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Cuanto con mayor satisfacción ponderamos tanta excelencia del matrimonio casto, venerables
hermanos, tanto más lamentable estimamos ver esta divina institución, sobre todo en nuestros días,
muchas veces despreciada y en muchos lugares vilipendiada.
E inculcan tales doctrinas a todo género de personas ricos y pobres, trabajadores y patronos, doctos
e indoctos, solteros y casados, amantes de Dios y sus enemigos, mayores y jóvenes; sobre todo a
éstos, como presas de más fácil captura, se les tienden las peores asechanzas.
No todos los partidarios de estas novedosas doctrinas llegan, desde luego, hasta las últimas
consecuencias de tan desenfrenada liviandad; hay quienes, empeñados en seguir un camino
intermedio, estiman que se debe conceder algo a nuestros tiempos, aunque sólo respecto de ciertos
preceptos de las leyes divina y humana. Pero también éstos son emisarios más o menos conscientes
de aquel enemigo nuestro que se afana constantemente en sembrar cizaña en los trigales. Nos, por
consiguiente, a quien el Padre de familia ha puesto como guardián de su heredad y a quien urge el
sacrosanto deber de cuidar que la buena semilla no sea sofocada por los hierbajos dañinos,
estimamos que han sido dirigidas a Nos mismo por el Espíritu Santo aquellas gravísimas palabras con
que el apóstol San Pablo exhortaba a su amado Timoteo: Pero tú vigila... Cumple con tu ministerio...
Predica la palabra, insta oportuna e importunamente, arguye, suplica, increpa con toda paciencia y
doctrina Y porque, para poder evitar los fraudes del enemigo, es necesario antes descubrirlos y
ayuda mucho denunciar sus falacias a los incautos, aunque evidentemente preferiríamos no
mencionar siquiera tamañas iniquidades, como conviene a los santos, sin embargo, por el bien y
salvación de las almas, no podemos pasarlas totalmente en silencio.
Cuán grave sea el error de todos éstos, sin embargo, y cuán torpemente se apartan de la honestidad,
consta ya por lo que hemos expuesto en esta encíclica acerca del origen y naturaleza del
matrimonio, de los fines y bienes inherentes al mismo. Pero se manifiesta también lo perniciosas
que son estas falsedades en las consecuencias que sus propios defensores deducen de ellas: que las
leyes, las instituciones y las costumbres por que se rige el matrimonio, pues que tienen su origen en
la sola voluntad de los hombres, a ella sola están sometidas, y por ello no sólo pueden, sino que
deben ser instituidas, modificadas y abrogadas al arbitrio de los hombres y según las vicisitudes de
las cosas humanas; que la potencia engendradora, puesto que se funda sobre la naturaleza misma,
no sólo es más sagrada, sino también más amplia que el matrimonio, y por ello puede ejercitarse
tanto fuera como dentro del claustro conyugal, aun sin cuidarse de los fines del matrimonio, o sea,
como si el libertinaje de una mujer impúdica gozara casi de los mismos derechos que la casta
maternidad de la esposa legítima.
Apoyándose en estos principios, algunos han llegado a inventar nuevos modos de unión,
acomodados, según dicen, a las actuales circunstancias de personas y tiempos, que presentan como
otras tantas especies de matrimonio: uno temporal, otro a prueba, otro amistoso, que se arrogan la
plena licencia y los derechos todos del matrimonio, pero suprimido el vínculo indisoluble y excluida
la prole, a no ser que las partes convirtieran después su unión y modo de vida en matrimonio de
pleno derecho.
Más aún: hay quienes pretenden e insisten en que estas monstruosidades sean aprobadas por las
leyes o que, por lo menos, sean excusadas por los públicos usos e instituciones de los pueblos, sin ni
siquiera detenerse a pensar que tales abusos nada tienen en absoluto de esa moderna cultura, de
que tanto blasonan, sino que constituyen, por el contrario, nefandas aberraciones, que harían
volver, incluso a los pueblos civilizados, a los bárbaros usos de ciertos pueblos salvajes.