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1-III La señal de internet falla hasta desparecer. Si tuviera que trabajar con
dependencia de internet llegaría a bordes depresivos inenarrables. Vuelve a las
parodias estilísticas de Cabrera Infante, en especial la muerte de Trotsky narrada
por diversos escritores cubanos. Ha pensado en cuánto de imitador, incluso de
ventrílocuo alcanza a tener un narrador auténtico. Poder enmascararse es difícil.
Pero llegar a perpetrar la personalidad, los usos, la carne de otros es una proeza que
pocos logran. Cabrera Infante lleva a su lector al convencimiento de que esos
efectos musicales en la prosa son lo más accesible y simple.
A las once y media llama al técnico del servicio telefónico para que vaya más tarde
a arreglar los equipos, a recuperar la señal.
Depende de internet, sí. Pero si un día no hubiese más señal del ciberespacio no
tendría problema en aceptarlo y en continuar viviendo. O en seguir vivo.
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2-III Tras un breve paseo por los corredores de internet recordó una edición de
‘Las cosas’ que reposa sobre el anaquel pequeño, el que está junto al baño. Saltar a
Perec desde Cabrera Infante no le parece arbitrario. Es, incluso, explicable.
Cabrera Infante parece, de hecho, francés en algunos tramos de la obra. En ‘O’ por
ejemplo. A su vez Perec suena cubano, o se mueve como tal, en varios de sus
libros. Aunque es irónico se remite, encendiendo el Pielroja, ya sobre el solar, a la
autobiografía de Perec, ‘W’ (otra letra sola como título: una antología de libros
cuyos títulos son una sola letra, ‘V’ de Pynchon, ‘G’ de Berger, y así) donde el
tono evocativo es cubano, tropical, brumoso.
‘Las cosas’ va por otro camino. Es una suma entrelazada de historias individuales.
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3-III
—De una.
—No sé todavía.
—Cómo hacemos.
—Nunca sé.
Hay una pausa silenciosa que Fernando interpreta como un tímido malestar en el
otro.
—Listo, listo, López—le dice Elkin Jiménez—no se le olvide hacerme una buena
corrección a esos poemas, hermano.
—Dónde más.
Cuando oprime el botón de apagado sobre su teléfono, Fernando siente que ha ido
adquiriendo responsabilidades gravosas. Acompañar la escritura de unos poemas,
por ejemplo. Visto de lejos ese no es un problema. Sin embargo de cerca no deja
de darle cierto escalofrío. Uno que escribe poemas le encarga la pulida y la brillada
de esos manuscritos. A veces le resultan terribles semejantes excesos de confianza
tanto de él mismo como de su amigo poeta.
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4-III Con el libro de Raúl Zurita sobre las piernas observa los homenajes a Andrés
Caicedo en internet.
Don Plinio llega al filo de las doce y le pregunta si van a almorzar arroz con pollo,
o qué.
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5-III Fernando López duerme con la boca entreabierta. Su padre siente una
compasión práctica por él y le deja el tamal dentro de la nevera; sabe que el hijo
despertará a comer. López sueña. Pero sus sueños resultan inanes para estas hojas
de papel.
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6-III Ha vuelto, por razones que solo su corta mañana podría argumentar, a ‘Las
cosas’ de Georges Perec. Pero se ha detenido en los fragmentos que no subrayó
hace diez años dentro del libro. Le interesan más no solo porque es otra persona
ahora, sino porque a través de esas franjas no señaladas con el terrible plumón
resaltador verde que usaba en esa época está realmente su falta de atención y su
afán de entonces por leerlo todo y de cualquier manera. Los libros no vuelven. Por
lo menos los que se han leído con pasión. Esta es en realidad una novela nueva.
7-III Por fin ha llegado Nubia Jiménez a visitarlo. No paró su relato desde las diez
y diez de la mañana hasta las once y cincuenta. Fernando López no puede
aconsejarla porque, en esencia, nadie puede hacerlo.
