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EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA"

Gabriel García Márquez


Cr ó n i c a d e u n a m u er t e a n u n c i a d a

Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1928) es la figura


más representativa de lo que se ha venido a llamar el «realismo
mágico» hispanoamericano. Periodista, cuentista y novelista,
alcanzó la fama tras la publicación en 1967 de Cien años de soledad
(novela ya publicada por El Mundo en la colección Millenium I),
donde recrea la geografía imaginaria de Macondo, un lugar aislado
del mundo en el que realidad y mito se confunden. Otras obras memorables son:
El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte
anunciada, El amor en los tiempos del cólera y varias colecciones de cuentos
magistrales. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Cr ónica de una muer te anunciada , novela corta publicada en 1981, es una


de Las obras más conocidas y apreciadas de García Márquez. Relata en forma de
reconstrucción casi periodística el asesinato de Santiago Nasar a manos de los
gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se anuncia que Santiago
Nasar va a morir: es el joven hijo de un árabe emigrado y parece ser el causante
de la deshonra de Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído matrimonio
el día anterior y ha sido rechazada por su marido. «Nunca hubo una muerte tan
anunciada», declara quien rememora los hechos veintisiete años después: los
vengadores, en efecto, no se cansan de proclamar sus propósitos por todo el
pueblo, como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un cúmulo de casualidades hace que quienes
pueden evitar el crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde. El propio Santiago Nasar se levanta
esa mañana despreocupado, ajeno por completo a la muerte que le aguarda.

La fatalidad domina todo el relato: el crimen es tan público que se hace inevitable. García Márquez se esfuerza
en demostrar que la vida, en ocasiones, se sirve de tantas casualidades que hacen imposible convertirla en
literatura. Su prosa escueta, precisa y pegada al terreno logra envolver de credibilidad lo exageradamente
increíble, inventando una tensión narrativa donde ya no hay argumento, volviendo del revés el tiempo para que
revele sus verdades, dejando una duda en el aire que acabará por destruir a los protagonistas de este drama,
que fue adaptado a la gran pantalla en 1987, dirigido por Franceso Ros¡ e interpretado por Rupert Everett,
Ornella Muti y Gian Maria Volonté.
Prólogo
S a n t i a g o Ga m bo a

Hace un par de años, en su casa de Bogotá, al frente del Parque de la 88, le


pregunté a García Márquez si nunca había sentido la tentación de escribir una novela
negra. «Ya la escribí -me dijo-, es Crónica de una m uert e anunciada .» Afuera, sobre el
césped verde, amos y perros daban el paseo del mediodía bajo un sol radiante, raro
en Bogotá para el mes de febrero. «Lo que sucede es que yo no quise que el lector
empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no -continuó diciendo-, así que
decidí ponerlo en la frase inicial del libro.» Era la primera vez que veía a García
Márquez. Yo había aprendido a amar la literatura por haber leído, entre otras cosas,
sus novelas. Estaba muy emocionado escuchándolo. «De este modo agregó- la gente
descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fine lo que pasó. »
Dicho esto enumeró una larga serie de historias de género negro en la literatura y
concluyó que su preferida era Edipo Rey, de Sófocles: «Porque al final uno descubre
que el detective y el asesino son la misma persona». A García Márquez le gusta hablar
de literatura. Quedan pocos escritores a los que les guste hablar de literatura.
Pero Crónica de una m uert e anunciada es, sobre todo, una exacta y eficaz pieza de
relojería. Los hechos que rodean la muerte de Santiago Nasar, en la madrugada
siguiente al fallido matrimonio de Bayardo San Román con Ángela Vicario, van siendo
reconstruidos uno a uno por el narrador, agregando cada vez, con los testimonios de
los protagonistas, la información necesaria para que el muro se levante en equilibrio,
la curiosidad del lector quede azuzada y se forme una ambiciosa historia coral,
nutrida de múltiples voces. Las voces de todos aquellos que, años después,
recuerdan, confiesan u ocultan algún detalle nuevo del crimen, algún matiz que
completa la tragedia. Porque al fin y al cabo Crónica de una muerte anunciada es
también una tragedia moderna. Los personajes son empujados a la acción por
fuerzas que no controlan. Los hermanos Vicario, los asesinos, se ven obligados a
cumplir un destino, que es el de lavar la honra de su hermana, matando a Santiago
Nasar. Pero ninguno de los dos quiere hacerlo, y, como dice el narrador, «hicieron
mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo
consiguieron». El coronel Aponte, el alcalde, alertado por las voces, los desarma; pero
es inútil, pues es demasiado temprano y los hermanos tienen tiempo de reponer con
desgano los cuchillos. Clotilde Armenta, la propietaria de la tienda donde los Vicario
esperan el amanecer, llega incluso a sentir lástima por ellos y le suplica al alcalde
que los detenga, «para librar a esos pobres muchachos del horrible compromiso que
les ha caído encima». Algo más fuerte que la voluntad de los hombres mueve los hilos.
Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va
a ser asesinado e intentan avisarle, pero ninguna de las estafetas llega a su destino.
Deslizan por debajo de la puerta una nota que nadie ve. Se envían razones con
pordioseros que llegan tarde, y muchos, al ver que es una muerte tan anunciada, no
hacen nada simplemente porque no les parece posible que el propio Nasar o su
madre no lo sepan ya y no hayan previsto algo para evitarlo. La madre del narrador
es una de las que sí cree que debe hacer algo, y entonces se viste para salir a alertar
a la mamá de Santiago Nasar; pero antes tiene esta extraordinaria conversación con
su marido, quien le pregunta adónde va:

A prevenir a mi comadre Plácida -contestó ella-. No es justo que todo el mundo sepa
que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
-Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario -dijo mi padre.
-Hay que estar siempre del lado del muerto -dijo ella.

Pero cuando sale a la calle le dicen que ya lo mataron. Y así, todos los que quieren
prevenir la muerte son cuidadosamente apartados: sus mensajes no llegan. En
realidad, el único en todo el pueblo que no sabe del crimen es la propia víctima,
perdido entre otras cosas por el cambio en los hábitos diarios que supone, muy de
mañana, la visita de un obispo que ni siquiera puso el pie en el puerto y que los
bendijo desde el barco, alejándose entre resoplidos de vapor. Si en esas lejanías del
Trópico se castigara como delito la «no asistencia apersona en peligro», habría que
meter a la cárcel a todo el pueblo, incluidos el cura y el alcalde. Crónica de una
muerte anunciada es, por lo demás, una joya rara en la obra de García Márquez,
pues es él mismo quien relata la historia en primera persona. El «yo» inquietante que
desde el principio reconstruye los hechos se va reconociendo en el autor hasta
descubrirse del todo, pues dice: «Muchos sabían que en la inconsciencia de la
parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas
había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos
casamos catorce años después». Mercedes Barcha es la «Gaba», así le dicen sus más
íntimos amigos. De este modo el título del libro se acaba de llenar de sentido: no sólo
es una muerte anunciada, sino que además se trata de una crónica, en el mejor estilo
periodístico. García Márquez, el cronista, cita las fuentes de cada información
precisando el origen, sin que nada quede al azar de la imaginación. Y es aquí en
donde el libro adquiere su máxima precisión de relojería suiza. Las fronteras de la
crónica periodística y de la literatura se disuelven y ningún dato queda suelto, nada
de lo narrado aparece sin una previa justificación. La costa atlántica colombiana, por
los años en que se publicó esta novela, era aún vista desde la capital del país como
algo remoto, y en esa mirada había ínfulas de superioridad y de arrogancia
justificadas sólo por el hecho de que en Bogotá estaban los edificios grecorromanos
del Capitolio y el Palacio Presidencial. Esa costa, y lo costeño -llamado
despectivamente «corroncho» por los del interior-, con su mezcla de tradiciones caribes,
hispanas, negras y árabes, era acusada de ser la madre de todos los vicios, la
república de la pereza, de la corrupción, del nepotismo, del machismo y del trago, de
la irresponsabilidad, en fin, de todo lo negativo, mientras que Bogotá, con su rancia
aristocracia, se consideraba a sí misma la Atenas de América, la cuna de la cultura y
la elegancia, el Londres de los Andes. Pero hoy al cabo de dos décadas, la cultura de
esa proscrita costa atlántica, en la que se inscribe este libro y casi toda la obra de
García Márquez, es una de las pocas cosas que a los colombianos nos permite paliar
las vergüenzas que ocasionan, en la acartonada capital, esos dos presuntuosos
edificios grecorromanos. No recuerdo cuándo leí por primera vez esta Crónica de una
muerte anunciada, pero sé que fue en Bogotá, hace ya más de quince años, recuerdo,
eso sí, el extraño y sobrecogedor efecto que me llevó a desear, en cada página, que
alguien detuviera a los hermanos Vicario, que se evitara esa muerte absurda que los
condenaba a todos. Pero la muerte ya estaba anunciada; y aún hoy, al releerlo,
vuelvo a sentir que es posible, en medio de la tragedia, que los cuchillos no alcancen a
Santiago, que alguno de los mensajeros llegue a tiempo y él escape, que la puerta de
su casa se abra. Y no sucede. Santiago Nasar vuelve a morir. Me pregunto si los
lectores de este libro, dentro de doscientos o trescientos años, desearán lo mismo al
leer sus páginas. Quizás sí. Lo que es seguro es que Santiago Nasar y su muerte
anunciada serán en ese entonces una de las pocas cosas de nuestra época que aún
estarán vivas.
La caza del amor
es altanería

VICENTE GIL
Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

El día en que lo iban a m at ar, Sant iago Nasar se levant ó a las 5.30 de la m añana para
esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que at ravesaba un bosque de
higuerones donde caía una llovizna t ierna, y por un inst ant e fue feliz en el sueño, pero al
despert ar se sint ió por com plet o salpicado de cagada de páj aros. «Siem pre soñaba con
árboles», m e dij o Plácida Linero, su m adre, evocando 27 años después los porm enores
de aquel lunes ingrat o. «La sem ana ant erior había soñado que iba solo en un avión de
papel de est año que volaba sin t ropezar por ent re los alm endros», m e dij o. Tenía una
reput ación m uy bien ganada de int erpret e cert era de los sueños aj enos, siem pre que se
los cont aran en ayunas, pero no había advert ido ningún augurio aciago en esos dos
sueños de su hij o, ni en los ot ros sueños con árboles que él le había cont ado en las
m añanas que precedieron a su m uert e.
Tam poco Sant iago Nasar reconoció el presagio. Había dorm ido poco y m al, sin
quit arse la ropa, y despert ó con dolor de cabeza y con un sedim ent o de est ribo de cobre
en el paladar, y los int erpret ó com o est ragos nat urales de la parranda de bodas que se
había prolongado hast a después de la m edia noche. Más aún: las m uchas personas que
encont ró desde que salió de su casa a las 6.05 hast a que fue dest azado com o un cerdo
una hora después, lo recordaban un poco soñolient o pero de buen hum or, y a t odos les
com ent ó de un m odo casual que era un día m uy herm oso. Nadie est aba seguro de si se
refería al est ado del t iem po. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una m añana
radiant e con una brisa de m ar que llegaba a t ravés de los plat anales, com o era de
pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la m ayoría est aba de
acuerdo en que era un t iem po fúnebre, con un cielo t urbio y baj o y un denso olor de
aguas dorm idas, y que en el inst ant e de la desgracia est aba cayendo una llovizna
m enuda com o la que había vist o Sant iago Nasar en el bosque del sueño. Yo est aba
reponiéndom e de la parranda de la boda en el regazo apost ólico de María Alej andrina
Cervant es, y apenas si despert é con el alborot o de las cam panas t ocando a rebat o,
porque pensé que las habían solt ado en honor del obispo.
Sant iago Nasar se puso un pant alón y una cam isa de lino blanco, am bas piezas sin
alm idón, iguales a las que se había puest o el día ant erior para la boda. Era un at uendo
de ocasión. De no haber sido por la llegada del obispo se habría puest o el vest ido de
caqui y las bot as de m ont ar con que se iba los lunes a El Divino Rost ro, la hacienda de
ganado que heredó de su padre, y que él adm inist raba con m uy buen j uicio aunque sin
m ucha fort una. En el m ont e llevaba al cint o una 357 Magnum , cuyas balas blindadas,
según él decía, podían part ir un caballo por la cint ura. En época de perdices llevaba
t am bién sus aperos de cet rería. En el arm ario t enía adem ás un rifle 30.06
Mannlicher- Schönauer, un rifle 300 Holland Magnum , un 22 Hornet con m ira t elescópica
de dos poderes, y una Winchest er de repet ición. Siem pre dorm ía com o durm ió su padre,
con el arm a escondida dent ro de la funda de la alm ohada, pero ant es de abandonar la
casa aquel día le sacó los proyect iles y la puso en la gavet a de la m esa de noche.
«Nunca la dej aba cargada», m e dij o su m adre. Yo lo sabía, y sabía adem ás que
guardaba las arm as en un lugar y - escondía la m unición en ot ro lugar m uy apart ado, de
m odo que nadie cediera ni por casualidad a la t ent ación de cargarlas dent ro de la casa.
Era una cost um bre sabia im puest a por su padre desde una m añana en que una sirvient a
sacudió la alm ohada para quit arle la funda, y la pist ola se disparó al chocar cont ra el

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Crónica de una muerte anunciada

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suelo, y la bala desbarat ó el arm ario del cuart o, at ravesó la pared de la sala, * pasó con
un est ruendo de guerra por el com edor de la casa vecina y convirt ió en polvo de yeso a
un sant o de t am año nat ural en el alt ar m ayor de la iglesia, al ot ro ext rem o de la plaza.
Sant iago Nasar, que ent onces era m uy niño, no olvidó nunca la lección de aquel
percance.
La últ im a im agen que su m adre t enía de él era la de su paso fugaz por el dorm it orio.
La había despert ado cuando t rat aba de encont rar a t ient as una aspirina en el bot iquín
del baño, y ella encendió la luz y lo vio aparecer en la puert a con el vaso de agua en la
m ano, com o había de recordarlo para siem pre. Sant iago Nasar le cont ó ent onces el
sueño, pero ella no les puso at ención a los árboles.
- Todos los sueños con páj aros son de buena salud - dij o.
Lo vio desde la m ism a ham aca y en la m ism a posición en que la encont ré post rada
por las últ im as luces de la vej ez, cuando volví a est e pueblo olvidado t rat ando de
recom poner con t ant as ast illas dispersas el espej o rot o de la m em oria. Apenas si
dist inguía las form as a plena luz, y t enía hoj as m edicinales en las sienes para el dolor de
cabeza et erno que le dej ó su hij o la últ im a vez que pasó por el dorm it orio. Est aba de
cost ado, agarrada a las pit as del cabezal de la ham aca para t rat ar de incorporarse, y
había en la penum bra el olor de baut ist erio que m e había sorprendido la m añana del
crim en.
Apenas aparecí en el vano. de la puert a m e confundió con el recuerdo de Sant iago
Nasar. «Ahí est aba», m e dij o. «Tenía el vest ido de lino blanco lavado con agua sola,
porque era de piel t an delicada que no soport aba el ruido del alm idón.» Est uvo un largo
rat o sent ada en la ham aca, m ast icando pepas de cardam ina, hast a que se le pasó la
ilusión de que el hij o había vuelt o. Ent onces suspiró: «Fue el hom bre de m i vida».
Yo lo vi en su m em oria. Había cum plido 21 años la últ im a sem ana de enero, y era
esbelt o y pálido, y t enía los párpados árabes y los cabellos rizados de su padre. Era el
hij o único de un m at rim onio de conveniencia que no t uvo un solo inst ant e de felicidad,
pero él parecía feliz con su padre hast a que ést e m urió de repent e, t res años ant es, y
siguió pareciéndolo con la m adre solit aria hast a el lunes de su m uert e. De ella heredó el
inst int o. De su padre aprendió desde m uy niño el dom inio de las arm as de fuego, el
am or por los caballos y la m aest ranza de las aves de presas alt as, pero de él aprendió
t am bién las buenas art es del valor y la prudencia. Hablaban en árabe ent re ellos, pero
no delant e de Plácida Linero para que no se sint iera excluida. Nunca se les vio arm ados
en el pueblo, y la única vez que t raj eron sus halcones am aest rados fue para hacer una
dem ost ración de alt anería en un bazar de caridad. La m uert e de su padre lo había
forzado a abandonar los est udios al t érm ino de la escuela secundaria, para hacerse
cargo de la hacienda fam iliar. Por sus m érit os propios, Sant iago Nasar era alegre y
pacífico, y de corazón fácil.
El día en que lo iban a m at ar, su m adre creyó que él se había equivocado de fecha
cuando lo vio vest ido de blanco. «Le recordé que era lunes», m e dij o. Pero él le explicó
que se había vest ido de pont ifical por si t enía ocasión de besarle el anillo al obispo. Ella
no dio ninguna m uest ra de int erés.
- Ni siquiera se baj ará del buque - le dij o- . Echará una bendición de com prom iso, com o
siem pre, y se irá por donde vino. Odia a est e pueblo.
Sant iago Nasar sabía que era ciert o, pero los fast os de la iglesia le causaban una
fascinación irresist ible. «Es com o el cinc», m e había dicho alguna vez. A su m adre, en
cam bio, lo único que le int eresaba de la llegada del obispo era que el hij o no se fuera a
m oj ar en la lluvia, pues lo había oído est ornudar m ient ras dorm ía. Le aconsej ó que

