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Henry Miller
Después que cumplí cincuenta años dejé de soñar con príncipes andróginos y en posibles
acompañantes de vida. A veces, cuando el trabajo me lo permitía o el tedio me aplastaba, se
me ocurría imaginar a un leñador fuerte y sensual como el guardabosques de Lady Chatterley,
bien plantado, la sola idea de un señor concentrado en un videojuego o haciendo un TikTok,
me repelía hiperbólicamente. La época de membranas volubles quedó relegada en la parte
trasera de un Camaro, con el dolor de unas pantaletitas rotas y unas minúsculas flores de
sangre. Pero esto no interesa, vamos, que no todos los días hallas a un ser que rebasa todas
las expectativas literarias, y doy fe de que la realidad supera a la ficción. Lo supe esa tarde
cuando me encontré con un fauno. Sí, era el mismísimo dios Pan clavándome la mirada a
través de una puerta de vidrio y luego observando directamente entre mis piernas, mientras
sus dedos protagonizaban una ceremonia envuelta en el masculino ritmo de su voz. Aquí
debo aclarar que mi pudor quedó paralizado, estupefacto, atónito; yo trataba de comportarme
como una dama, de atender a la moral y las buenas costumbres, pero los corrientazos que
azotaban mi vientre pudieron más que la vergüenza y la dignidad juntas. Y me dejé arrastrar
por la potencia de aquel sátiro indomable, protegido por la penumbra de vaginas exhibidas
en un destierro que es aullido y placer.
©Les Quintero