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FILOSOFÍA Y DERECHO

Derechos, democracia
y jueces Modelos de filosofía
Leopoldo Gama

constitucional

6/110 410 Marcial Pons


FILOSOFÍA Y DERECHO

Derechos, democracia
y jueces Modelos de filosofía
constitucional

• • OMarciaI Pons
Colección

Filosofía y Derecho

José Juan Moreso Mateos


Jordi Ferrer Beltrán
Adrian Sgarbi
(dirs.)
DERECHOS, DEMOCRACIA Y JUECES
Modelos de filosofía constitucional
LEOPOLDO GAMA

DERECHOS, DEMOCRAC A
Y JUECES
Modelos de filosofía con thacional
Prólogo de
Manuel Atienza

Marcial Pons
MADRID 1 BARCELONA BUENOS AIRES SAO PAULO
2019
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ÍNDICE

Pág.

PRÓLOGO, por Manuel Atienza 13

PREFACIO 21

CAPÍTULO I. EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 35

1. INTRODUCCIÓN 35
2. CONSTITUCIONALISMO Y DEMOCRACIA 37
3. EL PRINCIPIO DE IGUAL CONSIDERACIÓN Y RESPETO 40
4. LOS DERECHOS COMO TRIUNFOS 45
5. LA CONSTITUCIONALIZACIÓN DE LA DEMOCRACIA 49
5.1. Cuestiones preliminares 49
5.2. Los contenidos sustantivos de la democracia 50
5.3. La democracia como asociación 53
6. JUECES: GUARDIANES DE LA DEMOCRACIA CONSTITU-
CIONAL 59
6.1. J. H. Ely frente a Dworkin (y otros) 59
6.2. Más allá de Democracy and Distrust 64
6.3. Poder político y justicia constitucional 68
6.3.1. Consideraciones preliminares 68
6.3.2. Formas de entender el poder político 69
6.3.3. Conclusiones preliminares 74
6.4. ¿Qué decidir? ¿Quién decide (mejor) y por qué? 76
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Pág,

6.4.1. Cuestiones sensibles e insensibles a las preferencias 76


6.4.2. Tribunales, custodios de las cuestiones de principio 78
6.5. El foro de los principios y el foro de la política 80
6.5.1. ¿Superioridad del razonamiento judicial? 80
6.5.2. Un erizo sensible al contexto 83
7. ¿CÓMO INTERPRETAN LOS CONSTITUCIONALISTAS? 84
7.1. El proyecto interpretativo de Dworkin 84
7.1.1. El derecho enlazado con la moral 84
7.1.2. La práctica jurídica como ejercicio de interpretación 87
7.1.3, Una novela en cadena 89
7.2. La integridad constitucional 90
7.2.1. El principio de integridad 90
7.2.2. Una lectura moral de la Constitución 92
7.3. Lectura moral y praxis constitucional 95
8. CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA EN POCAS PA-
LABRAS 100

CAPÍTULO II. EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTA-


LISTA 103

1. INTRODUCCIÓN 103
2. DESACUERDOS SUSTANTIVOS 106
2.1. Las circunstancias de la política 106
2.2. ¿Desacuerdos razonables sobre la justicia? 109
2.3. La metaética waldroniana y algo más 115
2.3.1. El emotivismo de Waldron 115
2.3.2. Positivismo jurídico normativo 118
3. DEFENSA DE LOS PARLAMENTOS Y LA LEGISLACIÓN MA-
YORITARIA 120
3.1. Imágenes desfavorables de los parlamentos 120
3.2. La representación política de los desacuerdos 122
3.2.1. Los parlamentos como asambleas numerosas 123
3.2.2. La diversidad en los parlamentos 124
3.2.3. La necesidad de establecer reglas de procedimiento 125
3.2.4. Carácter deliberativo del parlamento 125
3.2.5. Waldron y la democracia deliberativa 126
3.3. Autoridad de la legislación democrática 128
ÍNDICE

Pág.

4. LOS DERECHOS EN EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDI-


MENTALISTA 133
4.1. Los alcances de una teoría moral fundada en derechos 133
4.1.1. ¿Reconocimiento de derechos sin mecanismos del
constitucionalismo? 133
4.1.2. La estructura de las teorías basadas en los derechos 134
4.2. De los derechos morales a los derechos constitucionales 136
4.2.1. Non sequitur 136
4.2.2. Desconfianza hacia los ciudadanos y hacia la demo-
cracia 139
4.3. El valor del derecho de participación política 141
4.3.1. ¿Qué es participar en política? 141
4.3.2. ¿Entra en conflicto el derecho de participación con
otros derechos? 146
4.4. Incompletitud de las teorías sobre los derechos 147
4.5. ¿Democracia constitucional sin cartas de derechos? 151
4.5.1. Cuando el pueblo se fija límites 151
4.5.2. Derechos y precompromisos 152
4.6. La relación entre los derechos y la democracia 154
5. DEMOCRACIA Y JUSTICIA CONSTITUCIONAL 157
5.1. Deliberación democrática (no judicial) sobre derechos 158
5.2. ¿Contribuye la justicia constitucional a mejorar la demo-
cracia? 161
5.3. ¿El control judicial mejora el debate público? 163
5.4. Respuestas correctas y control judicial: entre la sustancia y el
procedimiento 165
5.5. Precondiciones de la democracia y judicial review 167
5.6. ¿Existen límites a la decisión por mayoría? 170
6. CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA EN POCAS
PALABRAS 172

CAPÍTULO III. EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 177

1. INTRODUCCIÓN 177
2. PRESUPUESTOS TEÓRICOS DEL MODELO 179
2.1. Conexión entre el derecho, la moral y la política 179
2.2. El constructivismo moral 180
2.2.1. ¿Qué es el constructivismo moral? 180
2.2.2. Constructivismo entre Rawls y Habermas 182
10 ÍNDICE

Pág.

2.2.3. La versión constructivista de Nino 184


2.2.4. Presupuestos de la argumentación moral 186
3. LOS DERECHOS HUMANOS EN EL MODELO DELIBE-
RATIVO 188
3.1. Los derechos humanos como derechos morales 188
3.2. Los principios que fundamentan los derechos humanos 192
3.2.1. El principio de autonomía 193
3.2.2. El principio de inviolabilidad 195
3.2.3, El principio de dignidad 196
3.3. Fuerza de los derechos y paradoja de la irrelevancia moral del
gobierno 197
4. LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA 200
4.1. Concepciones opuestas de la democracia 201
4.1.1. Concepciones que rechazan una relación entre la moral
y la política 202
4.1.2. Concepciones que admiten una relación entre la moral
y la política 204
4,1.3. Concepciones «mixtas» 206
4,2. La democracia como sucedáneo del discurso moral 207
4.2.1. Del discurso moral a la deliberación política 208
4.2.2. El valor epistemológico del procedimiento demo-
crático 209
5. LA CONSTITUCIÓN COMO PRÁCTICA SOCIAL 213
5.1. Relevancia de la Constitución histórica 213
5.1.1. La indeterminación radical de la Constitución 214
5.1.2. La paradoja de la superfluidad en el contexto de la
Constitución 215
5.2. Relevancia de la Constitución: la conexión entre derecho y po-
lítica 217
6. ALCANCES DE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL 221
6.1. Argumentos tradicionales a favor del control judicial 222
6.1.1. Marbury v. Madison y la «lógica de Marshall» 222
6.1.2. El control judicial para proteger derechos fundamen-
tales 224
6.2. Valor epistémico y dificultad contramayoritaria 226
6.3. El control judicial del proceso democrático 228
6.3.1. Las precondiciones de la democracia 228
6.3.2. Fuerza y alcance del proceso democrático 230
ÍNDICE 11

Pág.

6.4. La protección judicial de la autonomía personal 233


6.5. La preservación de la práctica constitucional 237

7. CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO EN POCAS PA-


LABRAS 239

CAPÍTULO IV. HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILI-


BRADO DE FILOSOFÍA CONSTITUCIONAL 243

1. INTRODUCCIÓN 243
2. FILOSOFÍA CONSTITUCIONAL Y JUSTICIA PROCESAL 245
2.1. La tensión entre la forma y la sustancia 246
2.2. Justicia procesal pura, perfecta, imperfecta y 249
2.2.1. Justicia procesal pura 249
2.2.2. Justicia procesal perfecta 250
2.2.3. Justicia procesal imperfecta 250
2.2.4. Justicia procesal cuasi pura 251
2.2.5. Ventajas de distinguir un cuarto tipo de justicia pro-
cesal 253
2.3. Constitucionalismo sustantivista y justicia procesal imper-
fecta 254
2.4. Constitucionalismo procedimentalista y justicia procesal pura 256
2.5. Constitucionalismo deliberativo y justicia procesal cuasi pura 258
3. EL MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA
CONSTITUCIONAL 263
3.1. La paradoja de las precondiciones de la democracia 263
3.1.1. Equilibrio entre el valor intrínseco e instrumental 263
3.1.2. Sortear la paradoja 265
3.2. Un modelo fundado en los derechos 269
3.2.1. Anclaje en una moral-rights-based-theory 269
3.2.2. Tres sentidos de la expresión «derechos» 270
3.2.3. ¿Cuál es el vínculo entre los derechos y la forma cons-
titucional? 275
3.3. El peso de la deliberación democrática 277
3.3.1. Constitucionalistas de poca fe 277
3.3.2. Cuando las mayorías se equivocan 280
3.3.3. ¿Por qué son necesarias las razones sustantivas? 283
3.3.4. (Des)acuerdos constitucionales y deliberación 286
3.3.5. Los límites del procedimiento mayoritario 290
3.4. La filosofía judicial del deliberativismo 292
12 ÍNDICE

Pág.

3.4.1. Adiós a la judicial review del constitucionalismo sus-


tantivista 293
3.4.2. Judicatura: ¿el foro de los principios? 295
3.4.3. Diálogo institucional y constitucionalismo débil 302
3.4.4. Presunción de (in)constitucionalidad de la ley 309
4. CONCLUSIÓN 316

BIBLIOGRAFÍA 319
PRÓLOGO

Manuel ATIENZA

Vivimos dentro del paradigma constitucionalista y un ingrediente funda-


mental del mismo es el control judicial de la constitucionalidad de las leyes.
Como es bien sabido, ese control puede entenderse de diversas maneras (lo
más decisivo es que tenga un carácter concentrado o difuso), pero en sí mismo
resulta una idea (y una realidad) problemática puesto que, al menos aparente-
mente, parece contradecir el núcleo del Estado de derecho, del role of law: el
principio de legalidad y de soberanía popular, el gobierno de las leyes (frente
al de los hombres —los jueces—).
Si una ley votada en el parlamento, por los representantes de la soberanía
popular, puede ser anulada (o no aplicada) por quienes no han sido elegidos
democráticamente, entonces lo que parece ponerse en cuestión es que nues-
tros sistemas sean realmente sistemas democráticos. O, al menos, habría que
aclarar en qué sentido lo son, dada la existencia de esos órganos que están por
encima de los parlamentos y que gozan, como suele decirse, de un «poder
contramayoritario».
Naturalmente, poder contramayoritario no quiere decir poder ilimitado.
La justificación —diríamos, a bote pronto— que puede darse a favor de que
exista ese poder (de que existan tribunales constitucionales) es que solo de
esa manera puede garantizarse la primacía de la Constitución. Pero esto, claro
está, plantea un nuevo problema: ¿existen criterios objetivos que permitan de-
terminar qué es lo que realmente establece la Constitución, cuando resulta que
para colegir ese significado no hay más remedio que interpretar normas (prin-
14 PRÓLOGO

cipios) de textura extraordinariamente abierta? Y si existieran esos criterios,


¿cómo podemos estar seguros de que los jueces los aplicarán y no se dejarán
llevar por sus propias opiniones morales y políticas?
El libro escrito por Leopoldo GAMA (cuyo origen es la tesis de doctorado
que leyó en la Universidad de Alicante en 2009, con el título de «La jus-
tificación del control judicial de constitucionalidad en la teoría del derecho
contemporánea») está fundamentalmente dirigido a dar respuesta a esos inte-
rrogantes, pero lo hace, cabría decir, indirectamente, a través de la obra de tres
importantes teóricos del derecho de las últimas décadas: Ronald Dwo1uuN,
Jeremy WALDRON y Carlos S. NINO. Cada uno de ellos representa una postura
que tiene un cierto valor paradigmático (aunque no sean las únicas existentes)
y Leopoldo GAMA las expone y critica con claridad y con rigor.
DWORKIN defiende un constitucionalismo fuerte, basado en una noción no
meramente procedimental de democracia, puesto que hay ciertos «derechos
sustantivos» que son constitutivos de la democracia constitucional; defiende
por ello un criterio amplio de control judicial que, en la medida en que se ciña
a los derechos (y no entre en cuestiones que tengan que ver simplemente con
preferencias), no solo es que esté justificado, sino que tiene que ser conside-
rado como una exigencia de la democracia: el foro judicial facilita en mayor
medida que el de la política democrática la obtención de resultados justos.
La crítica de GAMA apunta precisamente a esto último, a que es difícil acep-
tar que «la deliberación judicial aventaje desde el punto de vista epistémico
a una deliberación amplia y participativa propia del gobierno democrático».
Además, la postura de DWORKIN sería dudosamente compatible con el princi-
pio fundamental por él defendido de que se debe tratar a todos con la misma
consideración y respeto, pues ese principio «exige también considerarlos [a
todos los individuos] como agentes autónomos para gobernarse tanto en la
esfera pública como en la privada». En fin, el «error fundamental» de DWOR-
KIN, de acuerdo con GAMA, radicaría en «no reconocer que el procedimiento
democrático goza de cierto valor intrínseco del que carece el control judicial
de constitucionalidad».
La postura de Jeremy WALDRON es, en cierto modo, la contrafigura de la
de DWORKIN. Según WALDRON, dadas las «circunstancias de la política», esto
es, la existencia de desacuerdos y la necesidad de tomar decisiones que vincu-
len a todos los individuos, esas decisiones tienen que ser confiadas a los par-
lamentos que, precisamente por la forma como están estructurados (tamaño,
diversidad de sus miembros, sometimiento a cierto procedimiento, carácter
deliberativo), constituyen el mejor foro para hacer frente a esas circunstancias.
WALDRON defiende una concepción puramente procedimental de la democra-
cia que excluye todo límite al poder de la mayoría y, en consecuencia, no deja
ningún espacio para el control judicial de constitucionalidad de las leyes. Las
críticas que le dirige Leopoldo GAMA se refieren a varios de esos aspectos: a
PRÓLOGO 15

la exagerada confianza que WALDRON parece poner en el razonamiento moral


de los individuos, lo que le lleva a excluir «la posibilidad de que tomen de-
cisiones incorrectas»; a la idealización de los procedimientos democráticos
existentes en las democracias modernas; a las dudas que suscita el que los
«desacuerdos profundos» nos fuercen a desentendemos de las razones sus-
tantivas y confiar exclusivamente en el procedimiento mayoritario; y, en fin,
a la necesidad de poner un límite a la ley de la mayoría, precisamente para
proteger a la democracia (los jueces deberían poder controlar, al menos, las
cuestiones relacionadas con las condiciones de la democracia, según la cono-
cida posición de J. H. ELY).

Finalmente, el planteamiento de Carlos NINO viene a ocupar un lugar in-


teiniedio entre los otros dos. Frente a DwoRKIN, N'yo dota a las leyes de un
valor epistémico, esto es, el proceso democrático les confiere un valor intrín-
seco, en el sentido de que proporciona razones para creer en su corrección
moral. Sin embargo, y ahora a diferencia de WALDRON, la concepción de la
democracia de NrNo no es puramente procedimental, sino que, según él, es
necesario que el procedimiento democrático se ajuste a ciertos contenidos
sustantivos delineados por los derechos fundamentales. En consecuencia, la
intervención de los tribunales constitucionales solo estaría justificada en tres
casos: para garantizar las condiciones del procedimiento democrático, para la
defensa de la autonomía personal y para la preservación de la práctica cons-
titucional. A GAMA le parece que esa postura de NINO representa un «modelo
equilibrado» de constitucionalismo (lo que equilibra son las exigencias de la
democracia y las del constitucionalismo la protección de los derechos ) y
que puede hacer frente a las críticas dirigidas a los otros dos modelos. La clave
para ello estaría en que la teoría deliberativa de la democracia de NINo otorga
valor tanto a los «derechos de tipo procedimental», como a «algunos derechos
sustantivos que están estrechamente conectados con el ideal democrático».
Y aquí surge una cuestión que en el libro de Leopoldo GAMA no está muy
desarrollada: ¿qué pasa con los derechos sustantivos no relacionados con el
procedimiento democrático, como es el caso de los derechos sociales?

GAMA parece decantarse por entender que la postura de NrNo sería que
respecto de estos últimos derechos no cabe un control judicial y que precisa-
mente sería aquí donde radicaría la diferencia práctica entre NINO y DWORKIN,
pues este último sí que aceptaría ese control. Pero, claro, esa postura más
restrictiva no resulta tan fácil de aceptar, entre otras cosas porque parece estar
en contradicción con lo que es la práctica de los sistemas constitucionales
contemporáneos, que no trazan de esa manera el límite al control judicial de
constitucionalidad. De manera que, al final, yo diría que nos vemos abocados
a una especie de dilema: si esa interpretación de la obra de NINO fuera la ade-
cuada, entonces parecería que hay algunas razones de peso como para dudar
de que, efectivamente, el modelo de NINO pueda servir para guiar la práctica
16 PRÓLOGO

de nuestros tribunales constitucionales; y si no fuera adecuada, esto es, si pu-


diera interpretarse a NINO de manera que sí permitiera ese control, entonces
¿cuál sería la diferencia con la postura de DwoRKIN?, ¿seguiría habiendo algu-
na razón para tomar partido por el iusfilósofo argentino?
Los párrafos anteriores constituían básicamente el prólogo que escribí
hace ya unos cuantos años a lo que iba a ser el libro que reproduciría la tesis de
doctorado a la que me referí al comienzo y que habíamos dirigido Josep AGUI-
Ló y yo mismo. Precisamente, recordando los años de estancia de Leopoldo
GAMA en el Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Ali-
cante, durante los cuales, quienes fuimos sus compañeros pudimos conocer a
fondo las grandes capacidades intelectuales de PoLo, así como su aplomo a la
hora de enfrentar cualquier tipo de problema, acababa ese prólogo planteán-
dole algo así como un desafío intelectual, consistente en resolver el anterior
«dilema».
Pues bien, diversos avatares de la vida (personal y profesional) de Leopol-
do GAMA han hecho que la publicación de su libro se haya atrasado todos estos
años. Pero eso constituye, yo diría, una verdadera suerte para el lector que,
además de con un trabajo en el que se desarrollan por extenso las tesis de los
tres autores mencionados, cuenta ahora con un espléndido capítulo cuarto (en
realidad una ampliación de lo que ya existía en el original) en el que el autor
nos ofrece su propia concepción de filosofía constitucional: lo que llama «un
modelo equilibrado», y que vendría a ser algo así como una variante en rela-
ción con el modelo de NINO.
Lo que le sirve de guía para presentar su propuesta es la conocida distin-
ción de RAWLS de tres tipos de justicia procesal: pura (cuando seguir el pro-
cedimiento es condición necesaria y suficiente para que la decisión sea justa,
como ocurre con los juegos de azar); perfecta (hay criterios independientes
del procedimiento para evaluar la corrección de una decisión, pero además
hay un procedimiento que asegura la obtención de un resultado justo, como
cuando se trata de dividir un pastel en partes iguales, y para ello se establece la
regla de que la persona que divida será la última en elegir); imperfecta (existen
criterios independientes para evaluar la corrección, pero el seguimiento de
las reglas hace únicamente probable, no segura, la obtención de resultados
correctos, como ocurre con el procedimiento penal: no todos los culpables
son condenados, ni todos los inocentes, absueltos). Pues bien, lo que plantea
GAMA (siguiendo a una serie de autores que ya habían hecho esa sugerencia)
es que la anterior clasificación no es exhaustiva, porque cabe un cuarto tipo de
justicia procesal, la cuasi pura o cuasi perfecta, que daría cuenta de situacio-
nes «en las que existirían criterios independientes para evaluar los resultados
de un procedimiento y, al mismo tiempo, habría estándares procedimentales
para evaluar la calidad del procedimiento mismo». Aplicado a la democracia
constitucional, eso significaría que, por un lado, es un procedimiento «cuasi
PRÓLOGO 17

perfecto en cuanto a la corrección sustantiva de los resultados que produce»,


pero además es cuasi puro, «pues el seguimiento de sus reglas constitutivas
[de la democracia] le asegura (cierto) valor». Lo que ofrece ese modelo es, por
ello, un equilibrio entre el sustantivismo de un DWORKIN y el procedimentalis-
mo' de un WALDRON. O sea, el modelo de DWORKIN tendría su paralelo en la
justicia procesal imperfecta; el de WALDRON, en la justicia procesal pura; y el
constitucionalismo deliberativo de NrNo, así como el deliberativismo equili-
brado de GAMA, se correspondería con la justicia procesal cuasi pura; mientras
que no habría —por razones obvias— ningún modelo de legitimidad política
que se ajuste a la justicia procesal perfecta.

Ahora bien, ¿qué diferencia habría entonces entre el planteamiento de


NINO y el de Leopoldo GAMA? Lo que este último nos dice, por un lado, es
que en su modelo habría menos espacio para el control jurisdiccional, y más
para la deliberación democrática, que en el de NINO, porque él (GAMA) con-
sidera que «las precondiciones [de la democracia] no imponen un "límite"
al procedimiento sino que establecen pautas para la toma de decisiones». O,
dicho de otra manera, los derechos no pueden entenderse como «triunfos»
contra la mayoría, sino más bien como «resultados de un acuerdo colectivo»,
de manera que, según él, no cabría propiamente hablar de «esfera de lo in-
decidible» o de «atrincherar derechos». Todo lo cual parece ir, en definitiva,
en el sentido de aproximar su postura (la de GAMA) al procedimentalismo de
WALDRON y alejarla en consecuencia (hablo siempre en términos relativos) de
la sostenida por NINO o por DWORKIN.

Pero, por otro lado, al plantearse la cuestión de sobre qué tipos de derechos
cabría ejercer un control judicial (podría actuar la justicia constitucional), la
postura de GAMA se aparta de manera bastante radical de la de WALDRON y es
del todo coincidente con la de DWORK1N; estaría incluso aquí más próximo a
DWORKIN que a NINO. O sea, al discutir los límites sustantivos que cabe impo-
ner al procedimiento democrático, y utilizando la distinción que efectuó DAHL
de tres tipos de derechos (simplificando: derechos políticos; derechos sus-
tantivos —en esta categoría se incluirían los derechos sociales—; y derechos
procesales —no vinculados al procedimiento democrático, sino a la noción de
debido proceso judicial—), GAMA llega al resultado de que WALDRON rechaza
que pueda limitarse cualquiera de esos tres tipos de derechos, mientras que
DWORKIN y él mismo admitirían límites a todos ellos, y NINO parecería ocupar
una posición intermedia: aceptaría el control en relación con la primera cate-

1 En el texto, Leopoldo GAMA habla en ocasiones de «instrumentalismo» para referirse a la po-


sición de autores como DWORKIN (que atribuyen a la democracia un valor puramente instrumental, no
sustantivo o final), de manera que, en ese sentido, el «instrumentalismo» se opondría al «procedimenta-
lismo» de WALDRON y de quienes otorgan un valor intrínseco al procedimiento democrático. Para evitar
malos entendidos (dada la proximidad semántica que en general parece existir entre «procedimentalis-
mo» e «instrumentalismo»), no voy a seguirle en ese uso.
18 PRÓLOGO

goría de derechos, no lo aceptaría en relación con la tercera, y no estaría clara


su postura a propósito de los de la segunda.
A primera vista, las afirmaciones anteriores pueden parecer sorprenden-
tes o incluso incoherentes (con respecto a las primeras), pero en realidad no
lo son, por lo siguiente. El núcleo del problema, para Leopoldo GAMA, no
reside en si cabe o no establecer límites sustantivos a la democracia, sino en
determinar quién ha de tener la última palabra al respecto. Y aquí, a diferencia
de NINO y de DWORKIN, GAMA considera que no deben ser los jueces; o, más
exactamente: «El modelo deliberativo equilibrado» propone en principio que
todas las decisiones sobre el contenido y alcance de los derechos están sujetas
a deliberación y decisión mayoritaria, pero abre la puerta también a que sean
discutidas «a través de un mecanismo judicial de control constitucional siem-
pre y cuando no posea siempre la última palabra». De manera que, cabría de-
cir, la solución que GAMA propone para lo que antes denominaba yo «dilema»
consistiría en algo así como en negar los términos del problema. O sea, no es
tan importante para él optar por el modelo de NINO o por el de DWORKIN; la
clave del asunto, en su opinión, no tendría que ver con aceptar o no un control
judicial (de la justicia constitucional) de los derechos sociales.
Y, planteadas así las cosas, lo que a Leopoldo GAMA le parece preferible
es un modelo de justicia constitucional débil, como el existente en Canadá, en
el que se establece una especie de «constitucionalismo dialógico» en el que
«ninguna institución posee el monopolio en la definición de los valores que
deben guiar a una comunidad», y en donde «la idea del diálogo institucional
es que el cuerpo legislativo y los tribunales colaboren en la definición del sen-
tido y alcance de los derechos». GAMA parece mostrarse incluso partidario de
una concepción «dialógica» como la sostenida por GARGARELLA, y según la
cual cabría aceptar «respuestas judiciales conversacionales que difieren de las
clásicas alternativas "ley válida" o "ley inválida", "ley constitucional" o "ley
inconstitucional"».
Bueno, yo no pretendo plantearle a Leopoldo GAMA un nuevo dilema.
Creo que su libro tiene un gran valor —lo repito— porque afronta con claridad
un problema fundamental (si no el problema fundamental) del constituciona-
lismo contemporáneo, y porque sugiere además una respuesta al mismo de
indudable interés. Pero sí quisiera formularle una serie de preguntas que a mí
me ha suscitado la lectura de su libro (con los nuevos añadidos) y que quizá
pudieran compartir otros lectores de la obra. Serían de este tenor: ¿Es realista
esa concepción dialógica del derecho a la que parece adherirse GAMA? ¿Puede
pensarse, sin incurrir en deformación ideológica, que el derecho (o la justicia
constitucional) consiste esencialmente en una gran empresa dialógica? ¿Dón-
de quedarían en ese esquema los elementos de poder y de conflicto? ¿Y sería
esa la mejor forma de garantizar los derechos sociales y el resto de los dere-
chos fundamentales de los individuos? Si una democracia no puede funcionar
PRÓLOGO 19

—no puede haber auténtica democracia sin un mínimo de homogeneidad


social (de efectividad de los derechos sociales), ¿es una buena estrategia para
lograr ese fin volver a situar a esos derechos en el campo de lo decidible ma-
yoritariamente?; ¿no parecería preferible algún tipo de blindaje constitucional
si verdaderamente se piensa que sin un mínimo de igualdad la democracia no
puede funcionar? Y aunque ese modelo de «constitucionalismo débil» quizá
pudiera resultar funcional en un país como Canadá, ¿no es imprudente tras-
ladarlo a países de características muy distintas (en los que, precisamente, no
existe la homogeneidad a la que antes me refería), como ocurre con los lati-
noamericanos y, en particular, con México? Si de lo que se trata es de asegurar
cierto equilibrio entre cabría decir— las razones autoritativas incorporadas
en los textos normativos aprobados por los órganos que son expresión de la
voluntad popular, y las razones sustantivas que podrían elaborar los tribunales
constitucionales, ¿no podría lograrse eso simplemente dando fuerza al princi-
pio interpretativo de deferencia al legislador o estableciendo una mayoría cua-
lificada para que un tribunal constitucional pueda declarar inválida una ley (tal
y como ocurre, por ejemplo, en México), en lugar de pretender que un tribunal
actúe como si no fuera un tribunal (prescindiendo del principio de bivalencia)?
Y en fin, ese constitucionalismo dialógico al que GAMA ve con tanta simpatía,
¿no tendría algo que ver con una teoría política tan poco recomendable como
el populismo? ¿Sería esa la mejor manera de concebir o de fundamentar—
la legitimidad política?
Desde luego, yo no tengo una respuesta clara a las anteriores preguntas.
Las entiendo, para utilizar la expresión que tanto le gusta a Josep AGUILÓ,
como «preguntas genuinas», como dudas que este interesante y desafiante li-
bro de Leopoldo GAMA le plantea al lector. Y constituyen también, creo yo, el
argumento más fuerte que pueda darse para recomendar la lectura de una obra
de teoría del derecho.
PREFACIO

En las páginas que siguen se abordan algunos problemas que preocupan a


los teóricos del derecho y de la política, como el fundamento de los derechos,
el valor de la democracia, la legitimidad de la justicia constitucional, etc. Pero
también se tratan interrogantes que inquietan a los juristas «prácticos», como
la interpretación de los derechos, los límites al poder democrático, el papel
de los jueces constitucionales en una democracia, entre otros. Algunas de las
respuestas que pueden ofrecerse a los retos que presentan los derechos, la
democracia y los tribunales constitucionales se abordan en este libro desde la
perspectiva de tres modelos de filosofía constitucional, cuya misión es ofrecer
una propuesta teórica plausible y convincente, capaz de articular de manera
coherente sus elementos integrantes y ofrecer a su vez una propuesta de diseño
institucional. Así pues, un modelo de filosofía constitucional tendría que ser
capaz de articular congruentemente una teoría de los derechos, de la demo-
cracia y del control judicial. Su éxito radicará en su capacidad para ajustar
sus componentes de modo tal que le sea posible diluir, en alguna medida, las
tensiones internas de la democracia constitucional. De tal suerte, se ofrecen en
este libro algunos argumentos para defender un modelo de constitucionalismo
deliberativo (denominado «equilibrado») que es compatible con la institucio-
nalización de esquemas de jurisdicción constitucional de carácter débil. Se
observará que la filosofía constitucional deliberativa se opone frontalmente al
constitucionalismo sustantivista (concurrente con esquemas institucionales de
jurisdicción constitucional fuerte) y al constitucionalismo procedimentalista
(coherente con sistemas de carácter parlamentario).

Vale decir que esta obra tuvo como origen la tesis doctoral sobre la legiti-
midad del control judicial de constitucionalidad que defendí en la Facultad de
Derecho de la Universidad de Alicante, España, ante un tribunal integrado por
22 PREFACIO

Juan Carlos BAYÓN, Pablo LARRAÑAGA, José Juan MORESO, Ángeles RÓDENAS
y Juan Ruiz MANERO. Como se mostrará a lo largo de este trabajo, abordar de
modo satisfactorio la cuestión sobre la legitimidad de la justicia constitucional
exige dar solución a algunas interrogantes previas —quizá más generales
que ameritaban en cierto sentido una reformulación de aquella investigación:
el problema relativo a la objeción contramayoritaria a la judicial review es
parte de una controversia más amplia que tiene sus raíces en el conflicto entre
dos tradiciones o ideales políticos de la modernidad. El ideal del liberalismo
—consistente en la limitación al poder en beneficio de los derechos— y el
ideal de la soberanía popular —propio de la tradición republicana—, los dos
ingredientes en tensión recogidos por un sistema de gobierno conocido como
democracia constitucional.
La democracia constitucional está comprometida, por un lado, con los va-
lores democráticos —entre los que destaca fundamentalmente la soberanía
popular—, y con el ideal del liberalismo político, que prescribe la limitación
del poder para evitar la arbitrariedad. Esta unión entre la democracia y los
mecanismos del constitucionalismo no es del todo pacífica, pues cuando estos
se robustecen traen consigo un debilitamiento del autogobierno y, viceversa,
fortalecer el ideal popular conduce a un ablandamiento del sistema de pesos
y contrapesos.

El constitucionalismo, entendido en un sentido muy restringido 1, repre-


senta el ideal del poder limitado a través de ciertos contenidos normativos
específicos, como el establecimiento de derechos fundamentales en una cons-
titución rígida y custodiada por la jurisdicción constitucional. Esta forma de
comprender el papel de una Constitución vendría a exigir que todas las pautas
de comportamiento, legales, jurisprudenciales y administrativas sean creadas
de conformidad con un derecho que está «por encima de las leyes» 2. Para
L. FERRAJOLI (2001: 53), el constitucionalismo se identificaría con el princi-
pio de estricta legalidad, es decir, con el «sometimiento también de la ley a
vínculos ya no solo formales sino sustanciales impuestos por los principios
y los derechos fundamentales contenidos en las constituciones». Nadie me-
jor que A. HAMILTON (2000: 332) para expresar la idea del poder limitado a
través de la Constitución que está en las raíces del constitucionalismo ame-
ricano:
todo acto de una autoridad delegada, contrario a los términos del mandato con
arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por tanto, ningún acto legislativo contrario a
la Constitución puede ser válido. Negar esto equivaldría a afirmar que el man-
datario es superior al mandante, que el servidor es más que su amo, que los
representantes del pueblo son superiores al pueblo mismo.

' Sobre los diversos sentidos de la expresión «constitucionalismo» véase COMANDUCCI (2002a).
2 Tomo la expresión de RADBRUCH (1971: 12).
PREFACIO 23

El control de los actos del poder legislativo se encomienda al poder judi-


cial: el menos peligroso (the least dangerous) de los tres poderes según HA-
MILTON para los derechos. De todos los poderes del Estado, es el judicial el
más confiable ya que «no posee fuerza ni voluntad, sino únicamente discer-
nimiento [...] es el más débil de los tres departamentos del poder» y tiene la
facultad de «declarar nulos todos los actos contrarios al sentido evidente de la
Constitución».

La democracia constitucional, también hace suyo el ideal del gobierno de-


mocrático según el cual, el poder es legítimo cuando descansa en el consenso
de sus destinatarios (BoBsio, 1996: 230). El poder debe ejercerse de confor-
midad con la voluntad de los gobernados', estos tienen el derecho a participar
en pie de igualdad en la toma de todas las decisiones que les afecten. Desde el
punto de vista democrático, la «libertad positiva» entendida como autodeter-
minación (también llamada «libertad de los antiguos»), posee un lugar central,
por no decir que es el criterio decisivo conforme al cual debe organizarse toda
sociedad. El ideal del autogobierno vendría a comprometernos con la idea de
que los ciudadanos poseen el derecho de darse a sí mismos las leyes que con-
sideren justificadas para regular la vida en sociedad. Desde este punto de vista,
todas las normas deben reflejar directa o indirectamente la voluntad popular y
deben ser el producto de un procedimiento en el que todos hayan podido par-
ticipar en condiciones igualitarias. En el fondo, el principio del autogobierno
vendría a exigir que toda controversia que medie en la sociedad sea decidida
democráticamente. Esto es de suma importancia para el tema que estamos tra-
tando ya que, si nos atenemos fielmente al principio democrático este exigiría
que, cuando los derechos y libertades básicas que gozan los individuos entren
en conflicto, las disputas acerca de su interpretación y alcances puedan ser
resueltas a través de métodos democráticos. En definitiva, el ideal de gobierno
popular vendría a exigir, para decirlo en términos rousseaunianos, que los
propios ciudadanos sean autores de las normas y principios que los gobiernen.

Debe tenerse en cuenta, además, que la expresión «constitucionalismo»


puede cobrar diversos significados más o menos robustos dependiendo de la
incorporación de ciertos elementos dentro del arreglo democrático constitu-
cional. Tendremos, por tanto, formas de constitucionalismo más o menos exi-
gentes o intensas. Un primer nivel vendría a darse mediante la incorporación
de las fórmulas: gobierno per leges y gobierno sub lege, que implican el ejer-
cicio del poder mediante la ley, así como la sujeción de los órganos del Estado
al derecho. Un segundo nivel de intensidad conceptual vendría dado por la
idea de un gobierno limitado a través de una Constitución. Otro nivel, aún
más amplio, exigiría la inclusión de normas generales, públicas, no retroac-

A lo largo del texto usaré en la medida de lo posible las formas masculina y femenina de los
pronombres para evitar la llamada «falsa neutralidad de género».
24 PREFACIO

tivas y estables. Asimismo, el concepto se fortalece al incluir el principio de


separación de poderes, pasando por la inclusión de una Constitución escrita.
Otro nivel conceptual más robusto se presenta mediante la incorporación de
arreglos institucionales más complejos y exigentes que incluyen, además de
restricciones formales al ejercicio del poder, límites materiales impuestos por
una carta de derechos. Finalmente, el concepto de constitucionalismo más
fuerte incluiría, además, mecanismos rígidos para la reforma de la Constitu-
ción y un control judicial de constitucionalidad'.
Uno de los mecanismos más importantes del constitucionalismo que pone
en tensión el ideal popular, es el control judicial de constitucionalidad, que en-
cuentra sus antecedentes históricos en dos modelos de justicia constitucional:
el norteamericano defendido por el juez John MARSHALL en el famoso fallo de
la Corte Suprema de los Estados Unidos al caso Marbury v. Madison (1803); y
el continental-europeo, institucionalizado a partir de la Primera Guerra Mun-
dial en las cortes constitucionales, las cuales cobrarían forma decisiva gracias
a la instauración de un Tribunal Constitucional ideado por H. KELSEN con
el objetivo de establecer un control abstracto de la constitucionalidad de la
legislación, adoptado inicialmente por Checoslovaquia (1920), luego Austria
(1920), Italia (1947) y Alemania (1947).
Ambos modelos toman como punto de partida el principio de supremacía
constitucional según el cual, por encima de las leyes ordinarias se encuentran
un conjunto de normas fundamentales superiores que deben custodiarse por
la judicatura. Desde este punto de vista, toda norma sancionada por el legis-
lador ordinario que sea contraria a la Constitución debe ser declarada incons-
titucional por un tribunal. Ello significa que el poder legislativo (congreso o
parlamento) está limitado por la Constitución. Paulatinamente, este modelo ha
sido recogido aunque con algunas diferencias notables en cada caso—, por
la mayoría de las Constituciones modernas: Grecia (1975), Portugal (1976),
España (1978), Perú (1979), Chile (1980), Polonia (1982), Hungría (1984),
Guatemala (1985), Brasil (1988), Costa Rica (1989), Colombia (1991), El
Salvador (1991), Paraguay (1992), Bolivia (1994), México (1994), Nicaragua
(1995), Ecuador (1996), Venezuela (1999), etcéteras.
A pesar de aquella feliz recepción en las Constituciones de muchos países
desarrollados (o en vías de desarrollo), el poder revisor de los jueces ha sido
atacado por algunos modelos teóricos que otorgan mayor valor a la democra-
cia. En particular, se ha argumentado que la revisión judicial (conocida en el
ámbito anglosajón como judicial review), presenta graves dificultades para su
justificación debido a su alto déficit democrático. La justicia constitucional
posee, como diría A. BICKEL en The Least Dangerous Branch, un «carácter

4 NINO (1997: 15-17) expone de ese modo la graduación del concepto de «constitucionalismo».
5 Para una reconstrucción histórica del constitucionalismo véase Ruiz MIGUEL (2004).
PREFACIO 25

contramayoritario». Al declarar la inconstitucionalidad de una ley sancionada


democráticamente, los jueces constitucionales interfieren con la voluntad ma-
yoritaria tal y como ha sido expresada a través de las instituciones representa-
tivas 6. En efecto, BICKEL (1962: 16-18) observa lo siguiente:
La dificultad fundamental es que la revisión judicial es una fuerza contra-
mayoritaria en nuestro sistema [...] cuando la Corte Suprema declara incons-
titucional un acto del poder legislativo o la de un ejecutivo electo, tuerce la
voluntad de los representantes de las personas reales de aquí y ahora; ejerce ese
control, no en nombre de la mayoría prevaleciente, sino en contra de ella. Eso
es lo que realmente sucede E...] la realidad esencial es que la revisión judicial
es una institución anormal en la democracia norteamericana.
La objeción contramayoritaria a la judicial review descansa en la idea de
que la legitimidad del Estado y de los actos de autoridad en general proviene
del respeto a la voluntad popular. Entonces, si aceptamos un compromiso con
el valor de la democracia y admitimos que la toma de decisiones a través de la
regla de la mayoría constituye un criterio fundamental para la acción política,
entonces el control judicial de constitucionalidad posee un problema grave de
justificación ya que terminaría frustrando la voluntad popular expresada en
las leyes. Como puede verse, el consenso de todos los destinatarios o de la
mayoría de ellos—, constituye, conforme a este punto de vista, el ingrediente
decisivo del gobierno democrático. L. TRIBE (1978: 48) resume claramente el
problema en las siguientes líneas:
en una sociedad política que aspira a una democracia representativa o al menos
a tener un sistema de representación popular, los ejercicios del poder que no
pueden encontrar una justificación última en el consenso de los gobernados
resultan muy difíciles, sino imposibles de justificar.
El carácter contramayoritario de la justicia constitucional se intensifica al
considerar una serie de factores clave l : a) que los miembros del tribunal cons-
titucional poseen menor legitimidad democrática de origen que los legislado-
res ya que no son elegidos mediante el voto de los ciudadanos', b) el carácter
altamente controvertible de la interpretación de las cláusulas constitucionales
que consagran derechos fundamentales, y c) el grado de rigidez constitucional

6 Una excelente monografía dedicada al análisis de The Least Dangerous Branch con trabajos de
T. NAGEL, M. TUSHNET, entre otros, se encuentra en K. WARD y C. CASTILLO (2005).
Sobre los rasgos que contribuyen a afianzar el carácter contramayoritario del control judicial
véanse BAYÓN (2004: 69-73); FERRERES (1997: 42-46); GARGARELLA (1996: 55-57) y A. MARMOR
(2006: 92-94).
8 Naturalmente, si los jueces constitucionales son designados por los miembros del parlamento
entonces mayor será su legitimidad democrática de origen; lo mismo podrá decirse si, en lugar de ocu-
par cargos vitalicios, ocupan cargos temporalmente limitados (aunque hay una discusión sobre las bon-
dades de la duración prolongada en el encargo). No obstante, como señala FERRERES (1997: 43): «La
distancia que existe [...] entre el grado de democraticidad de los procesos de elección de la asamblea
legislativa y el de los procesos de selección de los jueces constitucionales es suficiente para justificar
que [la objeción contramayoritaria] se tenga en cuenta».
26 PREFACIO

que hace difícil al parlamento contrarrestar, mediante el mecanismo de refor-


ma constitucional, una eventual decisión por parte del tribunal constitucional.
Concentrémonos en los dos últimos factores que contribuyen a reforzar la
dificultad contrarnayoritaria.
Uno de los papeles principales que cumple toda Constitución escrita es
remover las decisiones político-morales relevantes de la política ordinaria.
La técnica usada en las Constituciones modernas para tal efecto es estable-
cer derechos fundamentales haciendo uso de un lenguaje vago y abstracto.
Pues bien, se puede decir siguiendo a J. C. BAYÓN 9 que, en tanto la vaguedad
y la abstracción estén presentes en las cláusulas constitucionales que con-
sagran derechos fundamentales (sobre cuyo contenido pueden ofrecerse di-
versas interpretaciones), mayor será el poder que posea el órgano de control
constitucional, ya que este tendrá en sus manos la definición de los contornos
impuestos por las cartas de derechos al legislador ordinario 10. En otras pala-
bras, puede afirmarse que, a mayor abstracción y vaguedad de las cláusulas
constitucionales, mayor indeterminación noimativa, mayor controvertibilidad
en la interpretación de ese documento y mayor poder en manos de los jueces
constitucionales. Por estas razones, recordemos la advertencia de H. KELSEN:
no es imposible que un Tribunal constitucional llamado a decidir sobre la cons-
titucionalidad de una ley la anule por el motivo de ser injusta, siendo la justicia
un principio constitucional que el Tribunal debe consiguientemente aplicar.
Pero, en ese caso, el poder del Tribunal sería tal que habría que considerarlo
simplemente insoportable. La concepción de la justicia de la mayoría de los
jueces de ese Tribunal podría ser completamente opuesta a la de la mayoría
de la población y lo sería, evidentemente, a la mayoría del Parlamento que
hubiera votado la ley. Va de suyo que la Constitución no ha querido, al emplear
un término tan impreciso y equívoco como el de justicia u otro similar, hacer
depender la suerte de cualquier ley votada en el Parlamento del simple capri-
cho de un órgano colegiado compuesto, como el Tribunal Constitucional, de
una manera más o menos arbitraria desde el punto de vista político. Para evitar
un desplazamiento semejante —ciertamente no querido por la Constitución y
contraindicado políticamente— del poder del Parlamento a una instancia que
le es ajena y que puede transformarse en representante de fuerzas políticas muy
distintas de las que se expresan en el Parlamento, la Constitución debe, espe-
cialmente si crea un Tribunal Constitucional, abstenerse de todo este tipo de
fraseología y, si quiere establecer principios relativos al contenido de la leyes,
formularlos del modo más preciso posible (KELSEN, 1988: 143).
La rigidez constitucional también influye en el carácter contramayoritario
de la judicial review. Una Constitución es rígida cuando, para su modificación
o reforma, prevé mecanismos más complejos o exigentes que el procedimiento

9 BAYÓN (2004: 6).


'O Como señala acertadamente GARGARELLA (1996: 59), «a través de su inevitable tarea interpre-
tativa, los jueces terminan, silenciosamente, tomando el lugar que debería ocupar la voluntad popular».
PREFACIO 27

ordinario para la creación de las leyes, por eso la rigidez constitucional se pre-
senta en diverso grado en cada caso concreto ' 1: a) el grado máximo de rigidez
se presenta para aquellas Constituciones que excluyen la reforma o modifica-
ción de algunas cláusulas constitucionales 12; b) en otro nivel de rigidez, aún
estricto, se encuentran las Constituciones que exigen procedimientos excesi-
vamente agravados para la reforma constitucional"; c) otro grado de rigidez
presentan las constituciones que combinan la exigencia de una mayoría cuali-
ficada junto con una cláusula de enfriamiento, o la de mayoría cualificada con
referéndum, o bien, una cláusula de enfriamiento seguida de referéndum";
d) son Constituciones menos rígidas las que exigen únicamente una mayoría
cualificada; la aprobación de la reforma mediante mayoría simple seguida de
cláusula de enfriamiento y las que exigen simplemente un referéndum para la
aprobación de la reforma, y e) finalmente, el grado de rigidez menos exigente
vendría a darse en aquellos sistemas que solo exigen la aprobación por mayo-
ría simple para la reforma de la Constitución.

La rigidez de una Constitución impone más peso a la objeción contrama-


yoritaria: cuanto más exigente sea el proceso de reforma más problemático
será otorgarle al órgano de control la última palabra acerca de la determina-
ción de los contenidos constitucionales que funcionan como límites al poder
parlamentario. Ello se debe a que, existiendo discrepancia entre el legislador
ordinario y el tribunal constitucional acerca del modo conecto en el que de-
ben interpretarse las disposiciones constitucionales que consagran derechos
fundamentales —y que, vale decirlo de nuevo, determinan el alcance real del
poder mayoritario , será difícil en la práctica poder neutralizar una eventual
decisión judicial enmendando la Constitución 15. Por el contrario, frente a una

11 Sigo a LAPORTA (2001).


12 Tal es el caso, por ejemplo, de la Constitución alemana y francesa: la Constitución alemana
no prevé mecanismos para la reforma de los derechos fundamentales o de la organización federal del
estado, La forma republicana de gobierno es irreformable por lo que respecta a la Constitución francesa.
15 La Constitución española cuyo art. 168 exige para la reforma constitucional la aprobación por
mayoría de dos tercios de las dos cámaras legislativas, convocatoria para nuevas elecciones, nueva
aprobación por una mayoría de dos tercios de ambas cámaras y referéndum.
I' Ejemplo de mayoría cualificada y cláusula de enfriamiento lo ofrece la Constitución italiana
cuyo art. 138 prevé para la reforma de la Constitución la aprobación por mayoría absoluta o de dos
tercios de cada cámara, seguida de dos deliberaciones entre las que medie no menos de tres meses;
debe notarse que para la aprobación de una reforma a la Constitución de ese país puede ser necesario
un referéndum si algún miembro de las cámaras lo solicita. Por otro lado, el art. 167 de la Constitución
española combina la exigencia de mayoría cualificada y referéndum, mientras que el art. 88 de la Cons-
titución danesa establece una cláusula de enfriamiento seguida de referéndum.
15 Se puede argumentar que la enmienda constitucional no constituye el único medio al alcance
del parlamento para poder contrarrestar una decisión por parte del juez constitucional. Se ha dicho, por
ejemplo, que ese órgano tendría a la mano la posibilidad de dictar una ley con el mismo contenido —o
con uno similar— al que fue declarado inválido por el órgano de control constitucional, lo que FERRE-
RES (2001) denomina «respuesta legislativa». Sin embargo, aun cuando pueda admitirse esa posibilidad
(que depende del diseño institucional o a la cultura jurídica imperante), lo cierto es que, como señala
BAYÓN (2004: 72-73), lo importante desde el punto de vista del gobierno democrático no solo es «qué
prevalece» sino también «el momento en que prevalece». Es decir, que aún resta por justificar convin-
28 PREFACIO

Constitución flexible, la objeción democrática a la justicia constitucional no


se presenta en el mismo grado ya que no hay obstáculos para que la opinión
mayoritaria prevalezca.
Un compromiso firme con el ideal democrático genera ciertas reticencias
para admitir que los jueces traten con carácter exclusivo y excluyente cuestio-
nes sustantivas que polarizan una sociedad. La dificultad contramayoritaria,
como se verá más adelante, ataca no solo al control judicial de constitucionali-
dad sino también a todo tipo de límites constitucionales impuestos al poder ma-
yoritario. Además, como se apuntó recientemente, existen desacuerdos acerca
del modo correcto como pueden interpretarse las cláusulas constitucionales
que consagran derechos fundamentales, entonces los mecanismos del constitu-
cionalismo para controlar los alcances del poder parlamentario exigen articular
un modelo que permita aliviar las tensiones de la democracia constitucional.
En el ámbito jurídico hispano-latinoamericano la objeción contramayo-
ritaria a la justicia constitucional ha tenido escaso arraigo. Los críticos a los
mecanismos del constitucionalismo se cuentan prácticamente con los dedos
de una mano. En la cultura jurídica hispanoamericana se asume sin más que el
verdadero protagonista en la defensa de los derechos se viste de toga y se tien-
de a «asumir acríticamente que fuera de los mecanismos específicos del Esta-
do constitucional no hay esperanza para los derechos, inermes ante la amena-
za de la mayoría» (BAYóN, 2004: 37). J. WALDRON decía con cierta razón que
los teóricos del derecho y aquí podríamos incluir también a gran parte de
los estudiosos del fenómeno jurídico— se han volcado con cierta insistencia al
análisis de la actuación de los jueces, los tribunales y el razonamiento judicial.
Añadía que, de ese modo, quedan relegados otros aspectos importantes del
derecho como el valor de la legislación y de los órganos representativos en so-
ciedades plurales como la nuestra. Me temo que ese diagnóstico sigue siendo
cierto a día de hoy y que es aún más dramático en el caso de algunos países
latinoamericanos. Usando palabras de WALDRON estamos «intoxicados de tri-
bunales y cegados a casi todo lo demás por los encantos de la justicia constitu-
cional». En países como México y gran parte de Latinoamérica, la irradiación
del llamado control de convencionalidad ha sido muy intensa, hasta el punto
que ha causado una fiebre inusitada: la fiebre interamericana. El inconveniente
es que esa fiebre puede provocar acercamientos acríticos, parciales y precipi-
tados a los problemas jurídicos que se nos presentan. Motiva a hacer uso des-
cuidado de algunas herramientas conceptuales y métodos interpretativos que
todavía siguen causando amplios debates, incluso entre los expertos.
Sin embargo, lo cierto es que es discutible que los derechos fundamentales
estén mejor custodiados en democracias que cuenten con un control judicial

centemente por qué debe prevalecer la opinión del tribunal constitucional por encima de la opinión que
el parlamento pueda tener acerca del sentido y alcances de los derechos fundamentales.
PREFACIO 29

de las leyes. R. DAH-C 6 señaló desde hace un tiempo que de veintiún poliar-
quías estables solo trece poseen alguna forma de control judicial de consti-
tucionalidad, como los Estados Unidos de América, en donde los tribunales
gozan de un amplio poder. Señaló además que otros países que cuentan con
justicia constitucional son, por lo regular, muy cautos en invalidar las leyes
sancionadas por un congreso. Además, consideró que para demostrar el ca-
rácter esencial de la justicia constitucional como instrumento para proteger
derechos humanos deben probarse una de dos cosas según DAHI. (1989: 188):
o que los países democráticos que carecen de tal mecanismo no son realmente
democráticos o no lo son lo suficientemente, o bien que en ellos los derechos
no están bien protegidos. Lo cierto es que no se ha probado que países como
Holanda o Nueva Zelanda (que carecen de judicial review) u otros como No-
ruega y Suecia (donde es ejercido raramente y de forma muy restringida) o
Suiza (donde solo se aplica a la legislación cantonal) sean menos democráti-
cos que otros donde la justicia constitucional se ejerce con gran fuerza. Por lo
demás, señala que es necesario escapar de la «visión estrecha» según la cual la
judicatura debe «rutinariamente confrontar y remodelar la sociedad» y aceptar
la capacidad de las instituciones no judiciales para afrontar esa tarea.

Los cuatro capítulos que siguen analizan el constitucionalismo en tres mo-


delos. Me enfoco en las propuestas más significativas y desarrolladas que se
han articulado en la literatura filosófico-jurídica para comprender de modo
unitario las formas de interacción entre los derechos, la democracia y la judi-
cial review. Haré referencia entonces a un modelo filosófico entendido como
un proyecto que desarrolla: una teoría para dar fundamento a los derechos
individuales, una concepción sobre el gobierno democrático y una filosofía
judicial o propuesta sobre el papel de los tribunales constitucionales. Son pues
esquemas que erigen una «teoría comprehensiva» al modo como la concibe
R. DWORKIN. Su libro A Matter of Principie esboza en una nota lo que po-
dría considerarse como la radiografía de toda teoría política «completa»: una
estructura cuyos elementos están relacionados sistemáticamente y que está
integrada por posiciones jurídico-políticas muy concretas que son resultado de
posiciones más abstractas, las cuales, a su vez, son consecuencia de posiciones
aún más abstractas. Es en este sentido de «completitud» como se entienden los
modelos de filosofía constitucional que aquí se presentan.

En particular, me aproximaré a analizar tres modelos de filosofía constitu-


cional: el constitucionalismo sustantivista (capítulo I), el constitucionalismo
procedimentalista (capítulo II), y el constitucionalismo deliberativo (capítu-
lo III), que identifico respectivamente con las teorías de R. DWORKIN, J. WAL-
DRON y C. S. NINO. A mi juicio, las concepciones desarrolladas por estos au-
tores en varios de sus trabajos proveen elementos teóricos de gran interés para

16 DAHL (1989: 188).


30 PREFACIO

la comprensión del fenómeno constitucional, y ofrecen algunas de las líneas


principales de discusión en torno a las cuales ha girado el debate acerca de la
compatibilidad entre los mecanismos constitucionales y la democracia. De
hecho, se ha señalado que los modelos sustantivista y procedimentalista son
«puntos canónicos de referencia respecto a los cuales muchos participantes en
este debate definen sus propios puntos de vista» (SADURSKI, 2002: 277).
El contenido del libro de modo muy somero es el siguiente:
En el primer capítulo se analiza el modelo de constitucionalismo sustan-
tivista ofrecido por DWORKIN. Sin lugar a dudas, puede decirse que la con-
cepción de este autor representa la postura estándar para la justificación de
la democracia constitucional y de los mecanismos del constitucionalismo de-
mocrático. Se subrayará que el modelo sustantivista ofrece una interesante
justificación de los mecanismos constitucionales articulada dentro de una con-
cepción sustantiva. Se intentará, entre otras cosas, trazar las diferencias entre
esa concepción y la procedimental en la versión de J. H. ELY. El punto clave
para comprender tales contrastes puede resumirse así: para ELY, las precondi-
ciones de la democracia incluyen únicamente derechos de tipo procedimental,
como el derecho al voto, la asociación política, etc. En cambio, para DWORKIN
las precondiciones de la democracia envuelven tanto derechos de tipo proce-
dimental como derechos de tipo sustantivo. La democracia es entendida como
un sistema de gobierno que debe satisfacer una condición fundamental: tratar
a los ciudadanos con igual consideración y respeto. El principio de equal con-
cern and respect puede considerarse el criterio moral central que constituye la
base político-moral de toda la construcción teórica del sustantivismo dworki-
niano. Por otro lado, entender la diferencia entre una concepción meramente
mayoritaria de la democracia y una concepción «asociativa» o «comunitaria»
de la misma, es la clave para comprender la postura de DWORKIN frente a la
legitimidad de la judicial review. El control judicial, para el constituciona-
lismo sustantivista, es una institución encargada de velar por la calidad de
los resultados del procedimiento democrático: las leyes deben respetar ciertos
contenidos sustantivos para que pueda predicarse su legitimidad y para que
una sociedad pueda ser considerada como una «comunidad de iguales». Como
se expondrá en su momento, el acercamiento de DWORKIN al problema de la
legitimidad polftica es de tipo instrumental: debemos escoger aquel esquema
para la toma de decisiones que sea capaz de ofrecernos las mejores respuestas
desde el punto de vista sustantivo. En ese sentido, el foro judicial posee mejo-
res posibilidades de ofrecer respuestas correctas a nuestros desacuerdos sobre
los derechos fundamentales.
El capítulo segundo expone la crítica al constitucionalismo sustantivista
dirigida por el modelo procedimentalista en la versión de J. WALDRON, uno de
los autores que con mayor empeño se ha mostrado renuente a la aceptación
de la legitimidad democrática de la judicial review. WALDRON, fundamental-
PREFACIO 31

mente, rechaza la orientación sustantivista de DWORKIN bajo el argumento


de la presencia de graves, profundos e irremediables desacuerdos sustantivos
que ponen en cuestión toda orientación que se enfoque en el valor instrumen-
tal de un esquema de decisión. En efecto, es la tesis de las «circunstancias
de la política» la que representa el eje de la crítica waldroniana al consti-
tucionalismo sustantivista: la existencia de desacuerdos, y la necesidad de
tomar decisiones vinculantes para todos los individuos, requiere atenernos
únicamente a criterios meramente procedimentales para la toma de decisio-
nes. Por tanto, no será ya la cuestión acerca de qué decisión debe prevalecer
sino la cuestión acerca de quién y cómo deben decidirse las controversias
jurídico-políticas. Ante la pregunta de qué procedimiento es apto para hacer
frente a las circunstancias de la política, la respuesta de WALDRON es bastante
clara: los parlamentos, gracias al modo como están estructurados, constitu-
yen los mejores foros para solventar los inevitables desacuerdos sustantivos.
Son cuatro los rasgos fundamentales que, a juicio del modelo, poseen los
parlamentos modernos y que están conectados con el carácter autoritativo de
la legislación: su tamaño o número; la diversidad de sus miembros; su some-
timiento a un procedimiento determinado; y su carácter deliberativo. En ese
mismo capítulo se expondrá que el peso del derecho de participación política
(calificado por WALDRON como el «derecho de los derechos»), se encuentra
en la base de la crítica waldroniana al control judicial y a los mecanismos del
constitucionalismo. El derecho de participación cuestiona la legitimidad de
la justicia constitucional ya que impide a los ciudadanos resolver por ellos
mismos los desacuerdos que los dividen. En definitiva, el procedimiento de-
mocrático es el único que toma en cuenta, en igualdad de consideraciones, las
opiniones de todos los involucrados. La crítica de WALDRON al constitucio-
nalismo fuerte dworkiniano se funda también en una concepción basada en
los derechos para la cual las personas poseen capacidad para autogobernarse
tanto en la esfera privada como pública, por lo que vendría a ser algo así como
una rights-based critic al constitucionalismo sustantivista. Por otro lado, debe
tomarse en cuenta que, como ELY, WALDRON defiende una concepción proce-
dimentalista de la democracia. Sin embargo, a diferencia de aquel, el procedi-
mentalismo waldroniano excluye todo tipo de límites al poder mayoritario y,
por tanto, queda descartado el control judicial de constitucionalidad, no solo
por lo que se refiere a los derechos sustantivos sino también respecto a los
derechos de tipo procedimental.
En el tercer capítulo examino el constitucionalismo deliberativo en la ver-
sión desarrollada por C. NINO. Este autor ofrece una teoría muy bien articula-
da del constitucionalismo que incluye un proyecto para fundamentar los de-
rechos, una teoría de la democracia y de la constitución y una posición frente
a la legitimidad del control judicial de constitucionalidad. En esta sección se
destaca que son tres las ideas clave para comprender a fondo la postura teórica
de NINO frente a la democracia constitucional: la tesis de la conexión justifica-
32 PREFACIO

tiva entre derecho y moral en virtud de la fuerza justificativa de los derechos;


la tesis sobre el vínculo entre la moral y política que implica el paso de la
práctica del discurso moral a su sucedáneo, el procedimiento democrático;
y la tesis de la relación entre el derecho y la política a la luz de un concepto
de constitución como práctica social que se rige por una racionalidad espe-
cífica. Una de las piezas centrales de la teoría constitucional de NINO, y que
permite entender su postura frente al control judicial de constitucionalidad,
es su concepción deliberativa de la democracia: a juicio del jurista argentino,
la deliberación e intercambio de puntos de vista entre todos los participantes
imprime en las leyes un cierto valor (epistémico). En virtud de ello, las nor-
mas de origen democrático ofrecen razones para creer en su corrección moral.
Así las cosas, dicho valor correspondiente a los procesos democráticos que
se ajustan al ideal deliberativo excluye, en principio, el control judicial de las
leyes. No obstante, NINO considera justificada la intervención de los tribunales
constitucionales en tres casos muy específicos y delimitados: para garantizar
el cumplimiento de las condiciones procedimentales de la democracia; para
la defensa de la autonomía personal y el rechazo del perfeccionismo moral
de estado; y para la preservación de la práctica constitucional vigente. Un
modelo deliberativo alberga la aspiración de ofrecer lo mejor de dos mundos.
Pretende edificar un modelo de legitimidad política que supere las diferencias
que separan al procedimentalismo y al sustantivismo. Uno y otro difieren en el
fondo respecto a si el procedimiento tiene preeminencia sobre los resultados
correctos o bien, si estos poseen prioridad sobre el procedimiento (GUTMAN-
THOMPSON, 1996: 27). Integrar el valor intrínseco de un esquema de decisión
y equilibrarlo con su valor instrumental es, en el fondo, el reto del modelo
deliberativo.
El capítulo cuarto pretende establecer la ruta hacia un modelo que lla-
maré «equilibrado» de filosofía constitucional, anclado esencialmente en el
constitucionalismo deliberativo. Inicia explorando la correspondencia entre
los modelos analizados y los esquemas de justicia procesal en la teoría de
J. RAWLS. Mi preocupación fundamental en este punto será poder ofrecer una
respuesta, sobre bases más generales, a la tensión entre la forma y la sustan-
cia o entre el valor intrínseco e instrumental de un esquema político. Dis-
tinguiré un cuarto tipo de justicia procesal que permitiría equilibrar el valor
intrínseco e instrumental, por un lado y, por otro, intemalizar, la presencia de
desacuerdos sustantivos en el constitucionalismo deliberativo. Sobre esa base
se ensaya un cauce para escapar de la paradoja de las precondiciones de la
democracia. Finalmente, se desarrolla la filosofía judicial que, a mi modo de
ver, se desprende de las premisas del constitucionalismo deliberativo, tratando
de responder al problema recurrente de la objeción contramayoritaria a la jus-
ticia constitucional y de la «última palabra», sobre las bases de un modelo de
constitucionalismo que se identifica, en cuanto a su institucionalización, con
un esquema de justicia constitucional de carácter débil.
PREFACIO 33

Mientras más tiempo tardaba en sacar adelante este trabajo para su pu-
blicación más deudas intelectuales y morales se iban apilando en mi camino.
Empezando por Manuel ATIENZA y Josep AGurLÓ, mis directores de tesis, a
quienes les debo mi más profundo agradecimiento por acogerme con gran
generosidad y durante una larga estancia en el Departamento de Filosofía del
Derecho de la Universidad de Alicante en donde, prácticamente, nada me fal-
tó. Manolo, además de impulsarme pacientemente durante todos estos años a
terminar con este proyecto editorial, ya me había hecho el honor de redactar
un prólogo mucho antes de que el libro cobrara su forma final y de que me
enfrascara en la ardua tarea de replantear algunos puntos. Asimismo, debo
un reconocido agradecimiento a todos los integrantes del grupo alicantino de
Filosofía del Derecho: Juan RUIZ MANERO, Daniel GONZÁLEZ LAGIER, Án-
geles RÓDENAS, Juan Antonio PÉREZ LLEDÓ, Isabel LIFANTE, MaCari0 ALE-
MANY y Victoria ROCA, quienes me hicieron sentir en su ciudad como en mi
propia casa. Especialmente Victoria y Ángeles muchas veces me permitieron
robarles tiempo para discutir tantos temas (especialmente sobre la teoría de
Carlos NiNo) que aún sigo en proceso de comprender a cabalidad. A Roberto
GARGARELLA le debo mi más sentida gratitud por dirigir mi atención hacia
los problemas y los autores que debían tomarse en cuenta para este trabajo.
Tuve el privilegio de recibir comentarios valiosos del sínodo que evaluó mi
tesis doctoral. La discusión que se generó entre estos importantes autores de
la Filosofía del Derecho hispana y sus comentarios hacia mi trabajo fueron
de gran utilidad, de modo que pude repensar muchas de las ideas que sostuve
en aquella investigación. Asimismo, me beneficié significativamente de los
comentarios y recomendaciones que recibí por parte de los peer reviewers de
la serie Filosofía y Derecho de Marcial Pons que dictaminaron favorablemen-
te estas páginas. No quisiera dejar de mencionar a Gustavo CARCA, a quien
le debo mi incursión en la Filosofía del Derecho; a Rodolfo VÁZQUEZ, por
impulsarme generosamente a continuar mi doctorado en Alicante y a Reyes
RODRÍGUEZ por brindarme tantas oportunidades de crecimiento intelectual y
profesional. Asimismo, el trabajo de investigación que desarrollé en España
sería impensable sin la ayuda económica que recibí por parte de la Fundación
Bancaja y de la Fundación Caja de Madrid. Mi agradecimiento especial se
dirige al Congreso de los Diputados de España por honrarme con una beca
de investigación que disfruté los dos últimos años de mi estancia. Finalmente,
durante largos años le prometí a Ana que terminaría este libro. Su culmina-
ción (que coincidió con el nacimiento de nuestra pequeña Ana Paula) no es en
absoluto manifestación de alguna virtud mía sino, más bien, un efecto de su
enorme paciencia y cariño.
CAPÍTULO I
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA

1. INTRODUCCIÓN

El presente capítulo tiene por objeto adentrarse en un segmento de la extensa


obra desarrollada por R. DWORKIN1 con el fin de presentar una reconstrucción
unitaria de las piezas que componen su modelo de democracia constitucional.
Antes de emprender esa tarea, es pertinente aclarar que la propuesta de este autor
acerca de la democracia, los derechos, la justificación de la justicia constitucio-
nal, la interpretación constitucional, etc., forma parte de una empresa intelectual
compleja, de alcances sumamente amplios y que fue erigida a lo largo de muchos
años. Esa complejidad de la obra dworkiniana se debe, en parte, a sus aspiracio-
nes holistas en donde las esferas del derecho, la política y la moral se encuentran
mutuamente relacionadas. Da prueba fiel de su aspiración filosófica unitaria el
libro Justice for Hedgehogs, publicado antes de su muerte en el año 20132.
En las páginas que siguen se exploran las líneas argumentivas desarrolla-
das por DWORKIN para defender su modelo sobre los derechos, la democracia

1 El primer artículo de DWORKIN titulado «Liberty and Moralism» se publicó en el año 1966
en The Yale Law Journal y fue recogido posteriormente como capítulo décimo de DWORKIN (1977).
A partir de ese momento, puede decirse que el autor continuó con una extensa e incansable labor de
publicación tanto en revistas especializadas como en la New York Review of Books, para la cual escribía
con cierta frecuencia.
2 La apuesta de Justice for Hedgehogs (R. DWORKIN, 2011) es articular una teoría jurídico-política
convincente y atractiva que ofrezca una justificación de todos sus valores subyacentes. Defiende así
una teoría unificada del valor —jurídico, político, moral y ético— en donde los conceptos relevantes
en cada uno de esos campos (tales como libertad, igualdad, responsabilidad, derechos, interpretación,
democracia, etc.), no entran en conflicto unos con otros, sino que se apoyan mutuamente para integrar
un todo coherente y consistente.
36 LEOPOLDO GAMA

y el papel de los jueces constitucionales. El constitucionalismo sustantivista


de DWORKIN podría dibujarse a grandes rasgos del siguiente modo: los dere-
chos son los contenidos valorativos abstractos delineados en la Constitución.
Su fin es imponer límites al poder mayoritario. Bajo esa premisa, la justicia
constitucional se presenta como el arreglo institucional apropiado para ase-
gurar esos contenidos, es decir, las condiciones sustantivas que deben regir
la toma de decisiones en toda sociedad democrática. Así las cosas, afirmaría
DWORKIN, la intervención de los jueces constitucionales mejorará la calidad
de las decisiones colectivas.
La propuesta en el fondo es que todo esquema para la toma de decisiones
(como aquel que incluya un sistema de derechos, un régimen democrático y
un mecanismo judicial para la protección de derechos) será legítimo en vir-
tud de su apego a los valores sustantivos y no simplemente en razón de su
forma. Por tanto, cuando se observan de ese modo los mecanismos del cons-
titucionalismo destinados al control de las decisiones democráticas, estos se
nos presentan como una suerte de controles de calidad de los resultados del
procedimiento democrático.
Las anteriores ideas, que resumen de modo muy breve la propuesta dwor-
kiniana de democracia constitucional, serán analizadas atendiendo al siguien-
te orden:
1) En primer lugar, se expone de manera general el problema de la re-
lación no siempre pacífica entre los valores del constitucionalismo y las exi-
gencias de la democracia, tal y como se observa desde el contexto de la obra
de DWORKIN.
2) A continuación, se analiza el principio de igual consideración y res-
peto (equal concern and respect) ya que es importantísimo en el modelo sus-
tantivista, pues los derechos fundamentales considerados en su conjunto re-
presentan exigencias más concretas de este ideal.
3) Una vez examinado lo que es para el modelo sustantivista el funda-
mento moral de todas las exigencias a cargo del Estado, debe analizarse la
concepción de los derechos como «triunfos» y su función como mecanismos
para limitar el poder político.
4) Posteriormente se estudia la concepción de la democracia ofrecida
por este modelo. Se trata de una propuesta sustantiva que se opone a una
concepción formal o procedimental del poder mayoritario. Según DWORKIN
este modo de entender la democracia es más consistente con una propuesta
constitucional preocupada por la calidad de las decisiones estatales a la luz de
los derechos fundamentales.
5) A continuación, se explora el papel que otorga el constitucionalismo
sustantivista a la justicia constitucional. Se inicia con el análisis del debate
ELY-DWORKIN que pone sobre la mesa dos versiones distintas de pensar la
justicia constitucional. Posteriormente se enfrenta la problemática relativa a
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 37

su legitimidad democrática. Se observará que para DWORK1N los tribunales


constitucionales son más aptos para proteger derechos fundamentales.
6) En el último apartado se expone la concepción de la interpretación
constitucional desarrollada por este modelo y la forma como los jueces cons-
titucionales deben echar mano de argumentos morales para la solución de los
casos constitucionales.

2. CONSTITUCIONALISMO Y DEMOCRACIA

Desde la aparición de Taking Rights Seriously a mediados de los años


setenta DwoRKIN se mantuvo como uno de los representantes paradigmáticos
de una corriente teórica que hoy se identifica como «constitucionalismo»: una
concepción del derecho propia de los Estados constitucionales>. El constitu-
cionalismo se suele caracterizar por una serie de rasgos centrales entre los que
se destacan los siguientes: a) la Constitución adquiere una especial relevan-
cia debido al carácter predominantemente normativo o vinculante de todas
las disposiciones jurídicas que contiene', de tal suerte que puede aplicarse
directamente por los órganos de aplicación del derecho; b) el texto constitu-
cional incluye un conjunto de disposiciones que poseen un específico conte-
nido material en virtud de los derechos que consagra («sustancialización» de
la Constitución); c) como consecuencia, la validez normativa se entiende en
términos sustantivos y no meramente formales; d) los principios desempeñan
un papel fundamental para comprender la estructura del derecho, estos operan
en el razonamiento judicial de manera diversa a las reglas por lo que, en caso
de conflicto, es necesario efectuar una «ponderación» o balance de razones
para determinar cuál debe prevalecer en un caso concreto; e) la interpreta-
ción de la Constitución posee un carácter diverso a la de cualquier otro texto
normativo («especificidad» de la interpretación constitucional); f) existencia
de una cierta conexión entre el derecho y la moral, y g) la integración entre
las distintas esferas de la racionalidad práctica (derecho, moral y política).

DWORKIN (1995: 2) señaló en discusión con J. HABERMAS que el «constitucionalismo» debe


entenderse como «un sistema que establece derechos individuales que no pueden ser invalidados por la
legislatura dominante». Junto con DWORKIN, se suelen agrupar a autores como N. McCoRmicx, J. RAZ,
R. ALEXY, C. S. 1\11m) y L. FERRAJOLI, véase ATIENZA (2001: 309). Además de la etiqueta «paradigma
constitucionalista» también se han usado en la literatura jurídica otras expresiones no necesariamente
equivalentes (y hasta equívocas) para agrupar indiscriminadamente a estos autores como «neoconstitu-
cionalistas», «constitucionalismo contemporáneo» o simplemente «constitucionalismo», véanse PRIETO
(1997 y 2003a), PozzoLo (1998), COIVIANDUCCI (2002b), Actuó (2004), BARBERIS (2006). ATIENZA
(2016) ha señalado que la confusión generada por el término «neoconstitucionalismo» se debe a «una
serie de ambigüedades que arrastra el término más o menos obvias», razón por la cual valdría la pena
desterrar esta etiqueta para referirse a autores que, bajo un examen cuidadoso, poseen en el fondo gran-
des (e insalvables) diferencias.
4 Se abandona la categoría de «normas programáticas» con las que se identificaban ciertos enun-
ciados de la Constitución por contener meros programas políticos, recomendaciones o aspiraciones sin
valor vinculante, véase GuAsTm (2006: 239 y ss.).
38 LEOPOLDO GAMA

Algunos de estos elementos están presentes, cabe adelantar, no solo en la teo-


ría constitucional de DWORKIN sino también en la de C. NINO y otros autores
como R. ALEXY.
Un rasgo significativo del constitucionalismo sustantivista es la relación
que se subraya entre la democracia y los mecanismos de garantía: una carta
de derechos y un sistema judicial para la revisión de las leyes. Para el mode-
lo de DWORKIN un gobierno democrático sin un sistema de control judicial
de la Constitución sería un esquema incompleto para la toma de decisiones
por lo que los derechos, la democracia y el control judicial son tres elementos
interrelacionados entre sí. Esto es posible en virtud de una idea constante en
los escritos de DWORKIN: la tesis según la cual los derechos individuales son
«cartas de triunfos» (trump cards) que los ciudadanos pueden hacer valer fren-
te a la mayoría democrática'.
Concebir los derechos como triunfos significa otorgarles el papel de lí-
mites o barreras al ejercicio del poder. Si esto es así, entonces esos derechos
no podrán ser invalidados por la mayoría y, sobre todo, su custodia no podría
confiarse a los procesos mayoritarios de toma de decisiones. Al contrario, de-
ben protegerse por otros agentes institucionales mediante el mecanismo de la
revisión judicial. Esta concepción es, en sus palabras, «la teoría constitucional
sobre la cual se basa el gobierno de los Estados Unidos», la cual, aclaraba «no
es una simple teoría mayoritaria», lo que significa que los ciudadanos están
protegidos «individualmente y en grupo contra ciertas decisiones que podría
querer tomar una mayoría de ciudadanos» (DwoRmN, 1977: 132-133 [211]) 6.
Al modelo sustantivista de Constitución le preocupa que la interpretación
de los derechos recaiga en aquella institución que, por su estructura, com-
posición, condiciones institucionales y práctica argumentativa, fuese el es-
pacio idóneo para discutir y decidir sobre principios. Por eso, las decisiones
en materia de derechos deben depositarse en el foro que aporte las mejores
respuestas sobre cuestiones sustantivas, es decir, toda controversia que afecte
al significado y alcance de los derechos. En este sentido, puede decirse que
para el sustantivismo no solamente es clave que los derechos sean reconoci-
dos, sino también que sean interpretados correctamente por una institución
idónea para ello.
Hay que advertir de una vez que el modelo sustantivista ha sido rechaza-
do por no pocos autores. Sus opositores aducen que los presupuestos teóri-

Una tesis similar defiende GARZÓN (1993) mediante el concepto de «coto vedado», esto es, la
salvaguarda de los derechos en una suerte de territorio infranqueable para la mayoría democrática.
Véase también el epígrafe 4.2 del capítulo IV de esta obra.
6 La misma idea es mencionada de modo similar en DWORKIN (1990b: 13): «La democracia no
se identifica con la regla de la mayoría, en una verdadera democracia la libertad y [los derechos de] las
minorías poseen protección a través del derecho en la forma de una Constitución escrita que ni siquiera
el Parlamento puede modificar para ajustarse a sus caprichos o políticas».
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 39

cos dworkinianos no hacen justicia al ideal de soberanía popular. Además, se


aduce que las cláusulas constitucionales sobre derechos —cuya aplicación a
casos concretos de acuerdo con los constitucionalistas requiere de una técnica
conocida como ponderación— han sido redactadas en un lenguaje abstrac-
to, y su aplicación a casos concretos genera fuertes discrepancias. El propio
DWORKIN lo advierte así, son disposiciones «sobre cuyo sentido real difieren
violentamente personas razonables y razonablemente entrenadas» (DwoRKN,
1990a: 325 [43]) 7.

Por esas razones, los opositores a este modelo exigen que la Constitu-
ción y, en particular, las disposiciones constitucionales acerca de los dere-
chos —esto es, las normas que según el autor norteamericano limitan el poder
mayoritario—, sean interpretadas por los jueces de la forma más restringida
posible. Sin embargo, para DwoRKN el problema denunciado por los detracto-
res a su modelo es ilusorio y tiene como base una idea incorrecta acerca de lo
que la democracia y la interpretación constitucional son en realidad. Si tanto
el constitucionalismo como la democracia son valiosos, la cuestión a resolver
será desarrollar una concepción adecuada que permita reconciliarlos.

Desde este punto de vista, se observa que para DWORKIN no hay un con-
flicto entre el constitucionalismo y la democracia si se logra comprender
cuáles son las verdaderas exigencias del gobierno democrático. Al contra-
rio, surgen aprietos al sostenerse una concepción inadecuada y burda del
gobierno mayoritario. Por otro lado, la acusación relativa al riesgo de que la
función judicial conlleve a la imposición de la ideología personal del juez
por vía de la interpretación es ilusoria, y está construida sobre una base in-
adecuada de la interpretación constitucional que pierde de vista su función
político-moral.

En definitiva, afirmaría DWORKIN, el conflicto entre el constitucionalismo


y la democracia —así como la supuesta falta de legitimidad democrática de
la revisión judicial—, se remedia si por «democracia» entendemos no un ma-
yoritarismo simple, sino el ejercicio legítimo de un poder de decisión sujeto a
ciertas condiciones o requisitos sustantivos (y no meramente formales o pro-
cedimentales). La democracia reclama una estructura constitucional en la cual
ciertas decisiones se aparten de la esfera de decisión. Es decir, la democracia
rectamente entendida exige un conjunto de reglas constitucionales atrinche-
radas: situadas más allá del alcance de las manos ciudadanas. Lo anterior se
conjuga con una propuesta de interpretación afín a la lectura del documento
constitucional en clave moral que deja abierta la puerta para que los jueces

Como fue mencionado en la presentación de este trabajo, el problema de la interpretación de


las cláusulas constitucionales que consagran derechos sería una de las razones que dificulta la tarea de
justificar el control judicial y los mecanismos del constitucionalismo, véanse FERRERES (1997) y BAYÓN
(2004).
40 LEOPOLDO GAMA

efectúen «juicios de moralidad política», la única vía, según DwoRKIN, para


prestar fidelidad a la Constitución.

3. EL PRINCIPIO DE IGUAL CONSIDERACIÓN Y RESPETO

El modelo dworkiniano se acoge a una concepción sustantivista de la legi-


timidad política. Este modo de ver las cosas asume que el criterio fundamental
para determinar si debe o no obedecerse una decisión jurídico-política es su
correspondencia con cierto contenido justo o correcto. E MICHELMAN señala
dos modos de acercarse al problema de la legitimidad de la democracia cons-
titucional: el sustantivista, representado por DwoluuN, o el procedimentalista,
ejemplificado por J. HABERMAS. Se opone al sustantivismo el enfoque proce-
dimentalista de acuerdo con el cual el resultado de un esquema de decisión
está justificado meramente en virtud del seguimiento de las reglas que rigen
un procedimiento, independientemente de los resultados que arrojen dichos
procedimientos'. No está de más precisar que el procedimentalismo no niega
la posibilidad de establecer límites al procedimiento político adoptado por
una sociedad dada, en todo caso «aceptará exclusivamente límites normativos
destinados a conservar y perfeccionar el procedimiento democrático, pero no
límites sustantivos» (AGumó, 2004: 87),
Una norma expedida por el órgano representativo será considerada co-
rrecta o razonable por el constitucionalismo sustantivista, no por provenir me-
ramente de un esquema mayoritario, sino por ajustarse con algún valor o un
conjunto de «valores superiores». De tal suerte, lo que ofrece razones para
actuar conforme a un mandato no es el quién lo emite, ni el cómo se ha adop-
tado (e. g., la cámara de diputados mediante una votación que generó acuerdo
de las dos terceras partes de sus miembros), sino su contenido: el qué es lo que
esta prescribe (e. g., «está prohibida la discriminación»). La legitimidad de
todo el aparato estatal dependerá de su capacidad para producir resultados que
serán correctos en virtud de criterios sustantivos que son independientes del
procedimiento para la toma de decisiones. Los métodos para la toma de de-
cisiones colectivas se justificarán entonces por el respeto hacia determinados
estándares de contenido y no procedimentales.
Desde esta perspectiva hay un criterio fundamental de contenido que con-
diciona la legitimidad de la democracia constitucional. Se trata del principio

8 MICHELMAN (1996). Véase también MARTÍ (2006), donde se distingue entre: a) el procedimen-
talismo radical, es decir, la reducción de la legitimidad al cumplimiento de criterios exclusivamente
procedimentales; b) el sustantivismo radical, la reducción de la legitimidad al cumplimiento de criterios
únicamente sustantivos, y c) concepción de la legitimidad mixta, que es una unión o balance de ambos
criterios. La distinción entre procedimentalismo y sustantivismo se examina con mayor detalle en el
capítulo IV de la presente obra.
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 41

de igual consideración y respeto (equal concern and respect) y las institucio-


nes de la democracia constitucional deben diseñarse partiendo de sus exigen-
cias y asegurarlo como un límite sustantivo al poder. El principio de igual con-
sideración y respeto es el punto de partida de la teoría política y la teoría del
derecho dworkiniana y pretende ser, como veremos enseguida, el fundamento
moral de los derechos individuales en el complejo teórico desarrollado por
este modelo. La conceptualización de este principio se mantuvo casi intacta
en varias de sus obras 9. Desde un inicio, lo presentó como el más fundamental
de los derechos, el cual refleja un modo particular de entender el derecho a la
igualdad. Ese principio establece un derecho general al trato equitativo y vin-
cula al gobierno a distribuir las cargas y beneficios tomando en cuenta la igual
dignidad de todos. En Taking Rights Seriously afirma:
El gobierno debe tratar a quienes gobierna con consideración, esto es,
como seres humanos capaces de sufrimiento y de frustración, y con respeto,
o sea, como seres humanos capaces de llegar a concepciones inteligentes de
cómo han de vivir su vida, y de actuar de acuerdo con ellas. El gobierno no solo
debe tratar a la gente con consideración y respeto, sino con igual considera-
ción y respeto. No debe distribuir bienes u oportunidades de manera desigual,
basándose en que algunos ciudadanos tienen derecho a más porque son dignos
de mayor consideración. No debe restringir la libertad sobre la base de que la
concepción que tiene un ciudadano de lo que es la vida de un grupo es más
noble que la de otro o superior a ella. Tomados en conjunto, estos postulados
enuncian lo que podríamos llamar la concepción liberal de la igualdad (DwoR-
KIN, 1977: 272-273 [388-389]).
El principio de igual consideración y respeto según el modelo sustantivista
es básico dentro del esquema de una concepción liberal de la igualdad que se
apoya en el respeto de los derechos. Además, es clave para interpretar el Bill
of Rights de la Constitución de los Estados Unidos, en especial, la cláusula de
la igual protección establecida en su decimocuarta enmienda 10. Ese principio
«confirma nuestras intuiciones referentes a la discriminación racial y defiende
la práctica, políticamente controvertida, conocida como discriminación inver-
sa» (DWORKIN, 1977: xiii [39]). Veamos a continuación por qué.
Hay dos formas de concebir el principio general a la igualdad. La primera
se entendería como un derecho a una distribución igualitaria de bienes, opor-
tunidades y cargas; la segunda como un derecho a ser tratados como iguales

9 Véase DWORKIN (1977: cap. V1); DWORKIN (1985: cap. VIII), aparecido originalmente en DWOR-
KIN (1978), DWORKIN (1996: 17 [117]); DWORKIN (2000: cap. II) y DWORKIN (2011: cap. XVI).
10 La Sección 1.a de la catorceava enmienda a la Constitución de los Estados Unidos establece lo
siguiente: «Todas las personas nacidas o naturalizadas en los Estados Unidos y sometidas a su jurisdic-
ción son ciudadanos de los Estados Unidos y de los Estados en que residen. Ningún Estado podrá dictar
ni dar efecto a cualquier ley que limite los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados
Unidos; tampoco podrá Estado alguno privar a cualquier persona de la vida, la libertad o la propiedad
sin el debido proceso legal; ni negar a cualquier persona que se encuentre dentro de sus límites jurisdic-
cionales la misma protección de las leyes».
42 LEOPOLDO GAMA

(as an equal). Ser tratado como igual en este segundo sentido es tratar a una
persona con la misma consideración y respeto que a cualquier otra".
Es esta segunda interpretación de la igualdad la que DWORKIN destaca
como central en su propuesta, mientras que la primera solo entrará en juego
cuando aquella se menoscabe. Es decir, habrá formas de distribuir cargas o
beneficios que no refuercen la dignidad de las personas y, en estos casos, de-
bemos rechazar esos esquemas distributivos. Y es que, en ocasiones, distribuir
equitativamente ciertos recursos entre las personas será una exigencia de la
igual consideración, pero en otras no, por ejemplo: se distribuye equitativa-
mente el sufragio (todos los ciudadanos tienen un solo voto y todos los votos
pesan por igual) porque todos merecen igual consideración y respeto. Pero
no en todas las circunstancias la igual consideración requiere distribuciones
igualitarias de recursos. Supongamos que existe una cantidad limitada de ser-
vicios de emergencias para distribuir entre dos comunidades que sufrieron una
catástrofe natural. Tratar como iguales a los habitantes de las dos zonas i. e.,
con igual consideración—, requerirá brindar asistencia urgente y mayor a la
que se encuentra más devastada, de ahí que la igual consideración implicaría
no repartir por partes iguales los recursos disponibles sino, más bien, mejorar
la situación de aquellos que se encuentran en una situación de desventaja. Esto
quiere decir que el derecho a ser tratados como iguales, con igual considera-
ción y respeto, requerirá algunas veces una distribución no equitativa de los
recursos y, por tanto, estarán permitidas distribuciones no igualitarias, cuando
redunden en tratar a ciertos ciudadanos pertenecientes a grupos desaventa-
jados con mejor consideración y respeto, como es el caso de las políticas de
acción afirmativa. Entonces, algunas veces, el derecho al tratamiento con igual
dignidad requerirá una distribución equitativa de recursos, pero no en todas las
circunstancias ".
El derecho a ser tratado como igual, es decir, como un sujeto que posee
igual dignidad y que merece igual respeto que todos los demás, permite fun-
damentar «las libertades políticas y civiles más conocidas», como el derecho
al voto (DwoRKIN, 1977: 274 [390]). Los derechos y libertades deben ser reco-
nocidas si es que puede demostrarse que constituyen una exigencia del dere-
cho más fundamental a ser tratado como igual. Además, si las personas poseen
un igual valor moral y político, el Estado debe respetar «todas las libertades
individuales indispensables a tales fines» (DwoRKIN, 1996: 8 [107]). En rea-
lidad, DWORKIN considera que existen dos modos para tratar a los individuos
como iguales: el primero obliga al Estado a tratar a los ciudadanos con igual
consideración y respeto; el segundo establece una exigencia equitativa en la

" Cfr. DWORKIN (1977: 227 y 273 [332 y 389]).


12 Véase DWORKIN (1977: 227 [332]). Al análisis de esas problemáticas DWORKIN dedicó el capí-
tulo IX de Taking Rights Seriously, el capítulo VI de Freedoms Law, el XV de A Master of Principie y
el capítulo XI de Sovereign Virtue.
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 43

distribución de recursos y oportunidades, es decir, se trata equitativamente


cuando se distribuyen de modo igualitario los recursos. Ello obliga al gobierno
a asegurar un estado de cosas en el cual las personas sean iguales en dichos
aspectos y en cierta medida, como en la riqueza, la salud, etc. En opinión de
DWORK1N, el primer principio de igualdad —i. e., el de igual consideración
y respeto—, es «más fundamental» para el liberalismo, en el sentido de que
se trata de un rasgo definitorio del mismo y que permite diferenciarlo de po-
siciones conservadoras (como las de A. MACINTYRE) las cuales no valoran
este principio del mismo modo. Hay que apuntar que el segundo principio de
igualdad en la distribución de recursos no es ajeno al liberalismo dworkinia-
no, no obstante no lo considera un principio «constitutivo» (constitutive) del
liberalismo sino más bien «derivado» (derivative) 13

Un Estado respetuoso de la igual consideración y respeto no podrá restrin-


gir una libertad a menos que existan razones justificadas para ello. El modelo
sustantivista permite las restricciones únicamente sobre la base de dos argu-
mentos diversos que denomina «argumentos de principio» o argumentos ba-
sados en otros derechos, y «argumentos políticos» o razones fundadas en polí-
ticas públicas. El primer tipo de razones permite la restricción de una libertad
dada solo cuando se requiere proteger otro derecho que estaría en riesgo de ser
lesionado 14. El segundo admite la imposición de límites cuando se pretende
alcanzar un objetivo político global, es decir, «un estado de cosas en que la
comunidad y no ciertos individuos estará mejor en virtud de la restricción»
(DwoRKIN, 1977: 274 [390-391]).

En Sovereign Virtue DWORKIN identificará únicamente a la igual consi-


deración como la virtud política soberana y desarrollará su concepción de la
igualdad material como «igualdad de recursos sobre la idea de la responsabi-
lidad individual» (especialmente en el cap. II). Las inequidades sociales serán
tolerables cuando resulten de las decisiones voluntarias y actos intencionales
de aquellos a los que se afecte. En cambio, respecto a las inequidades genera-
das por instrumentos que estén fuera del alcance de las decisiones individuales
será el Estado quien debe hacerse responsable de fijar criterios para la redistri-
bución de los recursos y oportunidades.

Finalmente, en J'atice for Hedgehogs se identifican dos principios centra-


les: por un lado la igual consideración y, por otro, el respeto por la responsa-

13 Véase sobre este punto DWORKIN (1985: 190 [211). Un análisis a fondo de la concepción liberal
igualitaria de DWORKIN requeriría desviarse del tema que se estudia en la presente obra. Remito al lec-
tor a BONILLA y JARAMILLO (1996), y a SANTOS (2005). Es obligatoria la voz «igualdad» de GOSEPATH
(2011).
14 Debe advertirse al lector que en la literatura desarrollada por DWORKIN está ausente una me-

todología para determinar el impacto de una restricción a un derecho, lo que a partir de la obra de
R. ALExY y las sentencias del Tribunal Constitucional alemán se ha denominado «test de proporcio-
nalidad».
44 LEOPOLDO GAMA

bilidad individual, entendida como el derecho de cada persona a decidir por


sí misma cómo hacer de su vida algo valioso 15. Será el juego entre estos dos
principios lo que determine las estrategias que podrá emplear el Estado para
distribuir los recursos y oportunidades (las libertades son recursos también),
de tal suerte que, sea cual sea el criterio distributivo adoptado, solo estará
justificada una decisión estatal en tanto se ajuste a la igual consideración y
respeto. A pesar del ligero cambio en el fraseo, el principio de igual conside-
ración y respeto inicialmente trazado, no se ve modificado en lo sustancial a
lo largo de los años. El «respeto» al que se refería desde un inicio tenía como
contenido precisamente el derecho de los individuos a trazarse sus propios
planes de vida (la «responsabilidad de vivir bien») y la obligación correlativa
del Estado de permanecer neutral respetando esa elección. De tal suerte, se
impone al Estado fundamentalmente el deber de no interferir en relación con
el problema de la vida buena o las formas de vida virtuosas. Dado que los
individuos difieren en cuanto a las distintas concepciones del bien, un trato
digno hacia ellos supone que los órganos estatales no deben demeritar alguna
posición particular sobre el valor de la vida ni tampoco privilegiar alguna
concepción sobre lo bueno.
La igual consideración y respeto es un criterio sustantivo muy abstracto
que vendría a cumplir el papel de un metaprincipio moral fundante de los de-
rechos individuales que todo Estado debe reconocer. Desempeña una función
equivalente a la de principios como el de dignidad, universalidad y autonomía
que incorpora el imperativo categórico kantiano, el principio del daño de J. S.
MILI, o los dos principios básicos de RAWLS. De hecho, DWORKIN se reconoce
deudor del principio kantiano que exige respeto a la humanidad en todas sus
formas 16.
A. SCHIAVELLO (1998: 5) apunta que el principio de igual consideración y
respeto propugnado por DWORKIN es una «reelaboración del principio liberal
clásico que asigna una importancia prioritaria e igual a cualquier individuo
en cuanto tal, y no considera admisible, por tanto, sacrificar los intereses fun-
damentales de los individuos para satisfacer intereses diversos». A su juicio,
este principio encuentra su antecedente directo en la segunda formulación
del imperativo categórico kantiano y en el «principio del daño» de MILL. De
acuerdo con el primero, los individuos deben ser tratados como fines y no
como medios. De conformidad con el principio de MILL, está justificado que
la humanidad, considerada individual o colectivamente, limite la libertad de
los individuos con el fin de protegerse a sí misma.

15 La igualdad de recursos es tratada fundamentalmente en el capítulo XVI y la responsabilidad


individual o ética en el capítulo IX de DWORKIN (2011).
16 Véase DWORKIN (2011: 14 [31]). Para una discusión sobre la interpretación del principio de
igual consideración como una instancia del principio kantiano, así como para un cuestionamiento sobre
su carácter de fuente de legitimidad política véase BAKER (2010).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 45

¿Qué deberes concretos se siguen para el Estado a partir de esa idea? ¿Ese
principio exige alguna forma concreta de gobierno? En el constitucionalis-
mo sustantivista es incuestionable que la democracia representativa es el me-
canismo idóneo para garantizar que los individuos serán tratados con igual
consideración y respeto. Sin embargo, en la práctica las decisiones mayori-
tarias pueden contravenir las exigencias derivadas de la igual consideración
por lo que será necesario establecer un esquema de derechos que sirva como
referente para evaluar las decisiones políticas que se alejan de las exigencias
morales derivadas de aquel y no solo eso, sino también para remover ciertas
decisiones «por completo de las instituciones políticas mayoritarias» (DwoR-
KIN, 1985: 197 [31]). Analizaré a continuación la idea de los derechos como
«cartas de triunfo», es decir, como un espacio que debe ser situado fuera del
alcance de decisión del procedimiento democrático y continuaré posterior-
mente con la concepción de la democracia que DWORKIN considera coherente
con su concepción de los derechos.

4. LOS DERECHOS COMO TRIUNFOS

El modelo sustantivo de democracia constitucional de DWORKIN, está co-


nectado estrechamente con una concepción específica sobre los derechos fun-
damentales. Ese modo de entender los derechos es dependiente a su vez de
una clasificación previa de las teorías político-morales en función del tipo de
valor fundamental en el que se apoyan. DWORKIN 17 sugiere la siguiente clasi-
ficación: 1) teorías basadas en las metas o en los objetivos colectivos (goal-
based theories); 2) teorías basadas en los deberes (duty-based theories); y,
finalmente, 3) teorías fundadas en los derechos (right-based theories). J. L.
MACKIE (1984) destaca que toda teoría moral incluye elementos de los tres
tipos ya sean objetivos o fines, obligaciones y derechos, y que cualesquiera de
esas teorías tratan de derivar alguno de esos elementos a partir de uno o más
de los restantes. En ese sentido, un utilitarista derivaría deberes y derechos
a partir del objetivo valioso a perseguir. Del mismo modo una concepción
deontologista puede derivar objetivos y derechos a partir de una obligación.
También es posible derivar deberes a partir de derechos (por ejemplo, tener un
derecho a X implicaría, no solo que una persona puede optar por hacer X sino
también que está protegida para hacer X). MACKIE, duda de la posibilidad de
derivar, a partir de un derecho, cierta meta o fin, no obstante, admite que la
persecución de cierta meta puede ser una condición necesaria para el ejercicio
de un derecho.
Siguiendo a DWORKIN, las goal-based theories son las que establecen
como fundamental la consecución de un cierto fin o metas determinadas (el

17 Véase DWORKIN (1977: 171 y ss. [261 y ss.]).


46 LEOPOLDO GAMA

bienestar general, el pleno empleo, por ejemplo) con independencia del medio
empleado para alcanzarlo. El utilitarismo sería un ejemplo típico de este tipo
de posiciones. Las duty-based theories consideran fundamental que un indivi-
duo ajuste su conducta a un deber de comportarse de cierta forma a pesar de
que con ello no se alcance un fin o meta predeterminado. La moral kantiana,
por ejemplo, constituye una teoría de los deberes fundada en una serie de
imperativos, La evaluación de las conductas depende de su adecuación a la
máxima «obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como
en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca solo como un medio».
Finalmente, las right-based theories definen lo que es fundamental a partir
de un derecho de las personas a hacer algo o a recibirlo; de tal suerte que no
está justificado impedírsele hacerlo u obtenerlo, incluso, cuando eso supone
incumplir un objetivo colectivo previamente establecido.

En el modelo sustantivista los derechos deben entenderse como princi-


pios o estándares morales «distintos y anteriores a los positivos» (DWORKIN,
1985: 13), por lo que su propuesta se construye sobre la base de una acepta-
bilidad condicionada de las decisiones de autoridad al respeto por los dere-
chos de los individuos así entendidos 18. Los derechos, bajo esta perspectiva,
se conciben como triunfos políticos (political trumps) que pueden hacerse
valer frente a la persecución de metas colectivas o políticas públicas 19. Con
esta idea, se quiere señalar básicamente dos tesis fundamentales: 1) que los
derechos deben verse como barreras o límites frente a toda maximización sin
límites de la utilidad, y 2) que esos derechos imponen restricciones a toda de-
cisión mayoritaria que, de igual forma, tienda a maximizar esa utilidad a favor
de una mayoría de individuos.

La primera tesis se articula bajo las siguientes consideraciones. La idea


de los derechos como triunfos es una tesis antiutilitarista20. Hay que advertir
que, en principio, podría pensarse que el utilitarismo goza de un marcado
rasgo igualitario ya que, según esta concepción, las preferencias de todos los
individuos deben contar por igual, desde el punto de vista de su intensidad,
sin distinción de una persona u otra. Pero DWORKIN advierte que a menos que
esas preferencias no se limiten a través de los derechos (como, por ejemplo,
el derecho a la independencia moral que a su vez permite fundamentar el
derecho a la libertad religiosa), el utilitarismo puede convertirse en una teoría

18 Para un análisis y crítica de las rights-based theories de NOZICK y DWORKTN, véase HART
(1979). Cabe destacar que autores como RAz (1984 y 1986: cap. VI, y 1995) defienden la tesis de que la
moral posee un fundamento basado no solo en los derechos sino también en los deberes y en las metas
colectivas.
19 DWORKIN (1977 y 1985). Es en DWORKTN (1978) donde el autor usa la ya conocida frase «dere-
chos como cartas de triunfo» (trump cards).
20 DWORKIN (1984) efectúa un minucioso examen del utilitarismo como concepción opuesta a los
derechos como triunfos. Véase, además, SANTOS (2005: 42 y ss.) para una excelente reconstrucción de
la crítica de Dwoisxu al utilitarismo.
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIV1STA 47

no igualitaria. Es decir, podría consentir, con el fin de maximizar la satisfac-


ción de determinada meta, que las preferencias de unos individuos «cuenten
menos que las de otros individuos al momento de la realización del cálculo
consecuencialista» (DwoRioN, 1984: 155), por ejemplo, que a los adeptos de
religiones distintas a la mayoritaria se les impongan limitaciones en la forma
como manifiestan su religiosidad a través de la vestimenta.
Además, entender los derechos como triunfos supone que estos repre-
sentan derechos morales que la Constitución «convierte en jurídicos»; lo que
no significa que todos los derechos jurídicos sean derechos morales contra
el Estado'. DWORKLN no aclara del todo cuáles son los alcances de la tesis
según la cual los derechos fundamentales son derechos morales; se limita a
explicar simplemente que está mal o es incorrecto (wrong) que el Estado no
los reconozca y haga valer. Con todo, la idea medular de DWORKIN es que los
derechos como triunfos valen contra el Estado, y en particular contra algunas
decisiones tomadas mediante un procedimiento mayoritario. Los derechos va-
len frente a la persecución de determinadas metas colectivas cuando estas no
justifican por sí mismas la imposición de pérdidas, perjuicios o sacrificios
sobre los individuos". Los derechos, en resumen, triunfan —casi siempre ,
frente a cualquier tentativa por maximizar la utilidad y a pesar de que dicho
intento sea fruto de una decisión mayoritaria". En otras palabras, poseer un
derecho significa que es incorrecto que el gobierno actúe transgrediendo ese
derecho e, incluso, ante la creencia de que la comunidad, considerada como
un todo, se beneficiaría mediante tal acción24.
Sin embargo, para DWORKIN está justificado limitar o restringir los dere-
chos en ciertas circunstancias:
«para proteger los derechos de otros, o para impedir una catástrofe o incluso
para obtener un mayor beneficio público claro e importante (aunque si se reco-
nociera esto último como justificación posible no estaría colocando al derecho
en cuestión entre los más importantes o fundamentales)». Pero lo que definiti-
vamente no puede hacer el Estado es invalidar un derecho «sin más base que un

21 Cfr. DWORKIN (1977: 190 y ss. [284 y ss.]. Una concepción de los derechos, afirma DWORKIN
(1985: 13) es aquella según la cual «los ciudadanos poseen derechos morales —esto es, derechos dis-
tintos de, y anteriores a, aquellos provenientes de la promulgación de una ley—, de tal manera que una
sociedad puede ser sensatamente criticada sobre la base de que sus leyes no reconocen esos derechos
que poseen los individuos».
22 Cfr. DWORKIN (1977: xi [37]), y esto es, precisamente, lo que según el autor significa tener
derechos «en sentido fuerte» (véase además 191 y 199 [285 y 295]).
23 Este modo de concebir las cosas es común a toda la tradición constitucionalista típica de GAR-
ZÓN VALDÉS, FERRAJOLI y ALExy, pero no de NINO, véase el capítulo III del presente trabajo en donde
se muestra que para el autor argentino los derechos imponen limites a la maximización de preferencias,
pero no a las decisiones mayoritarias. Véase, del mismo modo, el capítulo IV, 4.2.
24 Cfr. DWORKIN (1984: 53 y 1985: 66). Además, obsérvese que la tesis de los derechos como
triunfos está relacionada con la idea general que posee DWORKIN sobre el constitucionalismo: una con-
cepción según la cual «a la mayoría hay que restringirla para proteger los derechos individuales»,
DWORKLN (1977: 142 [223]).
48 LEOPOLDO GAMA

juicio según el cual es probable que, en términos generales, su acción produzca


un beneficio a la comunidad» 25 (DwoRKIN, 1977: 191 [2861).
Si se quiere responder a la cuestión acerca de lo que cuenta como una jus-
tificación para invalidar los derechos así concebidos se debe tomar en consi-
deración la conocida distinción trazada por DWORKIN entre principios y direc-
trices políticas. La distinción entre reglas, principios y directrices constituye
la base sobre la cual DWORKIN inicia su acometida frente al positivismo de
HART, aparecida en «The Model of Rules» (1967) y que ahora integra el ca-
pítulo II de Taking Rights Seriously. La discusión acerca de aquella distinción
ha encontrado un nivel de sofisticación más allá de lo trazado inicialmente
por DWORKIN y la cantidad de bibliografía existente respecto al tema es casi
inabarcable'.
DWORKIN explica que los principios son estándares distintos de las reglas
que permiten justificar decisiones concernientes a los derechos. Las directri-
ces políticas, por su parte, permiten justificar decisiones relativas a los obje-
tivos políticos colectivos'. «Un principio» afirma «podría tener que ceder
ante otro, o incluso ante una política urgente con la cual compite respecto de
determinados hechos» (DwoRKIN, 1977: 91-92 [160]). No obstante, es indu-
dable la primacía que corresponde a los derechos sobre los objetivos políticos.
Precisamente la función de los principios es imponer límites a los argumentos
fundados en directrices políticas. Los principios pretenden restringir la perse-
cución de determinados objetivos colectivos, lo que significa que los derechos
no pueden ser denotados por políticas públicas de costo-beneficio (cost-bene-
fit politics). DWORKIN apunta en este sentido que «de la definición de un dere-
cho se sigue que no todos los objetivos sociales pueden anularlo [...] ninguna
finalidad política será un derecho a menos que tenga cierto peso frente a los
objetivos colectivos en general» 28 (DwoRKIN, 1977: 92 [161]).
Por otro lado, un gobierno democrático debe valorar en todo momento
cuáles son las políticas que debe aplicar con el objeto de satisfacer los in-
tereses de la comunidad. En este sentido, no todos los derechos y libertades

25 En otras palabras, no es el caso que siempre los principios superen a las directrices o que de
ningún modo sea posible que un directriz derrote a un principio, cfr. DWORKIN (1990b: 10-11).
26 El mejor desarrollo de la distinción entre las reglas, los principios y las directrices se encuentra
en ATIENZA y Ruiz (1996) y en Ruiz (2005); véase asimismo AGULLÓ (2005). Sobre el problema de las
colisiones entre principios es referencia obligada: MORESO (2003); ALEXY (2005b) y PRIETO (2003b).
27 «La proposición de que es menester disminuir los accidentes de automóvil es una directriz, y
la de que ningún hombre puede beneficiarse de su propia injusticia, un principio», DWORKES (1977:
22 [72-73]). Las directrices, afirma más adelante «justifican una decisión política demostrando que
favorece o protege alguna meta colectiva de la comunidad en cuanto todo [...1. Los argumentos de
principio justifican una decisión política demostrando que tal decisión respeta o asegura algún derecho,
individual o del grupo» (82 [148]).
28 En SANTOS (2005: 43) se ofrece una definición de derechos como triunfos bastante precisa:
«la tesis dworkiniana de los derechos como triunfos rezaría así: no tenemos derechos a menos que las
pretensiones apoyadas en ellos estén en condiciones de derrotar pretensiones apoyadas en objetivos
colectivos».
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 49

pueden entrar en este balance ya que hay algunos que estarían exentos de esta
valoración. Según DWORKIN, estos derechos serían la autonomía moral, la li-
bertad de pensamiento y de expresión. Ese es precisamente el costo de la «cul-
tura de los derechos», esto es, que «estas libertades no pueden ser recortadas
excepto para prevenir un peligro claro y serio —una calamidad e incluso
así, solamente en la medida en que sea absolutamente necesario para preve-
nirla» (DWORKIN, 1990b: 10).
La conocida distinción entre principios y directrices políticas y en-
tre derechos y objetivos colectivos , cobra mayores dimensiones cuando
se recogen otras ideas adicionales que nos permiten distinguir dos aspectos
importantes de la propuesta sustantivista: el primero de ellos, sugerido muy
sutilmente pero que es necesario destacar aunque sea de manera apresurada,
consiste en la idea general (compartida por autores como ININo), según la cual
las decisiones jurídico-políticas no estarán justificadas a menos que se funda-
menten en principios que apelen a derechos fundamentales29.
Otro aspecto de la distinción principios-directrices-reglas implicaría una
división de las labores en la toma de las decisiones que atañen a los derechos
y a las políticas públicas, esto es, la cuestión acerca del quién debe decidir en
relación con los principios y quién respecto a las directrices, lo que será abor-
dado a fondo posteriormente. Como puede apreciarse, la distinción entre los
principios y las directrices es de importancia cardinal para la justificación de
la democracia constitucional de este modelo y, en especial, del control judicial
de constitucionalidad y la teoría que ofrece de la interpretación constitucional.

