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4. En qué sentido el derecho es un fenómeno cultural?

Fenómeno cultural, acto seguido, si es


que empleamos la palabra “cultura” no en el sentido restringido que la vincula a la creación,
producción y difusión de las artes, sino en el más amplio, definido por el filósofo chileno Jorge
Millas, como todo aquello que resulta de la acción conformadora y finalista del hombre, como
todo aquello-habría dicho Radbruch-que el hombre ha sido de colocar entre el polvo y las
estrellas. Todo. Desde las comidas el hombre prepara hasta las ciudades que proyecta y
construye. Desde los ca- charros de greda que un alfarero rural cuece en su horno de barro
hasta las catedrales que levantamos para adorar a los dioses. Desde la invención de la bicicleta
a Internet. Desde las antiguas diligencias a los modernos aviones. Desde la primera y
rudimentaria caña de pescar que un hombre fabricó por primera vez con sus manos para
conseguir alimento por un día hasta los enormes buques factorías que capturan hoy millares
de peces en nuestras costas. Desde los pri- meros sonidos intercambiaron en

su momento dos hombres primitivos hasta los complicados lenguajes naturales que
empleamos hoy para comunicarnos. Desde la moral y la economía hasta la religión y el
derecho. Todo lo que hacemos o producimos con vistas a una finalidad o propósito
determinado. Así, por ejemplo, mientras las fragantes flores del retamo permanecen en el
follaje de ese arbusto durante el suave verano de la zona central de Chile, constituyen un
fenómeno natural. Pero se transforman en objeto cultural desde el mismo momento en que
alguien corta algunas de esas flores, forma un ramo y entrega éste a la mujer que quiere o que
desea seducir. El derecho es un fenómeno cultural en cuanto se trata de algo producido por el
hombre en la historia para conseguir ciertos fines, tales como paz, orden, se- guridad jurídica y,
en la medida corresponde, justicia. Paz y orden, en cuanto el derecho prohíbe el uso de la
fuerza entre individuos, haciendo de ese uso el antecedente de un castigo o sanción. Como
tantas veces repitió Bobbio a lo largo de su obra, el único y verdadero salto cualitativo en la
historia es el paso de la violencia a la no violencia. Pero el derecho, junto con prohibir el uso de
la fuerza, la reserva para sí, en cuanto monopoliza el uso de la fuerza para que no haya otra
fuerza legítima que aquella que el propio derecho autoriza. Y, en cuanto prohíbe la fuerza,
pero la reserva para sí y la utiliza para una eficaz aplicación de sus sanciones, el derecho nos
provee sólo de una paz relativa. En este sentido, el derecho es la consagración del
escepticismo, tal como escuché decir cierta vez a mi maestro Carlos León, puesto que no sólo
prohíbe lo que reserva a la vez para sí -la fuerza-, con lo cual asegura únicamente esa paz
relativa que acabamos de mencionar, sino que

cuenta con que, aunque prohibida, los sujetos harán uso de la fuerza en más de una ocasión,
debiendo en tal caso el derecho pagarles con la misma moneda, aunque la del derecho no es
cualquier fuerza, sino -tal como se explicará en su momento- una fuerza institucionalizada.
Consagración del escepticismo, además, porque el derecho, junto con exigir determinadas
conductas y a la vez prohibir otras, por estimar que aqueİlas son deseables y éstas no, cuenta
con que, aun en el caso de existir un generalizado y firme consenso social respecto de unas y
otras, se producirán infracciones por parte de los sujetos normativos, y es por eso, entonces,
que el derecho, junto con exigir o prohibir determinadas conductas, anticipa una sanción que
deberá aplicarse al sujeto infractor. En otros términos: el derecho está para ser cumplido,
pero, a la vez, cuenta en cierto modo con su incumplimiento, se anticipa a él, y preestablece
las consecuencias coactivas que habrán de seguirse en tal caso. Otro fin del derecho es la
seguridad jurídica. Seguridad, en primer lugar, en cuanto al establecer el derecho cómo deben
comportarse los correspondientes sujetos normativos, éstos saben lo que deben hacer, o
abstenerse de hacer, tanto para evitar los castigos que el derecho imputa a comportamientos
no deseados cuanto para obtener las recompensas que el derecho ofrece a veces para
conseguir comportamientos que por alguna razón desea promover. Seguridad jurídica, en
segundo término, puesto que los sujetos imperados por el derecho pueden prever también
cómo se comportarán habitualmente sus semejantes. Seguridad, asimismo, en la medida que
el derecho, junto con establecer deberes y prohibiciones, determina con anticipación y certeza
las sanciones a que los sujetos normativos se verán expuestos si pasan

por alto tales deberes y prohibiciones, como establece también los órganos que deberán
decretar la procedencia de las sanciones y, de ser ello necesario, su aplicación coercitiva. Y
seguridad, en fin, en la medida que los sujetos normativos pueden prever las decisiones
judiciales y administrativas que podrían afectarles, puesto que ellas se encuentran reguladas
por el derecho. Prever, digo, aunque dentro de ciertos límites, puesto que las decisiones de los
jueces y otros órganos jurisdiccionales no son susceptibles de ser anticipadas con certeza. En
tal sentido, nunca estará de más recordar la idea más emblemática del llamado realismo
jurídico norteamericano: las profecías acerca de lo que harán los tribunales, eso es el derecho.
De manera que cuando un sujeto normativo consulta con su abogado acerca de un asunto
jurídico que le interesa, todo lo más que sale de la boca de éste es una conjetura acerca de
cómo se comportaría un juez si el asunto de que se trata fuera discutido en sede judicial. Lo
que sale de la boca de ese abogado no es el derecho vigente, sino una conjetura sobre lo que
un juez establecería como tal en un caso dado. Una conjetura dotada de algún fundamento,
por cierto, y no un mero presentimiento, puesto que siempre hay un derecho preexistente al
caso y al cual los jueces se encuentran vinculados. Pero ese derecho tiene que ser identificado
por los jueces y, antes de ser aplicado, tiene también que ser interpretado, lo cual conduce a la
conclusión de que si tenemos un derecho preexistente al caso, podemos tener también
distintas versiones de ese derecho. El derecho como puso de relieve Kelsen-“ es un

marco abierto a varias posibilidades de interpretación. Hasta el punto de que lo que solemos
llamar normas jurídicas son sólo enunciados de ese carácter, puesto que la norma
propiamente tal no es la que aparece escrita en el texto de una constitución, de un código o de
una ley cualquiera, sino el significado de tales enunciados. Así, y valiéndonos de un recurrente
y sencillo ejemplo, el enunciado normativo puesto a la entrada de un parque –“Se prohíbe la
entrada de vehiculos”-, obliga a dar algún sentido y alcance a la palabra “vehículos”, no en
abstracto, sin duda, sino en el contexto de aplicación de dicho enunciado, para concluir, por
ejemplo, que no puede ingresar un automóvil, pero sí el cochecito a pedales que conduce un
niño. Más típico aún es el ejemplo del enunciado “Prohibido el ingreso con perros”, puesto a la
entrada de una estación de ferrocarril, el cual, debida- mente interpretado, podría justificar la
decisión del jefe de estación consistente en impedir a alguien el ingreso con so o un elefante,
del mismo modo que el enunciado “Prohibido el ingreso con animales”, por el cual podría
optar el jefe de estación para no tener más discusiones con propietarios de osos o de elefantes
que pretenden entrar al recinto alegan- do que lo que llevan no es un perro, no podría
justificar la decisión de esa misma autoridad de impedir el ingreso al poeta del pueblo que
circula por los andenes con una mariposa posada en uno de sus hombros o al entomólogo que
lleva en uno de sus bolsillos una cajita de fósforos con un pequeño insecto. Un enunciado
normativo de otro carácter por ejemplo, religioso, tal como “Ama a Dios y al prójimo como a ti
mismo”, obliga también a establecer qué significa allí “ama” y qué quiere decir “prójimo”. Y, lo
mismo que en los ejemplos anteriores, sólo cuando

hayamos establecido esos significados tendremos propiamente la norma del caso. En este
sentido, y hallándose por lo demás sustentado en el lenguaje, el derecho, según anticipamos
en la descripción que nos encontramos analizando, es también algo "interpretable". Siempre a
propósito de la seguridad jurídica, conviene dejar establecido que, de la manera como la
hemos presentado, ella no debe ser confundida con la seguridad ciudadana, es decir, con
aquella a la que todos aspiran en cuanto a no ser víctimas de delitos, y, si lo son, a que se
procese y castigue al responsable en un procedimiento eficaz. Se trata de seguridad "jurídica",
es decir, de una seguridad específica, que, como tal y siguiendo en esto a Jorge Millas,
tampoco debe ser confundida, por ejemplo, con la seguridad metafísica del místico, ni con la
seguridad moral del optimista, ni con la seguridad psicológica del hombre equilibrado, ni con la
seguridad material del hombre de fortuna. Es, simplemente dicho, la seguridad del hombre
social que, seguro o no en su situación metafísica, moral, psicológica o material, sabe con qué
ha de contar como norma exigible para su trato con los demás. Es la seguridad, por tanto, de
quien conoce o puede conocer lo previsto como prohibido, mandado y permitido por el poder
público respecto de uno para con los demás y de los demás para con uno. Por eso es también
que, amén de tratarse de una seguridad específica, distinta de otras, la seguridad jurídica es
específicamente jurídica, con lo cual quiero decir que se trata de un fin que sólo el derecho
puede conseguir. Sólo el derecho vuelve a decirnos Jorge Millas, como previsión normativa y
coactiva de conducta, puede

brindar ese saber y confianza constitutivos de la seguridad de las relaciones sociales.12


Justicia, por último otro fin del derecho, en cuanto éste coopera a ella, aunque no depende
sólo de él que tengamos sociedades justas. Aristóteles decía que ni la estrella vespertina ni el
lucero del alba son tan maravillosos como la justicia, mientras Sócrates certificaba la justicia
como una cosa más preciosa que el oro. Pero el derecho, con ser un instrumento de justicia,
no es suficiente para conseguir este fin, puesto que él depende también de los programas de
gobierno, del sistema económico en aplicación, de las políticas públicas, del crecimiento de la
riqueza, y de la mayor o menor sensibilidad que en cuanto a la distribución de la riqueza
puedan tener quienes adoptan en la sociedad las decisiones colectivas o de gobierno. Lo cual
me permite decir, de paso, que, en mi visión del asunto, una sociedad justa no es sólo una
sociedad de libertades, sino una en la que han desaparecido las desigualdades más notorias en
las condiciones materiales de vida de las personas. Una sociedad justa es aquella donde no
sólo están garantizadas las libertades de pensar, expresarse, reunir- se, asociarse, emprender,
sino aquella en la que todas las personas consiguen comer tres veces al día, donde “comer” no
alude únicamente a alimentarse, sino a tener cubiertas las necesidades básicas de salud,
vivienda, educación y vestua- rio. Así las cosas, cierta igualdad en las condiciones de vida de las
personas, con ser un valor en sí mismo, es también condición para una real y eficaz titula-
ridad y ejercicio de las libertades antes señaladas, puesto que poco o ningún sentido pueden
tener éstas para quienes viven en condiciones de pobreza extrema

o de indigencia. De ahí la importancia de esa clase de derechos humanos que llamamos


derechos sociales, tales como el derecho a la asistencia sanitaria, a la educación, al trabajo, a
una previsión oportuna y justa. Derecho al trabajo -digo-, pero también a un trabajo digno y a
una remuneración y condiciones laborales justas, lo cual viene bien re- cordar en medio del
campante neolibe- ralismo, de la degradación del trabajo en simple empleo, de la
consideración de este último como una mera variante económica que influye poderosamente
en los costos, y del interesado discurso a favor de una flexibilidad laboral que muchas veces,
con el pretexto de in- corporar jóvenes y mujeres dueñas de casa al mundo laboral, no pasa de
ser una estrategia destinada a rebajar el costo del empleo, a facilitar antes los despidos que las
nuevas contrataciones y, en definitiva, a poner todas las bazas del lado del empleador y
ninguna del lado de los trabajadores. A propósito de cómo la desigualdad en las condiciones de
vida perjudica la libertad de las personas, nada mejor que recordar el comentario de una joven
jamaicana, incluido en un reciente infor- me del Banco Mundial: “La pobreza es como vivir en
la cárcel; vivir esclavizado, esperando ser libre”.13 Rawls4 distingue entre el concepto de
justicia y las concepciones de ésta. El concepto se refiere a un balance piado entre reclamos
competitivos y a apropiado entre reclamos competitivos y a

principios que asignan derechos y obliga- ciones y definen una división apropiada de las
ventajas sociales. Por su parte, las concepciones de la justicia son las interpretan el concepto,
estableciendo qué principios determinan aquel balance y esa asignación de derechos y obliga-
ciones y esa división apropiada. Bobbio, de manera para mi gusto más clara, distingue entre
justiciay teorías de la justicia, donde la primera sería el conjun- to de valores, bienes e
intereses para cuya protección o incremento los hombres recurren a esa técnica de
convivencia a la que que damos el nombre de derecho, y donde las segundas serían aquellas
que emiten un pronunciamiento acerca de cuáles son o deberían ser, exactamente, esos
valores, bienes o intereses en los que la justicia consiste y que el derecho tendría que cautelar.
15 Sólo para ilustrar las anteriores distinciones de Rawls y de Bobbio, mi planteamiento aquí
sobre libertad e igualdad pertenecería al ámbito de las concepciones o teorías de la justicia
antes que al del concepto de ésta, supuesto, claro está, que, en su manifiesta gene- ralidad, tal
planteamiento diera tanto como para constituir una concepción de la justicia. Cuestión no
poco importante, a pro- pósito de las concepciones de la justicia, es la de si podemos fundar
racionalmente el mayor valor de alguna de ellas sobre las restantes. Lo que quiero señalar con
esto es que todos profesamos alguna idea de la justicia que nos permite emitir juicios de
justicia, esto es, estimaciones acerca de si un derecho vigente, o al- guno que se pretenda
introducir, son o no justos. El hombre, además de una

aptitud para conocer, cuenta también con una capacidad para valorar, lo cual es lo mismo que
decir que el hombre no es sólo conciencia cognoscente, es también conciencia moral. Y es por
ello que el hombre ha forjado desde antiguo ideales de justicia, aunque múltiples y muchas
veces contradictorios entre sí. Desde antiguo, además, existe eso que llamamos “derecho” y
autoridades nor- mativas a cargo de su producción. Es ese cuadro, entonces, el que permite la
existencia de los llamados juicios de justicia: porque el hombre es conciencia moral, forja
ideales de justicia y emplea estos ideales para calificar al derecho de justo o injusto y para
evaluar tam- bién como justa o injusta la actividad de las autoridades que se encuentren a
cargo de la producción del derecho. Además, y en tanto el derecho, junto con protegerla,
limita la libertad de las personas, éstas, y en especial quienes se desempeñan en las
profesiones jurídicas, se hallan siempre interesadas en emitir juicios de justicia acerca del
derecho que las rige y de las autoridades que lo dictan. Sin embargo, el problema se encuentra
en que los ideales de justicia que sirven de base a nuestros juicios del mismo nombre son,
como dijimos, no uno, sino múltiples, y no pocas veces se encuentran en abierta contradicción
en- tre sí, de manera que, inevitablemente, surge la pregunta de si acaso es posible o no, en
uso de la razón, demostrar uno de aquellos ideales en pugna es el verdadero, debiendo
excluidos todos los restantes. Que por tanto quedar Se produce aquí el dilema entre ciegos y
soñadores, según la acertada imagen de Hart. Mientras los segundos califican de ciegos a
quienes no creen en la posibilidad de demostrar racio- nalmente que un determinado ideal de
justicia es el mejor o el verdadero, puesto que no serían capaces de ver la

luz, los primeros replican que los que sí creen en dicha posibilidad están soñan- do.
Personalmente, no tengo ningún problema en alistarme del lado de los ciegos, aunque con la
siguiente salve- dad: creer que no es posible en uso de la razón fundar el mayor valor de ver-
dad de una determinada concepción de la justicia sobre las demás, incluida la propia, no
equivale a carecer de una concepción de la justicia, ni a una re- nuncia a argumentar de algún
modo a favor de la que se tenga, ni a darle a ésta el mismo valor que otorgamos a las que se le
oponen. En este sentido, el rela- tivismo -si quiere llamárselo así- no es lo mismo que
indiferencia y ni siquiera que escepticismo moral. Sabiéndose fa- libles en sus creencias de
orden moral, los ciegos son personas más cuidadosas. Avanzan despacio, a tientas,
ayudándose de un bastón con el que examinan cada palmo del terreno, y no tienen ningún
inconveniente en apoyarse también en el brazo del prójimo que les ofrece ayuda al momento
de tener que aventurarse por las peligrosas avenidas de las opciones y decisiones morales. En
este sentido, los ciegos son seres simpáticos y ciertamente menos peligrosos que los
soñadores, quienes circulan por esas avenidas con gran seguridad y algo ofuscados por el
hecho de que otros no vean la luz que ellos ven, o creen ver. Aunque lo peor son ciertamente
los fanáticos, esa clase de soñadores que busca a los demás no para convertirlos a sus ideas ni
para re- procharles que no las compartan, sino para eliminarlos. Tengo que decir que en
diferentes textos me he valido de la siguiente taxo- nomía de los temperamentos morales, y no
me resisto a compartirla aquí con los lectores de este libro. En primer lugar están los
indiferentes, es decir, aquellos que frente a un asunto moral relevante -por ejemplo, debe o

no existir la pena de muerte, o debe o no despenalizarse el aborto-se encogen de hombros y


dicen que les da lo mismo tanto lo uno como lo otro. Siguen luego los desinteresados, que se
parecen bastante a los indiferentes, aunque afirman algo distinto: no dicen que les dé lo
mismo cualquiera de las alternativas en juego, sino que el proble- ma moral involucrado carece
de mayor interés para ellos. A continuación vienen los desinforma- dos, que son quienes,
teniendo interés en el problema moral de que se trata y no dándoles en principio lo mismo la
decisión que pueda adoptarse al respecto, reconocen hallarse necesitados de mayor
información antes de formarse y emitir un juicio al respecto. Así, por ejemplo, desinformado
sería aquel que ante la pregunta de si es moral o no la práctica de congelar espermatozoides,
óvulos o embriones, pide que se le explique en qué consisten tales prácticas, quiénes las llevan
a cabo, a requerimiento de cuá- les personas, para qué finalidades, etc., como también aquel
que, preguntado por la moralidad de utilizar anticon- ceptivos de emergencia, pide que se le
informe acerca del carácter abortivo o no que éste puede tener. Por tanto, la desinformación
no es propiamente un temperamento moral, sino una condición en la que un sujeto puede
hallarse frente a un determinado asunto o materia en discusión. Por lo demás, y ante el avance
de la ciencia y la multiplicación de sus aplicaciones prácticas, es cada vez más frecuente que
precisemos información antes de emitir un pronunciamiento sobre cuestiones morales
especialmente complejas. Luego vienen los neutrales, esto es, los que se interesan por el
asunto moral de que se trate y tienen incluso un juicio formado sobre el particular, pero que,
por alguna razón, prefieren no dar a conocer ese juicio, como sería el caso, por ejemplo, de un
profesor de derecho penal que tiene un determinado parecer acerca de la procedencia o no de
la pena de muerte en ciertos casos, pero que, preguntado sobre el particular en medio de una
clase por sus alumnos, prefiere callar para facilitar de ese modo una discusión más abierta
entre los propios estudiantes. Definidos de esa manera, los neutrales tampoco encarnan un
tem- peramento moral, puesto que se trata de una postura transitoria adoptada por motivos
estratégicos. Aparecen enseguida los relativistas, que serían aquellos a quienes no da lo mismo
la disyuntiva moral de que se trate, que están además interesados en ella, que consiguen
incluso formarse y a la vez emitir un juicio moral acerca de lo que se encuentra en discusión,
pero que consideran que todos los juicios morales que puedan pronunciarse al respecto por
distintas personas, y por contradictorios que sean entre sí, tienen igual justificación y, en
consecuencia, ninguno de tales juicios, ni siquiera el propio, puede resultar preferible, desde
un punto de vista racional, a los restantes que se le opongan. Distinto me parece a mí el caso
de los escépticos: éstos, si bien tienen las mismas características que fueron recién seña- ladas
para los relativistas, se diferencian de ellos en el hecho de que prefieren su propio juicio moral
al de los demás que pueda oponérseles y están dispuestos a ofrecer algún tipo de
argumentación a favor del juicio que tienen, aunque admiten que ni ellos ni nadie cuenta en
último término con métodos pro- piamente racionales y concluyentes que permitan probar
con certeza el mayor valor de verdad de uno cualquiera de los distintos juicios morales que
puedan encontrarse en conflicto en un caso o momento dados.

A continuación pueden ser identi- ficados los falibles: personas con con- vicciones fuertes en el
terreno moral y que, a diferencia de los escépticos, consideran posible demostrar racional-
mente la corrección o mayor valor de verdad de las que profesan, pero que, a la vez,
reconocen su propia falibilidad, esto es, admiten la posibilidad de estar equivocados y, por lo
mismo, aceptan oír los argumentos que puedan darles personas que piensen distinto acerca
del asunto moral en discusión. O sea, se trata de personas que practican no sólo una tolerancia
pasiva, de mera re- signación ante opiniones o posiciones morales que no comparten y las
cuales rechazan, sino una de tipo activo, pues- to que, consciente y deliberadamente, entran
en diálogo con quienes piensan de modo diferente, exponen razones a favor de su posición,
escuchan y pesan las razones que sus oponentes puedan también darles, y se muestran
dispuestos tanto a convencer a los demás como a dejarse convencer por éstos. Los
absolutistas, en cambio, están en principio en la misma posición que los falibles, aunque con
una diferencia im- portante: no admiten la posibilidad de estar equivocados en lo que
concierne a sus convicciones de orden moral, y si se muestran interesados en acercarse a quie-
nes piensan distinto no es para aprender eventualmente de esas otras personas, sino para
convertirlas. Así las cosas, todo lo más que practica un absolutista es esa tolerancia pasiva que
mencionamos a propósito de los falibles. El último tipo es el de los fanáticos, que son iguales a
los absolutistas, aunque con una característica diferenciadora espeluznante: buscan a los que
piensan distinto no para convertirlos, sino para eliminarlos. Vea usted cuáles de esos tempera-
mentos morales le parecen reprobables, aunque en mi parecer sólo lo son los indiferentes y
los fanáticos. Vea tam- bién con cuál de esos temperamentos morales usted se identifica,
aunque la verdad es que ninguna persona respon- de probablemente a una sola de tales
categorías, sino que, según la indole e importancia de los asuntos morales que se discuten, se
desplace entre una y otra de las posiciones que aquí fueron identificadas. O sea, es
perfectamente posible que ante determinadas cuestio- nes morales nos comportemos como
escépticos, mientras que frente a otras lo hagamos como falibles y aun como absolutistas.
Antes de dejar atrás la cuestión de los fines del derecho, diré que éste, si se relaciona con el
escepticismo, según indiqué en su momento, también lo hace con la imperfección. En verdad,
lo mismo que pasa con la democracia como forma de gobierno, el derecho nada tiene que ver
con mundos perfectos. Todo lo contrario, aquélla y éste se relacionan con la imperfección
humana. En cuanto a la democracia, al tomar decisiones de gobierno con la mayor
participación y acuerdo posibles, mejora ciertamente la sociedad donde ella se halla
establecida, aunque esa mejora es siempre gradual. Por su parte, el derecho busca conseguir
ciertos fines, tal como acabamos de ver, y los realiza sólo parcialmente. Pero una y otro -
democracia y derecho- son los auspiciosos instrumentos que hombres siempre imperfectos
han ideado para avanzar hacia sociedades menos imper- fectas. Porque Popper no deja de
tener algo de razón cuando dice que la demo- cracia es sólo un método para remplazar
gobernantes ineptos sin derramamiento de sangre, lo mismo que Bobbio cuando advierte que
lo que hace la democracia es sustituir por el voto el tiro de gracia del vencedor sobre el
vencido. Vistas las cosas de este modo, no es la guerra

La continuación de la política por otros medios -como suele repetirse-, sino la política la
continuación de la guerra por medios pacíficos. Pero volvamos a nuestra afirmación de que el
derecho es un fenómeno cul- tural, para señalar que lo es en tanto utilizamos la palabra
“cultura” en el sentido amplio que señalé previamen- te, es decir, como todo aquello que el
hombre ha agregado a la naturaleza, como todo aquello que el hombre ha colocado entre el
polvo y las estrellas, como todo aquello que ha sido capaz de crear o de conformar con vistas a
obtener finalidades de las más diversas. Pero la palabra “cultura” tiene también otros
significados, bastante más restringidos o acotados que aquel sentido amplio que acabo de
recordar, y con los cua- les el derecho tiene también, o puede tener, algún tipo de relación,
según he mostrado en la parte inicial del capítulo dedicado al tema de la cultura jurídica en mi
libro Filosofia del derecho. 16 Pero hay que tener presente tam- bién que el derecho no sólo
tiene fines, sino también funciones, y es preciso no confundir aquellos con éstas, que es lo que
acontece cuando a la hora de identificar las funciones del derecho se indican los fines de éste,
o, al revés, cuando tratando de señalar cuáles son los fines del derecho lo que se hace es
referir las funciones que el derecho cumple en toda sociedad. Cuando uno se pregunta por la
fun- ción de algo, por lo que se pregunta es por la tarea que ese algo cumple, por aquello que
realiza según su condición, por lo que hace o ejecuta. Por su parte, la palabra fin alude al
objeto a cuya con- secución se dirige algo, a aquello para lo cual algo está en definitiva
constituido. Cuando preguntamos por la función o por las funciones de algo-por ejemplo, del
derecho-, preguntamos por lo que hace, en tanto cuando preguntamos por los fines,
preguntamos para qué lo hace. Tratándose del derecho, es preciso no confundir tampoco las
funciones de las normas jurídicas con las funciones del derecho. Según sean los distintos tipos
de normas, éstas mandan, prohíben o permiten. También hay normas que hacen otras cosas,
por ejemplo, definir conceptos jurídicos, otorgar competen- cias para producir nuevas normas,
in- terpretar normas, y derogar normas. En consecuencia, mandar, prohibir, permitir, otorgar
competencias, definir, interpretar, derogar, pueden ser vistas como funciones que cumplen las
nor- mas jurídicas, aunque no se trata de las funciones que el derecho cumple como fenómeno
cultural preferente- mente normativo. Reitero, preguntarse por las funcio- nes del derecho es
preguntarse por las tareas que éste cumple en general. Pre- guntarse por las funciones del
derecho es preguntarse qué hace el derecho. En cambio, preguntarse por los fines del derecho
equivale a preguntarse para qué hace el derecho lo que hace. Las funciones, en cuanto tareas,
se demandan de todo derecho, mientras que los fines, en cuanto aportaciones o servicios del
derecho, se esperan de todo derecho. Concentrándonos ahora en una iden- tificación de las
funciones del derecho, sin lugar a dudas que la principal de ellas es orientar comportamientos,
o sea, dirigir la conducta de los miembros del grupo social, valiéndose para ello de normas y
otros estándares que pueden ser vistos como mensajes que tratan de influir en el
comportamiento de las per- sonas, estableciendo para ello sanciones

Negativas o consecuencias adversas para quien no cumpla con lo prescrito por las normas del
derecho, y también san- ciones positivas, llamadas premiales, que son consecuencias
beneficiosas que el derecho imputa o vincula a la ejecución de ciertos comportamientos,
como, por ejemplo, cuando otorga un subsidio a quienes consiguen ahorrar una deter- minada
cantidad de dinero con miras a la adquisición de una vivienda. En tal sentido, el derecho es un
medio de control social, y, como tal, tanto puede resultar eficaz como no eficaz, que es otra de
las palabras marcadas de nuestra descripción del derecho. En efecto, y en tanto fenómeno
nor- mativo, o preferentemente normativo, el derecho aspira a conseguir eficacia, esto es,
tiene la pretensión de que sus normas y demás estándares sean obedecidos por los sujetos
normativos y aplicados por los órganos jurisdiccionales. Así, un derecho eficaz, visto
globalmente, es aquel que, en los hechos, resulta generalmente obe- decido y aplicado, o sea,
aquel respecto del cual tanto sujetos normativos como órganos jurisdiccionales acostumbran
comportarse de acuerdo a sus normas y demás estándares, mientras que una norma jurídica
consigue ser eficaz en la medida en que, considerada aisla- damente, es también
habitualmente obedecida y aplicada. La eficacia, por tanto, es algo más que mero reconoci-
miento del ordenamiento jurídico o de la norma jurídica de la cual ella se predica. La eficacia es
obedecimiento y aplicación reales, aunque no siempre ni en todos los casos, sino sólo en la
mayoría o en la generalidad de éstos. La eficacia tampoco es adhesión al orde- namiento
jurídico o a la norma de que se trate, sino puro y simple acatamiento de uno y otra, puesto que
los motivos que lleven a éste pueden ser muchos y muy distintos de la adhesión.

Nunca constituirá un asunto menor y menos irrelevante investigar y examinar los motivos de
la eficacia de un orde- namiento jurídico, de una institución jurídica en particular, o de una
norma individualmente considerada, aunque, como tal, la eficacia es independiente de la
mayor o menor jerarquía o nobleza de las motivaciones que expliquen el obedecimientoy la
aplicación habituales por parte de sujetos normativos y de órganos jurisdiccionales. Cuestión
relevante, en fin, es la de la relación entre validez y eficacia de un ordenamiento jurídico o de
una o más normas aisladas del mismo, un asunto respecto del cual me remito al capítulo
pertinente de mi libro Derecho, desobedien- cia y justicia,” aunque podría resumir mi parecer
de la siguiente manera: la validez originaria de una norma jurídica es independiente de su
eficacia, aun- que si una norma válida no consigue ser eficaz, o habiéndolo conseguido pierde
su eficacia, pierde también su validez, esto es, deja de formar parte del ordenamiento jurídico
de que se trate. En cambio, la validez originaria de un ordenamiento jurídico-piénsese en el
momento fundacional de un Estado o en un orden constitucional que es re- sultado de u golpe
de Estado exitoso o de una revolución que triunfa-, su validez inicial depende de la eficacia que
sea capaz de conseguir. Puesto de otra manera: puede tener sentido dis- cutir si acaso una
norma jurídica válida no eficaz pierde o no su validez, p ero no lo tiene preguntarse si un
ordena- miento jurídico que no es eficaz puede ser válido. Es por esto que, al menos en mi
manera de ver las cosas, la llamada norma básica de Kelsen no es más que
Un disfraz normativo con que el autor viste el hecho de la eficacia de la primera Constitución
histórica de un Estado, o de una primera nueva Constitución que sea producto de un golpe de
Estado o de una revolución que triunfa. En el acápite 13 volveré sobre la eficacia del derecho,
en particular so- bre la eficaz aplicación de las sanciones con que reacciona en caso de incum-
plimiento. Otra función del derecho, tan impor- tante como la anteriormente analizada,
consiste en prever la ocurrencia de con- flictos y establecer sedes y procedimien- tos para el
encauzamiento, discusión y solución pacífica de éstos, aunque sobre el conflicto, en particular,
trataré en el acápite 11, a propósito de lo que significa vivir en sociedad y de que el derecho
rija relaciones al interior de ésta. Organizar y legitimar el poder social es otra de las
importantes funciones que cumple el derecho, para lo cual distribuye dicho poder entre
diversos órganos y autoridades, estableciendo también los procedimientos a que estos
órganos y autoridades tendrán que sujetarse cada vez que adopten decisiones en el ámbito de
sus respectivas competencias. Por lo demás, cuando se afirma que el derecho legitima el
poder, la pala- bra “poder” viene empleada en sentido amplio, o sea, no se trata sólo del po-
der de los que gobiernan, de los que detentan el poder político dentro de la sociedad, sino del
poder entendido como toma de decisiones que afectan a sujetos distintos de quienes las
adoptan. De tal modo, esta función legitimadora del poder que cumple el derecho se ve
reflejada en que todos los sujetos que tienen capacidad de decidir respecto de otros sujetos
deben hacer uso del dere- cho para obtener consenso justificatorio sobre las decisiones que
adoptan. Puede decirse, entonces, que por medio

de esta función se consigue transformar el poder en derecho, esto es, se consigue que los
sujetos miembros de una comu- nidad jurídica vean en las decisiones del poder no órdenes
arbitrarias que se les imponen, sino mandatos que de- ben obedecer desde un punto de vista
jurídico. Y más allá de esta función legitima- dora del poder por parte del derecho, quizás
convenga recordar la idea de que lo que es preciso hacer con todo poder es domesticarlo.
Todo poder, sea éste político, militar, económico, de los medios, e incluso de agrupaciones es-
pirituales, tiene siempre una capacidad de dañar a las personas, y, por lo mis- mo, no es
desacertada la observación de Bobbio acerca de que la historia de las ideas políticas no es sino
una larga y atormentada reflexión acerca de cómo limitar el poder. Tiene también el derecho
una fun- ción promocional, en la medida en que para conseguir determinadas conductas que
se consideren deseables, se vale él no ya de castigos, sino de premios o recompensas que
deberán ser adjudi- cadas a quienes ejecuten determinadas conductas que a un ordenamiento
ju- rídico le interese promover. Así, por ejemplo, cuando el derecho establece que quien
denuncia la existencia de un tesoro hasta entonces oculto tiene derecho a compartir su
contenido con el propietario del lugar en que el tesoro fue hallado. Esta función, como se ve,
parte de la base de que la amenaza de sanciones negativas, o sea, de daños, no es la única
manera de conseguir com- portamientos socialmente deseables, y que a este mismo propósito
pueden servir los ofrecimientos, que no ya las amenazas, de sanciones positivas, esto es, de
beneficios para los sujetos normati- vos. Como indica Bobbio, la diferencia entre el derecho
como técnica social

de incentivación o de premio y como técnica de represión o castigo, radica en el hecho de que


el comportamiento que tiene consecuencias jurídicas no es la inobservancia, sino la
observancia. En consecuencia, la afirmación de que el derecho castiga la inobservancia de sus
normas y otros estándares y no premia su observancia no refleja adecuadamente la realidad
del fenómeno jurídico. De la manera antes indicada, la fun- ción promocional del derecho
tiene efectos en la noción de sanción, puesto que ésta no es ya sólo la consecuencia negativa o
adversa de una conducta contraria al derecho, según veremos en el acápite acerca de la
coercibilidad del derecho. Norma!”. Y lo hizo en un tono de voz tan agresivo e
inesperadamente alto en un octogenario -cuenta Hart- “que yo me caí hacia atrás en mi silla”.
18 Ha de tratarse, sin duda, de una de las pocas anécdotas divertidas que puede exhibir la
historia de la filosofía del derecho. Pero fíjense ustedes: Hart aclara bastante el concepto de
regla de conducta en su libro antes mencionado, mientras que la voluminosa obra póstuma de
Kelsen, titulada Teoría general de las normas,19 está dedicada a similar tema. Allí están
también las aportaciones de Von Wright al mismo asunto.20 Y en las páginas iniciales de su
libro Teoría pura del derecho,1 luego de distinguir entre naturaleza y sociedad, Kelsen se
ocupa también de diferenciar, correctamente, las normas de conducta de las leves de la
naturaleza. No poco debemos también en materia de teoría de las normas a autores como
Eugenio Bulygin, Carlos Alchourrón y Daniel Mendonça.22 Las piezas principales del derecho,
en consecuencia, son normas, normas que , por lo mismo, llamamos jurídicas, si bien es
conveniente tener presente la distinción que haremos más adelante, a propósito del carácter
interpretable del derecho, entre acto normativo

, 5. ¿Por qué el derecho es una realidad normativa?

