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Adulterio en

Guadarrama, 1910

Carlos Maza Gómez


© Carlos Maza Gómez, 2013
Todos los derechos reservados

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“En este estado de abatimiento está la infeliz
mujer, quando empieza a mirarla, como suelen
decir, con buenos ojos un galán. A la que está
aburrida de ver a todas horas un semblante
ceñudo, es natural que le parezca
demasiadamente bien un rostro apacible… Antes
no escuchaba sino desprecios; aquí no se le habla
sino de adoraciones. Antes era tratada como
menos que mujer; ahora se ve elevada a la esfera
de deidad… En la boca del marido era toda
imperfecciones; en la del galán es toda gracias…
En esta situación ¿qué hará la mujer más
valiente? ¿Cómo resistirá dos impulsos dirigidos
al mismo fin, uno que la impele, otro que la
atrahe? Si el cielo no la detiene con mano
poderosa, segura es la caída. Y si cae ¿quién
puede negar que su propio marido la despeñe? Si
él no la tratare con vilipendio, no le hiciera fuerza
el amante con la lisonja” (Padre Feijoo, Discurso
en defensa de las mujeres, 1778).

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Índice

Introducción …………………………... 7
El adulterio y lo legal …………………. 11
En el entorno de 1910 ………………… 19
El día del crimen ……………………… 31
Protagonistas masculinos …………….. 37
Nieves Hermida ………………………. 45
El adulterio …………………………… 51
¿Qué sabía Coll? ……………………… 63
La señora Atienza acusa ……………… 69
Dinero y amenazas …………………… 77
¿Qué sucedió en Guadarrama? ………. 87
Reconstrucción del crimen …………… 93
El juicio ………………………………. 101

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Introducción

El 13 de diciembre de 1909 llovía suavemente sobre


Madrid. Los transeúntes que pasaban por la calle Bailén lo
hacían bajo un paraguas, esquivando los carruajes y el tranvía
que pasaba por allí. Nadie se hubiera fijado especialmente en
dos caballeros bien vestidos, personas “de calidad” que se
encontraron en la acera, si no fuera porque sonaron dos
disparos y uno de ellos cayó desplomado mientras el otro
continuaba caminando. Algunos testigos afirmaron en el
primer momento que ambos se habían cruzado simplemente,
que el asesino recogió su paraguas y disparó. Aquella misma
tarde se supo que no era exactamente así. Al día siguiente, el
Imparcial recogería la noticia en su segunda página, bajo el
epígrafe de “Un marido vengador”.
Casi un año después, el 3 de septiembre de 1910, el
inspector de policía Pedro Francisco Coll, bajaba de un
carruaje en una plaza de la localidad madrileña de
Guadarrama. Libre de servicio aquel día, venía a ver a su
mujer Nieves a la casita que habían alquilado para pasar los
rigores del verano. Llegaba convulso, presa de una gran
excitación pero con la intención definitiva de aclarar su tensa
situación matrimonial, echar en cara a su mujer las cartas de
su amante que había encontrado en el armario de la casa
familiar.
Los habitantes de aquella plaza o los que pasaban por
el lugar, hubieron de estremecerse poco después. Sonaron
tres disparos en rápida sucesión. Luego vieron salir de la casa
al inspector empuñando una Browning y pidiendo, con
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ademán abatido pero sereno, que llamaran a las autoridades
para que se pudiera entregar a ellas. El diario El País
adjudicaría a aquel suceso un nuevo titular: “¿En defensa de
su honor?”.
Este libro se ha escrito para exponer de forma
detallada este último caso. Lo que parecía un delito contra las
personas, un homicidio en rigor, devenía en un proceso
contra el honor del marido por engaño de la mujer, como en
el primero de los acontecimientos expuestos.
El caso sufrió diversos avatares que apasionaron a la
opinión pública, permitiendo a los periódicos vender todas
sus tiradas. El pueblo de Madrid, tan acostumbrado a las
historias pasionales, dedicado lector de los folletines de la
época, vio la ocasión de hacerse preguntas, algunas
maliciosas, otras apasionadas: ¿El marido había consentido el
adulterio durante largo tiempo? ¿Qué clase de mujer era la tal
Nieves Hermida, esa gallega de vida algo licenciosa que
paseaba sus aires desenvueltos por bailes y paseos? ¿El
inspector debía dinero al amante de su mujer? ¿Había sido
amenazado con la expulsión del cuerpo de policía si seguía
consintiendo la actitud escandalosa de su mujer?
Este crimen dividió incluso a las editoriales
periodísticas de aquel tiempo, unas defensoras a ultranza de
la caballerosidad de Coll, miembro al cabo de una institución
del Estado, otras en cambio sugiriendo oscuras componendas
entre marido y amante, la conveniencia de un asesinato que
dejara al criminal libre de deudas y amenazas.
Aunque este libro tratará de aclarar todos los
ingredientes del asunto, hasta el punto en que se lo permitan
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las fuentes de la época y el juicio que tuvo lugar un año
después, trata de algo más: la actitud de la sociedad española
en aquel tiempo frente al adulterio femenino.
Para ello nos veremos obligados a consultar el Código
Civil y Penal vigente a principios del siglo XX, examinar qué
variaciones tuvo la consideración del adulterio de la mujer a
lo largo del XIX y en qué condiciones la muerte de uno u otro
de los adúlteros a manos del marido agraviado podía ser
constitutivo de homicidio.
Pero tan importante como el punto de vista legal, es la
opinión pública y el tratamiento que los periódicos hicieron
del caso. Observaremos cómo era considerado el marido, fiel
y responsable miembro del Cuerpo de Policía y el amante,
funcionario municipal de vida modesta y débil carácter.
Frente a ellos se alzará la mujer, “bellísima” según los
cánones de la época, “romántica”, “histérica” según su
marido, adorada por el amante que se somete a su voluntad
enérgica, que transige, como lo hizo el inspector, con sus
maneras desenvueltas y su decidido propósito de divertirse y
actuar con el descaro propio de algunas mujeres en aquel
tiempo, aquellas a las que luego se culpaba del peor de los
pecados: el escándalo social.
Con este motivo, y aunque el tema será tratado muy
parcialmente por su amplitud, habremos de notar cuál era el
papel de una esposa en aquel tiempo, en qué medida la mujer
de principios del siglo XX era considerada una “menor de
edad” sujeta a la voluntad de su marido y también
irresponsable en muchos aspectos por su conducta tachada de
licenciosa.
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Mi propia abuela, heredera de unas propiedades como
hija única que fue de un padre fallecido, hubo de plegarse a la
administración de las mismas en manos de un marido que,
equivocado, jugador, dilapidó todas ellas hasta arruinar a la
familia. Me acordaba de aquel caso familiar al comprobar
cómo la mujer, tanto desde el punto de vista legal como
social, no podía ejercer casi ningún derecho si existían padre,
hermanos, marido o hijos.
En el caso aquí tratado resalta también, en segundo
plano, la forma en que algunas mujeres se adaptaban a esa
eterna minoría de edad. Si eran irresponsables jurídicamente
de su conducta, eran también capaces de que ésta fuera en
cierto modo licenciosa, se despreocupaban de su fama frente
a la vecindad al objeto de cumplir sus deseos. A fin de
cuentas, la honra, la fama, el honor agraviado, eran del
marido. El suyo, sólo era semejante en el caso de
amancebamiento del marido en el propio hogar. En otras
palabras, estaba penado que ella se fuera con un amante, pero
la condena al marido sólo llegaba si hacía vida marital con
una mujer que no fuera la suya propia en el hogar
(usualmente, la criada), pero no si mantenía a una “querida”
fuera de la casa familiar, siempre que fuera sin escándalo
público.
Todas estas consideraciones irán desfilando a medida
que tratemos el caso de Pedro Francisco Coll, el inspector de
policía y asesino de Nieves Hermida, su mujer, y el amante y
probo funcionario Ramón Sánchez de Lara.

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El adulterio y lo legal

En primer lugar, fue el matrimonio. El siglo XIX


sufrió un vaivén, tras la época absolutista de Fernando VII,
entre el gobierno del partido progresista (con Espartero como
líder) y las diversas tendencias del moderantismo (por
ejemplo, a través de Narváez), en ocasiones aliado con
algunos segmentos progresistas, como el que permitió el
gobierno liberal de O‟Donnell previo a la instauración de la
Primera República.
En esta situación, la consideración legal del
matrimonio cambió poco, pero sí lo hizo en cuanto a su
existencia como un simple contrato civil obligatorio (en la
Ley de 1870, en plena República) o por su vinculación con el
canónico, que predominantemente tenía efectos civiles, tanto
durante el absolutismo y el gobierno liberal como en el
período de la Restauración.
En líneas generales, la situación de la mujer en el
matrimonio venía definida muy bien en el Código Civil de
julio de 1889. No conoció cambio alguno en este ámbito
hasta 1978, por efecto de la Constitución entonces aprobada.
Desde el punto de vista actual, resulta estremecedor
comprobar en aquel lejano Código de 1889 el papel
secundario de la esposa frente al marido.
Los cónyuges, desde luego, “estaban obligados a vivir
juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutualmente” (art.
56). Esta fidelidad mutua y obligatoria, base de las penas por
adulterio y amancebamiento, se complementaba con los

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distintos papeles asignados a cada cual: “El marido debe
proteger a la mujer, y ésta obedecer al marido” (art. 57).
A partir de estos presupuestos, la obediencia debida
obligaba a la mujer a seguirle cuando cambiase de residencia,
salvo que fuera a Ultramar (art. 58), adjudicando al marido la
administración de los bienes (art. 59) y el permiso
correspondiente para que la mujer pudiera incluso
comparecer en un juicio, dado que se constituía en su
representante legal a casi todos los efectos (art. 60).
A esta mujer, que mientras tuviera menos de 23 años
y padre o tutor, no se le había permitido tomar una decisión
importante en el ámbito legal, se le dejaban muy pocas una
vez casada: hacer testamento y ejercer derechos y deberes
respecto a otros hijos tenidos en un eventual matrimonio
previo. Naturalmente, si alguien tenía atribución para
reclamar la nulidad de la actuación femenina en estos
aspectos, eran los hombres de su familia (marido, hijos).
Este modelo patriarcal no fue modificado legalmente
hasta 1978, cuando se despenalizó el adulterio y el
amancebamiento, así como se disminuyó la mayoría de edad
hasta los 18 años. La ley del divorcio vino a transformar por
completo estas disposiciones en 1981, hasta borrar toda
discriminación por sexo en 1990. Desde el punto de vista
normativo, resulta llamativo el enorme salto en la
consideración del matrimonio que permaneció sin variación
durante casi noventa años hasta que, en sólo veintisiete, se
llegara a la admisión del matrimonio homosexual y la
adopción de niños por parte de este tipo de parejas, en 2005.

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Pero volvamos al tema más complicado de que tratará
este libro. De la obligación de convivencia y fidelidad mutua
entre los esposos se deduce la existencia de un delito cuando
esa fidelidad se transgrediese, como sucede en el caso del
adulterio (en la mujer) o el amancebamiento (aplicable al
marido), distinguiéndose si este último se realizaba en el
propio hogar o en un domicilio distinto.
Resulta curioso observar que, en el juicio que se
siguió contra el inspector de Policía Coll, uno de los
abogados citara como legislación previa nada menos que las
Partidas de Alfonso X. Aunque la obra sea de finales del
siglo XIII ha sido, posiblemente, la principal aportación
española a la historia del Derecho, llegando a tener vigencia
doctrinal (sobre todo en Latinoamérica) hasta el siglo XIX.
En concreto, las partidas alfonsinas consideraban que
el adulterio de la mujer deshonraba al marido introduciendo
la duda sobre la verdadera filiación de los hijos y herederos.
Éste es el argumento de la turbatio sanguinis:

“del adulterio della puede venir al marido gran


daño. Ca si se empreñase de aquel con quien fizo
el adulterio, vernia el fixo extraño heredero en
uno con sus fijos; lo que non avernia á la mujer
del adulterio que el marido fiziese con otra” (Cit.
por Machado 1978, p. 46).

Como texto medieval que era, el adulterio femenino


se castigaba con la reclusión en un monasterio y los azotes,
aunque el marido podía perdonarla en el plazo de dos años, si
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lo tenía a bien. El amante no tenía tanta suerte, en cambio,
puesto que habría de ser condenado a muerte en cualquier
caso.
El primer Código penal de la era moderna fue el de
1822, gobernando España Fernando VII. En líneas generales
y con algunas suavizaciones dadas por el legislador con el
tiempo, fue un texto que tuvo vigencia durante muchas
décadas, en particular tras su modificación en 1848.
En primer lugar (art. 349, 1848) define el adulterio
como un delito propiamente femenino: “Cometen adulterio la
mujer casada que yace con varón que no sea su marido, y el
que yace con ella, sabiendo que es casada”. Esta definición
acarrearía notables controversias que llegaron hasta la
legislación más reciente sobre el adulterio.
En efecto, ¿en qué consiste “yacer”? En la vida ordinaria
el término, equivalente al actual “acostarse juntos”, podía
bastar, pero no en el caso legislativo que, con el tiempo,
distinguió tres tipos de “yacimientos”:

a) La seminatio intra vas, que suponía la penetración


con eyaculación. El criterio es muy estricto, por lo
que no puede aplicarse tanto como casos de adulterio
se entiende que hay. La aparición de ciertas conductas
propias del siglo XX (sadomasoquismo, penetración
anal, etc.), por ejemplo, que los legisladores del siglo
XIX ignoraron, condujeron a mostrar lo restringido de
este criterio.
b) La emisio seminis, por la cual se emite semen en la
relación de ambos adúlteros, sea con penetración o
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no. Este hecho lo veremos reflejado en nuestro caso,
cuando el médico que intervino tras el asesinato
observó unas manchas sospechosas en la cama.

De cualquier modo, ambos criterios eran sobre todo


difíciles de probar en un juicio. Es por ello que el sentido de
“yacer” terminó extendiéndose a un tercer significado más
amplio:

c) Tener un trato amoroso lascivo y lujurioso estando


implicados los órganos sexuales de uno o de ambos
sujetos.

En el tiempo del caso que analizaremos, este último


sentido ya estaba plenamente admitido, dada la dificultad de
probar los anteriores.
Examinemos ahora las penas reservadas a los
adúlteros. En primer lugar, conviene notar que éste se
considera un delito privado, por lo que cualquier actuación
penal debe venir precedida por la querella del marido. Así
pues, no es que éste denuncie ante los tribunales la actuación
de su mujer y éste proceda de oficio sino que debe querellarse
desde un principio. De hecho, las penas impuestas pueden ser
remitidas si el marido, como en las Partidas, ejerce el perdón
de su consorte (art. 351, 1848).
Sin embargo, de resultar condenada la mujer, la pena
de cárcel queda, como en tiempos medievales, a discreción
del marido deshonrado, fijándose como tiempo máximo el de
diez años. En este sentido, los dos adúlteros implicados
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reciben la misma condena, añadiendo en el caso del hombre
una posterior pena de destierro.
Sin embargo, una de las novedades de estos códigos
decimonónicos es que ofrecen excepciones, situaciones en
que la querella del marido no prospera:

“El marido de la adúltera, que es el único que


puede acusar el adulterio, no podrá hacerlo en
ninguno de los casos siguientes: Primero: si ha
consentido a sabiendas el trato ilícito de su mujer
con el adúltero. Segundo: si voluntaria y
arbitrariamente separa de su lado y habitación a la
mujer contra la voluntad de esta, o la abandona
del mismo modo. Tercero: si tiene manceba
dentro de la misma casa en que habite con su
mujer” (Art. 684, 1822).

Conviene recordar estas salvedades puesto que una de


ellas (el consentimiento previo) será una de las sospechas que
se cernirá sobre el inspector Coll en el juicio que se siguió
contra él por homicidio. Si consentía el adulterio de su mujer
por el motivo que fuera (en este caso pecuniario), no tenía
argumento alguno para esgrimir haberles sorprendido en sus
relaciones adúlteras.
Otra novedad es la consideración del amancebamiento
como delito. En efecto, el hombre podía tener una “querida”
cuanto quisiera, nadie podría acusarle de ello (tampoco su
mujer), siempre que la tuviera fuera del hogar familiar y que
la relación no causara escándalo público. Obsérvese que,
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además de permitirle esta actuación fuera de casa y sin
escándalo, en caso de convivir amancebado con la criada en
el propio hogar familiar, por ejemplo, sería condenado a un
arresto de apenas dos a ocho meses. Compárese esta
actuación con los diez años de cárcel que podría sufrir una
mujer adúltera.
En el Código de 1848, por último, hay que señalar la
presencia de la llamada “excusa absolutoria” que no tendría
modificación alguna en el de 1870:

“El marido que sorprendiendo en adulterio a su


mujer matare en el acto a ésta o al adúltero, o les
causare alguna de las lesiones graves, será
castigado con la pena de destierro. Si les causare
lesiones de otra clase, quedará exento de pena”
(Art. 339, 1848).

Lo llamativo de esta “facultad de matar” es que, de


manera indirecta, supone mantener la pena de muerte para un
delito que no la contempla como tal. La pena de destierro es
tan leve en comparación con el homicidio efectuado que a
muchos maridos les podría resultar “rentable” en términos de
pena de cárcel, matar a uno o los dos adúlteros que arrastrar
su deshonra en un juicio. A fin de cuentas, estaba en el
ambiente de aquella época (y lo estaría mucho tiempo) que el
engaño del hombre era algo natural y consentido, pero el
engaño adúltero de la mujer iba contra la honra del marido.
Desde el punto de vista literario, se observa frecuentemente
cómo esta “excusa absolutoria” y la muerte de los adúlteros
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“lavaba” la deshonra del marido, al que sólo se podía
compadecer.
Actitudes de este tipo observaremos en abundancia a
lo largo de las crónicas del crimen llevado a cabo por Coll.
Sin embargo, la cuestión era demostrar ante un tribunal el
haber encontrado a los adúlteros “yaciendo”. Ése quizá sea el
punto esencial en el juicio que aquí describiremos.

