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SUMARIO
Introducción.
Introducción
Toda virtud moral tiene su realización en la situación histórica concreta de las personas. La situación
del mundo en el que vivimos condiciona hoy la puesta en práctica de la fortaleza, cosa que, por lo
demás, sucedía ya en el mundo griego, bíblico y medieval. Y no sólo condiciona, sino que además
interpela acerca de los valores a practicar y pone en guardia contra los males existentes, que
amenazan a la existencia misma del hombre en la tierra. Los cambios de nuestro mundo en las
relaciones religiosomorales y socio-económicas, políticas, culturales, nacionales e internacionales
nos han hecho cada vez más conscientes del mal que amenaza a la dignidad de la persona humana en
sus derechos y en los derechos de naciones enteras, así como del bien a realizar para construir un
mundo más humano ala vez que más divino. Los males "históricos" y los males de los últimos
decenios de nuestro siglo (las dos guerras mundiales, la revolución de octubre, el descubrimiento de
armas nucleares, la división del mundo en bloques, entre sur y norte) han generado el miedo a la vida
dentro del marco de las ansias existenciales siempre presentes: ansia ante la muerte, la culpabilidad
y el sinsentido (P. Tillich). Hoy más que nunca el ser humano se siente incapaz de resolver los propios
problemas, que han adquirido dimensiones planetarias. El cristianismo no se pone ni del lado de los
"débiles", que buscan la solución en la droga, el sexo, el suicidio o las sectas religiosas, ni del de los
"violentos", que pretenden resolver los conflictos y las contradicciones por medio de la lucha
continua, las guerras, la revolución y el terrorismo.
Con el fin de poder ofrecer una perspectiva más amplia, el presente artículo se divide en tres partes.
En la parte histórica (I) tratará de la fortaleza entre los griegos, en la Biblia y en la síntesis de santo
Tomás. En la parte sistemática (I1) pondrá el acento en la interpretación de la fortaleza cristiana
después del concilio Vat. II. Finalizará con un apartado (III) sobre la educación para la fortaleza.
Platón sitúa todas las virtudes morales al final de las cuatro que la tradición denominará después
virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza (Rep. II, 7). La fortaleza es la virtud
propia del soldado, que en la República ideada por Platón podía ser también del sexo femenino.
El hombre griego se encuentra frente a un mundo que le amenaza y frente a un Diosa quien no le
interesa la suerte humana. Por eso, el hombre griego rho puede contar con la ayuda divina, sino
exclusivamente con las propias fuerzas, que son las únicas que pueden liberarle de los males del
destino y del hado. La virtud de la fortaleza se desarrolla en esta perspectiva y tiene como función
primaria la exaltación del ser humano: en la concepción aristotélica, para asegurar a éste la autonomía
en la lucha declarada contra el mundo; en la concepción estoica, para asegurarle la autonomía
mediante una lucha interior, más pasiva (CICERóN, Tusc., 14, 53; CRIsiro, ARNIM., Frag. III, 263;
CLEMENTE AL., Strom. VI, 11,61).
El AT no habla realmente de la fortaleza como virtud moral, sino como fuerza física, de la que, sin
embargo, no puede uno fiarse (Sal 33, 16) ni vanagloriarse, sino que debe considerarla como don de
Dios (Is 10,13). Fe y esperanza son dos condiciones necesarias en el hombre para que éste pueda
recibir la fuerza de Dios (Sal 19,2; 27,14; 28,7; 33,20; 31,25). En el miedo, en la angustia, en el
fracaso, cuando el hombre grita a Dios, confiesa su propia debilidad y le invoca con confianza
inquebrantable, Dios le concede su fuerza (Sal 37,5; Is 30,15), el consuelo (Sal 86,17; Is 12,1), la
alegría (Sal 81,2). En cambio, cuando el hombre presume de ser independiente de Dios e intenta por
separado alcanzar la felicidad (Gén 3) y la grandeza (Gén 11), los poderes del mal lo esclavizan y él
se pone a oprimir injustamente a sus semejantes (Gén 9,6; Sal 3,14; Miq 3,9) y a idear ídolos (Is
44,17; Jer 10,3).
