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Guadarrama, 1910
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“En este estado de abatimiento está la infeliz
mujer, quando empieza a mirarla, como suelen
decir, con buenos ojos un galán. A la que está
aburrida de ver a todas horas un semblante
ceñudo, es natural que le parezca
demasiadamente bien un rostro apacible… Antes
no escuchaba sino desprecios; aquí no se le habla
sino de adoraciones. Antes era tratada como
menos que mujer; ahora se ve elevada a la esfera
de deidad… En la boca del marido era toda
imperfecciones; en la del galán es toda gracias…
En esta situación ¿qué hará la mujer más
valiente? ¿Cómo resistirá dos impulsos dirigidos
al mismo fin, uno que la impele, otro que la
atrahe? Si el cielo no la detiene con mano
poderosa, segura es la caída. Y si cae ¿quién
puede negar que su propio marido la despeñe? Si
él no la tratare con vilipendio, no le hiciera fuerza
el amante con la lisonja” (Padre Feijoo, Discurso
en defensa de las mujeres, 1778).
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Índice
Introducción …………………………... 7
El adulterio y lo legal …………………. 11
En el entorno de 1910 ………………… 19
El día del crimen ……………………… 31
Protagonistas masculinos …………….. 37
Nieves Hermida ………………………. 45
El adulterio …………………………… 51
¿Qué sabía Coll? ……………………… 63
La señora Atienza acusa ……………… 69
Dinero y amenazas …………………… 77
¿Qué sucedió en Guadarrama? ………. 87
Reconstrucción del crimen …………… 93
El juicio ………………………………. 101
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Introducción
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El adulterio y lo legal
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distintos papeles asignados a cada cual: “El marido debe
proteger a la mujer, y ésta obedecer al marido” (art. 57).
A partir de estos presupuestos, la obediencia debida
obligaba a la mujer a seguirle cuando cambiase de residencia,
salvo que fuera a Ultramar (art. 58), adjudicando al marido la
administración de los bienes (art. 59) y el permiso
correspondiente para que la mujer pudiera incluso
comparecer en un juicio, dado que se constituía en su
representante legal a casi todos los efectos (art. 60).
A esta mujer, que mientras tuviera menos de 23 años
y padre o tutor, no se le había permitido tomar una decisión
importante en el ámbito legal, se le dejaban muy pocas una
vez casada: hacer testamento y ejercer derechos y deberes
respecto a otros hijos tenidos en un eventual matrimonio
previo. Naturalmente, si alguien tenía atribución para
reclamar la nulidad de la actuación femenina en estos
aspectos, eran los hombres de su familia (marido, hijos).
Este modelo patriarcal no fue modificado legalmente
hasta 1978, cuando se despenalizó el adulterio y el
amancebamiento, así como se disminuyó la mayoría de edad
hasta los 18 años. La ley del divorcio vino a transformar por
completo estas disposiciones en 1981, hasta borrar toda
discriminación por sexo en 1990. Desde el punto de vista
normativo, resulta llamativo el enorme salto en la
consideración del matrimonio que permaneció sin variación
durante casi noventa años hasta que, en sólo veintisiete, se
llegara a la admisión del matrimonio homosexual y la
adopción de niños por parte de este tipo de parejas, en 2005.
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Pero volvamos al tema más complicado de que tratará
este libro. De la obligación de convivencia y fidelidad mutua
entre los esposos se deduce la existencia de un delito cuando
esa fidelidad se transgrediese, como sucede en el caso del
adulterio (en la mujer) o el amancebamiento (aplicable al
marido), distinguiéndose si este último se realizaba en el
propio hogar o en un domicilio distinto.
Resulta curioso observar que, en el juicio que se
siguió contra el inspector de Policía Coll, uno de los
abogados citara como legislación previa nada menos que las
Partidas de Alfonso X. Aunque la obra sea de finales del
siglo XIII ha sido, posiblemente, la principal aportación
española a la historia del Derecho, llegando a tener vigencia
doctrinal (sobre todo en Latinoamérica) hasta el siglo XIX.
En concreto, las partidas alfonsinas consideraban que
el adulterio de la mujer deshonraba al marido introduciendo
la duda sobre la verdadera filiación de los hijos y herederos.
Éste es el argumento de la turbatio sanguinis:
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En el entorno de 1910
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Al llegar a este lugar fue llevado rápidamente a la
mesa de operaciones pero, cuando los médicos se disponían a
reconocerle y hacer la primera cura, se dieron cuenta de que
había fallecido.
Parecía tener unos cuarenta años, vestía ropa de
calidad y sombrero hongo. Al registrarle se encontró un sobre
en el bolsillo del gabán a nombre de Braulio Araújo. Sus
iniciales bordadas en la ropa interior confirmaban esta
identificación que correspondía, como pronto se supo, a un
asiduo participante en las tertulias del conocido café Fornos.
Al parecer, había nacido en Cuba mientras su padre era un
alto cargo oficial en la isla. Procedía por tanto de una familia
rica, pero había tenido desavenencias con sus progenitores y
vivía de forma independiente desde hacía tiempo gracias a
una renta que le pasaban. No parecía tener una ocupación
precisa.
Mientras tanto, en la comisaría, el autor de los
disparos se identificaba como Ricardo Iglesias, médico
militar con el grado de teniente coronel. Según sus
declaraciones, ya tenía sospechas de que su mujer, de 41 años
y “excepcional belleza” según el texto de la Correspondencia
Militar que comentaba el caso, se entendía con el fallecido.
Estando aquella tarde en su casa, número 13 de la
calle Bailén, comprobó a través de una ventana que el citado
Araújo estaba en la acera haciendo señas a su mujer.
Indignado por este hecho, bajó a la calle y, al ver que su
oponente se dirigía a él con ademanes agresivos, disparó con
las consecuencias ya conocidas.