5. LA CONSTITUCIONALIZACIÓN DE LA DEMOCRACIA

5.1. Cuestiones preliminares

El constitucionalismo sustantivista se acerca al problema de la legitimi-


dad de las instituciones de la democracia constitucional formulando las si-
guientes interrogantes: ¿cuál es la institución mejor diseñada para proveer las
respuestas correctas a nuestros desacuerdos sobre el contenido y alcance de
los derechos? ¿A qué órgano del Estado puede confiársele la resolución final
y con carácter autoritativo de los conflictos jurídicos sobre su interpretación?
La respuesta a las anteriores cuestiones requiere necesariamente una concep-
ción de la democracia de tipo sustantivo. Este modo de ver las cosas acarrea
como veremos más adelante algunas consecuencias respecto a la solución del

29 La exigencia de fundamentación en los derechos de toda acción o decisión jurídico-política


vendría a ser un corolario de toda teoría de la justicia fundada en los derechos (rights-based theory)
y sería común al pensamiento del constitucionalismo sustantivista y deliberativo. En el capítulo III
desarrollo esta idea en el modelo deliberativo bajo la etiqueta de «fuerza justificativa de los derechos».
50 LEOPOLDO GAMA

conflicto entre el ideal democrático y el ideal del poder restringido, particular-


mente en el tema de la legitimidad democrática de la judicial review. Esto es
así ya que la solución al compromiso entre esos ingredientes dependerá de la
concepción democrática adoptada'.
El modelo de DWORKIN plantea que dentro del conjunto de propiedades
centrales del concepto de democracia deben incluirse, además de los clásicos
criterios procedimentales como el de la regla de la mayoría, elementos sustan-
tivos de legitimidad, fundamentalmente, el principio de igual consideración y
respeto (equal concern and respect). Que la concepción de la democracia en
el modelo de DWORKIN sea de tipo sustantivo significa que el gobierno demo-
crático no se identifica únicamente con la del gobierno mediante la regla de
la mayoría. El criterio fundamental para determinar la legitimidad de una de-
cisión política-democrática no será el mero respeto por el procedimiento que
le da origen sino su corrección o adecuación a los contenidos delineados por
la igual consideración y respeto. Por tanto, lo que es fundamental en la toma
de decisiones colectivas dentro de una democracia constitucional es que estas
sean adoptadas por instituciones «cuya estructura, composición y práctica tra-
ten a todos los miembros como individuos, con igual consideración y respeto»
(DwoRtuN, 1996: 17 [117]).

5.2. Los contenidos sustantivos de la democracia

El principio de igualdad de consideración y respeto condiciona la forma


como debe distribuirse el poder político en una comunidad. Parece indiscu-
tible pensar que este principio requiere una forma de gobierno democrática,
pero con eso en realidad no se está diciendo demasiado. ¿Qué tipo de demo-
cracia y de arreglos institucionales serían los exigidos por aquel principio, se
pregunta DwoRKIN?"
A su modo de ver, se pueden ofrecer dos concepciones o dos interpreta-
ciones de la democracia, esto es, de la idea central de que el poder político le
corresponde al pueblo en general y no a un solo individuo o grupo: una con-
cepción «dependiente» (dependent), defendida por el modelo sustantivista, y
otra «independiente» (detached) de la democracia. ¿Dependiente o indepen-
diente de qué?
Una concepción de la democracia es dependiente cuando subordina la le-
gitimidad del procedimiento democrático a la satisfacción de requerimientos
sustantivos; es decir, se condiciona su aceptabilidad al respeto de exigencias

3' «Nuestra respuesta al supuesto conflicto entre democracia y Constitución —afirma DWORKIN
(1990a: 330 [51])—, dependerá de la concepción de la democracia que aceptemos».
3' Cfr. DWORKIN (1987: 2 [204]).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 51

de contenido y a la obtención de determinados resultados apegados a esos


contenidos. En particular, una «concepción dependiente» considera que la
mejor forma de gobierno democrático es aquella cuyas instituciones son ca-
paces de producir decisiones sustantivas que traten a los ciudadanos con igual
consideración. La concepción dependiente ofrece entonces una propuesta sus-
tantiva de democracia en tanto que se vincula la «forma» democrática con los
contenidos normativos establecidos a modo de derechos fundamentales'.

Los elementos integrantes de todo gobierno democrático, como son el su-


fragio universal, la libertad de expresión, de asociación política, etc., se jus-
tifican porque permiten que el procedimiento decisorio distribuya con mayor
probabilidad los recursos y oportunidades de forma igualitaria. Este tipo de
concepción exigirá una prueba de «consecuencias» (consequentialist test)
para evaluar la calidad de un esquema decisorio. La prueba consistirá en de-
terminar si las reglas del procedimiento son capaces de producir resultados
sustantivos igualitarios o de proteger valores igualitarios. Entonces, la concep-
ción dependiente de la democracia propone, al que evalúa la legitimidad de las
instituciones, plantearse en todo momento si un arreglo institucional determi-
nado produce o favorece la igualdad de consideración entre los ciudadanos.
Por otro lado, una concepción de la democracia será independiente, cuan-
do la legitimidad de las instituciones no esté subordinada a los resultados que
puedan producir los procesos adoptados. De acuerdo con esta concepción,
la legitimidad de un procedimiento político depende únicamente del proce-
dimiento de decisión mismo (de sus reglas procedimentales) y no así de los
resultados que este produzca o tienda a producir, por lo que se trata de una
concepción formal o procedimental de la legitimidad.
En este tipo de interpretaciones de la democracia, nos dice DWORKIN, lo
importante es que mediante el procedimiento democrático se asegure una dis-
tribución equitativa del poder político de tal manera que estará justificada toda
decisión siempre y cuando se haya asegurado dicha igualdad de poder. A dife-
rencia del test consecuencialista exigido por el primer tipo de concepción de la
democracia, la concepción independiente requerirá un «test de entrada» (input
test) como criterio para determinar la viabilidad o justificación de las deci-
siones políticas. La democracia es una cuestión de distribución equitativa del
poder político y será entendida únicamente como un conjunto de mecanismos,
reglas, criterios o dispositivos «de entrada» para agregar o sumar preferencias

32 En la misma línea que DWORKIN, otros autores consideran también que la democracia no debe
entenderse en términos exclusivamente formales sino que debe incorporar requisitos sustanciales que
limitan el poder mayoritario: véase EISGRUBER (2001), Constitutionalism therefore limits majority
power not only in the interest of justice, but in service of democracy. FERRAJOLT (1998: 864), PERRA-
JOLI (1999: 25), FERRAJOLI (2007: vol. 2, cap. XIII). En sentido similar, C. SuNsTED; (2001: 97) donde
apunta que «los derechos constitucionales son parte de la moralidad interna de la democracia. La regla
de mayoría no debe identificarse con la democracia misma».
52 LEOPOLDO GAMA

ciudadanas. Así, una decisión estará justificada en la medida en que haya sido
adoptada a través de un procedimiento que reparta entre los ciudadanos las
mismas posibilidades de influir en la toma de decisiones.
En resumen, la concepción dependiente de la democracia está comprome-
tida con adoptar aquellas reglas (y solo aquellas reglas) que tiendan a producir
resultados igualitarios mientras que la independiente quiere desembarazarse
de las consecuencias sustantivas que pueda acarrear el procedimiento, ciñén-
dose únicamente a la distribución del poder político. Esto no significa que
la concepción dependiente soslaye el problema de la distribución del poder
político. Lo que sucede más bien es que el modelo de DWORKIN se preocupa
por dos tipos de «consecuencias», las consecuencias distributivas y las conse-
cuencias participativas:
a) Las consecuencias distributivas de un procedimiento hacen referencia
a todos aquellos resultados del proceso relativos al reparto o modo de distribu-
ción de los «recursos». Serían consecuencias distributivas, por ejemplo, todas
aquellas decisiones acerca de cómo debería un Estado determinar cuáles son
los bienes de propiedad pública y cuáles los de propiedad privada; las diferen-
tes medidas para la compensación de daños, o las sanciones que, en derecho
penal cabe imponer a las personas sobre su propiedad, etcétera.
b) Además, desde el punto de vista del modelo sustantivista como el de
DWORKIN un procedimiento democrático toma en cuenta también las «con-
secuencias participativas»; que no se tratan propiamente, como apunta J. C.
BAYÓN 33, de las decisiones tomadas a través del procedimiento, sino de los
efectos generados en la percepción que las personas se forjan de sí mismas y
de su relación frente a otras y la comunidad, como consecuencia de la activi-
dad política misma.
En ese sentido, DWORKIN señala que los efectos participativos pueden ser
de tres tipos: i) simbólicos (symbolic), esto es, aquellos que están relacionados
esencialmente con el rol que desempeña un individuo al interior de la comuni-
dad y el reconocimiento de que forma parte del colectivo que toma decisiones.
En el derecho penal, por ejemplo, se produce un efecto simbólico de este tipo
cuando algún criminal es privado del ejercicio de sus derechos políticos y, en
ese sentido, es excluido del desempeño de un rol); fi) de agencia (agency),
que hacen referencia al modo como los individuos participan como agentes
no meramente como votantes sino, digamos, con un fin propiamente ético. Lo
que puede interpretarse como la convicción democrática que posee un indivi-
duo que observa el procedimiento no como una suma de votos sino como un
esquema actual para el autogobierno de todos, y iii) finalmente, efectos comu-
nitarios (communal), es decir, los que vienen a definirse tanto por el modo en
que los individuos conciben las acciones y decisiones de la comunidad como

" Cfr. BAYÓN (2004: 125).


EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 53

propias (asumiendo una responsabilidad «comunitaria» por las decisiones de


aquella), como por la forma en que la comunidad es capaz de construir una
asociación de individuos cohesionada y fraterna'.
Una vez hechas esas precisiones, DWORKIN afirma que una concepción
sustantiva como la suya i. e., una postura que exige adoptar el esquema de
decisiones que sea capaz de aportar resultados correctos—, no debe confor-
marse con generar únicamente resultados igualitarios desde el punto de vista
de las consecuencias distributivas, sino que también debe hacerse cargo de
las consecuencias participativas. En este sentido, una posición de la democra-
cia que no incorpore sus consecuencias participativas «resultaría simplemente
una interpretación pobre de nuestros supuestos comunes centrales sobre la
democracia», como sería aquella que favoreciese la legitimidad de una tira-
nía benevolente que sea capaz de cumplir objetivos equitativos (DwoRmN,
1987: 5 [206]).
El contraste entre una concepción independiente y una dependiente no es
que la primera se preocupe por las consecuencias participativas y la segunda
por las consecuencias distributivas, sino que la diferencia radica en que la
primera ignoraría las consecuencias distributivas mientras que la segunda in-
corporaría las consecuencias o efectos de los dos tipos. Es así como el modelo
sustantivista pretende superar la vieja dicotomía entre la forma y la sustancia,
esto es, entre el cómo y el qué del procedimiento democrático". Se trataría
entonces de una propuesta que pretende incorporar todas las dimensiones de
la igualdad, a diferencia de la concepción independiente, que quiere separar
a la igualdad política de otras formas de igualdad sustantiva'. Entonces, la
concepción independiente «trata a la igualdad política como una dimensión
distinta de la igualdad, con su propia métrica distintiva, que es la igualdad de
poder» (DWORKIN, 2000: 188) y la dependiente terminaría por integrar en una
concepción más general todas las exigencias derivadas del principio de igual-
dad, incluidas aquellas que atañen al procedimiento democrático.

5.3. La democracia como asociación

En una serie de trabajos posteriores a «What is Equality? Part IV Political


Equality» (1987), DWORKIN desarrolló su propuesta sobre el valor comunita-
rio o asociativo del gobierno democrático; idea que se relaciona estrechamen-
te con los efectos participativos que integra la concepción dependiente de la

34 Véase sobre este punto DWORKIN (1987: 5 [206]) y SANTOS (2005: 226).
" Cfr. DWORKIN (1987: 6 [207]).
36 De acuerdo con BAYÓN (2004: 125), el modelo dworkiniano viene a defender una forma de
«instrumentalismo ampliado» en el sentido de que extiende la noción de «resultado» para incluir, ade-
más de los resultados sustantivos, también las consecuencias participativas de un procedimiento de
decisión.
54 LEOPOLDO GAMA

democracia. Me refiero a artículos como Liberal Community (1989), «Equal-


ity, Democracy and Constitution: We the people in Court» (1990), «The Part-
nership Conception of Democracy» (1998) y, arios después, al libro Is Democ-
racy Possible Here (2006).
El modelo supone que, como toda forma de gobierno, la democracia in-
volucra acción colectiva por parte de un conjunto de individuos. Precisamente
cuando se suele afirmar que la democracia es el gobierno por el pueblo, se
hace referencia a lo que un grupo realiza conjuntamente, al modo como se
gobiernan a sí mismos. Pero el problema del autogobierno democrático debe
reinterpretarse para superar la superficialidad que aqueja a la idea de autogo-
bierno, de tal modo que se interprete la acción colectiva como una asociación
o colaboración entre ciudadanos libres e iguales y no como una competencia
por el poder político".
Según DWORKIN, existen dos lecturas que pueden ofrecerse de la acción
colectiva y que nos conducen a pensar la democracia de modos muy distintos:
la primera propone una interpretación individualista (statistical) de la acción
colectiva y la segunda una versión en clave «comunal» (communal) o asocia-
tiva (partnership) 38. De la adopción de una u otra depende según este modelo
el éxito de una comunidad democrática comprometida con los valores que la
inspiran.
Concebir de manera individualista la acción colectiva quiere decir inter-
pretar que lo que un grupo determinado hace —es decir, que las acciones del
grupo consideradas en su conjunto—, constituyen una función de lo que los
miembros realizan aisladamente, sin que estos posean «conciencia» de estar
actuando como grupo. Desde esta perspectiva, cuando se atribuye una acción
determinada a una comunidad —e. g., que los ciudadanos de Nueva York re-
chazan la política del gobierno local en materia de seguridad , a lo único
a lo que se hace referencia es a la suma de intereses o puntos de vista de los
miembros individualmente considerados, al hecho de que la mayoría de los
ciudadanos prefieren una política de inmigración distinta a la aplicada por el
gobierno.
Las cosas son distintas cuando la acción colectiva se interpreta de acuerdo
con una lectura asociativa. Las acciones colectivas se atribuirán al grupo, pero
esta vez concebido como una entidad separada o distinta de sus miembros.
Bajo esta interpretación, los individuos se guiarían por la conciencia de estar
«actuando como un grupo» 39.

" Es la propuesta desarrollada en DWORKIN (1998).


" Cfr. DWORKIN (1990a: 328 y ss. [49 y ss.]; véase, además, DWORKIN (1995: 3-5); DWORKIN
(1996: 19 y ss. [120 y ss.]), y DWORKIN (2006b: 131 y ss.).
" Cfr. DwoRKIN (1996: 19-20 [120-121]). En DWORKIN (1989: 23) se pregunta: «What then is the
communal life of a political community? 1 said that the collective life of a political community includes
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 55

Empleando la anterior distinción, asevera DWORKIN, una concepción es-


tadística de la democracia no es otra cosa que concebir la democracia enten-
dida como un mecanismo simplemente mayoritario, esto es, como un proce-
dimiento en el cual las decisiones democráticas representan exclusivamente
una suma de los votos o intereses individuales de los ciudadanos. En cambio,
al entenderla como una asociación, puede decirse que las decisiones políticas
se efectúan por una entidad distinta a la de sus miembros i. e., el pueblo como
tal, y no por una sumatoria de individuos considerados aisladamente. Este es,
en esencia, el verdadero sentido que está detrás de la vieja idea rousseauniana
de la voluntad general 40.
En resumen, una concepción individualista de la democracia es, a juicio
de DWORKIN, aquella según la cual «cualquier cosa» que una mayoría o plu-
ralidad de individuos decida, es legítima solo por esta razón, e incluso sería
legitima si esa mayoría llegara a decidir oprimir a las minorías. En cambio,
para una concepción asociativa la legitimidad deviene cuando los que deciden
conforman una mayoría únicamente en una «comunidad de iguales» (DwoR-
KIN, 1990b: 35-36). En sus palabras:

Eso significa no solo que a cada uno se le debe permitir participar en la po-
lítica como un igual a través del voto y de la libertad de expresión, sino también
que las decisiones políticas deben tratar a todos con la misma consideración y
respeto, que a cada individuo se le debe garantizar derechos civiles y políticos
que ninguna combinación de otros ciudadanos puede eliminar, no importando
lo numerosos que sean, ni su raza, moral o modo de vida".
Como se ha señalado desde un inicio, el conflicto entre democracia y consti-
tución o entre el ideal de soberanía popular y el de los límites sustantivos al poder
político, depende de la concepción de la democracia que se adopte42. Si, como
acabamos de ver, hay dos posibles concepciones de la democracia (una estadís-
tica y otra comunitaria o asociativa), entonces la respuesta a la pregunta acerca
de qué derechos condicionan la legitimidad de los procedimientos democráticos
será respondida de modos distintos según se adopte una u otra concepción.
En términos «estadísticos» la democracia se define únicamente a partir de
las disposiciones normativas que estructuran el poder. Para ello será suficiente
tener claro, por ejemplo, el conjunto de disposiciones que determinen cuáles

its official political acts: legislation, adjudication, enforcement, and the other executive functions of
government. An integrated citizen will count his community's success or failure in these formal politi-
cal acts as resonating in his own life, as improving or diminishing it». Por otro lado, la idea de dirigirse
con la conciencia de estar actuando como un grupo, recuerda el modo como se guían los músicos de la
orquesta en el memorable ejemplo proporcionado por RAWLS (1999: 459, n. 4 [473, n. 4]).
4° Cfr. DWORKIN (1990a: 330 [51]).
41 DWORKIN (1990b: 35). Véase también Dwoaxu (1998) en donde afirma que el autogobierno, en
un «sentido colectivo» y no «individualístico» existe mediante una asociación (government by partner-
ship) en la que los individuos comparten una responsabilidad de tipo moral por las acciones colectivas
de la comunidad en la que viven.
42 Esta idea es clara en DWORKIN (1990a: 330 [51]) y DWORKIN (1995: 4).
56 LEOPOLDO GAMA

son los individuos que poseen el derecho a votar; cuáles son las condiciones
para ejercer el voto; el número de miembros del congreso que serán elegi-
dos; el periodo para el cual van a gobernar; la proporción de votos que será
necesaria para aprobar las leyes, etc. Desde este punto de vista, solo algunos
derechos como la libertad de expresión y de asociación, necesarios para la
igualdad de poder político de la ciudadanía, se considerarán necesarios para
definir el gobierno democrático.

Las cosas se presentan de un modo distinto, nos dice DWORKIN, si se de-


fiende una concepción asociativa de la democracia. No es suficiente que las
reglas que definen el poder democrático se limiten a cuestiones meramente
procedimentales. Un sistema democrático deberá asimismo satisfacer otras
condiciones independientes a ese procedimiento y que constituyen sus limi-
tes sustantivos. La concepción estadística de la democracia presenta un grave
inconveniente. El simple hecho de que una mayoría apoye una decisión de-
terminada no provee en sí mismo una justificación para que esa decisión se
imponga a una minoría, y más aún, cuando existe el riesgo potencial de que
esa minoría pueda verse perjudicada por dicha decisión. Si así son las cosas,
entonces, ¿qué otros factores son relevantes a su juicio para considerar que
una decisión democrática está justificada?

No cabe duda que debería garantizarse el derecho de todos los ciudadanos


a participar en los procesos de toma de decisiones; pero esto, sin embargo, no
es suficiente para la legitimidad de la democracia, ya que no se diferenciaría
del modelo puramente procedimental. Lo importante es que un procedimiento
mayoritario no garantizará la legitimidad de las decisiones a menos que todos
los individuos sean tratados con igual consideración y respeto sino, además,
que posean independencia ética (ethical independence) respecto a la comuni-
dad. Es decir, un derecho a efectuar sus propias decisiones en el terreno ético
sin interferencia de la comunidad'''. En consecuencia, es necesario que las
precondiciones de la legitimidad democrática incluyan un conjunto de dere-
chos tales como la libertad de conciencia, de culto, libertad de expresión y en
general todo aquel derecho que garantice que las decisiones públicas no refle-
jen prejuicios en contra de un grupo determinado o que muestren indiferencia
respecto a estos o hacia sus necesidades. Si bien es cierto, subraya DWORKIN,
que esos ideales limitan la decisión mayoritaria, contribuyen al mismo tiempo
a estructurarla y no a perjudicarla o socavarla". Sin embargo, es cuidadoso en
el momento de extraer consecuencias a partir de los anteriores argumentos: su
propuesta, afirma, no debe entenderse en el sentido de que «toda restricción
del poder mayoritario mejora la democracia»; más bien, lo que pretende des-
tacar es que «la gama de restricciones que la mejoran es mucho más amplia y

43 Véase DWORKIN (2011: 368 y ss. [448 y ss.]).


44 Véase DwoRKIN (1990a: 330 [51]); además DWORKIN (1995: 4-5).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 57

variada una vez que reconocemos que el gobierno por el pueblo es comunita-
rio y no estadístico» (DWORKIN, 1990a: 343 [72]).
En resumen, una concepción sustantiva de la democracia como la articula-
da por el constitucionalismo sustantivista condiciona la legitimidad del esque-
ma mayoritario, así como el carácter mismo de ese procedimiento, a la satis-
facción de criterios sustantivos, de ahí que si el procedimiento mayoritario no
respeta los derechos derivados del principio de igualdad de consideración no
solo carecerá de legitimidad, sino que, además, ni siquiera será considerado
democrático. DWORKIN introduce en su argumentación un par de distinciones
adicionales que permiten observar su propuesta de democracia asociativa con
mayor luz. Esas distinciones permiten introducir uno de los límites sustantivos
fundamentales que se imponen al procedimiento democrático. Se distingue,
por un lado, entre comunidades que poseen «unidad de responsabilidad» y
otras que poseen «unidad de juicio» y, por otro, entre dos formas de acción
colectiva: «acción colectiva integrada» y «acción colectiva monolítica».

Consideremos la primera distinción. Se puede decir que una comunidad


determinada presenta unidad de responsabilidad cuando sus miembros asu-
men como propios los resultados —favorables o desfavorables— de las accio-
nes que se atribuyen al grupo. Una comunidad determinada presenta unidad de
juicio cuando los individuos asumen como propias las convicciones morales y
políticas del grupo. DwoRKIN pone como ejemplo el caso de la culpa colectiva
asumida por muchos ciudadanos alemanes al considerarse responsables co-
lectivamente de las acciones cometidas por el Estado alemán durante la época
de la Segunda Guerra Mundial. A la luz de lo anterior, podemos diferenciar
una comunidad integrada de una comunidad monolítica: 1) es una comunidad
integrada aquella que presenta unidad de responsabilidad, pero no unidad de
juicio. Esto quiere decir que aun cuando los miembros consideren como pro-
pios los logros o fracasos del grupo sus convicciones político-morales no se
confundirán con las de la comunidad considerada como un todo, y 2) por el
contrario, una comunidad es monolítica cuando presenta tanto unidad de res-
ponsabilidad como de juicio y atribuye, de paso, mayor valor al grupo que a
los individuos que lo componen.
En opinión de DWORKIN únicamente la versión integrada de la democracia
puede garantizar con éxito los requerimientos democráticos de participación
política, igual consideración por los intereses de los individuos e independen-
cia moral de sus miembros. Además, la versión integrada de la concepción
asociativa de la democracia es «más atractiva como una cuestión de moralidad
política» e incluso «ofrece una mejor interpretación de la comunidad estadou-
nidense y canadiense» (DwoRKIN, 1990a: 330 [52]).
En una democracia asociativa como la propuesta por el modelo sustanti-
vista, el procedimiento mayoritario está sujeto a un límite sustantivo: le está
58 LEOPOLDO GAMA

vedado influir en las convicciones político-morales de los individuos. La co-


munidad, considerada como un todo, no posee un derecho a imponer o eli-
minar las convicciones morales de sus miembros, ya sea que intente imponer
o prohibir, total o parcialmente, dichas convicciones, como también que se
muestre indiferente a ellas. Una comunidad justa es una comunidad política
de agentes morales independientes, en la cual el Estado más que censurar las
convicciones éticas de sus miembros los respalda para que sean ellos mismos
quienes, a través de su propia reflexión, adopten sus propias convicciones'''.
Al contrario, toda política destinada a moldear las convicciones éticas de los
individuos nos aleja del modelo integrado para acercarnos a uno de tipo mono-
lítico, ya sea mediante una imposición generalizada de una concepción espe-
cífica del bien o mediante la eliminación parcial de las creencias de un grupo
determinado 46 .
Es por eso que las decisiones políticas deben ser, en la medida de lo po-
sible, independientes de cualquier concepción particular de la buena vida, o
de aquello que dota de valor a la vida (DwoRtux, 1985: 191). Esto implica
además que las leyes que violan la independencia ética de los ciudadanos les
niega el poder de efectuar sus propias decisiones acerca de la importancia de
la vida humana, lo que, a fin de cuentas, equivale a violar su dignidad. Para
el último DWORKIN la relación entre el principio de independencia ética y la
dignidad es bastante explícita: «La dignidad requiere la independencia con
respecto al gobierno en asuntos de elección ética, y ese requerimiento está
en la base de cualquier teoría plausible de la libertad negativa» (DwoRKIN,
2011: 379 [460]). El principio de dignidad está en la base de la responsabi-
lidad personal de cada individuo para autogobernarse y de hacer con su vida
algo valioso. DWORKIN considera a la responsabilidad personal (junto al valor
intrínseco de la vida) una de las dos dimensiones de la dignidad. Cuando el
Estado interviene en esta dimensión impide a los ciudadanos la libre forma-
ción de sus propias convicciones, lo que equivale a negarles la capacidad de
hacerse responsables de su propia vida'. El principio de independencia posee
interesantes implicaciones para un modelo de democracia constitucional, ya
que nos permite fundamentar una serie de derechos como la privacidad, la
libertad religiosa, la libertad de conciencia e incluso la libertad sexual 48.
Finalmente, resta decir que una concepción asociativa permite, según este
modelo, ofrecer una respuesta más satisfactoria al problema de la legitimidad

45 Véase DWORKIN (1996: 26 [127]) y DWORKIN (2006b: 20-21).


46 Por eso señala que «our ethical convictions define what we should count as a good lzfe for our-
selves; our moral principies define our obligations and responsibilities to other people. The principie
of personal responsibility allows the state to force us to live in accordance with collective decisions of
moral principie, but itforbids the state to dictate ethical convictions in that way» (DwoRK[N, 2006: 21).
47 Véase DWORKTN (2006b: 9-10); DWORKIN (2011: 204 [254]).
48 Para el impacto de estos derechos en la argumentación sobre el aborto y la eutanasia el lector
debe remitirse a DWORKIN (1993).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 59

del gobierno democrático. Los individuos se gobiernan a sí mismos y, en este


sentido, son libres, cuando son miembros genuinos de una comunidad polí-
tica. La calidad de miembros morales constituiría una razón para obedecer
las normas jurídicas de origen democrático a pesar de que un individuo esté
en desacuerdo con el contenido de esas prescripciones. Las condiciones que
permiten afirmar que un individuo es miembro de una comunidad y que sirven
para afirmar al mismo tiempo que esa comunidad constituye una verdade-
ra democracia son denominadas condiciones de «pertenencia moral» (moral
membership). Las condiciones de pertenencia moral, podemos decir entonces,
no son otra cosa que los criterios de legitimidad del procedimiento demo-
crático.
En resumen, la legitimidad del procedimiento democrático viene dada en
este modelo por el aseguramiento de las condiciones de pertenencia moral de
sus miembros a esa misma comunidad política, ya que:
Si soy un miembro genuino de la comunidad política, los actos de esa
comunidad son, en un sentido, relevantes para mis propios actos, aun cuando
hubiera argumentado y votado en contra de ellos, al igual que la victoria o la
derrota de un equipo del que soy miembro es mi victoria o mi derrota aun si mi
contribución personal no estableció ninguna diferencia para alcanzar cualquie-
ra de los dos resultados (DWORKIN, 1996: 22 [123]).
Esas condiciones están delineadas fundamentalmente por los principios de
igual consideración e independencia, así como también por el de participación
política. Su satisfacción asegura la legitimidad del procedimiento democráti-
co, por lo que un ciudadano tendrá razones para obedecer los resultados de un
procedimiento político cuando el conjunto de las instituciones preestablecidas
toma en igual consideración sus propios intereses y no muestra desprecio o
indiferencia hacia estos. Además, cuando pueda afirmarse que minimiza las
desigualdades en la distribución de los recursos y permite que los individuos
contribuyan a la formación de las decisiones jurídico-políticas. No sobra decir
que gran parte de esa labor recae en los tribunales, pues deben verificar la
satisfacción de los criterios sustantivos que dan legitimidad a las decisiones
estatales.

6. JUECES: GUARDIANES DE LA DEMOCRACIA


CONSTITUCIONAL

6.1. J. H. Ely frente a Dworkin (y otros)

Una de las obras más influyentes en el ámbito constitucional norteame-


ricano desde la década de los ochenta ha sido Democracy and Distrust. A
Theory of Judicial Review. ELY marcó con este libro el rumbo de la discusión
60 LEOPOLDO GAMA

en ese país sobre los alcances del control judicial de constitucionalidad. El


autor, dirige, además, una crítica rigurosa al modelo dworkiniano, por lo que
vale la pena detenerse en su análisis.
La preocupación de ELY en ese libro era definir el rol que deben desempe-
ñar los tribunales al interpretar la Constitución de una sociedad democrática.
El autor desarrolla sus argumentos teniendo bajo la mira de sus críticas dos
posiciones generales desarrolladas en los Estados Unidos de América sobre
el modo como deben los jueces desempeñar su labor interpretativa frente a
la Constitución: una corriente de tipo textualista (denominada «interpretati-
vismo») y una concepción de interpretación libre que busca en los valores
no explícitos en el texto, o en los valores contenidos en sus cláusulas más
abstractas, la clave para interpretar la Constitución («no-interpretativismo») 49.
La primera postura, muy familiar al quehacer cotidiano de los juristas —y
que, como apunta ELY, posee la virtud de encajar muy bien con la noción
común acerca de cómo funciona el derecho—, deposita en el texto constitu-
cional y solo en él su confianza para resolver las controversias jurídicas, desde
las más simples hasta las más complejas. El textualista evalúa como legitima
la interpretación en la medida en que pueda anclarse al significado expreso del
texto (o a partir de enunciados claramente implícitos en el documento mismo).
Los defensores de esta corriente ven en su propuesta un puerto seguro para los
jueces, puesto que la interpretación textual de la Constitución frenaría la im-
posición de valores judiciales particulares, y, sobre todo, externos al documen-
to. De ese modo, mientras el juez se adhiera a esta perspectiva se mantendrá el
respeto por la voluntad mayoritaria'''.
Sin embargo, el textualismo le parece a ELY una posición demasiado aco-
tada como base para la interpretación, pues pedir a los jueces circunscribirse
meramente al texto de las cláusulas legislativas (clousebound interpretivism),
les deja un margen de discrecionalidad muy reducido. A su juicio, hay cláu-
sulas constitucionales abstractas (como la del debido proceso o la que prohíbe
los castigos crueles e inusuales) cuyo sentido no puede extraerse exclusiva-
mente a partir de las cuatro esquinas del documento constitucional, sino que
requiere una interpretación más expansiva. Son precisamente esas cláusulas
de textura abierta, como la enmienda decimocuarta del debido proceso, las

49 Los términos en inglés «interpretativism» y «non-interpretativism» fueron introducidos por


Thomas C. GREY en un texto titulado «Do we have an Unwritten Constitution?» 27, Stanford Law
Review, 703 (1975) citado por ELY (1980). De hecho, ELY identifica como representativa de la inter-
pretación libre o «no-interpretativista» la postura de ese autor y la del reconocido constitucionalista
norteamericano L. TRIBE. El interpretativismo también se ha relacionado en el ámbito anglosajón con
la etiqueta «construccionismo estricto» (strict constructionism) es decir la idea de que la interpretación
constitucional debe ser estricta. En ocasiones también se vincula esa etiqueta con la corriente origina-
lista de interpretación constitucional.
5° ELY apunta que la preocupación por el problema de la compatibilidad con la teoría democrática
no es exclusiva de los textualistas sino también de los defensores de la lectura expansiva.
EL CONSTITUCIONAL1SMO SUSTANTIVISTA 61

que animan la interpretación expansiva y que inspiraron a la Corte de los Esta-


dos Unidos a construir lecturas sustantivas en el caso Roe v. Wade a través de
la noción de debido proceso sustantivo (substantive due process). Perspectiva
que evidencia según ELY el fuerte arraigo iusnaturalista de la práctica judicial
norteamericana.
El problema con el textualismo es que existen disposiciones constitucio-
nales cuyo significado no puede reducirse al lenguaje empleado para redac-
tarla: las disposiciones constitucionales no son «unidades autosuficientes»
(ELY, 1980: 73 197D 51. Además, constreñir a los jueces al texto y a su historia
legislativa los sujeta a normas promulgadas hace mucho tiempo y los vincula
con las opiniones de legisladores que ya están muertos 52. ELY se opone a una
vieja tradición del constitucionalismo norteamericano (que puede rastrearse
en J. MADISON y J. MARSHALL), según la cual cuando los jueces interpretan la
Constitución apelan a la voluntad ciudadana que la ratificó, lo que evidencia la
ascendencia democrática de la interpretación constitucional, ya que es el pue-
blo quien finalmente se controla a sí mismo. No obstante, como bien apunta
ELY, el problema es que el consenso popular que legitima el nacimiento de
la constitución norteamericana tiende a debilitarse con el paso del tiempo y
la dificultad para reformarla —al exigirse dos tercios de ambas cámaras del
Congreso y la ratificación por parte de las legislaturas de tres cuartos de los
Estados miembros— hace más bien ríspida la compatibilidad de esta propues-
ta con la teoría democrática.
La segunda corriente responde de otra manera a la problemática de hacer
frente a las cláusulas abiertas de la Constitución. Pone el acento en la necesi-
dad de dar contenido a las previsiones constitucionales abstractas a través de
la identificación y el refuerzo de los valores sustantivos importantes o fun-
damentales que estas protegen. El problema que presenta esta opción según
ELY es que la pregunta sobre qué valor considerar «importante» o «funda-
mental» puede responderse de maneras muy variadas y hasta contradictorias.
Esta propuesta requiere que las decisiones judiciales se funden en las razones
subjetivas del juez o en algún consenso valorativo de la sociedad. En algunas
ocasiones, el defensor de la interpretación expansiva se ve tentado a hablar de
un método «objetivo» de interpretación de tales disposiciones. Sin embargo,
advierte ELY (1980: 54 [75]) que realmente lo que está «descubriendo» con
ese método son sus propios valores personales. Del mismo modo, recurrir
al derecho natural no es un terreno seguro puesto que, en el supuesto de que
exista un derecho de ese tipo y que pueda ser descubierto, «uno podría evocar
al derecho natural para apoyar casi cualquier cosa que se quiera y en la historia

51 Así lo afirma claramente: «One might admit that a number of constitutional phrases cannot
inteligibly be given content solely on the basis of their language and sorrounding legislative history»,
ELY (1980: 12).
52 Véase ELY (1980: 11-12 [29-30]).
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op osrq rj argos sopOop sommuosordoi so' op souoisToop sep semeAuT ooji
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soirrom soidioupd Tu suimoscre sopepron fue ou somour somnse sol uo onhrod
opumun so oluomiuuoreJ op odp piso onb ouoinord 'angula mg - soprotu
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VIAIVD OCUI0d0T1
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 63

para ELY la Constitución norteamericana posee un carácter eminentemente


procedimental (rasgo que puede ser predicable de toda Constitución demo-
crática). Su fin es poner de relieve los procesos y mecanismos para que los
ciudadanos tomen las decisiones y no, en cambio, la identificación y preser-
vación de valores sustantivos específicos. La naturaleza de la Constitución es
establecer los procesos legítimos que un gobierno debe seguir y no los resul-
tados legítimos que dichos procesos deben alcanzar y la función de los jueces
es hacer valer la primera dimensión, no la segunda.
Desde este punto de partida, el papel de la justicia constitucional no es otro
que vigilar el buen funcionamiento del proceso democrático. Son síntomas de
que el proceso funciona mal cuando: a) los que detentan el poder bloquean
los canales del cambio político para asegurar su permanencia en el poder, y
b) las minorías «discretas e insulares» 56 son colocadas en desventaja y están
desposeídas de representatividad. La propuesta es interesante pues los jueces,
en lugar de dirigir sus fuerzas a la materialización de alguna visión sustantiva
particular, o de elegir vías interpretativas restrictivas del poder democrático,
deben concebirse como árbitros del proceso y perseguir dos objetivos funda-
mentales: adoptar un papel activo en la maximización de la participación polí-
tica de los ciudadanos (participation-oriented approach), y facilitar o reforzar
la representación de las minorías (representation-reinforcing approach).
La función de la jurisdiccional constitucional, desde el punto de vista
procedimental de ELY, es proteger activamente derechos como la libertad de
expresión, de prensa y asociación política, que son decisivos para el funciona-
miento de un proceso democrático abierto y efectivo57. Además, vigilar toda
interferencia con el buen funcionamiento del proceso democrático —ya sea
las limitaciones a la libertad de expresión, al ejercicio del voto, la sub y so-
brerrepresentación—, es una tarea crucial para los tribunales porque es ahí
donde no puede confiarse en los que detentan el poder para la corrección de
los fallos procedimentales. Por eso, la justicia constitucional debe prestar es-
pecial protección al derecho a no ser discriminado, el cual, desde una óptica
orientada a los procesos, tiene como fin proteger a las minorías vulnerables
(discretas e insulares) que no necesariamente lograrán que sus intereses sean
tenidos en cuenta por la mayoría gobernante. Es aquí donde el juez tiene que
analizar las motivaciones subyacentes a las leyes y que estas se encuentren
libres de prejuicios hacia esos grupos 58. A este propósito, una herramienta
que ELY encuentra particularmente útil para la defensa de las minorías y para

66 ELY toma prestado el término «discreto and insular minorities» de la famosa nota núm. 4 de la
sentencia de la Corte norteamericana en el caso Carolene Products.
67 Cfr. ELY (1980: 105 [133]).
58 ELY (1980: 139-140 [172]) pone como ejemplo el caso Gomillion v. Lighffoot en el cual la Su-
prema Corte de los Estados Unidos declaró inconstitucional el rediseño de la circunscripción electoral
de la ciudad de Tuskegee, Alabama, que tuvo como fin excluir a los votantes negros residentes en la
ciudad.
64 LEOPOLDO GAMA

evaluar las motivaciones inconstitucionales sobre las cuales fue sancionada


una ley, es examinar que las disposiciones legales no incluyan categorías o
clasificaciones sospechosas que menoscaben la relevancia de ciertos grupos
en una sociedad democrática.
Valores corno la libertad de expresión, de prensa, igualdad y asociación
política, son de tipo procedimental, pues son decisivos para la construcción
de un proceso democrático abierto y efectivo. Ese tipo de derechos son parte
integral de los procesos democráticos y no externos a este, como por ejem-
plo el derecho a la subsistencia 59. Bajo ese panorama, el rol que la visión
procedimental de ELY destina a los tribunales cobra mayor importancia en la
interpretación de las disposiciones más abstractas de la constitución nortea-
mericana, ya que es ahí donde se concentra la discrepancia fundamental entre
interpretativistas y no interpretativistas.
En el fondo, la propuesta es que la mayoría popular no debe estar limitada
más que por un conjunto de constreñimientos de tipo procedimental, como la
libertad de expresión, el derecho a votar y ser votado, el derecho de asociación
política, etc., ya que son los topes legítimos a imponer al proceso de toma
de decisiones, al poder de decisión mayoritario. La intervención del tribunal
constitucional será entonces oportuna para el control del proceso así enten-
dido y no, en cambio, para la revisión de problemas sustantivos, los cuales
deben adoptarse a través de procesos democráticos.

6.2. Más allá de Democracy and Distrust

Para el modelo sustantivista, el proyecto de Democracy and Distrust tiene


el mérito de destacar que algunos derechos establecidos como límites consti-
tucionales al poder mayoritario no comprometen, sino que mejoran el proce-
dimiento de decisión democrático. Sin embargo, yerra el blanco en restringir
ese núcleo a los derechos de tipo procedimental cuya protección recaerá en
manos de la justicia constitucional. El error de esta estrategia es que se exclu-
ye del control judicial algunos derechos que también son constitutivos de la
democracia, como la privacidad, la libertad religiosa, la prohibición de impo-
ner castigos crueles e inusuales, etc. En el fondo, esta perspectiva de justicia
constitucional sería consecuencia de una concepción errónea de la democracia
que subyace a la postura de ELY, una concepción procedimental".
El intento por aislar la sustancia del procedimiento resulta infructuoso, ya
que es imposible evitar que la Corte se convierta en una entidad política cuan-
do examina los méritos sustantivos de una determinada controversia sujeta a

" Cfr. ELY (1980: 105 [133]).


60 Cfr. DWORKIN (1990a: 342 [72]).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 65

su consideración. Querer enfrentar el problema de la legitimidad democráti-


ca de la justicia constitucional circunscribiéndola única y exclusivamente al
cuidado del procedimiento democrático no evita que se analicen los méritos
sustantivos del caso, debido a que, cada vez que surja la discusión en torno a
las cuestiones relacionadas con el procedimiento democrático, será inevitable
recurrir a argumentos de tipo sustantivo. En otras palabras, limitar el alcance
de la judicial review al aspecto puramente procedimental no evita tropezar con
problemáticas relativas al contenido que dicho procedimiento requiere a la luz
de criterios independientes al procedimiento'
Es cierto, reconoce DWORKIN, que el control judicial debe ocuparse de vi-
gilar el proceso legislativo (en este sentido estaría de acuerdo en que los jueces
constitucionales sean árbitros del procedimiento democrático), pero no deben
ocuparse de este para evitar responder a cuestiones sustantivas (¿qué derechos
tenemos?, ¿debe permitirse el aborto?, ¿es la cadena perpetua un castigo cruel
e inusual?) sino, precisamente, para poder ofrecer respuestas correctas a esas
cuestiones.
La propuesta de ELY no puede ser exitosa, pues para que los tribunales
constitucionales puedan encargarse del proceso democrático es inevitable
responder ¿qué es la democracia? Y la respuesta a esa pregunta solo puede
construirse en sede de moral política (i. e., ¿cuál es la concepción correcta
de la democracia?, o ¿cuáles son los procedimientos que componen la mejor
concepción de la democracia?) cosa que, no podría responderse pertinente-
mente desde los presupuestos de Democracy and Distrust. Esto es así ya que
ELY estaría comprometido a conceder que, así como no puede haber con-
senso sobre qué derechos políticos sustanciales tienen los ciudadanos, tam-
poco puede haber consenso sobre la concepción correcta de la democracia a
tener en cuenta por la Corte; y aquí añadiría DWORKIN que, sobre esa base,
no pueden ofrecerse respuestas correctas acerca de lo que el procedimiento
requiere.
Entonces, ¿puede el elemento procedimental de la democracia estar sepa-
rado del sustantivo como pretende ELY? Para DWORKIN la respuesta es negati-
va, porque debemos decidir qué procedimientos componen la mejor concep-
ción de la democracia para que los asuntos constitucionales sobre el proceso
sean decididos correctamente (lo que equivale a pretender diluir la distinción
entre proceso y sustancia); y, en todo caso, los mejores argumentos para optar
por una u otra concepción son siempre argumentos sustantivos. Por tanto, no
se pueden emitir juicios sobre el procedimiento sin articular otros tantos sobre
cuál es el fin para el cual va a emplearse o qué es lo que ese procedimiento
requiere como su contenido correcto.

61 DWORKIN (1985: 61 [88]) duda que a partir de las premisas de ELY pudiese argumentarse a
favor de la importancia de la libertad de expresión, un derecho central en su teoría del control judicial.
66 LEOPOLDO GAMA

Llegados a este punto es inevitable caer en la cuenta de que ELY se en-


cuentra en una encrucijada porque si se concede que la Corte (para cum-
plir pertinentemente su labor de árbitro del proceso), debe decidir cuál es
la mejor concepción de la democracia, tiene que admitir que los tribunales
están bien situados para ofrecer respuestas sobre el proceso justo y sobre
los resultados justos, así como también que los pronunciamientos sobre el
procedimiento son compatibles con la democracia así como los juicios sobre
«cuestiones fundamentales». Por eso apunta DWORKIN que los jueces están
bien situados para realizar ambas tareas y para ofrecer decisiones sobre qué
derechos tenemos.
El anterior análisis arroja, según DWORKIN, una conclusión de gran impor-
tancia en relación con el problema de la justificación de la judicial review y
de la interpretación constitucional: al ejercer el control judicial de constitucio-
nalidad los tribunales se enfrentarán con cuestiones sustantivas de moralidad
política cuyo análisis será insoslayable. Es por eso que resulta necesario y
deseable articular una teoría de la revisión judicial que admita la necesidad de
que los tribunales se adentren en el examen de cuestiones de tipo sustantivo.
En sus propias palabras:
La revisión judicial debe ocuparse del procedimiento pero no para evi-
tar cuestiones políticas de tipo sustantivo, como la de qué derechos poseen
los ciudadanos, sino en virtud de la respuesta correcta a aquellas cuestiones
(DwoRKIN, 1985: 58).
Y más adelante agrega:
si queremos una teoría de la judicial review que produzca resultados aceptables
[...] no podemos confiar en la idea de que la Corte Suprema debe ocuparse
del procedimiento considerado como algo distinto de la sustancia. La única
versión de una concepción procedimental que podemos aceptar es aquella que
haga que el procedimiento correcto —el procedimiento que la Corte debe pro-
teger— dependa de la decisión acerca de qué derechos poseen o no poseen los
ciudadanos (DwoRKIN, 1985: 66).
En el fondo, para ELY la democracia exige que las cuestiones sobre prin-
cipios políticos fundamentales sean decididas por la mayoría. En cambio, di-
ría, ese mecanismo se ve comprometido cuando se sitúa en el foro judicial la
determinación sobre el significado y alcances de esas cuestiones sustantivas.
Este punto de vista, así trazado, parte de lo que DWORKIN denomina la «pre-
misa mayoritarista», la postura según la cual todo esquema de decisión debe
diseñarse de tal manera que beneficie a la mayoría de los ciudadanos, es decir,
que debe delinearse la estructura de poderes de forma tal que las decisiones
políticas se ajusten a las preferencias de la mayoría. La premisa mayoritarista
admite que los derechos de los ciudadanos deben respetarse. No obstante, exi-
ge que toda controversia acerca de su significado, alcances o modo de inter-
pretarlos sea decidida a través del procedimiento mayoritario, lo que implica,
EL CONSTTTUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 67

en opinión de DWORKIN, el paso de la premisa mayoritaria a una concepción


mayoritarista de la democracia constitucional.
La concepción mayoritarista sostiene básicamente que, siendo la de-
mocracia constitucional un procedimiento para la toma de decisiones, toda
controversia acerca de los derechos debe decidirse a través de ese mismo
procedimiento mayoritario. No obstante, aunque para algunos casos llegue
a admitirse que la decisión mayoritaria no debe prevalecer y que, por tanto,
deban ser los jueces los que tengan que decidir, será preferible remitirse a la
visión mayoritaria acerca de dicha controversia, de tal manera que siempre
que nos apartemos del esquema de decisión mayoritario habrá un costo moral,
i. e., existirá, invariablemente, una pérdida en el autogobierno (en la libertad
positiva como autodeterminación), cuando optemos por procedimientos de-
cisorios distintos'. En palabras de DWORKIN (1996: 7 [117]), la concepción
mayoritarista de la democracia sostiene esencialmente que «siempre es injusto
cuando no se permite a una mayoría política salirse con la suya, de manera tal
que, aun cuando existen razones contrarias lo suficientemente fuertes como
para justificar ese desvío, la injusticia permanece».
El constitucionalismo sustantivista, sin embargo, se muestra renuente a
aceptar dicha visión de la democracia constitucional. En algunas circunstan-
cias —y, en particular, cuando estamos discutiendo un caso constitucional en
el que por su naturaleza es necesario remitirse a principios morales—, no ha-
bría una pérdida en el autogobierno si aquellos casos fueran decididos por un
procedimiento alternativo al mayoritario. Es decir, en algunas ocasiones será
preferible desde el punto de vista de los resultados remitirse a la comprensión
que poseen los jueces constitucionales sobre los derechos fundamentales. Por
eso, cuando se ejerce un control constitucional por vía judicial no habría la
reputada pérdida en el autogobierno de la que se duelen constitucionalistas
como ELY.
La renuencia a aceptar esta conclusión tiene que ver según DWORKIN
(1996: 22 [123]) con el modo como las concepciones procedimentales ar-
ticulan el valor de la igualdad política o libertad como autodeterminación.
Tal esquema de pensamiento equivale tanto como afirmar «que somos libres
cuando aceptamos la voluntad de la mayoría en lugar de la nuestra, pero no
cuando nos arrodillamos frente al capricho de un monarca o a los dictados de
cualquier aristocracia de sangre, fe o talento». Bajo ese punto de partida, «no
es difícil ver a la magistratura como una aristocracia reclamando el poder».

" DWORKIN dirige su crítica explicitamente contra HABERMAS (1995) en su polémica con
J. RAWLS (1998). El argumento fundamental de HABERMAS es que el Political Liberalism sitúa a los
derechos básicos de libertad por encima del principio democrático de legitimidad pues estos «limitan
la autolegislación democrática y con ello la esfera de lo político de entrada, es decir, con anterioridad
a toda formación política de la voluntad» (1995: 128-129 [67]), en consecuencia, RAWLS fallaría en el
intento de conciliar la libertad de los modernos con la libertad de los antiguos.
68 LEOPOLDO GAMA

Veamos a continuación los argumentos que le sirven de apoyo para rechazar


tal posición.

6.3. Poder político y justicia constitucional

6.3.1. Consideraciones preliminares

Es una idea básica de toda concepción del gobierno democrático que el


poder político debe ser distribuido equitativamente entre todos y cada uno de
los ciudadanos. Ese poder se ejerce mediante mecanismos que asignen a las
personas un papel equitativo en los procesos colectivos de toma de decisiones.
Por esa razón es que una de las ideas dentro del pensamiento democrático es
la regla «una persona un voto» o «todos los votos deben pesar por igual», et-
cétera.
Suele plantearse que a la luz de la igualdad política —i. e., del problema
relativo a la distribución equitativa del poder— la democracia se deteriora y
el poder político ciudadano se disminuye cuando la toma de decisiones sobre
cuestiones que afectan a los derechos individuales se delega a los tribunales
constitucionales, como en los modelos de control judicial de constitucionali-
dad como el adoptado en los Estados Unidos. La idea es que la existencia de
un poder de revisión de las leyes (como un mecanismo para resolver proble-
mas sustantivos con carácter final) resta poder a los ciudadanos o a sus repre-
sentantes para decidir por sí mismos las cuestiones fundamentales que deben
orientar una comunidad.
En el marco de esta discusión, DWORKIN construye en trabajos como A
Matter of Principie, «Equality, Democracy and Constitution: We the people
in Court» (1990), «What is Equality? Part IV: Political Equality» (recogido
en Sovereign Virtue) y Freedoms Law. The Moral Reading of the American
Constitution, una respuesta al problema persistente en la teoría constitucional
norteamericana: ¿es la justicia constitucional una institución antidemocrática?
En el modelo de constitucionalismo sustantivista el poder que posee un
grupo de jueces para examinar la constitucionalidad de una ley sobre la base
de valores fundamentales no representa un problema desde el punto de vis-
ta democrático. ¿En qué sentido, se pregunta DWORKIN, puede afirmarse que
existe una «pérdida» en el poder político de los ciudadanos cuando las deci-
siones sobre los derechos individuales son trasladadas del ámbito de decisión
de un cuerpo colectivo al foro judicial?63. La anterior cuestión envuelve una

DWORKIN (1987: 7 [208]) observa esta conexión entre los problemas sobre el poder político y
el de la legitimidad del control judicial, cuando afirma que estas cuestiones, constituyen «los supuestos
tácitos» que «dominan el debate contemporáneo, entre los expertos en derecho constitucional, sobre
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIV1STA 69

pregunta subsiguiente: ¿cuál es la relevancia de la igualdad de poder al interior


de un modelo que adopta una concepción sustantiva de la democracia como
el de DwoRKEN?
La tesis central de las concepciones formales o procedimentales de la de-
mocracia se construye a partir del valor de la igualdad política y radica en la
idea de que todo ciudadano posee el derecho a desempeñar un papel relevante
y equitativo en la solución de toda controversia sustantiva que se presente en el
seno de la sociedad. Pero, ¿qué debe entenderse por igualdad de poder político
y qué idea de igualdad de poder debe defenderse?
La estrategia del constitucionalismo sustantivista para desmantelar este
tipo de concepciones será rechazar el ideal de igualdad de poder político en
el que se apoya. La igualdad política no sería una cuestión de igual poder
político porque no disponemos de una definición de «poder» que nos permita
considerar la igualdad de poder como un ideal atractivo, digno de ser perse-
guido o que sea realizable. A fin de cuentas, este ideal sería insuficiente bajo
las premisas de una concepción sustantiva de la democracia constitucional
apoyada en una idea robusta de la igualdad que busca la elección de procedi-
mientos que tiendan a arrojar los mejores resultados. El menoscabo del que se
duelen algunos juristas por la existencia de mecanismos que limitan el poder
mayoritario no es tal ya que lo fundamental, desde el punto de vista de una
concepción robusta de la igualdad, no reside en la distribución igualitaria de
poder, sino en que el procedimiento pueda producir con éxito resultados igua-
litarios sustantivos.

6.3.2. Formas de entender el poder político

Todo análisis del poder político, nos dice DWORKIN, debe efectuarse to-
mando en consideración dos dimensiones: una dimensión horizontal, esto es,
comparando el poder existente entre distintos ciudadanos o grupos de ciuda-
danos; y una dimensión vertical, i. e., comparando el poder de los ciudadanos
frente al poder de los funcionarios. A su vez, toda evaluación del poder políti-
co debe considerar dos sentidos o interpretaciones del poder, lo que DWORKIN
denomina «impacto» e «influencia» 64.
El impacto se entiende como la diferencia que un individuo, por sí solo,
puede marcar en las decisiones colectivas, particularmente, la medida en que

la legitimidad del poder de la Corte Suprema de los Estados Unidos para anular las decisiones de los
legisladores electos. Incluso, los más ardientes defensores de ese poder de los jueces aceptan que se
trata de un rasgo antidemocrático de la política estadounidense, pero que tiene que ser defendido a pesar
de ese defecto. Ellos suponen que una concepción independiente ofrece la descripción correcta de la
democracia».
64 Véase DWORKIN (1990a: 332), DWORKIN (1987: 8 y ss.) y DWORKIN (1996: 26 y ss.).
70 LEOPOLDO GAMA

las decisiones de un ciudadano, expresadas mediante el voto, tienen incidencia


en el resultado colectivo. La influencia política hace referencia a la manera en
que un individuo puede condicionar las opiniones y decisiones de otros indivi-
duos en el sentido de inducirlos a decidir u optar por A o B. Dicho en palabras
de DWORKIN (1987: 9 [210]), «la influencia de alguien, por otro lado, es la
diferencia que establece no solo de por sí, sino también guiando o induciendo
a otros a creer o a votar o a elegir como él».
Del cruce de los anteriores pares de conceptos resultan cuatro sentidos
mediante los cuales se analiza la igualdad de poder político: 1) como impacto
horizontal; 2) como impacto vertical; 3) como influencia horizontal, y 4) como
influencia vertical. ¿Con cuál de estos cuatro sentidos del poder político puede
apoyarse una sociedad democrática? ¿Tiene sentido exigir igualdad de poder
político? ¿Es más democrática una sociedad que procure maximizarla? Vea-
mos a continuación los argumentos que según el modelo pueden ofrecerse.
1) La igualdad vertical de impacto hace referencia a la pretensión de que
las decisiones de un ciudadano tengan la misma incidencia que las decisiones
de los gobernantes. Este requerimiento, explica DWORKIN (2000: 211), repre-
senta un ideal político imposible e inalcanzable dado el carácter representativo
de la democracia constitucional: en una democracia representativa, el impacto
político tiene que ser distinto entre los ciudadanos y los representantes'', por
lo que no podemos exigir que cada uno de nosotros tenga el mismo poder que
un miembro de la cámara de representantes o un funcionario del ejecutivo.
Entonces, la igualdad de poder político entendido como impacto vertical es un
objetivo irrealizable, sobre todo en esquemas sin mandato imperativo. Usted y
yo no tenemos el mismo poder (como impacto vertical) que un diputado, sim-
plemente porque no votamos en el congreso; y pretender que todos tengamos
el mismo poder en ese sentido equivale a sustituir la democracia representati-
va por la democracia directa.
2) La igualdad horizontal de impacto está reflejada en la exigencia de
que el poder debe ser igual entre los gobernados: todo ciudadano debe tener
un voto y solo uno y los votos deben contar por igual, es decir, que todos tie-
nen derecho a participar como iguales en la conformación de las decisiones
públicas. Los esquemas para la toma de decisiones deben distribuir de forma
equitativa el poder político, ideal paradigmático defendido por la concepción
procedimental de la democracia. Son arreglos opuestos a la igualdad de poder
en este sentido el llamado «voto censitario» establecido, por ejemplo, en la
Constitución española de 1837, el cual otorgaba el derecho de sufragio a los
ciudadanos que pagaran cierta cantidad de impuestos. También la propuesta
de «voto plural» de J. S. MILL, consistente en otorgar a los ciudadanos más

" Por eso opina que «una estructura representativa es aquella, necesariamente, en la que el impac-
to es claramente diferente desde una perspectiva vertical», DwoRtuN (1987: 11 [211]).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 71

instruidos y preparados dos o más votos. Se trata de esquemas que constituyen


alejamientos del ideal de igualdad de poder político 66.
Desde la óptica del modelo sustantivista, la igualdad como impacto ho-
rizontal es un objetivo poco exigente como para poder hablar de una demo-
cracia genuina'. Por ejemplo, en una dictadura los gobernados poseen entre
sí el mismo poder, es decir, ninguno; y en las democracias de partido único
los ciudadanos poseen un voto para ese partido. Además, según el modelo
dworkiniano, puede afirmarse que el poder de voto equitativo es un rasgo del
que puede prescindir una concepción sustantiva de la democracia como la
incorporada por este modelo 68. Esto es así porque a DWORKIN le parece que es
un objetivo que no exige demasiado: requiere únicamente que cada ciudadano
tenga un solo voto con el mismo peso y que en la distribución distrital electo-
ral se otorgue un voto por persona. La igualdad de impacto se conforma con
tan poco que, según este modelo, incluso en una dictadura totalitaria o en una
democracia de partido único sería posible satisfacerla69.
La igualdad como impacto horizontal es un elemento cuyo peso, digamos,
puede balancearse. Por esa razón (y este es un punto crucial que debe desta-
carse), para el constitucionalismo sustantivista no habría nada que objetar a un
arreglo institucional que nos condujera a obtener mayor igualdad sustantiva a
costa de la igualdad política definida como impacto horizontal:
Supongamos que los distritos electorales estatales se pueden dividir de
tal fauna que los residentes de distritos urbanos más pobres pueden elegir a
más representantes para la legislatura estatal de los que podrían elegir si todos
los distritos tuvieran el mismo número de residentes. Supongamos que este
acuerdo de división en distritos proporciona, de hecho, un mayor número de
decisiones políticas justas (por ser más genuinamente igualitarias) y que, asi-
mismo, en modo alguno los residentes más prósperos se ven privados de ser
agentes morales, o de tener reconocimiento simbólico o sentido de la comuni-
dad (DWORKIN, 2000: 188 [207]).
Este ejemplo de la división distrital muestra que, desde una concepción
que se preocupa tanto por las consecuencias distributivas como por las parti-
cipativas, un arreglo institucional como el del ejemplo anterior estaría justi-
ficado pues (suponiendo que las premisas empíricas sobre las que se asienta
fuesen correctas) sería capaz de producir resultados correctos desde el punto

66 En MaL (1861: cap. VIII); para un recuento histórico del uso de esa figura en España, SOLÉ y
ALA (1980). Critica abiertamente la figura BEITZ (1989: 32 y ss.). Para el rechazo a la idea general del
gobierno de los sabios véase ESTLUND (133-138).
67 Así afirma que «horizontal equality of power is hardly enough to provide anything we would
recognize asa genuine democracy», DWORKIN (2000: 191 [210]) y DWORIUN (1990a: 332 [54]).
68 Cfr. DWORKIN (2000: 190 [209]) y DWORKIN (1996: 27 [128]).
9 «En las dictaduras totalitarias los ciudadanos tienen el mismo poder político: ninguno. En las
cínicas y supuestas democracias de partido único se suele otorgar escrupulosamente a cada ciudadano
un voto, y solo uno, para ese partido», DWORKIN (2000: 191 [210]).
72 LEOPOLDO GAMA

de vista de la igualdad sustantiva a pesar de la desigualdad de poder político


como impacto horizontal que concede. Naturalmente, considera DWORKIN,
este tipo de ajustes serían rechazados como no democráticos por las concep-
ciones procedimentales al permitir otorgar a unas personas mayor poder polí-
tico que a otras.
3) La igualdad de poder como influencia vertical exigiría que los ciu-
dadanos tengan la misma posibilidad para condicionar las decisiones de los
funcionarios y presionarlos para que opten o no por una política determinada.
Al respecto, DwoRicrN opina que se trata de una propuesta razonable, pero solo
como un mero ideal. Podría imaginarse un esquema para aplicarlo en la prác-
tica como sería celebrar elecciones frecuentes, que exista comunicación eficaz
entre funcionarios y votantes, que los representantes concedan que «deben»
apoyar y promover políticas que maximicen sus posibilidades de ser reelegi-
dos, pues así son congruentes con la opinión pública de sus electores; meca-
nismos eficientes y asequibles para que cumplan con ese deber, etcéteram.
El modelo sustantivista consideraría que una concepción procedimental
de la democracia, centrada únicamente en la idea de igualdad política, podría
ser exitosa «únicamente» si se centra en la influencia vertical, el único modo
plausible de reconstruir la dimensión vertical de la igualdad de podern. Aun-
que lo cierto es que la democracia (norteamericana) no está realmente estruc-
turada para dar cabida a la igual influencia vertical: los periodos para los que
son elegidos los representantes son fijos con independencia de la popularidad
que puedan tener. Al defensor de igualdad política como influencia vertical le
queda el camino de la reforma radical del sistema o aceptar que no puede ser
plenamente materializable ese ideal si se quieren lograr metas políticas como
la eficiencia y la estabilidad.
4) Pasemos ahora al tema de la influencia horizontal inequitativa, es
decir, que algunos ciudadanos disfruten de un mayor poder político que otros
debido a que poseen mayores recursos económicos, información, control de
los medios de comunicación, etc. ¿Debe ser equitativa la influencia políti-
ca entre gobernados? ¿Es realmente deseable que los ciudadanos posean la
misma influencia horizontal en política? ¿Es la influencia horizontal un ideal
atractivo? ¿Debemos rechazar toda influencia desigual desde el punto de vista
horizontal?
La posición de DWORKIN será que realmente no tiene sentido oponerse a la
desigualdad de poder entendida en este sentido, sino que lo intolerable son los
rasgos injustos, totalmente independientes de la estructura política como tal y

70 Merece la pena destacar a este respecto, dos trabajos destinados al análisis de los mecanismos
de control electoral ciudadano para disciplinar la conducta de los políticos electos BARRO (1973: 19-42)
y FEREJOHN (1986: 50 y ss.).
71 DWORKIN (2000: 193 [212]).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 73

que son el origen de las desigualdades 72. La igualdad horizontal de influencia


aparece como un ideal atractivo cuando se afirma, por ejemplo, que es injusto
que algún ciudadano tenga mayor poder que otros solo porque es más rico
o por pertenecer al sexo masculino. Se pueden generar según DWORKIN dos
clases de objeciones a esta inconfoiiiiidad: la primera afirmaría que por sí sola
cualquier brecha en la influencia vertical entre los ciudadanos es inaceptable y
daña la democracia. La segunda objeción, más razonable, afirmaría que lo in-
aceptable es que los recursos estén distribuidos de forma desigualitaria y aña-
diría que la influencia política desigual es consecuencia de una distribución
objetable desde el punto de vista de una sociedad igualitaria. Supóngase que
pudiesen organizarse las instituciones sociales de tal manera que los recursos
se distribuyan de forma igualitaria entre los ciudadanos. Aun así, ciertas for-
mas de desigualdad subsistirían ya que cualquier rasgo social independiente
de una organización social o política (como la edad, el género, la profesión, la
experiencia, la educación, la posición social, la reputación, el carisma, etc.), y
no únicamente la riqueza o el género, constituiría un factor para la desigualdad
entendida como influencia.
De acuerdo con el modelo sustantivista, no tiene sentido oponerse a la
influencia desigual porque no existe una vía eficaz para reducirla y si nos
empeñamos en intentarlo corremos el riesgo de generar conflictos con otros
objetivos igualitarios. Aun cuando estuviesen distribuidos igualmente los re-
cursos entre las personas, algunas seguirían teniendo mayor influencia política
que otras, pero por razones que ya no serían objetables en sí mismas: algunas
pudieron haber decidido emplear más de la riqueza igualmente distribuida en
campañas políticas o en estudios y preparación para maximizar la posibili-
dad de que otros acudan a ellos para que lo consulten o le pidan consejo. Lo
cierto es que no podemos evitar que tengan mayor influencia política aquellas
personas que están mejor preparadas, experimentadas o motivadas; o simple-
mente, aquellas que emplean mejores estrategias que otros para maximizar sus
recursos, ya sea el ingreso, la información relevante con la que cuentan, etc.
Además, cualquier estrategia que pueda ofrecerse para limitar la influencia
vertical resultaría incompatible con una sociedad igualitaria. A DWORKIN se
le ocurren las siguientes estrategias para controlar la influencia horizontal:
1) reducir la oportunidad que tienen los ciudadanos para reflexionar conjunta-
mente con la consecuencia de terminar prohibiendo la expresión y asociación
políticas, como los regímenes totalitarios; 2) intentar reducir los gastos en las
campañas electorales resulta claramente atractivo si queremos compensar la
distribución inequitativa de la riqueza pero cuando esos recursos son distribui-
dos más o menos de forma equitativa, el establecimiento de límites de los re-
cursos económicos en la política tendría más bien un efecto perverso, pues no
generan recompensas o incentivos para aquellos que aprecian más que otros

DWORKIN (2000: 194-196 [213-215]).


74 LEOPOLDO GAMA

su propia influencia y son capaces de hacer sacrificios o arriesgar más con su


propia cuota (invirtiendo más) para generar mayor influencia, y 3) una estrate-
gia más descabellada aún sería por ejemplo educar a las personas a no ejercer
influencia en otras y a no dejarse disuadir por las primeras".

6.3.3. Conclusiones preliminares

Según el constitucionalismo sustantivista hay fuertes razones para opo-


nerse a las concepciones puramente procedimentales. Una concepción proce-
dimental o independiente basada únicamente en la igualdad de poder en cual-
quiera de sus sentidos se acoge a un ideal poco atractivo y/o irrealizable en la
práctica. Las razones que ofrece el modelo son, sucintamente, las siguientes:
1) En primer lugar, la igualdad horizontal de impacto no puede servir de
apoyo ya que resulta un ideal muy poco exigente.
2) La igualdad vertical de impacto, por su parte, es un ideal tan exigente
que se traduce en una opción irreal.
3) La igualdad vertical de influencia es un ideal más o menos realizable,
aunque podría poner en riesgo la independencia de los funcionarios.
4) La igualdad horizontal de influencia no constituye una exigencia de-
seable sin que implique erosionar otros valores igualitarios.
Lo importante de esta discusión es que para el modelo dworkiniano una
concepción procedimental (o «independiente») de la democracia enfocada úni-
camente en la igualdad horizontal de impacto «no hace nada por justificar un
supuesto central de la democracia, según el cual esta no solo exige un amplio
sufragio, sino también la libertad de expresión y de asociación, así como otros
derechos y libertades políticas» (DwoRk IN, 1987: 11-12 [212]). ¿De qué sirve
el sufragio universal, diría DWORKIN, si no se garantiza la libertad de expresión,
de asociación y otros derechos políticos? Es precisamente la carencia de dere-
chos lo que en verdad termina por socavar la igualdad política de un ciudadano.
Las concepciones procedimentales parecen estar encerradas en un dilema
ya sea que pugnen por la igualdad de poder como impacto horizontal o vertical;
si insisten únicamente en la igualdad horizontal sus requerimientos pueden ser
satisfechos por una tiranía antidemocrática. Si en cambio exigen igualdad ver-
tical entonces sus objetivos ya no son realistas 74. Al parecer, DWORKIN menos-
precia la importancia de la igualdad horizontal de impacto, aunque reconoce
que esta constituye un estándar prima facie de toda estructura democrática.
Luego termina por matizar que se trata únicamente de eso, de un valor prima
facie que, como tal, permite alejarse de él en ciertas circunstancias.

73 Véase DWORKIN (2000: 197-198 [216-217]).


74 DWORKIN (2000: 191 [2101).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 75

Llegado a este punto no se extraña que al modelo de constitucionalismo


sustantivista le parezca viable un esquema en el que se otorgue a los ciudada-
nos más pobres mayor impacto político que al resto de los ciudadanos, i. e.,
consintiendo una desigualdad horizontal de impacto en pro de una igualdad
sustantiva, tal como se verá en el ejemplo de los distritos electorales propuesto
por el propio DWORKIN.
En el fondo, entre una propuesta como la dworkiniana y un arreglo del
tipo «voto plural» de MILI, no mediaría mucha distancia. Así como MILL con-
sideraría viable dar mayor poder a los sabios otorgándoles dos o más votos
a los mejor preparados con la esperanza de maximizar el bienestar de todos,
incluso de los ciudadanos menos educados, DWORKIN concedería maximizar
los objetivos distributivos a costa de los valores participativos, si mediante ese
arreglo se obtienen decisiones más justas. Lo que le permite dar este paso es la
asignación de un mero valor instrumental al derecho de participación política,
de tal suerte que sería posible hacer ajustes a este valor si con ello se pueden
satisfacer otros de mayor importancia. Pero lo cierto es que si la concepción
procedimental toma a la igualdad de poder como «el único índice para medir
el grado de democracia» (DWORKIN, 2000: 193 [212]) es porque en el fondo
considera que la participación en pie de igualdad de los ciudadanos en la torna
de decisiones (igualdad como impacto) posee un valor intrínseco, algo que
DWORKIN no puede ver desde su acercamiento instrumentalista al diseño insti-
tucional, ya que lo que cuenta para su modelo son los resultados correctos que
arroje el proceso político 75. Como se analiza más adelante en el capítulo III,
C. Nlivo fue consciente de que el diseño institucional supone realizar ajustes
entre valores intrínsecos y procedimentales, y propondrá una solución que me
parece más satisfactoria y coherente con los diversos elementos que compo-
nen su modelo.
Los argumentos precedentes pueden completarse con los formulados en
A Matter of Principie. Ahí se destaca que ninguna democracia es capaz de
proveer una genuina igualdad de poder político y que los vicios en el carácter
igualitario de la democracia —como la pobreza o la existencia de minorías
desaventajadas—, no pueden ser resueltos del todo. Bajo ese marco, sugiere
que cuando tratamos con situaciones de desigualdad horizontal de influencia
(en donde, inevitablemente, los ricos o los grupos aventajados poseen más po-
der que los pobres o las minorías), se toma imprescindible que las decisiones
acerca de los derechos sean decididas por los jueces y no por los parlamentos.
Debemos tomar en cuenta las graves desigualdades «cuando juzgamos
cuánto poder político pierden los ciudadanos cada vez que una cuestión vin-
culada con los derechos individuales se retira de los órganos legislativos para
pasar a manos de los tribunales» (DwoRKuv, 1985: 27 [47]) la intervención de

75 En esto insiste BAYÓN (2004: 95 y ss.).


76 LEOPOLDO GAMA

los jueces en circunstancias tales puede ser más provechosa, según el modelo,
para los ciudadanos pobres y para los miembros de grupos minoritarios cuyos
derechos corren el riesgo de ser ignorados por la mayoría.

6.4. ¿Qué decidir? ¿Quién decide (mejor) y por qué?

6.4.1. Cuestiones sensibles e insensibles a las preferencias

¿Qué decisiones corresponden a la autoridad democrática y qué decisio-


nes no, según el esquema sustantivista? ¿Qué tipo de consideraciones debe-
mos tomar en cuenta para la distribución adecuada del poder político si es que
el modelo exige respuestas correctas desde el punto de vista sustantivo? ¿Qué
razones entran en juego si es necesario mejorar la corrección o adecuación de
esas decisiones a los requerimientos del principio de igual consideración? 76.
Con el objeto de exponer la manera como el constitucionalismo sustantivista
ofrece una respuesta a los anteriores interrogantes, será necesario introducir
otra distinción adicional. Se trata de la diferencia entre cuestiones sensibles e
insensibles a las preferencias.
De acuerdo con DWORKIN, es preciso distinguir dos tipos de decisiones
políticas: las que tienen que ver con cuestiones que son sensibles a las prefe-
rencias y las relacionadas con cuestiones insensibles a las preferencias. Nos
detendremos a explicar a continuación ambas nociones. Las decisiones rela-
cionadas con cuestiones sensibles a las preferencias «son aquellas cuya solu-
ción correcta depende esencialmente del carácter y la distribución de las pre-
ferencias al interior de la comunidad política» (DwoRiov, 2000: 204 [224]),
por ejemplo cuestiones como ¿se deben destinar los fondos públicos para
construir una carretera o un parque?, ¿debe separarse Escocia del imperio bri-
tánico?, ¿debe incorporarse Dinamarca al plan de seguridad de la comunidad
europea?, etc., son sensibles a las preferencias ciudadanas. La corrección de
este tipo de decisiones dependerá únicamente de los deseos de los ciudadanos
y de la cantidad que apoye una u otra posición.
La corrección de las decisiones relacionadas con problemas que son in-
sensibles a las preferencias no depende de cuántos individuos deseen o pre-
fieran una determinada decisión. La corrección de esta clase de decisiones
no depende del número de individuos que tengan inclinación por A o por B.

76 DWORKIN usa el término «accuracy» para denotar la aptitud que deben poseer las instituciones
jurídicas para adecuarse a ciertos requerimientos sustantivos. DwoRKix (1987: 23 [223-224]) se pre-
gunta cuál sería el modo de entender una concepción dependiente si se quiere «mejorar la adecuación»
(accuracy) de las decisiones. Debe tenerse en cuenta que la idea de adecuación, la de las right answers
y la exigencia de diseñar los esquemas institucionales de modo tal que mejoren la justicia de las decisio-
nes están relacionadas estrechamente. En este sentido puede decirse que un tribunal constitucional y no
el parlamento vendría a ser la institución más adecuada para decidir sobre los derechos fundamentales.
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 77

Las decisiones relacionadas con este tipo de cuestiones son indiferentes a las
preferencias de las personas. Un claro ejemplo de ello, afirma DWORKIN, se-
ría la aprobación de la pena de muerte, la despenalización del aborto u otras
similares: la corrección sobre el qué hacer no dependerá de las preferencias
ciudadanas.
DWORKIN admite que resulta difícil determinar qué tipo de decisiones son
sensibles o insensibles a las preferencias. Reconoce que es cierto que pueden
existir desacuerdos acerca de la relevancia de las preferencias de los indivi-
duos para la toma de determinadas decisiones, pero la cuestión de segundo
orden acerca de si un determinado asunto es sensible o insensible a las prefe-
rencias es, en sí misma, insensible a las preferencias. Existe cierto paralelismo
entre esta distinción y la división entre principios y directrices, pues mientras
las decisiones sobre principios son insensibles a las preferencias, las relacio-
nadas con políticas públicas son sensibles a las preferencias. ¿De qué depende
la corrección de ambas clases de decisiones? ¿Qué procedimiento es el más
adecuado para la toma de unas y de otras?
El concepto de «impacto» desempeña un lugar relevante en el análisis
que DWORKIN efectúa respecto a las cuestiones que ahora se discuten, ya que
parece lógico pensar que una sociedad en donde el impacto político esté mejor
distribuido es más apta para la toma de decisiones sobre cuestiones sensibles
a las preferencias, por lo que al asegurar la igualdad horizontal de impacto
se asegura también ex ante la corrección en la toma de estas decisiones".
DWORKIN piensa que es necesario cierto grado de igualdad horizontal de im-
pacto en una sociedad democrática, sin embargo, no es necesario buscarla por
completo ya que «es fácil imaginar variaciones en el impacto que parecen me-
jorar ex ante la corrección (accuracy) de las decisiones relativas a cuestiones
sensibles a las preferencias» (DwoRKIN, 1987: 25 y 2000: 205 [225]). Baste
con presentar el ejemplo de los distritos electorales, propuesto por el propio
DWORKIN. Según esa propuesta, la «pérdida» en el impacto horizontal —que,
recordemos, resulta del otorgamiento a los ciudadanos más pobres de un ma-
yor impacto sobre las decisiones políticas relativas a cuestiones sensibles a las
preferencias— se vería compensada, precisamente, porque según DWORKIN
habría mayor certeza o «adecuación» de cara al resultado.
¿En qué medida puede asegurarse la corrección de las decisiones insensi-
bles a las preferencias? ¿Debe jugar algún papel el impacto político respecto
a esa clase de cuestiones? En este caso, parece ser que la cuestión está ya
resuelta dado que, por definición, la corrección de las decisiones insensibles
no dependería de la información que se posea respecto de la orientación de
las preferencias o intereses de los ciudadanos hacia X o hacia Y. No hay bases
para aceptar según DWORKIN la opinión según la cual en tanto una decisión sea

77 Cfr. DWORKN (1987: 35 [225]).


78 LEOPOLDO GAMA

apoyada por el mayor número de ciudadanos en consideraciones equitativas


para cada uno de ellos (procurando que todos y cada uno gocen igual impacto
político), mayor será la probabilidad de que estos hayan optado por la deci-
sión correcta. Según el modelo, no existe una relación de proporcionalidad
entre el mejoramiento de la igualdad política y la corrección de las decisiones
sobre principios o insensibles a las preferencias 78. Si así son las cosas, enton-
ces ¿qué procedimiento arroja los mejores resultados para decidir sobre las
cuestiones insensibles a las preferencias? ¿Hay razones de peso para pensar
que un procedimiento distinto al democrático «mejorará considerablemente
la corrección ex ante a la hora de decidir sobre cuestiones insensibles a las
preferencias»? (DwoRKw, 1987: 27 y 2000: 207 [227]).

6.4.2. Tribunales, custodios de las cuestiones de principio

En esa línea de razonamiento, DWORKIN sostiene que las decisiones ju-


diciales acerca de cuestiones de principio (insensibles a las preferencias) no
ofenden ninguna concepción plausible de la democracia, ya que el proce-
dimiento de decisión por mayoría no es el mejor modo para efectuarlas 79.
¿Qué razones institucionales podrían ofrecerse a favor de la idea de que las
decisiones del parlamento pueden ser, con mayor probabilidad, más correctas
que las decisiones que puedan efectuar los jueces? Según DWORKIN, podría
aducirse que toda decisión sobre principios es más acertada en tanto esté fun-
dada en un mayor conocimiento de los hechos relevantes. Esto es cierto, ad-
mite, no obstante, no hay razones para pensar que un legislador pueda poseer,
con mayor probabilidad, creencias correctas (accurate beliefs) acerca de la
clase de cuestiones que serían relevantes para responder adecuadamente a la
pregunta acerca de qué derechos poseen los individuos. Además, la técnica
necesaria para mostrar la plausibilidad de una teoría de los derechos 80 «está
mucho más desarrollada entre los jueces que entre los legisladores o entre
la gran mayoría de los ciudadanos que eligen a los legisladores» (DWORKIN,
1985: 24 [43]).
Una razón adicional apuntada por el modelo, de acuerdo con la cual no
es cierto que los legisladores pueden decidir con mayor probabilidad de éxito
controversias relacionadas con los derechos es que estos, a diferencia de los
jueces, pueden estar sujetos a presiones políticas. Desde el punto de vista de
las condiciones institucionales, los legisladores no están mejor situados que
los jueces para decidir controversias relacionadas con la interpretación de los

8 DWORKIN (1987: 26) y DWORKIN (2000: 206-207 [226-227]).


99 DWORKIN (1985: 24).
" DWORKIN subraya acertadamente que, toda teoría plausible de los derechos debe ser capaz de
enfrentarse con cuestiones de «consistencia especulativa», i. e., mostrando que puede superar situacio-
nes hipotéticas bajo las cuales la teoría generaría resultados que no serían admisibles.
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 79

derechos y, bajo esas circunstancias, en ciertos casos los jueces podrían, con
mayor probabilidad, alcanzar decisiones más acertadas.
Por tanto, el arreglo institucional que puede mejorar ex ante la corrección
o adecuación a principios (accuracy) de las decisiones que atañen a las cues-
tiones insensibles a las preferencias es la judicial reviewsl. Si las cosas son
examinadas desde el punto de vista de una concepción independiente de la
democracia —que, recordemos, intenta justificar esa foima de gobierno ex-
clusivamente a partir de la igualdad de poder—, el control judicial se reputará
antidemocrático. Pero si adoptamos una concepción dependiente de la demo-
cracia las cosas pueden ser distintas:
no está claro que la revisión judicial sea en modo alguno una institución anti-
democrática. Debemos poner a prueba el carácter democrático de la revisión
judicial planteándonos si violenta los ideales de una concepción dependiente
como la que hemos desarrollado. [...] en la forma en que se da en los Estados
Unidos, la revisión judicial no atenta contra objetivo alguno, simbólico o de
agencia. No impide la igualdad de voto, pues es una forma de división en dis-
tritos y, en sí misma, no refleja desprecio o indiferencia alguna hacia ningún
grupo de la comunidad. La revisión judicial, por otro lado, tampoco daña los
objetivos de agencia de la democracia. Al contrario, protege esos objetivos
otorgando una protección especial a la libertad de expresión y a las otras li-
bertades que nutren la agencia moral en política. Y, lo que es más: proporciona
un foro político en el que pueden participar los ciudadanos, si lo desean, con
sus argumentos, de una manera más directamente conectada con la vida moral
que el voto. Además, en ese foro mejora enormemente la influencia de las mi-
norías que tienen un peso más insignificante en la política normal (DwoRxty,
1987: 29 [229]).

De todo lo que se ha discutido hasta el momento, se mostró que para


el constitucionalismo sustantivista no deben sujetarse a control judicial las
decisiones relacionadas con cuestiones sensibles a las preferencias, ya que
su corrección se distorsionaría al intervenir la instancia judicial. En cambio,
la corrección de las cuestiones insensibles a las preferencias queda asegu-
rada en el espacio judicial. Llegados a este punto, es inevitable plantearse
algunas preguntas fundamentales: ¿la corrección de las cuestiones insensi-
bles a las preferencias se afecta al someterla a un procedimiento de decisión
mayoritario? ¿Cuáles son las condiciones que aseguran o maximizan en cada
espacio la corrección de las decisiones? En un modelo de constitucionalis-
mo sustantivista, ¿hay razones sustantivas para obedecer el procedimiento
democrático con independencia de los resultados que tienda a arrojar? ¿Qué
características específicas poseen las instituciones judiciales para decidir co-
rrectamente las cuestiones insensibles a las preferencias y de qué adolecen
las mayoritarias?

$i Cfr. DWORKIN (1987: 28) y DWORKIN (2000: 208-209 [228]).


80 LEOPOLDO GAMA

6.5. El foro de los principios y el foro de la política

6.5.1. ¿Superioridad del razonamiento judicial?

Al inicio del presente capítulo se mencionó que la democracia constitucio-


nal representa para DWORKIN la idea de un gobierno sujeto a límites que vienen
impuestos por la satisfacción del principio de igual consideración y respeto.
Este criterio de legitimidad provee una razón para apoyar una institución no
mayoritaria como es el control judicial de constitucionalidad, ya que cuando
el procedimiento mayoritario no satisfaga aquellos criterios de legitimidad ha-
brá que optar por un procedimiento de decisión distinto al mayoritario 82. En-
tonces, el arreglo institucional apropiado para la toma de decisiones es aquel
que sea capaz de producir los mejores resultados o las respuestas correctas ".
Las decisiones políticas sobre cuestiones insensibles a las preferencias deben
efectuarse mediante un arreglo institucional que arroje los mejores resultados
en términos de la igualdad de consideración y respeto.
En vista de lo anterior, se puede decir que la legitimidad de una decisión
no depende del método o procedimiento llevado a cabo para su adopción
sino de la corrección de las decisiones adoptadas. Así, y sobre la base de
la confianza depositada en la instancia judicial para el razonamiento moral,
será preferible que la decisión última acerca del modo como debemos in-
terpretar los derechos individuales quede depositada en los tribunales. De
tal suerte, las discusiones que sean trasladadas del ámbito de la política al
foro de los principios serán más exitosas pues la justicia constitucional se
convierte en el mecanismo idóneo para el debate sobre estándares generales
de moralidad política". La intervención judicial en los debates constitucio-
nales exige la inclusión de argumentos sobre principios. De esta manera, el
debate político en general quedará indudablemente fortalecido. La judicial
review, así concebida, es legitima en tanto mantenga «la promesa de que los
conflictos más profundos y fundamentales que surgen entre los individuos y

82 Esta idea se muestra con bastante claridad en el siguiente pasaje (Dwo1uuN, 1996: 17 [117-
118]): «La concepción constitucional de la democracia adopta la siguiente actitud frente al gobierno
mayoritario. Democracia significa gobierno sujeto a condiciones, las cuales podríamos denominar con-
diciones "democráticas" de igualdad de estatus para todos los ciudadanos. Cuando las instituciones ma-
yoritarias proveen y respetan las condiciones democráticas, entonces el veredicto de estas instituciones
debería ser aceptado por todos por esa razón. Pero cuando no lo hacen, o cuando no las proveen o respe-
tan suficientemente, entonces no pueden objetarse, en nombre de la democracia, otros procedimientos
que protejan y respeten mejor esas condiciones».
83 Cfr. DWORKIN (1996: 34 [136]). BAYÓN (2004: 121) identifica este tipo de concepción de la
democracia defendida por DWORKIN como «estrictamente instrumentalista», según la cual el valor
de un procedimiento de decisión dependería exclusivamente de su tendencia a producir resultados
justos.
84 En un sentido similar se pronuncia RAWLS (1993a: 231 [266]) cuando afirma que los tribunales
son claros ejemplos de la «razón pública».
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 81

la sociedad se conviertan, finalmente, en cuestiones de justicia» (DwoRKIN,


1985: 70-71).
Adviértase que, para el modelo sustantivista, la deliberación judicial pro-
veerá mejores resultados que la deliberación en sede legislativa: es más seguro
remover de la política ordinaria la discusión acerca de cuestiones sustantivas,
ya que el órgano legislativo no es un canal seguro para proteger los derechos
de grupos políticamente impopulares debido a la vulnerabilidad de los legis-
ladores a las presiones políticas". El objetivo del modelo es señalar que el
control judicial puede verse como un mecanismo deliberativo al igual que la
legislatura, aunque, sin duda, la calidad de la deliberación en sede judicial será
decisivamente superior.
Las ideas que preceden se sustentan en dos argumentos centrales: 1) en
el ámbito judicial la tendencia a razonar a partir de principios es más exitosa,
y 2) la sustracción de tales decisiones de la política ordinaria mejora ex ante
la calidad del debate público. De ahí que sostenga DWORKIN (1996: 344-345)
una afirmación como la siguiente:
los ciudadanos individualmente considerados pueden de hecho ejercitar mejor
las responsabilidades morales de la ciudadanía cuando las decisiones finales
que envuelven valores constitucionales son sustraídas de la política ordinaria y
son asignadas a los tribunales, cuyas decisiones deben fundarse en principios
y no en el peso de los números o en la balanza de la influencia política
Cuando algo es visto como un asunto constitucional E...] esto es, como aquel
que en definitiva será resuelto por los tribunales aplicando principios generales
de la Constitución, la calidad de la discusión colectiva mejora con frecuencia
debido a que dicha discusión se concentra desde el inicio en cuestiones de
moralidad política.
Sobre este punto suele señalarse sin embargo que ese traslado (o sustrac-
ción) de las cuestiones político-morales del foro legislativo al foro judicial
conlleva un costo en términos del autogobierno. No obstante, el modelo res-
ponde a este argumento de que no habría dicha perdida si es más seguro que
en el foro judicial se obtengan decisiones correctas y si la calidad del debate
público mejora. Como ejemplo recuerda el debate suscitado en los Estados
Unidos en torno al caso Roe v. Wade y señala que ese caso demuestra que «la
discusión pública de ese asunto en Estados Unidos ha involucrado a mucha
gente y ha tenido más éxito en identificar la compleja variedad de asuntos
morales y éticos involucrados» (DwoRKIN, 1996: 345). Sin embargo, habría
que apuntar que lo cierto es que ese tipo de amplios y ricos debates constitu-
cionales son poco frecuentes, y no siempre los casos judiciales son decididos
a la luz de los principios. Pero volviendo al planteamiento analizado, no

85 DWORKIN (1996: 34 [136]). Coincide es este punto otro sustantivista como MOORE (2002: 220),
para el cual los tribunales están en mejor posición que los parlamentos para la tarea de determinar el
sentido y alcance de los derechos.
82 LEOPOLDO GAMA

existirá pérdida alguna en términos del autogobierno según el modelo cuan-


do: 1) sean los tribunales los que resuelven problemas de gran relevancia
político-moral, y 2) aquellos casos sean decididos correctamente. Bajo ese
horizonte, si una ley es «de hecho» incompatible con los requerimientos sus-
tantivos de la democracia, nos dice DWORKIN, entonces la decisión judicial
que la invalide no será antidemocrática, sino que, al contrario, mejorará la
democracia.

Ahora bien, a mi parecer el modelo no se pronuncia si acaso hay pérdida


en el autogobierno cuando las decisiones de los tribunales sean incorrectas,
aunque admitiría que existe un debilitamiento de la democracia en caso de que
un Tribunal no pudiese intervenir en asuntos de este tipo y la ley permaneciese
válida. En este sentido afirma que «si asumimos que la decisión del tribunal
fue equivocada, entonces nada de esto es verdadero. Ciertamente perjudica la
democracia que un tribunal con autoridad tome la decisión incorrecta sobre
lo que requieren las condiciones democráticas, pero no más de lo que hace
cuando la legislatura mayoritaria toma una decisión incorrecta que se permite
que continúe siendo válida. La posibilidad de error es simétrica» (DWORKIN,
32-33 [134]). Y aquí cabría cuestionar al modelo si también la posibilidad de
acertar es simétrica entre la legislatura y el tribunal constitucional. De ser así,
es inevitable preguntarse cuál sería la base para hablar de incapacidad del pro-
cedimiento democrático para decidir correctamente cuestiones de principio.
Es claro, por lo visto hasta ahora, que el modelo sustantivista no posee una
respuesta para ello.

Sin embargo, el fin de la revisión judicial según el modelo sustantivista es


examinar el cumplimiento de los requerimientos sustantivos de la democracia
—lo que se suele identificar como las condiciones de legitimidad del proce-
dimiento democrático— entonces es falaz reputarla como antidemocrática:
«sería una petición de principio objetar la práctica que asigna a los tribunales
la facultad de dictar la decisión final basándose en que dicha práctica es an-
tidemocrática, porque la objeción presupone que las leyes en cuestión respe-
tan las condiciones democráticas y esa es la cuestión que está en discusión»
(DwoRKIN, 1996: 18 [118]). El argumento implicaría que no puede encargarse
al procedimiento democrático mismo verificar si sus decisiones cumplen las
condiciones que le proveen legitimidad, de ahí que se justificaría la interven-
ción de otro órgano para realizar tal tarea pues nadie puede ser juez en su
propia causa (nemo iudex in causa sua). Vale la pena señalar en este punto que
la diferencia central entre el modelo deliberativista analizado más adelante
y el constitucionalismo sustantivo es que, para el primero, el procedimiento
democrático constituye el ámbito más adecuado para proteger los derechos de
los individuos, desafiando con ello la tradicional idea dworkiniana de los dere-
chos como triunfos contra la mayoría. En cambio, DWORKIN —presuponiendo
que la mayoría constituye una amenaza para los derechos—, alega a favor de
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 83

su concepción que el procedimiento democrático no puede actuar como «juez


en su propia causa» cuando están en discusión las condiciones que le proveen
legitimidad 86.

6.5.2. Un erizo sensible al contexto

En Justice for Hedgehogs la posición de DWORKIN sobre la legitimidad de


la justicia constitucional dio un giro interesante, quizá tras el debate generado
por la obra de J. WALDRON. DWORKIN terminó adoptando una posición más
sensible al contexto político en relación con la necesidad del establecimiento
de la justicia constitucional en una democracia, aunque mantiene firmemente
que la judicial review no constituye una afrenta para el gobierno democrático.
A su juicio, es innegable que esta institución ha contribuido a mejorar la cali-
dad de ciertas democracias, aunque de hecho piensa que la Suprema Corte de
los Estados Unidos de Norteamérica ha fracasado en su protección a los de-
rechos, fundamentalmente por su decisión en George Bush v. Al Gore (2000)
y en Citizens United v. Federal Elections Commission (2001). No obstante,
apunta que el balance general de su repercusión histórica en ese país sigue
siendo positivo.
En concreto, la variación decisiva atañe a su posición inicial relativa al
carácter necesario del control judicial para la protección de los derechos fun-
damentales en una democracia. Se apuntó anteriormente que para el modelo
sustantivista el control de constitucionalidad mejora ex ante la posibilidad de
adoptar decisiones correctas en una democracia. El giro consiste en que en su
última obra reconoce que la necesidad de contar con una justicia constitucio-
nal dependerá de diversos factores sociales, políticos e institucionales, como
el grado de independencia del poder judicial, del Estado de derecho, etc. 87.
Así, admite —concediendo un argumento de WALDRON que se analizará en
el capítulo siguiente— que en ciertas naciones el establecimiento del control
judicial puede ser innecesario, por ejemplo, en sociedades donde el legislador
cuenta con gran historial de protección de los derechos de los ciudadanos y de
las minorías. Además, concede que nada garantiza de antemano que el con-
trol de constitucionalidad contribuirá a la legitimidad y calidad democrática
de una sociedad y que, incluso, pueden diseñarse estrategias institucionales
superiores para revisar las políticas mayoritarias que depositar las decisiones

86 Se continúa con el análisis del argumento nemo iudex in causa sua aducido para defender los
límites al procedimiento mayoritario y el ejercicio del control judicial de constitucionalidad, véase el
capítulo II, 5.3. Sobre este punto véase también BAYóN (2002: 103).
87 SADURSKI (2002: 275-299) ya había señalado el carácter «relativamente insensible a los he-
chos» de la teoría dworkiniana en cuanto al papel positivo que otorga a la justicia constitucional como
mecanismo para la protección de derechos individuales, a pesar de ser una propuesta supuestamente
preocupada por las «consecuencias» del sistema jurídico político.
84 LEOPOLDO GAMA

en los jueces constitucionales. Este me parece un cambio profundo puesto que


permitiría justificar otro tipo de mecanismos institucionales más respetuosos
con el procedimiento mayoritario como apunta WALDRON.

Pese a todo, me parece que queda intocada en su obra la tesis de que el


control judicial que se ejerce en el marco de una discusión estimulada por
principios, mejora y fortalece la democracia, pues la Constitución será inter-
pretada bajo la luz de los estándares morales que la inspiran". A continuación,
se aborda la concepción de la interpretación constitucional en este modelo.

7. ¿CÓMO INTERPRETAN LOS CONSTITUCIONALISTAS?

7.1. El proyecto interpretativo de Dworkin

Ofrecer una descripción minuciosa de la concepción interpretativa del de-


recho de DWORKIN excedería por mucho los límites del presente trabajo. En
este apartado me limitaré únicamente a hacer una reconstrucción de sus presu-
puestos y rasgos principales de su concepción interpretativa del derecho" para
centrarme posteriormente en su propuesta de interpretación constitucional.

7.1.1. El derecho enlazado con la moral

Una de las tesis centrales de DWORKIN que posee una relación estrecha con
su concepción interpretativa es que el derecho no puede ser identificado sin
recurrir a la moral'. El derecho es una práctica que no puede identificarse ni
comprenderse sin hacer referencia a la moral, i. e., sin incorporar los princi-
pios morales que hacen valiosa dicha práctica.

El modelo positivista de HART y el de DWORKIN discrepan sobre la manera


para identificar el derecho y sobre el tipo de teoría pertinente para dicha labor:
mientras que para HART esa teoría posee un carácter descriptivo, para DWOR-
KIN, en cambio, la teoría del derecho es «una interpretación» de esa práctica
que debe incorporar las razones por las cuales está justificada, apoyándose, en

88 DWORKIN (2011: 415 [502]) mantuvo que es preferible leer la constitución como «una estipula-
ción del gobierno justo» que como un conjunto de disposiciones que tienen un significado necesaria e
indefectiblemente conectado con su historia legislativa.
89 Para un estudio minucioso de la concepción interpretativa y de la teoría de la interpretación
del derecho de DwoRKIN véase LIFANTE (1999) y LIFANTE (2015). Un estudio comparativo entre las
concepciones interpretativas de DWORKIN, SLNSTEIN y ELY en HUNTER (2005).
" Los dos primeros capítulos de Taking Rights Seriously tuvieron por objetivo criticar el modelo
de positivismo jurídico representado por HART (1961). Sobre esa base, las réplicas de este a DWORKIN
fueron recogidas en el Postcriptum a la segunda edición de The Concept of Law en 1994 y la contrarré-
plica en DWORKIN (2006a: cap. VI).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 85

última instancia, en argumentos morales. En el fondo, ambos modelos ven-


drían a ofrecernos dos concepciones distintas de la legalidad, esto es, de la
idea de que el poder debe ejercerse de conformidad con estándares preestable-
cidos con anterioridad a su ejercicio. De acuerdo con el modelo sustantivista
(DwoRKIN, 2006a: 170 [188]) existen dos modos diversos de entender la le-
galidad que conducen a dos concepciones distintas de la misma. Las diversas
concepciones de la legalidad difieren así sobre el tipo de estándares que «son
suficientes para satisfacer la legalidad» y sobre la forma como «estos estánda-
res deben ser establecidos con antelación» 91.
Por esas razones, la teoría del derecho no debe limitarse únicamente a des-
cribir neutralmente la práctica jurídica (como lo harían las teorías positivis-
tas), sino que debe ofrecer una justificación de esa práctica, es decir, mostrar
las razones por las cuales es valiosa'. Los distintos operadores del derecho
como los jueces, abogados y juristas en general, deberán articular cuáles son
los principios morales que proporcionan una mejor justificación de la práctica
jurídica y, en virtud de ello, aplicarlos a un caso controvertido 93. Para determi-
nar qué es lo que establece el derecho en un caso concreto, los jueces deben
tener en cuenta ciertos estándares morales para concluir si una proposición
acerca del derecho —i. e., una afirmación acerca de lo que el orden jurídico
prohíbe, permite o autoriza— es verdadera; como sería afirmar que es verdad
que un sujeto S posee un derecho a X.
Vale la pena señalar que es en este punto donde se muestran las diferencias
con el positivismo hartiano. El modelo positivista pretende describir el dere-
cho sin evaluarlo mientras que el de DWORKIN exige evaluar el derecho para
poder comprenderlo y aplicarlo correctamente. El rasgo central del tipo de fi-
losofía del derecho elaborada por HART (denominada por DWORKIN «filosofía
arquimédica») es la nítida distinción entre dos tipos de discurso: un discurso
de primer orden —el de los participantes acerca de lo que es correcto o inco-
rrecto, justo o injusto, etc.—, y un discurso de segundo orden o metadiscurso,
el cual versa sobre los conceptos de primer orden, intentando definirlos, clasi-
ficarlos, determinar las distintas relaciones conceptuales entre ellos, etcétera.
Lo característico de este tipo de discurso de segundo orden, afirma DWOR-
KIN, es que es presentado como un discurso neutral y no comprometido. Los
«filósofos arquimédicos» —apunta—, se allegan de la distinción entre los
«juicios de valor» (elaborados por personas corrientes acerca de la libertad,

91 Se puede decir entonces que la teoría de HART y la de DWORKIN difieren en el conjunto de con-
diciones que hacen verdadera una proposición jurídica. La conexión entre derecho y moral permanece
presente en Justice for Hedgehogs, capítulo XIX.
" La teoría del derecho de DWORKIN adopta la «perspectiva del caso concreto», pues se presenta
como una teoría que parte del modo como los jueces deciden y aplican el derecho a problemas parti-
culares. Este enfoque conduce a DWORKIN a la adopción de un punto de vista interno o comprometido
frente al análisis del concepto mismo de derecho, véase LIFANTE (1999: 253 y ss.).
93 Cfr. DWORKIN (2006a: 140-141 [1601).
86 LEOPOLDO GAMA

la igualdad, la democracia, etc.) y los juicios descriptivos y neutrales acerca


de esos ideales (elaborados por los filósofos), de esa manera pretende ofrecer
una distinción nítida entre cuestiones sustantivas y normativas, por un lado, y
cuestiones conceptuales y descriptivas, por otro.
En virtud de lo anterior, para determinar qué significa un concepto deter-
minado como la libertad, la igualdad o la democracia, el filósofo arquimédico
opta por la elaboración de análisis conceptuales que excluyan juicios de carác-
ter normativo. De ese modo, la neutralidad conlleva que ese tipo de filosofías
no den respuesta a cuestiones como qué valor es más importante o preferible,
limitándose únicamente al análisis puramente conceptual. En consonancia con
esa perspectiva, HART (1961: 240) afirmaría que su teoría «es descriptiva en el
sentido de que no persigue justificar o recomendar en términos morales o en
otros términos las formas y estructuras que aparecen en mi presentación gene-
ral del derecho». Pero a juicio de DWORKIN la «filosofía arquimédica» se halla
en un error. Todo juicio acerca de conceptos como la libertad, la igualdad, la
democracia, etc., son noiniativos y comprometidos al igual que son compro-
metidos los juicios de primer orden en donde se emplean estos conceptos. En
otras palabras, toda teoría que aborde el análisis de conceptos sustantivos es
una teoría normativa y comprometida, además de conceptual, es decir, es una
teoría que tiene inevitablemente que tomar partido 94.
Esa conexión entre derecho y moral es más clara en los casos difíciles, que
requieren identificar los principios generales que subyacen al derecho en cues-
tión; pero no solo eso, sino que es necesario decidir qué principios generales
ofrecen la mejor justificación de la práctica considerada como un todo. El
modo para resolver los casos difíciles, afirma DWORKIN (2006a: 163), es una
muestra de que el razonamiento jurídico «es un razonamiento característica y
dominantemente moral».
Aunque DWORKIN no se preocupó por explicar claramente en qué ocasio-
nes un caso individual es un caso difícil, se puede decir que Riggs v. Palmer
—en donde la Corte norteamericana decidió que el señor Palmer carecía del
derecho a heredar los bienes de su abuelo (al que aquel había asesinado con
el fin de cobrar la herencia), en virtud del principio «nadie puede beneficiarse
de sus propios actos ilícitos»— es un ejemplo claro de lo que el autor pensaba
inicialmente que constituye un caso difícil. El caso Riggs v. Palmer es un caso
de ese tipo en virtud de que requirió de un razonamiento basado en princi-
pios'. Debe tenerse en cuenta que en Taking Rights Seriously el autor afirma
que un caso difícil es aquel en el que «no hay una norma preestablecida que
dicte una decisión en ningún sentido» (DwoRKIN, 1977: 83 [149]), lo que con-
duce a pensar que califica como difíciles los casos de laguna normativa. Un

94 Esta es una de las ideas centrales que DwonieN desarrolla en 2006a: cap. VI.
Véanse, sobre este punto, EILIFCHINSON y WAKEFIELD (1982).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 87

último desarrollo sobre los casos difíciles es el ejemplo hipotético de la señora


Sorenson», presentado en el capítulo VI de Justice in Robes.
En la teoría del derecho de habla hispana hay acuerdo en que se presentan
dificultades en la determinación de lo que el derecho dispone para un caso
concreto en las siguientes circunstancias: a) el caso individual no está con-
templado por el orden jurídico o no hay una solución normativa para un caso
previsto por una norma jurídica (laguna normativa); b) no se puede determinar
si un caso individual es una instancia de un caso genérico porque se ignoran
algunas propiedades relevantes de este (laguna de conocimiento); c) la con-
secuencia normativa es inaceptable desde el punto de vista de una hipótesis
de relevancia [una proposición que permite establecer la(s) propiedad(es) que
debería(n) ser relevantes para la subsunción del caso individual (laguna axio-
lógica)]; d) la solución normativa entra en contradicción con la consecuencia
jurídica prevista por otra norma (inconsistencia), y e) los conceptos que em-
plea una norma pueden interpretarse de manera favorable a distintos valores
subyacentes, y es discutible cuál de ellos hay que privilegiar 96.

7.1.2. La práctica jurídica como ejercicio de interpretación

En virtud de lo anterior, DWORKIN (1985: 146) afirmará que la práctica


jurídica, en general y no únicamente cuando los jueces o abogados interpretan
un documento legal, constituye «un ejercicio de interpretación». Para enten-
der adecuadamente esta afirmación hay que considerar que para su modelo el
problema central de la teoría del derecho es determinar qué son las proposi-
ciones jurídicas, i. e., los distintos enunciados formulados por los abogados
acerca de lo que es el derecho. A este respecto, pueden ofrecerse, a su juicio,
los siguientes modos de concebir las proposiciones jurídicas:
1) El primero, propio del positivismo jurídico hartiano, vendría a afir-
mar que los enunciados formulados por jueces y abogados acerca de lo que
es el derecho describen una cierta clase de hechos, esto es, hechos históricos.
Una proposición jurídica será verdadera, de acuerdo con esta concepción, si y
solo si ha tenido lugar un hecho productor de normas jurídicas. Sin embargo,
señala DwoRKTN, una concepción como esta se topa con dificultades cuando
hacemos frente a casos difíciles, ya que en estos la pretensión de una de las
partes acerca de que X tiene derecho a B no puede ser verificada mediante un
hecho histórico como aquel que el positivismo jurídico trata como condición
necesaria para la verdad de las proposiciones jurídicas.
2) En segundo lugar, se suele decir que las proposiciones jurídicas en
casos controvertidos no son descriptivas sino simples expresiones acerca de

96
Véanse REDONDO (1999: 11-12); MORESO y VILAJOSANA (2004: 109 y ss.).
88 LEOPOLDO GAMA

cómo debe ser el derecho para aquel que formula el enunciado en cuestión.
En este caso, las proposiciones jurídicas vendrían a ser juicios valorativos a
acerca de cómo debería ser el derecho.
3) La tercera concepción defendería que los enunciados controvertidos
de ese tipo hacen referencia a un derecho natural u objetivo cuyas prescrip-
ciones pueden corroborarse recurriendo a una verdad moral y no a decisiones
históricas determinadas.
Frente a esas teorías, DWORKIN propone una cuarta concepción según la
cual las proposiciones jurídicas no son meramente descriptivas ni tampoco va-
lorativas. Las proposiciones jurídicas son interpretativas, y se ubicarían, por
decirlo de algún modo, a mitad de camino entre las descriptivas y las valora-
tivas; es decir, combinando «elementos» tanto descriptivos como evaluativos.
DWORKIN, sin embargo, no aclara exactamente en qué sentido las proposicio-
nes interpretativas son descriptivas y valorativas. Aun así, me parece que para
entender a fondo la naturaleza mixta de estas proposiciones interpretativas
debemos tomar en cuenta algunas ideas adicionales 97.
En primer lugar, DWORKIN advierte que debemos abandonar la idea de que
el objeto de la interpretación es determinar lo que los legisladores intentaron
decir cuando sancionaron la ley. Esto es, dejar atrás la concepción según la
cual el intérprete debe «descubrir» de un modo u otro lo que los autores de una
ley quisieron decir cuando usaron las palabras que emplearon.
En segundo lugar, el contexto interpretativo al cual les resultaría útil acer-
carse, tanto a jueces como abogados, es el de la interpretación literaria. A
DWORKIN no le interesa, sin embargo, todo tipo de interpretación literaria po-
sible, en especial, no está interesado en la interpretación literaria en el sentido
en que se intenta descubrir el sentido en que debe entenderse una particular
palabra o frase escrita por el autor de un texto. Más bien, le interesa comparar
la interpretación jurídica con la literaria en la cual se ofrecen argumentos que
suministran interpretaciones (de ahí que se les suela llamar «argumentos inter-
pretativos») acerca del significado de una obra literaria considerada como un
todo98. En concreto, la práctica jurídica interpretativa vendría a ser semejante
a la escritura de lo que se conoce como «novela en cadena» (chain novel). En-
tender e interpretar el derecho es semejante a participar en la redacción de una
obra que se redacta sucesivamente por distintos autores a lo largo del tiempo
con el encargo de crear un todo coherente.

