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El escenario es nuestra casa.

Llegamos del trabajo cansados, solo pensamos en


tomar esa merecida ducha, placer carnal, para poder aliviar nuestro pesar con los que nos
rodean, ya sean gente presente, o nuestra misma compañía. Reposamos en el sofá,
encendemos la tele, y mientras nuestra mente vaga por la pantalla, nuestro subconsciente
nos reclama sobre qué vamos a cenar. Después de un debate interno que desgasta lo
poco que sobra de lucidez, nos decidimos por ese sándwich con pan que ya está medio
viejo, con esa mayonesa que tiene una publicidad sobre contenido saludable que en
realidad todos sabemos que es falsa, y ese jamón casi rancio que ya está todo pegajoso.
Terminas eso que haces llamar cena, derretimos un poco más nuestra mente con la
publicidad del televisor que nos quema las pupilas y nos chamusca las ideas; nos sentimos
cansados, no sabemos si mentalmente por los problemas sociales que tenemos,
físicamente por estar moviéndonos todo el día, o ambos, por el estrés que nos consume la
monotonía sumado a una rutina de ejercicios que nos dejó molido el cuerpo. Vamos a la
cama y nos tiramos, pensamos que tendremos sueño rápido y pesado, pero nos la
pasamos dando vueltas en ella, no conciliamos el sueño en ningún momento, y cuando
conseguimos empezamos el día siguiente, monótono, y con dolor de espalda.

En un día libre que conseguimos, nos sentamos en el quincho de piso de concreto,


sin techo, nos preparamos un tereré y rodeados de paredes grises y tristes de cemento
nos cebamos a nosotros mismos una guampa. Mientras nos relajamos con la bebida,
nuestra nariz capta olores, que nos transfieren malas imágenes visuales; Primero se
distingue un olor a polución, a caño de escape de auto, luego los vecinos despiden de su
área libre un olor a cigarro que termina de aniquilar los pulmones propios y los nuestros.

Volvemos al trabajo al día siguiente, monotonía que nos consume; la calle está
inundada, ayer hubo una fuerte lluvia y la basura desperdigada por todos nosotros hizo
que se atascaran los canales. El olor a carnaza pútrida junto al aroma de desperdicio nos
impregna las fosas nasales, y por un tiempo hasta pensamos que vamos a vomitar del
puro repudio que se manifiesta en una piel de gallina sobre la piel.
El trabajo asume el estado de ánimo de un entierro, la melodía cacofónica de las
máquinas impresoras, las computadoras con equipamiento desactualizado, los pitidos de
los servidores y el tecleo de los compañeros de trabajo crean una “melodía” tan
asincrónica con los tonos altos, que presenciamos el mismo purgatorio de almas en esas
horas que siendo tan pocas parecen ser tan eternas.

Y en eso se basa el día a día de la mayoría de nosotros, en un ciclo del cual es tan
difícil salir que es la cárcel de todos nosotros sin que tomemos conciencia. Nos atrapa y
nos encierra cual mosca caída en una telaraña, y como tenemos la mentalidad tan cerrada
por ser ciegos a nuestro entorno, no notamos que en el transcurso de estos años valiosos
que no sentimos pasar, solo hacemos que las cosas empeoren para nosotros mismos, y,
por si fuese que sobrevivimos todo ese tiempo, para los que nos suceden.
Inconscientemente haciendo lo de siempre, diariamente, tapamos oídos y mente ante
todo lo que perjudicamos. Somos tan ciegamente hipócritas e irrespetuosos con nosotros
mismos que matamos a nuestro planeta, sin sentir remordimiento o la más ínfima culpa,
porque nuestra “humanidad” irónicamente nos ha hecho perder nuestra condición que
nos define como miembros sociales, que es el respeto y la protección, el respeto a otras
personas, y la protección a otras personas y al mundo.

Es aún más hipócrita de mi parte escribir esto y no dar una solución o un


planteamiento a esto. De principio mi replanteamiento se dirige a los sectores educativos,
escuelas que no dan a conocer la verdad sobre lo que está aconteciendo con nuestro
único hogar, y mucho menos dan a conocer soluciones a esta desdicha; lo que se traduce
en gente que ni sabe lo que pasa a sus cantos, y que, si sabe, que no puede ayudar de
ninguna manera.

El voto y las protestas pacíficas son las armas que nosotros, ciudadanos,
poseemos, si no las usamos dejamos pase libre a que se pise nuestra voluntad e intereses
por los que son más grandes que nosotros; debemos salir y exigir una educación mejor, no
solo una educación ambiental, sino también una educación primaria y secundaria también
mejorada para que los jóvenes que son instruidos también sean maestros, y así se forme
un ciclo recíproco en la cual el población se ayude a sí misma, y con la cual podemos sanar
de la enorme herida que desangra a nuestro planeta lentamente, invisiblemente frente a
nuestros ojos.

Estamos tan anonadados que la mayoría de las cosas ya no nos conmueven, es


como si ya hubiésemos dejado de cuidarnos, como si no nos viésemos reflejados en el
otro. Por eso destaco el tema de la falta de respeto a todos los otros individuos, esto es
como ignorar a alguien en agonía en la calle, una muestra de desprecio ajeno que me llena
el corazón de un sabor tan amargo, al saber que yo fui de esos que no les dio importancia.
Siento la culpa, cómo pesa sobre mis hombros, y mi forma de librarme de esta pena es dar
a conocer mi pensamiento, y lograr una catarsis al saber que sí se está haciendo algo.

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