Además le impresiona que Nubia no llore. No porque esté endurecida sino por un
sentido de la valentía y la dignidad que él no tiene.
Nubia abandona la casa poniendo sus dos manos sobre la derecha de Fernando.
Para él ha sido un día feroz. Para ella, por una extraña reconvención, esta mañana
ha logrado hallar un salvavidas.
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8-III Ha acompañado a la lluvia pertinaz, con sus truenos y rayos hacia las diez y
media de la mañana.
Oye una y otra vez, como si fuera una noria quieta a punto de dormir, ‘Volver a los
diecisiete’, y la voz de plañidera que rezuma Violeta Parra. Piensa en Yolima y en
su aniversario de hoy. Tal vez no es consciente de su propia juventud. Nadie,
cuando está sobre esa estación, lo es. Prefiere rumiar ese lugar común, él solo, a
predicar consejos. No lo hará. Lo último que necesita su enfermera es la palabra
autorizada de un sujeto como su paciente.
Quisiera que inclusive esa canción de Violeta Parra fuese útil. Pero sabe, otro lugar
común, que pierde su tiempo. Las canciones, por desgracia, tampoco son consejos.
Hace mil y más años la sabiduría se perdió de entre la multitud. Es necio hasta
echarla de menos.
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9-III Ahí está el ‘Tonio Kröger’ de Thomas Mann esperándolo sobre el escritorio.
Lleva en la tarea de esperar leerlo más de veinte años. Más. Desde que Fernando
López aún podía caminar.
Existen libros que no están concebidos para él. Y cómo saberlo, es ridículo (de
verdad), si ni siquiera ha tenido la decencia de intentar con él al menos una lectura
somera.
Ahí está.
El libro lo ha acompañado, fiel, obstinado, sin ser leído, durante horas, segundos,
siglos, y su lector, que ya no será su lector—él lo sabe pero se lo niega—es el
testigo certero de que lo acompañará por siempre hasta que se vaya.
Ha tenido la tentación de preguntarles con seriedad, acucioso, a lectores que tiene
Mann para ver qué opinan del ‘Tonio Kröger’. Pero su destino y el de ese librito es
no encontrarse.
Hoy ha muerto dos Gustavo Castañeda. Toda su vida detrás de un mostrador o una
vitrina. Vendía electrodomésticos.
Al día siguiente comprobar que ese hombre está vivo—lo vi hoy, afable, junto a
los suyos—con una gorra (tal vez quisiera hacerlo sentir joven) sobre su cabeza.
Tranquilidad transitoria.
Así como estas palabras, y quien las borronea. Por la noche, sobre unas hojas de
papel lino blanco, se irán de este mundo. Don Gustavo morirá. Otra vez.
Aunque no por ahora.
Sólo se narra un viaje o una investigación. Lo intuyó, para nuestro bien, Ricardo
Piglia. El argumento debe simularse.
Estallo en recuerdos, por principio, sin pausa. Sin límite. Ningún asunto es más
relevante que otro.
Bastaría detallar y apuntar los pormenores de este día, este 16 de junio de 1906,
nueve de febrero de dos mil diecisiete, para construir un relato compacto, esférico.
Mañana habrá otra novela, quizás, otro día, otra forma sinuosa de presentarse los
hechos.
No quiero que esto sea un diario, pero por esa razón o capricho esto, también lo
lamento, es un diario.
No quiero un diario pero es lo único que esto puede ser. No obstante ser mi vida
escasa en sucesos.
Diego Barragán me envía un cuento que está escribiendo, por los menos desde
septiembre del año pasado, para revisarlo. Y para que le elogie su capacidad
literaria.
Nos correspondió un tiempo de escritores en cada cuadra de cada ciudad. Por gran
fortuna no soy escritor precoz. Tal vez por eso, como lector debo verme obligado a
reconocer y halagar y adular a quienes aún no tienen reconocimiento.
Uno que no ha recibido el brillo debe ser remolcado y cooperado por mí, que
tampoco lo tengo.