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Mientras el suceso estuvo en manos del juez del
distrito de Palacio se pudo saber, gracias a las declaraciones
del doctor Iglesias, que el matrimonio tenía en ese momento
dos hijas de 23 y 18 años y un hijo de 17. Se habían
trasladado desde Zaragoza debido a las relaciones que su
mujer había tenido con ese tal Araújo en la capital aragonesa.
Poniendo tierra de por medio el marido quiso hacer borrón y
cuenta nueva con la infidelidad, recomenzando su vida
matrimonial en Madrid.
Sin embargo, Araújo les había seguido hasta allí. La
mayor de sus hijas, paseando con su padre, le alertó de que la
pareja de adúlteros había sido vista, confirmando así que el
amante estaba de nuevo en su entorno. Por ello, Iglesias espió
las idas y venidas de su mujer hasta confirmar los encuentros
que volvía a mantener con el luego fallecido.
Manifestó también que aquella tarde, habiendo
confirmado el adulterio por sí mismo, se supone que sin
haber tomado aún una decisión al respecto, comprobó desde
su casa la desfachatez del amante que no se recataba en
acercarse a la misma acera y hacer señas a su mujer, que se
asomaba a otra ventana. En vista de lo cual, tomó la pistola y
bajó a la calle.
El hecho de que adujera una actitud provocativa y
agresiva por parte de Araújo parece más bien una excusa que
justificara su arrebato interpretándolo como defensa propia.
Como en muchos otros casos, los periódicos no
registraron la resolución judicial que sobrevino al doctor
Iglesias, entre otras cosas porque se sustrajo pronto de la
acción civil. En efecto, su consideración como médico militar
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hizo que, al día siguiente de los hechos, la jurisdicción militar
lo reclamara para juzgarle con sus propias normas. Sin
embargo, el comentario periodístico que he podido leer varios
meses después hace suponer que el autor de los disparos se
paseaba libremente por Madrid y que los eventuales cargos
por homicidio fueron retirados o resultó absuelto de ellos.
El 28 de septiembre de 1910, apenas unos días
después del caso que trataremos en extenso más adelante,
apareció otro “marido vengador” en la localidad de La
Espina, provincia de Oviedo. El caso tiene mucho más de
sainete que de drama.
Encarnación Riesgo, de cuarenta años, casada,
mantenía relaciones con un hombre de mala reputación,
Celestino Cuervo, de unos treinta años y también casado. El
caso es que la situación debía ser bien conocida en aquel
pequeño pueblo puesto que sus encuentros tenían lugar desde
hacía seis años.
El marido de Encarnación debió hartarse de todo lo
que sucedía en su propia casa y de la deshonra que eso
suponía entre sus vecinos. Es cierto que, como resulta bien
conocido, el marido solía ser el último que se enterara de los
engaños de la mujer, pero aún así resultan difíciles de creer
sus manifestaciones posteriores, cuando afirmó que había
sospechado de ambos recientemente al observar a su mujer
dándole de merendar a Celestino. Eso de compartir alimentos
debía constituir un cierto atentado al pudor y las buenas
costumbres porque, como luego comprobaremos, la primera
sospecha de Coll fue precisamente cuando le dijeron que
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habían visto a su mujer y su amigo bebiendo de la misma taza
de café.
Pues bien, el marido asturiano empezó a vigilar a su
mujer, según manifestó, hasta tener constancia del lugar
donde “yacían” juntos con cierta regularidad. Sospechando
uno de esos encuentros, se subió al tejadillo de la casa en
cuestión y, al comprobar desde tan incómoda posición que
los amantes pasaban un buen rato juntos, se deslizó hasta el
balcón correspondiente apareciendo como marido vengador
en la habitación donde tenía lugar la coyunda.
Armado con una navaja de pequeñas dimensiones
agredió al adúltero, propinándole seis navajazos que no
debieron hacerle mucho daño, puesto que se le vio bajando
las escaleras a toda velocidad como Dios lo trajo al mundo
para refugiarse con prontitud en una casa vecina. Por otro
lado, la mujer empezó a correr por la carretera en paños
menores dando gritos. No se informa de cuál fue la actitud
posterior del marido agraviado, tal vez persiguiendo al gañán
que se beneficiaba a su mujer.
Como vemos, no pocos de los casos encontrados en
los periódicos tuvieron un resultado de muerte o, al menos de
agresión sobre el adúltero, no tanto sobre la mujer, tal vez por
considerarla el marido menos responsable del delito o por la
posibilidad de un perdón o porque el principal agravio a su
honra se asignaba al otro hombre. De cualquier modo, hubo
casos mucho más dramáticos que el ahora narrado, con
resultado de muerte para ambos. Los dos que vamos ahora a
referir tuvieron lugar en el mundo rural y sólo puede
entenderse que por su especial resultado trágico, lo mismo
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que el risible del caso anterior, llegaron hasta los periódicos
de la villa y Corte de Madrid. Cabe sospechar que las
situaciones de adulterio fueran más frecuentes de lo
denunciado en los pueblos y pequeñas ciudades españolas.
A finales de julio de 1911 nos situamos en Buñuel, un
pueblo cercano a Tudela, por entonces de unos quinientos
habitantes. En la finca de un hacendado zaragozano trabajaba
la pareja formada por Ramón Alba, un hombre de sesenta y
cinco años conocido por “Cachones” y María Artigas, “la
Cachona”, más joven, de cuarenta años, alta, seca y poco
agraciada, como la describe el Globo. Conviviendo en la
misma casa desde hacía un año estaba un trabajador llamado
Juan Domínguez, conocido como “Curro Canto”.