97 De hecho, no solo los conceptos jurídicos son de naturaleza interpretativa. DWORKIN (2006a: 150
[168]) afirma que los conceptos políticos como los de «libertad», «igualdad» o «democracia», y, en
general, los conceptos de las ciencias sociales, «actúan en el razonamiento ordinario como conceptos
interpretativos de valor. Su sentido descriptivo es controvertido y la controversia versa sobre qué asig-
nación de un sentido descriptivo captura mejor ese valor. El significado descriptivo no puede desgajarse
de la fuerza evaluativa porque el primero depende de la segunda».
98 Véase DwoRIGN (1985: 146 y ss. [191 y ss.]).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 89

7.12. Una novela en cadena

A un grupo de escritores les es encomendada la redacción de una novela


en cadena para la cual a cada escritor le corresponderá escribir un solo capí-
tulo. En primer lugar, deberá determinarse, naturalmente, quién empezará el
primer capítulo de esta obra colectiva. Una vez que el primer escritor haya
finalizado el apartado que le ha tocado escribir deberá remitirlo a un segundo
escritor, quien añadirá un segundo capítulo en el entendido de que debe conti-
nuar en donde el primer escritor dejó la redacción y así, sucesivamente, hasta
finalizar la novela.
Sin embargo, el objetivo de una empresa colectiva como esta no es crear
una novela desarticulada y sin relación alguna entre uno y otro capítulo. Cada
escritor está comprometido por una cierta lógica interna peculiar a este tipo
de empresas: deberá tener en cuenta, en primer lugar, que su intervención
no parte de cero, de tal manera que, por ejemplo, prestará atención a cuál ha
sido el tema elegido por su predecesor o predecesores, cuáles son los rasgos
psicológicos con los que han sido construidos los personajes, los motivos que
los guían, etc., todo ello con el objeto de darle un sentido de continuidad al
trabajo colectivo. Los autores tienen así el constreñimiento de continuar con
el argumento o tema usado previamente y deberán escribir bajo el entendido
de que todos los creadores de la obra redactarían una sola novela a partir del
material creado previamente".
El derecho, nos dice DWORKIN, vendría a ser semejante a la literatura y su
interpretación sería análoga a la escritura de una novela en cadena a la cual
sus distintos autores e intérpretes van añadiendo paulatinamente un capítulo
más haciendo de aquella una unidad única y coherente. La decisión en los
casos difíciles, afirma, es semejante al proceso de creación de una novela en
cadena:
Cada juez es entonces semejante a un escritor de una novela en cadena.
Debe leer lo que otros jueces han decidido en el pasado no solo para descubrir
lo que estos jueces han dicho o lo que tenían en mente cuando lo dijeron, sino
para alcanzar una opinión acerca de aquello que han hecho colectivamente, del
mismo modo que nuestros escritores se fueron formando una opinión acerca
del modelo colectivo hasta ahora escrito (DWORKIN, 1985: 159).
Como puede verse, lo que llama la atención de esta analogía entre la prác-
tica jurídica y la literatura es que el intérprete debe acogerse a una exigencia
de continuidad y coherencia, intentando, además, que al final toda la obra sea
vista como la labor de un solo autor y no una unión heterogénea y desorde-
nada creada por distintas manos. Esta exigencia de coherencia, propia de una

99 DWORKIN (1986: 228 y ss.).


90 LEOPOLDO GAMA

empresa colectiva de esta clase, es requerida por un valor que DWORKIN deno-
mina «integridad» y que será abordado a continuación.

7.2. La integridad constitucional

7,2.1. El principio de integridad

En Law's Empire se desarrolla la concepción del derecho como «inte-


gridad»; ideal que viene a ser, en opinión de DWORKN, la virtud política
central en el derecho. Este valor, junto con otras tres virtudes identificadas
como «equidad» (fairness), «justicia» (justice) y «debido proceso» en sentido
procedimental (procedural due process), conforman los valores políticos que
debe alcanzar toda teoría jurídico-política.
1) La equidad, requiere esencialmente que los procedimientos políticos
distribuyan correctamente el poder político. Desde este punto de vista, la regla
de la mayoría vendría a constituir un procedimiento equitativo (fair proce-
dure) para la toma de decisiones. Esto es así ya que, dados los inevitables
desacuerdos morales que surgen entre los individuos, es necesario buscar un
procedimiento que, de un modo u otro, asegure una influencia equitativa en la
toma de decisiones.
2) La justicia, por su parte, exige que las decisiones jurídicas, ya sea que
se adopten por cuerpos que han sido o no elegidos por métodos equitativos
—i. e., democráticos—, posean cierto contenido: ya sea distribuir recursos
o proteger las libertades. Esto quiere decir, como se ha repetido en algunas
ocasiones, que la «justicia» de una decisión determinada dependerá de su con-
tenido y no del procedimiento llevado a cabo para efectuarla, esto es, depende
del qué se decide y no del cómo se decide.
3) Finalmente, la exigencia del procedural due process, a la cual DWOR-
KIN no le presta demasiada atención, ya que no desempeña un papel relevante
en su construcción teórica, exige que los órganos encargados de resolver las
controversias jurídicas se sujeten a determinados procedimientos preestable-
cidos que garanticen su correcta resolución.
4) Junto con las anteriores virtudes se encontraría la que él identifica
bajo el nombre de «integridad política» y que, a pesar de la etiqueta, no es
tan ajena a los juristas 100. La integridad plantea una exigencia de racionalidad

100 La palabra «integridad», observa GUEST (2005) aunque poco común para el léxico de los juris-
tas designa una exigencia del derecho que, en el fondo, no les debe resultar poco familiar ya que hace
referencia a conceptos ya conocidos como «consistencia del derecho», «certeza del derecho» o «justicia
del derecho». Esas ideas exigen que el derecho sea un producto «racional». De acuerdo con PÉREZ BER-
MEJO (2006: 135) el término integridad posee en la teoría de DWORIUN dos aspectos distintos, aunque
relacionados entre sí. El primer aspecto asocia la idea de integridad con la de totalidad. El segundo, más
propiamente moral, vincula la idea de integridad con la de coherencia. De tal forma, DWORKIN vendría
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIYISTA 91

en la decisión judicial y vendría a resumirse en la frase «los casos similares


deben ser tratados o resueltos de manera similar». La integridad vendría a ser
una exigencia de racionalidad y coherencia en la aplicación de los principios
de equidad, justicia y procedimiento equitativo, funcionando entonces como
una especie de metavalor o valor de segundo grado respecto a los otros tres
valores o exigencias.
En palabras de DWORKIN (1996: 344-345), la integridad:
requiere que el gobierno hable con una sola voz, exige que actúe conforme a
principios y de manera coherente frente a los ciudadanos, haciendo extensivos
a cada uno de ellos los mismos estándares de justicia y equidad.
Por ejemplo, si el Estado apela a las exigencias de la democracia ma-
yoritaria para justificar una decisión acerca de cómo distribuir el voto, en-
tonces debe apelar a los mismos principios para justificar, e. g., cómo efec-
tuar el diseño de los distritos electorales. Si el gobierno apela al principio
según el cual los individuos tienen derecho a una compensación por parte
de aquellos que les han producido un daño de manera imprudencial hacien-
do responsables a los fabricas de autos por los defectos en sus productos,
entonces debe apelar al mismo principio para hacer responsables, e. g., a
los fabricantes de electrodomésticos por los errores que estos puedan co-
meter en el desempeño de su actividad profesional. Como puede verse, la
integridad vendría a ser un metavalor o un valor de segundo grado ya que
condiciona la manera como se aplican las exigencias de equidad, justicia y
debido proceso.
Existe, según DWORKIN, una semejanza entre la integridad política y la
integridad moral que se puede exponer del siguiente modo: las personas, en
general, estamos en desacuerdo acerca de las formas conectas de actuar o
de los estándares conforme a los cuales guiar nuestra conducta; y si bien es
cierto que no podemos exigir que el prójimo se comporte frente a nosotros del
modo que nosotros creemos correcto, por lo menos sí podemos exigirles que
se comporten coherentemente con respecto a los principios que ellos aceptan
como válidos «y no de un modo caprichoso o extravagante». La exigencia de
integridad, apunta DWORKIN (1986: 166), deja de ser moral para convertirse
en un requerimiento político cuando exigimos que el Estado actúe «conforme
a un único esquema coherente de principios» aun cuando los ciudadanos di-
fieran acerca de cuáles son esos principios de justicia y de equidad conforme
a los cuales dirigir la sociedad 101

a ser el representante de un sistema coherentista de sistema jurídico que se opone radicalmente a un


modelo fundacionalista propio de quienes conciben el derecho como un sistema jerárquico, axiomático
y cerrado.
101 La integridad tanto moral como política presupone que los individuos poseen la capacidad para
reconocer que los actos de los demás constituyen la expresión de una cierta concepción de la justicia y
la equidad, aunque nosotros no la aprobemos, además, «esta habilidad es una parte importante de nues-
92 LEOPOLDO GAMA

La integridad como virtud institucional exige «que las normas de la comu-


nidad sean producidas y vistas, en la medida de lo posible, como expresiones
de un único esquema coherente de justicia y equidad» (DwoRKIN, 1986: 219).
La integridad constriñe tanto a la actividad de producción como la de aplica-
ción de las normas jurídicas. Es por ello que divide la integridad en dos sub-
principios: el subprincipio de integridad en la legislación (integrity in legisla-
tion) y el subprincipio de integridad jurisdiccional (integrity in adjudication).
El principio de integridad en la legislación se dirige fundamentalmente a las
instancias creadoras de normas jurídicas y exige de ellas que el derecho sea
creado de forma tal que resulte un todo coherente. El principio de integridad
jurisdiccional —dirigido a «aquellos que deciden lo que es el derecho»— exi-
ge que estos interpreten y apliquen las normas jurídicas en el entendido de que
conforman un todo coherente (1986: 167 y 176).
Entonces, el principio de integridad exige que los jueces hagan «hablar al
derecho con una sola voz», esto es, que lo apliquen bajo la hipótesis de haber
sido creado por un único autor conforme a un sistema coherente de principios
morales. En otras palabras, la integridad demanda que los órganos que aplican
el derecho lo interpreten «en su mejor luz», es decir, el sistema jurídico debe
ser concebido y aplicado como un todo coherente.

7.2.2. Una lectura moral de la Constitución

Las exigencias provenientes del principio de integridad se ven reflejadas


de un modo paradigmático en la práctica constitucional y de forma especial
en la interpretación. La integridad constitucional es, pues, la aplicación de la
concepción del derecho como integridad a la interpretación constitucional y
conduce a un modo especial de entender la Constitución que el autor deno-
mina «lectura moral de la Constitución». Cuando se parte de la idea que la
integridad requiere interpretar el orden jurídico como un cuerpo coherente
y consistente, entonces, afama DWORKIN, los jueces y abogados que sigan
una estrategia coherente en la interpretación estarán utilizando ya la lectura
moral 102

La lectura moral parte de la constatación de un hecho patente: las Cons-


tituciones contemporáneas establecen una serie de derechos individuales que
han sido formulados en un lenguaje abstracto. DWORKIN tiene en mente dis-
posiciones como la decimocuarta enmienda de la Constitución de los Estados

tra habilidad más general de tratar a los otros con respeto», DWORKIN (1986: 166). Ideas que coinciden
sustancialmente la idea rawlsiana del autorespeto (self-respect), esto es, la firme convicción de que los
individuos son agentes capaces de elaborar su propia concepción del bien y de la justicia, cfr. RAWLS
(1996: 355) y RAWLS (1999: § 67).
102 Cfr. DWORKIN (1986: 2 [102]).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 93

Unidos 103. Estos derechos hacen referencia a principios morales abstractos y


están incorporados a la Constitución como límites al poder de la mayoría de-
mocrática tal y como ya ha sido expuesto. Bajo esa antesala, la lectura moral
sugiere que esas cláusulas que establecen derechos «deban ser entendidas de
la foima más naturalmente sugerida por su redacción: se refieren a principios
morales abstractos y los incorporan por referencia, como límites al poder del
gobierno» (DwoRKIN, 1996: 7 [107].

Esta forma de concebir la interpretación constitucional es, de acuerdo con


el constitucionalismo sustantivista, la mejor manera para garantizar el conte-
nido normativo de la Constitución, y por muy «revolucionaria» que parezca
es de hecho practicada por jueces y abogados constitucionalistas. DWORKIN
señala que existe un desajuste entre el papel que de hecho juega la lectura
moral en la práctica constitucional y su reputación; en este sentido, la situa-
ción de la lectura moral vendría a ser como afirmar que «aunque todos la
practican la mayoría se niega a aceptarlo abiertamente» (DwoRKIN, 1996: 2
[102]). Además, por mucho que se quiera negar la validez de ese método in-
terpretativo y por más que se intenten construir posturas menos radicales, no
habría otra opción frente a la interpretación constitucional que optar por una
lectura mora11°4.

DWORKIN es consciente de que la lectura moral es rechazada por teóricos y


juristas constitucionalistas. De hecho, señala que se ha intentado elaborar otro
tipo de estrategias destinadas a reducir el poder de los jueces constitucionales.
Al respecto pueden encontrarse posiciones que si bien no ofrecen propiamente
una concepción alternativa a la lectura moral prefieren disminuir el poder de
los jueces constitucionales atacando los presupuestos normativos sobre los
cuales el modelo sustantivista quiere asentar su concepción de la interpreta-
ción. Es concebible, por ejemplo, articular una posición teórica que admita la
lectura moral de la Constitución pero que rechace otorgar a la judicatura la au-
toridad final en materia de interpretación constitucional, en especial tratándo-
se de cuestiones sumamente controvertidas que atañen al significado y alcan-
ce de los derechos individuales. Cabe advertir que esta propuesta no implica
«una combinación contradictoria de posturas» (DwoRmN, 1996: 12 [112]) ya
que la lectura moral vendría a ofrecer una concepción sobre el significado de
la Constitución y no una teoría de la autoridad.

1' El texto de la decimocuarta enmienda de la Constitución estadounidense expresa lo siguiente:


«tampoco podrá ningún Estado privar a una persona de su vida, libertad o propiedad, sin el debido pro-
ceso legal; ni negar a persona alguna dentro de su jurisdicción la igual protección de las leyes» [«nor
shall any State deprive any person of life, liberty, or property, without due process of law; nor deny to
any person within its jurisdiction the equal protection of the laws»].
104 Estas ideas acerca de la interpretación constitucional ya se podían encontrar en DWORKIN
(1977: 185 [277]), donde afirmaba que «la Constitución funde problemas jurídicos y morales, en cuanto
hace que la validez de una ley dependa de la respuesta a complejos problemas morales, como el proble-
ma de si una ley determinada respeta la igualdad inherente de todos los hombres».
94 LEOPOLDO GAMA

Se puede construir otra estrategia a favor de la restricción judicial, pero


desde la sede de la interpretación constitucional. En el ámbito anglosajón esa
posición interpretativa se asocia con el originalismo, una concepción de la
interpretación que otorga un lugar primordial a la intención del legislador en
el momento de interpretar las leyes y que propugna este método como el único
modo legítimo de hacer valer la Constitución. Sería el modo de evitar que,
bajo el pretexto de un lenguaje vago de la Constitución, se impongan a la so-
ciedad valores meramente subjetivos de los jueces 1°5. En sus primeros trabajos
DWORKIN ya había dedicado esfuerzos para desmontar los modelos que piden
a los jueces actuar con cautela y restricción en el momento de interpretar las
cláusulas abiertas de la Constitución. En el capítulo de Taking Rights Seri-
ously expone los defectos del «construccionismo estricto» (strict construc-
tionism), etiqueta puesta en boga por Richard Nixon 106. Posteriormente, dan
cuenta de la crítica dworkiniana a los originalistas norteamericanos trabajos
como The Bork Nomination y From Bork to Kennedy, recogidos en Freedom's
Law. The Moral Reading of The Constitution i°7, A Matter of Principle y Jus-
tice in Robes. Según DWORKIN, las concepciones de la interpretación enfoca-
das en el texto constitucional (etiquetadas como «interpretativas» por ELY)
son incapaces de justificar cuál es el sentido de tener una constitución o por
qué debe considerársele una norma de carácter fundamental. Tampoco pueden
responder por qué es preferible atenerse al entendimiento que los framers te-
nían de la Constitución o a su comprensión de las disposiciones constituciona-
les en lugar de adoptar otras concepciones interpretativas".

105 Por «originalismo» puede entenderse en general una corriente que otorga un lugar especial
al periodo constituyente al momento de interpretar la Constitución. Apela básicamente a una relación
estrecha entre la interpretación constitucional y la comprensión que tenían del texto sus redactores
originales, LORA (1988), asimismo, y en el contexto de la polémica DWORKIN-BORK, véase BELTRÁN
(1985). Discute las premisas centrales del originalismo en franco debate con ELY el trabajo de BERGUER
(1979: 277-288).
oe Richard Nixon se había propuesto desde el inicio de su gobierno nombrar a jueces que él cali-
ficaba como strict constructionists y que fueran capaces de hacer valer una ideología conservadora en
la Suprema Corte. Su objetivo era que el alto tribunal volviera a situarse en el rumbo correcto después
de que se hubiese desviado con decisiones que, a su juicio, claramente se oponían al texto tal y como
había sido entendido por los padres de la Constitución. Nixon intentaba en especial que se revirtiesen
algunas decisiones destacadas que habían sido pronunciadas durante la época más activista de la Su-
prema Corte de Justicia de ese país, como por ejemplo Roe v. Board of Education 347 US. 483 (1954),
un caso sobre la segregación racial; Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965) y Roe v. Wade, 410
U.S. 113 (1973), casos judiciales paradigmáticos del derecho a la privacidad, véase el comentario de
DWORKIN (1977: 131 [2091).
1" Estos artículos fueron publicados en la New York Review of Books el 13 de agosto de 1987 y el
17 de diciembre de 1987, publicados en los capítulos 12 y 13 de DWORKIN (1998). El embate de DWOR-
KIN contra el originalismo, en la versión extrema de BORK (1971) surge con motivo de la nominación de
este último por el expresidente Ronald Reagan para ocupar una vacante en la Suprema Corte de Justicia
de los Estados Unidos en el año 1987.
'°< En DWORKIN (2006a: 123 [1431) traza una distinción entre «intenciones semánticas», esto es,
aquello que los framers querían decir al establecer las cláusulas que sancionaron y las «intenciones po-
líticas» de los redactores de la constitución, es decir, «sus expectativas acerca del modo en que deberían
aplicarse esas cláusulas que establecieron, esto es las consecuencias que esperaban que se desprendie-
ran de lo que dijeron». En su opinión, debemos prestar atención a las intenciones semánticas, ya que
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 95

7.3. Lectura moral y praxis constitucional

La interpretación constitucional es un ejercicio de «interpretación cons-


tructiva», lo que significa que los jueces y operadores del derecho deben en-
contrar una formulación o descripción de la práctica que le provea un mejor
sentido, i. e., deben incluir en su descripción de la práctica el conjunto de
intereses y fines que intenta alcanzar 109. En este proceso interpretativo el juez
debe tomar en cuenta el texto constitucional pero no para descubrir las inten-
ciones de aquellos que lo sancionaron sino para atribuirles principios y propó-
sitos políticos. Dicho de otro modo, las cláusulas abstractas de la Constitución
se entienden mejor si aceptamos que hacen referencia a principios morales
abstractos.
Como puede apreciarse, la interpretación jurídica es para el modelo de
constitucionalismo sustantivista un proceso normativo y no empírico, en el
sentido de que se intenta atribuir (y no descubrir) «principios o propósitos po-
líticos a un grupo» (DwoRKIN, 2006a: 128 [146]). Partiendo de lo que DWOR-
KIN denomina «interpretación constructiva» se puede decir que los redactores
de la Constitución intentaron establecer mandatos y prohibiciones abstractas,
esto es, conceptos y no concepciones de un concepto moral "°. Al ser de natu-
raleza moral, las cláusulas abstractas contenidas en la Constitución requieren
que los juicios que formule el intérprete sean también morales.
DWORKIN quiere defender la idea de que las Constituciones contemporá-
neas, como la de los Estados Unidos de América, deben ser interpretadas y
reforzadas de una manera específica. Dicha especificidad de la interpretación
constitucional no procedería únicamente del lugar que ocupa la Constitución
en el ordenamiento jurídico, sino también de su contenido. En concreto, la
especificidad de la interpretación constitucional para DWORKIN vendría a ser
consecuencia del hecho de que muchas de las disposiciones constitucionales
que se refieren a los derechos fundamentales están redactadas en un lenguaje
excesivamente abstracto como, por ejemplo, la dignidad de la persona con-
sagrada en el art. 10 de la Constitución española; el derecho a la libre mani-
festación de las ideas consagrado en el art. 6 de la Constitución mexicana; o

son las que nos permiten fijar «lo que dice el documento que redactaron» pero no debemos inferir que la
fidelidad al texto requiere aplicarlo conforme a sus deseos o expectativas acerca de cómo se aplicarían
esas cláusulas. Intentar describir esa intención originaria no equivale a «descubrir» o demostrar una
proposición acerca de lo que los framers intentaron decir.
109 Cfr. DWORK1N (2006a: 127-128 [138]).
110 «Los redactores [de la Constitución]» —afirma DWORKIN (2006a: 122 [140])— «eran pru-
dentes estadistas que sabían cómo utilizar el lenguaje que manejaban. Presumiblemente querían decir
lo que la gente suele querer decir cuando usa las palabras que ellos usaron: usaron lenguaje abstracto
porque querían sentar principios abstractos. Hicieron una constitución a partir de principios morales
abstractos, no de encriptadas referencias a sus propias opiniones (o las de sus coetáneos) sobre la mejor
forma de aplicar tales principios».
96 LEOPOLDO GAMA

la prohibición al Congreso de los Estados Unidos de lesionar la libertad de


expresión consagrada en la primera enmienda ala Constitución de ese país ".
En el modelo sustantivista, las disposiciones constitucionales que consa-
gran derechos fundamentales remiten a principios morales. Si los derechos
—como ya se ha señalado en otra ocasión constituyen exigencias morales
abstractas, entonces su aplicación a casos concretos requiere que el intérprete
efectúe juicios morales particulares 112. De este modo, frente a un hipotético
caso constitucional en el que, por ejemplo, se estuviera discutiendo si la im-
presión y distribución de material pornográfico merece ser censurada por el
Congreso de los Estados Unidos (de conformidad con la primera enmienda a
la Constitución de ese país), los jueces deberían examinar si el fundamento
moral de la prohibición para coartar la libertad de expresión puede extenderse
al caso de la pornografía, o lo que es lo mismo, si la impresión de material
pornográfico constituye un caso de ejercicio de la libertad de expresión 1".
La lectura moral establece, pues, que las disposiciones constitucionales
que consagran derechos «deben ser entendidas de la forma más naturalmente
sugerida por su redacción: se refieren a principios morales abstractos y los
incorporan por referencia, como límites al poder del gobierno» (DWORKIN,
1996: 7 [107]). Además, si bien es cierto que es posible que existan desacuer-
dos acerca de cómo habría que formular esos principios morales, la lectura
moral exigiría que estos sean foimulados o enunciados «en el modo más ge-
neral posible». Con todo, señala DWORKIN, este tipo de interpretación cons-
titucional no es apropiada para todas las disposiciones que una constitución
consagra. Existen cláusulas constitucionales que no contienen un principio
moral y que por tanto no les sería aplicable la lectura moral, como por ejem-
plo el art. II de la Constitución estadounidense que establece que el presidente
debe tener al menos treinta y cinco años de edad.
El banco de pruebas que usa el constitucionalismo sustantivista para de-
mostrar que hay algunas disposiciones constitucionales que poseen un prin-
cipio moral en su contenido es la decimocuarta enmienda. ¿Cómo podríamos
determinar —se pregunta DWORKIN-- cuál es el significado de la disposición
que consagra la igual protección de las leyes? En primer lugar, señala, «debe-
mos determinar qué es lo que los padres de la constitución presumiblemente

111 El referido art. 10 de la Constitución española establece: «La dignidad de la persona, los de-
rechos inviolables que le son inherentes [...] son fundamento del orden político y de la paz social». El
art. 6 de la Constitución mexicana establece: «La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna
inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, los derechos de tercero,
provoque algún delito o perturbe el orden público». Por su parte, la primera enmienda a la Constitución
estadounidense establece que: «El Congreso no expedirá ley alguna con respecto a la adopción de una
religión o para prohibir la libertad de culto; o para coartar la libertad de expresión o de prensa, o el
derecho del pueblo para reunirse pacíficamente, y para solicitar al gobierno la reparación de agravios».
112 Para una crítica aguda a esta tesis véase COMAN DUCCI (2002b: 105).
Cfr. DWORKIN (1996: 2 [102]).
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 97

quisieron decir cuando usaron las palabras en las que está redactada esa cláu-
sula» (DwoRmN, 1996: 9 [108]), lo que es muy distinto que preguntarse, como
hacen los originalistas, cuáles fueron sus intenciones al decir lo que de hecho
dijeron 114.

Para ello, debe considerarse que los framers poseían claras perspectivas
acerca de las consecuencias de la decimocuarta enmienda (como sería acabar
con las prácticas del tipo «separados pero iguales» en los lugares de trabajo,
en los hospitales, en el uso del transporte público o incluso la prohibición
en algunos Estados de ese país del matrimonio o de las relaciones sexuales
entre blancos y negros). No obstante, los constituyentes no tenían la inten-
ción de terminar con la segregación escolar (que de hecho continuó practi-
cándose hasta que fue declarada inconstitucional en el caso Brown v. Board
of Education) 115 Según el modelo sustantivista, lo que aquellos quisieron
sancionar fue la exigencia de una «igual protección de las leyes» entendida
«como un principio muy general y no como una concreta aplicación de este»
(DwoRKIN, 1996: 9 [109]) 116.
En segundo lugar, debemos tener en cuenta que el principio general que
los constituyentes establecieron puede admitir distintas formulaciones según
su grado de abstracción. Y para resolver qué formulación de un principio con-
creto puede ser atribuida a los autores de la constitución resulta necesario
acudir a la historia. En este sentido, señala DWORKIN (1996: 9-10 [109]), «la
interpretación constitucional debe tener en cuenta prácticas jurídicas y políti-
cas pasadas tanto como lo que los redactores mismos quisieron decir, y ha sido
demostrado ahora mediante precedentes que el principio político incorporado
en la Decimocuarta Enmienda» no es un principio débil «sino algo mucho más
fuerte» y que vendría a identificarse precisamente con «el principio según el
cual el gobierno debe tratar a cada uno con un estatus igual y con igual consi-
deración y respeto».

Lo anterior nos muestra, según el sustantivismo dworkiniano, que la lec-


tura moral está limitada por la historia. Toda interpretación de la constitución
debe partir necesariamente de aquello que dijeron los constituyentes en el
siguiente sentido: es necesario recurrir a la historia para responderse qué es
lo que los redactores de la constitución quisieron decir y no para determinar
—como es el caso del originalismo—, cuáles eran sus propósitos. En este
sentido, la lectura moral, a diferencia del proyecto originalista, recomienda al

114 La lectura moral «insiste en que la Constitución significa lo que los constituyentes quisieron
decir. El originalismo insiste en que la Constitución significa lo que los constituyentes esperaban que su
texto dijera» [«what they expected their language to do»], DWORKIN (1996: 13 [113]).
115 347 U.S. 483 (1954). Para una breve reconstrucción del caso véase el capítulo III, 5.3.2.
116 Frente a la pregunta de por qué los constituyentes mismos no consideraron que la discrimina-
ción racial escolar podía ser invalidad por la decimocuarta enmienda, DWORKIN respondería que inter-
pretaron y entendieron incorrectamente el principio que ellos mismos pusieron en vigor.
98 LEOPOLDO GAMA

juez constitucional recurrir a la historia, pero no para determinar cuál fue la


intención del legislador originario. Además de los límites marcados por la his-
toria, la lectura moral está restringida por el principio de integridad. En virtud
de este principio señala DWORKfN:
Los jueces no pueden leer sus propias convicciones en la Constitución.
No pueden leer las cláusulas morales abstractas como si expresaran un juicio
moral particular, sin importar cuánto les importa ese juicio a menos que lo
consideren consistente, en principio, con el diseño estructural de la Consti-
tución como un todo y también con los lineamientos dominantes de antiguas
interpretaciones de otros jueces. Deben mirarse a sí mismos como socios de
otros funcionarios, del pasado y el futuro que, en conjunto, elaboran una moral
constitucional coherente, y deben tener cuidado de ver que lo que ellos aportan
se ajusta al resto (DwoRKIN, 1996: 10 [110]).
Esto resulta crucial para entender los límites que el propio modelo atribu-
ye a su concepción de la interpretación constitucional, ya que por mucho que
un tribunal considere que la justicia exige la igualdad económica este no pue-
de interpretar la cláusula de la igual protección de las leyes de modo tal que la
igualdad de recursos o la propiedad colectiva, por ejemplo, se conviertan en
exigencias constitucionales. Esta interpretación, simplemente, no se adecuaría
a la historia de los Estados Unidos ni a la práctica constitucional en vigor. El
juez constitucional —así como el escritor de una novela en cadena no puede
desvirtuar el carácter de la narración— está limitado por las exigencias de la
integridad, que lo obligan a tomar en consideración estándares preestableci-
dos por otros jueces y por las demás autoridades que conforman el entramado
constitucional del que forma parte.
En resumen, el alcance de la lectura moral en la interpretación de la Cons-
titución posee dos restricciones. La primera es de orden histórico: 1) no se
puede interpretar una disposición constitucional sin atender al texto y al tenor
histórico que le dio origen, y 2) en segundo lugar, toda interpretación consti-
tucional debe regirse por el requisito de integridad que impide a los tribunales
imprimir las convicciones morales de sus integrantes en la Constitución, a
no ser que esa lectura sea consistente con la práctica existente y con las de-
cisiones pasadas elaboradas por otros jueces. A fin de cuentas, la integridad
exige que toda decisión constitucional se acople con la historia, con la práctica
vigente y con el texto constitucional: los jueces deben reforzar únicamente
aquellas convicciones políticas que puedan tener cabida en una interpretación
general y coherente de la cultura jurídico-política de una comunidad.
Entonces, la integridad aplicada a la interpretación constitucional posee
limites importantes. Toda decisión judicial efectuada en el marco de la inter-
pretación constitucional elaborada a la luz de principios morales debe com-
paginar con las prácticas constitucionales, esto es, debe ajustarse (fit) con la
historia y la tradición constitucional de un país, de modo tal que la historia y
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 99

práctica constitucional, así como los precedentes, funcionen como criterios


restrictivos de la decisión judicial.
Ahora bien, podría reprocharse a DWORKIN que la decisión tomada por la
Corte en Brown v. Board of Education ignoró por completo la «prueba de ajus-
te», ya que de hecho fue pronunciada en una situación social precedida por
una práctica prolongada de discriminación racial y no se ajustaba a la práctica
social estadounidense de la época ya que la segregación por motivos de raza
era, de hecho, practicada por la sociedad estadounidense. No obstante, alega
que la Corte Suprema de ese país «llamó la atención sobre la existencia de
estándares generales de igualdad que estaban firmemente asentados en nuestra
historia, aunque eran selectivamente ignorados en la práctica, estándares que
rechazaban las discriminaciones arbitrarias que no servían un objetivo público
legítimo. El Tribunal fue capaz de argüir convincentemente que la práctica de
la segregación racial era incoherente con una lectura sustantiva más amplia»
(DwoRichv, 2006a: 123 [141]).
De lo anterior resulta que no es completamente cierto que la lectura mo-
ral de la Constitución confiera a los jueces un poder de alcances ilimitados o
que los convierta en «filósofos reyes» de forma tal que puedan interpretar la
Constitución a la luz de sus concepciones morales particulares. No cualquier
concepción moral particular acerca de lo que disponen los derechos funda-
mentales puede presentarse según el constitucionalismo sustantivista como
una lectura adecuada de lo que dispone el texto, la historia y la práctica cons-
titucional en su conjunto. La lectura moral de la constitución insiste en que
los casos constitucionales sean interpretados «de buena fe» y bajo «la mejor
concepción de los principios morales constitucionales» que sea compatible
con la historia y las decisiones pasadas de otros jueces. En concreto, la lectura
moral no exige a los jueces que «sigan los susurros de sus propias conciencias
o las tradiciones de su propia clase o secta, si estas no pueden considerarse
comprendidas en esa historia» (DwoRKIN, 1996: 11 [111]). A pesar de todo,
DWORKIN advierte sobre la posibilidad de que un principio constitucional
pueda ser interpretado de formas muy diferentes e incluso contradictorias;
y que, además, esas distintas concepciones puedan perfectamente adecuarse
con la historia, los precedentes judiciales y en general, con la práctica cons-
titucional.
El sustantivismo incorpora una tesis que podría parecer, en principio,
contradictoria con los límites que le corresponden a la lectura moral. Esta
tesis está relacionada con los alcances de la integridad en la interpretación
constitucional y se relaciona con las siguientes cuestiones: ¿Puede requerir
la integridad apartarse del texto constitucional en algunas ocasiones y, de ser
así, en cuáles? ¿Existirían razones, según el modelo de constitucionalismo
sustantivista, para ignorar la exigencia de fidelidad a la Constitución? A jui-
cio de este autor, la integridad constitucional sí da cabida para que los jueces
100 LEOPOLDO GAMA

desconozcan, en ciertas circunstancias, la fidelidad al texto de la Constitución,


en sus palabras:
La fidelidad al texto de la Constitución no agota la interpretación cons-
titucional, y en algunas ocasiones la integridad constitucional puede requerir
alcanzar una conclusión que no pueda justificarse o incluso contradiga la mejor
interpretación del texto constitucional a la que se puede llegar sin considerar
la historia de su aplicación. Pero la interpretación textual es en cualquier caso
un elemento esencial del programa más amplio de la interpretación constitu-
cional, porque aquello que de hecho dijeron quienes hicieron la Constitución
siempre es por lo menos un elemento importante en toda argumentación cons-
titucional auténticamente interpretativa (DWORKIN, 2006a: 118 [136]).
A juicio de DWORKIN, la integridad permite al intérprete dejar a un lado
el texto constitucional —o, como diría NINO, prescindir de la «constitución
histórica»—. ¿Pero en qué casos concretos podemos apartarnos del texto de
la Constitución? DWORKIN, está pensando en los casos difíciles en los que la
integridad requiere que los intérpretes «efectúen nuevos juicios morales sobre
asuntos que dividen profundamente a la población, como el aborto, el suicidio
asistido y la justicia racial. La opinión de cualquier autoridad pública sobre
estos temas no solo será con seguridad controvertida, sino que será aborrecida
por muchos. Quizá lo mejor que podrían hacer nuestros jueces sería prescindir
de la fidelidad» (DwoRKIN, 2006a: 132 [150].
Me parece que un modo para intentar aclarar el sentido y alcances de
las anteriores tesis sería afirmar que DWORKIN, al igual que NINO (como se
verá en el cap. III), posee además de un concepto histórico de constitución,
un concepto ideal que vendría a identificarse con lo que llama «constitución
abstracta», conformada por un conjunto de principios morales que funda-
mentan y justifican la noitiiatividad de una constitución histórica determi-
nada. En esta idea de «constitución» piensa DWORKIN cuando afirma que
«como la Constitución contiene principios morales abstractos, la fidelidad
[en este caso ya no a la constitución histórica sino a la ideal], les da a los
jueces demasiada manga ancha para censurar las leyes que les parecen in-
justas, aunque estas hayan sido aprobadas por un parlamento adecuadamen-
te elegido» (DwoRKIN, 2006a: 132-133 [150-151]). Sin embargo, como se
verá más adelante al analizar el constitucionalismo deliberativo, C. S. NINO
adopta una posición radicalmente distinta en cuanto al alcance de la justicia
constitucional.

8. CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA EN POCAS


PALABRAS

Está construido sobre la base de una teoría moral basada en derechos que
exige sujetar el poder democrático a los mecanismos del constitucionalismo.
EL CONSTITUCIONALISMO SUSTANTIVISTA 101

Adopta un acercamiento estrictamente instrumental al problema del diseño


institucional"' (pues recomienda elegir criterios que conduzcan a adoptar
decisiones correctas) y defiende una concepción constitucional de tipo sus-
tantivo que puede considerarse como un caso de justicia procesal imperfecta.
Este modelo exige establecer una serie de bienes básicos, los derechos fun-
damentales, en una carta dotada de rigidez para imponer límites al ámbito
de acción y decisión del procedimiento mayoritario. El enfoque sustantivista
para la elección del diseño institucional del que parte este modelo, exige que
nos remitamos a procedimientos alternativos al mayoritario para la solución
de los desacuerdos relacionados con los derechos fundamentales y asegurar
la obtención de respuestas correctas. El órgano legislativo no constituye un
vehículo idóneo para la protección de los derechos, por lo que debe confiarse
al foro judicial la discusión sobre su sentido y alcance.
El constitucionalismo sustantivista vendría a defender las siguientes tesis:
1. La solución al conflicto entre el ideal democrático y el ideal del cons-
titucionalismo (incluida la legitimidad de la judicial review) depende necesa-
riamente de una concepción «robusta» de la democracia.
2. Su concepción constitucional es de tipo sustantivo. El criterio decisi-
vo en última instancia para determinar la legitimidad de una decisión se funda
en su corrección a la luz de principios abstractos.
3. Existe una relación estrecha entre los mecanismos constitucionales y
la democracia, pues los derechos individuales son triunfos políticos que los
ciudadanos pueden hacer frente a la mayoría.
4. Comprometerse con los derechos implica favorecer un acercamiento
de tipo instrumental al problema del diseño institucional, por tanto, será legí-
timo aquel procedimiento que sea capaz de producir los mejores resultados y
de ofrecer respuestas correctas.
5. El principio medular de la concepción liberal de DWORKIN es el de
igualdad de consideración y respeto, que establece un deber institucional de
reconocer valor a las personas en cuanto tales, garantizándoles un igual estatus
moral y político.
6. La mejor foima de gobierno es aquella cuyas instituciones son ca-
paces de generar con mayor probabilidad de éxito decisiones que traten a los
ciudadanos con igual consideración y respeto.
7. El mero apoyo mayoritario a una decisión no provee en sí mismo una
justificación para que sea impuesta a una minoría, ya que la democracia inclu-
ye condiciones de legitimidad independientes del procedimiento.
8. Todo aquel procedimiento mayoritario que no respete los derechos no
solo carecerá de legitimidad. Además, no será considerado democrático.

"7 T. QuusTIANo (2003) denomina este punto de vista instrumentalista como «teorías de los
mejores resultados».
102 LEOPOLDO GAMA

9. Hay derechos sustantivos que son constitutivos de la democracia


constitucional y que conforman sus condiciones de legitimidad.
10. Cada vez que surja la discusión en tomo a las cuestiones relaciona-
das con el procedimiento democrático será inevitable recurrir a argumentos de
tipo sustantivo. Al ejercer el control judicial de constitucionalidad los jueces
no pueden evitar enfrentarse con cuestiones sustantivas de moralidad política.
11. Para la concepción comunitaria de la democracia, la libertad posi-
tiva se entiende como una relación entre los ciudadanos, considerados en su
conjunto, y el gobierno. Los individuos se gobiernan a sí mismos y, en este
sentido, son libres cuando son miembros genuinos de una comunidad política.
12. La calidad de «miembros morales» constituye una razón para obede-
cer las normas jurídicas de origen democrático.
13. Es preferible y mucho más seguro, desde el punto de vista de los
resultados, remitirse a la comprensión que poseen los jueces constitucionales
acerca de los derechos fundamentales.
14. Las decisiones judiciales acerca de cuestiones de principio no ofen-
den ninguna concepción plausible de la democracia ya que el procedimiento
de decisión por mayoría no es el mejor modo para decidir acerca de los dere-
chos como triunfos.
15. El arreglo institucional que puede mejorar ex ante la corrección de
las decisiones que atañen a las cuestiones insensibles a las preferencias es la
judicial review.
16. No deben sujetarse al control judicial las decisiones relacionadas
con cuestiones sensibles a las preferencias ya que su corrección no mejora
en absoluto, sino que, al contrario, se corrompería si interviniese la instancia
judicial.
17. Las discusiones que sean trasladadas del ámbito de la política al foro
de los principios, gracias al ejercicio del control judicial de constitucionali-
dad, serán más exitosas. De tal forma, la justicia constitucional se convierte
en el mecanismo idóneo dentro del cual las cuestiones de moralidad política
pueden debatirse como cuestiones acerca de principios.
18. La deliberación judicial proveerá mejores resultados que la delibera-
ción en sede legislativa precisamente por fundamentarse en principios y no en
directrices políticas: 1) en el ámbito judicial la tendencia a razonar a partir de
principios es más exitosa, y 2) la sustracción de tales decisiones de la política
ordinaria mejora —ex ante , la calidad del debate público.
19. La justicia constitucional mejora y fortalece la democracia cuando
la Constitución —y, en particular, las cláusulas que protegen derechos—, es
interpretada bajo la luz de los principios morales que la inspiran.
CAPÍTULO II
EL CONSTITUCIONALISMO
PRO CEDIMENTALISTA

1. INTRODUCCIÓN

J. WALDRON ha tenido un lugar protagónico dentro del debate sobre la


legitimidad de los mecanismos del constitucionalismo y, de modo particular,
de la justicia constitucional para la protección de derechos fundamentales. Su
obra se caracteriza sobre todo por la originalidad y fuerza de sus argumentos,
formulados a la luz de una doctrina de innegable inspiración liberal. Gracias
a su libro, Law and Disagreement. A Theory of Judicial Review, se destacó
como uno de los principales opositores a los modelos fuertes de control judi-
cial, como el practicado en los Estados Unidos de América y defendido prin-
cipalmente por R. DWORKIN.
La diferencia crucial entre el constitucionalismo sustantivista y el modelo
de filosofía constitucional de WALDRON, al que denominaré modelo de cons-
titucionalismo procedimentalista, es que el primero considera que el recono-
cimiento pleno de los derechos exige incorporarlos en una constitución rígida
y protegerlos a través de un mecanismo de justicia constitucional dotado de
la última palabra. El procedimentalismo, en cambio, sugiere que los dere-
chos demandan reforzar el papel de la legislación como una fuente racional
de derecho'. Asimismo, rechaza la defensa del control judicial al modo sus-
tantivista: el poder de los jueces para censurar las leyes apelando a contenidos

1 Podría decirse que, en el fondo, se trata de una forma alternativa de constitucionalismo que
depende de una visión democrática de las constituciones, enfocada más en el empoderamiento de los
cuerpos deliberativos que en los limites al poder (WALDRON, 2016: 43). Salvando las diferencias rele-
104 LEOPOLDO GAMA

valorativos cuya interpretación genera desacuerdos razonables, incluso, entre


juristas especializados.
Son tres los aspectos centrales que el lector debe tomar en consideración
para comprender los rasgos centrales de este modelo:
1) La idea rectora que guía el trabajo de WALDRON es una preocupación
por confeccionar una teoría «genuinamente democrática», esto es, una propuesta
jurídica que reconoce a la legislación como un producto racional y que es la
«base para el desarrollo y el progreso jurídicos» (WALDRON, 1999a: 8-9 [16-17]).
2) Además, debe tenerse a la vista que la reticencia de WALDRON hacia
el constitucionalismo sustantivista y la judicial review se apoya en una teoría
fundada en los derechos. Es, pues, al igual que la de DWORKIN, una rights-
based theory.
3) Otro elemento clave para la comprensión del procedimentalismo wal-
droniano es el peso asignado a la existencia de graves desacuerdos acerca de
toda cuestión jurídico-política trascendental, en concreto, sobre los requeri-
mientos de la justicia y los derechos fundamentales'. Las discrepancias sus-
tantivas predeterminan nuestro acercamiento hacia los problemas de legiti-
midad de la autoridad política y generan consecuencias importantes para el
diseño institucional.
En Law and Disagreement se evidencia el descontento de WALDRON hacia
el modo de hacer filosofía del derecho por parte de algunos autores contem-
poráneos. Existe una «marginalización» del papel de la legislación y un em-
pobrecimiento del papel que desempeñan las leyes en nuestras sociedades. La
teoría del derecho contemporánea se ha visto volcada con un exceso alarmante
hacia el estudio de los jueces, el razonamiento judicial y los tribunales, descui-
dando todo análisis acerca de la relevancia de las leyes y del proceso del que
son resultado. La filosofía actual, tal y como es elaborada hoy en día, no se ha
preocupado mucho por el estudio de la legislación como fuente de derecho;
en cambio, afirma (WALDRON, 1999a: 9 [17]), «las únicas estructuras que les
interesan a los filósofos del derecho contemporáneos son las del razonamiento
judicial. Están intoxicados de tribunales de justicia y cegados a casi todo lo
demás por los encantos de la justicia constitucional».

vantes, en la misma línea se situarían por ejemplo el constitucionalismo de KRAMER (2004), MICHEL-
MAN (1999), TUSIENET (1999) y BELLAMY (2007).
2 GARGARELLA y MARTE (2005: XVI) señalan atinadamente que la perspectiva del desacuerdo
adoptada como punto de partida de la reflexión de WALDRON, lo sitúa «en sintonía con las corrientes
filosófico-políticas que durante los últimos quince años han cuestionado la tendencia homogeneizadora
del liberalismo contemporáneo», corrientes tales como el comunitarismo, el feminismo y filosofías de
corte posmoderno. Se trata, entonces, de un acercamiento al problema de la política que reivindica un
punto de partida eminentemente hobbesiano, es decir, el punto de vista del conflicto o el desacuerdo.
Una perspectiva que puede, perfectamente, ser resumida en la siguiente interrogante: «¿Cómo puede la
cooperación, que está basada en la desconfianza, surgir de la desconfianza en la cual los seres humanos
parecen estar irremediablemente encerrados?», MARGALTT (2002: 532).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 105

Es por esa razón que una clave importante para la comprensión del proce-
dimentalismo se encuentra en su énfasis en los parlamentos y en la considera-
ción de que la legislación es un producto racional que posee una «dignidad»
especial: las leyes democráticas son aprobadas por un órgano compuesto por
varios individuos que representan «los principales desacuerdos sobre la jus-
ticia existentes en la sociedad [...] dichas leyes pretenden tener autoridad en
nombre de todos los ciudadanos, y no solo en nombre del grupo o la mayoría
que votó en su favor» (WALDRON, 1999a: 10 [18]).
En el presente capítulo se dan a conocer los ingredientes principales del
modelo procedimentalista y se ofrece una reconstrucción unitaria de su anato-
mía teórica conforme al siguiente orden:
1) El punto clave del modelo waldroniano se encuentra en la tesis de las
circunstancias de la política: la existencia de desacuerdos sustantivos profun-
dos en la sociedad y la necesidad de tomar decisiones vinculantes a pesar de
ello. Admitir este factor y asumirlo como un elemento central que condiciona
el acercamiento al problema de la legitimidad política acarrea consecuencias
de suma trascendencia para el diseño institucional.
2) La pregunta sobre quién debe resolver las discrepancias con carác-
ter autoritativo llevará al constitucionalismo procedimentalista a articular
una teoría sobre la legitimidad de las decisiones mayoritarias. Se mostrará
que WALDRON se apoya en la llamada «tesis de la justificación normal» de
J. RAz para demostrar que los parlamentos, por su estructura, composición
y práctica, satisfacen las condiciones que proveen legitimidad a sus deci-
siones. Adicionalmente, este modelo descansa en una concepción liberal de
los individuos como seres autónomos, responsables y capaces para la toma
de decisiones acerca de sus derechos. Este rasgo hace forzoso que todas las
personas participen en pie de igualdad en la toma de decisiones jurídico-
políticas.
3) El procedimentalismo rechaza los mecanismos del constitucionalis-
mo fuerte. Se opone al atrincheramiento de los derechos en cartas rígidas.
Esa práctica, apoyada por el constitucionalismo sustantivista, revela en el
fondo una desconfianza hacia los ciudadanos y sus capacidades para auto-
gobernarse.
4) La última parte de este capítulo se concentra en la crítica waldroniana
al control judicial de las leyes. El procedimentalismo considera que la jus-
ticia constitucional es una institución ilegítima como esquema para la toma
de decisiones en una sociedad inmersa en las circunstancias de la política.
En especial es un modo de decisión incompatible con una sociedad libre y
democrática. Impide que los ciudadanos participen en pie de igualdad en las
decisiones sobre cuestiones sustantivas.
106 LEOPOLDO GAMA

2. DESACUERDOS SUSTANTIVOS

2.1. Las circunstancias de la política

El rasgo central de la política, según el modelo procedimentalista, consiste


en la necesidad insoslayable de tomar decisiones vinculantes para todos los
miembros de la sociedad bajo la presencia de graves y profundos desacuer-
dos. Existen discrepancias acerca de cuestiones de justicia (como el aborto, la
libertad de expresión, los derechos sociales, etc.), y también sobre casi cual-
quier ámbito de la vida pública. Estos dos elementos, la necesidad de decidir
un curso de acción determinado y la existencia de graves desacuerdos, son
identificados bajo el rótulo «circunstancias de la política».
Las circunstancias de la política es una adaptación de lo que en A Theory
of Justice RAWLS denomina «circunstancias de la justicia», esto es, aquellos
rasgos y condiciones del mundo y de los individuos que posibilitan y hacen
exigible la cooperación humana3. Las circunstancias de la justicia, nos dice
RAWLS (1999: 109 [126]) «pueden describirse como las condiciones normales
en las cuales la cooperación humana es tanto posible como necesaria». Son
de dos clases: 1) objetivas: como la relativa igualdad física y mental de los
individuos, la vulnerabilidad y la escasez moderada, y 2) subjetivas: diferentes
necesidades e intereses de los individuos, diversas concepciones de lo bueno
que les conducen a elaborar variados planes de vida, etcétera.
Las circunstancias de la política apelan a la necesidad de tomar decisio-
nes y buscar marcos de acción común para alcanzar ciertos fines, a pesar de
la existencia de desacuerdos acerca de cuál o cuáles deberían ser las mejo-
res decisiones o cursos de acción en cuestión. Los desacuerdos sustantivos se
caracterizan por ser: a) indisolubles, es decir, difícilmente pueden encontrar
un consenso y, aunque de hecho este se alcance eventualmente, nada impide
que el desacuerdo vuelva a presentarse en algún otro momento; b) generali-
zados en un doble sentido: abarcan todo el espectro posible de las posturas
acerca de la justicia y penetran en todos los ámbitos de creación y aplica-
ción del derecho, y c) profundos, pues tienen su raíz en las divergencias que
tienen las personas acerca del bien y el significado de la vida 4. WALDRON
(1999a: 102 [123]) explica la similitud entre las circunstancias de la justicia y
de la política del siguiente modo:

3 RAWLS, desarrolló esa idea partiendo de HUME (A Treatise of Human Nature, bk. III, pt.
sec. II y An Enquiry Concerning The Principies of Morals, pt. I, sec. III), y también de lo que HAAT
(1961) llamó el contenido mínimo del derecho natural, esto es, ciertos rasgos del mundo y de la natu-
raleza humana (vulnerabilidad; igualdad aproximada; altruismo ilimitado; recursos limitados y com-
prensión y fuerza de voluntad limitadas) que motivan la necesidad del establecimiento de cierto tipo de
reglas con un cierto contenido.
4 Para profundizar sobre los desacuerdos y su impacto para la moral y el derecho véanse BESSON
(2005) y ESTLUND (2000).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 107

Las circunstancias de la justicia son aquellos aspectos de la condición hu-


mana, como la escasez moderada y el altruismo limitado de los individuos,
que hacen que la justicia como virtud y como práctica sea posible a la vez que
necesaria. Podemos afirmar, siguiendo este camino, que la necesidad percibida
por los miembros de un determinado grupo de contar con un marco, decisión o
curso de acción comunes sobre cierta cuestión, aun a pesar de los desacuerdos
sobre cuál debería ser dicho marco, decisión o acción, son las circunstancias
de la política.
Los teóricos del derecho, de la política y de la justicia, no han sido lo
suficientemente atentos a estas consideraciones, «no se han dado tanta cuen-
ta de que los desacuerdos también son ineludibles sobre cuestiones en las
que según ellos necesitamos compartir una concepción común» (WALDRON,
1999a: 106 [128]). RAWLS desde Political Liberalism incorpora en su desa-
rrollo teórico el pluralismo ideológico, es decir, la existencia de una diversi-
dad de concepciones religiosas, éticas y filosóficas irreconciliables y siempre
en conflicto'. El Political Liberalism se diferencia de su A Theory of Justi-
ce por advertir el hecho del pluralismo razonable, el reconocimiento de que
toda sociedad democrática se caracteriza porque sus ciudadanos defienden
una variedad de doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales
incompatibles entre sí pero que son, no obstante, razonables. La presencia de
estas doctrinas no es más que un claro resultado del uso de nuestra razón en
una sociedad de individuos libres. Sin embargo, RAWLS considera al mismo
tiempo que una sociedad bien ordenada es aquella en la que sus miembros
comparten una idea en común acerca de la justicia6. Pero si bien es cierto,
apunta WALDRON (1999a: 106 [128]), que una cuestión de justicia requiere
«actuar conjuntamente sobre la base de un punto de vista común», eso no sig-
nifica, que «la necesidad de un punto de vista común» erradique la presencia
de desacuerdos; por el contrario, esto quiere decir que «nuestra base común
para la acción en cuestiones de justicia debe ser forjada al calor de nuestros
desacuerdos y no basada en la suposición de un frío consenso que solo existe
como ideal».
Otra idea rawlsiana que WALDRON incorpora a su modelo es la tesis de las
cargas del juicio (burdens of judgment), esto es, la fuente o causas que expli-
can la inevitable existencia de desacuerdos razonables por lo que se refiere a
concepciones morales y filosóficas'. Y, al efecto, señala WALDRON (1999a:
112 [135]) lo siguiente:

En otro lugar afirma: «La diversidad de doctrinas comprehensivas, religiosas, filosóficas y mora-
les que encontramos en las modernas sociedades democráticas [...] es un rasgo permanente de la cultura
pública de la democracia», RAWLS (1993b: 246).
6 Afirmar que una sociedad está bien ordenada quiere decir que «todos aceptan, y saben que todos
los demás aceptan, los mismos principios de justicia», RAWLS (1999: 4 [18]).
«La idea del desacuerdo razonable entraña una descripción de las fuentes, o causas, del des-
acuerdo entre personas razonables así definidas. Me refiero a esas fuentes cuando hablo de cargas del
juicio [...] las fuentes del desacuerdo razonable —las cargas del juicio— entre personas razonables
108 LEOPOLDO GAMA

En cualquier concepción plausible, la vida humana compromete múltiples


valores y es natural que la gente discrepe sobre la manera de ponderarlos o
darles prioridad. Y también, en cualquier concepción plausible, las respectivas
posiciones, perspectivas y experiencias sobre la vida le proporcionarán a cada
persona una base diferente desde la que realizar estos delicados juicios. Estas
diferencias en las experiencias y en las posiciones, junto con la complejidad
evidente de las cuestiones tratadas, significan que personas razonables pueden
discrepar no solo acerca de cómo es el mundo, sino también sobre la relevancia
y el peso que debemos atribuir a las diversas perspectivas disponibles. Este tipo
de factores en conjunto hacen que los desacuerdos de buena fe no solo sean
posibles, sino también predecibles.

Se desprenden dos consecuencias importantes a partir de las circunstan-


cias de la política que vale la pena adelantar: la primera relacionada con la
relevancia que cobra el procedimiento democrático. La segunda con el recha-
zo a un tipo de defensa que se ha usado (principalmente por DWORKIN) para
defender la justicia constitucional:

a) Las circunstancias de la política exigen construir acuerdos entre las


personas o un marco común de acción a pesar de las discrepancias sustanti-
vas. Bajo estas condiciones, los ciudadanos deberán buscar alcanzar no ya un
consenso justo, sino un procedimiento (o combinación de estos) que sea capaz
de incorporar esos desacuerdos de un modo tal que muestre igual respeto por
las distintas opiniones acerca de la justicia. Además, ese mecanismo debe per-
mitir que todos los que puedan verse afectados por una decisión participen y
elijan una política en común. El procedimiento capaz de lograrlo es, en este
modelo, el mayoritario.
b) Por lo que respecta a la legitimidad de la autoridad política, el mo-
delo procedimentalista sugiere que no podemos dar como válido el criterio
de autoridad sugerido por DWORKIN. Recordemos que el constitucionalismo
sustantivista propone que diseñemos las instituciones y optemos por aquellos
mecanismos que tiendan a asegurar la obtención de respuestas correctas en
materia de derechos fundamentales de tal suerte que, si se respetan tales resul-
tados, el procedimiento para la toma de decisiones será legítimo. En opinión
de WALDRON (1999a: 213 [253]), una propuesta como esa «no puede formar
parte de un principio adecuado de la autoridad, ya que reproduce más que
resuelve los desacuerdos a los que nos enfrentamos».

son los varios elementos aleatorios implicados en el ejercicio adecuado (y consciente) de nuestras
facultades de razón y juicio en el curso ordinario de la vida política», RAWLS (1993a: 55 [86]). Y más
adelante señala: «Nuestros puntos de vista individuales y asociativos, nuestras afinidades intelectuales y
nuestros vínculos afectivos son demasiado diferentes, sobre todo en una sociedad libre, como para que
esas doctrinas sirvan de base para un acuerdo político razonado y duradero. Distintas concepciones del
mundo pueden estar razonablemente elaboradas desde perspectivas distintas, y la diversidad surge en
parte de la variedad de nuestras perspectivas. Es irrealista —o peor aún, provoca suspicacia y hostilidad
mutuas— en el supuesto de que todas nuestras diferencias están arraigadas en la ignorancia y en la
perversión, si no en rivalidades de poder, estatus o ventaja económica» (1993a: 58 [89]).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 109

2.2. ¿Desacuerdos razonables sobre la justicia?

En Political Liberalism, RAWLS reconoce el hecho del pluralismo razona-


ble. La existencia de una diversidad de doctrinas comprehensivas razonables
adoptadas por agentes también razonables se origina por los límites de la ra-
zón, llamadas también cargas del juicio (burdens of judgement), es decir, los
factores que explican las diferencias o desacuerdos razonables que los indivi-
duos poseen acerca de sus concepciones básicas. RAWLS señala algunos de es-
tos factores: la complejidad de la evidencia empírica y científica y la dificultad
para evaluarla; las dudas acerca del peso que debemos otorgar a esa evidencia;
la vaguedad de nuestros conceptos morales y políticos; el hecho de que eva-
luamos esa evidencia de acuerdo con nuestra propia experiencia particular; la
complejidad para evaluar las distintas consideraciones normativas que atañen
a un problema práctico; la dificultad en el momento de decidir cuáles elegir
y cuáles restringir dado que todo sistema social es limitado en cuanto a los
valores que puede admitir. Pues bien, la cuestión relevante que a juicio de
WALDRON habría que tener en cuenta, es que RAWLS aplica las cargas del jui-
cio únicamente a los desacuerdos sobre el bien y no a los desacuerdos sobre la
justicia. RAWLS reconoce que los límites naturales de la razón permiten expli-
car por qué los individuos no se adhieren a la misma doctrina comprehensiva.
Pero estos límites, apunta WALDRON, aplican también para los desacuerdos
razonables en temas sustantivos.
La tesis de WALDRON es que en el Political Liberalism las cuestiones de
justicia (las relativas a los principios aplicables a la comunidad política) no
están sujetas, al igual que las cuestiones sobre el bien (las relativas a los están-
dares que un individuo adopta para hacer de su vida algo valioso), a las cargas
del juicio. De acuerdo con RAWLS (1993a: 61 [91]), es necesario articular una
concepción de la justicia que constituya «una base pública y compartida de
justificación que pueda aplicarse a las doctrinas comprehensivas». Para ello,
una concepción política de la justicia debe proveer las bases para ser amplia-
mente aceptada y compartida por todos los individuos. Sin embargo, aplicar el
argumento de las cargas del juicio a las cuestiones de justicia querría decir que
habría una base de estándares que no podrían ser «ampliamente compartidos»
por todos los individuos. En este sentido, para que la razón pública pueda
convertirse en la base de nuestras discusiones sobre la justicia, RAWLS debe
negar que esta llegue a estar afectada por las cargas del juicio. Los criterios
que son idóneos para convertirse en una concepción pública de la justicia no
deben estar afectados por los limites de la razón o de lo contrario, no podrían
ser ampliamente aceptados ni compartidos por la totalidad de los ciudadanos.
Esto querría decir que ahí donde admitamos la posibilidad de que nuestros
juicios sobre la justicia estén afectados por las cargas del juicio debemos acep-
tar la imposibilidad de un consenso amplio y profundo como el definido por
110 LEOPOLDO GAMA

la razón pública, y, por el contrario, ahí donde se admita la posibilidad de


un consenso amplio y profundo en cuestiones de justicia sustantiva debemos
excluir que nuestras afirmaciones se vean afectadas por las cargas del juicio'.

Lo anterior podría acarrear, apunta WALDRON, una consecuencia un tanto


desconcertante: que en el terreno político deberíamos descartar la posibilidad
de que existan desacuerdos razonables sobre cuestiones sustantivas. La apli-
cación de la teoría de RAWLS a sociedades que discrepan profundamente sobre
los derechos y la justicia es problemática. Comunidades plurales como las
modernas no representan, en ningún modo, el tipo de sociedad bien ordenada
que A Theory of Justice tiene en mente. En este sentido, habría una diferencia
notable entre lo que sería pensar la política para una sociedad bien ordenada
y pensar la política para una sociedad plural cuyos miembros poseen des-
acuerdos sobre el bien y también sobre la justicia. El error de RAWLS, advierte
WALDRON, radica en la suposición de que «el hecho del pluralismo razonable»
exclusivamente se aplica a las doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas
y morales y no también a las concepciones de la justicia y los derechos.

Un defensor del programa propuesto en Political Liberalism podría argu-


mentar que RAWLS, al ser un teórico de la justicia, no puede hacer otra cosa
más que defender su propia concepción de la justicia aseverando la verdad de
su programa teórico frente a la falsedad de teorías contrarias. Este argumento,
no obstante, le parece a WALDRON aceptable en tanto reflexión sobre la justi-
cia, pero no como reflexión acerca de la política o de la «política de la justicia»
(politics of justice); entendiendo la política como un escenario en donde indi-
viduos de un mismo grupo requieren de un método para la toma de decisiones
a pesar de la existencia de desacuerdos.

La presencia de graves desacuerdos y la necesidad de tomar una decisión


en común deben motivamos a construir una concepción normativa de la polí-
tica. La idea medular que debe gobernar este tipo de reflexión requiere aceptar
la posibilidad de alcanzar acuerdos sobre cuestiones procedimentales a pesar
de nuestras discrepancias sustantivas. WALDRON nos invita a pensar en la po-
lítica como una reflexión sobre los procedimientos adecuados para alcanzar
decisiones en una sociedad en las que existen discrepancias sobre la justicia.
Esta propuesta tendría dos consecuencias importantes: 1) que estemos dis-
puestos a resolver el problema relativo al método para la toma de decisiones

WALDRON (1999a: 152 [181], n. 4) lo formula así: «Para todos los ámbitos de disputa X, la
existencia de cargas del juicio en X —> la falta de razón pública en X». De lo que se sigue: «Para todos
los ámbitos de disputa X, la existencia de la razón pública en X —> la ausencia de las cargas del juicio
en X». Basándose de igual modo en las cargas del juicio, F. MICHELMAN (2000: 71) señala la inevitable
presencia de lo que denomina pluralismo interpretativo razonable: «Afirmar este hecho es declarar
imposible una demostración públicamente razonada de la verdad acerca de qué es aquello sobre lo cual
todos tenemos una razón para estar de acuerdo en lo que respecta al atrincheramiento de los derechos
humanos y la interpretación».
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 111

al margen de nuestros desacuerdos sustantivos (propuesta que no supondría


renunciar a nuestras concepciones sobre la justicia) 9, y 2) aceptar la posibili-
dad de que los puntos de vista considerados «injustos» tengan que prevalecer
sobre otros, no por razones de justicia, sino a la luz de las circunstancias de
la política.
Podría objetarse a este modo de ver las cosas que, siendo la justicia la pri-
mera virtud que debe gobernar nuestras instituciones sociales, es inaceptable
optar por un modo de organización que tolere la injusticia simplemente por
razones procedimentales, lo que sería tanto como permitir que las mayorías
puedan salirse con la suya. Sin embargo, ese modo de ver las cosas se funda,
de acuerdo con el modelo procedimentalista, en una concepción empobrecida
de las dimensiones políticas: la prevalencia de un punto de vista sobre otro no
se da en virtud de su justicia sino a la luz de las circunstancias de la política.
Esto implica aceptar que un punto de vista considerado incorrecto por una de
las partes que componen un desacuerdo, deba «imponerse» por razones polí-
ticas dada la necesidad de actuar conjuntamente a pesar de los desacuerdos.
Esto no significa, como se verá más adelante, que las cuestiones sustantivas
estén subordinadas a las procedimentales:
El problema definido por [las circunstancias de la política] es el de se-
leccionar un principio de justicia sustantivo para actuar (conjuntamente) de
acuerdo con él cuando discrepamos sobre cuáles son los principios verdaderos
o razonables. Decir en tal caso que la justicia se subordina a los valores pro-
cedimentales en la toma de decisiones políticas sería señalar cuál de las posi-
ciones que compiten por el apoyo político debe ser considerada justa mediante
una petición de principio (WALDRON, 1999a: 161 [191]).
Durante las últimas tres décadas, apunta WALDRON, nos hemos encontrado
con un revival de los estudios filosóficos, constitucionales e internacionales
sobre los derechos. Muchos analistas han elaborado múltiples y, a la vez, an-
tagónicas teorías de los derechos y propuestas para resolver su conflictividad
que han generado debates amplios y acalorados y una bibliografía práctica-
mente inabarcable. Del mismo modo, se han elaborado una multiplicidad de
trabajos dedicados al estudio de ciertos derechos en particular y otro número
importante hacia la crítica de los derechos y de sus presupuestos. Como dice
WALDRON, la prominencia de la literatura sobre los derechos es directamente
proporcional a la importancia que poseen y a las dificultades que plantean. No
obstante, hay muchos problemas que deben afrontar los estudiosos de los de-

9 «Ciertamente, puedo pensar sobre la política sin dejar de ser partidario de una concepción de la
justicia en particular que compita de modo inflexible con sus rivales en la arena política. Pero no puedo
hacerlo si mi reflexión transita completamente a la sombra de mis convicciones sustantivas. Para que
pueda reflexionar sobre la política deben existir límites al "espacio lógico" que ocupan mis opiniones
sustantivas, y debo estar dispuesto, al menos parte del tiempo, a considerar mis propias convicciones
inflexibles sobre la justicia solo como un conjunto entre otros de convicciones», WALDRON (1999a: 160
[190]).
112 LEOPOLDO GAMA

rechos: la presencia de desacuerdos sobre qué derechos tenemos y los intere-


ses que deben ser protegidos; desacuerdos acerca de a qué derechos otorgarles
prioridad moral, esto es, si caben derechos absolutos o prima facie; sobre la
clase de límites que deben imponerse; discrepancias sobre los métodos para
resolver conflictos entre los derechos o, incluso, sobre la posibilidad misma de
conflictos entre derechos, etcétera.

A WALDRON no le queda duda de que estas dificultades poseen consecuen-


cias importantes sobre el modo como deberíamos reflexionar acerca de las
controversias políticas sustantivas: ¿quién debe decidir qué derechos tenemos
cuando existen graves desacuerdos respecto a esta cuestión?, ¿debemos atri-
buir la autoridad para resolver estas controversias a los tribunales o al parla-
mento? Esos problemas tienen, sin duda, consecuencias importantes sobre la
manera como debemos concebir nuestras controversias sustantivas en relación
con el aborto, la discriminación positiva, la pena de muerte, la libertad de
expresión, la inmigración, la pobreza, la pornografía, el uso de drogas, etc.
Precisamente por ello, los teóricos de la justicia deberían ser los primeros en
admitir la posibilidad de que sus construcciones teóricas puedan llegar a estar
equivocadas. Los derechos son instrumentos moralmente complejos, por ello,
los valedores del modelo sustantivista deberían tener en cuenta que hay ciertas
dificultades en la elaboración de una teoría jurídico-política de la autoridad
que se base únicamente en consideraciones sustantivas. Del mismo modo, los
juristas prácticos y operadores del derecho como los abogados y los jueces,
deberían estar alerta a esta clase de complejidades cuando argumentan sobre
la interpretación y alcances de un determinado derecho.

Frente a un panorama de graves desacuerdos, a WALDRON le parece des-


concertante que algunos filósofos del derecho como DWORKIN «traten a los
derechos como si estos estuvieran de algún modo más allá de toda disputa,
como si pudiesen ser abordados desde un plano distinto en el derecho, desde
el plano solemne de los principios constitucionales, alejado del vocerío de
los Parlamentos y la controversia política y de desacreditados procedimientos
como el del voto». El constitucionalismo procedimentalista somete a duda
la tesis de los derechos como cartas de triunfo que se imponen sobre las de-
cisiones mayoritarias pues «no podemos jugar nuestras cartas de triunfo si
estamos en desacuerdo sobre cuáles son los palos de la baraja» m (WALDRON,
1999a: 12 [20]). Entonces, si existen discrepancias de ese tipo, los derechos
difícilmente pueden cumplir su función de límites al mecanismo mayoritario.

10 De ahí que cobre sentido la cita de HOBBES usada al principio de Law and Disagreement: para
WALDRON la exigencia de que una concepción de los derechos —o una teoría de la justicia— como
la de DWORIUN o RAWLS se imponga frente a otras como cartas de triunfo es, como afirmó HOBBES
(2002: cap. V, 68), «tan intolerable en la sociedad de los hombres como en los juegos de naipes sería,
tras determinarse el triunfo, utilizar corno tal en toda ocasión el palo del cual se tienen más cartas en
la mano».
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 113

Bajo tales condiciones, resultaría más coherente prescindir de las cartas de


derechos como criterios para limitar el procedimiento democrático.
Si los ciudadanos y los jueces están en desacuerdo sobre las cuestiones
sustantivas que deben guiar a una sociedad y servir de base para la acción en
común, debemos encontrar un procedimiento para la toma de decisiones que
sea respetuoso con tales desacuerdos y que incorpore en igualdad de con-
sideraciones las opiniones de todos los involucrados. El problema que debe
resolver WALDRON, es el de cómo fundamentar la legitimidad del derecho y
la política en escenario tal. Lo más pertinente, para su propuesta, es encontrar
un procedimiento que tome en cuenta, en pie de igualdad, las opiniones de
todos los involucrados y que permita enfrentarse con tales desacuerdos pero
sin eludirlos t
El mecanismo de decisión capaz de hacer frente a tales circunstancias
es, en opinión del autor, el procedimiento democrático y no la instancia judi-
cial. A juicio de WALDRON, la democracia es un mecanismo capaz de hacer
frente a los desacuerdos persistentes y profundos acerca de la justicia y los
derechos. El procedimiento democrático es valioso de acuerdo con el modelo
procedimentalista porque es capaz de respetar el derecho que poseen todos los
individuos a gobernarse conforme a su propio juicio. WALDRON subraya así
una conexión estrecha entre los derechos y la democracia: la atribución de de-
rechos a los individuos se funda precisamente en la confianza en su capacidad
para el razonamiento moral, así como en su aptitud para ofrecer en la arena
política sus propias concepciones de la justicia, tesis que, de hecho, es la base
de la teoría rawlsiana
Así pues, WALDRON ocupa un lugar especial entre los autores liberales,
pues reconoce el lugar privilegiado que ocupan los derechos en una teoría
política, una de las preocupaciones centrales de la corriente liberal al modo
de RAWLS o DWORKIN. No obstante, se aleja de las premisas de las teorías de
la justicia que hacen del consenso sobre principios el elemento clave para la
comprensión de los fundamentos de la autoridad legítima. Al restarle un peso
decisivo a dicho consenso WALDRON se aparta de lo que ha sido el terreno co-
mún de los autores liberales dentro del debate de las últimas décadas 12.

" Partiendo de la existencia de desacuerdos en materia moral S. HAMPSHIRE (1993 y 2002) sostie-
ne en líneas similares a las de WALDRON, que el pluralismo moral genera desacuerdos sobre cuestiones
sustantivas, pero no sobre cuestiones procedimentales. Para una crítica a la relación pluralismo moral-
procedimentalismo-democracia véase COHEN (1993).
12 Como apuntan GARGARELLA y MARTÍ (2002), el procedimentalismo waldroniano se aleja de
la tradición liberal representada por el paradigma liberal-contractualista. El carácter central que posee
la idea del consenso dentro de la tradición liberal-contractualista es destacada claramente por RAWLS
(2007: 13) en el siguiente pasaje: «Un régimen legítimo es aquel cuyas instituciones políticas y sociales
son justificables a todos los ciudadanos [...1. Este requisito de una justificación a la razón de todo ciu-
dadano conecta con la tradición del contrato social y la idea que un orden político legítimo descansa en
el consentimiento unánime».
114 LEOPOLDO GAMA

La imposibilidad de un consenso en materia de derechos (en cuanto a su


significado, alcances, jerarquización, prevalencia en casos concretos, excep-
ciones, etc.) acarrea consecuencias prácticas importantes para un modelo de
democracia constitucional. No es racional optar por un diseño institucional
en el que una opinión controvertible como la de los jueces constitucionales se
imponga con carácter último (sin la posibilidad de ser revisada, reevaluada y
discutida por un órgano democrático) en todos los casos (es decir respecto a
las controversias que afecten todo tipo de derechos), y con independencia del
contexto jurídico-político (tanto en democracias incipientes o maduras). Con
esta postura, WALDRON (1999a: 15 [23-24]) dirige una crítica contundente a la
justicia constitucional con una tesis que se expone claramente en el siguiente
pasaje de Law and Disagreement:
Cuando los ciudadanos o sus representantes discrepan acerca de qué dere-
chos tenemos o qué se desprende de tales derechos, la afirmación de que dicha
discrepancia no puede ser superada mediante procedimientos mayoritarios,
sino que debe asignarse la determinación final de la misma a un pequeño gru-
po de jueces, parece casi un insulto. Resulta especialmente insultante cuando
descubrimos que los jueces discrepan entre sí exactamente sobre los mismos
puntos sobre los que lo hacen los ciudadanos y sus representantes y que los
jueces en la sala del tribunal también toman sus decisiones mediante el voto de
la mayoría. Los ciudadanos podrían pensar que, si los desacuerdos sobre estas
cuestiones van a ser zanjados mediante un recuento de votos, entonces son sus
votos o los de sus representantes, que deben rendirles cuentas, los que deberían
ser contados.
Los desacuerdos sociales deben resolverse por las personas que mantienen
las discrepancias: los que se verán afectados en sus derechos e intereses deben
tomar parte en todo proceso de toma de decisiones políticas. En consecuencia,
la participación popular, a través de un mecanismo mayoritario, constituye el
método idóneo para solventar las disputas sobre los derechos: es el derecho
a resolver las disputas que versan sobre los derechos. Es de esa forma como
el procedimiento democrático en el modelo procedimentalista pennite que
los ciudadanos se gobiernen a sí mismos siguiendo los dictados de su propio
juicio.
Como se mostró en el capítulo anterior, el constitucionalismo sustantivista
propone un acercamiento basado en los resultados (result-driven) al problema
del desacuerdo y la autoridad. Se considera legítimo el mecanismo de decisión
que con mayor probabilidad ofrezca respuestas correctas a los desacuerdos
en materia sustantiva. Desde este punto de vista, se seleccionará aquel pro-
cedimiento de decisión que conduzca a la obtención de esos objetivos, ya sea
confiando la decisión a los individuos, a sus representantes o un grupo de jue-
ces. En caso de existir razones fundadas para confiar las decisiones en materia
de derechos a un pequeño grupo de sabios, de acuerdo con esta concepción,
entonces estará justificado apartarse de las exigencias del derecho de parti-
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 115

cipación. El problema con ese tipo de concepciones, a juicio de WALDRON,


es que suponen la posibilidad de respuestas conectas acerca del significado
y alcance de los derechos fundamentales y, asimismo, que esa posibilidad es
determinante para el diseño institucional.

Se podría pensar en otra fosina de instrumentalismo según la cual habría


que optar por aquellos diseños políticos que minimicen la probabilidad de erro-
res sustantivos, o bien que maximicen la probabilidad de obtener respuestas
conectas; no obstante, este esquema yerra también el blanco, de acuerdo con
el procedimentalismo. Si estamos seguros acerca de la posibilidad de acceder a
la verdad en materia moral, diría WALDRON, entonces nos parecerá congruente
resolver nuestros desacuerdos recurriendo a procedimientos que con mayor
probabilidad conducirían a obtener respuestas correctas 13. Pero este modo de
pensar no se toma en serio el hecho de los desacuerdos y el problema de la au-
toridad política que las circunstancias del desacuerdo nos generan. Se incurre
en una petición de principio cuando se exige diseñar los procedimientos políti-
cos con la visión puesta en los resultados correctos que este debe arrojar en un
escenario donde las personas discrepan sobre cuestiones sustantivas.
En lugar de ello, el procedimentalismo quiere ofrecer una concepción que
permita que sean los propios individuos —i. e., aquellos que gozan de de-
rechos—, los que deben resolver por sí mismos los desacuerdos sustantivos
acerca del significado de los derechos. Este es el único modo plausible para
defender una teoría de la autoridad. Desde esta perspectiva, el derecho de par-
ticipación es la respuesta al problema de la autoridad, generado por la existen-
cia de graves y profundos desacuerdos que dividen a la sociedad y que obligan,
no obstante, a tener que tomar decisiones que obliguen a todas las personas.

2.3. La metaética waldroniana y algo más

2.3.1. El emotivismo de Waldron

WALDRON se presentó en varios trabajos como un emotivista. Se trata de


una postura metaética —dentro de la familia de las corrientes no cognociti-

13 A este respecto WALDRON (1999a: 254 [302]) apunta que «en mitad del desacuerdo moral no
disponemos de ninguna epistemología moral no controvertida. La mayoría de las teorías del cono-
cimiento moral (y, por tanto, también la mayoría de las teorías del conocimiento experto moral y de
la patología epistémica en el razonamiento moral) están asociadas directamente con un determinado
conjunto de tesis morales sustantivas: el naturalismo con el utilitarismo, el intuicionismo con la teoría
deontológica, la epistemología feminista con determinadas reivindicaciones de igualdad, etc. Incluso
entre epistemólogos profesionales no hay ningún tipo de consenso acerca de las sendas que conducen
a la verdad moral y que serían necesarias para una defensa que no incurra en petición de principio de
procedimientos políticos para aquellos que discrepan, fundamentalmente, acerca de qué reclamos mo-
rales son verdaderos y cuáles no».
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vi/Ivo ocnodoaq 911


EL CONSTITUClONALISMO PROCEDIMENTALISTA 117

Una propuesta similar a la tesis de las circunstancias de la política ha sido


desarrollada, por B. BARBER en Strong Democracy. Participatory Politics for
a New Age. La política, según su posición, está relacionada únicamente con
aquellos ámbitos donde la verdad no es, o no es, aún, conocida. Con este punto
de partida sostiene que la política está circunscrita a ciertas condiciones (las
«condiciones de la política») que exigen actuar y tomar decisiones públicas
razonables en presencia del conflicto y ante la falta de un fundamento para
defender la verdad de las posiciones políticas en pugna 16. Sin embargo, según
WALDRON, hay una diferencia fundamental entre su modelo y la postura de ese
autor. El procedimentalismo waldroniano no sostendría que la política sea un
ámbito donde esté desterrada la verdad r. Siendo así, la consecuencia que se
sigue de ello es que el procedimentalismo waldroniano rechazaría las siguien-
tes tesis defendidas por BARBER (1984: 129):
a) Que «la política tiene lugar únicamente en aquellos ámbitos en los
que no se conoce la verdad o no se la conoce todavía».
b) Que ahí donde hay «conocimiento, verdadera ciencia o corrección
absoluta, no hay conflicto que no pueda ser resuelto haciendo referencia a la
unidad de la verdad, y por tanto no hay necesidad de política».
c) Que «en donde se detiene el consenso comienza la política».

La postura de BARBER supone que requerimos de una autoridad política


ante la imposibilidad de establecer la verdad en materia política. En cambio,
para WALDRON, si bien es cierto que las circunstancias de la política exigen
contar con un procedimiento autoritativo, ello no excluiría que en ese ámbito
sea posible alcanzar la verdad, un consenso en torno a ella, etc. Esto es señala-
do por el mismo WALDRON (1999a: 244 [291]) cuando afirma que la existencia
de desacuerdos no supone hacer ninguna concesión a la tesis metaética (que
atribuye a BARBER) según la cual «no hay ninguna verdad en la cuestión por la
que los participantes están enfrentados». Esta interpretación del constitucio-
nalismo procedimentalista es coherente con algunas afirmaciones ofrecidas
años más tarde en The Core of the Case against Judicial Review. Ahí señala
claramente que «debemos elegir procedimientos políticos que sean más pro-
clives a alcanzar la verdad acerca de los derechos, cualquiera que esta verdad
resulte ser» (2006: 1373 [31]). Este guiño hacia la posibilidad de una verdad
en materia política, a mi modo de ver, echa abajo el supuesto no cognociti-
vismo moral waldroniano, aunque no el hecho de los desacuerdos en materia
moral.

JOLI (1999: 952, n. 14). En otro trabajo, FERRAJOLI identifica su postura con un no-cognoscitivismo
ético, véase FERRAJOLI (2011: 34). ATTENZA ha criticado acertadamente la imposibilidad de un constitu-
cionalismo no-cognocitivista como el del autor italiano, véase ATIENZA (2008). Para un análisis de las
posiciones de estos autores véase MORALES (2013).
16 BARBER (1974: 120 y 122).
17 WALDRON (1999: 102 [124], n. 42 y 244 [291], n. 33).
118 LEOPOLDO GAMA

2.3.2. Positivismo jurídico normativo

Estamos en presencia de un autor que, a pesar de su no cognocitivismo,


reconoce autoridad al procedimiento democrático dada su capacidad, ex ante,
de alcanzar la verdad en materia sustantiva. Además de estas (inusuales) po-
siciones, WALDRON es conocido por defender un positivismo jurídico de corte
normativo.
El positivismo jurídico es una corriente del derecho que adopta como una
de sus tesis centrales la de la separabilidad entre el concepto de derecho y
el de la moral, la ausencia de una conexión conceptual necesaria entre am-
bas esferas. El positivismo jurídico usualmente se ha entendido como una
tesis descriptiva, que intenta dar cuenta del derecho que es y no del derecho
como debe ser, del derecho como hecho y no del derecho como valor, del de-
recho válido y no del derecho justo".
El positivismo jurídico normativo (algunas veces llamado ético) es una
postura atribuida a autores como T. HOBBES y J. BENTHAM, que no se limita a
una mera distinción conceptual entre derecho y moral. Para estos autores más
bien, existen razones morales «sustantivas» para exigir una clara distinción
entre el derecho y la moral19. Sería normativo este positivismo, en el sentido
de que prescribe cómo debe ser el derecho no con respecto a su contenido sino
a su forma'. En particular, WALDRON define ese tipo de positivismo como
la posición según la cual es preferible —para procurar la paz, estabilidad o
predictibilidad del derecho— que las determinaciones acerca de lo que este
prescribe puedan hacerse sin que los destinatarios elaboren juicios de valor
acerca de lo que idealmente debe hacerse 21. El derecho posee ciertos valores
asociados al imperio de la ley, los cuales no pueden alcanzarse si las personas
deben elaborar juicios morales para identificar, en cada caso, qué es lo que el
derecho prescribe. Entonces para el positivista normativo deben existir razo-
nes adicionales a las meramente conceptuales para querer separar el derecho
de la moral y esas razones no pueden ser más que morales o políticas. El posi-
tivismo jurídico cobra un propósito específico cuando se le interpreta de esta
manera: la separabilidad entre el derecho y la moral como tesis prescriptiva
está destinada a cumplir funciones políticas no meramente conceptuales. El
derecho debe entenderse y aplicarse de este modo para que pueda cumplir
verdaderamente su función social de mecanismo para la solución de conflictos
de coordinación, más aún en un escenario de desacuerdos sustantivos. J. J.
MORES° (2008: 45) resume magistralmente en cuatro tesis los principales pos-
tulados del positivismo jurídico normativo:

18 Es la clásica caracterización ofrecida por BOBBIO (1991: 39 y ss.).


19 WALDRON (2008a: 1151, nota 58).
20 Véase CAMPBELL (2004: 21).
21 WALDRON (1996: 1541) y WALDRON (2001: 411).
EL CON STITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 119

1) Hay una inmensa discrepancia acerca de qué comportamientos son


moralmente correctos.
2) Para respetar la autonomía moral de las personas, debemos gobernar
el comportamiento humano mediante reglas claras y precisas que nos per-
mitan determinar con certeza cuándo determinados comportamientos están
jurídicamente prohibidos. 1) y 2) implican:
3) Si para identificar los comportamientos que están jurídicamente pro-
hibidos se debe acudir al razonamiento moral, entonces habrá mucha discre-
pancia y, por tanto, la certeza será sacrificada y la autonomía personal vulne-
rada. Por tanto,
4) El derecho debe ser identificado sin recurrir a la moralidad.
Las razones para esta opción positivista-normativa del constitucionalismo
procedimentalista están vinculadas con la teoría de la autoridad waldronia-
na que le permite justificar el gobierno democrático. Las leyes resultado de
un proceso mayoritario, poseen autoridad no por su contenido, tampoco por
satisfacer valores sustantivos, sino por la forma en que son producidas. Son
legítimas por ser resultado de una votación mayoritaria en la que participan
ciudadanos como representantes.
Los destinatarios aceptan las normas democráticas como obligatorias por
virtud del método con el que son creadas —por razones de justicia procedi-
mental— y con independencia de su corrección desde el punto de vista sus-
tantivo. Naturalmente esta postura está vinculada con las circunstancias de la
política: ante los desacuerdos en materia de justicia hay que optar por proce-
dimientos para la toma de decisiones que eviten introducir las problemáticas
generadas por la búsqueda de la respuesta correcta á la Dworkin. La autoridad
del derecho, entonces, no estará condicionada a su contenido ya que es una
cuestión puramente procedimental.
Como puede observarse, existe una relación entre el positivismo norma-
tivo de WALDRON (las normas jurídicas deben identificarse por su fuente sin
recurrir a juicios morales) y su defensa procedimental de la democracia (una
norma es democrática y goza de autoridad, por virtud del procedimiento que
le da origen, no por su contenido). La separación, pues, entre procedimiento
y contenido y entre derecho y moral es resultado, como dijera U. SCARPELLI
(1965: 133 [225]), de una elección política. El positivismo jurídico normativo
y la democracia son fruto de un compromiso político-moral:
Quien combate o defiende el positivismo jurídico —apuntaba SCARPE-
W— combate o defiende la elección política de un tipo de jurista, de técnicas
jurídicas, de una ciencia (desde el punto de vista interno) y una práctica del
derecho, de estructuras del derecho que son esenciales en la organización po-
lítica del Estado moderno o en una organización política que reproduzca los
caracteres fundamentales del estado moderno, y defiende o combate, por tanto,
este tipo de organización política.
120 LEOPOLDO GAMA

Entonces, el positivismo normativo waldroniano y su teoría procedimen-


talista de la autoridad son compatibles, pero ¿son conciliables con la pos-
tura metaética que WALDRON favorece? Tengo algunas reservas. Ante todo,
la conexión entre escepticismo, positivismo jurídico normativo y una opción
política democrática-liberal no posee un carácter necesario". Pero sobre todo,
resulta difícil conciliar la teoría de la legitimidad de la autoridad del modelo
waldroniano con su posición metaética sin presuponer un objetivismo moral
mínimo, el cual requeriría fundamentar una concepción de la legitimidad polí-
tica en un valor sustantivo". En este sentido, coincido con G. MADRINO (2015)
respecto a la gran contradicción teórica que aqueja al modelo waldroniano.
Retomaré este punto más adelante al evaluar la afinidad entre la defensa de la
legislación y la democracia deliberativa.

3. DEFENSA DE LOS PARLAMENTOS Y LA LEGISLACIÓN


MAYORITARIA

3.1. Imágenes desfavorables de los parlamentos

Los filósofos del derecho, apunta WALDRON, han manifestado cierta suspi-
cacia hacia la legislación, las estructuras y el funcionamiento del parlamento
y hacia el proceso democrático como un método racional y respetable para
gobernarnos. Positivistas jurídicos como HART, señala WALDRON, se han inte-
resado en el parlamento y la ley como fuente de derecho sin prestar atención a
su estructura, composición y sus implicaciones teóricas concretas. Lo mismo
puede decirse en el caso de RAz. Para este autor, la existencia de instituciones
creadoras de derecho no es un rasgo necesario de los sistemas jurídicos sino,
más bien, la existencia de instituciones que aplican el derecho, como los tri-
bunales 24.
No se trata únicamente de que la legislación, los parlamentos y los le-
gisladores posean una mala reputación que contribuya a suscitar dudas res-
pecto a la ley como fuente respetable de derecho. Se percibe al parlamento
como un escenario en donde prevalece la mera negociación, un terreno apto
para el florecimiento de las pasiones autointeresadas de grupos de poder, en
donde la voluntad popular no encarna otra cosa más que la irracionalidad o
la irresponsabilidad. Siendo así las cosas, un cuerpo legislativo gobernado
por intereses de grupo y sujeto al control de una mayoría no constituye un
guardián apropiado o digno para tomar decisiones sobre cuestiones tan se-

" De hecho, el propio SCARPELLT afirmaba que si bien es cierto que el positivismo encuentra su
fundamento «más profundo» en una filosofía moral relativista, una moral absoluta podría ser compa-
tible con él.
" Remítase el lector al capítulo IV, en particular nota 56 y texto que le acompaña.
24 Véase RAz (1979: 105).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDEMENTALISTA 121

rias como las que están relacionadas con los derechos fundamentales. Estas
imágenes de la política democrática debilitan la fuerza de la objeción con-
tramayoritaria a la justicia constitucional y deslegitiman a la legislación a
como una fuente respetable de derecho pero, sobre todo, contribuyen a darle
credibilidad al control judicial de constitucionalidad de las leyes y a amino-
rar nuestra «vergüenza» acerca de la dificultad contramayoritaria que suele
atribuírsele 25.
Además, existe un escaso interés por parte de la literatura contemporánea
en desarrollar una teoría nounativa de la legislación que nos pueda servir como
punto de anclaje para evaluar nuestras prácticas legislativas actuales. Por eso,
para el modelo de constitucionalismo procedimentalista es necesario oponer
a ese aparente «descuido», una comprensión un poco más rica y detallada de
la política parlamentaria y de su producto, las leyes. Una vez que se piensa
en la política democrática tal y como este modelo sugiere, parece que nuestra
visión de los derechos, del control judicial y de la democracia misma cobra un
nuevo sentido. Frente al perfil negativo de la legislación, se opone una imagen
«favorable» de los parlamentos y de los procedimientos legislativos' que sea
coincidente con la imagen benévola de los tribunales constitucionales tan di-
fundida hoy en día. Se invita a pensar en los parlamentos como instrumentos
dignos para el gobierno, y en legislación como fuente respetable de derecho:
las asambleas democráticas son foros cuyo número, diversidad ideológica y
carácter deliberativo representa a la comunidad política considerada en su to-
talidad. Un cuerpo capaz de gobernar en nombre de todos mediante leyes que
tienen como función respetar las inevitables diferencias de opinión sobre las
cuestiones de justicia que nos dividen 27.
Llama sin duda la atención que en The Dignity of Legislation WALDRON se
allegue de las contribuciones de KANT, LocKE y ARISTÓTELES para fundamen-
tar su defensa del parlamento, autores que, no está de más mencionar, no sue-
len considerarse teóricos de la legislación y en los que usualmente encuentran
inspiración los defensores del constitucionalismo sustantivista para apoyar los
límites a la democracia. En concreto, WALDRON recurre a KANT para explorar
los desacuerdos morales bajo las circunstancias de la política; se apoya en
Locs no para señalar los límites a la mayoría, sino para defender la idea de
que el mejor gobierno es aquel que se sitúa en un cuerpo colectivo que no debe
estar restringido. Se funda en las ideas de ARISTÓTELES para defender la tesis
de la sabiduría de la multitud.

WALDRON (1999b: 2 y 4) y WALDRON (1999a: 90-91 [110]).


26 Una «imagen en rosa» (rosy picture) de la legislatura que de algún modo sea coincidente con
otras imágenes favorables de los tribunales que se han elaborado en la literatura jurídica contempo-
ránea. Como ejemplo de ello, piénsese en la caracterización de los tribunales constitucionales como
«foros de los principios» como hiciera DWORKIN (véase cap. I, 6.5) siguiendo sin duda la idea rawlsiana
(1999: 231) de la Corte Suprema como «ejemplo de la Razón Pública».
27 Cfr. WALDRON (1999b: 2 y 34).
122 LEOPOLDO GAMA

En oposición a un «modelo del consenso», esto es, aquel en el que es po-


sible que los individuos puedan converger en acuerdos sustantivos respecto de
ciertos principios de justicia, WALDRON construye un «modelo del desacuer-
do». Una imagen caracterizada en estos términos:
un escenario ruidoso en el que hombres y mujeres de fuerte temperamento
argumentan exaltados y apasionados sobre los derechos que tenemos, lo que
exige la justicia y lo que representa el bien común, motivados en sus desacuer-
dos no por lo que pueden sacar de ahí, sino por un deseo de alcanzar lo correcto
(WALDRON, 1999a: 305 [3641) 28.

3.2. La representación política de los desacuerdos

Los aparentes rasgos de arbitrariedad atribuidos a los parlamentos y al


procedimiento mayoritario cobran otro sentido cuando son observados a la luz
de las circunstancias de la politica. Las supuestas debilidades del método de
decisión mayoritario constituyen, más bien, su lado fuerte. Son esos rasgos los
que, precisamente, convierten a los parlamentos en instituciones especialmen-
te estructuradas para hacer frente a la existencia de desacuerdos.
Para el procedimentalismo waldroniano, el parlamento es un cuerpo es-
pecialmente diseñado para encarar la existencia de desacuerdos, pero no bajo
la exigencia de un consenso, difícilmente asequible bajo las circunstancias de
la política. El parlamento y el procedimiento legislativo son así, diría WAL-
DRON, y hay una razón fuerte para ello ya que es la sede que representa la
pluralidad, la multiplicidad de voces, la diversidad de posturas y exigencias,
puntos de vista e ideologías, credos y doctrinas existentes en la sociedad. El
parlamento está estructurado especialmente para hacer frente a la pluralidad
ideológica, esto es, a las circunstancias de la política29: «Representan (o pre-
tenden representar) los desacuerdos más serios y sustantivos que existen en la
sociedad respecto de la manera en la que esta sociedad debe ser organizada»
(WALDRON, 1999a: 23 [32]).
¿Qué implicaciones tiene esa imagen de los parlamentos en relación con
su legitimidad y la dignidad de la ley? ¿Cuáles son los rasgos estructurales
de los parlamentos que se conectan con el carácter autoritativo de las leyes?
A juicio de WALDRON, son cuatro los rasgos fundamentales que poseen los
parlamentos modernos y que están conectados con el carácter autoritativo de
la legislación: a) su tamaño o número; b) la diversidad de sus miembros; c) su
sometimiento a un procedimiento detelininado, y d) su carácter deliberativo.
A continuación, se examinan estos rasgos y las concretas implicaciones que

28 En España, un punto de vista similar ha sido sostenido por LAPORTA (2007).


29 Véase WALDRON (1999b: 35).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 123

poseen en el modelo procedimentalista respecto al carácter autoritativo de la


legislación democrática.

3.2.1. Los parlamentos como asambleas numerosas

En la literatura jurídica impera un modelo unitario de legislador, es decir,


la imagen de un solo autor de las leyes que, a juicio de WALDRON, distorsiona
el carácter real de los parlamentos. Estos son, más bien, instituciones com-
puestas por cientos de individuos que poseen diversas opiniones, intereses y
preocupaciones pero que, no obstante, se enfrentan unos a otros como iguales.
La teoría del derecho, señala WALDRON, ha tendido a omitir este detalle y a
estudiar el sistema jurídico como si se tratase de un producto proveniente de
una única persona.
Ante eso, el modelo procedimentalista señala que la legislación es el pro-
ducto de una asamblea que reúne a una multitud de individuos (o a sus repre-
sentantes), y que uno de los rasgos que determinan el valor de la legislación
democrática se encuentra en su aprobación por una asamblea amplia y plural.
Pero mientras algunos perciben este rasgo como un obstáculo para la creación
racional de estándares para regular la conducta, WALDRON (1999a: 54 [67]) lo
percibe como una ventaja: constituye un rasgo común y necesario a todos los
parlamentos el hecho de que estén compuestos por un número determinado
de individuos; queremos que los parlamentos representen, en su número, la
pluralidad de puntos de vista de los individuos de tal forma que «la plurali-
dad de los representados coincida con la pluralidad de los representantes». Se
trata de una propuesta antagónica al desprecio hacia la «muchedumbre», la
susceptibilidad de las mayorías a sucumbir a la pasión e influencia negativa
en tanto su número va en aumento y su falta de probidad para constituirse en
un cuerpo digno para la creación de las leyes, se contrasta con una apuesta por
jueces o tribunales situados «por encima del resto» y rodeados por «sus libros,
su sabiduría y su aislamiento respecto de las condiciones de la vida ordinaria»
(WALDRON, 1999b: 31) 3°.
El poder legislativo no reside en un único individuo sino en cientos de
ciudadanos que actúan como una asamblea. Este rasgo de los parlamentos

3° El «riesgo de las mayorías» había sido señalado por MADISON en El Federalista, núm. LVIII
[A. HAMILTON, J. MADISON et al. (2000)]. En el mismo sentido se pronunciaba J. S. MILI, (1861: 120-
121): «Una asamblea numerosa es tan poco apta para legislar como para administrar [...1. Es esta una
razón suficiente, si es que no hubiera otra, por las que las leyes solo pueden estar bien cuando han sido
hechas por un comité de pocas personas. Una razón no menos concluyente es que toda provisión inclui-
da en una ley requiere ser compuesta con la más exacta y amplia visión de lo que serán sus consecuen-
cias en las otras provisiones; y la ley, una vez hecha, debería poder acoplarse de modo consistente con
las leyes que ya existían previamente. Es imposible que estas condiciones se cumplan en grado alguno
cuando las leyes son votadas cláusula por cláusula, en una asamblea integrada por miembros dispares».
124 LEOPOLDO GAMA

es sin duda importante ya que «la legislación basa su autoridad última como
derecho en que es el producto de, o en que su creación ha sido autorizada
por, una amplia asamblea popular» (WALDRON, 1999a: 49 [62]). Entonces, es
determinante para el carácter autoritativo de la legislación exigir deliberación
previa y aprobación por una asamblea lo suficientemente amplia a fin de que
sus destinatarios reconozcan cierto estándar de conducta como derecho. Esa
es, pues, la apuesta del constitucionalismo procedimentalista para dar funda-
mento a la autoridad de la ley.

3.2.2. La diversidad en los parlamentos

Toda concepción sobre los parlamentos, su funcionamiento, carácter deli-


berativo, etc., debe ser sensible al hecho de que las personas que las integran
tienen distintas procedencias, inclinaciones políticas, creencias, experiencias
y visiones opuestas sobre la justicia social. Es cierto, apunta WALDRON, que
somos muchos, pero a pesar de la diversidad ideológica debemos ser capaces
de conciliar esas perspectivas con el objetivo de alcanzar mejores decisiones
de las que seríamos capaces de efectuar individualmente. El modelo de consti-
tucionalismo procedimentalista identifica como paradigma de la deliberación
legislativa —i. e., lo que hace poco se denominó «modelo del desacuerdo»—,
un esquema con una asamblea ampliamente numerosa de individuos con di-
versas procedencias políticas, que representan a sectores de una sociedad sus-
tancialmente heterogénea, ya sea desde el punto de vista étnico sino también
cultural, religioso, lingüístico, etc. A pesar de esas marcadas diferencias todos
ellos comparten una misma meta: legislar sobre un problema en común.
Es necesario mencionar que este modelo presenta algunos rasgos que lo
diferencian del «modelo conversacional» con el que se ha querido asociar
algunas veces a la deliberación parlamentaria 31. Aquí no podemos suponer
que existen, al modo de las conversaciones informales, rasgos como la trans-
parencia, un relativo conocimiento mutuo, confianza, etc. Por el contrario,
en los parlamentos modernos los rasgos que están presentes en los mode-
los conversacionales no existen, por esa razón hay que descartar el modelo
conversacional-informal como referente de la deliberación política. Es com-
pletamente engañoso por nuestra parte, advierte WALDRON (1999a: 70 [86]),

31 WALDRON (1999a: 70 [861) afirma que «en la teoría jurídica contemporánea del discurso existe
la tentación constante de tomar como ideal de procedimiento implícito el modelo de una charla informal
e íntima entre amigos [...J. Estamos tan inmersos en los modelos derivados de la conversación ordinaria
que tendemos a olvidar las formalidades necesarias para la discusión política en una sociedad populosa
y diversa. Es cierto que una conversación informal entre amigos posee rasgos atractivos de igualdad,
franqueza y respeto mutuo. Pero también suele basarse en la idea de que los participantes comparten
opiniones implícitas y que su interacción se orienta hacia la prevención del desacuerdo adversarial
[adversarial disagreement] y la consecución del consenso. Y estos son, creo, objetivos engañosos, por
lo menos en lo que hace a nuestros modelos de deliberación política».
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 125

entender la deliberación política bajo «la idea de que los participantes com-
parten opiniones implícitas y que su interacción se orienta hacia la prevención
del desacuerdo adversarial y la consecución del consenso». En cambio, es más
acertado observar la política democrática bajo otra lógica. La deliberación
parlamentaria envuelve posturas antagónicas, posiblemente irreconciliables,
que son representativas de los diversos desacuerdos y puntos de vista en con-
flicto existentes en la sociedad. Así pues, como las decisiones democráticas
son adoptadas en el contexto de graves desacuerdos, no poseen la pretensión
de imponerse como conclusiones definitivas.

3.2.3. La necesidad de establecer reglas de procedimiento

Bajo un modelo como el anterior, es necesario fijar una serie de reglas


y procedimientos que nos ayuden a dotar de cierta estructura y orden a las
deliberaciones que se dan en un escenario tan polifónico como el descrito por
WALDRON. En este sentido, las reglas de procedimiento que orientan el debate
parlamentario cobran un sentido específico. Una asamblea como la descrita
requiere una cierta estructura que permita ordenar la deliberación, esto es,
reglas que indiquen: qué se debate; cómo se inicia un debate; cuándo tiene fin;
cuántos individuos tienen derecho a hablar; quiénes tienen derecho a hablar;
la duración de las intervenciones de los representantes; si, y cuando, es posible
interrumpir y quién tiene derecho a hacerlo; si hay derecho a réplica, etc. El
establecimiento de un procedimiento de este tipo es necesario si es que quere-
mos alcanzar, conjuntamente, mejores decisiones que las que alcanzaríamos
individualmente.

3.2.4. Carácter deliberativo del parlamento

El carácter autoritativo de la legislación guarda una relación estrecha con


el carácter deliberativo del parlamento. Legislar no significa únicamente re-
unirse, levantar las manos y votar a favor o en contra de cierta propuesta. El
acto de legislar entraña, sobre todo, el ofrecimiento e intercambio atento y
meditado de las razones que fundamentan una decisión. Igualmente, nuestra
idea de asamblea deliberativa no debe perder de vista que los individuos que
ahí se reúnen poseen diferencias notables entre sí, no solo políticas sino tam-
bién culturales, sociales, ideológicas, etc. En este sentido, hay razones funda-
das para confiar en los parlamentos como cuerpos razonables para la función
legislativa. WALDRON se adhiere así a la tesis de la «sabiduría de la multitud»
que defendiera ARISTÓTELES en La Política:
En cuanto a la afirmación de que debe ser soberana la mayoría antes que
los mejores, pero pocos, podría parecer que, a primera vista, encierra cierta
126 LEOPOLDO GAMA

dificultad, aunque es cierta. Pues los muchos, cada uno de los cuales es en sí
un hombre mediocre, pueden sin embargo, al reunirse, ser mejores que aque-
llos; no individualmente, sino en conjunto [...] pues, al ser muchos, cada uno
aporta una parte de virtud y de prudencia y, al juntarse, la masa se convierte
en un solo hombre de muchos pies, de muchas manos y con muchos sentidos;
y lo mismo ocurre con los caracteres y la inteligencia (ARISTÓTELES, 1998,
Libro III, cap. XI, 1281b)32.

El anterior pasaje entraña, de acuerdo con el procedimentalismo, la idea


de que
un gran número de individuos puede adoptar una diversidad de perspectivas
sobre las cuestiones en consideración, y de que somos capaces de poner en
conjunto tales perspectivas con el fin de alcanzar decisiones mejores que las
que podríamos haber alcanzado por nosotros mismos. Así como en la Ética
Aristóteles sintetiza una opinión sobre la virtud fuera de la endoxa [...] también
imagina la política como un proceso al que cada miembro de una multitud
contribuye mediante la argumentación y la confrontación a una inteligencia
práctica que sobrepasa la inteligencia de la que cada uno es capaz por sí mismo
(WALDRON, 1999a: 72 [88]).

Así las cosas, el constitucionalismo procedimentalista consideraría apta a


la democracia parlamentaria para la toma de decisiones públicas. La delibera-
ción parlamentaria no es, simplemente, una charla informal sino un procedi-
miento formalizado que genera confiabilidad decisoria. Este modelo, conside-
raría, pues, el debate legislativo como un método capaz de respetar a todos los
afectados dándoles participación en el procedimiento decisorio, aunque, cabe
aclarar, guarda silencio respecto a la posibilidad de alcanzar deliberativamente
la corrección acerca de los derechos, las políticas públicas, etc., cualquiera
que esta sea. Este modelo, destaca así la importancia del diseño representativo
como un todo, que va desde su sistema electoral hasta la legislación demo-
crática, esto es, un conjunto de instituciones, reglas y productos legislativos
destinados a proteger la igualdad política".

3.2.5. Waldron y la democracia deliberativa

El modelo de constitucionalismo procedimental se quiere distanciar de


las concepciones deliberativas, orientación que, de hecho, califica como un
enfoque ingenuo de la democracia. Sin embargo, de acuerdo con GARGARELLA
y MARTÍ (2005), el modelo procedimentalista waldroniano no rechazaría el
ideal de la democracia deliberativa como tal —que deposita la legitimidad de
dicho procedimiento en su capacidad para el diálogo racional y hace del con-

32 En otro lugar, WALDRON (1995) sostiene que la tesis de la sabiduría de la multitud es central
para entender el modo como ARISTÓTELES concebía la política en general.
33 Así
lo concibe WALDRON (2016: cap. VI).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 127

senso razonado un ideal a perseguir—, sino las versiones deliberativas que ven
en el consenso un ingrediente que condiciona dicha legitimidad". En efecto,
este modo de ver las cosas es equivocado, según el modelo, ya que vendría a
suponer que la persistencia de desacuerdos es un indicador «de la incomple-
titud o del carácter políticamente insatisfactorio de la deliberación», o bien,
una muestra de que «algo debe estar mal en la política de la deliberación si
la razón fracasa» WALDRON (1999a: 91-92 [112]). A la luz de estos modelos
exigentes de democracia deliberativa, continúa, la necesidad de recurrir a una
eventual votación no puede percibirse de otro modo que como un fracaso en
la deliberación.
Cabe mencionar que la propuesta deliberativa del modelo procedimen-
talista, contra la que el procedimentalismo dirige su crítica, es la elaborada
por D. GAUTHIER (1993). Para este autor el procedimiento deliberativo es «un
intercambio razonado, en el que todos buscan una respuesta sobre la que todos
deben estar de acuerdo». Desde ese punto de vista «el resultado de la política
deliberativa es constitutivo de la justicia entre los individuos».

WALDRON (1999a: 93 [113]) se siente incómodo con estos modelos deli-


berativistas fundamentalmente por dos razones: 1) por la patente desconfianza
mostrada hacia los modelos pluralistas de democracia y por suponer que, al
estar dividida la sociedad en facciones y grupos mayoritarios y minoritarios,
se decide únicamente sobre la base del autointerés, y 2) porque las concep-
ciones deliberativas intentan fundar la autoridad de la legislación democrática
«en su origen deliberativo, y no en sus credenciales mayoritarias» 35. A su jui-
cio, toda teoría de la democracia requiere partir del reconocimiento de los des-
acuerdos y hallar el modo de incorporarlos a sus modelos no como un hecho
embarazoso sino como una realidad, como una circunstancia de la política.
De ahí que afirme WALDRON (1999a: 93 [113]) que «las mejores teorías de la
democracia deliberativa se caracterizan por su voluntad de aceptar este punto
e incorporarlo en su concepción de la deliberación» 36,

Ahora bien, es claro que WALDRON no niega valor a la deliberación, dada


la relación entre el debate parlamentario y la autoridad de las leyes. Parece
posible conciliar algunas de sus tesis principales —como la del valor de la le-

34 Véase capítulo III, 2.2, en donde NINO atribuye esta versión de la democracia deliberativa a
HABERMAS.
35 Cabe apuntar que modelos deliberativos como el de NINO rechazan la democracia pluralista,
véase al respecto capítulo III, 4.1. Además, la oposición entre el ideal deliberativo y la democracia
pluralista es clara en algunos modelos deliberativos en tanto que se entiende que el primero está basa-
do en el principio de la argumentación mientras que la segunda en el de la negociación, véase MARTE
(2006: 41 y ss., y 68-70).
36
También se desarrolla en WALDRON (1999c). Como ejemplo de modelo deliberativo que incor-
pora los desacuerdos puede mencionarse el elaborado por A. GUTMAN y D. THOMPSON (1999), quienes
sostienen, a partir de un modelo deliberativo de democracia, la inevitabilidad de los desacuerdos delibe-
rativos. En el capítulo IV se desarrollará un modelo deliberativo equilibrado sensible a los desacuerdos.
128 LEOPOLDO GAMA

gislación democrática o la sabiduría de la multitud— con algún modelo de de-


mocracia deliberativa. Sin embargo, se puede cuestionar si acaso las versiones
más convincentes que se han desarrollado de la democracia deliberativa 37 (las
que aspiran a la discusión y deliberación como un presupuesto para alcanzar
acuerdos acerca de principios, valores y el modo de aplicarlos), se fundan en
ciertos presupuestos que, en realidad, serían incompatibles con el escepticis-
mo moral waldroniano. En concreto, podría argumentarse que una posición
no-cognocitivista en materia moral posee una dificultad para admitir el tipo
de racionalidad que vendría a constituir si no el presupuesto central, sí por lo
menos uno de los presupuestos necesarios de algunas de las versiones de la
democracia deliberativa que se presentan más sólidas, como la de NINO. Estoy
pensando en el tipo de racionalidad que es presupuesto para toda discusión
propia del razonamiento dialéctico en el sentido de método adecuado para la
solución de problemas práctico-valorativos como el de Ch. PERELMAN".