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En el entorno de 1910

El caso en que estuvo acusado el inspector de policía


Coll alcanzó especial relevancia por los personajes
implicados y, sobre todo, por las cuestionadas circunstancias
en que se desarrolló. Sin embargo, algunos otros llegaban a
las páginas de periódicos de la época mostrando una variedad
en su desarrollo que conviene resaltar. Era asunto conocido y
comentado entonces que la mayoría de los casos de adulterio
no alcanzaban la luz pública por el deshonor que implicaban
para el denunciante.
Se ha hecho un repaso de los periódicos durante el
año en que sucedió el crimen de Coll (1910), el anterior y el
posterior, a modo de muestra de la casuística que puede
hallarse sobre el adulterio en la prensa de entonces.
Como dijimos en la introducción, el caso del “marido
vengador” de la calle madrileña de Bailén alcanzó cierta
notoriedad por tener un resultado de muerte, en primer lugar,
y por la calidad de los caballeros implicados. Al ser
semejante en algunos aspectos al de Coll y tener lugar sólo
unos meses antes fue citado ocasionalmente por la prensa
como el precedente más inmediato, sobre todo en el momento
de mostrar las diferencias de tratamiento con el preso en
ambos casos.
Sucedió el 13 de diciembre de 1909, sobre las seis de
la tarde. Los atareados paseantes de la calle Bailén no
prestaron especial atención a dos hombres que se cruzaron en
un momento determinado. El sobresalto fue causado por dos
disparos. Entonces los testigos sí comprobaron que los dos
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sujetos iban bien vestidos y parecían dos caballeros, que uno
se derrumbaba sobre la acera de las Caballerizas, justo frente
al Ministerio de Marina.
El autor de los disparos prosiguió su camino con
aparente tranquilidad mientras los transeúntes se precipitaban
hacia el herido. Un agente de policía de paisano llamado
Campo Rico, que viajaba en un tranvía discurriendo por la
misma calle, observó los hechos y bajó en marcha para
perseguir al autor de los disparos. Cuando intervino, otros
hombres se animaron a rodear al hombre que caminaba con
lentitud aún enarbolando la pistola. “¿Qué ha hecho usted?”
le preguntó. “He matado al autor de mi deshonra” respondió
con cierta tranquilidad. Al identificarse Campo como policía
le entregó la pistola: “Tenga cuidado, aún está cargada”.
Mientras tanto, seis o siete personas rodeaban al
herido.

“El desdichado estaba en estado agónico.


Presentaba los ojos vidriosos y las manos
agarrotadas y retorcidas por las últimas
contracciones de la agonía. Del lado izquierdo del
pecho manaba sangre, que le cubría la ropa.
Una pareja de seguridad, la que estaba de servicio
en aquellos alrededores, recogió al moribundo, y
trasladándole a un carruaje, condújole
rápidamente a la Casa de Socorro del distrito de
Palacio” (El Imparcial, 14.12.1909, p. 2).

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Al llegar a este lugar fue llevado rápidamente a la
mesa de operaciones pero, cuando los médicos se disponían a
reconocerle y hacer la primera cura, se dieron cuenta de que
había fallecido.
Parecía tener unos cuarenta años, vestía ropa de
calidad y sombrero hongo. Al registrarle se encontró un sobre
en el bolsillo del gabán a nombre de Braulio Araújo. Sus
iniciales bordadas en la ropa interior confirmaban esta
identificación que correspondía, como pronto se supo, a un
asiduo participante en las tertulias del conocido café Fornos.
Al parecer, había nacido en Cuba mientras su padre era un
alto cargo oficial en la isla. Procedía por tanto de una familia
rica, pero había tenido desavenencias con sus progenitores y
vivía de forma independiente desde hacía tiempo gracias a
una renta que le pasaban. No parecía tener una ocupación
precisa.
Mientras tanto, en la comisaría, el autor de los
disparos se identificaba como Ricardo Iglesias, médico
militar con el grado de teniente coronel. Según sus
declaraciones, ya tenía sospechas de que su mujer, de 41 años
y “excepcional belleza” según el texto de la Correspondencia
Militar que comentaba el caso, se entendía con el fallecido.
Estando aquella tarde en su casa, número 13 de la
calle Bailén, comprobó a través de una ventana que el citado
Araújo estaba en la acera haciendo señas a su mujer.
Indignado por este hecho, bajó a la calle y, al ver que su
oponente se dirigía a él con ademanes agresivos, disparó con
las consecuencias ya conocidas.

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Mientras el suceso estuvo en manos del juez del
distrito de Palacio se pudo saber, gracias a las declaraciones
del doctor Iglesias, que el matrimonio tenía en ese momento
dos hijas de 23 y 18 años y un hijo de 17. Se habían
trasladado desde Zaragoza debido a las relaciones que su
mujer había tenido con ese tal Araújo en la capital aragonesa.
Poniendo tierra de por medio el marido quiso hacer borrón y
cuenta nueva con la infidelidad, recomenzando su vida
matrimonial en Madrid.
Sin embargo, Araújo les había seguido hasta allí. La
mayor de sus hijas, paseando con su padre, le alertó de que la
pareja de adúlteros había sido vista, confirmando así que el
amante estaba de nuevo en su entorno. Por ello, Iglesias espió
las idas y venidas de su mujer hasta confirmar los encuentros
que volvía a mantener con el luego fallecido.
Manifestó también que aquella tarde, habiendo
confirmado el adulterio por sí mismo, se supone que sin
haber tomado aún una decisión al respecto, comprobó desde
su casa la desfachatez del amante que no se recataba en
acercarse a la misma acera y hacer señas a su mujer, que se
asomaba a otra ventana. En vista de lo cual, tomó la pistola y
bajó a la calle.
El hecho de que adujera una actitud provocativa y
agresiva por parte de Araújo parece más bien una excusa que
justificara su arrebato interpretándolo como defensa propia.
Como en muchos otros casos, los periódicos no
registraron la resolución judicial que sobrevino al doctor
Iglesias, entre otras cosas porque se sustrajo pronto de la
acción civil. En efecto, su consideración como médico militar
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hizo que, al día siguiente de los hechos, la jurisdicción militar
lo reclamara para juzgarle con sus propias normas. Sin
embargo, el comentario periodístico que he podido leer varios
meses después hace suponer que el autor de los disparos se
paseaba libremente por Madrid y que los eventuales cargos
por homicidio fueron retirados o resultó absuelto de ellos.
El 28 de septiembre de 1910, apenas unos días
después del caso que trataremos en extenso más adelante,
apareció otro “marido vengador” en la localidad de La
Espina, provincia de Oviedo. El caso tiene mucho más de
sainete que de drama.
Encarnación Riesgo, de cuarenta años, casada,
mantenía relaciones con un hombre de mala reputación,
Celestino Cuervo, de unos treinta años y también casado. El
caso es que la situación debía ser bien conocida en aquel
pequeño pueblo puesto que sus encuentros tenían lugar desde
hacía seis años.
El marido de Encarnación debió hartarse de todo lo
que sucedía en su propia casa y de la deshonra que eso
suponía entre sus vecinos. Es cierto que, como resulta bien
conocido, el marido solía ser el último que se enterara de los
engaños de la mujer, pero aún así resultan difíciles de creer
sus manifestaciones posteriores, cuando afirmó que había
sospechado de ambos recientemente al observar a su mujer
dándole de merendar a Celestino. Eso de compartir alimentos
debía constituir un cierto atentado al pudor y las buenas
costumbres porque, como luego comprobaremos, la primera
sospecha de Coll fue precisamente cuando le dijeron que

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habían visto a su mujer y su amigo bebiendo de la misma taza
de café.
Pues bien, el marido asturiano empezó a vigilar a su
mujer, según manifestó, hasta tener constancia del lugar
donde “yacían” juntos con cierta regularidad. Sospechando
uno de esos encuentros, se subió al tejadillo de la casa en
cuestión y, al comprobar desde tan incómoda posición que
los amantes pasaban un buen rato juntos, se deslizó hasta el
balcón correspondiente apareciendo como marido vengador
en la habitación donde tenía lugar la coyunda.
Armado con una navaja de pequeñas dimensiones
agredió al adúltero, propinándole seis navajazos que no
debieron hacerle mucho daño, puesto que se le vio bajando
las escaleras a toda velocidad como Dios lo trajo al mundo
para refugiarse con prontitud en una casa vecina. Por otro
lado, la mujer empezó a correr por la carretera en paños
menores dando gritos. No se informa de cuál fue la actitud
posterior del marido agraviado, tal vez persiguiendo al gañán
que se beneficiaba a su mujer.
Como vemos, no pocos de los casos encontrados en
los periódicos tuvieron un resultado de muerte o, al menos de
agresión sobre el adúltero, no tanto sobre la mujer, tal vez por
considerarla el marido menos responsable del delito o por la
posibilidad de un perdón o porque el principal agravio a su
honra se asignaba al otro hombre. De cualquier modo, hubo
casos mucho más dramáticos que el ahora narrado, con
resultado de muerte para ambos. Los dos que vamos ahora a
referir tuvieron lugar en el mundo rural y sólo puede
entenderse que por su especial resultado trágico, lo mismo
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que el risible del caso anterior, llegaron hasta los periódicos
de la villa y Corte de Madrid. Cabe sospechar que las
situaciones de adulterio fueran más frecuentes de lo
denunciado en los pueblos y pequeñas ciudades españolas.
A finales de julio de 1911 nos situamos en Buñuel, un
pueblo cercano a Tudela, por entonces de unos quinientos
habitantes. En la finca de un hacendado zaragozano trabajaba
la pareja formada por Ramón Alba, un hombre de sesenta y
cinco años conocido por “Cachones” y María Artigas, “la
Cachona”, más joven, de cuarenta años, alta, seca y poco
agraciada, como la describe el Globo. Conviviendo en la
misma casa desde hacía un año estaba un trabajador llamado
Juan Domínguez, conocido como “Curro Canto”.
En ese tiempo, María había mantenido relaciones con
Curro Canto que resultaban conocidas por el marido y
consentidas hasta cierto punto. Como luego se vería, el
Cachones admitía esta situación de mala gana, quizá debido a
la diferencia de edad y la imposibilidad de satisfacer a su
esposa como lo hacía su oponente. Sin embargo, eran bien
conocidas las frecuentes discusiones entre ambos que
desembocaron en una agria disputa una noche, cuando
Ramón Alba volvió del campo a las diez, tal vez encontrando
alguna escena poco apropiada al traspasar el umbral.
Curro Canto, más joven, cogió una azada y agredió al
marido produciéndole una serie de heridas. Cuando hubo
sacado una navaja para herir al Cachones, tal vez acabar con
él, la mujer quiso colaborar en la muerte de su marido
arrojándole un barreño. Tuvo la mala fortuna de que el objeto
impactara en su amante, dejándolo inconsciente en el suelo.
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El momento fue aprovechado por el Cachones para
arrebatarle el arma y coser a puñaladas a su oponente.
Al ver la muerte de éste la mujer, despavorida, salió al
campo pidiendo ayuda pero el marido, sacando fuerzas de
flaqueza, la persiguió hasta alcanzarla y apuñalarla
igualmente. Luego deambuló por el campo encontrándose
con el hacendado, tal vez alertado por los gritos, a quien
comunicó que iba al pueblo a entregarse.
Éste, cuando se hubo enterado del lance, le dijo que
esperara en la casa, que él iba a informar. Lo único que
Ramón Alba le dijo fue: “Por fin he hecho lo que debía hacer
desde el año pasado”. Cuando llegaron las autoridades lo
encontraron a la puerta de la casa fumando un cigarrillo. Con
la legislación vigente, es muy probable que saliera indemne
de cualquier acusación.
Tal vez llegara a pasar lo mismo con Gabriel Asensio,
otro aragonés del pueblo de Illueca, cerca de Calatayud, un
mes más tarde. El Imparcial y el Liberal informaban el 31 de
agosto de 1911 del crimen que había tenido lugar en aquel
pueblo y de todas las circunstancias que lo habían hecho
posible.
Hacia 1891 Gabriel había vuelto con buenos medios
económicos de la isla de Cuba, donde había marchado de
joven. En Illueca se casó con Francisca Cimarro, de familia
acomodada pero que ya había dado que hablar entre los
vecinos por su conducta “poco recatada” según sostiene el
segundo de los periódicos.
Ajena o indiferente a tales rumores, la pareja se
estableció bien, ya que Gabriel invirtió parte de sus ahorros
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en una carnicería que muy pronto les dio buenos
rendimientos. Los hijos, hasta cuatro, fueron llegando a lo
largo de los años.
Años antes de la tragedia, Francisca empezó a
mantener relaciones con un vecino del pueblo, Pedro Urbano.
Probablemente, para no llegar donde finalmente llegaría,
Gabriel, harto de la situación, decidió poner tierra de por
medio y marchar a Argentina junto a sus dos hijos mayores.
Pensando que su marido ya no volvería, Francisca
comenzó a vivir maritalmente con Pedro Urbano. En algún
momento no sólo tuvieron un hijo, sino que se trasladaron a
Zaragoza y abrieron una taberna. Sin embargo, el negocio no
les fue rentable, por lo que terminaron por cerrar volviendo a
la carnicería de Illueca.
En ello estaban cuando, sorprendentemente, regresó el
marido con sus hijos desde Argentina. Debió haber
enfrentamientos y discusiones, tras los que Gabriel entabló
una querella por adulterio contra su mujer, a resultas de la
cual tanto ella como el amante fueron encarcelados.
Quiso la mala fortuna que, por un azar judicial, se
aplazara el juicio contra ambos, por lo que el juez dictaminó
su libertad provisional. Sin enterarse de más, cuando Gabriel
los vio paseando por la calle y abriendo la carnicería, dedujo
que habían sido absueltos, por lo que montó en cólera.
Se presentó en la carnicería donde atendía su mujer y,
delante de las horrorizadas clientas, descerrajó dos tiros
contra ella. Herida, Francisca salió a la calle, donde fue
alcanzada por Gabriel y rematada a puñaladas. Como es
habitual en los periódicos de la época, se contentaban con dar
27
la trágica noticia sin seguirla en su desarrollo posterior, por lo
que no podemos saber si Gabriel fue enjuiciado y qué
condena le cayó, si hubo alguna.
Hasta ahora, hemos visto situaciones de adulterio que
terminaban en muerte o al menos tentativa de ello, sea de la
mujer y el amante o de la primera o el segundo solos. Sin
embargo, poco a poco se iba abriendo paso la posibilidad de
realizar denuncias, como en el caso anterior, al objeto de
condenar a la mujer adúltera. Para ello era especialmente
importante sorprender a los amantes in fraganti, de forma que
fuera irrebatible la condena de los mismos.
La Época informa el 16 de mayo de 1911 de la
denuncia presentada por un tal Gerardo Ciotet. Resulta que
este hombre era escribiente en la Capitanía general de Melilla
y se encontraba de permiso en Madrid, donde tenía su
domicilio junto a su esposa Francisca Pascual.
Debía estar informado de las infidelidades de esta
última, porque no es normal presentarse poco antes de las dos
de la mañana en el puesto de la Guardia C ivil de las Ventas,
pidiendo que le acompañaran a casa para sorprender a su
mujer en pleno delito de adulterio. Inmediatamente fueron
con él un sargento y un cabo.
Al llegar a la casa y franquear la puerta, encontraron
efectivamente a Francisca en compañía de un señor llamado
Teófilo Guerra, inspector de la Compañía madrileña de
urbanización. Éste, como afirma de manera irónica el
periódico, “no supo justificar su presencia en aquella casa a
las dos de la mañana”, por lo que ambos marcharon detenidos
y puestos a disposición del Juzgado de Chamartín.
28
Algún caso más de esta índole se encuentra en las
informaciones periodísticas, incluso el más complicado
judicialmente de que fuera la mujer la que se presentase en la
comisaría de policía, al objeto de que la acompañasen para
sorprender in fraganti a su esposo con otra mujer en una casa
de citas. Resultaría más complicado porque, de no mediar
escándalo, es difícil que la denuncia de la mujer llegara a
buen término en esas circunstancias.
Dentro de estos casos donde impera la querella antes
que la “facultad de matar” o intentarlo al menos, quizá el que
mayor resonancia tuvo en aquellos años, junto al que
trataremos a partir del próximo capítulo, fue uno que empezó
a enjuiciarse el 11 de enero de 1910.
Se trataba de una querella presentada por Mariano
Bertodano contra el señor Saavedra, conde de Alcudia, y
socio suyo en la Sociedad mercantil propietaria de la colonia
Santa Eulalia. La demanda se extendía, naturalmente, a la
mujer del primero, María Avial, de la que se afirmaba que
mantenía relaciones adúlteras con el segundo.
El juicio levantó una gran expectación, puesto que
estaban citados a declarar personajes muy ilustres de la
política y la aristocracia españolas, amigos del conde.
Algunos otros como el propio Antonio Maura y Eduardo
Dato fueron desestimados por el tribunal al ser propuestos.
En todo caso, el juicio se llevó a cabo a puerta cerrada, algo
que veremos también que intentó el tribunal que juzgó a Coll
por homicidio.
Lo que en el caso de este último no se pudo por la
presión popular y las insistentes peticiones de la prensa, sí se
29
consiguió en el caso de Mariano Bertodano. Apenas se
filtraron datos a la prensa, pero de ellos pudieron hacerse
algunas deducciones.
Parece admitido que los dos acusados llegaron a hacer
algún viaje juntos y sin presencia del marido, aunque el
abogado defensor sostuvo que Bertodano estaba enterado e
incluso había llegado a despedirles en alguna ocasión al
andén. El conde de Alcudia, muy caballero él, negó toda
relación adúltera con María Avial, además de ponderar ante
el tribunal sus grandes cualidades.
Se escucharon testigos convencidos de la infidelidad y
otros, por parte de la defensa, sosteniendo lo contrario. Tras
escuchar a todos, e independientemente de que María hubiese
solicitado previamente la separación eclesiástica de su marido
(a lo que éste había respondido con la querella), el tribunal
los consideró culpables. La pena de cárcel para ambos fue de
tres años, si bien el abogado defensor anunciaba una
apelación que ignoro cómo se resolvería.
Así pues, vemos que hay una amplia casuística en los
casos de adulterio de la época: desde la denuncia para pillar
in fraganti a los adúlteros al objeto de entablar
posteriormente una querella, como la presentación de la
misma sin que mediara esta condición, hasta la aplicación de
la “facultad de matar”, siempre cuestionable por la constancia
o no de que el marido hubiese sorprendido el adulterio in
fraganti. El caso del inspector Coll fue uno de estos últimos.

