frente, pasó sus brazos entre los míos y en la
proximidad y con un astuto movimiento sacó lo que había en la caja de cartón. Recorrió mi espalda con aquello. La sensación conmovedora al sentir lo que deslizaba por mi espalda me hizo encoger cada vez más. Era suave, estaba frío, lo sentí entre mis corvas y cuando posó el objeto por entre mis piernas, me dijo; -Sujétalo con fuerza- y yo sin ninguna resistencia concedí su súplica. Baje la mirada hacia mi entrepierna; era una rosa realmente hermosa, y bastante atípica, sus pétalos eran negros con vistazos azulados con ligeras gotas de rocío.
Eleve la mirada, y al ver su rostro tan gélido la tome del
cuello con agudeza, luego le dije: -hasta los huesos-. En respuesta, ella dio un sutil giró hasta dejar su espalda contra mi pecho, pase mis manos a través de sus brazos y acaricie sus suculentos senos, le bese el cuello y lentamente pase mi lengua por su columna, agarrándola fuerte de la cadera, como salvándola de algún diluvio. Cuando presionó su cola sobre mi pelvis nos volvimos a elegir.
Regresamos frente a frente y suavemente nos soltamos. Tome un
cigarrillo y la bocanada fue en nombre de la insuperable situación. El ritmo fue infinito. Tome las copas, el tabaco y volví a ella. Bebimos un poco y nos sentamos en el borde de la cama. Acariciando mi piel me puso el pelo detrás de las orejas y agasajando mi cara, con sus labios violetas y húmedos de vino, me besó los ojos. El tiempo era eterno.
Nos deslizamos por entre las sábanas hasta la cabecera y ahora
ella encendiendo un cigarrillo, extendiendo su brazo acogiéndome hacia ella que cuando llegue a su hombro, podía ver como del humo que exhalaba, se desprendían formas de mujeres, eran muchas mujeres, pendulando excitadas por las ondas de la música. Las figuras danzan sobre nuestros cuerpos y de fondo Liszt sobornaba nuestros tímpanos, haciéndolos cada vez más impresionables a la hermosa melodía. Después de un cómodo silencio, descansando sobre la cama, con las cabezas rozando levemente y la mente surcando direcciones disímiles, me cobijo. Su boca tentaba mis mejillas, entonces, gire hacia ella, y quedó su cuerpo contra el mío, nos miramos, la miré. La mire tan de cerca…
Abrazada a la ruta de su espalda, pensé, en lo cansada que
estaba de buscar a la mujer perdida; me seducía, la añoraba, pero este, era un sentimiento inútil, pues la sed de mis palmas la iban a ahuyentar. Volví a conectarme con sus ojos y le entregué toda mi noche. Ella se levantó de la cama, se puso el camisón y vedo a mis ojos de toda su belleza simétrica y perfecta que desde siempre la dominaba. Su ingenuidad me deslumbró una vez más. Y le dije: -Tu, autentica de forma y segura de existir. Yo por otro lado tan inconstante-. Sonrió y volvió a yacer conmigo. Mientras tanto, yo solo podía admirarla, cegarme y dejarme llevar por su métrica. Escuchando sus historias oí el mar, ella se deslizaba hacia un lado, tomaba un sorbo de la copa y mojando sus labios con vino luego, me besaba. Se inclinó hasta que sus senos tocaron mi pecho y exclamó: -sanémonos-. La música, al igual que sus gestos, querían decirme algo; hasta que cedí y me entregué al ritmo, jugando como niños nos paramos sobre la cama, promovimos un bailar delirante y el mañana no existió más. Ese futuro que nadie recuerda, y ese ayer que nadie imagina lo estábamos viviendo. Cuando caímos desplomadas sobre las blandas sábanas, sus ojos ya no emanaban el mismo clima; Realmente habíamos caído. Inmortalice el recuerdo de las veces en las que mis manos salpicaron su piel e inimaginables sonidos de colores nos pintaron. Éramos como cristales que silbaban al rozar y jure escuchar su brillo.
Bajó la luna, hasta cobijar la noche y ahora era un hecho que
todo giraba y no se detenía. Isabela me tomó por la cintura y nos fuimos plegando a causa del tiempo, deslumbrando por doquier con la temperatura de nuestra esencia. Mientras acariciaba sus manos que me abrazaban, su aliento hizo erizar mi cuello y doblegarme a su encanto, no obstante que el aire olía a despedida, la proporción de mi asombro a la sensación, era tan constante que logró sosegarme y olvidar ese sin sabor.
Tendimos la sábana en el suelo, ya no sabíamos donde más estar
y con un movimiento lascivo Isabela desvaneció entera hacia el piso. Su cola tenía la forma de un corazón boca abajo. Luego, de ese elevado instante de belleza, tomé la botella de vino, y rocié un poco sobre su espalda; con la misma rosa que ella trajo esparcí el vino por su cuerpo. Me acerqué, la besé por el costado y las ondas del órgano de Liszt se hicieron más agudas. Aquel suspiro que salió de su boca fue lo que alimentó mis pensamientos, hasta convertirlos en letras que dibuje en su espalda.
Isabela giró una vez más y me dijo al oído: -Da todo de ti, sin escuchar voces ciegas, sin prestar atención a cómo se declara el sonido de la incertidumbre-.
Tomó otro tabaco, y mientras aspiraba y el humo que salía,
percibí con cada exhalación una respuesta. Quedando ella nuevamente boca abajo, y yo encima de su “corazón”, Liszt siguió de fondo elogiando mi cadencia, y mientras absorbía el vino de su espalda, le dije al oído: -El éxtasis pasajero, la plenitud constante-, giró de nuevo y nos entrelazamos hasta ella quedar encima de mí. Sus manos en diagonal, transportaron mi cuerpo a un paraíso circular. Me sentí un gato reconociéndome en el reflejo. La sentí infinita, era un amor indeformable, un amor atemporal, un amor desnudo, un amor finito en este mundo infinito. Ella tan liviana, colgaba con la fuerza que la belleza le demandaba, y la gravedad había hecho una vez más de las suyas, nos veía flotar tan libres al antojo de la noche y del momento. Aunque me asustaba de Isabela lo mucho que me conocía y como me vulneraba, se había convertido en su capricho y ella en mi espejo.
La noche contempló el adiós y fue la despedida más sublime, al
saber que fue tan mía y no la vería volver. Ya que le bese el alma y ella a mi, la piel.