Avanzando ahora un paso más en el análisis de nuestra descripción del derecho, dije también
que éste cons- tituye una realidad normativa, es decir, algo que consiste en normas, o que está
compuesto por ellas, aunque puede surgir más de una complicación a la hora de establecer
qué se entiende por normas de conducta. El mismo Kelsen y Hart tuvieron una disputa sobre la
materia, en Berkeley, cuando el filósofo inglés del derecho visitó allí a Kelsen. Además, no se
olvide que Hart inicia su libro El concepto de derecho diciendo que sobre el género de las
reglas sólo tenemos ideas vagas y confusas. Pues bien, en ese encuentro con Kelsen, y ante un
audito- rio de mil personas, el jurista austriaco insistió en afirmar, una y otra vez, que el
derecho era una realidad normativa, ante lo cual Hart le solicitó, también una y otra vez, que le
explicara qué era una norma. Hasta que Kelsen, ya fuera de sí, respondió: “;Una norma es una
norma

Y lo hizo en un tono de voz tan agresivo e inesperadamente alto en un octogenario -cuenta


Hart- “que yo me caí hacia atrás en mi silla”. 18 Ha de tratarse, sin duda, de una de las pocas
anécdotas divertidas que puede exhibir la historia de la filosofía del derecho. Pero fíjense
ustedes: Hart aclara bastante el concepto de regla de conducta en su libro antes mencionado,
mientras que la voluminosa obra póstuma de Kelsen, titulada Teoría general de las normas,19
está dedicada a similar tema. Allí están también las aportaciones de Von Wright al mismo
asunto.20 Y en las páginas iniciales de su libro Teoría pura del derecho,1 luego de distinguir
entre naturaleza y sociedad, Kelsen se ocupa también de diferenciar, correctamente, las
normas de conducta de las leves de la naturaleza. No poco debemos también en materia de
teoría de las normas a autores como Eugenio Bulygin, Carlos Alchourrón y Daniel Mendonça.22
Las piezas principales del derecho, en consecuencia, son normas, normas que, por lo mismo,
llamamos jurídicas, si bien es conveniente tener presente la distinción que haremos más
adelante, a propósito del carácter interpretable del derecho, entre acto normativo,
Enunciado normativo y norma pro- piamente tal. En la antigüedad griega se advirtió ya la
diferencia entre physis y nomos, o sea, entre lo que es por naturaleza y lo que es por
convención, una distinción que instaló la convicción de que a diferencia de lo que pasa en el
ámbito de la natura- leza y sus leyes, en el campo social y de las normas de conducta, lo que
prevalece son las convenciones y acuerdos. Las leyes de la naturaleza son enunciados que
describen ciertas regularidades del mundo natural, mientras que las normas prescriben
determinadas conductas a los sujetos a quienes imperan. Una cosa es decir que los cuerpos
caen en el vacío a una velocidad determinada por su masa más la aceleración correspondiente
-la llamada ley de gravedad-, y otra muy distinta es afirmar que los ciudadanos que se
encuentren inscritos en los re- gistros electorales tendrán el derecho y a la par el deber de
sufragar en las elecciones, o que la velocidad máxima permitida en una carretera es de 120
kilómetros por hora. Con todo, es fácil confundir leyes de la naturaleza y normas de conducta,
primero porque la distinción no siem- pre estuvo clara en el entendimiento humano, y
segundo porque a veces lla- mamos “leyes” a las “normas”, como es bien patente en el caso de
la principal de las fuentes del derecho. Pero como bien dice Karl Popper, las leyes de la
naturaleza describen realidades empíri- cas, mientras que las normas expresan directivas para
nuestra conducta. Esto significa que las primeras establecen lo que es (en la naturaleza),
mientras que las segundas establecen lo que debe ser (en la sociedad). Y valiéndonos de los

mismos ejemplos que utiliza el filósofo austriaco, una cosa son las leyes de la naturaleza, tales
como las que rigen los movimientos del Sol, de la Luna y de los planetas, o la sucesión de las
estaciones y las mareas, y otra son las leyes normativas-como las llama el autor-que mandan o
prohíben determinados comportamientos, como es el caso de los Diez Mandamientos o las
disposiciones legales que regulan el procedimiento a seguir para elegir a los miembros del
Congreso Nacional. La distinción entre unas y otras -cree Popper-, es decir, entre las
proposicio- nes que describen uniformidades de la naturaleza y las prohiciones o mandatos, es
tan fundamental que difícilmente tengan estos dos tipos de leyes algo más en común que su
nombre. Aquella distinción fundamental se aclara todavía más si se repara en que las leyes de
la naturaleza operan sobre la base del principio de causalidad, mientras que las normas de
conducta lo hacen sobre la base del principio de imputación. El primero de tales principios nos
dice que dada una causa A (aplicar calor a un metal, por ejemplo) se seguirá un efecto B (el
metal se dilata o aumenta de volumen), mientras que el segundo nos dice que dado un
antecedente C (por lo común un comportamiento huma- no) debe seguirse una consecuencia
D, sin que pueda decirse, en este último caso, que ese antecedente sea la causa de la
consecuencia ni ésta el efecto de aquél. De las distinciones precedentes surge también la
diferencia entre ciencias na- turales y ciencias normativas. Las primeras estudian la naturaleza
y se expresan por medio de enunciados del tipo descrip- tivo que señalamos antes, y las según-
das estudian las normas que rigen en la sociedad y se expresan por medio de enunciados de
tipo cognoscitivo acerca de las normas que constituyen su objeto

de estudio. Así, en cuanto se la entienda como un saber acerca de las normas morales, la ética
sería una ciencia nor- mativa, en tanto que si se la presenta como un saber acerca de las
normas jurídicas, la ciencia del derecho es una ciencia también normativa. Normativa no no
con las manos es un uso normativo. Por lo mismo, si alguien almuerza todos los días en un sitio
público a las seis de la tarde, lo más que podrían hacer los parroquianos que a esa hora se
apres- tan a jugar dominó es tomar nota con curiosidad de la conducta que se aparta de la
práctica, mas no reprobarla ni me- nos reaccionar pidiendo castigos para quien se comporta de
esa manera. Otra cosa ocurriría, sin embargo, si el mismo personaje extravagante que
almuerza todos los días a las seis de la tarde lo hace sentándose sobre la mesa, no en porque
produzca normas, sino porque versa o recae sobre normas. Normativa porque su objeto está
constituido por normas y no porque éstas sean resultado de la actividad que se lleva a cabo
bajo el nombre de ciencia del derecho. Véase entonces cómo la distinción entre naturaleza y
sociedad conduce a la distinción entre leyes de la naturaleza y normas de conducta, y cómo a
su vez aquella doble distinción conduce a su turno a la diferenciación entre causalidad e
imputación, y entre ciencias que son naturales y otras que son normativas. Las normas de
conducta, y entre ellas las jurídicas, lo mismo que las leyes de la naturaleza, expresan ciertas
regularida- des, pero son más que simples regulari- dades. Una cosa son los simples hábitos de
conductas convergentes y otra las reglas sociales, por emplear aquí la terminología de Hart.
Una cosa son los usos meramente fácticos y otra los usos normativos, emplean- do ahora la
nomenclatura de Henkel. Una silla, empleando directamente las manos, y salpicando a quienes
pasan a su lado. Y si nos quedáramos con la distinción entre hábitos de conducta Usos
meramente fácticos son prácticas habitualmente reiteradas al interior de un grupo social
cualquiera, aunque ca- recen de fuerza normativa; en cambio, los usos normativos son
prácticas que de hecho son regularmente observadas al interior de un grupo social, pero que
cuentan además con fuerza normativa y, por tanto, resultan obligatorias para los miembros del
grupo y deben ir seguidas de alguna consecuencia adversa o des- favorable en caso de
incumplimiento. Almorzar en lugares públicos que sirven comida entre las 13 y las 16 hrs. Es en
Chile un uso meramente fáctico, mien- tras que hacerlo utilizando cubiertos y

convergente y reglas sociales, la dife- rencia está en que en las segundas hay un componente
de deber que no se encuentra en los primeros. Por lo mis- mo, en el caso de las reglas cabe
esperar que la desviación por parte de un sujeto del patrón de conducta de que se trate dé
lugar a una sanción, cosa que no ocurre tratándose de simples conduc- tas convergentes.
Tomar té a las cinco de la tarde, o ir al cine a lo menos una vez por semana, puede ser un
hábito de conducta convergente en Londres, en tanto que la práctica que consiste en que los
hombres vayan descubiertos en una ceremonia religiosa constituye una regla social. Por otra
parte, las normas pueden ser vistas en relación con los usos del lenguaje, tal como destacaré
en el acápite correspondiente de este libro. Hacemos cosas con palabras, como ha sido repe-
tido tantas veces. En verdad, podemos hacer muchas cosas con las palabras, desde saludar,
agradecer, suplicar y dar órdenes, hasta describir cosas, relatar sucesos, valorar objetos,
decisiones y con- ductas, hacer conjeturas, cantar y contar chistes. Pues bien, el uso directivo
del

lenguaje es aquel que empleamos cada vez que lo que intentamos por medio de él es dirigir la
conducta de otro, o sea, conseguir que otro u otros individuos se comporten de determinada
mane- ra. Las prescripciones constituyen, por ejemplo, un uso directivo del lenguaje, y las
normas del derecho, vistas en su conjunto, no una a una, son un buen ejemplo de
prescripciones, puesto que emanan generalmente de una autori- dad normativa, esto es, de
alguien que tiene competencia para producirlas; van dirigidas a sujetos normativos respecto de
quienes dicha autoridad tiene la pre- tensión de que se comporten como la prescripción
señala; la autoridad que establece la prescripción certifica de algún modo la existencia de ésta
y la da a conocer a los correspondientes sujetos normativos; y, por último, esa misma
autoridad, para dar eficacia a su prescripción, preestablece alguna sanción normativo deje de
observarla. Como dije, las normas jurídicas son un buen ejemplo de prescripciones, aun- que
no todas las normas que forman parte de un ordenamiento jurídico son prescripciones ni
funcionan tampoco como tales. Lo que pasa es que el dere- cho visto en su conjunto, esto es,
no en una o más normas aisladas de aquellas que lo componen, sino en esa unidad que recibe
el nombre de “ordenamiento jurídico”, puede ser considerado como un orden prescriptivo de
la conducta humana. Así, por ejemplo, estamos habituados a hablar de la “norma” del artículo
primero del Código Civil, o que este Código “prescribe” en su artículo primero tal cosa, en
circunstancias de que ese enunciado normativo -y ya trataré la diferencia entre norma y
enunciado nor- mativo-no prescribe propiamente nada, es decir, no tiene por propósito dirigir
la conducta de nadie bajo la amenaza de un castigo, sino definir simplemente el concepto de
ley. Repárese también en que una cosa es el derecho como realidad normativa, esto es,
compuesta de normas, y otra la ciencia del derecho, como realidad cognos- citiva, compuesta a
su vez de enunciados acerca de las normas en que el derecho consiste. Una cosa es el derecho
como fenómeno susceptible de ser constitui- do en objeto de conocimiento, y otra es el saber
que se constituye acerca de tal objeto. Derecho y derechologia, como señalamos en la
Introducción de este libro; o, mejor, derecho y ciencia del de- recho, o, mejor aún -si es que
uno no quisiera comprometerse asignándole de partida un carácter científico al cono- cimiento
jurídico- derecho y saber acerca del derecho. Aparece aquí la polémica distinción kelseniana
entre normas jurídicas y re glas de derecho, donde las primeras serían los enunciados de tipo
prescriptivo que componen o forman parte del derecho, y las segundas los enunciados de tipo
cognoscitivo que dan cuenta de las nor- mas y que forman parte de la ciencia del derecho. Al
margen de que Kelsen haya empleado una terminología poco feliz, al menos en su traducción a
nues- tra lengua -puesto que en castellano utilizamos “regla” como sinónimo de "norma"-, lo
cierto es que la distinción tiene y conserva pertinencia. Porque una cosa son las normas que
forman lo que llamamos “derecho civil” o “derecho penal”, las cuales pueden ser localizadas
en los códigos y leyes correspondientes, y otra las proposiciones que acerca de esas normas
podemos encontrar en las lecciones orales o en los textos de que son autores los juristas. Una
cosa es el Código Penal chileno y otra el Tratado de Derecho Penal chileno que un pena- lista
pueda haber publicado. Y si bien la parte especial del segundo versará sobre

el primero, así como sobre la legislación que complementa a dicho Código, lo ciertos es que
nadie confundiría el es- tatuto de lo que lee en el Código con el de lo que lee en el Tratado. En
un caso lo que se tiene por delante son nor- mas, y en el otro proposiciones acerca de esas
normas. Normas acerca de las cuales tiene sentido preguntarse si son válidas o no, si poseen o
no eficacia, si resultan o no adecuadas para los fines que se proponen, aunque no lo tiene
preguntarse si son verdaderas o falsas, algo que sí tiene sentido inquirir tratán- dose de las
proposiciones que acerca de las normas hace la ciencia del derecho. Porque, en efecto, carece
de todo sen- tido preguntarse si acaso es verdadera o falsa la norma del Código Penal que
prescribe “El que mate a otro sufrirá X pena”, pero sí lo tiene preguntarse aquello de la
proposición presente en un tratado de derecho penal que dijere “De acuerdo con la legislación
penal vigente en nuestro país, matar a otro constituye un delito, esto es, una acción penada
por la ley, y quien incurra en semejante delito debe sufrir X pena, para cuya declaración y
definitiva apli- cación el imputado deberá ser sometido al procedimiento oral establecido por
la legislación procesal penal también vigente”. Si quisiéramos poner la distinción entre derecho
y ciencia del derecho en términos de los niveles del lenguaje en que se sitúan por un lado las
normas jurídicas que forman parte del primero y por el otro las proposiciones que forman
parte de la segunda, podríamos decir que el lenguaje del derecho, es decir, el lenguaje de las
normas jurídicas, es un lenguaje de primer nivel, mientras que el lenguaje de la ciencia del
derecho, esto es, el lenguaje de los enunciados o proposiciones acerca de las normas,
constituye un lenguaje de segundo nivel. Como señala Albert Calsamiglia, el len- guaje de los
juristas es un “metalengua- je” descriptivo que tiene por objeto un lenguaje prescriptivo.4 Así,
el lenguaje prescriptivo (de las normas) es uno de primer nivel, en tanto que el descripti- vo
(de las proposiciones acerca de las normas) es de segundo nivel.

En fin, no se debe confundir las normas jurídicas, que en general pro- vienen de autoridades
normativas, con las proposiciones que acerca de las nor- mas provienen de los juristas. Una
cosa es el derecho como realidad normati- va y otra la ciencia o saber acerca del derecho como
realidad cognoscitiva. Y si bien tanto del derecho como de la ciencia del derecho puede decirse
son “normativos”, el derecho lo es en cuanto consiste en normas, mientras que la ciencia del
derecho lo es en cuanto se trata de un saber que versa sobre normas. Por eso es que a la
ciencia del derecho suele llamársela también “dogmática jurídica”, y no porque sus
proposiciones sean indiscutibles, sino porque las nor- mas sobre las cuales esas proposiciones
recaen o versan operan como datos que el jurista no puede sustituir por otros que pudieran
resultar más de su agrado. Los juristas, como agentes del conocimien- to jurídico, trabajan con
un derecho ya dado al que deben circunscribir sus proposiciones de tipo cognoscitivo. Lo cual
no les impide, sin embargo, criticar ese derecho y, junto con dar cuenta de él tal como es,
promover su cambio en la dirección que se considere que ese derecho debería ser. Identificar y
explicar algo como de- recho que es no equivale a aprobar ese algo como derecho, de manera
que el jurista no acepta el derecho positivo como dogma en que creer, sino como un dato

Que describir y conceptualizar. En ello consiste el postulado de la neutralidad valorativa de la


ciencia del derecho, que ha dado lugar a tantas confusiones y malentendidos. Partiendo por lo
que no quiere significar, dicho postulado no dice que el derecho sea avalorativo o neutral, sino
que la ciencia del dere- cho debe serlo. Y al decir esto último alude únicamente a que los
juristas han de atenerse a lo dado o puesto como derecho, sin poder reemplazarlo, ellos
mismos, directamente, por un derecho que consideren mejor o más justo. Pero el postulado
no veda a los juristas hacer la crítica de lo que identifican y describen como derecho vigente.
Un jurista, luego de identificar y de explicar algo como derecho, puede perfectamente pronun-
ciarse acerca de la conveniencia o no de ese derecho. Un jurista, por ejemplo, puede
identificar y comentar las normas de la legislación penal que autorizan en ciertos casos la
aplicación de la pena de muerte y, acto seguido, criticar esa pena y propiciar su total abolición
del ordenamiento jurídico nacional, como podría también hacer lo contrario, vale decir,
declararse partidario de tal pena y abogar incluso por su aplicación en el caso de otros delitos
que considere especialmente graves. De esta manera, el postulado de la neutralidad
valorativa, que es incompatible con la sustitución por parte del jurista de lo dado o puèsto
como derecho, no es incompatible con la crítica de lo que en un momento se encuentre
establecido como derecho. Gulación jurídica o ramas del derecho puedan ser identificadas
dentro del determinado ordenamiento jurídico como dotadas de una cierta identidad y relativa
autonomía. Ello explica que exista una dogmática constitucional, una dogmática civil, una
dogmática penal, y así. Con todo, los saberes que se constituyen sobre cada uno de tales
sectores de regulación jurídica -a los cuales acostumbre llamárseles “ramas del derecho”-
llevan a cabo operaciones a la par que desarrollan funciones que es del caso mencionar aquí.
En cuanto a las operaciones que lleva a cabo, la dogmática jurídica recono- ce un
ordenamiento jurídico dado que constituye como su objeto de estudio, lo cual equivale a decir
que ella certifica que en un lugar y tiempo dados existe un ordenamiento en vigor al que se cir-
cunscriben aquellos enunciados de tipo cognoscitivo que son el resultado del trabajo
dogmático que se lleva a cabo por referencia a ese mismo ordenamien- to. De este modo,
puede decirse que la existencia de un ordenamiento jurídico es a la vez el presupuesto y el
marco de referencia para que pueda tener lugar un trabajo dogmático con el derecho. Con
todo, hay que tener presente lo que indiqué antes, a saber, que la dog- mática no procede de
una vez sobre la totalidad del ordenamiento jurídico de que se trate, sino que se fracciona en
tantas dogmáticas o ciencias jurídicas particulares cuantos sectores de regu- lación o ramas
existan en el respectivo ordenamiento. La segunda operación que realiza la dogmática consiste
en la localización de las normas y otros estándares jurídicos que forman parte de aquel sector
del ordenamiento jurídico del cual ella se ocupa y que se encuentren vigentes, lo cual supone
que los juristas, en cuanto agentes del conocimiento dogmático De allí, precisamente, que ese
postulado reciba este nombre-neutralidad valora- tiva- y no el de abdicación valorativa. La
ciencia del derecho, o dogmáti- ca jurídica, no conoce de un derecho dado como resultado de
ir por él de una sola vez, sino que ella se constituye en tantas ciencias jurídicas particulares o
dogmáticas cuantos sectores de re-

gulación jurídica o ramas del derecho puedan ser identificadas dentro del determinado
ordenamiento jurídico como dotadas de una cierta identidad y relativa autonomía. Ello explica
que exista una dogmática constitucional, una dogmática civil, una dogmática penal, y así. Con
todo, los saberes que se constituyen sobre cada uno de tales sectores de regulación jurídica -a
los cuales acostumbre llamárseles “ramas del derecho”- llevan a cabo operaciones a la par que
desarrollan funciones que es del caso mencionar aquí. En cuanto a las operaciones que lleva a
cabo, la dogmática jurídica recono- ce un ordenamiento jurídico dado que constituye como su
objeto de estudio, lo cual equivale a decir que ella certifica que en un lugar y tiempo dados
existe un ordenamiento en vigor al que se cir- cunscriben aquellos enunciados de tipo
cognoscitivo que son el resultado del trabajo dogmático que se lleva a cabo por referencia a
ese mismo ordenamien- to. De este modo, puede decirse que la existencia de un
ordenamiento jurídico es a la vez el presupuesto y el marco de referencia para que pueda
tener lugar un trabajo dogmático con el derecho. Con todo, hay que tener presente lo que
indiqué antes, a saber, que la dog- mática no procede de una vez sobre la totalidad del
ordenamiento jurídico de que se trate, sino que se fracciona en tantas dogmáticas o ciencias
jurídicas particulares cuantos sectores de regu- lación o ramas existan en el respectivo
ordenamiento. La segunda operación que realiza la dogmática consiste en la localización de las
normas y otros estándares jurídicos que forman parte de aquel sector del ordenamiento
jurídico del cual ella se ocupa y que se encuentren vigentes, lo cual supone que los juristas, en
cuanto agentes del conocimiento dogmático algo

del derecho, tengan claridad sobre las fuentes del ordenamiento de que se trate, o sea, sobre
quiénes y por medio de qué procedimientos tienen compe- tencia para introducir normas y
otros estándares al ordenamiento. La tercera operación concierne a la interpretación de las
normas y demás estándares del derecho, esto es, a la deter- minación del marco de posibles
sentidos y alcances que ofrecen las normas y otros componentes del ordenamiento. Esta
interpretación, a diferencia de la que llevan a cabo los jueces, no tiene por objeto la directa
aplicación ni menos la producción de nuevas normas jurídicas, y es por eso que la
interpretación que del derecho llevan a cabo los juristas es una de tipo no operativo. La
distinción entre interpretación operativay no opera- tiva será explicada en el acápite de este
libro relativo al carácter interpretable del derecho, pero conviene decir que si la de los juristas
pertenece al segundo tipo por no hallarse vinculada a tareas directas de aplicación de las
normas interpretadas ni de producción de nuevas normas, lo cierto es que la interpretación
que del derecho llevan a cabo los juristas (no operativa) ejerce influencia en la que corre por
cuenta de legisladores y de jueces (la cual es una interpretación operativa). La dogmática
jurídica lleva a cabo una cuarta operación que tiene que ver con la construcción de
instituciones y la fijación de conceptos fundamentales relativos al sector de regulación jurídi-
ca sobre el cual trabaja, con lo cual se quiere decir que ella no se queda en la interpretación
aislada de las normas y otros estándares del ordenamiento, sino que, con apoyo en esa misma
interpre- tación, concuerda las normas y lleva a cabo organizaciones parciales del ma- terial
normativo que se conocen con el nombre de “instituciones”, a propósito

de lo cual fija también conceptos que facilitan la comprensión y el manejo de ese material
normativo. La quinta operación de la dogmática, llamada de sistematización, represen- ta algo
así como un peldaño superior respecto de la construcción, del mismo modo que ésta lo
representa respecto de la interpretación, y tiene que ver con la reconstrucción ordenada y
coheren- te tanto del material normativo como de las instituciones, con la finalidad de ofrecer
una mirada de conjunto, si no sobre la totalidad del ordenamiento jurídico, al menos sobre
cada una de sus ramas o partes. Resulta evidente, entonces, la re- lación que existe entre las
tres últimas operaciones de la dogmática -interpre- tación, construcción y sistematización-,
puesto que representan, en ese mismo orden, tres niveles ascendentes de ge- neralidad y
abstracción. La interpretación tiene que ver con la determinación del sentido de las normas y
otros estándares, la construcción con la presentación de instituciones que constituyen una
síntesis efectuada sobre la base de los resultados obtenidos previamente en el análisis de las
normas, y la sistematización con una operación que es a partes extensas del ordenamiento-por
ejemplo, derecho constitucional, derecho civil, derecho penal- lo que la construcción es a una
determinada institución. Una sexta y última tarea de la dog- mática consiste en que ella
prepara y a la vez facilita la aplicación de las normas a los casos concretos de la vida social que
deban ser tratados y resueltos en aplicación, precisamente, de determi- nadas normas u otros
estándares del ordenamiento. Como bien explicó en su hora Albert Calsamiglia,2” el derecho
vigente es el input de la dogmática, algo

que ella encuentra ya establecido como tal al momento de iniciar su tarea, pero la dogmática
tiene también un output en cuanto sus operaciones producen efecto en la realidad futura del
derecho. Así las cosas, y tal como enseña Elías Díaz,6 todas las operaciones que realiza la
dogmática permiten apreciar el largo camino que recorre el trabajo de los juristas, un trabajo
que comprende “la localización de las normas válidas, su interpretación, el análisis de sus
conexio- nes con otras normas, la construcción de instituciones y de conceptos jurídicos
fundamentales, y la sistematización de unas y de otras en un todo coherente y ordenado, todo
ello orientado a esa tarea central que es la aplicación del derecho”. Similar reconocimiento de
tales normas y estándares por parte no sólo de los su- jetos normativos, sino también de otros
operadores jurídicos, por ejemplo los jueces. Por cierto que no corresponde que la dogmática
haga ningún tipo de llamado explícito a favor del recono- cimiento, obedecimiento y aplicación
del derecho, pero al concluir ella que hay un ordenamiento jurídico vigente y que tales o
cuales son las normas vá- lidas Las seis precedentes operaciones de la dogmática, una vez
identificadas como tales, ponen de manifiesto las funciones que ella también cumple. Así, es
evidente que la dogmática cumple una función cognoscitiva respecto del ordenamiento
jurídico sobre el cual trabaja. A la vez, y en la medida en que las disciplinas dogmáticas o
ciencias jurídicas particu- lares se reproducen como asignaturas del mismo nombre en el
proceso de enseñanza jurídica, la dogmática cumple igualmente una función de transmisión y
difusión del conocimiento jurídico. Tie- ne asimismo la dogmática una función normativa, mas
no en el sentido de que ella introduzca normas al ordenamien- to, sino en cuanto versa o recae
sobre normas, según fue explicado antes en este mismo acápite. Y puede incluso atribuirse a la
dogmática una función ideológica, puesto que al reconocer un ordenamiento jurídico como
válido y al localizar las normas y demás estándares de ese mismo ordenamiento, favorece un
que lo componen, está de algún modo legitimando ese ordenamiento y predisponiendo a su
obediencia y apli- cación por parte de sujetos normativos y jueces.2. Pero quedándonos
únicamente con las normas jurídicas, esto es, con el de- recho en cuanto fenómeno o realidad
normativa, agreguemos ahora que de aquellas suelen predicarse varias carac- terísticas, que
no es el caso examinar aquí, y con las cuales los estudiantes de derecho suelen familiarizarse al
poco tiempo de haber iniciado sus estudios jurídicos y de haber asistido a las cla- ses del curso
de Introducción al Dere– cho. Una de dichas características es la coercibilidad, sobre la cual
vamos a explayarnos en la parte final de este libro, atendido que, de todas aquellas
características, es la que con mayor cla- ridad contribuye tanto a identificar al derecho como a
diferenciarlo de otros órdenes normativos. Sin perjuicio de lo cual, otra de tales características
-la heteronomía-será mencionada un par de veces en las páginas que siguen para mostrar
cómo ella no es en modo alguno absoluta, de manera que todo lo más que puede decirse del
derecho es que éste es predominantemente heterónomo.