3.3. Autoridad de la legislación democrática

¿Cuál es el fundamento de la autoridad del derecho de origen democrá-


tico para el modelo procedimentalista? ¿La decisión mayoritaria, adoptada
como resultado de la votación, es suficiente para constituir el fundamento de
la autoridad del derecho? ¿Por qué la regla de la mayoría es el mecanismo
más adecuado para resolver los desacuerdos tan profundos que existen en la
sociedad? ¿Ese método de decisión garantiza resultados razonables y justos?
El constitucionalismo procedimentalista hace suya la concepción de la
autoridad defendida por RAZ (1979 y 1986) conocida como tesis de la «justi-
ficación normal». Según esta propuesta, un sujeto S posee autoridad sobre un
sujeto P en relación con una determinada materia M, si se puede decir que P
actuará mejor siguiendo los estándares de conducta establecidos por S en lugar
de intentar descubrir por sí mismo qué debe hacerse respecto a M:
la forma normal de establecer que una persona posee autoridad sobre otra
implica mostrar que la conducta de esta probablemente se adecuará mejor a
las razones que se le aplican (distintas de la supuesta directiva autoritativa)
si acepta las directivas de la presunta autoridad como autoritativamente vin-
culantes y trata de seguirlas en lugar de intentar seguir las razones que le son
aplicables (RAz, 1986: 539) 39.

Como la desarrollada por COHEN (1986; 1989), CHRISTIAN° (1996), ESTLUND (1993a; 1993b;
1997), GAUS (1996; 1997), GUTMANN y THOMPSON (1996) y LAFONT (2006). En castellano han defen-
dido la justificación epistémica de la democracia deliberativa, además de NINO (1988; 1997), MARTÍ
(2006) y LINARES (2017).
38 Véase PERELMAN (1979: 135-138).
39 Como señala RÓDENAS (1996: 165), la tesis de la justificación normal se refuerza con la llama-
da «tesis de la dependencia». Se trata de una concepción normativa sobre el modo como la autoridad
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 129

En opinión de WALDRON, los parlamentos modernos satisfacen la tesis


de la justificación noinial propuesta por RAz. Siguiendo el argumento aris-
totélico, la virtud de esos órganos se funda en la idea de la sabiduría de la
multitud: un grupo de personas se reúnen en una asamblea con el fin de tomar
una decisión conjunta. Al deliberar e intercambiar opiniones unas con otras,
sus puntos de vista se verán enriquecidos y, por ello, la decisión alcanzada
será más sabia que una decisión tomada individualmente 40. En este sentido, es
más probable que las decisiones de un parlamento sean mejores que aquellas
a las que un individuo pueda llegar a partir de su reflexión aislada. La suma
de experiencias y puntos de vista de que disponen los individuos reunidos es
mucho más amplia que la que pueda acumular un individuo aislado. Por ello,
apunta WALDRON (1999a: 84 [103]), es necesario que «las experiencias y los
conocimientos diversos de los distintos legisladores puedan conectarse y ser
sintetizados», para lo cual es relevante el texto sancionado.
En el procedimentalismo existe una relación entre el número y diversi-
dad de los miembros de una asamblea, su carácter deliberativo, las reglas
que orientan el procedimiento de discusión y el texto resultante, elementos
que influyen en el carácter autoritativo de la ley. Según WALDRON, la tex-
tualidad de la ley, las palabras producidas por el parlamento (la canonicidad
textual), constituyen un factor importante como punto hacia el cual las diver-
sas posturas en pugna pueden convergir. De tal suerte, las leyes, por el modo
particular en que son creadas, merecen especial consideración como fuente
autoritativa de derecho frente al resto de mecanismos creadores de normas,
esto es, otras fuentes de autoridad. Por esas razones, es necesario que los
diversos puntos de vista de los legisladores se expresen en un texto de tal
modo que los estándares resultantes «sean superiores a los que cualquier
ciudadano individual podría alcanzar por sí solo» por eso, «la textualidad de
una medida legislativa entonces está conectada con las condiciones bajo las
cuales puede ser plausiblemente considerada como autoritativa» (WALDRON,
1999a: 85 [103]). El carácter autoritativo del parlamento y, por tanto, del

debe ejercer su poder. De acuerdo con RAZ (1986: 46), la tesis de la dependencia afirma que «todas
las directivas de la autoridad deben estar basadas en razones que ya se aplican independientemente a los
destinatarios de las mismas y que son relevantes para su acción en las circunstancias cubiertas por la
directiva». Tanto la tesis de la dependencia como la tesis de la justificación normal constituyen lo que
RAZ denomina «concepción de la autoridad como servicio». En palabras de RóDENAS (1996: 166), «tal
concepción establece que el papel y función normal y primaria de la autoridad es servir a los sometidos
a la misma ayudándoles a actuar sobre la base de razones que les son aplicables».
4° Esta tesis encaja con el teorema de CONDORCET: si suponemos que la competencia de un indivi-
duo / sobre la materia Mes mayor a 0,5, entonces la probabilidad de obtener respuestas correctas sobre
M aumenta siguiendo un procedimiento que emplee la regla de la mayoría. Esa probabilidad aumenta
en tanto el número de individuos que la componen sea mayor, no obstante, esa probabilidad decrece
si el número de individuos que componen el grupo es excesivamente amplio. Para una reconstrucción
del teorema de Condorcet y su relación con las concepciones epistémicas de la democracia, véase
MARTE (2006: 185-193). Como se había mencionado, algunos autores como ESTLLND han observado la
posibilidad de conciliar el argumento defendido por el modelo procedimentalista con las concepciones
deliberativas (aunque no epistémicas) de la democracia, véase EsuuND (2000).
130 LEOPOLDO GAMA

texto que sanciona, proviene entonces de su pericia, de la idoneidad de las


asambleas para que el texto resultante sea mejor que cualquier decisión a la
que se pudiera arribar individualmente. En ese sentido, la autoridad exige
una pericia superior y esta proviene de la deliberación entre personas dife-
rentes entre sí.
De los argumentos anteriores se sigue que la decisión por mayoría es algo
más que un mero mecanismo técnico para poder elegir un curso de acción
común pues la decisión mayoritaria es un método respetable moralmente: es
la forma en la cual los individuos pueden elegir un curso de acción determi-
nado y en el que todos pueden participar a pesar de los desacuerdos sobre la
conveniencia acerca del curso de acción elegido. En sus propias palabras, el
procedimiento democrático:
«respeta a los individuos cuyo voto es agregado [...] respeta sus diferencias
de opinión sobre la justicia y el bien común: no requiere que se reste impor-
tancia o se acallen los puntos de vista que cada uno sostiene sinceramente por
la importancia imaginaria del consenso» y, además «incorpora un principio
de respeto hacia toda persona en el proceso por el cual se decide sobre una
concepción que debe ser adoptada como la nuestra, incluso a la luz de los des-
acuerdos» (WALDRON, 1999a: 109 [131]).
Como se desprende de todo lo dicho hasta ahora, la decisión que es resul-
tado de un procedimiento regido por la regla de la mayoría, es merecedora de
respeto por las siguientes razones:
a) Por el logro que representa haber tomado una decisión bajo las cir-
cunstancias de la política.
b) Porque el procedimiento mayoritario es respetuoso con las diversas
opiniones que los ciudadanos poseen acerca de la justicia y el bien común
dado que otorga igual peso a todos los puntos de vista de los participantes.
c) Porque respeta a cada persona en el proceso a través del cual todos
los ciudadanos acordamos que la decisión final sea considerada como nuestra
decisión, a pesar de la presencia de desacuerdos 41.
d) Porque en general satisface condiciones elementales de justicia, equi-
dad y racionalidad 42 .
El fundamento de la autoridad y respeto por la legislación está relacionado
con la clase de logros que esta presupone: la legislación es fruto de una acción
colectiva «cooperativa o coordinada en las circunstancias de la vida moderna»
(WALDRON, 1999a: 101 [123]). Lo anterior es claro, dado que los individuos

41 Lo quiere decir que, para el modelo procedimentalista las leyes que son el resultado de un
procedimiento mayoritario representan —y tienen la pretensión de representar—, el punto de vista que
obtuvo el mayor número de votos y no, el punto de vista correcto, como apunta STONE (2002: 483)
42 WALDRON se adscribe así a la posición que sostuvieran autores como SEN (1979) y MAY (1952)
sobre el valor del método de decisión mayoritario.
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 131

debemos realizar determinadas acciones conjuntamente si queremos alcanzar


ciertos fines que solo pueden obtenerse mediante marcos comunes de acción:
el establecimiento de prácticas, reglas y/o instituciones. El argumento enton-
ces parece ser el siguiente: ante las circunstancias de la política —i. e., los
desacuerdos—, la acción conjunta y coordinada es un logro que posee un va-
lor en sí mismo 43 .

En segundo lugar, la decisión mayoritaria es respetuosa con los individuos


porque toma en serio la existencia de un hecho fundamental: que sostenemos
diversas concepciones e ideas sobre la justicia y el bien común. Además, el
hecho de que un individuo sostenga un punto de vista determinado ofrece ex
ante una razón para que este sea tomado en cuenta en el conteo de votos y para
que pueda adoptarse como el punto de vista mayoritario. Es decir, en el proce-
so mayoritario toda opinión tiene la misma posibilidad de llegar a convertirse
en la mayoritaria, por lo que todas las opiniones poseen un igual potencial de
ser decisivas para la decisión.

En tercer lugar, puede decirse que, bajo las circunstancias de la política, es


necesario atenerse a procedimientos que sean respetuosos con los desacuerdos
y que, a la vez, permitan que las posturas contendientes puedan ser escuchadas
en el momento de tener que elegir un curso de acción común. En este sentido,
ese respeto, requiere una «representación equitativa de la diversidad» y, a su
vez, esta requiere tener en consideración las condiciones bajo las cuales esa
deliberación puede efectuarse de manera coherente. Esto conduce asimismo
a otorgar un lugar privilegiado al texto legislativo resultante, precisamente
por ser un «punto focal de una discusión ordenada» (WALDRON, 1999a: 86
[105])44. Dicho de otro modo, el respeto al parlamento y, por tanto, al resul-
tado de su actividad, la ley, deviene de «la necesidad de buscar una solución
conjunta a un problema de coordinación deteirrrinado, tomando en considera-
ción las condiciones de imparcialidad bajo las cuales se alcanza una decisión
en el marco de grandes desacuerdos» (WALDRON, 1999a: 85 [104]). Entonces,
nuestro respeto por la ley (la obediencia a esta), deviene tanto del logro que
implica haber sido producida a pesar de la existencia de fuertes desacuerdos,
como del respeto que muestra hacia los diversos puntos de vista de los parti-
cipantes.

43 Lo cual parece desprenderse de la siguiente afirmación: «La acción en conjunto no es fácil,


en particular cuando las personas adquieren un sentido de sí mismas como individuos y de las muchas
formas en las que actúan con los demás puede entrar en conflicto con sus propios proyectos a una escala
más reducida. De hecho, cuando realmente ocurre, la acción en conjunto es como un logro en la vida
humana», WALDRON (1999a: 102 [1231).
44 En ese sentido apunta este autor, «el respeto hacia el Parlamento como un órgano basado en

la equidad puede determinar no solo que respetemos los estándares que este establece, sino también
los aspectos más formales del modo en que se han podido establecer dichos estándares y, por tanto,
que los respetemos bajo los auspicios de dicha formalidad (basada en el texto)», WALDRON (1999a:
86 [1051).
132 LEOPOLDO GAMA

Estas ideas poseen, sin duda, implicaciones concretas en relación con


el respeto que merecen las leyes por parte de los tribunales constituciona-
les y los órganos de aplicación del derecho por el modo como son creadas.
El principio de deferencia hacia el legislador democrático, vinculado con la
presunción de constitucionalidad de la ley' halla su fundamento en estas
consideraciones. En efecto, la promulgación de las leyes mediante un órga-
no que es políticamente responsable (accountable) fundamenta la deferencia
hacia las leyes 46.

Por esas razones, para el constitucionalismo procedimentalista no es una


estrategia interpretativa adecuada apelar a las intenciones de los legisladores.
Las propuestas interpretativas que apelan a la intención del legislador como
método para desentrañar el sentido de las disposiciones, no caen en la cuenta
de que en realidad las leyes son el producto de varios autores y, por tanto,
existen tantas intenciones como legisladores apoyen una ley. La virtud de la
ley, de su texto como fuente autoritativa de derecho, proviene de su idoneidad
para integrar una diversidad de propósitos, intereses y objetivos, así como de
«intenciones». Entonces, no se trata de la autoridad legislativa ni de la inten-
ción de una sola persona, sino de un grupo que posee autoridad en tanto es una
combinación de perspectivas, conocimientos e intereses en el acto legislativo.
Si es posible hablar de un autor de la ley, ese es el parlamento: un órgano
distinto de los miembros que lo integran. Respecto al autor «lo único que de-
bemos seguir son sus acciones formalmente especificadas y no tiene sentido
saber si somos capaces de discernir o atribuirle algún pensamiento, intención
o motivo o creencia más allá de esto» (WALDRON, 1999a: 147 [169]).

En definitiva, la ley, resultado de ese método de decisión mayoritaria, me-


rece respeto por haber sido producida bajo las circunstancias de la política,
esto es, bajo un escenario en el que se requieren acciones conjuntas a pesar de
la existencia de fuertes y profundos desacuerdos entre los individuos. Consti-
tuye entonces un método confiable para la resolución de nuestros desacuerdos
sobre los derechos ya que no busca el consenso o, más bien, es un método
aceptable precisamente por ser incapaz de alcanzar un consenso'''. ¿Por qué
la minoría debe obedecer las decisiones de una mayoría? WALDRON responde
que una minoría tiene el deber de respetar las decisiones mayoritarias porque
deben respeto no a la mayoría como tal, sino al parlamento, a la asamblea y a
los procedimientos previamente establecidos para que esta funcione, dicho de
otro modo: el respeto y la lealtad de los ciudadanos no es hacia los miembros
de la mayoría sino hacia el principio de decisión mayoritario.

45Véase el capítulo IV, 3.4.4.


40Cfr. WALDRON (1999a: 85-86 [104]).
47 En el mismo sentido POSNER (2000: 584) señala que para WALDRON «la legislación es un mé-
todo satisfactorio para la resolución de controversias a pesar de —precisamente por—, su incapacidad
para alcanzar el consenso».
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 133

4. LOS DERECHOS EN EL CONSTITUCIONALISMO


PROCEDIMENTALISTA

4.1. Los alcances de una teoría moral fundada en derechos

Los derechos fundamentales ocupan un lugar privilegiado en el consti-


tucionalismo de teóricos como J. RAWLS, R. DWORIGN, R. ALEXY, C. Nnvo,
E. GARZÓN, L. FERRAJOLI, etc. Algunos de estos autores (con excepción de
FERRAJOLO, desarrollaron explícitamente una teoría moral fundada en los de-
rechos (más específicamente en principios generales de los cuales se derivan
derechos). Muestran además cierto entusiasmo hacia su constitucionalización
garantizada por la judicatura. Ante la importancia que poseen los derechos
fundamentales surgen las siguientes cuestiones: ¿cuáles son las implicacio-
nes concretas que conlleva el compromiso con los derechos? ¿De qué modo
condicionan esos derechos la fisonomía de nuestras instituciones? ¿Cuál es
el mejor modo de protegerlos? ¿Es necesario incorporarlos a un documento
fundamental y garantizarlos a través de la revisión judicial?

4.1.1. ¿Reconocimiento de derechos sin mecanismos


del constitucionalismo?

El modelo de constitucionalismo procedimentalista se opone a los mode-


los de constitucionalismo como el dworkiniano. Los argumentos que presen-
tan contra ellos son los siguientes:
1) Una postura teórica fundada en los derechos (una rights-based
theory) 48, no implica necesariamente comprometerse con su emplazamiento
en una carta de derechos atrincherada49.
2) Bajo las llamadas circunstancias de la política no podemos más que
comprometernos con el problema relativo al cómo decidir los desacuerdos
acerca de los derechos.
(3) Las teorías fundadas en los derechos deberían incorporar o ser com-
plementadas por una teoría de la autoridad.
(4) Las anteriores consideraciones junto con la fuerza que cumple el
principio de participación política, cuestionen la legitimidad del control judi-
cial de constitucionalidad como mecanismo para la garantía de los derechos.
En el modelo procedimentalista, insistir en la constitucionalización de los
derechos equivale a afirmar que estamos seguros con una formulación concre-
ta de ellos (que hay mejores formulaciones de los derechos que otras) y que

" Véase el apartado 4 del capítulo I.


49 Véase ALLAN (1996: 337-352; 2008; 2012) y BAYÓN (1998: 65).
134 LEOPOLDO GAMA

habría razones fundadas para atrincherarlas en un documento dotado de cierta


rigidez. Esta extrema seguridad tiene como contrapartida una suerte de descon-
fianza hacia los ciudadanos en el manejo de sus derechos. Una suspicacia hacia
las capacidades morales de los ciudadanos para hacerse cargo de ellos. Paradó-
jicamente, continúa WALDRON, es precisamente el reconocimiento de que los
ciudadanos son agentes morales responsables lo que, en principio, nos motiva
a reconocerles derechos morales. Entonces, en el fondo existiría una especie de
contradicción en el corazón del constitucionalismo sustantivista, pues recono-
cer que los ciudadanos tienen derechos es una muestra de confianza en sus ca-
pacidades morales, atrincherarlos en un documento constitucional equivaldría
a petrificar modos concretos de entenderlos y arrebatarles su génesis moral.
Debe tenerse en cuenta que la acometida de WALDRON hacia los bilis of
rights se funda en una argumentación elaborada desde los derechos. Se trata
de una crítica hacia las cartas de derechos fundada en las exigencias morales
de las que estos se derivan. En este sentido, se trata de una «rights-based ob-
jection»:
la idea de los derechos está basada en una concepción del ser humano esen-
cialmente como un agente dotado de razón, con una habilidad para deliberar
moralmente, para ver las cosas desde el punto de vista de otros, y para tras-
cender la preocupación sobre sus propios intereses particulares o parciales. La
atribución de cualquier derecho, como dije, es típicamente un acto de fe en la
agencia y la capacidad para el razonamiento moral de todos y cada uno de los
individuos implicados (WALDRON, 1999a: 250 [298]).
El anterior pasaje se conjuga con la idea de RAWLS (1999: 442 [456]) acer-
ca del «sentido de la justicia» que una teoría de la justicia atribuye a los indivi-
duos: «Las personas morales se distinguen por dos características: la primera,
que son capaces de tener (y se supone que de adquirir) un sentido de su bien
(expresada por un proyecto racional de vida); y segunda, que son capaces de
tener (y se supone que de adquirir) un sentido de la justicia, un deseo normal-
mente eficaz de aplicar y de actuar según los principios de la justicia, por lo
menos en cierto grado mínimo».

4.1.2. La estructura de las teorías basadas en los derechos

El primer paso dado por WALDRON para mostrar la falta de una rela-
ción necesaria entre una teoría moral fundada en derechos y los mecanismos
del constitucionalismo, parte de algunas evaluaciones críticas respecto a lo
que podría llamarse la «estructura» de una rights based theory. Siguiendo
a DWORKIN, se puede decir que toda teoría moral (sea utilitarista o no) está
articulada a partir de un conjunto de proposiciones básicas, primitivas o
«constitutivas» que sirven de respaldo a otras proposiciones menos básicas
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 135

o «derivadas» 50. WALDRON ha señalado al respecto que es más adecuado


afiiiiiar que ciertos juicios morales básicos sirven de respaldo a —o de jus-
tificación de— otros juicios menos básicos, en lugar de afirmar que algu-
nas proposiciones derivadas pueden injerirse de otros juicios básicos. RAZ
(1986: 168), por ejemplo, considera que algunos derechos derivativos (deri-
vative rights) se fundan en otros derechos que denomina derechos básicos
(core rights). La relación entre uno y otro derecho, subraya, es de tipo justifi-
cativo y no lógico. Por ejemplo, se puede decir que la libertad que posee RAZ
para escribir un libro sobre filosofía moral se funda en el derecho a la libertad
de expresión, pero no que se infiere lógicamente de este.

Se puede articular, propone WALDRON, una rights-based theory que esta-


blezca como una de sus proposiciones más básicas o constitutivas un principio
muy general como el de la autonomía moral. Ese principio puede servir de
apoyo para justificar otro principio menos abstracto como aquel que establece
la libertad de los individuos para diseñar y llevar a cabo sus propios planes
de vida y, del mismo modo, este último permitiría fundamentar un derecho
concreto como la libertad religiosa".

WALDRON advierte que las teorías basadas en derechos no siempre suelen


articularse de ese modo, es decir, es poco frecuente que desarrollen una estruc-
tura lineal partiendo de proposiciones muy abstractas o básicas, para arribar
a otras más concretas o derivadas. Además, señala que, aun así, no parece
necesario que todas las proposiciones morales (ya sea básicas o derivadas),
de una rights based theory tengan que expresarse en el lenguaje de los dere-
chos. Además, una teoría moral comprometida con esos bienes básicos puede
dejar abierta la cuestión acerca del tipo de diseño institucional que se sigue
a partir de sus premisas'. WALDRON pone como ejemplo A Theory of Justice
de RAWLS. De los dos principios que, según este autor, serían elegidos en la
llamada posición originaria, el llamado «principio de la diferencia» no está
formulado en términos de derechos. Ahora bien, es cierto que ese principio
puede requerir, en el momento de plantearse una formulación más concreta,
que sea articulado en el lenguaje de los derechos, pero esto, sin embargo, no

5° DWORKIN (1985: cap. VIII).


" Las cosas son seguramente menos simples que lo que el ejemplo propuesto intenta sugerir, ya
que en realidad un derecho vendría a encontrar fundamento no en uno sino en una serie de principios,
como —para continuar con el ejemplo— el de autonomía, inviolabilidad y dignidad (así lo articula
NINo, véase cap. III, 4.1.1). La articulación de teorías morales en principios abstractos es clara en la A
Theory of Justice de RAWLS, quien propone el llamado principio de libertad según el cual «cada per-
sona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de libertades básicas, compatible con un
sistema de libertad para todos». Del mismo modo, DWORKIN construye un esquema similar a partir de
los principios de igual consideración y respeto (equal concern and respect), independencia y participa-
ción. Asimismo, E. GARZÓN articula una teoría moral a partir de una serie de principios que permiten
fundamentar exigencias morales más concretas, véase la reconstrucción hecha por ATIENZA (1993) del
sistema moral de GARZÓN VALDÉS compuesto por 10 principios, 26 reglas y 28 tesis.
52 Sobre este punto véase el análisis de MORESO (1998: 19).
136 LEOPOLDO GAMA

es necesario, Una concepción de la moral fundada en la idea de los derechos


puede bien comprometerse con ellos en sus fundamentos sin que sea necesa-
rio establecer sus implicaciones concretas formuladas noimativamente como
derechos, de ahí que afiime WALDRON (1999a: 216 [257]) que «no hay nada
inevitable en el hecho de que todo dependa de cómo se articulen mejor las
preocupaciones profundas de la teoría en las circunstancias concretas en las
que se aplican. El hecho de que haya derechos en los fundamentos no quiere
decir que deba haberlos por todas partes».
Las anteriores observaciones son aplicables no solo a las teorías morales
basadas en derechos, sino también a las teorías basadas en deberes y a las
basadas en objetivos 53, como el utilitarismo. Esa doctrina posee como uno
de sus fundamentos una tesis normativa que establece como valiosa la maxi-
mización de la utilidad. De ese modo, el llamado «utilitarismo del acto», por
ejemplo, considerará valiosa toda acción tendiente a mejorar o garantizar la
mayor utilidad (como quiera que esta sea definida). Pero aunque esta propo-
sición sea básica en el esquema utilitarista, de eso no se sigue que las impli-
caciones prácticas sobre el modo como debemos estructurar una organización
política determinada tengan que adaptarse a un esquema de decisión del tipo
que el utilitarismo del acto propone. En efecto, señala WALDRON, podríamos
articular un utilitarismo basado en objetivos, cuyos principios básicos estén
formulados en términos de la persecución de ciertos fines (el bienestar eco-
nómico de la colectividad, por ejemplo) de una forma tal que sus proposicio-
nes normativas más concretas se formulen en el lenguaje de los derechos (las
autoridades deben respetar las decisiones de las personas que promuevan el
desarrollo económico de la sociedad).
Estas ideas demuestran que, aun cuando las proposiciones constitutivas
de una teoría estén formuladas en una terminología de derechos, de eso no
se sigue que sus proposiciones derivadas y sus implicaciones institucionales
prácticas deban formularse de ese modo. Las recomendaciones prácticas de
las teorías basadas en los derechos para el establecimiento de ciertas institu-
ciones jurídicas, como una carta de derechos atrincherada y un control judicial
diseñado para su defensa, tampoco se siguen necesariamente de sus proposi-
ciones normativas básicas".

4.2. De los derechos morales a los derechos constitucionales


4.2.1. Non sequitur

La anterior conclusión se complementa con otras ideas exploradas por


WALDRON. La doctrina jurídica que defiende la justificación de derechos mo-

53 Una discusión iluminadora a este respecto se encuentra en MACKIE (1984).


54 WALDRON (1999a: 216-217 [2581).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 137

rales oponibles al Estado no aclara muy bien si la validez de todo derecho


moral implica la validez de un derecho jurídico y si de eso se sigue que todo
derecho jurídico implica la validez de un derecho constitucional. Afirmar la
validez de un derecho moral, apunta WALDRON, no implica de algún modo
que se pueda afirmar la validez de un derecho jurídico, ni tampoco que todo
derecho jurídico suponga la validez de un derecho constitucional. De una pro-
posición normativa del tipo:
(1) P posee un derecho moral a X
no se sigue que
(2) P debería tener un derecho jurídico a X
No obstante, continúa WALDRON, puede decirse que si la proposición (1)
posee algún tipo de relevancia para el derecho se podría formular del siguien-
te modo:
(3) El derecho debería ser de tal fauna que P obtenga X.
Lo cierto es que al afirmar que un sujeto P posee un derecho jurídico
se hace propiamente referencia a la existencia de una norma que le confiere
un título para obtener X. Entonces, si P tiene un derecho a X, ello equivale
a decir que P posee una pretensión frente a otro sujeto Q y que este último
tiene un deber de satisfacer X. La ausencia de una pretensión equivale, como
señaló HOHFELD, a un no-derecho; por tanto, un derecho moral a X no equival-
dría, según WALDRON, a una pretensión en el sentido señalado por HOHFELD
(1992: 45). Lo que parecería llevar al rechazo de la tesis sustantivista de los
derechos como triunfos que pueden hacerse valer frente al Estado.
Ahora bien, continúa WALDRON, aun suponiendo que sea cierto que un
sujeto posee un derecho jurídico conforme a los requerimientos de una de-
teuninada teoría moral, de ello no se sigue que haya razones para concluir
que ese derecho esté protegido constitucionalmente'. En otras palabras, aun
suponiendo que la inferencia contenida en (2) sea correcta, parece ser que no
hay razones para afirmar que
(4) P debería (moralmente) tener un derecho constitucional a X.
WALDRON (1999a: 219 [261]) afirma que no hay «razones prácticas y
razones de principio» que apoyen esta exigencia. No se puede decir que el
beneficiario de un derecho moral tenga siempre una razón para exigir la pro-
tección constitucional. Además, las dificultades políticas e institucionales son
bastante claras: promover una reforma constitucional a fin de que ese dere-

55 En contra de esta tesis, y basándose en la clasificación elucidada por HOHFELD, véase FABRÉ
(2000a) quien defiende la idea de que el atrincheramiento constitucional de un derecho moral es exigi-
ble a partir de una teoría moral basada en derechos. A juicio de FABRÉ, Si X es un derecho moral, enton-
ces es exigible que X sea atrincherado y defendido a través del control judicial de constitucionalidad.
138 LEOPOLDO GAMA

cho sea reconocido puede ser una tarea no solo ardua sino dilatada. Pero,
fundamentalmente, ¿hay razones de principio para oponerse a una eventual
constitucionalización de ciertos derechos, por ejemplo, tal y como sucedió en
el Reino Unido con motivo de la incorporación de la Convención Europea de
Derechos Humanos? WALDRON piensa que sí, y apela al argumento de la «ri-
gidez verbal» para apoyar su rechazo a la constitucionalización de derechos:
Un derecho jurídico protegido en una carta de derechos encuentra tal pro-
tección bajo el auspicio de alguna forma lingüística canónica mediante la cual
se enuncian las disposiciones de dicha carta. Una lección que podemos ex-
traer de la experiencia constitucional de los Estados Unidos es que las palabras
utilizadas en cada disposición de la carta de derechos tienden a cobrar vida
por sí mismas, convirtiéndose en un obsesivo eslogan que sirve para expresar
cualquier cosa que uno quiera decir sobre el derecho en cuestión. Por ejemplo,
la doctrina [sobre] la Primera Enmienda en Estados Unidos está obsesionada,
hasta el punto del escolasticismo, con la cuestión de si algunas formas proble-
máticas de comportamiento que al Estado le interesa regular deben ser consi-
deradas una «forma de expresión» o no [...]. Con seguridad, esta no es la forma
adecuada de argumentar sobre los derechos (WALDRON, 1999a: 220 [262]).

El mismo fenómeno de rigidez verbal también se presenta en la legisla-


ción ordinaria, pero la diferencia es que esta puede ser enmendada y modi-
ficada con mayor facilidad, lo que constituye, sin duda, una de sus ventajas.
El problema del atrincheramiento de los derechos en cartas constitucionales,
desde el punto de vista del modelo procedimentalista, es que nuestras discu-
siones acerca de su alcance no pueden llevarse a cabo con independencia de la
rigidez verbal con la que suelen ser formulados: compromete a los intérpretes
con las enunciaciones concretas realizadas por los constituyentes. WALDRON
(1999a: 221 [263]) pone como ejemplo el caso del Reino Unido (antes de la
incorporación de la carta europea de derechos humanos), en donde cuestiones
como la discriminación, el aborto, la libertad de expresión, etc., podían ser
discutidas de un modo más libre o emancipada «del verbalismo obsesivo de
una determinada carta de derechos escrita»".

56 Se refiere también a casos como el debate generado en ese país a mediados de los arios sesen-
ta, originado por la publicación en 1957 del Informe Wolfenden, con motivo de la legalización de las
prácticas homosexuales y de la prostitución, en el que participaron H. HART (1963) y L. DEVLIN (1959).
Un análisis de la disputa HART-DEVLIN se encuentra en MALEM (1988). A diferencia de aquel caso,
apunta WALDRON, la intervención de la Corte Suprema de los Estados Unidos en una discusión similar
(Bowers v. Hardwick) es una muestra del modo como un debate social puede quedar empobrecido
por la intervención de un tribunal. En ese sentido señala: «Si el debate que tiene de hecho lugar en la
sociedad y en el Parlamento estadounidenses es tan bueno como el de otros países, lo es a pesar del en-
cuadre de las cuestiones efectuado por la Corte Suprema, y no gracias a este», WALDRON (1999a: 290
[347]). El problema de fondo que presentan las cartas de derechos de acuerdo con el modelo es que
terminan por distraemos de las cuestiones morales que le subyacen centrándonos, en su lugar, en
problemas interpretativos. De ahí que añada «que el público requiera que el debate moral sea, por
encima de todo, un debate interpretativo para que pueda realizarse con alguna dignidad y sofisticación
es simplemente un mito». Para un argumento poderoso que puede dirigirse contra la tesis de WALDRON
y en favor de las cartas de derechos, así como de la abstracción en la formulación de los mismos y de
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 139

4.2.2. Desconfianza hacia los ciudadanos y hacia la democracia

Hay otras razones más profundas que, de acuerdo con el constitucionalis-


mo procedimentalista, nos hacen anidar más dudas acerca de la supuesta con-
veniencia que conlleva atrincherar los derechos en una constitución escrita.
Las razones que se ofrecen están fundadas precisamente en los principios li-
berales, que son también compartidos por los que favorecen el emplazamiento
de los derechos en un documento dotado de rigidez.
Lo que sucede con todo bill of rights según el constitucionalismo sustan-
tivista, es que el establecimiento de un derecho o de una «pretensión» en el
sentido de HOHFELD, implica una inmunidad o incompetencia del parlamento
para alterar su estatus jurídico. Esto quiere decir que el poder legislativo perma-
nece incapacitado para ejercer «sus funciones normales de revisión, reforma e
innovación del derecho» (WALDRON, 1999a: 221 [263]). Pero hay que tener en
cuenta, añade el planteamiento waldroniano, que inmunizar los derechos frente
al cambio legislativo no solo implica incapacitar al parlamento, sino también,
de modo indirecto, a los ciudadanos representados por los legisladores ante
dicho órgano del Estado. ¿Cuáles son las razones que pueden llegar a justificar
un diseño institucional de tales características? ¿En que se basa ese enorme
entusiasmo por resguardar escrupulosamente los derechos de toda intromisión
por los ciudadanos? Para el procedimentalismo, establecer derechos en un do-
cumento dotado de rigidez frente al cambio legislativo presupone una actitud
de desconfianza hacia los ciudadanos. El siguiente pasaje desarrolla esta idea:
Dicha actitud se resume mejor como una combinación de seguridad en uno
mismo y desconfianza. Seguridad en la convicción propia de que lo que se está
proponiendo es realmente una cuestión de derechos fundamentales y de que la
formulación concreta que se propone la recoge adecuadamente; y desconfianza
implícita en su idea de que cualquier otra concepción alternativa que pudiera
ser elaborada por los legisladores electos al año siguiente o dentro de diez años
será probablemente tan errónea y estará tan mal motivada, que más vale que
sitúe inmediatamente su propia formulación más allá del alcance de la revisión
legislativa ordinaria (WALDRON, 1999a: 221-222 [264]).
Esa actitud de desconfianza no es del todo coherente con los presupuestos
bajo los cuales la tradición liberal ha considerado justificado atribuir derechos
fundamentales a los individuos. De acuerdo con RAwLs 57, se atribuyen de-
rechos morales a un individuo ya que se le ha considerado un agente moral.
Concebir a los ciudadanos como personas morales equivale, pues, a afiunar

la rigidez constitucional, véase FERRERES (2001). G. PINO (2013: 103) denomina «minimalismo sobre
los derechos», a la postura que rechaza su formulación en cartas constitucionales. Se trata pues de un
modelo que aboga en el fondo por una «democracia sin derechos» en la feliz fórmula de A. PINTORE
(2000 y 2003: cap. 3).
" RAWLS (1993a: 310-324 [347-361]).
140 LEOPOLDO GAMA

dos cosas: a) por un lado, significa que poseen la capacidad para desarrollar
sus propias ideas acerca del valor de la vida buena, de elegir sus propios planes
de vida y conducirse conforme a ellos, y b) por el otro, que poseen también la
capacidad para articular los criterios conforme a los cuales deben organizarse
las instituciones políticas 58.

Afirmar que un individuo es un agente moral significa que es capaz de de-


sarrollar su propia concepción acerca del bien y de la justicia y de conducirse
conforme a ellas 59. Derechos tales como la privacidad, la libertad de expresión
y las libertades políticas cobran perfecto sentido bajo una concepción que
considere a los individuos como agentes autónomos, responsables y capaces,
no solo para establecer sus objetivos e intereses propios, sino también para
proponer, en la arena política, principios que posibiliten la cooperación con
otros individuos. Pero no podemos pensar así y, al mismo tiempo, «desconfiar
de los resultados de todo proceso deliberativo» (WALDRON, 1999a: 222 [264])
poniendo en duda las capacidades de los individuos para deliberar y decidir
por ellos mismos o a través de sus representantes, cuáles son los cursos de
acción que deben (y quieren) seguir.

Como puede verse, para el modelo waldroniano nuestras concepciones de


los derechos se fundan en una idea específica del ser humano: que todas las
personas son agentes dotados de razón, de la capacidad para la deliberación
moral y de la capacidad para actuar movidas por la imparcialidad más que por
el propio interés. Otorgarnos derechos porque tenemos confianza en sus capa-
cidades y no podemos pensar que es correcto ese reconocimiento y, al mismo
tiempo, que las personas no podrán gestionar responsablemente las decisio-
nes sobre sus propios derechos. Ahora bien, de la capacidad para argumentar,
deliberar y defender la implementación de cierto derecho no se sigue que un
individuo posea aquellos derechos que defiende o que no pueda equivocarse
en el modo como los defiende. Lo único que este argumento enfatiza es que
se respeta la dignidad de los ciudadanos al permitírseles discutir acerca de
sus propios derechos y que toda propuesta que se funde en la complejidad o
«importancia» de las cuestiones que versan sobre esos bienes básicos como
pretexto para impedir que aquellos hagan valer su voz en pie de igualdad, es
incoherente con los fundamentos por los cuales reconocemos derechos a todo
individuo. Como veremos más adelante, este modo de ver las cosas peintite
al procedimentalismo apoyar el derecho de participación política apoyado en
una concepción que se funda en los derechos mismos: se trata de una solución
basada en derechos (rights-based solution).

" Esa capacidad doble define lo que en términos rawlsianos se suelen denominar «poderes mora-
les» (moral powers) e integran los rasgos de la «personalidad moral» (moral personality), tomando en
cuenta la caracterización de FREEMAN (2007).
59 Para WALDRON (1987), cabe apuntar, ese es el fundamento de legitimidad propio de la tradición
liberal.
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 141

Ahora bien, la necesidad de resguardar los derechos podría estar motivada


por otras razones que, sin embargo, sería fácil descartar. Podríamos pensar,
como HOBBES, que «el hombre es un lobo para el hombre» y que al estar en
constante lucha con los demás no queda otro remedio que poner los derechos
a resguardo. Pero si este es el fundamento de las cartas de derechos, advierte
WALDRON, entonces no poseemos realmente una «concepción dignificada»
de la autonomía moral. No obstante, las cosas no son así. Nuestras teorías
morales fundadas en los derechos parten de la presuposición de que atribui-
mos derechos a los individuos precisamente porque tenemos confianza en su
capacidad para la reflexión moral. Siendo así, considerar a una persona como
merecedora de derechos implica aceptar que podemos confiar en las deci-
siones que tomará con relación al alcance de sus propios derechos: atribuir
derechos a los individuos constituye un acto de confianza en sus capacidades
para la reflexión moral.
En resumen, a la luz de los desacuerdos, todo intento por querer atrinche-
rar los derechos en documentos dotados de rigidez implica una suerte de ex-
cesiva confianza en que una determinada formulación de los derechos es más
correcta que otra. Esta suposición choca frontalmente con el fundamento a
partir del cual atribuimos derechos a los individuos, esto es, la confianza en su
capacidad para comportarse como agentes morales responsables. Indiscutible-
mente, apunta WALDRON, se puede aceptar la posibilidad de que los individuos
puedan estar equivocados en el modo como conciben sus propios derechos y
sus implicaciones concretas y que pueden abusar de ellos y ejercerlos inco-
rrectamente. Sin embargo, si realmente creemos que ese será el resultado típi-
co del ejercicio de los derechos, entonces habría que repensar el fundamento
mediante el cual atribuimos esos derechos. En el fondo, estos argumentos no
serán del todo concluyentes para fundamentar una oposición a las cartas de
derechos. No obstante, el procedimentalismo waldroniano pretende denun-
ciar la falta de coherencia detrás de una teoría moral que combina la idea del
respeto por los derechos de los individuos con una extrema desconfianza en
sus capacidades para discutir, deliberar y, en general, para manejarlos en sede
democrática.

4.3. El valor del derecho de participación política

4.3.1. ¿Qué es participar en política?

El derecho de participación política posee en el constitucionalismo proce-


dimentalista un lugar fundamental. Siguiendo a W. COBBETT60, se califica la

" WALDRON se refiere a un trabajo de 1829 titulado Advice to Young Men and Women. Advice to
a Citizen.
142 LEOPOLDO GAMA

participación política como «el derecho de los derechos». Esta expresión no


debe entenderse en el sentido de que la participación política sea un derecho
que posee prioridad sobre los demás en caso de entrar en conflicto. Más bien,
se trata de un derecho cuyo ejercicio resulta especialmente adecuado bajo las
circunstancias de la política. La defensa del derecho de participación política
es central en el modelo waldroniano ya que su acometida frente al control ju-
dicial de constitucionalidad tiene aquí su punto de partida. Las tesis centrales
del modelo a este respecto pueden sintetizarse en los siguientes puntos:
a) El derecho de participación es importante en un contexto en el que
los titulares discrepan sobre cómo habrá que entenderlos y cuáles serán sus
alcances en situaciones concretas.
b) El derecho de participación es el derecho que todos los individuos
poseen para tomar parte en la toma de decisiones que les afecten.
c) Las tesis anteriores implican no solo que una sociedad debe orga-
nizarse en tomo a un componente popular sino, además, que este debe ser
decisivo.
d) El control judicial de constitucionalidad cuestiona el derecho que po-
seen todos los individuos a participar en las decisiones que les afecten.
El derecho de participación política es el derecho a tomar parte en la crea-
ción de las leyes y, de modo general, en la elaboración de los estándares que
gobiernan la sociedad. WALDRON se apoya en K. MARX (1843) para afirmar
que el rasgo característico de este derecho es que solo cobra sentido en una
comunidad. Los derechos del hombre, como la propiedad, la libertad, la se-
guridad, etc., son derechos que según el marxismo mantienen separados a los
hombres del resto de la comunidad. Por el contrario, los derechos del ciuda-
dano, como el sufragio activo y pasivo, la libertad de expresión, etc., son «de-
rechos que solo pueden ejercerse en una comunidad con otros hombres». En
este sentido, se entienden los derechos políticos como aquellos que permiten
que un cierto número de individuos portadores de derechos puedan actuar en
conjunto gobernándose a sí mismos.
Los derechos políticos difícilmente podrían encuadrarse bajo la conocida
clasificación derechos positivos-derechos negativos. Esta distinción es de poca
utilidad según el procedimentalismo waldroniano para aclarar la naturaleza de
estos derechos. Se rechaza la clásica distinción entre derechos positivos y de-
rechos negativos, esto es, entre los que imponen una obligación de hacer, dar
o proveer (como los derechos sociales), y aquellos que establecen una obliga-
ción de no hacer, abstenerse o no interferir (como la libertad de creencias y la
libertad de expresión). Su tesis es que no se puede establecer una distinción
nítida entre derechos positivos y derechos negativos y entre las correlativas
acciones y omisiones que esos derechos establecen como obligatorias , ya
que no puede sostenerse que los derechos positivos impongan solo obliga-
ciones de dar y los derechos negativos impongan solo una obligación de no
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 143

interferencia. Ello es así pues los derechos no imponen una sola obligación
determinada sino que generan más bien «olas de obligaciones» 61.
En el procedimentalismo waldroniano el derecho de participación no pue-
de considerarse como un derecho negativo destinado a proteger a los indivi-
duos de toda interferencia por parte del Estado, como la libertad religiosa o
la libertad de conciencia. El derecho de participación, que se materializa a
través del voto ciudadano, es más parecido aun poder hohfeldiano, pues altera
el sistema de asignación de derechos y deberes si cierto número de personas
también lo ejerce en el mismo sentido. El derecho a la participación política
supone que su titular no es el único que participa en esa actividad. Se trata de
un derecho a participar en las decisiones públicas «en la misma medida en
que participan el resto de individuos» (WALDRON, 1999a: 236 [281]). Es un
derecho a tomar parte, en pie de igualdad, en la toma de decisiones y presu-
pone que su titular reconoce que «la suya no es la única voz en la sociedad, y
que dicha voz no debería contar más que la voz de cualquier otro portador de
derechos en el proceso político» 62.
La anterior definición nos permite ver que existe un ingrediente colectivo
en el derecho de participación política que es necesario considerar para su
correcta caracterización. Participar significa compartir, cooperar o contribuir
a la realización de una acción determinada, lo cual supone, sin duda, que aquel
que participa no es el único individuo que comparte, coopera o contribuye a
que dicha acción tenga efecto. Ahora bien, habría que distinguir dos sentidos
distintos de «gobierno participativo» de los cuales uno de ellos es defendido
por este modelo. En un sentido débil, un gobierno es participativo cuando está
organizado de un modo tal que coexisten un sistema popular con otro de tipo
no participativo, como, por ejemplo, al modo de la antigua república romana,
en donde convivía un órgano popular y uno aristocrático. Hay, no obstante,
un sentido fuerte del gobierno participativo que exige no solo que haya un
elemento popular en el diseño institucional sino que este debe ser decisivo o
determinante En un sentido fuerte, las ideas de compartir y participar en el
poder cobran un significado más profundo bajo esta perspectiva. Compartir
el poder significa

61 En sentido similar a la comparación que SHUE (1988: 69) traza entre el conjunto de obliga-
ciones generadas por un derecho y la serie de olas concéntricas causadas por una piedra arrojada a un
estanque. Véase también ARANGO (2006). Para WALDRON (1993b), un derecho determinado, como el de
no ser torturado, genera no una obligación sino una serie de obligaciones; por ejemplo, ese derecho no
establece únicamente la obligación de no torturar sino que, además, impone la obligación de educar a la
ciudadanía acerca del carácter indeseable de la tortura, la obligación de tomar medidas necesarias para
evitar situaciones en las cuales pueda existir el riesgo de que un individuo sea torturado, la obligación
de sancionar a aquellos que hayan torturado a un individuo, y así, sucesivamente.
62 Similar es la propuesta de LAPORTA (2007: 146):
«Todo agente autónomo [posee] un derecho
a participar, a "tener la palabra en los mecanismos de decisión" que controlan cómo se dibuja el marco
normativo en el que su autonomía personal ha de convivir con la de los demás. Tomar parte y que mi voz
sea oída en la elaboración de tales pautas es pues una exigencia de nuestro punto de partida».
144 LEOPOLDO GAMA

que todo individuo reclama el derecho a participar en el gobierno de la socie-


dad, en la misma medida en que participan el resto de individuos. Como porta-
dor de derechos, pide que su voz sea escuchada y tenida en cuenta en la toma
de decisiones públicas. Pero la forma en la que se realiza esta demanda un
derecho a la participación— reconoce por sí misma que la suya no es la única
voz en la sociedad, y que dicha voz no debería contar más que la voz de cual-
quier otro portador de derechos en el proceso político. Su contribución aspira,
por supuesto, a ser decisiva. Pero esta aspiración se atempera por principios
de equidad e igualdad implicados por la universalización de esta pretensión
(WALDRON, 1999a: 236 [281-282]).

Que la voz de una persona sea decisiva en la misma medida en que lo es


la de las demás pone el acento en un rasgo característico del derecho de par-
ticipación que parece ser compartido por los derechos de libertad. El alcance
de nuestras libertades está limitado por un principio de igualdad. Dado que
el ejercicio de mi libertad puede entrar en conflicto con la libertad de otro
individuo, habría razones fundadas en la equidad para limitar el alcance de
las libertades que gozo. De ello se sigue que las esferas de libertad de todos
los individuos deben estar igualmente definidas, por lo que el alcance de mi
libertad no debe ampliarse de tal manera que limite la esfera de libertad de los
demás. Esta idea está claramente reflejada en el primer principio de RAWLS
(1999), según el cual a un individuo debe garantizársele una esfera de libertad
lo suficientemente amplia y, en una proporción igual, a la esfera de libertad de
la que gozan los individuos restantes.

Además, continúa el argumento en línea cercana a RAWLS (1981), el sis-


tema de libertades no solo debe ser igual para todos, sino que también debe
ser adecuado a los fines para los cuales los individuos requieren esas liberta-
des, es decir, para que cada individuo pueda desarrollar sus planes de vida y
sea realizable su propia concepción del bien. Este requisito de adecuación es
importante, señala, ya que en una sociedad compleja, densa y plural el reto
que la libertad y la igualdad imponen al liberalismo es que seamos capaces
de trazar de un modo adecuado las fronteras entre ambos valores. Algo simi-
lar, afirma WALDRON, puede plantearse respecto a la participación política. Un
ciudadano de a pie puede llegar a creer que su voz puede verse acallada y que
su voto pierde todo valor frente al gran número de voces y votos del resto de
ciudadanos que acuden a los procesos participativos. Así, puede pensarse que
el derecho de participación de un individuo considerado aisladamente es me-
nos significativo en tanto mayor sea el número de ciudadanos que integran una
comunidad'. Observado a esta escala, el peso del voto se percibe tan pequeño

Esta circunstancia fue tenida en cuenta por B. CONSTANT (1989) para defender lo que él deno-
minó «libertad de los modernos» frente a la «libertad de los antiguos». Así afirmaba lo siguiente: «A
medida que aumenta la extensión de un país, disminuye la importancia política que le corresponde a
cada individuo [...1 como consecuencia de ello, "nosotros" —los modernos—, ya no podemos disfrutar
de la libertad de los antiguos, que consistía en la participación activa y continua en el poder colectivo».
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDEVfENTALISTA 145

que la contribución de un individuo a la conformación de la voluntad popular


sería tan insignificante que parece difícil argumentar a favor del valor del dere-
cho de participación; y más arduo aún es defenderlo frente a otros mecanismos
alternativos de toma de decisiones. Estas consideraciones muestran la impor-
tancia del derecho de participación, que no tiene que ver meramente con el
impacto que cada voto individual pueda tener sobre el resultado final, sino que
procede de la clase de valor que este representa para los individuos. En efecto,
el derecho de participación posee un valor simbólico que está indudablemente
ligado a los sentimientos de deshonor, menosprecio o deshonra que se produ-
cen cuando la opinión de un ciudadano no ha sido tomada en consideración
en los asuntos públicos o cuando su participación en estos ha sido excluida'.
El insulto a un ciudadano por ser excluido de un procedimiento de partici-
pación, apunta WALDRON, está estrechamente relacionado con la incidencia que
tienen las decisiones políticas sobre sus derechos e intereses y con su capacidad
moral para decidir responsablemente sobre los derechos e intereses de otros in-
dividuos. Dado que «lo que a todos toca a todos concierne» (RAwLs, 1999: 205
[220]), no solo hay razones para que la opinión de toda persona sea tomada en
consideración sino que, además, si reconocemos que posee la capacidad para
desarrollar su propia concepción de la justicia (i. e., que posee un sentido de la
justicia) entonces está plenamente justificada su participación en las decisiones
políticas que le afectan y que afectan a la comunidad política a la que pertenece.
Por tanto, para el constitucionalismo procedimentalista este derecho posee tal
valor que la exclusión de un ciudadano de la participación en un procedimiento
de toma de decisiones equivale a menospreciar su sentido de la justicia y a ne-
garle un trato igual por lo que respecta a las decisiones que afectan a sus propios
intereses y derechos. La participación política posee, pues, un valor intrínseco.
La democracia pone el acento en la igual participación de todos los ciuda-
danos. Este derecho a la participación democrática es un derecho a participar
no solo «en las cuestiones intersticiales de la política social y económica»
—como pretende DWORKIN—, sino también en relación con cuestiones de
principio. Entonces, ese derecho democrático se ve afectado cuando las deci-
siones sustantivas son trasladadas del legislativo al foro judicial: del pueblo
a «un puñado de hombres y mujeres, supuestamente sabios, instruidos, vir-
tuosos y de altos principios, los únicos en quienes solo se puede confiar, así
se piensa, para tomarse en serio las grandes cuestiones que estas decisiones
plantean» (WALDRON, 1999a: 213 [254]).

En cambio, la libertad de los modernos «debe consistir en el disfrute apacible de la independencia


privada». En este sentido, un individuo, «perdido entre la multitud [...] casi nunca percibe la influencia
que ejerce. Su voluntad nunca deja huella en el conjunto, nada hay que le haga ver su colaboración»
(CONSTANr, 1989: 267-268).
" En consonancia con RAWLS (1999: 205-206 [220-221]): «El efecto del autogobierno donde
los iguales derechos políticos tienen su justo valor es el de encarecer la autoestima y el sentido de la
competencia del ciudadano medio».
146 LEOPOLDO GAMA

4.3.2. ¿Entra en conflicto el derecho de participación con otros derechos?

En ocasiones se señala que el derecho de participación política puede en-


trar en «conflicto» con otros derechos, por ejemplo, con los derechos de las
minorías. Esto sucede, continúa el argumento, cuando una mayoría parlamen-
taria restringe a través de una ley un derecho determinado. En los casos de
conflicto entre derechos, apunta WALDRON, se suele argumentar que uno debe
«ceder» frente a otro, lo que nos sitúa en una disyuntiva como la siguiente:
o bien prevalece un derecho X sobre el derecho de participación política, de
lo cual se concluye que la mayoría parlamentaria es incompetente para res-
tringirlo; o bien prevalece el derecho de participación, de donde se concluye
que el derecho X cede frente a la decisión de la mayoría. Sin embargo, a jui-
cio de WALDRON, en estos casos no nos encontramos realmente frente a un
«problema de peso y ponderación». Si la participación en pie de igualdad en
la toma de decisiones es la respuesta al problema de los desacuerdos, conti-
núa su argumento, realmente estamos en presencia de una situación en la que
discrepamos «acerca de qué es exactamente lo que requieren los derechos,
y discrepamos, así, acerca de lo que debe ir en uno de los lados de la balan-
za» (WALDRON, 1999a: 248 [296]). Dicho de otro modo, el conflicto entre el
derecho de participación política y otro derecho X no puede verse como una
cuestión que atañe a su peso y que, por tanto, requiera una ponderación, ya
que el derecho de participación mismo es el medio que nos permite disolver
nuestros desacuerdos acerca del significado y alcances de nuestros derechos.

Para el procedimentalismo hablar pues de «conflicto» en estos casos es un


modo equivocado de describir este fenómeno. El derecho de participación es
un principio de autoridad que tiene como función guiar la toma de decisiones
cuando los ciudadanos de una comunidad discrepan sobre el contenido de los
derechos. Esto significa que la participación no compite en un mismo nivel
que el supuesto derecho con el que se encuentra en conflicto. No podemos
evitar que la decisión apoyada por los individuos que componen una mayo-
ría les parezca a estos que se ajusta con lo que los derechos exigen y que, al
mismo tiempo, el grupo minoritario considere que esa misma decisión no se
ajusta a los requerimientos de los derechos. Hay que reconocer que también
discrepamos sobre los alcances y el significado de nuestros principios de auto-
ridad, y en nuestro caso del derecho de participación política; pero lo peculiar
de este derecho es que constituye precisamente la respuesta —o por lo menos
una respuesta parcial, reconoce el autor , al problema de la autoridad'. Con
estas ideas como trasfondo afirma:

65 WALDRON reconoce que podría percibirse circularidad en su argumento, esto es, que se ofrece el
principio de participación como criterio para resolver los desacuerdos sobre el problema de la autoridad
o lo que es lo mismo, que se propone un esquema mayoritario para solventar nuestros desacuerdos sobre
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 147

Hay otros principios de autoridad disponibles, tales como la monarquía


[...], la aristocracia judicial [...] o varias formas de regímenes mixtos. Todo
lo que estoy mostrando es que si elegimos el mayoritarismo participativo (de
hecho, si elegimos cualquiera de estos principios de autoridad), no tiene sen-
tido hablar de un conflicto entre el principio de autoridad que elegimos y los
derechos acerca de los cuales la autoridad tiene que decidir. Puesto que dis-
crepamos acerca de la existencia de tales derechos y sobre lo que implica en
caso de que existan, no hay ninguna forma neutral de saber exactamente cuál
se supone que es la alternativa al mayoritarismo participativo (o al principio de
autoridad que sea) (WALDRON, 1999a: 248-249 [296]).

4.4. Incompletitud de las teorías sobre los derechos

Las circunstancias de la política exigen contar con una autoridad: recla-


man dar respuesta al problema del quién y cómo deben tomarse las decisiones
políticas. Ante la imposibilidad de establecer verdades sustantivas, es urgente
establecer un procedimiento para ventilar los desacuerdos sustantivos. Es ne-
cesario fijar a quién o a quienes otorgarles el poder para decidir qué debemos
hacer a la luz de los desacuerdos. Reconocer la existencia de desacuerdos
sustantivos insalvables y la consiguiente necesidad de establecer un procedi-
miento autoritativo, no presupone un compromiso ontológico (ni epistemo-
lógico) de ningún tipo. La tesis de las circunstancias de la política no niega
la posibilidad metaética de que los juicios morales sean verdaderos. En este
sentido, aun cuando puedan ofrecerse respuestas correctas en materia de dere-
chos fundamentales, los individuos seguirán estando en desacuerdo acerca de
cuál es esa respuesta correcta. Requerimos de una autoridad, no por la falta de
certeza en materia moral, sino por el simple hecho de que los desacuerdos en
materia de justicia subsistirán 66. Pero los desacuerdos no implican renunciar
a la reflexión sobre los derechos. El modelo procedimentalista no excluye el
valor de la deliberación en sede sustantiva ya que, a su juicio, cualquier modo
de entenderlos proporcionará, precisamente, el input que todo mecanismo de-
mocrático requiere. En sus propias palabras:
Lo que necesitamos es complementar nuestra teoría de los derechos con
una teoría de la autoridad, y no reemplazar una por otra. La cuestión de qué
cuenta como la decisión correcta acerca de los derechos no desaparece en el
momento en que respondemos a la pregunta de «¿,quién decide?». Al contrario,
una teorización sustantiva de los derechos es precisamente lo que esperamos

el método de decisión mayoritario. Pero a su juicio, esa circularidad es solo aparente. Regresaré sobre el
regreso al infinito que sugiere este argumento en el capítulo IV.
66 Ténganse en cuenta que para el procedimentalismo waldroniano «podemos reconocer la exis-
tencia de desacuerdos sobre cuestiones de derechos y [de] justicia, podemos incluso reconocer que tales
desacuerdos son insolubles a efectos políticos prácticos, sin apostar por la tesis metaética de que no hay
ninguna verdad en la cuestión por la que los participantes están enfrentados» (WALDRON, 1999: 244
[291]).
148 LEOPOLDO GAMA

que haga la autoridad designada, por ejemplo, los participantes en una demo-
cracia (WALDRON, 1999a: 244 [291]).
Lo anterior significa que atender el problema de la autoridad al modo del
constitucionalismo sustantivista, es insuficiente para disolver los desacuerdos y
hacer frente a las circunstancias de la política, pues la cuestión central que debe
responderse no es ¿cuál es la respuesta correcta? Sino, más bien, ¿qué respuesta
debe prevalecer? Por esa razón, cuando se pretende enfrentar el problema de las
circunstancias de la politica mediante la articulación de una teoría de los dere-
chos, lo que se consigue es reproducir el tipo de problemas que se quieren resol-
ver'. Así pues, el papel de una teoría de la autoridad exitosa será identificar, de
entre las varias concepciones que se tienen a la mano, cuál de ellas debe preva-
lecer con carácter vinculante para una comunidad de individuos que discrepan
sobre cuál es la respuesta correcta en lo relativo al significado y alcance de los
derechos. Lo importante de esto es definir un procedimiento de decisión que
pueda ser considerado legítimo por aquellos que discrepan, un procedimiento
que sea proclive a alcanzar la verdad acerca de los derechos, sea cual fuere.
El punto de vista adoptado por el constitucionalismo procedimentalista
permite diferenciar entre el problema relativo a cuál es la decisión correcta y
el que atañe a cuál es la decisión que debe estar investida de autoridad. Siendo
así, este modelo apunta a la importancia de diseñar una «teoría política com-
pleta» que incorpore una postura sobre la legitimidad de la autoridad y una
concepción de los derechos, pero que sea capaz de admitir la posibilidad de
que el sistema de decisión elegido arroje decisiones incorrectas desde el punto
de vista sustantivo. De tal forma, una posición determinada podría estimar
correcta la opción política A en lugar de B, dado que A se ajusta más a las
exigencias de su concepción de los derechos. Sin embargo, y a la luz de los
desacuerdos que puede generar la justicia de A o B, esa postura debe ser ca-
paz de enfrentar las discrepancias sustantivas y dar cabida a un procedimiento
de decisión que, eventualmente, llegue a establecer la opción política B (la
«incorrecta» desde su esquema sustantivo) con carácter autoritativo.
Lo anterior parecería obligarnos a aceptar una idea opuesta a lo que ordi-
nariamente se exige a todo procedimiento para la toma de decisiones: consi-
derar legítimo un método que puede arrojar resultados incorrectos 68. Esto es
inevitable como lo apuntó R. WOLLHEJM (1969) al hablar de la «paradoja en la

67 Por eso, en abierta oposición con el modelo sustantivista, el procedimentalismo sostendría que
cuando las personas discrepan sobre los derechos, no es adecuado proponer que prevalezca aquella
opinión que ofrezca la mejor concepción de los derechos, WALDRON (1993c).
68 Se trata de una cuestión fundamental que se encuentra en el centro de la teoría política y que
afecta al corazón del constitucionalismo sustantivista al no poder resolverla, dadas sus propias premi-
sas. Lo cierto es que, ante la posibilidad de que un procedimiento decisorio arroje decisiones incorrec-
tas, valdría la pena articular un modelo de legitimidad que o bien minimice la posibilidad de obtener
resultados no deseados o que maximice la posibilidad de obtener los resultados esperados. C. NINO,
desarrolla un modelo de legitimidad que acoge esa vía.
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 149

teoría de la democracia». WOLLHEIM, recuerda WALDRON, concibe la demo-


cracia como una máquina para tomar decisiones: un aparato al que los ciuda-
danos van introduciendo sus votos y que, al final, decide a favor de la política
que ha sido apoyada por el mayor número. La paradoja lleva a un ciudadano a
admitir que debe hacerse B porque es lo que ha elegido la máquina democrá-
tica, no obstante que, en un momento dado, decidió que A debe ser aprobado,
porque es la política de su elección 69. La paradoja de WOLLHEIM se presenta
cuando un ciudadano «quiere» que la maquina arroje como resultado la polí-
tica que él apoya, pero, al mismo tiempo, sabe que la máquina puede decidir
la política contraria a sus preferencias y que, sin embargo, «debe» aceptarla.

En el modelo procedimentalista este rasgo singular no es exclusivo de


la democracia, sino que se trata de una paradoja general que afecta a toda
teoría política que integre el problema de determinar qué es lo justo (es decir,
qué debe hacerse), con el problema relativo al quién y cómo debe hacerse, es
decir, cuál es la decisión que debe estar revestida de autoridad cuando convi-
vimos en las circunstancias de la política. Este tipo de situaciones, más bien,
son inevitables bajo un contexto de graves desacuerdos sobre qué es lo que
constituye lo justo, pero más que tratarse de una anormalidad es, más bien,
la regla en materia política. En estas condiciones «debemos estar preparados
para situaciones en las que no todos obtienen aquello que desean» (WALDRON,
1999a: 246 [294]) y así como la escasez moderada es lo habitual en las cir-
cunstancias de la justicia, como dijera RAWLS, los desacuerdos y la necesidad
de contar con una decisión provista de autoridad es lo habitual bajo las cir-
cunstancias de la política de acuerdo con este modelo.

Las anteriores consideraciones poseen relevancia notable para la presente


discusión sobre la democracia constitucional y el rol de los jueces. Si el pro-
cedimiento democrático puede producir resultados que afecten a los derechos
fundamentales, entonces parece indiscutible que debemos contar con un pro-
cedimiento que abra la posibilidad para revertir esa decisión. Pero el modelo
procedimentalista se destaca por precisar que ese «peligro» se le presenta a
cualquier esquema para la toma de decisiones en un escenario de graves des-
acuerdos sustantivos, incluso, a aquel diseño institucional que sitúa la potes-
tad de resolver con carácter final los desacuerdos sobre los derechos en un
tribunal constitucional. Los tribunales constitucionales también pueden errar
el blanco. De hecho, subraya WALDRON, algunas decisiones adoptadas por la
Suprema Corte de Estados Unidos, por ejemplo, han sido desfavorables para

" WALDRON (1999a: 247-248 [295]) señala que la paradoja de WOLLHEIM no implica realmente
una contradicción: «Una persona que cree que A es la decisión correcta y que B es la decisión que de-
bería ser implementada está dando respuesta a dos preguntas distintas, aunque complementarias. Que
B deba ser implementado es su respuesta a la pregunta de "¿qué debemos hacer nosotros, dado que
discrepamos sobre la justicia de A y B?". Que A sea la decisión correcta es su propia contribución al
desacuerdo que originó dicha pregunta».
150 LEOPOLDO GAMA

los derechos. Suelen señalarse como grandes errores en la historia de la Corte


Suprema de los Estados Unidos los siguientes casos: Dred Scott v. Stanford
(1857), caso en el que por segunda ocasión la Corte estadounidense volvió a
ejercer, después de cuarenta y cuatro años, el control judicial de constitucio-
nalidad (aunque, a diferencia de Marbury v. Madison, en el caso Dred Scott sí
se discutió sobre una cuestión relacionada con los derechos fundamentales).
En Dred Scott la Corte sostuvo fundamentalmente que los estados y el Con-
greso carecían de facultades para establecer leyes que limitaran el derecho a
la propiedad privada (en este caso la propiedad de esclavos); y, además, que
no era intención de los framers considerar a los afroamericanos sometidos a
esclavitud como ciudadanos ni tampoco como parte del pueblo de los Esta-
dos Unidos, por lo que estos no gozaban de los derechos y libertades que ese
documento consagraba. Otro precedente es Lochner v. New York (1905), en el
que se declaró inconstitucional una ley del estado de Nueva York destinada a
mejorar la situación laboral en las fábricas. La Corte sostuvo que las cláusulas
del debido proceso contenidas en la quinta y decimocuarta enmiendas a la
Constitución de ese país protegían la libertad contractual y la propiedad priva-
da frente a toda intromisión estatal por interferir en estas".
A partir del anterior planteamiento puede concluirse que, si la posibilidad
de error es simétrica, todo aquel que defienda otorgar la última palabra a los
tribunales en materia de derechos también se enfrentará con la probable falta
de corrección de las decisiones judiciales desde el punto de vista sustantivo.
Para salir del escollo, se verá forzado a apelar a una deteoninada teoría de la
autoridad que sea capaz de determinar qué decisión debe prevalecer con inde-
pendencia de su corrección. Esto demostraría, desde la óptica waldroniana, el
profundo escollo al que se enfrenta un modelo de constitucionalismo sustanti-
vista en relación con el problema de la legitimidad de la autoridad.
Hasta el momento, se han atribuido las siguientes tesis al constitucionalis-
mo procedimentalista:
1) Las discrepancias en materia de justicia son patentes, profundas e
irremediables.
2) A pesar de estas circunstancias, es inevitable tomar decisiones que
puedan ser vinculantes para una comunidad.
3) Es necesario definir un procedimiento político que sea capaz de zan-
jar los desacuerdos que tenemos y de resolverlos, además, con carácter auto-
ritativo.
4) El procedimiento político capaz de hacer frente a los desacuerdos es
el democrático. Los parlamentos, por su estructura composición y práctica
deliberativa constituyen el mejor foro para tomar decisiones vinculantes.

7° Para un análisis de los casos citados, así como de la situación judicial previa y posterior al caso
Lochner véase STONE (1991).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 151

5) Aquellos cuyos derechos están en juego son los que tienen el derecho
a participar en pie de igualdad en las decisiones que los afectarán, por tanto:
6) Es contrario a este esquema de decisión otorgar a una élite judicial
la autoridad final para decidir sobre las controversias que afectan a nuestros
derechos sobre la base de que sus decisiones serán probablemente conectas.

4.5. ¿Democracia constitucional sin cartas de derechos?

4.5.1. Cuando el pueblo se fija límites

Supongamos que una sociedad democrática decide en un momento crucial


de su historia política establecer una Constitución. Presumamos además que
este documento fue aprobado mayoritariamente por los ciudadanos a través de
un proceso de referéndum. Esa Constitución contiene un conjunto de derechos
que impondrán límites a futuras decisiones democráticas ¿Podemos decir que
el acto de darse una constitución es democrático por el hecho de haber sido
aprobado a través de este procedimiento? Y, en concreto, ¿esos derechos que
funcionan como límites a las decisiones mayoritarias (conforme al modelo
sustantivista) son compatibles con la democracia por haber sido establecidos
a través de un procedimiento democrático? ¿Puede la mayoría democrática
optar en esa Constitución por establecer arreglos institucionales no democrá-
ticos? ¿Es democrática la elección de mecanismos no democráticos a través de
un procedimiento mayoritario legítimo? A continuación, intentaré reconstruir
los argumentos que ofrece el constitucionalismo procedimentalista para res-
ponder a estas preguntas.
WALDRON descarta un argumento usual que ha sido ofrecido por el modelo
sustantivista, para sostener la legitimidad democrática de las cartas de dere-
chos protegidas mediante un control judicial. En el contexto de la discusión
acerca de la incorporación de una carta de derechos humanos al derecho britá-
nico, DWORKIN (1990b) señaló que basta con que el pueblo mediante un refe-
réndum aprobase dicha modificación para descartar la objeción contramayori-
taria a las cartas de derechos y al control judicial. Si una mayoría determinada
de ciudadanos ha optado en algún momento por un arreglo institucional tal,
supone el argumento dworkiniano, entonces ese mecanismo es democrático.
Sin embargo, según el modelo procedimentalista, el hecho de que se
aprueben modificaciones a la Constitución de un país a través del voto mayo-
ritario, por muy numeroso que este sea, dice poco acerca del carácter demo-
crático del arreglo institucional aprobado. No obstante, podría argumentarse
(a la luz del valor del derecho de participación política) que si el pueblo opta
por un ajuste institucional determinado, este compartiría la legitimidad del
procedimiento que le dio origen. Pero este modo de pensar es incorrecto según
152 LEOPOLDO GAMA

el procedimentalismo porque el pueblo podría estar a favor de una dictadura y,


sin embargo, habría razones fundadas para afirmar que, a pesar del gran apoyo
popular a tal decisión, la dictadura no es un esquema democrático en sí mis-
mo. Debe distinguirse, afirma WALDRON, entre la democracia y el principio
de soberanía popular: el principio de soberanía popular exige que el pueblo
se autodetermine en su forma de gobierno. Pero eso no quiere decir que la
soberanía popular «borde] o empari[e] las diferencias que existen entre las
diversas formas de gobierno en el menú [de opciones entre las] que el pueblo
supuestamente elige» (WALDRON: 1999a: 255 [306]). Es decir, una cosa es el
método democrático de decisión y otra muy distinta el carácter democrático
del tipo de Constitución que elegimos. El pueblo, ejerciendo su soberanía,
puede por mayoría conceder la autoridad a un solo individuo, a un grupo de
individuos o a una asamblea representativa de todo el pueblo. Pero una cosa
es una decisión popular y mayoritaria y otra muy distinta la elección entre
métodos de decisión democráticos y no democráticos.
En el modelo procedimentalista, la idea de unos derechos atrincherados en
una Constitución no es compatible con la democracia, aun cuando los ciuda-
danos mismos hayan decidido imponerse tales límites. Es cierto que el princi-
pio mayoritario permitiría al pueblo, en cualquier momento dado, cambiar su
forma de gobierno optando por establecer una dictadura. No obstante, como
se adujo, de ello no se seguiría que la dictadura fuese legítima desde el punto
de vista democrático. Esto quiere decir que, según el procedimentalismo, el
hecho de que una institución sea adoptada a través del procedimiento demo-
crático no la convierte en una institución democrática.

4.5.2. Derechos y precompromisos

Suele argumentarse que los mecanismos institucionales del constituciona-


lismo (carta de derechos incorporada en una Constitución dotada de rigidez
y resguardada por la justicia constitucional) han sido implementados para la
defensa y garantía de los derechos. Estos esquemas se han defendido en la
literatura constitucional como métodos de restricción o precompromisos que
el pueblo se impone a sí mismo en un momento de su historia ante posibles
decisiones mayoritarias injustas, sea para evitar el riesgo de que la mayoría
popular aplaste los derechos o desconozca los de la minoría.
S. FREEMAN (1990: 353) afirma que son «un tipo de precompromiso com-
partido y racional entre ciudadanos soberanos libres e iguales en el nivel de
la elección constitucional» 71. Las cartas de derechos y el control judicial son,

71 Para la réplica a FREEMAN, véase WALDRON (1994a), incluida en el capítulo XII de Law and
Disagreement. Asimismo WALDRON (1998c). Por otro lado, han criticado también las estrategias del
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 153

para este autor, una especie de salvaguarda que impide que los ciudadanos, en
el ejercicio de su derecho a la participación política, lleguen a modificar un
acuerdo inicial reflejado en una Constitución justa. A través de este precom-
promiso, además, los ciudadanos depositan en un cuerpo no representativo el
poder para revisar aquellas decisiones aprobadas por la mayoría cuando se
alejen de la razonabilidad constitucional. De este modo, los ciudadanos se po-
nen cadenas a sí mismos para respetar aquel gran acuerdo inicial. La judicial
review, desde esta perspectiva sustantivista, es un modo de proteger el estatus
de los ciudadanos como individuos libres e iguales".

El constitucionalismo sustantivista está basado a juicio de WALDRON, en


una lógica similar a la idea del precompromiso. Las cartas de derechos incor-
poran proposiciones morales abstractas cuya aplicación requiere founular jui-
cios morales articulados con alto nivel de generalidad y abstracción. Una labor
tal supone que los principios morales no pueden ser interpretados y aplicados
sin la intervención de un sujeto. El modelo dworkiniano vendría a proponer
que los framers de la Constitución decidieron, en un momento dado, depositar
en los órganos judiciales el poder para realizar esos juicios morales abstractos
al resolver conflictos de derechos en casos concretos, por lo que este arreglo
institucional no representa un caso de precompromiso autónomo.

Si estamos de acuerdo, apunta WALDRON, en que la democracia compro-


mete a que sean los ciudadanos quienes tienen derecho a gobernarse a sí mis-
mos por sus propios juicios (lo que equivale a hablar de democracia del y por
el pueblo), entonces debemos decir que otorgar ese poder a los jueces para
que su juicio prevalezca en cuestiones relacionadas con la libertad, la igual-
dad, etc., es antidemocrático. La idea de un gobierno democrático constituye
en sí misma la materialización de la autonomía individual y los precompro-
misos no la preservan a menos que aquel que se sujeta a las ataduras pueda
juzgar por sí el sentido y el alcance de sus propios constreñimientos. Además,
si consideramos que el pueblo es su propia autoridad en las cuestiones que
le afectan, entonces decidir por este supone que, más bien, carece de luci-
dez y que, por tanto, se justifica una intervención paternalista. Por otro lado,

precompromiso del tipo «Ulises» BAYóN (2004) y LAPORTA (2007). Por el contrario, a favor de esa
idea parecen estar de acuerdo MORESO (1998 y 2000) y PÁRAMO (2002). Los precompromisos son
concebidos por ELSTER (1984) como mecanismos de racionalidad imperfecta, también llamados me-
canismos tipo Ulises. Esta idea, aplicada a las restricciones constitucionales, nos hace pensar en los
ciudadanos como agentes que se imponen ataduras para resistirse a todo intento de violación de los
derechos fundamentales. Previniendo entonces un actuar incorrecto o irracional, el pueblo se impone
ciertas restricciones constitucionales en sus momentos de mayor lucidez poniendo a salvo sus propios
derechos. Esta misma concepción es representada por S. HOLMES (1995 y 1999) quien ha considerado
en esa línea que las restricciones constitucionales a la democracia pueden concebirse como formas de
autopatemalismo. Véanse también los comentarios ilustrativos de GARGARELLA (2000). Asimismo, para
una defensa de los mecanismos constitucionales a la luz del precompromiso y el concepto de paterna-
lismo, véase ALEMANY (2010).
n Véase FREEMAN (1990: 353-354).
154 LEOPOLDO GAMA

los miembros de una sociedad disienten sobre el modo correcto de entender


esos principios no solo en abstracto, sino también en cuanto a sus exigencias
concretas, pero esos desacuerdos se presentan inclusive en los momentos de
lucidez con los que suelen caracterizarse los momentos fundacionales de una
Constitución'. Como bien apunta WALDRON, no hay razones para suponer
que existe un consenso unánime entre los padres fundadores de la Constitu-
ción, no solo acerca de las implicaciones concretas de los principios que esta-
ban consagrando en el texto constitucional, sino respecto al modo como deben
entenderse en abstracto y el modo correcto en el que deberían ser formulados.
El modelo del precompromiso, entonces, lleva a pensar que la subsistencia de
desacuerdos se debe a la falta de lucidez de los que discrepan.

En definitiva, la analogía entre el «contrato Ulises» y las restricciones


constitucionales falla porque omite la lógica de los desacuerdos. No se puede
afirmar que, en lo que respecta a las controversias acerca de los derechos, el
pueblo se encuentra unas veces en momentos de lucidez y otras en el terreno
de la irracionalidad. No hay razones para pensar que los desacuerdos sobre los
derechos sean irracionales y que las personas requieren protegerse contra una
eventual pérdida de racionalidad.

4.6. La relación entre los derechos y la democracia

Suele argumentarse a favor de la compatibilidad entre el constitucionalis-


mo y la democracia que la necesidad de salvaguardar los derechos individua-
les se fundamenta en razones democráticas. Habría un conjunto de derechos,
afirma este argumento, que son tan básicos que sin ellos no puede hablarse de
gobierno democrático; por esa razón, se afirmaría, los derechos requieren pro-
tección. WALDRON estudia este planteamiento tal como ha sido desarrollado
por J. H. ELY, quien lo defiende únicamente respecto a los derechos asociados
con el procedimiento democrático, así como por DWORKIN, para el cual las
condiciones de la democracia incluyen algo más que los llamados derechos de
tipo procedimental. Como se mostrará a continuación, el argumento de WAL-
DRON se dirige contra la tesis según la cual el aseguramiento constitucional de
ciertos derechos, sean de tipo procedimental o sustantivo, es conciliable con
el ideal democrático.
En el capítulo I se analizó que para ELY (1980) la Constitución de los
Estados Unidos tiene como función esencial proteger el procedimiento demo-

75 En el mismo sentido LAPORTA (2001). Por otro lado, hay que apuntar que el llamado «dualismo
constitucional» de ACKERMAN (1991) presupone en alguna medida la idea de que los ciudadanos se
encuentran en un momento de lucidez respecto a la toma de decisiones que este autor denomina «deci-
siones constitucionales»; mientras que en los momentos de política ordinaria no. Sobre este punto véase
también BAYÓN (1998: 77).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDTMENTALISTA 155

crático mediante el establecimiento de mecanismos destinados a impedir que


algunas minorías «discretas e insulares» sean obstaculizadas en los procesos
de toma de decisiones. Dado ese supuesto, algunos derechos y libertades (en
particular, la libertad de expresión), se establecen en cartas constitucionales
para que las minorías estén efectivamente representadas y no sean obstacu-
lizadas por la mayoría. En este sentido, el modelo de justicia constitucional
de ELY defiende que los únicos derechos que deben protegerse, son los que
permiten una participación equitativa en el procedimiento democrático.
Se señaló también en ese capítulo que el modelo sustantivista va más allá
y afirma que el espectro de derechos que conforman el núcleo de la democra-
cia es más amplio que el visualizado por el autor de Democracy and Distrust.
Es necesario proteger igualmente otros derechos que no se limitan a los rela-
cionados con el procedimiento democrático. La legitimidad de la democracia
dependerá así de la medida en que esos derechos estén garantizados y, por
ello, la legitimidad del control judicial quedará afianzada en tanto asegure el
respeto por esas condiciones de legitimidad del procedimiento mayoritario.
Para empezar, hay que subrayar que para el constitucionalismo proce-
dimentalista los derechos y la democracia no son incompatibles, pues está
fundado en un rights-based argument anclado en la idea según la cual, no
puede hablarse de gobierno legítimo a menos que los miembros de una socie-
dad puedan ejercer efectivamente el derecho de participación política. Esto
se apoya, como ya se dijo, en la premisa según la cual la idea de concebir a
un individuo como sujeto digno de derechos implica reconocer que se tiene
confianza en su capacidad moral para desarrollar una concepción del bien y
de la justicia. Lo que RAWLS denomina sentido de la justicia constituye para
el procedimentalismo waldroniano la condición esencial para poseer compe-
tencia democrática: atribuimos derechos a los individuos y confiamos en su
capacidad para deliberar con otros sobre el significado y alcances de esos de-
rechos porque reconocemos su capacidad como agentes morales responsables.
Entonces, la competencia moral y la competencia democrática son, para el
modelo procedimentalista dos caras de la misma moneda. Al examinar la rela-
ción entre los derechos y la democracia, este modelo distingue dos categorías
principales de derechos: a) los que son constitutivos del proceso democrático,
y b) aquellos derechos que, a pesar de no ser constitutivos de la democracia,
representan sus condiciones de legitimidad.
¿Qué derechos son constitutivos de la democracia para este modelo? Es
una cuestión bastante discutida si la democracia posee únicamente un valor
procedimental o, además, un valor sustantivo. De hecho, no hay consenso
respecto a si la democracia debe incorporar únicamente derechos procedimen-
tales o, además, derechos de tipo sustantivo'`'. No obstante, el procedimiento

Volveré a este punto en el capítulo IV.


156 LEOPOLDO GAMA

democrático se constituye para el modelo procedimentalista por determina-


dos derechos como el de participación política. Como ya se había apuntado
antes, el derecho de participación política adquiere, a juicio de este autor,
una especial relevancia bajo las circunstancias de la política. De acuerdo con
este principio, los individuos tienen derecho a tomar parte en pie de igualdad
en la solución de los desacuerdos sustantivos que los enfrentan. Un gobierno
no podrá considerarse democrático a menos que «se [ratifique] el derecho
de participación y a menos que las complejas reglas del proceso político de
representación estén regidas fundamentalmente por este derecho. Si algunos
quedan excluidos del proceso o si el proceso mismo es desigualitario o inade-
cuado, entonces tanto los derechos como la democracia se ven comprometi-
dos» (WALDRON, 1999a: 283 [338]).
El modelo acepta que, además del derecho de participación política, hay
otros que pueden considerarse como criterios de «respetabilidad moral» de las
decisiones democráticas. La democracia tiene sentido únicamente bajo ciertas
condiciones, su satisfacción permitiría fundar la obligación de las minorías
numéricas a sujetarse a las decisiones mayoritarias porque, de lo contrario, no
podrá obligárseles a respetar la opinión mayoritaria (la libertad de expresión
y asociación se erigen como condiciones de legitimidad indiscutibles de toda
democracia, dada su conexión estrecha con la discusión y deliberación). ¿Pero
qué hay de otros derechos que no tienen una conexión tan estrecha con el pro-
cedimiento democrático?
Como se mostró anteriormente, el constitucionalismo sustantivista identi-
fica tres condiciones esenciales para la legitimidad de las decisiones políticas,
las cuales pueden ser formuladas a través de tres principios: participación po-
lítica, igual consideración e independencia moral. Estas condiciones funda-
mentarían la obligatoriedad del derecho de origen democrático. WALDRON pa-
rece admitir que algunos derechos requieren ser respetados para poder hablar
de legitimidad de las decisiones democráticas 75. No obstante, lo que parece no
seguirse de su postura es que las decisiones democráticas deben estar limita-
das por los derechos que condicionan su legitimidad.
Generalmente se ha considerado que la relación entre la democracia y
sus condiciones de legitimidad puede dibujarse como una relación entre dere-
chos, esto es, entre los que suelen llamarse procedimentales y los de carácter
sustantivo. Los derechos sustantivos vendrían a ser, según ese punto de vista,
presupuestos de los derechos procedimentales en el sentido de precondiciones
que determinan su ejercicio efectivo. Las anteriores ideas poseen relevancia
para la estrategia del procedimentalismo para enfrentar el problema de la le-
gitimidad del control judicial de constitucionalidad. Al aceptar que existe una
estrecha relación entre los derechos y la democracia y, más exactamente, al

75 WALDRON (1999a: 284 [339]).


EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 157

reconocer que entre estos no existe una oposición fundamental, el modelo


procedimentalista no está tan alejado del punto de partida del sustantivismo
que reconoce la importancia del punto de vista de los derechos pues «si hay
una objeción democrática al control judicial de constitucionalidad, debe estar
también basada en derechos» (1999a: 282-283 [338]).

5. DEMOCRACIA Y JUSTICIA CONSTITUCIONAL

Con las anteriores ideas como trasfondo, el procedimentalismo cuenta con


una batería de argumentos de peso para oponerse a los defensores de los meca-
nismos del constitucionalismo, particularmente del control judicial de consti-
tucionalidad. A grandes rasgos podría decirse que para este modelo la justicia
constitucional es incompatible con el respeto hacia los individuos y hacia los
desacuerdos sustantivos razonables.
La irremediabilidad de los desacuerdos genuinos sobre los derechos y la
justicia apoya el argumento general en contra de otorgar poder a los jueces
para la adopción de decisiones sustantivas con carácter final'. Debe aclararse
que el constitucionalismo procedimentalista no reclama que se suprima la ins-
titución del control judicial de nuestras constituciones sino, más bien, ofrece
un argumento normativo acerca de su idoneidad como mecanismo institucio-
nal en una sociedad democrática que posee desacuerdos sobre la justicia:
El control judicial de la legislación es vulnerable a ataque en dos frentes.
Este no provee, como usualmente se afirma, un medio para que la sociedad se
enfoque claramente en las cuestiones reales en juego cuando los ciudadanos
discrepan sobre los derechos; por el contrario, los distrae con temas secunda-
rios acerca de precedentes, textos e interpretación. Además, es políticamente
ilegítimo en lo que concierne a los valores democráticos: al privilegiar el voto
mayoritario entre un pequeño número de jueces no elegidos y a quienes no
se les puede exigir responsabilidad, el control judicial priva de sus derechos
políticos a los ciudadanos comunes y deja de lado importantes principios de
representación e igualdad política en la resolución final de asuntos acerca de
derechos (WALDRON, 2006: 1353 [157]).
El objetivo de la crítica waldroniana es el control judicial de carácter fuer-
te que identifica con el esquema institucional de los Estados Unidos de Amé-
rica, en el que los tribunales tienen la facultad para no aplicar una disposición
legislativa a un caso particular o para modificar los efectos de una ley para
hacerla compatible con los derechos. Es aún más fuerte ese control cuando a
un tribunal se le delega la facultad de derogar o invalidar con efectos generales
una parte de ley. En cambio, es débil cuando los tribunales pueden examinar
la conformidad de una ley con los derechos individuales, pero no están facul-

7' Véase WALDRON (1998b: 77).


158 LEOPOLDO GAMA

Lados para inaplicarla sino para atenuar sus efectos (Reino Unido) o cuando
se establecen mecanismos que privilegian un «diálogo institucional» como en
Canadá. En un esquema aún más débil se sitúa el modelo de Nueva Zelanda,
en el cual los tribunales carecen de las facultades que poseen los tribunales
británicos.

5.1. Deliberación democrática (no judicial) sobre derechos

El procedimentalismo rechaza la justicia constitucional pues es un modo


de reemplazar la deliberación democrática. Se fundamenta, en el fondo, en
una concepción incorrecta, contradictoria y antidemocrática del individuo.
La idea misma de los derechos presupone, como ya se ha dicho en repetidas
ocasiones, que los individuos son agentes razonables que poseen la capacidad
para desarrollar una concepción del bien y de la justicia y de actuar de con-
formidad con ella. Por eso, es una idea desconcertante pensar que «la política
democrática es solo una lucha constante con los demás buscando sacar partido
personal»; si así son las cosas, «entonces los hombres y las mujeres no son
las criaturas que los teóricos de los derechos creían» (WALDRON, 1999a: 304
[363]). Resulta pues contradictorio fundar una teoría de los derechos basán-
donos en una supuesta confianza en las capacidades morales de los individuos
para que, al final, los dejemos despojados del derecho a tener una voz en
las decisiones que les afectan de un modo importante. Si los ciudadanos son
portadores de derechos precisamente porque son agentes racionales capaces
de deliberar, entonces es legítimo formularse una pregunta que resulta crucial
para estos efectos: ¿por qué situar el debate sustantivo en el foro judicial y no
en el parlamentario?
El carácter controversial de los derechos ofrece al modelo procedimenta-
lista razones para oponerse a los tribunales constitucionales sobre estas bases:
a) Existen desacuerdos acerca de qué significa afirmar que algo es un
derecho. Es decir, existen desacuerdos acerca del significado de ese concepto.
b) Existen además desacuerdos acerca de qué derechos poseen los ciu-
dadanos.
c) Estos desacuerdos tienen como base discrepancias sobre cuestiones
más abstractas como la naturaleza de la justicia.
d) Aunque existiese algún consenso acerca de los derechos básicos que
poseen los ciudadanos, subsisten desacuerdos profundos acerca de cuáles son
sus concretas aplicaciones.
Entonces, de acuerdo con el modelo, discrepamos sobre una variedad de
cuestiones relacionadas con los derechos, por ejemplo: ¿qué intereses mere-
cen ser tutelados por medio de su configuración como derechos? ¿Qué tipo de
consideraciones debemos tener en cuenta para tales efectos? ¿Cómo debemos
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 159

equilibrarlos con otros valores? ¿Quiénes son los titulares de los derechos?
¿En qué ocasiones deben maximizarse sus alcances? ¿Cómo resolver los con-
flictos entre estos? Y un largo etcétera. Además, nuestros desacuerdos sobre
los derechos no solo se presentan en el nivel filosófico sino también en la crea-
ción de leyes (controversias acerca de cómo respetar un principio abstracto) y
en el contexto de la resolución de casos judiciales.
En tanto subsistan las circunstancias de la política —y mientras se carezca
de un método que garantice la corrección de los juicios morales—, no pode-
mos afianzar sobre bases sólidas nuestra confianza en los tribunales constitu-
cionales para resolver cuestiones sobre las que todos estamos en desacuerdo.
Así las cosas, lo cierto es que no poseemos un modo autoritativo para resolver
las controversias sobre los derechos y preferir una solución y no otra".
El constitucionalismo procedimentalista se compromete en el fondo con la
imposibilidad de ofrecer respuestas correctas ante los casos difíciles. Además,
si las cartas de derechos nos invitan al razonamiento moral, como sostiene
el constitucionalismo sustantivista, entonces se fortalece la objeción hacia la
justicia constitucional pues los jueces no poseen mejores capacidades para esa
clase de razonamiento, esto es, para resolver controversias sobre los derechos
que, eventualmente, se convierten en cuestiones morales sobre las cuales no
hay una respuesta correcta 78. La falta de certeza en materia moral cuestiona el
poder de los jueces para decidir los desacuerdos sobre los derechos. En efecto,
señala WALDRON:
Si el realismo moral tiene razón, entonces las creencias de los jueces en-
tran en conflicto con las creencias de los legisladores sobre cuestiones morales.
Si el realismo se equivoca, son las actitudes de los jueces las que entran en
conflicto con las actitudes de los legisladores. Lo que no podemos permitirle
decir al realista [moral] que defiende el control de constitucionalidad es que
son las creencias de los jueces las que entran en conflicto con las actitudes de
los legisladores. No se puede permitir que quien defiende el control de consti-
tucionalidad reserve los beneficios de su metaética a aquellos que él promueve
como sus decisores (1999a: 184 [219]).
¿Hay razones para preferir la deliberación y decisión sobre los derechos
en sede judicial y descartar a un parlamento para llevar a cabo esa tarea? Si la
deliberación en sede judicial no difiere de la legislativa, entonces tenemos que
elegir entre una democracia representativa y una aristocracia judicial. Para el
constitucionalismo procedimentalista el control judicial es un método de de-

" Véase WALDRON (1992) en abierta polémica con MOORE (1982), quien responde a la crítica en
MOORE (1992). El capítulo VIII de Law and Disagreement recoge, en esencia, parte de los argumentos
usados en el trabajo de 1982. Véase además WALDRON (2008a y 2008b).
78 Cfr. WALDRON (2008b). Autores como SADURSKT (2009: 46-52) y DYSENHAUS (2009: 25-45)
cuestionan el supuesto waldroniano según el cual el debate sobre la judicial review requiere responder
a la cuestión acerca de quién es mejor para el razonamiento moral. La respuesta a esos autores está en
WALDRON (2009b).
160 LEOPOLDO GAMA

cisión inapropiado para una sociedad democrática; en lugar de ello, deben ser
los ciudadanos, por sí mismos o a través de sus representantes, quienes tengan
la potestad para decidir sobre los desacuerdos relacionados con los derechos
fundamentales. El control judicial impide que los ciudadanos puedan discutir
en pie de igualdad sobre cuestiones que les afectan directamente y en las que
ellos están genuinamente interesados. En palabras de WALDRON (1999a: 213
[254]), el control judicial de constitucionalidad niega a los individuos el «de-
recho a participar en condiciones de igualdad en las decisiones sociales sobre
las cuestiones más importantes de principio, y no solo en las cuestiones inters-
ticiales de la política social y económica».
Además, hay razones de peso para pensar que el procedimiento demo-
crático puede hacerse cargo responsablemente de las disputas acerca de los
derechos fundamentales, tesis central de este modelo. WALDRON recuerda, por
ejemplo, que en el Reino Unido durante la década de los sesenta, el parlamen-
to ingles discutió sobre la despenalización del aborto, la legalización de las
prácticas homosexuales consentidas entre adultos y la abolición de la pena de
muerte. Debates similares han tenido lugar asimismo en Canadá, Australia y
Nueva Zelanda. La calidad de los debates parlamentarios en esas ocasiones
demuestra la capacidad de los legisladores para tratar problemas relacionados
con los derechos 79.
Hasta ahora, el procedimentalismo nos muestra que una sociedad bien
ordenada debería prescindir de un modelo fuerte de control judicial. Lo ideal
es que, bajo el esquema de una comunidad democrática, se prescinda de tribu-
nales que invaliden leyes. En The Core of The Case Against Judicial Review
WALDRON retoma su posición contra el control judicial y ofrece una justifica-
ción condicionada de esta figura. El argumento es el siguiente: bajo ciertas cir-
cunstancias la justicia constitucional puede considerarse apropiada para tratar
con ciertas anomalías institucionales. No obstante, si las circunstancias son
diversas, la objeción contra la justicia constitucional será insuperable.
Cuando una sociedad democrática cuenta con rasgos que la hacen funcio-
nal, entonces el control judicial en su versión fuerte es una institución ilegíti-
ma. WALDRON está pensando en escenario en el cual:
— Las instituciones democráticas funcionan de un modo razonablemente
adecuado: está reconocido el sufragio universal, el cuerpo legislativo es repre-
sentativo y se cuenta con elecciones periódicas y equitativas.
— Se cuenta con instituciones judiciales independientes que se basan en
el imperio de la ley para resolver las disputas.
— Sus miembros poseen un compromiso con los derechos reflejado en
una carta de derechos.

79 WALDRON (2006a: 1349).


EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 161

— Los miembros poseen desacuerdos persistentes, sustanciales y de bue-


na fe acerca de los derechos.
En estas circunstancias, la comunidad en cuestión debe hacerse cargo de
los desacuerdos sobre los derechos a través de sus instituciones legislativas.
No hay bases razonables para situar la resolución de esas disputas en los tribu-
nales constitucionales. La justicia constitucional, bajo tales circunstancias, es
simplemente un mecanismo ilegítimo que acarrea un grave costo en términos
democráticos. Sin embargo, si alguna de estas condiciones no se cumple la
objeción contra la justicia constitucional en su modelo fuerte se desvanece.

5.2. ¿Contribuye la justicia constitucional a mejorar la democracia?

En el capítulo I de este libro se mostró que para el constitucionalismo


sustantivista no hay ninguna incompatibilidad entre el control judicial de
constitucionalidad y la democracia y que todo Estado que posea una carta
de derechos debería implementar también un control judicial de constitucio-
nalidad tal y como se ha hecho en los Estados Unidos 80. Este tipo de arreglo
institucional es el mejor modo para garantizar los derechos de los individuos.
Una de las tesis centrales que defiende el modelo de constitucionalismo
sustantivista analizado en el capítulo I, es que el control judicial hace «más
justa» a una sociedad. El tipo de arreglo constitucional implementado en los
Estados Unidos y, en especial, el control judicial de las leyes es, según ese mo-
delo, el mejor modo de entender el significado de la democracia. En opinión
de WALDRON, esta postura equivale a afirmar que toda implementación de una
carta de derechos formulada de forma abstracta y garantizada a través de la
judicial review constituye «una opción favorable a la democracia» (WALDRON,
1999a: 286 [342]) lo que vendría a excluir, como un arreglo profundamente
antidemocrático, permitir que una mayoría tome las decisiones relacionadas
con los (sus) derechos. Los mecanismos de garantía del constitucionalismo
sustantivista, por consecuencia, tienen como efecto evitar que una mayoría
«se salga con la suya».
WALDRON es bastante cuidadoso con la crítica que formula al sustantivis-
mo. De hecho, no atribuye a DWORKIN la tesis según la cual el control judicial
es necesario para la democracia. Su ataque se dirige contra la idea (que en
cierto modo se desprende del modelo de DWORKIN) de que las mayorías no de-
ben tomar decisiones sobre los derechos y que la implementación de una carta
garantizada por los jueces no daña, sino que robustece el carácter democrático

80 Ese éxito mundial de la judicial review queda demostrado a juicio de DWORKIN (2006: 6 [106])
por su implementación en otros países como la contribución institucional más importante al mundo de
la teoría política.
162 LEOPOLDO GAMA

del esquema estatal. El constitucionalismo procedimentalista insistiría en que


el control judicial debilita más que robustece el carácter democrático de una
sociedad y, sobre todo, que es racional depositar las deliberaciones sobre los
derechos en los órganos parlamentarios. Por eso es que afirma:
Dworkin va más allá y da la impresión de pensar que un sistema político
que permite a las mayorías ordinarias tomar decisiones sobre los derechos no
debería ser considerado como genuinamente democrático [...]. En la mayoría
de las ocasiones, no obstante, su posición es menos estridente. El argumento
que quiero criticar en este capítulo es el que pretende mostrar que el mode-
lo estadounidense de arreglos constitucionales no es menos democrático por
establecer el control judicial de constitucionalidad y no el argumento de que
dicho control de constitucionalidad sea realmente necesario para la democra-
cia [...]. Así, aunque Ronald Dworkin se encuentra entre los que reclaman para
el Reino Unido unos arreglos constitucionales al estilo estadounidense, no creo
que quiera realmente afirmar que el modelo de Westminster, tal y como está
establecido, sea brutalmente antidemocrático o menos democrático porque ca-
rece de un sistema de control judicial de constitucionalidad. En la mayoría de
las ocasiones, lo que Dworkin quiere decir es que si se instaurara el control de
constitucionalidad, Gran Bretaña no será por esta razón menos democrática
(WALDRON, 1999a: 287 [343]).
Lo anterior sugiere que para el procedimentalismo waldroniano permitir
que los jueces tengan el poder para invalidar una ley dictada por el parlamento
va en detrimento del carácter democrático de una sociedad: la judicial re-
view, en definitiva, debilita la democracia. Pero entre esta tesis, y aquella que
vendría a afirmar la ausencia de un vínculo necesario entre la democracia y
el control judicial de constitucionalidad hay mucha diferencia, y WALDRON
parece dar, en ocasiones, la impresión de defender en Law and Disagreement
precisamente esta última idea. Entonces, así como el modelo sustantivista pa-
rece no defender que la judicial review sea una institución necesaria para una
sociedad democrática, WALDRON, por su parte, afirmaría que se da al menos
un menoscabo a la democracia al institucionalizar la justicia constitucional.
Si lo anterior es cierto, entonces, ¿sobre la base de qué argumentos apoya su
negativa al control judicial de constitucionalidad? Intentaré dar respuesta a
esta cuestión en los epígrafes restantes.
Hay que aclarar que, si bien es cierto que el modelo sustantivista no defien-
de explícitamente la existencia de una relación necesaria entre control judicial
y democracia, sí defiende que es más justa una sociedad que cuente con un
sistema de revisión judicial que uno que carezca de ello. DWORKIN (1986: 356)
afirma de hecho que «los Estados Unidos son una sociedad más justa de lo
que sería si los derechos constitucionales se hubieran dejado a la conciencia de
las instituciones mayoritarias» 81. Pero, a juicio de WALDRON, una afirmación

81 En sentido más trágico y haciendo patente la oposición entre la racionalidad de un criterio


colectivo de decisión mayoritario (no necesariamente en su sentido puro, sino incluso combinado con
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 163

como la anterior, fundada en un enunciado contrafáctico resulta muy difícil de


evaluar, incluso si nos circunscribimos únicamente al ámbito estadounidense.
Generalmente se tiende a pensar en determinadas decisiones importantes de la
historia judicial para apoyar una tesis como la anterior: tendemos a pensar casi
instintivamente en casos como Brown v. Board of Education para ejemplificar
decisiones que han sido significativas para el reconocimiento de los derechos
fundamentales en los Estados Unidos de Norteamérica. Ahora bien, nadie duda
de la relevancia de esa y otras decisiones para efectos de la consolidación de la
igualdad racial en ese país, pero esto no es suficiente para probar el argumento
dworkiniano. Por esa razón, para analizar la posición del constitucionalismo
sustantivista deberíamos considerar a su vez tanto el nivel de injusticia, si es que
lo hay, en sistemas nacionales que no cuentan con una institución como esa y,
de igual modo, una evaluación de la injusticia que ha producido y ha prevenido
el control judicial. De hecho, afirma WALDRON, cuando se delegan con carácter
final las decisiones sobre principios a un cuerpo que no ha sido elegido y no es
responsable ante el pueblo, se afecta gravemente la calidad de la deliberación
pública y no hay incentivos para mejorar la calidad del debate legislativo".

5.3. ¿El control judicial mejora el debate público?

Dejando de lado la extrema dificultad de verificar una tesis como la men-


cionada en el párrafo precedente, debe prestarse atención al modo como el
constitucionalismo sustantivista argumenta que el control judicial tiende a
reforzar y no a socavar el carácter democrático de un sistema jurídico poli-
tico. Muchos teóricos del republicanismo cívico, señala WALDRON, tienden a
subrayar la importancia de la deliberación ciudadana y a desdeñar, sobre esa
base, el control judicial. Pero para DWORKIN las cosas son distintas. Dentro
de su modelo, el control judicial contribuye a mejorar el debate público ya
que el razonamiento de los jueces se enfoca sobre cuestiones de principio. El
caso Roe v. Wade, sería un claro ejemplo del tipo de contribución al fortale-
cimiento del debate público que puede hacer un tribunal constitucional". El
modelo sustantivista está realmente convencido del papel que pueden tener
los tribunales constitucionales para robustecer el carácter participativo de la
política democrática". Sin embargo, WALDRON considera que el debate públi-

otras instituciones) a cargo de los parlamentos y otro judicial, DwoRxrN (1985: 111) ha afirmado que la
revisión judicial es un modo para «forzar a la mayoría a ser justa en contra de su voluntad».
" WALDRON (2004: 169).
se En virtud de ese caso, apunta DWORKIN (1996: 345), «los estadounidenses comprenden mejor,
por ejemplo, la distinción entre la cuestión de si el aborto es moral o éticamente permisible, por un lado,
y la cuestión de si el gobierno tiene el derecho a prohibirlo, por el otro; comprenden mejor también la
idea más general y constitucionalmente crucial sobre la que descansa la distinción: que los individuos
tienen derechos que pueden [ejercer] contra la voluntad de la mayoría o el interés o el bien colectivos».
84 R. ALEXY (2005a: 99) vendría a sostener una idea más o menos similar a la defendida por el
constitucionalismo sustantivista para conciliar la democracia y los mecanismos del constitucionalismo,
164 LEOPOLDO GAMA

co puede verse fortalecido por otros medios y en ausencia de las instituciones


del constitucionalismo. La presencia de una carta rígida y un control judicial
no garantiza necesariamente el fortalecimiento de la calidad deliberativa de la
política democrática. En el Reino Unido o en Nueva Zelanda, países en donde
no existe una Constitución rígida garantizada por un tribunal constitucional,
las discusiones ciudadanas sobre temas complejos como el aborto o la eutana-
sia son tan sólidas y están tan centradas sobre las cuestiones morales que estas
envuelven como aquellas discusiones que se presentan en el seno de los tribu-
nales constitucionales. Incluso, añade WALDRON, puede decirse que la calidad
de estos debates es mayor que la que se da en países como Estados Unidos.
Al no contar con una Constitución, la discusión sobre cuestiones relaciona-
das con los derechos puede prescindir del encorsetamiento que producen las
cláusulas de derechos. A este respecto, WALDRON recuerda por ejemplo que el
debate en los Estados Unidos sobre la pena de muerte no ha podido centrarse,
como DWORKIN pretende, sobre las cuestiones morales y de política criminal
que están detrás de este problema. En su lugar, el debate se ha entorpecido al
centrarse en problemas interpretativos sobre la octava enmienda a la Constitu-
ción estadounidense (que prohíbe los castigos crueles e inusuales) 85.

El modelo procedimentalista destaca entonces que no es del todo cierto


que la Suprema Corte de los Estados Unidos haya contribuido a enriquecer la
deliberación ciudadana en torno a cuestiones tan decisivas y fundamentales
como el aborto, la igualdad racial, los derechos de los homosexuales o los
derechos de los trabajadores. Más bien, si en la sociedad estadounidense se
ha podido articular un rico debate en tomo a estos grandes temas ha sido a
pesar de la actuación de la Suprema Corte de este país y no con motivo de
su intervención en casos concretos. Entonces, no hay razones concluyentes
según WALDRON para pensar que la calidad deliberativa de nuestros procedi-
mientos democráticos mejorará gracias a la actuación de los tribunales cons-
titucionales.

En ocasiones se argumenta que no siempre puede ser fácil para los legis-
ladores detectar a profundidad el conjunto de problemas relacionados con los
derechos, o bien la clase de implicaciones concretas e impacto hacia los dere-
chos que pueda acarrear la puesta en vigor de una ley. Esto es cierto, admite
WALDRON, y se trata de un argumento en favor de la justicia constitucional
pero únicamente en su versión débil, no para un esquema de justicia constitu-
cional fuerte. Los riesgos para los derechos que pueda originar la labor legisla-

centrándose en el tipo de contribución que pueden hacer los tribunales constitucionales al mejoramiento
del rasgo participativo de la democracia.
es Véase WALDRON (1999a: 290 [3461) donde señala también que «en ocasiones es liberador ser
capaz de discutir directamente cuestiones como el aborto, sobre los principios que deberían estar en
juego, más que tener que dar varios rodeos para construir dichos principios a partir del fragmento de un
texto sagrado, en un ejercicio tendencioso de caligrafía constitucional».
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 165

tiva hablan en favor de un esquema de justicia que no necesariamente se iden-


tificaría con el modelo de justicia constitucional norteamericano o europeo.

5.4. Respuestas correctas y control judicial: entre la sustancia


y el procedimiento

La tesis del constitucionalismo sustantivista contra la que WALDRON


arremete es la que afirma que la democracia y el control judicial fuerte son
compatibles como arreglos institucionales que maximizan la calidad de los
resultados correctos que arrojarán los procedimientos para la toma de decisio-
nes y que mejoran el debate público. Pero esa afinidad no excluye que pueda
existir un menoscabo al autogobierno bajo ciertas circunstancias. Como ya
se había apuntado en el primer capítulo, el sustantivismo sostiene que cuando
un tribunal constitucional invalida una ley aprobada por el parlamento por
considerarla contraria a los derechos asociados con la democracia, no existe
un menoscabo en términos del autogobierno. Esto es así, siguiendo la lógica
del constitucionalismo sustantivista, siempre y cuando el tribunal de consti-
tucionalidad ha tomado la decisión correcta. Por el contrario, si la decisión es
incorrecta (ya sea que provenga del parlamento o los tribunales) se erosiona el
gobierno democrático. La democracia pues, en el modelo dworkiniano, resul-
ta indiscutiblemente favorecida cuando obtenemos respuestas correctas sobre
cuestiones que afectan a los derechos fundamentales. La lectura moral de la
Constitución garantizaría, en alguna medida, la obtención de respuestas cohe-
rentes con las exigencias sustantivas.
WALDRON coincide con lo mencionado en el capítulo I respecto a que el
sustantivismo apuesta por una concepción de la democracia constitucional
orientada esencialmente hacia los resultados que generará un sistema político.
Este modelo implicaría que, cuando el procedimiento mayoritario no arroje
decisiones correctas sobre los derechos fundamentales, las decisiones deben
atribuirse a «cualquier institución que pueda responderlas correctamente con
una alta probabilidad» (WALDRON, 1999a: 292 [349]). Y bajo la sospecha, casi
siempre infundada, de que la política parlamentaria es incapaz de proteger
correctamente los derechos asociados con la democracia, no queda más que
atribuir esa decisión a un tribunal, sí confiamos en que esta institución tomará
mejores decisiones.
Al recoger nuevamente la distinción entre tomar una decisión confines de-
mocráticos y tomar una decisión por medios democráticos, afirma WALDRON,
podremos observar que, para el modelo sustantivista, más vale centrarse no ya
en el procedimiento mediante el cual se toman las decisiones sino en que estas
sean correctas para el sistema democrático desde una óptica sustantiva. Lo que
autores como DWORKIN proponen con su apuesta por la justicia constitucional
166 LEOPOLDO GAMA

es, en definitiva, resolver de forma no democrática una cuestión que atañe a la


democracia. Así pues, el procedimentalismo, en cambio, considera que existe
una pérdida en el autogobierno cuando una institución cuyos miembros no han
sido electos ni son responsables ante la ciudadanía, toma una decisión acerca
de las condiciones de la democracia, a pesar de que la decisión sea correcta.
Pero ¿qué sucede con las decisiones incorrectas que llegue a tomar el parla-
mento? ¿Cuál es la razón por la cual debemos aceptarlas según el procedimen-
talismo? WALDRON responde del modo siguiente:
si una institución que sí es electa y responsable (accountable) toma la decisión
equivocada sobre lo que implica la democracia, entonces, aunque se produce
alguna pérdida para la democracia en el contenido de la decisión, no es insen-
sato que los ciudadanos se consuelen pensando que al menos han cometido su
propio error acerca de la democracia y no que se les haya impuesto el error de
algún otro. Puede que el proceso no sea lo único que nos importa en la toma de
decisiones democráticas; pero no deberíamos afirmar que, dado que la decisión
versa sobre la democracia, el proceso es irrelevante (WALDRON, 1999a: 293-
294 [351]).
Entonces, si un tribunal toma la decisión correcta de acuerdo con el pro-
cedimentalismo, habrá una ganancia que podría oponerse a la pérdida (en tér-
minos del autogobierno), que implica la toma de decisiones erróneas a través
de una institución contramayoritaria. Sin embargo, si el tribunal constitucional
toma la decisión incorrecta no solo habrá una pérdida desde el punto de vista
procedimental, sino también desde el punto de vista sustantivo'. En otras pa-
labras, a toda supuesta ganancia que resulte de dar a los jueces el poder para
decidir las controversias sobre derechos fundamentales asociados con la de-
mocracia, debe oponerse el costo que ello implica en términos procedimenta-
les 87. Entonces, los tribunales constitucionales serán los foros adecuados para
la discusión de los derechos relacionados con la democracia si y solo si, como
afirma STONE (2002: 488), existe una «ganancia sustantiva que pueda oponerse
a los inevitables costos procedimentales» que acarrea su institucionalización.
Un argumento que se emplea con frecuencia en contra de una propuesta
como la waldroniana, está basado en el clásico principio del derecho romano
según el cual nadie puede ser juez en su propia causa (nema iudex in causa
sua). Para el modelo sustantivista (y también para el deliberativismo de 1\11No),
permitir que una mayoría tenga el poder para decidir las cuestiones que atañen
a las condiciones de legitimidad de la democracia convierte a la mayoría en
jueces de su propia causa. Por tanto, continúa el argumento, estas decisiones
no deben dejarse en manos del pueblo o sus representantes, sino que deben ser
decididas por una institución diseñada de tal modo que se garantice su inde-
pendencia e imparcialidad.