b) Nuevo Testamento: la fortaleza de Jesús y de sus discípulos. Jesús, Hijo del hombre ungido con
espíritu y poder (He 10,38), manifiesta su poder mediante milagros que ponen de manifiesto no sólo
que "Dios está con él" (Jn 3,2; 9,33), sino también que él es "Dios con nosotros" (Mt 1,23). Al ejercer
su fuerza todopoderosa, Jesús no busca su propia gloria (Mt 4,3-7), sino la del Padre y el
cumplimiento de su voluntad (Jn 5,30;17,4). Esta obediencia y esta humildad son precisamente la
fuente de sus poderes: curar enfermos, resucitar muertos, perdonar pecados y, mediante la acción del
Espíritu Santo, echar demonios, entregar y recuperar la propia vida (Jn 10,18). Cuando Jesús es
exaltado, depone de su trono las potestades (Col 2,15) y al jefe de este mundo y "atrae a todos hacia
sí" (Jn 12,31-32).
Los discípulos reciben de Jesús la fuerza -`sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5)-; él los envía a
"hacer discípulos de todas las naciones" (Mt 28,18), confirmando su mensaje mediante los milagros
(Mc 16,20) y asegurándoles su presencia (Lc 24,49) y la del Espíritu Santo (He 1,8). El Espíritu que
invade a los apóstoles es el don que les otorga Cristo resucitado en la plenitud de su poder (He 2,4;
2,32-36). La fuerza divina (dynamis) concedida al hombre tiene carácter salvador; su destino son las
grandes obras y el fortalecimiento interior del hombre (Ef 3,16-20), el dar testimonio de Dios (He
4,35) y la proclamación del mensaje evangélico como "fuerza de Dios" (Rom 1,16; 1Cor 1,18),
incluso a costa de la vida (Gál 1,11). Los discípulos, con san Pablo, están seguros de que todo lo
pueden porque Cristo les robustece (Flp 4,13) y les confiere no un espíritu de temor, sino de amor y
de moderación que les permite afrontar sufrimientos a causa del evangelio, confiados en la fuerza de
Dios (2Tim 1,7-8) concedida mediante la acción del Espíritu Santo (Ef 3,16; Rom 15,13).
La fuerza divina se despliega en los discípulos de Jesús de muchas maneras. Pueden distinguirse al
menos cuatro: 0 La valentía del mensajero (parresía) es una fuerza interior que posibilita a los
discípulos de Jesús proclamar la palabra de Dios sin miedo (He 2,29; 4,31), sin el recurso a
subterfugios (2Cor 4,2) y ser testigos valientes de Jesús (He 4,13). La predicación y el
comportamiento de los apóstoles y de san Pablo se caracterizan por la citada fuerza "del heraldo" (He
9,27; 13,46; 14,3; 19,8; 26,26; 2Cor 3,12). 0 La firmeza en la fe y en las buenas obras. El creyente
es una persona fiel, estable y firme, virtudes propias de todos los grandes siervos de Dios: Abrahán
(Neh 9,8), Moisés (Núm 12,7), Jesús (Heb 2,173,6), Pablo (1Cor 7,25). Jesús pidió por la fortaleza
en la fe de Pedro y de sus hermanos (Lc 22,32). En el NT encontramos continuamente expresiones
como "mantenerse en la fe" (1 Cor 16,13; He 14,22), "mantenerse fieles al Señor" (1Tes 3,8; Flp 4,1).
Firmeza, estabilidad y fortaleza que caracterizan no sólo a la fe, sino también al amor (Jn 15,4-9), a
la esperanza (Rom 15,13) y, en general, a las buenas obras que Dios ha asignado a sus fieles como
línea de conducta (Ef 2,8-10; Gál 6,10). 01a paciencia (hypomoné) es una virtud de una importancia
decisiva, sobre todo en la persecución y la tribulación. Consiste en afrontar el mal existente en el
presente, a fin de que el Señor lo transforme en bien para el futuro. El deseo de cumplir la voluntad
de Dios (Heb 10,36), de dar testimonio del amor (1 Cor 13,7), de dejarse corregir e instruir por Dios
a través del sufrimiento (Heb 12,7), de reinar con Cristo (Rom 17-18; Ap 1,9; 2Tim 2,12), de cooperar
a la salvación de los elegidos (2Tim 2,10) para obtener en premio la vida (Sant 1,12), todos ellos son
motivos por los que el cristiano está llamado a afrontar el mal existente en la vida presente. 0 La
makrotymía abarca, por una parte, el perdón a nuestros deudores y, por otra, la renuncia a los
propósitos de venganza y de resentimiento (Mt 18, 21-35; Rom 12,20). El motivo de esta virtud es
diverso del de la paciencia. También en ella se trata de afrontar el mal, pero sin venganza; más aún:
perdonando, puesto que todos somos pecadores. Esta capacidad de perdón la incluye san Pablo entre
los frutos del Espíritu Santo (Gál 5,22). La makrotymía del Nuevo Testamento no tiene nada que ver
con la longanimidad de la patrística o de santo Tomás, como podrá comprobarse más adelante. A la
poca claridad terminológica de la patrística, en observación magistral de A. Gauthier, no corresponde
una alteración de la doctrina relativa a la fortaleza, que es la misma de la visión bíblica (La Fortezza,
810; Magnanimité, 10).