Es del caso señalar también que si las normas son piezas del derecho, la comprensión que es
posible conseguir de éste mejora si se pasa del análisis de las normas jurídicas consideradas
aisladamente (por ejemplo, cuando nos preguntamos por sus características, o por su
estructura lógica, o por las fun- ciones que cada una de ellas cumple) al examen de ese
conjunto que ellas forman y que recibe el nombre de “or- denamiento jurídico”. Es por eso,
pre- cisamente, que en cualquier curso de Introducción al Derecho, luego de una parte o
unidad temática dedicada a las normas jurídicas, viene otra sobre las fuentes de producción de
éstas y, acto seguido, una que se ocupa de la teoría del ordenamiento jurídico, o sea, que trata
de esa unidad que forman todas las normas jurídicas que constituyen un derecho dado. Si la
experiencia del derecho es una experiencia ante todo normativa -según han puesto de relieve
autores como Kelsen, Hart y Bobbio-, el problema de la definición del derecho encuentra un
lugar más apropiado en la teoría del ordenamiento antes que en la teoría de la norma, lo cual
quiere decir que el problema de determinar qué es el derecho tiene que ser des- plazado de la
norma al ordenamiento. Entonces, para saber lo que es el dere- cho no se trata de preguntar
“:Qué es una norma jurídica?”, sino “:Qué es el ordenamiento jurídico?”, puesto que la palabra
“derecho” indica más bien un conjunto o sistema de normas (el ordenamiento jurídico) que un
tipo de norma (la norma jurídica). Las normas jurídicas, así como los otros estándares jurídicos
que veremos a continuación, pueden ser examinadas aisladamente, pero no existen nunca
solas, sino en un contexto que llamamos ordenamiento jurídico, dentro del cual se dan
variadas relaciones entre las normas, por ejemplo, de coordinación, de subordinación y aun de
conflicto. En el acápite 4, a propósito de la seguridad jurídica como uno de los fines del
derecho, distinguí entre los enun- ciados normativos y las normas juridicas propiamente tales,
donde los primeros son aquellos que encontramos en las fuentes del derecho (Constitución,
leyes, etc.) y las segundas los significados que se le atribuyen a aquéllos. Sobre esta distinción
volveré por cierto en el acápite acerca de por qué el derecho es interpretable. Pero lo que uno
podría preguntarse ahora es si lo que hemos llamado or- denamiento jurídico es propiamente
el conjunto de los enunciados normativos del derecho o las normas propiamente tales. Como
dice Ricardo Guastini, por lo común llamamos “normas” tanto a los enunciados lingüísticos que
se en- cuentran en el discurso de las fuentes del derecho como al contenido de sig- nificado de
tales enunciados, motivo por el cual el autor italiano propone İlamar “disposiciones” a los
enunciados del discurso de las fuentes (el artículo de un código, por ejemplo) y reservar
“normas en sentido estricto” para aludir al contenido de significado que resulta de la
interpretación y, sobre todo, de la aplicación de tales enunciados. Lo que ocurre es que si se
tiene presente esa distinción, el concepto ya no de norma, sino de ordenamiento jurídico,
también se duplica, puesto que este último podría concebirse al- ternativamente-por seguir
empleando la terminología de Guastini- como el conjunto de las “disposiciones” o de las
“normas en sentido estricto”. Con lo cual “ordenamiento jurídico” sería a la vez el conjunto de
textos normativos (Constitución, códigos, leyes, reglamen- tos, etc.) y el conjunto de
significados de esos textos. Aunque, a mi juicio, con la siguiente salvedad: las primeras (dis-

Posiciones) son las mismas para todos quienes viven bajo el imperio de un ordenamiento
jurídico dado, en tanto que las segundas (los significados) son variables, puesto que dependen
de la interpretación que se acuerde a aquéllas. Y ya sabemos que la interpretación de
enunciados con significación normativa (disposiciones) conduce a un marco de posibles
sentidos y alcances (normas en sentido estricto), con consecuencias de aplicación también
diversas, y no a un sentido único que pueda presentarse como el único o el verdadero. Diré
ahora que Guastini reserva la expresión “ordenamiento jurídico” para el conjunto de las
normas en sentido estricto, o normas propiamente tales, no para el de los enunciados
normativos o disposiciones, aunque me parece difi- cil renunciar a continuar empleándola
también para estas últimas. Tan difícil como que en el lenguaje habitual de los operadores
jurídicos dejare de llamarse “normas” a las “disposiciones”. Por tanto, no creo que revista
mayor importancia continuar llamando “normas” a las “dis- posiciones”, y “ordenamiento
jurídico” al conjunto de las segundas, si es que, a pesar de ello, se tiene y mantiene cla- ridad
suficiente acerca de la diferencia conceptual entre “disposiciones” y “nor- mas”, entre
enunciados con significación normativa y las normas que resultan de interpretar esos
enunciados. 28 estándares que componen el ordena- miento. Un tema que por lo que respecta
a este libro aparecerá en sus acápites 8, 9 y 10. 6. Y por qué el derecho es sólo una realidad
preferentemente normativa? Si el derecho es un fenómeno norma- tivo, según vimos en el
acápite anterior, lo es de una manera compleja, puesto que además de las normas de manda-
to, que imponen deberes y establecen prohibiciones, y de normas permisivas, que franquean
determinadas conduc- tas, las hay también que cumplen otras funciones, tales como definir
conceptos jurídicos, otorgar competencia para pro- ducir nuevas normas, interpretar otras
normas, y derogar normas. Algo seña- lamos sobre el particular en el acápite de este libro
destinado a explicar en qué sentido el derecho es un fenómeno cultural, concretamente en la
parte en que advertimos que una cosa son las funciones del derechoy otra las funciones de las
normas jurídicas. Conocido a ese respecto es la distin- ción kelseniana entre normas jurídicas
independientes y normas jurídicas no inde- pendientes, donde “no independientes” se utiliza
para aludir, precisamente, a las normas que no cumplen las funciones de imperar o prohibir,
sino aquellas otras que acaban de ser mencionadas en el párrafo precedente. Por su parte, y
siempre a propósito de la variedad de funciones que cumplen las normas jurídicas, es conocida
también la distinción de Hart entre reglas primarias y reglas secundarias, donde primarias son
aquellas que establecen directamente obligaciones para los sujetos normati- vos, y secundarias
las que suplen ciertas deficiencias que acusan las primarias, Por cierto que si la comprensión
del derecho mejora si se pasa del estudio de la norma jurídica al del ordenamiento jurídico, tal
comprensión mejora todavía más si se pasa luego del ordenamiento jurídico a las operaciones
de producir, aplicar e interpretar las normas y otros

Estándares que componen el ordena- miento. Un tema que por lo que respecta a este libro
aparecerá en sus acápites 8, 9 y 10.

6. Y por qué el derecho es sólo una realidad preferentemente normativa

Si el derecho es un fenómeno norma- tivo, según vimos en el acápite anterior, lo es de una


manera compleja, puesto que además de las normas de manda- to, que imponen deberes y
establecen prohibiciones, y de normas permisivas, que franquean determinadas conduc- tas,
las hay también que cumplen otras funciones, tales como definir conceptos jurídicos, otorgar
competencia para pro- ducir nuevas normas, interpretar otras normas, y derogar normas. Algo
seña- lamos sobre el particular en el acápite de este libro destinado a explicar en qué sentido
el derecho es un fenómeno cultural, concretamente en la parte en que advertimos que una
cosa son las funciones del derechoy otra las funciones de las normas jurídicas. Conocido a ese
respecto es la distin- ción kelseniana entre normas jurídicas independientes y normas jurídicas
no inde- pendientes, donde “no independientes” se utiliza para aludir, precisamente, a las
normas que no cumplen las funciones de imperar o prohibir, sino aquellas otras que acaban de
ser mencionadas en el párrafo precedente. Por su parte, y siempre a propósito de la variedad
de funciones que cumplen las normas jurídicas, es conocida también la distinción de Hart entre
reglas primarias y reglas secundarias, donde primarias son aquellas que establecen
directamente obligaciones para los sujetos normati- vos, secundarias las que suplen ciertas
deficiencias que acusan las primarias,

A saber, su falta de certeza (en cuanto no proveen órganos ni procedimientos para la


declaración de su existencia ni para determinar el alcance que haya de dárseles); su carácter
estático (en el sentido de que van produciéndose y sustituyéndose en virtud de un proceso
social lento y difuso, como es el caso de las normas que forman parte del derecho
consuetudinario); y la ineficiencia de la presión social ejercida para hacerlas cumplir (que no
identifica órganos que puedan determinar en forma definitiva cuándo han sido violadas y qué
castigo debe aplicarse a los infractores). Por tanto, y aun visto sólo en su ex presión puramente
normativa, y a raíz de las muy distintas funciones que pue- den cumplir sus normas, el derecho
es bastante complejo. Pero su complejidad aumenta desde el instante en que se advierte que
las normas no son el único componente o pieza del derecho. En efecto, el derecho es un
fenómeno sólo -un adver- bio que tomo también de Hart-, y con el cual quiere decirse que en
el derecho hay también otros estándares, distintos de las normas y que no funcionan como
normas, tales como principios y valores, los cuales, por lo demás, cobran cada vez mayor
importancia teórica y prácti- ca. Por lo demás, lo que en el derecho tomamos muchas veces
como normas, esto es, como directivas para nuestra conducta, corresponde a algo distinto,
como es el caso de aquellos enunciados normativos que definen conceptos, que es lo que
ocurre, en el caso del Código Civil chileno, con aquellos enunciados que definen los conceptos
de “ley”, “do- micilio”, “posesión”, u otros. Sin em- bargo, el derecho no es preferentemente
normativo sólo por razón de que entre sus enunciados los hay algunos que no responden a la
noción de norma de conducta, sino porque también forman parte de él estándares distintos de
las normas, tales como principios y valo- res. El derecho, por valerme aquí de la sugerente
expresión que emplean Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, no es de una pieza, sino que está
hecho de varias “piezas”. Las piezas más rele- vantes y visibles son las normas, pero hay
también otras piezas en el derecho, como los ya mencionados principios y valores, que no son
normas, que tampo- co funcionan como normas, y que han adquirido creciente importancia en
los distintos procesos de argumentación jurídica y de justificación de decisiones normativas.
Así, sobre el tema de los principios jurídicos como piezas del derecho de- bemos
contribuciones de importancia a Ronald Dworkin, Genaro R. Carrió, Robert Alexy, Manuel
Atienza, Juan Ruiz Manero, Alfonso García Figueroa y Luis Prieto Sanchís. En tanto, sobre el
tema de los valores superiores de un ordenamiento jurídico, las hay también de Gregorio
Peces-Barba, Javier Santa María y los ya mencionados Atienza, Ruiz Manero y Prieto Sanchís,
así como de otros filósofos españoles., 30 Más allá de la rica discusión doctrina- ria acerca de la
diferencia entre normas

Y principios jurídicos, y entre éstos y valores superiores de un ordenamiento jurídico


determinado, lo mismo que sobre las funciones que cumplen en el derecho las normas, los
principios y los valores, lo cierto es que en los tres casos se trata de estándares que forman
parte del derecho, que son intrajurídicos, o intrasistemáticos, No obstante que de los valores
superiores de un ordenamiento jurídico podría decirse que son previos a la Constitución que
los declara, lo cierto es que interesan en la medida que son consagrados por ésta, de manera
que lo que se puede afirmar es que ellos son preconstitucionales, mas no supraconsti-
tucionales. Preceden al texto constitu- cional, es cierto, pero no están sobre el texto
constitucional, y su presencia en éste sugiere-atendido el papel que cabe atribuir a los
mencionados valo- res superiores-que lo que el derecho deba ser puede quedar explicitado, en
alguna medida, por el propio derecho que es, por el derecho que llamamos “positivo”.
Tratándose en particular de los principios, lo cierto es que el derecho, compuesto por normas,
lo está tam- bién por principios, llámese a éstos de ese modo, o bien, principios jurídicos,
principios del derecho, o principios generales del derecho. Por ejemplo, el artículo 24 del
Código Civil chileno alude expresamente a ellos, aunque bajo la denominación “espíritu
general de la legislación”, otorgándoles una función bastante menor: servir, junto con lo que la
misma disposición llama “equidad natural”, para la interpretación de pasajes oscuros o
contradictorios de las leyes, y ello sólo en el caso de que no pudieren aplicarse las reglas de
interpretación precedentes, esto es, aquellas que el mismo Código fija en sus artículos 19 al
23. Llamándolos ahora “principios de equidad”, con lo cual se introduce una confusión entre
ellos y la equidad, el Código de Proce- dimiento Civil, algo más generoso con los principios,
admite que éstos pueden también integrar la ley, ya que los jue- ces, que en sus fallos deben
enunciar las leyes con acuerdo a las cuales los pronuncian, pueden, a falta de ley, mencionar
los “principios de equidad” -dice el artículo 175 de este segundo Código- de conformidad con
los cuales se emita una sentencia. Yaunque resulte dicho sólo de paso, en el mencionado
artículo 19 del Código Civil hay una impropiedad y tres restric- ciones. La impropiedad consiste
en decir “en los casos en que no puedan aplicarse las reglas de interpretación preceden- tes…”,
puesto que respecto de un texto legal cualquiera siempre será posible aplicar las reglas de los
artículos 19 al 23, esto es, siempre podrá hacerse uso del método gramatical, histórico, lógico
y sistemático respecto de cualquier ley que quiera interpretarse. Mal que mal, toda ley se
sustenta en un texto y tiene también una historia, de manera que no es concebible que
respecto de alguna ley “no pudieren aplicarse” los métodos gramatical e histórico de
interpretación. Otra cosa es que habiéndose aplicado esos cuatro métodos puedan subsistir en
la ley interpretada pasajes oscuros o contradictorios. De manera que una mejor partida del
artículo 24 pudo ser ésta: “En los casos en que habiéndose aplicado las reglas de
interpretación precedentes subsistieren pasajes oscuros o contradictorios, se interpretarán
éstos conforme…”. Por otra parte, el artículo 24 es res- trictivo con los principios generales y
con la equidad en los siguientes tres sentidos: primero, porque los convoca sólo en caso de
que los métodos tradicio- nales de interpretación de ley hubieren fallado, considerándolos
algo así como

Jugadores en la banca, si se me permite decirlo en jerga futbolística; segundo, porque la única


función que les otorga es la de interpretar pasajes oscuros o contradictorios de las leyes, mas
no la de integrar la ley ni menos la de evitar que de la aplicación de ésta a un caso dado
pudieran seguirse consecuencias notoriamente injustas e inconvenientes; y, tercero, porque
en el caso de los prin- cipios los llama “espíritu general de la legislación”, adhiriendo así, según
mi parecer, a una determinada concepción doctrinaria de los principios jurídicos, mientras que
en el de la equidad, en vez de mencionarla de este modo, a secas, la restringe y oscurece
agregándole el adjetivo “natural”. Volviendo al asunto que interesa, tanto las normas como los
principios constituyen piezas del derecho, vale decir, pautas para la acción de los su- jetos
normativos y pautas también que en ciertos casos deben aplicar las au- toridades normativas,
especialmente legisladores, jueces y funcionarios de la Administración. Pero si no cabe poner
en duda que los principios jurídicos son estándares del derecho, esto es, otra de las piezas de
éste, lo cierto es que ellos acusan una cierta indeterminación conceptual. Una indeterminación
producto, en pri- mer lugar, de la polisemia que tiene la propia palabra “principios”. Entonces,
si afirmar que el derecho es una reali- dad normativa trae consigo la dificultad que consiste en
establecer qué son las “normas” y qué las “normas jurídicas” en particular, puntualizar luego
que el derecho es una realidad preferen- temente normativa en atención a que en él
encontramos pautas distintas de las normas, a las cuales llamamos prin- cipios, introduce
ahora la dificultad de determinar qué son los “principios” y qué los “principios jurídicos”. Nadie
niega la presencia de principios en el derecho, pero las discrepancias comienzan al tratar de
establecer qué son ellos, cuáles son sus diferencias con las normas jurídicas, cuáles las
funciones que cumplen, y si al formar parte del derecho establecen o no una relación
necesaria de éste con la moral. La cosa se complica todavía más si se considera que los valores
son también piezas del derecho, puesto que obligan tamb ién a decir qué son ellos como
componentes del derecho y cuáles son sus diferencias con los principios. Tomando por ahora
entre las manos únicamente la cuestión de los principios jurídicos, y dejando para más
adelante la que concierne a los valores, una aproxi- mación indispensable al tema es la que
llevó a cabo Genaro R. Carrió, quien señaló que “principios” es un términ emparentado: a) con
la idea de parte o ingrediente fundamental de algo; b) con la idea de guía, orientación o
indicación general de algo; c) con la idea de fuente gene- radora, causa u origen de algo; d) con
la idea de finalidad o meta; e) con la idea de premisa o punto de partida para el razonamiento;
f) con la idea de un enunciado práctico, es decir, relativo a la conducta humana, cuyo
contenido es incuestionable, y g) con la idea de máxima, aforismo, proverbio o cualquier otra
manera de llamar a enunciados de sabiduría práctica ampliamente validados por la
experiencia. Utilizada ahora en contextos jurídi- cos, la palabra “principios” tiene tam- bién
múltiples sentidos, “que espejean” aquellos 7 focos de significación que, según se acaba de
ver, tiene la aludida palabra. Carrió identifica nada menos que 12 sentidos diversos para
“principios jurídicos”, aunque se detiene preferen- temente en uno de ellos, al cual llega a
partir del juego del fútbol.

¿Del fútbol? Sí, porque en el fút- bol, además de reglas que prohíben y sancionan conductas
bien precisas en que pueden incurrir los jugadores-to- car intencionadamente la pelota con la
mano cualquier jugador que no sea el arquero, acción que se castiga con un tiro libre directo
ejecutado desde el mismo punto en que se cometió la infracción-, hay otras que prohíben y
sancionan una variedad heterogénea de comportamien- tos que no están definidos de manera
precisa, sino sólo por referencia a una pauta amplia. Tal sería el caso de la regla que sanciona
las “jugadas peligrosas” con un tiro libre indirecto, quedando a criterio del árbitro la
determinación de qué se considera, caso a caso, una jugada de ese tipo. Pues bien, a las
primeras de aquellas reglas del fútbol se parecen las normas jurídicas que castigan el hurto, el
robo o el homicidio, ya las segundas se parecen los estándares jurídicos, distintos de las
normas, que prohíben causar daño a otro con culpa o negligencia. Pero el fútbol continúa
siendo un juego fecundo en situaciones o ejemplos que es posible aprovechar para la com-
prensión del derecho, lo cual revela otro de los muchos servicios que el popular deporte presta
a la humanidad. Así, en el fútbol hay una regla que desempeña una función distinta a la que
tienen las antes señaladas y, por lo mismo, sus aná- logos jurídicos son también diferentes. Se
trata de la “ley de la ventaja”, que según Carrió puede ser enunciada de la siguiente manera:
no debe sancionarse una infracción (por ejemplo, la mano o la jugada peligrosa en que incurre
un jugador) cuando como consecuencia de ello resultaría beneficiado el equipo del infractor y
perjudicado el equipo contrario. Carrió señala que la ley de la ventaja existió y fue aplicada por
los árbitros de fútbol aun antes de que se la incorpora- ra formalmente al reglamento de este
deporte. O sea, se trataba de una regla del juego aun antes de su incorporación al respectivo
reglamento en cuanto los árbitros la aplicaban e invocaban de manera constante. ¿Hay en el
derecho pautas de com- portamiento que se asemejen a la situa- ción originaria que tuvo en el
fútbol la ley de la ventaja? La respuesta, dice Carrió, es afirmativa, y así lo muestra, por
ejemplo, el famoso caso Riggs versus Palmer, que también utiliza Dworkin para su explicación
de los principios, en virtud del cual, y sin invocar una norma determinada que formara
entonces parte del ordenamiento jurídico vigente, un tribunal de N. York, en 1899, determinó
que el homicida del causante no tenía derecho a recibir el legado que éste le había dejado, en
aplicación del siguiente principio: nadie puede sacar provecho de su propio crimen, o, como se
dice hoy, nadie puede aprovecharse de su propio dolo. El tribunal que conoció del caso y aplicó
tal “máxima”, llamándola expresamente de esa manera, señaló que “aunque ninguna ley les
ha dado vigencia, estas máximas controlan con frecuencia los efectos de los testamen- tos y
prevalecen sobre el lenguaje de éstos”. Pues bien, y aunque no siempre operen exactamente
como tales, esas máximas son los "principios jurídicos", los cuales, en otra de sus diferencias
con las normas del derecho, no reciben apli- cación al modo de todo o nada, sino que deben
ser sopesados en cada situación particular en que pretenda aplicárse- los, puesto que, por
continuar con el ejemplo, ningún juez invocaría aquella máxima que fue empleada en el caso
Riggs-Palmer para privar del dinero que en una noche de suerte pudiera ganar en el casino
quien quebrantó la pena

De arresto domiciliario o de reclusión nocturna y que en el momento de aquella buena racha


debió encontrarse en su “extrasistemáticos”. Una cuestión ante la cual lo que corresponde
decir, a mi juicio, es que por cierto existen princi- pios extrajurídicos-por ejemplo, prin- cipios
morales-, es decir, principios que se encuentran fuera del derecho, que no forman parte de
éste, los cuales, por lo mismo, no pueden ser considerados como principios jurídicos, puesto
que ¿cómo podrían considerarse “jurídicos” principios a los que se considera “extra-
jurídicos”? En este sentido, y aunque resulte obvio decirlo, los principios ju- rídicos forman
parte del derecho, pero no así los extrajurídicos. Y si la Consti- tución Política de un Estado
incorpora a su texto un principio hasta entonces extrajurídico -por ejemplo, de índole moral-,
el principio incorporado pasa a ser un principio jurídico, un principio jurídico explícito, puesto
que ha sido positivado por el orden constitucional. Y en la medida en que el derecho in-
corpora principios morales que, como tales, son externos a él, consigue uno de sus mayores
triunfos. Puesto que lejos de que algo así configure una relación conceptual necesaria entre
derecho y moral, lo que muestra es la aptitud del primero para abrirse a la segunda, con-
siguiendo de este modo transformar en derecho lo que en su origen no lo era, positivándolo, y
exhibiendo nada menos que “el mayor acto de orgullo del derecho positivo”, según la conocida
ex presión de Zagrebelsky.” Algo parecido, creo yo, aconteció con la positivación de los
derechos humanos. Porque si al empezar a hablarse de ellos bajo ese nombre en el tránsito de
la Edad Media casa o en un recinto carcelario. Al mismo tipo de estándar que apli- có aquel
tribunal de N. York a fines del siglo XIX pertenecen, según Carrió, pautas jurídicas como las
siguientes: la que impide el abuso del derecho; la que prescribe la interpretación por analogía
de las leyes penales; la que reza que la legislación social -de jubilacio- nes, pensiones,
accidentes del traba- jo- debe aplicarse con criterio amplio; la que en materia de t uición de los
hijos ordena consultar ante todo el interés de los menores; la que en materia de servicios
públicos dispone que debe asegurarse la continuidad del servicio; la que dice que en caso de
duda acerca de la procedencia o no de un gravamen debe estarse a favor del contribuyente; la
que en materia de seguros establece que este contrato debe ser resarcitorio y no constituirse
en fuente de lucro; la que reza que los privilegios tienen carácter excepcional y son por tanto
de interpretación restrictiva, y muchísimas otras más. Todas aquellas pautas, así como sus
semejantes, pueden ser consideradas como “principios jurídicos”, indepen- dientemente de
que tengan o no consa- gración expresa en el derecho de que se trate. Si la tienen, se llaman
“principios explícitos”, y si no la tienen, pero pue- den ser inducidos o también deducidos a
partir de normas del ordenamiento, de manera que se podría entender que viven dentro de
éste no con la visibilidad de los principios explícitos, sino como el alcohol dentro del vino, se
les llama “principios implícitos”. Cuestión deba- tible, en todo caso, es si además de esas dos
categorías de principios jurídicos existiría una tercera, la cual puede ser llamada “principios
extrajurídicos” o a los Tiempos Modernos se les consideró

Derechos naturales, su progresiva incor- poración al derecho de los Estados, así como a
tratados internacionales sobre la materia, produjo un auténtico derecho positivo de los
derechos fundamentales. De manera que cuando hoy se quiere invocar uno de ellos no se
necesita ir tan lejos como el derecho natural para fundamentar su pretensión, sino al capí- tulo
correspondiente de la Constitución de su Estado o a algún tratado que éste hubiere ratificado.
En consecuencia, cuando un texto constitucional incorpora principios y también valores de
orden moral, él no se como la aquí descrita, puede afirmar- se que no todos los principios
morales son siempre principios jurídicos (por ejemplo, el de amar a los padres o ser solidario
con nuestros amigos), y que, a la vez, no todos los principios jurídicos son siempre morales
(por ejemplo, el de que las cosas se deshacen del mismo modo como se hacen) y que los hay
in- cluso que podrían ser discutibles desde un punto de vista moral (como el de que tanto
delitos como penas prescri- ben pasado cierto tiempo).2 Lo cual, en otros términos, pone de
relieve que no existe una relación necesaria entre transforma en moral, sino en “la mani-
festación más alta del derecho positivo”. Lo cual equivale a decir que no por ello la
Constitución ni el derecho positivo del que ella forma parte cambian su carácter de tales, su
genética, su ADN específicamente jurídico, puesto que una cosa es hallarse regido por el dere-
cho (un legislador, un juez, los sujetos normativos) y otra por la moral. Y si lo he de poner en
términos de la disputa entre positivistas y iusnaturalistas, un positivista no tiene que dejar de
ser tal porque admite la presencia de principios en el derecho, puesto que éstos, si bien
distintos de las normas, son también unos y otros principios. Es efectivo, por otra parte, que
los operadores jurídicos aplican a veces algún principio extrajurídico, esto es, que ni explícita ni
implícitamente forma parte del ordenamiento jurídico de que se trate, pero ello no significa
que el principio aplicado pertenezca al derecho. Puesto que como bien ha explicado Eugenio
Bulygin, una cosa es la pertenencia de una norma o de un principio al derecho positivo y otra
su aplicabilidad, como queda de manifiesto cada vez que un tribunal tiene que aplicar alguna
nor- ma de derecho extranjero. Algo similar acontece cuando una norma moral cual- quiera
debe ser aplicada por disponerlo así una determinada norma jurídica. Ni aquella norma de
derecho extranjero ni aquella norma moral pasan por ello, en tal caso, a formar parte del
derecho nacional de que se trate. Además del uso que acabamos de ver, Carrió, según
anticipé, identifi- ca otros 10 significados de la palabra “principios” cuando se la emplea en
contextos jurídicos. Así, 1) para aislar 33 partes o piezas del derecho positivo, del derecho
puesto o producido por actos de voluntad humana. Un positivista no es lo mismo que un
normativista. Un normativista extremo desconocería en el derecho otras pautas que la de las
normas. En cambio, un positivista pue- de admitir perfectamente la existencia en todo derecho
de pautas como los principios, pero, a la vez, permanecer firme en su postura de que no hay
más derecho que el que se crea o produce por el hombre por intermedio de de- terminadas
fuentes sociales y de que ese derecho no tiene una relación necesaria con la moral. Y en apoyo
de una postura

Como la aquí descrita, puede afirmar- se que no todos los principios morales son siempre
principios jurídicos (por ejemplo, el de amar a los padres o ser solidario con nuestros amigos),
y que, a la vez, no todos los principios jurídicos son siempre morales (por ejemplo, el de que
las cosas se deshacen del mismo modo como se hacen) y que los hay in- cluso que podrían ser
discutibles desde un punto de vista moral (como el de que tanto delitos como penas prescri-
ben pasado cierto tiempo).2 Lo cual, en otros términos, pone de relieve que no existe una
relación necesaria entre unos y otros principios. Es efectivo, por otra parte, que los operadores
jurídicos aplican a veces algún principio extrajurídico, esto es, que ni explícita ni implícitamente
forma parte del ordenamiento jurídico de que se trate, pero ello no significa que el principio
aplicado pertenezca al derecho. Puesto que como bien ha explicado Eugenio Bulygin, una cosa
es la pertenencia de una norma o de un principio al derecho positivo y otra su aplicabilidad,
como queda de manifiesto cada vez que un tribunal tiene que aplicar alguna nor- ma de
derecho extranjero. Algo similar acontece cuando una norma moral cual- quiera debe ser
aplicada por disponerlo así una determinada norma jurídica. Ni aquella norma de derecho
extranjero ni aquella norma moral pasan por ello, en tal caso, a formar parte del derecho
nacional de que se trate. Además del uso que acabamos de ver, Carrió, según anticipé, identifi-
ca otros 10 significados de la palabra “principios” cuando se la emplea en contextos jurídicos.
Así, 1) para aislar

Rasgos importantes de un ordenamiento jurídico que no podrían faltar en una descripción


suficientemente informativa del mismo (el principio de separación de poderes o el de
inamovilidad de los jueces); 2) para expresar generalizaciones ilustrativas obtenidas a partir de
normas del ordenamiento jurídico (el principio de que no hay responsabilidad penal por
hechos ajenos); 3) para referirse a la ratio legis de una norma o conjunto de normas, es decir, a
su meta o propósito (el principio pro reo); 4) para designar pautas a las que se atribuye un
conteni- do intrínsecamente justo (el principio de no discriminación por motivos de raza); 5)
para identificar ciertos requi- sitos formales que todo ordenamiento jurídico debe satisfacer (el
principio de retroactividad de la ley); 6) para hacer referencia a guías dirigidas al legislador y
que sólo tienen carácter exhortatorio (el principio de que el Estado está al servicio de la
persona humana); 7) para aludir a juicios de valor que recogen exigencias básicas de justicia y
moral positiva y que se dicen sustentados en la conciencia jurídica popular (el principio de la
soberanía popular); 8) para referirse a máximas que proceden de la tradición (el principio de
que quien puede lo más puede lo menos); 9) en el caso de la así lamada escuela histórica del
derecho, para designar una misteriosa fuente generadora del ordenamiento jurídico (el
principio del espíritu del pueblo); 10) para aislar enunciados que, según se pretende, derivan
de una enigmática presencia de conceptos jurídicos funda- mentales (el principio de que no
hay sujeto de derecho sin patrimonio). Por su parte, Ronald Dworkin, quien propicia un
modelo antipositivista en la concepción del derecho, señala que éste se haya compuesto tanto
de reglas como de principios, y que éstos se di- ferencian de aquéllas en cuanto no exigen un
comportamiento específico de alguien (que la compraventa de un inmueble se lleva a cabo por
escritura pública), sino una meta por alcanzar que por lo común tiene que ver con mejoras en
algún aspecto económico, político o social de la comunidad (caso en el cual los llama
“políticas”), o porque consagran una exigencia de justicia o de equidad (caso en el cual los
denomina “principios en sentido estricto”). Ade- más, para Dworkin los principios no son
aplicables a la manera de todo o nada, al revés de lo que pasa con las reglas, lo cual quiere
decir que no establecen condiciones que hagan necesaria su apli- cación ni consecuencias que
se sigan automáticamente de ellos. Para aludir a esa característica de los principios, el profesor
Ricardo Salas, en una de las sesiones del curso de doctorado al que aludí en la Introducción del
presente libro, expresó que las normas se aplican todo o nada, es decir, tal y como se en-
ciende o apaga la luz valiéndose de un interruptor convencional, mientras que los principios se
aplicarían al modo de esos dispositivos que es preciso hacer girar con los dedos para que vayan
dan- do o restando gradualmente la luz. Por último, los principios poseen, según el autor
norteamericano, una dimensión de peso o importancia, lo cual significa ahora que principios
que puedan ser diferentes no se excluyen entre sí y que para optar por uno o por otro en un
caso dado es necesario tomar en cuenta el peso o importancia relativa de cada uno de ellos en
el contexto de la situación concreta de la cual se trate. En el fondo, lo que Dworkin quiere
destacar es que las normas jurídicas no agotan el concepto de derecho y que cuando tales
normas no cubren con cla- ridad un caso que deba ser resuelto en sede judicial, la solución
debe ser bus- cada en la aplicación de principios y no
en la discrecionalidad del juzgador. Tan evidente es la presencia de principios en el derecho -
sostiene el autor- que una vez que se los identifica como una clase de estándares distintos de
las normas Sobre el tópico de los principios vale la pena consignar aquí que la filo- sofía del
derecho en lengua castellana, en especial de autores como Manuel Atienza, Juan Ruiz Manero,
Luis Prieto Sanchís y Alfonso García Figueroa, ha hecho contribuciones recientes y de
significativa importancia para conseguir -en palabras de los dos primeros- "una versión
mejorada de algunas de las an- teriores concepciones del derecho (se refieren básicamente a
Kelsen, a Hart y a los iusfilósofos argentinos Eugenio Bulygin y Carlos Alchourrón), para así dar
cuenta cabal de los principios". Y, en cuanto a nuestro medio, está también la contribución de
Fernando jurídicas, comprobamos de pronto que estamos completamente rodeados de ellos:
los profesores de derecho los enseñan, los textos los citan, los historiadores del derecho los
celebran, y donde parecen funcionar con máxima fuerza y tener mayor peso en las decisiones
judiciales es en presencia de casos difíciles.34 Con su relevamiento de los principios como
partes del derecho -algo con lo que no se puede sino estar de acuerdo-, y con su consideración
de los principios como pautas morales que introducen una relación necesaria entre moral y
derecho Quintana. 36 Con apoyo en autores como los antes nombrados, bien puede
distinguirse, a propósito de los principios como piezas del derecho, entre principios en sentido
estrictoy directrices, que corresponde a la ya mencionada distinción de Dworkin entre
principios en sentido estricto y políticas. Ejemplo de los primeros sería el del número 2 del
artículo 19 de la Constitución chilena, que declara que "ni la ley ni autoridad alguna podrán
establecer diferencias arbitrarias", mien- tras que ejemplo de las segundas sería el inciso final
del artículo 1° del texto constitucional: "es deber del Estado -algo con lo que puede no estarse
de acuerdo-, Dworkin dirigió sus dardos contra Herbert Hart. Este último, sin embargo, si bien
admitió que en su libro El concepto de derecho, que es el principal blanco de la crítica de
Dworkin, se había ocupado muy poco de los principios y de la presencia que éstos tienen en el
derecho y en el razonamiento jurídico, respondió diciendo que bien podía ajus- tarse a esa
crítica "sin que esto conlleve graves consecuencias para mi teoría en su conjunto". La
conclusión final de Hart a este respecto, amén de criticar por su parte el modo como Dworkin
diferencia principios de reglas, es que "aun cuando puede haber muchas y diversas conexiones
contingentes ent re derecho y moral, no hay conexiones con- ceptuales necesarias entre el
contenido del derecho y el contenido de la moral; por ende, disposiciones moralmente
resguardar la seguridad nacional, dar protección a la población y a la familia, propender al
fortalecimiento de ésta, promover la integración armónica de todos los sectores de la Nación y
asegurar el derecho de las personas a participar inicuas pueden ser válidas como reglas o
principios jurídicos"."