" Un análisis sobre este punto se encuentra en STONE (2002: 486).


87 Cfr. WALDRON (1999a: 291-294 [348-351]).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDEVLENTALISTA 167

Sin embargo, a juicio de WALDRON, en todo sistema diseñado para la toma


de decisiones es inevitable que un sujeto llegue ocasionalmente a tomar una
decisión «en su propia causa», es decir, una que afecte a sus propios dere-
chos o intereses. En este sentido, apunta, cuando los miembros de una corte
suprema deciden un caso constitucional están decidiendo, también, sobre sus
propios derechos. WALDRON señala que suele invocarse el principio nemo iu-
dex para indicar que una mayoría no debería tener la última palabra sobre la
aceptabilidad de una decisión determinada en materia de los derechos relacio-
nados con la democracia; sin embargo, apunta que en todo sistema de toma de
decisiones también es inevitable que la decisión de una persona o autoridad
sea, en ese sentido, la «última». Quienes razonan de ese modo olvidan por
completo la lógica de la autoridad, que consiste en el hecho de que discrepa-
mos y es inevitable optar por un procedimiento determinado para efectuar esas
decisiones últimas.
Hay ocasiones en las que puede ser oportuno invocar ese principio, advierte
WALDRON. El principio nemo iudex vendría a establecer en sentido estricto que
ningún individuo o grupo de individuos debe decidir sobre sus propios intere-
ses (económicos, de clase, etc.), cuando estos son opuestos a los intereses de
otro individuo o grupo de individuos. Pero este escenario es distinto a aquel en
el que una comunidad en su conjunto intenta tomar una decisión frente a una
cuestión que atañe a los derechos de todos los individuos que pertenecen a esa
comunidad. En estos casos, añade WALDRON, es en donde resulta necesario
que las decisiones sobre los derechos que atañen a todos los individuos sean
decididas por ellos mismos directa o indirectamente. Frente al principio nemo
iudex el procedimentalismo opone el principio según el cual, lo que atañe a
todos debe decidirse por todos: «Quod omnes tangit ab omnibus decidentur».

5.5. Precondiciones de la democracia y judicial review

Podría objetarse al procedimentalismo que se incurre en una petición de


principio cuando petinite a una mayoría decidir sobre las precondiciones de
aceptabilidad de las decisiones mayoritarias. Un argumento que se seguiría de
aceptar el punto de partida de DWORKIN en Freedom's Law: los derechos son
condiciones de legitimidad de las decisiones mayoritarias de tal suerte que un
procedimiento mayoritario en el que no se respeten carecerá de legitimidad.
No puede encargarse al procedimiento mayoritario mismo evaluar si cumple
o no con esas condiciones, puesto que es precisamente lo que está en duda.
Por tanto, hay razones para situar la toma de esas decisiones en los tribunales
constitucionales.
Esta forma de razonar es consecuencia de comprometerse con un enfoque
que, como el sustantivista, está basado en los resultados correctos. Desde este
168 LEOPOLDO GAMA

punto de vista, todo intento por resolver los desacuerdos sustantivos mediante
un procedimiento de decisión incurre en una petición de principio, de acuerdo
con la perspectiva procedimentalista. Supongamos que existe una comunidad
que carece de un determinado derecho X —por ejemplo, el derecho a la renta
básica—, y que ese derecho es, para un número importante de ciudadanos,
una precondición de la democracia que debe ser reconocida en la constitución.
Admitamos también que otro grupo de ciudadanos sostiene la idea opuesta,
que ese derecho no constituye una condición de legitimidad del procedimiento
mayoritario. La disputa entre estos dos grupos es zanjada mediante un proceso
mayoritario, lo que nos presenta dos escenarios posibles:
A. La mayoría decide que ese derecho no constituye una precondición
de legitimidad del procedimiento mayoritario.
B. La mayoría decide que ese derecho sí constituye una precondición de
legitimidad del procedimiento mayoritario.
En el primer caso (bajo la lógica del enfoque sustantivo), el grupo que
apoya la constitucionalización del derecho a la renta básica tendrá razones para
dudar de la legitimidad de la decisión mayoritaria. Dirá por ejemplo que ese
procedimiento decisorio fue llevado a cabo cuando X no era un derecho reco-
nocido. En este caso, el modelo procedimentalista insiste en que aun cuando
no pueda asegurarse que la minoría tuviera razón sobre la relación entre el
derecho X y la democracia, todo intento por resolver mayoritariamente el des-
acuerdo incurrirá en una petición de principio. En el segundo caso sucede lo
mismo, pues la ilegitimidad del procedimiento que dio origen a la decisión tira
para los dos lados. La minoría también puede alegar que la decisión mayorita-
ria está viciada por el hecho de que fue tomada por un grupo de ciudadanos que
carecían del derecho en cuestión. Frente a la circularidad que lleva resolver un
desacuerdo sustantivo de este tipo mediante el voto ¿cabría entonces esperar
que la disputa sea resuelta correctamente recurriendo a otros criterios de deci-
sión? Como indica WALDRON, el hecho de que un procedimiento mayoritario
sea considerado ilegítimo por carecer de ese derecho no conduce a atribuirle
mayor legitimidad a procedimientos alternativos. Si dudamos de la legitimidad
de un procedimiento mayoritario por carecer del derecho X, no hay razones
para pensar que otro procedimiento alternativo gozará de mayor legitimidad.
Ahora bien, supongamos que una comunidad ya disfruta de un derecho
X que está siendo cuestionado por algunos miembros de ese grupo: mientras
un grupo A considera que X es una condición de la democracia los del grupo
B lo niegan. Esa comunidad decide someter a votación si se debe ratificar X
o bien si debe abrogarse y, finalmente, termina decidiendo por su supresión.
Obviamente, apunta WALDRON, la legitimidad de esa decisión tomada por un
mecanismo mayoritario, y las subsiguientes, serán puestas en duda por el gru-
po que apoyaba el derecho X. No obstante, hay que observar que la decisión
mayoritaria de derogar ese derecho fue tomada bajo las condiciones que el
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 169

grupo A consideraba legítimas y que las dudas acerca de la legitimidad del


procedimiento afectarán a toda decisión que se haga en el futuro e incluso,
como señala WALDRON, la eventual decisión de restablecer ese derecho. Lo
cierto es, observa, que las condiciones de legitimidad de la democracia son
también condiciones de legitimidad de todo sistema político.

Los anteriores ejemplos nos muestran, a juicio de este autor, que la tesis
según la cual un derecho determinado constituye una de las condiciones de
la legitimidad del procedimiento democrático no será cierta «a menos que X
sea también una de las condiciones de legitimidad de todo sistema político»
(WALDRON, 1999a: 298 [356]). Entonces, cuando se afirma, por ejemplo, que
una sociedad democrática no será considerada legítima en la medida que, por
ejemplo, no reconozca el derecho de los ciudadanos al matrimonio entre per-
sonas del mismo sexo, lo que se quiere decir en el fondo es que todo esquema
de decisión sea una monarquía, una democracia o una aristocracia— será
considerado ilegítimo en la medida en que no incluya el derecho que se deriva
de dicha exigencia. Esto le permite al modelo procedimentalista advertir que
hay que evitar hablar de las condiciones de la democracia como si se tratara de
«un problema específico para la legitimidad de la toma de decisiones de la ma-
yoría popular», es decir, como si se tratara de «un problema que no existiera
para otras formas de organización política como la aristocracia o el gobierno
de los jueces» (WALDRON, 1999a: 299 [357]). Entonces, cuando se habla de
condiciones de legitimidad el procedimentalismo se refiere más bien a aque-
llos criterios que afectan las condiciones de aceptabilidad de toda autoridad
política. No obstante, lo que diferencia a la democracia de otros esquemas de
decisión —y lo que constituye su condición de legitimidad particular—, es
que permite a todos los ciudadanos que puedan verse afectados por una deci-
sión, participar en pie de igualdad en la toma de decisiones políticas.

La anterior argumentación demuestra, según el modelo waldroniano, que


la apelación a cualquier mecanismo de decisión con el fin de resolver los des-
acuerdos sobre las condiciones que lo legitiman siempre incurrirá en petición
de principio desde la óptica sustantivista que basa la legitimidad en la correc-
ción de las decisiones. No obstante esto no quiere decir, como lo formula el
constitucionalismo sustantivista, que debamos atender a un enfoque basado
en los resultados; es decir, no significa que el mejor criterio para diseñar nues-
tras instituciones sea un result-driven standard88. El esquema propuesto por el
constitucionalismo sustantivista fundado en la idea de optar por aquellas insti-
tuciones que garanticen la toma de decisiones correctas, no puede convertirse
en un criterio aceptable de la autoridad ya que reproduce en lugar de resolver
los desacuerdos a los que nos enfrentamos y no presenta ninguna ventaja so-
bre el enfoque procedimentalista.

DWORKIN (1996: 34 [136]).


170 LEOPOLDO GAMA

Asimismo, bajo las circunstancias de la política tampoco podemos com-


prometernos con la idea de los derechos como «cartas de triunfo» sobre las
decisiones mayoritarias ya que una teoría así debe resolver antes que nada la
cuestión acerca de qué procedimiento es el adecuado para zanjar nuestras di-
ferencias en materia de derechos individuales. En definitiva, Alma WALDRON
(1999a: 213 [253-254]), la propuesta del constitucionalismo sustantivista de-
bería incluir un «método de toma de decisiones colectivas que resuelva cuál de
las teorías rivales de los derechos en la sociedad debe ser considerada como la
teoría de los derechos de esa sociedad».

Los individuos de toda comunidad democrática discrepan sobre el valor


de la democracia, los límites de la libertad, la igualdad social, sobre el signifi-
cado de los derechos, sobre qué derechos tenemos en concreto y cuáles son las
exigencias concretas de esos derechos. La persistencia de estos desacuerdos es
determinante para el modo como debemos diseñar nuestras instituciones; por
ello, no podemos usar un estándar basado en los resultados, tal y como pro-
pone el modelo sustantivista, simplemente porque discrepamos sobre cuáles
son los resultados correctos que exige nuestro sistema político-jurídico". No
podemos atenernos a aquel criterio porque, de lo contrario, distintos ciuda-
danos terminarían por «diseñar la Constitución sobre fundamentos diversos»
(WALDRON, 1999a: 294 [352]). Con todo, aunque pueda decirse que se incurre
en petición de principio al recurrir al procedimiento mayoritario para resolver
un desacuerdo relacionado con las condiciones de la democracia, no habrá
razones que justifiquen desdeñarlo en virtud del principio nema iudex in sua
causa. Por esas razones, puede afirmarse que existirá una pérdida en el ideal
del autogobierno cuando se permite que los desacuerdos acerca de las condi-
ciones democráticas sean resueltos mediante una institución no democrática,
aun cuando pueda decirse que el procedimiento alternativo permita obtener
respuestas correctas.

5.6. ¿Existen límites a la decisión por mayoría?

Se ha dicho recientemente que para el procedimentalismo no es incoherente


atribuir al procedimiento democrático la potestad para decidir sobre las cues-
tiones que lo legitiman en virtud del derecho que tienen los individuos de par-
ticipar en pie de igualdad en la toma de las decisiones que afectan sus propios
intereses. Por esas razones, para el modelo procedimentalista podremos consi-
derar insuficientemente democrática toda Constitución que atribuya la decisión

89 De ahí que afirme que «el debate político debe terminar en una decisión. Implicarse en política
es suscribir principios procedimentales (por ejemplo, la decisión mayoritaria) que puedan producir
resultados que contradigan mis propias convicciones sustantivas, resultados que mis convicciones sus-
tantivas condenarían», WALDRON (1999a: 160 [190]).
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 171

última sobre los desacuerdos acerca de los derechos a una institución no mayo-
ritaria, como lo es el control judicial de constitucionalidad. Este modo de ver
las cosas se enfrenta enseguida con una pregunta: ¿cómo se puede garantizar
que las decisiones democráticas se ajusten a lo prescrito por los derechos funda-
mentales? ¿Es coherente con nuestra idea de los derechos la ausencia de límites
a las decisiones mayoritarias? ¿La propuesta de WALDRON significa justificar
que todo está al alcance de las manos ciudadanas? Su respuesta es afirmativa:
todo aquello que pueda ser materia de desacuerdo, incluidos aquellos desacuer-
dos relacionados con las condiciones de la democracia, debe ser decidido a
través del método democrático. Por el contrario, suponer que esos desacuerdos
no debieran ser decididos con carácter último por la mayoría y que por ello
deberían situarse fuera de su alcance equivaldría a afirmar que «la comunidad
ya ha tomado parte en este desacuerdo» (WALDRON, 1999a: 303 [3621) y que
la mayoría ya ha decidido en un momento dado que, pese a los desacuerdos,
un derecho determinado debería constituir un límite a sus propias decisiones.
Por otro lado, tampoco hay razones para alejar las cuestiones procedimen-
tales del control democrático, como ELY defendía en Democracy and Distrust.
El procedimentalismo waldroniano considera que también existe una merma
en el gobierno democrático cuando los derechos procedimentales son atrin-
cherados en una Constitución. Si respetamos a los individuos como portado-
res de derechos, también tenemos que respetar su capacidad como agentes
morales y como participantes en la política. En otras palabras, y refinando un
argumento expuesto previamente, reconocer la capacidad moral del individuo
implica tanto reconocer su capacidad para «pensar sustantivamente» como
su capacidad para la reflexión sobre los procedimientos conforme a los que
quieren resolver los desacuerdos 90
En realidad, subraya WALDRON, la presencia misma de los desacuerdos no
es un síntoma negativo ni un indicio de que las cosas en una comunidad van
mal, sino que es una muestra de que los individuos se toman en serio sus de-
rechos. El modelo de constitucionalismo procedimentalista se presenta como
una defensa liberal del derecho de participación política que exige, en lugar de
plasmar nuestros derechos en cartas rígidas y protegidas por los tribunales, fo-
mentar entre las personas una «cultura de la libertad» que implica concebirlas
como agentes suficientemente responsables para pensar sobre el significado,
alcances y límites de sus propios derechos. Para ello, debemos permitir, que
sean los propios individuos quienes tengan la última palabra en las cuestiones
sustantivas que tanto los dividen; precisamente esto, según el constitucionalis-
mo procedimentalista, equivale a tomarse en serio la libertad.
Ante semejante propuesta, reconoce WALDRON que surgirán muchas du-
das y desconfianza hacia el proceso democrático en el manejo de los derechos

" Cfr. WALDRON (1999a: 295-296 [353-354]).


172 LEOPOLDO GAMA

fundamentales. Pero esa desconfianza no es más que un signo del temor que
albergamos de que nuestra concepción sobre los derechos no sea sostenida por
los otros. Sin embargo, si queremos el autogobierno, tenemos que reconocer
el carácter ineludible de los desacuerdos sustantivos y que no podemos espe-
rar la adhesión de todos a los mismos principios de justicia que abrazamos,
ni tampoco podemos esperar que los desacuerdos lleguen a eliminarse Del
mismo modo, no hay razones para calificar las concepciones contrarias como
interesadas, egoístas o irracionales, ya que los derechos fundamentales se ba-
san en la idea de que todos los individuos son agentes morales que gozan de la
misma capacidad para articular y llevar a cabo su propia concepción del bien
y la justicia. Por eso, concluye WALDRON, tenemos que ser capaces de diseñar
nuestras instituciones (y nuestras teorías), de modo tal que puedan incorporar
la idea de la inevitabilidad del desacuerdo y, además, para que reflejen la exi-
gencia de respeto hacia la igual agencia moral de todos los individuos. Solo de
ese modo podremos garantizar el verdadero autogobierno.
Entonces, no habría razones fundadas para sostener que los derechos serán
pisoteados solo porque los dejemos al cuidado de la mayoría democrática.
Por el contrario, podríamos pensar que esa forma de gobierno es simplemente
imposible de plasmar en la práctica y que la política y, en particular, la políti-
ca democrática, no es más que una pugna constante de unos contra otros con
el objeto de imponer un punto de vista parcial y autointeresado. Es decir, si
pensamos que
la política democrática es solo una lucha constante con los demás buscando
sacar partido personal, entonces los hombres y las mujeres no son las criaturas
que los teóricos del derecho creían. Si pensamos en todo caso que algunos de
sus intereses requieren de una protección especial (contra las mayorías y otros
tipos de tiranías), tendremos que desarrollar una teoría de la justicia y una
teoría de la política que no asocie la petición de esta protección con el respeto
activo por la capacidad moral que la idea de los derechos ha implicado tradi-
cionalmente» (WALDRON, 1999a: 304-305 [363]).

6. CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA EN POCAS


PALABRAS

Está construido sobre la base de una teoría moral basada en derechos que
exige rechazar el proyecto del constitucionalismo sustantivista como un todo.
Partiendo de la tesis de las circunstancias de la política rechaza todo acerca-
miento al problema del diseño institucional desde un punto de vista instru-
mental, por lo que la selección de un procedimiento de toma de decisiones
debe fundarse únicamente en su valor intrínseco. Se defiende así una concep-
ción constitucional de tipo procedimental que constituye un caso de justicia
procesal pura. El procedimiento democrático no debe verse limitado ni por los
EL CONST1TUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 173

derechos procedimentales ni por los sustantivos, por ello, todo asunto está al
alcance de las mayorías. Si los individuos son agentes razonables que poseen
la capacidad para desarrollar una concepción del bien y de la justicia, así como
de actuar de conformidad con ella, entonces deben ser ellos mismos, a través
del sistema representativo, quienes resuelvan los desacuerdos que surjan en la
sociedad.
El modelo de filosofía constitucional procedimentalista vendría a defender
las siguientes tesis:
1. El rasgo central de la política consiste en la necesidad insoslayable de
tomar decisiones vinculantes para todos los miembros de la sociedad bajo la
presencia de graves y profundos desacuerdos. Estos dos elementos se identifi-
can como las «circunstancias de la política».
2. Una cosa es admitir la existencia de desacuerdos en materia de dere-
chos y, en general, respecto a las cuestiones de justicia. Otra muy distinta es
negar la posibilidad de respuestas correctas acerca de la justicia. No obstante,
reconocer la existencia de esta posibilidad filosófica es irrelevante para la po-
lítica.
3. La existencia de graves desacuerdos sustantivos, y la necesidad de
tomar decisiones a pesar de ello, exige adoptar criterios estrictamente proce-
dimentales para la elección del diseño institucional.
4. Hay que diferenciar entre la cuestión acerca de cuál es la decisión
correcta y el problema relativo a cuál es la decisión que debe estar investida de
autoridad. Una teoría política «completa» desarrolla una teoría de la autoridad
que integra una concepción de los derechos y es capaz de admitir la posibili-
dad de que el sistema de decisión elegido arroje decisiones incorrectas desde
el punto de vista sustantivo.
5. El mecanismo de decisión capaz de hacer frente a las circunstancias
de la política es el procedimiento mayoritario, que es valioso por respetar el de
todos los individuos a gobernarse conforme a su propio juicio.
6. El Parlamento es un foro cuyo número, diversidad ideológica y carác-
ter deliberativo representa a la comunidad política considerada en su totalidad.
Está estructurado especialmente para hacer frente a las circunstancias de la
política.
7. La legislación encuentra la razón de su legitimidad, su autoridad últi-
ma como fuente de derecho, al ser producto de una discusión y aprobación por
parte de una asamblea popular compuesta por varios individuos.
8. Contra el constitucionalismo fuerte se argumenta que: a) una postura
teórica fundada en los derechos no implica necesariamente incorporarlos en
una carta de derechos atrincherada; b) bajo las llamadas circunstancias de la
política no podemos más que comprometemos con el problema relativo al
cómo decidir los desacuerdos respetando la participación política igualitaria,
por lo que c) las teorías fundadas en los derechos deberían incorporar o ser
174 LEOPOLDO GAMA

complementadas por una teoría de la autoridad, y d) las anteriores considera-


ciones junto con la fuerza que cumple el principio de participación política,
ponen en duda el control judicial de constitucionalidad como mecanismo para
la garantía de los derechos.
9. Nuestras concepciones acerca de los derechos se fundan en una idea
específica del ser humano: que son agentes dotados de razón, de la capacidad
para la deliberación moral y para actuar movidos por la imparcialidad más que
por el propio interés.
10. Atribuimos derechos a los individuos precisamente porque tenemos
confianza en su capacidad para la reflexión moral. Siendo así, considerar a un
individuo como merecedor de derechos implica aceptar que podemos confiar
en las decisiones que este o sus representantes tomarán con relación al alcance
de sus propios derechos.
11. El derecho de participación política: a) es importante en un contexto
en el que sus titulares discrepan sobre cómo habrán de entenderse los dere-
chos y cuáles serán sus alcances en situaciones concretas; b) es el derecho que
todos los individuos poseen para tomar parte en la toma de decisiones que les
afecten; c) implica no solo que una sociedad debe organizarse en torno a un
componente popular sino, además, que este debe ser decisivo, y d) el control
judicial de constitucionalidad cuestiona el derecho que poseen todos los indi-
viduos a participar en las decisiones que les afecten.
12. La exclusión de un ciudadano de la participación en un procedimien-
to de toma de decisiones equivale a menospreciar su sentido de la justicia y
a negarle un trato igual por lo que respecta a las decisiones que afectan sus
propios intereses y derechos.
13. Otorgar la última palabra a los tribunales constitucionales en materia
de derechos no excluye que sus decisiones sean injustas desde el punto de
vista sustantivo: finalidad no implica infalibilidad.
14. El derecho de participación política posee un valor intrínseco, por
tanto, no debe ser abandonado o limitado cuando no es capaz de obtener los
resultados que supuestamente debe alcanzar conforme a una concepción ins-
trumentalista.
15. La idea de unos derechos atrincherados en una constitución no es
compatible con la democracia, aun cuando los ciudadanos mismos hayan de-
cidido imponerse tales limites. Por tanto, el hecho de que una institución sea
adoptada a través del procedimiento democrático no la convierte en una insti-
tución democrática.
16. El control judicial es un modo de reemplazar la deliberación demo-
crática y se fundamenta, en el fondo, en una concepción incorrecta, contradic-
toria y antidemocrática del individuo.
17. En tanto subsistan las circunstancias de la política (y en tanto ca-
rezcamos de un método que garantice la corrección de los juicios morales)
no podemos afianzar sobre bases sólidas nuestra confianza en los tribunales
EL CONSTITUCIONALISMO PROCEDIMENTALISTA 175

constitucionales para resolver cuestiones sobre las que puede recaer el des-
acuerdo.
18. Si las cartas de derechos nos invitan al razonamiento moral, enton-
ces hay que oponerse a que los jueces decidan estas controversias, porque no
podemos confiar que poseen mejores capacidades para esa clase de razona-
miento.
19. Es insuficientemente democrática toda Constitución que atribuya la
decisión última sobre los desacuerdos acerca de los derechos a una institución
no mayoritaria como lo es el control judicial de constitucionalidad.
20. Todo aquello que pueda ser materia de desacuerdo —incluidas aque-
llas discrepancias relacionadas con las condiciones de la democracia—, debe
ser decidido a través del método democrático.
CAPÍTULO III
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO

1. INTRODUCCIÓN

C. S. NINO, en una serie de trabajos que culminaron con la aparición del


libro póstumo The Constitution of Deliberative Democracy 1, defendió expre-
samente un modelo que integra una teoría de la democracia, una propuesta
de justificación de los derechos humanos y una teoría de la Constitución a la
que llamaré constitucionalismo deliberativo. Las ideas de este autor forman
parte de un amplio proyecto diseñado para la justificación de un constitucio-
nalismo democrático sensible a las dificultades que trae consigo la presencia
de ingredientes participativos y liberales en continua tensión. El modelo deli-
berativo intenta superar esa problemática articulando tres componentes: a) la
exigencia de protección hacia los derechos fundamentales como condición
de legitimidad de las noimas jurídicas; b) el ideal del gobierno democrático
con énfasis en su aspecto deliberativo, y c) el valor de una Constitución como
punto focal para los acuerdos políticos. A partir de esa construcción, el mode-
lo asigna un rol especial a la justicia constitucional que procura ser coherente
con la filosofía constitucional que le sirve de partida. Esto quiere decir que la
función de los tribunales constitucionales se define en este modelo una vez
que se tienen claros los presupuestos que fundamentan los derechos humanos,
la democracia y la existencia de una Constitución.
Debe señalarse además que la teoría deliberativa de la democracia cons-
titucional ofrecida por NINO forma parte de una empresa teórica mucho más

1 Desarrolla su teoría de la democracia constitucional, así como también su modelo del control
judicial de las leyes en NirNo, 1980a, 1991a, 1993 y 1996.
178 LEOPOLDO GAMA

amplia, preocupada por problemas de teoría y filosofía del derecho y por cues-
tiones de filosofía moral y política'. Por esa razón, será necesario adentrar-
se eventualmente entre las líneas generales que componen su pensamiento
filosófico con el objeto de detallar el panorama en el que se circunscribe su
modelo'. En este sentido, la apuesta de NINO tiene que entenderse como un
proyecto destinado a cimentar la democracia constitucional sobre tres pilares
fundamentales de la racionalidad práctica: a) la conexión justificativa entre el
derecho y la moral; b) la conexión entre la moral y la política, y c) la conexión
entre el derecho y la política. De lo anterior resulta que el constitucionalismo
democrático de NINo se apoya en una concepción filosófica general que vin-
cula las esferas del derecho, la moral y la política4.
El constitucionalismo deliberativo propuesto por NINO es heredero de
la tradición liberal de inspiración kantiana. Su propuesta de justificación
de los derechos encuentra eco (según el propio NINo) en la obra de autores
como K. BAIER, W. K. FRANKENA, R. M. HARE, J. RAWLS, D. A. RICHARDS,
G. WARNOCK, T. NAGEL, A. GEWIRTH, P. SINGER, B. A. ACKERMAN, K. O.
APEL y J. HASERMAS. Se trata de un proyecto liberal ya que asigna un valor
especial a la libertad individual («libre» en este sentido es todo aquel que
actúa conforme a estándares libremente elegidos) e intenta además indagar
en los principios e instituciones compatibles con ella'. Este programa exige
entonces diseñar una teoría normativa que articule un conjunto de estándares
y criterios para evaluar que las instituciones sociales reales se ajusten al punto
de partida.
Por lo demás, merece señalarse que las ideas de J. RAWLS influyeron en el
modelo deliberativo, particularmente el constructivismo moral que está en la
base de su teoría de los derechos y de la democracia. Apoyado en esa concep-
ción, el modelo descansa sobre un proyecto de fundamentación de las reglas
o criterios subyacentes a la moral, entendida como una práctica discursiva, es
decir, como una empresa en la que las personas discuten y ofrecen razones
a favor de la corrección o incorrección de cierta conducta. Sobre esa base se
definen los principios que dan fundamento a los derechos humanos, a la forma
de gobierno democrática y a otras instituciones que son necesarias para man-
tenerlos vigentes.

Para una perspectiva general acerca de sus preocupaciones teóricas, NINO (1984a).
3 Es necesario destacar a este respecto que en NINo (1991a y 1993) se evidencia la estrecha
relación con la que vinculaba sus ideas sobre filosofía y teoría del derecho con la cuestión del control
judicial de constitucionalidad.
El vínculo entre el derecho, la moral y la política parte de su comprensión acerca del papel que
en cada uno de esos ámbitos desempeña el razonamiento práctico justificativo. La mejor obra dedicada
al estudio de la teoría del derecho de Neo a la luz del razonamiento práctico se encuentra en ROCA
(2005).
5 NINo defiende un liberalismo que no se identifica con la defensa de la libertad de mercado y de
la propiedad privada sino una versión igualitaria que permite realizar ajustes a la distribución de bienes
y recursos, véase Nixo (1990).
EL CONS111UCIONALISMO DELIBERATIVO 179

En las páginas que siguen, se analiza el modelo deliberativo atendiendo al


siguiente orden:
1. Se iniciará con una reconstrucción de los presupuestos teóricos del
constitucionalismo deliberativo erigido sobre la conexión derecho-moral-po-
lítica y el «constructivismo ético» como base metaética.
2. A continuación, se expondrá una interpretación de los tres elementos
centrales del modelo de democracia constitucional deliberativo, es decir: los
derechos humanos como exigencias derivadas de ciertos principios morales,
la concepción de la democracia como sucedánea del discurso moral y la idea
de Constitución como práctica social.
3. Posteriormente y tras la reflexión anterior se reconstruirá el esquema
de control judicial de constitucionalidad de las leyes al que nos conduce el
deliberativismo constitucional y se presentarán los tres casos en los que queda
justificada la intervención de la judicatura.

2. PRESUPUESTOS TEÓRICOS DEL MODELO

2.1. Conexión entre el derecho, la moral y la política

Para comprender cabalmente el constitucionalismo deliberativo es indis-


pensable detallar los presupuestos teóricos que sustentan su filosofía constitu-
cional. N1NO adopta una perspectiva que interrelaciona la teoría del derecho, la
filosofía politica y la filosofía moral. Esto se debe, en parte, a que hace suya la
tesis de la unidad del razonamiento práctico según la cual, el discurso jurídico
no es independiente ni autosuficiente, sino que es un caso especial del discurso
práctico general, como diría R. ALEXY6. Se le denomina «discurso práctico»
a las deliberaciones sobre lo que hay que hacer u omitir o lo que puede ser
hecho u omitido. De acuerdo con quienes se adscriben a esta concepción de la
moral (APEL, HABERMAS y ALEXY) todo discurso práctico es un procedimien-
to argumentativo que envuelve una pretensión de corrección. Esto es motivo
de estudio de la argumentación jurídica pues, de acuerdo con ALEXY, está
relacionada con la solución de cuestiones prácticas. Los ámbitos o esferas
decisionales tales como la moral, el derecho y la política, no están fragmen-
tados, sino que son subesferas mutuamente relacionadas del discurso práctico
general. Entonces, sostener la unidad del razonamiento práctico supone que
el discurso jurídico —la empresa argumentativa de carácter institucional a
partir del cual se justifican acciones y decisiones en el ámbito del derecho

Véase ALEXY (2007: 295) y ATIENZA (2013: 109). «Los discursos —apunta ALEXY (2007: 254-
6
255)- son conjuntos de acciones interconectadas en los que se comprueba la verdad o corrección de
las proposiciones. Los discursos en los que se trata de la corrección de las proposiciones normativas
son discursos prácticos».
180 LEOPOLDO GAMA

es dependiente del discurso moral. Esto quiere decir, a fin de cuentas, que las
decisiones jurídicas no estarán justificadas a menos que sean compatibles con
principios de justicia.
Con ese telón de fondo, se puede decir que el modelo deliberativo se fun-
damenta en un programa filosófico trazado en tres etapas:
a) Una indagación sobre los presupuestos epistemológicos del discurso
moral.
b) Sobre lo anterior, se definen y especifican los principios que sirven de
base para dar fundamento a los derechos humanos.
c) El diseño y fundamentación de las instituciones que son necesarias
para satisfacer las exigencias que se derivan de esos principios.
Como resultado de tales propuestas, las esferas de la racionalidad práctica
se entenderán fusionadas en virtud de tres tesis fundamentales:
1) La primera afirma que existe una conexión de tipo justificativo entre
el derecho y la moral que viene dada a través de los derechos fundamentales.
2) La segunda considera que existe una conexión entre la moral y la
política que implica el paso del discurso moral a la democracia.
3) De acuerdo con la tercera tesis, existe una conexión entre el derecho
y la política cuando se concibe aquel como una práctica colectiva.
Me parece que, a partir de las anteriores bases, es posible reconstruir todo
el complejo teórico elaborado por NINO partiendo de sus ideas fundamentales
hasta arribar a su concepción del constitucionalismo. Antes que nada, empeza-
ré por detallar la posición metaética en la que se funda este modelo'.

2.2. El constructivismo moral

2.2.1. ¿Qué es el constructivismo moral?

NINo edifica su filosofía constitucional sobre una posición metaética bien


definida y articulada. La metaética del constitucionalismo deliberativo es de
tipo constructivista y sirve de punto de anclaje tanto para la justificación de-
liberativa de la democracia como para la fundamentación de los derechos hu-
manos. El proyecto de fundamentación de la autoridad en este modelo (es
decir, la respuesta al ¿por qué debo obedecer?), así como el de justificación de
los derechos están ligados estrechamente a esa postura metaética. Este vínculo
es tan fuerte que incluso podría decirse que el constructivismo constituye la
base sobre la cual se erige todo el edificio teórico del deliberativismo.

KAHN (1999: 295) ha destacado el carácter fuertemente idealista de la defensa epistémica de la


democracia de NINo, a la que considera de hecho «descabellada por tratarse de una propuesta esencial-
mente antipolítica».
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 181

En la filosofía, se empezó a hablar de «constructivismo moral» con mo-


tivo de un trabajo de RAWLS titulado «Kantian Constructivism in Moral
Theory» de 1980. De la propuesta rawlsiana destacan los siguientes rasgos:
a) Tiene como punto de partida una concepción kantiana de las personas
entendidas como agentes libres, iguales y capaces de actuar razonablemente.
b) La teoría de la justicia cumple el rol social de ofrecer a los miembros
de la sociedad criterios compartidos para el diseño y evaluación de sus institu-
ciones y arreglos políticos básicos.
c) El objetivo es ofrecer estándares justificados para todas las personas
con independencia de su posición social o intereses particulares.
Una concepción moral constructivista se caracteriza por defender que los
juicios morales son correctos, aceptables o verdaderos en tanto sean consis-
tentes con los principios que son resultado de un procedimiento discursivo.
El constructivismo moral admite, pues, verdades normativas acerca de lo que
debemos hacer'. Esta forma de constructivismo kantiano diseñada por RAWLS
no afirma que existan hechos morales que puedan ser descubiertos. La moral
es «constructiva» pues su contenido depende —o es el resultado— de un pro-
cedimiento de razonamiento, de elaboración o edificación de normas morales,
las cuales se justifican a su vez sobre ciertos presupuestos.
El constructivismo del constitucionalismo deliberativo es una combina-
ción de dos posiciones: por un lado, de aquella que concibe la moral como una
institución social cuya función es superar conflictos y generar cooperación so-
cial (una visión que tuvo como precursor según NINO a T. HOBBES) y, por otro,
de una concepción kantiana que se enfoca en la definición o determinación
de ciertos presupuestos (los fundamentos formales del razonamiento moral)
apropiados para cumplir esas funciones sociales. Estos dos aspectos de la mo-
ral, el social y el estructural, confluyen en lo que se denomina la «práctica de
la discusión moral».
Así las cosas, la moral en este modelo debe entenderse como una práctica
social argumentativa, una actividad que envuelve un intercambio de razones
entre las personas para hacer frente a los conflictos y facilitar la cooperación a
través del consenso acerca de ciertos principios. En este sentido, el construc-
tivista se preguntará ¿qué estándares de justicia pueden ser aceptados por las
personas bajo una situación ideal? En palabras de NINO (1989a: 109):
El discurso moral está dirigido a obtener una convergencia en acciones y
actitudes, a través de la aceptación libre por parte de los individuos, de princi-
pios para guiar sus acciones y sus actitudes frente a las acciones de los otros.

8 Una definición de constructivismo ético la ofrece BAGNOLI (2016): «Constructivism in ethics is


the view that insofar as there are normative truths, for example, truths about what we ought to do, they
are in some sense determined by an idealized process of rational deliberation, choice, or agreement».
182 LEOPOLDO GAMA

Sin embargo, para que el intercambio de razones cumpla con las funciones
sociales que tiene asociadas y para que genere consensos en torno a ciertas
creencias (la creencia de que x es justo o correcto), la argumentación moral
debe estar sometida a reglas que establezcan las condiciones bajo las cua-
les debe orientarse. Con esa aspiración, el constructivismo de NINO comien-
za preguntándose ¿cuál es el método más confiable para elegir principios de
una moralidad social? Esta cuestión se responde de la siguiente manera: un
procedimiento que asegure la participación en las discusiones colectivas de
todos aquellos que puedan verse afectados por una decisión determinada es
más confiable que cualquier otro procedimiento alternativo para tomar deci-
siones moralmente legitimas. A este respecto, NINO se reconoce partidario de
RAWLS: el constructivismo ético, como concepción que permite justificar ra-
cionalmente principios morales, está tomado sobre todo de Kantian Construc-
tivism in Moral Theory, aunque también ha sido denominada «formalismo» o
«conceptualismo» 9.

2.2.2. Constructivismo entre Rawls y Habermas

En las últimas décadas se han desarrollado dos posturas que defienden


la posibilidad de conocer y justificar un conjunto de principios morales de
índole normativa a cargo de dos de los más importantes e influyentes filósofos
político-morales del siglo XX. La primera tiene su representante en RAWLS y la
segunda en HABERMAS. Entre estas dos posiciones, NINO intenta articular una
especie de propuesta intermedia entre la rawlsiana y la habermasiana. Desa-
rrollaré en primer lugar y de forma muy somera el modelo constructivista de
RAWLS, a continuación el de HABERMAS y finalmente el de NINO.
El objetivo de la teoría de RAWLS es indagar cuáles son los estándares
y criterios de justicia social bajo los cuales deben ser organizadas las insti-
tuciones de una comunidad bien ordenada, es decir, aquella en la que todas
las personas aceptan y se guían por los mismos estándares de justicia: ¿cuál
es la concepción moral más apropiada para una sociedad democrática? Para
responder a esa pregunta se propone en A Theory of Justice una situación hi-
potética que se denomina «posición original», en la cual un grupo de personas
elegirán los principios de moralidad política que van a regir las relaciones
sociales facilitando la cooperación. La posición original representa un pun-
to de vista que, según RAWLS, garantiza la total imparcialidad de las deci-
siones adoptadas pues los participantes en ella están cubiertos por un «velo
de ignorancia» que les impide percatarse de su situación particular como la
raza, género, situación económica, posición social, educación, religión, ta-
lentos, etc. Bajo esa situación surgirán dos principios: a) el de las libertades

9 Véase NINO (1989a: cap. In; 1989b: 11, y 1988).


EL CONSMUCIONALTSMO DELIBERATIVO 183

básicas, según el cual cada persona debe contar con un esquema extenso de
derechos y libertades básicos compatible con un esquema semejante para las
demás, y b) el principio de diferencia, que establece que las desigualdades
económicas y sociales deben ser toleradas en tanto redunden en beneficio de
los más desaventajados 1°.
RAWLS apela a diversas concepciones para fundamentar los dos principios
básicos de justicia. Entre ellas se encuentra principalmente el contractualismo,
pero también se apoya en la teoría de la elección racional, el intuicionismo y,
de un modo indirecto según NINO, también recurre a la teoría de los presu-
puestos formales del razonamiento moral para justificar el principio de prio-
ridad de la libertad y el de la diferencia. Esto es así pues llega a señalar que
los principios que se elijan en la posición originaria deben satisfacer ciertos
rasgos formales. Del mismo modo, reconoce el carácter procedimental de la
empresa de fundamentación de la moral cuando considera que el mecanismo
consistente en derivar principios es un caso de justicia procesal. La posición
constructivista de RAWLS queda más clara en el trabajo de 1980 «Kantian
Constructivism», donde explícitamente señala el aspecto estructural del pro-
cedimiento de argumentación del que resultan los principios de justicia. Es
por eso que NINO señala con toda razón que la posición original rawlsiana no
es más que la dramatización de una discusión condicionada por los presupues-
tos formales del razonamiento moralll.
Respecto a la propuesta de HABERMAS, deben considerarse algunos de
sus trabajos, principalmente Conciencia moral y acción comunicativa y Be-
tween facts and norms12. Este autor, parte de bases kantianas para ofrecer una
concepción de la moral vinculada a una visión de las personas como agentes
autónomos. Sobre esa base, articula una teoría dialógica o discursiva de la
moral (así como del derecho y la política). La ética del discurso habermasiana
se presenta como un mecanismo para elegir principios morales a través de
un proceso de comunicación en el cual los participantes discuten y ofrecen
razones sobre la corrección de juicios morales, se trata así de un proceso de
deliberación y justificación. La teoría del discurso está construida sobre el
llamado «principio del discurso», según el cual una norma estará justificada
únicamente si todos aquellos que se verán afectados por ella pudiesen aceptar-
la en una discusión racional13.
Del principio del discurso, HABERMAS deriva el principio de universali-
zación, que había sentado ya las bases de la moral kantiana «actúa conforme
a una máxima que se convierta en ley universal», pero con una modificación

RAWLS (1999: 266).


" NINo (1989b: 96-97).
12 HABERMAS (1991 y 1996).
13 Lo que HABERMAS (1998: 41) identifica como principio «(D): Only those norms can claim
validity that could meet with the acceptance of all concerned in practical discourse».
184 LEOPOLDO GAMA

sustantiva: la validez de las normas o máximas universales elegidas depende


de su aceptabilidad por el resto de personas que se verán afectadas por ella
mediante un proceso deliberativo 14. Así, afirma Habermas, toda práctica de
justificación de normas, acciones y decisiones conducida de esta forma es
idónea para seleccionar normas capaces de generar adhesión universal, como,
por ejemplo, normas que se refieren a derechos humanos.

2.2.3. La versión constructivista de Nino

En la interpretación ofrecida por NINO, las teorías de RAWLS y HABERMAS


son tentativas para responder a dos preguntas, la primera de orden ontológico
y la segunda de carácter epistemológico: 1) ¿cómo se constituye la validez
de los juicios morales?, y 2) ¿cómo es posible el conocimiento de esos prin-
cipios?
En A Theory of Justice, explica NINO, RAWLS vendría a sostener dos ideas
centrales en cuanto al conocimiento moral: que la corrección o verdad de los
principios morales depende de la satisfacción de ciertos presupuestos del ra-
zonamiento práctico y que el conocimiento acerca de esos principios solo es
posible mediante la reflexión individual. HABERMAS por su parte 15, afirmaría
según NINO dos ideas: que la corrección o verdad de los principios morales
depende del consenso real de una práctica discursiva en la que se han satis-
fecho los presupuestos del razonamiento práctico y que esa labor es posible
únicamente mediante la discusión colectiva. En otras palabras, tanto RAWLS
como HABERMAS coinciden en que la validez de los principios morales de-
pende de la satisfacción de ciertos presupuestos formales con la diferencia de
que, para el primero, estos presupuestos rigen un razonamiento moral de tipo
monológico mientras que, para el segundo, constituyen requerimientos a todo
discurso intersubjetivo.
Así las cosas, desde el modelo analizado la propuesta rawlsiana sosten-
dría: 1) como tesis ontológica, que un juicio moral es verdadero si es que
deriva de un principio que sería aceptado en la posición originaria, y 2) como
tesis epistemológica, defendería que el conocimiento de la verdad moral se
alcanza por medio de la reflexión individual, aunque la discusión con otras
personas puede ser útil para ese fin. Esto equivale a afirmar que la corrección
de los juicios morales depende de la satisfacción de los presupuestos formales

" Es el principio «( U): A norm is valid when the foreseeable consequences and side effects of its
general observante for the interests and value-orientations of each individual could be jointly accepted
by all concerned without coercion», HABERMAS (1998: 42).
15 El trabajo de HABERMAS sobre el que se basa NINO para reconstruir su concepción metaética
es «Ética del discurso» en HABERMAS (1991). Para un análisis comparativo entre el constructivismo de
HABERMAS y Nino, véase OQUENDO (2002), donde se destaca que en realidad la distancia entre ambos
modelos es mucho más estrecha que la que quiere marcar NINO.
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 185

del razonamiento práctico. De tal suerte, la validez de un principio moral está


sujeta a condiciones ideales, tales como la imparcialidad, racionalidad y cono-
cimiento de los hechos relevantes 16. HABERMAS sostendría también dos tesis:
1) en el plano ontológico, que la corrección de un juicio moral viene generada
por virtud del consenso que resulta de la práctica real de la discusión moral
guiada por algunas reglas procesales, y 2) como tesis epistemológica, defen-
dería que la discusión colectiva es la única forma de acceder a la verdad moral
ante la tendencia individual a favorecer el autointerés cuando se reflexiona
monológicamente.
En opinión de NINO, ambas propuestas presentan algunos problemas. El
error de RAWLS consiste en desestimar toda interacción-discusión con otras
personas para efectos de la constitución de la verdad o corrección moral; esta
postura, a fin de cuentas, conduce a una especie de individualismo moral: la
verdad de un principio moral solo puede ser conocida individualmente. En
este sentido, si, finalmente, la reflexión individual es el único medio para ac-
ceder al conocimiento de proposiciones morales correctas, el individualismo
epistémico no permitiría fundamentar, en opinión de NINO, la obediencia ha-
cia normas heterónomas, ya que no habría razones para seguir los dictados de
una autoridad.
Por otro lado, la deficiencia en la propuesta de HABERMAS (en la lectura
que de su teoría elabora Nflvo), radica en exigir el consenso real cómo garantía
para la corrección de un juicio moral. Además, si la verdad o corrección de
los principios morales está determinada por su aceptación en una discusión
real, no se sabe cómo es posible que un individuo sostenga un juicio moral
como válido antes de llegar a ese consenso. Para NINO este último tipo de
concepciones podrían conducir a una especie de populismo moral ya que una
vez que se llega a un consenso acerca de la corrección de un principio no es
posible sujetarlo a crítica a menos que se llegue a un consenso distinto. Dicho
en otras palabras, la corrección de un principio moral depende de su acepta-
ción por parte de la mayoría de los participantes en una discusión, de tal foisna
que solo aquello que la mayoría decidiera para un caso determinado sería lo
correcto. Sin embargo, debe decirse que la interpretación que realiza NINo de
la teoría habermasiana es imprecisa y lo cierto es que, en el fondo, la distancia
entre uno y otro modelo es más estrecha. Algunos autores señalan que en HA-
BERMAS la verdad o corrección de un juicio moral no está condicionada a su
aceptación en una discusión real, como afirma NINO, sino al hecho de que tal
juicio pueda ser aceptado en condiciones discursivas ideales 17.
Con todo, entre esas dos propuestas existe un enfoque intermedio que es
el adoptado por el modelo deliberativo cuyas tesis centrales son las siguientes:

16 Cfr. NINO (1997: 160-161, y 1989b: 97).


17 Sobre este punto, OQUENDO (2002: 199).
186 LEOPOLDO GAMA

1) Como tesis ontológica, que la verdad o corrección de un juicio moral


depende de la satisfacción de los presupuestos de la práctica discursiva.
2) Como tesis epistemológica, que el conocimiento de esos principios es
más fiable cuando se realiza mediante el diálogo colectivo.
En opinión de NINO, el intercambio entre distintos puntos de vista y el
consenso unánime respecto a los principios que guíen la conducta posee un
valor epistemológico que tiene por consecuencia la producción de soluciones
moralmente correctas, i. e., imparciales. Esta es la tesis del valor epistémico
de la práctica del discurso moral.
En resumen, para NINO la moral se concibe como una actividad discursi-
vo-argumentativa, esto es, como una actividad social en la que los individuos
formulan frente a otros individuos juicios morales que deben satisfacer ciertos
criterios de validez:
El discurso moral constituye una técnica para convergir en ciertas conduc-
tas y en determinadas actitudes frente a conductas sobre la base de la coinci-
dencia de creencias en razones morales E...] la coincidencia de creencias que el
discurso moral está dirigido a generar, como medio para convergir en acciones
y actitudes, sería un resultado totalmente aleatorio si el discurso moral no fuera
una actitud sometida a ciertas reglas que estipulan cuáles son las condiciones
para alegar razones morales (I\11No, 1989a: 103).

2.2.4. Presupuestos de la argumentación moral

Una de las grandes aportaciones de KANT al campo de la filosofía moral


fue distinguir algunos rasgos formales que deben satisfacer los juicios morales
para que sean válidos, tales como la autonomía, la universalidad, etc. La idea de
que la validez de los juicios morales adoptados por los practicantes del discurso
depende del seguimiento de ciertas reglas, es común a toda una tradición filosó-
fica en la que se adscriben autores como RAWLS, ALEXY, HABERMAS y NINO. El
primero de estos autores, por ejemplo, considera que existen ciertas condicio-
nes formales (formal constraints) que deben imponerse a las concepciones de
justicia si es que han de servir para asignar derechos básicos y obligaciones así
como para distribuir cargas y beneficios 18. Los principios de justicia deben ser:
i) Generales, es decir, formularse de modo tal que no se refieran a situa-
ciones o sujetos particulares.
ii) Universales, en el sentido de que deberían ser aplicables a todas las
personas morales.
iii) Completos, pues deben permitir que los sujetos ordenen las prefe-
rencias en conflicto.

RAWLS (1999: 112-113).


EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 187

iv) Públicos, puesto que deben ser del conocimiento de todos los impli-
cados.
v) Finales o definitivos, pues deben constituirse o erigirse en los crite-
rios últimos que sirvan para resolver las discrepancias en el ámbito práctico.
Estos principios establecen que una concepción de la justicia es un con-
junto de principios generales en su formulación y universales en su aplicación,
que son «reconocidos públicamente como el último tribunal de apelación
para la ordenación o jerarquización de las preferencias en conflicto» (RAWLS,
1999: 117).
La indagación filosófica sobre las condiciones para la validez o acepta-
bilidad de juicios morales puede parecer extraña al no filósofo. No obstante,
en toda discusión moral las personas suelen formular de hecho y, casi ins-
tintivamente, expresiones en las que se evidencian ciertos presupuestos para
enjuiciar la corrección de una conducta: «¡Póngase en mis zapatos!». «¿,Qué
pensaría si a usted le hicieran lo mismo?». «¿Qué pasaría si todos actuaran
como usted?». Son enunciados que revelan aspectos centrales de la discusión
moral. Otro aspecto fundamental del discurso moral es que funciona a través
del consenso. Un principio o norma moral solo es tal si es aceptada libremente
por las personas. Esto quiere decir que están excluidos de la práctica del dis-
curso moral la coacción, las amenazas o las recompensas, los argumentos de
autoridad, etc. Ese es el rasgo de autonomía tan característico de la moral y
que la diferencia del derecho.
El discurso moral también posee para el modelo de NINO un aspecto for-
mal o estructural, ya que está sujeto a ciertas reglas, criterios o presupuestos
que definen la validez de los juicios morales. Esto significa que para que una
conclusión moral esté justificada es necesario que dichas reglas sean respetadas
en toda discusión. De tal manera, el valor del resultado del discurso moral de-
penderá de que los principios adoptados satisfagan ciertos presupuestos 19. Si-
guiendo los pasos de RAWLS, este modelo establece que el discurso moral debe
guiarse bajo algunos presupuestos para lograr efectivamente su función social:
a) Autonomía. Se trata de un principio que establece que los estándares
morales deben aceptarse libremente por los participantes de una actividad dis-
cursiva.
b) Publicidad. De acuerdo con este presupuesto ninguno de los parti-
cipantes en una discusión puede alegar principios misteriosos o revelados;
en otras palabras, los participantes deben estar en posibilidad de conocer los
principios que sus interlocutores sujetan a discusión.
c) Generalidad. Significa que los casos de aplicación de los principios a
partir de los cuales se determina la obligatoriedad de ciertas conductas deben

19 Véase NINO (1989a: 108).


188 LEOPOLDO GAMA

poseer siempre propiedades genéricas, es decir, no pueden referirse a casos


individuales sino genéricos.
d) Superveniencia. Según este principio, las propiedades que definen los
casos relevantes a los que se aplican los juicios morales deben ser de índole
fáctica, de modo tal que las circunstancias que condicionan su aplicación sean
susceptibles de verificarse por parte de los individuos.
e) Universalidad. Si un individuo justifica sus acciones sobre la base de
un principio detel minado, entonces cualquier participante podrá justificar sus
acciones sobre la base de ese mismo principio; en otras palabras, si un prin-
cipio es idóneo para calificar como correcta o incorrecta una acción entonces
lo será también para justificar todas aquellas acciones que no difieran de la
primera respecto a circunstancias relevantes.
f) Finalidad. Establece que los principios morales adoptados por los par-
ticipantes deben guardar cierta jerarquía frente a otras razones para actuar,
evitando así que puedan ser desplazados por otros principios.
g) Imparcialidad. Finalmente, para que la práctica del discurso moral
pueda lograr su cometido es necesario otro requisito fundamental que consiste
en la adopción de un punto de vista definido como: «Una disposición a acep-
tar los principios de conducta que alguien o nosotros mismos adoptaríamos si
estuviéramos en ciertas condiciones diferentes de aquellas a las que de hecho
estamos sometidos» (NrNo, 1989a: 113).
Resulta necesario aclarar que cuando Nitro sostiene la tesis de la mayor
confiabilidad del diálogo colectivo admite también que es posible, mediante
la reflexión individual, conocer proposiciones moralmente correctas que sir-
van de base para guiar la acción, pero con la diferencia de que es más difícil
en esa situación representarse todos los intereses en juego de las personas
involucradas o afectadas, i. e., satisfacer el requisito de imparcialidad. Una
vez mostrada a grandes rasgos la concepción metaética que respalda este
modelo —que, como se ha venido diciendo, constituye la base de toda su
estructura conceptual—, corresponde detenerse en cada uno de los elementos
que la integran.

3. LOS DERECHOS HUMANOS EN EL MODELO DELIBERATIVO

3.1. Los derechos humanos como derechos morales

El constitucionalismo deliberativo puede entenderse como una propuesta


de filosofía constitucional que incorpora tres exigencias de la modernidad: el
respeto por los derechos humanos; por el ingrediente popular-participativo y
por el texto constitucional. Estos elementos a su vez se asocian con tres di-
mensiones: una «Constitución de los derechos», una «Constitución ideal del
poder» y una «Constitución histórica». Iniciaré a continuación con la eluci-
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 189

dación de la primera dimensión de la constitución deliberativa, los derechos


humanos.
En el modelo deliberativo, los derechos humanos se comprenden básica-
mente como derechos morales (aunque no todos los derechos de esa clase se-
rían derechos humanos, por ejemplo, el derecho al cumplimiento de una pro-
mesa). La expresión «derechos morales» suele causar cierta perplejidad, sobre
todo porque, ordinariamente, se asocia el concepto de «derechos» únicamente
con el campo jurídico, de tal suerte que, así como hablar de «derechos jurí-
dicos» constituiría una especie de pleonasmo, referirse a derechos morales
conllevaría a una contradicción en los términos. Para NINO, sin embargo, tiene
pleno sentido hablar de derechos humanos como derechos morales. Sin duda,
cuando hablamos de derechos humanos suele hacerse alusión a ciertas posi-
ciones normativas establecidas en disposiciones de derecho nacional e inter-
nacional, NINO no pretende negar lo obvio. No obstante, para él hay situacio-
nes en donde se plantean exigencias de derechos humanos para cuestionar el
derecho positivo, las leyes, instituciones y prácticas jurídicas, de tal suerte que
esos derechos no se identifican necesariamente con prescripciones estableci-
das por actos de autoridad. En todo caso, cuando finalmente esas exigencias
cobran forma jurídica, este reconocimiento no es sino una manera de admitir
que se tratan de cuestiones independientes a su positivización. Desde este pun-
to de vista, posee pleno sentido, por ejemplo, exigir respeto por los derechos
humanos en países donde, de hecho, no están reconocidos como tales.
Lo que importa destacar en este punto es que en el constitucionalismo
deliberativo los derechos humanos son derechos morales porque están esta-
blecidos por, o se fundamentan en, principios morales que exhiben algunas
características distintivas 20:
a) Los principios morales permiten valorar cualquier conducta, ya sea
acciones de personas individuales, acciones del estado, conducta de funcio-
narios, etcétera.
b) Su existencia (su pertinencia para ser usados como premisas en un
razonamiento práctico), viene dada por su validez o aceptabilidad y no por su
reconocimiento efectivo o real por ciertos individuos.
c) Esa aceptabilidad es de carácter final, pues no existen otra clase de
estándares que prevalezcan sobre ellos para la justificación de las conductas.
Esta caracterización de los principios morales es relevante para la apli-
cación judicial del derecho porque en este modelo constituyen las razones
justificatorias por excelencia. Esto significa que una acción o decisión jurídica
solamente estará justificada cuando pueda apoyarse en derechos humanos que
remiten a principios morales; por tanto, los problemas generados durante la

20 Cfr. NINO (1989a: 20).


190 LEOPOLDO GAMA

aplicación judicial del derecho no pueden ser solucionados sin remitir a cues-
tiones valorativas. Es decir:
cuando los jueces apoyan sus decisiones en normas jurídicas lo hacen a tra-
vés de juicios que llamo «de adhesión noiuiativa» y que consisten en juicios
valorativos que se infieren de principios morales que prescriben obedecer el
orden jurídico y de proposiciones descriptivas de ese orden jurídico (NINo,
1989a: 23).
Sin embargo, como se desarrollará más adelante, en algunas ocasiones la
aplicación judicial de los principios puede llevar a otras rutas. Considérese el
siguiente pasaje:
En otros casos una norma jurídica puede tener un contenido incompatible
con lo prescripto por principios morales válidos y, no obstante, ser moralmen-
te obligatoria puesto que su origen en procedimientos moralmente legítimos
(como los de índole democrática) hace que prevalezcan las razones en favor de
su observancia (razones fundadas en la necesidad de mantener cierto orden y
paz social y de respetar aquellos procedimientos) sobre las razones en pro de
desobedecerla (NINo, 1989a: 23).
Lo importante de todo esto es que al considerar a los derechos humanos
como derechos morales que se apoyan en principios que poseen ese carácter,
el modelo de NINO impone a los operadores del derecho (abogados y jueces)
la labor de determinar «cuáles son los derechos humanos que derivan de prin-
cipios morales válidos, estén o no consagrados en normas jurídicas positivas»
(NINo, 1989a: 24). Esto no significa que para NINO sea superfluo el reconoci-
miento de derechos humanos en el derecho positivo. Al contrario, su positivi-
zación los hace «más ciertos y menos controvertibles» y tal reconocimiento
viene acompañado de medios para neutralizar su violación. Pero a su juicio,
ese reconocimiento no es «ni necesario ni suficiente» (NINo, 1989a: 25) para
lograr el pleno respeto de los derechos humanos, pues su ausencia torna ilegí-
timas a las normas jurídicas a la luz de los principios morales y su presencia al
interior del orden jurídico no excluye echar mano de argumentos morales para
fijar sus alcances en casos concretos.
Además, el constitucionalismo deliberativo parte de una caracterización
de los derechos en términos similares a los de DWORKIN. NINO recoge del
constitucionalismo sustantivista dos rasgos distintivos de los derechos:
a) Son estados de cosas valiosos que se distinguen de otros (como los
objetivos colectivos) en que son de carácter distributivo e individual, ya que
proveen iguales recursos u oportunidades a cada uno de sus beneficiarios (el
derecho al voto activo y pasivo, la libertad de expresión, religiosa, etc.). Los
objetivos colectivos, por el contrario, son estados de cosas de carácter agrega-
tivo y no individualizado, que permiten distribuciones diversas o diferencia-
das en función de la maximización global de ciertos beneficios (una política
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 191

de transporte público gratuito a las personas de la tercera edad, una medida de


discriminación inversa, etc.).
b) Además, NINO destaca del modelo sustantivista la función de los de-
rechos consistente en establecer límites o barreras a la persecución de obje-
tivos sociales. No obstante, es admisible en ciertas ocasiones que un derecho
ceda frente a la persecución de objetivos colectivos de carácter urgente (pién-
sese en la restricción de la libertad de movimiento en un estado de emer-
gencia para hacer frente a una catástrofe natural, por ejemplo). Con todo, si
cierto valor considerado como derecho suele ceder invariablemente ante la
persecución de alguna política, entonces no estaremos en presencia de un
derecho genuino.

No hay duda que los derechos humanos, bajo esta caracterización, prote-
gen bienes de importancia primordial. Para NINO (1989a: 41), sin embargo,
esa propiedad no basta para distinguir los derechos humanos de otra clase de
derechos morales. En este sentido, suele decirse que los derechos humanos
se identifican además porque sus destinatarios incluyen a todas las personas
humanas. Esto quiere decir que basta ese rasgo para adscribir derechos a una
persona. Se trataría entonces de derechos cuyos beneficiarios incluyen a una
clase genérica: todos los seres humanos y no a subclases, como los obreros,
los deportistas, los estadounidenses, etc. Los derechos humanos no se adscri-
birían a subclases de la especie humana y no podrían extenderse más allá de
esta. Pero el modelo deliberativo está consciente de estos inconvenientes. Hay
derechos que están sujetos a determinadas condiciones de aplicación negati-
vas: por ejemplo, el derecho al voto pasivo y activo suele condicionarse a la
no comisión de un delito que involucre una pena corporal. Además, hay cierta
clase de derechos, como la asistencia médica o a la jubilación, cuyos benefi-
ciarios son subclases de seres humanos, en este caso, los enfermos o las per-
sonas de edad avanzada. Estas consideraciones hacen sospechar a NINO que
los derechos humanos no parecen ser siempre incondicionales ni universales.

Las anteriores dificultades conceptuales vienen acompañadas, además, de


la problemática consistente en la identificación de las propiedades que hacen
de alguien un ser humano Una estrategia para resolver esta cuestión, podría
ser, por ejemplo, caracterizar ese concepto partiendo de rasgos como la racio-
nalidad. Sería así una persona humana aquella que es racional. Este camino
conduce a afirmar sin embargo que, dado que este tipo de propiedades son
graduables, habría entonces personas que no son tales al no compartir en el
mismo grado la característica identificada. Otra ruta consiste en apelar a los
rasgos biológicos que presentan los seres humanos en idéntico grado, tal como
sería señalar la estructura cromosomática de sus células. NINO, sin embargo,
rechaza este argumento: por un lado implicaría que las personas con síndrome
de Down no serían personas humanas —ya que poseen un cromosoma adi-
cional en sus células , pero sobre todo porque la biología parece proveer un
192 LEOPOLDO GAMA

fundamento muy débil para asentar un modelo normativo sobre los derechos
humanos.
La mejor estrategia para afrontar los dilemas generados por esas aproxi-
maciones, así como para ofrecer un acercamiento pertinente para la delimita-
ción del concepto de persona moral en el modelo deliberativo, es rechazar el
punto de partida de las estrategias mencionadas recientemente: la indagación
sobre las propiedades fácticas a las que alude el concepto de persona moral.
Es preferible cambiar de dirección y averiguar, en primer lugar, cuáles son los
principios morales que dan fundamento a los derechos básicos y, a partir de
ahí, definir a sus beneficiarios. Esto quiere decir que la determinación acerca
de «quiénes son personas morales dependerá entonces de quiénes pueden go-
zar de los derechos generados por los principios morales básicos», es decir,
«aquellos derechos morales de que gozan todos los seres con capacidad po-
tencial para tener conciencia de su identidad como un titular independiente de
intereses y para ajustar su vida a sus propios juicios de valor». No obstante, de
estas premisas se sigue que «no hay garantía a priori de que todas las personas
morales sean hombres, de que todos los hombres sean personas morales y de
que todos los hombres tengan el mismo grado de personalidad moral» (NINo,
1989a: 46-47).

3.2. Los principios que fundamentan los derechos humanos

En el constitucionalismo deliberativo, el fundamento de los derechos hu-


manos no se encuentra en el derecho positivo. Su razón de ser no deriva de
una previsión constitucional y/o internacional. Los derechos humanos se fun-
damentan a partir de la combinación entre tres principios morales: autonomía
personal, inviolabilidad y dignidad de la persona, que constituyen «la base de
una concepción liberal de la sociedad» (NiNo, 1989a: 199). Esos principios
se fundamentan a su vez en las reglas o presupuestos del discurso moral ex-
puestas en el epígrafe anterior, es decir: autonomía, publicidad, generalidad,
superveniencia, universalidad, finalidad e imparcialidad'. Los derechos se
justifican en última instancia:
sobre la base de los presupuestos de la práctica de la discusión moral en la cual
nos encontramos involucrados cuando valoramos acciones, decisiones, insti-
tuciones y prácticas que pueden afectar los derechos básicos de la gente. Esos
presupuestos de la discusión moral definen la validez de los principios usados
en la valoración. Participar en la práctica y, al mismo tiempo, negar aquellos
presupuestos necesariamente aceptados cuando se participa en ella o sus impli-
cancias es incurrir en una inconsistencia pragmática (1\h-No, 1997: 74).

21 Cfr. NINO (1989a: 199-200). Para una lúcida reconstrucción de las ideas de NINO en torno al
fundamento de los derechos, ALEXY (2003: 17-201).
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 193

A continuación, se desarrollan brevemente los principios que le sirven a


NINO para proveer de fundamento último a los derechos humanos. Posterior-
mente, se extraerán las consecuencias que se derivan de estos estándares para
el diseño del modelo constitucional que aquí se analiza.

3.2.1. El principio de autonomía

Toda Constitución protege una serie de libertades individuales básicas,


como la libertad de culto, de pensamiento y expresión, de trabajo, libertad
sexual, etc. Se trata de derechos a realizar ciertas acciones sin interferencias
por parte del Estado u otros individuos. Esta clase de derechos derivan del
principio de autonomía personal, el cual permite realizar toda conducta que
no afecte a terceras personas y prohíbe obstaculizar la realización de esta clase
de actividades.
La autonomía personal es una concreción del principio general de autono-
mía moral, que consiste en la libertad de un individuo para adoptar pautas y
criterios morales que guíen su conducta. Estos estándares morales son de dos
tipos: los que guían la conducta de un individuo frente a otros y los estándares
morales referentes únicamente al propio individuo, su calidad de vida, etc.
Esta diferenciación se debe a que dentro del esquema teórico del modelo deli-
berativo la moral posee dos dimensiones:
a) La primera se refriere a la moral social o intersubjetiva, que se trata
de un conjunto de principios que valoran o enjuician las acciones de los in-
dividuos por sus efectos sobre los intereses de otros individuos distintos del
agente; por ejemplo, la prohibición de atentar contra la propiedad privada,
contra la vida o la salud de otros, etcétera).
b) La segunda a es aplicable a la moral privada o autorreferente, es decir,
el conjunto de ideales de excelencia personal que evalúan las acciones de un
individuo por sus efectos en la calidad de su propia vida; por ejemplo, el ideal
de buen ciudadano, de buen patriota, de buen padre, la opción por el ejercicio
de un determinado culto religioso o la elección de una orientación o práctica
sexual determinada, etcétera).
Bajo estas premisas, la autonomía moral significa «la libre aceptación de
principios morales intersubjetivos y de ideales autoreferentes de excelencia
personal» (NiNo, 1997). Una persona es autónoma en la medida que tenga la
posibilidad de elegir libremente su religión, profesión y, en general, sus pro-
pios estándares para diseñar su plan de vida y de llevarlo a cabo.
Debe tenerse en cuenta que, mientras la autonomía en el ámbito privado
o autorreferente es ilimitada (usted es libre, sin restricciones de ningún tipo,
para elegir sus creencias religiosas y/o espirituales más profundas); no lo es,
194 LEOPOLDO GAMA

en cambio, en cuanto a la elección de pautas que afecten a terceras personas.


Esto quiere decir que, con el objeto de preservar la autonomía de otros indivi-
duos, estará permitido que el Estado interfiera en las acciones individuales que
lleguen a afectarlos, por lo que a usted y a mí nos estará vedado llevar a cabo
conductas que dañen a otros, así como también, por ejemplo, estaría prohibido
impedir que otros adopten creencias religiosas diversas a las que profesamos,
o bien prohibir ciertas prácticas sexuales llevadas a cabo por adultos y con
pleno consentimiento. Por tanto, mientras la elección de pautas relativas a la
moral intersubjetiva puede limitarse, la elección de estándares de excelencia
humana y de elección sobre las diversas formas de vida no puede restringirse,
pues se trata de acciones que son inocuas para terceros. Este es, entonces, el
principio de autonomía personal que prohibe interferir con la libre elección
que hagan las personas de sus propios ideales de excelencia humana o de vir-
tud personal.
La relevancia de todo lo dicho anteriormente para el tema que se está de-
sarrollando es que ninguna autoridad, incluso la democrática, está legitimada
para imponer ideales personales o de excelencia humana ni para moldear la
conciencia de las personas. El principio de la autonomía personal conduce
de acuerdo con »ro al rechazo del perfeccionismo estatal. Esta idea, como
se verá más adelante, es de suma importancia para la cuestión relativa a los
alcances de la justicia constitucional.
De acuerdo con el modelo deliberativo de NINO, del principio de autono-
mía se pueden «derivar» un conjunto de derechos básicos, lo cual es indis-
cutible, pues piénsese que la materialización de los ideales de vida requie-
re proteger ciertos bienes que son necesarios para las personas. Se requiere
garantizar, por ejemplo, la integridad corporal, la libertad de expresión y de
movimiento, la libertad de asociación, de profesión, por mencionar algunos
ejemplos. Todos esos bienes, y otros más, son condiciones necesarias para
realizar los planes de vida.
A pesar de su gran potencial, este principio es insuficiente, tomado aisla-
damente, para fundamentar los derechos humanos. Requiere un criterio adi-
cional que impida, por ejemplo, disminuir la autonomía de algunas personas
con el fin de maximizar la autonomía de otras, piénsese, por ejemplo, en una
sociedad esclavista: algunos miembros gozan de mayor autonomía que aque-
llos que están sometidos a esclavitud. Esto se debe, a juicio de NINO, a su
carácter agregativo, lo que quiere decir que no importa cómo esté repartida la
autonomía, sino que basta que ciertos individuos gocen de la posibilidad de
autorrealizarse sin importar el detrimento en la autonomía de otros (como en
la sociedad esclavista, donde los amos están en posibilidad de maximizar su
propio bienestar). Por esas razones, el camino para la fundamentación de los
derechos humanos en el modelo de NINO requiere incluir un principio adicio-
nal como el de la inviolabilidad de la persona.
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 195

3.2.2. El principio de inviolabilidad

El principio de inviolabilidad, como se mencionó recientemente, tiene


como función limitar el principio de autonomía. Una primera formulación
de ese principio puede ser la siguiente: está prohibido limitar la autonomía
de unos individuos con el fin de maximizar la autonomía de otros'. El con-
tenido de este principio se puede rastrear en el segundo imperativo categórico
kantiano, según el cual los individuos deben ser tratados no como medios sino
como fines en sí mismos. Esa formulación, sin embargo, es aún muy general,
por lo que requiere concretarse: se puede decir, por ejemplo, que se trata a una
persona como un medio y no como un fin; cuando se le priva de algo valioso;
cuando se le imponen cargas o restricciones que no le benefician o no se toma
en cuenta sus propios fines.
En el modelo de NINO, el principio de inviolabilidad establece que ningún
individuo deberá ser privado contra su voluntad de aquellas condiciones ne-
cesarias para la realización de su autonomía, bajo el argumento de que dicha
privación favorece a otros individuos. Esto quiere decir que el principio de
inviolabilidad permite limitar al de autonomía personal al prohibir disminuir o
afectar la autonomía de un individuo con el fin de aumentar la de otros indivi-
duos. En palabras de NINO, este principio «proscribe, entonces, imponer a los
hombres, contra su voluntad, sacrificios y privaciones que no redunden en su
propio beneficio» (1\1fivo, 1989a: 239).
Las sociedades liberales se caracterizan por concretar este principio pro-
tegiendo bienes fundamentales como la vida, la libertad, la integridad cor-
poral, etc., y prohíben toda acción o decisión que dañe a esos valores. Estas
restricciones reflejan con claridad el principio moral general que prohíbe im-
poner a las personas ciertos sacrificios a menos que redunden en su beneficio.
Está prohibido, por ejemplo, imponer un daño físico a alguien salvo que, por
ejemplo, se tenga que amputar una pierna a una persona en estado inconscien-
te para que no pierda la vida.
El principio de inviolabilidad, en opinión de NINO, se ofrece como réplica
a las posturas utilitaristas. Se suele decir que esta corriente consiente tratar a
las personas como medios porque permite que los intereses de algunos sean
sacrificados en beneficio de los intereses de los otros. Al utilitarismo le intere-
sa aumentar la utilidad social general, de tal suerte que, desde el punto de vista
consecuencialista propio del utilitarismo, es más valiosa una sociedad de diez
personas en la cual tres de ellas obtienen doce unidades de utilidad, aunque las
otras no obtengan utilidad alguna, que otra sociedad integrada por un número
igual en la cual todas y cada una obtiene una unidad de utilidad. Además, es

22 Cfr. NINO (1997: 79).


196 LEOPOLDO GAMA

erróneo pretender compensar el daño que puede recibir una persona con el
beneficio que obtienen otras, a menos que exista un provecho a favor de la
persona dañada.
La razón por la que el utilitarismo concede que una persona pueda ser
sacrificada en beneficio exclusivo de otra es porque esta corriente no valora
la separabilidad e independencia de las personas, elementos implícitos en la
práctica del discurso moral: «el enfoque agregativo y no distributivo del utili-
tarismo deriva de fundir los intereses de los individuos en un sistema unitario,
desconociendo que son intereses de personas distintas y separadas» (NINo,
1989a: 242). Así pues, el utilitarismo es antiindividualista y otorga un valor
moral a la sociedad considerada como una unidad, más que a las personas y a
sus intereses considerados individualmente.
Obsérvese que las exigencias subyacentes al principio de inviolabilidad
en el modelo deliberativo, pueden rastrearse en los presupuestos del discurso
moral, en especial en el requisito de imparcialidad: recordemos que la impar-
cialidad exige tomar en consideración los intereses de otras personas como si
fueran propios, lo cual supone considerarlos como valiosos en sí mismos. Por
otro lado, los argumentos que permiten rechazar el utilitarismo también sirven
de apoyo para oponerse a las visiones colectivistas según las cuales existen
entidades colectivas que constituyen una persona moral independiente y con
intereses propios. Lo cierto es que entes colectivos como el Estado, las em-
presas o las universidades no poseen intereses distintos a los de los miembros
que las representan o integran, de tal suerte que la única manera de hablar
sensatamente de «intereses» del Estado o de una empresa, por ejemplo, será
en la medida en que puedan ser reconducibles a los intereses de personas de
carne y hueso23.
El principio de inviolabilidad y autonomía son, por sí solos, insuficientes
según NINO para dar fundamento a los derechos característicos de toda socie-
dad liberal. Esto es así, porque en ciertas ocasiones será necesario introducir
cambios en la distribución de ciertas cargas y beneficios. Por esa razón, es
forzoso introducir otro principio que permita operar esas distribuciones sobre
la base del consentimiento de los individuos. Es así como se presenta la ne-
cesidad de recurrir al principio que NINO denomina «dignidad de la persona».

3.2.3. El principio de dignidad

El principio de inviolabilidad de la persona, se apuntó recientemente, im-


pide maximizar la autonomía de un individuo a costa de la de otros. El princi-
pio de dignidad establece una excepción al mencionado criterio pues permite

23 Véase NINo (1989a: 77-78).


EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 197

reducir la autonomía de una persona cuando dicha disminución es consentida.


La persona afectada es la que admite, pues, afectar su autonomía para incre-
mentar la de otras. El principio de dignidad, entonces, tiene como función in-
corporar el consentimiento y la voluntad de los individuos como ingredientes
necesarios para hacer dinámicos los anteriores principios. Admite así restrin-
gir la autonomía de los individuos con la condición de que dicha restricción
sea consentida por los afectados. En palabras de NINO, este principio permite:
tener en cuenta decisiones o actos deliberados de individuos como una base
suficientemente válida para contraer obligaciones, asumir responsabilidades y
perder derechos. De este modo, es posible imaginar un proceso dinámico en
el cual los derechos pueden ser transferidos y perdidos de modo que algunos
individuos puedan disminuir su autonomía a favor de acciones de otros (NINo,
1997: 80).
NINO señala que este principio anula aquella limitación que el principio
de inviolabilidad impone al principio de autonomía. De no existir dicha anu-
lación no sería posible, en su opinión, fundamentar instituciones jurídicas que
imponen obligaciones y responsabilidades a los individuos, tal como sucede
en el contrato privado o la imposición de las penas. En este sentido, institucio-
nes del derecho penal se justifican, a su juicio, porque permiten incrementar la
autonomía de los individuos que componen una sociedad.
El principio de dignidad se dirige contra algunas concepciones sociales
de corte determinista según las cuales las acciones humanas no son libres ni
voluntarias pues están condicionadas por factores biológicos, antropológicos,
psicológicos, históricos, socioeconómicos, etc. El determinismo excluye a las
acciones voluntarias como base para generar obligaciones, responsabilidades
y derechos. Rechazar que las acciones humanas estén predeterminadas por la
biología, la historia, la psicología, etc., permite justificar muchas instituciones
jurídicas tales como los contratos civiles, la responsabilidad penal o la repre-
sentación política.

3.3. Fuerza de los derechos y paradoja de la irrelevancia moral


del gobierno

NINO apunta que de la combinación entre los tres principios mencionados


permite derivar un conjunto de derechos básicos que constituyen el referente
justificativo (o bien, la dimensión ideal), de toda Constitución. En virtud del
principio de autonomía es posible definir un conjunto de bienes que requieren
protegerse mediante su configuración como derechos pues, de ese modo, se
aseguran las condiciones que hacen posible elegir y materializar planes de
vida. La inviolabilidad impone límites a la maximización del interés colectivo
en decremento de la autonomía. Finalmente, el principio de dignidad de la
198 LEOPOLDO GAMA

persona introduce el consentimiento y voluntad de un individuo como condi-


ción para reducir su propia autonomía.
En estos momentos es posible referirse a una tesis fundamental del mo-
delo deliberativo que NINO denomina «teorema fundamental de la teoría ju-
rídica», un corolario de la fundamentación que nos ofrece de los derechos
humanos:
las normas jurídicas no constituyen razones operativas para justificar acciones
o decisiones como las de los jueces, a menos que se las conciba como deri-
vadas de principios morales, o sea juicios nounativos que exhiben los rasgos
distintivos de autonomía, finalidad justificatoria, universalidad, generalidad,
superveniencia y publicidad (NINo, 1980a: 108)24.
De acuerdo con esta idea, el derecho (entendido como el producto de un
acto de voluntad, esto es, puesto por una autoridad) ofrece razones parciales
para justificar una decisión jurídica, como las que efectúan el legislador o los
tribunales. Es decir, las normas jurídicas son insuficientes, consideradas ais-
ladamente, para justificar acciones y decisiones. En el modelo de NINO, una
decisión estará justificada siempre y cuando se fundamente en los principios
morales de los que se derivan los derechos fundamentales. De tal manera, si
una norma transgrede aquellos principios, entonces no será relevante para la
justificación de decisiones como las que tienen que adoptar los jueces cons-
titucionales. El siguiente pasaje, escrito con posterioridad al anteriormente
citado, apunta con mayor claridad hacia la problemática señalada:
las acciones y decisiones, como aquellas que se toman respecto de problemas
constitucionales, no pueden ser justificadas sobre la base de normas positivas
tales como la Constitución histórica, sino solo sobre la base de razones autó-
nomas, que son, al fin de cuentas, principios morales. Presumiblemente aque-
llos principios morales establecen un grupo de derechos fundamentales [...].
Esos principios son aún considerados la base última de la justificación en el
razonamiento práctico, a la luz de los cuales la Constitución histórica es o no
legitimada (1\fitsio, 1997: 70).
Ahora bien, debe tomarse en cuenta que tanto la legitimidad y alcance
del proceso democrático, como la relevancia de la Constitución para el ra-
zonamiento práctico justificativo (y, como se verá más adelante, también la
justificación de la justicia constitucional), dependerán del modo como se con-
figuren las implicaciones teóricas de esta forma de justificar los derechos. Por
eso, a mi modo de ver, el constitucionalismo deliberativo pretende ofrecer un
encaje de todas estas piezas en un panorama más coherente y consistente. A
estas alturas, pueden señalarse algunas consecuencias que se desprenden de
las consideraciones recién señaladas sobre la fuerza justificativa de los dere-
chos humanos:

24 La misma idea se maneja en NINo (1996: 70 y 1980b: 34).


EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 199

1) Que los principios morales de los que se derivan los derechos se en-
cuentran en el nivel último de justificación de las decisiones jurídicas.
2) Que la legitimidad de toda acción o decisión jurídica, así como de las
normas resultantes de ellas, depende de su congruencia con los principios que
sirven para fundamentar los derechos.
3) Que, como se mostrará más adelante, esos derechos determinan, de
algún modo, el alcance del procedimiento democrático.
La fuerza justificativa de los derechos en el modelo deliberativo es la prue-
ba, puede decirse, de la conexión justificativa entre el derecho y la moral,
pues es inevitable remitirse a principios morales para que las normas jurídicas
justifiquen acciones y decisiones. Cualquiera que admita este postulado tiene
que hacer frente a dos planteamientos muy importantes:
a) Por un lado, parece implicar que la existencia de un orden jurídico
está justificada en tanto garantice la plena realización de los derechos indi-
viduales, lo que equivale a afirmar que la legitimidad de un sistema jurídico
estará condicionada por la satisfacción de los derechos. En palabras de NINO:
«es la función de hacer efectivos los derechos individuales básicos lo que
provee la justificación moral primaria de la existencia de un orden jurídico, o
sea de un gobierno establecido» (NINo, 1989a: 368). En este sentido, la exis-
tencia de un orden jurídico deviene necesaria como medio para limitar la au-
tonomía de los individuos con el fin de preservarla, e. g., prohibiendo la reali-
zación de determinadas acciones que atenten contra esa esfera. Si el derecho
no funcionase como mecanismo para limitar la autonomía de los individuos,
apunta NINO, esta se estaría violando por omisión.
b) La segunda consecuencia a la que conduce la fuerza justificativa de
los derechos puede resultar un tanto desconcertante. Si lo relevante, para efec-
tos de la legitimidad del orden jurídico, es su congruencia con las exigencias
sustantivas que provienen de los derechos, entonces en qué contribuye la for-
ma de gobierno para fortalecer dicha legitimidad. ¿Qué añade a dicha justifi-
cación la forma de gobierno, el método, como decía KELSEN, de creación de
las normas jurídicas? ¿No acaso sería ya irrelevante, para efectos de la justifi-
cación de decisiones en el ámbito del derecho, el que estas provengan de una
autoridad democrática? Es decir, la fuerza justificativa de los derechos impli-
caría que, una vez estando garantizadas en cierta medida las exigencias deri-
vadas de los principios de autonomía, inviolabilidad y dignidad de la persona,
la forma de gobierno añade poco a la cuestión de la legitimidad de derecho.
Esto significaría entonces que «en la medida en que el orden jurídico satis-
faga las condiciones muy estrictas que definen la promoción de los derechos
individuales básicos, y que, en el espacio que estos derechos dejan libre, esté
correctamente orientado hacia la consecución de objetivos colectivos válidos,
poco importa el origen de sus normas, es decir, poco importa la forma del
gobierno que dicte tales normas» (NINo, 1989a: 369). Bajo estas premisas,
200 LEOPOLDO GAMA

continúa, parecería que no habría nada que objetarle a aquel que usurpara el
poder y estableciera un régimen autocrático con el único fin de garantizar los
derechos básicos.
Este problema, cuya resolución me parece de capital importancia para
toda doctrina constitucional que pretenda dar cuenta de la legitimidad de las
decisiones jurídico-políticas", es identificado por NINO bajo el nombre de la
«paradoja de la irrelevancia moral del derecho y del gobierno» que consiste
en lo siguiente: si el origen o la forma como son dictadas las normas jurídi-
cas no proveen razones para justificar acciones y decisiones sino que son los
principios morales los que en última instancia proveen dicha justificación,
entonces, ¿cuál es la relevancia de las normas jurídicas y de la forma de
gobierno? 26.
Desde estas premisas, y una vez que reconoce como «utópica» la plena
coincidencia entre normas jurídicas y normas morales, NINO se acerca al pro-
blema formulando las siguientes preguntas: ¿hay alguna forma de gobierno
que minimice la probabilidad de desvíos morales en la creación y aplicación
de normas jurídicas?, ¿hay alguna forma de gobierno que garantice en alguna
medida la obligatoriedad de sus normas jurídicas aun cuando su contenido
llegue a ser incorrecto desde el punto de vista moral? (1\liNo, 1989a: 370).
La forma de gobierno que permite solucionar la paradoja de la irrelevancia
es la democracia, entendida como sucedáneo del discurso moral, posición que
lleva a NINO a defender un modelo deliberativo de democracia. Solo con una
teoría de ese calibre es posible superar el problema general de la justificación
de la autoridad normativa, consistente en pasar de la autonomía moral a la
heteronomía característica del derecho. Se presentará esta propuesta una vez
que se muestren los argumentos de NINO para rechazar otras concepciones de
la democracia que, en su opinión, deben descartarse por su imposibilidad de
hacerse compatibles con la moral.

4. LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA

Una vez que fueron presentadas las ideas de NINO sobre la posibilidad de
derivar un conjunto de derechos individuales básicos a partir de los principios
de autonomía, dignidad e inviolabilidad, corresponde detenerse en la justifica-

zs paradoja de la irrelevancia moral del gobierno hace evidente, ami modo de ver, los defectos
de un acercamiento puramente sustantivo al problema de la legitimidad política, véase la discusión más
adelante en el capítulo IV.
26 En el mismo sentido apunta RAZ (1986: 48) cuando habla de la «tesis de la no diferencia» según
la cual, al coincidir las prescripciones de la autoridad con aquello que moralmente debe hacerse se po-
drá decir que si bien es cierto existen razones para actuar, el hecho de que la autoridad lo haya prescrito
no vendría a constituir una de esas razones.
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 201

ción de la autoridad democrática propuesta por este autor, y que es apta para
solucionar el problema de la irrelevancia moral del gobierno y de sus leyes.
A grandes rasgos, las teorías deliberativas tienen como objetivo articular
una concepción normativa de la legitimidad de la autoridad política, centra-
da en la deliberación pública entre ciudadanos. Para que el procedimiento
político asegure legitimidad, la discusión colectiva debe trascender la mera
competencia por hacer prevalecer el autointerés de ciertos grupos y partidos
políticos. La política democrática envuelve así más deliberación y menos ne-
gociación. Los deliberativistas otorgan valor al ideal de la legislación racional,
la participación política y el autogobierno. Consideran que el ideal de la au-
tonomía se ve potencializada a través del uso del uso público de la razón y el
consenso mayoritario en torno a principios.
A diferencia de otras teorías dirigidas a justificar la democracia como for-
ma de gobierno, la de MINO presenta un rasgo sobresaliente que reside en el
vínculo entre la moral y la política. Dichas esferas quedan unidas gracias a que
el gobierno democrático se concibe como la institucionalización de la práctica
del discurso moral. La discusión colectiva es el medio más confiable para ac-
ceder a principios válidos de moralidad social lo que lleva a afirmar que ofrece
a una persona razones para observar los resultados de la discusión colectiva
a pesar de que su reflexión individual indique lo contrario. La democracia
es pues, a grandes rasgos, un procedimiento de discusión moral «aplicado a
asuntos públicos» (NINo, 1989a: 387)27.
La cuestión concerniente a la justificación de la autoridad —de la autori-
dad en general y no solo de la democrática— se ha relacionado con la pregun-
ta relativa al por qué obedecerla, lo que no es sino otro modo de preguntarse
sobre el fundamento de la obligación de obedecer el derecho. Ofreceré una
interpretación de la respuesta que ofrece NiNo a esta cuestión, no sin antes
descartar algunas concepciones alternativas de la democracia.

4.1. Concepciones opuestas de la democracia

Desde Ética y derechos humanos NINO ya se había detenido a analizar di-


versas concepciones destinadas a resolver el problema de la justificación de la
democracia. Sin embargo, en La Constitución de la democracia deliberativa
dicho examen se amplía, no solo por la inclusión de otras tantas teorías que
no habían sido tratadas con anterioridad, sino también, porque añade otros
argumentos que clarifican mejor su rechazo. La clave de la crítica de NINO
se encuentra en la negación o aceptación de una relación entre la esfera de

27 Para una lúcida reconstrucción de la teoría de la democracia de NINO es referencia obligada


RóDENAS ( 1 996).
202 LEOPOLDO GAMA

la política y la esfera de la moral. Sobre esta base, se distinguen tres tipos de


concepciones: las que rechazan una relación entre política y moral; las que
aceptan dicha relación; o bien, las concepciones mixtas.
Con el objeto de evaluar estas teorías el modelo deliberativo las somete al
siguiente examen: 1. ¿Cómo concilian las tres dimensiones del constituciona-
lismo? 2. ¿Olvidan alguna de las dimensiones importantes, o bien, ¿cuál es la
relación resultante entre la dimensión de los derechos, la de la democracia y
la de la Constitución? 3. ¿Son capaces de superar la paradoja de la irrelevan-
cia moral del gobierno? Reconstruiré muy brevemente las razones que ofrece
NINIO para rechazar estas concepciones de la democracia.

4.1.1. Concepciones que rechazan una relación entre la moral y la política

Dentro de este primer grupo de concepciones se encuentran: la justifi-


cación utilitarista de la democracia el análisis económico de la democracia
y la concepción elitista de la democracia, entre otras. Sin embargo, bastará
detenerse en la versión utilitarista de la democracia porque refleja muy bien
la idea de separación entre política y moral. Posteriormente el análisis se
limitará a enumerar los rasgos generales de las restantes concepciones de la
democracia.
El utilitarismo es una teoría ética que valora las acciones o instituciones
por la «utilidad» de sus consecuencias i. e., en tanto que contribuyan a la
maximización de cierto bien o bienes considerados valiosos—, y no por sus
cualidades intrínsecas. Esta concepción se ubica así en el campo de la ética
dentro de las llamadas teorías «consecuencialistas» las que, a diferencia de
las llamadas «deontologistas», no valoran las acciones en sí mismas sino en
virtud de ciertas consecuencias deseables. Por tanto, las doctrinas utilitaris-
tas distinguen entre estados de cosas (acciones o instituciones) considerados
buenos en sí mismos y estados de cosas considerados buenos únicamente
desde un punto de vista instrumental. Existen distintas versiones del utili-
tarismo que se diferencian unas de otras dependiendo de qué sea lo que se
defina como «bien».
Tradicionalmente el utilitarismo se ha identificado con la corriente hedo-
nista que define el bien como la búsqueda del placer y la ausencia del dolor.
De acuerdo con esta propuesta, una acción o institución será preferible a otra
si contribuye al placer del mayor número. Otra versión del utilitarismo amplía
la noción hedonista del bien y valora las acciones o instituciones en tanto con-
tribuyan a la satisfacción de los intereses y preferencias de los individuos sea
cual sea su contenido. En este sentido, frente a un problema social determina-
do, el utilitarismo considerará buena o correcta aquella solución que satisfaga
el mayor número de intereses y preferencias.
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 203

A pesar de que existen diversas versiones del utilitarismo, es posible enu-


merar ciertos rasgos comunes a todas ellas y que resultan atractivos cuando
se intenta justificar el sistema democrático desde una sede consecuencialista:
a) En primer lugar, una característica frecuentemente señalada acerca
de esta doctrina es el hecho de que sea cual sea el contenido de un interés o
preferencia este debe ser tomado en cuenta al momento de evaluar la solución
a un conflicto determinado.
b) En segundo lugar, el utilitarismo presenta un aparente carácter iguali-
tario, i. e., todas y cada una de las preferencias en juego cuentan como iguales,
lo que quiere decir que todo individuo capaz de gozar de un bien determinado
es para el utilitarismo un sujeto moral y no existe por tanto discriminación
alguna 28.
De acuerdo con NINO, el utilitarismo concibe a la democracia como un
procedimiento que permite aumentar o maximizar un bien determinado: ya
sea la satisfacción de las preferencias de los individuos, el aumento de la auto-
nomía personal o incluso la satisfacción de derechos individuales. Sin embar-
go, afirma NINO, este «es un modo demasiado contingente para adscribir valor
a la democracia. Uno debe corroborar en cada caso si es verdad que las con-
secuencias reales del sistema democrático son más conducentes al bien que
aquellas que resultan de sistemas alternativos de gobierno» (NINo, 1997: 106).
Por otro lado, cuando la regla de la mayoría se contempla como un arreglo
que permite satisfacer las necesidades y preferencias del mayor número de los
individuos de un grupo, existe el peligro de que se frustren los ideales utilita-
ristas, pues para satisfacer las preferencias es necesario tomar en cuenta sus
intensidades29, y, en este sentido, «la regla de la mayoría simple puede tener
resultados antiutilitaristas si los intereses de la mayoría son mucho menos
intensos que aquellos de la minoría» (NINo, 1997: 107).
Otra dificultad que presenta el utilitarismo consiste en que no ofrece res-
puesta a la cuestión de cómo proceder en situaciones en las que están impli-
cadas no ya preferencias personales o internas sino preferencias impersona-
les o externas, como, por ejemplo, la preferencia por la prohibición o por la
permisión del aborto. A esto subyace la idea afirmada por NINO de que «las
preferencias impersonales son «imperialistas», en el sentido de que no pueden
ser satisfechas sin excluir la satisfacción de las preferencias opuestas» (NINo,
1997: 108).

28 Para la caracterización del utilitarismo me he apoyado en GARGARELLA (1999) y NINo


(1980b: 391 y SS.).
29 Si bien es cierto es posible saber el orden de las preferencias de los individuos —e. g., que un
individuo A prefiere X a Y, y que otro B prefiere de igual manera X a Y—, no es posible, sin embargo,
determinar el vigor o intensidad de estas preferencias, es decir, la pregunta sobre la fuerza con la que
una persona prefiere X. Tal dificultad hace imposible realizar comparaciones acerca del peso que una
persona asigna a una preferencia dada por lo que, en el fondo, la perspectiva utilitarista no permite
realizar «comparaciones interpersonales del bienestar», COOTER y ULEN (1998).
204 LEOPOLDO GAMA

La crítica más demoledora en contra del utilitarismo es la denuncia de


que permite sacrificar los intereses de una minoría cuando es un medio ade-
cuado para maximizar los de una mayoría. El principio de maximización
empleado para resolver determinadas situaciones sociales viola el principio
de dignidad personal al no tener en cuenta la idea de separabilidad e indepen-
dencia de los individuos en el momento de hacer el balance de agregación
de preferencias. Para el modelo deliberativo este tipo de visión holista de la
sociedad es, definitivamente, contraria al liberalismo. Los anteriores argu-
mentos nos conducen a una crítica rotunda consistente en el hecho de que el
utilitarismo parece no tener en cuenta el peso impuesto por la dimensión de
los derechos, rasgo característico del constitucionalismo: el carácter agrega-
tivo del utilitarismo parece chocar frente a la idea de los derechos como ba-
rreras en contra del intento por maximizar la satisfacción de las preferencias
de los individuos.
Ahora ya se pueden presentar los rasgos generales de las concepciones de
la democracia que niegan una relación entre la esfera de la moral y la política,
es decir: el análisis económico de la democracia, la concepción elitista, la
pluralista y la consensualista. Estas concepciones de la democracia consideran
como un hecho dado los intereses y preferencias de los individuos. En con-
secuencia, la democracia será vista como un procedimiento que no tiene por
objeto modificar moralmente los intereses y preferencias de las personas. Esas
posturas poseen, además, una visión pesimista de la naturaleza humana según
la cual los individuos y grupos actúan por inclinaciones autointeresadas. Es-
tán acompañadas de una concepción metaética relativista. De tal suerte, al no
existir razones objetivas para la descalificación de una posición determinada
como inmoral, limitarán el papel de la democracia como un mecanismo que
deberá ceñirse exclusivamente a la conciliación de posturas antagónicas o in-
tereses en pugna. Sin embargo, el problema central de las anteriores posturas
es que no explican por qué ha de preferirse el procedimiento democrático por
encima de cualquier otro procedimiento de toma de decisiones. En general,
son contrarias a una concepción liberal de la sociedad ya que identifican al
individuo con determinados intereses más que con su capacidad para elegir
entre cualquiera de ellos.

4.1.2. Concepciones que admiten una relación entre la moral y la política

Las teorías que, según Neo, aceptan una relación entre la política y la
moral son las siguientes: 1) la teoría de la democracia basada en la idea de so-
beranía popular; 2) las teorías perfeccionistas de la democracia, y 3) las con-
cepciones dialógicas. Para estas la democracia es vista como un mecanismo
a través del cual sí es posible transformar los intereses y preferencias de los
individuos.
EL CONSTITUCIONALTSMO DELIBERATIVO 205

1) La concepción según la cual el ideal de autogobierno se realiza


cuando el pueblo se gobierna a sí mismo, es decir, que la democracia se
basa en la idea de soberanía popular, es rechazada por NINO no solo por
ser imposible de llevar a la práctica, sino, también, por la imposibilidad de
definir lo que se entiende por «pueblo». De tal manera, los problemas que
esta concepción enfrenta dependen de qué sea lo que se entiende por dicho
término.
i) Si por «pueblo» se entiende todos y cada uno de los individuos que
componen una sociedad, solamente la unanimidad i. e., que cada indivi-
duo acepte o apruebe las decisiones que regirán la vida colectiva , satisface
la idea de autogobierno y esto precisamente lo hace difícil de llevar a la
práctica.
ii) Cuando por «pueblo» se entiende ya no «todos y cada uno de los in-
dividuos de un grupo», sino solamente la mayoría de ellos, la idea de autogo-
bierno no se satisface. En este caso, la coincidencia de opiniones por un grupo
de individuos no provee razones suficientes acerca de por qué una minoría
estaría obligada por la opinión mayoritaria. Ahora bien, esto no significa que
sea imposible justificar la existencia de un gobierno mayoritario, sino que en
tanto se pretenda fundar la idea de «gobierno del pueblo» en el mero hecho
de una concurrencia de opiniones o de votos, el denominado autogobierno se
torna ilusorio. En este sentido añade NINO que «autogobierno» significa que
un individuo o un grupo se gobierna a sí mismo cuando «sus obligaciones son
el producto de sus preferencias» (NINO, 1989a: 375).
iii) Otra posible interpretación de «pueblo» consiste en identificarlo con
un sector de la población que se distingue del total de los individuos por po-
seer cierto rasgo relevante. Ya sea que el rasgo que se tome en cuenta sea
la pertenencia a una determinada raza, a una clase social o bien cierto nivel
de ingresos, esta concepción adolece de los mismos defectos que la anterior.
Incluso, añade NINO, puede darse la circunstancia de que las preferencias de
los miembros del grupo relevante no coincidan entre ellas, por lo que, a fin
de cuentas, se estaría desvirtuando en mayor medida el ideal de autogobierno
mediante la imposición de las preferencias u opiniones mayoritarias de un
grupo perteneciente a un sector de la población.
iv) Otras concepciones de la democracia han tendido a identificar al
«pueblo» con una entidad colectiva o supraindividual. El pueblo así entendido
es poseedor de una voluntad general dirigida siempre a la búsqueda del bien
común irreductible a las preferencias de los individuos. El problema de esta
concepción radica en opinión de NLNO, en que el «pueblo», entendido en esos
términos, no es más que una persona colectiva. La persona colectiva es una
construcción lógica que, como tal, carece de intereses propios. Desde el punto
de vista del discurso moral conceptos tales como «pueblo», «estado», «na-
ción», etc., no poseen intereses y por tanto no son «centros de autoconciencia»
relevantes para el discurso moral.
206 LEOPOLDO GAMA

2) Para la concepción perfeccionista, la democracia se concibe como un


procedimiento idóneo para el desarrollo moral de los individuos a través de la
promoción de ciertos valores, en especial, aquellos de orden público dirigidos
al desarrollo de virtudes ciudadanas. El Estado, por tanto, está obligado a in-
culcar estos valores alejándolos así del deseo de perseguir su propio interés.
Esta concepción de la democracia resulta contraria a los ideales del liberalis-
mo ya que según el principio de autonomía personal —al establecer la libre
elección y persecución de cursos de acción y planes de vida que no interfieran
con la autonomía de otros individuos , impone al Estado un deber de no
interferencia a pesar de que se trate de fomentar virtudes cívico-democráticas.
En este sentido, las concepciones perfeccionistas de la democracia se olvidan
del peso impuesto por la dimensión de los derechos propia del constituciona-
lismo. Por otro lado, advierte NINO (1989a: 141), este tipo de concepciones
perfeccionistas de la democracia no son tan claras respecto a la solución de la
paradoja de la irrelevancia moral del gobierno.

3) Finalmente, para los enfoques dialógicos es posible transformar la


propensión autointeresada de los individuos a través de la deliberación bajo la
premisa de que el rasgo central del dialogo consiste en que todas las posturas
deben sostenerse desde un punto de vista imparcia130. Este tipo de concepción
es sostenida por autores como MACPHERSON, ACKERMAN y RAWLS. Sin embar-
go, apunta NINO, a pesar de las virtudes de estas concepciones son insuficientes
para justificar la democracia en el marco del constitucionalismo porque no per-
miten discutir sobre la corrección moral de principios intersubjetivos. Estas teo-
rías son concepciones neutras de la democracia que, a pesar de incluir la posibi-
lidad del dialogo como medio para transformar los intereses de los individuos,
no proveen razones para adoptar el resultado de una deliberación determinada.

4.1.3. Concepciones «mixtas»

La concepción sostenida por los federalistas norteamericanos, en particu-


lar, la concepción de J. MADISON sobre la democracia, es de tipo mixto: conju-
ga la postura pluralista con la virtud del diálogo como componente idóneo para
neutralizar la conformación de grupos facciosos. Para NINO, una teoría recien-
te que hace eco de estas ideas es la concepción «dualista» de ACKERMAN 31.
Para el autor norteamericano existen dos momentos políticos: los momentos

30 Uno de los primeros trabajos que distinguen, por un lado, entre aquellas concepciones que
contemplan la democracia como un mecanismo que permite agregar o «filtrar» preferencias y, por otro,
aquellas que ponen énfasis en la transformación de intereses y preferencias a través de la deliberación,
es el de ELSTER (1986).
31 Se trata de una concepción que distingue «entre dos clases distintas de decisiones políticas a las
que adjudica distinta legitimidad; primero, decisiones tomadas por el pueblo mismo; segundo, decisio-
nes tomadas por el gobierno», ACKCRMAN y ROSENKRANTS (1991: 16).
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 207

de «política constitucional» y los momentos de «política normal». NINO objeta


a esta concepción la falta de reconocimiento acerca de la relevancia justificati-
va de los derechos como contrapeso al procedimiento democrático.
Las teorías que se han examinado presentan problemas de distinto tipo.
Algunos de sus inconvenientes pueden atribuirse a inconsistencias internas,
otros, como por ejemplo los que tienen que ver con las concepciones que re-
chazan la relación entre política y moral, se presentan porque son incapaces
para resolver problemas de acción colectiva o para dar cuenta de valores como
la libertad y la igualdad, estrechamente relacionados con la democracia cons-
titucional. Además, muchas de estas teorías o bien son incapaces de superar
la paradoja de la irrelevancia moral del gobierno, o no son conscientes de la
naturaleza y límites impuestos por la dimensión de los derechos, o bien son
incapaces de conciliar sus propuestas con la importancia de preservar la prác-
tica constitucional. A continuación, se analizará la alternativa que presenta el
con stituc ionalismo deliberativo.

4.2. La democracia como sucedáneo del discurso moral

La teoría de la democracia ofrecida por el modelo deliberativo, a dife-


rencia de algunas de las concepciones antes expuestas, presenta como rasgo
característico una conexión entre la esfera de la política y la moral. El valor
del procedimiento democrático se funda en su capacidad para transfoimar las
preferencias de los sujetos que intervienen en la deliberación 32. El mecanismo
para lograr tal fin es la deliberación pública. En ese sentido, la democracia se
entenderá como la aplicación de la regla de la mayoría para la toma de deci-
siones, precedida por un procedimiento de deliberación.
Ya se había mencionado anteriormente que la práctica del discurso moral
es una técnica que cumple como función social resolver conflictos y gene-
rar cooperación mediante el consenso sobre principios. El constitucionalis-
mo deliberativo pretende trasladar estos mismos fines al vincular el gobierno
mayoritario con la discusión pública de cuestiones de moralidad social. En
concreto, la relación entre la democracia y el discurso moral se expresa en
estos términos:
además de ser el régimen que mejor promueve su expansión, la democracia es
un sucedáneo del discurso moral [...] una especie de discurso moral regimen-
tado que preserva en más alto grado que cualquier otro sistema de decisiones
los rasgos del discurso moral originario, pero apartándose de exigencias que

32 De ese modo, la concepción de la democracia de NINo pretende desarrollar un modelo de


democracia que funciona como criterio regulativo y crítico de las democracias realmente existentes.
Sobre la función de las teorías normativas para la justificación de la autoridad política véase RÓDENAS
(1991 y 1996).
208 LEOPOLDO GAMA

hacen que ese discurso sea un método inestable e inconcluyente para arribar a
decisiones colectivas (N1No, 1989a: 388).
A continuación, se intentará detallar a fondo los rasgos de esta concepción
en el siguiente orden:
1) En primer lugar, se abordará la manera como se da el paso del discur-
so moral a la democracia.
2) En segundo lugar, se mostrará en qué consiste el valor inherente al
procedimiento democrático.

4.2.1. Del discurso moral a la deliberación política

La concepción de la democracia del constitucionalismo deliberativo está


ligada a una concepción metaética que, como ya se señaló, está basada en una
posición intermedia entre la postura de RAWLS y de HABERMAS que el mismo
NINO denomina «constructivismo ético». Para esta concepción, la práctica del
discurso moral es una técnica que tiene por objeto lograr la cooperación y
evitar o disminuir conflictos. La discusión intersubjetiva es el procedimiento
de mayor fiabilidad para acercarse a la corrección moral, condicionada por la
satisfacción de los presupuestos formales del discurso moral.
La práctica del discurso moral exige que las decisiones adoptadas satis-
fagan el requisito de imparcialidad, que se alcanza cuando las decisiones son
tomadas unánimemente. Todas las personas que puedan verse afectadas por
una decisión deberán participar en la discusión en condiciones de libertad e
igualdad. Además, deberán coincidir respecto a una proposición determinada.
Es por esa razón que NINO considera a la unanimidad como el equivalente
funcional de la imparcialidad.
El tránsito de la moral a la política consiste en el «paso de la práctica ori-
ginal del discurso moral a su sucedáneo regimentado» (Narro, 1997: 167). La
democracia se presenta, pues, como la institucionalización del discurso moral,
pero con algunos cambios en su forma de operar. Toda empresa deliberativa,
ya sea moral o política debe tender a satisfacer el requisito de imparcialidad.
Para ello, como ya se apuntó, es necesario que los que se puedan ser afectados
por una decisión participen en la deliberación.
Ahora bien, la deliberación en sede moral exige un consenso unánime
para la toma de decisiones, pero la deliberación política no debe operar bajo
ese criterio. El paso de la práctica del discurso moral a su sucedáneo exige
ciertos ajustes debido a que, en la práctica, a diferencia del modelo ideal de
discusión moral, es necesario tomar decisiones en un tiempo limitado y un
procedimiento real de discusión no podría alargarse en el tiempo hasta obtener
la unanimidad de opiniones por parte de todos los involucrados.
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 209

Debido a las limitaciones temporales que impone dar fin a una discusión,
es necesario reemplazar la exigencia de aprobación unánime para la toma de
decisiones por la mayoría. Sustituir la unanimidad por un criterio mayoritario
no se debe a meras razones operativas. La regla de mayoría es necesaria para
evitar que se mantenga el statu quo por una minoría, ya que bastaría que un
solo individuo esté en desacuerdo con la mayoría para mantener el estado de
cosas y evitar el cambio. La introducción de la regla de mayoría no impide
que en el proceso deliberativo los participantes tiendan hacia la búsqueda del
consenso unánime, pues es más eficaz lograr un acuerdo mayoritario cuando
los participantes en la deliberación buscan la aprobación de todos 33. Además,
el remplazo de la unanimidad por la aprobación mayoritaria no implica un
abandono del resto de exigencias aplicables al discurso moral originario, tales
como la apelación a principios morales y al resto de estándares formales que
guían el razonamiento práctico justificatorio.
En este modelo discursivo de democracia se reconoce el rol que posee
la negociación para la toma de decisiones colectivas. NINO considera que la
negociación puede ser relevante para que el procedimiento sea más imparcial,
siempre y cuando ciertos grupos minoritarios no se petrifiquen, sino que ten-
gan espacio para llegar a convertirse en una mayoría en un momento dado. La
negociación puede llevar a un partido a la búsqueda de mayores apoyos, de ahí
que pueda ser instrumentalmente apta para incluir los intereses de todos los
afectados. No obstante, la negociación poseería un lugar subordinado en rela-
ción con el potencial epistémico de la argumentación moral sobre principios
públicos. Se descarta categóricamente la negociación sobre la base de los me-
ros intereses de un grupo, pues sus resultados no tienden a la imparcialidad (al
no tomar en consideración los intereses de todos); además, genera problemas
de acción colectiva y pone en peligro el valor de la democracia y los derechos
asociados a ella.