3. SANTO TOMÁS. a) Virtud de la fortaleza. Mientras que las virtudes relacionadas con la
templanza deben frenar las tendencias afectivas, las relacionadas con la fortaleza están destinadas a
suscitar la perseverancia, a fin de no rehuir el mal o las dificultades inherentes a la conquista del bien
(S. Th., II-II, q. 123, a. 3). El análisis que santo Tomás hace de la fortaleza saca a la luz dos actos:
sustinere y aggredi; el primero consiste en afrontar la presencia del mal dominando el miedo; el
segundo, en enfrentarse al mal, moderando la audacia. El primero -afrontar- se basa en la_ confianza
en las propias fuerzas; el segundo, en la seguridad de la victoria (a. 6). La entereza es el acto principal
de la fortaleza, puesto que, en opinión de santo Tomás, requiere mayor fuerza interior. Objeto
primario de la fortaleza es el miedo a la muerte en cualquier circunstancia (a. 5). El que en el curso
de un peligro grave "pierde la cabeza", sucumbiendo a las pasiones del miedo o de la audacia, no está
en condiciones de defenderse a sí mismo ni de defender a los demás. De ahí la importancia de dominar
estos sentimientos. La fortaleza es la virtud que permite a las personas obrar y comportarse
moralmente bien, dominando el miedo y la audacia en situaciones de peligro y dificultad que, en
ocasiones, son una amenaza- para la vida misma de las personas (a. 3). La razón formal por la que
hay que estar dispuesto incluso al sacrificio de la propia vida es la defensa del bien moral, sobre todo
de la justicia y de la paz (a. 12, ad 3 y ad 5).
c) Vicios contra la fortaleza. Santo Tomás distingue tres vicios contra la fortaleza: la vileza, la
petulancia y la temeridad. -La vileza (q. 125) no consiste en no tener miedo, sino en no dominarlo.
La persona vil está hasta tal punto dominada por el miedo que infringe la ley moral y deja a un lado
la realización del bien moral (aa. 1 y 3). -Mientras que la vileza se opone a la fortaleza por exceso de
miedo, pues teme lo que no hay que temer o cuando no hay que temerlo, la petulancia se contrapone
a la fortaleza por defecto de miedo, pues no se teme lo que hay que temer (q. 126, a. I). -
La temeridad, por último se caracteriza por el exceso de audacia, que lleva a encontrarse con el riesgo
de perder la vida sin un motivo válido (q. 127, a. 2). Los pueblos primitivos sufren menos el influjo
del miedo y poseen más audacia innata que los pueblos culturalmente más desarrollados (q. 126, a.
1).
- Magnificencia. Es virtud afín a la fortaleza, porque está ordenada a la consecución de un fin que es
arduo y difícil en las acciones que posibilitan su conquista (q. 134, a. 4). Es tarea de la magnificencia
la realización de grandes cosas, sobre todo respecto a Dios y al bien común (a. 1, ad 2; a. 2, ad 3). La
magnificencia de las obras no deriva exclusivamente de su majestuosidad, sino que abarca el valor
de las mismas, la armonía, la belleza de las proporciones, del proyecto y de la ejecución (a. 2, ad 2).
-Los vicios contra la magnificencia son la mezquindad, que consiste esencialmente en contentarse
con lo mísero (q. 135, a. 12, ad 1), y la dilapidación (el despilfarro), propia de quien gasta demasiado
en la realización de una obra proyectada (a. 2).
e) Virtudes afines a la fortaleza relacionadas con la entereza. Paciencia. Hay tendencia a concebir
la paciencia como moderadora de la ira. En realidad, la paciencia ayuda a afrontar la adversidad y las
desilusiones que causan tristeza. Para santo Tomás, la paciencia es, en cierto sentido, la
disponibilidad para afrontar los sufrimientos, las desilusiones y los fracasos inevitables de la vida sin
cambiar o renunciar ala propia vocación. La paciencia resulta ser, pues, la fortaleza del día a día (q.