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Crónica de una muerte anunciada

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llevara un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con la m ano y salió del cuart o. Fue
la últ im a vez que lo vio.
Vict oria Guzm án, la cocinera, est aba segura de que no había llovido aquel día, ni en
t odo el m es de febrero. «Al cont rario», m e dij o cuando vine a verla, poco ant es de su
m uert e. «El sol calent ó m ás t em prano que en agost o.» Est aba descuart izando t res
conej os para el alm uerzo, rodeada de perros acezant es, cuando Sant iago Nasar ent ró en
la cocina. «Siem pre se levant aba con cara de m ala noche», recordaba sin am or Vict oria
Guzm án. Divina Flor, su hij a, que apenas em pezaba a florecer, le sirvió a Sant iago Nasar
un t azón de café cerrero con un chorro de alcohol de caña, com o t odos los lunes, para
ayudarlo a sobrellevar la carga de la noche ant erior. La cocina enorm e, con el cuchicheo
de la lum bre y las gallinas dorm idas en las perchas, t enía una respiración sigilosa.
Sant iago Nasar m ast icó ot ra aspirina y se sent ó a beber a sorbos lent os el t azón de café,
pensando despacio, sin apart ar la vist a de las dos m uj eres que dest ripaban los conej os
en la hornilla. A pesar de la edad, Vict oria Guzm án se conservaba ent era. La niña,
t odavía un poco m ont araz, parecía sofocada por el ím pet u de sus glándulas. Sant iago
Nasar la agarró por la m uñeca cuando ella iba a recibirle el t azón vacío.
- Ya est ás en t iem po de desbravar - le dij o.
Vict oria Guzm án le m ost ró el cuchillo ensangrent ado.
- Suélt ala, blanco - le ordenó en serio- . De esa agua no beberás m ient ras yo est é viva.
Había sido seducida por I brahim Nasar en la plenit ud de la adolescencia. La había
am ado en secret o varios años en los est ablos de la hacienda, y la llevó a servir en su
casa cuando se le acabó el afect o. Divina Flor, que era hij a de un m arido m ás recient e,
se sabía dest inada a la cam a furt iva de Sant iago Nasar, y esa idea le causaba una
ansiedad prem at ura. «No ha vuelt o a nacer ot ro hom bre com o ése», m e dij o, gorda y
m ust ia, y rodeada por los hij os de ot ros am ores. «Era idént ico a su padre - le replicó
Vict oria Guzm án- . Un m ierda.» Pero no pudo eludir una rápida ráfaga de espant o al
recordar el horror de Sant iago Nasar cuando ella arrancó de cuaj o las ent rañas de un
conej o y les t iró a los perros el t ripaj o hum eant e.
- No seas bárbara - le dij o él- . I m agínat e que fuera un ser hum ano.
Vict oria Guzm án necesit ó casi 20 años para ent ender que un hom bre acost um brado a
m at ar anim ales inerm es expresara de pront o sem ej ant e horror. «Dios Sant o - exclam ó
asust ada- , de m odo que t odo aquello fue una revelación! » Sin em bargo, t enía t ant as
rabias at rasadas la m añana del crim en, que siguió cebando a los perros con las vísceras
de los ot ros conej os, sólo por am argarle el desayuno a Sant iago Nasar. En ésas est aban
cuando el pueblo ent ero despert ó con el bram ido est rem ecedor del buque de vapor en
que llegaba el obispo.
La casa era un ant iguo depósit o de dos pisos, con paredes de t ablones bast os y un
t echo de cinc de dos aguas, sobre el cual velaban los gallinazos por los desperdicios del
puert o. Había sido const ruido en los t iem pos en que el río era t an servicial que m uchas
barcazas de m ar, e inclusive algunos barcos de alt ura, se avent uraban hast a aquí a
t ravés de las ciénagas del est uario. Cuando vino I brahim Nasar con los últ im os árabes,
al t érm ino de las guerras civiles, ya no llegaban los barcos de m ar debido a las
m udanzas del río, y el depósit o est aba en desuso. I brahim Nasar lo com pró a cualquier
precio para poner una t ienda de im port ación que nunca puso, y sólo cuando se iba a
casar lo convirt ió en una casa para vivir. En la plant a baj a abrió un salón que servía para
t odo, y const ruyó en el fondo una caballeriza para cuat ro anim ales, los cuart os de
servicio, y t ina cocina de hacienda con vent anas hacia el puert o por donde ent raba a
t oda hora la pest ilencia de las aguas. Lo único que dej ó int act o en el salón fue la

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escalera en espiral rescat ada de algún naufragio. En la plant a alt a, donde ant es
est uvieron las oficinas de aduana, hizo dos dorm it orios am plios y cinco cam arot es para
los m uchos hij os que pensaba t ener, y const ruyó un balcón de m adera sobre los
alm endros de la plaza, donde Plácida Linero se sent aba en las t ardes de m arzo a
consolarse de su soledad. En la fachada conservó la puert a principal y le hizo dos
vent anas de cuerpo ent ero con bolillos t orneados. Conservó t am bién la puert a post erior,
sólo que un poco m ás alzada para pasar a caballo, y m ant uvo en servicio una part e del
ant iguo m uelle. Ésa fue siem pre la puert a de m ás uso, no sólo porque era el acceso
nat ural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puert o nuevo sin
pasar por la plaza. La puert a del frent e, salvo en ocasiones fest ivas, perm anecía cerrada
y con t ranca. Sin em bargo, fue por allí, y no por la puert a post erior, por donde
esperaban a Sant iago Nasar los hom bres que lo iban a m at ar, y fue por allí por donde él
salió a recibir al obispo, a pesar de que debía darle una vuelt a com plet a a la casa para
llegar al puert o.
Nadie podía ent ender t ant as coincidencias funest as. El j uez inst ruct or que vino de
Riohacha debió sent irlas sin at reverse a adm it irlas, pues su int erés de darles una
explicación racional era evident e en el sum ario. La puert a de la plaza est aba cit ada
varias veces con un nom bre de follet ín: La puerta fatal. En realidad, la única explicación
válida parecía ser la de Plácida Linero, que cont est ó a la pregunt a con su razón de
m adre: «Mi hij o no salía nunca por la puert a de at rás cuando est aba bien vest ido».
Parecía una verdad t an fácil, que el inst ruct or la regist ró en una not a m arginal, pero no
la sent ó en el sum ario.
Vict oria Guzm án, por su part e, fue t erm inant e en la respuest a de que ni ella ni su hij a
sabían que a Sant iago Nasar lo est aban esperando para m at arlo. Pero en el curso de sus
años adm it ió que am bas lo sabían cuando él ent ró en la cocina a t om ar el café. Se lo
había dicho una m uj er que pasó después de las cinco a pedir un poco de leche por
caridad, y les reveló adem ás los m ot ivos y el lugar donde lo est aban esperando. «No la
previne porque pensé que eran habladas de borracho», m e dij o. No obst ant e, Divina Flor
m e confesó en una visit a post erior, cuando ya su m adre había m uert o, que ést a no le
había dicho nada a Sant iago Nasar porque en el fondo de su alm a quería que lo
m at aran. En cam bio ella no lo previno porque ent onces no era m ás que una niña
asust ada, incapaz de una decisión propia, y se había asust ado m ucho m ás cuando él la
agarró por la m uñeca con una m ano que sint ió helada y pét rea, com o una m ano de
m uert o.
Sant iago Nasar at ravesó a pasos largos la casa en penum bra, perseguido por los
bram idos de j úbilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelant ó para abrirle la puert a,
t rat ando de no dej arse alcanzar por ent re las j aulas de páj aros dorm idos del com edor,
por ent re los m uebles de m im bre y las m acet as de helechos colgados de la sala, pero
cuando quit ó la t ranca de la puert a no pudo evit ar ot ra vez la m ano de gavilán carnicero.
«Me agarró t oda la panocha - m e dij o Divina Flor- . Era lo que hacía siem pre cuando m e
encont raba sola por los rincones de la casa, pero aquel día no sent í el sust o de siem pre
sino unas ganas horribles de llorar.» Se apart ó para dej arlo salir, y a t ravés de la puert a
ent reabiert a vio los alm endros de la plaza, nevados por el resplandor del am anecer, pero
no t uvo valor para ver nada m ás. «Ent onces se acabó el pit o del buque y em pezaron a
cant ar los gallos - m e dij o- . Era un alborot o t an grande, que no podía creerse que
hubiera t ant os gallos en el pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo.» Lo único
que ella pudo hacer por el hom bre que nunca había de ser suyo, fue dej ar la puert a sin
t ranca, cont ra las órdenes de Plácida Linero, para que él pudiera ent rar ot ra vez en caso
de urgencia. Alguien que nunca fue ident ificado había m et ido por debaj o de la puert a un

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papel dent ro de un sobre, en el cual le avisaban a Sant iago Nasar que lo est aban
esperando para m at arlo, y le revelaban adem ás el lugar y los m ot ivos, y ot ros det alles
m uy precisos de la confabulación. El m ensaj e est aba en el suelo cuando Sant iago Nasar
salió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hast a m ucho
después de que el crim en fue consum ado.
Habían dado las seis y aún seguían encendidas las luces públicas. En las ram as de los
alm endros, y en algunos balcones, est aban t odavía las guirnaldas de colores de la boda,
y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plaza
cubiert a de baldosas hast a el at rio de la iglesia, donde est aba el t ablado de los m úsicos,
parecía un m uladar de bot ellas vacías y t oda clase de desperdicios de la parranda
pública. Cuando Sant iago Nasar salió de su casa, varias personas corrían hacia el puert o,
aprem iadas por los bram idos del buque.
El único lugar abiert o en la plaza era una t ienda de leche a un cost ado de la iglesia,
donde est aban los dos hom bres que esperaban a Sant iago Nasar para m at arlo. Clot ilde
Arm ent a, la dueña del negocio, fue la prim era que lo vio en el resplandor del alba, y
t uvo la im presión de que est aba vest ido de alum inio. «Ya parecía un fant asm a», m e dij o.
Los hom bres que lo iban a m at ar se habían dorm ido en los asient os, apret ando en el
regazo los cuchillos envuelt os en periódicos, y Clot ilde Arm ent a reprim ió el alient o para
no despert arlos.
Eran gem elos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24 años, y se parecían t ant o que cost aba
t rabaj o dist inguirlos. «Eran de cat adura espesa pero de buena índole», decía el sum ario.
Yo, que los conocía desde la escuela prim aria, hubiera escrit o lo m ism o. Esa m añana
llevaban t odavía los vest idos de paño oscuro de la boda, dem asiado gruesos y form ales
para el Caribe, y t enían el aspect o devast ado por t ant as horas de m ala vida, pero habían
cum plido con el deber de afeit arse. Aunque no habían dej ado de beber desde la víspera
de la parranda, ya no est aban borrachos al cabo de t res días, sino que parecían
sonám bulos desvelados. Se habían dorm ido con las prim eras auras del am anecer,
después de casi t res horas de espera en la t ienda de Clot ilde Arm ent a, y aquél era su
prim er sueño desde el viernes. Apenas si habían despert ado con el prim er bram ido del
buque, pero el inst int o los despert ó por com plet o cuando Sant iago Nasar salió de su
casa. Am bos agarraron ent onces el rollo de periódicos, y Pedro Vicario em pezó a
levant arse.
- Por el am or de Dios - m urm uró Clot ilde Arm ent a- . Déj enlo para después, aunque sea
por respet o al señor obispo.
«Fue un soplo del Espírit u Sant o», repet ía ella a m enudo. En efect o, había sido una
ocurrencia providencial, pero de una virt ud m om ent ánea. Al oírla, los gem elos Vicario
reflexionaron, y el que se había levant ado volvió a sent arse. Am bos siguieron con la
m irada a Sant iago Nasar cuando em pezó a cruzar la plaza. «Lo m iraban m ás bien con
lást im a», decía Clot ilde Arm ent a. Las niñas de la escuela de m onj as at ravesaron la plaza
en ese m om ent o t rot ando en desorden con sus uniform es de huérfanas.
Plácida Linero t uvo razón: el obispo no se baj ó del buque. Había m ucha gent e en el
puert o adem ás de las aut oridades y los niños de las escuelas, y por t odas part es se
veían los huacales de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo, porque la
sopa de crest as era su plat o predilect o. En el m uelle de carga había t ant a leña
arrum ada, que el buque habría necesit ado por lo m enos dos horas para cargarla. Pero no
se det uvo. Apareció en la vuelt a del río, rezongando com o un dragón, y ent onces la
banda de m úsicos em pezó a t ocar el him no del obispo, y los gallos se pusieron a cant ar
en los huacales y alborot aron a los ot ros gallos del pueblo.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Por aquella época, los legendarios buques de rueda alim ent ados con leña est aban a
punt o de acabarse, y los pocos que quedaban en servicio ya no t enían pianola ni
cam arot es para la luna de m iel, y apenas si lograban navegar cont ra la corrient e. Pero
ést e era nuevo, y t enía dos chim eneas en vez de una con la bandera pint ada com o un
brazal, y la rueda de t ablones de la popa le daba un ím pet u de barco de m ar. En la
baranda superior, j unt o al cam arot e del capit án, iba el obispo de sot ana blanca con su
séquit o de españoles. «Est aba haciendo un t iem po de Navidad», ha dicho m i herm ana
Margot . Lo que pasó, según ella, fue que el silbat o del buque solt ó un chorro de vapor a
presión al pasar frent e al puert o, y dej ó ensopados a` los que est aban m ás cerca de la
orilla. Fue una ilusión fugaz: el obispo em pezó a hacer la señal de la cruz en el aire
frent e a la m uchedum bre del m uelle, y después siguió haciéndola de m em oria, sin
m alicia ni inspiración, hast a que el buque se perdió de vist a y sólo quedó el alborot o de
los gallos.
Sant iago Nasar t enía m ot ivos para sent irse defraudado. Había cont ribuido con varias
cargas de leña alas solicit udes públicas del padre Carm en Am ador, y adem ás había
escogido él m ism o los gallos de crest as m ás apet it osas. Pero fue una cont rariedad
m om ent ánea. Mi herm ana Margot , que est aba con él en el m uelle, lo encont ró de m uy
buen hum or y con ánim os de seguir la fiest a, a pesar de que las aspirinas no le habían
causado ningún alivio. «No parecía resfriado, y sólo est aba pensando en lo que había
cost ado la boda», m e dij o. Crist o Bedoya, que est aba con ellos, reveló cifras que
aum ent aron el asom bro. Había est ado de parranda con Sant iago Nasar y conm igo hast a
un poco ant es de las cuat ro, pero no había ido a dorm ir donde sus padres, sino que se
quedó conversando en casa de sus abuelos. Allí obt uvo m uchos dat os que le falt aban
para calcular los cost os de la parranda. Cont ó que se habían sacrificado cuarent a pavos
y once cerdos para los invit ados, y cuat ro t erneras que el novio puso a asar para el
pueblo en la plaza pública. Cont ó que se consum ieron 205 caj as de alcoholes de
cont rabando y casi 2.000 bot ellas de ron de caña que fueron repart idas ent re la
m uchedum bre. No hubo una sola persona, ni pobre ni rica, que no hubiera part icipado
de algún m odo en la parranda de m ayor escándalo que se había vist o j am ás en el
pueblo. Sant iago Nasar soñó en voz alt a.
- Así será m i m at rim onio - dij o- . No les alcanzará la vida para cont arlo.
Mi herm ana sint ió pasar el ángel. Pensó una vez m ás en la buena suert e de Flora
Miguel, que t enía t ant as cosas en la vida, y que iba a t ener adem ás a Sant iago Nasar en
la Navidad de ese año. «Me di cuent a de pront o de que no podía haber un part ido m ej or
que él», m e dij o. «I m agínat e: bello, form al, y con una fort una propia a los veint iún
años.» Ella solía invit arlo a desayunar en nuest ra casa cuando había caribañolas de
yuca, y m i m adre las est aba haciendo aquella m añana. Sant iago Nasar acept ó
ent usiasm ado.
- Me cam bio de ropa y t e alcanzo - dij o, y cayó en la cuent a de que había olvidado el
reloj en la m esa de noche- . ¿Qué hora es?
Eran las 6.25. Sant iago Nasar t om ó del brazo a Crist o Bedoya y se lo llevó hacia la
plaza.
- Dent ro de un cuart o de hora est oy en t u casa - le dij o a m i herm ana.
Ella insist ió en que se fueran j unt os de inm ediat o porque el desayuno est aba servido.
«Era una insist encia rara - m e dij o Crist o Bedoya- . Tant o, que a veces he pensado que
Margot ya sabía que lo iban a m at ar y quería esconderlo en t u casa.» Sin em bargo,
Sant iago Nasar la convenció de que se adelant ara m ient ras él se ponía la ropa de
m ont ar, pues t enía que est ar t em prano en El Divino Rostro para cast rar t erneros. Se

