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¿Pero qué diablos quiere decir pornografía?

Por Mario Vargas Llosa

Cada cierto tiempo, con motivo de la aparición de un libro, del estreno de una obra de
teatro o de un film, las gentes honestas cierran los ojos, se tapan los oídos y, ruborizadas
y coléricas, muestran los dientes: ¡fuera!, ¡prohíbanlo!, ¡eso es pornografía! Entiendo
que la novela de Oswaldo Reynoso, En octubre no hay milagros, ha originado en Lima
un alboroto de esta índole y que ha sido acusada de obscena y de inmoral. ¿Así, pues, no
acabaremos nunca con la eterna cuestión?
Hace algún tiempo, un gran editor británico promovió un debate serio sobre el
tema «Arte y Pornografía», con la participación de sociólogos, psiquiatras, críticos y
religiosos; el libro que reúne las conclusiones del debate ha sido publicado en español
por Seix Barral y yo recomiendo encarecidamente su lectura a todas las personas de
buena fe que deseen ver claro en este turbio asunto. No tiene nada de extraño que, entre
nosotros, un libro como el de Reynoso provoque irritación y asombro, pero la razón
profunda de esta reacción no está en la novela sino en el propio público.
Desacostumbrado a la lectura, deformado por el radio-teatro, las telenovelas, la
literatura rosa o celeste, el costumbrismo y el folklore, el lector peruano cree,
ingenuamente, que el arte debe proponerle imágenes convencionales y pintorescas de la
realidad que, durante un breve tiempo, lo arranquen de este mundo, lo liberen de
preocupaciones y problemas, y lo solacen, conmuevan e incluso lo instruyan, pero
agradablemente, sin turbar su estructura mental, sin herir sus convicciones ni
costumbres. Para él, la literatura es una manera de olvidar la realidad y no de conocerla,
de huir del mundo y no de descubrirlo. Esta concepción conformista, provinciana y
escapista de la literatura es producto y síntoma del subdesarrollo cultural del Perú, pero
es también un hecho que gran parte de la responsabilidad incumbe a los propios
escritores peruanos, quienes durante mucho tiempo, escamotearon en sus obras la
estricta realidad y la adulteraron, disfrazaron y mutilaron. ¿Cómo no va a ver
comprensible que el honrado ciudadano al que Palma y Chocano enseñaron a ver Lima
como la ciudad de las tapadas, las pelucas empolvadas y los pícaros simpáticos, se
sienta abofeteado e insultado cuando un autor como Reynoso lo sumerge brutalmente en
una hedionda atmósfera grisácea en la que evolucionan, diciendo palabrotas, rufianes,
invertidos, resentidos y mediocres? Yo comprendo que el limeño después de ese baño
de mugre, proteste y se resienta y diga que no hay derecho y afirme que la literatura
debe embellecer la vida y no mostrarla así, en andrajos. Tendrá que correr mucho agua
del pusilánime Rímac y deberán aparecer muchos libros explosivos sobre la Ciudad de
los Virreyes, antes de que nuestros lectores venzan ese prejuicio feroz que hoy los lleva
a confundir el efecto con la causa y comprendan que lo debe irritarlos no es la mención
literaria de la inmundicia sino la inmundicia misma, no la representación verbal de los
males y los vicios de la realidad, sino la existencia de estos males y vicios.
Lo que no comprendo es que se haya llamado a En octubre no hay milagros una
novela pornográfica. En un sentido estricto, pornografía es todo aquello que trata de la
prostitución, por ejemplo los píos sermones de los párrocos contra las «mujeres
descarriadas». Pero, a todas luces, en la novela de Reynoso este tema aparece muy de
pasada y no constituye en ningún caso su materia primordial. Se llama pornográfica,
también, a esa literatura que en el siglo XVIII servía a la sociedad francesa o inglesa de
estimulante sexual, a esos libros —por lo general mediocres, como todos los que
persiguen un fin práctico inmediato— que hojeaban los grandes libertinos antes de sus
fiestas y orgías. Hoy en día los hombres son menos refinados y más expeditivos y
prefieren inflamarse con los chistes colorados, el alcohol o las drogas. Esto ha matado el
género y en la actualidad no hay escritores «pornográficos» a la manera de un Restif de