30
El día del crimen

El 3 de diciembre de 1910 era sábado, un día que


depararía algunos sucesos en Madrid, nada realmente de
importancia. Seguramente, Pedro Francisco Coll, un hombre
de 38 años, inspector jefe asignado al distrito del Congreso,
sabría de algunos de estos incidentes.
Un compañero, inspector del distrito Centro, había
metido en la cárcel a unos individuos que preparaban un timo
contra unos italianos recién llegados a la capital. Un operario
de un taller de cerrajería era detenido al comprobarse que
había robado nueve kilos de bronce a su jefe.
Luego estaban los sucesos pasionales, esos que podían
terminar de cualquier manera debido al orgullo herido de los
protagonistas, como en el caso de Felipe Ontuñano, que armó
un gran escándalo en la casa donde habitaba con su amante
Francisca Perea. En la discusión llegó a ponerle un revólver
en el pecho, lo que hizo que la mujer saliera corriendo
escaleras abajo y los policías, alertados por los vecinos,
acudieran a detenerle.
Junto al orgullo, estaba el sentimiento de propiedad
transgredido. En la plaza madrileña de Santo Domingo dos
criadas tuvieron un buen “fregado” a cuenta de los amores de
ambas por un tal Adonis. Una defendió que aquel hombre era
suyo y que si la otra ponía sus ojos en él firmaba su sentencia
de muerte. La otra, chulapona, respondió que debería tener
miedo de que ella le echara un mal de ojo, la primera
respondió que era una …., la segunda que su oponente era
una …. La situación estuvo a punto de pasar a las manos y
31
organizarse una buena gresca a no ser por la intervención de
algunos de los vecinos de la plaza.
Nada debía hacer sospechar al inspector Coll que é l
mismo sería el protagonista, al día siguiente, de una noticia
de primera página en la mayoría de los periódicos. No
habiendo novedad en su servicio, se acercó a pedir permiso a
su jefe Méndez Alanís, para ausentarse hasta el lunes. Éste se
lo concedió sin problemas.
Durante todo aquel ardiente verano de Madrid, la
mujer del inspector, Nieves Hermida, había pasado su tiempo
en una casa que rentaron en la localidad de Guadarrama. Con
el fresco de la sierra era más agradable pasar la noche y dejar
que los dos hijos, el mayor de diez años, jugaran y pasaran su
tiempo libre. Atado por las necesidades del servicio, como
siempre, el señor Coll iba y venía para estar algunos fines de
semana con los suyos.
Siempre avisaba mediante un telegrama a su mujer de
su llegada los sábados en que podía ausentarse. Sin embargo,
lo que amenazaba con ser un sábado y domingo agitados de
trabajo se había diluido transformándose en un período sin
nada destacable. Por ello tomó la repentina decisión de
acercarse a Guadarrama con tan escaso tiempo que no se le
ocurrió, como otras veces, avisar a su mujer. No sabía que tan
simple decisión iba a desencadenar el principal drama de la
vida de ambos.
Salió de la comisaría a primera hora de la tarde, junto
a un compañero, charlando de los casos habidos, tal vez de
esos incidentes policiales que habían salpicado la mañana. A
las cuatro y media terminaron de cortarles el pelo en la
32
peluquería y el compañero quiso prolongar la compañía junto
a Coll siguiéndole hasta su casa, donde tenía que recoger
alguna ropa y útiles necesarios para pasar el fin de semana en
la sierra.
Según declararon el mismo peluquero y este amigo de
la comisaría, Coll estuvo tranquilo hasta encontrarse en su
casa. Entraba y salía de las habitaciones mientras charlaba
con su compañero ocasionalmente. De repente, manifestaría
este último, salió demudado, diciendo incoherencias. Lo
acompañó hasta la cercana casa de su suegra, extrañado de
que Coll, de repente, no hablara apenas y se limitara a
murmurar cosas que no parecían tener que ver con la
conversación que, en vano, su amigo pretendía tener.
Tras unas breves palabras intercambiadas con su
suegra, después de aguantar sus lágrimas y su petición de que
la perdonara, quedó solo. El tren salió puntual de la estación
del Norte a las seis de la tarde, trasladándole hasta Villalba.
Tenía en su poder las cartas que había encontrado
casualmente en el armario, mientras buscaba un medallón que
su mujer le había pedido hacía días que le llevara. ¿En qué
estaba pensando Nieves cuando le hizo tal encargo? ¿No
recordaba que allí tenía algunas cartas comprometedoras de
su amante? No obstante, su texto y sentido los recordaba muy
bien.

“Querida Nieves: No me esperes ahí, pues tengo


que ir al Ayuntamiento a dar luz a uno que está a
oscuras. Iré a verte al otro lado, vida mía. Tu
Ramón”.
33
Iba, según manifestó más tarde, dispuesto a recriminar
su infidelidad a su mujer, llevarla de vuelta a Madrid y
arreglar las cosas “definitivamente” batiéndose con el
ofensor, como dijo a su suegra, una buena mujer que siempre
había estado de su parte.
Tras llegar a Villalba cogió el omnibús que lo
condujera a Guadarrama. Sobre las ocho bajó del mismo en la
plaza de la Fuente. En el número uno se encontraba la
pequeña casa donde habían alquilado dos de los cuartos para
Nieves y sus dos hijos. Inmediatamente observó que una niña
desconocida que andaba por allí salía corriendo hacia la casa.
Del mismo modo, su propio hijo mayor hizo lo mismo, casi
sin decirle nada, como si fueran a avisar de su llegada.
Entró agitado y ya desde el umbral escuchó alguna
carrera, movimientos en el dormitorio de su esposa. Con una
indignación y una ofuscación creciente, penetró
violentamente en aquel cuarto encontrando a su mujer
tendida en la cama, ligera de ropa, y a un hombre que trataba
de esconderse al otro lado de la cama. Según sus primeras
manifestaciones, les gritó, ciego de ira: “¡Canallas! Habéis
pisoteado mi honra”.
Se alzó, más sereno, Ramón Sánchez de Lara, el
amante de su mujer, su amigo de juventud, para replicarle:
“No la toques a ella, sólo yo soy el culpable. Si quieres nos
mataremos para lavar tu honra”. Dejándose llevar por el furor
de aquel momento, el inspector Coll sacó su pistola
Browning y descargó tres tiros contra su oponente.

34
Muchos se preguntarían después por qué no hizo lo
mismo con Nieves que, en un primer momento, se abalanzó a
abrazar a Ramón, como para protegerle de la venganza de su
marido. Tal vez el autor de los disparos dudara entonces.
Según luego se justificaría, sus propios hijos pequeños lo
abrazaron pidiéndole que no matara a su madre. Tuvo lástima
de ellos, vino a decir después. Tal vez le sobrevino ese
momento de serenidad que le había faltado hasta entonces al
ver a su enemigo caído en el suelo, exánime, el pecho
cubierto de sangre.
Así que se dio la vuelta y salió a la calle, donde los
vecinos de la plaza, al ruido de los disparos, estaban saliendo
de sus casas, alarmados. Según las primeras crónicas, se
dirigió a ellos diciendo: “He matado a un hombre. He
reivindicado mi honor. Me entrego a la autoridad para que
juzgue mi conducta”. Ciertamente, no era algo inusual, como
vimos en el caso de la calle Bailén, pero parece una
declaración bastante melodramática. Según se informó
posteriormente, parece que obligó a su mujer a sentarse en un
baúl tal como estaba, sólo con la ropa interior, tiró el arma y
esperó la llegada de las autoridades, que no tardaron en
acudir alertadas por los vecinos.
El inspector Coll se consideraba, sin duda, vengado en
su honor, hasta entonces maltrecho. En su mente aún
guardaría el texto de las dos cartas encontradas, una de ellas
repleta de tiernos y románticos versos que escribía el hombre
ahora cadáver a Nieves, su mujer, que permanecía llorando
sentada sobre un baúl sin atreverse a moverse de allí. El

35
drama judicial de ambos empezaba su marcha. El drama más
personal hacía tiempo que había comenzado.

36
Protagonistas masculinos

El cuerpo de Ramón Sánchez de Lara presentaba,


cuando fue realizada la autopsia, tres heridas de bala: dos
graves y una tercera mortal de necesidad.

“La más penetrante estaba situada en el octavo


espacio intercostal izquierdo; la bala resbaló por
la costilla y salió por la región lumbar. El
segundo proyectil entró por el hombro izquierdo,
atravesó el brazo y volvió y siguió por la región
escapular, con orificio de salida por el vértice del
omóplato.
El tercer proyectil… entró por el quinto espacio
intercostal, atravesando el corazón por el
ventrículo derecho y el tabique interventricular, y
siguió por el ventrículo izquierdo, continuando la
trayectoria hasta salir por la región renal” (ABC,
7.9.1910, p. 13).

En otras palabras, la segunda herida parece responder


a una de tipo defensivo, en la que Sánchez Lara trataba de
protegerse levantando el brazo izquierdo. El tercer balazo le
atravesó el corazón. Realmente, al inspector Coll no parecía
haberle temblado la mano precisamente en el momento de
ejecutar a aquel hombre desarmado.
Pese a la violencia del crimen, se puede constatar
durante los dos primeros días una evidente simpatía, tanto

37
popular como periodística, hacia el policía autor de los
disparos.
Tras la primera noticia del suceso, el ABC, que
asumiría la defensa encendida y permanente a lo largo de un
año del papel cumplido por el inspector, ya explicaba:

“El Sr. Coll era persona muy querida de cuantos


le trataban y, según sus compañeros, un
funcionario serio, activo y fiel cumplidor de su
deber” (ABC, 4.9.1910, p. 15).

Al día siguiente se insistiría en su cualidad de


excelente funcionario, con una brillante hoja de servicios y
diversas condecoraciones que premiaban su labor
reconociendo su mérito. Se resaltaba la completa confianza
que disfrutaba por parte de su jefe, Méndez Alanís, que
reservaba para él “los servicios más delicados y difíciles”.
Un breve comentario en otro periódico de aquel
segundo día tras el homicidio, nos revela que el clima general
entre la población era el de justificar el crimen señalando ya
quién era realmente culpable del mismo.

“Notábase en el pueblo un movimiento


extraordinario. La plaza de la Fuente hallábase
invadida por nutridos grupos de veraneantes y
vecinos del pueblo que, estacionados frente a la
casa que ha servido de escenario al dramático
suceso, lo comentaban vivamente y en tonos
favorables para el homicida.
38
No se oía, en cambio, para la culpable una
atenuación ni una palabra de lástima” (El
Imparcial, 5.9.1910, p. 2).

Frente a los detallados informes que los periódicos


dedicarán al pasado de su mujer, Nieves Hermida, resulta
llamativa la muy escasa atención dedicada tanto al inspector
Coll como a su víctima. Así, sólo uno de los diarios
publicará, después de una nueva loa a la probidad y eficacia
del inspector como funcionario, el hecho de que era hijastro
de una persona de reconocida solvencia: el señor Rodríguez
Rey, ex diputado en Cortes, ex gobernador civil, ex juez
municipal de Madrid, además de muy ligado políticamente a
Francisco Romero Robledo, ya fallecido por entonces,
ministro tanto durante el reinado de Amadeo I como en la
Restauración.
Por si esto fuera poco, se recalcaba los afectos que
unían a Rodríguez Rey con su hijastro, hecho sin duda cierto
por cuanto el primer pensamiento de Coll, tras ser detenido,
fue para él. Quiso entonces mandar un telegrama a su jefe
pidiéndole que le comunicara el suceso a su padrastro con el
mayor cuidado posible, para que el anciano no se alterase
más de la cuenta.
Frente a figura tan poderosa, el pueblo y los ávidos
lectores de periódicos en Madrid no tenían duda, como
hemos dicho: el inspector Coll defendía su honra, su honor,
frente a las infidelidades de su esposa con aquel otro hombre
que había pagado con su vida, merecidamente, el atentado al
santo vínculo matrimonial. Sin embargo, como veremos más
39
adelante, esa imagen de funcionario íntegro y hombre cabal,
pronto empezaría a cuestionarse.
En todo caso, ese mismo público tenía asignado desde
el principio la culpabilidad tanto a la esposa adúltera como al
amante aprovechado. Sin embargo, ya que este último había
muerto, pagando merecidamente su culpa, los periód icos no
descargaron sobre él ningún adjetivo denigrante.
Por el contrario, el mismo ABC que ponderaba la
figura de Coll, comentaba sobre Ramón Sánchez de Lara:

“Era empleado de la Sección de Teneduría de


libros del Ayuntamiento de Madrid, y contaba
unos treinta y nueve años de edad.
El sueldo que disfrutaba en el Municipio era el de
3.000 pesetas anuales; pero además poseía
algunas propiedades que heredó de su padre.
Entre sus compañeros de oficina gozaba de
grandes simpatías por su carácter ameno y franco
y su vida morigerada y modesta.
Era soltero y no tenía más familia que una
hermana y un sobrino, hijo de ésta, con el que
salía de paseo muchas veces” (ABC, 5.9.1910, p.
6).

Con una imagen semejante, una trayectoria de buen


funcionario, tan cumplidor de su deber como Coll, añadiendo
su característica de “vida morigerada y modesta”, no dándose
por tanto al excesivo gasto, sólo faltaba añadir un buen

40
carácter que, en un momento determinado, se estropeó. Así,
uno de sus mejores amigos en el Ayuntamiento describe:

“- Sánchez de Lara –nos ha dicho- era el


prototipo de la caballerosidad. Antes era alegre,
de alegría sana e infantil, decidor y ocurrente.
Tenía graceño madrileño y en su trato íntimo un
singular encanto.
Habrá usted observado que digo que éste era su
carácter antes, porque ahora había cambiado
totalmente. La preocupación había matado su
alegría y parecía agobiado por el presentimiento
de un triste desenlace.
Era puntualísimo en el cumplimiento de sus
deberes, muy ordenado, muy amante del método,
muy económico. Por la mañana acudía a la
oficina con un traje adecuado para la faena; por la
tarde ponía extraordinario cuidado en su vestido y
salía elegante y atildado. En aquellos momentos,
con especial gracia, se llamaba a sí mismo el
exquisito” (El Heraldo de Madrid, 7.9.1910, p. 2).

Por si había alguna duda de quién era culpable de ese


antes y después, el amigo siguió relatando que dos años atrás
Ramón se había acercado a él para hacerle una consulta como
amigo y hombre experimentado en lides amorosas. En efecto,
tras mencionarle su relación con Nieves, la mujer de su buen
amigo Coll, manifestaba que él no quería hacerle daño, que
debía estar loco porque había llegado al punto de engañarle.
41
“Te juro que no ha habido en mí propósito alguno de
mancillarle. Esa mujer ha tenido la culpa de todo”, añadió.
Otros comentarios redundan en la misma tendencia:
era ella quien le perseguía, le “asediaba” en términos de la
familia de Sánchez de Lara, le obligaba a realizarle regalos
muy a pesar de su ánimo, tan ahorrador. Varias veces quiso él
romper y pidió consejos y ánimos a sus compañeros, pero la
pasión de Nieves lo arrebataba y le dejaba, finalmente, sin
ánimo para oponerse a continuar unas relaciones adúlteras,
muy a su pesar. Entonces, piensa el lector: ¿y esos versos
encendidos? ¿y ese buscarla en Guadarrama donde
veraneaba?
La imagen periodística de los protagonistas
masculinos estaba en gran medida completa. Coll era un
hombre honrado, un trabajador serio y responsable, con
especiales méritos dentro de un cuerpo de policía, institución
del Estado. Por su parte, Sánchez de Lara era también uno de
esos funcionarios que sostienen la urdimbre de la
Administración española, un hombre responsable como Coll,
ahorrador incluso, nada dado a estipendios generosos. Sólo
tenía un defecto, se viene a concluir: su debilidad de carácter
frente a esa mujer apasionada y avasalladora que debía ser la
mencionada Nieves Hermida.
El cuadro estaba completo salvo por la protagonista
femenina. Si la historia continuaba con aquella frase tan
conocida (cherchez la femme), los periódicos buscaron
pruebas en su vida sobre lo inevitable de sus desvaríos
conyugales, remachando los clavos de su culpabilidad. Por
eso la gran disparidad de espacio que ocupan las biografías
42
de los tres protagonistas: los dos masculinos eran personas de
una pieza, probos funcionarios, de los que no era necesario
saber mucho más. De ella sí, porque respondía al modelo de
la tentadora Eva, de la mujer que rompe la felicidad conyugal
por su osadía y sus libres maneras. Finalmente, aunque el
dedo acusador la señalara desde el principio como la
principal culpable, late en el fondo la fascinación morbosa
del periodismo y la opinión pública por una figura que no se
sujeta a los modelos imperantes entonces para una mujer de
su familia, amante del hogar y de sus hijos.

43
44
Nieves Hermida

El padre de la implicada, Luis Hermida de Castro, era


un empresario conocido en Padrón (A Coruña). La ciudad es
conocida gastronómicamente por sus productos
hortofrutícolas (los conocidos pimientos) y por albergar la
casa donde murió Rosalía de Castro en 1885, parienta lejana
por lo demás del señor Hermida.
No sabemos cuál era la industria del padre de Nieves,
pero los periódicos comentaban de su regular fortuna en los
años en que nacieron sus dos hijas: Nieves y Obdulia. De su
madre, Ventura Neira, nada se menciona, pero sí del declive
de la posición social de la familia por algún revés en los
negocios. De una espléndida finca que habitaban en Monte
Porreiro pasaron a instalarse en el número 15 de la calle
Sierra.
Por entonces, Nieves y Obdulia eran mencionadas en
el diario de provincias por ser “gentiles, graciosas e
inteligentes”. La intervención de la primera como tiple
(soprano) en los novenarios de la Concepción motivó grandes
elogios. Incluso disponemos de una descripción entusiasmada
que dedica un periodista a su presencia en un baile
importante del 16 de agosto de 1892:

“Nieves Hermida, vaporosa como un cisne, que


viene con su juventud y su belleza a disputar uno
de los puestos de honor entre las hermosuras de
primera línea, pues tiene su figura el encanto de
los versos de Rosalía de Castro, iba
45
elegantemente envuelta en tela rosa y verde,
como las flores que en Mayo perfuman los altares
de la Virgen” (El País, 10.9.1910, p. 1).

