Está en la página 1de 2

La mirada paralela

por Pilar Albano

Hay casas que ocultan secretos, ya sea que seas consciente de ellos o no. Recorren en
masa las paredes, como termitas inmersas en una misión consumista. Son procesados por
las entrañas de la casa, devueltos al viento en forma de susurros. Por cada esquina, en
cada recoveco, ya sea oscuro o brillante, circulan.
Los secretos no le tienen miedo a la luz del sol. Ese temor le pertenece a otros.
Grandes. Pequeños. Sucios. Incoloros. Secretos para cada puesta de sol, y para cada
amanecer gris. Secretos que ya sirven de abono, de cemento, de enredadera y de leyenda.
Se deslizan como brea espesa sobre los diferentes planos de la casa, inundando,
asfixiando, arriba y abajo. Conquistando.
Detrás de cada cuadro, de cada retrato y fotografía, anidan secretos. Y, si prestas la
suficiente atención, quizás puedas oírlos respirar. Dormidos, hibernando, imperturbables.
Con la excepción de uno.
Uno, pequeño y particular, del que ni siquiera las paredes de la casa conocen su existencia.
Y aquel secreto observa la escena que se desenvuelve en frente suyo con la avaricia de
algo que no le corresponde querer. No es una actividad que le sea indiferente, lleva
contemplando los mismos escenarios desde que llegó a la vida, hasta que gradualmente fue
perdiendo la noción del paso del tiempo. O quizás luego dejó de importar.
Pero el secreto enfoca su mirada en una sola persona de todas las que atestan la casa. La
muchacha. No tiene una razón en particular con la que sustentar su obsesión, sólo sabe
que, de alguna manera, no puede dejar de mirar. O algo se le puede escapar.
Así que observa. Detrás de los ojos de otros ojos. Desde superficies planas y livianas. Por
el vapor que emerge de la tetera recién hecha. Sólo observa.
Gracias a ello, vislumbra rutinas estacionales y momentos peculiares. Ve pasar al padre
desde la entrada de la casa hacia la heladera en busca de una cerveza fría. Ve bajar a la
madre del cuarto principal hacia el jardín trasero con unas tijeras de podar y guantes
gruesos. Ve llegar más gente, parientes y amigos, que conversan entre ruidos y sólo se
oyen a sí mismos. Llantos, risas, peleas, ladridos, la hora de la comida, la vuelta y la ida, los
días perdidos, los cumpleaños, aniversarios y entierros, el tiempo entre medio.
Ve bailar a la muchacha por todo el salón de recreación, mientras su profesor de piano toca
melodía tras melodía, y la anima en elogios. El secreto no sabe cómo ella hace lo que hace,
cómo se mueve como se mueve, por qué va hacia donde va. Por eso observa. Y ni una sola
vez, ella lo nota.
Nadie lo hace, en realidad. Pero le…molesta, puntualmente, la ignorancia de la muchacha.
Porque, ¿no sería lo justo? Pasa sus días allí, a la espera, sin parpadear, y por lo tanto, ¿no
sería justo que la muchacha lo reconociera? Que, de alguna manera, ¿el tiempo invertido
fuera retribuido?. Aún cuando sabe, desde lo profundo, que lo equitativo no tiene lugar en el
mundo codicioso de los secretos. Únicamente existe, hasta ser expuesto y luego
transformado. La vida de un secreto puede ser eterna o efímera, pero nunca es justa.
Y entonces, un día.
El secreto lo percibe. El cambio en el aire. Los susurros histéricos. El ambiente electrizado.
La tormenta afuera. El corte de luz dentro.
La madre enciende velas con un encendedor mientras acompaña al padre que corre hacia
el sótano con una caja de herramientas.
La muchacha contempla todo, estupefacta desde su asiento en el sofá del comedor. Sola.
Sorprendida. Pero no asustada. ¿Por que tendría miedo? La muchacha tiene un fósforo. No
sabe de dónde lo sacó. Pero lo que no tiene, es una vela.
Sin embargo, el secreto sí. Está allí, frente al espejo de un tocador antiguo, en un
candelabro heredado de generación tras generación. La muchacha la capta al mismo
momento en el que el secreto toma conciencia de lo que está apunto de pasar.
Y de lo que puede ocasionar.
La muchacha se acerca a tientas, despacio pero confiada, mientras las otras velas
encendidas iluminan baches de su camino recto. Esta vez, las que bailan son las sombras.
Un poco más, sólo falta un poco más. Tan sólo acércate un poco más.
La muchacha se detiene. Pero en vez de reparar en la vela que es su objetivo, observa el
espejo. O, quizás sería más preciso decir, su reflejo.
Es la primera vez que el secreto tiene la oportunidad de contemplarla tan de cerca. Desde
esa distancia puede percibir las pecas, el sudor característico del verano húmedo, la
sombra debajo de los ojos hundidos. No siente más allá de lo que observa. Pero pronto.
De alguna forma, parecen conectados: la muchacha, el reflejo, y el secreto. Como una
triada destinada. Como una maldición autoimpuesta. Como una realidad sumergida.
Por alguna razón que solo la muchacha conoce, acerca su mano al espejo, apoyando solo
tres dedos sobre su superficie. Y el secreto la imita. Pero en su caso, se aferra. Y tira.
Tira tanto, con tantas ganas, tan rápido, que los gritos de la muchacha no alcanzan a
resonar en el exterior. Cuando puede, ya es demasiado tarde. Solo tomó un momento, un
descuido.
En el comedor vuelve la luz, la tormenta amaina hasta llegar a un lento vaivén de lluvia y
estruendo. Se pueden oír las voces del padre y la madre hablando desde el sótano,
subiendo hacia el comedor. Hacia ella.
Sólo que no es ella la que está allí parada, con los ojos cerrados, abrumada por…todo, por
tanto. Por esto, la vida. Los secretos no le temen a la vida. La ansían con codicia, la
acechan intensamente. Y cuando la obtienen, la estrangulan. La que ahora está allí, lo sabe
muy bien, porque antes no lo estaba. Y ahora sí.
La otra muchacha respira hondo, por primera vez, y luego lo suelta. Recién entonces abre
los ojos. Lo primero que ve es el espejo, su reflejo. Lo que sabe que hay detrás. Lo que
nunca podrá salir, hasta que muera.
Y le sonríe.

También podría gustarte