En ese tiempo, María había mantenido relaciones con
Curro Canto que resultaban conocidas por el marido y
consentidas hasta cierto punto. Como luego se vería, el
Cachones admitía esta situación de mala gana, quizá debido a
la diferencia de edad y la imposibilidad de satisfacer a su
esposa como lo hacía su oponente. Sin embargo, eran bien
conocidas las frecuentes discusiones entre ambos que
desembocaron en una agria disputa una noche, cuando
Ramón Alba volvió del campo a las diez, tal vez encontrando
alguna escena poco apropiada al traspasar el umbral.
Curro Canto, más joven, cogió una azada y agredió al
marido produciéndole una serie de heridas. Cuando hubo
sacado una navaja para herir al Cachones, tal vez acabar con
él, la mujer quiso colaborar en la muerte de su marido
arrojándole un barreño. Tuvo la mala fortuna de que el objeto
impactara en su amante, dejándolo inconsciente en el suelo.
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El momento fue aprovechado por el Cachones para
arrebatarle el arma y coser a puñaladas a su oponente.
Al ver la muerte de éste la mujer, despavorida, salió al
campo pidiendo ayuda pero el marido, sacando fuerzas de
flaqueza, la persiguió hasta alcanzarla y apuñalarla
igualmente. Luego deambuló por el campo encontrándose
con el hacendado, tal vez alertado por los gritos, a quien
comunicó que iba al pueblo a entregarse.
Éste, cuando se hubo enterado del lance, le dijo que
esperara en la casa, que él iba a informar. Lo único que
Ramón Alba le dijo fue: “Por fin he hecho lo que debía hacer
desde el año pasado”. Cuando llegaron las autoridades lo
encontraron a la puerta de la casa fumando un cigarrillo. Con
la legislación vigente, es muy probable que saliera indemne
de cualquier acusación.
Tal vez llegara a pasar lo mismo con Gabriel Asensio,
otro aragonés del pueblo de Illueca, cerca de Calatayud, un
mes más tarde. El Imparcial y el Liberal informaban el 31 de
agosto de 1911 del crimen que había tenido lugar en aquel
pueblo y de todas las circunstancias que lo habían hecho
posible.
Hacia 1891 Gabriel había vuelto con buenos medios
económicos de la isla de Cuba, donde había marchado de
joven. En Illueca se casó con Francisca Cimarro, de familia
acomodada pero que ya había dado que hablar entre los
vecinos por su conducta “poco recatada” según sostiene el
segundo de los periódicos.
Ajena o indiferente a tales rumores, la pareja se
estableció bien, ya que Gabriel invirtió parte de sus ahorros
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en una carnicería que muy pronto les dio buenos
rendimientos. Los hijos, hasta cuatro, fueron llegando a lo
largo de los años.
Años antes de la tragedia, Francisca empezó a
mantener relaciones con un vecino del pueblo, Pedro Urbano.
Probablemente, para no llegar donde finalmente llegaría,
Gabriel, harto de la situación, decidió poner tierra de por
medio y marchar a Argentina junto a sus dos hijos mayores.
Pensando que su marido ya no volvería, Francisca
comenzó a vivir maritalmente con Pedro Urbano. En algún
momento no sólo tuvieron un hijo, sino que se trasladaron a
Zaragoza y abrieron una taberna. Sin embargo, el negocio no
les fue rentable, por lo que terminaron por cerrar volviendo a
la carnicería de Illueca.
En ello estaban cuando, sorprendentemente, regresó el
marido con sus hijos desde Argentina. Debió haber
enfrentamientos y discusiones, tras los que Gabriel entabló
una querella por adulterio contra su mujer, a resultas de la
cual tanto ella como el amante fueron encarcelados.
Quiso la mala fortuna que, por un azar judicial, se
aplazara el juicio contra ambos, por lo que el juez dictaminó
su libertad provisional. Sin enterarse de más, cuando Gabriel
los vio paseando por la calle y abriendo la carnicería, dedujo
que habían sido absueltos, por lo que montó en cólera.
Se presentó en la carnicería donde atendía su mujer y,
delante de las horrorizadas clientas, descerrajó dos tiros
contra ella. Herida, Francisca salió a la calle, donde fue
alcanzada por Gabriel y rematada a puñaladas. Como es
habitual en los periódicos de la época, se contentaban con dar
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la trágica noticia sin seguirla en su desarrollo posterior, por lo
que no podemos saber si Gabriel fue enjuiciado y qué
condena le cayó, si hubo alguna.
Hasta ahora, hemos visto situaciones de adulterio que
terminaban en muerte o al menos tentativa de ello, sea de la
mujer y el amante o de la primera o el segundo solos. Sin
embargo, poco a poco se iba abriendo paso la posibilidad de
realizar denuncias, como en el caso anterior, al objeto de
condenar a la mujer adúltera. Para ello era especialmente
importante sorprender a los amantes in fraganti, de forma que
fuera irrebatible la condena de los mismos.
La Época informa el 16 de mayo de 1911 de la
denuncia presentada por un tal Gerardo Ciotet. Resulta que
este hombre era escribiente en la Capitanía general de Melilla
y se encontraba de permiso en Madrid, donde tenía su
domicilio junto a su esposa Francisca Pascual.
Debía estar informado de las infidelidades de esta
última, porque no es normal presentarse poco antes de las dos
de la mañana en el puesto de la Guardia C ivil de las Ventas,
pidiendo que le acompañaran a casa para sorprender a su
mujer en pleno delito de adulterio. Inmediatamente fueron
con él un sargento y un cabo.
Al llegar a la casa y franquear la puerta, encontraron
efectivamente a Francisca en compañía de un señor llamado
Teófilo Guerra, inspector de la Compañía madrileña de
urbanización. Éste, como afirma de manera irónica el
periódico, “no supo justificar su presencia en aquella casa a
las dos de la mañana”, por lo que ambos marcharon detenidos
y puestos a disposición del Juzgado de Chamartín.