la Bretonne, de un Andrea de Nerciat o de un John Cleland por la sencilla razón de que
ya no existen consumidores para esa mercancía. La «literatura pornográfica del siglo
XVIII» tiene su equivalente contemporáneo en la literatura policial, o en la ciencia
ficción o en la novela terrorífica. También la subliteratura es «histórica» y está
condicionada por la evolución de la sociedad. En todo caso, resulta inimaginable
considerar la novela de Reynoso como un posible sucedáneo de la yohimbina. En ello el
amor no es jamás un espectáculo atractivo, tentador, una práctica gozosa. Todo lo
contrario: sus personajes copulan como los perros en la calle, sin imaginación, veloz,
groseramente. Es cierto que un rabioso pervertido podría encontrar excitantes esos
lúgubres acoplamientos sórdidos; pero rabioso, pervertido podría también entusiasmarse
eróticamente leyendo la lista de teléfonos.
¿Es el empleo de palabras malsonantes lo que ha motivado a algunos a llamar a
esta novela pornográfica? ¿El honorable señor que ante la menor contrariedad arroja
sapos y culebras se exaspera, se enloquece cuando descubre que los personajes de una
novela tienen la misma incontinencia verbal que él? Para un novelista, el lenguaje es
una herramienta de trabajo y él organiza, distribuye y elige las palabras, pero no las
crea. ¿No hay una monstruosa contradicción en que una sociedad reproche a un autor a
utilizar las palabras que esta misma sociedad ha inventado, es decir que le atribuya su
propia grosería? La literatura no sólo representa la realidad, además es imprescindible
que lo haga de una manera viviente. La primera obligación de un escritor realista es
exigir sus ficciones con un idioma vivo recogido de la misma boca de las gentes.
También en ese sentido es incalculable el daño que han hecho a la literatura peruana sus
propios escritores. Es lógico que siglos de mixtificación, de recatada beatería y
conformismo hipócrita hayan fomentado tabúes, resistencia, ideas fijas que sólo
mediante largas y violentas batallas alcanzaremos a vencer.
No, la novela de Reynoso no es pornográfica ni obscena. Es un libro de una
crudeza fría y áspera como la realidad que la inspira y tiene los altos méritos —raros,
entre nosotros— de la insolencia y de la ambición. Él ha querido trazar un fresco
verídico y múltiple de Lima, una radiografía horizontal y vertical de la ciudad, tal como
lo hizo con México Carlos Fuentes en La región más transparente, y lo ha conseguido
en gran parte. La calidad del libro no me parece sin embargo pareja, y es una lástima
que la voluntad de testimoniar sinceramente sobre la injusticia, la miseria y el horror
cotidiano de Lima, haya llevado a Reynoso, en varios momentos, a preferir el
documento a la ficción. Si todos los personajes hubieran sido presentados con la
habilidad, lucidez y la ternura con que son seguidos, espiados, descritos por el autor
esos palomillas humildes, esas gentes de clase media asfixiadas por la mediocridad y la
rutina que cruzan las páginas de En octubre no hay milagros, ésta sería una gran novela.
Por desdicha, Reynoso incurre en una práctica que a mí me parece (creo que ahora sí
cabe la palabra) inmoral: la discriminación entre personajes. Obviamente, don Manuel y
sus compinches, toda la aristocracia limeña que él exhibe está allí para comunicar al
lector la repulsión y el escarnio. ¿Era necesario para esto, caer en la caricatura, en la
invectiva personal, en el sarcasmo directo? Una novela debe tener una coherencia
interna, porque si no el hechizo se rompe y el lector comprende que el autor no respeta
su libertad. Una o dos: o todos los personajes son caricaturales, los «buenos» y los
«malos» (si el autor cree que las cosas son tan simples, pero me parece que Reynoso no
lo cree) o todos son mostrados objetivamente, es decir con sus propias motivaciones y
justificaciones. Lo que la ética narrativa prohíbe es presentar a los «buenos» de manera
objetiva y a los «malos» de manera subjetiva. El novelista es como el justo juez, como
Dios, como la ley: no se casa con nadie.
*
Expreso. Lima, 13 de febrero de 1966.

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