Releo a Fernando Pessoa e imagino mi vida extraviada (como ahora) por otro
camino. La Pontificia Universidad Javeriana, un hijo, dos, junto a una buena mujer.
Trabajar. Vivir en Bogotá.
Y lo que vería. Rostros ajados, grandes, tristes de mujeres y hombres que se han
ido desvirtuando dentro de sus locales comerciales. Exactamente lo mismo que veo
acá.
Todo esto me lleva a meditar. Mi vida aquí no es más que una especie de velo para
mi vida real como espectador de esos vídeos donde la vida, gracias a la música,
sucede de verdad.
Llama por teléfono Andrés Corredor, a recordarme que debo seguir ayudándole
con la lectura de su tesis de grado. Su Von Hayek, su Vargas Llosa neoliberal es
algo más pintoresco que triste. Sobre todo porque acaba de aceptar un trabajo de
profesor con los dominicos, en Tunja.
El título de un poemario escrito por Andrés García (y que no leeré pues nunca
llegará a Colombia) es ya un poema: ‘Fruta para el pajarillo de la superstición’
Esperé, esperamos, muchísimo tiempo para ver ese espectáculo que redefinió la
carrera de los Beatles. Los volvió una especie de íconos inobjetables (pues los hay
también refutados).
No deja de sorprenderme que Andrea sugiera por carta manuscrita una consulta
digital. Son extrañas las sendas de escrituras y lecturas en estos tiempos. Saltamos
no solo de maquillaje a maquillaje sino de superficie a superficie.
Observo el vídeo en el que Magda Pinilla y Julio César Medrano, dos jóvenes
escritores boyacenses, lanzan sus libros. Un ensayo acerca de Emily Dickinson y
una novela tunjana. Bordean el desconocimiento del gran público y una opaca
presencia en lo que algunos llaman “Literatura colombiana” (como si existiera de
modo pleno). Les está pasando lo mismo que a sus predecesores y maestros. Se
están convirtiendo en espectros a quienes nadie leerá. Aunque el motor de esos
destinos literarios es, justa es irónicamente, tal opacidad. Ellos son conscientes de
eso. Por eso lo hacen.
Ana María Iglesia sabe cómo entrevistar a un escritor. En su diálogo con Vila-
Matas las preguntas son breves y versan acerca de asuntos en los cuales el otro tal
vez ya ha pensado. Quien pregunta intenta llevar la delantera de quien contesta.
Una habilidad poco predicada en los medios de comunicación.
Los violentos rayos del sol y del desastre ecológico arruinan los pocos reductos de
nostalgia que van quedando.
Si escribo estos apuntes sobre linos blancos es tan solo porque soy una modelo,
una súper estrella y mi vida, además de inmensa, es muy interesante. Cada detalle
de esa vida. A todos les llama, o les llamará, la atención. Y me complace
creérmelo, y que el autor de esto se lo crea, para continuar.
‘La negra flor’ de Radio Futura, que ahora repito para mí mismo con indecorosa
imprudencia solo diecinueve años después de que debiera haberla oído en su día.
No solo para engolosinarme con ella sino para volverme un engreído por oírla.
Hoy es solo compañía.
‘Lo niego todo’, la reciente canción de Joaquín Sabina es acogida por las tímidas
hojas—diminutas—de un ancho árbol. El viento y ellas se mueven un poco, se
sacuden con timidez apenas inicia la música.
Rigoberto Gil en la revista ‘El Malpensante’ detalla que ‘Plata quemada’ figura en
‘Brindis por Pierrot’ de Jaime Roos, la Falta y Resto y ese cantante adusto del que
nunca recuerdo el nombre. La canción y Piglia.
Ocupando el liberaij.
Empapada de Champagne.
Caminar entre los prolegómenos de la noche. Frases que escribo de buen grado
creyéndolas aforismos. Por fortuna soy el único que cree eso.
Aquí hay luz. Tal vez eléctrica. Y gracias a la luz uno puede recordar.