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Algún caso más de esta índole se encuentra en las
informaciones periodísticas, incluso el más complicado
judicialmente de que fuera la mujer la que se presentase en la
comisaría de policía, al objeto de que la acompañasen para
sorprender in fraganti a su esposo con otra mujer en una casa
de citas. Resultaría más complicado porque, de no mediar
escándalo, es difícil que la denuncia de la mujer llegara a
buen término en esas circunstancias.
Dentro de estos casos donde impera la querella antes
que la “facultad de matar” o intentarlo al menos, quizá el que
mayor resonancia tuvo en aquellos años, junto al que
trataremos a partir del próximo capítulo, fue uno que empezó
a enjuiciarse el 11 de enero de 1910.
Se trataba de una querella presentada por Mariano
Bertodano contra el señor Saavedra, conde de Alcudia, y
socio suyo en la Sociedad mercantil propietaria de la colonia
Santa Eulalia. La demanda se extendía, naturalmente, a la
mujer del primero, María Avial, de la que se afirmaba que
mantenía relaciones adúlteras con el segundo.
El juicio levantó una gran expectación, puesto que
estaban citados a declarar personajes muy ilustres de la
política y la aristocracia españolas, amigos del conde.
Algunos otros como el propio Antonio Maura y Eduardo
Dato fueron desestimados por el tribunal al ser propuestos.
En todo caso, el juicio se llevó a cabo a puerta cerrada, algo
que veremos también que intentó el tribunal que juzgó a Coll
por homicidio.
Lo que en el caso de este último no se pudo por la
presión popular y las insistentes peticiones de la prensa, sí se
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consiguió en el caso de Mariano Bertodano. Apenas se
filtraron datos a la prensa, pero de ellos pudieron hacerse
algunas deducciones.
Parece admitido que los dos acusados llegaron a hacer
algún viaje juntos y sin presencia del marido, aunque el
abogado defensor sostuvo que Bertodano estaba enterado e
incluso había llegado a despedirles en alguna ocasión al
andén. El conde de Alcudia, muy caballero él, negó toda
relación adúltera con María Avial, además de ponderar ante
el tribunal sus grandes cualidades.
Se escucharon testigos convencidos de la infidelidad y
otros, por parte de la defensa, sosteniendo lo contrario. Tras
escuchar a todos, e independientemente de que María hubiese
solicitado previamente la separación eclesiástica de su marido
(a lo que éste había respondido con la querella), el tribunal
los consideró culpables. La pena de cárcel para ambos fue de
tres años, si bien el abogado defensor anunciaba una
apelación que ignoro cómo se resolvería.
Así pues, vemos que hay una amplia casuística en los
casos de adulterio de la época: desde la denuncia para pillar
in fraganti a los adúlteros al objeto de entablar
posteriormente una querella, como la presentación de la
misma sin que mediara esta condición, hasta la aplicación de
la “facultad de matar”, siempre cuestionable por la constancia
o no de que el marido hubiese sorprendido el adulterio in
fraganti. El caso del inspector Coll fue uno de estos últimos.
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El día del crimen
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Muchos se preguntarían después por qué no hizo lo
mismo con Nieves que, en un primer momento, se abalanzó a
abrazar a Ramón, como para protegerle de la venganza de su
marido. Tal vez el autor de los disparos dudara entonces.
Según luego se justificaría, sus propios hijos pequeños lo
abrazaron pidiéndole que no matara a su madre. Tuvo lástima
de ellos, vino a decir después. Tal vez le sobrevino ese
momento de serenidad que le había faltado hasta entonces al
ver a su enemigo caído en el suelo, exánime, el pecho
cubierto de sangre.
Así que se dio la vuelta y salió a la calle, donde los
vecinos de la plaza, al ruido de los disparos, estaban saliendo
de sus casas, alarmados. Según las primeras crónicas, se
dirigió a ellos diciendo: “He matado a un hombre. He
reivindicado mi honor. Me entrego a la autoridad para que
juzgue mi conducta”. Ciertamente, no era algo inusual, como
vimos en el caso de la calle Bailén, pero parece una
declaración bastante melodramática. Según se informó
posteriormente, parece que obligó a su mujer a sentarse en un
baúl tal como estaba, sólo con la ropa interior, tiró el arma y
esperó la llegada de las autoridades, que no tardaron en
acudir alertadas por los vecinos.
El inspector Coll se consideraba, sin duda, vengado en
su honor, hasta entonces maltrecho. En su mente aún
guardaría el texto de las dos cartas encontradas, una de ellas
repleta de tiernos y románticos versos que escribía el hombre
ahora cadáver a Nieves, su mujer, que permanecía llorando
sentada sobre un baúl sin atreverse a moverse de allí. El
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drama judicial de ambos empezaba su marcha. El drama más
personal hacía tiempo que había comenzado.
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Protagonistas masculinos
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popular como periodística, hacia el policía autor de los
disparos.
Tras la primera noticia del suceso, el ABC, que
asumiría la defensa encendida y permanente a lo largo de un
año del papel cumplido por el inspector, ya explicaba:
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carácter que, en un momento determinado, se estropeó. Así,
uno de sus mejores amigos en el Ayuntamiento describe:
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Nieves Hermida
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trabajador en la música o su coquetería impulsiva, habló con
el padre para buscarle un novio adecuado.
Aparece entonces en escena un joven bastante
conocido en el café de Fornos, el que se encontraba en la
calle Alcalá esquina con Virgen de los Peligros. Estaban lejos
los tiempos actuales en que su espacio sería ocupado por un
Starbucks. Por entonces, el Fornos era un café muy conocido
por sus gustos culinarios y sus tertulias literarias y políticas.
Pues bien, M.A. como lo nombran los diarios, fue el
primer novio oficial de Nieves en Madrid. Dedicado
probablemente a la vida alegre y las chicas fáciles, M.A.
disfrutó con ella pero, andando el tiempo, consideró que la
relación había dado de sí lo que tenía que dar. De manera que
habló con un amigo del Fornos y se lo llevó a una de las
fiestecillas que organizaba la madre de Nieves al objeto de
buscar pretendientes para sus dos hijas.