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

despidió de ella con la m ism a señal de la m ano con que se había despedido de su m adre,
y se alej ó hacia la plaza llevando del brazo a Crist o Bedoya. Fue la últ im a vez que lo vio.
Muchos de los que est aban en el puert o sabían que a Sant iago Nasar lo iban a m at ar.
Don Lázaro Apont e, coronel de academ ia en uso de buen ret iro y alcalde m unicipal desde
hacía once años, le hizo un saludo con los dedos. «Yo t enía m is razones m uy reales para
creer que ya no corría ningún peligro», m e dij o. El padre Carm en Am ador t am poco se
preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo pensé que t odo había sido un infundio», m e dij o.
Nadie se pregunt ó siquiera si Sant iago Nasar est aba prevenido, porque a t odos les
pareció im posible que no lo est uviera.
En realidad, m i herm ana Margot era una de las pocas personas que t odavía ignoraban
que lo iban a m at ar. «De haberlo sabido, m e lo hubiera llevado para la casa aunque
fuera am arrado», declaró al inst ruct or. Era ext raño que no lo supiera, pero lo era m ucho
m ás que t am poco lo supiera m i m adre, pues se ent eraba de t odo ant es que nadie en la
casa, a pesar de que hacía años que no salía a la calle, ni siquiera para ir a m isa. Yo
apreciaba esa virt ud suya desde que em pecé a levant arm e t em prano para ir a la
escuela. La encont raba com o era en aquellos t iem pos, lívida y sigilosa, barriendo el pat io
con una escoba de ram as en el resplandor cenicient o del am anecer, y ent re cada sorbo
de café m e iba cont ando lo que había ocurrido en el m undo m ient ras nosot ros
dorm íam os. Parecía t ener hilos de com unicación secret a con la ot ra gent e del pueblo,
sobre t odo con la de su edad, y a veces nos sorprendía con not icias ant icipadas que no
hubiera podido conocer sino por art es de adivinación. Aquella m añana, sin em bargo, no
sint ió el pálpit o de la t ragedia que se est aba gest ando desde las t res de la m adrugada.
Había t erm inado de barrer el pat io, y cuando m i herm ana Margot salía a recibir al obispo
la encont ró m oliendo la yuca para las caribañolas. «Se oían gallos», suele decir m i
m adre recordando aquel día. Pero nunca relacionó el alborot o dist ant e con la llegada del
obispo, sino con los últ im os rezagos de la boda.
Nuest ra casa est aba lej os de la plaza grande, en un bosque de m angos frent e al río.
Mi herm ana Margot había ido hast a el puert o cam inando por la orilla, y la gent e est aba
dem asiado excit ada con la visit a del obispo para ocuparse de ot ras novedades. Habían
puest o a los enferm os acost ados en los port ales para que recibieran la m edicina de Dios,
y las m uj eres salían corriendo de los pat ios con pavos y lechones y t oda clase de cosas
de com er, y desde la orilla opuest a llegaban canoas adornadas de flores. Pero después
de que el obispo pasó sin dej ar su huella en la t ierra, la ot ra not icia reprim ida alcanzó su
t am año de escándalo. Ent onces fue cuando m i herm ana Margot la conoció com plet a y de
un m odo brut al: Ángela Vicario, la herm osa m uchacha que se había casado el día
ant erior, había sido devuelt a a la casa de sus padres, porque el esposo encont ró que no
era virgen. «Sent í que era yo la que m e iba a m orir», dij o m i herm ana. «Pero por m ás
que volt eaban el cuent o al derecho y al revés, nadie podía explicarm e cóm o fue que el
pobre Sant iago Nasar t erm inó com prom et ido en sem ej ant e enredo.» Lo único que sabían
con seguridad era que los herm anos de Ángela Vicario lo est aban esperando para
m at arlo.
Mi herm ana volvió a casa m ordiéndose por dent ro para no llorar. Encont ró a m i m adre
en el com edor, con un t raj e dom inical de flores azules que se había puest o por si el
obispo pasaba a saludarnos, y est aba cant ando el fado del am or invisible m ient ras
arreglaba la m esa. Mi herm ana not ó que había un puest o m ás que de cost um bre.
- Es para Sant iago Nasar - le dij o m i m adre- . Me dij eron que lo habías invit ado a
desayunar.
- Quít alo - dij o m i herm ana.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Ent onces le cont ó. «Pero fue com o si ya lo supiera - m e dij o- . Fue lo m ism o de
siem pre, que uno em pieza a cont arle algo, y ant es de que el cuent o llegue a la m it ad ya
ella sabe cóm o t erm ina.» Aquella m ala not icia era un nudo cifrado para m i m adre. A
Sant iago Nasar le habían puest o ese nom bre por el nom bre de ella, y era adem ás su
m adrina de baut ism o, pero t am bién t enía un parent esco de sangre con Pura Vicario, la
m adre de la novia devuelt a. Sin em bargo, no había acabado de escuchar la not icia
cuando ya se había puest o los zapat os de t acones y la m ant illa de iglesia que sólo usaba
ent onces para las visit as de pésam e. Mi padre, que había oído t odo desde la cam a,
apareció en piyam a en el com edor y le pregunt ó alarm ado para dónde iba.
- A prevenir a m i com adre Plácida - cont est ó ella- . No es j ust o que t odo el m undo sepa
que le van a m at ar el hij o, y que ella sea la única que no lo sabe.
- Tenernos t ant os vínculos con ella com o con los Vicario - dij o m i padre.
- Hay que est ar siem pre de part e del m uert o - dij o ella.
Mis herm anos m enores em pezaron a salir de los ot ros cuart os. Los m ás pequeños,
t ocados por el soplo de la t ragedia, rom pieron a llorar. Mi m adre no les hizo caso, por
una vez en la vida, ni le prest ó at ención a su esposo.
- Espérat e y m e vist o - le dij o él.
Ella est aba ya en la calle. Mi herm ano Jaim e, que ent onces no t enía m ás de siet e
años, era el único que est aba vest ido para la escuela.
- Acom páñala t ú - ordenó m i padre.
Jaim e corrió det rás de ella sin saber qué pasaba ni para dónde iban, y se agarró de su
m ano. «I ba hablando sola - m e dij o Jaim e- . Hom bres de m ala ley, decía en voz m uy
baj a, anim ales de m ierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias.»
No se daba cuent a ni siquiera de que llevaba al niño de la m ano. «Debieron pensar que
m e había vuelt o loca - m e dij o- . Lo único que recuerdo es que se oía a lo lej os un ruido
de m ucha gent e, com o si hubiera vuelt o a em pezar la fiest a de la boda, y que t odo el
m undo corría en dirección de la plaza.» Apresuró el paso, con la det erm inación de que
era capaz cuando est aba una vida de por m edio, hast a que alguien que corría en sent ido
cont rario se com padeció de su desvarío.
- No se m olest e, Luisa Sant iaga - le grit ó al pasar- . Ya lo m at aron.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Bayardo San Rom án, el hom bre que devolvió a la esposa, había venido por prim era
vez en agost o del año ant erior: seis m eses ant es de la boda. Llegó en el buque sem anal
con unas alforj as guarnecidas de plat a que hacían j uego con las hebillas de la correa y
las argollas de los bot ines. Andaba por los t reint a años, pero m uy bien escondidos, pues
t enía una cint ura angost a de novillero, los oj os dorados, y la piel cocinada a fuego lent o
por el salit re. Llegó con una chaquet a cort a y un pant alón m uy est recho, am bos de
becerro nat ural, y unos guant es de cabrit illa del m ism o color. Magdalena Oliver había
venido con él en el buque y no pudo quit arle la vist a de encim a durant e el viaj e.
«Parecía m arica - m e dij o- . Y era una lást im a, porque est aba com o para em badurnarlo de
m ant equilla y com érselo vivo.» No fue la única que lo pensó, ni t am poco la últ im a en
darse cuent a de que Bayardo San Rom án no era un hom bre de conocer a prim era vist a.
Mi m adre m e escribió al colegio a fines de agost o y m e decía en una not a casual: «Ha
venido un hom bre m uy raro». En la cart a siguient e m e decía: «El hom bre raro se llam a
Bayardo San Rom án, y t odo el inundo dice que es encant ador, pero yo no lo he vist o».
Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no resist ió la t ent ación de pregunt árselo, un
poco ant es de la boda, le cont est ó: «Andaba de pueblo en pueblo buscando con quien
casarm e». Podía haber sido verdad, pero lo m ism o hubiera cont est ado cualquier ot ra
cosa, pues t enía una m anera de hablar que m ás bien le servía para ocult ar que para
decir.
La noche en que llegó dio a ent ender en el cine que era ingeniero de t renes, y habló
de la urgencia de const ruir un ferrocarril hast a el int erior para ant iciparnos a las
veleidades del río. Al día siguient e t uvo que m andar un t elegram a, y él m ism o lo
t ransm it ió con el m anipulador, y adem ás le enseñó al t elegrafist a una fórm ula suya para
seguir usando las pilas agot adas. Con la m ism a propiedad había hablado de
enferm edades front erizas con un m édico m ilit ar que pasó por aquellos m eses haciendo
la leva. Le gust aban las fiest as ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador de
pleit os y enem igo de j uegos de m anos. Un dom ingo después de m isa desafió a los
nadadores m ás diest ros, que eran m uchos, y dej ó rezagados a los m ej ores con veint e
brazadas de ida y vuelt a a t ravés del río. Mi m adre m e lo cont ó en una cart a, y al final
m e hizo un com ent ario m uy suyo: «Parece que t am bién est á nadando en oro». Est o
respondía a la leyenda prem at ura de que Bayardo San Rom án no sólo era capaz de
hacer t odo, y de hacerlo m uy bien, sino que adem ás disponía de recursos int erm inables.
Mi m adre le dio la bendición final en una cart a de oct ubre. «La gent e lo quiere m ucho
- m e decía- , porque es honrado y de buen corazón, y el dom ingo pasado com ulgó de
rodillas y ayudó a la m isa en lat ín.» En ese t iem po no est aba perm it ido com ulgar de pie
y sólo se oficiaba en lat ín, pero m i m adre suele hacer esa clase de precisiones superfluas
cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin em bargo, después de ese veredict o
consagrat orio m e escribió dos cart as m ás en las que nada m e decía sobre Bayardo San
Rom án, ni siquiera cuando fue dem asiado sabido que quería casarse con Ángela Vicario.
Sólo m ucho después de la boda desgraciada m e confesó que lo había conocido cuando
ya era m uy t arde para corregir la cart a de oct ubre, y que sus oj os de oro le habían
causado un est rem ecim ient o de espant o.
- Se m e pareció al diablo - m e dij o- , pero t ú m ism o m e habías dicho que esas cosas no
se deben decir por escrit o.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Lo conocí poco después que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no lo
encont ré t an raro com o decían. Me pareció at ract ivo, en efect o, pero m uy lej os de la
visión idílica de Magdalena Oliver. Me pareció m ás serio de lo que hacían creer sus
t ravesuras, y de una t ensión recóndit a apenas disim ulada por sus gracias excesivas.
Pero sobre t odo, m e pareció un hom bre m uy t rist e. Ya para ent onces había form alizado
su com prom iso de am ores con Ángela Vicario.
Nunca se est ableció m uy bien cóm o se conocieron. La propiet aria de la pensión de
hom bres solos donde vivía Bayardo San Rom án, cont aba que ést e est aba haciendo la
siest a en un m ecedor de la sala, a fines de set iem bre, cuando Ángela Vicario y su
m adre, at ravesaron la plaza con dos canast as de flores art ificiales. Bayardo San Rom án
despert ó a m edias, vio las dos m uj eres vest idas de negro inclem ent e que parecían los
únicos seres vivos en el m arasm o de las dos de la t arde, y pregunt ó quién era la j oven.
La propiet aria le cont est ó que era la hij a m enor de la m uj er que la acom pañaba, y que
se llam aba Ángela Vicario. Bayardo San Rom án las siguió con la m irada hast a el ot ro
ext rem o de la plaza.
- Tiene el nom bre bien puest o - dij o.
Luego recost ó la cabeza en el espaldar del m ecedor, y volvió a cerrar los oj os.
- Cuando despiert e - dij o- , recuérdam e que m e voy a casar con ella.
Ángela Vicario m e cont ó que la propiet aria de la pensión le había hablado de est e
episodio desde ant es de que Bayardo San Rom án la requiriera en am ores. «Me asust é
m ucho», m e dij o. Tres personas que est aban en la pensión confirm aron que el episodio
había ocurrido, pero ot ras cuat ro no lo creyeron ciert o. En cam bio, t odas las versiones
coincidían en que Ángela Vicario y Bayardo San Rom án se habían vist o por prim era vez
en las fiest as pat rias de oct ubre, durant e una verbena de caridad en la que ella est uvo
encargada de cant ar las rifas. Bayardo San Rom án llegó a la verbena y fue derecho al
m ost rador at endido por la rifera lánguida cerrada de lut o hast a la em puñadura, y le
pregunt ó cuánt o cost aba la ort ofónica con incrust aciones de nácar que había de ser el
at ract ivo m ayor de la feria. Ella le cont est ó que no est aba para la vent a sino para rifar.
- Mej or - dij o él- , así será m ás fácil, y adem ás, m ás barat a.
Ella m e confesó que había logrado im presionarla, pero por razones cont rarias del
am or. «Yo det est aba a los hom bres alt aneros, y nunca había vist o uno con t ant as ínfulas
- m e dij o, evocando aquel día- . Adem ás, pensé que era un polaco.» Su cont rariedad fue
m ayor cuando cant ó la rifa de la ort ofónica, en m edio de la ansiedad de t odos, y en
efect o se la ganó Bayardo San Rom án. No podía im aginarse que él, sólo por
im presionarla, había com prado t odo los núm eros de la rifa.
Esa noche, cuando volvió a su casa, Ángela Vicario encont ró allí la ort ofónica envuelt a
en papel de regalo y adornada con un lazo de organza. «Nunca pude saber cóm o supo
que era m i cum pleaños», m e dij o. Le cost ó t rabaj o convencer a sus padres de que no le
había dado ningún m ot ivo a Bayardo San Rom án para que le m andara sem ej ant e regalo,
y m enos de una m anera t an visible que no pasó inadvert ido para nadie. De m odo que
sus herm anos m ayores, Pedro y Pablo, llevaron la ort ofónica al hot el para devolvérsela a
su dueño, y lo hicieron con t ant o revuelo que no hubo nadie que la viera venir y no la
viera regresar. Con lo único que no cont ó la fam ilia fue con los encant os irresist ibles de
Bayardo San Rom án. Los gem elos no reaparecieron hast a el am anecer del día siguient e,
t urbios de la borrachera, llevando ot ra vez la ort ofónica y llevando adem ás a Bayardo
San Rom án para seguir la parranda en la casa.
Ángela Vicario era la hij a m enor de una fam ilia de recursos escasos. Su padre, Poncio
Vicario, era orfebre de pobres, y la vist a se le acabó de t ant o hacer prim ores de oro para

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

m ant ener el honor de la casa. Purísim a del Carm en, su m adre, había sido m aest ra de
escuela hast a que se casó para siem pre. Su aspect o m anso y un t ant o afligido
disim ulaba m uy bien el rigor de su caráct er. «Parecía una m onj a», recuerda Mercedes.
Se consagró con t al espírit u de sacrificio a la at ención del esposo y a la crianza de los
hij os, que a uno se le olvidaba a veces que seguía exist iendo. Las dos hij as m ayores se
habían .casado m uy t arde. Adem ás de los gem elos, t uvieron una hij a int erm edia que
había m uert o de fiebres crepusculares, y dos años después seguían guardándole un lut o
aliviado dent ro de la casa, pero riguroso en la calle. Los herm anos fueron criados para
ser hom bres. Ellas habían sido educadas para casarse. Sabían bordar con bast idor, coser
a m áquina, t ej er encaj e de bolillo, lavar y planchar, hacer flores art ificiales y dulces de
fant asía, y redact ar esquelas de com prom iso. A diferencia de las m uchachas de la época,
que habían descuidado el cult o de la m uert e, las cuat ro eran m aest ras en la ciencia
ant igua de velar a los enferm os, confort ar a los m oribundos y am ort aj ar a los m uert os.
Lo único que m i m adre les reprochaba era la cost um bre de peinarse ant es de dorm ir.
«Muchachas - les decía- : no se peinen de noche que se ret rasan los navegant es.» Salvo
por eso, pensaba que no había hij as m ej or educadas. «Son perfect as - le oía decir con
frecuencia- . Cualquier hom bre será feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.»
Sin em bargo, a los que se casaron con las dos m ayores les fue difícil rom per el cerco,
porque siem pre iban j unt as a t odas part es, y organizaban bailes de m uj eres solas y
est aban predispuest as a encont rar segundas int enciones en los designios de los
hom bres.
Ángela Vicario era la m ás bella de las cuat ro, y m i m adre decía que había nacido com o
las grandes reinas de la hist oria con el cordón um bilical enrollado en el cuello. Pero t enía
un aire desam parado y una pobreza de espírit u que le auguraban un porvenir inciert o.
Yo volvía a verla año t ras año, durant e m is vacaciones de Navidad, y cada vez parecía
m ás desvalida en la vent ana de su casa, donde se sent aba por la t arde a hacer flores de
t rapo y a cant ar valses de solt eras con sus vecinas. «Ya est á de colgar en un alam bre
- m e decía Sant iago Nasar- : t u prim a la boba.» De pront o, poco ant es del lut o de la
herm ana, la encont ré en la calle por prim era vez, vest ida de m uj er y con el cabello
rizado, y apenas si pude creer que fuera la m ism a. Pero fue una visión m om ent ánea: su
penuria de espírit u se agravaba con los años. Tant o, que cuando se supo que Bayardo
San Rom án quería casarse con ella, m uchos pensaron que era una perfidia de forast ero.
La fam ilia no sólo lo t om ó en serió, sino con un grande alborozo. Salvo Pura Vicario,
quien puso com o condición que Bayardo San Rom án acredit ara su ident idad. Hast a
ent onces nadie sabía quién era. Su pasado no iba m ás allá de la t arde en que
desem barcó con su at uendo de art ist a, y era t an reservado sobre su origen que hast a el
engendro m ás dem ent e podía ser ciert o. Se llegó a decir que había arrasado pueblos y
sem brado el t error en Casanare com o com andant e de t ropa, que era prófugo de Cayena,
que lo habían vist o en Pernam buco t rat ando de m edrar con una parej a de osos
am aest rados, y que había rescat ado los rest os de un galeón español cargado de oro en
el canal de los Vient os. Bayardo San Rom án le puso t érm ino a t ant as conj et uras con un
recurso sim ple: t raj o a su fam ilia en pleno.
Eran cuat ro: el padre, la m adre y dos herm anas pert urbadoras. Llegaron en un Ford T
con placas oficiales cuya bocina de pat o alborot ó las calles a las once de la m añana. La
m adre, Albert a Sim onds, una m ulat a grande de Curazao que hablaba el cast ellano
t odavía at ravesado de papiam ent o, había sido proclam ada en su j uvent ud com o la m ás
bella ent re las 200 m ás bellas de las Ant illas. Las herm anas, acabadas de florecer,
parecían dos pot rancas sin sosiego. Pero la cart a grande era el padre: el general
Pet ronio San Rom án, héroe de las guerras civiles del siglo ant erior, y una de las glorias