Sobre el tópico de los principios vale la pena consignar aquí que la filo- sofía del derecho en
lengua castellana, en especial de autores como Manuel Atienza, Juan Ruiz Manero, Luis Prieto
Sanchís y Alfonso García Figueroa, ha hecho contribuciones recientes y de significativa
importancia para conseguir -en palabras de los dos primeros- “una versión mejorada de
algunas de las an- teriores concepciones del derecho (se refieren básicamente a Kelsen, a Hart
y a los filósofos argentinos Eugenio Bulygin y Carlos Alchourrón), para así dar cuenta cabal de
los principios”. Y, en cuanto a nuestro medio, está también la contribución de Fernando
Quintana. 36 Con apoyo en autores como los antes nombrados, bien puede distinguirse,
propósito de los principios como piezas del derecho, entre principios en sentido estrictoy
directrices, que corresponde a la ya mencionada distinción de Dworkin entre principios en
sentido estricto políticas. Ejemplo de los primeros sería el del número 2 del artículo 19 de la
Constitución chilena, que declara que “ni la ley ni autoridad alguna podrán establecer
diferencias arbitrarias”, mien- tras que ejemplo de las segundas sería el inciso final del artículo
1° del texto constitucional: “es deber del Estado resguardar la seguridad nacional, dar
protección a la población y a la familia, propender al fortalecimiento de ésta, promover la
integración armónica de todos los sectores de la Nación y asegurar el derecho de las personas
a participar

Que bajo la forma de normas, o-como dice Zagrebelsky- “si el derecho actual está compuesto
de reglas y de principios, cabe observar que las normas legislativas son prevalentemente
reglas, mientras que las normas constitucionales sobre derechos y sobre la justicia son
prevalen- temente principios… Por ello, distinguir los principios de las reglas significa, a
grandes rasgos, distinguir la Constitu- ción de la ley”.$7 Una terminología -la de Zagrebelsky-
que se explica por lo siguiente: él, como acontece también con otros autores, llama “normas”
a los estándares jurídicos, clasificando luego éstos en reglas (que son lo que a lo largo de este
texto he llamado “normas”) y principios. También es relevante identificar las funciones que
cumplen los principios, a saber: a) formar parte del ordenamiento jurídico y ser considerados
al momento de describir éste (función descriptiva); b) dirigir la conducta de sujetos nor-
mativos (función prescriptiva); c) orien- tar la actividad que realizan, cada cual en su campo, los
distintos operadores jurídicos (función directiva); d) funda- mentar las decisiones normativas
que adoptan autoridades igualmente nor- mativas, tales como jueces y legisladores (función
justificativa); e) colaborar en la interpretación de las normas jurídicas y del ordenamiento al
cual pertenecen (función interpretativa); f) integrar lagunas (función integradora); g) resolver
con- flictos de normas (función de solución de antinomias); h) establecer límites a la
competencia de determinados órganos (función limitativa); i) colaborar en la reconstrucción
conceptual que la dogmá- tica lleva a cabo del material normativo de un ordenamiento jurídico
(función con igualdad de oportunidades en la vida nacional”. También es posible distinguir
entre principios como pautas de comporta- miento dirigidas a los sujetos normativos y como
pautas dirigidas a guiar el ejer- cicio de potestades por parte de pode- res normativos. Ejemplo
de las primeras es el artículo 1546 del Código Civil en aquella parte que dice que “los con-
tratos deben ejecutarse de buena fe”, y de las segundas el artículo 6° de la Constitución, que
reza: “Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas
dictadas conforme a ésta”. Por último, y tal como se dijo en su momento, hay también
principios explícitos e implícitos, donde los primeros son aquéllos enunciados expresamente
por el ordenamiento jurídico de que se trate (cualquiera de los antes señalados) y los segundos
aquellos que es posible obtener a partir de n ormas e institucio- nes del ordenamiento,
especialmente en utilización del método sistemático de interpretación, aunque no se en-
cuentren expresamente consagrados en el ordenamiento (así, por ejemplo, el principio de que
las normas deben interpretarse como si las hubiere dictado un legislador racional). Yen lo que
toca a sus diferencias más resaltantes con las normas del derecho, además de lo ya expresado
aquí, los prin- cipios jurídicos suelen venir enunciados de manera más abstracta y general que
aquéllas, e incluso de manera más breve o escueta, acusar también un mayor grado de
vaguedad e indeterminación, poder ser cumplidos y aplicados en diferentes grados, y admitir
una ponderación en cuanto a su peso e importancia al mo- mento de aplicarlos a una situación
de- terminada. Cabe señalar, por lo mismo, que muchos preceptos constitucionales se
expresan antes a través de principios
Que bajo la forma de normas, o-como dice Zagrebelsky- “si el derecho actual está compuesto
de reglas y de principios, cabe observar que las normas legislativas son prevalentemente
reglas, mientras que las normas constitucionales sobre derechos y sobre la justicia son
prevalen- temente principios… Por ello, distinguir los principios de las reglas significa, a
grandes rasgos, distinguir la Constitu- ción de la ley”.$7 Una terminología -la de Zagrebelsky-
que se explica por lo siguiente: él, como acontece también con otros autores, llama “normas”
a los estándares jurídicos, clasificando luego éstos en reglas (que son lo que a lo largo de este
texto he llamado “normas”) y principios. También es relevante identificar las funciones que
cumplen los principios, a saber: a) formar parte del ordenamiento jurídico y ser considerados
al momento de describir éste (función descriptiva); b) dirigir la conducta de sujetos nor-
mativos (función prescriptiva); c) orien- tar la actividad que realizan, cada cual en su campo, los
distintos operadores jurídicos (función directiva); d) funda- mentar las decisiones normativas
que adoptan autoridades igualmente nor- mativas, tales como jueces y legisladores (función
justificativa); e) colaborar en la interpretación de las normas jurídicas y del ordenamiento al
cual pertenecen (función interpretativa); f) integrar lagunas (función integradora); g) resolver
con- flictos de normas (función de solución de antinomias); h) establecer límites a la
competencia de determinados órganos (función limitativa); i) colaborar en la reconstrucción
conceptual que la dogmá- tica lleva a cabo del material normativo de un ordenamiento jurídico
(función

Constitución española consagra como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el


pluralismo político”), mientras que introducir valores-tal como lo hace dicha Constitución-
resulta un acto lingüístico de tipo directivo mucho más concluyente, puesto que incorpora al
derecho unos criterios o estándares sistemática), y j), en mi opinión, evitar consecuencias
notoriamente injustas que pudieran seguirse de la aplicación de una norma a un caso,
consecuencias que el legislador no previó ni pudo querer que se produjeran y que parece
conveniente evitar (función correctiva). Por último, los valores -con ese nom- bre o con el de
“valores superiores”, como en el caso de la Constitución española actual-, son también, junto
con las nor- mas y los principios jurídicos, piezas del derecho. Entonces, si definir el género de
las normas y en particular el de las normas jurídicas tiene sus problemas, como los tiene definir
principios y prin- cipios jurídicos y establecer las diferen- cias entre éstos y las normas
jurídicas, también los tiene-cómo no-definir los valores superiores de un ordenamiento jurídico
y distinguirlos a su vez de los principios. Un buen y suficientemente explí- cito punto de partida
para percibir los valores como piezas del ordenamiento jurídico lo constituye la disposición del
artículo 1.1 de la Constitución españo- la, que dice así: “España se constituye como un Estado
social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento
jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. Una disposición como ésta,
de una manera aun más breve que tratándose de los principios, intro- duce, valiéndose en
cada caso práctica- mente de una sola palabra, los valores de la libertad, la justicia, la igualdad
y el pluralismo político. Por lo demás, lo que ese enunciado hace es introdu- cir ciertos valores
en el ordenamiento que será preciso identificar, tomar en cuenta y comprender a la hora de
des- cribir ese derecho -lo mismo que pasa con las normas y con los principios-, y que las
autoridades normativas ten- drán que tomar también en cuenta e interpretar y aplicar al
momento de adoptar las decisiones normativas que les correspondan. Unos nuevos están-
dares -los valores- que, como ya fue dicho, son distintos de las normas y de los principios.
Gregorio Peces-Barba, en un libro ya clásico sobre la materia, s afirma que dicho artículo 1.1, al
expresar los cuatro criterios éticos que señala, denota el esfuerzo no sólo por “superar el
positi- vismo que se cierra a consideraciones éticas de contenido”, sino por superar incluso “la
antítesis iusnaturalismo-posi- tivismo, permanentemente latente en la cultura jurídica
contemporánea”. Una afirmación con la que no puedo estar de acuerdo, puesto que la
intención del constituyente hispano no puede haber sido la de dirimir una disputa conceptual,
doctrinaria o ideológica como aquélla, sino introducir al ordenamiento jurídi- co español un
nuevo estándar, distinto tanto de las normas jurídicas como de los principios del derecho. En
otras palabras: cuando hablamos de derecho en sentido objetivo, hablamos de normas
jurídicas. Pero las normas no son las únicas piezas del derecho. Están también los principios
jurídicos. Jurídico español y no formular juicios de valor ni tampoco meramente hacer
referencia a valores. Porque los juicios de valor “valoran” (como cuando digo “Esta ley es
justa”) y las referencias a valores “aluden” a éstos (como si digo que “La

Constitución española consagra como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el


pluralismo político”), mientras que introducir valores-tal como lo hace dicha Constitución-
resulta un acto lingüístico de tipo directivo mucho más concluyente, puesto que incorpora al
derecho unos criterios o estándares que será preciso identificar, tomar en cuenta y
comprender a la hora de des- cribir ese derecho -lo mismo que pasa con las normas y con los
principios-, y que las autoridades normativas ten- drán que tomar también en cuenta e
interpretar y aplicar al momento de adoptar las decisiones normativas que les correspondan.
Unos nuevos están- dares -los valores- que, como ya fue dicho, son distintos de las normas y
de los principios. Gregorio Peces-Barba, en un libro ya clásico sobre la materia, s afirma que
dicho artículo 1.1, al expresar los cuatro criterios éticos que señala, denota el esfuerzo no sólo
por “superar el positi- vismo que se cierra a consideraciones éticas de cont enido”, sino por
superar incluso “la antítesis iusnaturalismo-posi- tivismo, permanentemente latente en la
cultura jurídica contemporánea”. Una afirmación con la que no puedo estar de acuerdo,
puesto que la intención del constituyente hispano no puede haber sido la de dirimir una
disputa conceptual, doctrinaria o ideológica como aquélla, sino introducir al ordenamiento
jurídi- co español un nuevo estándar, distinto tanto de las normas jurídicas como de los
principios del derecho. En otras palabras: cuando hablamos de derecho en sentido objetivo,
hablamos de normas jurídicas. Pero las normas no son las únicas piezas del derecho. Están
también los principios jurídicos.

Yestán asimismo los valores superiores del ordenamiento jurídico, de los cuales podría decirse
que son marcos aun más abiertos que los principios para quienes deben interpretar y aplicar
unos y otros. Pero sin entrar por ahora en mayores explicaciones acerca del estatuto de los
valores y sus semejanzas y diferencias con los principios jurídicos (a veces, incluso, la expresión
“principios” se emplea para aludir a los llamados valores superiores de un ordenamiento
jurídico), lo cierto es que los valores vienen a sumarse a los criterios, pautas o estándares que
forman parte de ese fenómeno cultural llamado “derecho”. Precisamente, resulta del caso
men- cionar lo que Peces-Barba sostiene en su ya mencionado libro sobre la mate- ria, a saber,
que “el uso en el lenguaje constitucional del concepto de ‘valores superiores’ supone un
concepto de de- recho como fenómeno cultural, como obra de los hombres en la historia”, lo
cual coincide con la descripción del derecho que estamos llevando a cabo en estas páginas.
Señalé antes en este mismo acápite que los así llamados valores superiores no son
propiamente supraconstitucio- nales, puesto que forman parte de la Constitución, como
tampoco son su- prapositivos, desde el momento que es el derecho (constitucional) positivo el
que los introduce. Como dice nue- vamente Peces-Barba, 9 los valores su- periores “son
derecho positivo” y, por consiguiente, “no deben merecer a priori la desconfianza de las
aproximaciones no iusnaturalistas”. De otra parte, y si bien pueden ser considerados como los
“cimientos del edificio constitucional”, 40 ello es únicamente en el entendido de que los
cimientos forman parte de ese mismo edificio y no son algo aparte de él. Desde mi punto de
vista, al menos, los valores superiores no sostienen el “edificio constitucional”, sino que lo
irradian desde lo alto del propio edi- ficio. Se parecen, en consecuencia, al sistema de
calefacción central de un edificio, que irradia hacia la totalidad de las habitaciones y que todos
quienes permanecen en éstas comparten y dis- frutan de algún modo. De todas las nociones
de valores superiores que he rastreado, especial- mente entre autores españoles, y de todas
las que repasa Peces-Barba en su libro dedicado al tema, me quedo con ésta: criterios básicos
para enjuiciar las acciones, ordenar la convivencia y establecer fines, aunque también -en mi
parecer- para orientar y servir de marco, lo mismo que las normas y los principios jurídicos, a
quienes como legisladores, jueces o funcionarios de la Administración tienen que adoptar
decisiones revestidas de autoridad que introducen, modifican o dejan sin efecto normas y
otros estándares del derecho. Como cree Luis Prieto Sanchís, los valores superiores fortalecen
la Constitución en el proceso de creación-aplicación del derecho y reducen el ámbito de dis-
crecionalidad de los poderes públicos, singularmente de los tribunales. Es más: podría
considerarse que la disposición que consagra los valores superiores de un ordenamiento
jurídico, junto con conferir a éste una mayor densidad nor- mativa en el extremo superior de
su estructura, es más importante que otras disposiciones de la misma Constitución, puesto
que, fijados en el inicio mismo del texto constitucional, ninguno de los enunciados que siguen,
funcionen éstos como normas o como principios, podrían vulnerar tales valores y, todo lo
contrario, deberían reflejarlos en los principios y normas constitucionales

Que aquellas disposiciones establezcan. Lo cual, tratándose de los derechos fun- damentales
que aparecen en la Cons- titución, resulta todavía más evidente, puesto que las disposiciones
que los consagran y garantizan, a veces bajo la forma de normas, a veces bajo la forma de
principios, no meramente reflejan, sino que desarrollan los valores superiores del
ordenamiento, en cuanto muchos de tales derechos se asientan ya en la libertad, ya en la
igualdad, ya en la jus- ticia, o ya en el pluralismo político. Sin embargo, tengo que decir que en
el caso del artículo 1.1 de la Constitución española me descoloca un tanto la uti- lización del
verbo “propugnar”, puesto que, a diferencia de lo que cree Peces- Barba, un término como ese
debilita en cierta medida la carga prescriptiva del enunciado que introduce los valores
superiores que la misma disposición señala y se abre más bien a una dimen- sión expresiva del
lenguaje. Propugnar quiere decir “defender”, “amparar”, o al menos tales son los sinónimos
que de aquella expresión nos ofrece el diccio- nario de nuestra lengua, aunque en el habla
común “propugnar” se relaciona mucha veces con “promover”, es decir, con acciones tales
como “impulsar”, “destacar”, incluso “difundir”, que son ciertamente términos más blandos
que “defender” y, desde luego, que “intro- ducir” o “establecer”. Por otra parte, utilizar
“propugnar” cuando lo que se quiere decir es “amparar” o “defender”, sugiere que los valores
superiores que deben ser propugnados están ya allí, plenamente instalados, algo que cierta-
mente no ocurre con valores tales como la libertad, la igualdad y la justicia, cuya realización
efectiva en un Estado social y democrático es siempre gradual y pro- gresiva. En cambio,
emplear “propugnar” como sinónimo de “impulsar”, si bien se ajusta mejor a esta última
característica de los tres valores recién mencionados, resta algo de la carga prescriptiva que
quiso t ener el artículo 1.1. “Norma” material básica sobre normas, sobre las normas de la
propia Constitución, incluidos los principios de ésta, y también sobre las normas y otros
estándares que creen las autori- dades subordinadas a la Constitución, aquella que fija los
valores superiores del ordenamiento jurídico no puede ser vulnerada, so riesgo de invalidez,
por todos quienes, incluido el propio poder constituyente, interpretan, apli- can y producen
derecho en el marco de la misma Constitución. Prefiero ver de este modo a los así llamados
valores superiores -como condicionantes de las instancias, procedimientos y contenidos de los
cauces formales de aplicación, interpretación y producción del dere- cho- que como objetivos
o fines del respectivo ordenamiento jurídico," sin perjuicio que, además de dicha fun”ión, los
valores superiores sirvan parcialmen- te, en combinación con los principios y con las normas,
para fundamentar decisiones normativas y, desde luego, para criticarlas. Y si digo “parcialmen-
te” es porque “los valores superiores no ofrecen por sí solos cobertura suficiente para
fundamentar una decisión”,2 lo cual no elimina la fuerza prescriptiva que ellos tienen.
Concerniente a sus diferencias con los principios, con los cuales resulta fácil confundirlos,
máxime si no pocas veces se realizan a través de ellos, los valores son todavía más generales y
escuetos que los principios. Su falta de concreción les

Impediría resolver directamente conflictos juridicos-como sostiene Prieto Sanchís-, aunque


condicionarían y orientarían los procesos de aplicación, interpretación y producción del
derecho. Tal como señala ahora Javier Santa- maría, comentando precisamente plan-
teamientos de Luis Prieto, los valores superiores serían una categoría material y
morfológicamente semejante a la de los principios (en un sentido parecido en que los
principios lo son respecto de las normas), diferenciándose de éstos únicamente en razón de su
mayor grado de vaguedad, generalidad, y funcional- mente, por el diferente papel que están
llamados a desempeñar en la herme- néutica constitucional. Hay también en los valores
superiores ese relevamiento, ese indudable mayor “énfasis” que el constituyente pone en
ellos. Sin per- juicio de lo cual continuará ocurrien- do que no pocas veces a los valores se los
llame principios, y a estos valores, como ha sucedido, sin ir más lejos, en fallos del propio
Tribunal Constitucio- nal español. Esto último, advertido por Javier Santamaría, lleva a este
autor a reconocer que en un buen número de resoluciones del Tribunal Constitucional se ha
confundido “el concepto de los valores con el de los principios, y vice- versa, hablándose, por
ejemplo, de los valores ‘vida’ o ‘libertad de expresión’ y de los principios justicia’ o ‘pluralismo
político”. Cabe señalar que todo lo dicho antes pone de manifiesto la constitucionalización
creciente del derecho, entendiendo por ella la incorporación al texto constitucio- nal de
principios y valores jurídicos que confieren al texto constitucional no sólo mayor densidad, sino
también mayor peso normativo sobre órganos, autoridades y personas que, en el marco de
ese texto, continúan los procesos de producción, interpretación y aplicación del derecho. Esto
quiere decir que las Constituciones modernas no sólo distribuyen poder o competencias a
órganos subordinados a ella (por ejemplo, al Presidente de la República y al Congreso Nacional
en lo que atañe al proceso de formación de las leyes), sino que están dotadas de un mayor
contenido material -principios, valores superiores, derechos fundamen- tales- que condicionan
la validez de las normas de jerarquía inferior al texto constitucional y que, además, consagran
directamente derechos y obligaciones jurídicas no sólo para los órganos de producción
jurídica, sino para los propios sujetos normativos. La constitucionaliza- ción del derecho se
aprecia igualmente en que el texto constitucional, junto con otorgar poder, limita el ejercicio
de éste, patentizándose también en un control de constitucionalidad de las leyes, que pone de
cargo de un tribunal constitu- cional. Por otra parte, al fenómeno de constitucionalización del
derecho -recién descrito a grandes rasgos-se suma lo que se llama constitucionalismo, una
expresión que designa ya no un fenómenoo hecho, sino una doctrina, un cuerpo de ideas,
concretamente aquella doctrina que, junto con promover la constitucionali- zación del
derecho, fija en este hecho, y no en otros, una atención preferente, describiendo los logros y
beneficios que dicho fenómeno tendría para la vida del derecho, propiciando también que la
interpretación del texto constitucional tendría características propias, vale decir, peculiares,
que la diferencian de la in- terpretación común de la ley, tal y como sabemos de esta última -
por ejemplo-a partir de los artículos 19 al 24 de nuestro

Código Civil. Además, el constituciona- lismo enfatiza la directa aplicación de las normas de la
Constitución no sólo por el legislador, sino también por los jueces y demás autoridades
normativas también subordinadas a ella. Entonces, una cosa es la Constitución, otra la
constitucionalización del derecho, y una tercera, en fin, el constitucionalismo, La primera es la
Ley Fundamental de un Estado, la grada normativa superior del ordenamiento jurídico, y,
como tal, ella puede ser vista como un conjunto de normas, principios, valores y dere- chos
fundamentales, o sea, como un conjunto de pautas o estándares jurí- dicos de distinta índole;
la segunda es un fenómeno o proceso que se expresa de las maneras que fueron señaladas en
el párrafo precedente, y el tercero es la doctrina que explica y promue- ve dicho proceso como
un bien para el derecho. También podría decirse, respecto del constitucionalismo, que es la
doctrina que meramente explica el proceso de constitucionalización del derecho, mientras que
neoconstituciona- lismo sería la ideología que promueve o impulsa ese proceso. En fin, y
volviendo al tema de los principios y valores como piezas del derecho, cualesquiera sean las
difi- cultades para conceptualizarlos y para diferenciarlos entre sí, y cualesquiera sean también
las posiciones teóricas en cuanto a la explicación de unos y de otros, lo cierto es que si el
derecho es sólo preferentemente normativo, ello se debe al hecho de que, además de las
normas, existen en él estas otras dos quienes incluyen todavía una cuarta pieza -los derechos
fundamentales-, entendiendo que éstos serían a su vez algo distinto de las normas jurídicas, de
los principios jurídicos y de los valores superiores del ordenamiento jurídico. En cualquier caso,
para la cuestión del nombre, fundamento, historia y procesos por los cuales han atravesado los
derechos humanos desde que empezó a hablarse de ellos con este nombre en el tránsito de la
Edad Media a la Edad Moderna, puede verse la parte correspondiente de mi libro Introducción
al derecho.7 Pero hay algo más, puesto que la afirmación “el derecho es una realidad sólo
preferentementenormativa” se relaciona también con una cuestión diferente de la que he
tratado hasta ahora, a saber, que puestos a hablar de derecho no interesan sólo normas y
otros estánda- res o pautas, sino las conductas regidas por ellas, que no son otras que las que
observan sujetos normativos y órganos jurisdiccionales en cuanto los prime- ros cumplen o no
con tales pautas y en cuanto los segundos hacen o no apli- cación de ellas. Tales son las
conductas que referiré en el acápite dedicado a la eficacia del derecho, y tienen ellas una
importancia evidente en relación con el estado del derecho en una sociedad -nótese que
escribo “del”, no “de”- y con la propia validez de las normas y otros estándares jurídicos. 46
7. Se halla el derecho sustentado en el lenguaje?

Categorías o piezas jurídicas. No faltan Una respuesta afirmativa a la pregun- ta de este nuevo
acápite puede ser dada sin ningún género de dudas, En efecto, las normas jurídicas se
sustentan en el lenguaje, y es dicha base de sustentación.

“Debes utilizar cubiertos cuando comas en público”, o con la norma jurídica que reza “La
velocidad máxima en carreteras lo que permite que las normas, especial- mente aquellas que
son producidas por autoridades normativas -por ejemplo, el legislador- sean comunicadas por
éste a los sujetos normativos que deben darles cumplimiento y a los órganos jurisdiccionales
que deben aplicarlas en caso de que un sujeto imperado por ellas no las cumpla. Todavía más:
las normas de conduc- ta, así, en general, y no únicamente las del derecho, pueden ser vistas
como un determinado uso del lenguaje, concreta- mente, como uso directivo del lenguaje, que
es aquel que se hace cada vez que por medio del lenguaje se quiere dirigir la conducta de otro
u otros sujetos, o sea, cuando lo que se quiere es que otro u otros sujetos adopten un
determinado comportamiento o curso de acción. Si es efectivo que podemos hacer cosas con
las palabras, una de las cosas que es posible hacer con ellas es influir en el compor tamiento de
los demás. De este modo, cada vez que ordenamos, rogamos, sugerimos, recomendamos,
pedimos, estamos en presencia de un uso directivo del lenguaje. Se trata, como se ve, de actos
lingüísticos múltiples y diversos -puesto que, por ejemplo, no es lo mismo ordenar que
sugerir-, pero que tienen en común que con ellos lo que se busca es conseguir que otro realice
una determinada acción o se abstenga de hacerlo. Es de 120 kilómetros por hora”. En cuanto
se hayan sustentadas en el lenguaje, las normas de cualquier orden normativo, incluido por
cierto el derecho, acusan tanto ambigüedad como vaguedad. La ambigüedad se produce
cuando una misma palabra tiene distin- tos significados y el intérprete, según el contexto en
que se la ha utilizado, tiene que establecer el significado que ha de dársele. Tal es, por
ejemplo, el caso de “radio”, expresión que sirve para designar un aparato eléctrico, el metal
descubier- to por los esposos Curie, la mitad del diámetro, y el ámbito de acción o de
influencia de algo o de alguien. Por su lado, la vaguedad del lenguaje se pro- duce por el hecho
de que en ocasiones no tenemos certeza respecto del campo de aplicación de determinados
términos o palabras. Tal es, por ejemplo, en el lenguaje coloquial, lo que acontece con
palabras tales como “joven”, “anciano”, “calvo”, todas palabras cuyo significado no ignoramos,
aunque tenemos dudas sobre su exacto campo de apli cación. ¿Cuántos años se requiere tener
exac- tamente para ser considerado anciano? ¿Cuántos pelos deben faltar en la cabeza de un
hombre para considerarlo calvo? Todo lo más que podemos decir es que hay casos típicos o
claros frente a los cuales nadie vacilaría en aplicar tales palabras, por ejemplo, ante alguien
que ha cumplido 95 años o ante un sujeto que ha perdido completamente su cabello, como
hay también casos que de manera igualmente clara quedarían excluidos de la aplicación de
esos términos, por ejemplo, el de un hombre que celebra su cumpleaños número 70 o el de
aquel que ha perdido en un accidente sólo un manojo de pelos. Pero entre unos y otros casos,
los típicamente incluidos Entonces, uno podría decir que las normas constituyen un uso
directivo del lenguaje, porque cada vez que alguien dicta o pone en vigencia una norma lo que
busca es influir en el comportamiento de los destinatarios de la norma de que se trate. Así
ocurre, a vía de ejemplo, con la norma religiosa que dice “Amarás a Dios y al prójimo como a ti
mismo”, o con la norma moral que establece “Debes decir siempre la verdad”, o con la norma
de trato social que dispone

“Debes utilizar cubiertos cuando comas en público”, con la norma jurídica que reza “La
velocidad máxima en carreteras es de 120 kilómetros por hora”. En cuanto se hayan
sustentadas en el lenguaje, las normas de cualquier orden normativo, incluido por cierto el
derecho, acusan tanto ambigüedad como vaguedad. La ambigüedad se produce cuando una
misma palabra tiene distin- tos significados y el intérprete, según el contexto en que se la ha
utilizado, tiene que establecer el significado que ha de dársele. Tal es, por ejemplo, el caso de
“radio”, expresión que sirve para designar un aparato eléctrico, el metal descubier- to por los
esposos Curie, la mitad del diámetro, y el ámbito de acción o de influencia de algo o de
alguien. Por su lado, la vaguedad del lenguaje se pro- duce por el hecho de que en ocasiones
no tenemos certeza respecto del campo de aplicación de determinados términos o palabras.
Tal es, por ejemplo, en el lenguaje coloquial, lo que acontece con palabras tales como “joven”,
“anciano”, “calvo”, todas palabras cuyo significado no ignoramos, aunque tenemos dudas
sobre su exacto campo de aplicación. ¿Cuántos años se requiere tener exac- tamente para ser
considerado anciano? ¿Cuántos pelos deben faltar en la cabeza de un hombre para
considerarlo calvo? Todo lo más que podemos decir es que hay casos típicos o claros frente a
los cuales nadie vacilaría en aplicar tales palabras, por ejemplo, ante alguien que ha cumplido
95 años o ante un sujeto que ha perdido completamente su cabello, como hay también casos
que de manera igualmente clara quedarían excluidos de la aplicación de esos términos, por
ejemplo, el de un hombre que celebra su cumpleaños número 70 o el de aquel que ha perdido
en un accidente sólo un manojo de pelos. Pero entre unos y otros casos, los típicamente
incluidos

Y los claramente excluidos, queda una zona bastante extendida de casos posibles frente a los
cuales podemos tener dudas razonables acerca de si es o no adecuado cubrirlos con tales
palabras. La vaguedad, como bien sabe cual- quiera que tenga contacto profesional con el
derecho, está bastante presente en el lenguaje jurídico, por ejemplo, cuando se habla de
“buenas costumbres”, “orden público”, “peligro inminente”, “velocidad excesiva”, “infracción
grave”. Tratándose de lenguaje jurídico, es posible distinguir tres niveles distintos: está
primero el lenguaje de las normas y otros estándares que componen el derecho vigente en un
lugar y tiempo dados; está luego el lenguaje que acerca de esas normas y estándares emplea la
ciencia del derecho al momento de lo- calizarlos, interpretarlos, concordarlos, difundirlos y
enseñarlos como partes de un derecho vigente, y está el lenguaje de la teoría del derecho, o
de la filosofía jurídica, como disciplinas distintas de la ciencia del derecho, que es, a su turno,
un lenguaje acerca de ciertos términos o expresiones habitualmente utilizados por la ciencia
del derecho, pero que los juristas no se detienen a aclarar, como acontece, de partida, con la
propia pa- labra “derecho”. En consecuencia, no sólo el derecho se halla sustentado en el
aquel que es producido por el respectivo intérprete a la hora de llevar a cabo su
interpretación. Como indica Roberto Vernengo, en el ámbito del derecho siempre hay, por una
parte, uno o más enunciados con significación normativa que son interpretados y, por la otra,
uno o más enunciados interpretativos acerca de aquéllos. En consecuencia, lo que busca toda
interpretación de textos jurídicos es llegar a “disponer de una traducción aceptable” del texto
del cual se trate, por lo que “entender un enunciado es disponer de otro enunciado que pueda
traducir el primero”. 18 Sin embargo, es preciso advertir que en el modo de hablar común de
los ope- radores jurídicos, sean éstos abogados, jueces o profesores de derecho, está siempre
presente la idea de la interpre- tación del derecho como una actividad referida a normas y no a
los textos que, una vez interpretados, permiten llegar a las normas. Motivo por el cual vale la
pena insistir en que una cosa son los enunciados normativos, o con signi- ficación normativa,
que aparecen en textos jurídicos como la Constitución, un código, una ley, una resolución ad-
ministrativa o un contrato, y otra las nor- mas propiamente tales que se obtienen merced a la
atribución de significado que se establece para tales enunciados, como tuvimos oportunidad
de ver con ejemplos de enunciados normativos tan simples como “Se prohíbe el ingreso de
vehículos”, parque, o “Prohibido el ingreso con perros”, colocado a la entrada de una estación
de ferrocarriles. Por lo demás, si bien la interpretación jurídica es, según lo dicho, una interpre-
tación de textos, reconoce, sin embargo, lenguaje, sino también el saber acerca del derecho.
No sólo el derecho, insisto, sino las disciplinas que lo estudian desde diferentes perspectivas o
en alguno de sus aspectos, tales como filosofía del derecho, teoría del derecho, sociología del
derecho, etc. , puesto a la entrada de un Bien vistas las cosas, y dejando de lado la cuestión de
la interpretación de los hechos, la interpretación jurídica es una interpretación de textos -una
Constitución, un código, una ley, una resolución administrativa, un contrato-, que se expresa
en un nuevo texto, a saber,

Aquel que es producido por el respectivo intérprete a la hora de llevar a cabo su


interpretación. Como indica Roberto Vernengo, en el ámbito del derecho siempre hay, por una
parte, uno o más enunciados con significación normativa que son interpretados y, por la otra,
uno o más enunciados interpretativos acerca de aquéllos. En consecuencia, lo que busca toda
interpretación de textos jurídicos es llegar a “disponer de una traducción aceptable” del texto
del cual se trate, por lo que “entender un enunciado es disponer de otro enunciado que pueda
traducir el primero”. Sin embargo, es preciso advertir que en el modo de hablar común de los
ope- radores jurídicos, sean éstos abogados, jueces o profesores de derecho, está siempre
presente la idea de la interpre- tación del derecho como una actividad referida a normas y no a
los textos que, una vez interpretados, permiten llegar a las normas. Motivo por el cual vale la
pena insistir en que una cosa son los enunciados normativos, o con signi- ficación normativa,
que aparecen en textos jurídicos como la Constitución, un código, una ley, una resolución ad-
ministrativa o un contrato, y otra las nor- mas propiamente tales que se obtienen merced a la
atribución de significado que se establece para tales enunciados, como tuvimos oportunidad
de ver con ejemplos de enunc iados normativos tan simples como “Se prohíbe el ingreso de
vehículos”, puesto a la entrada de un parque, o “Prohibido el ingreso con perros”, colocado a
la entrada de una estación de ferrocarriles. Por lo demás, si bien la interpretación jurídica es,
según lo dicho, una interpre- tación de textos, reconoce, sin embargo,

Ciertas diferencias con la interpretación de textos en general. Así, la interpretación jurídica


tiene una conexión más amplia e importante con el contexto social que otras formas de
interpretación de textos, por ejemplo, literarios. La interpretación jurídica aspira a satisfacer
los propios fines del derecho, en especial el de la seguridad jurídica. El ámbito al que se
circunscribe la interpretación jurídica, esto es, las normas y otros estándares del derecho,
forman una unidad llamada ordenamiento jurídico. La interpreta- ción jurídica, además, suele
estar reglada por el propio ordenamiento jurídico en cuanto a la forma de llevarla a cabo,
como es bien patente en los artículos 19 al 24 del Código Civil chileno. Y tratán- dose de la
interpretación jurídica, por último, existe una división jerárquica de papeles entre los
intérpretes, puesto que hay interpretaciones concluyentes, como las de un tribunal de
casación, de algo, de donde se sigue que interpretar el derecho tiene que ser la actividad que
se ejecuta para establecer el significado del derecho y, más concretamente, para establecer el
o los posibles significados de las normas y demás estándares que hemos identificado aquí
como piezas o componentes del derecho. Tales normas y estándares, por lo demás, se
encuentran repartidos en distintos continentes o fuentes del de- recho, de manera que si
menciono aquí la interpretación del derecho, y no sólo de la ley, es para sugerir que de lo que
estamos hablando es de la atribución de significado a normas y otros estándares que se
encuentren en cualquiera de las así denominadas fuentes formales del derecho. La
interpretación jurídica no se circunscribe a las normas escritas del derecho legislado, sino que
alcanza al campo más vasto de la totalidad de las fuentes de producción jurídica. Así, como hay
una interpretación de la ley, en consecuencia, también la hay de la costumbre jurídica, de los
actos jurídi- cos y contratos, y aun de la sentencia judicial. En suma, es correcto afirmar que
“se interpreta cuando se atribuye senti- do o significación a algo que nos viene previamente
dado”, como indica Luis Díez Picazo, y que, tratándose de la interpretación jurídica, lo que nos
viene previamente dado es el derecho. Tratándose de la interpretación en general, conviene
destacar que con la palabra “interpretación” se alude tanto a una actividad como al resultado
de dicha actividad. De este modo, interpretamos un texto cualquiera cuando intentamos
establecer alguno de sus posibles signi- ficados (actividad) y también cuando ofrecemos una
versión de alguno de tales por ejemplo, o las de un tribunal cons- titucional, y otras que no lo
son, como las que llevan a cabo ante esos mismos tribunales los abogados de las partes que
comparecen ante ellos.