En ellas Nieves cantaba, naturalmente, Obdulia
recitaba algún monólogo y la madre aplaudía a rabiar
mientras el padre, adormilado, se limitaba a liar cigarrillos
que ofrecer a los “pollos” que acudían. Pues bien, el proceso
de sustitución estaba en marcha: M.A. le presentó al otro
joven y Nieves quedó encantada. Realmente, si era
“bellísima” (para los cánones de la época), como no se
cansaban de decir los periódicos incluso quince años después,
si la chica era graciosa y educada, algo coqueta también,
debía gustar.
Pues bien, el nuevo joven y Nieves empeza ron una
relación que el primero llevó bastante lejos. Sin llegar a dar
palabra de matrimonio, cuyo incumplimiento por entonces
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suponía incluso pasar por los juzgados, dejaba deslizar aquí y
allá ante la madre promesas vagas de un futuro juntos. Según
el periódico, incluso mostró a Nieves el que podría ser su
hogar, un nidito de amor donde él vivía y que la jovencita no
se recató en visitar más de una vez.
Pero de nuevo llegó el momento en que el segundo
tampoco deseaba seguir con la relación y prefería romper.
¿Cómo hacerlo sin que surgiesen grandes enconos? Los dos
jóvenes idearon un plan. Una tarde en que la nueva parejita
departía cariñosamente junto a la mesa camilla con la única
presencia de un padre dormido hacía rato, llegó M.A. de una
fiesta junto a su hermano y un amigo. Al sorprenderles juntos
en tan amorosa actitud se sintió ultrajado en su honor y, tras
unas fuertes palabras, retó en duelo al que era su amigo.
Cuando éste respondió al desafío y marcharon juntos,
madre e hijas quedaron llorando mientras el padre se sentía
probablemente confuso. Los dos jóvenes marcharon a una
farmacia conocida y allí siguieron representando la obra de
teatro: al que le tocó perder el supuesto desafío se rasgó la
ropa, se manchó de mercromina y de esa guisa aparecieron,
junto a los padrinos que confirmaban el duelo, en casa de
Nieves. Allí, no sólo rompieron ambos su relación con ella
sino que obligaron al padre, por una supuesta costumbre
duelística de Madrid, a invitarlos a almorzar en uno de los
mejores restaurantes madrileños.
De esta anécdota extensamente comentada por el País,
se deduce que Nieves no era un gran partido en cuanto a
fortuna familiar, que ella era coqueta y atrevida y que la
madre estaba deseando ver a sus hijas comprometidas. En
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esas circunstancias, languideciendo su carrera de canto,
decepcionado su protector, cuando pocos años después
apareció en un baile de máscaras del Teatro Real aquel
hombre serio y solvente que era Pedro Francisco Coll, a la
familia y a ella se les abrió el cielo.
Llegados a este punto y para mejor completar la
imagen de Nieves diez años después, en vísperas de la muerte
de su amante, debemos mencionar el baile celebrado por la
sociedad “Brisas del Guadarrama” el 28 de agosto de 1910. A
él acudió Nieves y allí le pidió bailar un joven llamado
Adolfo Negro. En la conversación que entablaron mientras
danzaban, el chico se percató de que era una mujer casada y
manifestó su temor de que hubiera alguna escena violenta.
“No pase apuro alguno” contestó ella, “aunque mi marido nos
viera, nada nos hará; no es de esos”.
Poco después, se encontraba en la puerta Luis Oñoro,
el hijo de un conocido propietario de una ganadería de reses
bravas. Vestía guayabera y pantalón de monte con polainas.
Nieves, sin cortarse un pelo y aunque no lo conociera, se
dirigió hasta él diciéndole: “¿Y usted no baila, siendo un
joven tan guapo y tan simpático?”. Cuando él puso algunas
objeciones por la forma de ir vestido, ella le dijo que no tenía
importancia y que no debía ocuparse de ello.
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El adulterio
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estado, les pidió que el niño fuera apadrinado por Ramón
Sánchez de Lara, que estaba presente. Éste, aunque conocido
desde la infancia por Coll, era más amigo de su hermano que
suyo. Sin embargo, el hecho de apadrinar a su hijo motivó
que estrecharan lazos de amistad y que Ramón acudiera a su
domicilio con cierta regularidad, para ver a su ahijado.
Naturalmente, en esas visitas no siempre estaba
presente el marido, por lo que se quedaba charlando con la
señora de la casa, esa mujer que estaba deseando
conversación y la atención de un hombre como Ramón,
divertido al decir de sus compañeros, reidor, un caballero
atildado y elegante, simpático y buen amigo.
La relación empezó, por tanto, más de nueve años
antes de que Coll disparara contra el amante de su mujer.
Años de visitas, de estrechar una confianza creciente, de
palabras corteses y algo íntimas por parte de él, de gestos de
coquetería por la de ella. Palabras que se deslizan, miradas,
algún roce. Nieves pudo comprobar que con Ramón no sólo
se podía hablar y contar de sus desventuras de mujer casada,
madre, esposa de un hombre ausente en la mayoría de las
ocasiones, sino que se podía reproducir el viejo juego de la
atracción que tanto la divertía y emocionaba de joven.
El día en que le administraron el viático a Ventura
Neira fue un momento clave en su relación. En efecto, la
madre de Nieves había enfermado de gravedad y acudieron a
su casa varios miembros de la familia, entre ellos Nieves con
su marido, Ramón, un primo de Nieves, Arturo Hermida y
otros. Tras la imposición del sacramento los asistentes, para
no molestar en el domicilio de la enferma, se trasladaron al
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de Coll para charlar y tomar un café. Al llegar y, por
necesidades del servicio, el anfitrión hubo de ausentarse.