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

m ayores del .régim en conservador por haber puest o en fuga al coronel Aureliano
Buendía en el desast re de Tucurinca. Mi m adre fue la única que no fue a saludarlo
cuando supo quién era. «Me parecía m uy bien que se casaran - m e dij o- . Pero una cosa
era eso, y ot ra m uy dist int a era darle la m ano a un hom bre que ordenó dispararle por ,la
espalda a Gerineldo Márquez.» Desde que asom ó por la vent ana del aut om óvil
saludando con el som brero blanco, t odos lo reconocieron por la fam a de sus ret rat os.
Llevaba un t raj e de lienzo color de t rigo, bot ines de cordobán con los cordones cruzados,
y unos espej uelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y sost enidos con
una leont ina en el oj al del chaleco. Llevaba la m edalla del valor en la solapa y un bast ón
con el escudo nacional esculpido en el pom o. Fue el prim ero que se baj ó del aut om óvil,
cubiert o por com plet o por el polvo ardient e de nuest ros m alos cam inos, y no t uvo m ás
que aparecer en el pescant e para que t odo el m undo se diera cuent a de que Bayardo
San Rom án se iba a casar con quien quisiera.
Era Ángela Vicario quien no quería casarse con él. «Me parecía dem asiado hom bre
para m í», m e dij o. Adem ás, Bayardo San Rom án no había int ent ado siquiera seducirla a
ella, sino que hechizó a la fam ilia con sus encant os. Ángela Vicario no olvidó nunca el
horror de la noche en que sus padres y sus herm anas m ayores con sus m aridos,
reunidos en la sala de la casa, le im pusieron la obligación de casarse con un hom bre que
apenas había vist o. Los gem elos se m ant uvieron al m argen. «Nos pareció que eran
vainas de m uj eres», m e dij o Pablo Vicario. El argum ent o decisivo de los padres fue que
una fam ilia dignifica da por la m odest ia no t enía derecho a despreciar aquel prem io del
dest ino. Angela Vicario se at revió apenas a insinuar el inconvenient e de la falt a de am or,
pero su m adre lo dem olió con una sola frase:
- Tam bién el am or se aprende.
A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos y vigilados, el de ellos fue
de sólo cuat ro m eses por las urgencias de Bayardo San Rom án. No fue m ás cort o porque
Pura Vicario exigió esperar a que t erm inara el lut o de la fam ilia. Pero el t iem po alcanzó
sin angust ias por la m anera irresist ible con que Bayardo San Rom án arreglaba las cosas.
«Una noche m e pregunt ó cuál era la casa que m ás m e gust aba - m e cont ó Ángela
Vicario- . Y yo le cont est é, sin saber para qué era, que la m ás bonit a del pueblo era la
quint a del viudo de Xius.» Yo hubiera dicho lo m ism o. Est aba en una colina barrida por
los vient os, y desde la t erraza se veía el paraíso sin lim it e de las ciénagas cubiert as de
aném onas m oradas, y en los días claros del verano se alcanzaba a ver el horizont e nít ido
del Caribe, y los t rasat lánt icos de t urist as de Cart agena de I ndias. Bayardo San Rom án
fue esa m ism a noche al Club Social y se sent ó a la m esa del viudo de Xius a j ugar una
part ida de dom inó.
- Viudo - le dij o- : le com pro su casa.
- No est á a la vent a - dij o el viudo.
- Se la com pro con t odo lo que t iene dent ro.
El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la ant igua que los obj et os de la
casa habían sido com prados por la esposa en t oda una vida de sacrificios, y que para él
seguían siendo com o part e de ella. «Hablaba con el alm a en la m ano - m e dij o el doct or
Dionisio I guarán, que est aba j ugando con ellos- . Yo est aba seguro que prefería m orirse
ant es que vender una casa donde había sido feliz durant e m ás de t reint a años.»
Tam bién Bayardo San Rom án com prendió sus razones.
- De acuerdo - dij o- . Ent onces véndam e la casa vacía.
Pero el viudo se defendió hast a el final de la part ida. Al cabo de t res noches, ya m ej or
preparado, Bayardo San Rom án ,Volvió a la m esa de dom inó.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

- Viudo - em pezó de nuevo- : ¿Cuánt o cuest a la casa?


- No t iene precio.
- Diga uno cualquiera.
- Lo sient o, Bayardo - dij o el viudo- , pero ust edes los j óvenes no ent ienden los m ot ivos
del corazón.
Bayardo San Rom án no hizo una pausa para pensar.
- Digam os cinco m il pesos - dij o.
Juega lim pio - le replicó el viudo con la dignidad alert a- . Esa casa no vale t ant o.
- Diez m il - dij o Bayardo San Rom án- . Ahora m ism o, y con un billet e encim a del ot ro.
El viudo lo m iró con los oj os llenos de lágrim as. «Lloraba de rabia - m e dij o el doct or
Dionisio I guarán, que adem ás de m édico era hom bre de let ras- . I m agínat e: sem ej ant e
cant idad al alcance de la m ano, y t ener que decir que no por una sim ple flaqueza del
espírit u.» Al viudo de Xius no le salió la voz, pero negó sin vacilación con la cabeza.
- Ent onces hágam e un últ im o favor - dij o Bayardo San Rom án- . Espérem e aquí cinco
m inut os.
Cinco m inut os después, en efect o, volvió al Club Social con las alforj as enchapadas de
plat a, y puso sobre la m esa diez gavillas de billet es de a m il t odavía con las bandas
im presas del Banco del Est ado. El viudo de Xius m urió dos años después. «Se m urió de
eso - decía el doct or Dionisio I guarán- . Est aba m ás sano que nosot ros, pero cuando uno
lo auscult aba se le sent ían borborit ar las lágrim as dent ro del corazón.» Pues no sólo
había vendido la casa con t odo lo que t enía dent ro, sino que le pidió a Bayardo San
Rom án que le fuera pagando poco a poco porque no le quedaba ni un baúl de
consolación para guardar t ant o dinero.
Nadie hubiera pensado, ni lo dij o nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen. No se le
había conocido ningún novio ant erior y había crecido j unt o con sus herm anas baj o el
rigor de una m adre de hierro. Aun cuando le falt aban m enos de dos m eses para casarse,
Pura Vicario no perm it ió que fuera sola con Bayardo San Rom án a conocer la casa en
que iban a vivir, sino que ella y el padre ciego la acom pañaron para cust odiarle la honra.
« Lo único que le rogaba a Dios es que m e diera valor para m at arm e - m e dij o Ángela
Vicario- . Pero no m e lo dio.» Tan at urdida est aba que había resuelt o cont arle la verdad a
su m adre para librarse de aquel m art irio, cuando sus dos únicas confident es, que la
ayudaban a hacer flores de t rapo j unt o a la vent ana, la disuadieron de su buena
int ención. «Les obedecí a ciegas - m e dij o- porque m e habían hecho creer que eran
expert as en chanchullos de hom bres.» Le aseguraron que casi t odas las m uj eres perdían
la virginidad en accident es de la infancia. Le insist ieron en que aun los m aridos m ás
difíciles se resignaban a cualquier cosa siem pre que nadie lo supiera. La convencieron,
en fin, de que la m ayoría de los hom bres llegaban t an asust ados a la noche de bodas,
que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la m uj er, y a la hora de la verdad no
podían responder de sus propios act os. «Lo único que creen es lo que vean en la
sábana», le dij eron. De m odo que le enseñaron art im añas de com adronas para fingir sus
prendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su prim era m añana de recién casada,
abiert a al sol en el pat io de su casa, la sábana de hilo con la m ancha del honor.
Se casó con esa ilusión. Bayardo San Rom án, por su part e, debió casarse con la
ilusión de com prar la felicidad con el peso descom unal de su poder y su fort una, pues
cuant o m ás aum ent aban los planes de la fiest a, m ás ideas de delirio se le ocurrían para
hacerla m ás grande. Trat ó de ret rasar la boda por un día cuando se anunció la visit a del
obispo, para que ést e los casara, pero Ángela Vicario se opuso. «La verdad - m e dij o- es

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

que yo no quería ser bendecida por un hom bre que sólo cort aba las crest as para la sopa
y bot aba en la basura el rest o del gallo.» Sin em bargo, aun sin la bendición del obispo,
la fiest a adquirió una fuerza propia t an difícil de am aest rar, que al m ism o Bayardo San
Rom án se le salió de las m anos y t erm inó por ser un acont ecim ient o público.
El general Pet ronio San Rom án y su fam ilia vinieron est a vez en el buque de
cerem onias del Congreso Nacional, que perm aneció at racado en el m uelle hast a el
t érm ino de la fiest a, y con ellos vinieron m uchas gent es ilust res que sin em bargo
pasaron inadvert idas en el t um ult o de caras nuevas. Traj eron t ant os regalos, que fue
preciso rest aurar el local olvidado de la prim era plant a eléct rica para exhibir los m ás
adm irables, y el rest o los llevaron de una vez a la ant igua casa del viudo de Mus que ya
est aba dispuest a para recibir a los recién casados. Al novio le regalaron un aut om óvil
convert ible con su nom bre grabado en let ras gót icas baj o el escudo de la fábrica. A la
novia le regalaron un est uche de cubiert os de oro puro para veint icuat ro invit ados.
Traj eron adem ás un espect áculo de bailarines, y dos orquest as de valses que
desent onaron con las bandas locales, y con las m uchas papayeras y grupos de
acordeones que venían alborot ados por la bulla de la parranda.
La fam ilia Vicario vivía en una casa m odest a, con paredes de ladrillos y un, t echo de
palm a rem at ado por dos buhardas donde se m et ían a em pollar las golondrinas en enero.
Tenía en el frent e una t erraza ocupada casi por com plet o con m acet as de flores, y un
pat io grande con gallinas suelt as y árboles frut ales. En el fondo del pat io, los gem elos
t enían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su m esa de dest azar, que fue
una buena fuent e de recursos dom ést icos desde que a Poncio Vicario se le acabó la
vist a. El negocio lo había em pezado Pedro Vicario, pero cuando ést e se fue al servicio
m ilit ar, su herm ano gem elo aprendió t am bién el oficio de m at arife.
El int erior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las herm anas m ayores
t rat aron de pedir una casa prest ada cuando se dieron cuent a del t am año de la fiest a.
«I m agínat e - m e dij o Ángela Vicario- : habían pensado en la casa de Plácida Linero, pero
por fort una m is padres se em perraron con el t em a de siem pre de que nuest ras hij as se
casan en nuest ro chiquero, o no se casan.» Así que pint aron la casa de su color am arillo
original, enderezaron las puert as y com pusieron los pisos, y la dej aron t an digna com o
fue posible para una boda de t ant o est ruendo. Los gem elos se llevaron los cerdos para
ot ra part e y sanearon la porqueriza con cal viva, pero aun así se vio que iba a falt ar
espacio. Al final, por diligencias de Bayardo San. Rom án, t um baron las cercas del pat io,
pidieron prest adas para bailar las casas cont iguas, y pusieron m esones de carpint eros
para sent arse a com er baj o la fronda de los t am arindos.
El único sobresalt o im previst o lo causó el novio en la m añana de la boda, pues llegó a
buscar a Ángela Vicario con dos horas de ret raso, y ella se había negado a vest irse de
novia m ient ras no lo viera en la casa. «I m agínat e - m e dij o- : hast a m e hubiera alegrado
de que no llegara, pero nunca que m e dej ara vest ida.» Su caut ela pareció nat ural,
porque no había un percance público m ás vergonzoso para una m uj er que quedarse
plant ada con el vest ido de novia. En cam bio, el hecho de que Ángela Vicario se at reviera
a ponerse el velo y los azahares sin ser virgen, había de ser int erpret ado después com o
una profanación de los sím bolos de la pureza. Mi m adre fue la única que apreció com o
un act o de valor el que hubiera j ugado sus cart as m arcadas hast a las últ im as
consecuencias. «En aquel t iem po - m e explicó- , Dios ent endía esas cosas.» Por el
cont rario, nadie ha sabido t odavía con qué cart as j ugó Bayardo San Rom án. Desde que
apareció por fin de levit a y chist era, hast a que se fugó del baile con la criat ura de sus
t orm ent os, fue la im agen perfect a del novio feliz.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Tam poco se supo nunca con qué cart as j ugó Sant iago Nasar. Yo est uve con él t odo el
t iem po, en la iglesia y en la fiest a, j unt o con Crist o Bedoya y m i herm ano Luis Enrique, y
ninguno de nosot ros vislum bró el m enor cam bio en su m odo de ser. He t enido que
repet ir est o m uchas veces, pues los cuat ro habíam os crecido j unt os en la escuela y
luego en la m ism a pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que t uviéram os un secret o
sin com part ir, y m enos un secret o t an grande.
Sant iago Nasar era un hom bre de fiest as, y su gozo m ayor lo t uvo la víspera de su
m uert e, calculando los cost os de la boda. En la iglesia est im ó que habían puest o adornos
florales por un valor igual al de cat orce ent ierros de prim era clase. Esa precisión había
de perseguirm e durant e m uchos años, pues Sant iago Nasar m e había dicho a m enudo
que el olor de las flores encerradas t enía para él una relación inm ediat a con la m uert e, y
aquel día m e lo repit ió al ent rar en el t em plo. «No quiero flores en m i ent ierro», m e dij o,
sin pensar que yo había de ocuparm e al día siguient e de que no las hubiera. En el
t rayect o de la iglesia a la casa de los Vicario sacó la cuent a de las guirnaldas de colores
con que adornaron las calles, calculó el precio de la m úsica y los cohet es, y hast a de la
granizada de arroz crudo con que nos recibieron en la fiest a. En el sopor del m edio día
los recién casados hicieron la ronda del pat io. Bayardo San Rom án se había hecho m uy
am igo nuest ro, am igo de t ragos, com o se decía ent onces, y parecía m uy a gust o en
nuest ra m esa. Ángela Vicario, sin el velo y la corona y con el vest ido de raso ensopado
de sudor, había asum ido de pront o su cara de m uj er casada. Sant iago Nasar calculaba, y
se lo dij o a Bayardo San Rom án, que la boda iba cost ando hast a ese m om ent o unos
nueve m il pesos. Fue evident e que ella lo ent endió com o una im pert inencia. « Mi m adre
m e había enseñado que nunca se debe hablar de plat a delant e de la ot ra gent e», m e
dij o. Bayardo San Rom án, en cam bio, lo recibió de m uy buen t alant e y hast a con una
ciert a j act ancia.
- Casi - dij o- , pero apenas est am os em pezando. Al final será m ás o m enos el doble.
Sant iago Nasar se propuso com probarlo hast a el últ im o cént im o, y la vida le alcanzó
j ust o. En efect o, con los dat os finales que Crist o Bedoya le dio al día siguient e en el
puert o, 45 m inut os ant es de m orir, com probó que el pronóst ico de Bayardo San Rom án
había sido exact o.
Yo conservaba un recuerdo m uy confuso de la fiest a ant es de que hubiera decidido
rescat arla a pedazos de la m em oria aj ena. Durant e años se siguió hablando en m i casa
de que m i padre había vuelt o a t ocar el violín de su j uvent ud en honor de los recién
casados, que m i herm ana la m onj a bailó un m erengue con su hábit o de t ornera, y que el
doct or Dionisio I guarán, que era prim o herm ano de m i m adre, consiguió que se lo
llevaran en el buque oficial para no est ar aquí al día siguient e cuando viniera el obispo.
En el curso de las indagaciones para est a crónica recobré num erosas vivencias
m arginales, y ent re ellas el recuerdo de gracia de las herm anas de Bayardo San Rom án,
cuyos vest idos de t erciopelo con grandes alas de m ariposas, prendidas con pinzas de oro
en la espalda, llam aron m ás la at ención que el penacho de plum as y la coraza de
m edallas de guerra de su padre. Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le
propuse a Mercedes Barcha que se casara conm igo, cuando apenas había t erm inado la
escuela prim aria, t al com o ella m ism a m e lo recordó cuando nos casam os cat orce años
después. La im agen m ás int ensa que siem pre conservé de aquel dom ingo indeseable fue
la del viej o Poncio Vicario sent ado solo en un t aburet e en el cent ro del pat io. Lo habían
puest o ahí pensando quizás que era el sit io de honor, y los invit ados t ropezaban con él,
lo confundían con ot ro, lo cam biaban de lugar para que no est orbara, y él m ovía la
cabeza nevada hacia t odos lados con una expresión errát ica de ciego dem asiado
recient e, cont est ando pregunt as que no eran para él y respondiendo saludos fugaces que