Nieves fue bien educada en Santiago de Compostela


pero, cuando las cosas se torcieron aún más, el padre decidió
que todos fueran a buscar fortuna en Madrid. A partir de ese
momento, los periódicos no mencionan la ocupación del
padre, tal vez viviera de las rentas obtenidas de lo que
quedaba de los fondos familiares.
En todo caso, la “bellísima” hija de Luis y Ventura
pareció destinada a triunfar en el mundo del canto. Poseedora
de una bonita voz de tiple, como hemos comentado, el
entonces director de Correos y Telégrafos Eduardo Vincenti,
gallego y amigo de su padre, puso los medios económicos
adecuados para la realización de unas duras pruebas en el
Conservatorio musical madrileño.
A las citadas oposiciones se presentó con la que sería
una brillante aunque efímera gloria del canto a finales del
siglo XIX: la oscense Fidela Gardeta, que habría de retirarse
en 1903 debido a las consecuencias de una operación en la
nariz, arrastrando una enfermedad que la llevaría a la tumba
veinte años después.
Así pues, tal como presenta su biografía el diario El
País el diez de septiembre, la joven, bella, educada y algo
caprichosa, gustosa en gastar y darse todos los caprichos
posibles, iba estirando de la cuerda de su generoso benefactor
hasta que éste, sea porque percibiera su carácter poco

46
trabajador en la música o su coquetería impulsiva, habló con
el padre para buscarle un novio adecuado.
Aparece entonces en escena un joven bastante
conocido en el café de Fornos, el que se encontraba en la
calle Alcalá esquina con Virgen de los Peligros. Estaban lejos
los tiempos actuales en que su espacio sería ocupado por un
Starbucks. Por entonces, el Fornos era un café muy conocido
por sus gustos culinarios y sus tertulias literarias y políticas.
Pues bien, M.A. como lo nombran los diarios, fue el
primer novio oficial de Nieves en Madrid. Dedicado
probablemente a la vida alegre y las chicas fáciles, M.A.
disfrutó con ella pero, andando el tiempo, consideró que la
relación había dado de sí lo que tenía que dar. De manera que
habló con un amigo del Fornos y se lo llevó a una de las
fiestecillas que organizaba la madre de Nieves al objeto de
buscar pretendientes para sus dos hijas.
En ellas Nieves cantaba, naturalmente, Obdulia
recitaba algún monólogo y la madre aplaudía a rabiar
mientras el padre, adormilado, se limitaba a liar cigarrillos
que ofrecer a los “pollos” que acudían. Pues bien, el proceso
de sustitución estaba en marcha: M.A. le presentó al otro
joven y Nieves quedó encantada. Realmente, si era
“bellísima” (para los cánones de la época), como no se
cansaban de decir los periódicos incluso quince años después,
si la chica era graciosa y educada, algo coqueta también,
debía gustar.
Pues bien, el nuevo joven y Nieves empeza ron una
relación que el primero llevó bastante lejos. Sin llegar a dar
palabra de matrimonio, cuyo incumplimiento por entonces
47
suponía incluso pasar por los juzgados, dejaba deslizar aquí y
allá ante la madre promesas vagas de un futuro juntos. Según
el periódico, incluso mostró a Nieves el que podría ser su
hogar, un nidito de amor donde él vivía y que la jovencita no
se recató en visitar más de una vez.
Pero de nuevo llegó el momento en que el segundo
tampoco deseaba seguir con la relación y prefería romper.
¿Cómo hacerlo sin que surgiesen grandes enconos? Los dos
jóvenes idearon un plan. Una tarde en que la nueva parejita
departía cariñosamente junto a la mesa camilla con la única
presencia de un padre dormido hacía rato, llegó M.A. de una
fiesta junto a su hermano y un amigo. Al sorprenderles juntos
en tan amorosa actitud se sintió ultrajado en su honor y, tras
unas fuertes palabras, retó en duelo al que era su amigo.
Cuando éste respondió al desafío y marcharon juntos,
madre e hijas quedaron llorando mientras el padre se sentía
probablemente confuso. Los dos jóvenes marcharon a una
farmacia conocida y allí siguieron representando la obra de
teatro: al que le tocó perder el supuesto desafío se rasgó la
ropa, se manchó de mercromina y de esa guisa aparecieron,
junto a los padrinos que confirmaban el duelo, en casa de
Nieves. Allí, no sólo rompieron ambos su relación con ella
sino que obligaron al padre, por una supuesta costumbre
duelística de Madrid, a invitarlos a almorzar en uno de los
mejores restaurantes madrileños.
De esta anécdota extensamente comentada por el País,
se deduce que Nieves no era un gran partido en cuanto a
fortuna familiar, que ella era coqueta y atrevida y que la
madre estaba deseando ver a sus hijas comprometidas. En
48
esas circunstancias, languideciendo su carrera de canto,
decepcionado su protector, cuando pocos años después
apareció en un baile de máscaras del Teatro Real aquel
hombre serio y solvente que era Pedro Francisco Coll, a la
familia y a ella se les abrió el cielo.
Llegados a este punto y para mejor completar la
imagen de Nieves diez años después, en vísperas de la muerte
de su amante, debemos mencionar el baile celebrado por la
sociedad “Brisas del Guadarrama” el 28 de agosto de 1910. A
él acudió Nieves y allí le pidió bailar un joven llamado
Adolfo Negro. En la conversación que entablaron mientras
danzaban, el chico se percató de que era una mujer casada y
manifestó su temor de que hubiera alguna escena violenta.
“No pase apuro alguno” contestó ella, “aunque mi marido nos
viera, nada nos hará; no es de esos”.
Poco después, se encontraba en la puerta Luis Oñoro,
el hijo de un conocido propietario de una ganadería de reses
bravas. Vestía guayabera y pantalón de monte con polainas.
Nieves, sin cortarse un pelo y aunque no lo conociera, se
dirigió hasta él diciéndole: “¿Y usted no baila, siendo un
joven tan guapo y tan simpático?”. Cuando él puso algunas
objeciones por la forma de ir vestido, ella le dijo que no tenía
importancia y que no debía ocuparse de ello.

“Ya del brazo de él, penetraron en el salón y a los


pocos momentos la pareja era un solo cuerpo, tal
era la forma que tenían de marcarse.
Ninguna importancia dio la señora casada a la
forma de ceñirse, pero sí el alcalde del pueblo,
49
que vióse obligado a llamar la atención a la
parejita, pues los concurrentes al baile, al darse
cuenta de la forma poco decorosa que tenían de
conducirse, murmuraban y se escandalizaban” (El
País, 10.9.1910, p. 1).

Ésta es la imagen de Nieves que transmitieron


repetidamente los periódicos al comentar los primeros días el
crimen de Guadarrama. El cuadro encajaba a la perfección: el
marido serio y responsable que siente herido su honor, el
amante que era buena persona, reidor y simpático, pero
también débil de carácter, hasta que la mujer llegó a su vida
para trastornarlo y hacerle traicionar su amistad con el
primero. Finalmente, la mujer, la principal culpable en la
deshonra del primero y la muerte del segundo. Ni una sola
voz se alzó para defenderla, si no fueran las constantes
referencias a su belleza y ello, más que defensa, era un nuevo
signo de culpabilidad.

50
El adulterio

El 7 de noviembre de 1911 Nieves declaró al fin en el


juicio contra su marido por homicidio. Su belleza
“crepuscular”, como fue definida por el reportero del
Heraldo, “se encontraba muy ajada” tras un año de
sufrimientos e incertidumbres.
Fue relatando con voz monótona y sin matices los
primeros años del matrimonio, celebrado en 1898. Habían
pasado estrecheces económicas hasta que, por alguna
influencia de su padrastro, Coll pudo colocarse en la policía.
A partir de ese momento las cosas rodaron mejor, aunque la
contrapartida fue el soportar las continuas ausencias de su
marido, lejos de casa de día y no pocas veces por la noche.
Aquella joven, que empezaba a dejar de serlo, se veía
probablemente alejada del coqueteo de otro tiempo, que tanto
iba con su carácter y belleza, atada a un marido al que, tras
darle dos hijos, apenas veía por casa, acostándose muchas
veces en una cama vacía. Sin duda, una creciente
insatisfacción iba anidando dentro al comprobar que lo que
podía hacer una mujer casada era mucho menos que otra
soltera: cuidar de la casa, de sus hijos, ir de compras, visitar a
sus padres y hermana. Sin probablemente saberlo, ella
necesitaba más, una vida variada y excitante.
Tras el nacimiento del mayor de sus hijos, se había
acordado en la familia que el padrino fuera Juan, el hermano
de Francisco Coll. Sin embargo, éste enfermó de gravedad.
Fueron a visitarle y, sintiéndose el enfermo en muy mal

51
estado, les pidió que el niño fuera apadrinado por Ramón
Sánchez de Lara, que estaba presente. Éste, aunque conocido
desde la infancia por Coll, era más amigo de su hermano que
suyo. Sin embargo, el hecho de apadrinar a su hijo motivó
que estrecharan lazos de amistad y que Ramón acudiera a su
domicilio con cierta regularidad, para ver a su ahijado.
Naturalmente, en esas visitas no siempre estaba
presente el marido, por lo que se quedaba charlando con la
señora de la casa, esa mujer que estaba deseando
conversación y la atención de un hombre como Ramón,
divertido al decir de sus compañeros, reidor, un caballero
atildado y elegante, simpático y buen amigo.
La relación empezó, por tanto, más de nueve años
antes de que Coll disparara contra el amante de su mujer.
Años de visitas, de estrechar una confianza creciente, de
palabras corteses y algo íntimas por parte de él, de gestos de
coquetería por la de ella. Palabras que se deslizan, miradas,
algún roce. Nieves pudo comprobar que con Ramón no sólo
se podía hablar y contar de sus desventuras de mujer casada,
madre, esposa de un hombre ausente en la mayoría de las
ocasiones, sino que se podía reproducir el viejo juego de la
atracción que tanto la divertía y emocionaba de joven.
El día en que le administraron el viático a Ventura
Neira fue un momento clave en su relación. En efecto, la
madre de Nieves había enfermado de gravedad y acudieron a
su casa varios miembros de la familia, entre ellos Nieves con
su marido, Ramón, un primo de Nieves, Arturo Hermida y
otros. Tras la imposición del sacramento los asistentes, para
no molestar en el domicilio de la enferma, se trasladaron al
52
de Coll para charlar y tomar un café. Al llegar y, por
necesidades del servicio, el anfitrión hubo de ausentarse.
El propio primo de Nieves llamó a Coll
posteriormente para advertirle:

“Al día siguiente llamó D. Arturo a Coll,


manifestándole que su deber de caballero le
obligaba a decirle que en su casa albergaba a un
canalla, refiriéndose al Sr. Sánchez de Lara,
porque al tomar el café el día anterior, observó
que éste y Nieves lo tomaban en la misma taza,
con tales complacencias y demostraciones, que no
cabía duda alguna de que mantenían ilícitas
relaciones” (El País, 7.9.1910, p. 1).

En efecto, las actitudes de ambos debieron ser tan


evidentes a los presentes que hasta las criadas, en la cocina,
comentaron los hechos con escándalo. Una de ellas incluso
afirmó durante el juicio que había visto que ella rodeaba con
el brazo el sillón donde estaba sentado el padrino de su hijo.
Como exclamaría luego Coll: “¿Cómo había yo de
imaginar una traición semejante en un amigo que era para mí
como un hermano?”. Sin embargo, la denuncia era tan clara y
tan fiable el testigo, que no tuvo más remedio que confrontar
la información con su esposa, a la que dijo que había recibido
un anónimo. Nieves, aparentemente indiferente, le contestó
que hiciera lo que quisiese, que lo primero era su
tranquilidad. Con tal consentimiento, Coll escribió una dura
carta a Sánchez de Lara:
53
“Eres un canalla. No vuelvas a poner los pies en
mi casa, y si llegaras a encontrarte por la calle
con mi mujer, cruza a la acera opuesta. Es una
recomendación que espero no olvidarás, si no
quieres exponerte a graves consecuencias” (El
Imparcial, 5.9.1910, p. 2).

Como afirmaba sobre aquel tiempo:

“Yo no llegué a sospechar todavía nada grave. Mi


convencimiento acerca de la traición de mi amigo
era absoluto; pero supuse que los actos de éste no
habían pasado los límites de los galanteos sin
correspondencia” (Idem).

Desde nuestro actual punto de vista, resulta algo


sorprendente que la irritación del marido se centrara en la
presencia en el hogar y las actitudes del amante en él y no en
lo equivalente de su propia mujer. Las declaraciones de Coll
a lo largo de los días posteriores al crimen y en el juicio eran
siempre las mismas: su mujer era una “romántica”, una
“histérica” de la que vivía “apasionadamente enamorado”.
Tal amor, loado por los periódicos, justificaba para ellos su
ceguera inicial y la reacción explosiva que tuvo lugar el día
de su visita a Guadarrama, cuando tuvo constancia de la
infidelidad de ambos a través de la correspondencia
encontrada. De nuevo la mujer como menor de edad,
fantasiosa, dejándose llevar en su imaginación por esas
54
novelitas románticas francesas que tanto daño hacían,
abocada a un romanticismo que tenía poco que ver con la
realidad, frente a la cual reaccionaba histéricamente.
A todo esto, Ramón Sánchez de Lara contestó a la
carta admitiendo su culpa y pidiendo perdón por su conducta
inadecuada, prometiendo al mismo tiempo enmendarla en
línea con los deseos expresados por Coll. Sin embargo, éste
observó que las salidas de su mujer eran frecuentes, que si iba
a la modista, de paseo, con alguna amiga o familiar… Y todo
ello cuando él regresaba a casa por las noches, aunque la
mayoría del tiempo se encontraba de servicio fuera de casa.
De todos modos, según las criadas, hubo no pocas ocasiones
en que el marido tuvo que cenar solo por ausencia de Nieves,
que volvía bien entrada la noche.
Por aquel tiempo, Nieves enfermó de cierta gravedad
y su marido, en la medida que pudo, se desvivió por ella
atendiéndola, trayendo a los mejores médicos y
acompañándola a la cabecera de su lecho. En esos días,
viendo su solicitud, Nieves reconoció su conducta algo
alocada.

“Eres muy bueno para mí –me dijo-, y quiero


corresponder a tu solicitud y a tu sacrificio. De
hoy en adelante me corregiré tanto, que no vas a
conocerme. Se acabaron mis salidas, mis paseos y
mis distracciones. Seré en lo sucesivo una mujer
discreta, dedicada a mi esposo y a mis hijos”
(Idem).

55
Esos propósitos sirvieron para que Francisco Coll
pusiera también de su parte, como manifestó posteriormente.
Robaba todo el tiempo posible a su trabajo para estar con su
mujer, acompañarla al teatro, de paseo y donde quisiera ir.
Pero este período no podía durar mucho. El servicio le
requería más y más tiempo. Además, la actitud contrita de
Nieves dejó de serlo en cuanto se sintió mejor y se vio
paseando por Madrid, saludando a sus amistades,
organizando alguna merienda y volviéndose a codear con
amigas charlando de los cotilleos familiares propios de aquel
tiempo. Ella volvía a ser una mujer con sus apetencias, sus
ganas de divertirse, coquetear y, en ese sentido, ese marido
tan serio aunque complaciente, agobiado por los
requerimientos de su trabajo, no le resultaba especialmente
excitante.
Entró así en la conocida fase de llevar dos vidas
diferentes que podía desear, más que suponer, estancas, sin
relación una con la otra. Se acostumbró a la mentira y el
ocultamiento, haciendo de tal conducta su forma de vida
habitual, alejándose de cualquier contrición y
arrepentimiento.
La relación con Ramón se había mantenido con mayor
o menor estabilidad, hasta convertirse en completamente
íntima. El elemento facilitador fue una criada contrahecha,
Raimunda Tedó, que entró como costurera en casa de Nieves.
Como era conocedora de las anteriores estancias de Ramón
en la casa y de cómo departían ambos hasta altas horas de la
noche en ocasiones, propuso a su señora su propia

56
intervención para alquilarles algún piso que pudieran
transformar en “nido de amor”.
Dicho y hecho, fue rentando algunas habitaciones
consecutivamente en la calle Arrieta, entre otras, a fin de que
los amantes pudieran encontrarse sin levantar demasiadas
sospechas. Según la manifestación del portero de esta última
casa, el piso del número nueve fue efectivamente alquilado
por la criada para su señor Sánchez de Lara. Éste lo ocupó
acudiendo eventualmente hasta que poco después empezó a
aparecer Nieves, presentada por la criada al portero como la
hermana de Ramón.
La historia se repitió en otras viviendas hasta que la
vecindad se mostraba curiosa o el portero empezaba a
sospechar, momento en que la criada se movía para obtener
otro piso alternativo. Mientras tanto, la pareja salía de paseo,
iban a alguna tienda de moda para encargar algún vestido
para ella, cenaban juntos e incluso acudían al teatro, lugares
donde Coll o algún compañero podrían haber estado. En
ocasiones, según manifestó Raimunda, Nieves llegó a
quedarse en el piso hasta la mañana siguiente.
Después de fallecido Sánchez de Lara las
declaraciones, tanto de su hermana como de sus amigos,
mencionaron que él deseaba cortar la relación con Nieves
pero que ella “le asediaba” imponiéndole su cercanía y
dominio. Los amigos le advertían del riesgo que corría, del
peligro que podría conllevar Coll o alguno de sus compañeros
policías, y él juraba y perjuraba que habría de dejarla, pero
finalmente no lo hacía. Ello redundaba en la imagen de una

57
mujer dominante y perversa que controlaba a un hombre
débil de carácter.
Sin embargo, algunos testimonios hacen pensar que,
además de una relación plenamente correspondida, la actitud
de Ramón ante sus amigos no era sincera. En cierta ocasión,
según manifestó Eugenio Pérez, antiguo amigo de la familia
Hermida, había acompañado en un coche hasta el domicilio
de la calle Arrieta a Nieves y su hermana Obdulia.
Allí esperaba en el portal un hombre que, indignado
por encontrar a Nieves en su compañía, le zarandeó, insultó y
estuvo a punto de agredirle. Ante la ofensa, se aclaró su
condición de amigo de ambas hermanas, y Sánchez de Lara
declinó su actitud celosa. De hecho, fueron hasta un café,
donde el ofensor le escribió una carta disculpándose por el
hecho, documento que dejó completamente satisfecho el
honor de Eugenio.
Ramón parecía deseoso de explicarse ante el que
había considerado su rival.