El propio primo de Nieves llamó a Coll
posteriormente para advertirle:
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Esos propósitos sirvieron para que Francisco Coll
pusiera también de su parte, como manifestó posteriormente.
Robaba todo el tiempo posible a su trabajo para estar con su
mujer, acompañarla al teatro, de paseo y donde quisiera ir.
Pero este período no podía durar mucho. El servicio le
requería más y más tiempo. Además, la actitud contrita de
Nieves dejó de serlo en cuanto se sintió mejor y se vio
paseando por Madrid, saludando a sus amistades,
organizando alguna merienda y volviéndose a codear con
amigas charlando de los cotilleos familiares propios de aquel
tiempo. Ella volvía a ser una mujer con sus apetencias, sus
ganas de divertirse, coquetear y, en ese sentido, ese marido
tan serio aunque complaciente, agobiado por los
requerimientos de su trabajo, no le resultaba especialmente
excitante.
Entró así en la conocida fase de llevar dos vidas
diferentes que podía desear, más que suponer, estancas, sin
relación una con la otra. Se acostumbró a la mentira y el
ocultamiento, haciendo de tal conducta su forma de vida
habitual, alejándose de cualquier contrición y
arrepentimiento.
La relación con Ramón se había mantenido con mayor
o menor estabilidad, hasta convertirse en completamente
íntima. El elemento facilitador fue una criada contrahecha,
Raimunda Tedó, que entró como costurera en casa de Nieves.
Como era conocedora de las anteriores estancias de Ramón
en la casa y de cómo departían ambos hasta altas horas de la
noche en ocasiones, propuso a su señora su propia
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intervención para alquilarles algún piso que pudieran
transformar en “nido de amor”.
Dicho y hecho, fue rentando algunas habitaciones
consecutivamente en la calle Arrieta, entre otras, a fin de que
los amantes pudieran encontrarse sin levantar demasiadas
sospechas. Según la manifestación del portero de esta última
casa, el piso del número nueve fue efectivamente alquilado
por la criada para su señor Sánchez de Lara. Éste lo ocupó
acudiendo eventualmente hasta que poco después empezó a
aparecer Nieves, presentada por la criada al portero como la
hermana de Ramón.
La historia se repitió en otras viviendas hasta que la
vecindad se mostraba curiosa o el portero empezaba a
sospechar, momento en que la criada se movía para obtener
otro piso alternativo. Mientras tanto, la pareja salía de paseo,
iban a alguna tienda de moda para encargar algún vestido
para ella, cenaban juntos e incluso acudían al teatro, lugares
donde Coll o algún compañero podrían haber estado. En
ocasiones, según manifestó Raimunda, Nieves llegó a
quedarse en el piso hasta la mañana siguiente.
Después de fallecido Sánchez de Lara las
declaraciones, tanto de su hermana como de sus amigos,
mencionaron que él deseaba cortar la relación con Nieves
pero que ella “le asediaba” imponiéndole su cercanía y
dominio. Los amigos le advertían del riesgo que corría, del
peligro que podría conllevar Coll o alguno de sus compañeros
policías, y él juraba y perjuraba que habría de dejarla, pero
finalmente no lo hacía. Ello redundaba en la imagen de una
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mujer dominante y perversa que controlaba a un hombre
débil de carácter.
Sin embargo, algunos testimonios hacen pensar que,
además de una relación plenamente correspondida, la actitud
de Ramón ante sus amigos no era sincera. En cierta ocasión,
según manifestó Eugenio Pérez, antiguo amigo de la familia
Hermida, había acompañado en un coche hasta el domicilio
de la calle Arrieta a Nieves y su hermana Obdulia.
Allí esperaba en el portal un hombre que, indignado
por encontrar a Nieves en su compañía, le zarandeó, insultó y
estuvo a punto de agredirle. Ante la ofensa, se aclaró su
condición de amigo de ambas hermanas, y Sánchez de Lara
declinó su actitud celosa. De hecho, fueron hasta un café,
donde el ofensor le escribió una carta disculpándose por el
hecho, documento que dejó completamente satisfecho el
honor de Eugenio.
Ramón parecía deseoso de explicarse ante el que
había considerado su rival.
58
Así que se consideraba un hombre cazado, no por
ella, sino por sus propios sentimientos y pasiones. Sin
embargo, ante sus amigos y familia adoptaba la postura digna
del que es atrapado por una mujer dominante frente a la cual
no sabes defenderte. Pero que él colaboraba activamente en la
relación, parece fuera de duda. Otra cosa es que, más
prudente que ella, sí fuera arrastrado por el descaro con que
Nieves lucía amante por las calles y teatros de Madrid.
La hermana de Ramón, sin embargo, no dejaba de
declarar a los periodistas que se le acercaban que ella era una
mujer absorbente, imperiosa, que asediaba a su hermano para
que no la abandonara. Incluso citaba un hecho que luego sería
confirmado por un amigo de Sánchez de Lara. Éste había
comenzado una relación seria con una muchacha con vistas al
matrimonio. Ya que Nieves no dejaba a su marido e hijos,
como al parecer le prometió en alguna ocasión esporádica,
bien pensaba formar una vida matrimonial que enderezara su
rumbo a la edad que empezaba a tener, más cerca de los
cuarenta que de los treinta.
Sin embargo, para Nieves Ramón era suyo, sin
paliativos. Por ello, ni corta ni perezosa, se fue hasta la casa
de aquella muchacha a contarle que el matrimonio era
imposible porque Ramón era su amante y no dejaría de serlo.
Desde luego, la mujer renunció a ese matrimonio y buscó a
otro hombre que no le diera tales problemas. Esta
intervención, sin embargo, no supuso ruptura alguna entre los
amantes.