4.2.2. El valor epistemológico del procedimiento democrático

Que la democracia posea un valor epistemológico significa que es un mé-


todo fiable para alcanzar, a través de la deliberación, el conocimiento moral en
asuntos públicos. Una decisión que es resultado de una discusión que permite
poner sobre la mesa, de manera libre y abierta, las diversas preferencias e inte-
reses de las personas involucradas, provee razones para creer en su corrección
moral, en que se trata de una decisión imparcial.
Los procesos deliberativos permiten hallar los errores fácticos o lógicos
que posee una proposición formulada en la discusión. Además, a través de la

" Véase NINO (1989a: 392).


210 LEOPOLDO GAMA

discusión colectiva todos y cada uno de los participantes estarán en conoci-


miento de los intereses ajenos y esto generará una tendencia a la imparciali-
dad. Lo que puede contribuir a acercar al proceso democrático a su modelo
originario es, sin duda, la exigencia de que los participantes justifiquen sus
propuestas frente a los demás. No bastará con que un individuo se limite úni-
camente a describir sus preferencias, sino que deberá apelar a principios nor-
mativos, deberá argumentar, diría NINO, genuinamente. En este sentido, deben
rechazarse los planteamientos que se refieran meramente a deseos o intereses,
los que apelen a la tradición o a las costumbres, a proposiciones que son par-
ciales, los que no sean universalizables, etcétera.
La necesidad de justificar una posición política sometida a la decisión
mayoritaria, incorpora una distinción trazada por J. ELSTER 34 entre argumen-
tación y negociación. Según este autor, en la toma de decisiones colectivas
pueden encontrarse dos formas de comunicación que poseen características
distintivas. La argumentación, consiste en una actividad discursiva que tie-
ne como propósito convencer al oponente mediante razones. En cambio, la
negociación pretende únicamente inducir al oponente a que acepte cierta po-
sición.
El modelo deliberativo, como ya se apuntó, no rechaza la negociación
como mecanismo para la toma de decisiones colectivas. Sin embargo, la su-
bordina a la argumentación pues los participantes deben justificar sus propues-
tas ante los demás y mostrar que sus intereses son legítimos, es decir, que son
válidos para otros (imparciales). De este modo, la democracia efectivamente
podrá cumplir su función de reemplazar al discurso moral. Queda descartada
de plano —como actividad justificada a la luz de los requerimientos del dis-
curso moral— la negociación sobre la base del puro autointerés, aunque siem-
pre podrá reorientarse para que sirva de apoyo a una genuina deliberación.
De acuerdo con Á. RÓDENAS 35, la democracia en el modelo deliberativo
posee un valor instrumental. Debe observarse que NINO fue reconstruyendo
su concepción de la democracia a lo largo de los años, pues en la primera
edición de Ética y Derechos Humanos le otorgaba un valor intrínseco. Ya para
la segunda edición de esa obra, afirma RÓDENAS, NINO varió su postura para
asignarle un valor instrumental: es un mecanismo útil para el conocimiento de
decisiones moralmente correctas, pero no determina por sí mismo la justicia
de las decisiones adoptadas. La propuesta deliberativa sería, según esta auto-
ra, un caso de justicia procesal imperfecta, pues se trata de un procedimiento
que posee una tendencia a generar resultados justos, de acuerdo con criterios
independientes al procedimiento, aunque no los asegura 36.

ELSTER (2000: 345-421).


n RÓDENAS (1996: 256).
96
Analizaré a mayor profundidad este punto en el capítulo IV.
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 211

Además, el valor epistemológico que posee la democracia es relativo,


puesto que su potencial para el conocimiento de conclusiones morales no es
infalible y puede variar en intensidad dependiendo del cumplimiento de las
condiciones que gobiernan la discusión. Sin embargo, si bien es cierto que
este procedimiento no garantiza del todo el requerimiento de imparcialidad,
es superior a otros procedimientos alternativos de toma de decisiones. Simple-
mente, diría ININO, no tenemos a la mano otros mecanismos para decidir con
igual o superior capacidad epistémica y garantía de imparcialidad. El procedi-
miento democrático posee mayor confiabilidad que otros si de lo que se trata es
conocer principios válidos de moral social o intersubjetiva. Es a fin de cuentas
el consenso mayoritario precedido por el diálogo colectivo, lo que otorga a los
resultados de la democracia un valor epistémico. Esto no excluye a la reflexión
individual, pues mediante ella también es posible que una persona pueda acce-
der a conclusiones moralmente correctas, aunque comparativamente su valor
epistémico es más bajo que el de la democracia. No obstante, mientras más se
acerque el procedimiento democrático real al modelo originario de discusión
moral mucho mayor será su calidad epistémica. Ahora bien ¿por qué tendría
que tener valor epistémico el procedimiento democrático, por ejemplo, ante
resultados que sean injustificables? Esto no representa un problema para el
modelo deliberativo puesto que puede afirmarse que cuando el procedimiento
arroja resultados injustificados es porque no se cumplieron los requisitos que
le dan valor'. Los parámetros para evaluar dicho acercamiento, o en su caso,
alejamiento son: a) participación de todos los afectados; b) que cada uno de
los participantes sea libre para expresar su punto de vista; c) que cada pro-
puesta se justifique, lo que quiere decir que la simple apelación a los intereses
o preferencias no es suficiente, sino que esta justificación debe hacerse sobre
la base de principios, y d) la existencia de un consenso mayoritario.

En función de lo dicho, el valor del procedimiento democrático en este


modelo es gradual: aumenta en tanto mayor sea el grado de las condiciones
satisfechas y disminuye en tanto menor sea el grado de satisfacción (NINO,
1997: 180). En definitiva, el valor de la democracia debe compararse con el
de otros procedimientos alternativos para adoptar decisiones". Esta versión
de la democracia es capaz de superar la paradoja de la irrelevancia moral del
gobierno. Se trata de la única forma de entender el gobierno democrático que
se justifica por su capacidad de minimizar la probabilidad de errores morales
en la toma de decisiones colectivas. Si bien es cierto que únicamente los prin-
cipios morales y no las normas jurídicas proveen razones últimas para actuar
(razones «autónomas» en la terminología de NiNo), cuando una norma es de

37 Véase ROSENKRANTZ (1999: 283).


38 Recuérdese que un procedimiento colectivo para la adopción de decisiones es más confiable
que la reflexión individual debido a la dificultad para que un solo individuo pueda representarse, al
momento de decidir, todos y cada uno de los intereses de los individuos potencialmente afectados.
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VIAIV9 OCHOdOTI ZTZ


EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 213

Para concluir, se puede afirmar que aquella forma de gobierno que permite
solucionar el problema general de la justificación de la autoridad normativa
—consistente en pasar de la autonomía moral a la heteronomía característica
del derecho y reduciendo al mismo tiempo la posibilidad de errores mora-
les—, es la democracia entendida como un sucedáneo del discurso moral.

5. LA CONSTITUCIÓN COMO PRÁCTICA SOCIAL

5.1. Relevancia de la Constitución histórica

A lo largo del presente trabajo se ha indicado que el constitucionalismo


deliberativo posee tres dimensiones esenciales: la primera está constituida por
un conjunto de principios a partir de los cuales se infieren un conjunto de
derechos fundamentales; la segunda a partir de los requerimientos impuestos
por un modelo de democracia deliberativa y la tercera por el respeto a la Cons-
titución de un país. Corresponde detenerse ahora en la tercera dimensión del
constitucionalismo deliberativo.
La fuerza justificativa de los derechos —la tesis según la cual las normas
jurídicas no proveen razones para justificar acciones y decisiones en tanto
no satisfagan las exigencias derivadas de los principios morales a partir de
los cuales se derivan derechos fundamentales—, conduce a la paradoja de la
irrelevancia moral del gobierno y de sus leyes. No obstante, solamente una
concepción de la democracia que la articule como un sucedáneo del discurso
moral permite superar la mencionada paradoja. Esa solución, sin embargo, no
resuelve el problema de la relevancia de la Constitución para justificar accio-
nes y decisiones como la de los jueces constitucionales.
Se podría aducir que una Constitución surgida de un procedimiento de-
mocrático reúne claramente los requerimientos impuestos por la segunda
dimensión del constitucionalismo y que así quedaría mostrada su relevancia
para justificar acciones y decisiones. Sin embargo, esto no nos proporciona
según NINO la respuesta general acerca de la relevancia de una Constitución
para el razonamiento práctico, ya que dicha legitimidad democrática puede
cuestionarse. Por tanto, la cuestión que intentará responder esta modelo es la
siguiente: si, y bajo qué concepto de Constitución, esta resulta relevante para
el razonamiento práctico.
La doctrina constitucional exige obediencia a la Constitución histórica de
un país, es decir, al documento que fue sancionado por el poder constituyente
y que se ha aplicado e interpretado a lo largo de los años. Al analizar el papel
de la Constitución desde el contexto del razonamiento práctico justificatorio
(el tipo de razonamiento destinado a justificar acciones o decisiones), es inevi-
table, según Nnvo, advertir dos paradojas: a) la Constitución es radicalmente
214 LEOPOLDO GAMA

indeterminada en cuanto a su significado normativo, y b) la Constitución es


superflua para justificar acciones y decisiones. El problema que esto acarrea
es que, si la Constitución es indeterminada y superflua, entonces cumpliría un
papel normativo muy limitado y, además, no podrá funcionar como contrape-
so al poder democrático.

5.1.1. La indeterminación radical de la Constitución

La indeterminación de la Constitución surge cuando se la concibe mera-


mente como un documento o un texto normativo, es decir, cuando se entiende
como un código de la materia constitucional'. Desde el punto de vista del
razonamiento práctico, el texto, como tal, no ofrecerá criterios para guiar ac-
ciones y decisiones. Con el fin de superar la indeterminación radical de la
Constitución, NINO aclara que el texto constitucional debe convertirse por los
operadores jurídicos en proposiciones aptas para ser usadas como premisas de
un razonamiento práctico justificativo.
Este proceso, sin embargo, es complejo. El operador jurídico optará por
un criterio para asignar sentido al material jurídico. Luego lo aplicará al texto,
extraerá las consecuencias lógicas que se desprendan de las normas conteni-
das en las disposiciones jurídicas estudiadas y subsumirá el caso individual en
la norma. Esta serie de pasos evidencian que, ya sea que se trate de reconstruir
la intención del constituyente, o bien de superar las indeterminaciones semán-
ticas y sintácticas generadas por la vaguedad de las palabras empleadas por el
legislador, o ya sea que se intente superar las contradicciones lógicas entre dos
o más normas, siempre resultará necesario, de acuerdo con el modelo delibe-
rativo, tomar en consideración la dimensión valorativa del derecho. Por esas
razones, toda tarea de interpretación jurídica implica siempre hacer uso de jui-
cios morales: «Sin recurrir a principios valorativos, no es posible elegir entre
dos o más normas contradictorias o cubrir una laguna» (NINo, 1997: 40). Esta
sería la tesis de la conexión interpretativa entre derecho y moral y que guarda
estrecha relación con la llamada moral reading del modelo dworkiniano'.
La indeterminación radical de la Constitución histórica no se presenta del
mismo modo si se la concibe como una práctica o convención que se genera
tanto a partir de la sanción del texto constitucional como por el conjunto de
acciones, actitudes y expectativas de los operadores jurídicos y de la ciudada-
nía en general en torno a ese texto. En otras palabras, la indeterminación de
la Constitución es gradual: es mucho mayor cuando se la concibe como texto
y menor cuando se la concibe como práctica social (NINo: 1997: 41). Sin em-

" Véase GUASTINI (2001: 34 y ss.).


Esta sería la tesis de la conexión interpretativa entre derecho y moral que NINo desarrollaría
con posterioridad (1994: cap. II).
EL CONSTITUCIONALISMO DELTBERATIVO 21 5

bargo, la Constitución así entendida debe superar la prueba de la relevancia


para el razonamiento práctico destinado a justificar acciones y decisiones.

5.1.2. La paradoja de la superfluidad en el contexto de la Constitución

El constitucionalismo deliberativo propone entender la Constitución como


una práctica social que se genera a partir de un texto. Cuando se lo entiende de
este modo, es posible superar, en gran medida, la paradoja de la indetermina-
ción radical. La Constitución, entendida como texto o como práctica social, no
es relevante para determinar la validez de las normas de un sistema jurídico.
Para ejemplificar su posición NINO recurre a la discusión recurrente acerca de
la validez de los tratados internacionales contrarios a la Constitución de un
país. Dentro de esta disputa, o bien se afirma que la Constitución debe preva-
lecer sobre los tratados internacionales (monismo nacional), o que los tratados
internacionales prevalecen sobre la Constitución (monismo internacional), o
bien que ambos tienen una validez independiente (dualismo o pluralismo). Sin
embargo, este debate presenta la peculiaridad de que los argumentos con los
cuales se defienden las posturas antagónicas son completamente circulares: se
defiende la prevalencia de la Constitución apoyándose en las disposiciones de
la Constitución misma. Igualmente, para la preponderancia de los tratados se
argumenta sobre la base de artículos de las convenciones internacionales. Sin
embargo, añade NINO (1980a: 24), no se puede apelar a la Constitución o a las
convenciones internacionales mismas para mostrar aquello que en un inicio se
quiere probar, es decir, su validez.
El anterior ejemplo demuestra que las noimas jurídicas, en este caso la
Constitución y los tratados, no pueden asignarse a sí mismas validez 42. Ade-
más, indica que la validez de un sistema jurídico no puede fundarse sobre las
reglas de ese mismo sistema, sino que deriva de principios externos al mismo.
De tal manera, la validez de la Constitución (o de los tratados) se funda en
principios supraconstitucionales (o suprainternacionales), por lo que se pre-
senta la necesidad de recurrir a consideraciones externas a la práctica consti-
tucional (o internacional) para fundar su obligatoriedad, es decir, considera-
ciones valorativas. La idea que está detrás del planteamiento recién expuesto
es la misma que está presupuesta por la tesis de la fuerza justificativa de los
derechos: el discurso jurídico es un caso especial del discurso moral.
Adicionalmente, ninguno de los sentidos usuales del concepto de norma
jurídica —como práctica social, como acto lingüístico o como texto—, per-
miten emplearse para justificar una acción o decisión. Al afirmarse que una
norma jurídica es una práctica, un acto lingüístico o un texto, a lo que se está

42 Las normas jurídicas, afirma NINO, no pueden otorgarse validez y aquellas que establecen su
propia validez son vacuas por ser autorreferentes.
216 LEOPOLDO GAMA

haciendo referencia es a ciertos hechos y estos, por sí solos, no justifican ac-


ciones o decisiones. En otras palabras, no existe una contradicción pragmática
al afirmar que existe una práctica social que prohíbe P y, al mismo tiempo,
afirmar que debe hacerse P.

Las cosas son distintas, explica Nuio, si se conciben las normas jurídicas
como «juicios normativos». En este caso se incurre en una contradicción prag-
mática si se afirma que existe una norma que prohíbe P y se afirma al mismo
tiempo que debe hacerse P. En este nivel, es oportuno preguntarse: ¿cómo se
determina que una norma constituye un juicio normativo? Siguiendo el esque-
ma de NINO, una primera alternativa consistiría en atender al origen de las nor-
mas. Una norma jurídica sería un juicio normativo cuando ha sido dictada por
cierta autoridad («fuentes acto»), o por estar establecida por cierta práctica so-
cial («fuentes hecho») 43 . Pero este criterio, aclara, no permitiría concebir a las
normas como razones para justificar acciones o decisiones, ya que a partir del
enunciado descriptivo «la norma N ha sido dictada por la autoridad A» no pue-
de derivarse el juicio normativo constituido por esa norma: «Debe hacerse lo
que la norma ordena». Es decir, el razonamiento de este tipo posee la siguiente
estructura: i) «la norma N ha sido dictada por la autoridad A» (por ejemplo, la
norma que sanciona con multa de cien días de salario mínimo arrojar basura
en el las calles ha sido dictada por el cabildo municipal») ; ii) «la autoridad A
debe ser obedecida porque la autoridad A' lo ha prescrito» («el cabildo mu-
nicipal debe obedecerse porque así lo ordena el congreso», y esta última a su
vez se justifica apelando que iii) «la autoridad A' debe ser obedecida porque
la autoridad A...n lo ha prescrito» («el congreso debe ser obedecido porque
así lo establece [...] el constituyente»). Sin embargo, llegará un momento en
el que cabe perfectamente una pregunta adicional: «¿por qué el constituyente
debe ser obedecido?». Todo esto nos conduce, siguiendo la argumentación de
NEN°, a un punto importante: esa autoridad última debe ser obedecida por sus
méritos intrínsecos y un juicio de tales características no puede ser otra cosa
sino un juicio moral. En efecto, «esto significa que si, paradójicamente, una
norma es una norma jurídica, uno debe estar seguro de que la norma deriva
de una regla moral que otorga legitimidad a una cierta autoridad, y de una
descripción de una prescripción de aquella autoridad» (1\lim, 1997: 66, n. 21).

Así pues, para que una decisión —como la de un tribunal constitucio-


nal—, esté justificada, es necesario atender a la legitimidad de dicha norma,
condicionada por su compatibilidad con principios morales que remiten a un
conjunto de derechos fundamentales. Solo si la Constitución es coherente con
los principios morales que justifican los derechos básicos, entonces es legíti-
ma y puede asignar validez a las demás normas del sistema permitiendo así
su utilización como razón justificativa. Sin embargo, dado que esos derechos

43 Para la distinción entre fuentes-acto y fuentes-hecho véase Aculió (2000).


EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 217

pueden inferirse de los principios morales mismos, la Constitución entendida


como práctica social se torna (aparentemente) superflua para el razonamiento
práctico. Por esa razón NINO afirma que
una Constitución no es legítima y no puede ser empleada para justificar acciones
y decisiones si ella carece de cierto contenido necesario o básico. Si incluye tal
contenido es superflua, porque las justificaciones pueden ser inferidas directa-
mente de los principios morales que prescriben su contenido (N)No, 1997: 46).

5.2. Relevancia de la Constitución: la conexión entre derecho y política

El deliberativismo es consciente de que una teoría coherente con los idea-


les y el desarrollo del constitucionalismo debe ofrecer un criterio para deter-
minar la importancia de una Constitución sin conformarse con su aparente
superfluidad cuando se la examina a la luz del razonamiento práctico justifica-
tivo. Por esa razón, el modelo opta por otra ruta para demostrar que la Cons-
titución no es un símbolo irrelevante frente al «imperialismo de la moral» 44.
La vía para argumentar a favor de la relevancia de la Constitución his-
tórica consiste en apelar a su carácter convencional-limitativo del poder. Se
apoya en la tesis de N. MACCORMICK (1989), según la cual la operatividad de
una democracia depende en gran medida de su arraigo en un orden constitu-
cional que garantice la separación de poderes y el respeto por los derechos
fundamentales. NINO afirma que, gracias a la Constitución, es posible el fun-
cionamiento del procedimiento democrático, ya que es mucho más estable y
eficaz si opera dentro de los marcos convencionales que impone. La tesis es
que el funcionamiento de la democracia requiere insertarse dentro del marco
normativo de una Constitución en los siguientes términos:
la Constitución de un país es relevante en cuanto constituye su convención
fundamental, que encierra un acuerdo a través del tiempo entre diversos grupos
sociales acerca de cómo debe distribuirse el poder que monopoliza la coacción
estatal y cuáles son los límites de ese poder frente a los individuos. En tanto
convención fundamental de la sociedad, la Constitución, si bien puede limitar
la democracia, cuando establece procedimientos que no son los que maximi-
zan la validez del método de discusión y decisión democráticas, también hace
posible alguna forma aún imperfecta de democracia (NINo, 1980a: 46).
Sin embargo, agrega NINO, a pesar de lo indiscutible que pueda parecer la
idea de MACCORMICK sobre la viabilidad de una democracia que opera bajo
los márgenes constitucionales, no resulta tan claro comprender las consecuen-
cias que se desprenden de concebir a la Constitución como una convención
con tales características. Por una parte, es cierto que un pacto o convención
permite resolver problemas de acción colectiva. Se trata de situaciones en las

44 Cfr. NINO (1994: 82).


218 LEOPOLDO GAMA

cuales pueden ser frustradas las intenciones de las partes «por no poder jus-
tificar su comportamiento sobre la base de expectativas acerca del comporta-
miento de las otras partes que interactúan en ellas» (NiNo, 1997: 48).

NINO añade que una descripción correcta de una situación tal quedaría
incompleta si no se toma el punto de vista interno, es decir, si se ignoran las in-
tenciones de los participantes. En este sentido, lo que permitiría a fin de cuen-
tas distinguir una convención de otra sería la conciencia de los participantes
acerca de su colaboración en una práctica social, lo que implica la expectativa
de actuar conforme a esa conducta siempre y cuando todos actúen de la misma
manera. Entonces, la particularidad de toda convención constitucional radica
en el hecho de que sus participantes (legisladores, jueces, ciudadanos), están
involucrados en una obra colectiva de cierta duración que se rige por criterios
de racionalidad específicos. Para aclarar el rol que desempeñan los operadores
jurídicos dentro del orden constitucional NW emplea la analogía de la cons-
trucción de una catedral".

El papel que les corresponde a los operadores del derecho dentro de una con-
vención constitucional es similar al del arquitecto encargado de la construcción
de una catedral, ya que la práctica colectiva generada a partir de la convención
constitucional es como la construcción de una catedral: una obra que se realiza
a lo largo del tiempo y cuyo resultado depende de la actuación de distintos agen-
tes. El arquitecto encargado de iniciar o continuar la construcción tendrá ciertas
preferencias arquitectónicas guiadas por concepciones estéticas propias o por
las predominantes de la época. Conforme a ellas, deberá juzgar qué criterio de
construcción utilizará. Sin embargo, ese criterio estará restringido por el hecho
de que probablemente no verá la obra terminada y de que en un futuro otro la
completará continuando con lo ya construido. De tal manera, deberá tener en
cuenta, al momento de continuar con la construcción, el criterio arquitectónico,
las consideraciones estéticas que ya fueron consideradas por sus predecesores,
así como también deberá prever aquellas que lleguen a adoptar sus sucesores.
Así las cosas, el arquitecto decidirá o bien continuar la construcción empleando
el mismo estilo arquitectónico usado con anterioridad; o cambiar el estilo sin
alterar la obra originaria. Si es el caso que la obra resulte defectuosa conforme
a la valoración inicial, podrá elegir abandonar la construcción y comenzar una
nueva empleando un estilo distinto, con el riesgo de que ni la una ni la otra
cosa sean realizables. Sin duda, ante esta alternativa, es preferible continuar sea
como sea con la construcción, intentando mejorarla en la medida de lo posible,
antes que iniciar una nueva. Es mejor optar por la persistencia del proyecto vi-
gente si este es valioso (mejorando paulatinamente sus defectos), que no tener
ninguno en absoluto, es decir, que no haya ninguna catedral.

45 Nótese la similitud entre la analogía de la construcción de una catedral con la idea de la chain
novel de DWORKIN expuesta en el capítulo I y la de la orquesta de RAWLS, capítulo I, n. 43.
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 219

Tomando en cuenta todo lo anterior, se puede decir que la peculiaridad de


toda acción o decisión realizada en el contexto de una obra colectiva radica
en que se rige por una racionalidad específica de tal manera que «cuando solo
podemos hacer un aporte a una obra colectiva cuyo producto final no contro-
lamos lo racional puede ser elegir no el modelo o principio más defendible
sino otros con méritos menores» (Nrmo, 1980a: 66; 1997: 53). Por esa razón,
concluye que tratándose de obras colectivas rige un tipo de racionalidad muy
específica que denomina «de lo segundo mejor», la cual en ocasiones nos
lleva paulatinamente a un alejamiento de la decisión correcta a la luz de prin-
cipios sustantivos. ¿Cómo se aplican estas ideas tan abstractas a la práctica
jurídica?
La analogía con la construcción de una catedral le permite a NINO afirmar
que las acciones y decisiones de los constituyentes, legisladores y jueces cons-
tituyen un aporte parcial a una obra colectiva cuyo resultado final está fuera
de su control y que por tal motivo deben guiarse por una racionalidad como
la mencionada. Es absurdo pretender que un tribunal puede tener un control
casi absoluto sobre el diseño de todo el orden jurídico y las prácticas que este
genera. Al respecto afirma en particular lo siguiente:
Sería irracional que un juez resolviera un caso como si estuviera creando
con su decisión todo el orden jurídico, o el orden jurídico relativo a esa cues-
tión. El juez debe tener en cuenta que hay expectativas generadas por lo que
los legisladores y otros jueces han decidido en el pasado, que su decisión se
combinará con otras que tomen contemporáneamente sus colegas, lo que es
relevante para el principio de que casos iguales deben ser decididos de igual
modo, y que su decisión servirá de precedente para el futuro, así como también
que puede ser ignorada y hasta provocar reacciones opuestas por parte de le-
gisladores y otros jueces (NINo, 1980a: 67).
Así las cosas, el problema que se venía acarreando acerca de la superflui-
dad de la Constitución para justificar acciones y decisiones, se resuelve de
acuerdo con este modelo, al considerar que el razonamiento práctico justifi-
cativo en el ámbito jurídico no tiene por objeto justificar decisiones aisladas,
sino decisiones que no son más que una contribución a una obra colectiva en
torno al pacto constitucional. Si la Constitución como práctica social es, en
esos términos, relevante, de ello se sigue un deber por parte de los operadores
jurídicos de preservarla, incluso en contra de una decisión tomada democráti-
camente. Sin embargo, si las prácticas jurídicas motivadas por el texto cons-
titucional resultan tan defectuosas que resulta imposible optimizarlas, estará
justificado decidir fuera del contexto de la Constitución, a la luz de los princi-
pios derivados de los derechos fundamentales 46.

46 Cfr. NINO (1997: 57). No obstante, se trata de situaciones excepcionales que rara vez se presen-
tan en el marco de la aplicación de leyes ordinarias en un caso judicial, piénsese, por ejemplo, en el caso
chileno y los intentos por reformar la «constitución de Pinochet».
220 LEOPOLDO GAMA

Veamos en que se traducen los argumentos previos cuando NINo recons-


truye el razonamiento de los jueces. A juicio de NINO, el razonamiento jurídi-
co justificativo se articularía, a partir de lo expuesto, en dos niveles`":
1) En el primer nivel, hay que explicitar si existen razones que legitimen
la práctica social vigente constituida por la Constitución. Para ello es nece-
sario valorar, por una parte, si el texto es expresión de un amplio consenso
democrático y si incluye reglas aptas para la formación de ese u otros consen-
sos. Además, se debe evaluar si se reconocen los derechos a priori de los que
depende el funcionamiento del proceso democrático y que aseguran su calidad
epistémica.

Es en este momento donde se plantean las cuestiones relativas a la pre-


servación de la Constitución, en sentido análogo a la situación que enfrenta
el arquitecto de la catedral. ¿Qué camino elegir si la Constitución histórica,
que sirve como parámetro de valoración, no reúne del todo los requerimientos
procedimentales de la democracia, así como las exigencias sustantivas deri-
vadas de los derechos fundamentales? Nnvo es bastante contundente: ante la
disyuntiva de intentar instituir una nueva práctica constitucional, es preferible
optar por conservar la ya existente e intentar generar un cambio paulatino.
2) Si las conclusiones alcanzadas en el primer nivel del razonamiento
son suficientes para apoyar la legitimidad de la Constitución —no obstante
que dicha legitimidad sea relativa y que la práctica sea capaz de evolucionar
y desarrollarse , entonces podrá ser aplicada para justificar acciones y deci-
siones. En este nivel ya no tendrá sentido cuestionar los argumentos a favor de
la preservación de la práctica constitucional. Si en el primero se concluye que
la Constitución es más legítima que cualquier alternativa posible, entonces
quedarán excluidos los argumentos incompatibles con su preservación. A este
respecto agrega NINO que incluso un argumento claramente válido respecto a
los principios del discurso moral puede dejarse de lado en favor de la preser-
vación de la Constitución. Este argumento, como se analizará posteriormente,
constituye una de las soluciones a la dificultad contramayoritaria del control
judicial de constitucionalidad.
Sin embargo, el deber de preservar la Constitución y las prácticas genera-
das a partir de ella no significa su petrificación o estancamiento: es posible que
una práctica evolucione sin que ello implique su desaparición. En este sentido,
NINO (1997) afirmaría junto con DWORKIN (1986) que cuando cambia el obje-
tivo que da sentido a una práctica, del mismo modo se modifican las acciones
y actitudes que la integran. Existe una tensión palpable entre la preservación
y la evolución de la práctica que no puede resolverse a priori. En todo caso,

47 Una idea similar a la aplicación del razonamiento práctico por niveles se encuentra en RAwJs
(1999: 171 [1871).
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 221

acudir precisamente a principios morales como medio para resolver las inde-
terminaciones permitirá mejorar la práctica y hacerla evolucionar.
Esta manera de encarar el razonamiento práctico tratándose de prácticas
sociales corresponde a una racionalidad de lo «segundo mejor» que, con se-
guridad, incomodará al idealismo de los derechos. No se pone en duda que
los requerimientos de la Constitución ideal son tan exigentes que requieren
su aplicación inmediata. Sin embargo, en contextos como el derecho de una
sociedad compleja y plural no es posible y es poco realista razonar fuera de la
práctica constitucional vigente, por lo que deberá intentarse, ante todo, justi-
ficar las decisiones bajo la premisa de que, si la Constitución es valiosa, me-
jorable y perfectible, es necesario preservarla si es lo segundo mejor cercano
a la Constitución ideal.

6. ALCANCES DE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL

Se puede decir, como punto de partida, que la justificación del poder de


los jueces para revisar la inconstitucionalidad de una ley de origen democrá-
tico se presenta por NINO (1994: 60) como una de aquellas controversias que
«desbordan el discurso jurídico» 48. Ello significa que el problema consistente
en justificar el control constitucional de las leyes —así como por ejemplo el
concerniente en determinar la prevalencia del derecho nacional sobre el dere-
cho internacional o viceversa—, no puede resolverse si se atiende únicamente
a lo prescrito por el derecho positivo. La cuestión sobre la justificación de la
justicia constitucional para controlar las leyes de origen democrático no se
responde adecuadamente remitiéndose, por ejemplo, a su fundamento consti-
tucional. En lugar de ello habrá que argumentar «más allá» de lo prescrito por
la Constitución y hacer uso de premisas de índole valorativa, necesarias según
el modelo deliberativo para justificar una decisión.
Las anteriores afirmaciones desafían la intuición general de todo jurista
según la cual, si la Constitución es la ley fundamental que deteimina, entre
otras cosas, los límites a la legislación ordinaria, así como la separación de
poderes, entonces todas las leyes que transgredan formal o materialmente el
texto constitucional deben invalidarse por la jurisdicción constitucional. Tal
intuición no es casual, ya que tiene sus orígenes en una concepción que, a par-
tir del reconocimiento de la Constitución como ley suprema, funda el poder de
los jueces para invalidar las leyes que la contravengan.

48 Las otras polémicas a las que alude NINO —y que se resolverían del mismo modo, es decir, re-
curriendo a un criterio externo al derecho— son las siguientes: el problema de la relación entre derecho
nacional y derecho internacional (en concreto, la discusión acerca de la primacía de uno sobre otro o
viceversa), y el de la validez de las normas de facto. Véase supra 4.3.2. El problema de la validez de las
normas de facto es analizado minuciosamente en ROCA (2005: 231-255).
222 LEOPOLDO GAMA

De distinta índole es aquella postura que intenta justificar el control de


constitucionalidad a partir del reconocimiento de los derechos fundamenta-
les. En este caso se parte de un argumento como el siguiente: los derechos
individuales tienen por función limitar a las mayorías parlamentarias, por esa
razón, el mecanismo del control judicial es el más apropiado para garantizar
tales límites.

6.1. Argumentos tradicionales a favor del control judicial

6.1.1. Marbury v. Madison y la «lógica de Marshall»

La importancia del caso Marbury v. Madison para la historia de la judica-


tura de los Estados Unidos radica en que fue la primera decisión que declaraba
la inconstitucionalidad de una ley del Congreso estableciendo la facultad de
los jueces para revisar la constitucionalidad de las leyes". En diciembre de
1801, W. Marbury y otros demandantes solicitaron a la Corte Suprema de los
Estados Unidos, de acuerdo con lo previsto por la Sección 13.a de la Ley Orgá-
nica del Poder Judicial de ese país, un mandamiento judicial para dar remedio
a la negativa del secretario de Estado, J. Madison, a entregarles los nombra-
mientos en los que se les había designado como jueces de paz del distrito de
Columbia, en Washington. El presidente de la Corte, J. Marshall, ponente en
el caso, rechazó la petición de los demandantes básicamente por la siguiente
razón: a pesar de que Marbury y los demás demandantes tenían derecho a tales
nombramientos, el remedio previsto en la Sección 13.a de la Ley Orgánica del
Poder Judicial otorga a la Corte Suprema una facultad rechazada por el art. 3
de la Constitución norteamericana y es, por tanto, inconstitucional.
Si bien es cierto que la modalidad del control de leyes tuvo su institu-
cionalización a partir de la sentencia de Marshall es importante destacar que
ciertas ideas como la de supremacía constitucional o la de salvaguarda de la
Constitución a cargo de los jueces no eran tan extrañas para el jurista nortea-
mericano de aquella época50. En la sentencia, Marshall afirmó que los jueces
no tienen el deber de aplicar una ley contraria a la Constitución. En opinión
de NINO, lo que Marshall vendría a afirmar, en el fondo, es que el control ju-
dicial de constitucionalidad se deriva lógicamente de la noción de supremacía

49Véase STONE (1991: 29).


so En El Federalista (1780) ya podía leerse lo siguiente: «Una Constitución es de hecho una ley
fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por tanto, determinar su sig-
nificado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurre que entre las dos
hay una discrepancia debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez
superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a
la intención de sus mandatarios»; y más adelante se afirma: «Siempre que determinada ley contravenga
la Constitución los tribunales tendrán el deber de apegarse a la segunda y hacer caso omiso de la prime-
ra» (HAmturoN, 2000: 332-333).
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 223

constitucional. En efecto, esta afirmación se desprende claramente de algunos


pasajes de la sentencia Marbury v. Madison:
La Constitución es una ley suprema, inalterable por medios ordinarios, o
se encuentra al mismo nivel que las leyes y, como cualquiera de ellas, puede
modificarse siempre que al Legislativo le complazca. Si se afirma la prime-
ra alternativa, entonces una ley contraria a la Constitución no es ley; si por
el contrario la segunda afirmación es verdadera, entonces las Constituciones
escritas son absurdos intentos del pueblo para restringir un poder de natura-
leza ilimitable [...]. Esta teoría está esencialmente ligada a una Constitución
escrita y debe, por consecuencia, considerarse por este tribunal como uno de
los principios fundamentales de nuestra sociedad. [...] Si una ley contraria a la
Constitución es nula, ¿es vinculante para los tribunales y los obliga a hacerla
cumplir a pesar de su invalidez? O en otras palabras, aun cuando no es ley,
¿constituye una norma aplicable como si fuera una ley válida? [...] Si dos le-
yes entran en conflicto entre sí los tribunales deben decidir la operatividad de
cada una. Si una ley es contraria a la Constitución, y si tanto dicha ley como
la Constitución son aplicables a un caso determinado, el tribunal debe decidir
conforme a la ley ignorando la Constitución o bien deben decidir en conformi-
dad con la Constitución ignorando la ley [...]. Si los tribunales deben respetar
la Constitución y esta es superior a cualquier ley ordinaria, la Constitución,
y no la ley ordinaria, debe regir el caso al que ambas son aplicables [...]. No
resulta poco provechoso señalar que, al declarar cuál debe ser la ley suprema
del país, la Constitución misma es mencionada en primer término y no las le-
yes de los Estados Unidos en general sino solo aquellas que se dicten en con-
formidad con la Constitución poseen dicho rango. La terminología particular
de la Constitución de los Estados Unidos confirma y refuerza el principio
esencial de todas las constituciones escritas: la ley contraria a la Constitución
es inválida y los tribunales, así como los demás poderes, están vinculados por
dicho instrumento".
NINO destaca que los argumentos aportados por MARSHALL son tan claros
y consistentes que hay razones suficientes para hablar incluso de una «lógica
de Marshall». Las premisas y conclusión de dicho razonamiento judicial son
reconstruidas por Ni-No (1991; 1993; 2007) de la siguiente manera:
Premisa 1. Es obligación de los jueces aplicar la ley a casos concretos.
Premisa 2. Cuando un caso esté regido por dos leyes contradictorias la
aplicación de una de ellas excluye la de la otra.
Premisa 3. La Constitución es la ley suprema y define qué otras normas
son leyes.
Premisa 4. Afirmar la supremacía de la Constitución significa que las leyes
contrarias a ella carecen de validez.
Premisa 5. Si se niega la supremacía de la Constitución entonces la le-
gislatura puede modificarla mediante una ley ordinaria y la Constitución no
funcionaría como límite a la legislatura.
Premisa 6. El Congreso, entonces, está limitado por la Constitución.

" Marbury v. Madison. 5 U.S. 137 (1803), consultada en STONE (1991: 29).
224 LEOPOLDO GAMA

Premisa 7. Si una ley es inválida por contradecir a la Constitución carece


de fuerza obligatoria.
Conclusión. Toda ley contraria a la Constitución no debe ser aplicada por
los jueces.
No obstante, en opinión de NINO (1980a: 675), la argumentación del jus-
tice norteamericano revela que la potestad de los tribunales para negarse a
aplicar las leyes del Congreso contrarias a la Constitución aparece como una
derivación necesaria una vez que se afirma la tesis de la supremacía constitu-
cional. El control judicial de constitucionalidad se derivaría pues, lógicamen-
te, de la supremacía constitucional. Sin embargo, NINO objeta que dicha lógica
no es tan sólida como parece a primera vista. No es verdad que una ley que
contravenga la Constitución ya sea en cuanto a la forma o al contenido pierda
fuerza obligatoria y que de ello resulte que los jueces tengan el deber de no
aplicarla a casos concretos 52 .

6.1.2. El control judicial para proteger derechos fundamentales

Otro argumento usual sobre el que se pretende justificar la justicia cons-


titucional es, como el anterior, de índole lógica o conceptual. De hecho, es
la línea que sigue el constitucionalismo sustantivista que da por sentado que
todo aquel que «haga suya la tesis del coto vedado queda comprometida con
esa específica estructura institucional que es el constitucionalismo» (BAvóN,
1998: 66). Con ese argumento, se pretende en particular asentar el poder de
los jueces en la necesidad de contar con una institución que garantice dere-
chos individuales. NINO no dedica, sin embargo, muchas páginas al asunto,
por lo que será suficiente limitarse a presentarlo y dejar para otro momento
(cap. IV, 3.2), cuando se examine la relación entre la democracia, los derechos
y la jurisdicción constitucional, un análisis más detallado.

52 Si se analizan con atención los argumentos aportados en Marbury se encontrarán ciertas se-
mejanzas con lo que KELSEN vendría a exponer años más tarde en la Teoría Pura del Derecho acerca
de la validez de las normas jurídicas, la supremacía de la Constitución y su garantía judicial. Por otro
lado, la comparación entre KELSEN y MARSHALL como teóricos del control judicial de las leyes no resulta
incidental. Así como MARSHALL puede considerarse el precursor en Estados Unidos de la judicial review;
KELSEN, por su parte, es considerado fundador del modelo concentrado de control de las leyes, véanse
ALADAR (1976: 59) y FAVOREU (1994: cap. I). Para un lúcido análisis de la teoría de la justicia consti-
tucional de KELSEN y su compatibilidad con su teoría del derecho y de la democracia, véase MORESO
(2010). Hay que tener en cuenta que en el modelo kelseniano debe preverse un remedio para invalidar las
leyes emanadas del Congreso que puedan estar en aparente contradicción con la Constitución. Esa tarea
no puede encargarse al mismo órgano que dictó la norma, debe depositarse en un cuerpo independiente
del legislador, un tribunal. Aquí se inserta la conocida solución propuesta por KELSEN (1945: 186) según
la cual las normas jurídicas autorizan a dictar normas regulares y, alternativamente, normas irregulares.
Sin embargo, como apuntara RAz (1978), KELSEN confunde en realidad el hecho de que una norma sea
válida o inválida con el hecho de que dicha decisión sea obligatoria, es decir que tenga fuerza vinculante
o produzca efectos de cosa juzgada. BuLyoLN- (1991a y 1991b) también señaló la existencia de una confu-
sión conceptual en la teoría kelseniana porque algunas veces por «validez» se alude a la creación de una
norma conforme a una norma superior, otras veces significa existencia, y, en otros casos, obligatoriedad.
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 225

El argumento del que se habla puede descomponerse en las siguientes


afirmaciones:
1) La función primordial de las Constituciones es establecer y garantizar
una serie de derechos individuales.
2) Los derechos funcionan como límites contra las decisiones mayorita-
rias para la protección de las minorías.
3) Cuando una ley aprobada por la mayoría del parlamento atenta contra
aquellos intereses minoritarios entonces es deber de los jueces garantizarlos
mediante el control judicial de constitucionalidad.
4) Existe un vínculo conceptual entre los derechos individuales y el con-
trol de constitucionalidad: si aquellos se reconocen deben ser protegidos por
la judicatura.
NINO apunta que un planteamiento similar se encontraría implícito en el
modelo de DWORKIN". El constitucionalismo sustantivista distingue entre las
directrices, que establecen como valiosos ciertos objetivos colectivos, y los
principios, que son estándares que definen derechos individuales. Los princi-
pios cumplen una función de límite respecto a las decisiones efectuadas sobre
la base de las directrices políticas, es decir, restringen la persecución de de-
telininados objetivos colectivos. Ahora bien, según el esquema proporcionado
por el autor norteamericano, el proceso democrático es el que tiene competen-
cia para decidir cuáles son los objetivos colectivos que una sociedad pretende
perseguir. En cambio, las decisiones tomadas sobre la base de principios no
deberán depositarse en la mayoría democrática —porque precisamente im-
pondrían un límite a sus decisiones—, sino que deben encargarse a la justicia
constitucional.
La objeción de NINO es la siguiente: si bien es cierto que los derechos
protegen intereses individuales limitando la satisfacción de otros intereses en
beneficio de la colectividad o de una mayoría de ella, no es cierto que esos
derechos constituyan «barreras contra las decisiones mayoritarias. No hay
ninguna contradicción lógica en sostener que la única autoridad encargada
de reconocer derechos es la de origen mayoritario» (NINo, 1980a: 680). Ade-
más, cabe poner en tela de juicio que los derechos estarán mejor protegidos
por la judicatura y no mediante un procedimiento de decisión que sea capaz
de arrojar resultados confiables desde el punto de vista moral. Por tanto, este
argumento, sumado al valor epistémico de la democracia, permite al constitu-
cionalismo deliberativo sostener que la autoridad más apta para el reconoci-
miento y protección de los derechos sea la democrática.
A partir de las objeciones anteriores, NINO concluye que es factible un
sistema constitucional que reconozca derechos y deposite las decisiones sobre

53 DWORKIN (1977: cap. II); véase, además, el capítulo I, 4, del presente trabajo.
226 LEOPOLDO GAMA

su sentido y alcance en manos del proceso democrático. De hecho, basta un


análisis de derecho comparado para percatarse de que hay países cuyas Cons-
tituciones establecen derechos a través de un bill of rights y no prevén un sis-
tema de justicia constitucional. Todo esto conduce a una segunda conclusión
inicial en cuanto al esquema teórico del deliberativismo: el reconocimiento de
derechos individuales por parte de una Constitución no es un argumento con-
cluyente para justificar el establecimiento del control judicial de constitucio-
nalidad y no lo es cuando, como ya se señaló, se reconoce que la democracia
deliberativa posee un valor epistémico y una tendencia a generar decisiones
imparciales a la luz de los principios morales. Es precisamente ese valor lo
que pone en cuestión el control judicial de constitucionalidad.

6.2. Valor epistémico y dificultad contramayoritaria

La dificultad contramayoritaria de la judicial review, apela a la falta de


legitimidad democrática de la judicatura para resolver sobre cuestiones poli-
tico-valorativas que, por su naturaleza, deberían decidirse mediante un proce-
dimiento democrático". Esa carencia de legitimidad se apoya en el hecho de
que los jueces no son elegidos directamente por el pueblo y no son responsa-
bles ante él.

El constitucionalismo deliberativo marca distancia respecto de la ruta ele-


gida por el constitucionalismo sustantivista para hacer frente a la objeción
contramayoritaria. Dentro del esquema dworkiniano, como se tuvo ocasión de
mencionar en su momento, las decisiones efectuadas para la persecución de
ciertos objetivos colectivos están reservadas al proceso democrático, en tanto
que las decisiones acerca de principios corresponden a los jueces. No obstan-
te, para la concepción liberal robusta de los derechos propuesta por el modelo
deliberativo, la garantía de los derechos individuales implica la defensa de los
derechos sociales'', ya que aquellos no solo pueden transgredirse mediante
actos positivos sino también por actos negativos u omisiones: el derecho a la
vida no puede violarse únicamente mediante una acción (e. g., aplicando la
pena de muerte), también puede vulnerarse, por ejemplo, si no se provee a los
individuos de una atención médica adecuada. En este sentido, para NINO los
derechos sociales constituyen una extensión de los derechos individuales. Si
aplicáramos esta idea al modelo de DWORKIN, nos encontraríamos con conse-
cuencias de alcances sumamente amplias respecto a la justicia constitucional.
En palabras de NINO:

NINO (1980a: 683) destaca que dicha falta de legitimidad no se presentaba bajo la idea añeja de
que los jueces se limitaban a aplicar mecánicamente las leyes ya que, bajo esta perspectiva, la actividad
judicial era vista únicamente como una técnica ausente de valoraciones.
ss Cfr. NINO (1980a: 194).
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 227

[La postura de Dworkin, implicaría que] no hay casi ninguna cuestión va-
lorativa que no esté controlada por un derecho. De esto se sigue que si los jue-
ces tienen la última palabra en materia de derechos, tienen la última palabra en
prácticamente cualquier cuestión que se plantee en la sociedad, desplazando a
los órganos que participan del proceso democrático (NINo, 1980a: 683).
Ante este panorama, la escasa falta de legitimidad de los jueces cons-
titucionales se torna mucho más grave cuando se analiza desde el punto de
vista epistémico. Pensar que a partir de la reflexión aislada es posible decidir
correctamente cuestiones valorativas bajo la ausencia de participación popu-
lar en la discusión pública, es una muestra de «elitismo epistémico» (1\11No,
1980a: 685) ya que siempre será determinante para la validez de toda decisión
la satisfacción del requisito de imparcialidad, que exige la participación de to-
dos aquellos que puedan ser afectados por una decisión determinada. El con-
trol judicial de las leyes, bajo esta lógica, posee muy bajo valor epistémico.
¿Cómo hacer frente a esta problemática si toda la dimensión de la mo-
ral está ocupada por los derechos y, al mismo tiempo, el procedimiento de
decisión judicial presenta un grave déficit epistémico? Recordemos que, pre-
cisamente, el procedimiento democrático es presentado por el modelo delibe-
rativo como el mecanismo con mejores cartas para acceder al conocimiento
de principios morales válidos, ya que satisface con mayor éxito que cualquier
método alternativo de decisión el requisito de imparcialidad. Desde este punto
de vista, todo procedimiento democrático que cumpla con las condiciones que
maximizan su valor epistémico es mucho más confiable para la toma de de-
cisiones, de conformidad con los principios que orienten la vida en sociedad:
«El argumento negatorio del control judicial de constitucionalidad [...] im-
plica que los jueces no son, en general, los últimos custodios de los derechos
individuales, sino que es el propio proceso democrático el que debe ofrecer el
escudo de protección final frente a tales derechos» (1\hiNo, 1980a: 697). De lo
anterior se desprende que, gracias al valor inherente al procedimiento demo-
crático, existen razones para obedecer sus resultados a pesar de que, mediante
la reflexión individual, se concluya que las soluciones ofrecidas son injustas.
Ante una ley de origen democrático el tribunal debe aceptarla como un «indi-
cio epistémico» acerca de su legitimidad, a la luz de los principios morales de-
rivados de la estructura del razonamiento práctico y que son constitutivos de
derechos fundamentales 56.

" Cfr. NINO (1980a: 686). En una línea muy cercana a la de NINO, V. FERRERES (1997) argu-
menta que el valor epistémico de la democracia tiene por consecuencia que las leyes sancionadas
gocen de una presunción de constitucionalidad. Si bien es cierto que dicha presunción es moderada
(lo que quiere decir que para que sea superada no es necesario que la inconstitucionalidad sea pa-
tente, indubitable o manifiesta), existen casos en los que pierde o gana mayor fuerza. Por lo que, en
aquellos casos en los que la presunción es débil el tribunal tendrá razones para tratar las leyes con
menor deferencia; y, por el contrario, cuando se fortalece, la ley gozará de inmunidad jurisdiccional.
Véase el capítulo IV, 3.4, para calibrar la importancia de la presunción de constitucionalidad en un
modelo deliberativo.
228 LEOPOLDO GAMA

De lo anterior se desprende que los jueces constitucionales «no tienen au-


toridad epistémica para sustituir al proceso democrático» (1\11.No, 1980a: 687).
Las leyes que han sido resultado de una discusión colectiva regida por los
presupuestos de la democracia poseen un valor de tal magnitud que impacta
en el ejercicio de la jurisdicción constitucional judicial. Ese impacto es tan
significativo de acuerdo con el constitucionalismo deliberativo de NINO que,
de hecho, el valor epistémico de la democracia excluye, en principio, el con-
trol judicial de las leyes que son resultado de un proceso deliberativo.
La negativa al control judicial posee en el modelo deliberativo tres excep-
ciones: las dos primeras se apoyan en las condiciones de las que depende la
confiabilidad epistémica del procedimiento democrático. La última, se funda
en las condiciones de las que depende la eficacia de las decisiones democráti-
cas. La primera excepción justifica la intervención de un tribunal constitucio-
nal para invalidar una ley de origen democrático y se funda sobre las propias
precondiciones o prerrequisitos de los que depende el valor del procedimien-
to. La segunda excepción rescata aquella dimensión de la moral en donde la
deliberación y el consenso democráticos carecerían de todo valor: la moral
privada. Finalmente, la tercera emerge ante la necesidad de preservar la Cons-
titución entendida como práctica social cuando es necesaria para la eficacia y
operatividad de las decisiones democráticas.
NiNo concibe los tres casos mencionados como excepciones a una negati-
va general al control judicial derivada del valor correspondiente a los procesos
democráticos de toma de decisiones. A continuación, me detendré a explicar-
las detalladamente.

6.3. El control judicial del proceso democrático

El modelo de constitucionalismo deliberativo es de tipo normativo: con-


tiene una justificación moral de la democracia constitucional haciendo explí-
cito su valor y articula una propuesta a partir de la cual pueden evaluarse las
democracias existentes. Para que un procedimiento de decisión real satisfaga
el valor epistémico asociado al modelo deliberativo, es necesario que cumpla
con ciertas condiciones. En la medida en que los requisitos sean satisfechos
mayor será la calidad epistémica de un procedimiento determinado, lo que
significa que las razones para confiar en sus resultados serán más sólidas.

6.3.1. Las precondiciones de la democracia

En el modelo deliberativo, la confiabilidad de un procedimiento democrá-


tico depende de los siguientes factores:
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 229

a) Del grado de participación en los procedimientos de discusión y toma


de decisiones de todos los que puedan verse afectados por ellas.
b) De la igualdad de condiciones en que los ciudadanos pueden hacer
oír sus voces.
c) De la amplitud del consenso alcanzado en un momento dado.
d) Del consenso actual existente respecto a una decisión tomada en un
momento anterior.
e) Del carácter reversible de la decisión alcanzada.
f) De la posibilidad de que una minoría pueda convertirse con posterio-
ridad en mayoría.
Bajo esa antesala, para que un procedimiento democrático dado satisfaga
el valor epistémico y sus resultados gocen de una presunción de validez de tal
manera que los jueces difieran su propia reflexión al contenido de aquel re-
sultado, es necesario el establecimiento de ciertas reglas que aseguren que las
condiciones antes mencionadas sean alcanzadas en el máximo grado posible.
Normalmente estas reglas están consagradas en el texto constitucional, sin
embargo, aunque no fuera así, están implícitas en la dimensión procedimental
de la Constitución ideal: «Por tanto, puede haber condiciones que fundamen-
tan el valor epistémico de la democracia que no estén incluidas en la Consti-
tución vigente, y esta puede incluir condiciones que son irrelevantes para ese
valor epistémico» (Nuvo, 1980a: 693).
Al reconocer que el aseguramiento del valor epistémico de la democracia
depende de ciertas condiciones, surge la pregunta acerca de qué institución
se encargará de examinar, en cada caso, si una ley ha sido el resultado de un
procedimiento en donde las reglas han sido observadas. ¿Quién será el res-
ponsable de realizar este testo control procedimental? A pesar de sus grandes
cualidades epistémicas, la democracia misma, en el modelo deliberativo, no
puede hacerse cargo de dicha labor ya que cualquier conclusión respecto a la
suficiencia democrática de una ley carecería de valor epistémico: «Esa vigi-
lancia no se puede hacer a través del proceso democrático mismo, ya que él
estaría afectado por el incumplimiento precisamente de las reglas y condicio-
nes que fundamentan su valor epistémico» (NiNo, 1991a: 125) 57 .
Por las razones anteriores, el modelo deliberativo se adhiere a la propuesta
de J. H. ELY según la cual el tribunal es responsable de examinar en cada caso
la existencia de vicios procedimentales, esto es, evaluar que las reglas del
procedimiento democrático sean cumplidas y, por tanto, que las condiciones
de las que depende su valor sean satisfechas. Para el autor norteamericano la
única manera para hacer frente a la dificultad contramayoritaria es reconfigu-

57 Algunos autores consideran, paradójico que el procedimiento más idóneo desde el punto de
vista epistémico para acceder a verdades morales esté imposibilitado lógicamente para evaluar la satis-
facción de las condiciones que le dan valor, véase FERRERES (1997: 171). Remito al capítulo IV, 4.1 y
4.4 para ampliar la discusión sobre este punto.
230 LEOPOLDO GAMA

rando el papel de los tribunales constitucionales como árbitros (referees) del


proceso democrático. Al llegar a este punto, de nueva cuenta surge la duda
acerca de la legitimidad de los jueces para verificar el cumplimiento de las
reglas y condiciones de la democracia: ¿por qué los tribunales están en me-
jores condiciones que los órganos deliberativos para efectuar este control?
NINO responde que la legitimidad del tribunal es la misma que posee cualquier
ciudadano ante una ley de origen democrático que debe ser aplicada para jus-
tificar una acción o decisión. El juez, así como cualquier persona, debe deter-
minar si el procedimiento cumple con los requisitos que le otorgan fiabilidad.
Por el contrario, cuando las condiciones son satisfechas no hay razones para
dudar del valor epistémico de la decisión'.
Hay que añadir, además, que al realizar este tipo de control los tribunales
están en posibilidad de corregir, ampliar y enriquecer el procedimiento de-
mocrático. En este sentido, podría añadirse, frente a las dudas acerca de la
legitimidad democrática del tribunal constitucional, que no hay nada más de-
mocrático que un órgano que posibilite el desarrollo y fortalecimiento de las
cualidades deliberativas de la democracia detectando sus errores y vicios de
participación. Esta visión del poder de revisión del procedimiento democrático
a cargo de los jueces posee un carácter no solo «remedia' sino también correcti-
vo para el futuro» (NINo, 1980a: 693) y los sitúa, en la medida en que cumplan
con ese papel, en el núcleo de la maquinaria deliberativa democrática.
Las condiciones que aseguran validez al procedimiento democrático inclu-
yen un conjunto de derechos individuales incluidos en la Constitución ideal:
la libertad de expresión, los derechos de participación política tanto activos
como pasivos, i. e., los derechos a votar y ser votado, el derecho de asocia-
ción, etc. Se trata de exigencias sustantivas sin las cuales es imposible que la
maquinaria deliberativa exista. Estos derechos funcionan como condición de
la validez del proceso democrático, sin ellos no se puede jugar al juego de la
democracia". En su calidad de prerrequisitos del proceso democrático, estos
derechos son identificados por NINO como derechos a priori: toda decisión de-
mocrática estará limitada por su contenido y serán los tribunales, en su calidad
de garantes del proceso democrático, quienes estarán a cargo de su protección.

6.3.2. Fuerza y alcance del proceso democrático

El modelo deliberativo es muy consciente de la dificultad que se presenta


para determinar cuáles son los derechos a priori y cómo se distinguen de los a
posteriori que, por definición, no constituyen una limitación al proceso demo-

58 Cfr. NINO (1991a: 126; 1997: 274).


" Bajo un concepto exclusivamente procedimental, BOBBIO (1980) define a la democracia como
una serie de «reglas del juego» que definen el quién debe tomar una decisión y el cómo deben efectuarse.
EL CONSTITUCIONALISMO DELTBERATTVO 231

crático 60. A NINO no le queda duda de que los derechos políticos constituyen
parte del núcleo de los derechos a priori, son su «contenido mínimo»; así
como tampoco hay duda que esos derechos presupondrían incluso, otros más
básicos, como el derecho a la vida o la protección contra agresiones, etc. Sin
embargo, la configuración de otros derechos como a priori, por ejemplo, los
derechos sociales, resulta en su opinión problemática. Se puede decir que si
estos derechos constituyen una extensión lógica de los derechos individuales
y pueden ser violados por acciones o por omisiones, entonces la dificultad
contramayoritaria adquiere mayores dimensiones, cuestión que el modelo de-
liberativo ya no aborda explícitamente.
Conviene destacar, a estas alturas, una distinción fundamental en el cons-
titucionalismo deliberativo de NINO. Se trata de la distinción entre la fuerza
y el alcance del procedimiento democrático. La idea es que la calidad epis-
témica de la democracia se fortalece en tanto más derechos se configuren
como a priori, lo que significaría que menor será el conjunto de derechos
a posteriori sujetos a la decisión democrática. Por el contrario, cuanto más
sean los derechos a posteriori que puedan decidirse por la mayoría democrá-
tica, menos serán los derechos a priori incluidos en la Constitución ideal y,
por consecuencia, menor será la calidad epistémica del procedimiento demo-
crático. En otras palabras, la fuerza y alcance del procedimiento deliberati-
vo nos sitúa en una especie de paradoja, la paradoja de las precondiciones
de la democracia. A mayor fuerza del procedimiento democrático, esto es,
a mayor valor epistémico asegurado por sus precondiciones, menor será su
alcance, es decir, serán menos las cuestiones por decidir mediante la regla
de la mayoría. Y, por el contrario, a menor fuerza o valor epistémico de la
democracia (definida por sus precondiciones) mayor será su alcance, es de-
cir, la cantidad de asuntos que podrán decidirse a través del procedimiento
democrático será mayor. Como apunta J. BOHMAN (1998: 404) comentando
la concepción epistémico-deliberativa de NINO, estamos ante la disyuntiva de
diseñar un procedimiento muy robusto para decidir sobre muy poco o bien
un procedimiento muy débil para decidir muchas cosas. Hasta donde tengo
entendido, fue M. WALZER (1981: 391) uno de los primeros que pudo perca-
tarse de las problemáticas a las que conduce la paradoja de las precondiciones
de la democracia: «mientras más extensa sea la lista de derechos más amplio
será el rango de su refuerzo por vía judicial y menor será el espacio para la
decisión legislativa. En tanto más derechos sean reconocidos por los jueces a
los individuos, menor será la libertad del pueblo como un cuerpo parada toma
de decisiones». También R. DAHL (1989: 191) fue consciente de los dilemas
a los que conducen las precondiciones de la democracia: «Una vez que los
derechos y otros intereses necesarios al proceso democrático han sido eficaz-
mente asegurados, entonces mayor será la autoridad que los cuasi guardianes

6° Cfr. NTNO (1997: 275; 1991a: 127).


232 LEOPOLDO GAMA

extiendan sobre cuestiones sustantivas y mayor la reducción del alcance del


proceso democrático».
Cuestiones tales como el acceso a la educación pública, a la salud, o a
la vivienda, constituirían factores necesarios para que los ciudadanos estén
en condiciones para ejercer en situación de igualdad y libertad sus derechos
políticos, por lo que deberían establecerse como sus precondiciones. No obs-
tante, es dificil trazar un criterio adecuado para determinar qué derechos de-
ben considerarse a priori y cuáles como a posteriori, de modo tal que quede
equilibrada la fuerza y el alcance del proceso deliberativo. Al respecto, NINO
(1997: 193-194) apunta:
Sin embargo, la paradoja puede evitarse debido a que la concepción epis-
témica de la democracia provee un modo de alcanzar un equilibrio entre sus
prerrequisitos y su funcionamiento real. No debemos tratar de perfeccionar al
máximo el procedimiento democrático por medio del fortalecimiento extremo
de sus precondiciones, de modo que el alcance de su acción se reduzca a punto
tal que este solo se refiera a cuestiones de coordinación como la de la dirección
del tránsito E...] debemos basarnos en el supuesto de que el valor epistémico de
la democracia no es todo o nada, sino gradual La falta de la satisfacción com-
pleta de las condiciones a priori puede privar a la democracia de algún grado
de valor epistémico aunque no de su totalidad. Sin embargo, el sistema puede
aún gozar de un considerable valor epistémico. Mientras que el punto exacto
de medida puede ser difícil de determinar, la línea divisoria debería trazarse a
partir de comparar la democracia con otros procedimientos de toma de deci-
siones colectivas [...]. La línea, repito, es fijada por comparación con métodos
alternativos de toma de decisiones, incluyendo nuestra propia reflexión.
El problema que se presenta entonces sería encontrar el punto de equilibrio
que permita construir un procedimiento democrático epistémicamente fuerte,
sin que ello implique limitar sus alcances. En opinión de NINO, no se puede
determinar de antemano en dónde ubicar el umbral que permita fortalecer el
procedimiento sin disminuir sus alcances. En ciertos casos, el tribunal deberá
evaluar si los defectos del sistema son realmente tan graves que es preferible
decidir conforme a la reflexión individual dejando de lado la presunción de
legitimidad de la ley democrática. Volveré más adelante, en el capítulo IV,
sobre esta problemática.
Puede servir para ejemplificar la postura del constitucionalismo deliberati-
vo tomar en cuenta la opinión de NINO respecto al caso norteamericano Brown
v. Board of Education, que fue resuelto en 1954 cuando el juez Earl Warren
fungía como su presidente. La Corte declaró inconstitucional la política de se-
gregación racial en las escuelas públicas, permitida hasta entonces en algunos
estados de la unión americana bajo la cláusula «separados pero iguales». Los
argumentos expuestos en la sentencia fueron los siguientes:
Hoy, la educación es quizá la función más importante de los gobiernos
estatales y locales. Las leyes de asistencia obligatoria a la escuela y los grandes
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATTVO 233

gastos destinados a la educación demuestran nuestro reconocimiento acerca de


la importancia de la educación para nuestra sociedad democrática. [La educa-
ción] se requiere para el desarrollo de nuestras más básicas responsabilidades
públicas [...] y constituye el fundamento de la buena ciudadanía. Hoy es el
principal instrumento en el estímulo de los menores en el reconocimiento de
valores culturales, en la preparación para su futuro ejercicio profesional y en
la ayuda para una integración normal a su medio ambiente. En estos días, es
dudoso que se espere que un niño pueda tener éxito en la vida cuando se le
niega la oportunidad de la educación. Dicha oportunidad, que el Estado se ha
responsabilizado en proveer, es un derecho que debe estar al alcance de todos
en igualdad de circunstancias. [...] ¿La segregación de los niños en las escuelas
públicas basada únicamente en la raza priva a los niños del grupo minoritario
de oportunidades escolares equitativas a pesar de que otras prestaciones físicas
y otros factores «tangibles» puedan ser iguales? Nosotros creemos que sí [...].
Concluimos que en el campo de la educación pública la doctrina «separados
pero iguales» no tiene ningún lugar. Los servicios educativos prestados en ra-
zón de la segregación son inherentemente desiguales'.

En opinión de Nwo, Warren tenía razón al destacar las consecuencias ne-


gativas que acarreaba, en perjuicio de un grupo minoritario, una política de
segregación racial en las escuelas, y más aún, en un país en donde la educa-
ción pública es una de las funciones centrales del Estado. Sin embargo, este
argumento, por sí solo, es insuficiente para invalidar una ley de origen demo-
crático. La argumentación del juez norteamericano puede fortalecerse, apunta
NINO, Si se advierte que es la democracia misma la que pierde todo valor
cando una parte de la población es afectada por una política de segregación
escolar. El desarrollo de las aptitudes cívicas a través de la educación es un
factor importante para el correcto funcionamiento del sistema deliberativo-
democrático: difícilmente se puede tender hacia la imparcialidad cuando una
parte de los ciudadanos es tratada en condiciones distintas a las de la mayoría.
En definitiva, la postura del deliberativismo respecto al caso Brown es una
muestra de que la educación en igualdad de condiciones es un derecho a priori
que constituye una precondición del proceso democrático y que, cuando es
afectada, existen razones para dudar del valor epistémico de sus resultados,
por lo que estará justificada la intervención del órgano de control judicial. Es
este el tipo de derechos que NINO considera esencial resguardar como una
condición del procedimiento democrático.

6.4. La protección judicial de la autonomía personal

La segunda causal ofrecida por el modelo deliberativo para justificar la


justicia constitucional se deriva, como la primera, de las mismas premisas que

61 347 U.S. 483 (1954) consultada en STONE (1991: 498-499).


234 LEOPOLDO GAMA

fundan el valor epistémico de la democracia. La diferencia entre una y otra


radica en el hecho de que ahora se tiene por cumplido el respeto por los dere-
chos políticos y se cuestiona una ley que ha sido resultado de un amplio de-
bate en el que todos y cada uno de los afectados han participado en igualdad
de circunstancias.
Las razones para dudar de la legitimidad de una ley con tales credenciales
solo deben operar para un caso determinado: el perfeccionismo de Estado.
Esas razones se encuadran bajo las siguientes consideraciones. Se recordará
que para el modelo deliberativo el procedimiento democrático es superior,
frente a cualquier método alternativo de decisiones, debido a su capacidad
para alcanzar soluciones moralmente conectas. Es más confiable el resultado
de un procedimiento democrático que el resultado proveniente de la reflexión
aislada de un individuo por su tendencia a satisfacer, en mayor grado, el requi-
sito de imparcialidad presupuesto de la práctica del discurso moral. Bajo estas
consideraciones, surge la siguiente interrogante: ¿la confiabilidad moral del
procedimiento democrático es absoluta o existen ciertas cuestiones en donde
sus resultados pueden someterse a duda?
Así es como se presenta la segunda excepción a la negativa general al
control judicial, que está relacionada con un debate recurrente en la filosofía
del derecho: el refuerzo de la moral a través del derecho, es decir, si está jus-
tificado que las noirnas jurídicas respalden las convicciones morales de una
sociedad 62. Una de las posturas que se muestran receptoras al refuerzo de la
moral mediante normas jurídicas afirma que la inmoralidad de una conducta
es razón suficiente para que el derecho interfiera prohibiéndola y sancionán-
dola. La opinión en contrario niega que la mera inmoralidad de un acto sea
razón suficiente para que el derecho interfiera con su realización. En este caso
se puede preguntar lo siguiente: ¿está justificada una ley democrática en la
cual la mayoría imponga a la minoría sus convicciones éticas?
La respuesta a tal interrogante requiere advertir, por principio de cuen-
tas, que no todas las decisiones moralmente conectas requieren satisfacer el
requisito de imparcialidad, ya que hay un conjunto de ideales morales cuya
validez depende de otros criterios. Precisamente la distinción entre las dos
dimensiones de la moral trazada anteriormente permite ilustrar la propues-
ta del constitucionalismo deliberativo: se distingue entre la moral privada o
autorreferente, que consiste en una serie de pautas que valoran las acciones
de los individuos por los efectos en su calidad de vida; y la moral social o
intersubjetiva, que se refiere a aquellas pautas de comportamiento que pueden
afectar los intereses de otros individuos. Sobre esta dicotomía se establece que
el principio de autonomía personal permite interferir con la elección de pautas
relativas a la moral pública, pero prohíbe interferir con las pautas relativas a

ez Sobre este tema véanse LAPORTA (1993) y MALEM (1988).


EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 235

la moral privada. El constitucionalismo deliberativo admite un límite al proce-


dimiento democrático que puede enunciarse del siguiente modo: si la validez
de los ideales de virtud personal no depende de la imparcialidad, entonces la
deliberación democrática a pesar de ser el procedimiento más adecuado
para alcanzar decisiones morales correctas—, no es más confiable que la re-
flexión individual cuando se trata de elegir esos ideales. Esto significa que el
principio de autonomía personal impone un límite a lo que debe decidirse a
través de un procedimiento democrático. Carecerá así de valor epistémico una
decisión democrática destinada a imponer ideales de virtud personal o de ex-
celencia humana. En este sentido, el deliberativismo proporciona, además de
las reglas acerca del quién debe decidir y el cómo debe decidirse, una regla o
criterio acerca del qué debe o qué no debe decidirse. Esta es precisamente una
de las diferencias de la teoría de la democracia de N'EN° con otras puramente
procedimentali stas.
Sobre esas bases puede sostenerse que aun cuando una decisión democrá-
tica sea apoyada por una mayoría —incluso después de una amplia discusión
y deliberación—, si tiene como objetivo imponer ideales de virtud personal no
hay razón para que se respalde a través de la coacción. Sin embargo, ello no
implica cerrar la puerta a la discusión y deliberación moral sobre la idoneidad
de algún patrón de virtud personal. El modelo deliberativo enfatiza que la
discusión con otras personas permite enriquecer las opiniones de los partici-
pantes sobre esta clase de cuestiones morales: la discusión acerca de ideales
de excelencia humana únicamente posee un carácter meramente informativo.
Además, dada su naturaleza, los ideales de virtud personal deben aceptarse
libremente y toda decisión que pretenda imponerlos resulta autofrustrante.
El órgano de control constitucional no debe mostrar deferencia al conteni-
do de una ley que tenga por objeto imponer ideales de virtud personal. Por con-
secuencia, está justificado en este caso la intervención judicial para invalidar
esta clase de leyes por poseer un carácter perfeccionista. Es necesario que el
tribunal examine las razones subyacentes a la norma en cuestión, es decir, debe
prestar atención al fundamento por el cual ha sido dictada para proceder con la
declaratoria de inconstitucionalidad en el caso de la jurisdicción constitucional
concentrada o con su inaplicación, en el caso del control constitucional difuso.
El tribunal constitucional debe actuar con cautela ya que «una misma conduc-
ta puede ser valorada tanto por principios morales intersubjetivos, como por
ideales de virtud personal [...j. Por tanto, la prohibición de una cierta conducta
puede deberse tanto a la adopción de un ideal de excelencia humana como a la
adopción de un cierto principio intersubjetivo» (1\firio, 1980a: 699).
Lo anterior puede aclararse recurriendo a un ejemplo clásico: las leyes
que prohíben la tenencia de drogas para consumo personal. Si el fundamento
de una ley tal consiste, por ejemplo, en proteger la salud de terceras personas
o evitar la delincuencia, entonces el tribunal no tendrá razones válidas para
236 LEOPOLDO GAMA

dudar de la legitimidad de la ley y proceder a descalificarla, ya que el proce-


dimiento democrático es epistémicamente competente para la toma de deci-
siones sobre principios relativos a la moral pública'. Incluso, se mantiene la
deferencia hacia la decisión legislativa, a pesar de que el fundamento fáctico
para aquella prohibición sea erróneo (e. g., que no existan bases para afirmar
la relación entre el aumento de la delincuencia y el consumo de sustancias psi-
coactivas). Por el contrario, si la prohibición de la tenencia de drogas se debe
simple y exclusivamente a que el legislador consideró, por ejemplo, que el
consumo de drogas envuelve un rasgo autodegradante, inmoral o destructivo
del carácter humano, entonces la ley carece de fundamento epistémico correc-
to y, por consecuencia, hay razones para sujetarla al control constitucional.
La historia judicial norteamericana proporciona un caso que resulta ilus-
trativo de leyes que poseen un fundamento perfeccionista: se trata del fallo al
caso Bowers v. Hardwick (1986) calificado como uno de los peores errores
en los que ha podido incurrir un alto tribunal constitucional. En este caso,
la Corte Suprema de Estados Unidos decidió declarar constitucional la ley
antisodomía del estado de Georgia que permitía penalizar las prácticas homo-
sexuales consentidas entre adultos y realizadas en privado. En primer lugar, la
Corte argumentó que la libertad protegida por la Constitución norteamericana
no contiene un derecho a la conducta homosexual, por lo que la cuestión debía
decidirse bajo el tamiz de la decimocuarta enmienda que establece el derecho
a la igual protección de las leyes. En opinión de NEN°, la decisión de la Corte
fue incorrecta ya que la ley del estado de Georgia poseía una base perfeccio-
nista al calificar ciertas conductas privadas como «anormales» o «antinatura-
les». Es claro este sesgo de la sentencia a la luz del párrafo siguiente:
El demandado afirma que, aun cuando la conducta en cuestión no sea un
derecho fundamental, debe existir una base racional para la ley y que, en este
caso, no hay otra sino la creencia presunta de una mayoría del electorado de
Georgia acerca de que la sodomía homosexual es inmoral e inaceptable. Se
dice que esto es una razón inadecuada para apoyar la ley. La ley, sin embar-
go, está constantemente basada en nociones de moralidad y si todas las leyes
que representan esencialmente las opciones morales fueran invalidadas bajo
la cláusula del debido proceso entonces las Cortes estarían de hecho bastante
ocupadas. Incluso el demandado no hace tal reclamo, pero insiste en que deban
declararse inadecuados los sentimientos de una mayoría acerca de la moralidad
de la homosexualidad. Nosotros no estamos de acuerdo, y no estamos conven-
cidos de que deban invalidarse las leyes de sodomía de veinticinco estados
sobre este fundamento".
Hay que destacar la opinión disidente de los jueces Blackmun, Brennan
y Marshall, quienes reconocen el carácter privado de ese tipo de prácticas

» Cfr. NINo (1980a: 700; 1997: 279).


64 Consultado en STONT (1991: 970 y 971).
EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 237

sexuales cuando afirman que la cuestión de fondo consiste básicamente en el


derecho de toda persona a no ser molestado (the right to be let alune), es decir,
el derecho de los individuos para decidir «por ellos mismos el comprometerse
con formas particulares de actividad sexual, consentida y privada». Debe te-
nerse en cuenta que la opinión vertida en Bowers v. Hardwick fue revertida por
la Corte Suprema de los Estados Unidos en el ario 2003 en el caso Lawrence
v. Texas (2003).

6.5. La preservación de la práctica constitucional

Mientras que los dos primeros casos en los que el modelo deliberativo
justifica la intervención del tribunal constitucional se dirigen a garantizar la
fiabilidad epistémica de las decisiones democráticas —al sujetarlas ya sea al
respeto por los derechos de participación política, de las reglas procedimen-
tales que estructuran la democracia o a la garantía de la autonomía perso-
nal—, la tercera excepción se orienta a garantizar la eficacia de las decisiones
democráticas a la luz de la Constitución concebida como práctica social. El
deliberativismo ofrece entonces una justificación de la justicia constitucional
con el objeto de garantizar la operatividad de las leyes que cumplen con los
prerrequisitos de la democracia y que están destinadas a preservar la práctica
social o convención dentro de la cual dichas decisiones se enmarcan, esto es,
la Constitución vigente.
Para entender a fondo por qué la preservación de la práctica constitucional
es relevante para el modelo deliberativo hay que situarla en el contexto de
algunas de sus tesis fundamentales:
1) En primer lugar, recordemos que, para este modelo, el tribunal debe
partir en todo momento de premisas valorativas —i. e., de principios morales
a partir de los cuales se derivan derechos fundamentales—, para justificar sus
decisiones.
2) El razonamiento práctico justificativo, en contextos institucionaliza-
dos como el derecho, no se aplica a decisiones aisladas, sino a decisiones que
se enmarcan dentro de una práctica colectiva.
3) Desde esa premisa, el tribunal debe conducirse conforme a un razo-
namiento de «dos niveles»: en el primer nivel se debe valorar la legitimidad
de la práctica constitucional a la luz de los ideales participativos y de los de-
rechos fundamentales. Sí de ese razonamiento se deriva que la Constitución
es legítima por su coherencia con tales parámetros, entonces (segundo nivel),
esta puede usarse como premisa para justificar una decisión, a pesar de que
llegue a reconocerse que la práctica es relativamente defectuosa a la luz de la
Constitución ideal (tesis de lo «segundo mejor»). Por el contrario, se recordará
que, bajo esta perspectiva, si se concluye que la práctica está tan dañada que
238 LEOPOLDO GAMA

no es posible justificar legítimamente una decisión, es preferible optar por su


refundación es decir instituir una nueva práctica constitucional.
4) A partir de las afirmaciones anteriores se deriva la obligación de los
tribunales constitucionales de preservar, en la medida de lo posible, la práctica
constitucional.
Bajo ese marco, surge una nueva circunstancia que justifica el ejercicio
de la justicia constitucional que puede sintetizarse así: una decisión democrá-
tica que ya satisface las reglas que aseguran su valor epistémico —es decir,
que respeta tanto los derechos de participación política como la autonomía
personal— pero que, a pesar de ello, transgrede la práctica constitucional vi-
gente. La toma de decisiones judiciales en ejercicio del control de constitu-
cionalidad debe considerar que la operatividad de una decisión democrática
depende de su inserción en el marco de una práctica constitucional estable.
Frente a esto, a los jueces no les queda más remedio, de acuerdo con el mode-
lo, que invalidar una ley que atente contra la estabilidad de la práctica consti-
tucional, incluso a pesar de que respete los requerimientos de la constitucional
ideal. En este sentido apunta NINo (1997: 280) que «el propósito del control
judicial de constitucionalidad es preservar la práctica social o convención den-
tro de la cual esa decisión opera, es decir, específicamente, la Constitución
histórica».
La tesis de lo «segundo mejor» desarrollada anteriormente, encuentra su
aplicación en una situación semejante, cuando se prefiere optar por la preser-
vación de un aspecto de la práctica constitucional en lugar de permitir que
una ley, a pesar de sus rasgos impecables desde el punto de vista epistémico
(i. e., que sea el resultado de un amplio debate en el que los derechos políti-
cos de todos aquellos que puedan verse afectados por una decisión han sido
respetados), socave dicha práctica, con la consecuencia de que al final resulte
totalmente ineficaz haber establecido en el pacto constitucional la norma de la
cual emerge. Para tal efecto, apunta NINO, el tribunal deberá tener en cuenta
un par de consideraciones: a) que se pueda concluir que está en riesgo la con-
tinuidad de una práctica, pero no desde un punto de vista aislado sino en su
relación con otras prácticas, y b) que efectivamente se esté hablando de una
«verdadera desviación» de la continuidad tomando en cuenta la posibilidad de
su perfeccionamiento".
NINO provee como ejemplo de esta causal un caso argentino sucedido en
1990. En ese año, el recién presidente electo Menem —quien ganó las elec-
ciones por una amplia mayoría—, indultó a varios procesados del fuero militar
que estaban siendo juzgados por violación de derechos humanos. NINO acla-
ra que de acuerdo con la Sección 6.' del art. 86 de la Constitución argentina
esos indultos eran improcedentes debido a que, para tales efectos, era nece-

65 Cfr. NINO (1980a: 702).


EL CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO 239

sario que los acusados hubieran sido ya declarados culpables. En este sentido
añade NINO que con esa decisión no se infringían los requerimientos de la
Constitución ideal, por lo que la decisión no era criticable desde ese punto de
vista. Además, se podría afirmar que Menem gozaba de amplia legitimidad de-
mocrática. Sin embargo, tal decisión atentaba contra la práctica vigente pues
«debilita enormemente la continuidad de la Constitución histórica y amena-
za la posibilidad de hacer realmente vigente la Constitución ideal» (NiNo,
1997: 282). En definitiva, según el modelo deliberativo, este sería un caso
ante el cual estaría justificado que un tribunal anulara los indultos, no obstante
la legitimidad democrática de quien adoptó la decisión. Esta misma doctrina
puede emplearse, por ejemplo, para evaluar las diversas disyuntivas a las que
se enfrenta un país ante los intentos de separación de una entidad respecto de
la federación o estado autonómico del que forma parte. Por ejemplo, la dis-
cusión en España sobre la secesión catalana puede encuadrarse en la lógica
argumentativa propuesta por el deliberativismo, donde sería necesario sopesar
el grado de apoyo popular y consenso a favor de la separación frente al costo
que implicaría una eventual transformación de la convención constitucional,
entre otros factores económicos, sociales y culturales.

7. CONSTITUCIONALISMO DELIBERATIVO EN POCAS PALABRAS

Está construido sobre la base de una teoría moral basada en derechos que
exige sujetarnos a los mecanismos que maximicen la calidad de la delibera-
ción pública. La legitimidad de las decisiones jurídico-políticas depende tanto
de su contenido sustantivo como del procedimiento que les dio origen. En
consonancia con ello, se defiende un modelo deliberativo que posee un valor
tanto intrínseco como instrumental. La deliberación posee mayor confiabi-
lidad que otros procedimientos alternativos para producir resultados justos;
por eso, puede considerarse como un caso de justicia procesal imperfecta.
Este modelo, al menos en la versión de NINO, propone resguardar algunos
derechos —aquellos que constituyen las precondiciones del procedimiento
democrático en una Constitución y exige que el espacio de decisión ma-
yoritario no sea limitado en exceso por el espacio que ocupan los derechos a
riesgo de socavar el potencial epistémico del procedimiento democrático. El
control judicial de constitucionalidad posee muy bajo valor epistémico para la
toma de decisiones en materia de derechos fundamentales. No obstante, está
justificado para garantizar los derechos de tipo procedimental, el derecho de
autonomía personal y la protección de la práctica constitucional vigente.
El modelo de constitucionalismo deliberativo vendría a defender las si-
guientes tesis:
1. La constitución de la democracia deliberativa posee tres dimensiones
esenciales: a) una serie de principios morales generales a partir de los cuales
240 LEOPOLDO GAMA

se justifican un conjunto de derechos fundamentales; b) los requerimientos


impuestos por un modelo de democracia deliberativa, y c) el respeto hacia la
Constitución histórica de un país.
2. Las reglas del discurso moral permiten fundar tres principios de cuya
combinación se derivan los derechos fundamentales: el principio de autono-
mía personal, el de inviolabilidad y el de dignidad de la persona.
3. Las normas jurídicas son insuficientes para justificar acciones y de-
cisiones. Una decisión estará justificada a la luz de un conjunto de principios
morales de los que se derivan los derechos fundamentales.
4. El conjunto de derechos que se derivan de los principios morales se
encuentran en el nivel último de justificación de las decisiones jurídicas y la
legitimidad de una Constitución dependerá del grado en que esos derechos
sean respetados. Además, esos derechos determinarán el alcance del procedi-
miento democrático.
5. Los derechos fundamentales no imponen barreras contra las decisio-
nes mayoritarias. Es concebible un sistema jurídico que los reconozca y deje
la discusión sobre sus alcances en manos del proceso democrático; por tanto,
la mera existencia de derechos fundamentales no conduce necesariamente a
justificar el control judicial de las leyes.
6. La fuerza justificativa de los derechos conduce a la paradoja de la
irrelevancia moral del gobierno: si las normas jurídicas no proveen razones
para justificar acciones y decisiones, entonces carecerían de relevancia para
dicha tarea justificativa.
7. La forma de gobierno que permite solucionar la paradoja de la irre-
levancia es la democracia entendida como un sucedáneo del discurso moral.
Este sistema posee mayor confiabilidad que otros procedimientos para llegar
al conocimiento de principios válidos de moral social o intersubjetiva.
8. Las normas de origen democrático proveen razones epistémicas: ra-
zones para creer en la corrección de las normas aprobadas mediante un proce-
dimiento democrático.
9. Entender la Constitución como un texto o documento normativo con-
duce a dos paradojas: la de la indeterminación radical del derecho y la de la
superfluidad para justificar acciones y decisiones.
10. La indeterminación radical de la Constitución se ve disminuida si se
la concibe como una práctica o convención que se genera tanto a partir de la
sanción del texto constitucional como por el conjunto de acciones, actitudes y
expectativas de los operadores jurídicos y de la ciudadanía en general en torno
a ese texto.
11. La Constitución, entendida como práctica social, es incapaz para su-
perar la paradoja de la irrelevancia o superfluidad para el razonamiento práctico
a menos que se apele a su carácter convencional-limitativo de la democracia.
12. La superfluidad de la Constitución para justificar acciones y decisio-
nes puede superarse si se comprende que el razonamiento práctico tiene por
EL CONSTITUCIONALISMO DEL1BERAT1V0 241

objeto justificar acciones y decisiones que contribuyen a una obra colectiva


generada por la convención constitucional.
13. Gracias al valor inherente al procedimiento popular, existen razones
para obedecer sus resultados: ante una ley de origen democrático el juez debe
aceptarla como un indicio epistémico acerca de su legitimidad. Ese valor ex-
cluye la posibilidad del control judicial de las leyes.
14. La negativa al control judicial posee tres excepciones: las dos prime-
ras fundan en las condiciones de las que depende la confiabilidad epistémi-
se
ca del procedimiento democrático; la última sobre las condiciones de las que
depende la eficacia de las decisiones democráticas.
15. Para que un procedimiento de decisión satisfaga el valor epistémico
del modelo deliberativo es necesario que cumpla con ciertas condiciones. En
la medida en que estas sean satisfechas mayor será la calidad epistémica de un
procedimiento determinado.
16. El procedimiento democrático no puede hacerse cargo de examinar
si las condiciones de la democracia han sido cumplidas ya que toda conclusión
respecto a la suficiencia o insuficiencia democrática de una ley carecería de
valor epistémico. Por tanto, el juez es responsable de examinar la existencia
de vicios procedimentales.
17. Las condiciones que aseguran validez al procedimiento democrático
comprenden un conjunto de derechos individuales que son identificados como
derechos a priori; por tanto, toda decisión democrática estará limitada por el
contenido de esos derechos y serán los jueces quienes estarán a cargo de su
protección.
18. Se fortalece la calidad epistémica de la democracia en tanto más
derechos se configuren como a priori, pero menor será el alcance decisorio
del procedimiento mayoritario. La amplitud de la que goza estará determinada
por los derechos a posteriori sobre los cuales puede decidir justificadamente.
19. Existen razones para dudar de la legitimidad de una ley democrática
de tipo perfeccionista. El juez constitucional no debe mostrar deferencia a una
ley que imponga ideales de virtud personal.
20. La operatividad de una decisión democrática debe insertarse en el
marco de la práctica constitucional vigente. Está sujeta al escrutinio judicial
una ley que atente contra dicha práctica, a pesar de respetar las exigencias
normativas impuestas por los derechos.
CAPÍTULO IV
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO
EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA CONSTITUCIONAL

1. INTRODUCCIÓN

A lo largo de este libro se analizaron aisladamente tres modelos distintos


de filosofía constitucional: un modelo de constitucionalismo sustantivista re-
presentado por R. DWORKIN, un modelo de constitucionalismo procedimental
defendido por J. WALDRON y un modelo de constitucionalismo deliberativo
encarnado por la postura de C. S. NINO.
En el presente capítulo se formularán algunos argumentos para defender
un modelo deliberativo de filosofía constitucional. Se desarrollará una línea
teórica para encuadrarlo en un esquema de justicia procesal que podría sortear
algunos de los retos filosóficos a los que se enfrenta todo modelo constitucio-
nal, equilibrando además sus tensiones internas. El resultado de este ejercicio
será rechazar las propuestas articuladas por DWORKIN, WALDRON y, en cierto
modo, también por NINO, así como asignar un rol muy definido a la justicia
constitucional.
Iniciaré presentando algunos comentarios a los modelos sustantivista,
procedimental y deliberativo sobre la base de tres ejes: los derechos, la de-
mocracia y la justicia constitucional. Se observará que esos modelos des-
cansan en una teoría moral fundada en los derechos y, a partir de ahí, con-
feccionan diversos arreglos institucionales de acuerdo con sus premisas. A
continuación, definiré los criterios específicos que toman en cuenta al valorar
un procedimiento de decisión colectiva e indagaré en el tipo de relación que
subrayan entre el ideal de los derechos, la democracia y la justícía constitu-
244 LEOPOLDO GAMA

cional. Ese diálogo entre los tres modelos hará emerger los aspectos en los
que confluyen y en los que mantienen divergencias. Posteriormente, intentaré
trazar una ruta para asentar un modelo equilibrado de filosofía constitucional
de corte deliberativo que sea sensible a las limitaciones de los modelos ana-
lizados.

En la literatura que discute el problema de la armonía entre los meca-


nismos del constitucionalismo y la democracia se han ensayado respuestas
heterogéneas que podrían encuadrarse básicamente en dos grupos: el primero
propugna por un constitucionalismo en sentido restringido, es decir, un tipo
específico de constitución diseñada para impedir el despotismo. El segundo
exige un constitucionalismo en sentido amplio: una constitución que mera-
mente limite a la autoridad 1. La primera propuesta se identifica con todas
aquellas teorías que aceptan ya sea en su totalidad o con ciertas reservas la
modulación del poder, incluido el de origen democrático, a través de: i) ciertos
contenidos fijados en cartas constitucionales; ii) procedimientos más o menos
rígidos de reforma constitucional, y iii) esquemas judiciales para la defen-
sa de la constitución. Este primer grupo abarcaría modelos desarrollados por
autores que van desde DWORKIN hasta ELY pasando por NINO 2. Por su parte,
el polo opuesto detractor del constitucionalismo en el primer sentido estaría
representado paradigmáticamente por la postura de Jeremy WALDRON 3.

En cierto modo, la primera de esas posiciones coincide con otros dos sen-
tidos de «constitucionalismo», uno «fuerte» y otro «débil» 4. La diferencia
entre uno y otro puede trazarse así: un modelo filosófico de constitucionalismo
fuerte sostendría que una concepción moral basada en los derechos (rights ba-
sed moral theory) exige un determinado diseño institucional que implica bá-
sicamente: 1) el establecimiento de ciertos derechos en una constitución más
o menos rígida, y 2) su garantía a través del control judicial de constituciona-
lidad como mecanismo de decisión última. Por el contrario, un constituciona-
lismo débil parte de una rights based moral theory que subraya el valor del
derecho de participación política en pie de igualdad. Sobre esa base propone
un diseño institucional en el que la decisión y deliberación popular ocupe un
lugar central en la toma de decisiones, centralmente, en la determinación del
contenido y alcance de los derechos fundamentales.

Para la distinción entre constitucionalismo en sentido amplio y restringido sigo a ComA:\-Ducci


(2002b).
Aquí cabrían a su vez un abanico de desarrollos doctrinales como el de ACKERMAN (1991),
ALEXY (2002a), FERRAJOLI (1998, 2007), ZAGREBELSKY (1995), etcétera.
3 Debe observarse que WALDR0N (2009c) opone la noción de «constitucionalismo» (en su sentido
restringido) a la de «democracia». Aquí encuadran otras propuestas como la desarrollada, por ejemplo,
por LAPORTA (2007).
Esta clasificación no coincide necesariamente con la trazada por BAYóN (1998) y TUSBNET
(2003). Un modelo de constitucionalismo débil en sintonía con la propuesta deliberativa de NINo ya
había sido defendido con claridad por GARGARELLA (1996).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 245

Así pues, el modelo dworkiniano está destinado a justificar el diseño ins-


titucional de las democracias constitucionales con la presencia de tribunales
constitucionales, custodios de la «última palabra». DWORKIN, es cierto, se en-
foca fundamentalmente en justificar el sistema norteamericano. No obstante,
hay razones para pensar que está convencido de la conveniencia de acoger la
estructura institucional del constitucionalismo fuerte en otros países. Vale re-
cordar que este autor defendió contundentemente la conveniencia de una carta
de derechos y una judicial review para el Reino Unido, elementos necesarios,
según él, para que dicho país pudiese «restaurar la [vieja y conocida] cultura
británica en favor de la libertad» (DwoRmy, 1990b: 14).
Siguiendo a J. AGUILÓ, puede decirse que el modelo procedimentalista ana-
lizado en el capítulo II niega que un sistema jurídico-político estable requiera
una Constitución, si es que ha de entenderse como la «Constitución del cons-
titucionalismo» en sentido restringido. Observado desde la oposición entre los
pares de conceptos «constitución procedimental» frente a «constitución sus-
tantiva» el modelo de WALDRON podría considerarse como una reacción frente
al sustantivismo principialista dworkiniano. En este sentido, no habría duda
en atribuirle a WALDRON la idea de que «el constitucionalismo principialista
y sustantivista estaría poniendo en crisis el imperio de la ley y con ello estaría
dando entrada a todos los defectos predicables del "gobierno de los hombres"»
(AGÍTALA, 2004: 81)5. Así pues, desde esta perspectiva el constitucionalismo
procedimentalista se situaría en el lado opuesto al «constitucionalismo»: ni
fuerte ni débil. Finalmente, el modelo deliberativo ofrece una concepción que
podría denominarse de «constitución deliberativa», la cual reconoce el carácter
complejo de la democracia constitucional y propone superar las innumerables
tensiones que se presentan en su interior. Esta propuesta me parece más atrac-
tiva ya que incorpora, en cierto modo, los esquemas e ideales del constitucio-
nalismo sustantivista y los combina con una fuerte defensa en favor de la de-
mocracia: el deliberativismo posee a mi juicio elementos que permiten situarlo
en un punto intel medio entre un modelo sustantivista y procedimental y es
coherente, como veremos, con un arreglo institucional de jurisdicción consti-
tucional débil. No obstante, mostraré que para lograr un equilibrio armonioso
entre las exigencias que lo inspiran, es necesario operar algunos ajustes al mo-
delo de NINO, tal y como se interpretó y reconstruyó en el capítulo precedente.

2. FILOSOFÍA CONSTITUCIONAL Y JUSTICIA PROCESAL

El constitucionalismo suele caracterizarse como una técnica social con-


sistente en emplear una Constitución —un documento dotado de ciertas ca-

En cierta sintonía con el planteamiento procedimentalista se sitúa la postura defendida por LA-
PORTA (2007).
246 LEOPOLDO GAMA

racterísticas noimativas (supremacía y rigidez)—, para regular los métodos


mediante las cuales se adoptan las decisiones fundamentales. La lógica del
constitucionalismo es, en un sentido muy específico, la lógica de lo procedi-
mental6, de los mecanismos para asegurar las prescripciones fijadas en el pac-
to constitucional. Desde el punto de vista de la filosofía política y del derecho,
el constitucionalismo pone a prueba desarrollos teóricos de legitimidad de la
autoridad política.

Los modelos analizados en este libro incorporan, de hecho, una teoría de


la legitimidad, entendida como un concepto de tipo normativo y no descrip-
tivo'. Un modelo que aborde la legitimidad como un concepto normativo la
asociará, por lo general: a) con el problema de la justificación del «derecho»
a mandar y la «obligación» de acatar, es decir, sobre las razones para dictar
prescripciones autoritativas, y b) con el relativo a las razones de los destinata-
rios para sujetarse a los mandatos de una autoridad. Pero ¿cuándo es legítimo
un procedimiento político? Aquí suelen ofrecerse dos respuestas generales:
para la primera, será legítima una decisión desde el punto de vista de sus ras-
gos procedimentales, de las reglas que definen el diseño institucional y que
permiten hablar de un procedimiento equitativo. El seguimiento de esas reglas
asegura pues la calidad del procedimiento. Por el contrario, la otra cara de la
moneda aboga por la legitimidad entendida únicamente en virtud de los resul-
tados que arroje el sistema, de los valores sustantivos que el procedimiento
pueda hacer posibles. Basta una hojeada a algún manual de filosofía del dere-
cho o política para percatarse de que el problema de la legitimidad enfrenta a
un sinnúmero de concepciones con la resolución de la tensión entre el proceso
y el contenido, o bien entre la forma y la sustancia.

2.1. La tensión entre la forma y la sustancia

Todo modelo constitucional que considere relevante el compromiso con


la protección de los derechos se preguntará por los criterios adecuados para
elegir y justificar un esquema jurídico-político. Desde esta perspectiva, pa-
rece razonable proponer un procedimiento para la toma de decisiones que
sea capaz de producir resultados correctos desde el punto de vista de los
derechos. Este modo de plantear las cosas, inherente al constitucionalismo
sustantivista, destaca el valor instrumental de un procedimiento, es decir, se
concentra en su idoneidad, comparado con otros, para obtener los resultados
deseados.

6Así lo entiende MICHELMAN (2008).


Por ejemplo, en el capítulo III de Economía y Sociedad, WEBER (1964: 172) ofrece un acerca-
miento al problema de la legitimidad política desde el punto de vista descriptivo o explicativo. Distin-
gue así tres tipos de dominación legítima: racional o legal, tradicional y carismática.
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 247

Sin embargo, también la evaluación de un esquema político puede depen-


der no de su valor instrumental sino de su valor intrínseco. Será valioso por
referencia a las cualidades inherentes a ese procedimiento con independencia
de los resultados que arroje o de su concordancia con valores extrínsecos al
procedimiento. A la luz de esta dimensión, la cuestión acerca del quién y del
cómo se generan las decisiones es moralmente relevante y constituye el crite-
rio fundamental a tener en consideración para la justificación de un procedi-
miento político.

Es usual para los teóricos de la política distinguir dos concepciones de


la legitimidad, construidas sobre la clásica dicotomía entre la forma y la sus-
tancia: se toma como base la calidad del procedimiento o la calidad de sus
resultados para predicar su legitimidad. Si la forma como se adoptan las deci-
siones es correcta, el procedimiento será legítimo. Si los resultados se ajustan
a ciertos parámetros sustantivos será políticamente admisible. Es por eso que
se habla de concepciones de la legitimidad política de tipo procedimental o
sustantivo'. De acuerdo con la concepción procedimental, la legitimidad de
un sistema político y de las prescripciones que genera se evalúa únicamente
a partir de las reglas que definen los procesos para la toma de decisiones. Lo
que cuenta en última instancia para la legitimidad del sistema es el quién y el
cómo se decide, por lo que será suficiente tomar en consideración la autoría
de las decisiones jurídico-políticas y el procedimiento empleado para efec-
tuadas'. Una concepción procedimental reduce pues la legitimidad a criterios
estrictamente procedimentales. Contra esta posición se dirigen básicamente
dos críticas. La primera niega la relevancia de los criterios procedimentales
para determinar la legitimidad del sistema político, esto es, se dirá que son in-
necesarios para evaluar la legitimidad. La segunda, por su parte, afirma que los
procedimientos son necesarios pero insuficientes para evaluar la legitimidad
de un procedimiento y sus resultados.

En el lado opuesto se sitúa la concepción sustantiva: la legitimidad del


sistema político y de sus leyes se evalúa tomando en cuenta su contenido,
su apego a valores sustantivos extrínsecos al procedimiento. La sintonía con
tales criterios vendría a constituir un requisito necesario y suficiente para de-
terminar su legitimidad. Una concepción fundada estrictamente en criterios
sustantivos es indiferente al método a través del cual se tomen las decisiones,
reduce pues la legitimidad del sistema político democrático a la sustancia. La
forma es así irrelevante. Contra esta postura se pueden dirigir tres argumentos
bastante sólidos:

Para un minucioso análisis de la contraposición entre concepciones procedimentales y sustanti-


vas de la democracia de la legitimidad política véase MARTÍ (2006: 133). Es referencia obligada PETER
(2016).
9 Son paradigmáticas de este tipo de concepciones: las de BOBBIO (1980, 1986 y 1989); DAHL
(1989); SARTORI (2007), y SCHUMPETER (1968).
248 LEOPOLDO GAMA

1) Toda concepción de la legitimidad política que descanse únicamente


en este criterio no es más que una dictadura encubierta 10 . Este es precisa-
mente, como se mostró en el capítulo III, el inconveniente que advierte NINO
cuando se pretende condicionar la legitimidad únicamente al respeto por los
derechos, posición que conduce a la paradoja de la irrelevancia moral del
gobierno.
2) La segunda crítica apela a la existencia de desacuerdos sustantivos
profundos y pone de relieve la necesidad irremediable de remitirse a criterios
procedimentales para la toma de decisiones, postura que se identifica funda-
mentalmente con el modelo procedimentalista de WALDRON.
3) Finalmente, se contraargumenta que la política no se reduce exclusi-
vamente a cuestiones de justicia sustantiva ya que es necesario, en ocasiones,
hacer frente a problemas de coordinación por lo que la necesidad de establecer
procedimientos es inevitable".

Una vez expuestos esos dos pares de acercamientos al problema de la


legitimidad del diseño constitucional, surgen algunas cuestiones: ¿qué dimen-
sión es relevante para la evaluación de las instituciones políticas? ¿Es posible
valorar la legitimidad a partir de un criterio puramente procedimental o sus-
tantivo? ¿Las decisiones mayoritarias, las leyes, poseen valor en virtud de
su coherencia con criterios sustantivos o con independencia de ellos? ¿Hay
que elegir entre un modelo constitucional que se preocupe por la calidad del
procedimiento o por la calidad de los resultados? ¿Pueden combinarse estos
valores? Si pudiese demostrarse que las decisiones mayoritarias poseen va-
lor intrínseco, ¿qué consecuencias traería ese rasgo para el diseño y práctica
institucional del constitucionalismo sustantivista? Si se admite la tesis de los
desacuerdos sustantivos razonables, ¿qué impacto tendría en la elección de un
criterio u otro de legitimidad?

Es necesario apuntar que ni la dimensión procedimental puede reducirse


a la sustantiva, ni la sustantiva a la procedimental, es decir, las dos dimensio-
nes para la evaluación de las instituciones políticas son irreductibles mutua-
mente 12. No obstante, cabría preguntarse sobre la posibilidad de articular un
modelo que pueda incorporar ambos ingredientes para la evaluación de las
instituciones, es decir, que reconozca que la legitimidad política depende tanto
de la calidad de los resultados como del procedimiento de decisión mismo, lo
que llevaría a descartar los modelos puramente procedimentales o sustantivos.
Un modelo de filosofía constitucional debe preocuparse por la calidad tanto

ID DAHL (1989: 163) afirma que «llevado al extremo, la insistencia de que los resultados sustan-
tivos tomen precedencia sobre el proceso se convierte en una justificación claramente antidemocrática
y la "democracia sustantiva" se vuelve una etiqueta engañosa para lo que es, de hecho, una dictadura».
" Para la crítica de las posturas estrictamente procedimentales y sustantivas de la democracia
véanse RÓDENAS (1996: 66) y MARTÍ (2006: 142).
12 Véase CHRISTIAN° (2003: 63).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 249

del procedimiento como de sus resultados y, en este sentido, la forma no puede


desentenderse de la corrección sustantiva de las decisiones jurídico-políticas
ni viceversa.
En esta lógica, lo más pertinente es desarrollar una concepción que re-
conozca el carácter intrínsecamente valioso del procedimiento democrático
y —como diría NINO— que sea capaz de garantizar, desde el punto de vista
sustantivo, la producción de resultados correctos o de minimizar la produc-
ción de resultados incorrectos, mediante la incorporación de ciertos esquemas
decisorios. Ese proyecto teórico, además, debería ser sensible y hacer frente
al pluralismo y al problema del desacuerdo razonable. Igualmente, frente a la
presencia de discrepancias respecto a lo que constituye la respuesta correcta,
el modelo debería explicitar algún esquema institucional que reduzca la emi-
sión de decisiones equivocadas cualquiera que sea el criterio de corrección. A
fin de cuentas, requiere articularse un modelo de filosofía constitucional que
equilibre el valor intrínseco e instrumental del procedimiento democrático,
pero que sea, al mismo tiempo, sensible a los desacuerdos sustantivos. Una
propuesta bastante útil para hallar ese camino puede arrancar de un esquema
de análisis propuesto por J. RAWLS.

2.2. Justicia procesal pura, perfecta, imperfecta y...

RAWLS propuso unas categorías de análisis que integran las ideas de valor
intrínseco e instrumental y de legitimidad procedimental y sustantiva. Hay
procedimientos, diría RAWLS, cuyos resultados pueden evaluarse conforme
a las reglas que definen el procedimiento mismo o conforme a otros crite-
rios, externos al procedimiento. Distingue así tres tipos13 (aunque en realidad,
como se verá enseguida, son cuatro) de justicia procedimental (procedural
justice): i) la justicia procedimental pura (pure procedural justice); y dos tipos
de justicia procesal instrumental o no-pura; ii) la justicia procesal perfecta
(perfect procedural justice), y la justicia procesal imperfecta (imperfect
procedural justice).

2.2.1. Justicia procesal pura

En los casos de justicia procesal pura el resultado de un esquema de de-


cisión es «justo» simplemente cuando se ha adoptado siguiendo las reglas
que fijan el procedimiento a seguir. En estas situaciones no se cuenta con
criterios independientes o extrínsecos al procedimiento que permitan evaluar

" Al inicio del capítulo II de A Theory of Justice, RAWLS anuncia que distinguirá «tres tipos de
justicia procedimental».
250 LEOPOLDO GAMA

la corrección de los resultados 14. Por eso, el seguimiento del procedimiento


es condición necesaria y suficiente para la justicia de sus resultados, es decir,
basta que una decisión se haya adoptado siguiendo ciertas reglas para consi-
derarse justificada o legítima sin tomar en cuenta sus propiedades distributivas
o su contenido. El procedimiento es, pues, intrínsecamente justo, correcto o
equitativo y no hay estándares ajenos al mero procedimiento para evaluar su
corrección.

2.2.2. Justicia procesal perfecta

Se habla de justicia procesal perfecta cuando se cuenta con criterios in-


dependientes al procedimiento para evaluar la corrección de una decisión, es
decir, estándares distintos a los que conciernen estrictamente a aquel y que de-
ben satisfacerse: criterios económicos, morales, políticos, prácticos. Lo parti-
cular de la justicia perfecta es que se trata de un procedimiento infalible, pues
el seguimiento de las reglas asegura la obtención de los resultados sustantivos
deseados. Los casos de justicia procedimental no-pura como este recogen la
idea del valor instrumental de los procedimientos políticos, por lo que puede
decirse que un procedimiento perfecto es aquel instrumento que garantiza la
obtención de las decisiones esperadas ". Según RAWLS, los esquemas de justi-
cia procesal perfecta son muy raros, de hecho desde el punto de vista político
estos esquemas son imposibles 16.

2.2.3. Justicia procesal imperfecta

En los casos de justicia procesal imperfecta el resultado de un procedi-


miento de decisión es justo cuando existen criterios independientes que permi-

14 El ejemplo paradigmático de este tipo de justicia, nos dice RAWLS (1999: 75 [90]) es el de los
juegos de azar: «Si un número de personas lleva a cabo una serie de apuestas imparciales, la distribu-
ción que se haga del dinero después de la última apuesta (sea cual fuera) es imparcial, o al menos no
es parcial».
15 RAWLS (1999: 74 [89]) pone como ejemplo de un caso de justicia procesal perfecta el siguiente:
«Un pastel habrá de dividirse entre un número de personas: suponiendo que una división justa sea una
división igualitaria; ¿cuál es el procedimiento, si lo hay, que dará ese resultado? Dejando a un lado los
tecnicismos, la solución obvia es la de que una persona divida el pastel y tome la última parte, permi-
tiendo a los otros que escojan antes. Dividirá el pastel en partes iguales, ya que de este modo estará
seguro de obtener la mayor porción posible».
16 Vale decir que, a juicio de RAWLS (1999: 198 [189]), todo procedimiento político es imperfecto:
«Obviamente, cualquier procedimiento político practicable puede producir un resultado injusto. De
hecho, no existe un esquema de reglas políticas de procedimiento que garanticen que no se promulgará
una legislación injusta. En el caso de un régimen constitucional, o en cualquier forma de gobierno, es
imposible realizar el ideal de la justicia procesal perfecta. El mejor esquema alcanzable es de justicia
procesal imperfecta. No obstante, algunos esquemas tienen mayor tendencia que otros a producir leyes
injustas».
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 251

ten evaluar su corrección, pero el seguimiento de las reglas hace únicamente


probable la obtención de resultados correctos. Por ejemplo, un procedimiento
penal está diseñado para obtener un resultado deseado, la declaración de culpa-
bilidad del acusado, aunque puede arrojar resultados equivocados condenando
a un inocente o liberando a una persona culpable. En este caso, el éxito del pro-
cedimiento vendrá dado por su capacidad para maximizar la probabilidad de
obtener decisiones «correctas» o para minimizar la posibilidad de generar re-
sultados «incorrectos» a la luz de los criterios independientes. En este sentido,
RAWLS afirma que aun cuando se obedezca fielmente el procedimiento «puede
llegarse a un resultado erróneo», pero en tales casos, añade, «la injusticia no
surge de una falla humana, sino de una combinación fortuita de circunstancias
que hacen fracasar el objetivo» del procedimiento (RAwLs, 1999: 75 [90]) 17.
Como es razonable esperar, RAWLS aclara que todo régimen político está
destinado a producir un resultado injusto, pero admite que algunos poseen
mayor propensión a generar consecuencias injustas. De hecho, da por descar-
tada la posibilidad de alcanzar una justicia procesal perfecta a través de alguna
forma de organización jurídico-política. Para este autor (1999: 173 [1891), el
«mejor esquema» asequible es el de una justicia procesal imperfecta, de ahí
que el problema sea diseñar algún procedimiento que «tenga mayores proba-
bilidades de conducir a un orden jurídico justo y efectivo».

