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Así pasaban los días, embebidos en la idílica tarea de amarse, libres y felices,
hasta que una noche en que la mañana los encontró asistiéndole el parto a la perra,
debajo del banco de piedras, Eliza expresó de repente.
Un sentimiento tósigo bañó los órganos vitales de Eduardo. ¿Cómo pudo ser
tan cruel? ¿Por qué decidió marcharse si vivían tan felices? ¿Por qué no le dijo nada
y lo dejó abandonado igual que a la perra? Y lo más difícil para él, ¿Cómo vivir sin
ella, sin su risa loca, sin la fuerza de su complicidad y sin el fuego de su alegría
vaginal? Allí estaba, sentado en el banco de piedras, consciente de que, en aquel
rincón, había perdido la cita con la felicidad.
Dos años después del primer parto los que visitaban Los Amos podían ver en
un extremo del parque un letrero que decía: ¨Jauría Eliza¨. Los tataranietos de
Eduardo, que ya heredaban clases más puras, fueron subastados y vendidos a
clientes de alcurnia y dos urgentes decisiones se vio compelido a tomar el
afortunado padre: adquirir un local próximo al rincón del repajo y a estudiar
veterinaria.
Eduardo no se inmutó. Observaba los rótulos con las fotos y los nombres de
las distintas razas; luego, indicándole a la mujer, preguntó.
- ¿Sí? ¿Y de qué raza lo quiere usted? Este es el Pastor Alemán; estos tres, son
Galgos; este…
Esa noche Eduardo tomó la guitarra y se fue al parque seguido por Eliza. Allí,
sentados en el banco de piedras, los dos lloraron al compás de los gemidos de las
cuerdas.
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