“Me decía que estaba enamorado perdidamente


de ella, y como yo le advirtiese de los peligros a
que con esto se exponía, dado el carácter varonil
y enérgico de Coll, me ofreció que procuraría
dominarse y reñir con ella. Me dijo más: que era
su propia pasión la que le dominaba, no la
imposición de Nieves” (El Heraldo de Madrid,
10.11.1911, p. 2).

58
Así que se consideraba un hombre cazado, no por
ella, sino por sus propios sentimientos y pasiones. Sin
embargo, ante sus amigos y familia adoptaba la postura digna
del que es atrapado por una mujer dominante frente a la cual
no sabes defenderte. Pero que él colaboraba activamente en la
relación, parece fuera de duda. Otra cosa es que, más
prudente que ella, sí fuera arrastrado por el descaro con que
Nieves lucía amante por las calles y teatros de Madrid.
La hermana de Ramón, sin embargo, no dejaba de
declarar a los periodistas que se le acercaban que ella era una
mujer absorbente, imperiosa, que asediaba a su hermano para
que no la abandonara. Incluso citaba un hecho que luego sería
confirmado por un amigo de Sánchez de Lara. Éste había
comenzado una relación seria con una muchacha con vistas al
matrimonio. Ya que Nieves no dejaba a su marido e hijos,
como al parecer le prometió en alguna ocasión esporádica,
bien pensaba formar una vida matrimonial que enderezara su
rumbo a la edad que empezaba a tener, más cerca de los
cuarenta que de los treinta.
Sin embargo, para Nieves Ramón era suyo, sin
paliativos. Por ello, ni corta ni perezosa, se fue hasta la casa
de aquella muchacha a contarle que el matrimonio era
imposible porque Ramón era su amante y no dejaría de serlo.
Desde luego, la mujer renunció a ese matrimonio y buscó a
otro hombre que no le diera tales problemas. Esta
intervención, sin embargo, no supuso ruptura alguna entre los
amantes.
En el momento en que perdería la vida, la relación
entre ellos era buena y estaba consolidada. El señor Doval,
59
defensor de Coll, recibió el encargo por parte de éste de
registrar la casa familiar para encontrar más pruebas de la
infidelidad de su mujer. Por un motivo que nunca sabría
explicar, tras acabar con la vida de Sánchez de Lara y
esperando en la cocina la llegada del juez, Francisco Coll
tomó las cartas que había encontrado en el armario y las
rompió en mil pedazos. ¿La vergüenza de aparecer como un
hombre engañado tal vez? ¿El deseo de reducir los cargos a
un crimen cometido en un momento de furor por pillarles en
pleno adulterio?
El caso es que poco después las motivaciones de Coll
estaban puestas en cuestión y la relación con su mujer debía
terminar en una querella por adulterio. Así que Doval llegó a
la casa y se puso a revisar el armario donde Coll decía haber
encontrado las cartas incriminatorias. Resulta asombroso que
Nieves hubiera dejado allí varias más, habida cuenta que ella
había regresado varios días antes al domicilio familiar.
El caso es que se encontró, entre otras, una carta
escrita desde la misma Guadarrama citando a su amante:

“Amado mío: Aquí me tienes enferma, triste y


aburrida; ya comprenderás, en tales condiciones,
del mal humor que estaré; en fin, con la alegría de
verte creo que me pondré mejor.
Creo no debes venir hasta el lunes, pues hasta
entonces no podré salir a esperarte… No escribo
nada a casa, pues se alarmarían y los tendría aquí
todos los días; para hacer el viaje tienes que
tomar el mixto de las nueve de la mañana, hasta
60
Villalba, y luego el „auto‟ y que te deje en la
fonda de Castilla.
Ya por la tarde, te saldrás a la puerta de la fonda,
a las seis, y allí sentado esperarás que pase yo de
paseo; me sigues, y ya te enterarás dónde vivo y
ya nos pondremos de acuerdo para arreglar en lo
posible nuestra „descompuesta vida‟; „ten
paciencia‟ pues después de tiempos malos están
los buenos.
Ten mucho cuidado cuando tomes el tren, no sea
que ese mismo día venga quien tú sabes, y os
encontréis en el mismo coche; si ocurriera eso no
te bajes en Villalba, y que vea que sigues para
que pierda toda suposición…
No sé, mi vida, si me habré explicado bien; pero
estoy en un estado de nervios atroz. Hasta que
tenga la dicha de verte; y no olvides que no vive
la mujer que te adora- Nieves” (El Imparcial
10.9.1910, p. 2).

Pese al “estado de nervios atroz”, no parece la carta de


una mujer atolondrada ni histérica, sino la de alguien que
calcula posibilidades, que elude problemas y que manifiesta
una pasión que, sin duda, era correspondida.
Mientras tanto, Ramón Sánchez de Lara negociaba en
su trabajo la posibilidad de pasar unos días, según dijo, en
San Sebastián. En realidad habría de dirigirse a Guadarrama
pernoctando en la fonda de Castilla. Una tarde, sabría por su
mismo ahijado que su madre descansaba en casa debido a una
61
reciente luxación de tobillo que había sufrido. No podía, por
tanto, salir a pasear, por lo que era obligado, si querían verse,
visitarla en la casa donde vivía: plaza de la Fuente número
uno. Allí le esperaba la muerte.

62
¿Qué sabía Coll?

“Con intención poco piadosa y propósitos de


presentar al Sr. Coll ante el público, ávido
siempre de emociones, como un ser despreciable
más que desgraciado, cierta parte de la Prensa
periódica viene recogiendo y comentando en sus
columnas todo aquello que puede perjudicar al
infeliz marido que, en un momento de celosa
pasión, venga su honra mancillada matando al
amante de su esposa” (ABC, 8.9.1910, p. 5).

Si en los primeros días la noticia luctuosa había


llegado a los periódicos con una misma interpretación
(marido que venga su honra en el amante de su esposa al
encontrarlos juntos) ¿qué había sucedido para que cinco días
después la opinión pública y en parte la periodística adoptara
un punto de vista contrario?
El mismo día en que el diario ABC protestaba, como
lo haría en días sucesivos, intentando desmontar las
acusaciones que empezaban a pesar sobre Coll, otro periódico
entrevistaba al acusado. Tras una descripción de la cómoda
cárcel en que se encontraba, el reportero afirmaba:

“La impresión en Madrid al recibir la primera


noticia fue totalmente favorable para usted. Al día
siguiente se empezaron a conocer detalles, se dijo
que usted perdonó a su esposa, que la besó, que la
dio dinero, que la encargó que tomase un hotelito
63
en las inmediaciones de Madrid, para que allí
aguardase su próxima reunión.
A muchos –continué- les extrañó esta
magnanimidad, este proceder que no se
explicaban, y todo esto se comentó con calor en
las tertulias de los cafés, en los corrillos de la
calle, en las veladas de los domicilios. Después
aparecieron las manifestaciones de la familia del
muerto” (El Liberal, 8.9.1910, p. 1).

En efecto, la primera extrañeza de la opinión pública


fue el hecho de que, tras matar al amante, no hubiera hecho lo
mismo con su mujer. Sin embargo, las primeras
manifestaciones de Coll parecieron ser suficientes, al sostener
que sus hijos se habían abrazado a él implorando que no
matase a su madre. Eso es algo que los madrileños podían
comprender y aceptar, pero no lo que sucedió después,
cuando él ya estaba preso en el Escorial y pidió ver a su
mujer antes de que volviera a Madrid.
La entrevista se llevó a cabo y, según testigos
presenciales, Coll la perdonó dándole veinte pesetas para sus
gastos inmediatos. Además, se opuso a que los niños
quedaran bajo la custodia de su padrastro, como éste había
solicitado, e insistió en que continuaran con su madre.
Esa rara “magnanimidad”, como señalaba el Liberal,
fue un hecho muy comentado, viéndose en general con
desagrado. La opinión del pueblo, a esas alturas, ya estaba
clara: él había sido un marido que vengara su honra
maltrecha, ella la auténtica culpable de la desgracia por su
64
ligereza, infidelidad y atrevimiento para ir contra las debidas
obligaciones de toda mujer casada. De hecho, ni su propia
familia la amparaba en sus valoraciones. Su madre que, junto
al resto de la familia fue a verla a Madrid cuando regresó,
declaró a los reporteros que esperaban en la puerta que:

“Paco idolatraba a mi hija, padecía por su cariño,


se martirizaba por su felicidad, y ella sí, también
le quería; él es bueno… ¡Mi pobre Paco! –decía
sollozando la madre de Nieves- ¿Qué será de mi
Paco?” (ABC, 5.9.1910, p. 6).

Como decimos, ni una sola voz se alzó para justificar


a Nieves, desde luego, ni para protegerla ni mostrarle el más
mínimo apoyo. Tal como se lee en el párrafo anterior, como
cuando se supo de la reacción de la madre al saber la noticia,
calificando a su hija de “insensata”, es obvio que la reunión
familiar no debió ser aquel día una balsa de aceite y los
reproches caerían sobre la mujer que, ante todos, había
causado aquel trágico suceso con sus veleidades.
Desde que el Sr. Doval se hizo cargo de la defensa de
Coll, percibió que era importante para su defendido combatir
por la vía legal las acusaciones, pero también tratar de
contrarrestar la opinión pública. Por ello, dos días después de
saberse sobre el perdón del marido, hizo unas declaraciones
negando tal actitud por parte de Coll, que éste ratificó con
otras suyas.
No había habido perdón en realidad, sino que le dio el
dinero que le permitiese la vuelta a Madrid con los niños, ya
65
que era él quien administraba el dinero familiar. ¿Qué se
había hecho de los testigos presenciales que, según el mismo
ABC, habían presenciado la reconciliación de los esposos?
Es de sospechar que el abogado sugirió la
interposición de una querella por adulterio cuanto antes, a fin
de contrarrestar la negativa opinión de periódicos y
ciudadanos madrileños. Si el caso, como tantos otros, no
hubiera merecido apenas atención mediática, podría pasar
que el marido perdonara a su mujer pero, estando en todos los
focos de atención pública, luchando por librarle de la pena de
cárcel o incluso del garrote vil, más le convenía iniciar esos
trámites legales para forzar la separación.
Así se hizo, de forma que dos semanas después del
crimen, ya tuvo lugar el acto de conciliación reglamentario y
previo al juicio por adulterio de Nieves Hermida.
Naturalmente, el proceso siguió adelante y, aunque ningún
periódico volvió a mencionar esta circunstancia, es de
imaginar que al año siguiente, cuando se celebró el juicio,
Nieves habría sido ya condenada.
Pero, subsanada esa vía de agua por parte del
abogado, éste y Coll debieron de enfrentarse a las
declaraciones de la hermana de Sánchez de Lara y, en
particular, a la importante entrevista que Colombine tuvo con
ella y que se publicó el 7 de septiembre de aquel año, apenas
cuatro días después de la muerte de su hermano.
Un comentario más amplio merece sin duda
Colombine, el nombre con el que firmaba sus crónicas
Carmen de Burgos y Seguí, a la que se considera la primera
mujer periodista en España. Familiarizada desde su juventud
66
con las imprentas y la prensa escrita, abandonó a su marido y
la profesión de maestra que había llevado a cabo hasta
entonces en Guadalajara, para trasladarse a Madrid. Allí
alternó con numerosos escritores y periodistas, manteniendo
una íntima relación, por ejemplo, con Ramón Gómez de la
Serna, y conociendo la amistad de Galdós, Blasco Ibáñez,
Juan Ramón Jiménez o Cansinos Assens. Aunque no admitía
el término de “feminista”, fue en España una de las primeras
defensoras del papel social y cultural de la mujer, para la que
pedía libertad y la posibilidad de gozar de la vida al igual que
el hombre.
En ese sentido, la entrevista que realizó a Nieves al
poco de su vuelta, es quizá la única versión amable que
reflejaron los periódicos de ella, pese a que para entonces y
tras la visita familiar, Nieves estaba adoptando una estricta
política defensiva. Al día siguiente fue a encontrarse con la
señora de Atienza, la hermana de Sánchez Lara. Ésta tenía
muchas cosas que decir sobre Coll y los dos amantes.
En primer lugar, abordaron la primera sospecha sobre
la actuación de Coll. Hablando del tiempo en que Ramón
había sido amante de Nieves:

“- ¿Hace mucho tiempo de eso?


- Unos nueve años. Ha tenido relaciones con mi
pobre hermano más de diez años.
- ¡Y al cabo de ese tiempo se ha enterado Coll!
La señora se exalta.
- ¡Cómo ha creído usted eso! Coll lo sabía todo.
Me consta era imposible que no lo supiera.
67
Me cuenta que todo Madrid ha visto a Nieves del
brazo de Lara por todas partes. Ella misma los vio
este verano en el café del Buen Suceso, esquina a
la calle Quintana, bajar juntos de un coche
descubierto.
- ¿Usted cree, me pregunta, que una mujer que
tiene miedo o se recata del marido obra así?
Yo no sé qué contestar; recuerdo con cierta pena
el acento sincero de doña Nieves; pero el objetivo
enfoca una nueva figura.
- Le enviaba recados constantemente con sus
hijos, especialmente con el mayor, Juanito, por
muy listos que sean los niños siempre cometerían
indiscreciones delante del padre” (El Heraldo de
Madrid, 7.9.1910, p. 2).

La primera sospecha estaba lanzada. Después de la


crisis de la taza de café habida dos años antes, ¿Coll había
sabido la verdad y consentido en ella? ¿Lo podía haber
sabido incluso mucho antes de aquella escena, durante el
viático de su suegra? ¿Podía ignorar lo que “todo Madrid”
percibía? Pero si lo sabía ¿por qué había decidido matarle
aquel día tres de septiembre?
A la luz de esta primera sospecha, el hecho de que
Coll no matara a su mujer en el acto, al encontrarla con su
amante, el perdón posterior e inmediato, podía interpretarse
como que el plan de matar a Sánchez de Lara sería
premeditado y responder a motivaciones muy distintas de las
consideradas inicialmente por la opinión ciudadana.
68
La señora Atienza acusa

Mucho se debatió sobre el hecho de que los amoríos


de ambos amantes eran públicos y tanto Nieves como Ramón
no se recataban de aparecer juntos en público. En esas
condiciones, era de sospechar que el marido podría haber
estado mirando hacia otro lado por conveniencia. Pero ¿cuál
podría ser el motivo de dicha actitud? ¿y por qué decidió
precipitar los acontecimientos el tres de septiembre?
La misma señora de Atienza, en esa jugosa entrevista,
expone sus propias ideas y convicciones, además de recoger
otros rumores maldicientes que recorrían las calles y tertulias
madrileñas. Así, ante otra de las incisivas preguntas de la
periodista:

“- ¿Cree usted que mediaba interés en el amor de


Nieves?
- Naturalmente. Gastaba mucho lujo y el sueldo
de su marido no podía dar para tanto. El mismo lo
vería.
- ¿Es cierto que Coll le pedía dinero?
- El que estará enterado de eso es mi esposo y
presentará pruebas en momento oportuno.
Nosotros nos haremos parte en la causa. He
jurado a mi hermano vengar su muerte, que no
quede impune” (Idem).

La razón de estas hipotéticas deudas de Coll hacia


Sánchez de Lara podían justificar que consintiera las
69
relaciones de su mujer con este último. Eso situaría en un
lugar bien incómodo al acusado, puesto que pasaría de ser un
“marido vengador” a otro “consentidor” de la infidelidad de
su esposa, con tal de remediar sus problemas financieros.
Pero entonces, si el fallecido era un medio de recursos
económicos ¿por qué matarle? Nunca se barajó que las
cantidades prestadas pudieran ser elevadas, habida cuenta del
sueldo digno pero no abundante de Sánchez de Lara así como
de su proverbial rechazo a gastar grandes cantidades. Así
pues, si existían esas deudas no serían tan grandes como para
justificar un crimen.
Sin embargo, la hermana del fallecido desliza otro
comentario que circulaba por Madrid en voz baja, por
referirse al mismo Cuerpo de policía.

“Dicen –pero en esto nada aseguro ya- que los


compañeros de Coll, enterados de lo que pasaba,
intentaban formarle Tribunal de honor y echarle
del Cuerpo por… condescendiente, y que fuese
por este peligro, fuese inducido por Nieves
misma, despechada del desvío creciente de mi
hermano, se decidió a tener un rasgo de energía
para reivindicarse, creyendo que saldría libre del
asesinato cometido en su propia casa” (Idem).