2.2.4. Justicia procesal cuasi pura

Tradicionalmente se ha entendido que la clasificación tripartita rawlsia-


na es exhaustiva (BErrz, 1989: 47) y que en el terreno de las instituciones
jurídico-políticas no cabe hablar más que de esquemas de justicia procesal
imperfecta y de acercamientos instrumentales al problema del diseño insti-
tucional". No obstante, podría añadirse a la clasificación un cuarto tipo de
justicia procesal que dé cuenta de situaciones en las que existirían criterios
independientes para evaluar los resultados de un procedimiento y, al mismo
tiempo, habría estándares procedimentales para evaluar la calidad del proce-
dimiento mismo, ello implica que sería relevante tanto el valor instrumental
como intrínseco de un esquema de decisión colectiva. En A Theory of Justice
hay elementos para extraer ese cuarto esquema de justicia procesal.

17 Un ejemplo claro de justicia procesal imperfecta según RAWLS es el juicio penal: si bien es
cierto puede decirse que se diseña un procedimiento adecuado con el objeto de buscar y establecer la
verdad del caso, no hay seguridad de que este conduzca siempre a un resultado correcto, i. e., que el
culpable sea condenado o que el inocente liberado.
" Por ejemplo, BAYÓN (2004: 31) señala siguiendo a BE1TZ que, en general, se ha interpretado la
clasificación de RAWLS como exhaustiva y se ha inferido de ahí que los procedimientos para la toma
de decisiones no pueden ser más que esquemas de justicia procesal imperfecta con la consecuencia
de dar por sentado que el único criterio disponible para elegir entre un procedimiento para la toma de
decisiones es su valor instrumental.
252 LEOPOLDO GAMA

En esa obra, hay un apartado donde RAWLS discute la naturaleza de la re-


gla de la mayoría y evalúa su lugar en el interior de su teoría. Ahí distingue un
tipo de justicia procesal distinto a los recién enumerados: la justicia procesal
cuasi pura (o cuasi perfecta). En un momento, tras examinar la analogía entre
el criterio mayoritario y el mercado, se señala (RAwLs, 1999: 318) que hay
situaciones específicas, en donde no son «claros o definitivos» los requeri-
mientos concretos de la justicia. En esos contextos, continúa, nos encontramos
frente a un caso de justicia procesal cuasi pura. Se trata de situaciones en las
cuales es posible afirmar que la ley pudo ser favorecida por legisladores racio-
nales que, de algún modo, seguían o intentaban seguir principios de justicia,
al menos de modo abstracto.
RAWLS no desarrolló con mayor profundidad este punto, pero ello no im-
pide teorizar sobre la posibilidad de ampliar su clasificación'. En las circuns-
tancias como las recién reseñadas, no estaríamos en presencia de una justicia
procesal pura, pues sí están disponibles criterios independientes al procedi-
miento para evaluar su corrección. Tampoco se trataría de un caso de justicia
procesal perfecta, la cual está descartada dentro del ámbito de las instituciones
sociales; ni de un caso de justicia procesal imperfecta, pues si bien es cierto
que existen estándares independientes al procedimiento para evaluar su co-
rrección, no son claras sus exigencias concretas, de tal suerte que, en princi-
pio, varias decisiones podrían considerarse igualmente justas o conectas en la
medida en que el procedimiento que se sigue para adoptarlas goce de cierta
calidad definida por sus rasgos procedimentales (como la distribución equita-
tiva del poder político) y se oriente, a su vez, por las exigencias abstractas de
los principios de justicia.
Uno de los teóricos que reflexionaron acerca de este cuarto tipo de justicia
procesal es DAHL20. En Democracy and its critics apunta que la corrección
sustantiva de los resultados de un procedimiento cuasi puro es indetermina-
da, pues hay un margen de alternativas aceptables (y, paralelamente, de des-
acuerdos razonables). Con mayor frecuencia, señala, los procedimientos cuasi
puros son «lo mejor a lo que podemos llegar» (DAHL, 1989: 65). Se trata, al
parecer, de una situación de indeterminación de la justicia'.

19 Una propuesta para ampliar la clasificación rawlsiana sobre los casos de justicia procesal, pero
en línea diversa a la que aquí se ofrece, se desarrolla por TADROS (2008), donde se distinguen dos tipos
de justicia procesal adicionales que se encontrarían, según el autor, a la mitad del procedimentalismo
puro y del procedimentalismo imperfecto: i) procedimentalismo aditivo (additive proceduralism), en
donde la justicia de una decisión está constituida, en parte, tanto por las condiciones extraprocedi-
mentales como por el procedimiento mismo por el cual se adoptó la decisión, y ii) procedimentalismo
«habilitador» (enabling proceduralism), en donde la justicia de una decisión está constituida por las
condiciones extraprocedimentales. Sin embargo, también es una condición necesaria «posibilitante»
para la justicia de la decisión, que sea adoptada por un procedimiento apropiado.
20 También distingue este cuarto tipo de justicia procedimental TSCHENTSCHER (1997).
2' O bien, de un caso de «indeterminación moral» bajo la cual, siguiendo a BESSON (2005: 62),
«asumiendo que existe una verdad moral objetiva, esta es pluralista y donde los conflictos entre valores
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 253

Siguiendo a DAHL, los cuatro tipos de justicia procedimental se pueden


trazar del siguiente modo:

Formas de justicia procesal ¿Criterio independiente? ¿Procedimiento perfecto?


Perfecta Sí Sí
Imperfecta Sí No
Pura No Sí
Cuasi pura Sí Cuasi

2.2.5. Ventajas de distinguir un cuarto tipo de justicia procesal

Este cuarto tipo de justicia procesal es relevante para el análisis de los


modelos de democracia constitucional y presenta algunas ventajas frente a los
casos de justicia procesal restantes. A mi modo de ver, reúne el valor intrín-
seco e instrumental de un procedimiento: por un lado, se acerca a la justicia
procesal pura, pues admite que ciertos procedimientos poseen un valor intrín-
seco y logra enfocarse en los elementos que requieren para gozar de calidad
procedimental. Por otro lado, se acerca a la justicia procesal no-pura pues
permite reconocer la existencia de estándares de corrección independientes
al procedimiento para evaluar sus resultados. Otra ventaja adicional, es que
permitiría incorporar la tesis de los desacuerdos sobre cuestiones sustantivas.
La justicia procesal cuasi pura se define como una situación en donde no son
claros los requerimientos de la justicia (por ejemplo, podría haber acuerdo
en su formulación en abstracto pero no en sus exigencias concretas o en su
fundamentación filosófica general), por lo que, si bien es cierto que se recono-
cen estándares de corrección independientes al procedimiento, estos pueden:
1) justificarse de modos muy diversos (serían, como se sugerirá en breve si-
guiendo a SUNSTEIN, acuerdos «incompletamente teorizados); o bien 2) admi-
tir diversos grados de cumplimiento, variadas formas (compatibles entre sí) de
concreción o especificación (legislativa o judicial). Entonces, el procedimien-
to es cuasi puro, pues el seguimiento de sus reglas constitutivas le asegura
(cierto) valor, y es, además, cuasi perfecto en cuanto a la corrección sustantiva
de los resultados que produce.
La pertinencia de distinguir un cuarto caso de justicia procesal es, a mi
modo de ver, su capacidad para reconciliar una justicia puramente procedi-
mental con una imperfecta, por lo que permite justificar un procedimiento de-

pueden conducir a [...1 la indeterminación moral lato sensu». Cabe añadir que, bajo esta perspectiva,
aun cuando la indeterminación del derecho y la indeterminación moral sean distintas, la primera «puede
tener orígenes morales», particularmente cuando se trata de disposiciones que se refieren a derechos
fundamentales.
254 LEOPOLDO GAMA

mocrático a la luz tanto de su valor intrínseco como instrumental, admitiendo


un abanico de resultados posibles e igualmente compatibles con los criterios
sustantivos 22. La teorización de RAWLS provee categorías útiles para analizar
los modelos que se han desarrollado con el fin de comprender y justificar una
estructura democrático-constitucional básica determinada como base para la
convivencia social. ¿Cómo interpretan los modelos analizados en este libro la
estructura básica de la democracia constitucional, como un esquema de justi-
cia procesal pura, perfecta, imperfecta o cuasi pura?

2.3. Constitucionalismo sustantivista y justicia procesal imperfecta

El constitucionalismo sustantivista se concentra en un criterio sustantivo,


externo al procedimiento democrático como condición para predicar su legi-
timidad. Estará justificado un procedimiento en virtud de su capacidad para
hacer efectivo, por ejemplo, el principio de igual consideración y respeto, u
otro similar. La base fundamental para la legitimidad política se asentará en la
calidad sustantiva de las decisiones mayoritarias, por eso, DWORKIN recomien-
da un criterio basado en los resultados (result-driven approach) para el diseño
institucional'. De esa forma, el modelo de DWORKIN adopta una posición
sustantivista y defiende lo que denomina una concepción «dependiente» de la
democracia, en el sentido de que su legitimidad está condicionada a la capa-
cidad del procedimiento para producir resultados correctos. Desde este punto
de vista, el mejor diseño institucional es aquel que con mayor probabilidad
producirá decisiones sustantivas y resultados que traten a todos los miembros
de la comunidad con igual consideración y respeto.
Vale la pena apuntar, además, que DWORKIN rechaza identificar el concep-
to de democracia con el de simple gobierno por la mayoría. En efecto, distin-
gue, como se tuvo oportunidad de señalar, una concepción procedimental de
la democracia (que denomina «estadística») de una concepción asociativa o
comunitaria. Una concepción estadística de la democracia es aquella según la
cual «cualquier cosa» que una mayoría decida es legítima solo por esta razón.
La democracia es un mecanismo simplemente mayoritario, esto es, un proce-
dimiento en el cual las decisiones democráticas representan exclusivamente
una suma de los votos, intereses o preferencias individuales de las personas.
Por el contrario, conforme a la concepción comunitaria de la democracia que

22 También Ch. BEITZ (1989: 47) encuadra su modelo de democracia en esquema de justicia pro-
cesal cuasi pura. Los procedimientos democráticos son, según este autor «casos en los que hay un
estándar independiente para evaluar los resultados de un procedimiento, pero también hay criterios de
equidad no orientados a los resultados y que pertenecen al procedimiento en sí».
23 Así sostiene: «La mejor estructura institucional es la que está mejor calculada para producir las
mejores respuestas a la cuestión esencialmente moral de qué son en realidad las condiciones democrá-
ticas y asegurar el cumplimiento estable con esas condiciones», DWORKIN (1996: 34).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 255

DWORKIN favorece, el procedimiento es legítimo cuando los que deciden con-


forman una mayoría únicamente en una «comunidad de iguales» respetuosa
con las exigencias del principio de igual consideración y respeto.
En este modelo, los criterios sobre la legitimidad deben incluir condicio-
nes independientes al procedimiento que se erigen como sus límites sustanti-
vos, por lo que el simple apoyo mayoritario de una decisión determinada no
provee, por sí mismo, una justificación para su obligatoriedad colectiva. Des-
de este punto de vista, afirmaría DWORKIN, se puede decir que los individuos
se autogobiernan cuando son miembros genuinos de una comunidad política:
la calidad de miembros morales constituiría entonces, para el sustantivismo
constitucional, una razón para obedecer las normas jurídicas de origen demo-
crático. Las condiciones que permiten afirmar que un individuo es miembro
de una comunidad y que sirven para afirmar al mismo tiempo que esa comuni-
dad constituye una verdadera democracia, son las condiciones de pertenencia
moral (moral membership). Las condiciones de pertenencia moral no son otra
cosa que una serie de criterios sustantivos que funcionan como precondiciones
de la legitimidad democrática.
El modelo sustantivista defiende un acercamiento instrumental al proble-
ma del diseño político-institucional 24. Desde este punto de vista, debemos es-
coger aquel procedimiento que sea capaz de producir resultados correctos. La
discusión de casos constitucionales en un tribunal que se guíe por principios
es central para la toma de decisiones conectas; el debate en este foro, ase-
gura el respeto por los derechos ya que su actividad es, por decirlo de algún
modo, principled-oriented y no interest-oriented. En este sentido, la justicia
constitucional posee determinados rasgos que la hacen más proclive a obtener
resultados correctos desde el punto de vista sustantivo: como el relativo ais-
lamiento de sus miembros respecto de las presiones políticas del día a día, la
duración de sus cargos, su posición de imparcialidad, etc. Además, la política
democrática no constituye un foro idóneo para la discusión sobre principios.
Es un espacio donde impera la negociación, un simple mecanismo para la
suma de intereses y preferencias por lo que la posibilidad de obtener respues-
tas incorrectas se amplifica. Por esas razones, el foro judicial es más confiable
en la labor de protección de los derechos.
El constitucionalismo sustantivista, parte de un acercamiento al diseño
institucional que destaca fundamentalmente su valor instrumental y defiende
un modelo de democracia constitucional entendido como un caso de justicia
procesal imperfecta que puede resumirse en cuatro tesis:
1) Se admiten criterios sustantivos independientes a los procedimientos
políticos para evaluar la calidad de sus resultados.

24 Sigo aquí a BAYÓN (2004: 121 y ss.).


256 LEOPOLDO GAMA

2) La legitimidad depende de su capacidad instrumental para producir


resultados correctos (right answers) al tenor de los criterios sustantivos.
3) Las piezas que aseguran en la mayor medida posible la producción de
esos resultados son la rigidez, la justicia constitucional y los derechos.
4) La regla de la mayoría está limitada por los contenidos sustantivos y
su valor instrumental para la toma de decisiones sustantivas es inferior al de
los procedimientos contramayoritarios.
Si esta caracterización del constitucionalismo sustantivista es la correc-
ta, entonces se asemeja a un esquema de justicia procesal imperfecta, pues
admite estándares independientes para juzgar la corrección de los resultados
que arroje el procedimiento mayoritario y exige un conjunto de mecanismos
(contramayoritarios) para asegurar ese resultado'. El principio de igual consi-
deración y respeto, así como el conjunto de derechos que se derivan a partir de
aquel, representan estándares independientes al procedimiento. Una carta de
derechos atrincherada y resguardada por la justicia constitucional, los arreglos
institucionales que asegurarían los resultados correctos a la luz de los estánda-
res independientes. De este modo, ya no habría tensión entre el ideal del auto-
gobierno y el constitucional pues la «verdadera» democracia debe ajustarse a
la forma constitucional para diferenciarse del mayoritarismo'.

2.4. Constitucionalismo procedimentalista y justicia procesal pura

Algunos argumentos de WALDRON motivan a encajar su modelo como un


caso de justicia procesal pura. No hay duda que el procedimentalismo rechaza
todo acercamiento instrumental al problema de la legitimidad del poder polí-
tico. Esta postura tiene como fuente las circunstancias de la política: existen
graves desacuerdos sustantivos, no obstante, es necesario tomar decisiones
a pesar de ellos. Si esto es así, debe rechazarse todo criterio basado en las
«respuestas correctas» para la elección de un procedimiento de toma de deci-
siones 27. Una propuesta como la de DWORKIN, en la que se identifica ab initio
un parámetro de tipo sustantivo y se recomienda elegir para el diseño institu-

25 MoRnso (1998: 30) caracteriza la democracia constitucional como un caso de justicia procesal
imperfecta y apunta que «de hecho, los procedimientos políticos son siempre, para teorías de la justicia
que reconocen derechos, supuestos de justicia procesal imperfecta»; aquí se intenta ofrecer una alter-
nativa distinta.
26 Confluyen expresamente en esta vertiente una red de propuestas que concuerdan en marcar
una tajante divergencia entre la democracia constitucional y el mayoritarismo. Tal es el caso de la con-
cepción sustancial de la democracia de FERRAIOLI (2007), ARNESON (1995) o FREEMAN (1998). En la
misma línea se encuentran OTTO DE (1987), GARCÍA DE ENTERRÍA, ARAGÓN (2013) y un gran número de
posturas constitucionales de fuerte arraigo en la cultura jurídica hispano-latinoamericana.
27 La misma idea es defendida por CHRISTIAN° (1996: 66-67): «Es tan difícil de saber qué es lo
que constituye el bienestar que sería absurdo evaluar las instituciones políticas sobre la base de tan in-
sondable criterio». En el mismo sentido CA7VIPBELL (1999: 13), para el cual los graves desacuerdos sobre
los derechos excluyen recurrir a criterios instrumentales para la elección de un procedimiento político.
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 257

cional aquellos procedimientos que lo aseguren, contribuye a reproducir más


que a resolver los graves desacuerdos que caracterizan nuestras sociedades.

De ese modo, WALDRON ofrece una concepción que se centra en el valor


intrínseco de la participación política, entendida como corolario de la igualdad
de las personas en tanto agentes capaces de gobernarse en la esfera pública
y privada conforme a su propio juicio. El procedimiento democrático goza
entonces de una serie de propiedades particulares que justifican la legitimi-
dad de sus decisiones. A juicio de WALDRON, la democracia posee cierta con-
fiabilidad como mecanismo para la toma de decisiones en las circunstancias
del desacuerdo, pues no tiene como fin la búsqueda del consenso. El méto-
do de decisión por mayoría es respetuoso con los individuos y con la plura-
lidad de concepciones sobre la justicia y el bien común que estos sostienen,
pues no otorga prioridad a ningún punto de vista por encima de otro en razón
de su contenido sustantivo sino en razón del mayor apoyo que pueda recibir
en el conteo de votos. Además, ese procedimiento otorga un peso igual a todas
las voces y ninguna de ellas posee más posibilidades que otra de convertirse
en la opinión mayoritaria. En este sentido, todas las opiniones poseen un igual
potencial de ser decisivas para el resultado.

Frente a la desconfianza que muestran algunos modelos hacia los proce-


sos democráticos de toma de decisiones como mecanismos para la creación
racional del derecho, WALDRON opone una visión de los parlamentos como
foros cuya estructura es adecuada para hacer frente a las circunstancias de la
política. Su pluralidad numérica, diversidad ideológica y carácter deliberativo
representa a la comunidad política considerada en su totalidad. Puede decirse
que para WALDRON la legitimidad del procedimiento democrático transfiere
legitimidad a sus resultados: la legislación adquiere su autoridad ya que es el
producto de una discusión y aprobación por una amplia asamblea. Entonces,
un procedimiento regido por la regla de la mayoría es legítimo: a) por el logro
que representa haber tomado una decisión bajo las circunstancias de la polí-
tica; b) porque el procedimiento mayoritario es respetuoso con las diversas
opiniones que los ciudadanos poseen acerca de la justicia y el bien común;
c) porque otorga el mismo peso a la voz de todos los ciudadanos, y d) porque
la deliberación e intercambio de opiniones entre quienes integran un parla-
mento enriquece sus puntos de vista y confiere a la decisión colectiva adopta-
da una cualidad propia: la sabiduría de la multitud28.

Entonces, en el esquema waldroniano no existe un criterio sustantivo in-


dependiente al procedimiento mismo para evaluar la corrección de los resulta-

28 Con esta última tesis, el modelo procedimentalista de WALDRON parecería dirigirse hacia una
versión deliberativa de la democracia, la cual, bien afianzada, entraría en tensión con el escepticismo
moral de su autor pues, a fin de cuentas, no puede servir de base para construir una teoría democrática.
Coincide en este punto ALEXANDER (2008).
258 LEOPOLDO GAMA

dos. Los únicos criterios con los que se cuentan son de tipo procedimental. En
este sentido el procedimiento es equitativo y pose una dignidad intrínseca, por
lo que es suficiente el origen procedimental de la decisión para considerarla
admisible.
El modelo de democracia procedimentalista, entendido como un caso de
justicia procesal pura, puede resumirse en cuatro tesis:
1) Aun cuando se tuviesen criterios externos independientes a los proce-
dimientos políticos para evaluar sus resultados.
2) La presencia de desacuerdos sustantivos convierte en inoperante la
estrategia instrumentalista que pretende evaluar las instituciones por su ido-
neidad para producir resultados correctos.
3) La «corrección» de las decisiones jurídico-políticas solo puede de-
pender de criterios internos al procedimiento que se siguió para adoptarlas.
4) Los mecanismos del constitucionalismo carecen de valor intrínseco y
son admisibles circunstancialmente.
Basta esto para considerar que el modelo de WALDRON es un caso de justi-
cia procesal pura". Identificar a la democracia como un caso de justicia proce-
sal de este tipo, significaría conceder que genera una «aceptabilidad moral de
tipo procedimental» (CARE, 1978: 322). F. MICHELMAN (2008: 160) coincide
en esta caracterización del modelo waldroniano como un caso de justicia pura-
mente procesal el cual, después de todo, no pretende prescindir de estándares
de justicia en general sino únicamente en los resultados: los criterios de justi-
cia se hallan estrictamente en los procedimientos.

2.5. Constitucionalismo deliberativo y justicia procesal cuasi pura

NINO defiende una concepción procedimental de la democracia. Pero la


suya es muy disímil a la suministrada por WALDRON. Encuadrarla en alguno
de los casos de justicia procesal no es fácil, pues hay numerosos detalles que
hay que tomar en cuenta, como los relacionados con algunos cambios que se
sucedieron entre la primera y la segunda edición de Ética y Derechos Humanos.
Aquí defenderé: 1) que la mejor manera de entender el constitucionalismo deli-

" W. NELSON (1980b: 508) expone el razonamiento de una concepción procedimental pura de
la democracia en los siguientes términos: «Hay procedimientos para la toma de decisiones tales que,
si los procedimientos se siguen, las decisiones simplemente son justas cualesquiera que sean. Si los
procedimientos democráticos son procedimientos del tipo apropiado, tenemos entonces una razón para
adoptar tales procedimientos. Es más, si lo hacemos así, las políticas resultantes serán justas». Me pare-
ce que este tipo de concepción de la democracia vendría a identificarse con la denominada por ESTLUND
(1997: 176-177) «fair proceduralism», es decir, la concepción según la cual aquello que hace legítima
una decisión democrática es el hecho de que ha sido producida mediante un procedimiento mayoritario
imparcial (fair). En otro trabajo coincide en que el modelo de democracia de WALDRON se acercaría a
alguna versión del fair proceduralistn, ESTLUND (2000: 126, n. 5).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 259

berativo es como un caso de justicia procesal cuasi pura, dado que así es posible
conciliar el valor intrínseco e instrumental de la legitimidad, y 2) que el modelo
de NINO posee, de hecho, algunas bases para encuadrarlo de ese modo'''.
Por principio de cuentas, es claro que para este modelo existen criterios
independientes a los procedimientos de toma de decisiones para evaluar su le-
gitimidad". Una de las tesis centrales en el entramado teórico de NINO es que
las normas jurídicas no proveen razones para justificar acciones o decisiones
a menos que se fundamenten en un conjunto de principios morales de los que
derivan los derechos humanos. Esos principios son la autonomía personal, la
inviolabilidad y la dignidad de la persona, los cuales se derivan a su vez de los
presupuestos de la práctica de la discusión moral. El respeto por los derechos
constituye un componente relevante para considerar justificada una acción o
decisión 32.
Sin embargo, adoptar exclusivamente una perspectiva instrumental, basada
en los resultados correctos (a la luz de las exigencias morales de las que se de-
rivan los derechos humanos) como único criterio para la legitimidad, conduce,
como bien lo reveló Nirro con claridad, a la paradoja de la irrelevancia moral
del gobierno y de sus leyes. La función de la paradoja de la irrelevancia es
destacar la incompletitud de un acercamiento exclusivamente instrumental al
problema de la legitimidad política, ya que, si el único fin es obtener resulta-
dos correctos, entonces el procedimiento democrático sería en sí mismo irrele-
vante, pues instrumentalmente podríamos elegir cualquier otro procedimiento
alternativo que arribara a esos resultados con mejor éxito. Y lo cierto es, como
lo demostró el propio NINO, que el origen o la forma como son dictadas las nor-
mas jurídicas sí proveen razones para justificar acciones y decisiones cuando
se trata de una autoridad democrática concebida de un modo específico.
El modelo de filosofía constitucional de NINO no es meramente sustantivo
y la perspectiva relevante que adopta para enjuiciar los procedimientos no es

En mi tesis doctoral defendí que el modelo de NINo se ajustaba a un caso de justicia procesal
imperfecta. Sin embargo, en ese momento no me percaté de la posibilidad de introducir un cuarto tipo
de justicia procesal capaz de acoplar el valor intrínseco y el valor instrumental. Con todo, aun cuando
esté errada la propuesta que ahora se defiende, lo fundamental es no perder de vista que el modelo de
constitucionalismo deliberativo permite conciliar la tensión entre el valor intrínseco e instrumental de
la democracia. Han tratado de entender la deliberación mayoritaria como un caso de justicia procesal
cuasi pura, aunque no refiriéndose expresamente a la concepción epistémica, MCGANN (2006: 82 y ss.);
y expresamente a la concepción epistémica, LUNDSTROM (2009).
31 Como se mencionó en el capítulo III, las reglas del discurso práctico-moral, esto es, los presu-
puestos que definen la validez de los juicios morales, funcionarían como criterios independientes al pro-
cedimiento deliberativo. Esto es claro también en la postura de HABERMAS, donde se admiten criterios
sustantivos independientes al procedimiento tales como la imparcialidad, universabilidad, generalidad,
véanse al respecto COHEN (1999) y RUMMENS (2007). Estas reglas permiten justificar principios de los
que se derivan derechos fundamentales.
32 Cabe recordar la siguiente afirmación de NINO (1989a: 368): «Es la función de hacer efectivos
los derechos individuales básicos lo que provee la justificación moral primaria de la existencia de un
orden jurídico».
260 LEOPOLDO GAMA

exclusivamente instrumental, esto es, mediante la evaluación de su capacidad


para llevar a cabo esos valores. En este modelo, la forma a través de la cual
se adoptan las decisiones también es moralmente relevante para predicar su
legitimidad; es decir, su modelo subrayaría que la corrección sustantiva de una
decisión democrática no es suficiente para predicar su legitimidad. Esto quiere
decir que las normas jurídicas proveen razones para justificar acciones y de-
cisiones, no solo cuando se ajustan a las exigencias sustantivas impuestas por
los principios morales, sino también cuando provienen de un procedimiento
que posee valor intrínseco. Por tanto, se puede decir que en este modelo tanto
las exigencias procedimentales como sustantivas constituyen condiciones co-
adyuvantes para hablar de legitimidad. Desde este punto de vista, el modelo
de constitucionalismo deliberativo es capaz de conciliar el valor intrínseco
con el valor instrumental de un procedimiento jurídico-político, tal y como lo
hace el procedimentalismo cuasi puro.
Me parece que NrNo era plenamente consciente de este doble rasgo de su
modelo cuando en la primera edición de Ética y Derechos Humanos señalaba
que la democracia es un caso de justicia procesal «pura imperfecta» mien-
tras que el discurso moral vendría a ser un caso de justicia procesal «pura
perfecta»". Esta caracterización de la democracia, a mi modo de ver, es un
modo de reconocer que la mejor justificación de un esquema para la toma de
decisiones públicas debe ser capaz de conciliar su valor intrínseco (de ahí la
inclusión del carácter puro) e instrumental (de ahí la inclusión del carácter im-
perfecto). En ese sentido, NINO estaba en lo cierto cuando afirmaba en esa obra
que una visión instrumental de la democracia «recoge parte, pero no todo, de
lo que la hace moralmente superior» (1\nlo, 1984: 241).
En la segunda edición de Ética y Derechos Humanos, a mi modo de ver,
la democracia sigue manteniendo valor intrínseco e instrumental. Esto se des-
prende cuando señala que: 1) el procedimiento democrático «minimiza la pro-
babilidad de desvíos morales en la creación y aplicación de normas», lo que
significa que es instrumentalmente idóneo para la toma de decisiones correc-
tas, y que 2) «garantiza cierta obligatoriedad moral para sus normas jurídicas»
aun cuando su contenido envuelva errores morales (NINo, 1989a: 370), lo que
no es sino otro modo de reconocer que el procedimiento deliberativo es valio-
so en sí mismo, a pesar de los resultados que llegase a producir.

" NINO (1984b: 241-243). Según NINO, a la clasificación rawlsiana habría que hacerle algunos
ajustes de tal suerte que existirían: a) casos de justicia procesal pura perfecta; b) casos de justicia pro-
cesal pura imperfecta; c) casos de justicia no-pura (o instrumental) perfecta, y d) casos de justicia pro-
cesal no-pura (o instrumental) imperfecta. El problema que encuentro con esta reconstrucción es que,
contrario a lo que sostiene NINo, aquí se ha señalado que la diferencia entre la justicia procesal pura y
la no-pura es la presencia de criterios independientes al procedimiento para evaluar los resultados, por
lo que ahí donde están ausentes tales criterios no tendría caso distinguir entre la «perfección» y la «im-
perfección». En este sentido, no clarifica distinguir dos subcasos de justicia procesal pura pues, por de-
finición, la corrección de los resultados únicamente depende de criterios internos al procedimiento, de
ahí que la «pureza» de la justicia procesal pura, radique en que está libre de cualquier elemento externo.
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 261

Esta interpretación del modelo de NINO se fortalece cuando se toma en


cuenta que para él son precisamente «las características intrínsecas del proce-
dimiento democrático lo que proporciona cierto fundamento a la obligación
de acatar los resultados de ese proceso, cuando los argumentos basados en sus
consecuencias son inciertos o difusos» (NtNo, 1989a: 398). Debe precisarse
adicionalmente, que el valor de los resultados del procedimiento democrático
es siempre presuntivo y, por tanto, derrotable.
Finalmente, también la Constitución de la democracia deliberativa da tes-
timonio de este doble valor, pues NINO fue plenamente consciente de que el
éxito de una buena teoría de la democracia constitucional depende de su capa-
cidad para resolver la tensión entre el procedimiento y la sustancia, o conciliar
su valor intrínseco e instrumental'''. De hecho, considera inviable justificar
la democracia meramente por su valor instrumental o exclusivamente por su
valor intrínseco: descarta expresamente una apuesta puramente instrumental
cuando apunta que «si la democracia se justificara [únicamente] mediante
el valor de sus resultados, su atractivo sería débil y su carácter contingente»
(INTiNo, 1997: 101). Rechaza además una defensa que apele solo a los valores
inherentes al procedimiento cuando señala que los resultados poseen una im-
portancia moral considerable.
Por estas razones, el modelo de constitucionalismo deliberativo no encaja
(ni debe encajar) como un caso de justicia procesal imperfecta sino, más bien,
con uno de justicia procesal cuasi pura. Me aparto así de la lectura ofrecida
por A. RÓDENAS, según la cual la propuesta teórica de NINO a partir de la
segunda edición de Ética y Derechos Humanos es de carácter instrumental
y que vendría a encuadrarse como un caso de «justicia procesal instrumen-
tal imperfecta»", en el cual «la corrección de las decisiones democráticas
no viene determinada por el procedimiento que se siguió para adoptarlas»
(RóDENAs, 1991: 290). Subyace a esta discrepancia el hecho de que la re-
construcción que aquí se ofrece de la justicia procesal, parte de la presencia
o ausencia de criterios externos a un procedimiento, de ahí que se distinga en
un primer momento entre: a) los casos de justicia procesal pura, donde no hay
criterios externos al procedimiento y este posee un valor intrínseco, y b) los
casos de justicia procesal no-pura, donde sí existen criterios externos y el pro-
cedimiento posee valor instrumental para alcanzarlos, ya sea de manera cierta
e indubitable (perfecta) o aproximada (imperfecta). Por tanto, ahí donde no
hay criterios externos de este tipo (como en la justicia procesal pura) no cabría
distinguir entre la perfección e imperfección del procedimiento.
La clasificación de los tipos de justicia procesal admitiría, además, según
se ha apuntado, un caso adicional que incorpora el valor intrínseco e instru-

NINO (1997: 14 y 101).


" Véase RÓDENAS (1991 y 1996: 243 y ss.). Véase además NINO (1991b: 299).
262 LEOPOLDO GAMA

mental y en el cual no son claros o definitivos los requerimientos sustantivos


(RAwfs) o en donde la corrección de los resultados que arroja el procedimien-
to es indeterminada (DAHL). Este es el lugar donde, me parece, habría que
encajar la pretensión del constitucionalismo deliberativo de armonizar el valor
intrínseco e instrumental. Adicionalmente, otra virtud de este modelo es, a mi
modo de ver, su capacidad para intemali zar la presencia de los desacuerdos
sustantivos razonables, los cuales pueden entenderse en dos sentidos: a) des-
acuerdos «hacia arriba» o sobre la fundamentación de los criterios externos, y
b) desacuerdos «hacia abajo» o sobre la articulación, concreción o aplicación
de los criterios externos al procedimiento'.
Entonces, la democracia en el esquema deliberativo es intrínseca e ins-
trumentalmente valiosa: se justifica cuando es entendida como un proce-
dimiento de toma de decisiones que posee valor en sí mismo, así como un
potencial para arrojar las mejores respuestas desde el punto de vista sustan-
tivo. No obstante, el procedimiento deliberativo democrático no asegura
la obtención de resultados correctos, más bien, es el procedimiento más
confiable para la discusión acerca del sentido y alcance de los derechos:
la deliberación que antecede a la toma de decisiones democráticas tiende
a producir decisiones correctas desde el punto de vista de los criterios ex-
ternos al procedimiento. Es por eso que las normas de origen democrático
proveen un «indicio epistémico» acerca de su legitimidad: gozan de cierta
presunción de validez en virtud de la confiabilidad epistémica del procedi-
miento que les dio origen.
El modelo de constitucionalismo deliberativo entendido como un caso de
justicia procesal cuasi pura o «equilibrado», se describe mediante cuatro tesis
fundamentales:
1) Contamos con criterios sustantivos independientes a los procedimien-
tos para evaluar la calidad de sus resultados (derechos que se derivan de un
conjunto de principios morales).
2) El procedimiento deliberativo democrático es instrumentalmente idó-
neo para la toma de decisiones sustantivas correctas, aunque esa corrección
sustantiva será indeterminada o no definitiva.
3) La deliberación democrática goza además de cualidades intrínsecas
que garantizan obligatoriedad a sus normas a pesar de que sus resultados no se
aproximen a los criterios externos.
4) Los mecanismos del constitucionalismo no son valiosos intrínseca-
mente y su valor instrumental es menor que el democrático.
Los anteriores rasgos caracterizan al modelo deliberativo como un esque-
ma de justicia procesal cuasi pura, que descansa en el valor intrínseco y, ade-

" Véase el concepto de acuerdos incompletamente teorizados de SuNsTEIN (1994: 1739).


HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 263

más, pretende ser el mejor calificado para producir respuestas (aproximada-


mente) correctas desde el punto de vista sustantivo'.

3. EL MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA


CONSTITUCIONAL

Los modelos analizados en este libro ofrecen respuestas distintas a la ten-


sión (presente en toda concepción de la autoridad) entre el procedimiento y
la sustancia. Siguiendo a GUTMAN y THOMPSON (1996: 27), se puede decir
que mientras el procedimentalismo otorga prioridad a los derechos que son
constitutivos del procedimiento democrático, el sustantivismo va más allá y
protege todos aquellos que sean necesarios para asegurar decisiones correctas
a la luz de un gran principio abstracto. En este sentido, el procedimentalis-
mo (al menos el de ay) y el sustantivismo, coinciden en proteger derechos
contra la mayoría. No obstante, discrepan «acerca de qué derechos poseen
prioridad sobre el procedimiento democrático aun cuando concuerden en que
algunos derechos deberían tener tal prioridad». Así que los primeros dan pre-
ferencia a la calidad del procedimiento político por encima de los resultados
y los segundos a la calidad de los resultados por encima del procedimiento.
El deliberativismo pretende equilibrar la balanza reconociendo las virtudes
de los modelos precedentes, operando algunos ajustes. Pretende ofrecer un
modelo de filosofía constitucional más adecuado para encarar coherentemente
las múltiples tensiones que se presentan al interior de la estructura de una de-
mocracia constitucional. A continuación, discutiré algunos aspectos concretos
que caracterizan esta postura y que la convierten en una alternativa más atrac-
tiva frente al procedimentalismo y el sustantivismo.

3.1. La paradoja de las precondiciones de la democracia

La tensión entre la democracia y el constitucionalismo equivale a la trági-


ca e inevitable relación entre el procedimiento y la sustancia, entre la forma y
el contenido, entre el valor del mecanismo de decisión y el de sus resultados,
escollo del que no escapa teoría democrática alguna.

3.1.1. Equilibrio entre el valor intrínseco e instrumental

La construcción de un modelo de filosofía constitucional de tipo delibera-


tivo, entendido como un caso de justicia procesal cuasi pura, presenta algunas

" Ha articulado una concepción epistémica de la democracia deliberativa entendida como un caso
de justicia procesal pura PETER (2007).
264 LEOPOLDO GAMA

ventajas sobre los modelos restantes. Entenderlo en cambio como un caso


de justicia procesal meramente pura supondría negar que tenemos a la mano
criterios externos al procedimiento democrático. Si se concibe, no obstante,
como un caso de justicia procesal imperfecta, implicaría que la calidad de los
resultados sería lo único relevante para evaluar un sistema político.
Al tener carácter cuasi puro, la propuesta deliberativa ofrece una justifi-
cación procedimental del derecho. Esto significa que el valor de las normas
jurídicas está constituido fundamentalmente por la forma en que se toman las
decisiones. Su origen democrático es relevante desde el punto de vista del
razonamiento práctico para justificar una decisión. En ese sentido, toda norma
que sea producto de la deliberación parlamentaria y votada a través de la regla
de la mayoría, ofrece a sus destinatarios razones para actuar, con independen-
cia de las consideraciones que posean acerca de su corrección.
El constitucionalismo deliberativo permite desarrollar una teoría de la au-
toridad democrática que integra una concepción de los derechos, pero que es
capaz de admitir la posibilidad de que el sistema arroje decisiones incorrectas
desde el punto de vista sustantivo. Si bien es cierto que propone una justifi-
cación procedimental del derecho (que se funda en su valor intrínseco), esto
no significa que le sea irrelevante la corrección sustantiva de las decisiones: la
Constitución de la democracia deliberativa es valiosa también desde un punto
de vista instrumental, es decir, en virtud de su idoneidad para obtener decisio-
nes correctas.
Entonces, al configurarse el modelo deliberativo como un caso de justi-
cia procesal cuasi pura no solamente ofrece una valoración intrínseca de la
democracia, sino también instrumental, aunque reconoce que ese valor es
aproximado, pues hay un abanico de resultados (decisiones que constituyen
ejercicios de concreción de los principios abstractos) que pueden ser igual-
mente compatibles con las exigencias sustantivas externas al procedimiento
mismo. Ello puede generar discrepancias razonables entre los miembros de la
sociedad y, sobre todo, en los órganos que crean y aplican el derecho respecto
del tipo de decisiones que se acercan a los resultados deseados. En otras pa-
labras, el modelo deliberativo equilibrado reconoce la existencia de criterios
independientes al procedimiento para evaluar su corrección, cuyo núcleo in-
cluye un conjunto de intereses fundamentales que pueden ser protegidos como
derechos. No obstante, la corrección sustantiva de sus resultados siempre será
aproximada. En este sentido, el deliberativismo es compatible con la tesis de
los desacuerdos razonables sobre el sentido y alcance de los principios sus-
tantivos establecidos en las constituciones 38: se admiten discrepancias sobre
el significado, reglas o acciones concretas que puedan derivarse a partir de

98 En el modelo deliberativo de NINO a diferencia, por ejemplo, del de GrTMAN y THOMPSON, el


hecho de los desacuerdos sustantivos no impacta explícita ni implícitamente en su teoría. En cambio, en
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 265

ellos. No obstante, aun cuando la corrección sustantiva de los resultados sea


siempre indeterminada, a la luz de los estándares externos al procedimiento,
estos pueden funcionar como criterios que orienten (mas no que limiten, o no
siempre) la política ordinaria.

3.1.2. Sortear la paradoja

La problemática entre el procedimiento y la sustancia se refleja nítidamen-


te en la conocida «paradoja de las precondiciones de la democracia» formula-
da por C. Nuvo". La paradoja se describe así, en sus palabras:
El valor epistémico de una democracia requiere que se cumpla con ciertos
prerrequisitos sin los cuales no existiría una razón para diferenciar los resul-
tados de la democracia E. ..]. Estos derechos, prerrequisitos para el apropiado
funcionamiento del proceso democrático, pueden ser considerados "derechos a
priori". El respeto por estos derechos a priori promueve y provee el valor epis-
témico de la democracia. A la inversa, si estos derechos no fueran respetados,
por ejemplo, por las decisiones democráticas, una persona guiada por el razo-
namiento práctico no tiene ninguna razón para esperar el resultado del proceso.
Si cubrimos todas estas precondiciones para otorgar valor epistémico a la
democracia, quedan muy pocas cuestiones a ser resueltas por la democracia.
La mayoría de las decisiones políticas consisten en la apropiada distribución de
este tipo de recursos. Si los derechos son interpretados en un sentido amplio, al
reconocer que ellos pueden ser violados por omisiones, la democracia es priva-
da de la mayoría de sus posibles temas de debate, Aquí nos enfrentamos una vez
más con el conflicto entre procedimiento y sustancia (1\luvo, 1996: 192-193).
Este pasaje revela que las decisiones de las mayorías deliberativas serán
admisibles como elementos valiosos para guiar la conducta en tanto satisfa-
gan ciertos requisitos (normalmente configurados como derechos) por lo que,
mientras más robustas sean esas exigencias, más amplio será el conjunto de
cuestiones que deben alejarse de las deliberación y decisión y depositarse en
el foro judicial. Por el contrario, mientras menos contenidos se definan con
ese carácter, mayor el conjunto de decisiones sobre las que podrá deliberarse
democráticamente. Entonces, el problema que se presenta es el siguiente: si el
valor del procedimiento depende del ensanchamiento de sus precondiciones,
eso implicaría un decremento en su espacio decisional o bien, como diría NINO,
la fortaleza del procedimiento se conseguiría a costa de reducir sus alcances.
La paradoja parece conducir pues a un dilema4° que nos obligaría a elegir
entre: 1) fortalecer el procedimiento democrático a costa de reducir sus

el modelo de los autores norteamericanos la deliberación se presenta como el instrumento idóneo para
resolver los desacuerdos morales.
" Véase Nmo (1997: 193, 275-276 y 301-302).
4° Uno de los autores que han estudiado a fondo el problema filosófico de la paradoja de las pre-
condiciones de la democracia es MARTÍ (2006 y 2011).
266 LEOPOLDO GAMA

alcances decisionales, o 2) ampliar la capacidad decisional de la democracia a


costa de reducir el espacio del llamado «coto vedado». Entonces, en cualquier
caso, parece que habría un tipo de pérdida ya que, si procuramos que el
procedimiento arroje los mejores resultados mediante el atrincheramiento
de los derechos custodiados por la judicatura, la consecuencia será reducir
el espacio de acción de la democracia. Si, por el contrario, extendemos su
potencial para atender todo tipo de cuestiones, la consecuencia sería renunciar
al aseguramiento previo de los requisitos que le dan valor. ¿Cómo salir de esa
paradoja?
Un camino que cabe descartar de antemano es el trazado por el constitu-
cionalismo dworkiniano (y ferrajoliano) que elude la problemática de las
precondiciones y sus disyuntivas recurriendo a una mera redefinición de la
democracia La estrategia consiste en proponer que, dentro del conjunto de
propiedades que conforman la intensión de ese concepto (democracia), deben
incluirse, además de los clásicos criterios procedimentales como el de la regla
de la mayoría, todos (o casi todos) los criterios sustantivos de legitimidad. La
democracia constitucional sería realmente, según esa propuesta, una democra-
cia sustancial que contiene ya una «esfera de lo indecidible» 41 y en su interior
no habría tensión alguna que requiriese solución. Esa ruta no parece satisfac-
toria ya que equivale a ocultar las tensiones de un modelo jurídico-político
bajo el tapete de una redefinición conceptual. Lo anterior pone de relieve que
una vía para enfrentar la paradoja debe iniciar con la búsqueda de un modelo
capaz de reconciliar los elementos en tensión que surgen del corazón de la
democracia constitucional de la manera más coherente y equilibrada posible.
Llegado este punto, emerge una cuestión fundamental que merece res-
puesta: ¿entender los criterios externos al procedimiento, al modo como lo
hace el deliberativismo como un caso de justicia procesal cuasi pura, impacta
en nuestra comprensión de la paradoja de las precondiciones de la democra-
cia? La paradoja de las precondiciones de la democracia enfrenta a todo mo-
delo que pretenda justificarla al siguiente problema: o la democracia se limita
por un conjunto de derechos básicos o no estará justificada como forma de
gobierno. No obstante, si la democracia se limita en exceso por los derechos
(por el respeto a las precondiciones), le restará poco margen de decisión y
deliberación, por lo que se estaría en presencia de un procedimiento legítimo
desde el punto de vista de sus requisitos, pero de alcances decisionales suma-
mente limitados.
A juicio de J. L. MARTÍ (2006: 120), admitir la paradoja nos conduce a
una situación dilemática en la que se tiene que elegir entre: «(A) sacrificar una
parte mayor o menor de la legitimidad del procedimiento de toma de decisio-
nes (y, por tanto, de la legitimidad resultante de sus decisiones) en aras de una

41 Así es como concibe la democracia constitucional FERRAJOLT (1998 y 2007).


HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 267

mayor apertura del rango de decisiones posibles, y (B) sacrificar una parte
del uso del procedimiento democrático, vetando determinadas cuestiones a
la decisión democrática, en aras de proteger la legitimidad». Pero la paradoja
puede enfrentarse según NINO si se busca un balance progresivo entre la fuerza
y el alcance del procedimiento democrático, es decir, fijando un parámetro
inicial en el que se respeten ciertas precondiciones mínimas 42 (de tal suerte
que sea operativa la democracia) y, paulatinamente, fortalecerla mediante la
satisfacción de mayores precondiciones hasta lograr un equilibrio pleno. Sin
embargo, a juicio de MARTÍ", la estrategia del equilibrio gradual de NINO no
disuelve en realidad la paradoja, pues siempre cabría la posibilidad de destruir
la democracia haciendo uso del procedimiento mismo, o bien de reducir el
rango de decisiones admisibles en tanto se vaya incrementando la legitimidad
del procedimiento democrático, de tal suerte que, en el fondo, sería imposible
la satisfacción plena de las precondiciones de la democracia y, al mismo tiem-
po, la maximización de su poder decisorio.
El modelo deliberativo, tal y como se ha desarrollado en este capítulo,
puede ofrecer una vía para repensar" esta paradoja: la dinámica entre las
precondiciones y el procedimiento es distinta cuando se parte de un modelo
de filosofía constitucional entendido como un caso de justicia procesal cuasi
pura. Esto es así, pues las precondiciones de la democracia, como criterios
externos al procedimiento, no poseen un carácter concluyente, en virtud de
que no son claros o definitivos los estándares sustantivos de corrección en los
casos de justicia procesal cuasi pura. De tal suerte, el procedimiento única-
mente puede condicionarse a través de requerimientos de carácter borroso. En
ese sentido, posee un carácter no-concluyente establecer si aumenta o reduce
la legitimidad del procedimiento a partir de la configuración de cierto valor
como una precondición. Esto supondría entender que la legitimidad sustanti-
va, en el modelo cuasi puro, es de carácter relativo, lo que no es más que una
consecuencia de la tesis de la indeterminación (no radical aunque parcial) de
los requerimientos de la justicia —o del carácter imperfecto de los deberes
que estos generan—, por lo que, en el fondo, el espacio de decisión de la de-
mocracia no estaría en realidad recortado por sus precondiciones y no habría

42 NINo (1997: 195) considera incluso que la democracia puede funcionar con un bajo valor epis-
témico, lo que implica satisfacer algunas condiciones básicas siempre y cuando su valor sea mayor al
de métodos alternativos para la toma de decisiones.
4' Para MARTÍ (2006: 43) la paradoja es especialmente problemática en el caso de una versión
epistémica de la democracia deliberativa pues llevaría a un callejón sin salida. En sus palabras: «En
la medida en que satisfacemos las condiciones que aseguran un mayor valor epistémico al procedi-
miento democrático deliberativo, nos quedan menos cuestiones y menos importantes sobre las que
deliberar».
44 No pretendo en estas páginas ofrecer una vía para solucionar la referida paradoja sino para
evaluarla a la luz de un modelo deliberativo articulado como un caso de justicia procesal cuasi pura, en
el entendido de que, de hecho, el planteamiento de la paradoja asume que el procedimiento deliberativo
es un caso de justicia procesal imperfecta, véase MARTÍ (2011). Para un análisis crítico de la tesis de la
inevitabilidad de la paradoja de la democracia expuesta por MARTÍ, véase Ruiz MIGUEL (2009).
268 LEOPOLDO GAMA

espacio decisional que pudiera verse afectado, pues el procedimiento está


sujeto a requerimientos sustantivos parcialmente determinados. La delibera-
ción democrática, por tanto, gozaría en principio de un espacio amplio para
la toma de decisiones. Esto quiere decir, que las precondiciones no imponen
un «límite» al procedimiento sino que establecen pautas para la toma de de-
cisiones 45.
Un entendimiento tal de las precondiciones de la democracia supone, en
principio, abrir su discusión a los órganos deliberativos. Por esas razones, se
admite que un procedimiento popular genere nuevos acuerdos constitucio-
nales que pueden variar de generación en generación. Es decir, da cabida a
una redefinición presente y futura de las precondiciones de la democracia. De
tal suerte, el modelo deliberativo se opone frontalmente a aquella intención
del constitucionalismo á la RAWLS que, en palabras de HABERMAS, pretende
«delimita[r] una esfera de libertad prepolítica que resulta inaccesible a la le-
gislación democrática» (HABERMAS, 1998: 68) y fallando «en su objetivo de
poner en armonía la libertad de los modernos con la libertad de los antiguos»
(HABERMAS, 1998: 43).
Este modo de ver las cosas coincide con una comprensión «política» de
los derechos (que subyace al procedimentalismo waldroniano) según la cual
estos poseen un carácter «intrínsecamente democrático en su modo de justi-
ficación y aplicación» (BELLAMY, 2012: 452) 46, por tanto: 1) en realidad no
pueden ser removidos de la política y no deben entenderse como «triunfos»
contra la mayoría sino, más bien, como resultado de un acuerdo colectivo 47, y
2) para enfrentar los desacuerdos, el procedimiento democrático vendría a ser
el modo más legítimo para generar acuerdos colectivos (aunque de carácter
provisional) sobre el contenido y alcances de los derechos. El planteamiento
coincide con la posición de J. HABERMAS según la cual todos los derechos,
incluso los llamados por NINO a priori, deben ser construidos a través de un
procedimiento discursivo: «Ni el ámbito de la autonomía política de los ciuda-
danos viene restringido por derechos naturales o morales que, a fuer de tales,
solo estuviesen esperando a que se les diese forma positiva, ni tampoco la

45 Desde este punto de vista, se relativiza el problema de diseño institucional acerca de quién
debe poseer la última palabra pues, en el fondo, las decisiones jurídico-políticas bajo el marco de los
desacuerdos sustantivos razonables, tendrían un carácter revisable y provisional y los modelos de legi-
timidad, como el deliberativo, solo proveerían decisiones justificadas con ese carácter, véanse GUTMAN
y THOMPSON (1996: 51) y HUBNER (2014), quien a partir de esos rasgos justifica la importancia de las
interacciones defiberativas entre los tribunales y los parlamentos.
46 Véase también BELLAMY (2007).
47 Tal entendimiento político o colectivo de los derechos se encuentra en radical oposición con la
tesis de los derechos como triunfos «individuales» contra la «mayoría», pues, como apunta correcta-
mente BELLAMY, «un individuo reclamando un derecho no es la única persona que posee triunfos. Todos
aquellos contra los que él o ella está oponiendo su derecho poseen triunfos también. La metáfora de las
cartas de triunfo deja de ser útil en este contexto», BELLAMY (2012: 459-460). Para un análisis crítico
de los derechos como triunfos y la dificultad de anclar los derechos en principios abstractos como el
de igual consideración y respeto cuyo contenido es difícil concretar véase MEYERS (1984: 407-421).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 269

autonomía privada del individuo queda simplemente instrumentalizada para


los fines de una legislación soberana. A la práctica de la autodeterminación
de los ciudadanos no le viene dado previamente nada si no es el principio del
discurso, el cual viene inscrito en las propias condiciones de la asociación
comunicativa, por un lado, y el medio que representa el derecho, por otro.
[...] Pero estos derechos son condiciones necesarias que no hacen más que
posibilitar el ejercicio de la autonomía política; y como condiciones posibili-
tantes, no pueden restringir la soberanía del legislador, aun cuando no estén
a disposición de este, es decir, aun cuando este no pueda disponer de ellos a
voluntad» (HABERMAS, 1996: 127-128 [193-194]).

3.2. Un modelo fundado en los derechos

En la base de los tres modelos analizados subyace una tesis en común,


la cual permite identificar estos proyectos intelectuales como «liberales». Se
trata de propuestas distintas que, no obstante, se asientan en una teoría moral
fundada en los derechos, es decir, en una concepción filosófica de la justicia
que reconoce a los individuos la protección de ciertos intereses básicos. Una
teoría moral fundada en los derechos es toda concepción que se articula a
partir de la aceptación de ciertos principios básicos formulados en términos
de derechos (categorías que remiten a ciertos bienes fundamentales de los in-
dividuos que merecen protección) y que, a partir de ahí, permite definir cierto
esquema de diseño institucional o de organización social que se considera jus-
tificado". A continuación, se trazarán algunas diferencias entre los modelos
filosóficos de constitucionalismo que se han analizado.

3.2.1. Anclaje en una moral-rights-based-theory

El ideal moral de los derechos constituye la base del constitucionalismo


sustantivista, del procedimentalismo y del deliberativismo. Los tres modelos
tienen como punto de partida la idea central según la cual todo orden jurídi-
co-político legítimo debería respetar o promover uno o algunos bienes que
se consideran básicos. En este sentido, puede decirse que los tres modelos
ofrecen diversas concepciones de la autoridad política que se asientan en una
teoría de la justicia fundada en los derechos (rights-based moralities).

48
Sigo aquí a MORESO (1998). Los tres modelos se adscriben a una teoría fundada en los dere-
chos, pero esto no significa que excluyan otro tipo de consideraciones para la evaluación de la justicia
de cierto sistema político. Lo importante para toda concepción fundada en los derechos es que consi-
deran que entre los valores más fundamentales se encuentran una serie de derechos fundamentales que
no pueden ser traspasados por otras consideraciones valorativas. Este punto también es subrayado por
TWINING (2009: 150).
270 LEOPOLDO GAMA

En relación con el constitucionalismo sustantivista, el principio de igual


consideración y respeto (equal concern and respect) constituye el criterio so-
bre el cual se asienta su propuesta teórica. WALDRON, por su parte, se apoya
en la idea rawlsiana de la autonomía moral (entendida como la capacidad que
tienen todos los individuos para la reflexión moral), para argumentar tanto a
favor del peso decisivo que posee el derecho de participación política, como
en contra de los mecanismos del constitucionalismo. NINO desarrolla explí-
citamente una labor de fundamentación de los derechos humanos sobre los
principios de autonomía, inviolabilidad y dignidad, los cuales se apoyan a su
vez en las reglas del discurso práctico. Partiendo del anterior punto de acuerdo
entre estos modelos, puede decirse que para el modelo de constitucionalismo
de DWORKTN y NINO, tomarse en serio los derechos requiere adoptar los me-
canismos de control del constitucionalismo. En cambio, para el modelo de
WALDRON, tomarse en serio los derechos exige rechazar instrumentos para
limitar el poder político.
Una vez expuesto este punto de partida surgen una serie de preguntas que
se intentarán responder en los epígrafes siguientes y que permitirían detallar
las diferencias entre los tres modelos estudiados: ¿Qué relación encuentran
estos modelos entre el ideal de los derechos, la democracia y la justicia consti-
tucional? ¿Cuál es el espacio de decisión que reserva cada uno de los modelos
propuestos al proceso democrático y cuál es el ámbito de decisión de la judi-
cial review? Intentaré responder a lo largo de este apartado a dichas cuestio-
nes, aunque no en el orden en que han sido formuladas.

3.2.2. Tres sentidos de la expresión «derechos»

Los tres modelos coinciden en que los derechos exigen una estructura ins-
titucional determinada. Sin embargo, vale la pena detenerse brevemente en
analizar tres formas diversas de entender los derechos que no son incompati-
bles entre sí:
a) «Derechos» como límites a la maximización de la utilidad.
b) «Derechos» como límites oponibles frente a las mayorías.
c) «Derechos» como razones últimas o como razones justificativas.
a) Por lo que respecta al primer sentido, el sustantivismo, el procedi-
mentalismo y el deliberativismo están de acuerdo en la tesis según la cual
los derechos imponen límites a los cálculos de tipo costo-beneficio; es decir,
coinciden en el carácter antiutilitarista de los derechos. Como es sabido, una
de las críticas más demoledoras que el liberalismo dirige al utilitarismo es
que la maximización de los intereses del mayor número de individuos inte-
grantes de una comunidad dada podría traer como consecuencia sacrificar los
intereses de una minoría. En este sentido, se suele afirmar que los derechos
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 271

imponen límites sobre cualquier decisión que pretenda aumentar el bienestar


general 49 .
El modelo sustantivista de DWORKIN traza una distinción ente principios y
directrices políticas: los principios establecen como valiosos ciertos derechos
mientras que las directrices otorgan valor a ciertos objetivos políticos. La idea
subyacente a esta tesis es que los derechos triunfan sobre las directrices, esto
es, que las razones basadas en derechos (rights-oriented reasons) derrotan a
las razones fundadas en objetivos políticos (goal-oriented reasons). Por ello,
una política del gobierno tendiente a aumentar cierto objetivo como la salud,
la seguridad, etc., está limitada por los derechos. Estos frenan, por lo general,
la maximización de las preferencias de una comunidad. En el modelo proce-
dimentalista, la idea central de los derechos es que estos establecen límites
a aquello que queremos perseguir, en el sentido de que hay ciertos intereses
centrales de los individuos que no deben ser sacrificados en aras del bienestar
general o de la prosperidad de la sociedad. Del mismo modo, el modelo de-
liberativo de NINO está de acuerdo en este punto ya que el principio de maxi-
mización, propio de las teorías consecuencialistas, puede llegar a vulnerar el
principio de inviolabilidad de la persona.
b) El segundo sentido de derechos, como límites oponibles a las mayo-
rías, se refiere a que todo bien o interés configurado como un derecho funda-
mental, independientemente de su clase, constituye un límite al ejercicio del
poder democrático. Se afirma, en concordancia con dicha tesis, que los dere-
chos establecen un territorio infranqueable (Bosimo, 2005: 478-479) para las
decisiones democráticas; que constituyen un «coto vedado» (GARzóN, 1993),
la esfera de lo indecidible (FERRAJOLI, 2001 y 2007), los constitutional essen-
tials (RAwLs, 1993a) o que son cartas de triunfo frente al poder mayoritario
(DwoRRIN, 1977). Esta tesis es defendida únicamente por el modelo sustan-
tivista de DWORKIN y otros similares 50. WALDRON, como se tuvo ocasión de
señalar, rechaza todo límite a las decisiones mayoritarias, mientras que para
el modelo deliberativo de NINO únicamente algunos derechos funcionan como
límites al poder mayoritario.
En el caso de DWORKIN —y en virtud de la distinción entre principios
y directrices políticas— por definición los principios restringen el ejercicio
del poder democrático. Esto implica que las decisiones sobre principios de-
ben apartarse del poder mayoritario, presentándose entonces una especie de

49 M. MOORE (2002: 214) se ha referido al rasgo antiutilitarista de los derechos usando la acertada
frase «welfare-trumping nature of natural rights».
5° En el caso de FERRAJOLI (1998: 860), los derechos constituyen garantías «que son contra la
mayoría, al haber sido instituidas contra cualquier poder para tutela sobre todo de los individuos y de las
minorías que carecen de poder; y son contra la utilidad general, teniendo como fin exclusivo la tutela de
los derechos individuales». Nótese que el autor italiano remite a la idea de derechos como triunfos pro-
puesta por DWORKIN. En esa misma línea se encuentra Josms (1994). Para un debate sobre el significado
de la tesis de los derechos como triunfos véanse PILDEs (1998 y 2000) y WALDRON (2000).
272 LEOPOLDO GAMA

incapacidad de las mayorías para tratar con cuestiones relacionadas con los
derechos. Por esas razones, la autoridad final en materia de interpretación
de los derechos debe situarse en aquella institución que por sus rasgos ins-
titucionales provea las mejores respuestas sobre cuestiones sustantivas. Por
el contrario, el procedimiento democrático posee legitimidad residual para
decidir cuáles son los objetivos políticos que una sociedad puede perseguir
legítimamente.
Así como DWORKIN (1995: 2) afirma que la democracia constitucional es
«un sistema que establece derechos individuales que no pueden ser invali-
dados por el gobierno imperante», pueden encontrarse ejemplos similares.
E. GARZÓN VALDÉS, por ejemplo, sostiene que los derechos constituyen un
«coto vedado» lo cual implica que «las cuestiones concernientes a la vigencia
plena de los bienes primarios o básicos no pueden dejarse libradas a procedi-
mientos de discusión en los que juegue algún papel la voluntad o los deseos
de los integrantes de la comunidad» 51.
En esa misma línea se sitúa el constitucionalismo de FERRAJOLI, con un
argumento como el siguiente: «La primera regla de todo pacto constitucional
sobre la convivencia civil no es, en efecto, que se debe decidir sobre todo por
mayoría sino que no se puede decidir (o no decidir) sobre todo, ni siquiera
por mayoría» (FERRAJOLI, 1998: 859) 52. En esa clave, también se ubica R. AR-
NESON (1995: 119) 53: «Una democracia constitucional es un régimen que se
rige según los principios del gobierno democrático y que están determinados
por una constitución que reconoce ciertos derechos de los ciudadanos, los
cuales son reforzados por jueces no elegidos y que poseen poderes finales de
revisión».
Sin embargo, que todos los derechos deban situarse fuera del alcance
del proceso democrático y constituyan, sin más, sus precondiciones de le-
gitimidad, de tal suerte que el debate sobre su sentido y alcances quede res-
guardado por la justicia constitucional, no es una tesis admisible para los
modelos que reconocen un valor intrínseco al procedimiento democrático.
Los modelos procedimentalista, y en cierto modo el deliberativista, recha-
zan aquella tesis terminantemente, precisamente, sobre la base del elemento
democrático.
El modelo procedimentalista concede alcances muy amplios a las ma-
yorías democráticas. El principio de participación política otorga a los indi-

" Así lo formula ATIENZA (1993) en su reconstrucción de lo que denomina «el Sistema EGV».
sa Nótese que FERRAJOLI (1998: 859) añade enseguida: «Incluso la democracia política [por regla
de la mayoría] más perfecta, representativa o directa, sería un régimen absoluto y totalitario si el poder
del pueblo fuese ilimitado. Sus reglas son sin duda las mejores para determinar quién puede decidir y
cómo debe decidir, pero no bastan para legitimar cualquier decisión o no decisión».
53 Este autor identifica expresamente su modelo de democracia constitucional como «sustantivis-
ta», para diferenciarlo del modelo procedimental propuesto por ELY (1980).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 273

viduos el derecho a discutir y decidir sobre todos los desacuerdos acerca de


la interpretación y alcance de los demás derechos. Los derechos negativos
y los derechos sociales, por ejemplo, no imponen un limite a la democracia
ya que, siendo imposible erradicar los desacuerdos sustantivos, lo que queda
es elegir un procedimiento adecuado para poder solucionarlos. Si todos los
derechos están al alcance del procedimiento democrático entonces, en este
modelo, ninguno de ellos se erige como prerrequisito para su legitimidad, por
lo que prácticamente todo asunto —ya sea relacionado con el procedimiento
democrático mismo o con las exigencias sustantivas no relacionadas con el
procedimiento—, está sujeto a decisión mayoritaria. Por eso, el derecho de
participación impone la obligación de diseñar nuestras instituciones de tal
manera que los ciudadanos, por sí mismos o a través de sus representantes,
tengan la última palabra en la determinación del alcance y contenido de sus
derechos.
NINO, por su parte, quiere alejarse de DWORKIN respecto al tipo de límites
que imponen los derechos. Para este modelo, como se dijo en su momento,
es posible reconocer su papel como requisitos para la legitimidad de las deci-
siones políticas y, al mismo tiempo, sostener que el procedimiento democrá-
tico deliberativo es el mejor que tenemos a nuestro alcance para definir sus
exigencias concretas. Esto significa que, si bien es cierto que los derechos
establecen límites a la necesidad de satisfacer los intereses del mayor número,
eso no significa que impongan barreras a las decisiones democráticas fruto
de una deliberación colectiva. NINO afirma que la idea de los derechos como
barreras a las decisiones democráticas, en un sentido lógico, no es defendible:
los derechos protegen intereses de los individuos e imponen límites contra la
imposición de unos intereses sobre otros. Esa tesis es factible en el marco de
la concepción epistémica de la democracia deliberativa: es el mejor procedi-
miento para discutir y deliberar sobre el alcance de nuestros derechos al tra-
tarse de un método para transformar los meros intereses en reclamos genuinos
(imparciales).
Debe aclararse que el modelo deliberativo de NINO, a diferencia del wal-
droniano, sí prevé un límite sustantivo muy definido al procedimiento demo-
crático: el respeto al principio de autonomía personal, por ejemplo, sería un
límite al poder de las mayorías. En el contexto de la articulación de una teoría
capaz de equilibrar de un modo coherente los dos ingredientes en tensión al
interior del constitucionalismo, esta salida parece más razonable que sostener
que todos los principios sustantivos son prerrequisitos de una democracia va-
liosa o, por el contrario, que ninguno de ellos lo es'.

54 En el mismo sentido apunta BAYÓN (2004: 79): «Parece más atinado entender, por el contrario,

que al menos algunos derechos y libertades individuales son en realidad prerrequisitos o condiciones
necesarias de la genuina democracia, puesto que sin ellos el procedimiento de decisión por mayoría no
diferiría realmente de la toma de decisiones manipuladas o impuestas, con lo que ni cabría afirmar que
274 LEOPOLDO GAMA

c) Una tesis que no suele vincularse con frecuencia al constitucionalis-


mo sustantivista es la idea de que las decisiones políticas en general y las de-
cisiones judiciales en particular no estarán justificadas a menos que se funda-
menten en una serie de derechos que remiten en última instancia a principios
morales. Los derechos, en ese sentido, proveen razones justificativas últimas.
Esta idea es compartida por DWORKIN y NINO (al igual que R. ALEXY) 55. En
virtud de la conexión entre el derecho y la moral presente en los esquemas
teóricos de esos modelos, se sostiene que la moral funciona como un esquema
de interpretación y justificación del derecho.

Para el modelo sustantivista, la identificación del orden jurídico requiere


articular una concepción que le provea sentido a la práctica jurídica, es decir,
que la justifique conforme a cierto esquema valorativo. El derecho se concibe
así como una práctica interpretativa. Ese respaldo moral del razonamiento ju-
rídico se funda en el principio de equal concern, el cual permite fundamentar
muchos de los derechos reconocidos en la bill of rights estadounidense; ade-
más, constituye el criterio para evaluar la obligatoriedad del derecho de una
comunidad.

El modelo deliberativo adopta la tesis de la fuerza justificativa de los de-


rechos, la cual se sitúa en clara sintonía con la postura de DWORKIN. Esta tesis
establece que es necesario remitirse a normas morales para justificar una de-
cisión en el ámbito del derecho. Esto es así, pues las normas jurídicas no pro-
veen razones para justificar acciones y decisiones, sino que son los principios
morales los que, en última instancia, proveen dicha justificación. Entonces, las
exigencias ideales de la Constitución funcionan como criterios que definen la
legitimidad de las normas jurídicas y, en general, de las acciones y decisiones
jurídico-políticas. En el procedimentalismo waldroniano parece que no tiene
cabida una tesis semejante, dado el escepticismo moral con el cual el autor
vincula su teoría. Con todo —y a pesar de la insistencia de WALDRON en que
tal posicionamiento es irrelevante para la política— sería posible sostener que
en la médula de su propuesta existe una brecha argumentativa, pues en el fon-
do sería necesario presuponer una cierta concepción justificativa de la moral
para que sirva como punto de apoyo al valor intrínseco que su modelo otorga
al derecho de participación política. Así las cosas, la empresa consistente en
articular de manera completa un modelo de filosofía constitucional exige, en
el fondo, cierto objetivismo moral mínimo, de lo contrario se encuentra impe-
dido para reconstruir y justificar adecuadamente el derecho de las democra-
cias constitucionales 56 .

encarna verdaderamente el ideal que pretende hacer operativo (el de la auténtica participación de todos
y en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas) ni, en definitiva, habría por qué considerarlo
valioso.
u ALEXY (2002 y 2007). Véase, además, ATIENZA (2007).
56 Así es como lo ha sostenido lúcidamente ATIENZA (2011 y 2016).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 275

3.2.3. ¿Cuál es el vínculo entre los derechos y la forma constitucional?

Corresponde ahora indagar qué tipo de vínculo encuentran los modelos


analizados entre el ideal de los derechos, la democracia y los instrumentos
del constitucionalismo. Esta cuestión es de suma importancia para un modelo
de filosofía constitucional, porque no es del todo clara la relación que existe
entre una teoría de la justicia fundada en los derechos y un diseño institucional
como el que demandan los representantes más insignes del constitucionalismo
sustantivista". Por ejemplo, podrían ofrecerse al respecto dos interpretacio-
nes:
1) Se presupone una relación necesaria entre los derechos, la democra-
cia y la revisión judicial como cuando se afirma que una sociedad bien orde-
nada requiere una carta de derechos dotada de cierta rigidez y resguardada
mediante un sistema de control judicial de constitucionalidad.
2) Se presenta una relación más bien contingente entre esos elementos
cuando se afirma que la defensa de los derechos en una sociedad democrática
es compatible o no con la institucionalización de un sistema de revisión judi-
cial de las leyes o con la previsión de un bill of rights.
En el caso de los modelos analizados, la articulación de sus diversos ele-
mentos, a partir de la tesis discutida, se desplegaría del siguiente modo:
1. El constitucionalismo sustantivista vendría a afirmar que una concep-
ción moral fundada en los derechos requiere necesariamente para su mejor
protección:
a) Establecer una serie de bienes básicos i. e., un conjunto de dere-
chos fundamentales—, en una carta de derechos.
b) Limitar el ámbito de acción y decisión del procedimiento mayoritario
en virtud de esos derechos.
c) Tutelar esos bienes básicos a través del control judicial de constitucio-
nalidad dotado de última palabra.
En este modelo es muy clara la necesidad de establecer una relación nece-
saria entre los derechos, su constitucionalización en documentos dotados de

57 Por ejemplo, AHUMADA (2005: 21) señala que «sigue sin estar claro el vínculo entre un sistema
democrático estable, respetuoso con los principios de libertad y de justicia que se tienen por fundamen-
tales, y la presencia de alguna forma institucionalizada de control judicial [...], y, en concreto, de un
control de constitucionalidad de la actuación del legislador». También MORESO (1998: 15) se plantea
esta cuestión en términos similares: «Si se acepta una teoría de la justicia entre cuyos principios haya
algunos que confieren derechos básicos, ¿estamos, entonces, comprometidos a aceptar algunas con-
secuencias en el diseño de nuestras instituciones políticas?». Respecto a la ausencia de una relación
necesaria entre el ideal de los derechos y los mecanismos del constitucionalismo, BAYÓN (1998: 69)
apunta que no «es evidente por qué quien haga suyo el ideal moral del coto vedado debería considerar
una mala regla de decisión colectiva el puro y simple criterio de la mayoría».
276 LEOPOLDO GAMA

cierta rigidez y la justicia constitucional. El vínculo entre estos elementos se


funda, como se mostró anteriormente, en la tesis según la cual los derechos
individuales son un coto vedado o triunfos que los ciudadanos pueden hacer
valer en el foro judicial frente a la mayoría democrática. Y esa forma de en-
tender los derechos implica la idea de una democracia limitada, compatible
con su emplazamiento en un bill of rights, y con la institucionalización de la
judicial review con la capacidad de decidir con carácter último, instituciones
concebidas como garantías de los límites impuestos al espacio de decisión
mayoritario.
2. El constitucionalismo procedimentalista vendría a afirmar que:
a) El ideal moral de los derechos se violenta al establecerlos en cartas
constitucionales.
b) La democracia no debe estar limitada para la toma de decisiones sus-
tantivas.
c) El control judicial es un mecanismo inapropiado para la toma de de-
cisiones con carácter último en una sociedad democrática, aunque pudiese ser
una medida protectora para remediar ciertas patologías en contextos particu-
lares.
WALDRON defiende la existencia de un vínculo contingente entre los dere-
chos y los mecanismos del constitucionalismo pues estos no exigen su atrin-
cheramiento constitucional ni su garantía a través de la judicial review. Para
este modelo, el escenario ideal sería prescindir de los mecanismos constitucio-
nales. Se trata, pues, de una propuesta que se muestra cómoda con un esquema
institucional de supremacía parlamentaria'. Una postura teórica fundada en
los derechos (rights-based theory) no involucra pues comprometerse con su
emplazamiento en una carta de derechos. Insistir como hace DWORKIN en su
constitucionalización equivale a afirmar que estamos seguros en la posibilidad
de su formulación concreta y que habría razones fundadas para ponerlas a res-
guardo en una carta de derechos dotada de cierta rigidez. Esta extrema seguri-
dad de los que abogan por la constitucionalización de los derechos, tiene como
contrapartida una suerte de desconfianza hacia los ciudadanos, una suspicacia
hacia sus capacidades morales para hacerse cargo de sus propios intereses".
3. El constitucionalismo deliberativista de NINO plantearía que una
rights based theory:

58 En relación con este punto véase MILDENBERGER (2009) donde se contrasta ese modelo con
el constitucionalismo de WALUCHOW (2007). Para una reconstrucción de las posturas de WALUCHOW,
DWORKIN y WALDRON, véase GAMA (2009).
59 Con todo, vale la pena apuntar que para WALDRON sí existe una relación entre el ideal de los
derechos y la democracia mayoritaria. En efecto, identificar a un sujeto como portador de derechos
implica reconocer su capacidad para la toma de decisiones en el ámbito público y privado, es decir, para
autogobemarse; de allí que el argumento central que le permite oponerse al control judicial se asienta
en el ideal de los derechos.
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 277

a) Requiere resguardar algunos derechos en una Constitución: aquellos


que aseguran el valor epistémico del procedimiento democrático (derechos a
priori).
b) Dejar abierto un espacio para la deliberación democrática sobre cues-
tiones sustantivas (derechos a posteriori), por lo que no debe limitarse su es-
pacio decisional excesivamente o se socavaría su potencial epistémico.
c) No exige, por regla general, establecer una institución como la ju-
dicial review sino de modo excepcional, debido a su bajo nivel epistémico
comparado con la deliberación democrática.
En el modelo de NINO únicamente los derechos a priori requieren apartar-
se de las decisiones mayoritarias, por lo que solo estos constituyen «la esfera
de lo indecidible». La justicia constitucional será pertinente únicamente para
evaluar la calidad del proceso democrático y maximizar su calidad procedi-
mental. En cuanto a los derechos a posteriori, la definición de su sentido y
alcances sí puede asignarse al proceso democrático.
4. El deliberativismo equilibrado entendido como un caso de justicia
procesal cuasi pura considera que:
a) El ideal moral de los derechos no exige necesariamente resguardarlos
bajo el manto de cartas constitucionales. Atrincherar los derechos, en todo
caso, es realmente inoperante para limitar el procedimiento pues la normativi-
dad de los criterios sustantivos externos al procedimiento es indeterminada, lo
que afianza su naturaleza político-deliberativa.
b) La deliberación parlamentaria debe tener un amplio alcance decisorio,
incluyendo las decisiones que atañen a los diversos modos de concretar sus pre-
condiciones, con excepción del suicidio democrático, como se verá enseguida.
c) El control judicial es un mecanismo apropiado para maximizar la
toma de decisiones correctas y para ampliar los canales deliberativos sobre los
derechos, no obstante, es ilegítimo emplearlo como mecanismo decisorio con
carácter último, al menos, para todo tipo de decisiones sustantivas.

3.3. El peso de la deliberación democrática

A continuación, voy a desarrollar algunos aspectos centrales del delibe-


rativismo equilibrado una vez que se ha intentado marcar algunas diferencias
centrales con el resto de modelos filosóficos de constitucionalismo.

3.3.1. Constitucionalistas de poca fe

El constitucionalismo sustantivista considera que el foro judicial es el es-


pacio más adecuado para la discusión sobre los derechos. Las condiciones
278 LEOPOLDO GAMA

bajo las cuales deciden los jueces garantiza, según sus premisas, un debate
enfocado en los principios sustantivos y en las cuestiones político-morales que
le subyacen. La calidad del debate público, insiste una y otra vez DWORKIN,
mejora cuando las cuestiones constitucionales sobre principios se depositan
en el foro judicial y se alejan de los parlamentos, espacios donde reinan los
intereses, la negociación y el ajetreo político.
El argumento para apostar por un constitucionalismo de este tipo, se funda
en la confianza depositada en los jueces para decidir sobre principios, en su
pericia para el razonamiento moral. La obra de DWORKIN y su ideal de juez
Hércules, podría interpretarse como un intento para mostrar el tipo de com-
petencia especial que poseen para tratar con cuestiones constitucionales. Este
tipo de planteamientos son habituales en modelos que confían poco en el
potencial de la deliberación en sede legislativa para ofrecer respuestas sus-
tantivas correctas 60. Se trata de posturas que revelan en el fondo una visión
pesimista de las capacidades ciudadanas y/o de sus representantes para el ra-
zonamiento moral61.
A lo largo de este capítulo, se ha destacado en repetidas ocasiones que
la participación política para la discusión de cuestiones sustantivas sobre el
sentido y alcances de los derechos constituye para los modelos procedimen-
talista y deliberativo, uno de los criterios centrales para la legitimidad de las
decisiones políticas. Para DWORKIN, en cambio, el autogobierno ya sea directo
o indirecto opera únicamente para discutir políticas públicas y no cuestiones
de principio. En este sentido, la opción por un modelo de constitucionalis-
mo fuerte para determinar la orientación, alcance y sentido de los principios,
descansa en una suerte de paternalismo que propugna someter a los ciudada-
nos a la opinión de un conjunto de expertos morales que ofrecerán mejores
soluciones y desplazarán sus opiniones acerca de lo que exigen los derechos
fundamentales 62 . Vale la pena preguntarse si acaso este modo de ver las cosas
supondría una violación al principio de igual consideración pues, en el fondo,
el esquema institucional del constitucionalismo fuerte no trata a todos como
agentes autónomos para gobernarse en la esfera pública".

6° DwoRKIN llegó a afirmar, por ejemplo: «No puedo imaginar qué argumento podría ofrecerse
para mostrar que las decisiones legislativas sobre los derechos son probablemente más correctas que
las decisiones judiciales No conozco ninguna razón de por qué un legislador posea con mayor
probabilidad creencias precisas sobre la clase de hechos que, bajo cualquier concepción plausible de
los derechos, serían pertinentes para determinar qué son los derechos de los individuos», DWORKEV
(1985: 24, y en sentido similar; 1996: 344). De ese modo, la acción legislativa es reducida al campo
del mero interés y la negociación como afirma WALDRON (1999b). Lo que llama la atención, sin duda,
es que el mismo juicio no se corresponde con la consideración guardada por DWORKIN a la actividad
judicial, de ahí que pueda increpársele si «,acaso no los jueces actúan de un modo u otro de una manera
irracional y sin principios?», MILLER (2008: 102).
61 Coincide en este punto ZLTRN (2002).
62 En esa línea LENTA (2004) y ZURN (2002: 505).
63 M. MCCONNELL (1996: 1291) reprocha a DWORKIN que: «En una democracia de "igual consi-
deración y respeto" no hay clase privilegiada cuyos puntos de vista, en virtud de su estatus o posición,
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 279

Ahora bien, no debe soslayarse que DWORKIN sí reconoce, aunque en cier-


ta medida, el valor de la participación política. Como ya tuvo ocasión de se-
ñalarse, la participación constituye un ingrediente necesario de su modelo de
democracia constitucional. Sin embargo, limita sus alcances cuando reserva
las cuestiones sensibles a las preferencias al cuerpo legislativo, mientras que
las decisiones sobre cuestiones insensibles a las preferencias al foro judicial.
Y si bien es cierto que modelos como el suyo no rechazan explícitamente
el valor de la deliberación democrática para el enriquecimiento del debate
público, muestran más confianza en la capacidad deliberativa de los jueces al
ejercer la judicial review. Cuando los asuntos constitucionales son decididos
en este foro, afirma DWORKIN repetidas veces, la calidad del debate mejora.
Así pues, la deliberación judicial se presenta no como un mecanismo para
enriquecer el debate democrático sino, más bien, como un sustituto. En la
empresa intelectual de DWORKIN y, parafraseando los títulos de sus obras más
representativas: solamente el juez Hércules sería capaz de enfrentar con éxito
la labor de asegurar y tomarse en serio los derechos; la judicatura es para este
modelo el espacio ideal para resolver las controversias jurídicas como una
cuestión de principio pues, en el fondo, la justicia está vestida con toga, lo
que supondría, en realidad, que alcanzar la corrección sustantiva no está del
lado de los parlamentos. Sin embargo, puede ponerse en duda si en verdad los
jueces gozan de una competencia especial para desentrañar e interpretar a su
mejor luz las exigencias derivadas de los derechos fundamentales y sí, sobre
esa base, debe confiárseles con carácter final, exclusivo y excluyente, la reso-
lución de los desacuerdos sustantivos.
Es difícil afirmar que la deliberación judicial aventaje a una deliberación
amplia y participativa, propia del gobierno democrático. Un procedimiento de
discusión colectiva posee igual (sino acaso, mayor) confiabilidad como mé-
todo para la discusión de principios morales intersubjetivos. Suele criticarse
el escaso desarrollo que autores como DWORKIN y RAWLS prestan al valor de
la deliberación democrática'. GUTMAN y THOMPSON (1996: 39) señalan que,
a pesar de que RAWLS reconoce el valor de la participación política, desdeña
la contribución que puede tener la deliberación en sede parlamentaria como
método para la resolución de desacuerdos en una sociedad bien ordenada. En

pueda pensarse que proveen "la mejor respuesta" a cuestiones sobre las que estamos divididos, incluso
si son jueces o profesores de derecho. Ese es el fundamento moral de la "premisa mayoritaria". Ante
los desacuerdos entre los ciudadanos sobre los problemas de justicia y el bien público, la única manera
de mostrar igual consideración y respeto es gobernarse democráticamente sujetándose a los constreñi-
mientos que los sujetos mismos han acordado». Llama la atención que este autor defiende esa posición
bajo las premisas de un objetivismo moral y que, aun así, no está convencido de la aptitud especial de
los jueces para el razonamiento moral, véase MCCONNELL (1988: 105).
» Para un análisis de las tesis de RAWLS y su relación con la democracia deliberativa véase
SAWARD (2001). Debe apuntarse que este autor (1997b: 772) hace explícita la conexión entre la demo-
cracia deliberativa y la idea de razón pública. No obstante, a pesar de ese vínculo lo cierto es que para
este autor la razón pública es la razón de la Corte Suprema y no la del congreso, RAWLS (1997a: 108).
280 LEOPOLDO GAMA

el caso de DWORKIN, apuntan, aun cuando reconoce la posibilidad de que la


discusión política se guíe por principios, lo cierto es que reserva las bondades
de la deliberación sobre principios a la judicatura y esto no puede aceptarse,
pues equivale a menospreciar el valor intrínseco de la participación y delibe-
ración democrática.

3.3.2. Cuando las mayorías se equivocan

Una de las ideas centrales que sustentan el modelo procedimentalista es


que la atribución de derechos a los individuos se funda en la confianza en su
capacidad para el razonamiento moral, así como en su aptitud para ofrecer sus
propias concepciones de la justicia. Esta tesis permite al modelo afianzar el
valor del derecho de participación política como manifestación por excelencia
de la autonomía pública y, además, rechazar la constitucionalización de los
derechos y la justicia constitucional. La clásica objeción que suele dirigirse
contra este planteamiento es que las personas no siempre razonarán correcta-
mente y en función del bien común. Si bien es cierto que los individuos son
capaces de actuar y razonar sobre sus propios derechos, eso no excluye que
los parlamentos que integran puedan tomar decisiones que vayan en contra de
sus propios intereses o de los demás miembros de una comunidad; que actúen
movidos por el auto-interés, que una mayoría aumente su autonomía dismi-
nuyendo la autonomía de otros individuos, que cometan errores de aprecia-
ción, etc. Ante tal escenario, la posibilidad de que el cuerpo legislativo adopte
decisiones equivocadas no puede excluirse, por lo que es necesario prever un
remedio institucional que permita corregir el error y, además, introducir nue-
vas reflexiones sobre aquello que es conveniente para una comunidad. Reco-
nocer que las personas pueden equivocarse no supone naturalmente negar su
carácter de agentes morales, de ahí que pueda distinguirse entre la capacidad
moral de las personas y su falibilidad 65.
Por otro lado, también puede aducirse que la garantía del derecho de par-
ticipación no asegura por sí misma que todos los individuos se autogobiernen
y que se escuchen todas las voces relevantes, por lo que cabe la necesidad de

es Este es un argumento sobre el que, de hecho, algunos defensores del constitucionalismo sus-
tantivista se acogen para defender los mecanismos del constitucionalismo. C. FABRÉ señala por ejemplo
que «al defender que debemos confiar que las personas asumirán las responsabilidades políticas y no
buscarán aplastar los derechos, WALDRON y [James] ALLAN no llegan a percibir que si bien las personas
son dignas de respeto, y que por consiguiente poseen derechos, ello no significa que los ciudadanos
siempre respetarán los derechos de otras personas. Por consiguiente, no es absurdo atrincherar los de-
rechos en la constitución con el fin de proteger los intereses fundamentales que ellos encapsulan contra
los intentos de la mayoría por dañarlos», FABRÉ (2000a: 91). En el mismo sentido véanse KAVANAGH
(2003: 476) y SAGER (2002: 12), quien afirma que «del hecho que nos consideremos merecedores de
derechos no se sigue que debamos considerarnos bien capacitados para emitir juicios acerca de los
mismos».
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 281

recurrir a otros mecanismos como la judicial review como un remedio ins-


titucional para garantizar que los que han sido excluidos en el proceso de
conformación de la voluntad popular puedan, efectivamente, hacer valer sus
voces frente a la mayoría'''. El hecho de que todos posean un derecho igual a
participar en política no impide, por ejemplo, que de facto algunos individuos
posean mayor influencia debido a ciertas desigualdades sociales: en ciertas
circunstancias, proveer a los individuos de derechos políticos podría ser insu-
ficiente para proteger sus respectivos intereses y canalizar efectivamente que
sus exigencias sean escuchadas67. Además, pueden ser excluidos individuos
que carecen de formas de organización o aquellos que poseen intereses razo-
nables pero contrarios a los mayoritarios. Los ciudadanos pueden ser iguales
formalmente gracias al otorgamiento del voto universal, sin embargo, eso no
garantiza que otras diferencias como la riqueza o la educación les impidan
entrar en la escena política y que otros posean medios diversos para influir
politicamente. En las sociedades contemporáneas hay desigualdades estructu-
rales relevantes, por lo que la igualdad de poder político no significa una igual
posibilidad de influir en la toma de decisiones colectivas: garantizar el igual
derecho a la participación política no evita que otra clase de desigualdades
socaven el poder de los ciudadanos.
Si se puede mostrar que en ciertas circunstancias la efectividad del pro-
cedimiento democrático puede garantizarse combinando un mecanismo ma-
yoritario y uno no mayoritario como el control judicial de constitucionalidad,
entonces habría razones de peso para elegir este diseño. En ese sentido, podría
justificarse tanto la necesidad de atrincherar derechos (por lo menos, los de-
rechos de participación política y algunas reglas operativas de la democracia
electoral), así como de establecer el control judicial de las leyes sobre la base
de un argumento que ya había sido planteado por J. S. MILL (1861: 112) en
Consideraciones sobre el gobierno representativo:
y los poderes que deja [un gobierno representativo] en manos de quienes no
responden directamente ante el pueblo, solo pueden ser considerados como
precauciones que el poder que gobierna quiere que se tomen contra sus propios
errores.
WALDRON afirma que las decisiones que afectarán a los ciudadanos deben
ser efectuadas por ellos mismos, es decir, que deben participar en el proceso
que va a conducir a una decisión determinada y no deben ser excluidos de la
toma de decisiones. Sin embargo, como ha sido apuntado por algunos autores
(EISGRUBER, 2002 y KAVANAGH, 2003), este es uno de los puntos más dé-

Argumento que se identificaría con la posición de J. H. ELY analizada en el capítulo I. En el


mismo sentido véase KAVANAGH (2003: 480).
67 Otra razón que se suma a la necesidad de contar con un sistema de justicia constitucional es
que el proceso legislativo pudiese estar viciado por lo que R. DIXON (2014) denomina «puntos ciegos»
y «cargas de inercia».
282 LEOPOLDO GAMA

biles del procedimentalismo waldroniano. En las democracias modernas las


decisiones políticas no son tomadas por los ciudadanos sino a través de sus
representantes, por lo que la idea de que un sistema de gobierno en el que «no-
sotros» tenemos derecho a decidir aquellos asuntos que nos afectan se aleja
bastante de la realidad. No se trata entonces de optar, como afirma WALDRON,
entre un esquema en el que las decisiones son tomadas por cientos de miles de
ciudadanos y un esquema en el que deciden unos pocos jueces. El electorado,
como señala EISGRUBER no es lo mismo que el pueblo y la idea de «pueblo»,
como se señaló en el capítulo III, suele ser bastante confusa. No obstante,
debe recordarse que WALDRON sí toma en cuenta el papel de los parlamentos,
aunque posiblemente exagere su carácter «polifónico». Este autor afirma una
y otra vez que esos órganos son los foros que representan la diversidad de
puntos de vista presentes en la sociedad. Con todo, los parlamentos, por muy
numerosos que sean, no son necesariamente instituciones representativas de
«todas las voces» en la sociedad; por ello, debería considerarse si, y bajo qué
diseño, el control judicial puede ser capaz de escuchar los reclamos populares
que han sido acallados. Si esto es así, entonces no hay razones para afirmar
que debemos preferir una regla de decisión puramente mayoritaria en todas
las circunstancias. Como puede observarse, surge la necesidad de plantear
una combinación de mecanismos tanto mayoritarios como no mayoritarios
para remediar desvíos del proceso democrático en la emisión de resultados
correctos 68.
Para finalizar este punto, hay que subrayar que algunos críticos de WAL-
DRON (KAVANAGH, 2003 y FABRÉ, 2000a), sostienen un argumento que no es
necesario compartir. Se defiende, en una línea muy cercana a la de DWORKIN,
que aun cuando el derecho de participación sea valioso, eso no significa que
el mecanismo participativo sea mejor para proteger los derechos de los in-
dividuos. Se muestra, así, nuevamente una desconfianza en la capacidad del
procedimiento democrático para arrojar respuestas conectas. Este argumen-
to —que ya se intentó reconstruir y criticar recientemente , muestra, en el
fondo, la imposibilidad de unir la esfera de la moral y la de la política tal y
como NINO ha defendido y, por tanto, enfrenta un obstáculo fuerte para con-
ciliar coherentemente una concepción de la judicial review con una teoría de
la democracia sólida como la del constitucionalismo deliberativo. Aun con-
cediéndoles a los críticos el argumento de que el procedimiento mayoritario
no ofrece garantías para proteger los derechos, de eso no se sigue, como se ha
dicho, que el control judicial sea mejor para alcanzar esos resultados. En este
sentido, DWORKIN, y los autores que defienden una postura similar, estarían

68 Sigo a EISGRUBER (2002: 44-46). BAYÓN (2004: 45) ha defendido que, para diversas situaciones
sociales, pueden valer arreglos institucionales distintos, lo que no es más que una consecuencia de la
tesis según la cual la justificación de un esquema institucional depende de un balance entre su valor
intrínseco e instrumental, el cual, a fin de cuentas, está sujeto a las circunstancias particulares de cada
comunidad.
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 283

obligados a mostrar la superioridad instrumental del control judicial, lo cual,


no parece posible.

3.3.3. ¿Por qué son necesarias las razones sustantivas?

Otra idea que merece discutirse deriva de la tesis de las circunstancias


de la política: toda sociedad está situada en un escenario que requiere tomar
decisiones bajo la presencia de desacuerdos sustantivos. Ese punto de partida
pone en jaque el planteamiento base del modelo de constitucionalismo á la
DwoRmN, pues implica rechazar todo acercamiento sustantivo al problema
de la legitimidad y optar por un procedimiento que goce de valor intrínseco
a partir del cual se tomen decisiones a pesar de las discrepancias. La postura
procedimentalista, apoyada en la tesis de los desacuerdos, posee algunas con-
secuencias que cuestionan las bases del constitucionalismo sustantivista. Si
los derechos (la dimensión sustantiva) se presentan como límites a las decisio-
nes legislativas (la dimensión procedimental) —tal y como suele desarrollarse
el argumento de los derechos como triunfos—, lo cierto es que, ante un esce-
nario de discrepancias sobre el sentido y alcances de esos límites, es más bien
otro procedimiento (como la revisión judicial de las leyes), lo que termina por
definir los alcances de las decisiones mayoritarias. El limite al procedimiento
mayoritario viene establecido por otro procedimiento: el mecanismo de revi-
sión constitucional de las leyes y no, meramente, por «los derechos». De ahí
que WALDRON (1994a: 36) sostenga:
Por tanto, no es casualidad que, aunque afirmemos que estamos estable-
ciendo límites sustantivos a la autoridad (definida procedimentalmente) de los
legisladores al instituir una práctica de revisión judicial, lo que hemos estable-
cido es otra institución definida por el procedimiento.
Además, el planteamiento waldroniano también permite observar que las
restricciones sustantivas constitucionales existen en virtud de una decisión, ya
sea constituyente o de reforma, de tal suerte que el límite sustantivo al que se
someten las decisiones mayoritarias es siempre producto de un procedimiento'.
D. ESTLUND (2000) ofrece una vía atractiva para refutar la tesis waldroniana
de las circunstancias de la política como base para apoyar el procedimentalis-

69 Me apoyo en BAYÓN (1998: 71) donde apunta con precisión lo que podría considerarse como
el postulado fundamental de una teoría de la autoridad procedimentalista: «Toda regla de decisión co-
lectiva última, so pena de incurrir en regreso al infinito [motivada por las circunstancias de la política],
tiene que ser estrictamente procedimental», de donde se seguiría como consecuencia lógica una tesis
devastadora para el constitucionalismo sustantivista: «Si toda regla última de decisión colectiva ha de
ser estrictamente procedimental, entonces a través de cualquiera de ellas es posible tomar válidamente
decisiones con cualquier contenido, lo que equivale a decir que todas son falibles (o lo que es lo mismo:
que ninguna excluye por principio la posibilidad de la opresión, ya sea la de alguna minoría o la de la
propia mayoría)».
284 LEOPOLDO GAMA

mo. De acuerdo con este autor, WALDRON vendría a sostener fundamentalmen-


te dos tesis: a) una tesis procedimentalista según la cual las decisiones políticas
solamente podrán considerarse legítimas en virtud de un procedimiento que sea
neutral frente a todos los ciudadanos y sus diversos puntos de vista, y b) tesis
del desacuerdo radical: toda posición acerca de lo que requiere la justicia está
sujeta al desacuerdo razonable. El problema central de la postura waldroniana,
a juicio de EsnuND, es que es incapaz de demostrar que el derecho de origen
democrático goza de autoridad bajo las circunstancias del desacuerdo radical.
Intentaré desarrollar a continuación la argumentación ofrecida por este autor.
ESTLUND toma como punto de partida una tesis difícil de negar para todo
autor liberal: el problema central de la autoridad política, desde el punto de
vista del liberalismo, consiste en poder ofrecer una justificación de las decisio-
nes políticas, incluso para aquellos que la consideren incorrecta. WALDRON, de
hecho, es partidario de esta tesis. En efecto, señala que:
Si la vida en la sociedad es factible y deseable, entonces sus principios
deben ser susceptibles a la explicación y comprensión, y las reglas y restriccio-
nes necesarias deben ser capaces de ser justificadas frente a aquellos que van a
vivir conforme a ellas (WALDRON, 1987: 134).
Así que, si WALDRON está realmente comprometido con esa idea, entonces
las dos tesis que acabamos de señalar parecen difíciles de conciliar. En efecto,
todo aquel que se comprometa con una teoría liberal para la justificación de
la autoridad y sostenga al mismo tiempo la tesis fuerte de los desacuerdos,
estaría obligado a afirmar que ninguna autoridad puede exigir legitimidad; por
tanto, o bien WALDRON tendría que abandonar el procedimentalismo 70, o bien
debilitar la tesis de los desacuerdos radicales. Si es cierto que WALDRON está
comprometido con esa tesis fuerte de los desacuerdos, entonces no hay modo
de justificar la legitimidad de la autoridad política, ni siquiera de la democráti-
ca, ya que cualquier individuo podría apelar a los desacuerdos como base para
justificar su desobediencia. Entonces, si bien es cierto que los desacuerdos son
razonables, WALDRON debe admitir que los procedimientos están exentos de
toda discrepancia o, de lo contrario, no se podría garantizar la obligatoriedad
de las leyes democráticas para un ciudadano que muestre un desacuerdo pro-
cedimental. Así las cosas, no habría forma de reconciliar la autonomía privada
con la autonomía pública, que es el problema central del autogobierno demo-
crático ya señalado por J. J. ROUSSEAU.
La crítica más potente contra WALDRON 71 señala que apelar al argumento
de los desacuerdos radicales debilita la apuesta procedimentalista: si los des-

7° Y, por coherencia interna, aceptar algo semejante al anarquismo filosófico según el cual no
puede fundarse la legitimidad de ninguna autoridad. Es representativa de esta corriente la postura de
WOLFF (1970).
7' Desarrollada, por ejemplo, por BAYÓN (1998: 83) y CHRISTIANO (2000: 52).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 285

acuerdos son profundos, generalizados e —incluso según WALDRON— inso-


lubles, ¿por qué no pensar que, de igual modo, tendremos discrepancias sobre
el procedimiento mismo que habrá de emplearse para la toma de decisiones?
Es decir, el alcance de los desacuerdos no se limitaría únicamente al ámbito
sustantivo, sino que también alcanzaría a los procedimientos que van a usarse
para resolver los desacuerdos sustantivos iniciales. El argumento de WALDRON
conduce a un regreso al infinito: exigiría recurrir a otro procedimiento cuando
se ponga en cuestión el que se está usando para resolver el desacuerdo inicial
y no existiría, bajo la lógica waldroniana, un modo de evitar que la legitimidad
del nuevo procedimiento sea puesta nuevamente en cuestión. Así pues, bajo
ese tipo de razonamiento, no habría foiniar de justificar una de las tesis cen-
trales del modelo waldroniano, aquella según la cual las opiniones de las per-
sonas acerca de sus derechos merecen respeto y deben ser tomadas en cuenta
en la determinación del alcance y contenidos de esos derechos.

Sin embargo, el regreso al infinito puede evitarse. El camino para ello es


admitir que la adopción de un esquema para la toma de decisiones colectivas,
como la regla de la mayoría, se efectuaría siempre sobre la base de alguna
razón sustantiva'. Esto es patente incluso para el propio WALDRON, pues la
tesis de los desacuerdos indisolubles (razón de la supuesta imposibilidad para
arribar a conclusiones justificables para cada ciudadano), reconoce el valor de
la igualdad política al suponer que los juicios morales en conflicto de todos
y cada uno de los miembros de una sociedad, merecen respeto. Esto implica
no comprometerse únicamente con la mera regla de la mayoría pues, como
señalan GUTMAN y THOMPSON, habría que preguntarse si el valor sustantivo
señalado puede protegerse adecuadamente a través de la regla de mayoría o
bien si requiere arreglos institucionales adicionales.

Así pues, todo parece indicar que no podemos desentendernos de las ra-
zones sustantivas para justificar la preferencia por un esquema para la toma
de decisiones. En este sentido, como apunta BAYÓN (1998: 83), «la adopción
originaria de una regla de decisión —incluso si es estrictamente procedimen-
tal— solo puede hacerse por y desde razones sustantivas». Si esto es cierto,
entonces también habría que admitir que, dado que la elección por un procedi-
miento dado exige comprometerse con ciertos valores, «nada impide entonces
la adopción originaria de una regla de decisión ya con restricciones sustanti-
vas». Por tanto, en contra del modelo procedimentalista puede decirse que, si
bien es cierto que existen desacuerdos sustantivos, no hay razones para excluir
tomar en consideración razones de tipo sustantivo para justificar la elección
por un procedimiento de decisión. En este sentido, tiene razón A. KAVANAGH
(2003: 466) cuando afirma que «no necesitamos una reconstrucción precisa

72 Véanse al respecto GUTMAN y THOMPSON (1995: 93 y 1996: 28); BAYÓN (1998: 83), y CHRIS-
TIANO (2000: 523).
286 LEOPOLDO GAMA

acerca de qué derechos tenemos y de cómo deben interpretarse para formular


afirmaciones instrumentalistas. Muchos argumentos instrumentalistas no están
basados en el conocimiento del contenido de algún derecho particular». Esto
significaría admitir la posibilidad de adoptar un procedimiento para la toma de
decisiones sujeto a algunas restricciones sustantivas, aunque sus contornos no
estén completamente definidos y requieran, como se analizará enseguida, de
operaciones ulteriores de concreción, especificación o determinación.
Por otra parte, la crítica al procedimentalismo no nos arroja a los brazos
del instrumentalismo sin más ni más", pues el camino recorrido hasta ahora
(que evidencia el valor intrínseco del procedimiento democrático), conduce
a realizar correcciones tanto al modelo procedimental como al sustantivista.
Esos ajustes, como ya se ha apuntado, nos acercan al deliberativismo constitu-
cional pues se trata de un modelo que equilibra el valor intrínseco e instrumen-
tal del procedimiento político democrático bajo un escenario de desacuerdos
sustantivos, aunque no en su versión radical.

3.3.4. (Des)acuerdos constitucionales y deliberación

La base del modelo de WALDRON es la tesis de los desacuerdos radica-


les. No obstante, concuerdo con ESILUND en que, a partir de esta posición no
puede construirse un modelo de legitimidad política. Casi toda Constitución
contiene un tipo de normas que son fruto de grandes consensos, por lo que la
tesis waldroniana del desacuerdo radical parece ser insensible a este hecho.
Los desacuerdos, al parecer, no son tan frecuentes ni intensos en el campo
del derecho y la política. Además, la deliberación puede ser un mecanismo
eficaz para disipar en alguna medida las discrepancias sustantivas 74. A me-
nudo, las personas pueden llegar a establecer acuerdos recurriendo a la abs-
tracción como medio para conciliar posturas antagónicas. Cuando un cuerpo
legislativo o los constituyentes están en desacuerdo sobre el alcance que debe
reconocerse a ciertos valores, se recurre a un lenguaje abstracto para su formu-
lación, como en el caso de la libertad de expresión o la igualdad. Por ejemplo,
los constituyentes de un país que discuten sobre la igualdad racial pueden
recurrir a la fotmulación de disposiciones abstractas y conciliar sus posturas

" O bien no nos acerca a un instrumentalismo á la DWORK1N, como parece derivar la propia
KAVANAGH.
" Puede decirse que la postura de WALDRON adolece de lo que AGUILó (2009a: 537) denomina
acertadamente «prejuicio del relativismo»: «El prejuicio radica en dos puntos: uno, el énfasis puesto en
la discrepancia valorativa, ya que no es cierto que desacordemos tanto ni tan intensamente; y, dos, en la
idea de que no hay posibilidad de dirimir discursivamente los desacuerdos valorativos. El consenso es
un hecho tan observable como el disenso; y, en muchas ocasiones, enfatizar uno u otro no es el resultado
de una observación más minuciosa, sino de una pura decisión. El prejuicio del relativismo consiste pre-
cisamente en dar por probado lo que habría que probar: que el desacuerdo es muy superior al acuerdo y
que, por tanto, no hay espacio para el discurso moral».
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 287

aceptando el principio que establece el derecho a no ser discriminado. Estos


acuerdos, son posibles y permiten hablar de sociedades estables en virtud de
la convivencia bajo principios formulados de la manera más abstracta posible
para que las posturas que se encuentran en disputa puedan confluir. Estamos
hablando entonces de la posibilidad de un tipo de acuerdos que permiten ex-
plicar la existencia de compromisos entre miembros que poseen fuertes di-
ferencias sustantivas. Precisamente, este tipo de acuerdos son los que hacen
posible el diseño constitucional.
No obstante, el consenso generado en torno a valores abstractamente for-
mulados, genera un efecto que, las más de las veces, tiende a soslayarse, pues
el costo del acuerdo sobre estándares abstractos es el del desacuerdo acer-
ca de su interpretación o concreción'', es decir, en tanto mayor sea el grado
de abstracción del parámetro constitucional más controvertible su sentido y,
mientras más discutible su significado, más problemática su aplicación judi-
cial en casos concretos y mientras más controvertible su aplicación en esa sede
más «borrosos» los limites al procedimiento mayoritario. Se ha señalado ade-
más y con razón, que los derechos formulados en términos abstractos generan
controversias interpretativas, las cuales no solo atacarían a la periferia de los
conceptos valorativos usados en las constituciones sino, además, a su núcleo
de significado'. En este sentido, las constituciones hacen uso de conceptos
abstractos respecto de los cuales pueden formularse diversas formulaciones o
concepciones, pero no es posible definir o especificar un núcleo de significado
concreto que pueda ser compartido por los diversos actores políticos; no obs-
tante, pueden funcionar como guías para regular la conducta'''.
Los conceptos esencialmente controvertidos funcionan como acuerdos
constitucionales que pueden formularse sin necesidad de especificar o de-
sarrollar una teoría de respaldo. C. SUNSTEIN (2000) señala que la realidad

" Véanse GUTMAN y THOMPSON (1996: 35).


76 Esto se debe a que los conceptos usados en la llamada «parte dogmática» de una Constitución
son, como señala M. IGLESIAS (2000: 80) siguiendo a W. B. GALLIE, conceptos esencialmente contro-
vertidos que poseen cuatro características: a) son conceptos valorativos ya que se emplean para asignar
un valor positivo o negativo a ciertos estados de cosas; b) son complejos, en el sentido de que su formu-
lación requiere especificar un conjunto de propiedades que a su vez remiten o involucran otros valores y
elaborar teorías que establezcan las diferentes relaciones de prioridad entre esas propiedades; c) tienen
un carácter argumentativo, pues generan discrepancias genuinas debido a su carácter controvertible, y
d) son conceptos funcionales, mantienen a las posturas discrepantes en una posición de continuo con-
flicto sobre el modo adecuado de caracterizar un concepto controvertido en cuestión y, además, sirven
como un punto de encuentro.
77 Véase AGUE,Ó(2003: 307). Sobre este punto, FERRERES (2001: 34) considera que los principios
expresados en la Constitución son capaces de generar consensos si recurrimos a la abstracción. Hace-
mos uso de la abstracción como técnica para la enunciación de los derechos. A juicio de este autor, la
abstracción sería necesaria para que una constitución dotada de rigidez sea capaz de mantener su legi-
timidad a lo largo del tiempo. Es más fácil obtener el apoyo de los gobernados recurriendo a criterios
abstractos que a una constitución de detalle porque aumentaría el carácter potencial de los desacuerdos
para las generaciones futuras. La abstracción, entonces, «aumenta la capacidad del texto de adaptarse a
los nuevos consensos en materia de derechos».
288 LEOPOLDO GAMA

constitucional de diversos países muestra que los ciudadanos pueden llegar


a acuerdos sobre derechos y valores, esto es, sobre los conceptos, sin que
sea necesario un acuerdo concreto acerca de las concepciones a las que estos
remiten. Entonces, la convivencia constitucional entre diversas posturas polí-
ticas, ideológicas o filosóficas se logra a través de lo que este autor denomina
«acuerdos incompletamente teorizados»: para lograr acuerdos constituciona-
les entre los diversos actores políticos se recurre a la formulación de principios
abstractos que, como dice acertadamente J. AGuILÓ (2003: 310-311), «tienen
la virtud de silenciar aquello en lo que se está en real y radical desacuerdo y
explicitar aquello en lo que se está de acuerdo».
La función práctica del derecho, consistente en reducir el conflicto social,
demanda en ocasiones establecer compromisos formulados con un alto nivel
de generalidad y abstracción. Esto es claro, por ejemplo, en la bioética. En
este campo se han dado acuerdos reales entre las diversas posturas en pugna,
aun cuando los diversos contendientes difieren en el sentido que le otorgan a
los principios que acogen como punto de partida. M. ATIENZA (2002: 49-50),
discutiendo el problema de la investigación con embriones y la donación,
muestra en este sentido que «gente con creencias —ideologías— muy distin-
tas, por no decir contrapuestas, no tiene tanta dificultad, como a primera vista
pudiera parecer, para ponerse de acuerdo sobre cómo deberían resolverse esos
problemas»; y pone como ejemplo los informes sobre esta cuestión elabora-
dos por la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida (España) 78
y el de la Cámara de los Lores (Reino Unido) de febrero de 2002, en donde
se llegó a una conclusión similar: se considera, de principio, la ilicitud de la
destrucción de embriones humanos pero no se prohibe la investigación con
embriones en las fases tempranas de su desarrollo. Como muestra A FIENZA, se
trata de consensos que surgen como consecuencia de asumir ciertas actitudes
prácticas frente a la resolución de problemas. Es decir, es posible el consenso
partiendo de un conjunto de principios que, aun cuando pueda afirmarse que
no van a resolver todos los problemas prácticos que se presenten, permiten, en
ciertas ocasiones, establecer reglas más específicas que nos permitan resolver
casos concretos. Ese consenso surge gracias a una actitud compartida por los
miembros de una comunidad de comprometerse con ciertos estándares para
hacer posible la cooperación, lo que RAWLS denominó en Political Liberalism
como «razonabilidad» 79.