8. ¿Qué significa que el derecho sea interpretable?

El carácter interpretable del derecho, en cuanto éste se encuentra sustentado en el lenguaje,


fue ya adelantado en el acápite cuarto de este libro, donde se dijo, además, que el derecho es
siempre un marco abierto no a una, sino a varias posibilidades de interpretación, mos- trando
también la diferencia, cosa que también se hizo en el acápite anterior, entre lo que son los
enunciados normativos del derecho y las normas propiamente tales de éste. Interpretar es una
acción humana que consiste en establecer el significado

De algo, de donde se sigue que interpretar el derecho tiene que ser la actividad que se ejecuta
para establecer el significado del derecho y, más concretamente, para establecer el o los
posibles significados de las normas y demás estándares que hemos identificado aquí como
piezas o componentes del derecho. Tales normas y estándares, por lo demás, se encuentran
repartidos en distintos continentes o fuentes del de- recho, de manera que si menciono aquí la
interpretación del derecho, y no sólo de la ley, es para sugerir que de lo que estamos hablando
es de la atribución de significado a normas y otros estándares que se encuentren en cualquiera
de las así denominadas fuentes formales del derecho. La interpretación jurídica no se
circunscribe a las normas escritas del derecho legislado, sino que alcanza al campo más vasto
de la totalidad de las fuentes de producción jurídica. Así, como hay una interpretación de la
ley, en consecuencia, también la hay de la costumbre jurídica, de los actos jurídi- cos y
contratos, y aun de la sentencia judicial. En suma, es correcto afirmar que “se interpreta
cuando se atribuye senti- do o significación a algo que nos viene previamente dado”, como
indica Luis Díez Picazo, y que, tratándose de la interpretación jurídica, lo que nos viene
previamente dado es el derecho. Tratándose de la interpretación en general, conviene
destacar que con la palabra “interpretación” se alude tanto a una actividad como al resultado
de dicha actividad. de este modo, interpretamos un texto cualquiera cuando intentamos
establecer alguno de sus posibles signi- ficados (actividad) y también cuando ofrecemos una
versión de alguno de tales

Sentidos mediante un nuevo texto que es producido por el propio intérprete (resultado). Jerzy
Wroblewski propone distinguir entre interpretación en sentido amplisi- mo, interpretación en
sentido amplio e interpretación en sentido estricto. En sentido amplísimo, interpretación es
una actividad destinada a comprender no sólo el derecho, sino cualquier objeto cultural, esto
es, cualquier objeto pro- ducido por el hombre. En este sentido amplísimo, es posible
interpretar desde una escultura antigua hasta los modernos computadores. En sentido ahora
amplio, interpretación es una actividad centrada sólo en el lenguaje, escrito o hablado, y, en
especial, en el lenguaje de textos jurídicos. Por último, en sentido estricto interpretación es
aquella actividad que se realiza únicamente en el caso de que un determinado texto jurídico
ofrezca dudas en cuanto a su significado. Tratándose de la interpretación ju- rídica, son
múltiples los agentes que la realizan y las sedes en que ella tiene lugar, tanto que ella suele ser
clasifi- cada, precisamente desde el punto de vista del agente que la realiza, entre
interpretación pública, o por vía de au- toridad, e interpretación privada. A su vez, la
interpretación pública se clasifica en interpretación legal, interpretación judicial e
interpretación administrati- va. La interpretación legal es aquella que lleva a cabo el propio
legislador y recae sobre normas que este mismo ha dictado, ya sea que la efectúe en el propio
articulado de la ley interpretada o en el de una ley distinta de aquella y que toma por tanto el
nombre de ley interpretativa. Interpretación judicial es aquella que llevan a cabo los jueces en
el ejercicio de la función jurisdiccional. E interpretación administrativa es la que realizan
determinados órganos y servi- cios públicos que cumplen funciones fiscalizadoras, tales como
la Contraloría General de la República, el Servicio de Impuestos Internos y la Dirección del
Trabajo. Una diferencia importante entre la interpretación legal y la judicial es que la primera
tiene obligatoriedad general, tal como lo establece el artículo 3° del Código Civil, mientras que
la segunda, como reza la parte final de esa misma disposición, la tiene sólo particular. En
cuanto a la interpretación priva- da, es la que llevan a cabo los juristas como agentes del
conocimiento dog- mático del derecho, los abogados en las representaciones que invisten ante
tribunales y órganos de la administra- ción, y los propios sujetos normativos interesados en
conocer lo que el dere- cho demanda de ellos en términos de su comportamiento. Además,
dentro de lo que Wroblewski llama interpretación en sentido estricto puede distinguirse entre
interpretación operativa e interpretación no operativa. No operativa, o simplemente teórica,
es la interpretación que de textos jurídicos normativos se lleva a cabo sin vinculación directa a
la solución de un caso dado de la realidad, como es, por ejemplo, la que llevan a cabo los
juristas en las lecciones orales que imparten y en las obras de las que son autores. En cambio,
operativa es aquella que se realiza con miras a apli- car el material normativo interpretado a
una realidad social, como en el caso de los jueces. También podría decirse que operativa es la
interpretación del derecho que conduce directamente a la aplicación de éste y a la producción
de nuevo derecho, y no operativa la que, si

Bien puede llegar a ejercer influencia en procesos de aplicación y producción de derecho, no


está directamente vincula- da a las acciones de aplicar ni producir derecho. En una
interpretación de tipo operativo, el mismo que hace las veces de intérprete interpreta y a la
vez aplica y produce derecho. Debe quedar claro, por otra parte, que en el ámbito de la
interpretación judicial del derecho, esto es, de aquella que llevan a cabo los jueces en el
ejercicio de la función jurisdiccional que les está confiada por mandato constitucional, éstos no
sólo interpretan el derecho preexistente al caso o asunto que de- ben resolver, sino también
los hechos que componen tal caso o situación. Lo mismo ocurre con los abogados de las partes
del caso de que se trata. Estos, lo mismo que los juristas, llevan a cabo una interpretación no
operativa del derecho, aunque no en general, sino vinculada a los casos en los cuales
intervienen, y no pocas de sus diferencias ante los tribuna- les en que intervienen como
litigantes, o bien como fiscales o defensores públicos, tienen que ver no con la interpretación
del derecho aplicable al caso, sino con la interpretación de los hechos de éste. Es por eso que
en las controversias que tienen lugar en tribunales, muchas de las discusiones de las partes se
concentran en los hechos, en la prueba de éstos y en la ponderación que el juez deba hacer de
la prueba rendida, antes que en las normas aplicables, en la interpretación que haya de darse a
éstas y en las con- secuencias que deban seguirse de su aplicación. El jurista norteamericano
Jerome Frank, entre otros, expresó lo anterior con gran claridad, advirtiendo que en la gran
mayoría de los procesos que tienen lugar en sede judicial, los abogados no tienen la menor
dificultad para darse cuenta de qué normas serán aplicadas en cada caso por los jueces, de
manera que ni ellos, y ni aun los propios jueces, se toman demasiadas molestias con ellas,
concentrándose, en cambio, en los hechos del juicio, en la prueba de éstos, y en la
ponderación de esa prueba; en hechos tales como si Juan conducía o no su automóvil a exceso
de velocidad cuando atropelló a Pedro, o si Luis disparó intencionadamente contra José
cuando ambos conversaban y el pri- mero manipulaba un arma de fuego, o si el caballo que
María vendió a Cecilia había sufrido o no una fractura que le impedía participar en carreras.
Atendido lo que ha sido expuesto en este acápite tanto como en el ante- rior, es atendible que
Ronald Dworkin afirme que la práctica jurídica es un ejercicio de interpretación,l y no sólo
porque jueces y abogados, por ejemplo, estén permanentemente interpretando códigos y
leyes en relación con casos y situaciones determinados, sino porque operadores jurídicos
como esos tienen también, o llegan a tener como resultado de una práctica interpretativa
continua- da, una apreciación o idea acerca de la interpretación del derecho en general.
Todavía más, jueces y abogados, como también juristas, pueden llegar a de- sarrollar y adoptar
una cierta idea de la interpretación no sólo jurídica, sino de la interpretación genéricamente
ha- blando, cualquiera sea el contexto en que se la lleve a cabo. Lo anterior quiere decir lo
siguiente: a partir de la interpretación casuística, caso a caso, de textos constitucionales,
legales, contractuales, jueces y abogados pueden desarrollar una idea acerca de la
interpretación del derecho en general y, asimismo, una apreciación acerca de

La interpretación en contextos distintos del derecho. En otras palabras: a partir de la


interpretación de un texto jurídico en particular se puede llegar a tener una idea de lo que es
la interpretación del derecho, y a partir de lo que es la inter- pretación del derecho se puede
llegar a formarse una apreciación de lo que es la interpretación en general. Incluso, no habría
una diferencia radical entre ofrecer una teoría de la interpretación jurídica y la interpretación
de un espe- cífico texto igualmente jurídico. El punto, sin embargo, es éste: par- ten los
intérpretes del derecho -por ejemplo, los jueces- de una teoría de la interpretación del
derecho, para, desde ella, llegar luego a conclusiones respecto de la interpretación de una ley
determi- nada en un caso dado, o, por la inversa, la regular y sostenida interpretación de las
leyes y de otras fuentes del derecho vuelve posible que el juez, andando el tiempo, llegue a
desarrollar una cierta teoría o punto de vista acerca de qué significa interpretar el derecho y,
más ampliamente aún, qué significa inter- pretar? Personalmente, me inclino por la segunda
de tales posibilidades, puesto que si bien un juez que inicia su carrera tiene algunas ideas
sobre la interpreta- ción en general y sobre la interpretación del derecho en particular-
producto de su formación jurídica de pregrado y de aquella que recibió en su paso por la
Academia Judicial-, me parece que es su mismo desempeño como juez y las constantes
interpretaciones jurídicas que lleva a cabo en tal carácter las que podrían conducirle a adoptar
un punto de vista acerca de la interpretación ju- rídica y-acaso-sobre la interpretación en
general. Si un juez con largo tiempo de desempeño en el cargo llega a tener una idea acerca de
la interpretación y acerca de la interpretación del dere- cho, ello será normalmente resultado
antes de la práctica de la interpretación que de la teoría que acerca de ésta haya conocido en
su proceso de educación jurídica formal que lo condujo a la ju- dicatura. Dworkin va todavía
más lejos y lle- ga a sostener que si la interpretación jurídica mejora nuestra comprensión del
derecho, esta comprensión mejora todavía más si se compara la interpre- tación del derecho
con la que se lleva a cabo en otros ámbitos, por ejemplo, en el campo literario. En
consecuencia -afirma-, los juristas no deberían se- guir tratando la interpretación jurídica como
una actividad sui generis y lo que tendrían que hacer es estudiar mejor la interpretación como
una actividad de tipo general, esto es, concerniente no sólo al derecho, y advertir los otros
con- textos en que esa actividad tiene lugar. Concretamente -concluye Dworkin-, a los juristas
y operadores jurídicos en general “les vendría bien estudiar las interpretaciones literarias y
artísticas”, sin perjuicio de entender también que la interpretación del derecho podría
proporcionar una mejor comprensión de lo que la interpretación significa en general. Así, por
ejemplo, los juristas podrían aprender de la interpretación literaria que en ésta, más que
interpretar el senti- do en que el autor usó tal o cual palabra o frase, los intérpretes -por
ejemplo, los críticos literarios o los profesores de literatura- están más interesados en ofrecer
una interpretación del sentido de conjunto que pueda tener la obra literaria en la cual aparece
una deter- minada palabra o frase. Es evidente que un crítico literario puede establecer di-
ferencias de interpretación a propósito de una palabra o de una frase de la obra de que se
trate, pero lo que más le in-

Teresa es fijar y transmitir el significado de la obra como un todo. Lo que la interpretación de


un texto pretende -escribe Dworkin-, “es mostrar ‘la obra’ como la mejor obra de arte que
‘puede ser’. El énfasis en la obra se hace para señalar la diferencia entre explicar una obra de
arte y simplemente convertirla en otra obra distinta”. Si, por un lado, uno toma al crítico como
la figura profesional más típica de intérprete literario y no sólo como la de alguien que evalúa
el éxito o la importancia que alcanzan ciertas obras literarias, y, por otro, a jueces y juris- tas
como agentes más habituales de la interpretación jurídica, la similitud se produce más bien
entre juristas y críti- cos literarios que entre éstos y los jue- ces, así no más sea porque si los
jueces interpretan derecho es para aplicar y en último término producir derecho, mientras que
críticos literarios yjuristas, quienes interpretan, respectivamente, textos literarios y jurídicos,
no produ- cen nueva literatura ni nuevo derecho como resultado de su actividad. Ambos
producen nuevos textos, aquellos en los que se contienen sus interpretaciones, pero ni la
crítica literaria es literatura -o al menos no del mismo género de la que comenta e interpreta-
ni las obras escritas de los juristas son tampoco de- recho. Legislador resulte más visible la
función de producirlo que la de aplicarlo y en el caso de los jueces la de aplicarlo más que la de
producirlo. Además, críticos literarios y juristas se parecen en cuanto las proposiciones que
comparten con sus respectivas au- diencias -lectores en un caso, operadores jurídicos y
estudiantes de derecho en el otro- no son vinculantes para nadie y, en tal sentido, poseen si se
quiere cierta impunidad. Podrá objetarse lo dicho por un crítico y lo mismo en el caso de lo
expuesto por algún jurista, pero nadie se siente vinculado por lo que uno pueda haber
sostenido acerca de la novela que comenta y el otro acerca del derecho que interpreta. En
cam- bio, tratándose de esos otros intérpretes que son los jueces, su interpretación del
derecho conduce y a la par sustenta decisiones normativas obligatorias para las partes o
interesados en el caso de que se trate, pudiendo llegar incluso a constituir precedentes que, en
cuanto tales, expandan la obligatoriedad que tales decisiones tuvieron originalmente en
relación con un solo caso o situación dados. Un juez tiene una incomparable mayor
responsabilidad social que la que podría adjudicarse tanto a un intérprete literario como a
quien interpreta de- recho como agente de una actividad meramente cognoscitiva. Si se
acepta la tesis de que un pro- fesor de literatura es un experto mejor calificado que un simple
crítico, mayor similitud existe aún entre lo que seme- jante profesor lleva a cabo en torno de
una novela y lo que un jurista realiza respecto de un código. Por otra par- te, si profesores de
literatura y juristas tratan de descubrir la intención que tuvo el autor de la novela o del código,
lo hacen a partir del texto que tienen por delante, y la opinión interpretativa que acerca de su
obra puedan haber En otras palabras, la diferencia entre un novelista y un crítico literario es
pa- recida a la que se da entre legislador y jurista y poco tiene que ver, a mi juicio, con la que
se produce entre legislador y juez. Estos dos últimos se encuentran en una relación más
estrecha que la que existe entre legislador y juristas, puesto que, a fin de cuentas, hacen ellos
lo mismo -interpretar, aplicar y producir derecho-, por mucho que tratándose del

Legislador resulte más visible la función de producirlo que la de aplicarlo y en el caso de los
jueces la de aplicarlo más que la de producirlo. Además, críticos literarios y juristas se parecen
en cuanto las proposiciones que comparten con sus respectivas au- diencias -lectores en un
caso, operadores jurídicos y estudiantes de derecho en el otro- no son vinculantes para nadie
y, en tal sentido, poseen si se quiere cierta impunidad. Podrá objetarse lo dicho por un crítico y
lo mismo en el caso de lo expuesto por algún jurista, pero nadie se siente vinculado por lo que
uno pueda haber sostenido acerca de la novela que comenta y el otro acerca del derecho que
interpreta. En cam- bio, tratándose de esos otros intérpretes que son los jueces, su
interpretación del derecho conduce y a la par sustenta decisiones normativas obligatorias para
las partes o interesados en el caso de que se trate, pudiendo llegar incluso a constituir
precedentes que, en cuanto tales, expandan la obligatoriedad que tales decisiones tuvieron
originalmente en relación con un solo caso o situación dados. Un juez tiene una incomparable
mayor responsabilidad social que la que podría adjudicarse tanto a un intérprete literario
como a quien interpreta de- recho como agente de una actividad meramente cognoscitiva. Si
se acepta la tesis de que un pro- fesor de literatura es un experto mejor calificado que un
simple crítico, mayor similitud existe aún entre lo que seme- jante profesor lleva a cabo en
torno de una novela y lo que un jurista realiza respecto de un código. Por otra par- te, si
profesores de literatura y juristas tratan de descubrir la intención que tuvo el autor de la
novela o del código, lo hacen a partir del texto que tienen por delante, y la opinión
interpretativa que acerca de su obra puedan haber

Expresado tanto el autor de la novela como el del código es sólo un insumo para la
interpretación literaria y jurídi- ca que unos y otros llevan a cabo con posterioridad. Como
señala Dworkin, el autor de una obra literaria (y yo lo extendería al autor de un código o de
una ley) puede declarar de manera so- lemne, al momento de entregar a la imprenta las
pruebas (o al aprobar un texto legal cualquiera), que sus creencias acerca del texto definen lo
que éste es o significa. Pero una declaración como esa ignora la inevitable y rica cadena de
diversas interpretaciones que la obra producirá, en un caso entre profeso- res de literatura,
críticos y desde luego lectores, y, en el otro, entre profesores de derecho, jueces y abogados,
una vez que la novela y la ley entren a lo que podríamos llamar el tráfico literario y jurídico,
respectivamente, donde las producciones literarias y legislativas ad- quieren vida propia y
múltiple. Algo que resulta todavía más cierto tratándose de las leyes que aprueba una
asamblea legislativa, esto es, no una sola perso- na, como en el caso del autor de una novela,
sino un cuerpo colegiado de en algún sentido son los intérpretes quie- nes tienen la sartén por
el mango. Tratándose de la interpretación de normas, por ejemplo, de cualquier orden o
ámbito que estas sean -religiosas, mo- rales, jurídicas-, lo cierto es que lo que llamamos de ese
modo-normas- son en verdad enunciados normativos, o, si se prefiere, enunciados con
significación normativa, resultantes de actos normativos llevados a cabo por autoridades igual-
mente normativas, de manera que -tal como fue adelantado en su momento-las normas
propiamente tales aparecen una vez que aquellos enunciados son interpre- tados.
Consideremos ahora el siguiente ejemplo. Ambas cámaras, reunidas en Congreso Pleno, votan
una reforma cons- titucional previamente aprobada en cada una de ellas por separado: he ahí
un acto normativo. El texto de la reforma apro- bada, que lo fue por la Ley N° 18.825, de 17 de
agosto de 1989, dice que se modifica el inciso segundo del art. 5° en el sentido de que “El
ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que
emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover
tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales
ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”: he ahí ahora el enunciado normativo. Y lo
que como resultado de la interpretación de ese enunciado se establezca como significado de
éste constituye la norma propiamente tal, una actividad interpre- tativa, como es obvio, que
tendrá que aclarar el sentido de expresiones tales como “derechos esenciales”, “naturaleza
humana”, “respetar”, “promover”, a las que puede dárseles distintos alcances, y, en general,
tendrá que aclarar el sentido completo de ese enunciado en el contexto de los demás
enunciados constitucionales de los que forma parte. Personas. En cualquier caso, toda la
importan- cia de la interpretación, de cualquier género que sea, puede ser apreciada a la luz de
afirmaciones como la de Gian- ni Vattimo:4 “No hay hechos, sólo in- terpretaciones”, la cual
sugiere que de lo que disponemos no es de verdades, sino de versiones, y que, como dice una
escritora contemporánea -Anais Nan-, nunca vemos lo que las cosas son, sino que las vemos
como nosotros somos. Afirmaciones que llevan las cosas tal vez demasiado lejos, pero que
muestran que

En algún sentido son los intérpretes quie- nes tienen la sartén por el mango. Tratándose de la
interpretación de normas, por ejemplo, de cualquier orden o ámbito que estas sean -religiosas,
mo- rales, jurídicas-, lo cierto es que lo que llamamos de ese modo-normas- son en verdad
enunciados normativos, o, si se prefiere, enunciados con significación normativa, resultantes
de actos normativos llevados a cabo por autoridades igual- mente normativas, de manera que
-tal como fue adelantado en su momento-las normas propiamente tales aparecen una vez que
aquellos enunciados son interpre- tados. Consideremos ahora el siguiente ejemplo. Ambas
cámaras, reunidas en Congreso Pleno, votan una reforma cons- titucional previamente
aprobada en cada una de ellas por separado: he ahí un acto normativo. El texto de la reforma
apro- bada, que lo fue por la Ley N° 18.825, de 17 de agosto de 1989, dice que se modifica el
inciso segundo del art. 5° en el sentido de que “El ejercicio de la soberanía reconoce como
limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber
de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta
Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se
encuentren vigentes”: he ahí ahora el enunciado normativo. Y lo que como resultado de la
interpretación de ese enunciado se establezca como significado de éste constituye la norma
propiamente tal, una actividad interpre- tativa, como es obvio, que tendrá que aclarar el
sentido de expresiones tales como “derechos esenciales”, “naturaleza humana”, “respetar”,
“promover”, a las que puede dárseles distintos alcances, y, en general, tendrá que aclarar el
sentido completo de ese enunciado en el contexto de los demás enunciados constitucionales
de los que forma parte.

Vistas las cosas de este modo, es decir, admitida la diferencia entre enunciado normativo y
norma propiamente tal, de manera que ésta es el significado de aquél, la norma pasa a ser el
punto de llegada de la interpretación y no, como estamos acostumbrados a ver, su punto de
partida. El intérprete, y desde luego el intérprete jurídico, no parte de normas, sino de
enunciados normativos, y, merced a la tarea de interpretación de estos últimos, llega
finalmente a las normas. En consecuencia, las llamadas normas no son un dato previo a la in-
terpretación, sino producto o resultado de ésta, 55 Si retomamos los sencillos ejemplos con
que trabajamos antes en este libro, una autoridad normativa -Dios- esta- blece un
mandamiento, esto es, ejecuta un acto normativo. El mandamiento resultante de ese acto es
el enunciado normativo: "Amarás a Dios y al prójimo como a ti mismo". Y sólo una vez que se
acuerde el significado que en el con– texto de ese mandato tienen el verbo “amar” y la palabra
“prójimo” aparecerá la norma propiamente tal. Lo mismo en el caso de la autoridad municipal
que establece el mandato que prohíbe el ingreso de vehículos a los parques que son propiedad
del municipio, de manera que los administradores de tales recintos instalan a la entrada de
ellos un aviso que expresa el siguiente enunciado normativo: “Se prohíbe la entrada de
vehículos”. Un enunciado cidente o de un carro de bomberos si se declara un incendio), sino
que conduce a la norma propiamente tal, consistente en que lo que se encuentra prohibido es
únicamente el ingreso de aquellos vehículos que por cualquier razón pue- dan vulnerar la
tranquilidad o atentar contra la seguridad de las personas que se encuentran en el parque, no
autitos a pedales, por ejemplo, sí, desde luego, camiones, automóviles y motocicletas, pero zy
bicicletas? Por cierto, lo que aquí llamamos “enunciados normativos” no sólo son
interpretables, sino que son también susceptibles de distintas interpretaciones, con el efecto
consiguiente de que si una autoridad normativa cualquiera-un juez, por ejemplo- tiene que
adoptar alguna decisión en el marco de tales enunciados, su determinación variará según acoja
una u otra de las posibles interpretaciones que los enunciados admitan. La búsque- da del
correcto sentido y alcance de los enunciados normativos, o de la única respuesta correcta, es
sólo una ilusión, 0, si se quiere, otra de las tantas ficciones que abundan en el campo del
derecho. Por eso es que no resulta extraño que distintos jueces, en el marco de unos mis- mos
enunciados normativos, interpreten estos enunciados, o bien los hechos del caso, de maneras
diferentes que, a su vez, les conducen a adoptar decisiones también diferentes entre sí. No
siempre es ignorancia, torpeza ni menos corrupción lo que hay detrás de fallos disímiles de
distintos tribunales ante casos similares, e incluso de distintas salas de un mismo tribunal
colegiado que funciona dividido en ellas, sino significaciones diferentes que han sido dadas a
los enunciados o a los hechos del caso de que se trate. El público se sorprende ante situacio-
nes como estas, sobre todo cuando en pocos días un tribunal superior revoca por la
unanimidad de sus integrantes que, debidamente interpretado en lo que concierne a la
palabra “vehículos”, no sólo reconoce excepciones que no expresa y que sólo la interpretación
puede mostrar (así, por ejemplo, está autorizado el ingreso de una ambulancia en caso de que
un paseante sufra un ac-

Cidente o de un carro de bomberos si se declara un incendio), sino que conduce a la norma


propiamente tal, consistente en que lo que se encuentra prohibido es únicamente el ingreso
de aquellos vehículos que por cualquier razón pue- dan vulnerar la tranquilidad o atentar
contra la seguridad de las personas que se encuentran en el parque, no autitos a pedales, por
ejemplo, sí, desde luego, camiones, automóviles y motocicletas, pero y bicicletas? Por cierto, lo
que aquí llamamos “enunciados normativos” no sólo son interpretables, sino que son también
susceptibles de distintas interpretaciones, con el efecto consiguiente de que si una autoridad
normativa cualquiera-un juez, por ejemplo- tiene que adoptar alguna decisión en el marco de
tales enunciados, su determinación variará según acoja una u otra de las posibles
interpretaciones que los enunciados admitan. La búsque- da del correcto sentido y alcance de
los enunciados normativos, o de la única respuesta correcta, es sólo una ilusión, o, si se quiere,
otra de las tantas ficciones que abundan en el campo del derecho. Por eso es que no resulta
extraño que distintos jueces, en el marco de unos mis- mos enunciados normativos,
interpreten estos enunciados, o bien los hechos del caso, de maneras diferentes que, a su vez,
les conducen a adoptar decisiones también diferentes entre sí. No siempre es ignorancia,
torpeza ni menos corrupción lo que hay detrás de fallos disímiles de distintos tribunales ante
casos similares, e incluso de distintas salas de un mismo tribunal colegiado que funciona
dividido en ellas, sino significaciones diferentes que han sido dadas a los enunciados o a los
hechos del caso de que se trate. El público se sorprende ante situacio- nes como estas, sobre
todo cuando en pocos días un tribunal superior revoca por la unanimidad de sus integrantes

Una importante resolución adoptada por un juez de primera instancia en un caso de gran
interés social, aunque la explicación que puede darse es que los jueces resuelven en el marco
de hechos y de enunciados que son susceptibles de diversas interpretaciones. No llego al
extremo de hacer mía la manida afir- mación que revela el máximo escepti- cismo ante la
seguridad jurídica: “No me digas qué ley, dime qué juez”, pero hay que tener en cuenta lo que
Hart llamó textura abierta del derecho, o lo que Kelsen presentó, a propósito de los
enunciados normativos, como marcos abiertos a varias posibilidades de inter- pretación. Como
tampoco llego a hacer mía la frase atribuida a Mahoma: “De cada tres jueces dos irán al
infierno, el otro se salvará-, dado que, supuesto que sea efectiva, ella debió estar basada en
que el derecho musulmán es un dere- cho revelado, esto es, indiferenciado de la religión, y no
en las dificultades que todo juez encuentra para establecer los hechos, localizar los enunciados
norma- tivos aplicables y elegir la interpretación de éstos que lo conduzca a una decisión
razonada y razonable.

9. ¿Cómo es que el derecho regula su propia creación?