Llegados a este punto, la propia Colombine se


pregunta si estamos ante un hecho atávico, propio de los
caballeros de otro tiempo, o frente a un crimen vulgar y
repugnante. Todas las sospechas, en efecto, estaban
70
establecidas, poniendo en cuestión de una manera coherente
la versión inicial de los hechos, tal como llegaron a los
periódicos al día siguiente de cometido el crimen.
¿Se había enterado Coll de la infidelidad en los
últimos dos años a través de las cartas encontradas en el
armario o sabía y consentía esa relación? ¿Era la ignorancia o
la conveniencia económica la que le había llevado a adoptar
esa actitud? ¿Utilizó su pistola contra Sánchez de Lara para
defender su honor agraviado o porque su trabajo y posición
social se veían comprometidos a los ojos de sus compañeros
por la infidelidad de Nieves?
En aquellos días, llegó a especularse incluso con la
posibilidad rocambolesca de que aquel crimen fuera un
asesinato premeditado del matrimonio, con el que lavar la
imagen de él y saciar el ánimo de venganza de Nieves. Esta
posibilidad, tal como la desliza claramente la hermana del
fallecido, no parecía ajustarse a la mayoría de los hec hos y
actitudes de los protagonistas. Sin embargo, las otras
sospechas que dejaban a Coll como un mero asesino no eran
tan fáciles de descartar.
Comencemos por abordar la posibilidad de que
conociera que su esposa seguía frecuentando pública e
íntimamente a su antiguo amigo Ramón y tolerase tal
relación.
Ante el juez del Escorial que instruyó la causa en
1910 declaró Cristino Álvarez, sobrino de Sánchez de Lara,
con el que mantenía una estrecha relación. El día 10 de
septiembre dijo que en cierta ocasión había ido con su tío al
teatro de la Zarzuela. Se dio cuenta entonces de que éste
71
seguía con mucha atención lo que sucedía en un palco donde
se encontraban Nieves y su marido.
Recordaba que en el primer entreacto el propio Coll
había llamado a Ramón y que acudieron los dos, quedando
charlando junto a la barandilla este sobrino con el inspector
mientras, al fondo del palco y durante quince minutos, Nieves
y Ramón departían por su cuenta. Preguntado sobre cuándo
sucedió aquello no supo precisarlo más que vagamente.
No obstante, el propio Coll admitió al día siguiente
haber visto a ambos en el teatro después de su ruptura de
1907, pero negando tajantemente haberle llamado ni que
sucediera la escena descrita por el joven. De hecho, coincidió
algunas veces con Sánchez de Lara en un café al que solían ir
los dos sin que mediara ni saludo ni explicación alguna ante
otros del porqué de su distanciamiento, a fin de no dar pábulo
a comentarios.
Otra de las intervenciones importantes en torno a esta
cuestión fue la de Raimunda, la costurera contrahecha que
primero trabajó para Nieves y que luego ayudó a contratar los
pisos donde se encontraban los amantes. En el juicio dijo de
entrada, sin vacilar, que Coll sabía de esa relación, que le
constaba. La declaración causó sensación en la sala, lo que
obligó al abogado defensor a estrechar el cerco sobre ella.
Así que le preguntó cómo tenía tal certeza. Primero,
dijo ella, porque Nieves había enfermado y ella había
escuchado a Coll decir, tras charlar con su mujer
privadamente: “Este Larita…, este Larita…” reconociendo la
confidencia de Nieves en torno a la continuación de las
relaciones.
72
Además, afirmaba, durante un tiempo después ambas
mujeres (Nieves y ella) no se recataban de hablar de Sánchez
de Lara cuando su marido se encontraba cerca y debía
enterarse, sin que dijera nada. En cierta ocasión, continuó, su
amante le regaló a Paquito, el hijo mayor, una caja con
soldados de plomo. Ante ella, Coll reaccionó diciendo: “Ya
sé yo de dónde ha salido esa caja”.
Algo exasperado, el Sr. Doval quiso precisar si ella
había escuchado tal comentario, a lo que Raimunda dijo que
no, que se lo había dicho la propia Nieves. Por otra parte,
afirmó saber que en alguna ocasión en que su señora había
pasado la noche entera con Lara su marido se encontraba en
Madrid. Además, en otra los amantes pasaron la noche en el
propio domicilio familiar de Nieves desde las doce hasta las
cuatro de la mañana.
Ante acusaciones tan graves, tuvo lugar un careo entre
ambas en el propio tribunal donde no se llegó a ninguna
conclusión, puesto que sostuvieron sus distintas versiones:
Raimunda afirmando y Nieves negando tales comentarios.
En la misma sesión se preguntó sobre la misma
cuestión a diversos amigos del fallecido. Eduardo Otero
afirmó haber encontrado a los amantes en diversos sitios
públicos como la plaza de Santo Domingo o la Bombilla. Él
creía que el marido debía saberlo en razón de su oficio de
policía y por la ausencia de recato de los amantes en
mostrarse por todo Madrid.
Antonio López de Oro, más explícito, sostuvo en su
declaración lo siguiente:

73
“- ¿Creía Lara que Coll sabía de los amores de su
mujer?
- Sí, señor.
- ¿En qué se fundaba?
- Pues me dijo que estando ella una noche en su
casa, y dar las once y media de la noche, le dijo:
„Vete, que va a volver tu marido‟ y ella le
contestó: „Déjalo, que ya debe saberlo‟.
- ¿Temía Lara a Coll?
- Lo único que temía de Coll era de tener un
disgusto con él por no ser un amante demasiado
generoso (Grandes rumores)” (El Heraldo de
Madrid, 8.11.1911, p. 3).

Como se puede apreciar, todo eran comentarios sobre


frases tomadas de los protagonistas, pero Nieves negaba, Coll
decía que todo era falso, que se estaban vertiendo infamias
sobre él y el tercero que podía testimoniar estaba muerto. De
modo que todo se reducía a habladurías. César Urrutia, por
ejemplo, era amigo de la familia Coll y participó en la famosa
velada del café tras el viático de la madre de Nieves.
Precisó en su declaración que lo sucedido fue que
Lara dejó media taza de café sin tomar y Nieves la apuró
finalmente. El interrogatorio continuó del siguiente tenor:

“- ¿Es cierto que las relaciones de Lara y de doña


Nieves las conocía mucha gente?
- Eran públicas en todo el barrio.
- ¿Usted los vio juntos alguna vez en la calle?
74
- Los vi a ellos dos y a Lola [una de las criadas].
- ¿Sabe usted si Lola le comunicó al marido lo
que sucedía con su mujer?
- Creo que sí.
Fiscal.- Usted, por lo que vio ¿llegó a adquirir el
convencimiento de que doña Nieves y Lara eran
adúlteros y que lo sabía Coll?
- Adquirí el convencimiento de que lo eran, y
respecto a que lo supiera Coll, creo que debía
estar ciego para no verlo.
- ¿Cree usted que Coll lo consentía porque estaba
muy enamorado de su mujer?
- Sí, señor.
- ¿Cree usted que le cegaba el amor?
- La mujer tapa los ojos; pero el marido también
no debe ser tonto (grandes risas). Él debió verlo,
como lo veíamos todos” (El Heraldo de Madrid,
9.11.1911, p. 2).

Ante la constancia de la exhibición pública de los


amantes, el hecho de que Coll era policía y debía estar
informado sea por sí mismo o por otros compañeros de lo que
sucedía en la ciudad, incluyendo los paseos de su mujer, las
continuas ausencias de ella volviendo en no pocas ocasiones
de madrugada, Coll sólo oponía un argumento: que estaba
enamoradísimo de Nieves, que confiaba en ella y otros
argumentos similares que no convencían a nadie. Sin
embargo, sólo él podía conocer si sabía o no que las
relaciones entre ambos continuaban su curso.
75
76
Dinero y amenazas

Una de las acusaciones que sobrevolaron el proceso


fue el tema de los posibles préstamos hechos por Sánchez de
Lara a Coll. La cuestión surgió con el Sr. Atienza, el cuñado
del fallecido, cuando fue preguntado en Guadarrama al día
siguiente del suceso. Entonces afirmó tajantemente que los
préstamos se habían efectuado y tenía pagarés firmados por
Coll que lo atestiguaban.
Tras buscarlos repetidamente en casa, diez días
después afirmaba que seguía intentando dar con ellos entre
cajones llenos de papeles, pero que no tenía dudas de que
estaban en alguna parte.
De lo que había más certeza era de que la relación con
Nieves le había costado algún dinero a Sánchez de Lara.
Raimunda, la costurera y alcahueta de los amantes, habló sin
contención en el juicio, revelando toda clase de detalles
indemostrables. Así, afirmó que su amante regaló a Nieves:

“Un vestido verde, que la compré yo; otro vestido


color salmón, tres sombreros, unos gemelos de
teatro, un frasco de esencia, un par de medias, un
corsé y un par de agujones, que ella tiró por el
balcón” (El Heraldo de Madrid, 8.11.1911, p. 2).

De estos regalos, que tampoco son de una gran


munificencia, sólo se tenía constancia expresa de los gemelos
de teatro, ya que el mismo Coll reconoció habérselos visto y
preguntado cuál era su origen. Ella contestó que los había
77
comprado porque estaban a muy bajo precio. Del resto, nadie
confirmaba más que algún traje y poco más. Para nueve años
de relación, la generosidad del amante se movía en los
terrenos que sus amigos mencionaban: hombre de vida
modesta, ahorrador. Ciertamente, el amor de Nieves habría de
suponerle un coste, por ejemplo las 85 pesetas mensuales del
alquiler en la calle Arrieta, pero no se podía decir que
Sánchez de Lara fuera espléndido ni generoso en exceso.
Respecto a los posibles pagarés siempre hubo dudas.
Primero, porque no se encontraban. Segundo, porque la
familia del fallecido afirmaba primero que estaban firmados
por Coll, luego que éste recibía el dinero pero por mediación
de su mujer, lo que restaba veracidad a la suposición de que
el marido conociera la relación adúltera y se lucrara de ella
directamente.
Enfrentado ya a un interrogatorio por parte del
acusador privado, el Sr. Atienza incurrió en matizaciones y
alguna contradicción. Se le preguntó si había a firmado la
existencia de aquellos pagarés firmados por Coll cuando
estuvo en Guadarrama y dijo que él había supuesto que
existían, pero que no había conseguido encontrarlos durante
mucho tiempo.
El acusador, aparentemente impaciente, le preguntó
entonces si finalmente tenía alguno de esos pagarés. Entonces
el testigo, en un gesto teatral y que debía estar preparado,
sacó un papel del bolsillo afirmando: “Aquí tengo uno”. El
presidente, con rapidez, intervino:

78
“Cuidado, que aquí no se pueden presentar más
pruebas que las que hayan sido propuestas y
admitidas a su tiempo. ¡Parece mentira que el
acusador privado se olvide de la ley! ¿Qué opina
el señor fiscal sobre la admisión de dicho
documento?” (El Heraldo de Madrid, 9.11.1911,
p. 2).

Naturalmente, el fiscal no tenía inconveniente alguno,


mientras que el defensor adujo que, aunque toda prueba era
bien recibida, debía presentarse en tiempo y forma para que
la propia defensa, conocedora de la misma, pudiera
argumentar en contra de ella.
El presidente, evidentemente molesto por la actuación
del acusador privado (al que interrumpiría con dureza en
varios interrogatorios), preguntó al testigo cuándo había
encontrado dicho pagaré. Contestó que en el momento de
hallar también un determinado retrato que había entregado en
el Juzgado.
El presidente respondió con cierta ironía que, si había
entregado el retrato debidamente, podía haber hecho lo
propio con el pagaré que ahora mostraba. Por todo ello, ante
la desilusión de los periodistas, que veían un giro
sorprendente en el caso, denegó la entrega del pagaré como
prueba. Luego se extendió el rumor de que algún reportero lo
había visto y el papel estaba extendido y firmado por Coll,
pero con fecha anterior a la ruptura de 1907.
El argumento, pues, de que Coll se lucraba con la
relación adúltera, no pudo ser probado. De las declaraciones
79
de Raimunda, de algunos amigos del fallecido, sí se podía
suponer que Coll era conocedor de que su mujer llegaba a
casa con algún objeto, tal vez un vestido nuevo, que él
aparentemente no había pagado directamente. De todos
modos, Nieves debía contar con algún dinero ahorrado del
que le diera su marido para pasar el mes, de modo que
tampoco resultaba alarmante que se comprara unos gemelos
de teatro a buen precio, según afirmaba.
Cuestión mucho más turbia la constituyó la posible
amenaza expresada por sus compañeros a Coll para apartarle
del Cuerpo si seguía consintiendo el descarado
comportamiento de su mujer. El rumor fue muy consistente
en los días posteriores al suceso de Guadarrama y, por ello, lo
comentó inmediatamente la hermana de Sánchez de Lara.
Mientras el ABC descartaba de entrada cualquier
sospecha sobre los hechos, destacando la dignidad de Coll y
la del Cuerpo de policía al que servía, un diario con
tendencias republicanas como el País sí daba crédito a los
rumores existentes llevándolos a sus páginas. Así nos
podemos enterar de cuál fue la versión completa de las
posibles amenazas de sus compañeros a Coll.
A principios de agosto de 1910 tuvo lugar un acto
protocolario en el Recreo de la Castellana al que asistieron la
infanta Isabel, el conde de Romanones y otras figuras de la
política de entonces. Con ese motivo se invitó asimismo a un
nutrido grupo de policías y sus familias, encontrándose entre
ellos el inspector Coll y su jefe el Sr. Alanís.

80
“En uno de los intermedios fue objeto de todas las
miradas una opulenta dama, rubia, de singular
elegancia, tocada con descomunal sombrero, y
vistiendo un traje que debió parecer en extremo
ligero a algunos caballeros y señoras.
Los primeros iniciaron determinadas
insinuaciones, a las que la rubia dama, que era
Nieves, correspondía de modo harto halagador
para los admiradores que por modo evidente la
cortejaban…
Tal era la actitud de Nieves, que no se dudaba por
todos los que presenciaban la frescura de la dama,
acerca de su calidad, y supusieron, desde el
primer momento, que se trataba de una dama
galante” (El País, 11.9.1910, p. 2).

La actuación de Nieves empezaba a resultar


escandalosa en una reunión semejante, por lo que el mismo
Sr. Alanís encargó a varios de sus subordinados que se
enterasen de quién era. Estos volvieron al rato afirmando que
era la mujer del inspector Coll. Ante ello no podía mandar
expulsarla, optando entonces por llamar al marido y hacerle
un encargo que le alejase de la velada, suponiendo que se
llevaría a su mujer con él. Pero no fue así y la actitud de
Nieves, en ausencia de su marido, se redobló si cabe en
devaneos y coqueterías que iban animando a algunos de los
presentes a esperar a la finalización del acto para pasar a
mayores en sus atrevimientos.

81
Es de suponer que el mismo Alanís no consentiría tal
cosa, pero su irritación y la de los compañeros de Coll debió
ser considerable. Por ello, al día siguiente Alanís mandó
hacer averiguaciones sobre el comportamiento de Nieves
Hermida. Las informaciones que le llegaron fueron de tal
cariz que llamó a Coll a su despacho para tener unas
desagradables y algo violentas palabras con su subordinado.

“El jefe, después de aconsejar a Coll que debía


poner coto a ciertas hablillas que favorecían bien
poco su buen nombre, corrigiendo en cierto modo
la conducta poco discreta de su esposa, cuentan
los que de esto se ocupan que la entrevista
terminó en estos o parecidos términos:
- Señor Coll, enterado al detalle de la vida de
usted y de su esposa, he deducido, y lamento
decirlo, que con el sueldo que disfruta, no es
posible sostener las necesidades que
necesariamente han de tener usted y su esposa.
Esto coloca mi juicio en el siguiente y lamentable
dilema.
O usted, abusando de su cargo, tiene ingresos
extraordinarios, incompatibles con el decoro que
aquel requiere, o su esposa, por medios que no he
de indicarle, tiene quien provea sus gastos,
colocándole a usted en situación bien triste por
cierto.
Esto, que no traspasando los límites de la
intimidad conyugal, no provocaría esta enojosa
82
entrevista, como ha adquirido proporciones
gigantescas y pertenece en cierto modo al
dominio público, es necesario que vea usted el
modo de que termine en absoluto, de la forma
más discreta posible.
De lo contrario, no le extrañe que sus
compañeros, adopten actitudes que seguramente
han de serle desagradables” (El País, 11.9.1910,
p. 2).

Ninguno de esos problemas internos pudo ser


confirmado. Tan sólo se afirmó durante el juicio que un
policía compañero de Coll había seguido a los amantes para
informar a sus mandos del comportamiento de Nieves, pero
eso lo sostuvo el cuñado de Sánchez de Lara, parte interesada
en favorecer esta versión, de manera que no pudo darse
ningún valor probatorio a ese testimonio.
Cuando el mismo Sr. Alanís acudió al tribunal la
lección estaba bien aprendida y así lo habían manifestado los
pocos compañeros de Coll llamados al estrado: se trataba de
defender la versión oficial de los hechos. En ningún caso el
Cuerpo de policía podía verse involucrado como causa
remota de un crimen pasional ni nada que se pareciese. De
esta manera, lo mejor era negar la mayor: el jefe de Coll
afirmó que la escena del Recreo de la Castellana no tuvo
lugar, que de hecho él ni siquiera estuvo allí ni conocía a la
mujer del inspector y que no tuvo conversación alguna con
Coll sobre esa cuestión. Incluso su exposición sobre los
méritos de su subordinado y la dignidad de su trabajo
83
arrancaron lágrimas de los ojos del inspector. También debía
darse cuenta que, negando cualquier motivación por
amenazas de sus compañeros policías, estaba privando al
fiscal del principal argumento para acusarle de un crimen
premeditado.
Cuando uno examina las escasas declaraciones,
incluso en el juicio, de compañeros de Coll a su mismo nivel,
observa una rara unanimidad. Todos hablan de su conducta
solvente, de su eficacia policial, de la responsabilidad con
que ejercía su trabajo, que lo alejaba repetidamente del hogar.
El que le acompañó el día tres de septiembre confirmaba ante
el tribunal su tranquilidad hasta la llegada a su casa y
empezar a buscar en aquel armario, cómo su conversación
casi se volvió incoherente después, cuando se dirigía al tren.
Todo llevaba a la misma conclusión: el inspector había
sabido de la infidelidad de su esposa en ese mismo momento
y acudía a Guadarrama a pedirle explicaciones.
Como bien resumía el ABC este punto de vista
oficial:

“Queda, pues, el suceso reducido a sus naturales


proporciones, sin que en su desarrollo –que
hubiera sido distinto si los españoles tuviéramos
otro sentido del honor- haya nada de extraño o
ilógico, dados nuestros temperamentos y nuestras
costumbres, pues la mayoría o quizá la totalidad
de los que critican acerbamente al señor Coll no
procederían de otro modo que aquél al
encontrarse en las mismas circunstancias.
84
Que no debiera ser esto en un país donde existen
leyes y Tribunales de Justicia, es muy cierto; pero
no lo es menos que nuestras costumbres, nuestra
educación, el temperamento de nuestro pueblo y
razones atávicas de innegable fuerza son y serán
en estos casos „Suprema Lex‟ a que nos
ajustaremos mientras el marido engañado, lejos
de merecer, por su desgracia, la compasión y el
respeto de todos, siga siendo para la mayoría un
ser ridículo y despreciable, en quien se ensaña la
maledicencia” (ABC, 8.9.1910, p. 5).

La conclusión de este diario y de la gente bien


pensante del país era clara: Vivimos el tiempo de la ley, pero
hay otra más antigua que hace defender su honor al marido
engañado. En ese sentido, Coll es de los nuestros, por su
temperamento y costumbres. En él nos vemos reflejados. A
fin de cuentas, es la opinión pública, con sus posturas
maldicientes que ridiculizan al marido engañado, la culpable
de que él se vea obligado a proceder como lo ha hecho.
Con tantas negativas sobre motivos concretos para el
homicidio, el fiscal y la acusación particular tenían un difícil
papel durante el juicio. En el ánimo de todos estaba la
creencia de que Coll era un marido complaciente y sabedor
de que su mujer tenía unas costumbres muy libres y ligeras,
pero ¿hasta qué punto sabía del engaño concreto con Sánchez
de Lara? ¿Fue realmente una sorpresa encontrar aquellas
cartas comprometedoras? ¿Fue a Guadarrama con el
propósito simplemente de traer a su mujer a Madrid y atarla
85
corto? ¿O fue decidido a terminar de una vez con el engaño?
¿Realmente fue una sorpresa encontrar a su amante junto a su
esposa? ¿Tal hecho justificaba disparar sobre él? Sobre lo
sucedido realmente en Guadarrama descansó la última baza
de la acusación.