136, a. 4, ad 1). En esta perspectiva hay que entender las palabras del Señor: "Con vuestro aguante
conseguiréis la vida" (Lc 21,19). En la visión unitaria de santo Tomás la paciencia, como cualquier
otra verdadera virtud, está causada por la caridad, y la caridad no se puede poseer sin la gracia. Es
evidente, por consiguiente, que la paciencia no se puede poseer sin la ayuda de la gracia (a. 3).
- Perseverancia. Santo Tomás habla de dos virtudes que ayudan a persistir en el bien:
la constancia, que no cede ante las dificultades (q. 137, a.3), y la perseverancia, que sabe esperar el
tiempo necesario para la realización de la obra (a. 1, ad 2). A la perseverancia se opone, por defecto,
la flaqueza (abandono del bien a las primeras de cambio) y, por exceso, la pertinacia (obstinarse en
la propia lucha contra todo límite razonable), base de toda herejía.
4. OBJECIONES A LA FORTALEZA EN LA EDAD MODERNA. Junto a un mejor conocimiento
de la cultura ántigua, surgen en el renacimiento las objeciones contra la fortaleza cristiana. "Los
antiguos -escribe N. Maquiavelo-, exaltaron a los fuertes; los cristianos, en cambio, a los débiles y
humildes, presa de los malvados" (Discursos, 141). J.E. Renan es todavía más acerbo y considera a
los cristianos desde el punto de vista de la fortaleza como "una especie fofa, debilitada, resignada a
soportar todas las desgracias como decretos de la providencia divina" (citado por A. GAUTHIER, La
fortezza 787). F. Nietzsche acusa al cristianismo de haber quitado virilidad al hombre y paralizado
sus energías vitales al tener que defender al desgraciado. Para Nietzsche es bueno todo lo que exalte
en el hombre el sentimiento de fuerza, la voluntad de fuerza, la fuerza misma; es malo, por
consiguiente, todo lo que esté enraizado en la debilidad (El Anticristo). El concepto de fortaleza de
la ideología nazi de A. Rosenberg se identifica con la dureza viril consigo mismo y con los
demás" (Der Mythus des 20. Jahrhunderts, 15).
Basada, por un lado, en la concepción pasiva de la naturaleza humana y, por otro, en los criterios de
la moral burguesa, la fortaleza cristiana ha llevado a falsas concepciones de esta virtud, las cuales, a
su vez, han sido objeto de críticas. Es innegable que un cristianismo pequeño-burgués no alcanza a
ver que el aguante, que es el acto principal de la fortaleza, implica una actividad espiritual grande,
un atenerse al bien agarrándose a él con todas las fuerzas, y, consiguientemente, falsea ese aguante
interpretándolo en el sentido de una pasividad turbia y llena de resentimiento (cf J. PIEPER, Sulla
fortezza, 43). El existencialismo ha puesto el acento en la fortaleza como manifestación de decisiones
arbitrarias y anticonformistas. R. H. Hare concibe la fortaleza con el "arrojo físico" de los soldados,
que la actual estrategia bélica de la ciencia militar ha convertido en algo
inútil (Freedom, 149.187189), a lo que objeta P.T. Geach que es erróneo pensar en la fortaleza en
términos militares (The Vistues, 150).
Este apartado quiere ofrecer brevemente una interpretación de la fortaleza cristiana a la luz del
concilio Vat. II. Al igual que la moral cristiana en su totalidad, también esta virtud debe ampliar sus
propios horizontes a la dimensión social, tanto nacional como internacional (GS 30),y leerse en la
óptica históricosalvífica y comunitaria. Sólo así podrá darse una unidad de compromiso que haga
posible la construcción del mundo (GS 75) y el retorno del reino (LG 35).