Según fue explicado en los acápitès precedentes de este libro, el derecho es un fenómeno
cultural en cuanto se trata de algo que es creado o producido por actos de voluntad humana
para cumplir determinadas funciones sociales y con miras a alcanzar ciertos fines. Pero si es
efectivo que el derecho es producido por el hombre, también lo es que el derecho regula su
propia creación. O, mejor aun, el hombre crea el derecho y, por medio del propio derecho ,
establece cómo ha de llevarse a cabo la producción

Futura de éste. Y la manera que tiene el derecho de regular su propia creación es


estableciendo quiénes, valiéndose de cuáles procedimientos y con qué límites de contenido se
encuentran autorizados para producir nuevas normas y otros estándares jurídicos, esto es,
para in- troducir normas y otros estándares al ordenamiento jurídico de que se trate y,
asimismo, para modificar y para de- rogar o dejar sin efecto los existentes. Porque quien
puede introducir nuevas normas al ordenamiento puede tam- bién modificar o dejar sin efecto
las ya existentes. En otras palabras, producir derecho incluye no sólo la actividad destinada a
introducir nuevas ormas y estándares jurídicos, sino también las que consisten en modificar y
derogar derecho vigente. Todo derecho contiene lo que se llama “normas de competencia”,
que son aquellas que regulan la producción de nuevas normas, o sea, que establecen las tres
menciones arriba señaladas: quiénes, cómo y dentro de cuáles límites están autorizados para
producir derecho, así como para modificar y derogar derecho vigente. Siendo esto así, las
normas de competencia se relacionan con lo que se llama comúnmente “fuentes del de-
recho”. “Fuentes del derecho” es una expre- sión que se utiliza con bastante frecuencia en el
lenguaje de los juristas, pero ella no es unívoca. Así, por ejemplo, con dicha expresión se
designa el fundamento últi- mo que pueda tener el derecho -desde Dios a la norma básica de
Kelsen-; el fundamento inmediato de validez de una norma jurídica determinada -por ejemplo,
la Constitución respecto de una ley ordinaria-; cualquier forma de organización humana que
requiera del derecho para existir y desarrollarse-una sociedad de personas, una nación, la
comunidad internacional-; las manifes-

Fáctica. Con esto quiero decir que si el derecho es producto de actos de crea- ción humana,
sería un error rastrear su génesis sólo hasta el acto de voluntad del órgano colegiado,
autoridad unipersonal o sujetos que introducen las normas, puesto que más allá de esa
voluntad, y presionando sobre ésta, hay factores de muy diversa índole -políticos, eco-
nómicos, morales, sociales, científicos, culturales- que son los que explican a fin de cuentas por
qué se han producido determinadas normas y por qué se ha dotado a éstas de un contenido y
no de otro. Las piezas del derecho, como las hemos llamado antes, provienen de actos de
producción que por lo común ejecutan autoridades normativas. Así, por ejemplo, toda ley
proviene de una secuencia de actos, llamado proceso de formación de las leyes, que ejecutan
aso- ciadamente el Presidente de la República y el Congreso Nacional. Una secuencia que parte
con la moción o mensaje y que concluye con la publicación de la ley. Esto quiere decir que en
presencia de una norma jurídica, o de un conjunto de ellas, siempre es posible identificar quién
la produjo y localizar también el acto o serie de actos por medio de la cual tuvo lugar su
producción. Sólo el derecho consuetudinario hace excepción parcial a esto último, dado el
carácter más bien larvado y difuso que tiene su formación a través de la fuente llamada
taciones exteras reveladoras de normas o hechos con significación o importancia jurídica,
tanto actuales como pretéri- tos, que den cuenta del derecho en un momento determinado de
la historia -un ejemplar del Código Civil chileno concordado de puño y letra por Andrés Bello-;
el órgano, autoridad o persona que produce derecho y el producto de la actividad creadora de
derecho -por ejemplo, el Poder Legislativo y las leyes que éste aprueba-; y los factores de muy
diversa índole que influyen de hecho en los órganos, autoridades y personas que producen el
derecho y que, dentro de ciertos límites, determinan esa actividad productora de derecho y el
contenido de las normas y otros estándares que de ella resultan. Por tanto, cuando se dice
“fuente del derecho” es preciso aclarar en cuál de todos aquellos sentidos posibles se está
empleando la expresión, aunque muchas veces el propio contexto dentro del cual se usa la
expresión puede resul- tar suficiente para aclarar el significado en que se la utiliza. En
cualquier caso, los usos más frecuentes de la expresión “fuentes del derecho” tienen que ver
con los dos últimos de los seis sentidos que identificamos en el párrafo ante- rior, con la
siguiente advertencia: cuan- do se la emplea para aludir a órganos, autoridades o sujetos
normativos que producen derecho, suele adjetivársela con el término ““formales” y adoptar
en- tonces la expresión “fuentes formales del derecho”, mientras que cuando se la utiliza para
designar a los factores que influyen en la producción del derecho más allá de la voluntad de
tales órganos, autoridades o sujetos, se introduce el adjetivo “materiales” y se dice entonces
“fuentes materiales del derecho”. Existe por cierto una estrecha vin- culación entre las fuentes
formales y las materiales, aunque no conceptual, sino costumbre jurídica. Sin embargo, y
puestos a pesquisar la procedencia de una o más normas, es posible rastrearla más allá del
acto por medio del cual se las introdujo. Así, por ejemplo -y tal como l o señalo en mi libro
Introducción al Derecho, la ley que introdujo en Chile el seguro de desempleo sobre la base de
una coti-

Zación previa a la que concurren tanto el Estado como el empleador y el pro- pio trabajador
beneficiario del seguro, tuvo su procedencia en el conjunto de actos de tipo formal por medio
de los cuales el Presidente de la República y el Congreso Nacional concurrieron a la formación
de la ley respectiva. Con todo, el origen de dicha legislación se encuentra en un hecho o factor
econó- mico y social relevante -la cesantía- y en la convicción política y socialmente
compartida de que un trabajador que ha perdido su trabajo debe ser protegido mientras busca
y encuentra una nueva ocupación. Y si se quieren ejemplos de otra naturaleza, piénsese en las
normas del Código Civil chileno que protegen de manera muy distinta la propiedad mueble
que la inmueble, lo cual fue resultado no sólo de la voluntad del redactor del código ni del
órgano le- gislativo que lo aprobó, sino expresión del hecho de que la propiedad inmue- ble
era en el momento de la dictación del código aquella que tenía una sig- nificativa mayor
importancia desde un punto de vista económico; o piénsese, asimismo, en que ese mismo
código que, expresando un sentir moral, social y aun religioso ampliamente predominante en
ese tiempo, declara indisoluble el matrimonio, mientras que 150 años más tarde, una vez que
se ha producido un cambio en tales factores morales, socialès y religiosos, una legislación
consagra el divorcio vincular; o, en fin, piénsese que la legislación en materia de trasplantes de
órganos humanos nunca habría sido siquiera imaginada por el legislador si antes no se produce
el avance científi- co y tecnológico que hizo posible una práctica médica hoy generalizada. Por
lo mismo, tal vez convenga dis- tinguir entre procedencia y origen de las normas jurídicas. La
procedencia tie- ne lugar en determinados actos más o menos formales de producción de las
normas, mientras que el origen se encuentra muchas veces en factores ex trajurídicos, de muy
diversa índole, que han determinado esos actos, así como el contenido de las normas creadas
en virtud de ellos, o, cuando menos, in- fluenciado fuertemente en ellos. Por lo mismo, lo que
ocurre propiamente cuando un órgano o autoridad intro- duce una norma jurídica es un acto
de producción antes que de creación. Pero volvamos a las fuentes formales del derecho, que
no son otra cosa que los distintos métodos de producción de normas y otros estándares
jurídicos, así como los modos de exteriorización y los continentes donde es posible hallar a
unas y otros, tras los cuales métodos es posi- ble identificar a un órgano, autoridad, fuerza
social o sujetos normativos que se encuentran autorizados para producir derecho por el mismo
ordenamiento jurídico al que pasarán a incorporar- se las normas y otros estándares que ellos
produzcan. Y al encontrarse esas fuentes establecidas por el propio de- recho, uno puede
afirmar que éste es autogenerativo, por cuanto él mismo se encarga de configurar los métodos
de producción de los elementos o piezas que lo componen. Todo curso de Introducción al De-
recho identifica y desarrolla latamente el tema de las fuentes formales del de- recho y no es
necesario referirnos aquí a cada una de ellas en particular. Basta con que quede
suficientemente claro que es a través de ellas que el derecho regula su propia creación. Lo que
tal vez convenga destacar, sin embargo, es que hay fuentes formales del derecho heterónomas
y otras autónomas, o, mejor aun, fuentes en las que aparece con toda claridad la dimensión de
heteronomía del derecho y fuentes que muestran una importante dimensión de autonomía.

Un hecho que, entre otros, obliga a sus- tituir la afirmación de que el derecho es heterónomo,
o de que sus normas lo son, por la de que el derecho es pre- dominantemente heterónomo. En
rigor, las salvedades a la heteronomía del de- recho, que lo es tanto de origen como de
imperio, según se enseña al tratar de la heteronomía como característica o atributo de las
normas jurídicas, son no una, sino varias, v, todavía, de diversa índole. La democracia, por
ejemplo, es una salvedad política a dicha hete- ronomía. Si la eficacia se mira como
fundamento de validez de las normas jurídicas, e incluso como simple condi- ción de validez, se
configura una salvedad social a la heteronomía. La objeción de conciencia, por su parte,
constituye una salvedad de tipo moral, al menos por lo que toca a la heteronomía de imperio
que tienen el derecho y sus normas, puesto que permite que un sujeto normativo incumpla un
deber jurídico, invocan- do razones morales para ello, sin que se le pueda ni deba aplicar la
sanción del caso. La mediación, como instancia alternativa y no adversarial de solución de
conflictos, introduce una salvedad de carácter juridico a la heteronomía. Y la existencia de
fuentes formales del derecho de tipo autónomo, como es el caso de la costumbre jurídica y,
con mayor nitidez, de los actos jurídicos y los contratos, configura también una salvedad de
tipo jurídico a la hetero- nomía. Ahora bien, que el derecho regule su propia creación, tanto a
través de fuentes heterónomas como autónomas, pone también de manifiesto la relación que
hay entre las funciones de producir y aplicar derecho. Tradicionalmente, y de acuerdo a
planteamientos de la así llama- da escuela de la exégesis, dicha relación no existía, de manera
que la función de producir derecho estaba confiada a un órgano -el Poder Legislativo-,
mientras que la de aplicarlo quedaba entregada al Poder Judicial, con la consecuencia de que
los jueces, esclavos de la ley, no eran más que la boca por la cual hablaba ésta. En cambio, hoy
sabemos que toda producción de derecho es aplicación de derecho, vale decir, que quien pro-
duce derecho, esto es, nuevas normas u otros estándares jurídicos, aplica a su vez aquellas
normas que le otorgan competencia para producir derecho, le señalan el procedimiento para
hacerlo y le fijan ciertos límites de contenido en cuanto a aquel del que puede dotar a las
normas que produce. De este modo, el legislador, quien sin duda produce derecho, aplica
también derecho a la hora de discutir y aprobar las leyes que despacha para su sanción,
promulgación y publicación por parte del Presidente de la República, concretamente, aplica las
normas constitucionales que le fijan el triple marco antes indicado. Por su parte, los jueces,
quienes apli- can derecho al momento de decidir los casos que se les presentan, producen
igualmente derecho, al emitir una de- cisión normativa para el caso particular del cual se trate.
Una decisión normativa que si bien el juez obtiene a partir del derecho previo al caso, sólo se
concretiza para éste, de modo obligatorio, una vez que el juez la emite. Así, por ejemplo, si a es
responsable de homicidio en la persona de b y existe una norma en el Código Penal que dice
que el que mate Todo ese conjunto de salvedades es el que, como dije, obliga a sustituir la
afirmación “el derecho es heteróno- mo” por la más matizada “el derecho es
predominantemente heterónomo”. Son salvedades no suficientes para acabar con la
heteronomía del derecho, aunque sí para suavizarla, para morigerarla, im- pidiendo que se la
presente como una propiedad absoluta del mismo.

Ahora bien, que el derecho regule su propia creación, tanto a través de fuentes heterónomas
como autónomas, pone también de manifiesto la relación que hay entre las funciones de
producir y apticar derecho. Tradicionalmente, y de acuerdo a planteamientos de la así llama-
da escuela de la exégesis, dicha relación no existía, de manera que la función de producir
derecho estaba confiada a un órgano-el Poder Legislativo-, mientras que la de aplicarlo
quedaba entregada al Poder Judicial, con la consecuencia de que los jueces, esclavos de la ley,
no eran más que la boca por la cual hablaba ésta. En cambio, hoy sabemos que toda
producción de derecho es aplicación de derecho, vale decir, que quien pro- duce derecho, esto
es, nuevas normas u otros estándares jurídicos, aplica a su vez aquellas normas que le otorgan
competencia para producir derecho, le señalan el procedimiento para hacerlo y le fijan ciertos
límites de contenido en cuanto a aquel del que puede dotar a las normas que produce. De este
modo, el legislador, quien sin duda produce derecho, aplica también derecho a la hora de
discutir y aprobar las leyes que despacha para su sanción, promulgación y publicación por
parte del Presidente de la República, concretamente, aplica las normas constitucionales que le
fijan el triple marco antes indicado. Por su parte, los jueces, quienes apli- can derecho al
momento de decidir los casos que se les presentan, producen igualmente derecho, al emitir
una de- cisión normativa para el caso particular del cual se trate. Una decisión normativa que si
bien el juez obtiene a partir del derecho previo al caso, sólo se concretiza para éste, de modo
obligatorio, una vez que el juez la emite. Así, por ejemplo, si a es responsable de homicidio en
la persona de by existe una norma en el Código Penal que dice que el que mate

A otro sufrirá x pena, la obligación ju- rídica de cumplir esa pena no nace de la ley, sino de la
decisión normativa del juez que lo condenó efectivamente a ella. Tanto es así que nadie puede
decir que a está obligado a cumplir la pena x sino desde el momento que el juez lo condena a
ella. Y ni qué decir que hay producción de derecho cuando el ordenamiento preexistente al
caso per- mite que el juez recorra una escala de penalidad, por ejemplo, cuando una ley
dispone que cierta conducta será castigada con multa de 1 a 5 unidades tributarias mensuales.
Y, más aún, ni qué decir de los casos de lagunas que el juez deba integrar, en los cuales la
dimensión productora de derecho del fallo judicial es más evidente. Es cierto que en el caso
del legislador la función de producir derecho es más visible que la de aplicarlo, y que en el del
juez lo es más la de aplicarlo que la de producirlo, pero se trata de una cuestión de énfasis y no
de un diferencia cualita- tiva que permita continuar sosteniendo que sólo el legislador produce
derecho y que los jueces meramente lo aplican. Ambos, en verdad, producen y aplican
derecho y, mejor aun, porque ambos producen derecho, aplican derecho. Con otra
consecuencia: aquel que aplica derecho tiene que interpretarlo, lo cual pone ahora en línea no
sólo las funciones de producir y aplicar derecho, sino las de producir, aplicar e interpre- tar
derecho. Es aducir razones, o sea, dar a conocer aquellas que nos hemos llegado a for- mar.
Más precisamente aún, razonar y argumentar son términos que aluden al proceso en virtud del
cual llegamos a una conclusión a partir de determi- nadas premisas. Y vistas las cosas de ese
modo, razonamos y argumentamos en los más diversos campos. Razonamos y argumentamos
en asuntos científicos, en materias morales, en cuestiones políticas, a propósito de problemas
económicos, en temas familiares, e incluso en asuntos cotidianos y simplemente domésticos. Y
razonamos y argumentamos también jurídicamente, esto es, a propósito del derecho, caso en
el cual, por lo mismo, se habla de razonamiento jurídico. En efecto, el derecho, con ser inter-
pretable, y reglando su propia creación, es también argumentable. Sobre el dere- cho se
piensa, se debate y, por tanto, se argumenta, lo cual queda particular- mente de manifiesto en
los procesos de interpretación, aplicación y producción del derecho. Es lo que hace, por ejem-
plo, el Presidente de la República en la exposición de motivos del proyecto de ley que envía al
Congreso Nacional para su discusión y posterior aproba- ción. Es lo que hacen los legisladores
cuando expresan en comisiones o en la sala donde se votan las leyes por qué concurren a la
aprobación de una de ellas. Es lo que hace también un juez cuando da razones que justifican la
sen- tencia dictada en un caso dado. Es lo que hacen los abogados, los fiscales, los defensores
públicos, cuando presentan pruebas y alegan en cortes y en tribu- nales. Y es lo que hacen los
juristas, en sus lecciones orales y en los libros de que son autores, cuando identifican un
derecho vigente, cuando lo interpretan, cuando lo sistematizan, facilitando su difusión, su
conocimiento y también su aplicación por autoridades normativas

10. Qué quiere decir que el derecho sea argumentable?

Razonar es discurrir razones, esto es, llegar a formarse razones a favor de la verdad de algo o
de la corrección de una preferencia, decisión o curso de acción determinado, mientras que
argumentar

Es aducir razones, o sea, dar a conocer aquellas que nos hemos llegado a for- mar. Más
precisamente aún, razonar y argumentar son términos que aluden al proceso en virtud del cual
llegamos a una conclusión a partir de determi- nadas premisas. Y vistas las cosas de ese modo,
razonamos y argumentamos en los más diversos campos. Razonamos y argumentamos en
asuntos científicos, en materias morales, en cuestiones políticas, a propósito de problemas
económicos, en temas familiares, e incluso en asuntos cotidianos y simplemente domésticos.
Yrazonamos y argumentamos también jurídicamente, esto es, a propósito del derecho, caso en
el cual, por lo mismo, se habla de razonamiento jurídico. En efecto, el derecho, con ser inter-
pretable, y reglando su propia creación, es también argumentable. Sobre el dere- cho se
piensa, se debate y, por tanto, se argumenta, lo cual queda particular- mente de manifiesto en
los procesos de interpretación, aplicación y producción del derecho. Es lo que hace, por ejem-
plo, el Presidente de la República en la exposición de motivos del proyecto de ley que envía al
Congreso Nacional para su discusión y posterior aproba- ción. Es lo que hacen los legisladores
cuando expresan en comisiones o en la sala donde se votan las leyes por qué concurren a la
aprobación de una de ellas. Es lo que hace también un juez cuando da razones que justifican la
sen- tencia dictada en un caso dado. Es lo que hacen los abogados, los fiscales, los defensores
públicos, cuando presentan pruebas y alegan en cortes y en tribu- nales. Y es lo que hacen los
juristas, en sus lecciones orales y en los libros de que son autores, cuando identifican un
derecho vigente, cuando lo interpretan, cuando lo sistematizan, facilitando su difusión, su
conocimiento y también su aplicación por autoridades normativas

Tales como jueces, legisladores o funcio- narios de la Administración. Entonces, si el derecho


es argumentable, hay dis- tintas sedes en las que tiene lugar la argumentación jurídica, y la
pluralidad de tales sedes no debe quedar oscureci- da por la mayor visibilidad que tiene el
razonamiento judicial, es decir, aquel razonamiento jurídico que tiene lugar en sede judicial.
Tocante a la relación entre el carácter interpretable y a la par argumentable del derecho, que
es la misma que existe entre interpretación y argumentación jurídicas, me parece que razonar
jurí- dicamente es más que interpretar el cho, y que esta última actividad -la interpretación- es
una de las que por modo inevitable se llevan a cabo con motivo de los procesos de razona-
miento y argumentación jurídicos. El razonamiento jurídico incluye inter- pretación de normas
y otros estándares del derecho, y, por lo mismo, alguna parte de él es siempre argumentación
interpretativa. Que el derecho sea argumentable resulta algo particularmente visible en el caso
de las decisiones normativas que adoptan los jueces, puesto que ellas deben hallarse siempre
justificadas. De un juez se espera que decida, pero que decida con arreglo a razones, a
argumentaciones de tipo justificatorio que consigan que lo resuelto parezca correcto o
plausible a ojos del propio juez y de las audiencias que rodean a éste: las partes, los abo- gados
de las partes, sus mismos colegas de profesión, los tribunales superiores, y la comunidad
jurídica en general. No se trata de que los jueces deban fallar mirando la cara de esas
audiencias, esto es, que deban resolver los asuntos que se les someten tal y como tales
audiencias esperan que resuelva, sino de dotar a sus sentencias de razones que las justi-
fiquen, única manera, además, de que pueda ejercerse un debido control de las decisiones
judiciales más relevantes. Un juez no puede imponer meramente una sentencia (“Visto, se
confirma”). Tampoco puede limitarse a explicaruna sentencia (“Visto lo dispuesto en el ar-
tículo x de la ley y, se confirma”). Un juez tiene que justificar sus fallos, esto es, dar razones
suficientes a favor de lo que decide. Como he escuchado decir a Manuel Atienza, la exigencia
de jus- tificación de las decisiones judiciales es una garantía contra la corrupción y contra la
ignorancia, es decir, contra la maldad y contra la estupidez. Pero si los jueces deben razonar,
en el sentido de discurrir, de llegar a formarse y a tener razones que fundamenten las
decisiones que adoptan, también deben razonar en el sentido de argumentar, o sea, de
expresar y comunicar esas razo- nes. De un juez lo que se espera no es únicamente que haya
tenido determi- nadas razones para fallar como lo hizo, sino que aduzca tales razones, que las
exponga y comparta, valiéndose para ello de un proceso argumentativo que cualquiera puede
conocery someter a examen. Así, por ejemplo, si en deter- minadas épocas se prohibió a los
jueces fundamentar sus fallos por entender que su autoridad era sólo prolongación del poder
soberano del monarca -un poder que derivaba de Dios y que, por tanto, no imponía la
necesidad de rendir cuenta de su ejercicio a los súbditos-, uno podría decir que en una
situación como esa lo que estaba excluido era la argumentación, mas no el razonamien- to
judicial. En otras palabras, que no haya existido entonces obligación de fundamentar las
sentencias excluía la argumentación por parte de los jueces, mas no su razonamiento En
síntesis, que el derecho sea ar- gumentable significa que quienes se relacionan con él
profesionalmente

-legisladores, jueces, funcionarios de la administración, juristas, abogados, fiscales, defensores


públicos, media- dores- razonan jurídicamente en el marco de un derecho dado y produ- cen
decisiones normativas (caso de los legisladores, jueces y funcionarios de la administración),
alegaciones (abogados, fiscales, defensores), proposiciones de tipo cognoscitivo acerca del
derecho vigente (juristas) e información jurídi- ca relevante para quienes utilizan una instancia
no adversarial de solución de conflictos y desean componer ellos mis- mos la solución del
problema que les concierne (mediadores), que sustentan o fundamentan en razonamientos
que todos esos agentes u operadores jurídicos procuran que alcancen suficiente poder
persuasivo frente a quienes sean desti- natarios, por cualquier motivo, de tales decisiones,
alegaciones, proposiciones e informaciones. Del derecho. También razonan jurídica- mente los
expertos que intervienen en las instancias de solución alternativa de conflictos -en general
mediadores- en cuanto parte de su labor consiste en informar a quienes buscan una solución
no adversarial a un determinado con- flicto de cuáles son sus derechos y qué dispone en
general el ordenamiento juridico sobre la materia de que se trate. Y, por último, razonan
jurídicamente los propios sujetos normativos, como es el caso, por ejemplo, del arrenda- tario
que lee con atención el contrato que le extiende su arrendador mientras éste le explica
algunas de sus cláusulas o el del sujeto interesado en obtener licencia de conducir que
argumenta ante el funcionario municipal del caso acerca de la comprensión que ha con-
seguido de la legislación del tránsito, o el del consumidor que hace lo propio ante el encargado
de una tienda que pudiera estar desconociendo alguno de sus derechos. Es más, tratándose
del razonamiento jurídico que lleva a cabo el legislador, es posible distinguir aquel que se
produce en fase legislativa propiamente tal, o sea, en el curso mismo de formación de una Si
argumentar jurídicamente -y en adelante vamos a emplear como sinónimos las expresiones
“razonar” y “argumentar”- es hacerlo en contextos de derecho, es decir, en el marco de un
derecho previamente dado al cual quien argumenta admite encontrarse vinculado, el
razonamiento jurídico se produce en varias sedes y por distintos agentes. Razonan
jurídicamente, como es evidente, legisladores, jueces, auto- ridades de la administración, es
decir, autoridades normativas que tienen competencia para producir derecho, una
competencia, como se vio antes, que incluye importantes procesos de interpretación y
aplicación de derecho. Razonan también jurídicamente los abo- gados, tanto si intervienen
directamente o no ante órganos jurisdiccionales o de la Administración, y, desde luego, fiscales
y defensores públicos. Razonan jurídicamente los juristas, vale decir, los agentes del
conocimiento dogmático ley, desde la moción o mensaje hasta la sanción y promulgación, y
aquel que tiene lugar en fase prelegislativa, es decir, en momentos en que un proyecto de ley
es estudiadoy preparado por exper- tos. Es cierto que estos expertos no son comúnmente
juristas, sino especialistas en políticas públicas concernientes al campo en el cual se piensa
legislar y que trabajan para el Poder Ejecutivo o para los propios legisladores, pero siempre
llega el momento en que tales especia- listas consultan la opinión de asesores jurídicos que,
razonando acerca de lo que se proyecta, argumentarán, por ejemplo, acerca de su
constitucionalidad o falta de ésta, de su concordancia o no con otras

Leyes del ordenamiento jurídico, de su eventual impacto en éste, procediendo al fin a la


redacción de la iniciativa le- gal de que se trate. Una redacción que tendrá que ser también
“razonada”, es decir, coherente y ordenada. Identificadas de esa manera las dis- tintas sedes y
agentes en que tiene lugar y que llevan a cabo razonamientos de tipo jurídico, adviértase que
éste es un tipo de razoamiento, y que, a su turno, el razonamiento judicial es un tipo de
razonamiento jurídico. Con lo cual quiero decir que “razonamiento” es más amplio que
“razonamiento jurídico” y que éste lo es también que “razonamiento judi- cial”. De hecho, una
cosa es “razonar”, la ley, obligan al juez a fundamentar sus sentencias, esto es, a dar razones a
favor de lo resuelto, de manera que la argu- mentación judicial constituye siempre una parte
muy destacada de los fallos que emiten los jueces. En cierto modo, el razonamiento judicial es
un razona- miento jurídico prototípico. Por otra parte, y a propósito de la expresión
“razonamiento jurídico”, no es conveniente sustituirla, como a veces se hace, por
“razonamiento legal”. Es- trictamente hablando, “razonamiento jurídico” es aquel que tiene
lugar en contextos de derecho, mientras que razo- namiento legal es el que se lleva a cabo en
contextos de ley, o de legislación, y la ley, se emplee esta expresión en sentido amplísimo,
amplio o estricto,7 es sólo una de las fuentes del derecho. Por ejemplo políticamente,
económi- camente, artísticamente, éticamente, y otra “razonar jurídicamente”, que es hacerlo
en contextos de derecho, no de otra cosa. Por su parte, “razonamiento judicial” no equivale a
“razonamiento jurídico”, ni éste puede tampoco redu- cirse a aquel, puesto que el primero es
sólo un tipo de razonamiento jurídico, concretamente, aquel que lleva a cabo una determinada
clase de operadores jurídicos -los jueces- en ejercicio de la función jurisdiccional que les está
en- comendada. Tal como señalé recién se razona jurídicamente en sede judicial, pero también
se lo hace en otras sedes y por agentes distintos de los jueces. Sin embargo, el razonamiento
judicial es aquel que, dentro del razonamiento llamado jurídico, ha recibido mayor aten- ción
teórica y práctica, hasta el punto de que no es infrecuente que un libro o artículo que en su
título dice “razo- namiento jurídico” trate única o casi exclusivamente del razonamiento judi-
cial. Los motivos de esto último pueden ir desde la convicción que en asuntos jurídicos son los
jueces quienes dicen la última palabra hasta el hecho de que la propia práctica jurisdiccional,
así como Por tanto, razonamiento jurídico es más amplio que razonamiento simplemente
legal. Tenemos entonces que el razona- miento jurídico es una clase de razo- namiento. En
consecuencia, y lo mis- mo que en el caso de la interpretación jurídica, explorar en las
características del razonamiento en general puede ayudar a comprender mejor la indole del
razonamiento jurídico en particular. En otras palabras, si comparando la interpretación del
derecho con aquella que se lleva a cabo en otros ámbitos -por ejemplo, las artes visuales, la
música y, sobre todo, la literatura- es posible entender mejor la especificidad de la
interpretación jurídica, comparando la argumentación que tiene lugar en otros campos -la
ciencia, la política, la moral- es posible también enten- der qué tiene de común y a la vez de
específico la argumentación jurídica respecto de la que acontece en esos otros ámbitos.

La comparación más frecuente es la que se hace entre la argumentación jurí- dica y la


argumentación moral, especial- mente cuando la primera es llevada a cabo por jueces y por
legisladores, puesto que ambas constituyen razonamiento práctico, es decir, un razonamiento
que se hace con miras a adoptar determinadas decisiones -en un caso leyes, en otros
sentencias o fallos- y no para aumentar nuestro conocimiento acerca de determinado asunto.
En cambio, el razonamiento jurí- dico de los juristas es de carácter teórico, puesto que no se
expresa en decisiones normativas, sino en proposiciones de las que tiene sentido preguntarse
si son verdaderas o falsas, o sea, si se ajustan o no al derecho respecto del cual esas
proposiciones se formulan. Razonamiento teórico es aquel que consiste en la acción y efecto
de discu- rrir y argumentar con el propósito de demostrar la verdad de algo, por ejem- plo, de
una proposición cualquiera. Por su parte, el razonamiento práctico es la acción y efecto de
argumentar con el propósito de ofrecer la justificación de algo, por ejemplo, de una decisión o
curso de acción que adoptemos. En otras palabras, apoyados en nuestra razón podemos
elaborar lo que es (razona- miento teórico) y también lo que debe ser (razonamiento práctico).
Del mismo modo, por medio de argumentaciones teóricas podemos demostrar la verdad de
algo (todos los hombres son morta- les; Sócrates es hombre; luego Sócrates es mortal),
mientras que por medio de argumentaciones prácticas podemos justificar una preferencia u
opción por algo (los frutos secos convienen a la salud; las almendras son frutos secos; luego
debo tomar las almendras que se me ofrecen). Pero si los razonamientos teóricos aumentan
nuestro saber acerca de la realidad, mientras que los prác- ticos nos indican qué debemos
hacer en determinadas circunstancias, otra diferencia importante es que si bien en ambos
casos la conclusión se infie- re directamente de las premisas (así en “Sócrates es mortal” tanto
como en "debo tomar las almendras que se me ofrecen”), tratándose de razonamien- tos de
tipo práctico no se encuentra garantizado que la conclusión será real- mente adoptada por
quien ha llevado a cabo la argumentación de que se trate. En el ejemplo recién propuesto de
las almendras, es cierto que tomarlas se infiere de las dos premisas señaladas, pero bien
puedo no comerlas. Entonces, tienen razón autores como Joseph Raz, por ejemplo, cuando ad-
vierten que las inferencias prácticas difieren de las teóricas por hallarse abiertas. La conclusión
que se infiere de premisas prácticas tiene características de deseabilidad, pero ella, en cuanto
apunta a una acción, no es entrañada ni hecha inevitable por las premisas. En otros términos,
el agente del respecti- vo razonamiento puede no desear la acción, pese a la deseabilidad de
ésta. Entonces, tratándose de razonamientos prácticos, las premisas hacen inevitable la
conclusión, pero no hacen inevitable la acción).8 Otra cuestión relevante es la de si el
razonamiento jurídico, por ser un razonamiento práctico, al menos en el caso de jueces y de
legisladores, es un tipo de razonamiento moral, el cual es, por así decirlo, el ejemplo pa-
radigmático de razonamiento práctico. Mi parecer es que ambos, razonamiento moral y
razonamiento jurídico, en cuanto apuntan a la toma de decisiones, son razonamientos
prácticos, lo cual no hace sin embargo al razonamiento jurídico una clase de razonamiento
moral, puesto

Hacer patente la diferencia que hay que una cosa es razonar en contextos de derecho
(razonamiento jurídico) y otra es hacerlo en contextos de una moral dada (razonamiento
moral). Filiar el razonamiento jurídico como una clase de razonamiento moral es tanto como
filiar al derecho como parte de la moral, algo que, cuando menos desde Kant en adelante,
nadie debería estar dispuesto a aceptar. Hablamos de una cosa cuando hablamos de moral y
de otra cuando hablamos de derecho, de manera que razonar jurídicamente no puede ser una
simple modalidad o versión de hacerlo moralmente. Y si a veces el razonamiento jurídico inclu-
ye referencias explícitas a categorías o conceptos de tipo moral -tales como buena fe o buenas
costumbres-, ello no es suficiente para transformarlo en razonamiento moral. Como he escu-
chado decir a Fernando Atria, que un ingeniero tome en cuenta en la ejecución de una obra
consideraciones estéticas o incorpore derechamente en ella una obra de arte, no transforma
su razo- entre una cosa y otra -en este caso, entre derecho y moral, así como entre
razonamiento jurídico y razonamiento moral- y otra separar, a saber, deliberadamente
distancia entre dos poner cosas. Lo que a mi juicio corresponde hacer entre derecho y moral es
no con- fundirlos, tampoco separarlos, aunque sí distinguirlos. Vale la pena constatar que la
sencia de jueces a quienes se confía la función jurisdiccional, así como la cir- cunstancia de que
el ejercicio de esa función desemboca siempre en deci- siones normativas que se adoptan
sobre la base tanto de cuestiones normativas como de hecho, hacen del foro judicial una de las
sedes más visibles y emble- máticas del razonamiento jurídico. Si el derecho es argumentable,
o, si se pre- fiere, si el derecho es un campo propi- cio e incluso inevitable para procesos de
tipo argumentativo, el ámbito de la aplicación, interpretación y producción del derecho por
parte de los jueces es sin duda el más adecuado para ver en acción el razonamiento jurídico.
Los jueces son funcionarios que toman de- cisiones vinculantes para las partes y tales
decisiones pasan por establecer los hechos del caso y por la localiza- ción, interpretación y
aplicación de las normas y otros estándares preexistentes que lo regulan. Por lo mismo, al hilo
de los hechos que resulten probados y de las normas que den a esos hechos una calificación
jurídica determinada, los jueces deben tanto discurrir como dar u ofrecer razones
justificatorias de los fallos que dictan. A los jueces se les pide no solamente que decidan, sino
que decidan sobre la base de razones, sean éstas de derecho o de equidad, y se les pide
también que comuniquen o expongan tales razones, puesto que solo de esa manera puede
hacerse efectivo pre- namiento ingenieril en razonamiento estético. Entonces, razonar de
acuerdo al derecho puede ser más que razonar sobre el derecho, puesto que, en determinadas
circunstancias, puede significar hacerlo también sobre la moral, aunque este hecho no es
suficiente para sostener la tesis de que el razonamiento jurídico es una versión del
razonamiento moral. Lo anterior quiere decir que el ra- zonamiento práctico, quiérase o no, es
un razonamiento fragmentado, y que el razonamiento jurídico, como un tipo de razonamiento
práctico, es insular, esto es, distinto del razonamiento moral, lo cual no significa perder de
vista las relaciones existentes entre derecho y moral. Relaciones que impiden sepa- rar el
derecho de la moral, pero no distinguirlo de ésta, puesto que una cosa es distinguir, o sea,
establecer y

Hacer patente la diferencia que hay entre una cosa y otra -en este caso, entre derecho y moral,
así como entre razonamiento jurídico y razonamiento moral- y otra separar, a saber, poner
deliberadamente distancia entre dos cosas. Lo que a mi juicio corresponde hacer entre
derecho y moral es no con- fundirlos, tampoco separarlos, aunque sí distinguirlos. Vale la pena
constatar que la sencia de jueces a quienes se confía la función jurisdiccional, así como la cir-
cunstancia de que el ejercicio de esa función desemboca siempre en deci- siones normativas
que se adoptan sobre la base tanto de cuestiones normativas pre- como de hecho, hacen del
foro judicial una de las sedes más visibles y emble- máticas del razonamiento jurídico. Si el
derecho es argumentable, o, si se pre- fiere, si el derecho es un campo propi- cio e incluso
inevitable para procesos de tipo argumentativo, el ámbito de la aplicación, interpretación y
producción del derecho por parte de los jueces es sin duda el más adecuado para ver en acción
el razonamiento jurídico. Los jueces son funcionarios que toman de- cisiones vinculantes para
las partes y tales decisiones pasan por establecer los hechos del caso y por la localiza- ción,
interpretación y aplicación de las normas y otros estándares preexistentes que lo regulan. Por
lo mismo, al hilo de los hechos que resulten probados y de las normas que den a esos hechos
una calificación jurídica determinada, los jueces deben tanto discurrir como dar u ofrecer
razones justificatorias de los fallos que dictan. A los jueces se les pide no solamente que
decidan, sino que decidan sobre la base de razones, sean éstas de derecho o de equidad, y se
les pide también que comuniquen o expongan tales razones, puesto que solo de esa manera
puede hacerse efectivo