86
¿Qué sucedió en Guadarrama?

Rafael Martínez Mingó era un joven estudiante de


Medicina cuando conoció en Guadarrama a Nieves Hermida.
Fue ¿cómo no?, en un baile allí organizado, cuando le pidió
ser su pareja y bailaron una habanera muy juntos. Como su
casa era cercana a la que tenía alquilada la mujer, ella le
saludaba desde el balcón al verle pasar.
En cierta ocasión se encontraron en la calle y Nieves
le invitó a que la acompañara en su paseo, mostrándose, al
decir del estudiante, “un tanto libre”. Sin embargo, estando
ella casada tuvo que escuchar muchas advertencias por parte
de su madre y vecinas en torno a las complicaciones que
podían sobrevenirle de continuar esa relación.
Así pues, se distanció de ella hasta coincidir de nuevo
por las calles de Guadarrama tres años después, en aquel
verano fatídico. Se saludaron y ella se interesó por si había
terminado la carrera y ya era médico, cosa que efectivamente
había conseguido unos meses antes.
El día dos de septiembre Nieves paseaba con Sánchez
de Lara y una criada llamada Hilaria Fernández, que se
encargaba de los niños. En un momento determinado los
primeros se subieron a una peña y los niños fueron a recoger
moras allí cerca. Entonces uno de estos últimos emitió un
leve grito, quizá por haberse pinchado con algo, lo que
motivó que Nieves hiciera un gesto de acudir hasta él con tan
mala fortuna que resbaló de la peña y se dobló el tobillo al
caer.

87
Era tal el dolor que Sánchez de Lara pidió una
caballería para trasladarla hasta su casa. Como el dolor no
remitía al día siguiente, Nieves se acordó de aquel médico
joven que vivía cerca de su casa y le mandó llamar. Aunque
renuente por las advertencias de su madre, Rafael Martínez
acudió a las nueve y media de la mañana del día tres para
reconocerla, mandarle reposo y prescribirle una crema que
debía darse para que el tobillo no se inflamara. Esa crema
habría de ser objeto de polémica durante el juicio, como
luego veremos.
En todo caso, Nieves estaba confinada a su cama por
la lesión sufrida. Nunca sabremos si este hecho tan simple fue
el que condujo, finalmente, a la muerte de Sánchez de Lara.
En efecto, los amantes ya no podían encontrarse por la calle y
pasear, como hicieron más de una vez aquel verano.
En la acción intervino ahora el niño mayor de Nieves,
Paquito, ahijado de Sánchez de Lara. Parece que el niño pasó
por la fonda de Castilla, donde estaba alojado éste, en el
momento en que estaba en la puerta, departiendo con Isabel
Cano, una vecina. Ella afirmó durante la instrucción que el
niño se había dirigido a Ramón para decirle que su madre
estaba enferma en cama y quería que la visitara a lo largo de
la tarde. El niño, ante el juez, modificó esta versión
sosteniendo que había sido su propio padrino el que le llamó
para preguntarle por su madre y mandarle el recado de que
iría a visitarla aquella tarde.
Uno no puede dejar de sospechar que el niño estaba
aleccionado por su madre para que la insistencia en la visita
corriera a cargo de Sánchez de Lara, como si no fuera
88
evidente para entonces su responsabilidad al llamarle a
Guadarrama e insistir en verlo tantas veces.
En todo caso, el hecho no es muy relevante. Lo cierto
es que Nieves encargó a otra criada, Catalina García, que
sacara a los niños de paseo a partir de las seis de la tarde,
presumiblemente para recibir a su amante. De hecho le
encargó que fuesen por la carretera tanto tiempo como
quisiese, en todo caso dos o tres horas. La criada afirmó
durante el juicio no haberse enterado de los disparos ni nada,
pero lo cierto es que los niños ya estaban en la plaza de la
Fuente cuando llegó su padre, quizá tras dar aquel largo
paseo.
De modo que a las ocho de la noche, cuando
Francisco Coll se bajó del omnibús que lo traía desde
Villalba, la situación estaba creada para que tuviera lugar el
trágico encuentro con Sánchez de Lara. La casa era pequeña,
de apenas tres habitaciones. Tenía una anterior, a la que se
accedía desde la plaza, y que estaba reservada a los
propietarios. En ella estaba la cocina. Tras ella dos
habitaciones más: una primera que debía emplearse como
comedor y estancia y una segunda, sin puerta ni cortina, que
comunicaba con el dormitorio.
En esta última se encontraba Nieves tendida en cama,
convaleciente, con una “matineé”, como se conocía entonces,
una prenda que servía como peinador, algo parecido a un
camisón. A sus pies, sentado y vestido, estaba Sánchez de
Lara. Los niños en la plaza, algunas criadas y mujeres
entrando y saliendo de la habitación de su señora.

89
Según defendió Coll, le extrañó que su hijo mayor, en
vez de venir a saludarlo cuando llegó, saliera corriendo hacia
la casa, precedido por otra niña que no conocía. El inspector
fue hasta la puerta de la vivienda y la franqueó, escuchando
algo parecido a carreras y voces. Alarmado, con la inquietud
que ya traía por la infidelidad de su esposa, irrumpió en sus
propias habitaciones observando a un hombre que intentaba
esconderse. En su propia declaración al día siguiente de los
hechos:

“Los niños estaban allí, mirando atónitos, como


mudos. La luz se había apagado un instante, y en
la penumbra vi cruzar por la alcoba la sombra de
un hombre que trataba de ocultarse tras de la
cama de mi mujer que, ligerísima de ropa, estaba
tendida en ella.
Al verme se echó al suelo con dificultad, por la
lesión que padece en el pie derecho, y en aquel
instante me hallé frente a frente con el ladrón de
mi honra.
- ¡Canallas! –dije- ¿qué habéis hecho de mi
honor?
Mi rival me contestó entonces:
- No la toques a ella. Yo sólo soy el culpable y te
pido perdón. Si quieres, nos mataremos.
No quise oír más; loco de dolor, trémulo,
amartillé la pistola y disparé tres tiros sobre
Sánchez de Lara, que cayó al suelo como un
plomo, muerto instantáneamente.
90
Mi mujer, como una fiera a quien le matan un
cachorro, aún se arrojó sobre el cadáver como
recriminándome.
Iba a seguir disparando pero me contuvieron los
lamentos de mis pobres hijos que, llorando
arrodillados frente a mí, me decían:
- ¡Perdónala, papaíto! ¡perdónala!
La horrible idea de su orfandad sujetó mi brazo y
dejé la pistola sobre la mesa” (El Imparcial,
5.9.1910, p. 2).

91
92
Reconstrucción del crimen

¿Había más personas presentes en la escena del


crimen? Para la acusación y el fiscal, lo que Coll encontró al
irrumpir en la habitación no fue un flagrante adulterio, sino
un visitante correctamente vestido que, sentado en una silla a
los pies de la cama, se interesaba por el estado de Nieves,
mientras algunas criadas estaban presentes en la entrevista de
manera esporádica. Tal situación, desde su punto de vista, no
justificaba en modo alguno el proceder del inspector
disparando sobre el hombre que atentaba contra su honra.
En principio, Coll comentó, cuando el juez le
preguntó por tal detalle, que había dos mujeres en la alcoba.
El cuñado de Sánchez de Lara, que fue al día siguiente hasta
Guadarrama para acompañar el cuerpo del fallecido hasta
Madrid y luego a la Sacramental de San Justo, donde sería
enterrado, afirmó algo más. No sólo había mujeres presentes
en aquella entrevista sino que el inspector, fríamente, las
había echado de la alcoba para luego tirotear al fallecido.
En ese sentido, resultaban fundamentales en la
reconstrucción de la escena del crimen, las declaraciones de
aquellas mujeres que estaban cerca de la alcoba aquella tarde.
Una de ellas, inquilina como Nieves, Mercedes Pérez, afirmó
que había entrado momentos antes del suceso en la habitación
de su vecina para interesarse por su estado. La escena que
encontró es la de Nieves tendida y doliente en la cama
mientras, sentado en una silla, cerca de la puerta, se
encontraba Sánchez de Lara. Serían, dijo, sobre las ocho de la
noche.
93
Preguntada reiteradamente para que situara a todas las
personas que recordara, hizo el siguiente balance: los niños sí
estaban a esa hora porque, cuando estaba con Nieves y aquel
caballero, entraron para traerle una torta que ella había
encargado al panadero. De hecho, les ofreció y los niños la
probaron, no los dos adultos presentes. Tenía la vaga
impresión de que, mientras charlaba brevemente con la
lesionada, entraron en la habitación en algún momento otras
mujeres, entre ellas la dueña del domicilio. Cuando salía se
tropezó en la puerta con Francisco Coll, que entraba nervioso
y ausente, ni las buenas noches le dio, añadió la testigo.
A continuación testificó la dueña de la casa alquilada
en Guadarrama. Manifestó que, a la hora del homicidio, se
encontraba en la cocina preparando la cena. Es cierto que
supo de la presencia de Mercedes Pérez, hasta el extremo de
acudir a la alcoba a requerimiento suyo y allí negarse a
probar la torta que le ofrecía. Pero en el momento de la
entrada del inspector ella estaba nuevamente en la cocina y su
marido sentado en una silla junto al fogón, con otras criadas.
De modo que la situación que podía deducirse de
estos testimonios (no se llamó a declarar a las demás
personas que se afirmaba estaban presentes) es que Sánchez
de Lara se hallaba sentado en una silla, no en la misma cama,
y “haciendo la visita”, como se decía antiguamente. Desde
luego, su presencia no debía sorprender demasiado a nadie,
dado que, según la dueña de la casa, era la segunda vez que
acudía a ver a la lesionada aquel día.
Cuando llegó Coll, por tanto, Mercedes Pérez salía y
los dueños de la casa se encontraban en la cocina, con las
94
criadas. Los niños estaban cerca, pero no era fácil precisar si
habían ido detrás de su padre, como parece lógico al verlo
llegar, o no. Posiblemente el mayor sí hubiera entrado antes
que su padre, anunciándole. En todo caso, en la alcoba sólo
se encontraban Ramón y Nieves, la pareja adúltera a ojos del
marido.
Cuando declaró Gregorio Noguera, uno de los
guardias civiles a los que se entregó Coll en primera instancia
y de los primeros en reconocer la escena del crimen y asistir
al médico que acababa de llegar, se creó bastante
expectación.

“- ¿Usted alumbró al médico para examinar las


ropas de la cama?
- Sí, señor.
- ¿Y qué dijo el médico?
- Dijo que allí había unas manchas sospechosas y,
enseñándoselas al marido, le dijo: „Esto le
favorece a usted‟.
- ¿Reconocieron ustedes también las ropas del
muerto?
- Sí, señor.
- ¿Tenía los botones desabrochados?
- Los del chaleco sí, señor.
- ¿Y la pretina del pantalón?
- También” (El Heraldo de Madrid, 8.11.1911, p.
2).

95
Los indicios señalados por el guardia civil podían
conducir a la conclusión de que la pareja había sido
sorprendida por el marido en algún tipo de actividad sexual,
dada la admitida ligereza de ropa de Nieves Hermida.
Visto el asunto, fue llamado otro de los guardias
civiles presentes, que ratificó todo lo dicho por su
compañero, añadiendo el detalle de haber ido a ver a Nieves a
la cocina. Ésta exclamó al verlo: “¡Pobre hombre! Hasta
última hora ha demostrado lo noble que era”.
El juez entonces llamó como testigo a Lisardo
Martínez, el médico que había reconocido al fallecido.
Manifestó entonces con rotundidad que había sido él quien
desabrochara chaleco y pantalón del mismo a fin de
reconocer sus heridas. En cuanto a la mancha. la describió
con exactitud:

“La mancha que reconocí fue hacia los pies de la


cama; era de color amarillento y como de unos
veinte centímetros de extensión; estaba seca y
parecía como si se hubiera estado calando en la
tela un líquido” (Idem).

Se estableció incluso un careo entre los dos guardias


civiles y el procesado, que sostenían que había dicho aquella
frase de que aquella mancha le favorecía al último, y el
propio médico, que creía que no había dicho tal cosa. Al final
del careo empezó a dudar diciendo que tal vez, quizá…
hubiera dicho tal cosa como primera impresión.

96
De manera que la ropa no estaba desordenada, como
en principio se pensó, pero la presencia de aquella mancha
era indubitable, aunque su naturaleza seguía siendo motivo de
especulación. Ello duró una tarde entera, hasta que fue
llamado de nuevo a declarar el joven médico que había
atendido a Nieves de la luxación en el pie.
Éste declaró formalmente que había recetado a la
lesionada un bálsamo llamado Opodeldoc. Preguntado sobre
la posibilidad de que hubiera rezumado desde el vendaje del
tobillo, afirmó que era muy posible, puesto que uno de sus
componentes principales era el aceite. Sin embargo, nadie le
había llamado para que examinara las ropas de la cama y
poder confirmarlo.
Carente el tribunal de pruebas concluyentes sobre lo
sucedido en aquella alcoba la noche del tres de septiembre,
todo debía fiarse a los testigos, de los cuales uno estaba
muerto, el otro era el procesado y la tercera persona resultaba
ser Nieves.
La hemos visto arrojándose hacia el cuerpo de
Sánchez de Lara para protegerlo de los disparos de su marido,
incluso dispuesta a morir junto a él; lamentándose después de
la honradez del fallecido, que se ofreció a batirse en duelo
con el marido pidiéndole que no le hiciera nada a ella, justo
antes de sucumbir a los disparos.
Sin embargo, el clima de culpabilidad que se cernió
sobre ella a partir de ese momento, la visita y los reproches
familiares al día siguiente, cuando volvió a Mad rid, la que
ella denominaba como “novela fantástica” creada por los

97
periódicos en torno al caso, la hicieron cambiar radicalmente
de actitud.
Ante el juez del Escorial, dos días después del suceso,
reconoció explícitamente el adulterio cometido, lo que llamó
mucho la atención del público ávido de noticias en torno al
crimen. Afirmó que había visto a Sánchez de Lara en la
Porqueriza, donde un demente quiso meterse con ella a gritos,
hasta que su amante la salvó de su presencia. Luego se había
encontrado con él dos tardes en el paseo hasta el día tres de
septiembre.
Esta actitud de admisión de su culpa y cierta
contrición por lo sucedido se aunó con un impensable apoyo
al marido cuando fue entrevistada en su casa de Madrid por
un periodista:

“Al recordar la escena sangrienta desarrollada a


su vista en el cuartito de la vivienda de
Guadarrama, se muestra profundamente
impresionada, rehúye la explicación, pero sí
confiesa que su esposo hizo bien en disparar
contra aquel hombre que siempre fue su amigo.
Esta afirmación es bien extraña; se halla en
contradicción con los hechos mismos; pero quizá
tenga su explicación en la volubilidad del espíritu
femenino.
Yo –dice- tengo grandes motivos de un
agradecimiento grandísimo para con mi marido,
porque pudo matarme y no lo hizo; esto no podré
olvidarlo nunca.
98
Respecto a lo sucedido, acepto cuanto ha pasado,
sin pretender disculparme en lo más mínimo,
suceda lo que suceda” (El País, 6.9.1910, p. 2).

Cuando uno piensa en su situación, asediada por una


prensa que cargaba las culpas sobre ella, con una madre que
le reprochaba su actuación, sin defensa de nadie, más que
volubilidad piensa en una actitud bien razonada. Su suerte,
aún admitiendo la posibilidad de la querella por adulterio y
más todavía en ese caso, dependía del destino de su marido.
Si Coll era condenado, todos la señalarían como la culpable
de haber llevado la desgracia a los dos hombres. Si su marido
salía libre y entablaba una querella por adulterio, dependía en
gran medida de su actitud de perdón para estar más o menos
tiempo en prisión. Así que se cerró en banda a cualquier
crítica a su marido y no quiso declarar nada que pudiera
interferir con la versión dada por la defensa de los hechos
acaecidos en Guadarrama.
Dos días después de esta entrevista, la actitud era si
cabe más cerrada que antes. La forma en que acaba esta
crónica de un periódico madrileño es bien significativa:

“No puede recordar minuciosamente la escena de


la muerte de Sánchez de Lara, e insiste en que,
sin duda, debió ocurrir todo tal y como lo cuenta
su marido. Si él asegura que ella se arrojó a
defender a su amante tan pronto como sonó el
primer disparo, verdad será cuando lo dice él. Lo
que él afirme sobre si cuando entró en la alcoba
99
estaban o no estaban presentes dos señoras, eso
será lo cierto. Doña Nieves Hermida no recuerda
bien nada; lo que proclama reiteradamente es la
honorabilidad del Sr. Coll y la resignación con
que, como culpable, espera el castigo de la ley, si
su marido quiere ejercitarla contra ella” (El
Imparcial, 8.9.1910, p. 1).

En ese sentido, su presencia en el juicio no aportó


ningún dato relevante: defendió débilmente haber sido
asediada por Sánchez de Lara durante el tiempo en que
fueron amantes, pero admitió plenamente su culpa en el
adulterio antes de afirmar no recordar nada de lo sucedido y
bajar del estrado.