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

nadie le hacía, feliz en su cerco de olvido, con la cam isa acart onada de engrudo y el
bast ón de guayacán que le habían com prado para la fiest a.
El act o form al t erm inó a las seis de la t arde cuando se despidieron los invit ados de
honor. El buque se fue con las luces encendidas y dej ando un reguero de valses de
pianola, y por un inst ant e quedam os a la deriva sobre un abism o de incert idum bre,
hast a que volvim os a reconocernos unos a ot ros y nos hundim os en el m anglar de la
parranda. Los recién casados aparecieron poco después en el aut om óvil descubiert o,
abriéndose paso a duras penas en el t um ult o. Bayardo San Rom án revent ó cohet es,
t om ó aguardient e de las bot ellas que le t endía la m uchedum bre, y se baj ó del coche con
Ángela Vicario para m et erse en la rueda de la cum biam ba. Por últ im o ordenó que
siguiéram os bailando por cuent a suya hast a donde nos alcanzara la vida, y se llevó a la
esposa at errorizada para la casa de sus sueños donde el viudo de Xius había sido feliz.
La parranda pública se dispersó en fragm ent os hacia la m edia noche, y sólo quedó
abiert o el negocio de Clot ilde Arm ent a a un cost ado de la plaza. Sant iago Nasar y yo,
con m i herm ano Luis Enrique y Crist o Bedoya, nos fuim os para la casa de m isericordias
de María Alej andrina Cervant es. Por allí pasaron ent re m uchos ot ros los herm anos
Vicario, y est uvieron bebiendo con nosot ros y cant ando con Sant iago Nasar cinco horas
ant es de m at arlo. Debían quedar aún algunos rescoldos desperdigados de la fiest a
original, pues de t odos lados nos llegaban ráfagas de m úsica. y pleit os rem ot os, y nos
siguieron llegando, cada vez m ás t rist es, hast a m uy poco ant es de que bram ara el buque
del obispo.
Pura Vicario le cont ó a m i m adre que se había acost ado a las once de la noche
después de que las hij as m ayores la ayudaron a poner un poco de orden en los est ragos
de la boda. Com o a las diez, cuando t odavía quedaban algunos borrachos cant ando en el
pat io, Ángela Vicario había m andado a pedir una m alet it a de cosas personales que
est aba en el ropero de su dorm it orio, y ella quiso m andarle t am bién una m alet a con ropa
de diario, pero el recadero est aba de prisa. Se había dorm ido a fondo cuando t ocaron a
la puert a. «Fueron t res t oques m uy despacio - le cont ó a m i m adre- , pero t enían esa cosa
rara de las m alas not icias.» Le cont ó que había abiert o la puert a sin encender la luz para
no despert ar a nadie, y vio a Bayardo San Rom án en el resplandor del farol público, con
la cam isa de seda sin abot onar y los pant alones de fant asía sost enidos con t irant es
elást icos. «Tenía ese color verde de los sueños», le dij o Pura Vicario a m i m adre. Ángela
Vicario est aba en la som bra, de m odo que sólo la vio cuando Bayardo San Rom án la
agarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el t raj e de raso en pilt rafas y est aba
envuelt a con una t oalla hast a la cint ura. Pura Vicario creyó que se habían desbarrancado
con el aut om óvil y est aban m uert os en el fondo del precipicio.
Ave María Purísim a - dij o at errada- . Cont est en si t odavía son de est e m undo.
Bayardo San Rom án no ent ró, sino que em puj ó con suavidad a su esposa hacia el
int erior de la casa, sin decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la m ej illa y le
habló con una voz de m uy hondo desalient o pero con m ucha t ernura.
- Gracias por t odo, m adre - le dij o- . Ust ed es una sant a.
Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguient es, y se fue a la m uert e
con su secret o. «Lo único que recuerdo es que m e sost enía por el pelo con una m ano y
m e golpeaba con la ot ra con t ant a rabia que pensé que m e iba a m at ar», m e cont ó
Ángela Vicario. Pero hast a eso lo hizo con t ant o sigilo, que su m arido y sus hij as
m ayores, dorm idos en los ot ros cuart os, no se ent eraron de nada hast a el am anecer
cuando ya est aba consum ado el desast re.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Los gem elos volvieron a la casa un poco ant es de las t res, llam ados de urgencia por
su m adre. Encont raron á Ángela Vicario t um bada bocabaj o en un sofá del com edor y con
la cara m acerada a golpes, pero había t erm inado de llorar. «Ya no est aba asust ada - m e
dij o- . Al cont rario: sent ía com o si por fin m e hubiera quit ado de encim a la conduerm a de
la m uert e, y lo único que quería era que t odo t erm inara rápido para t irarm e a dorm ir.»
Pedro Vicario, el m ás resuelt o de los herm anos, la levant ó en vilo por la cint ura y la
sent ó en la m esa del com edor.
- Anda, niña - le dij o t em blando de rabia- : dinos quién fue.
Ella se dem oró apenas el t iem po necesario para decir el nom bre. Lo buscó en las
t inieblas, lo encont ró a prim era vist a ent re los t ant os y t ant os nom bres confundibles de
est e m undo y del ot ro, y lo dej ó clavado en la pared con su dardo cert ero, com o a una
m ariposa sin albedrío cuya sent encia est aba escrit a desde siem pre.
- Sant iago Nasar - dij o.

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Crónica de una muerte anunciada

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El abogado sust ent ó la t esis del hom icidio en legít im a defensa del honor, que fue
adm it ida por el t ribunal de conciencia, y los gem elos declararon al final del j uicio que
hubieran vuelt o a hacerlo m il veces por los m ism os m ot ivos. Fueron ellos quienes
vislum braron el recurso de la defensa desde que se rindieron ant e su iglesia pocos
m inut os después del crim en. I rrum pieron j adeando en la Casa Cural, perseguidos de
cerca por un grupo de árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el acero lim pio en
la m esa del padre Am ador. Am bos est aban exhaust os por el t rabaj o bárbaro de la
m uert e, y t enían la ropa y los brazos em papados y la cara em badurnada de sudor y de
sangre t odavía viva, pero él párroco recordaba la rendición com o un act o de una gran
dignidad.
- Lo m at am os a conciencia - dij o Pedro Vicario- , pero som os inocent es.
- Tal vez ant e Dios - dij o el padre Am ador.
- Ant e Dios y ant e los hom bres - dij o Pablo Vicario- . Fue un asunt o de honor.
Más aún: en la reconst rucción de los hechos fingieron un encarnizam ient o m ucho m ás
inclem ent e que el de la realidad, hast a el ext rem o de que fue necesario reparar con
fondos públicos la puert a principal de la casa de Plácida Linero, que quedó desport illada
a punt a de cuchillo. En el panópt ico de Riohacha, donde est uvieron t res años en espera
del j uicio porque no t enían con que pagar la fianza para la libert ad condicional, los
reclusos m ás ant iguos los recordaban por su buen caráct er y su espírit u social, pero
nunca advirt ieron en ellos ningún indicio de arrepent im ient o. Sin em bargo, la realidad
parecía ser que los herm anos Vicario no hicieron nada de lo que convenía para m at ar a
Sant iago Nasar de inm ediat o y sin espect áculo público, sino que hicieron m ucho m ás de
lo que era im aginable para que alguien les im pidiera m at arlo, y no lo consiguieron.
Según m e dij eron años después, habían em pezado por buscarlo en la casa de María
Alej andrina Cervant es, donde est uvieron con él hast a las dos. Est e dat o, com o m uchos
ot ros, no fue regist rado en el sum ario. En realidad, Sant iago Nasar ya no est aba ahí a la
hora en que los gem elos dicen que fueron a buscarlo, pues habíam os salido a hacer una
ronda de serenat as, pero en t odo caso no era ciert o que hubieran ido. «Jam ás habrían
vuelt o a salir de aquí», m e dij o María Alej andrina Cervant es, y conociéndola t an bien,
nunca lo puse en duda. En cam bio, lo fueron a esperar en la casa de Clot ilde Arm ent a,
por donde sabían que iba a pasar m edio m undo m enos Sant iago Nasar. «Era el único
lugar abiert o», declararon al inst ruct or. «Tarde o t em prano t enía que salir por ahí», m e
dij eron a m í, después de que fueron absuelt os. Sin em bargo, cualquiera sabía que la
puert a principal de la casa de Plácida Linero perm anecía t rancada por dent ro, inclusive
durant e el día, y que Sant iago Nasar llevaba siem pre consigo las llaves de la ent rada
post erior. Por allí ent ró de regreso a su casa, en efect o, cuando hacía m ás de una hora
que los gem elos Vicario lo esperaban por el ot ro lado, y si después salió por la puert a de
la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una. razón t an im previst a que el m ism o
inst ruct or del sum ario no acabó de ent enderla.
Nunca hubo una m uert e m ás anunciada. Después de que la herm ana les reveló el
nom bre, los gem elos Vicario pasaron por el depósit o de la pocilga, donde guardaban los
út iles de sacrificio, y escogieron los dos cuchillos m ej ores: uno de descuart izar, de diez
pulgadas de largo por dos y m edia de ancho, y ot ro de lim piar, de siet e pulgadas de
largo por una y m edia de ancho. Los envolvieron en un t rapo, y se fueron a afilarlos en

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

el m ercado de carnes, donde apenas em pezaban a abrir algunos expendios. Los


prim eros client es eran escasos, pero veint idós personas declararon haber oído cuant o
dij eron, y t odas coincidían en la im presión de que lo habían dicho con el único propósit o
de que los oyeran. Faust ino Sant os, un carnicero am igo, los vio ent rar a las 3.20 cuando
acababa de abrir su m esa de vísceras, y no ent endió por qué llegaban el lunes y t an
t em prano, y t odavía con los vest idos de paño oscuro de la boda. Est aba acost um brado a
verlos los viernes, pero un poco m ás t arde, y con los delant ales de cuero que se ponían
para la m at anza. «Pensé que est aban t an borrachos - m e dij o Faust ino Sant os- , que no
sólo se habían equivocado de hora sino t am bién de fecha.» Les recordó que era lunes.
- Quién no lo sabe, pendej o - le cont est ó de buen m odo Pablo Vicario- . Sólo venim os a
afilar los cuchillos.
Los afilaron en la piedra girat oria, y com o lo hacían siem pre: Pedro sost eniendo los
dos cuchillos y alt ernándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelt a a la m anivela. Al
m ism o t iem po hablaban del esplendor de la boda con los ot ros carniceros. Algunos se
quej aron de no haber recibido su ración de past el, a pesar de ser com pañeros de oficio,
y ellos les prom et ieron que las harían m andar m ás t arde. Al final, hicieron cant ar los
cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo j unt o a la lám para para que dest ellara el
acero:
- Vam os a m at ar a Sant iago Nasar - dij o.
Tenían t an bien fundada su reput ación de gent e buena, que nadie les hizo caso.
«Pensam os que eran vainas de borrachos», declararon varios carniceros, lo m ism o que
Vict oria Guzm án y t ant os ot ros que los vieron después. Yo había de pregunt arles alguna
vez a los carniceros si el oficio de m at arife no revelaba un alm a predispuest a para m at ar
un ser hum ano. Prot est aron: «Cuando uno sacrifica una res no se at reve a m irarle los
oj os». Uno de ellos m e dij o que no podía com er la carne del anim al que degollaba. Ot ro
m e dij o que no sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido ant es, y m enos
si había t om ado su leche. Les recordé que los herm anos Vicario sacrificaban los m ism os
cerdos que criaban, y les eran t an fam iliares que los dist inguían por sus nom bres. «Es
ciert o - m e replicó uno- , pero fíj ese que no les ponían nom bres de gent e sino de flores.»
Faust ino Sant os fue el único que percibió una lum bre de verdad en la am enaza de Pablo
Vicario, y le pregunt ó en brom a por qué t enían que m at ar a Sant iago Nasar habiendo
t ant os ricos que m erecían m orir prim ero.
- Sant iago Nasar sabe por qué - le cont est ó Pedro Vicario.
Faust ino Sant os m e cont ó que se había quedado con la duda, y se la com unicó a un
agent e de la policía que pasó poco m ás t arde a com prar una libra de hígado para el
desayuno del alcalde. El agent e, de acuerdo con el sum ario, se llam aba Leandro Pornoy,
y m urió el año siguient e por una cornada de t oro en la yugular durant e las fiest as
pat ronales. De m odo que nunca pude hablar con él, pero Clot ilde Arm ent a m e confirm ó
que fue la prim era persona que est uvo en su t ienda cuando ya los gem elos Vicario se
habían sent ado a esperar.
Clot ilde Arm ent a acababa de reem plazar a su m arido en el m ost rador. Era el sist em a
habit ual. La t ienda vendía leche al am anecer y víveres durant e el día, y se t ransform aba
en cant ina desde las seis de la t arde. Clot ilde Arm ent a la abría a las 3.30 de la
m adrugada. Su m arido, el buen don Rogelio de la Flor, se hacía cargo de la cant ina
hast a la hora de cerrar. Pero aquella noche hubo t ant os client es descarriados de la boda,
que se acost ó pasadas las t res sin haber cerrado, y ya Clot ilde Arm ent a est aba
levant ada m ás t em prano que de cost um bre, porque quería t erm inar ant es de que llegara
el obispo.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Los herm anos Vicario ent raron a las 4.10. A esa hora sólo se vendían cosas de com er,
pero Clot ilde Arm ent a les vendió una bot ella de aguardient e de caña, no sólo por el
aprecio que les t enía, sino t am bién porque est aba m uy agradecida por la porción de
past el de boda que le habían m andado. Se bebieron la bot ella ent era con dos largas
t ragant adas, pero siguieron im pávidos. «Est aban pasm ados - m e dij o Clot ilde Arm ent a- ,
y ya no podían levant ar presión ni con pet róleo de lám para.» Luego se quit aron las
chaquet as de paño, las colgaron con m ucho cuidado en el espaldar de las sillas, y
pidieron ot ra bot ella. Tenían la cam isa sucia de sudor seco y una barba del día ant erior
que les daba un aspect o m ont uno. La segunda bot ella se la t om aron m ás despacio,
sent ados, m irando con insist encia hacia la casa de Plácida Linero, en la acera de
enfrent e, cuyas vent anas est aban apagadas. La m ás grande del balcón era la del
dorm it orio de Sant iago Nasar. Pedro Vicario le pregunt ó a Clot ilde Arm ent a si había vist o
luz en esa vent ana, y ella le cont est ó que no, pero le pareció un int erés ext raño.
- ¿Le pasó algo? - pregunt ó.
- Nada - le cont est ó Pedro Vicario- . No m ás que lo andam os buscando para m at arlo.
Fue una respuest a t an espont ánea que ella no pudo creer que fuera ciert a. Pero se fij ó
en que los gem elos llevaban dos cuchillos de m at arife envuelt os en t rapos de cocina.
- ¿Y se puede saber por qué quieren m at arlo t an t em prano? - pregunt ó.
- Él sabe por qué - cont est ó Pedro Vicario.
Clot ilde Arm ent a los exam inó en serio. Los conocía t an bien que podía dist inguirlos,
sobre t odo después de que Pedro Vicario regresó del cuart el. «Parecían dos niños», m e
dij o. Y esa reflexión la asust ó, pues siem pre había pensado que sólo los niños son
capaces de t odo. Así que acabó de preparar los t rast os de la leche, y se fue a despert ar
a su m arido para cont arle lo que est aba pasando en la t ienda. Don Rogelio de la Flor la
escuchó m edio dorm ido.
- No seas pendej a - le dij o- , ésos no m at an a nadie, y m enos a un rico.
Cuando Clot ilde Arm ent a volvió a la t ienda los gem elos est aban conversando con el
agent e Leandro Pornoy, que iba por la leche del alcalde. No oyó lo que hablaron, pero
supuso que algo le habían dicho de sus propósit os, por la form a en que observó los
cuchillos al salir.
El coronel Lázaro Apont e se había levant ado un poco ant es de las cuat ro. Acababa de
afeit arse cuando el agent e Leandro Pornoy le reveló las int enciones de los herm anos
Vicario. Había resuelt o t ant os pleit os de am igos la noche ant erior, que no se dio ninguna
prisa por uno m ás. Se vist ió con calm a, se hizo varias veces hast a que le quedó perfect o
el corbat ín de m ariposa, y se colgó en el cuello el escapulario de la Congregación de
María para recibir al obispo. Mient ras desayunaba con un guiso de hígado cubiert o de
anillos de cebolla, su esposa le'cont ó m uy excit ada que Bayardo San Rom án había
devuelt o a Ángela Vicario, pero él no lo t om ó con igual dram at ism o.
- ¡Dios m ío! - se burló- , ¿qué va a pensar el obispo?
Sin em bargo, ant es de t erm inar el desayuno recordó lo que acababa de decirle el
ordenanza, j unt ó las dos not icias y descubrió de inm ediat o que casaban exact as com o
dos piezas de un acert ij o. Ent onces fue a la plaza por la calle del puert o nuevo, cuyas
casas em pezaban a revivir por la llegada del obispo. «Recuerdo con seguridad que eran
casi las cinco y em pezaba a llover», m e dij o el coronel Lázaro Apont e. En el t rayect o,
t res personas lo det uvieron para cont arle en secret o que los herm anos Vicario est aban
esperando a Sant iago Nasar para m at arlo, pero sólo uno supo decirle dónde.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Los encont ró en la t ienda de Clot ilde Arm ent a. «Cuando los vi pensé que eran puras
bravuconadas - m e dij o con su lógica personal- , porque no est aban t an borrachos com o
yo creía.» Ni siquiera los int errogó sobre sus int enciones, sino que les quit ó los cuchillos
y los m andó a dorm ir. Los t rat aba con la m ism a com placencia de sí m ism o con que
había sort eado la alarm a de la esposa.
- ¡I m agínense - les dij o- : qué va a decir el obispo si los encuent ra en ese est ado!
Ellos se fueron. Clot ilde Arm ent a sufrió una desilusión m ás con la ligereza del alcalde,
pues pensaba que debía arrest ar a los
gem elos hast a esclarecer la verdad. El coronel Apont e le m ost ró los cuchillos com o un
argum ent o final.
- Ya no t ienen con qué m at ar a nadie - dij o.
- No es por eso - dij o Clot ilde Arm ent a- . Es para librar a esos pobres m uchachos del
horrible com prom iso que les ha caído encim a.
Pues ella lo había int uido. Tenía la cert idum bre de que los herm anos Vicario no
est aban t an ansiosos por cum plir la sent encia com o por encont rar a alguien que les
hiciera el favor de im pedírselo. Pero el coronel Apont e est aba en paz con su alm a.
- No se det iene a nadie por sospechas - dij o- . Ahora es cuest ión de prevenir a Sant iago
Nasar, y feliz año nuevo.
Clot ilde Arm ent a recordaría siem pre que el t alant e rechoncho del coronel Apont e le
causaba una ciert a desdicha, y en cam bio yo lo evocaba com o un hom bre feliz; aunque
un poco t rast ornado por la práct ica solit aria del espirit ism o aprendido por correo. Su
com port am ient o de aquel lunes fue la prueba t erm inant e de su frivolidad. La verdad es
que no volvió a acordarse de Sant iago Nasar hast a que lo vio en el puert o, y ent onces se
felicit ó por haber t om ado la decisión j ust a.
Los herm anos Vicario les habían cont ado sus propósit os a m ás de doce personas que
fueron a com prar leche, y ést as los habían divulgado por t odas part es ant es de las seis.
A Clot ilde Arrnent a le parecía im posible que no se supiera en la casa de enfrent e.
Pensaba que Sant iago Nasar no est aba allí, pues no había vist o encenderse la luz del
dorm it orio, y a t odo el que pudo le pidió prevenirlo donde lo vieran. Se lo m andó a decir,
inclusive, al padre Am ador, con la novicia de servicio que fue a com prar la leche para las
m onj as. Después de las cuat ro, cuando vio luces en la cocina de la casa de Plácida
Linero, le m andó el últ im o recado urgent e a Vict oria Guzm án con la pordiosera que iba
t odos los días a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bram ó el buque del obispo
casi t odo el m undo est aba despiert o para recibirlo, y éram os m uy pocos quienes no
sabíam os que los gem elos Vicario est aban esperando a Sant iago Nasar para m at arlo, y
se conocía adem ás el m ot ivo con sus porm enores com plet os.
Clot ilde Arm ent a no había acabado de vender la leche cuando volvieron los herm anos
Vicario con ot ros dos cuchillos envuelt os en periódicos. Uno era de descuart izar, con una
hoj a oxidada y dura de doce pulgadas de largo por t res de ancho, que había sido
fabricado por Pedro Vicario con el m et al de una seguet a, en una época en que no venían
cuchillos alem anes por causa de la guerra. El ot ro era m ás cort o, pero ancho y curvo. El
j uez inst ruct or lo dibuj ó en el sum ario, t al vez porque no lo pudo describir, y se arriesgó
apenas a indicar que parecía un alfanj e en m iniat ura. Fue con est os cuchillos que se
com et ió el crim en, y am bos eran rudim ent arios y m uy usados.
Faust ino Sant os no pudo ent ender lo que había pasado. «Vinieron a afilar ot ra vez los
cuchillos - m e dij o- y volvieron a grit ar para que los oyeran que iban a sacarle las t ripas a
Sant iago Nasar, así que yo creí que est aban m am ando gallo, sobre t odo porque no m e
fij é en los cuchillos, y pensé que eran los m ism os.» Est a vez, sin em bargo, Clot ilde