El examen y control de las decisiones judiciales. Siguiendo con el razonamiento judi- cial, cabe
también preguntarse acerca de cuál es el papel que la deducción tiene en él. Si se considera
que las decisiones judiciales no se obtienen a partir de premisas fácticas y normativas, sino que
surgen espontánea, intuitiva o irracio- nalmente desde la mera subjetividad del juzgador que
da luego a su fallo la apariencia de un razonamiento deduc- tivo, entonces la deducción no
jugaría otro papel que el de una máscara que utilizarían los jueces para esconder esa raíz
puramente subjetiva o discrecional que tendrían sus decisiones más relevan- tes. En el
extremo opuesto se ubicaría la creencia de que todo fallo judicial es siempre estructural y
exclusivamente deductivo, que es la de quienes consi- deran que las decisiones judiciales se
construyen fácilmente sobre la base de una premisa mayor (las normas del caso), de una
premisa menor (los hechos del caso) y la conclusión que resulta de aplicar las normas a los
hechos. Como señala Juan Antonio García Amado,39 “el péndulo se ha movido permanente-
mente entre el extremo de pensar que la lógica podría ser garantía única y cierta de
racionalidad en la decisión jurídica y de incontaminada pureza del razona- miento que lleva a
ella, y el extremo de creer que la materia práctica con que opera el jurista nada tiene que ver
con el frío formalismo lógico”. Frente a una disyuntiva como esa, estoy con la posición de
autores como Neil MacCormik, que se ponen a cierta distancia de ambos extremos. Así, res-

Pecto del primero, sosteniendo que la deducción juega un papel importante en el derecho,
aunque también del se- gundo, puesto que lo que se sostiene es únicamente que la deducción
juega un papel importante (no exclusivo) en el derecho. A diferencia del segundo de tales
puntos de vista extremos, Mac- Cormik no cree que el razonamiento deductivo sea una forma
autosustentable de justificación jurídica, y a diferencia del primero postula que a veces sí re-
sulta posible mostrar conclusivamente que una determinada decisión jurídica se encuentra
justificada a través de un razonamiento puramente deductivo. Y refiriéndose a un libro de John
Wisdom, nos recuerda luego que el razonamiento jurídico, especialmente en el caso de los
jueces, no puede ser catalogado ni como deductivo ni como inductivo, en el sentido ordinario
que tienen esos dos términos, puesto que se trata de un razonamiento sui generis. Dice
MacCormick que Wisdom “apuntó hacia el hecho de que el ra- zonamiento jurídico no es como
una cadena de razonamiento matemático, donde cada paso se sigue del precedente y donde
cualquier error a cualquier nivel vicia lo que sigue. Más bien, el razonamiento jurídico es un
asunto de pesar y considerar todos los factores que variadamente cooperan a favor de una
conclusión determinada y ba- lancearlos con los factores que apoyan la conclusión contraria. Al
final se lle- ga a la conclusión sobre un balance de razones antes que por inferencias desde
premisas a conclusiones. Estas razones por una conclusión son mu- tuamente independientes,
ofreciendo cada una un conjunto de fundamentos para ellas, de modo que un error en una de
ellas no deja a la conclusión sin apoyo; esas razones son, en la vívida frase de John Wisdom,
como las patas

De una silla, no como los eslabones de una cadena”. En consecuencia, y metafóricamen- te


hablando, el razonamiento de los jueces no equivaldría a un conjunto de eslabones en cadena,
de manera que si uno de ellos cae no tendríamos ya una cadena, sino a las patas de una silla
que pueden estar mejor o peor cortadas, o quedar mejor o peor puestas, según uno las
perciba al sentarse en ella o al observarla con detención poniéndose en cuclillas. Dicho de otra
manera, el hecho de que la justificación de decisiones judi- ciales vaya a veces de la mano de
un razonamiento puramente deductivo -como acontece en los casos fáciles o rutinarios de que
conocen los jueces-, no significa que tal justificación se base siempre y exclusivamente en
operaciones deductivas. En consecuencia, la lógica deductiva, que permite obtener con-
clusiones a partir de premisas, es algo relevante para la argumentación jurídica, y en particular
para la argumentación judicial, puesto que ésta, dentro de ciertos límites, dej a espacio para
ella, aunque no puede decirse que la argumentación judicial sea siempre deductiva. Junto a los
casos fáciles o rutinarios, hay tam- bién los casos difíciles, que son posi- blemente los más, por
mucho que por simple hábito, o acaso sólo por pereza, algunos jueces tiendan a ver todos los
casos como fáciles o a transformar en 61 casos rutinarios, vale decir idénticos, que en realidad
no lo son. Ya para concluir con este acápite, y concentrados siempre en el razona- miento
judicial, que los jueces deban casos razonar, esto es, tener razones a favor de lo que deciden,
y, sobre todo, que los jueces deban argumentar a la hora de decidir, esto es, aducir o
comunicar
De un modo inteligible las razones de sus fallos, constituye ni más ni menos que la expresión
de esa mínima exi- gencia que toda sociedad democrática formula a las autoridades que
adoptan decisiones públicas. Además, el cumplimiento por parte de los jueces de un deber
semejante satisface el derecho de quienes concu- rren en condición de partes o intere- sados a
una instancia de adjudicación; satisface igualmente el interés que la comunidad pueda tener
en conocer las razones del juez en asuntos de impacto social relevante; permite controlar
decisión judicial no sea torpe, corrupta ni arbitraria; proporciona la indispen- sable
información de que las partes y sus representantes deben disponer para el caso de recurrir en
contra de una decisión judicial que los perjudica; y proporciona también a los tribunales
superiores la información necesaria para revisar los fallos de los inferiores y para examinar los
criterios que éstos hayan manejado al momento de interpretar los hechos y el derecho, y de
aplicar este último.

11. Rige el derecho en sociedad?

Seguidamente, el derecho, en cuanto orden normativo que es, o preferente- mente


normativo, rige en sociedad. Sea que se la estime una institución natu- ral (como Aristóteles) o
convencional (como Hobbes y Rousseau), sea que se la considere fruto de un pacto que puso
término a un estado previo de naturaleza de inseguridad, de desamparo, de gue- rra de todos
contra todos (Hobbes) o a un estado de naturaleza caracterizado por la paz, la abundancia y el
bienestar (Rousseau), lo cierto es que vivimos en sociedad. En otras palabras, y valiéndonos
aquí de un viejo aforismo, donde hay

Hombres hay sociedad, así como donde hay sociedad hay derecho. Y decir que vivimos en
sociedad, amén de compartir unas mismas reglas de conducta, equivale a comprobar que
vivimos en relaciones recíprocas y per- manentes de intercambio, de colabora- ción, de
solidaridad y de conflicto. Lo cual nos permite anotar, de paso, que el conflicto no es una
patología social, una anormalidad, sino algo insepara- ble de la vida en sociedad. Patológico o
anormal sería que no dispusiéramos de instancias y procedimientos institucio- nalizados donde
radicar y resolver los conflictos de manera pacífica, lo cual constituye una de las funciones más
im- portantes del derecho. Como anormal nos parecen también, siguiendo en esto a Paul
Ricoeur, el conflicto a cualquier precio y el acuerdo a como dé lugar. La primera de esas dos
actitudes -pién- sese en el Chile de los primeros tres años de la década de los 70 del siglo
pasado- consiste en provocar, avivar y agudizar conflictos sin ponerse límites ni fijarse en las
consecuencias, mientras que la segunda consiste en temery evitar el conflicto, o en superarlo
en el más breve plazo y a través de apresuradas negociaciones, aun a costa de los prin- cipios
que se puedan tener acerca de la cuestión en disputa (piénsese ahora en el Chile de la década
de los 90 del siglo XX).62 Si no es saludable la lógica del con- flicto a cualquier precio, tampoco
lo es la del acuerdo a como dé lugar. Personas sensatas y sociedades maduras deberían ser
capaces de moverse en una zona que guarde distancia de esos dos extremos.

Pero países con rasgos adolescentes como el nuestro, que rinden culto a la ley del péndulo,
tienden a oscilar entre ambos extremos, pasando de uno a otro con sorprendente facilidad
Vivir en sociedad significa, según dije, hacerlo en medio de relaciones de comflic- to, como las
que pueden producirse, por ejemplo, entre empresarios y trabajadores cuando éstos votan la
huelga, o entre los herederos del causante cuando uno de ellos se considera perjudicado en
sus derechos, o entre marido y mujer en el momento en que uno de ellos demanda el divorcio
que el otro rechaza. Pero vivir en sociedad significa hacerlo también en relaciones de
intercambio, como cuando alguien adquiere para sí una cosa que otro le vende; de
colaboración, como son las que tienen lugar entre profesores y estudiantes con motivo de la
enseñanza universitaria; y, en fin, de solidaridad, como son las relaciones que se dan en- tre
quienes financian una institución privada de ayuda o asistencia social y los necesitados que
acuden a ella. Dicho lo cual, uno podría imaginar una sociedad en la que hubiera sólo re-
laciones de intercambio y de conflicto. Así, por ejemplo, el actual modelo de sociedad
capitalista al que nos hemos resignado favorece un tipo de sociedad en la que todo lo más que
sus integran- tes pueden llegar a tener, por regla ge- neral, son relaciones de intercambio y de
conflicto. Sin embargo -y aunque el tema quede ciertamente fuera de la materia de un libro
como éste-, conviene traer hasta aquí lo que Joseph Stiglitz advierte en su libro antes citado, a
sa- ver, que existen varias modalidades de economía de mercado, entre las cuales ese autor
incluye el modelo estadouni- dense, el modelo de los países nórdicos, el modelo japonés, y el
modelo social europeo, cada uno de los cuales establece combinaciones distintas entre Estado
y

Mercado. A propósito de lo cual Stiglitz se muestra partidario no de globalizar el modelo


estadounidense de economía de mercado, sino de que cada país sepa, en cada momento, cuál
es para él la combinación adecuada entre Estado y mercado, puesto que dicha combinación
varía de unos países a otros y cambia también a lo largo del tiempo en un mismo país. En
punto a la función que el derecho cumple en relación con el conflicto, es- tableciendo
instancias, procedimientos y reglas para la solución pronta y pacífica de los mismos, vale la
pena señalar tam- bién la importancia que en ello tienen no sólo los tribunales de justicia, sino
las instancias de mediación que proliferan hoy en distintos ámbitos regulados por el derecho.
La solución de conflictos por vía jurisdiccional es adversarial, no negociada, es decir, se trata de
una vía en la que las partes en conflicto se en- frentan entre sí y trasladan la decisión final a
alguien investido de autoridad sobre ellas -el juez-, mostrándose de este modo esa propiedad
de heteronomía, de sujeción al querer ajeno, que por modo preponderante tiene el derecho.
Pero no siempre las partes en con- flicto muestran suficiente confianza en el Poder Judicial, ya
sea por dificultades de acceso a éste, congestión de causas, demoras y costo económico que
tiene toda litigación. Por ello, han surgido sistemas alternativos de solución de con- flictos -
llamados en general mediación-, los cuales suelen aplicarse en asuntos vecinales, familares,
comerciales y de reclamaciones por prestaciones de sa- lud. La mediación es un procedimiento
de solución de conflictos no adversarial, sino autocompositivo, puesto que las

Partes involucradas, con la ayuda y orien- tación de un experto sin poder sobre ellas -el
mediador-arriban finalmente a soluciones que de algún modo resultan satisfactorias para
ambas. Por tanto, en el caso de la mediación son las partes en conflicto las que, con ayuda de
un tercero imparcial y sin poder decisorio, componen ellas mismas la solución o acuerdo
resolutorio que pone término a la disputa. De donde se sigue que la mediación se funda en la
autonomía de las personas, es decir, en la posibi- lidad de que éstas se den a sí mismas sus
propias pautas de comportamiento, y, en tal sentido, puede ella ser vista como una salvedad a
la heteronomía del derecho. Por otra parte, en ocasiones la me- diación se produce no fuera,
sino dentro de un procedimiento jurisdiccional en curso. Así, un juez, según dispone el Código
de Procedimiento Civil, puede llamar a conciliación a las partes que se confrontan ante él,
proponiéndo- les bases para un arreglo entre ellas, sin perjuicio de que en determinadas
materias -de policía local, por ejem- plo, laborales o de familia- el llamado a conciliación de las
partes que disputan ante un tribunal puede ser en ciertos casos obligatorio. En cuanto a las
distintas formas de arreglar los conflictos, el derecho provee en verdad de toda una línea de
alterna- tivas. En un extremo de esa línea está la manera más formalizada y prototípica, la cual
consiste en la adjudicación, o sea, en la solución en sede de un órgano jurisdiccional
previamente establecido, y cuyas normas tanto procesales como sustantivas para el
tratamiento de la cuestión se encuentran predeterminadas por el propio derecho. En el otro
extremo de la línea está la negociación, es decir, la autocomposición de una solución directa
que los propios interesados llevan

A cabo sin intervención de terceros o, cuando más, asistidos cada cual por algún experto. Yent
ambos extremos puede ser ubicada la mediación, más cerca en todo caso de la negociación
que de la adjudicación, pero también el arbitraje, a su vez más cercano a ésta que a aquélla, el
cual tiene lugar cuando para la solución de un conflicto las partes no recurren a la intervención
del órgano jurisdiccional del caso, sino que designan de común acuerdo a un árbitro y se
obligan a aceptar la decisión que éste adopte. Tal como se ve, en la mediación, valiéndose de
una comunicación directa entre ellas y con intervención de un mediador, las partes llegan a
una solución extrajudicial de la controversia que las separa. Por tanto, la presencia del
mediador es fundamental, puesto que también es posible que las partes, sin ayuda de un
tercero, sino directamente entre sí, compongan la solución del caso, aunque en esta última
hipótesis, por lo mismo, lo que habría es negociación y no propiamente mediación. De este
modo, la negociación muestra un grado todavía mayor de autonomía que la mediación. Cabe
señalar, por último, que lo que el derecho regula en la sociedad es la conducta que hombres y
mujeres deben observar en ésta. Las normas y otros estándares de un ordenamiento jurídico
cualquiera regulan la conducta humana, aunque, como bien nos recuerda Kelsen, esto último
parece ser cierto sólo en sociedades civilizadas, puesto que “en sociedades primitivas también
el comportamiento de los animales, las plantas, inclusive de cosas inanimadas, es regulado en
idéntica manera por el 64 orden jurídico que el de los hombres”.

Ello explica que en la Biblia pueda leerse que un buey que ha matado a un hombre debe ser
muerto, y que en la Atenas antigua existiera un tribunal especial ante el cual se procesaba a
una piedra, o a una espada, o a cualquier objeto que hubiera causado la muerte de un hombre.
Y todavía en la Edad Media continúa Kelsen con sus ejemplos- era posible querellarse contra
un animal que hubiera producido la muerte de un ser humano o destruido una cosecha. Los
ordenamientos jurídicos de nutro tiempo no hacen ya cosas como esas, fruto del abandono de
una concepción animista según la cual no sólo los hombres, sino también los animales y los
objetos inanimados, son portadores de un alma y, por tanto, unos y otros pueden considerarse
obligados jurídicamente a determinadas conductas. Sin embargo, el hecho de que los
ordenamientos jurídicos modernos sólo regulen la conducta de los hombres, mas no la de los
animales, plantas ni objetos inanimados, en cuanto sólo dirigen sanciones contra conductas de
los primeros, no excluye, como es obvio, que prescriban determinadas conductas humanas en
relación con animales, plantas y objetos inanimados. Así, por ejemplo, cuando se decreta la
veda de la captura y comercialización de determinados seres vivos no humanos y se castiga
con multas a quienes la infrinjan, o cuando se prohíbe la tala de ciertas especies vegetales
milenarias, o cuando se castiga el daño que alguien pueda causar a edificios de valor
patrimonial. Pero las normas jurídicas que establecen deberes como los recién señalados no
regulan el comportamiento de aquellos animales, plantas y objetos inanimados, sino la
conducta humana en relación con ellos, amenazando con castigos a quienes dejen sin observar
tales deberes. Lo que algunos podrán preguntar es si aquellos animales, vegetales u objetos

inanimados que se encuentran jurídicamente protegidos son titulares de derechos, es decir, si


acaso es posible afirmar, por ejemplo, que un marisco en veda tiene derecho a no ser extraído,
comercializado ni comido, o si una araucaria tiene también derecho a no ser derribada, o si
determinado templo que ha sido declarado monumento nacional tiene derecho a no ser
soporte de la creatividad de los grafiteros. En cualquier caso, mi respuesta a una pregunta
como esa es negativa. No existen, propiamente hablando, derechos de los animales, ni de las
plantas, ni de objetos inanimados, y constituye un error afirmar lo contrario sólo porque ellos
reciben protección por parte del derecho. Hallarse protegidos jurídicamente en ciertos casos y
puestos a resguardo de determinados comportamientos humanos que puedan dañarlos, no
transforma a animales, plantas ni objetos inanimados en titulares de derechos. Con dicha
protección, lo que el ordenamiento jurídico busca es preservar especies vivas y objetos
inanimados por alguna razón -generalmente el beneficio del propio ser humano que produce
el derecho-, mas no transformar a las especies y objetos protegidos en titulares de derechos.
Véase, por ejemplo, lo que ocurre con los experimentos en que se utilizan animales ,ratas,
monos o conejos, por ejemplo, cuyos beneficios para la salud humana son evidentes.
Cualquiera reprobaría el castigo innecesario a un animal (que un jinete golpee repetidas veces
con su fusta la cabeza del caballo que acaba de conducir en una carrera porque no alcanzó el
primer lugar) y, desde luego, la crueldad con que pudiere tratarse a un animal, especialmente
en el caso de los anima- les domésticos, puesto que cualquiera convendrá también conmigo en
que no es lo mismo descuartizar a la mascota

De la casa a vista y paciencia de todos los vecinos que hacerlo con un vacuno en un matadero.
De manera que nuestros sentimientos de simpatía hacia el mundo animal no humano, así
como la compasión que podamos sentir ante el sufrimiento de los animales e incluso la
indignación de la que podamos poseernos cuando ese sufrimiento es causado deliberada e
innecesariamente por el hombre, deben expresarse en modalidades razonables de protección
jurídica y no en el delirio de una eventual declaración universal de los derechos de los
animales.

12. Qué quiere decir que el derecho sea coercible?

Por último, la coercibilidad, de todas las características que posee el derecho como orden
normativo, es aquella que tiene mayor capacidad identificatoria respecto del derecho y la que,
a la vez, permite diferenciarlo con mayor nitidez de otros órdenes normativos. Se dijo ya antes
en este trabajo en qué consiste la coercibilidad y cómo es que el derecho, junto con prohibir el
uso de la fuerza, reserva ésta para sí. Una característica, huelga decirlo, que no puede ser
confundida con la coacción ni con la sanción, porque, según vimos, ella designa tan sólo la
legítima posibilidad que el derecho tiene de auxiliarse de la fuerza socialmente organizada,
mientras que la coacción designa el hecho cumplido de la fuerza, el hecho de haberse
efectivamente aplicado ésta, y la sanción, por su parte, consiste en la precisa consecuencia
jurídica desfavorable que debe seguir en caso de infracción del derecho. Coacción y sanción
pueden fallar en la experiencia jurídica, pero la coercibilidad, en cuanto posibilidad del empleo
de la fuerza, siempre está presente.

Repárase también en la manera que hemos definido aquí coercibilidad. Se trata, según ya dije,
de la posibilidad del empleo de la fuerza, no de su necesaria aplicación real o efectiva; se trata
también de una posibilidad legítima, o sea, no de cualquier fuerza, sino de aquella que el
propio derecho autoriza; y se trata de una fuerza socialmente organizada entiéndase por el
propio derecho, la cual debe hacerse efectiva en los casos, por los órganos y en la medida que
el derecho determina. Además, si el derecho cuenta con la legítima posibilidad del empleo de
la fuerza y me refiero aquí a la fuerza en sentido físico, no psicológico no es para imponer las
conductas que exige como debidas, ni para impedir aquellas que declara prohibidas, sino para
aplicar las sanciones que deban seguirse en caso de que una conducta debida deje de
ejecutarse o de que una prohibida se lleve no obstante a cabo por algún sujeto normativo. Con
otra salvedad, a saber, que no siempre es necesario aplicar una sanción valiéndose de la
fuerza, como sería el caso, por ejemplo, del deudor civil que para evitar la ejecución forzada de
una obligación cumple ésta voluntariamente y paga asimismo las multas del caso una vez que
un juez ha declarado la existencia de la obligación y la procedencia de tales multas. En
consecuencia, la fuerza que emplea el derecho, cuando la emplea, no es cualquier fuerza, sino
una fuerza institucionalizada. De partida, el derecho establece en qué casos o hipótesis podrá
ejecutarse un acto de fuerza contra un sujeto normativo. Seguidamente, el derecho indica el
órgano al que hay que pedir que declare la procedencia de un determinado acto de fuerza
contra alguien también el procedimiento que ese órgano debe observar para declarar El
ordenamiento jurídico establece también el procedimiento que ese órgano debe observar para
declarar

U ordenar el acto de fuerza de que se trate. En cuarto término, el derecho fija también la
medida de fuerza que podrá aplicarse en cada caso. Y, por último, el derecho establece los
órganos que, una vez declarada la procedencia de un acto coactivo, podrán llevar a cabo la
ejecución de éste. El derecho se vale de la fuerza, más aún, monopoliza con éxito tal uso al
interior de la sociedad, pero no por ello se confunde con la fuerza. La aplicación coactiva del
derecho puede parecerse a una banda de ladrones, pero el derecho no opera como una banda
de ladrones. Y nadie mejor que Ihering ha graficado la relación a la par que la diferencia entre
derecho y fuerza, recurriendo para ello a la clásica figura de una mujer que en una de sus
manos sostiene una balanza, mientras en la otra blande una espada. La balanza sin la espada
es el derecho en su impotencia, inerme, incapaz de imponerse, mientras que la espada sin la
balanza es la fuerza bruta. De modo que el derecho no reina verdaderamente sino allí donde la
fuerza empleada para manejar la espada iguala a la habilidad con que se sostiene la balanza.65
En términos más familiares para los juristas de nuestros días, podría decirse que la espada sin
la balanza es esa “banda de ladrones” a la que aluden autores como Kelsen y Hart, la cual, por
mucho que sea su parecido con éste, no puede ser confundida con el derecho. El derecho, con
ser una organización de la fuerza, no es lo mismo que la fuerza ni que cualquier otra forma de
organización de la fuerza. Ahora bien, que el derecho sea definido en medida importante
sobre la base de la coercibilidad,
Expone a la crítica de Finnis que Brian Bix recuerda en el número 25 de “Isonomía”. Esa crítica,
dirigida a Kelsen, acusa a éste de definir el derecho sobre la base de ese “mínimo común” que
es la coercibilidad, en circunstancias de que lo que debería hacerse es definirlo sobre la base
de descubrir lo que sería su “instanciación más madura o completa”, aun cuando algunos, o
quizás muchos sistemas jurídicos, no tuviesen todas las características de dicha instanciación.
Personalmente, pienso que nada impide soñar con mundos mejores, aunque nunca está mal
partir por comprender bien el mundo que tenemos. Cómo debería ser y funcionar el derecho
es una pregunta no sólo legítima, sino siempre abierta, aunque no tendría que reemplazar a la
que inquiere acerca de cómo es y cómo funciona el derecho. Y no veo cómo pueda darse
debida cuenta del derecho sin registrar y resaltar su carác- ter coercible. Porque amén de
aquella comparación que hace Kelsen entre el derecho de los antiguos babilónicos y el que rige
hoy en Norteamérica, no está de más recordar lo que solía repetir Luis Recasens Siches, a
saber, que la idea de un derecho no coercible, inerme, desarmado, es tan absurda como la de
cuadro redondo o la de cuchillo sin mango ni hoja.

13. En qué sentido hablamos de eficacia del derecho?

Como se recordará, “eficacia” fue la última palabra clave de cuantas resaltamos en el acápite
tercero de este libro al proponer una descripción del derecho, y algo adelantamos acerca de
ella en el

Acápite inmediatamente siguiente a aquel. Y si la palabra “eficacia” aparece sólo al final de


dicha descripción, y vinculada incluso a la coercibilidad, ello se debe a que si el derecho utiliza
la fuerza, según fue explicado en el acápite anterior, no es propiamente para conseguir los
comportamientos que exige como debidos, sino para obtener una eficaz aplicación de las
consecuencias adversas o negativas que deben seguir en caso de que tales deberes no sean
observados por un sujeto normativo que debía hacerlo. La eficacia designa el cumplimiento
general o habitual del derecho, así como la igualmente general o habitual aplicación de sus
consecuencias coactivas por parte de los órganos jurisdicciona- les. En consecuencia, un
derecho es eficaz, o un conjunto de sus normas lo son, o una norma jurídica considera- da
aisladamente lo es, si ese derecho, ese conjunto de normas o tal norma aislada son
generalmente obedecidos y aplicados. Es por ello que la eficacia constituye un fenómeno
doble, puesto que por un lado está lo que podríamos llamar eficacia principal, consistente en
el obedecimiento habitual del derecho o de alguna o algunas de sus normas, y, por el otro, la
eficacia consecuencial, es decir, la habitual aplicación que el derecho y sus normas encuentran
de parte de los órganos jurisdiccionales. En tanto válida, una norma jurídica existe y, como tal,
debe ser obedecida y aplicada, mientras que en tanto eficaz ella es generalmente obedecida y
aplicada. De una manera simple como esa quedan bien diferenciados los conceptos de va-
lidez y eficacia, no obstante que entre validez y eficacia existe la relación que fue explicada en
su momento, la cual consiste en que la eficr de validez. Ció 75/92 Uno podría tratar. Te el
concepto de validez nei y establecer

Que éste tiene las cuatro significaciones equivalentes que puntualizó en su mo- mento Jorge
Millas. Así, validez, cuando se emplea este término por referencia a una norma jurídica, puede
significar a) que la norma obliga; b) que la norma existe; c) que la norma pertenece a un
ordenamiento jurídico determinado, y d) que la norma se ha generado de conformidad a otra
norma válida. Sin embargo nos parece que esas distintas significaciones de “validez”, más que
equivalentes, resultan ser unas consecuencias de las otras. En efecto, que una norma obligue
(primera sig- nificación) sólo es posible si la norma existe (segunda significación), al paso que
una certificación de existencia de una norma es viable únicamente si la norma pertenece a un
ordenamiento jurídico determinado (tercera significa- ción), lo cual, por último, sólo es posible
si la norma de que se trate fue creada conforme a lo establecido por la norma superior que
regula su creación (cuarta significación). En cualquier caso, si decir que una norma jurídica
válida existe y obliga, ello ha de entenderse en un sentido estrictamente jurídico. Existe como
norma jurídica y obliga también jurídicamente. Como sostiene Jorge Millas, validez del derecho
no significa otra cosa que alguien debe comportarse de cierta manera y ello en cuanto a que la
conducta contraria trae aparejada una consecuencia adversa o negativa. Lo cual no es
obstáculo para que una norma jurídica pueda valer también moralmente, aunque del solo
hecho que valga jurídicamente no pueda inferirse que valga también desde un punto de vista
moral. Yello porque decir “obligatoriedad” no significa decir “obligatoriedad moral”, sino
simplemente “obligatoriedad”. Una

Norma jurídica válida, esto es, que existe como tal, obliga, como también una norma de trato
social válida obliga, pero en ninguno de esos dos casos es posible hablar de obligatoriedad
moral, sino, respectivamente, de obligatoriedad en sentido jurídico y de obligatoriedad en
sentido social. En otras palabras, la vali- dez jurídica no está asociada a la validez moral, como
tampoco lo está la validez social, salvo que con la palabra moral se quisiera cubrir no sólo el
orden específicamente moral de la conducta, sino también el jurídico y el social, con lo cual
sólo se daría lugar a confusiones entre normas de distinta clase. Así las cosas, la conclusión
sobre este particular no puede ser otra que las normas jurídicas, así como también los
principios, tienen sólo validez jurídica, aunque carecen, en tanto jurídicas, de validez moral.
Como dice Eugenio Bulygin, “una norma jurídica puede ser moralmente valiosa sólo en virtud
de su contenido y no debido al hecho de que haya sido dictada por una autoridad ju- rídica o
haya surgido de una costumbre o de un precedente judicial. Por consi- guiente, las normas
jurídicas se limitan a establecer deberes jurídicos”.68 Y si bien tales deberes jurídicos coinciden
a veces con deberes morales impuestos por normas de esta última clase -pién- sese, por
ejemplo, en el deber tanto jurídico como moral de no privar a otro de su vida-, ello no es
suficiente como para decir que los deberes jurídicos son también deberes morales. Retomando
el tema de la eficacia, todo ordenamiento jurídico, así como cada una de sus normas y otros
estándares que lo componen, tiene una pretensión de eficacia, esto es, aspira a ser gene-
ralmente obedecido y aplicado. Y para

Reforzar esa pretensión de eficacia, el derecho cuenta siempre con la posibi- lidad de hacer
aplicación de la fuerza socialmente organizada. Una fuerza, repito, que se hace presente no
para conseguir el cumplimiento de las nor- mas por parte de los sujetos normati- vo, sino para
obtener la aplicación de las consecuencias que deban seguir en caso de incumplimiento de la
norma. El derecho, físicamente hablando, no fuerza los comportamientos debidos, aunque sí
lo haga psicológicamente. Lo que fuerza físicamente es la aplicación de las sanciones que prevé
para el caso de incumplimiento de sus normas. Y ello, todavía, en el caso en que dicha
aplicación sea resistida por el corres- pondiente sujeto infractor. Aun ordenamiento jurídico, o
a una o más normas u otros estándares que forman parte de él, no le basta con ser válido, esto
es, no le basta con existir y con deber ser obedecido y aplicado, sino que le interesa que, en el
hecho, se le obedezca y aplique en la mayoría de los casos. Es por eso que la eficacia debe
agregarse a la validez para que ésta perdure. Ya dijimos en su momento que la validez,
inicialmente, es independiente de la eficacia, y que una norma jurídica es válida antes de
saberse si será o no eficaz. Pero si no consigue eficacia, o habiéndola conseguido la pierde,
pier- de también su validez. En eso consiste que la eficacia sea no fundamento de la validez,
sino condición de ésta. La eficacia no da, otorga ni confiere la validez, pero es indispensable
para que esta última perviva. Tal es, como se sabe, la relación que Kelsen traza entre validez y
eficacia, con la cual estoy de acuerdo. No lo estoy, sin embargo, cuando ese autor, con tal de
mantener su punto de vista sobre esta materia, sostiene que el fundamento de validez de la
primera Constitución his-

Tórica de un Estado, o la nueva primera Constitución histórica que sea resultante de una
revolución o de un golpe de Estado que triunfa, está dado por una norma básica o
fundamental, de carácter ficticio, y no por la eficacia de aquella primera o nueva primera
Constitución. En verdad, Kelsen puede decir con toda propiedad que el fundamento de vali-
dez de una norma está siempre en otra norma y no en el hecho de su eficacia, la cual es sólo
condición de la validez, en el sentido antes explicado. Pero ello funciona sólo hasta que nos
topamos con la primera o nueva primera Constitución de un Estado, puesto que, llegados a
este punto, no queda más que reconocer que esa Constitución vale en la medida que resulta
eficaz. Una conclusión que Kelsen no puede admitir, puesto que resultaría incoherente con su
plantea- miento inicial, a saber, que la eficacia es sólo condición y nunca fundamento de la
validez. Y como no puede admitir algo semejante, echa mano de esa ficción que es la norma
básica, la cual, como él mismo dice, sólo puede ser presupuesta respecto de una Constitución
que haya resultado eficaz, con lo cual la llamada “norma” básica pasa a no ser otra cosa que el
disfraz normativo que oculta el hecho de la eficacia. Ese fallo de la teoría pura del de- recho, o
el sacrificio que ella hace de la sinceridad en aras de la coherencia, resulta todavía más
evidente, al menos a mi juicio, si se repara en lo que el propio Kelsen afirma a continuación, a
saber, que si la norma básica no es una norma positiva del ordenamiento jurídico nacio- nal
cuya validez fundamenta en último término, sí lo es desde la perspectiva del derecho
internacional, puesto que tener por derecho de un Estado a aquel que éste es capaz de dictar e
imponer en términos de eficacia constituye el principio de efectividad que forma parte

Del derecho internacional de carácter consuetudinario, es decir, del derecho internacional


positivo. Con todo, las implicancias de este asunto, y en particular la teoría que tiene Kelsen
del derecho internacio- nal, pueden ser vistas tanto en mi libro Introducción al derecho como
en Derecho, desobediencia y justicia.

14. ¿Es positivista esta descripción del derecho?