78 En particular los del año 1998, en donde sus integrantes estuvieron de acuerdo en la falta de
razones para establecer una prohibición absoluta a la donación. Véase también ATIENZA (2004).
79 Lo «racional» y lo «razonable» son dos términos claves en el entramado de Political Libera-
lism. Los agentes son «racionales» porque poseen la aptitud para: 1) establecer sus objetivos e intereses
propios y para elegir los medios adecuados para conseguirlos, y 2) para conferirles prioridad atribuyén-
doles un peso o un valor específico según un determinado plan de vida. Por ejemplo, será racional no
solo aquel que opta por el camino más corto para llegar a un destino determinado, sino también aquel
que, valorando su propia salud, practica un deporte para mantener el cuerpo sano o bien deja de fumar
y beber alcohol. El agente racional, sin embargo, carece de lo que RAWLS llama «sensibilidad moral»,
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 289

Sin embargo, las decisiones jurídico-políticas requieren de un procedi-


miento de concreción o especificación para hacer operables los principios abs-
tractos protegidos en la Constitución. Una sociedad compleja sería claramente
inviable sin mecanismos para definir las exigencias de un estándar abstracto
como el principio de la diferencia rawlsiano, el principio de igual considera-
ción y respeto de DWORKIN, el principio de autonomía, o incluso otros más
concretos como la libertad de expresión, la igualdad política, etc. La apuesta
por delinear el procedimiento democrático a través de estándares abstractos,
debe ir acompañada de una propuesta acerca de cómo deben traducirse las exi-
gencias de los principios; es decir, debe definir cómo habrán de transformarse
los principios constitucionales en reglas que regulen la conducta. Pero esa
operación de transformación de los principios constitucionales a reglas debe
poseer un carácter claramente discursivo o deliberativo (AGuiLó, 2003) para
resolver justificadamente los conflictos sociales en contextos de desacuerdos.
Además, debe realizarse «a un nivel de especificidad suficiente para resolver
los conflictos que estos principios envuelven», de no ser así, como apuntan
acertadamente GUTMAN y THOMPSON (1996: 35), los defensores del constitu-
cionalismo sustantivista «deben admitir la necesidad de mayor deliberación
en su concepción sobre cómo deben resolverse los desacuerdos en una demo-
cracia».

Se ha entendido por lo general que el procedimiento por antonomasia de


determinación o especificación de los principios contenidos es el legislativo
y, en cambio, que el control de constitucionalidad es un mecanismo de ga-
rantía; pero en el abanico de arreglos institucionales posibles pueden darse
otros diseños. El constitucionalismo sustantivista ha querido depositar esa la-
bor exclusivamente y con carácter final en el poder de revisión constitucional
de las leyes a cargo de los jueces, sin tomar plena conciencia de los dilemas a
los que se enfrenta esa propuesta. No obstante, si la judicial review no posee
valor intrínseco como método para la toma de decisiones en una sociedad
democrática, lo cierto es que su aceptabilidad dependerá, como se ha dicho,
de su potencial instrumental para proteger los derechos. El éxito de esa labor,

esto es, el compromiso para diseñar, establecer y comprometerse con los términos que posibiliten la
cooperación equitativa con otros individuos racionales. Aquí es donde entra la idea de lo «razonable».
En este sentido, la «razonabilidad» de una postura radica en: 1) su capacidad o disponibilidad para for-
mular principios, estándares y modelos generales que posibiliten la cooperación equitativa, y 2) en su
disponibilidad para aceptar y comprometerse con esos esquemas propuestos. En este sentido, un sujeto
es razonable cuando tiene la disposición para formular criterios cooperativos de justicia y cuando es
capaz de comprometerse con ellos siempre que los demás individuos de una sociedad los acepten de
igual forma. En palabras de RAWLS (1993a: 49 [80]): «Las personas entienden que aceptar estas normas
es razonable para todo el mundo y, por consecuencia, que son justificables ante todos; y están dispues-
tas a discutir los términos equitativos que otras propongan». Será irrazonable, por el contrario, aquella
postura que sea incapaz de respetar o de proponer estándares y criterios generales idóneos para una
sociedad cooperativa de individuos iguales. Es decir, que no solo será irrazonable la postura que viole
los esquemas generales de cooperación, sino incluso aquella que sea inhábil para proveer principios
generales aptos para la cooperación social.
290 LEOPOLDO GAMA

como ya se tuvo ocasión de mencionar, estará condicionado por factores con-


textuales, por lo que no quedará descartado que, en ciertas circunstancias, la
justicia constitucional quizá no sea el mejor vehículo para proteger derechos
y, en cambio, bajo escenarios distintos sea ineludible una intervención judicial
para operar ajustes y correcciones necesarias al procedimiento legislativo y a
sus resultados. El reto para la ciencia política será poder definir con claridad y
precisión todas esas circunstancias.

3.3.5. Los límites del procedimiento mayoritario

Finalmente, otro aspecto que merece discutirse es la tesis waldroniana


según la cual toda clase de decisión política está al alcance del procedimiento
mayoritario. Lo que es susceptible de desacuerdo, supone el argumento, puede
y debe decidirse por las mayorías democráticas, incluso la decisión de sustituir
el procedimiento democrático por otro. En este modelo, como se apuntó, no
hay cabida para los derechos entendidos como triunfos contra las decisiones
mayoritarias puesto que el único criterio de decisión es la regla de la mayoría.
En ese sentido, quedaría excluida, en principio, la rigidez constitucional como
técnica para proteger los derechos. No obstante, como se mencionó reciente-
mente, para defender exitosamente la tesis del valor central de la participación
política y, por tanto, la legitimidad de la democracia, es necesario apelar a
valores sustantivos. Precisamente, para evitar el regreso al infinito al que con-
duce un modelo puramente procedimental debe respaldarse la adopción de la
regla de mayoría en alguna razón sustantiva como, por ejemplo, en el valor de
la igualdad política.

Ese ajuste tiene implicaciones importantes para la definición de los lí-


mites al procedimiento mayoritario, por ejemplo, implica no comprometerse
únicamente con la pura regla de la mayoría, pues, como señalan GUTMAN y
THOMPSON 80, habría que preguntarse si el valor sustantivo de la igualdad po-
lítica puede protegerse adecuadamente a través de esa regla, o bien si se re-
quiere implementar ajustes institucionales adicionales. Uno de esos arreglos
supone, al contrario de lo que el modelo waldroniano instruye, el atrinchera-
miento constitucional de las reglas de carácter formal que hacen posible el
sistema de decisión mayoritario mismo. Esto quiere decir que existen razones
para poner a resguardo las reglas constitutivas de la democracia y, sobre todo,
que esa protección debe ser absoluta: una constitución democrática debe pro-
hibir la sustitución del procedimiento mayoritario por otro distinto, es decir,
no se puede usar la regla de la mayoría para adoptar otro esquema de decisión
distinto.

80 GUTMAN y THOMPSON (1996: 28).


HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 291

El procedimentalismo concibe el mecanismo mayoritario como abierto


al cambio al considerar que mediante este puede decidirse todo tipo de cues-
tiones, incluso prescindir de él. Por el contrario, concebirlo como una regla
cerrada equivale a vedar la opción de deshacerse de la regla de la mayoría
empleando ese mismo procedimiento. Entonces, en contra de lo que piensa
WALDRON, hay razones sustantivas que exigen cerrar la puerta al cambio, de
ahí que lo más razonable sea excluir la posibilidad de que una mayoría decida,
en un momento dado, dejar de usar ese criterio para la toma de decisiones
futuras. En otras palabras, aceptar su valor implicaría excluir el «suicidio de-
mocrático», no solo atrincherar constitucionalmente el procedimiento sino,
además, considerarlo irreformable s' .
Una vez aceptado ese argumento, parece que se debilita la objeción wal-
droniana hacia el modelo de ELY en el que se permite a los jueces, concebi-
dos como árbitros del procedimiento democrático, controlar el respeto por sus
reglas constitutivas. Hay razones fundadas para alejar del ámbito de decisión
mayoritario la posibilidad de abandonar la regla de la mayoría. Así las cosas,
no todo está al alcance del procedimiento mayoritario, como pretende el mo-
delo procedimentalista, pues es necesario atrincherar las reglas formales que
definen el procedimiento mismo, de tal suerte que sería irreformable la toma
de decisiones mediante la regla de mayoría.
¿Qué pasa con los límites sustantivos que, según los modelos sustanti-
vistas como el de DWORKIN, deben imponerse también a la toma de decisio-
nes mediante la regla de mayoría? En un modelo de constitucionalismo de
ese tipo (que encaja con un esquema de justicia procesal imperfecta), me
parece que, por coherencia con sus premisas, debe exigirse que los límites
sustantivos se protejan con grados de rigidez fuerte. Esa sería la técnica
constitucional idónea para proteger los derechos entendidos como «cartas
de triunfo» o «cotos vedados» frente a la mayoría democrática. En cambio,
el modelo deliberativista (entendido como un caso de justicia procesal cuasi
pura) admitiría que el procedimiento mayoritario está obligado a la conse-
cución de decisiones respetuosas con los contenidos sustantivos (además del
respeto por criterios formales o procedimentales). Sin embargo, dado que
los criterios externos al procedimiento (y que sirven como parámetros para
evaluar la calidad sustantiva de los resultados) no son claros o definitivos,
su grado de rigidez constitucional tendría que ser, más bien, bajo y/o su
garantía debería acompañarse por arreglos de justicia constitucional débil,
permitiéndose su deliberación por órganos representativos. Esto es así, pues
para este modelo ni los principios abstractos que definen el procedimien-
to democrático ni los que constituyen su contenido tienen prioridad sobre

81 Sigo aquí a BAYÓN (1998: 80); en el mismo sentido, MARTf (2006: 290): «Tal vez el único
ámbito que verdaderamente puede quedar al margen de la decisión democrática es el conjunto de reglas
formales que establecen el propio procedimiento democrático».
292 LEOPOLDO GAMA

la deliberación y, más bien, ambos interactúan dinámicamente (GuTmAN y


THOMPSON, 1996: 27).

3.4. La filosofía judicial del deliberativismo

La concepción constitucional ofrecida por el modelo deliberativo es apta


para mitigar algunas dificultades que presentan las posturas de DWORKIN y
WALDRON al incorporar en su núcleo tanto el valor intrínseco como instrumen-
tal de un procedimiento jurídico-político. Este modo de ver las cosas, además,
permite abordar de un mejor modo el problema persistente de la legitimidad
de la judicial review82.
Como se ha intentado mostrar, los inconvenientes que presentan los mo-
delos sustantivista y procedimentalista se deben a la ausencia de un balance
entre el valor intrínseco y el valor instrumental de la legitimidad política, ya
sea porque se otorga demasiado énfasis en el valor instrumental del diseño
jurídico-político, como es el caso del sustantivismo, o en su valor intrínseco,
en el caso del procedimentalismo. Sin duda, WALDRON acierta en afirmar que
el procedimiento democrático posee un valor intrínseco dada su relación con
el principio de participación política. No obstante, hay que admitir la posibi-
lidad de que un procedimiento político arroje decisiones incorrectas desde el
punto de vista sustantivo aun cuando goce de valor intrínseco. En este senti-
do, la protección del derecho de participación y, en general, de los llamados
derechos procedimentales, no garantiza que los resultados del procedimiento
político respeten los derechos sustantivos que están relacionados de un modo
directo o indirecto con el procedimiento democrático.
Por otro lado, el problema del sustantivismo es su falta de atención al va-
lor intrínseco del procedimiento democrático 83. Un arreglo institucional posee
para su modelo un mero valor instrumental: será legítimo fundamentalmente
en la medida que arroje resultados correctos. Desde este punto de vista, cuando
se use el control judicial para evaluar los resultados del procedimiento político
y se invalide una decisión democrática, no existe pérdida en el autogobierno,
excepto cuando la decisión es incorrecta desde el punto de vista sustantivo.
El error de esta posición radica en que se ve imposibilitada para reconocer
que existe un menoscabo cuando una institución no mayoritaria adopta las
decisiones en lugar de la mayoría popular con carácter final y excluyente. Así
pues, es evidente que hay razones de peso para rechazar versiones estricta-
mente procedimentales y estrictamente instrumentales de la legitimidad y que
debe optarse, en cambio, por un modelo que muestre un compromiso entre

82La llamada obsesión académica por FRIEDMAN (2002).


83
BAYóN (2004: 121 y ss.) critica a DWORKIN por enfatizar el valor instrumental del procedimien-
to político y no su valor intrínseco.
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 293

ambos valores. A mi juicio, el modelo deliberativo entendido como un caso


de justicia procesal cuasi pura es capaz de ofrecer una combinación coherente
de ambas perspectivas y de dar una respuesta más satisfactoria al problema de
la legitimidad del control judicial de constitucionalidad. Desde este punto de
vista, como se analizará en breve, la intervención por parte del tribunal cons-
titucional, aun cuando posea menor valor epistémico, no produce una pérdida
en el autogobierno democrático en tanto la última palabra esté acotada para
cierto tipo de decisiones sustantivas y contribuya en todo caso a fortalecer la
calidad de la deliberación pública.

3.4.1. Adiós a la judicial review del constitucionalismo sustantivista

Según John Hart ELY la Constitución (de los Estados Unidos) debe en-
tenderse como un texto destinado a proteger la viabilidad de la democracia y
a liberar los canales de la participación politica para todas las personas. Ese
punto de partida le lleva a proponer que los únicos límites a imponer al proce-
dimiento mayoritario son de tipo procedimental y que la Suprema Corte debe
circunscribirse únicamente al control de ese aspecto, excluyendo la revisión
de contenidos normativos sustantivos. Los jueces constitucionales deben pues
desempeñar únicamente el papel de árbitros del procedimiento democrático.
El modelo de ELY supone entonces que el procedimiento mayoritario es idó-
neo para la toma de decisiones sobre cuestiones sustantivas, mientras que el
rol de los jueces es meramente la verificación de las reglas procedimentales.
El modelo de constitucionalismo sustantivista no se conforma con esa po-
sición y exige ampliar el rol asignado por ELY a los jueces constitucionales.
La democracia es un procedimiento de toma de decisiones que incorpora tam-
bién criterios de legitimidad de tipo sustantivo: posee contornos demarcados
tanto por los derechos de tipo procedimental (el derecho de participación po-
lítica, derecho de asociación, libertad de expresión en materia política, etc.),
como sustantivos (la igual protección de la ley en sentido sustantivo, la intimi-
dad, etc.). Además, el procedimiento democrático no es confiable para el cui-
dado de cuestiones sustantivas. Los integrantes del órgano legislativo pueden
ser más proclives a las presiones políticas y a la actuación autointeresada, por
lo que se incrementa la confianza en el foro judicial dado su aislamiento del
«juego de la política». Entonces, hay cierta inclinación de estos modelos a
atribuir superioridad a la deliberación en sede judicial. Dado el enfoque instru-
mental para la elección del diseño institucional, diría DWORKIN, será preferible
y mucho más seguro, desde el punto de vista de los resultados, remitirse a la
comprensión que poseen los jueces constitucionales acerca de los derechos
fundamentales. Así, el ejercicio del control judicial de las leyes no implicaría
pérdida en el autogobierno. En el caso de DWORKIN, el «coto vedado» incluye
tanto derechos procedimentales como derechos sustantivos. Estos imponen
294 LEOPOLDO GAMA

limites al procedimiento mayoritario y delimitan el ámbito de actuación legí-


timo de los tribunales constitucionales.
WALDRON acierta al subrayar que la defensa de la judicial review pro-
puesta por el constitucionalismo sustantivista posee un fundamento débil y,
sobre todo, contrario a los fines que pretende llevar a cabo. En el fondo, el
sustantivismo se fundamenta en una concepción incorrecta, contradictoria y
antidemocrática del individuo. La idea misma de los derechos —punto de par-
tida de ese modelo—, presupone que las personas son agentes razonables que
poseen la capacidad para desarrollar una concepción del bien y de la justicia
y para actuar de conformidad con ella. Coincido en que resulta contradictorio
erigir por un lado una moral rights-based theory sobre una supuesta confianza
en las capacidades de los individuos como agentes morales y atrincherar los
derechos circunscribiendo su deliberación únicamente en la instancia judicial.
Por otro lado, en el modelo procedimentalista el ataque a los mecanismos
del constitucionalismo se construye a partir de la tesis de las circunstancias
de la política: en tanto que los desacuerdos sustantivos sean irresolubles será
difícil afianzar sólidamente la confianza en los tribunales constitucionales para
resolver los desacuerdos en materia de derechos fundamentales. Si, a fin de
cuentas, todo criterio de decisión se funda en razones estrictamente procedi-
mentales y no en razón de su corrección y si, en última instancia, los miem-
bros de los tribunales constitucionales también deciden sobre la base de la re-
gla de la mayoría (algo que el modelo sustantivista parece no tener en cuenta),
debemos optar por aquel procedimiento que posea ciertos rasgos equitativos y
no aquel que se crea mejor capacitado para ofrecer respuestas correctas para
la toma de decisiones con carácter final.
El error de DWORKIN y de los modelos afines, no radica en su confianza en
la tesis de la respuesta correcta, sino en el hecho de que su teoría de la justicia
no viene acompañada de una teoría de la autoridad: apelar a la decisión ajusta-
da a derechos no esquiva la cuestión acerca de quién, y a través de qué proce-
dimiento legítimo, deben adoptarse las decisiones. Si los individuos gozan de
capacidades morales, entonces ellos mismos, directa o indirectamente, deben
resolver los desacuerdos sustantivos que surjan en la sociedad, por lo que el
diseño constitucional debería incorporar cuantos más mecanismos deliberati-
vos como sea posible. Concuerdo entonces con WALDRON en que la sociedad
debe organizarse en tomo a un componente popular y que este debe ser deci-
sivo, lo que excluye, en principio, delegar la última palabra en la judicatura.
Entonces, los ciudadanos deben hacer efectivo su derecho a participar en las
decisiones relacionadas tanto con las directrices políticas como con cuestio-
nes relacionadas con los principios. El hecho de los desacuerdos, sumado al
valor del derecho de participación, vendría a cuestionar la legitimidad de un
arreglo institucional de supremacía judicial, al menos para todo tipo de deci-
siones sustantivas. Por otro lado, es también debatible, como apunta el propio
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 295

WALDRON, que el control judicial tienda a fortalecer el carácter participativo


de una democracia y que, por el contrario, la deliberación democrática tienda
a poner en riesgo los derechos. Se trata de una cuestión empírica que depende
más bien de circunstancias variadas y del contexto de cada país.
Desde la óptica de un deliberativismo como el de NINO, el constitucio-
nalismo sustantivista tampoco está a salvo de la crítica, pues otorga alcances
demasiado amplios al control judicial. En efecto, si toda cuestión valorativa
nos remite a la idea de derechos entendidos como «triunfos» sobre la mayoría
—diría NINO—, entonces los jueces tendrían prácticamente la última palabra
sobre todo desacuerdo sustantivo que surja en una comunidad, desplazando
así a los órganos deliberativos. El control judicial de constitucionalidad, tal
y como lo concibe el constitucionalismo sustantivista, posee muy bajo va-
lor epistémico: pensar que a partir de la reflexión aislada (monológica y no
dialógica), de un juez o un reducido grupo de jueces, es posible decidir co-
rrectamente cuestiones valorativas es una muestra de elitismo epistémico. En
cambio, afirmaría NINO, si estamos de acuerdo en que el procedimiento demo-
crático posee mejores credenciales para acceder al conocimiento de principios
morales, entonces debe aceptarse que es más confiable para decidir acerca
de los principios que deben orientar la vida en sociedad. Si así son las cosas,
entonces un tribunal constitucional posee menor confiabilidad epistémica para
deliberar sobre el sentido y alcances de los derechos fundamentales.

3.4.2. Judicatura: ¿el foro de los principios?

El constitucionalismo sustantivista sostiene que los mecanismos constitu-


cionales poseen mayor valor instrumental para la toma de decisiones conectas
en una sociedad democrática a la luz de los derechos individuales y principios
que los inspiran. De esa tesis, autores como DWORION pretenden derivar que
un régimen de constitucionalismo fuerte sería más apto para la protección de
los derechos fundamentales. No obstante, este argumento requiere algo más
que un mero soporte teórico para persuadir sobre los beneficios de un sistema
constitucional de ese calibre para la protección de los derechos. ¿Se justifica
un modelo de constitucionalismo fuerte por su idoneidad para la protección
de los derechos fundamentales? ¿La tutela efectiva de esos valores reclama un
sistema constitucional como el que el modelo sustantivista aboga, con tribu-
nales como sus máximos custodios?
Las posturas que pretenden situar a la judicatura como el órgano más apto
para proteger los derechos requieren contrastar empíricamente las suposicio-
nes en las que pretenden fundamentarse porque, en realidad, la capacidad
instrumental de un sistema con supremacía judicial para la protección de los
derechos, puede ser idéntica, e incluso más baja, que un sistema que carez-
296 LEOPOLDO GAMA

ca de una institución semejante. W. S ADURSKI 84 ha criticado a DWORKIN (y


a WALDRON) por fusionar la cuestión relativa a la legitimidad de la justicia
constitucional con la de su capacidad para proteger derechos fundamenta-
les. Se trata de problemas que son en realidad independientes entre sí, pues
del hecho de que la justicia constitucional sea legítima no se sigue su mejor
aptitud para proteger derechos individuales y, viceversa, su ilegitimidad es
independiente de su idoneidad para esos fines. Además, las conclusiones que
DWORKIN ofrece sobre las bondades de la justicia constitucional y su defensa
de un papel activo de los jueces son, en el fondo, insensibles a los datos empí-
ricos y a los efectos reales de un sistema fuerte de constitucionalismo: «La vi-
sión normativa de DwoRKEN», señala SADURSKI (2002: 277), «está claramente
divorciada de su preocupación por los efectos concretos que orgullosa, pero
implausiblemente, proclama». Entonces, la tesis según la cual un sistema de
constitucionalismo fuerte posee mayor potencial para proteger los derechos y
mejorar el debate público en torno a principios, no solo es cuestionable como
tesis normativa sino que es refutable empíricamente". Además, nada excluye
que algunos derechos y libertades puedan protegerse adecuadamente a través
de mecanismos mayoritarios". Es cierto que el mecanismo mayoritario no
puede garantizar por sí solo que, por ejemplo, los derechos de grupos vulne-
rables sean respetados. Sin embargo, lo mismo puede afirmarse del control
judicial: no se puede asegurar que pueda ofrecer mejores respuestas a cues-
tiones constitucionales controvertidas. Además, en contra de las suposiciones
de DWORKIN, una mirada a la historia judicial norteamericana nos muestra
que los derechos de esos grupos han sido en ocasiones desconocidos por la
Suprema Corte y que no siempre los jueces han sabido proteger adecuada-
mente los derechos fundamentales frente a las injerencias por parte de los
representantes populares'''.
Debe tenerse en cuenta que RAWLS (1993a: 157 [189]) también se acoge a
esta estrategia instrumental e insiste en el atrincheramiento de los derechos y
en su garantía a través de la judicial review con el fin de poner a salvo estas de-

" SADURSKI (2002: 276 y ss.).


85 Coincide en este punto también ZuxN (2002: 502), quien señala que «como un contrafáctico
empírico es difícil evaluar la afirmación de que la calidad del debate público es mejorada por la revisión
judicial».
86 Lleva razón TUSE-NET (1999: 168) cuando señala que «no tenemos que establecer un tribunal
que invalide leyes —un tribunal con el poder de revisión judicial— para tener a nuestra disposición un
lenguaje vigoroso de derechos fundamentales». En el mismo sentido GurmAN y THOMPSON (1996: 34)
señalan: «Algunas libertades y oportunidades básicas (así como los derechos orientados a los resulta-
dos) pueden estar mejor protegidas por las mayorías deliberativas mismas [...1 los tribunales no son la
única o necesariamente la primera esfera para la deliberación»; y WALDRON (2006: 1349), quien recuer-
da que la calidad de grandes debates parlamentarios en el Reino Unido —y en otros países como Cana-
dá, Australia y Nueva Zelanda—, sobre la permisión del aborto, la legalización de la homosexualidad
entre adultos, la abolición de la pena de muerte, etc., hace absurda la afirmación de que los legisladores
son incapaces de hacerse cargo de esas cuestiones responsablemente.
87 Una enumeración de los casos fallidos de la corte norteamericana se encuentra en DAHL
(1989: 189-190).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 297

cisiones fundamentales de la negociación política parlamentaria". A su juicio,


restringir el debate constitucional sobre grandes principios resulta apropiado
para inmunizarlo del debate político. De ese modo, continúa el argumento, se
remueven de la agenda política los asuntos más divisivos. Sin embargo, frente
a la insistencia en la imagen de una judicatura encumbrada como el foro de
los principios, cabe oponer también una realidad de la política democrática
capaz de cumplir una función de reconciliación de puntos de vista antagónicos
a través de la discusión, la deliberación y la negociación. Sobre todo, porque
puede resultar ilusorio sostener que el debate parlamentario está permeado
exclusivamente de intereses personales o de grupo y que los legisladores «no
requieren y, quizá, incluso no deberían justificar sus decisiones sobre la base
de principios» (GuTmAN y THOMPSON, 1996: 34).

El inconveniente con algunas defensas del modelo sustantivista radica


en la adopción de una perspectiva ex ante enfocada estrictamente en el va-
lor instrumental de los procedimientos jurídico-políticos. Con este enfoque
se soslaya que, en realidad, la mayor o menor capacidad de la judicial review
para adoptar resultados sustantivos correctos (y, paralelamente, la mayor o
menor idoneidad de un cuerpo legislativo para esa tarea), depende, más bien,
del contexto social y político en el que se desarrolla en concreto una prác-
tica jurídica'. Por tanto, si la aptitud instrumental de los mecanismos del
constitucionalismo para proteger derechos depende de ciertas circunstancias
sociales, entonces la cuestión acerca de cuál es más apto para garantizarlos,
puede responderse únicamente ex post y caso por caso, evaluando distintas
situaciones, arreglos y elementos institucionales y sociales90. De ahí que, al
analizar el papel de la judicial review en una democracia, DAHL (1989: 192)
concluya con razón que «ante la ausencia de una mejor solución universal, las
soluciones específicas requieren adaptarse a las condiciones históricas y ex-
periencias, cultura política e instituciones políticas concretas de un particular
país». A mi modo de ver, tomarse en serio la justificación contextual de los
instrumentos constitucionales, implica dar por traste con todas las propuestas
que, sin la menor cautela y en ausencia de un análisis empírico previo, exigen

" En sentido similar FREEMAN (1990).


89 R. DAHL (1989: 162) advirtió la dependencia contextual cuando señala que «los juicios acerca
de cuál es la mejor regla de decisión colectiva deben elaborarse únicamente después de una evalua-
ción cuidadosa de las circunstancias en las cuales esas decisiones deben adoptarse. También BEITZ
(1989: 118). Asimismo, por BAYÓN (1998: 88 y 2004: 32), donde destaca que «lo más sensato que
quepa decir al respecto es que la clase de resultados que es de esperar que arroje un determinado
procedimiento de decisión depende de factores contextuales, de manera que, si la evaluación de un
procedimiento dependiera tan solo de su valor instrumental, para diferentes condiciones sociales segu-
ramente habría que considerar justificados procedimientos de decisión distintos». MORESO (1998: 394)
ha argumentado que la justicia constitucional puede ser o no, «dependiendo de las circunstancias, la
mejor forma de proteger los derechos» y cuando no sea así «no habrá razones para mantenerlo». En esa
línea argumentativa me parece que también se situaría WALDRON (2006: 1352) al indicar que en ciertas
circunstancias la práctica del judicial review podría ser apropiada para remediar algunas patologías.
" Una ruta para ese análisis es trazada por SADURSKI (2002).
298 LEOPOLDO GAMA

ensanchar el poder de la jurisdicción constitucional como si esa fuese de ante-


mano la ruta más segura para la protección de los derechos en una democracia.
En otras palabras, los anteriores argumentos obligan a escapar de la tentación
simplista consistente en creer que los derechos demandan, necesariamente,
más judicialismo 91.
Por otro lado, debe considerarse que el debate sobre el papel y los alcances
reales de la justicia constitucional en ciertos países se enriquecería enorme-
mente al abandonarse las comparaciones asimétricas que dibujan una política
parlamentaria siempre viciada y autointeresada, así como una judicatura per-
petuamente virtuosa. Lo cierto es que los jueces, a pesar del aislamiento con
el que suele caracterizarse su función, no están a salvo de presiones por par-
te de grupos de interés, no carecen de prejuicios o ideologías, ni mucho menos
de incentivos o intereses personales, elementos que influyen en sus decisiones.
Podría argüirse que, a pesar de esas variables, las decisiones de los tribunales
se efectúan bajo ciertas condiciones institucionales destinadas a dotar de ob-
jetividad e imparcialidad sus fallos, de tal modo que se torna difícil la toma
de decisiones basadas en el autointerés. Entre esas condiciones estaría, por
ejemplo, el hecho de que los tribunales deben ofrecer razones públicas (o razo-
nes no-basadas-en-el-autointerés) para justificar sus fallos, lo que haría difícil
implementar una decisión basada en razones autointeresadas. No obstante, este
planteamiento asume, como F. SCHAUER (2002) apunta, que las decisiones ba-
sadas en razones públicas (o no-autointeresadas) excluyen cualquier decisión
basada en razones autointeresadas. Sin embargo, lo cierto es que las razones
públicas pueden, de hecho, estar al servicio de las decisiones basadas en el
autointerés, de tal suerte que cabría ocultarlas maquillándolas como razones de
carácter público 92. Por ejemplo, cabe pensar en el dictado de decisiones judi-
ciales «progresistas» motivadas por el mero interés de un juez en acrecentar su
prestigio, de ser promovido para un escalafón judicial superior, de ser elegido
presidente de la corte o tribunal constitucional que integra, etcétera.
Finalmente —y retomando el planteamiento desarrollado en el subaparta-
do anterior— al constitucionalismo sustantivista, escéptico de la deliberación
democrática, puede replicársele que la participación de los ciudadanos en la
toma de decisiones tiende a generarles un sentido de la responsabilidad moral,
aspecto relevante para que la decisión mayoritaria sea respetada aun cuando
los que intervinieron en el proceso de conformación de la voluntad popular la
consideren equivocada". En cambio, resulta más difícil justificar la obedien-

91 Este planteamiento, aplicado al caso mexicano y a los reclamos por expandir el llamado «con-
trol de convencionalidad difuso», se expone brevemente en GAMA (2015).
ºz Véase SCHAUER (2000), la dignidad del encargo cultivada activamente por la judicatura, tiende
a producir una imagen de un juez carente de intereses personales, pero lo cierto es que la conducta
judicial puede explicarse desde el punto de vista estratégico y está condicionada, en cierto grado, por
estímulos externos e incentivos.
94
Sobre este punto véase BELLAMY (2006).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 299

cia a una decisión incorrecta cuando no se han considerado los puntos de vista
de aquellos que se verán afectados por ella.
Recapitulando, para el constitucionalismo sustantivista el criterio de valora-
ción de un sistema político depende únicamente de su capacidad para producir
resultados correctos. En esa línea, sostiene que un sistema jurídico que cuente
con tribunales constitucionales posee mayor valor instrumental para la toma de
decisiones sustantivas y que un sistema que carezca de ella es inferior (instru-
mentalmente) para esa tarea. No obstante, como se acaba de mostrar, lo cierto
es que la posibilidad de error y/o éxito en la toma de decisiones sustantivas es
simétrica para ambos sistemas y, por tanto, su capacidad instrumental depende
meramente de factores contextuales. De ahí que no resulte tan claro para la
toma de decisiones sustantivas preferir a la instancia judicial con carácter últi-
mo, exclusivo y excluyente para la definición de los alcances de los derechos en
una comunidad democrática. Al respecto MICHELMAN (1999: 58) señala:
¿Qué probabilidad existe para que incluso el juez más capaz y mejor si-
tuado corneta serios errores sobre lo que la democracia requiere a partir de un
conjunto de leyes básicas y sus interpretaciones? Cuando nuestra estimación
acerca de esa probabilidad pase más allá de un cierto umbral, las ventajas ins-
titucionales de la judicatura empezarán a parecer una excusa exigua para no
permitir a los individuos que decidan por ellos mismos.
¿Quiere decir todo esto que debemos abandonar el acercamiento sustanti-
vista al problema del diseño institucional? No me parece así. Implicaría úni-
camente admitir que: 1) desde una perspectiva basada exclusivamente en los
resultados, no podrían ofrecerse argumentos normativos concluyentes a favor
de un modelo de constitucionalismo fuerte, así como también, 2) que en algu-
nas circunstancias estará justificado adoptar un esquema que deposite la toma
de ciertas decisiones sustantivas en la judicatura, mientras que en otras no.
Adicionalmente, resta decir que el planteamiento dworkiniano se topa
con dos problemas graves: a) por un lado, ante un escenario de desacuerdos
sobre cuál es la decisión correcta, realmente se torna estéril buscar la supe-
rioridad de un modelo de decisión apelando meramente a la perspectiva «ba-
sada en los resultados» 94, y b) por otro, la perspectiva sustantivista de la que
parte cae en la paradoja de la irrelevancia moral del gobierno y de sus leyes,
pues si lo determinante para la legitimidad es la calidad de los resultados que
produzca un procedimiento, entonces la forma democrática en la que son
adoptadas las decisiones no añade valor alguno y cualquier variación a la
igualdad de poder político en la que está basada el gobierno democrático (o
incluso su supresión) sería tolerable en pro de asegurar mejores resultados 95.
Este último planteamiento evidencia, a fin de cuentas, la negación del valor

94 Sigo en este punto a BAYÓN (2004: 94) y a BELLAMY (2006:


95 Por ejemplo, recuérdese el guiño del sustantivismo hacia un esquema de voto plural como
el que propugnaba J. S. MILL, véase nota 73 del capítulo I y texto que el acompaña. Por otro lado,
300 LEOPOLDO GAMA

intrínseco del procedimiento democrático. Así pues, los dilemas a los que con-
duce el constitucionalismo dworkiniano (y waldroni ano) exigen adoptar un
esquema de evaluación más completo, que incorpore tanto el valor intrínseco
como instrumental de los procedimientos jurídico-políticos.
El deliberativismo reconoce que el procedimiento popular puede generar
resultados incorrectos desde el punto de vista sustantivo, por lo que es compa-
tible con el establecimiento de procedimientos no populares —aunque sí de-
liberativos— para corregir esos desvíos. Es compatible, con un esquema de
revisión judicial de las leyes a cargo de tribunales colegiados, siempre y cuando
no tengan siempre la última palabra en la determinación del sentido y alcances
de los derechos 96. Esto es así, pues se estima que es deficiente, desde el punto de
vista democrático, una Constitución que atribuya la decisión última sobre todo
tipo de desacuerdos sustantivos a una institución no popular. Entonces, para este
modelo, el ideal de los derechos requiere una forma débil de control judicial.
Además, se aparta del constitucionalismo sustantivista por enfocarse en la judi-
catura como única instancia para la deliberación sustantiva. La propuesta pone
el énfasis en que una democracia constitucional «funciona mejor cuando los tri-
bunales no son los foros primarios de los principios» (GUTMANN y THOMPSON,
1996: 372), de ahí que requiera organizar la estructura institucional de modo tal
que el ingrediente dialógico sea transversal a toda la estructura institucional97.
Al discutir los límites sustantivos que deben imponerse al procedimiento
democrático R. DAHL distingue tres tipos de derechos: i) Los que llama «de-
rechos A», que son constitutivos de los procedimientos democráticos, como
el derecho a votar y ser votado, a la libertad de expresión, derecho de asocia-
ción, etc., es decir, los que suelen identificarse bajo la etiqueta de «derechos
políticos»; ii) los «derechos B», que son externos al procedimiento democrá-
tico pero necesarios para su adecuado funcionamiento, entre los cuales DAHL
parece incorporar los derechos sociales 98, y iii) «derechos C» que son externos

no deja de llamar la atención que un defensor del constitucionalismo sustantivista como R. ARNESON
(1995: 145) estime que el voto plural y la judicial review comparten la misma fundamentación.
9< En principio, el deliberativismo encuentra problemas para justificar el ejercicio de la justicia
constitucional por órganos no colegiados, integrados por una sola persona. En algunos países, los sis-
temas de control difuso a cargo de tribunales conformados por un solo integrante presentan un déficit
deliberativo en su diseño, por ejemplo, por la ausencia de mecanismos procesales que permitan interna-
lizar en el juicio argumentos en descargo de la inconstitucionalidad de la ley. A este modo de configurar
la justicia constitucional, a mi modo de ver, le es exigible una aplicación estricta de la presunción de
constitucionalidad de la ley.
97 De ningún modo debe entenderse esta propuesta en el sentido de que, en las decisiones funda-
mentales, sea el «pueblo» quien decida, ni mucho menos a través de consultas populares que registran
meramente un «sí» o un «no», sino en establecer una combinación de mecanismos discursivos que for-
talezcan epistémicamente las decisiones ya sea, mecanismos participativos como una consulta popular,
ratificación parlamentaria de dos tercios, cláusulas de enfriamiento, revisión judicial desprovista en
ciertos casos de la última palabra, etcétera.
98 Para una reflexión sobre la protección constitucional de los derechos sociales véase MORALES
(2015), en donde se desarrolla una «concepción de protección multinivel» hacia los derechos sociales
que exigiría, para un primer nivel de derechos sociales que constituyen las precondiciones de la demo-
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 301

a la democracia y que no son necesarios para su adecuado funcionamiento,


como el derecho a no ser privado de bienes o de la libertad sin un juicio pre-
vio. La diferencia crucial entre procedimentalismo y sustantivismo radica en
querer limitar el procedimiento democrático únicamente por los derechos del
primer tipo o por los derechos del segundo y tercer tipo. Un procedimentalista
radical como WALDRON rechaza todo tipo de límites al procedimiento demo-
crático, en cambio un procedimentalista moderado como ELY admitirá limitar
la democracia por los derechos del primer tipo. Para el constitucionalismo sus-
tantivista, proteger los intereses vitales del individuo compromete en cambio a
dar prioridad, por encima del procedimiento democrático, a las tres clases de
derechos mencionados: atrincherar derechos en cartas rígidas es el mecanismo
para asegurar la producción de decisiones correctas. El constitucionalista sus-
tantivista querrá, pues, dejar en manos de la justicia constitucional la definición
de todos los derechos sustantivos, excluyendo a las mayorías deliberativas. Sin
embargo, para el constitucionalismo deliberativo ningún derecho debe poseer
primacía sobre el otro, de tal suerte que, en principio, todo enunciado abstracto
que requiera deliberación a efecto de ser concretado puede quedar en manos de
la justicia constitucional, pero sin excluir al órgano legislativo.
Empleando la clasificación elaborada por DAHL, la postura sustantivista,
las versiones procedimentalistas de WALDRON y ELY y la deliberativista, tanto
en la versión de NINO como la equilibrada que aquí se desarrolla, se represen-
tarían del siguiente modo:

Control Control Control Última


judicial judicial judicial palabra
«derechos A» «derechos B» «derechos C» judicial

Waldron No No No No
Ely Sí No No Sí
Dworkin Sí Sí Sí Sí
Nino Sí Depende* No Sí
Modelo equilibrado Sí Sí Sí Ocasionalmente
* Depende de su configuración corno derechos a priori.

DWORKIN rechaza dejar en manos del procedimiento democrático mismo la


definición del sentido y alcances de los «derechos A». Su argumento consistiría

cracia, un modelo robusto de jurisdicción constitucional, y para el segundo nivel de derechos sociales,
un modelo débil de justicia constitucional. Autoras como DIXON (2014) consideran que una concepción
dialógica exige una intervención judicial más débil para este tipo de derechos, de lo contrario, se corre
el riesgo de socavar (en lugar de promover) la capacidad de respuesta del sistema democrático, posi-
ción que me parece más cercana a los presupuestos del modelo deliberativo como un caso de justicia
procesal cuasi pura.
302 LEOPOLDO GAMA

en afirmar que las decisiones de ese tipo no pueden encargarse al procedimien-


to mayoritario porque esto implicaría convertir a la mayoría en jueces de su
propia causa; por ello, parece necesario encomendar únicamente la toma de
esas decisiones a un tercero imparcial, como un tribunal constitucional: no se
puede encargar al procedimiento democrático mismo la determinación acerca
de si una decisión tomada democráticamente puede ser calificada como «de-
mocrática». NrNo se sumaría para fortalecer este argumento afirmando que el
procedimiento democrático no puede hacerse cargo de examinar la satisfacción
de las reglas procedimentales ya que, suponiendo que así fuera, la conclusión
respecto a la suficiencia democrática de una ley en cuestión carecería de va-
lor epistémico. En definitiva, no podríamos usar el procedimiento democrático
para determinar qué es lo que requiere el ideal democrático".
Sin embargo, tiene razón WALDRON cuando afirma que este argumento falla
para justificar la exclusión de las mayorías en la toma de decisiones relaciona-
das con los «derechos A» ya que, a su juicio, los jueces estarían decidiendo una
cuestión que también afecta a sus propios derechos e intereses, no solo a los
de la mayoría y, por tanto, nada evitaría que se convirtiesen en jueces y parte.
Según R. BELLAMY (2006: xxix), el caso Bush v. Gore pone en evidencia la fu-
tilidad de apelar al argumento nemo iudex ya que no hay duda de que los jueces
también se verán afectados en sus derechos e intereses en virtud de la decisión
que efectúen acerca de las precondiciones de la democracia. En este sentido,
señala este autor que «tratándose de las reglas del juego democrático, no puede
haber otro grupo que esté sujeto a ellas y que no sea juez en su propia causa».
Entonces, el modelo deliberativo equilibrado propone que, en principio, todas
las decisiones acerca del contenido y alcance de los derechos pueda sujetarse
a deliberación y decisión mayoritaria. Abre la puerta igualmente para que esas
decisiones sean discutidas a través de un mecanismo judicial de control cons-
titucional siempre y cuando no posea siempre la última palabra. Sin embargo,
el modelo posee un limite pues no ofrece respuesta acerca de qué contenidos
constitucionales específicos atrincherar, lo cual debería ser, de acuerdo con las
premisas del modelo, fruto de una deliberación democrática.

3.4.3. Diálogo institucional y constitucionalismo débil

Los modelos de supremacía parlamentaria y supremacía judicial repre-


sentaron dos maneras tradicionales para estructurar el sistema constitucional

»< Por eso es que DWORKIN (1996: 33) afirma que la democracia «es un esquema procedimental-
mente incompleto de gobierno. No puede prescribir aquellos procedimientos idóneos para probar si las
condiciones previstas para la validez del procedimiento mismo han sido satisfechas». En el mismo sen-
tido MICHELMAN (1999: 34) apunta: «Para juzgar que el procedimiento al que usted somete la cuestión
acerca de los requisitos de la democracia se trataba efectivamente de un procedimiento democrático,
tendría que saberse con antelación la respuesta a la pregunta que estaba planteando. Es absolutamente
imposible designar a la democracia para decidir lo que la democracia es».
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 303

en los países del common law. El primero de ellos confía en el parlamento la


«última palabra» en la toma de decisiones fundamentales, excluyendo la posi-
bilidad de que sean revisables a través de un sistema de justicia constitucional.
El segundo, impone un sistema de restricción del cuerpo legislativo en donde
el poder judicial se configura como un órgano que garantiza lo dispuesto por
las normas fundamentales. Sin embargo, parece que el universo constitucional
ha dejado de definirse a partir de esos dos ejes. Se ha llamado la atención sobre
la entrada en vigor en países como el Reino Unido, Canadá y Nueva Zelan-
da 1°°, de un nuevo esquema para la organización de las piezas que integran un
modelo constitucional, el cual representaría una especie de tercera vía entre la
supremacía legislativa y la judicial, un constitucionalismo débil mi, compatible
con la propuesta institucional del constitucionalismo deliberativo como un
caso de justicia procesal cuasi pura.
De acuerdo con TUSHNET (2008), en esos sistemas los tribunales no ejer-
cen la última palabra sobre las disputas constitucionales: están obligados a
interpretar cierta disposición legal de conformidad con la Constitución, sal-
vando la inconstitucionalidad; o bien están facultados para controlar la cons-
titucionalidad de las leyes, pero la declaratoria judicial puede sujetarse a una
anulación legislativa. A diferencia de los esquemas fuertes —no solamente
propio del norteamericano sino también del modelo europeo de control con-
centrado—, las formas débiles de constitucionalismo se han presentado como
una opción atractiva para reconciliar las exigencias del autogobierno con el
ideal de los límites al poder político.
En la última década han cobrado fuerza propuestas teóricas destinadas
a justificar formas débiles de justicia constitucional con las que se acopla el
constitucionalismo deliberativo y que representan una oportunidad fructífera
para repensar la dinámica entre los tribunales y los órganos legislativos. Es
el caso de las concepciones dialógicas, compatibles con las premisas libera-
les de la ética discursiva propias de HABERMAS o NINO o de la razón públi-
ca rawlsiana 102. «El fin del constitucionalismo dialógico» —apunta TUSHNET

1" BAYóN (1998) identificó al modelo canadiense como de «constitucionalismo débil». Véanse
asimismo GARDBAUM (2001); GOLDSWORTHY (2003), y TUSHNET (1995), quien identificaba el modelo
canadiense delineado a partir de la sección 33.' como un sistema de «control judicial mínimo». Poste-
riormente empleó la etiqueta «weak judicial review» en TUSHNET (2003).
01 Al que también se ha denominado «nuevo modelo del Commonwealth» (GARDBAUM, 2013),
«híbrido» (GOLDSWORTHY, 2003), o modelo de la «penúltima palabra» (PERRY, 2003). La discusión
sobre los esquemas débiles ha despertado gran interés académico entre los estudiosos del derecho cons-
titucional comparado e incluso se habla de «nuevos» modelos adicionales, véase, por ejemplo, COLÓN-
Ríos (2014).
102 De acuerdo con DIXON (2014), las concepciones dialógicas se insertan en una red de teorías
de «constitucionalismo cooperativo», las cuales, con sus diferencias, pretenden involucrar activamente
tanto al legislativo como a los tribunales en la definición del contenido y alcances de los derechos
fundamentales. Entre ellas, DIXON incluye al «minimalismo judicial» de SUNSTEIN (2009), de acuerdo
con el cual un tribunal debe pronunciarse solo lo necesario y nada más que lo necesario para decidir.
Debe dejar aspectos o espacios decisorios abiertos, lo cual implica no emitir una decisión ahí donde no
304 LEOPOLDO GAMA

(2014: 109)— «es alentar interacciones dialógicas entre las distintas ramas
acerca de cuál de las interpretaciones rivales razonables sobre las provisiones
constitucionales es la correcta». La concepción dialógica ofrece una respuesta
novedosa y plausible a dos problemáticas fundamentales, puestas también de
relieve por el constitucionalismo deliberativo: 1) a quién o a quiénes corres-
ponde participar en la definición de las disputas sustantivas que dividen a una
sociedad democrática, y 2) cuál es el carácter de los pronunciamientos de la
jurisdicción constitucional, es decir, final o provisional 103 A grandes rasgos,
la idea del diálogo institucional es que el cuerpo legislativo y los tribunales
colaboren en la definición del sentido y alcances de los derechos. Pretende
situarse así como una doctrina constitucional intermedia, capaz de aliviar las
tensiones que aquejan a la democracia constitucional".
La concepción dialógica surge con un texto de P. HOGG (1997), a partir
de la experiencia canadiense en torno a la Carta de Derechos y Libertades,
promulgada en 1982. De acuerdo con la propuesta, algunas disposiciones de la
Carta canadiense facilitan un «diálogo institucional» entre el poder legislativo
y la judicatura. Se señala por ejemplo que la sección 1.a de ese documento per-
mite a un órgano legislativo imponer válidamente limitaciones a los derechos
y libertades. Ese ejercicio estaría sujeto a escrutinio judicial para determinar
si las restricciones fijadas por el legislador soportan un test de racionalidad.
Sobre esta línea, se ha llegado a afirmar que ahí donde los tribunales se acogen
a criterios como el principio de proporcionalidad para evaluar la constitucio-
nalidad de una medida legislativa, se abre la posibilidad para el diálogo sobre
la elección de los medios idóneos para alcanzar un fin constitucionalmente
legítimo". En tal escenario, se esperaría que el tribunal indicase qué alterna-
tiva legislativa es la menos restrictiva para el derecho analizado. La decisión
judicial, bajo ese esquema, daría pie para una reacción legislativa.
Asimismo, HOGG destacó la llamada «cláusula del no obstante» (not-
withstanding clause), prevista en la sección 33.' de la Charter, como otro
rasgo para facilitar el diálogo institucional. De hecho, los defensores del
constitucionalismo dialógico observan esa disposición como una oportuni-
dad para compartir, entre el legislativo y los tribunales, la tarea de definir los
contornos de los derechos. La sección 33.' puede usarse antes o con posterio-
ridad a la expedición de una ley, tras una declaratoria judicial de inconstitu-

hay acuerdo. Esta posición, según su autor, favorece la democracia deliberativa pues permite llevar los
desacuerdos a otros espacios, quizá más apropiados.
103 Véase GARGARELLA (2014).
104 Ofrece «lo mejor de dos mundos» (GOLDSWORTHY, 2003): permite a los tribunales garantizar
los derechos, pero preserva, al mismo tiempo, el carácter autoritativo de la legislación democrática. El
constitucionalismo dialógico promete poner en práctica la idea de que una Corte y el parlamento se con-
viertan en intérpretes coordinados de la Constitución y en actores comprometidos con un razonamiento
público acerca de las exigencias de los principios liberales, MACEDO (1991: 144-145).
i" Véase TREMBLAY (2005: 619). Para un análisis de la relación entre la proporcionalidad en el
marco de la sección 1 ay la deferencia judicial véase CHOUDHRY (2007).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 305

cionalidad 106. Ex ante, se faculta al legislador para invocarla al promulgar una


ley con el fin de otorgarle una especie de inmunidad frente al ejercicio de la
jurisdicción constitucional. Ex post, otorgaría al cuerpo legislativo una facul-
tad para poner nuevamente en vigor (por mayoría simple) una disposición que
haya sido declarada inconstitucional hasta por un periodo (renovable) de cinco
años 107. La cláusula 33 constituiría (en su aplicación ex post) un rasgo definito-
rio del sistema canadiense como un esquema de justicia débil, pues su objetivo
es que prevalezca, al menos por un tiempo, la palabra final del Congreso tras
imponérsele la carga de justificar por qué debería ser así, contribuyendo, ade-
más, al fortalecimiento de la calidad deliberativa del sistema.1°8. Igualmente,
otra ventaja de la sección 33.' es otorgar legitimidad a las discrepancias legis-
lativas, pero lo más importante es que pone énfasis en el carácter interpretativo
de los desacuerdos constitucionales entre el Congreso y los tribunales 1°9.

En resumen, el sistema débil canadiense se caracteriza por prever dos ti-


pos de interacciones institucionales: i) en el marco de la sección La, permite,
tras el estudio judicial de constitucionalidad, la emisión de una nueva disposi-
ción legislativa siempre y cuando incorpore los criterios de constitucionalidad
pronunciados por el tribunal, y ii) la sección 33.' permite la emisión de una
nueva disposición legislativa que no requiere ser compatible con el criterio del
tribunal constitucional 11°.

106 Se ha señalado que esta disposición ha caído en desuso. En realidad, se ha utilizado en diecisie-
te ocasiones por cuerpos legislativos provinciales más que por el parlamento federal, la última en el año
2000 (YOUNG, 2017: 44). Por otro lado, un desincentivo en su aplicación podría deberse a la redacción
de la sección 33.a que parece dar a entender que se refiere más a una oposición del legislador ordinario
con los derechos de la Carta, más que a desacuerdos entre este y la judicatura sobre sus alcances, véanse
GARDBAUM, 2013: 110 y ALLAN, 2008: 170. Precisamente WALDRON (2006: 1357, nota 34) considera
que la sección 33.a da a entender que la legislatura no se toma en serio los derechos. No obstante, su
crítica no escoge la interpretación más feliz de la Charter, véase sobre este punto DYZENHAUS (2008).
107 El plazo es lo suficientemente breve como para que la promulgación de la ley, aplicando la cláu-
sula, no obstante, sea cuestionada por una nueva integración del Congreso. Para una reconstrucción de
la doctrina y práctica del mecanismo nothwitstanding, véase al respecto KAHANA (2002). Debe aclararse
que se ha puesto en duda el uso preventivo de la «cláusula no obstante» pues, en el fondo, no daría pie
para el diálogo entre el congreso y los tribunales, sino que se trataría de un ejercicio de supremacía legis-
lativa al que solamente cabría hacerle frente desde la judicatura, solamente mediante la vía interpretativa,
aunque salvando siempre su inconstitucionalidad, véase LINARES (2008). BAYÓN (2004) ha señalado que
el uso preventivo de la notwithstanding clause no estaría justificado, precisamente por su efecto inhibidor
del diálogo institucional. Por otro lado, la aplicación ex post de la sección 33.a no implica dejar sin efec-
tos la sentencia emitida por el tribunal, afectando con ello a las partes que acudieron a juicio sino, más
bien, el criterio constitucional acerca de los derechos fundamentales que le sirvió de base.
1" Adicionalmente, HOGG señala otras disposiciones que, por su formulación, «admiten la posi-
bilidad de acción legislativa correctiva después de que una decisión judicial haya anulado una ley por
violación a uno de estos derechos» (Hopo, 1997: 29), como, por ejemplo, el derecho a no ser detenido
arbitrariamente o la prohibición de castigos crueles e inusuales. La Charter, genera entonces incen-
tivos para un «intercambio de dos vías entre el Poder Judicial y la Legislatura en materia de derechos
y libertades, pero rara vez alza una barrera absoluta para los deseos de las instituciones democráticas»
(HoGG, 1997: 22).
1" GARDBAUM, 2013: 125.
110 Debe precisarse que en el sistema canadiense no toda disposición constitucional está abierta
a la discusión colectiva. Hay derechos en la Charter que están fuera de los alcances de la sección 33.a,
306 LEOPOLDO GAMA

Contra el constitucionalismo dialógico se han dirigido algunas críticas. Se


ha cuestionado, por ejemplo, si las secuelas legislativas generadas en ejercicio
de la sección 1. a son, como afiima HOGG, evidencias del diálogo o más bien, si
son muestra de una mera adhesión al punto de vista judicial l". Se señala asi-
mismo que la propuesta dialógica realmente no representa una alternativa real
a la supremacía judicial. R. DIXON (2009) ha señalado con acierto el carácter
limitado de las concepciones dialógicas tradicionales, pues circunscriben el
diálogo a la mera emisión de secuelas legislativas sin tomar en consideración
el grado de acuerdo o desacuerdo que pueda tener el legislativo con la interpre-
tación judicial de la Charter. TUSHNE r de modo más general, considera que, en
la práctica actual, los sistemas de constitucionalismo débil, como el sistema
canadiense, pueden ser inestables en el sentido de que corren el riesgo de
«convertirse en sistemas fuertes», por lo que el constitucionalismo dialógico
no ofrecería una alternativa real a la supremacía judicial (TUSHNET, 2014) " 2.
Por lo que se refiere a la primera afirmación, me parece que los críticos
llevan razón, pues las secuelas dialógicas como las que se presentan en el
marco de la sección La son, en efecto, compatibles con sistemas fuertes 113.
No obstante, me parece que, pese a todo, un sistema como el canadiense apor-
ta mayores incentivos que uno fuerte para que el legislativo responda a las
decisiones judiciales 14. Sin embargo, la tesis según la cual en la realidad un
sistema débil puede colapsar en uno débil o viceversa, a tal punto que serían
indistinguibles uno de otro, debe tomarse con cautela. El planteamiento podría
interpretarse en el sentido (obvio) de que en un sistema fuerte pueden presen-
tarse prácticas deferentes al legislador, así como que en un sistema débil pue-
den surgir prácticas deferentes al poder judicial. Pero lo cierto es que una cosa

como los políticos, por lo que podría decirse que ahí donde la cláusula no obstante es aplicable, existiría
supremacía legislativa, y ahí donde esa disposición no aplica existiría supremacía judicial, aunque de
modo parcial. Además, autores como HOGG reconocen que hay situaciones donde el texto impone claras
barreras a la decisión mayoritaria y en las que un tribunal, necesariamente, debe tener la última palabra.
Por ejemplo, cuando se establece terminantemente la imposibilidad de fijar límites a un derecho, o bien
cuando se veda una situación considerada disvaliosa, como es el caso de la prohibición de la esclavitud.
1" Véanse MANFREDI y KELLY (1999).
112 En el mismo sentido véanse PETTER (2007) y MATHEN (2007), quienes sostienen en general
que los casos judiciales presentados por HOGG como representativos del diálogo, no son evidencia de un
control judicial débil sino que más bien podrían ser compatibles con un esquema fuerte. En esta línea
también HUSCROFT (2007), y más recientemente YOUNG (2017), señalan que, en la práctica, el contraste
entre el modelo de supremacía judicial y supremacía legislativa tiende a diluirse.
13 GARDBAUM (2013) señala con acierto que la dinámica generada por la sección 1. a no impli-
ca realmente un rasgo del constitucionalismo débil. Por eso no debe sorprender que autores como
B. FRIEDMAN consideren, por ejemplo, que el sistema constitucional de los Estados Unidos es compati-
ble, en realidad, con la institucionalización del diálogo. De acuerdo con este autor, de hecho, todos los
segmentos de la sociedad participan en un diálogo interpretativo constitucional, y así es como operan
los tribunales en el sistema norteamericano: el rol actual de la justicia constitucional, afirma, es dialógi-
co, los tribunales facilitan y moldean el diálogo constitucional ante la sociedad, véase FRIEDMAN (1993
y 2009). Desde premisas diversas a las dialógicas, KRAMER (2004) sostiene que la historia norteameri-
cana demuestra que la Suprema Corte estadounidense no ha tenido la última palabra en la determina-
ción del significado de la constitución, sino que ha sido el pueblo mismo.
"4 Es el punto que subraya ROACH (2006).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 307

es un sistema de control judicial, desde el punto de vista estructural, y otra


la práctica que este puede o no generar dependiendo de un contexto jurídico-
político determinado 115
Una salida factible para debilitar una práctica judicial fuerte es la que
propone R. DIXON (2014) para aliviar las críticas que ha recibido la concep-
ción dialógica. Los tribunales constitucionales, apunta DIXON, deben mostrar
deferencia hacia la interpretación de los derechos articulada por el legislativo,
cuando la constitucionalidad de una ley sea nuevamente sometida a discusión
(en los second look cases). Lo anterior, en el entendido de que si la judicatura
no está dispuesta a mostrar deferencia, entonces realmente no hay espacio
para un diálogo genuino, pues la deliberación entre iguales presupone que los
interlocutores pueden, en igualdad, admitir la verdad o corrección del juicio
del prójimo'''. De ese modo, la promesa equilibradora del constitucionalismo
dialógico podría cumplirse si, eventualmente, el tribunal está dispuesto a re-
nunciar a su interpretación constitucional, accediendo al enfoque alternativo
ofrecido por el parlamento ' 17.
No es necesario adoptar la concepción dialógica en su totalidad para de-
fender un modelo de justicia constitucional débil. Sin embargo, la propuesta
posee rasgos coherentes con el constitucionalismo deliberativo-equilibrado,
toda vez que: a) permite la deliberación legislativa y judicial sobre los dere-
chos; b) abre la puerta a la intervención de la justicia constitucional para la
protección de derechos, y c) protege el valor intrínseco del gobierno democrá-
tico al permitir que la legislatura tenga la última palabra sobre cierto tipo de
decisiones sustantivas, excepto las que son inmunes a la sección 33.a 118, cuya
garantía queda a resguardo de la Corte.
Vale la pena rescatar, por un lado, la intención de la concepción dialógi-
ca por fortalecer la calidad deliberativa en la toma de decisiones y generar

115 Por ejemplo, el que de hecho se practique deferencia judicial hacia el legislativo en países
como Japón o Suecia no implica que hayan adoptado un sistema débil, como señala correctamente
GARDBAUM (2013: 114). En el mismo sentido, MELERO (2017).
116 Por el contrario, autores como TREMBLAY (2005), consideran que la deferencia del tribunal al
legislativo socava la independencia judicial. Sin embargo, como apunta la misma DIXON (2014: 81),
la deferencia es perfectamente compatible con la independencia del poder judicial en el marco de una
concepción dialógica que otorga preferencia al «criterio de Legislatura en cuanto cuerpo que, en última
instancia, resulta más directamente representativo del conjunto de la cultura constitucional (y también
que debe rendir cuentas ante ella de manera más directa) en el proceso de interpretación constitucional
democrática». Lo que equivale a considerar, como haría NINo, que los resultados del proceso democrá-
tico gozan de mayor valor epistémico.
117 H000 (1997: 21) estaría de acuerdo con esta posición, pues afirma que «el diálogo que culmina
en una decisión democrática puede tener lugar solo si la decisión de anular una ley puede ser revocada,
modificada o anulada por el proceso legislativo ordinario», lo que equivale a decir que el diálogo solo se
da si la palabra que prevalece es la del cuerpo legislativo. En el mismo sentido MANFREDY y KELLY (1999).
a's La sección 33.a puede aplicarse a gran parte de los derechos y libertades consagrados en la
Charter, incluyendo la libertad religiosa, de expresión, reunión y asociación, pero no puede aplicarse
para los derechos políticos, los derechos culturales o de género, entre otros, véase KAHANA (2002).
308 LEOPOLDO GAMA

un espacio adecuado para que el legislativo reconsidere su posición a la luz


de puntos de vista razonables, pero distintos, sobre el modo de concretar las
exigencias de los derechos fundamentales, sin que eso implique imponer la
postura de la judicatura ni tampoco la renuncia de la visión legislativa sobre
cuestiones de carácter sustantivo. La institucionalización del diálogo permite
poner de relieve las diversas respuestas y grados de intervención constitucio-
nal que puede ofrecer un tribunal al momento de ejercer el control constitucio-
nal. Una cosa es que la Constitución reconozca cierta situación como valiosa
(un derecho) y otra muy distinta el peso o intensidad de la reacción judicial:
no es lo mismo que un tribunal señale al legislador algún error de apreciación
sobre los medios idóneos para alcanzar cierto fin constitucionalmente legíti-
mo, que imponerle el medio que este considera como tal'. Por otro lado, en
la propuesta del constitucionalismo canadiense, vale destacar particularmente
la pretensión de que, para ciertas cláusulas constitucionales, no vale la supre-
macía judicial: la llamada última palabra en la definición de los alcances sobre
los derechos no se deposita siempre en la judicatura, puesto que el legislador
democrático puede discrepar del criterio de inconstitucionalidad adoptado por
un tribunal. En este sentido, la labor de especificación o concreción de las exi-
gencias derivadas de los derechos es compartida tanto por la legislatura como
por los tribunales.
El sistema débil canadiense puede justificarse a la luz de un modelo de
filosofía constitucional entendido como un caso de justicia procesal cuasi
pura. Además, representa la institucionalización del desacuerdo sustantivo
en cuanto a la interpretación sobre el significado y alcance de los derechos.
Ante tal escenario, lo coherente sería ajustar las instituciones a modo de que
ninguna posea el monopolio en la definición de los valores que deben guiar a
una comunidad. Hay fuertes razones para acogerse a esta práctica de la justi-
cia constitucional, pues ofrece al poder legislativo un espacio suficientemente
amplio para perseguir sus objetivos y, al mismo tiempo, respeta las exigencias
provenientes de los derechos. Es precisamente este rasgo en el que se mani-
fiesta el potencial del modelo para el equilibrio institucional. Lo que se busca
entonces es que el proceso democrático sea influenciado mas no «atrofiado»
por la intervención de la justicia constitucional (How-, 1997: 29).
En todo caso, tener en cuenta los rasgos de un modelo débil como el cana-
diense (que institucionaliza en cierto modo los aspectos centrales del modelo
deliberativo-equilibrado), permite ampliar los horizontes sobre los diversos
mundos constitucionalmente posibles. Sobre todo, para generar una lógica co-
laborativa interinstitucional en la protección de los derechos. Abre la puerta,
además, para adoptar un enfoque singular sobre los alcances de la justicia

119 La apuesta dialógica, apunta GARGARELLA (2014), permite respuestas judiciales conversacio-
nales que difieren de las clásicas alternativas «ley válida» o «ley inválida», «ley constitucional» o «ley
inconstitucional».
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 309

constitucional en sistemas que gozan de hecho de un esquema fuerte, orien-


tando la práctica hacia visiones más deferentes al legislador.

3.4.4. Presunción de (in)constitucionalidad de la ley

La justicia constitucional desempeña un rol específico en el modelo de-


liberativo. En el capítulo III se destacó que los resultados del procedimiento
democrático gozan de una presunción de validez en tanto sean satisfechas
condiciones procedimentales mínimas. Esto se debe a que en el modelo deli-
berativo la discusión en sede popular goza de valor epistérnico 120. En el mode-
lo de N'Yo, basta con que la ley sea resultado de un procedimiento que respete
ciertos criterios (como la libertad de expresión, la participación popular, etc.),
para gozar de valor. Cuando una ley satisface estas condiciones, el juez debe
mostrar deferencia hacia el legislador democrático, debe autorrestringirse ha-
ciendo a un lado su propio juicio y preferir el criterio contenido en la ley san-
cionada democráticamente. Esa actitud favorable al legislador no implica, sin
embargo, que los tribunales constitucionales renuncien a su labor de nutrir la
deliberación pública y el diálogo interinstitucional, ampliando los canales dis-
cursivos para atender argumentos que pudieron no ser atendidos (o, incluso,
ignorados) en sede legislativa 121. En este sentido, discrepo con R. BELLAMY 1"
cuando afirma que cuando los ciudadanos plantean un reclamo en contra de
una decisión democrática, lo que hacen en el fondo es jugar sus cartas de
triunfo por segunda vez y de manera ilegítima. Este argumento es insensible a
la posibilidad de que el proceso político sea defectuoso y que, de hecho, exis-
tan ciudadanos que nunca pudieron siquiera sacar a jugar sus cartas. Gracias a
esa labor, un tribunal refuerza y eleva la calidad de la deliberación legislativa,
cumpliendo un papel, como apunta B. ACKERMAN, de «policía dialógica» del
procedimiento democrático, procurando que sirva para canalizar reclamos ge-
nuinos 123.

12° En sentido más o menos similar, R. ALEXY (2002a: 133 y 2002b: 53) señala que el legislador
posee competencia decisoria o un margen de acción en virtud del principio democrático según la cual
este debe tomar las decisiones importantes en una comunidad.
121 La deferencia tampoco supone una actitud de sumisión del tribunal constitucional hacia el
legislativo, sino otorgar cierto peso a la opinión del legislador. De ahí que la deferencia se presente,
más bien, en diversos grados. Se trata de una deferencia que ha sido trazada como «respeto» y no como
sumisión, véase DYZENHAUS (1997: 286). Coincido con A. KAVANAGH (2008: 185) en el sentido de
que la deferencia «es una cuestión de atribución de peso al juicio de otro, ya sea porque difiera de la
evaluación propia, o cuando uno carece de certeza acerca de lo que debiera ser la evaluación correcta»,
donde también se subraya el carácter gradual de la deferencia judicial, la cual depende de qué tanto peso
asigne un sujeto A al juicio de B. A favor de la deferencia y su relación con la presunción de constitu-
cionalidad en el contexto del derecho irlandés y británico, YOUNG (2010). De entre los autores (cercanos
al constitucionalismo sustantivista) que rechazan la deferencia judicial al legislativo destaca ALLAN
(2006), para quien la deferencia amenaza a la separación de poderes y pone en riesgo la protección de
derechos humanos»; en una línea muy similar, TREMBLAY (2005).
122 BELLAMY (2012: 459-460).
123 AC10ERMAN (1980: 311).
310 LEOPOLDO GAMA

La deferencia impuesta por la dimensión ideal de la democracia cobra for-


ma en el ámbito de la interpretación constitucional bajo el amparo del principio
de presunción de constitucionalidad de la ley o in dubio pro legislatore, el cual
exige que la declaración de inconstitucionalidad de la ley opere en tanto el juez
no albergue alguna duda respecto de su incongruencia con las normas funda-
mentales. No obstante, si existe incertidumbre, debe resolverse en favor de
lo establecido por el legislador. Surge como corolario de esta afirmación que,
en tanto quepa por la vía interpretativa una forma de conciliar el sentido de la
proposición legislativa con lo establecido por la Constitución, debe entonces
optarse por esa salida antes que expulsarla (mediante control constitucional
concentrado) o inaplicarla (mediante control constitucional difuso), es decir,
debe optarse por preservar el propósito de la ley siempre que sea posible.

La presunción de inconstitucionalidad, en palabras de V. FERRERES


(1997: 141), «impone, a quien sostiene que el texto de una ley es inconstitucio-
nal, la carga de argumentar convincentemente que se da una incompatibilidad
entre la norma que ese texto expresa y el sistema de noinlas que el texto consti-
tucional expresa». Es decir, el que afirma tiene la carga argumentativa de demos-
trar la inconstitucionalidad. Para atender su reclamo, el juez que ejerce el control
constitucional debe demostrar que no existe alguna línea interpretativa capaz
de conciliar el sentido de la ley con aquel expresado en la Constitución. Ello
implica que los tribunales procederán a la declaratoria de inconstitucionalidad
solo en caso de que se derrote la presunción de constitucionalidad a la luz del de-
recho tomado en su conjunto 124. La deferencia hacia el resultado de la decisión
legislativa no solamente encuentra justificación en virtud del valor epistémico
del procedimiento democrático y del valor de la participación política (esto es,
en los modelos deliberativo y procedimental). También, aunque de modo más
débil, encuentra fundamento en razones de carácter práctico y prudencial: la
obligación de desvirtuar la presunción de constitucionalidad pretende asimismo
respetar lo que en la doctrina se ha identificado como principio de conservación
del derecho, esto es, impide eliminar del orden jurídico una norma que, bajo otra
interpretación posible y razonable, puede ser conciliable con los principios cons-
titucionales. Es razonable procurar conservar la vigencia de una norma para evi-
tar el vacío normativo que subsistiría en el ordenamiento si fuese expulsada125.

124 De acuerdo con L. HIERRO (2016), el constitucionalismo débil asume la presunción de consti-
tucionalidad de las leyes, además de la presunción de que el legislador democrático está mejor situado
para apreciar el alcance de los principios sustantivos. Por otra parte, la presunción de constitucionalidad
invita a los jueces a adoptar una actitud favorable a la legislación democrática. Sería paradójico que un
orden jurídico los obligue a mostrar deferencia y, al mismo tiempo, a tratar la ley con sospecha, de ahí
que no parece razonable hacer recaer la carga de argumentar en contra de la constitucionalidad de la
ley al órgano judicial mismo haciendo a un lado la presunción de constitucionalidad. Adicionalmente,
debe subrayarse que la deferencia que deben los tribunales hacia el legislativo no es incompatible con
la protección hacia los derechos, en apoyo a este punto véase YOWELL (2018).
125 Para la función que cumple el principio de conservación del derecho en la interpretación cons-
titucional véase MONEADA (2000).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 311

En un ya clásico trabajo, J. B. THAYER argumentaba a favor de la máxima


in dubio pro legislatore bajo el presupuesto de que la Constitución común-
mente admite diferentes interpretaciones y deja abierto para el legislador un
abanico de opciones sin establecer un estándar específico. Ante tal escenario,
los jueces solamente pueden considerar inválida una ley, no meramente cuan-
do sea fruto de un error, sino cuando este sea «tan claro que no haya lugar a
dudas razonables» 126. Con ese fraseo, THAYER enunciaba un criterio estricto
para proceder con la declaración de inconstitucionalidad de una ley, a cargo
de la parte en el proceso judicial que la cuestiona (demandante, demandado,
ministerio público, imputado), esto es: la inconstitucionalidad debe ser «pa-
tente y clara». Se trata de una postura que combina, al menos, tres elemen-
tos fundamentales: a) regla del error claro y manifiesto como condición para
derrotar la presunción; b) carga de la argumentación a cargo de quien cues-
tiona la constitucionalidad, y c) la posibilidad de interpretaciones de la ley
constitucionalmente razonables. De estos elementos resulta que el legislador
democrático estaría sujeto a un escrutinio mínimo o limitado 127 y que el tribu-
nal debe practicar una actitud de autorrestricción a menos que la discrepancia
entre la ley y la Constitución sea manifiesta.
Lo cierto es que la fuerza de la presunción depende de varios factores. Por
ejemplo, puede tomarse como un dato relevante para calibrarla el número de
votos que se exigen en un sistema jurídico para la declaratoria de inconstitu-
cionalidad: en aquellos que exigen una mayoría cualificada de integrantes de
la Corte para proceder con la declaración de inconstitucionalidad, la presun-
ción será más fuerte que en los de mayoría simple. En la lógica de graduar
la fuerza de la presunción, la famosa nota al pie núm. 4 de la sentencia de
la Suprema Corte de Estados Unidos que resolvió el caso United States v.
Carolene Products Co. (1938), se apartó del criterio thayeriano, matizando
la fuerza del in dubio pro legislatore. La Suprema Corte incorporó la idea de
que, en ciertas ocasiones, la legislación democrática puede estar sujeta a un
escrutinio judicial estricto (strict scrutiny). El texto de la nota al pie núm. 4 de
la sentencia desarrolla tres escenarios bajo los cuales el escrutinio judicial se
vería reforzado, en los siguientes términos:
Puede existir menos margen para la aplicación de esta presunción de cons-
titucionalidad cuando la Ley de que se trate parezca a simple vista referirse

126 THAYER (1893). En la misma línea, DE LORA (2000) defiende una versión fuerte de la presun-
ción de constitucionalidad. THAYER cita un precedente de la Suprema Corte de Massachusetts que data
del año 1862 en el que se enuncia que los tribunales deben presumir la validez de las leyes a menos que
su invalidez pueda establecerse más allá de toda duda razonable. Se trata del caso Commonwealth v.
People 's Five Cents Savings Bank. Aunque suelen indicarse como precedentes aún más antiguos de la
presunción de constitucionalidad los casos Brown v. Maryland de 1803 y Fletcher v. Peck de 1810. Es-
tos criterios se le atribuyen nada más y nada menos que al juez John Marshall, los cuales se contraponen
con la doctrina de la judicial review que él mismo instauró en Marbury v. Madison, véase al respecto
GARCÍA-MANSILLA (2014: 16).
127 Véase al respecto KOKKOT (1998: 40 y ss.).
312 LEOPOLDO GAMA

a alguna de las prohibiciones expresamente contenidas en la Constitución,


como, por ejemplo, las establecidas en las diez primeras enmiendas, regla que
puede también extenderse a la enmienda 14. a
No es necesario examinar ahora si las leyes que limitan los procesos polí-
ticos de los que, por lo general, se espera que provoquen la derogación de las
normas indeseables, deben ser sometidas, conforme a las prohibiciones gene-
rales de la enmienda l4.a, a un control de constitucionalidad más estricto que
el de otras leyes.
Por lo mismo tampoco nos plantearemos ahora si el prejuicio hacia mi-
norias diferenciadas y aisladas [discrete and insular minorities] puede ser una
circunstancia especial que tiende a restringir aquellos procesos políticos que
por lo común deben proteger a las minorías, y por consiguiente requerir una
fiscalización judicial más intensa 1".
Se ha interpretado que en los párrafos precedentes la Corte reconoció que,
si bien es cierto que cabe prestar deferencia hacia el legislador democrático,
hay situaciones que debilitan la presunción de constitucionalidad de la ley
y, proporcionalmente, refuerzan un escrutinio judicial más estricto. En otras
palabras, hay excepciones a la presunción de inconstitucionalidad, a saber:
a) cuando la ley cuestionada transgreda una violación constitucional expresa;
b) cuando la ley sea producto de un proceso viciado por restringir la partici-
pación política, la libertad de expresión, etc., y c) cuando la ley restrinja la
participación en la conformación de la voluntad política de minorías «dife-
renciadas e insulares», es decir, grupos que poseen ciertas características que
los han llevado al desempoderamiento al verse impedidas a usar los canales
políticos tradicionales para protegerse o para influir en la toma de decisiones
o por haber sido marginadas al amparo de los prejuicios de las mayorías do-
minantes 129.
La lección que dejó el caso Carolene Products para la historia constitu-
cional es que hay situaciones que requieren, con independencia de los méritos
sustantivos de la ley, apartarse de la presunción de constitucionalidad cuando
es producto de distorsiones procedimentales que generan desprotección hacia
ciertos grupos. De esa fauna, al fijar el centro de atención en el proceso demo-
crático mismo, se evitaría la dificultad contramayoritaria al control judicial,
pues lo que se vigila es el procedimiento y no sus resultados. De hecho, la nota
al pie núm. 4 inspiró fundamentalmente a J. H. ELY para desarrollar, como se
analizó anteriormente, su teoría del papel de la justicia constitucional como
un arbitraje del proceso democrático, la única vía según él para conciliar la
justicia constitucional con el ingrediente democrático.
Algunos autores como B. ACKERMAN 13° han señalado que la premisa de la
que parte esta sentencia es que un procedimiento democrático pulcro y equi-

128 Tomo la traducción de BELTRÁN y GONZÁLEZ (2006).


129 Sigo aquí a HALL et al. (2005); véase asimismo COVER (1982: 1289).
'" ACKERMAN (1985).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 313

tativo tendría como resultado un tratamiento más favorable a los intereses de


la minoría. Pero no solo eso sino, además, que ciertas minorías poseerían un
derecho a que sus reclamos sustantivos sean exitosos cuando no han podido
canalizar sus intereses a través del proceso político. La sentencia propone a su
juicio un criterio para diferenciar qué grupos desaventajados merecen la aten-
ción y protección de la judicatura para hacer valer sus intereses: las minorías
discretas e insulares atacadas por los prejuicios de las mayorías. No obstante,
ACKERMAN señala los dilemas de la doctrina Carolene cuando se analizan en
profundidad los conceptos de «prejuicio», «minoría», «diferenciada» e «in-
sular», pues no es lo suficientemente claro que los grupos que poseen tales
características estén en realidad impedidas para ejercer influencia política.

De hecho, pueden darse situaciones en donde un grupo «diferenciado e


insular» podría tener ventajas en la canalización de sus intereses utilizando
la política. Más bien, afirma este autor, los derechos e intereses que deberían
protegerse son los de las minorías opuestas, las «anónimas y difusas» (como
los homosexuales o los pobres), es decir, aquellas que no poseen un rasgo
diferenciado (como lo es el color de piel o el género) y que se encuentran
diseminadas en lugar de estar concentradas (la insularidad presenta ciertas
ventajas, por ejemplo, genera menores costos organizacionales, maximiza la
solidaridad entre los integrantes del grupo, etc.). De tal suerte, el problema
con Carolene es que parte de un supuesto discutible: que el rasgo de visibili-
dad de un grupo constituye, en sí mismo, un factor de debilidad politica. Ade-
más, por lo que respecta al prejuicio, no todas las minorías entendidas al modo
de la sentencia son estigmatizadas. No obstante, el mérito de la sentencia, en
opinión de ACKERMAN, fue poner sobre la mesa que hay grupos en situaciones
desventajosas para ver materializados sus intereses a través del procedimiento
politico y que requieren de la intervención judicial, no para determinar si sus
reclamos son sustantivamente correctos, sino para corregir desviaciones pro-
cedimentales o para procurar que su participación se vea reforzada. Recaerá
entonces en el tribunal de control constitucional la fina labor de evaluar si un
eventual reclamo minoritario en contra de una ley sancionada por la mayoría
es, en efecto, legítimo.

En todo caso, debe observarse que la presunción no es invencible. Hay cir-


cunstancias en las que ni siquiera la decisión democrática cobraría valor alguno.
Precisamente, el modelo deliberativo desarrollado por NINO aporta argumentos
en este sentido: la democracia posee un valor epistémico fundado en su mayor
confiabilidad para la toma de decisiones moralmente correctas. Ese valor ofre-
ce razones para acatar los resultados de la deliberación popular. No obstante, el
procedimiento no es confiable epistémicamente para la toma de ciertas decisio-
nes como, por ejemplo, la discusión sobre principios de moral privada, es decir,
sobre los ideales de virtud personal: si el legislador emitiese una disposición de
carácter perfeccionista, esto es, una decisión que pretendiera imponer ideales
314 LEOPOLDO GAMA

de virtud personal, dicha disposición no gozaría de valor epistémico alguno y,


por tanto, los jueces no deberán prestarle deferencia alguna.
Coincide con el carácter derrotable de la presunción de constitucionalidad de
la ley V. FERRERES. A su juicio, la presunción es graduable: hay circunstancias
que la robustecen intensamente mientras que otras debilitarían su fuerza. Entre
los escenarios que la fortalecen hasta el punto de la inmunidad, se encontraría el
caso de una ley que ha recibido un apoyo amplio del electorado mediante su re-
frendo popular 131. Incluso, siguiendo esa lógica, podría añadirse que cobraría una
fuerza presuncional de grado máximo una disposición emitida por el legislador
que se haya originado a partir de una iniciativa popular. Las altas credenciales
democráticas de una ley imponen pues, a quien cuestiona su constitucionalidad
material, una carga argumentativa muy fuerte para desvirtuar la presunción. De
tal suerte, puede afirmarse que, en tanto mayor sea el grado de consenso par-
lamentario y/o de participación popular en torno a una decisión, mayor será la
fuerza de la presunción de constitucionalidad y su inmunidad a la judicial review.
Las leyes que merecen el juicio de la sospecha son las que presentan cier-
tos déficits. Siguiendo a FERRERES, debe prestarse menor deferencia a leyes
antiguas y a leyes dictadas en periodos autoritarios. Del mismo modo, la pre-
sunción de constitucionalidad se debilita para aquellas leyes que afecten a gru-
pos vulnerables: no se trata meramente de grupos numéricamente reducidos
sino de aquellos que han sido discriminados estructuralmente, es la enseñanza
del caso Carolene Products. Las leyes que no tratan con igual consideración
y respeto los intereses de esta clase de personas invierten la carga de la argu-
mentación a quien intenta defender su constitucionalidad. Es suficiente mos-
trar que la ley tiene por objeto establecer cargas a un grupo desaventajado
—por ejemplo, cuando las disposiciones hacen uso de las llamadas catego-
rías sospechosas— para que la presunción se debilite al grado tal que el juez
debe mostrar una actitud de desconfianza hacia el producto legislativo. En este
sentido, cabe entender aquí como grupo vulnerable aquel que ha sufrido una
situación de exclusión y subordinación o sojuzgamiento 132. Además, gozan de
una presunción débil de constitucionalidad las leyes que restringen derechos
políticos debido a que constituyen las reglas constitutivas o definitorias del
procedimiento democrático y, como apunta FERRERES, cuando hay sospecha
de que las mayorías actuaron bajo un interés personal o para impedir el cam-
bio político 133.

131 Véase FERRERES (1997: 241). Es muestra de un leve aprecio por las credenciales democráticas
de una decisión la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Gelman v.
Uruguay, Sentencia de 24 de febrero de 2011. Suscribo al respecto la crítica que dirige a esa decisión
GARGARELLA (2015).
132 Sobre esta noción véase el libro de SABA (2016).

133 FERRERES (1997: 284). Por ejemplo, leyes electorales que establecen obstáculos a los candida-
tos independientes dificultando la competencia equitativa frente a los candidatos de partido y, por tanto,
afectan el derecho a la participación política.
HACIA UN MODELO DELIBERATTVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 315

Debe mencionarse que la ley no debe caer en el ámbito de la sospecha


meramente por incidir en un derecho constitucional, pues siempre cabe la po-
sibilidad de realizar intervenciones legítimas a los alcances de los derechos, lo
que significa que no toda restricción legislativa será irrazonable en sí misma.
En tales escenarios, el tribunal constitucional estaría obligado a mostrar que
dicha acotación a los derechos no se justifica a la luz de los principios consti-
tucionales. Con todo, el juez está obligado a presumir que el legislador persi-
gue un fin legítimo y a evidenciar aquel o aquellos estándares que respaldan la
intervención legislativa en un derecho constitucional. Tras considerar ese fin
legítimo, el análisis de constitucionalidad debería enfrentar la ardua labor de
justificar qué principio tiene un mayor peso en el caso concreto. Así las cosas,
solo debe operar la declaración de inconstitucionalidad de una disposición
(o su inaplicación) cuando la norma sea irreconciliable con la Constitución:
cuando esté desterrada interpretación alguna que pueda hacerla compatible
con las normas fundamentales.
En ocasiones, será difícil denotar la presunción de constitucionalidad de
una norma mediante argumentos basados en una ponderación de principios.
Recordemos que los principios tienen la tendencia de colisionar unos con otros.
En toda controversia donde resulta aplicable un principio habría siempre otro
distinto igualmente aplicable e incompatible con el primero, lo que es conse-
cuencia de la pluralidad valorativa característica de las constituciones moder-
nas. De hecho, puede afirmarse, siguiendo a R. GUASTINI (2014: 214), que toda
disposición jurídica que constituya una concreción de un principio constitucio-
nal lesionará o limitará un principio diverso, y esto, por sí mismo, no genera
su inconstitucionalidad. Sin embargo, debe advertirse que algunos casos judi-
ciales no tienen por qué involucrar el choque meramente entre dos principios.
Habrá algunos que envuelvan una valoración compleja del conjunto de fines y
valores que están en juego en un caso concreto y que merecerían incorporarse
en la ponderación. A este respecto, J. C. BAYÓN advierte que «puede haber
situaciones en las que entren en colisión varios principios y no quepa hallar
metanorma de prioridad alguna. Pero en tal caso no habrá ningún fundamento
jurídico para sopesarlos y hablar de "ponderación" no pasará de ser un abuso
verbal con el que se encubre lo que no podrá ser sino decisión pura y simple
tomada en un espacio de indeterminación» (BAYÓN y RODRÍGUEZ, 2003: 303).
Así que, si en un caso concreto se logran identificar más de dos principios en
juego, un tribunal se encontrará frente a un ejercicio muy difícil de justificar
y correrá el riesgo de reemplazar al legislador democrático. Por esas razones,
ante la duda, debe decidirse a favor de la constitucionalidad de la ley 134.

134 El juez deferente, como se ha manejado aquí, no es un juez formalista que aplica mecánica-
mente reglas sin considerar sus razones subyacentes, ni tampoco un juez principialista para el cual,
como apunta BAYÓN (2017: 70), la ley no establece un parámetro para regir sus decisiones, las cuales
«han de resultar directamente de la ponderación —su ponderación— de las razones en juego, sino que
además no toma en serio que dichas razones hayan de ser las del legislador, las que este haya tenido en
316 LEOPOLDO GAMA

Llegado a este punto, cabe decir que merecerá una presunción de regulari-
dad muy fuerte una norma producto de una reforma constitucional '35. Ante la
interrogante acerca de si una Corte debería controlar, no ya el procedimiento
sino el contenido de una decisión del constituyente apelando a principios in-
tangibles (o a partir de la interpretación, por ejemplo, de principios abstractos
delineados en tratados internacionales), la respuesta que ofrece una concepción
deliberativa es negativa. Posee un valor epistémico elevado una decisión consti-
tuyente resultado de la complejidad del procedimiento de reforma constitucio-
nal, que suele ser más exigente que el ordinario en términos de su aprobación.
En algunos países se exige, por ejemplo, una mayoría de las dos terceras partes
del parlamento. En otros, la concurrencia además de diversos órganos, o la
aprobación por referéndum de la ciudadanía, etc. La combinación de todos es-
tos elementos como condición para sacar adelante una reforma constitucional
la harían inatacable judicialmente (o al menos por órganos judiciales internos).
B. ACKERMAN es uno de los autores que consideran, del mismo modo,
injustificado el control judicial de enmiendas a la Constitución: suponiendo
incluso que se reformara la Constitución norteamericana para declarar oficial
la religión católica y prohibir cultos religiosos distintos, afirma ACKERMAN, el
papel de un juez constitucional ante una demanda de revisión judicial tendría
que circunscribirse a desechar la solicitud del actor, por mucho que considera-
ra personalmente incorrecta la decisión 136. En el mismo sentido se pronuncia
L. TR1BE para el cual no deberían sujetarse a la judicial review las enmiendas
constitucionales, aun aceptando la existencia de límites materiales implícitos
al poder de reforma '".

4. CONCLUSIÓN

En este capítulo se ha desarrollado un modelo deliberativo que tiene la


pretensión de equilibrar las tensiones internas de la democracia constitucio-
nal. Se opone a versiones estrictamente procedimentales e instrumentales de
la legitimidad política y opta por un arreglo teórico que muestra un compro-

cuenta y con el peso que haya pretendido darles». El deferente (como el principialista) es consciente de
que en la resolución de casos concretos puede presentarse un desajuste entre lo prescrito por las reglas
y su justificación subyacente. Pero la diferencia entre este juez y uno principialista es que el deferente
asume seriamente «la carga de justificar que [las razones subyacentes que va a considerar] son las razo-
nes del legislador y no meramente las suyas. Y acepta también que, sin serlo, tendrá que aplicar algunas
reglas como lo haría un formalista».
1" Coincido con FERRERES (1997: 233).
Nótese que ACKERMAN (1991: 13-16), en el escenario hipotético planteado, deja abierta la
puerta para que una jueza de carácter activista renuncie a su cargo y se una a la ciudadanía en una
campaña de protesta para motivar el cambio constitucional. La propuesta es, sin duda, adecuada y reco-
mendable cuando la conciencia de los jueces (suponiendo que su actuación sea genuina y de buena fe),
pese más que su responsabilidad constitucional.
137 TiusE (1985: 25-28).
HACIA UN MODELO DELIBERATIVO EQUILIBRADO DE FILOSOFÍA... 317

miso entre ambos valores. El modelo deliberativo equilibrado, como se le ha


denominado, pretende ofrecer una combinación coherente de ambas perspec-
tivas y dar una respuesta más satisfactoria al problema de la legitimidad del
control judicial de constitucionalidad.
El deliberativismo equilibrado encaja en un caso de justicia procesal cuasi
pura, que incorpora el valor intrínseco e instrumental de un esquema para la
toma de decisiones, pero en el que no son claros o definitivos los requerimien-
tos sustantivos que se configuran como criterios externos al procedimiento.
Sobre esa base se desarrolla una concepción que reconoce el carácter intrín-
secamente valioso del procedimiento democrático y, a la vez, la importancia
de garantizar, desde el punto de vista sustantivo, la producción de resultados
correctos mediante la incorporación de ciertos esquemas decisorios no mayo-
ritarios. Ese proyecto teórico, además, es sensible al pluralismo político y a
los desacuerdos sustantivos. Se propone así un diseño institucional en el que
la decisión y deliberación en sede legislativa ocupe un lugar central en la toma
de decisiones, fundamentalmente, en la determinación del contenido y alcance
de los derechos fundamentales.
En un modelo concebido como un caso de justicia procesal cuasi pura, la
lógica de las precondiciones de la democracia posee una suerte distinta. Esto
es así, pues las precondiciones no poseen un carácter concluyente en virtud de
que no son claros o definitivos los estándares sustantivos de corrección en los
casos de justicia procesal cuasi pura. De tal suerte, el procedimiento única-
mente puede condicionarse a través de requerimientos que son, más bien, bo-
rrosos. Un entendimiento tal de las precondiciones de la democracia supone,
en principio, abrir su discusión a los órganos deliberativos. Por esas razones,
se admite que un procedimiento popular genere nuevos acuerdos constitucio-
nales que pueden variar de generación en generación. Es decir, daría cabida a
una redefinición presente y futura de las condiciones sustantivas de la demo-
cracia, al menos de algunas. Sin embargo, el modelo posee un límite pues no
ofrece respuesta acerca de qué contenidos fundamentales en particular deben
atrincherarse en una Constitución, los cuales, a fin de cuentas, deben definirse
a partir de una deliberación democrática.
Adicionalmente, el modelo no excluye la posibilidad de que el cuerpo
legislativo adopte decisiones desacertadas, por lo que es necesario prever un
remedio institucional que permita corregir el error y, además, introducir nue-
vas reflexiones sobre aquello que es conveniente para una comunidad. Por eso
surge la necesidad de plantear una combinación de mecanismos tanto mayori-
tarios como no mayoritarios para remediar desvíos en la emisión de resultados
correctos. El modelo deliberativo prevé necesariamente el atrincheramiento
constitucional de las reglas de carácter formal que hacen posible el sistema
de decisión mayoritario, por lo que existen razones para poner a resguardo las
reglas constitutivas de la democracia.
318 LEOPOLDO GAMA

Además, el modelo admite que el procedimiento mayoritario está obliga-


do a la consecución de decisiones respetuosas con los contenidos sustantivos.
Sin embargo, dado que los criterios externos al procedimiento (y que sirven
como parámetros para evaluar la calidad sustantiva de los resultados) no son
claros o definitivos, su grado de rigidez constitucional tendría que ser, más
bien, bajo y/o su garantía debería acompañarse por arreglos de justicia cons-
titucional débil, permitiéndose su deliberación por órganos representativos.
El deliberativismo equilibrado entendido como un caso de justicia procesal
cuasi pura se siente entonces cómodo con esquemas de justicia constitucional
débil pues considera que: a) el ideal moral de los derechos no exige necesaria-
mente resguardarlos bajo el manto de cartas constitucionales. Atrincherar los
derechos, en todo caso, es realmente inoperante para limitar el procedimiento
pues la normatividad de los criterios sustantivos externos al procedimiento es
indeterminada, lo que afianza su naturaleza político-deliberativa; b) la deli-
beración parlamentaria debe tener un amplio alcance decisorio, incluyendo
las que atañen a los diversos modos de concretar sus precondiciones, con ex-
cepción del suicidio democrático, y c) el control judicial es un mecanismo
apropiado para maximizar la toma de decisiones correctas y para ampliar los
canales deliberativos sobre los derechos, no obstante, es ilegítimo emplearlo
como mecanismo decisorio con carácter último, al menos, para todo tipo de
decisiones sustantivas. La intervención por parte del tribunal constitucional,
aun cuando posea menor valor epistémico, no produce una pérdida en el auto-
gobierno democrático en tanto la última palabra esté acotada para cierto tipo
de decisiones sustantivas y contribuya en todo caso a fortalecer la calidad de
la deliberación pública.
Un sistema de justicia constitucional débil, como el establecido en países
como Canadá, puede justificarse a la luz de un modelo de filosofía constitu-
cional entendido como un caso de justicia procesal cuasi pura pues: a) permite
la deliberación legislativa y judicial sobre los derechos; b) abre la puerta a la
intervención de la justicia constitucional para la protección de derechos, y
c) protege el valor intrínseco del gobierno democrático al permitir que la le-
gislatura tenga la última palabra sobre cierto tipo de decisiones sustantivas.
Además, representa la institucionalización del desacuerdo sustantivo en cuan-
to a la interpretación sobre el significado y alcance de los derechos. Ante tal
escenario, lo coherente vendría a ser ajustar las instituciones de modo tal que
ninguna posea el monopolio en la definición de los valores que deben guiar a
una comunidad.
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COLECCIÓN «FILOSOFÍA Y DERECHO»

ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS


(Véase la lista completa en www.filosollayderecho.es/titulospublicados.php)

Suerte moral, castigo y comunidad


Un análisis de la relevancia moral de la suerte en el resultado
Gustavo A. Beade

La suerte juega un papel importante en la determinación de nuestros juicios de responsabilidad


y nos obliga, a menudo, a reflexionar sobre nuestras nociones de moralidad. Por ejemplo, nos
preguntamos por qué un asesino debe ser castigado más severamente que quien solo intentó
matar a otra persona, y también por qué damos más reconocimiento a quien descubre una vacu-
na que permite curar una enfermedad que a quien solo intentó hacerlo. Si bien algunos filósofos
y teóricos del derecho admiten esta circunstancia, existen muchos otros que niegan la posibilidad
de que la responsabilidad pueda apoyarse en circunstancias que están fuera de nuestro control.
El objetivo del libro es mostrar que nuestras comunidades reconocen la existencia de la suerte y
la caracterizan como aquello que se encuentra más allá de nuestra voluntad y nuestras intrinca-
das planificaciones. Si aceptamos este punto de partida, es posible también asumir la presencia
en nuestras vidas de la suerte moral: ser reconocido o castigado en parte por circunstancias que
están fuera de nuestro control. Este trabajo pretende defender la influencia de la suerte en nues-
tros juicios de responsabilidad moral y legal y también señalar sus consecuencias en el modo en
el que fundamentamos el merecimiento, el reconocimiento, la inculpación y el castigo.

A la sombra de Hume
Un balance crítico del intento de la neuroética de fundamentar la moral
Daniel González Lagier

¿Son nuestras opiniones morales fruto de nuestros razonamientos o, por el contrario, son el
resultado de emociones y sentimientos, como pensaba Hume? Los espectaculares avances de
la neurociencia en el estudio del funcionamiento del cerebro humano han propiciado propuestas
de entender a la ética como un conjunto de intuiciones o emociones vinculadas a la evolución
humana cuya función es garantizar la supervivencia de la especie. Algunos autores no solo
tratan de explicar de esta manera la capacidad de comportarse moralmente de los seres huma-
nos, sino que defienden la existencia de una ética universal, basada en tales intuiciones y en el
funcionamiento del cerebro, que debería servir de fundamento para nuestros códigos morales.
Estas concepciones podrían verse como parte de un proceso de «naturalización» de la filosofía
práctica. En este libro se pretende someter a examen algunas de las aportaciones de la llamada
y sostiene que muchas de ellas incurren realmente en argumentaciones muy débiles, la mayoría
de las veces por falta de rigor conceptual y filosófico.

Derecho y otros enigmas


Andrej Kristan

Este libro pretende acercarnos a la comprensión del mundo de los juristas a través de un nove-
doso estudio de diez problemas (filosóficos y prácticos) relativos al derecho. Cada uno de ellos
está relacionado con alguna cuestión, o analizado con alguna herramienta, de la teoría literaria,
la lógica o la filosofía del lenguaje. Son tratados así los siguientes temas: la hipertextualidad de
las fuentes del derecho, la identidad de un orden jurídico cambiante, la presunta falibilidad de las
decisiones jurídicamente definitivas, la corrección de las afirmaciones concernientes al derecho
vigente, las discrepancias jurisprudenciales, un problema relativo al análisis de los estados de
cosas facultativos, la derogación de normas implícitas, los criterios de resolución de las antino-
mias, la reconstrucción lógica de las normas condicionales y la numerosidad constitucional.
La filosofía moral de Hans Kelsen
José Antonio Sendín Mateos
Los temas de los que se ocupó Hans Kelsen a lo largo de su dilatada trayectoria intelectual
fueron muchos y variados, abarcando desde la teoría del derecho, que fue su principal fuente de
preocupación, a la filosofía política y la filosofía moral. En este campo su posición se caracterizó
por un relativismo axiológico que es propio de una metaética escéptica ante la posibilidad de jus-
tificar racionalmente juicios de valor morales. Esto le llevó a rechazar que se pueda conocer algo
así como un «valor moral absoluto», y a enfrentarse a cualquier manifestación del objetivismo
ético y, principalmente, a la teoría del derecho natural.
Este rechazo explicaría por qué para Kelsen el problema de la validez del derecho positivo
—que, en definitiva, es el problema de su existencia— tiene que afrontarse dejando al margen
la cuestión de su aceptabilidad moral, pues el contenido del derecho justo no se puede deter-
minar, a menos que se tome la senda de la especulación metafísica, pero esto es algo que él
no puede admitir.

Hacer el derecho explícito


Normatividad semántica en la argumentación jurídica
Matthias Klatt

¿Cuánta libertad posee el juez para interpretar las reglas jurídicas? ¿Se encuentra limitada esa
libertad por el tenor literal del texto normativo? Esta cuestión es un tema central de la metodolo-
gía del derecho y, al mismo tiempo, un problema al que cada jurista debe enfrentarse en su vida
diaria. En Hacer el derecho explícito, Matthias Klatt defiende el rol de límite del tenor literal contra
la crítica deconstructivista. Basado en la obra de Robert Brandom (Making lt Explicit, 1994), este
libro desarrolla un sistema de límites semánticos que va más allá de las estructuras previamente
conocidas. Además, a la luz de este nuevo marco conceptual se analiza un amplio repertorio de
casos judiciales.
Esta obra está dirigida a aquellos interesados en la teoría del derecho y la filosofía del lenguaje,
así como a todo jurista preocupado por cuestiones prácticas, quienes se beneficiarán del elevado
número de casos analizados. En el año 2002, Hacer el derecho explícito fue galardonado con el
premio de la Academia Europea de Teoría del Derecho.

De la promesa al contrato
Hacia una teoría liberal del contrato
Dori Kimel

La teoría liberal del contrato está tradicionalmente asociada con la idea de que el derecho con-
tractual puede ser explicado simplemente como un mecanismo para exigir el cumplimiento de las
promesas. Este libro se aparta de esta tendencia ofreciendo una teoría del derecho contractual
basada en una cuidadosa indagación filosófica, no solo de las similitudes sino también de las
tantas veces obviadas diferencias existentes entre el contrato y la promesa. Sobre la base del
análisis de una serie de cuestiones relativas a los fundamentos morales de las obligaciones que
surgen de las promesas y aquellas que surgen de los contratos, de las relaciones en el contexto
de las cuales típicamente emergen, y de la naturaleza de las instituciones jurídicas y morales
que las fundamentan, este libro propone abandonar la idea hipersimplificada de que el derecho
puede replicar sistemáticamente las instituciones morales o sociales existentes, o simplemente
exigir el cumplimiento de los derechos o las obligaciones que estas instituciones generan, sin
alterar dichas instituciones en el proceso y dejando intactas sus cualidades intrínsecas. En lugar
de ello, la obra ofrece una tesis sorprendente que concierne no solo a las relaciones entre el
contrato y la promesa, sino también a las distintas funciones y valores que subyacen al derecho
contractual y que explican la obligación contractual.
Además, muestra que esta tesis tiene una repercusión importante sobre cuestiones teóricas
y prácticas tales como la elección del remedio en caso de incumplimiento del contrato, y con-
sideraciones más amplias en materia de moralidad política, tal como el alcance adecuado de
la libertad contractual y el papel que le cabe al Estado en el moldeado, y la regulación, de la
actividad contractual. Los argumentos que este libro postula con respecto a estas cuestiones,
si bien están claramente enraizados en principios liberales de moralidad política, muchas veces
llevan a conclusiones muy diferentes de aquellas tradicionalmente asociadas con la teoría liberal
del contrato, otorgándole así un nuevo impulso en miras a las críticas tanto tradicionales como
contemporáneas de que ha sido objeto.

Lógica deóntica, normas y proposiciones normativas


Eugenio Bulygin
Pablo E. Navarro, Jorge L. Rodríguez y Giovanni B. Ratti (eds.)

En los diversos artículos recopilados en este libro, Eugenio Bulygin muestra que una clara distin-
ción entre normas y proposiciones normativas es esencial no solo para comprender el discurso
normativo sino también para elaborar una justificación adecuada a uno de los desafíos centrales
de la lógica deóntico: la posibilidad de una genuina lógica de normas. Además, Bulygin ofrece su
visión del modo en que Carlos E. Alchourrón y Georg Henrik von Wright lucharon para clarificar la
naturaleza de la lógica deóntico. Este testimonio no se agota en las cuestiones conceptuales que
estructuran este libro, sino que también muestra aspectos esenciales de la personalidad de cada
uno de esos grandes filósofos. En los dos últimos ensayos de este volumen se recogen textos de
Alchourrón y von Wright en los que ellos exponen directamente su visión del tema central de este
libro: la relevancia de la distinción entre normas y proposiciones normativas.

Por qué el derecho importa


Alon Harel

La teoría política y jurídica contemporánea suele justificar el valor de las instituciones políticas
y jurídicas con el argumento de que tales instituciones generan resultados convenientes, como
justicia, seguridad y prosperidad. Sin embargo, en el imaginario popular, muchas personas pa-
recen valorar las instituciones públicas en sí mismas. La idea de que las instituciones políticas
y jurídicas puedan tener un valor intrínseco ha recibido poca atención filosófica. En Por qué el
derecho importa, se sostiene que las instituciones jurídicas y los procesos jurídicos son valiosos
e importan de por sí, con prescindencia de su valor instrumental.
Harel expone este argumento de diferentes maneras: analizando el valor de los derechos,
postulando que el valor de algunos bienes depende de su provisión pública porque son intrínse-
camente públicos y demostrando que las directivas constitucionales no son meros instrumentos
contingentes para promover la justicia. Finalmente, Harel defiende la revisión judicial o control
de constitucionalidad con el argumento de que es la materialización del derecho a ser oído.
En el libro se demuestra que los argumentos instrumentales no logran determinar qué tienen
de realmente valioso las instituciones públicas y no logran explicar su atractivo sostenido en el
tiempo. Más específicamente, los teóricos del derecho no están atentos a los sentimientos de
los políticos, los ciudadanos y los activistas, y no teorizan sobre los intereses públicos teniendo
en cuenta dichos sentimientos.

Filosofía del derecho privado


Diego M. Papayannis y Esteban Pereira Fredes (eds.)

Este libro constituye un ejercicio de filosofía del derecho privado, entendida de un modo amplio,
tanto en lo que hace a la filosofía como al derecho privado. Ello se aprecia en la diversidad
de enfoques adoptados por los distintos autores y en los temas abordados. Los argumentos
que aquí se presentan traen al discurso del derecho privado las aportaciones y progresos de
áreas tales como la filosofía política, filosofía moral, teoría analítica del derecho, epistemología
jurídica o el análisis económico del derecho. El libro aparece en un contexto en que la filosofía
del derecho privado en el mundo académico continental comienza a mostrar signos de madu-
rez. Esta obra convoca a dieciocho autores, de los cuales solo dos provienen de la tradición
anglosajona, y el resto de países europeos y latinoamericanos. A diferencia de las pocas obras
publicadas hasta el momento sobre esta temática, que se centran en un área específica del
derecho privado, este volumen abarca la filosofía del derecho de propiedad, el derecho de
contratos, el derecho del trabajo, el derecho de familia y sucesiones, el derecho de daños y
la prueba en el derecho privado. Estas contribuciones tienen la doble virtud de dar cuenta del
debate contemporáneo y defender a la vez puntos de vista originales, por lo cual resultarán
de interés tanto para los investigadores que deseen profundizar en esta temática como para
quienes pretendan familiarizarse con ella.

La filosofía del derecho de Gustav Radbruch


Y tres ensayos de posguerra de Gustav Radbruch
Stanley L. Paulson

Gustav Radbruch es, junto con Hans Kelsen, uno de los filósofos del derecho de habla alemana
más importantes del siglo xx. El tratado de Filosofía del derecho de 1932 y los ensayos de pos-
guerra de Radbruch constituyen dos puntos centrales en la reflexión filosófica-jurídica alemana
de dicho siglo. En La filosofía del derecho de Gustav Radbruch Stanley L. Paulson, destacado
conocedor de la filosofía jurídica europea y prolífico especialista de la obra de Kelsen, presenta
un conjunto de ensayos en los que expone el pensamiento filosófico-jurídico de Radbruch.
Con el rigor que lo caracteriza, Paulson resalta el no-positivismo de Radbruch, que va desde
sus lecciones de Kiel de 1919 hasta sus ensayos de posguerra, para así desmitificar la supuesta
conversión de Radbruch del positivismo jurídico al derecho natural. Mediante un profundo diá-
logo con la obra de Radbruch y sus fundamentos neokantianos, así como con los más diversos
intérpretes de Radbruch, Paulson logra dar una visión integral y coherente del pensamiento de
este filósofo del derecho, el cual goza de un notorio renacimiento en la filosofía jurídica alemana
contemporánea. Además, esta obra incluye tres ensayos de posguerra de Radbruch, a saber,
«Cinco minutos de filosofía del derecho», «Arbitrariedad legal y derecho supralegal» y «Ley y
derecho», siendo este último traducido por primera vez al español. Así, Paulson pone en las
manos del lector de habla hispana una obra fundamental que apunta a rehabilitar el pensamiento
no-positivista de Radbruch.

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