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Arm ent a not ó desde que los vio ent rar que no llevaban la m ism a det erm inación de
ant es.
En realidad, habían t enido la prim era discrepancia. No sólo eran m ucho m ás dist int os
por dent ro de lo que parecían por fuera, sino que en em ergencias difíciles t enían
caract eres cont rarios. Sus am igos lo habíam os advert ido desde la escuela prim aria.
Pablo Vicario era seis m inut os m ayor que el herm ano, y fue m ás im aginat ivo y resuelt o
hast a la adolescencia. Pedro Vicario m e pareció siem pre m ás sent im ent al, y por lo
m ism o m ás aut orit ario. Se present aron j unt os para el servicio m ilit ar a los 20 años, y
Pablo Vicario fue exim ido para que se quedara al frent e de la fam ilia. Pedro Vicario
cum plió el servicio durant e once m eses en pat rullas de orden público. El régim en de
t ropa, agravado por el m iedo de la m uert e, le m aduró la vocación de m andar y la
cost um bre de decidir por su herm ano. Regresó con una blenorragia de sargent o que
resist ió a los m ét odos m ás brut ales de la m edicina m ilit ar, y a las inyecciones de
arsénico y las purgaciones de perm anganat o del doct or Dionisio I guarán. Sólo en la
cárcel lograron sanarlo. Sus am igos est ábam os de acuerdo en que Pablo Vicario
desarrolló de pront o una dependencia rara de herm ano m enor cuando Pedro Vicario
regresó con un alm a cuart elaria y con la novedad de levant arse la cam isa para m ost rarle
a quien quisiera verla una cicat riz de bala de sedal en el cost ado izquierdo. Llegó a
sent ir, inclusive, una especie de fervor ant e la blenorragia de hom bre grande que su
herm ano exhibía com o una condecoración de guerra.
Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que t om ó la decisión de m at ar a
Sant iago Nasar, y al principio su herm ano no hizo m ás que seguirlo. Pero t am bién fue él
quien pareció dar por cum plido el com prom iso cuando los desarm ó el alcalde, y ent onces
fue Pablo Vicario quien asum ió el m ando. Ninguno de los dos m encionó est e desacuerdo
en sus declaraciones separadas ant e el inst ruct or. Pero Pablo Vicario m e confirm ó varias
veces que no le fue fácil convencer al herm ano de la resolución final. Tal vez no fuera en
realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo Vicario ent ró solo en la
pocilga a buscar los ot ros dos cuchillos, m ient ras el herm ano agonizaba got a a got a
t rat ando de orinar baj o los t am arindos. «Mi herm ano no supo nunca lo que es eso - m e
dij o Pedro Vicario en nuest ra única ent revist a- . Era com o orinar vidrio m olido.» Pablo
Vicario lo encont ró t odavía abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos. «Est aba
sudando frío del dolor - m e dij o- y t rat ó de decir que m e fuera yo solo porque él no
est aba en condiciones de m at ar a nadie.» Se sent ó en uno de los m esones de carpint ero
que habían puest o baj o los árboles para el alm uerzo de la boda, y se baj ó los pant alones
hast a las rodillas. «Est uvo com o m edia hora cam biándose la gasa con que llevaba
envuelt a la pinga», m e dij o Pablo Vicario. En realidad no se dem oró m ás de diez
m inut os, pero fue algo t an difícil, y t an enigm át ico para Pablo Vicario, que lo int erpret ó
com o una nueva art im aña del herm ano para perder el t iem po hast a el am anecer. De
m odo que le puso el cuchillo en la m ano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honra
perdida de la herm ana.
- Est o no t iene rem edio - le dij o- : es com o si ya nos hubiera sucedido.
Salieron por el port ón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por
el alborot o de los perros en los pat ios. Em pezaba a aclarar. «No est aba lloviendo»,
recordaba Pablo Vicario. «Al cont rario - recordaba Pedro- : había vient o de m ar y t odavía
las est rellas se podían cont ar con el dedo.» La not icia est aba ent onces t an bien
repart ida, que Hort ensia Baut e abrió la puert a j ust o cuando ellos pasaban frent e a su
casa, y fue la, prim era que lloró por Sant iago Nasar. «Pensé que ya lo habían m at ado
- m e dij o- , porque vi los cuchillos con la luz del post e y m e pareció que iban chorreando
sangre.» Una de las pocas casas que est aban abiert as en esa calle ext raviada era la de

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Prudencia Cot es, la novia de Pablo Vicario. Siem pre que los gem elos pasaban por ahí a
esa hora, y en especial los viernes cuando iban para el m ercado, ent raban a t om ar el
prim er café. Em puj aron la puert a del pat io, acosados por los perros que los reconocieron
en la penum bra del alba, y saludaron a la m adre de Prudencia Cot es en la cocina. Aún
no est aba el café.
- Lo dej am os para después - dij o Pablo Vicario- , ahora vam os de prisa.
- Me lo im agino, hij os - dij o ella- : el honor no espera.
Pero de t odos m odos esperaron, y ent onces fue Pedro Vicario quien pensó que el
herm ano est aba perdiendo el t iem po a propósit o. Mient ras t om aban el café, Prudencia
Cot es salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo de periódicos viej os para
anim ar la lum bre de la hornilla. «Yo sabía en qué andaban - m e dij o- y no sólo est aba de
acuerdo, sino que nunca m e hubiera casado con él si no cum plía com o hom bre.» Ant es
de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quit ó dos secciones de periódicos y le dio una al
herm ano para envolver los cuchillos. Prudencia Cot es se quedó esperando en la cocina
hast a que los vio salir por la puert a del pat io, y siguió esperando durant e t res años sin
un inst ant e de desalient o, hast a que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su esposo de
t oda la vida.
- Cuídense m ucho - les dij o.
De m odo que a Clot ilde Arm ent a no le falt aba razón cuando le pareció que los
gem elos no est aban t an resuelt os com o ant es, y les sirvió una bot ella de gordolobo de
vaporino con la esperanza de rem at arlos. «¡Ese día m e di cuent a - m e dij o- de lo solas
que est am os las m uj eres en el m undo! » Pedro Vicario le pidió prest ado los ut ensilios de
afeit ar de su m arido, y ella le llevó la brocha, el j abón, el espej o de colgar y la m áquina
con la cuchilla nueva, pero él se afeit ó con el cuchillo de dest azar. Clot ilde Arm ent a
pensaba que eso fue el colm o del m achism o. «Parecía un m at ón de cine», m e dij o. Sin
em bargo, él m e explicó después, y era ciert o, que en el cuart el había aprendido a
afeit arse con navaj a barbera, y nunca m ás lo pudo hacer de ot ro m odo. Su herm ano,
por su part e, se afeit ó del m odo m ás hum ilde con la m áquina prest ada de don Rogelio
de la Flor. Por últ im o se bebieron la bot ella en silencio, m uy despacio, cont em plando con
el aire lelo de los am anecidos la vent ana apagada en la casa de enfrent e, m ient ras
pasaban client es fingidos com prando leche sin necesidad y pregunt ando por cosas de
com er que no exist ían, con la int ención de ver si era ciert o que est aban esperando a
Sant iago Nasar para m at arlo.
Los herm anos Vicario no verían encenderse esa vent ana. Sant iago Nasar ent ró en su
casa a las 4.20, pero no t uvo que encender ninguna luz para llegar al dorm it orio porque
el foco de la escalera perm anecía encendido durant e la noche. Se t iró sobre la cam a en
la oscuridad y con la ropa puest a, pues sólo le quedaba una hora para dorm ir, y así lo
encont ró Vict oria Guzm án cuando subió a despert arlo para que recibiera al obispo.
Habíam os est ado j unt os en la casa de María Alej andrina Cervant es hast a pasadas las
t res, cuando ella m ism a despachó a los m úsicos y apagó las luces del pat io de baile para
que sus m ulat as de placer se acost aran solas a descansar. Hacía t res días con sus
noches que t rabaj aban sin reposo, prim ero at endiendo en secret o a los invit ados de
honor, y después dest ram padas a puert as abiert as con los que nos quedam os
incom plet os con la parranda de la boda. María Alej andrina Cervant es, de quien decíam os
que sólo había de dorm ir una vez para m orir, fue la m uj er m ás elegant e y la m ás t ierna
que conocí j am ás, y la m ás servicial en la cam a, pero t am bién la m ás severa. Había
nacido y crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puert as abiert as con varios cuart os de
alquiler y un enorm e pat io de baile con calabazos de luz com prados en los bazares