Vea el lector cómo ahora, justo al final de este libro, aparece una nueva palabra clave:
“positivista”. Esta palabra no forma parte de nuestra descripción del derecho y, en rigor, no
debería en- contrarse aquí, y menos dando lugar a un acápite del libro. Cada acápite ha
tratado, precisamente, de alguna de las palabras clave de la descripción del derecho enunciada
en el número 3, y “positivista” es un término que no apa- rece allí. Sin embargo, me ha
parecido pertinente concluir mi descripción del derecho preguntándome lo que inquiere este
último acápite, a saber, si la descrip- ción del derecho que ha sido propuesta y analizada en las
páginas precedentes puede o no ser calificada de “positivis- ta”, una pregunta, como es obvio,
que obliga a elucidar previamente qué sig- nifica “positivismo jurídico”. Nótese, sin embargo,
que "positivista" no puede ser ni aspecto ni rasgo del derecho, sino la denominación que se da
a cierta com- prensión del derecho, a determinada doctrina o teoría acerca de éste. La
cuestión del positivismo jurídi- co ha dado lugar a libros completos, algo que no puedo
permitirme ahora y que acaso tampoco esté en situación de poder hacer. Pero si no pierdo de
vista que el presente libro está destinado principalmente a estudiantes de dere-

Cho que han terminado su primer año, de manera que afiancen una idea del derecho antes de
empezar el estudio de un ordenamiento jurídico dado -en su caso, el derecho chileno-, y
también a estudiantes del término de la carrera, cuando puede ser útil volver sobre la
pregunta acerca de qué es el derecho, nada se pierde con plantear, aunque sea
esquemáticamente, la cuestión del positivismo jurídico y la de si acaso pue- de o no ser filiada
como positivista la descripción del derecho que se contiene en estas páginas.69 Todo esto sin
perjui- cio de lo que fue ya adelantado en la Introducción de este libro. El dualismo derecho
positivo-dere- cho natural es antiguo y persistente. Su origen puede ser rastreado en la anti-
güedad clásica y concentra hasta hoy parte de la atención y no pocas de las publicaciones de
iusfilósofos y teóricos del derecho.7” Y si he de explicarlo aquí de manera sucinta, lo que tal
dualismo pone de manifiesto es que, además del derecho positivo, esto es, del derecho puesto
o producido por actos de vo- luntad humana, existiría un derecho natural, anterior y superior
al positivo. Anterior, porque ese derecho natural provendría directamente de Dios, o se
hallaría inscrito en la naturaleza racional del hombre o estaría ínsito en la natu- raleza de las
cosas; y superior, porque fundamentaría la validez del derecho positivo, lo cual quiere decir
que este último obliga sólo en la medida en que sus normas y demás estándares no vul-

Neren normas y principios del derecho natural. Ahora bien, el dualismo derecho po- sitivo-
derecho natural se presentaría en la realidad del derecho, y, como tal, da lugar a la dualidad
positivismo jurídico- iusnaturalismo, la cual, por su parte, se presenta en la teoría del derecho.
Ello porque iusnaturalismo es la doctrina o corriente del pensamiento que afirma la distinción
entre derecho positivo y derecho natural, mientras que positi- vismo jurídico es la doctrina que
niega el dualismo y sostiene que en el ámbito jurídico no existe más derecho que el derecho
positivo. Es más, la expresión “derecho positivo” tiene sentido para una postura iusnaturalista,
que afirma la existencia de ese otro derecho que sería el derecho natural, pero no lo tiene para
un postura positivista que niega la existencia de ese último derecho. Para un positivista, la
expresión “derecho positivo” constituye un pleonasmo, pues- to que, al no haber otro derecho
que el “positivo”, este adjetivo no añadiría nada al sustantivo derecho La disputa entre
positivistas y iusna- turalistas -dos doctrinas- recae entonces sobre la realidad del derecho,
puesto que mientras la segunda ve en éste un dato dual -un derecho positivo y un derecho
natural-, la primera percibe un dato único: el derecho positivo. El asunto se complica aún más
si tenemos hoy a importantes iusfilósofos -por ejem- plo, Robert Alexy-que se declaran “no
positivistas”, aunque tampoco se recono- cen como iusnaturalistas, los cual hace subir a tres
las posiciones doctrinarias en disputa: positivistas, no positivistas y iusnaturalistas. Sin olvidar
tampoco a quienes no se declaran ninguna de las tres cosas y consideran que la disputa arece
de sentido o que, en el mejor de los casos, se trataría de una discusión sobre palabras.
Con todo, la mayor dificultad para calificar una obra o un autor como po- sitivista o como
iusnaturalista proviene de que hay distintas versiones tanto de una como de otra doctrina -no
es lo mismo el positivismo jurídico al que adscribe Ross que aquel al que adscri- be Bobbio,
como tampoco es similar el iusnaturalismo de Aristóteles que el de Tomás de Aquino, ni el de
éste y quienes se declararon iusnaturalistas en el marco de la Ilustración, ni el de los
iusnaturalistas ilustrados y el de un autor contemporáneo como John Fin- nis-, hasta el punto
de que cada vez que se habla de positivismo jurídico o de iusnaturalismo debería aclararse de
cuál de sus versiones se trata, lo cual es particularmente evidente en el caso del positivismo
jurídico, sobre todo después de los análisis de Bobbio acerca de los distintos significados del
positivismo jurídico y de las distintas maneras en que se puede ser positivista, unos sig-
nificados y maneras de ser que no se imbrican necesariamente unos con otros. Por su parte,
Ross y Hart han señalado también distintas tesis o significados del positivismo jurídico,
aclarando cuáles de ellas hacen suyas y cuáles no. En cualquier caso, el núcleo duro de ambas
doctrinas es que una afirma el dualismo derecho positivo-derecho natural y la otra lo niega, lo
cual no es nada menor, puesto que, invitadas a observar, a examinar y a dar cuenta del
derecho, una ve una realidad dual y la otra una realidad única. Entonces, y en el marco de
doctrinas tan excluyentes como esas, vale la pena desarrollar un acápite bajo el título que
hemos dado a éste. Explicado ya a grandes rasgos qué se entiende por positivismo jurídico -
aquella doctrina que niega el dualis- mo derecho positivo-derecho natural y que sostiene que
sólo existe el pri-

Mero de tales derechos-, bien podría dejar hasta aquí este acápite y confiar ahora en que cada
lector, si así lo quie- re, lleve a cabo el examen acerca de si la descripción del derecho que aquí
fue presentada responde o no a una perspectiva positivista. Sin embargo, y al margen de que
la posibilidad de que el lector de un texto saque sus propias conclusiones está y debe estar
siempre abierta, y descontado, asimismo, que la apreciación que el autor pueda hacer de su
propia obra no es nunca la última palabra acerca del significado de ésta, voy a expresar lo
siguiente: En primer término, es evidente que este libro trata del derecho positivo, y que la
descripción que ofrece el derecho atinge exclusivamente al derecho pro- ducido por los
hombres por medio de fuentes que cada ordenamiento jurídico identifica como tales. Pero del
hecho que un libro atienda sólo al derecho positivo no se desprende que niegue la existencia
del derecho natural. Con todo, si al describir el derecho uno da cuenta sólo del derecho como
fenómeno social, sin hacer referencia alguna a otro derecho dado por Dios o ínsito en la
naturaleza humana o en la naturaleza de las cosas, no es apresurado ni menos arbitrario
desarrollar la convicción de que el autor de este libro no cree en la existencia de ese segundo
derecho. Una convicción que, si hiciere falta, se- ría el primero en confirmar, como fue ya
hecho, por lo demás, en la misma İntroducción de este libro. Además, si la descripción del
dere- cho que he ofrecido aquí se circuns- cribe al derecho positivo, también es cierto que se
limita únicamente a lo que podemos llamar derecho nacional o interno de un Estado, sin
alcanzar al derecho internacional. Derecho nacio- nal-derecho internacional, lo mismo que
derecho positivo-derecho natural,

Derecho objetivo-derecho subjetivo, y derecho público-derecho privado, es otro de los


dualismos más comúnmente admitidos, tanto en la práctica como en la teoría del derecho.
Con una diferen- cia, claro está, a saber que nadie pone en duda, como dato de la realidad del
fenómeno jurídico, el dualismo derecho nacional-derecho internacional, puesto que resulta
evidente que, junto a los derechos internos o nacionales, existe también un derecho
internacional. Un derecho internacional que ha tenido un notable desarrollo en las últimas dé-
cadas, si bien se trata de un derecho menos evolucionado que los derechos nacionales, al no
disponer de órganos centralizados de producción legislativa con validez general para todo el
planeta y al contar sólo con recientes y todavía incipientes ensayos de una jurisdicción que,
como la Corte Penal Internacio- nal, tenga también una validez a nivel general de las naciones.
El año 2005, en Granada, tuvo lugar el 22° Congreso Mundial de Filosofía del Derecho y
Filosofía Social, cuyo tema fue “Derecho y justicia en una sociedad global”. Recomiendo con
entusiasmo la lectura de las ponencias presentadas en dicho Congreso, en particular la de
aquellas que lo fueron en sesiones plena- rias, las cuales, en versión tanto en inglés como en
castellano, fueron publicadas por el número 39 de los “Anales de la Cátedra Francisco
Suárez”.1 Especial atención, creo yo, debería prestarse a ponencias como la de Jurgen
Habermas (¿Es posible una Constitución Política para la sociedad mundial pluralista?), David
Held (Los principios del orden cosmopolita), Luigi Ferrajoli (La crisis de la democracia en la era
de la globalización), y Juan Ra-

Món Capella (La globalización: ante una encrucijada político-jurídica). En ese mismo congreso
de Granada, mi ponencia fue acerca de si quedan o no preguntas para la filosofía del derecho
en un mundo globalizado, a lo cual res- pondí afirmativamente, y no sólo por un mínimo
sentido de solidaridad gremial con los varios centenares de profesores de filosofía del derecho
que participába- mos allí. Y una de tales preguntas tiene que ver, precisamente, con el tema
del derecho internacional y de qué hacer para que bienes que son comunes a la humanidad no
queden a disposición de las naciones más poderosas. Sobre el particular, y pensando ante todo
en la paz, en esa paz relativa de que nos provee el derecho -paz relativa que será siempre
mejor que la guerra de todos contra todos o que la imposición unilateral de la ley del más
fuerte-, sos- tuve -y considero pertinente reiterarlo aquí- que haríamos bien en volver a au-
tores como Bobbio y su propuesta de un pacifismo institucional. Una propuesta Bobbio
reconoció haber tomado de que Kelsen y que desarrolló en el diálogo que sostuvo en 1977 con
Danilo Zolo acerca de las ideas de Kelsen sobre el derecho internacional.72 En ese diálogo,
Bobbio declara deber a Kelsen la idea de la supremacía del derecho interacional sobre los
dere- chos internos o nacionales, así como la expectativa -que por el momento a muchos
puede parecer una utopía- de la formación de una suerte de Estado federal a escala mundial
que, lo mis- mo que ha ocurrido ya con los Estados nacionales, consiga algún día mono-

Polizar el uso de la fuerza en el campo internacional. La paz, no la justicia -creyó siempre


Bobbio- es el fin principal y más propio del derecho, y sólo un rápido desarrollo del derecho
internacional puede garan- tizar una paz más estable y universal y hacer operar con eficacia
instituciones jurídicas supranacionales y no meramente internacionales. Así las cosas, la filoso-
fía del derecho -en palabras ahora de José Eduardo Faría- tiene que llamar la atención acerca
de que el derecho es un instrumento privilegiado para el cese “de la guerra subyacente al
estado de Naturaleza y de afirmación de la paz civil típica del estado de Derecho”.73 Un
pacifista como Bobbio confía más en lo que él mismo llama “pacifismo institucional” que en
otras formas del pacifismo, concretamente el “pacifismo instrumental” y el “pacifismo
ideológico”. Para Bobbio, “pacifismo instrumental” es el que procura la paz a través de una
intervención en los medios, por ejem- plo, propiciando el desarme o, cuando menos, un mayor
y más estricto control sobre la producción, venta, tenencia y uso de armamento. Por su parte,
el "pacifismo ideológico”, de inspiración ética o religiosa, busca promover la templanza entre
los hombres a través de una incesante invocación a valores o por medio de la educación moral
y cívica de las personas. En cuanto al “pacifismo institucional”, es aquel que apuesta a la meta
de la paz confiando en el desarrollo supranacional de las actuales instituciones internaciona-
les. Bobbio aclara que el razonamiento en que basa su propuesta, de clara raíz hobbesiana, es
tan simple como advertir que así como los hombres en el esta- do de naturaleza debieron
renunciar

Al uso individual de la fuerza y atribuir el monopolio de ésta a un poder único y centralizado -el
Estado-, del mismo modo los Estados, que viven hoy en una situación de temor recíproco,
deben hacer el mismo camino que antes recorrieron los individuos singularmente considera-
dos y, limitando cada cual su soberanía, constituir instancias supranacionales a las que se
confie también el monopolio del uso de la fuerza. Estamos bastante lejos de tener un Estado
mundial o universal. Estamos incluso en bajos niveles del así llamado pacifismo ideológico,
sobre todo cuan- do en nombre de Dios -con ese u otro nombre- se ataca las ciudades de N.
York y Washington, y luego el Presidente norteamericano organiza una represalia contra lo que
él llama “el eje del mal”, y declara ante las cámaras de televisión que fue una inspiración divina
la que le hizo abandonar hace un cierto número de años una taberna en Texas, dejar de beber
y prepararse para ser Presidente de su país y salvador de la democracia en el mundo, para lo
cual no vacila luego en iniciar no una guerra de anticipa- ción, sino meramente preventiva,
contra un país -Irak- que, según ha quedado de manifiesto, no tenía armas de des- trucción
masiva en su poder y tampoco lazos con Al Qaeda, los cuales fueron los principales
argumentos que utilizó George W. Bush para invadir ese país. Algo que admite hoy un
intelectual que estuvo codo a codo con quienes plani- ficaron y llevaron adelante la invasión
que hoy, al cabo de 3 años, se muestra como un fracaso, político y militar. Así, Francis
Fukuyama, en su libro América en la encrucijada, admite hoy que la ope-

Ración Libertad para Irak degeneró de “liberación triunfante en una ocupación estancada y
una guerra de guerrillas”, puesto que la administración Bush, amén de haberse equivocado en
el “hecho de que Irak poseía armas de destrucción masiva y se hallaba en proceso de ad- quirir
más” y en que “Irak tenía lazos con Al Qaeda y otras organizaciones terroristas”, fue también
“incapaz de prever los requisitos necesarios para la pacificación y reconstrucción de Irak e hizo
gala de un optimismo desmedido al evaluar la facilidad con que podía lle- varse a buen puerto
la ingeniería social a gran escala no sólo en aquel país, sino en todo Oriente Medio”. Y si
menciono aquello de Dios es porque justificaciones divinas, sean para actos de terrorismo o
guerras preventivas, a saber, para actos de deliberada destrucción material y eli- minación de
seres humanos, me parece el aspecto más grotesco, escandaloso e inaceptable de la situación
mundial del momento. Pues bien, lejos aún, decía, de un Estado mundial, muy lejos en verdad,
la tendencia de largo, larguísimo plazo, pareciera ir en la dirección que Bobbio mostró de la
mano de Kelsen, a saber, la de un pacifismo cuyo soporte sean instituciones jurídicas
supranacionales y no el control de armas o las simples pré- dicas morales o religiosas. Un
pacifismo cosmopolita, si se quiere, basado en el ideal kantiano de un derecho progre-
sivamente del mismo carácter, merced al cual todos los hombres y mujeres son considerados
ciudadanos del mundo. Un pacifismo que no sustituye lealta- des locales o nacionales por
lealtades planetarias, sino que amplía nuestras lealtades locales con el reconocimiento de
lealtades más ampliamente plane- tarias. Un pacifismo en el que Bobbio creyó con tal
entusiasmo, que llegó a
Hacer suyo este pensamiento de Juan Pablo II: “Nadie es extranjero”. Lealtades nacionales y
lealtades plane- tarias cuya articulación no es cosa nueva, al menos en lo que al pensamiento
se refiere, y que nos recuerdan la idea, ya advertida por los estoicos, en el sentido de que
vivimos en dos mundos: uno que es local y que nos viene asignado por na- cimiento, y otro que
es “verdaderamente grande y común”, según la expresión de Séneca. Por tanto, hay que
continuar pensando en ese “derecho cosmopoli- ta” que propone un autor como David Held,
expresión con la cual se refiere a un dominio del derecho diferente del derecho de los Estados
y de los tratados que vinculan a un Estado con otro, y que sería una suerte de “complemen- to
necesario del código no escrito del derecho nacional e internacional y el medio para
transformarlos en un de- recho público de la humanidad”. Un derecho cosmopolita que exige
la sub- ordinación de las soberanías regionales, nacionales y locales a un marco jurídico
general, aunque dentro de este marco las asociaciones pudieran autogobernarse en diferentes
niveles. Un derecho que tardará, sin duda, pero, tal como creía Bobbio, el progreso, aplicado a
cualquier cosa, y desde luego al actual derecho internacional, no es necesario, sino sólo
posible. Porque las posibilidades de que un proyecto cosmopolita tenga éxito en el futuro -
como advierte Habermas- “no son menos hoy de lo que eran en 1945 o en 1990”, lo cual “no
significa, sin em- bargo, que sean más”. En el caso de los países miembros de la Unión
Europea, por ejemplo, la

Cesión de soberanía estatal es evidente y alcanza no sólo a asuntos políticos y económicos,


sino también militares y policiales. Cesión de soberanía hay tam- bién, se quiera o no admitir, a
favor de instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la
Organización Mundial del Comer- cio. Y como bien señala Juan Ramón Capella, “la soberanía
estatal limitada externamente por la nueva soberanía supraestatal difusa y policéntrica, tiene
su anverso en la disminución de la sobe- ranía popular interna; en la limitación, por
consiguiente, de la democracia re- presentativa”. Lo cual quiere decir que una disminución de
la esfera pública al interior de cada Estado democrático no está siendo acompañada, a lo
menos no fuera de Europa, por una aparición o ensanchamiento de una auténtica esfera
pública en el ámbito internacional. Se trata de un vacío de derecho público, consistente en la
falta o insuficiencia de “reglas, de límites y de vínculos para garantizar la paz y los derechos
huma- nos en relación a los nuevos poderes transnacionales, públicos y privados” -como dice
Luigi Ferrajoli- que, en cierto modo, han depuesto a los viejos poderes estatales. Y el propio
Ferrajoli aclara que por “esfera pública interna- cional” se puede entender el conjunto de las
instituciones y de las funciones dedicadas a la tutela de intereses gene- rales, tales como la
paz, la seguridad y los derechos fundamentales”.” En el diálogo con Danilo Zolo, este último
declara que no le resulta fácil entender cómo, una vez suprimida la soberanía de los Leviatanes
nacionales,

No reaparecerá la soberanía despótica del Leviatán, bajo la forma de un Es- tado universal que
reúna la totalidad de un poder internacional antes difuso y disperso en mil recovecos. Y ese Le-
viatán -dice Zolo- “estaría obviamente encarnado de un restringido directorio de grandes
potencias económicas y mili- tares”. Sobre el particular, Zolo sostiene que el globalismo
jurídico de autores como Kant, Kelsen y Habermas, parte de una premisa “nada inocente”, a
saber, la relación de analogía que existiría entre “sociedad civil” interna de un Estado nacional
y la denominada “sociedad mundial” contemporánea. Ese planteamiento de Danilo Zolo es
similar al que escuché en Chile a Gian- ni Vattimo, en 2004, quien sostuvo lo siguiente ante el
desafío de organizar jurídicamente toda utilización de la fuerza en el plano internacional:
“cuan- do tuve una conversación con Charles Taylor en 2001, estaba convencido de que
participar en la Unión Europea era un paso para conseguir una ONU más democrática. Ahora,
viendo lo que pasa con Bush, me doy cuenta de que quizás es mejor, y también más realista,
pensar en un mundo multipolar, puesto que, si no hay balance de poder, cualquier orden
mundial puede devenir en un orden autoritario”. Ante observaciones como esas, que también
pudo tener sentido hacer en el momento en que la fuerza fue mo- nopolizada a nivel de cada
Estado, yo seguiría el camino marcado por Bob- bio y continuaría declarándome “un
cosmopolita impenitente”, y trabajaría desde la filosofía del derecho a favor de un pacifismo
basado cada vez más en instituciones políticas y jurídicas de tipo supranacional. Porque, mal
que nos pese, cree Giddens, el choque entre cosmopolitismo y fundamentalismo es uno de los
rasgos distintivos de nuestra

Época. En suma, la filosofía del derecho podría colaborar a impedir el retorno de la política
internacional a la situación hobbesiana de la lucha de todos contra todos, alentada por la
doctrina de la guerra unilateral y preventiva, porque, como advierte el propio Fukuyama, si por
guerra de anticipación suele entenderse un esfuerzo por desarticular un ataque militar
inminente, la guerra preventiva es una operación militar diseñada para conjurar una amenaza
a la que le faltan materializarse. Meses o años para El mayor problema de la especie hu- mana
-como dijo en su hora Kant- “con- siste en llegar a establecer una sociedad civil que administre
el derecho de modo universal”. Y respecto de cómo los pue- blos constituyeron los Estados, o
sea, un poder superior al de cada individuo, y de cómo los Estados tendrían que constituir una
suerte de federación de Estados, que tuviera también un poder superior al de cada de uno de
éstos, Kant dice que “se comprende bien que un pueblo diga: ‘No debe haber entre nosotros
ninguna guerra, vamos a constituirnos en un Estado, es decir, a someternos todos a un poder
supremo que legis- le, gobierne y dirima en paz nuestras diferencias’. Pero si este Estado dice:
‘No debe haber ninguna guerra entre yo y los demás Estados, pero no por eso voy a reconocer
un poder supremo, legislador, que asegure mi derecho y el de los demás’, es cosa que no
puede comprenderse en modo alguno.. Los Estados con relaciones recíprocas entre sí no
tienen otro medio, conforme a la razón, para salir de la situación sin leyes, que lleva a la
guerra, que el de someterse a leyes públicas coactivas -de la misma manera que los individuos
entregan su liberta d sin freno-y formar un Estado de pueblos”. En cualquier caso, Kant fue
consciente de que los gobernantes, “nunca hartos de guerras”, difícilmente

Prestarían atención a los reclamos de un filósofo que, como él, propiciaba un camino hacia la
“paz perpetua”, y quizás por eso anotó al inicio de su célebre texto titulado Hacia la paz
perpetua, que tomó esta última expresión de la inscripción satírica que un posadero holandés
había puesto en su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio.78 Lo que se
requiere, siguiendo en esto a David Held,79 es “una agenda global de seguridad” que exija tres
co- sas a los gobiernos y a las instituciones internacionales: primero, debe existir un
compromiso con el imperio de la ley internacional y con el desarrollo de instituciones
multilaterales; segundo, hay que hacer un esfuerzo sostenido por generar formas de
legitimidad política global para las instituciones internacio- nales que se ocupan de la
seguridad y la paz, y tercero, debe haber un reconoci- miento más explícito de la necesidad de
resolver los asuntos éticos y de justicia que plantea la polarización global de la riqueza. En
otras palabras, y como señala ahora Joseph Stiglitz, s0 “el problema no es la globalización, en sí
misma, sino la manera en que se ha gestionado”. Una frase que el Premio Nobel de Economía
incluye en un capítulo de ese libro que titula Otro mundo es posible, con lo cual quiere decir,
creo yo, que “otra globa- lización es posible”. No quiero evitar aquí una referencia al punto de
vista de Daniel R. Pastor acerca del poder penal internacional y a su concreción en el estatuto
de Roma

Que creó la Corte Penal Internacional en 1998. Este autor, para quien no re- sulta cómodo,
según propia confesión, llegar a conclusiones más bien escépticas acerca de la calidad jurídica
del poder penal internacional creado en Roma, restándose de ese modo a la euforia
generalizada entre la mayoría de sus colegas penalistas, repara con lucidez en el estado
jurídicamente atrasado del derecho penal internacional. Un retraso que sería producto de “la
diversidad conceptual que existe ya para expresar el nombre más general y comprensivo que
debe llevar por título esta rama del orden jurídico”. Por lo mismo, y aunque no sea del caso
explicarlos aquí uno a uno, Pastor distingue cuatro subsistemas que quedan cubiertos por la
expresión “derecho penal internacional”, a saber, el derecho penal internacional en sentido
estricto; el derecho penal supranacional; el derecho de cooperación judicial in- ternacional, y
el derecho de aplicación del derecho penal. Con todo, uno de los aspectos más dignos de
destacar en la obra de Pastor, puesto que se relaciona con el tema del retardo que el derecho
internacional en general lleva respecto de los dere- chos nacionales, es la no existencia de un
orden punitivo universal y de una cultura de delitos y castigos de alcance planetario, pues de
hecho las figuras penales cambian de país en país, lo mismo que la extensión y modalidad de
ejecución de las penas y los sistemas procesales del caso. “En lo único en que han convenido la
inmensa mayoría de las Naciones en torno al poder penal -escribe- es en la cuestión de
principios limitadores que enuncian los tratados internacionales suscritos. Hay entonces sí una
cultura penal universal que al estar expresada en el modo previamen- te reseñado consagra
indudablemente una comprensión del derecho penal

Como conjunto de límites y controles al poder punitivo… Nadie cuestiona con rigor la
necesidad del poder penal para asegurar la convivencia pacífica. Este es un hecho constatado.
Por ello la cultura penal sólo se ha dedicado a rodear al ejercicio de ese poder obvio con un
sistema que, basado en axiomas, principios y técnicas, impida su dege- neración en
irracionalidad y abuso… Esta comprensión universal de lo penal, basada en la tradición liberal e
ilustra- da, supone -de modo indiscutible y a la luz de una evolución de más de dos siglos- que
el derecho punitivo, con temor, con reserva, pues es un mecanis- mo jurídico violento y
desafortunado, demasiado inclinado a facilitar el abuso y la arbitrariedad de quienes lo
aplican”. Y concluye en que “esa idea de cultura penal es la que preside las reflexiones
publicadas en este trabajo”. En cuanto a la perspectiva de futu- ro que el autor tiene sobre la
materia, Daniel R. Pastor, junto con reiterar que “todo derecho penal por el hecho de ser
necesario no deja de ser un mal”, sostiene que “el poder penal interna- cional supone el mayor
desafío actual para la cultura penal universal” y que “a la corriente de opinión afirmativa, que
ha asignado e instalado este poder, debe sucederle una reestructuración del sistema que
contemple los postulados de la corriente criticista”. De este modo, el futuro del sistema penal
internacional depende de lo que prevalezca finalmente entre elemen- tos ilusorios y
posiciones racionales. Y haciendo suyas palabras de Ferrajoli, Ambos y Prittwitz, Pastor
concuerda en “el tribunal de Roma es tan sólo un que primer y tímido paso en la lucha por el
derecho” y “constituye una gran obra, aunque mejorable”. Y en ese necesario
perfeccionamiento futuro, habrán de ser tenidas en cuenta “las lecciones que
Hemos aprendido del derecho penal nacional”.81 Retomando el tema del derecho na- tural, al
cual me venía refiriendo antes de las precedentes disquisiciones sobre el derecho internacional
y el futuro de la globalización, sinceramente no creo que haya nada que podamos llamar con
propiedad “derecho natural”, sin per- juicio de que tras una expresión como esa uno pueda ver
o descubrir la idea o criterio que acerca de lo justo profesa quien o quienes la utilizan. En
verdad, todos tenemos alguna idea de lo justo, de lo que el derecho tendría que ser de
acuerdo a determinadas creencias morales que cada cual pueda profesar, aunque llamar
derecho natural a una determinada de esas ideas o creencias, amén de resultar objetable
desde un punto de vista terminológico, equivale a otorgarle a priori un estatuto superior al de
las demás ideas o creencias con las cuales compite por las preferencias de legisladores, jueces
e individuos en general. Con lo cual quiero decir que ni Dios ni tampoco la naturaleza humana
ni la naturaleza de las cosas han esta- blecido ningún “derecho” que, con ese nombre, pueda
ser colocado por sobre aquel que producen los hombres para desempeñar las funciones y
conseguir los fines que fueron explicados en el acápite correspondiente de este libro. De
manera que referir una determinada idea de lo justo a Dios, a la naturaleza racional del
hombre o a la naturaleza de las cosas, llamándola por ello derecho natural, es, quiérase o no,
se tenga o no conciencia de ello, una maniobra des- tinada a conferir a esa idea una ventaja o
supremacía en la comunicación que

Individuos racionales llevan adelante para establecer o a lo menos concordar en qué es lo justo
en una determinada materia o asunto. Así, afirmar que la no disponibilidad de la vida humana
es un imperativo de derecho natural, constituye una manera de impedir, o cuando menos de
dominar, cualquier debate, por ejemplo, acerca de despenalización de la eutanasia o del
aborto, tal como la afirmación de que el matrimonio es indisoluble en virtud de su propia
naturaleza constituyó un recurso utilizado para intentar ganar la discusión con quienes
propiciaban una legislación sobre divorcio y para impedir de ese modo la aprobación de dicha
legislación, la cual entró en vigencia en Chile recién en 2005. Invocar el dere- cho natural en
apoyo de una creencia, por aceptable que ésta sea, es un modo solapado de eludir toda
discusión, no sólo de dominarla, puesto que si algo es por naturaleza, qué sentido tiene debatir
acerca de si decisiones normati- vas contingentes, como las que adoptan jueces, legisladores y
funcionarios de la Administración, pueden o deben ser de otra manera si es que el asunto fue
ya zanjado por la naturaleza o inclu- so por Dios? El único sentido podría consistir en que la
discusión permitiría que quienes no ven la luz de la verdad pudieran advertirla merced a
quienes tienen el privilegio de verla -piénsese en el dilema de ciegos y soñadores, tra- tado en
el acápite 4 de este libro-, pero algo así resulta demasiado paternalista, al menos para mi
gusto, o, peor aun, francamente lesivo de la autonomía moral de las personas. En
consecuencia, no representa nin- gún problema concluir que la descrip- ción que aquí fue
hecha del derecho es positivista. Positivista no porque enfoca únicamente al derecho positivo,
sino porque opera sobre la base de entender

Que ese es el único derecho que existe y que acabo en consecuencia de describir. Tarea más
compleja, sin embargo, sería la de responder en cuál o cuáles sentidos o significados del
positivismo jurídico esta descripción puede ser calificada de positivista. Yes en esto, ahora sí,
donde preferiría dejar librada la respuesta a la evaluación de los propios lectores. Por
mencionar aquí la conocida dis- tinción de Bobbio, ¿es este libro posi- tivista en sentido
metodológico, teórico o ideológico? Y si al menos en los casos del positivismo teórico e
ideológico sus tesis son varias, ¿cuáles de ellas hace suyas un libro como éste y cuáles no? Y
vista la distinción, asimismo, entre positivis- mo jurídico incluyente y excluyente, ¿el
positivismo jurídico de esta obra es de un tipo o del otro? O sea, se trata aquí de un
positivismo jurídico suave (in- cluyente) o duro (excluyente), o -si se prefiere- la descripción del
derecho aquí propuesta considera que entre derecho y moral existe una relación necesaria o
sólo contingente? Por mucho que la filosofía sea algo que se estudia no por amor a las tas,
como solía decir Bertrand Russell, sino por amor a las preguntas, usted se interrogará
posiblemente acerca de cómo un libro más bien asertivo como éste puede terminar con
preguntas. Mi respuesta es que, aun tratándose de preguntas autorreferentes, es decir,
referidas al propio libro, no es inusual que un texto de filosofía del derecho concluya con
preguntas. Mal que mal, hacemos filosofía no para salir de du- das, sino para entrar en ellas,
como dice Fernando Savater.2 O, según prefiero decir, hacemos filosofía para salir de algunas
dudas y entrar a la vez en otras, puesto que lo propio de la filosofía no es

Carecer totalmente de respuestas, sino que aquellas que proporciona den lugar siempre a
nuevas interrogantes, así no más sea, como en el caso de este libro, a interrogantes que tienen
que ver sim- plemente con la calificación del texto que usted acaba de terminar. Un texto que,
una vez concluido, permite volver sobre aquella mortificante frase final de su Introducción
–“nada hay más difícil en filosofía que sea realmente cierto” guntarse ahora, leídas que fueron
estas páginas, si el lector haría suya esa frase sin reservas o-como espero- relativizándola un
poco. O, retomando la propuesta de Robert Alexy, que también hice ver

en la Introducción, para preguntarse si sustituir “:Cuál es la naturaleza del dere- cho?” por
“:Cuáles son las características necesarias del derecho?”, nos permite poner más los pies en la
tierra, tal como propone Alexy, y si acaso reemplazar la segunda de tales preguntas por “:Qué
aspectos muestra el derecho cuando lo sometemos a examen y a descripción?” nos permitiría
poner aún más los pies en la tierra y advertir, asimismo, cómo el derecho es tan imprescindible
como imperfecto.5 Una pregunta como la última de aquellas tres, probablemente más mo-
desta que las dos primeras, me hace recordar, en fin, esta idea, también de Russell: si hacemos
filosofía, al menos de tipo analítico, es únicamente para saber mejor lo que ya sabemos.

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