En el momento en que perdería la vida, la relación
entre ellos era buena y estaba consolidada. El señor Doval,
59
defensor de Coll, recibió el encargo por parte de éste de
registrar la casa familiar para encontrar más pruebas de la
infidelidad de su mujer. Por un motivo que nunca sabría
explicar, tras acabar con la vida de Sánchez de Lara y
esperando en la cocina la llegada del juez, Francisco Coll
tomó las cartas que había encontrado en el armario y las
rompió en mil pedazos. ¿La vergüenza de aparecer como un
hombre engañado tal vez? ¿El deseo de reducir los cargos a
un crimen cometido en un momento de furor por pillarles en
pleno adulterio?
El caso es que poco después las motivaciones de Coll
estaban puestas en cuestión y la relación con su mujer debía
terminar en una querella por adulterio. Así que Doval llegó a
la casa y se puso a revisar el armario donde Coll decía haber
encontrado las cartas incriminatorias. Resulta asombroso que
Nieves hubiera dejado allí varias más, habida cuenta que ella
había regresado varios días antes al domicilio familiar.
El caso es que se encontró, entre otras, una carta
escrita desde la misma Guadarrama citando a su amante:
62
¿Qué sabía Coll?
73
“- ¿Creía Lara que Coll sabía de los amores de su
mujer?
- Sí, señor.
- ¿En qué se fundaba?
- Pues me dijo que estando ella una noche en su
casa, y dar las once y media de la noche, le dijo:
„Vete, que va a volver tu marido‟ y ella le
contestó: „Déjalo, que ya debe saberlo‟.
- ¿Temía Lara a Coll?
- Lo único que temía de Coll era de tener un
disgusto con él por no ser un amante demasiado
generoso (Grandes rumores)” (El Heraldo de
Madrid, 8.11.1911, p. 3).
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“Cuidado, que aquí no se pueden presentar más
pruebas que las que hayan sido propuestas y
admitidas a su tiempo. ¡Parece mentira que el
acusador privado se olvide de la ley! ¿Qué opina
el señor fiscal sobre la admisión de dicho
documento?” (El Heraldo de Madrid, 9.11.1911,
p. 2).
80
“En uno de los intermedios fue objeto de todas las
miradas una opulenta dama, rubia, de singular
elegancia, tocada con descomunal sombrero, y
vistiendo un traje que debió parecer en extremo
ligero a algunos caballeros y señoras.
Los primeros iniciaron determinadas
insinuaciones, a las que la rubia dama, que era
Nieves, correspondía de modo harto halagador
para los admiradores que por modo evidente la
cortejaban…
Tal era la actitud de Nieves, que no se dudaba por
todos los que presenciaban la frescura de la dama,
acerca de su calidad, y supusieron, desde el
primer momento, que se trataba de una dama
galante” (El País, 11.9.1910, p. 2).
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Es de suponer que el mismo Alanís no consentiría tal
cosa, pero su irritación y la de los compañeros de Coll debió
ser considerable. Por ello, al día siguiente Alanís mandó
hacer averiguaciones sobre el comportamiento de Nieves
Hermida. Las informaciones que le llegaron fueron de tal
cariz que llamó a Coll a su despacho para tener unas
desagradables y algo violentas palabras con su subordinado.
86
¿Qué sucedió en Guadarrama?
87
Era tal el dolor que Sánchez de Lara pidió una
caballería para trasladarla hasta su casa. Como el dolor no
remitía al día siguiente, Nieves se acordó de aquel médico
joven que vivía cerca de su casa y le mandó llamar. Aunque
renuente por las advertencias de su madre, Rafael Martínez
acudió a las nueve y media de la mañana del día tres para
reconocerla, mandarle reposo y prescribirle una crema que
debía darse para que el tobillo no se inflamara. Esa crema
habría de ser objeto de polémica durante el juicio, como
luego veremos.
En todo caso, Nieves estaba confinada a su cama por
la lesión sufrida. Nunca sabremos si este hecho tan simple fue
el que condujo, finalmente, a la muerte de Sánchez de Lara.
En efecto, los amantes ya no podían encontrarse por la calle y
pasear, como hicieron más de una vez aquel verano.
En la acción intervino ahora el niño mayor de Nieves,
Paquito, ahijado de Sánchez de Lara. Parece que el niño pasó
por la fonda de Castilla, donde estaba alojado éste, en el
momento en que estaba en la puerta, departiendo con Isabel
Cano, una vecina. Ella afirmó durante la instrucción que el
niño se había dirigido a Ramón para decirle que su madre
estaba enferma en cama y quería que la visitara a lo largo de
la tarde. El niño, ante el juez, modificó esta versión
sosteniendo que había sido su propio padrino el que le llamó
para preguntarle por su madre y mandarle el recado de que
iría a visitarla aquella tarde.
Uno no puede dejar de sospechar que el niño estaba
aleccionado por su madre para que la insistencia en la visita
corriera a cargo de Sánchez de Lara, como si no fuera
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evidente para entonces su responsabilidad al llamarle a
Guadarrama e insistir en verlo tantas veces.
En todo caso, el hecho no es muy relevante. Lo cierto
es que Nieves encargó a otra criada, Catalina García, que
sacara a los niños de paseo a partir de las seis de la tarde,
presumiblemente para recibir a su amante. De hecho le
encargó que fuesen por la carretera tanto tiempo como
quisiese, en todo caso dos o tres horas. La criada afirmó
durante el juicio no haberse enterado de los disparos ni nada,
pero lo cierto es que los niños ya estaban en la plaza de la
Fuente cuando llegó su padre, quizá tras dar aquel largo
paseo.