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

chinos de Param aribo. Fue ella quien arrasó con la virginidad de m i generación. Nos
enseñó m ucho m ás de lo que debíam os aprender, pero nos enseñó sobre t odo que
ningún lugar de la vida es m ás t rist e que una canea vacía. Sant iago Nasar perdió el
sent ido desde que la vio por prim era vez. Yo lo previne: Halcón que se atreve con garza
guerrera, peligros espera. Pero él no m e oyó, at urdido por los silbos quim éricos de
María Alej andrina Cervant es. Ella fue su pasión desquiciada, su m aest ra de lágrim as a
los 15 años, hast a que I brahim Nasar se lo quit ó de la cam a a correazos y lo encerró
m ás de un año en El Divino Rostro. Desde ent onces siguieron vinculados por un afect o
serio, pero sin el desorden del am or, y ella le t enía t ant o respet o que no volvió a
acost arse con nadie si él est aba present e. En aquellas últ im as vacaciones nos
despachaba t em prano con el pret ext o inverosím il de que est aba cansada, pero dej aba la
puert a sin t ranca y una luz encendida en el corredor para que yo volviera a ent rar en
secret o.
Sant iago Nasar t enía un t alent o casi m ágico para los disfraces, y su diversión
predilect a era t rast ocar la ident idad de las m ulat as. Saqueaba los roperos de unas para
disfrazar a las ot ras, de m odo que t odas t erm inaban por sent irse dist int as de sí m ism as
e iguales a las que no eran. En ciert a ocasión, una de ellas se vio repet ida en ot ra con t al
aciert o, que sufrió una crisis de llant o. «Sent í que m e había salido del espej o», dij o. Pero
aquella noche, María Alej andrina Cervant es no perm it ió que Sant iago Nasar se
com placiera por últ im a vez en sus art ificios de t ransform ist a, y lo hizo con pret ext os t an
frívolos que el m al sabor de ese recuerdo le cam bió la vida. Así que nos llevam os a los
m úsicos a una ronda de serenat as, y seguirnos la fiest a por nuest ra cuent a, m ient ras los
gem elos Vicario esperaban a Sant iago Nasar para m at arlo. Fue a él a quien se le ocurrió,
casi a las cuat ro, que subiéram os a la colina del viudo de Xius para cant arles a los recién
casados.
No sólo les cant am os por las vent anas, sino que t iram os cohet es y revent am os
pet ardos en los j ardines, pero no percibim os ni una señal de vida dent ro de la quint a. No
se nos ocurrió que no hubiera nadie, sobre t odo porque el aut om óvil nuevo est aba en la
puert a, t odavía con la capot a plegada y con las cint as de raso y los m acizos de azahares
de parafina que les habían colgado en la fiest a. Mi herm ano Luis Enrique, que ent onces
t ocaba la guit arra com o un profesional, im provisó en honor de los recién casados una
canción de equívocos m at rim oniales. Hast a ent onces no había llovido. Al cont rario, la
luna est aba en el cent ro del cielo, y el aire era diáfano, y en el fondo del precipicio se
veía el reguero de luz de los fuegos fat uos en el cem ent erio. Del ot ro lado se divisaban
los sem brados de plát anos azules baj o la luna, las ciénagas t rist es y la línea
fosforescent e del Caribe en el horizont e. Sant iago Nasar señaló una lum bre int erm it ent e
en el m ar, y nos dij o que era el ánim a en pena de un barco negrero que se había
hundido con un cargam ent o de esclavos del Senegal frent e a la boca grande de
Cart agena de I ndias. No era posible pensar que t uviera algún m alest ar de la conciencia,
aunque ent onces no sabía que la efím era vida m at rim onial de Ángela Vicario había
t erm inado dos horas ant es. Bayardo San Rom án la había llevado a pie a casa de sus
padres para que el ruido del m ot or no delat ara su desgracia ant es de t iem po, y est aba
ot ra vez solo y con las luces apagadas en la quint a feliz del viudo de Xius.
Cuando baj am os la colina, m i herm ano nos invit ó a desayunar con pescado frit o en las
fondas del m ercado, pero Sant iago Nasar se opuso porque quería dorm ir una hora hast a
que llegara el obispo. Se fue con Crist o Bedoya por la orilla del río bordeando los t am bos
de pobres que em pezaban a encenderse en el puert o ant iguo, y ant es de doblar la
esquina nos hizo una señal de adiós con la m ano. Fue la últ im a vez que lo vim os.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Crist o Bedoya, con quien est aba de acuerdo para encont rarse m ás t arde en el puert o,
lo despidió en la ent rada post erior de su casa. Los perros le ladraban por cost um bre
cuando lo sent ían ent rar, pero él los apaciguaba en la penum bra con el cam panilleo de
las llaves. Vict oria Guzm án est aba vigilando la cafet era en el fogón cuando él pasó por la
cocina hacia el int erior de la casa.
- Blanco - lo llam ó- : ya va a est ar el café.
Sant iago Nasar le dij o que lo t om aría m ás t arde, y le pidió decirle a Divina Flor que lo
despert ara a las cinco y m edia, y que le llevara una m uda de ropa lim pia igual a la que
llevaba puest a. Un inst ant e después de que él subió a acost arse, Vict oria Guzm án recibió
el recado de Clot ilde Arm ent a con la pordiosera de la leche. A las 5.30 cum plió la orden
de despert arlo, pero no m andó a Divina Flor sino que subió ella m ism a al dorm it orio con
el vest ido de lino, pues no perdía ninguna ocasión de preservar a la hij a cont ra las
garras del boyardo.
María Alej andrina Cervant es había dej ado sin t ranca la puert a de la casa. Me despedí
de m i herm ano, at ravesé el corredor donde dorm ían los gat os de las m ulat as
am ont onados ent re los t ulipanes, y em puj é sin t ocar la puert a del dorm it orio. Las luces
est aban apagadas, pero t an pront o com o ent ré percibí el olor de m uj er t ibia y vi los oj os
de leoparda insom ne en la oscuridad, y después no volví a saber de m í m ism o hast a que
em pezaron a sonar las cam panas.
De paso para nuest ra casa, m i herm ano ent ró a com prar cigarrillos en la t ienda de
Clot ilde Arm ent a. Había bebido t ant o, que sus recuerdos de aquel encuent ro fueron
siem pre m uy confusos, pero no olvidó nunca el t rago m ort al que le ofreció Pedro Vicario.
«Era candela pura», m e dij o. Pablo Vicario, que había em pezado a dorm irse, despert ó
sobresalt ado cuando lo sint ió ent rar, y le m ost ró el cuchillo.
- Vam os a m at ar a Sant iago Nasar - le dij o.
Mi herm ano no lo recordaba. «Pero aunque lo recordara no lo hubiera creído - m e ha
dicho m uchas veces- . ¡A quién caraj o se le podía ocurrir que los gem elos iban a m at ar a
nadie, y m enos con un cuchillo de puercos! » Luego le pregunt aron dónde est aba
Sant iago Nasar, pues los habían vist o j unt os a las dos, y m i herm ano no recordó
t am poco su propia respuest a. Pero Clot ilde Arm ent a y los herm anos Vicario se
sorprendieron t ant o al oírla, que la dej aron est ablecida en el sum ario con declaraciones
separadas. Según ellos, m i herm ano dij o: «Sant iago Nasar est á m uert o». Después
im part ió una bendición episcopal, t ropezó en el pret il de la puert a y salió dando t um bos.
En m edio de la plaza se cruzó con el padre Am ador. I ba para el puert o con sus ropas de
oficiar, seguido por un acólit o que t ocaba la cam panilla y varios ayudant es con el alt ar
para la m isa cam pal del obispo. Al verlos pasar, los herm anos Vicario se sant iguaron.
Clot ilde Arm ent a m e cont ó que habían perdido las últ im as esperanzas cuando el
párroco pasó de largo frent e a su casa. «Pensé que no había recibido m i recado», dij o.
Sin em bargo, el padre Am ador m e confesó m uchos años después, ret irado del m undo en
la t enebrosa Casa de Salud de Calafell, que en efect o había recibido el m ensaj e de
Clot ilde Arm ent a, y ot ros m ás perent orios, m ient ras se preparaba para ir al puert o. «La
verdad es que no supe qué hacer - m e dij o- . Lo prim ero que pensé fue que no era un
asunt o m ío sino de la aut oridad civil, pero después resolví decirle algo de pasada a
Plácida Linero.» Sin em bargo, cuando at ravesó la plaza lo había olvidado por com plet o.
«Ust ed t iene que ent enderlo - m e dij o- : aquel día desgraciado llegaba el obispo.» En el
m om ent o del crim en se sint ió t an desesperado, y t an indigno de sí m ism o, que no se le
ocurrió nada m ás que ordenar que t ocaran a fuego.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Mi herm ano Luis Enrique ent ró en la casa por la puert a de la cocina, que m i m adre
dej aba sin cerroj o para que m i padre no nos sint iera ent rar. Fue al baño ant es de
acost arse, pero se durm ió sent ado en el ret ret e, y cuando m i herm ano Jaim e se levant ó
para ir a la escuela, lo encont ró t irado boca abaj o en las baldosas, y cant ando dorm ido.
Mi herm ana la m onj a, que no iría a esperar al obispo porque t enía una cruda de cuarent a
grados, no consiguió despert arlo. «Est aban dando las cinco cuando fui al baño», m e dij o.
Más t arde, cuando m i herm ana Margot ent ró a bañarse para ir al puert o, logró llevarlo a
duras penas al dorm it orio. Desde el ot ro lado del sueño, oyó sin despert ar los prim eros
bram idos del buque del obispo. Después se durm ió a fondo, rendido por la parranda,
hast a que m i herm ana la m onj a ent ró en el dorm it orio t rat ando de ponerse el hábit o a la
carrera, y lo despert ó con su grit o de loca:
- ¡Mat aron a Sant iago Nasar!

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Los est ragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la aut opsia inclem ent e que
el padre Carm en Am ador se vio obligado a hacer por ausencia del doct or Dionisio
I guarán. «Fue com o si hubiéram os vuelt o a m at arlo después de m uert o - m e dij o el
ant iguo párroco en su ret iro de Calafell- . Pero era una orden del alcalde, y las órdenes
de aquel bárbaro, por est úpidas que fueran, había que cum plirlas.» No era del t odo
j ust o. En la confusión de aquel lunes absurdo, el coronel Apont e había sost enido una
conversación t elegráfica urgent e con el gobernador de la provincia, y ést e lo aut orizó
para que hiciera las diligencias prelim inares m ient ras m andaban un j uez inst ruct or. El
alcalde había sido ant es oficial de t ropa sin ninguna experiencia en asunt os de j ust icia, y
era dem asiado fat uo para pregunt arle a alguien que lo supiera por dónde t enía que
em pezar. Lo prim ero que lo inquiet ó fue la aut opsia. Crist o Bedoya, que era est udiant e
de m edicina, logró la dispensa por su am ist ad ínt im a con Sant iago Nasar. El alcalde
pensó que el cuerpo podía m ant enerse refrigerado hast a que regresara el doct or Dionisio
I guarán, pero no encont ró nevera de t am año hum ano, y la única apropiada en el
m ercado est aba fuera de servicio. El cuerpo había sido expuest o a la cont em plación
pública. en el cent ro de la sala, t endido sobre un angost o cat re de hierro m ient ras le
fabricaban un at aúd de rico. Habían llevado los vent iladores de los dorm it orios, y
algunos de las casas vecinas, pero había t ant a gent e ansiosa de verlo. que fue preciso
apart ar los m uebles y descolgar las j aulas y las m acet as de helechos, y aun así era
insoport able el calor. Adem ás, los perros alborot ados por el olor de la m uert e
aum ent aban la zozobra. No habían dej ado de aullar desde que yo ent ré en la casa,
cuando Sant iago Nasar agonizaba t odavía en la cocina, y encont ré a Divina Flor llorando
a grit os y m ant eniéndolos a raya con una t ranca.
- Ayúdam e - m e grit ó- , que lo que quieren es com erse las t ripas.
Los encerram os con candado en las pesebreras. Plácida Linero ordenó m ás t arde que
los llevaran a algún lugar apart ado hast a después del ent ierro. Pero hacia el m edio día,
nadie supo cóm o, se escaparon de donde est aban e irrum pieron enloquecidos en la casa.
Plácida Linero, por una vez, perdió los est ribos.
- ¡Est os perros de m ierda! - grit ó- . ¡Que los m at en!
La orden se cum plió de inm ediat o, y la casa volvió a quedar en silencio. Hast a
ent onces no había t em or alguno por el est ado del cuerpo. La cara había quedado int act a,
con la m ism a expresión que t enía cuando cant aba, y Crist o Bedoya le había vuelt o a
colocar las vísceras en su lugar y lo había faj ado con una banda de lienzo. Sin em bargo,
en la t arde em pezaron a m anar de las heridas unas aguas color de alm íbar que at raj eron
a las m oscas, y una m ancha m orada le apareció en el bozo y se ext endió m uy despacio
com o la som bra de una nube en el agua hast a la raíz del cabello. La cara que siem pre
fue indulgent e adquirió una expresión de enem igo, y su m adre se la cubrió con un
pañuelo. El coronel Apont e com prendió ent onces que ya no era posible esperar, y le
ordenó al padre Am ador que pract icara la aut opsia. «Habría sido peor desent errarlo
después de una sem ana», dij o. El párroco había hecho la carrera de m edicina y cirugía
en Salam anca, pero ingresó en el sem inario sin graduarse, y hast a el alcalde sabía que
su aut opsia carecía de valor legal. Sin em bargo, hizo cum plir la orden.
Fue una m asacre, consum ada en el local de la escuela pública con la ayuda del
bot icario que t om ó las not as, y un est udiant e de prim er año de m edicina que est aba aquí
de vacaciones. Sólo dispusieron de algunos inst rum ent os de cirugía m enor, y el rest o

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

fueron hierros de art esanos. Pero al m argen de los dest rozos en el cuerpo, el inform e del
padre Am ador parecía correct o, y el inst ruct or lo incorporó al sum ario com o una pieza
út il.
Siet e de las num erosas heridas eran m ort ales. El hígado est aba casi seccionado por
dos perforaciones profundas en la cara ant erior. Tenía cuat ro incisiones en el est óm ago,
y una de ellas t an profunda que lo at ravesó por com plet o y le dest ruyó el páncreas.
Tenía ot ras seis perforaciones m enores en el colon t rasverso, y m últ iples heridas en el
int est ino delgado. La única que t enía en el dorso, a la alt ura de la t ercera vért ebra
lum bar, le había perforado el riñón derecho. La cavidad abdom inal est aba ocupada por
grandes t ém panos de sangre, y ent re el lodazal de cont enido gást rico apareció una
m edalla de oro de la Virgen del Carm en que Sant iago Nasar se había t ragado a la edad
de cuat ro años. La cavidad t orácica m ost raba dos perforaciones: una en el segundo
espacio int ercost al derecho que le alcanzó a int eresar el pulm ón, y ot ra m uy cerca de la
axila izquierda. Tenía adem ás seis heridas m enores en los brazos y las m anos, y dos
t aj os horizont ales: uno en el m uslo derecho y ot ro en los m úsculos del abdom en. Unía
una punzada profunda en la palm a de la m ano derecha. El inform e dice: «Parecía un
est igm a del Crucificado». La m asa encefálica pesaba sesent a gram os m ás que 1a de un
inglés norm al, y el padre Am ador consignó en el inform e que Sant iago Nasar t enía una
int eligencia superior y un porvenir brillant e. Sin em bargo, en la not a final señalaba una
hipert rofia del hígado que at ribuyó a una hepat it is m al curada. «Es decir - m e dij o- , que
de t odos m odos le quedaban m uy pocos años de vida.» El doct or Dionisio I guarán, que
en efect o le había t rat ado una hepat it is a Sant iago Nasar a los doce años, recordaba
indignado aquella aut opsia. «Tenía que ser cura para ser t an brut o - m e dij o- . No hubo
m anera de hacerle ent ender nunca que la gent e del t rópico t enem os el hígado m ás
grande que los gallegos.» El inform e concluía que la causa de la m uert e fue una
hem orragia m asiva ocasionada por cualquiera de las siet e heridas m ayores.
Nos devolvieron un cuerpo dist int o. La m it ad del cráneo había sido dest rozado con la
t repanación, y el rost ro de galán que la m uert e había preservado acabó de perder su
ident idad. Adem ás, el párroco había arrancado de cuaj o las vísceras dest azadas, pero al
final no supo qué hacer con ellas, y les im part ió una bendición de rabia y las t iró en el
balde de la basura. A los últ im os curiosos asom ados a las vent anas de la escuela pública
se les acabó la curiosidad, el ayudant e se desvaneció, y el coronel Lázaro Apont e, que
había vist o y causado t ant as m asacres de represión, t erm inó por ser veget ariano
adem ás de espirit ist a. El cascarón vacío, em but ido de t rapos y cal viva, y cosido a la
m achot a con bram ant e bast o y aguj as de enfardelar, est aba a punt o de desbarat arse
cuando lo pusim os en el at aúd nuevo de seda capit onada. «Pensé que así se conservaría
por m ás t iem po», m e dij o el padre Am ador. Sucedió lo cont rario: t uvim os que ent errarlo
de prisa al am anecer, porque est aba en t an m al est ado que ya no era soport able dent ro
de la casa.
Despunt aba un m art es t urbio. No t uve valor para dorm ir solo al t érm ino de la j ornada
opresiva, y em puj é la puert a de la casa de María Alej andrina Cervant es por si no había
pasado el cerroj o. Los calabazos de luz est aban encendidos en los árboles, y en el pat io
de baile había varios fogones de leña con enorm es ollas hum eant es, donde las m ulat as
est aban t iñendo de lut o sus ropas de parranda. Encont ré a María Alej andrina Cervant es
despiert a com o siem pre al am anecer, y desnuda por com plet o com o siem pre que no
había ext raños en la casa. Est aba sent ada a la t urca sobre la cam a de reina frent e a un
plat ón babilónico de cosas de com er: cost illas de t ernera, una gallina hervida, lom o de
cerdo, y una guarnición de plát anos y legum bres que hubieran alcanzado para cinco.
Com er sin m edida fue siem pre su único m odo de llorar, y nunca la había vist o hacerlo

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

con sem ej ant e pesadum bre. Me acost é a su lado, vest ido, sin hablar apenas, y llorando
yo t am bién a m i m odo. Pensaba en la ferocidad del dest ino de Sant iago Nasar, que le
había cobrado 20 años de dicha no sólo con la m uert e, sino adem ás con el
descuart izam ient o del cuerpo, y con su dispersión y ext erm inio. Soñé que una m uj er
ent raba en el cuart o con una niña en brazos, y que ést a ronzaba sin t om ar alient o y los
granos de m aíz a m edio m ascar le caían en el corpiño. La m uj er m e dij o: «Ella m ast ica a
la t opa t olondra, un poco al desgaire, un poco al desgarriat e». De pront o sent í los dedos
ansiosos que m e solt aban los bot ones de la cam isa, y sent í el olor peligroso de la best ia
de am or acost ada a m is espaldas, y sent í que m e hundía en las delicias de las arenas
m ovedizas de su t ernura. Pero se det uvo de golpe, t osió desde m uy lej os y se escurrió
de m i vida.
- No puedo - dij o- : hueles a él.
No sólo yo. Todo siguió oliendo a Sant iago Nasar aquel día. Los herm anos Vicario lo
sint ieron en el calabozo donde los encerró el alcalde m ient ras se le ocurría qué hacer con
ellos. «Por m ás que m e rest regaba con j abón y est ropaj o no podía quit arm e el olor», m e
dij o Pedro Vicario. Llevaban t res noches sin dorm ir, pero no podían descansar, porque
t an pront o com o em pezaban a dorm irse volvían a com et er el crim en. Ya casi viej o,
t rat ando de explicarm e su est ado de aquel día int erm inable, Pablo Vicario m e dij o sin
ningún esfuerzo: «Era com o est ar despiert o dos veces». Esa frase m e hizo pensar que lo
m ás insoport able para ellos en el calabozo debió haber sido la lucidez.
El cuart o t enía t res m et ros de lado, una claraboya m uy alt a con barras de hierro, una
let rina port át il, un aguam anil con su palangana y su j arra, y dos cam as de m am post ería
con colchones de est era. El coronel Apont e, baj o cuyo m andat o se había const ruido,
decía que no hubo nunca un hot el m ás hum ano. Mi herm ano Luis Enrique est aba de
acuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyert a de m úsicos, y el alcalde
perm it ió por caridad que una de las m ulat as lo acom pañara. Tal vez los herm anos
Vicario hubieran pensado lo m ism o a las ocho de la m añana, cuando se sint ieron a salvo
de los árabes. En ese m om ent o los reconfort aba el prest igio de haber cum plido con su
ley, y su única inquiet ud era la persist encia del olor. Pidieron agua abundant e, j abón de
m ont e y est ropaj o, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron adem ás las
cam isas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidió t am bién sus purgaciones y
diurét icos, y un rollo de gasa est éril para cam biarse la venda, y pudo orinar dos veces
durant e la m añana. Sin em bargo, la vida se le fue haciendo t an difícil a m edida que
avanzaba el día, que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la t arde, cuando hubiera
podido fundirlos la m odorra del calor, Pedro Vicario est aba t an cansado que no podía
perm anecer t endido en la cam a, pero el m ism o cansancio le im pedía m ant enerse de pie.
El dolor de las ingles le llegaba hast a el cuello, se le cerró la orina, y padeció la
cert idum bre espant osa de que no volvería a dorm ir en el rest o de su vida. «Est uve
despiert o once m eses», m e dij o, y yo lo conocía bast ant e bien para saber que era ciert o.
No pudo alm orzar. Pablo Vicario, por su part e, com ió un poco de cada cosa que le
llevaron, y un cuart o de hora después se desat ó en una colerina pest ilent e. A las seis de
la t arde, m ient ra le hacían la aut opsia al cadáver de Sant iago Nasar, el alcalde fue
llam ado de urgencia porque Pedro Vicario est aba convencido de que habían envenenado
a su herm ano. «Me est aba yendo en aguas - m e dij o Pablo Vicario- , y no podíam os
quit arnos la idea de que eran vainas de los t urcos.» Hast a ent onces había desbordado
dos veces la let rina port át il, y el guardián de vist a lo había llevado ot ras seis al ret ret e
de la alcaldía. Allí lo encont ró el coronel Apont e, encañonado por la guardia en el
excusado sin puert as, y desaguándose con t ant a fluidez que no era absurdo pensar en el
veneno. Pero lo descart aron de inm ediat o, cuando se est ableció que sólo había bebido el