100
El juicio

El proceso contra Pedro Francisco Coll comenzó el 7


de noviembre de 1911 en la Sección cuarta de la Audiencia,
siendo presidido el tribunal por el juez Sr. Avellón. La sesión
inicial comenzó con serios incidentes. La cantidad de público
que deseaba presenciar el juicio desde las galerías habilitadas
al efecto era muy crecida, quedando así la sala
empequeñecida. Pero no fue éste el motivo de las
alteraciones, sino la petición del fiscal Sr. Cardenal de que el
proceso se desarrollase a puerta cerrada por tratar de temas de
dudosa moralidad.
Probablemente, el interés del fiscal residía en evitar la
presión del público en una sala tan reducida, habida cuenta de
que la opinión generalizada era favorable al acusado. Sin
embargo, el acusador privado Sr. Santos no estuvo de
acuerdo, mostrando algo que sería constante en el juicio: su
papel lo entendía, salvo en los términos estrictos de la
acusación formal, muy alejado del que deseaba cumplir su
colega fiscal. En otras palabras, mientras éste deseaba cargar
el peso en las pruebas materiales, el acusador privado
buscaba el espectáculo público, la provocación y las
insinuaciones de datos ocultos que provocaran un
movimiento entre el público contrario al acusado. Para ello
habría de esparcir sospechas sobre todos los implicados. De
hecho, tal actitud sería reprendida en más de una ocasión por
el presidente del tribunal, que hubo de llamarlo al orden.
Naturalmente, el defensor Sr. Gerardo Doval también
se oponía a la petición de su compañero fiscal, por entender
101
que los hechos que allí se juzgaban eran sobradamente
conocidos y de dominio público, incapaces en todo caso de
atentar a la moralidad.
Tras una deliberación, el Sr. Avellón tomó en
consideración la petición fiscal y mandó que guardias y
ujieres desalojaran las galerías del público, no sin alboroto. El
problema, sin embargo, se presentó con los demás abogados
que presenciaban el juicio. Dos de ellos se manifestaron
como suplentes de la acusación privada y la defensa, por lo
que debían continuar presentes. Se daba el caso de que ambos
eran, además de abogados, periodistas del Heraldo de Madrid
y de España Libre. Otro letrado, también reportero, solicitó
quedarse como sustituto posible del fiscal, que no lo había
solicitado. Esa petición encrespó definitivamente los ánimos
de los letrados que iban a ser expulsados, aduciendo muchos
de ellos que aquello era como privar a los estudiantes de
medicina de que asistiesen a una operación quirúrgica en la
que sólo podían aprender.
Eso hizo vacilar al tribunal, que en principio había
admitido al tercer letrado pero optó por expulsarlo. Los que
así se vieron fuera de la sala se reunieron formulando por
escrito una protesta formal y unánime ante el presidente del
tribunal. Éste se vio en tal tesitura que, después de recibir a
los que protestaban, terminó al día siguiente por admitir un
juicio público que, a partir de ese momento, tendría amplia
cobertura informativa y una presencia constante y numerosa
de curiosos que seguirían con gran interés y cierto afán
tumultuario la totalidad de las sesiones.

102
Tras la elección de los doce hombres del jurado
popular que habría de dictaminar sobre el resultado del juicio,
tomaron la palabra acusación y defensa.
Sus planteamientos iniciales eran similares a los que
habían tenido lugar un año antes, cuando el Sr. Vivancos,
juez del Escorial que llevaba la instrucción, había emitido
auto de procesamiento contra el acusado denegándole la
libertad bajo fianza que todo el mundo daba por supuesta. De
hecho, el defensor recordaba ante la prensa el reciente caso
del doctor Iglesias en el crimen de la calle Bailén, cómo
estando sujeto al ámbito militar, había quedado en libertad
inmediatamente, pudiendo cuestionarse que hubiera
encontrado a su víctima en flagrante caso de adulterio.
Sin embargo, el juez Vivancos, tal vez más estricto,
dictaminaba que el crimen del inspector Coll era un posible
caso de homicidio, basándose en tres argumentos que extraía
tras cinco días de interrogatorio:

1. Que el acusado sabía, por las cartas que había


encontrado, que su rival Sánchez de Lara se
encontraba en Guadarrama.
2. Que había otra persona presente en la escena del
crimen, por lo que podía desecharse el que encontrase
a los amantes en flagrante adulterio.
3. Que, en resumidas cuentas, los hechos parecían
constituirse como delito de homicidio, hasta tanto el
tribunal sentenciador dictaminase en el futuro.

103
La cuestión que entonces el abogado Doval esgrimió
contra este auto de procesamiento y que el fiscal replicó, era
qué artículo del Código Penal vigente (el de 1870), era
aplicable. Como recordamos en el segundo capítulo de esta
obra, la defensa sostenía que era de aplicación el artículo 438:

“El marido que sorprendiendo en adulterio a su


mujer, matare en el acto a ésta o al adúltero, o les
causare alguna de las lesiones graves, será
castigado con la pena de destierro”

En vista de ello, apenas cinco días después de la


muerte de Sánchez de Lara, pedía su aplicación, la libertad
bajo fianza del acusado y su posterior pena de destierro. A
ello se oponía el fiscal, aduciendo que el artículo que había
que aplicar era el 419:

“Es reo de homicidio el que, sin estar


comprendido en el art. 417, matare a otro, no
concurriendo alguna de las circunstancias
numeradas en el artículo anterior”

El artículo 417 trataba de la muerte de un familiar,


algo que no era aplicable en el caso de Coll. El fiscal no
llegaba al extremo de entender el crimen como asesinato por
no incurrir en ninguna de las causas del artículo 418: no era
alevoso, es decir, el acusado no pretendía hurtar su
responsabilidad huyendo de la escena; no estaba motivado
por remuneración alguna, ni mediaba incendio o veneno; se
104
entendía que no había premeditación puesto que ignoraba que
iba a encontrarse al fallecido en su propia casa, ni tampoco se
registraba ensañamiento.
En conclusión, al negar el haber encontrado a los
amantes en flagrante delito de adulterio, el fiscal entendía,
como el juez, que el delito del que debía acusarse a Coll era
el de homicidio, penado con reclusión temporal.
Un año después, en su alegato inicial, el fiscal Sr.
Cardenal describió el crimen de la siguiente forma:

“Salió Coll aquella misma tarde para


Guadarrama, llevando una pistola Browning
cargada y que usaba por su cargo de inspector de
Policía, y al llegar a las ocho de la noche se
dirigió a la casa, penetrando en las habitaciones
de su familia, y vió desde el gabinete que, en la
alcoba contigua, sin puerta ni cortina, estaba doña
Nieves acostada en una cama y que un hombre,
en el que conoció a Sánchez de Lara, que estaba
completamente vestido, trataba de ocultarse, no
habiendo otra persona que uno de sus hijos, que
le precedió anunciándole, y estando alumbrada la
estancia sólo por la luz de una bujía.
En aquel momento se arrojó de la cama doña
Nieves, y dirigiéndose a Coll le contuvo para que
no entrara en la alcoba, diciéndole que D. Ramón
había ido a verla por saber que padecía una
luxación en el pie; pero Coll, sin escucharla, les
increpó por su conducta insultando a Sánchez de
105
Lara, y entonces éste, encarándose con él le
contestó que tenía razón y habían de matarse, ante
cuya confesión y actitud, Coll, arrebatado por la
ira, empuñó la pistola e hizo tres disparos
seguidos contra Sánchez de Lara, causándole
varias heridas, una de ellas en el pecho, que le
atravesó el corazón y le produjo la muerte
inmediata” (El Liberal, 6.11.1911, p. 3).

En consecuencia, calificaba los hechos como


constitutivos de un delito de homicidio con la atenuante de
haber actuado ante estímulos tan poderosos que le causaron
arrebato y obcecación. Por todo lo cual pedía una pena de
doce años y un día de reclusión, además de indemnizar a los
parientes del fallecido con 20.000 pesetas.
Aunque pidió una pena algo superior, el acusador
privado contratado por la familia Sánchez de Lara, vino a
exponer parecidos argumentos a los de su colega.
El defensor Sr. Doval, colocaba a los protagonistas
del suceso en actitudes y posiciones diferentes, lo que a su
juicio justificaría plenamente la calificación del crimen como
realizado al sorprender in fraganti a los amantes en adulterio.

“Coll, en el momento de abrir su hijo la puerta,


vió a su mujer en dicha cama, y sobre ella
inclinado a un hombre. E instantáneo que ella se
tiraba, en camisa de la cama, el hombre,
secundando este movimiento, se separaba,
procurando ocultarse en el rincón de la izquierda
106
de la alcoba. La mujer, abalanzándose a su
marido, le impedía llegar a la puerta. Coll,
forcejeando, les increpó, llamándoles miserables.
Sánchez de Lara, saliendo de su escondite y
avanzando hacia el centro de la alcoba, le
respondió que sí, que era cierto que era un
miserable y que se matarían. Nieves, entre los dos
hombres, procuraba cubrir con su cuerpo al
amante. Coll entonces, seguro de su deshonra y
ante la actitud de los culpables, disparó tres tiros
sobre Sánchez de Lara, que cayó al suelo muerto”
(Idem).

Todos los testimonios e interrogatorios habidos en el


juicio, de los que hemos dado cuenta en sus aspectos
fundamentales a lo largo de los capítulos anteriores, estaban
destinados a sostener una u otra de las interpretaciones.
Además, la acusación intentó probar sin éxito, pero dejando
muchas dudas en el aire, que Francisco Coll conocía
previamente las infidelidades de su esposa, incluso que las
consentía y hasta se lucraba con ellas. Sobre este último
extremo no pudieron presentarse los famosos pagarés ni nada
que acreditase que los intercambios económicos no habían
sido grandes y siempre reducidos a pequeños regalos de
Sánchez de Lara a Nieves Hermida.
De haberse probado alguno de estos extremos, ni
siquiera el adulterio podría haberse considerado como tal, de
donde tampoco sería de aplicación el artículo 438 y el delito
hubiera sido de homicidio.
107
Respecto a las dudas sobre si Coll conocía la relación
que seguía manteniendo su esposa, tuvo una importante
repercusión en el tribunal la carta que ésta había enviado a
Sánchez de Lara desde Guadarrama. Esta misiva, hallada por
el abogado defensor en un segundo registro de la casa (algo
que actualmente invalidaría la prueba), advertía a Sánchez de
Lara que tomara el tren hasta Villalba y que si se encontraba
“a quien tú sabes” hiciera como que continuaba el viaje más
allá. Eso hacía suponer que Coll debía extrañarse de
encontrar a su rival marchando, como él, hacia Guadarrama.
Así que el resto de interrogatorios se centró en lo que
realmente había sucedido en la escena del crimen. Se situó a
diversas personas cerca, pero no en la misma habitación en
ese momento. Que el niño mayor había precedido en poco a
su padre y que debía estar presente cuando éste entró en las
habitaciones familiares era probable, pero eso no suponía
que, en ese breve intervalo entre hijo y padre, los amantes no
fueran sorprendidos con él inclinándose sobre ella.
Otras pruebas de adulterio, como las ropas
desabrochadas, la mancha que resultó de aceite, fueron
aducidas en vano. La acusación no consiguió probar sino que,
un momento antes de la entrada del marido, cuando la vecina
estuvo con ellos, su posición era decorosa, propia de una
visita. Todo lo demás eran suposiciones: ¿Continuó Sánchez
de Lara sentado a distancia en su silla? Es de suponer que así
sería lógicamente, habiendo otras personas en la cocina
cercana, pero también era posible que aprovechase el
momento de intimidad para sentarse en la cama e inclinarse
sobre la mujer. Lo que sucedió después coincide en sus
108
elementos fundamentales aunque el énfasis en las distintas
posturas podría alimentar a la acusación o a la defensa, según
la que se admitiera.
El fiscal, en su alegato final, descarta “de buena fe”
que Coll supiera previamente del adulterio de su mujer, en
otras palabras, admite que se enterase del mismo al descubrir
las cartas en el armario.

“Pero esto no era bastante; como no era suficiente


que al llegar a la casa de Guadarrama y verlos
juntos en la misma habitación, supusiera que se
estaba cometiendo el delito de adulterio.
No, este delito no se cometía; porque los amantes
se veían a diario en Madrid; porque Lara se
hallaba correctamente vestido; porque si ella
estaba en cama, lo estaba por causa justificada; y
porque las puertas abiertas permitían que entrara
en la habitación todo el que quería.
Si no se cometía, pues, el adulterio, no está
justificado que se alegue la eximente que alega la
defensa. Sin embargo, la agresión se realiza; ¿qué
la determina? ¿a qué obedece?” (ABC,
11.11.1911, p. 10).

En este punto, el fiscal había admitido el


desconocimiento previo de Coll sobre el adulterio pero,
hábilmente, deja implícita la pregunta de: si no conocía el
delito antes y no encontró una situación flagrante ¿por qué
esa irritación? ¿por qué llegar a matar a su rival? Y aquí
109
ofrece una explicación alternativa a la de la defensa, algo
imaginativa ciertamente, con el propósito de negar en Coll
toda postura de defensa de su honra.

“Yo entiendo que el procesado no mata por haber


descubierto a Sánchez Lara con su esposa; no
mata por el dolor que la sorpresa le produce, sino
por miedo a Sánchez de Lara, porque éste, al
verse descubierto, le amenaza, le dice que se
matará con él…
Y Coll, que se ve amenazado, saca la pistola y
ofuscado, arrebatado por dichas palabras, dispara
y mata a Sánchez de Lara…
Y prueba de esto –continúa- es que tenía a su
alcance a doña Nieves, a esa mujer a quien yo
considero más culpable que Lara, y no solo no
dispara contra ella sino que ni le da un solo golpe
con la culata de la pistola. Al contrario, se
preocupa por ella y se cuida de su persona hasta
con solicitud” (Idem).

Hay que reconocer que el alegato del defensor fue


firme en su defensa de la honra perdida, apelando ante el
jurado, al que se dirigía directamente, al honor debido al
marido, al sacrosanto tálamo nupcial. Consciente de que no
había conseguido probar que ambos adúlteros “yacieran”
juntos en el momento del crimen, algo fundamental desde el
punto de vista jurídico, apeló a una libre y amplia

110
interpretación del adulterio que predispusiera al jurado a
admitir que hubiera sorprendido a los amantes in fraganti.

“Figuraos pues, señores jurados, la impresión de


este hombre, que acaba de encontrar versos y
cartas denunciadores en el armario de su mujer, y
cuando llega a Guadarrama se la encuentra en la
cama, sin saber que estaba enferma, y al lado de
ella el traidor, aquel a quien ya notificó que no
volviera más a su casa.
Ve Coll a un hombre que se oculta y que sale de
la cama. ¿Es que es preciso el ayuntamiento de
las Partidas? ¡Qué poco habrían adelantado
nuestras leyes si no hubieran avanzado en este
concepto!
¿Dónde encuentra Coll a Lara? No ya en una sala
de recibir visitas, ni en ninguna otra habitación de
confianza ¡no! ¡Le encuentra en su alcoba, en el
propio tálamo, dentro de lo que es propiedad
exclusiva del marido! Donde, para entrar, hasta el
médico tiene que pedir permiso.
Esto creo yo que es adulterio: serie de actos
personales y exclusivos del marido ejercidos por
quien no siéndolo viene a suplantarse en su lugar.
Coll encontró a Lara donde debía estar él. ¡Hubo
adulterio!
¡Que tuvo miedo! ¿Miedo un hombre que en su
arriesgada profesión ha expuesto mil veces su

111
vida? ¡No! Mató por dignidad, por defender su
honor” (El Heraldo de Madrid, 11.11.1911, p. 2).

El veredicto del Jurado tuvo lugar el 12 de noviembre,


a última hora de la mañana. El presidente del tribunal había
formulado un total de siete preguntas, algo extensas y con
numerosas consideraciones simultáneas que, en otro caso,
hubieran quizá causado confusión. Sin embargo, la actitud de
los doce miembros del Jurado fue inequívoca y rápida: Pedro
Francisco Coll no era culpable de ninguno de los cargos
presentados.
Allí mismo el que fuera acusado, ya absuelto, firmó la
sentencia que le dejaba libre. Sin embargo, en aplicación del
artículo 438 debía ser desterrado de Madrid. Para eso hubo
una fácil solución. Ya un año antes, cuando permanecía preso
en El Escorial, había recibido numerosas cartas de adhesión y
apoyo por parte de compañeros de profesión. Entre ellas
destacaba la del Jefe superior de policía de Barcelona, el Sr.
Millán Astray. Finalmente, un mes después de emitida la
sentencia, un breve suelto en La Correspondencia de España
informaba que el Sr. Astray había nombrado un nuevo Jefe de
policía en la frontera francesa. Su nombre era Pedro
Francisco Coll.
¿Cómo fue recibida la sentencia? En la propia sala, al
escuchar al portavoz del Jurado, Antonio Romero Pazos,
negando cualquier forma de culpabilidad en Coll, se
escucharon bravos y exclamaciones de alegría, hasta el punto
de que el presidente del tribunal, para dictar sentencia, mandó
desalojar la sala. Fuera continuó el clamor exultante. Un
112
periodista se adelantó a otros para preguntar a un miembro
del Jurado si la deliberación había sido rápida. “Verá” le
contestó, “teníamos ganas de comer. Sólo nos entretuvimos
por entender bien las preguntas”. “¿Hubo unanimidad entre
ustedes?”. “Le diré a usted…, la verdad… Casi todos somos
casados”.
No todas las opiniones eran del mismo tenor. El Fusil
comentaba una semana después:

“El Jurado, esa institución porque tanto


suspiraron los republicanos y liberales de la
Regencia, ha vuelto a hacer una de las suyas.
La absolución del policía Coll es una de esas
enormidades que no pueden pasar sin protesta de
las conciencias honradas. Cualquiera que hubiese
asistido a las sesiones del juicio oral, a poco que
hubiese parado mientes en las declaraciones del
procesado y de los testigos, no hubiera vacilado
en condenar a Coll, pues no es cosa de tener la
manga tan ancha en esta clase de delitos, y ser tan
brutalmente inexorable en otros de probada
insignificancia” (El Fusil, 18.11.1911, p. 2).

Ciertamente, el veredicto del Jurado, negando la


culpabilidad de Coll hasta en la comisión de los tres disparos
que acabaron con la vida de Sánchez de Lara, justifica alguna
de las críticas de los cronistas fusileros. Pero hay que
entender que la lectura de su periódico era minoritaria, que su
director, ese anarquista llamado Nakens, había estado incluso
113
implicado en el atentado de cinco años antes contra el rey
Alfonso XIII tras cobijar al que quiso asesinarle: Mateo
Morral.
Las personas bien pensantes de la época, los maridos
que temían el adulterio de sus esposas mientras, en algún
caso, visitaban a sus “queridas” en el pisito montado para
ellas, los policías que deseaban ser respetados en su labor,
por criticables e ineficaces que fueran sus métodos en muchas
ocasiones, todos ellos podían descansar tranquilos. Su honor
había quedado a salvo.

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