b) Condición existencial social. Los documentos de la Iglesia en los últimos decenios (GS 4,8-10;
JUAN PABLO II, Redemptor hominis, 1517; ID, Dives in misericordia, 10-11) nos describen, por
una parte, los contrastes y las inquietudes, las injusticias y los desequilibrios de este mundo nuestro
contemporáneo, oprimido además por la amenaza de la autodestrucción, mientras que, por otra parte,
nos confirman que sigue manteniéndose viva la aspiración a la justicia, a la paz, aun desarrollo de las
personas y de las naciones digno del ser humano. Esto hace necesario y urgente, como nunca antes
en la historia, el compromiso de todas las fuerzas humanas y cristianas (GS 9). Tanto el mal que el
cristiano debe combatir como el bien que debe realizar han adquirido dimensiones planetarias. La
fortaleza, como virtud religioso-moral, debe tener la misma índole. Es cierto que será siempre una
realidad personal en razón del sujeto, pero su objeto-compromiso está abierto a los problemas de
alcance mundial, nacional e internacional, civil y eclesial.
b) Fortaleza del compromiso. En el mundo contemporáneo, después del concilio Vat.II, que ha
promovido una visión de la naturaleza humana más activa y dinámica, por una parte, y subrayado su
índole histórica y comunitaria, por otra, el segundo acto de la fortaleza, el aggredi -acometimiento,
compromiso, iniciativa- se ha convertido en capacidad para afrontar los peligros relacionados con la
autoconservación del hombre y con la supervivencia de la humanidad: capacidad para superar las
ansiedades existenciales ante la muerte, la culpabilidad y el sinsentido; capacidad para vencer las
amenazas dirigidas contra la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales. Además, el
cristiano debe hoy comprometer positivamente todas sus energías en la construcción de un mundo
más humano y más divino, que Pablo VI ha llamado "civilización del amor", construyendo al mismo
tiempo el reino de Dios. Al componente aggredi de la fortaleza se le puede denominar con toda
justicia fortaleza del compromiso, tan vacilante e incierto en el pasado hasta el punto de ignorar la
conexión entre fe y vida, tan exasperado y absorbente en determinados ambientes posconciliares
hasta el punto de olvidar el compromiso con la vida interior .y eclesial. Hay que tender a crear una
fortaleza cristiana que viva su compromiso en el mundo político, socioeconómico y cultural como
implicación y consecuencia del compromiso nacido de la fe en Cristo (Y.M. CONGAR, Le
traité, 348). Un compromiso así, que requiere el empleo de todas las fuerzas humanas y cristianas,
es lo que constituye la virtud de la fortaleza cristiana.
En el proceso educativo el educador se enfrenta a la ardua tarea de hacer patente, por un lado, la
importancia de la fortaleza en la vida cristiana, y de precaver, por otro, de los peligros de los vicios
contrarios, tales como la cobardía y la temeridad, sin apagar ni el miedo ni la audacia, que, como se
ha visto, son necesarias en su justa medida para una visión equilibrada de la fortaleza. El educador
debe enseñar indudablemente al educando a orientar correctamente los miedos que éste pueda tener
a objetos potencialmente peligrosos (agua, fuego), a las calamidades naturales (terremotos,
inundaciones), a lo que impide las condiciones de higiene y de salud, a los peligros que amenazan la
vida, y debe también ayudarle a quitar el miedo a lo que no constituye peligro (oscuridad, fantasmas).
Con posterioridad, el educador deberá hacer resaltar la exigencia de la fortaleza más allá de la esfera
física y ecológica, es decir, en la vida civil (E. VOLKER, Fortezza, 204) y moral. Una educación
seria, orgánica y ponderada exige no descuidar ninguno de los elementos constitutivos de la fortaleza
(dimensión de la resistencia, del compromiso, de la presencia y de la comunión). La oración, en fin,
conferirá validez a sus esfuerzos y suplirá sus deficiencias. Además, y puesto que la experiencia
enseña que los humanos por sí solos no están en condiciones de encontrar soluciones a sus problemas,
contamos con una ayuda particular, ofrecida en un don del Espíritu Santo: el don de la fortaleza (S.
Th., II-II, q. 139 a. 1). Este don hace a las personas disponibles a las mociones divinas y les confiere
una fuerza divina para la realización de su obra de salvación en el mundo. El testimonio de san
Esteban confirma que Cristo ofrece ayuda a sus discípulos en los momentos decisivos, tal y como lo
había prometido (Mt 10,19-20; Mc 13,11; Lc 12 1112). En esta perspectiva se entiende el que san
Agustín y santo Tomás hayan relacionado el don de la fortaleza con la cuarta bienaventuranza:
"Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados" (Mt 5,6; S. Th. II-II, q.
139, a. 2). La mayor necesidad de ayuda divina la tiene todo aquel que se compromete a llevar la
justicia y la paz de Dios a la vida del mundo y de la Iglesia.
E. Kaczyniski