De modo que a las ocho de la noche, cuando
Francisco Coll se bajó del omnibús que lo traía desde
Villalba, la situación estaba creada para que tuviera lugar el
trágico encuentro con Sánchez de Lara. La casa era pequeña,
de apenas tres habitaciones. Tenía una anterior, a la que se
accedía desde la plaza, y que estaba reservada a los
propietarios. En ella estaba la cocina. Tras ella dos
habitaciones más: una primera que debía emplearse como
comedor y estancia y una segunda, sin puerta ni cortina, que
comunicaba con el dormitorio.
En esta última se encontraba Nieves tendida en cama,
convaleciente, con una “matineé”, como se conocía entonces,
una prenda que servía como peinador, algo parecido a un
camisón. A sus pies, sentado y vestido, estaba Sánchez de
Lara. Los niños en la plaza, algunas criadas y mujeres
entrando y saliendo de la habitación de su señora.
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Según defendió Coll, le extrañó que su hijo mayor, en
vez de venir a saludarlo cuando llegó, saliera corriendo hacia
la casa, precedido por otra niña que no conocía. El inspector
fue hasta la puerta de la vivienda y la franqueó, escuchando
algo parecido a carreras y voces. Alarmado, con la inquietud
que ya traía por la infidelidad de su esposa, irrumpió en sus
propias habitaciones observando a un hombre que intentaba
esconderse. En su propia declaración al día siguiente de los
hechos:
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92
Reconstrucción del crimen
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Los indicios señalados por el guardia civil podían
conducir a la conclusión de que la pareja había sido
sorprendida por el marido en algún tipo de actividad sexual,
dada la admitida ligereza de ropa de Nieves Hermida.
Visto el asunto, fue llamado otro de los guardias
civiles presentes, que ratificó todo lo dicho por su
compañero, añadiendo el detalle de haber ido a ver a Nieves a
la cocina. Ésta exclamó al verlo: “¡Pobre hombre! Hasta
última hora ha demostrado lo noble que era”.
El juez entonces llamó como testigo a Lisardo
Martínez, el médico que había reconocido al fallecido.
Manifestó entonces con rotundidad que había sido él quien
desabrochara chaleco y pantalón del mismo a fin de
reconocer sus heridas. En cuanto a la mancha. la describió
con exactitud:
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De manera que la ropa no estaba desordenada, como
en principio se pensó, pero la presencia de aquella mancha
era indubitable, aunque su naturaleza seguía siendo motivo de
especulación. Ello duró una tarde entera, hasta que fue
llamado de nuevo a declarar el joven médico que había
atendido a Nieves de la luxación en el pie.
Éste declaró formalmente que había recetado a la
lesionada un bálsamo llamado Opodeldoc. Preguntado sobre
la posibilidad de que hubiera rezumado desde el vendaje del
tobillo, afirmó que era muy posible, puesto que uno de sus
componentes principales era el aceite. Sin embargo, nadie le
había llamado para que examinara las ropas de la cama y
poder confirmarlo.
Carente el tribunal de pruebas concluyentes sobre lo
sucedido en aquella alcoba la noche del tres de septiembre,
todo debía fiarse a los testigos, de los cuales uno estaba
muerto, el otro era el procesado y la tercera persona resultaba
ser Nieves.
La hemos visto arrojándose hacia el cuerpo de
Sánchez de Lara para protegerlo de los disparos de su marido,
incluso dispuesta a morir junto a él; lamentándose después de
la honradez del fallecido, que se ofreció a batirse en duelo
con el marido pidiéndole que no le hiciera nada a ella, justo
antes de sucumbir a los disparos.
Sin embargo, el clima de culpabilidad que se cernió
sobre ella a partir de ese momento, la visita y los reproches
familiares al día siguiente, cuando volvió a Mad rid, la que
ella denominaba como “novela fantástica” creada por los
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periódicos en torno al caso, la hicieron cambiar radicalmente
de actitud.
Ante el juez del Escorial, dos días después del suceso,
reconoció explícitamente el adulterio cometido, lo que llamó
mucho la atención del público ávido de noticias en torno al
crimen. Afirmó que había visto a Sánchez de Lara en la
Porqueriza, donde un demente quiso meterse con ella a gritos,
hasta que su amante la salvó de su presencia. Luego se había
encontrado con él dos tardes en el paseo hasta el día tres de
septiembre.
Esta actitud de admisión de su culpa y cierta
contrición por lo sucedido se aunó con un impensable apoyo
al marido cuando fue entrevistada en su casa de Madrid por
un periodista:
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El juicio
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Tras la elección de los doce hombres del jurado
popular que habría de dictaminar sobre el resultado del juicio,
tomaron la palabra acusación y defensa.
Sus planteamientos iniciales eran similares a los que
habían tenido lugar un año antes, cuando el Sr. Vivancos,
juez del Escorial que llevaba la instrucción, había emitido
auto de procesamiento contra el acusado denegándole la
libertad bajo fianza que todo el mundo daba por supuesta. De
hecho, el defensor recordaba ante la prensa el reciente caso
del doctor Iglesias en el crimen de la calle Bailén, cómo
estando sujeto al ámbito militar, había quedado en libertad
inmediatamente, pudiendo cuestionarse que hubiera
encontrado a su víctima en flagrante caso de adulterio.
Sin embargo, el juez Vivancos, tal vez más estricto,
dictaminaba que el crimen del inspector Coll era un posible
caso de homicidio, basándose en tres argumentos que extraía
tras cinco días de interrogatorio:
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La cuestión que entonces el abogado Doval esgrimió
contra este auto de procesamiento y que el fiscal replicó, era
qué artículo del Código Penal vigente (el de 1870), era
aplicable. Como recordamos en el segundo capítulo de esta
obra, la defensa sostenía que era de aplicación el artículo 438:
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interpretación del adulterio que predispusiera al jurado a
admitir que hubiera sorprendido a los amantes in fraganti.
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vida? ¡No! Mató por dignidad, por defender su
honor” (El Heraldo de Madrid, 11.11.1911, p. 2).
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