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

agua y com ido el alm uerzo que les m andó Pura Vicario. No obst ant e, el alcalde quedó
t an im presionado, que se llevó a los presos para su casa con una cust odia especial,
hast a que vino el j uez de inst rucción y los t rasladó al panópt ico de Riohacha.
El t em or de los gem elos respondía al est ado de ánim o de la calle. No se descart aba
una represalia de los árabes, pero nadie, salvo los herm anos Vicario, habla pensado en
el veneno. Se suponía m ás bien que aguardaran la noche para echar gasolina por la
claraboya e incendiar a los prisioneros dent ro del calabozo. Pero aun ésa era una
suposición dem asiado fácil. Los árabes const it uían una com unidad de inm igrant es
pacíficos que se est ablecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aun en los
m ás rem ot os y pobres, y allí se quedaron vendiendo t rapos de colores y barat ij as de
feria. Eran unidos, laboriosos y cat ólicos. Se casaban ent re ellos, im port aban su t rigo,
criaban corderos en los pat ios y cult ivaban el orégano y la berenj ena, y su única pasión
t orm ent osa eran los j uegos de baraj as. Los m ayores siguieron hablando el árabe rural
que t raj eron de su t ierra, y lo conservaron int act o en fam ilia hast a la segunda
generación, pero los de la t ercera, con la excepción de Sant iago Nasar, les oían a sus
padres en árabe y les cont est aban en cast ellano. De m odo que no era concebible que
fueran a alt erar de pront o su espírit u past oral para vengar una m uert e cuyos culpables
podíam os ser t odos. En cam bio nadie pensó en una represalia de la fam ilia de Plácida
Linero, que fueron gent es de poder y de guerra hast a que se les acabó la fort una, y que
habían engendrado m ás de dos m at ones de cant ina preservados por la sal de su
nom bre.
El coronel Apont e, preocupado por los rum ores, visit ó a los árabes fam ilia por fam ilia,
y al m enos por esa vez sacó una conclusión correct a. Los encont ró perplej os y t rist es,
con insignias de duelo en sus alt ares, y algunos lloraban a grit os sent ados en el suelo,
pero ninguno abrigaba propósit os de venganza. Las reacciones de la m añana habían
surgido al calor del crim en, y sus propios prot agonist as adm it ieron que en ningún caso
habrían pasado de los golpes. Más aún: fue Susem e Abdala, la m at riarca cent enaria,
quien recom endó la infusión prodigiosa de flores de pasionaria y aj enj o m ayor que segó
la colerina de Pablo Vicario y desat ó a la vez el m anant ial florido de su gem elo. Pedro
Vicario cayó ent onces en un sopor insom ne, y el herm ano rest ablecido concilió su prim er
sueño sin rem ordim ient os. Así los encont ró Purísim a Vicario a las t res de la m adrugada
del m art es, cuando el alcalde la llevó a despedirse de ellos.
Se fue la fam ilia com plet a, hast a las hij as m ayores con sus m aridos, por iniciat iva del
coronel Apont e. Se fueron sin que nadie se diera cuent a, al am paro del agot am ient o
público, m ient ras los únicos sobrevivient es despiert os de aquel día irreparable
est ábam os ent errando a Sant iago Nasar. Se fueron m ient ras se calm aban los ánim os,
según la decisión del alcalde, pero no regresaron j am ás. Pura Vicario le envolvió la cara
con un t rapo a la hij a devuelt a para que nadie le viera los golpes, y la vist ió de roj o
encendido para que no se im aginaran que le iba guardando lut o al am ant e secret o.
Ant es de irse le pidió al padre Am ador que confesara a los hij os en la cárcel, pero Pedro
Vicario se negó, y convenció al herm ano de que no t enían nada de que arrepent irse. Se
quedaron solos, y el día del t raslado a Riohacha est aban t en repuest os y convencidos de
su razón, que no quisieron ser sacados de noche, com o hicieron con la fam ilia, sino a
pleno sol y con su propia cara. Poncio Vicario, el padre, m urió poco después. «Se lo llevó
la pena m oral», m e dij o Ángela Vicario. Cuando los gem elos fueron absuelt os se
quedaron en Riohacha, a sólo un día de viaj e de Manaure, donde vivía la fam ilia. Allá fue
Prudencia Cot es a casarse con Pablo Vicario, que aprendió el oficio del oro en el t aller de
su padre y llegó a ser un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin am or ni em pleo, se
reint egró t res años después a las Fuerzas Arm adas, m ereció las insignias de sargent o

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

prim ero, y una m añana espléndida su pat rulla se int ernó en t errit orio de guerrillas
cant ando canciones de put as, y nunca m ás se supo de ellos.
Para la inm ensa m ayoría sólo hubo una víct im a: Bayardo San Rom án. Suponían que
los ot ros prot agonist as de la t ragedia habían cum plido con dignidad, y hast a con ciert a
grandeza, la part e de favor que la vida les t enía señalada. Sant iago Nasa, había expiado
la inj uria, los herm anos Vicario habían probado su condición de hom bres, y la herm ana
burlada est aba ot ra vez en posesión de su honor. El único que lo había perdido t odo era
Bayardo San Rom án. «El pobre Bayardo», com o se le recordó durant e años. Sin
em bargo, nadie se había acordado de él hast a después del eclipse de luna, el sábado
siguient e, cuando el viudo de Mus le cont ó al alcalde que había vist o un páj aro
fosforescent e alet eando sobre su ant igua casa, y pensaba que era el ánim a de su esposa
que andaba reclam ando lo suyo. El alcalde se dio en la frent e una palm ada que no t enía
nada que ver con la visión del viudo.
- ¡Caraj o! - grit ó- . ¡Se m e había olvidado ese pobre hom bre!
Subió a la colina con una pat rulla, y encont ró el aut om óvil descubiert o frent e a la
quint a, y vio una luz solit aria en el dorm it orio, pero nadie respondió a sus llam ados. Así
que forzaron una puert a lat eral y recorrieron los cuart os ilum inados por los rescoldos del
eclipse. «Las cosas parecían debaj o del agua», m e cont ó el alcalde. Bayardo San Rom án
est aba inconscient e en la cam a, t odavía com o lo había vist o Pura Vicario en la
m adrugada del lunes con el pant alón de fant asía y la cam isa de seda, pero sin los
zapat os. Había bot ellas vacías por el suelo, y m uchas m ás sin abrir j unt o a la cam a, pero
ni un rast ro de com ida. «Est aba en el últ im o grado de int oxicación et ílica», m e dij o el
doct or Dionisio I guarán, que lo había at endido de em ergencia. Pero se recuperó en
pocas horas, y t an pront o com o recobró la razón los echó a t odos de la casa con los
m ej ores m odos de que fue capaz.
- Que nadie m e j oda - dij o- . Ni m i papá con sus pelot as de vet erano.
El alcalde inform ó del episodio al general Pet ronio San Rom án, hast a la últ im a frase
lit eral, con un t elegram a alarm ant e.
El general San Rom án debió t om ar al pie de la let ra la volunt ad del hij o, porque no
vino a buscarlo, sino que m andó a la esposa con las hij as, y a ot ras dos m uj eres
m ayores que parecían ser sus herm anas. Vinieron en un buque de carga, cerradas de
lut o hast a el cuello por la desgracia de Bayardo San Rom án, y con los cabellos suelt os de
dolor. Ant es de pisar t ierra firm e se quit aron los zapat os y at ravesaron las calles hast a la
colina cam inando descalzas en el polvo ardient e del m edio día, arrancándose m echones
de raíz y llorando con grit os t an desgarradores que parecían de j úbilo. Yo las vi pasar
desde el balcón de Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un desconsuelo
com o ése sólo podía fingirse para ocult ar ot ras vergüenzas m ayores.
El coronel Lázaro Apont e las acom pañó a la casa de la colina, y luego subió el doct or
Dionisio I guarán en su m ula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hom bres del
m unicipio baj aron a Bayardo San Rom án en una ham aca colgada de un palo, t apado
hast a la cabeza con una m ant a y con el séquit o de plañideras. Magdalena Oliver creyó
que est aba m uert o.
- ¡ Collons de déu - exclam ó- , qué desperdicio!
Est aba ot ra vez post rado por el alcohol, pero cost aba creer que lo llevaran vivo,
porque el brazo derecho le iba arrast rando por el suelo, y t an pront o com o la m adre se
lo ponía dent ro de la ham aca se le volvía a descolgar, de m odo que dej ó un rast ro en la
t ierra desde la cornisa del precipicio hast a la plat aform a del buque. Eso fue lo últ im o que
nos quedó de él: un recuerdo de víct im a.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Dej aron la quint a int act a. Mis herm anos y yo subíam os a explorarla en noches de
parranda cuando volvíam os de vacaciones, y cada vez encont rábam os m enos cosas de
valor en los aposent os abandonados. Una vez rescat am os la m alet it a de m ano que
Ángela Vicario le había pedido a su m adre la noche de bodas, pero no le dim os ninguna
im port ancia. Lo que encont ram os dent ro parecían ser los afeit es nat urales para la
higiene y la belleza de una m uj er, y sólo conocí su verdadera ut ilidad cuando Ángela
Vicario m e cont ó m uchos años m ás t arde cuáles fueron los art ificios de com adrona que
le habían enseñado para engañar al esposo. Fue el único rast ro que dej ó en el que fuera
su hogar de casada por cinco horas.
Años después, cuando volví a buscar los últ im os t est im onios para est a crónica, no
quedaban t am poco ni los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas habían ido
desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia em pecinada del coronel Lázaro
Apont e, inclusive el escaparat e de seis lunas de cuerpo ent ero que los m aest ros cant ores
de Mom pox habían t enido que arm ar dent ro de la casa, pues no cabía por las puert as. Al
principio, el viudo de Xius est aba encant ado pensando que eran recursos póst um os de la
esposa para llevarse lo que era suyo. El coronel Lázaro Apont e se burlaba de él. Pero
una noche se le ocurrió oficiar una m isa de espirit ism o para esclarecer el m ist erio, y el
alm a de Yolanda de Mus le confirm ó de su puño y let ra que en efect o era ella quien
est aba recuperando para su casa de la m uert e los cachivaches de la felicidad. La quint a
em pezó a desm igaj arse. El coche de bodas se fue desbarat ando en la puert a, y al final
no quedó sino la carcacha podrida por la int em perie. Durant e m uchos años no se volvió
a saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en el sum ario, pero es t an breve y
convencional, que parece rem endada a últ im a hora para cum plir con una fórm ula
ineludible. La única vez que t rat é de hablar con él, 23 años m ás t arde, m e recibió con
una ciert a agresividad, y se negó a aport ar el dat o m ás ínfim o que perm it iera clarificar
un poco su part icipación en el dram a. En t odo caso, ni siquiera sus padres sabían de él
m ucho m ás que nosot ros, ni t enían la m enor idea de qué vino a hacer en un pueblo
ext raviado sin ot ro propósit o aparent e que el de casarse con una m uj er que no había
vist o nunca.
De Ángela Vicario, en cam bio, t uve siem pre not icias de ráfagas que m e inspiraron una
im agen idealizada. Mi herm ana la m onj a anduvo algún t iem po por la alt a Guaj ira
t rat ando de convert ir a los últ im os idólat ras, y solía det enerse a conversar con ella en la
aldea abrasada por la sal del Caribe donde su m adre había t rat ado de ent errarla en vida.
«Saludos de t u prim a», m e decía siem pre. Mi herm ana Margot , que t am bién la visit aba
en los prim eros años, m e cont ó que habían com prado una casa de m at erial con un pat io
m uy grande de vient os cruzados, cuyo único problem a eran las noches de m areas alt as,
porque los ret ret es se desbordaban y los pescados am anecían dando salt os en los
dorm it orios. Todos los que la vieron en esa época coincidían en que era absort a y diest ra
en la m áquina de bordar, y que a t ravés de su indust ria había logrado el olvido.
Mucho después, en una época inciert a en que t rat aba de ent ender algo de m í m ism o
vendiendo enciclopedias y libros de m edicina por los pueblos de la Guaj ira, m e llegué por
casualidad hast a aquel m oridero de indios. En la vent ana de una casa frent e al m ar,
bordando a m áquina en la hora de m ás calor, había una m uj er de m edio lut o con
ant iparras de alam bre y canas am arillas, y sobre su cabeza est aba colgada una j aula con
un canario que no paraba de cant ar. Al verla así, dent ro del m arco idílico de la vent ana,
no quise creer que aquella m uj er fuera la que yo creía, porque m e resist ía a adm it ir que
la vida t erm inara por parecerse t ant o a la m ala lit erat ura. Pero era ella: Ángela Vicario
23 años después del dram a.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Me t rat ó igual que siem pre, com o un prim o rem ot o, y cont est ó a m is pregunt as con
m uy buen j uicio y con sent ido del hum or. Era t an m adura e ingeniosa, que cost aba
t rabaj o creer que fuera la m ism a. Lo que m ás m e sorprendió fue la form a en que había
t erm inado por ent ender su propia vida. Al cabo de pocos m inut os ya no m e pareció t an
envej ecida com o a prim era vist a, sino casi t an j oven com o en el recuerdo, y no t enía
nada en com ún con la que habían obligado a casarse sin am or a los 20 años. Su m adre,
de una vej ez m al ent endida, m e recibió com o a un fant asm a difícil. Se negó a hablar del
pasado, y t uve que conform arm e para est a crónica con algunas frases suelt as de sus
conversaciones con m i m adre, y ot ras pocas rescat adas de m is recuerdos. Había hecho
m ás que lo posible para que Ángela Vicario se m uriera en vida, pero la m ism a hij a le
m alogró los propósit os, porque nunca hizo ningún m ist erio de su desvent ura. Al
cont rario: a t odo el que quiso oírla se la cont aba con sus porm enores, salvo el que nunca
se había de aclarar: quién fue, y cóm o y cuándo, el verdadero causant e de su perj uicio,
porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Sant iago Nasar. Pert enecían a dos
m undos divergent es. Nadie los vio nunca j unt os, y m ucho m enos solos. Sant iago Nasar
era dem asiado alt ivo para fij arse en ella. «Tu prim a la boba», m e decía, cuando t enía
que m encionarla. Adem ás, com o decíam os ent onces, él era un gavilán pollero. Andaba
solo, igual que su padre, cort ándole el cogollo a cuant a doncella sin rum bo em pezaba a
despunt ar por esos m ont es, pero nunca se le conoció dent ro del pueblo ot ra relación
dist int a de la convencional que m ant enía con Flora Miguel, y de la t orm ent osa que lo
enloqueció durant e cat orce m eses con María Alej andrina Cervant es. La versión m ás
corrient e, t al vez por ser la m ás perversa, era que Ángela Vicario est aba prot egiendo a
alguien a quien de veras am aba, y había escogido el nom bre de Sant iago Nasar porque
nunca pensó que sus herm anos se at reverían cont ra él. Yo m ism o t rat é de arrancarle
est a verdad cuando la visit é por segunda vez con t odos m is argum ent os en orden, pero
ella apenas si levant ó la vist a del bordado para rebat irlos.
- Ya no le des m ás vuelt as, prim o - m e dij o- . Fue él.
Todo lo dem ás lo cont ó sin ret icencias, hast a el desast re de la noche de bodas. Cont ó
que sus am igas la habían adiest rado para que em borrachara al esposo en la cam a hast a
que perdiera el sent ido, que aparent ara m ás vergüenza de la que sint iera para que él
apagara la luz, que se hiciera un lavado drást ico de aguas de alum bre para fingir la
virginidad, y que m anchara la sábana con m ercurio crom o para que pudiera exhibirla al
día siguient e en su pat io de recién casada. Sólo dos cosas no t uvieron en cuent a sus
cobert eras: la excepcional resist encia de bebedor de Bayardo San Rom án, y la decencia
pura que Ángela Vicario llevaba escondida dent ro de la est olidez im puest a por su m adre.
«No hice nada de lo que m e dij eron - m e dij o- , porque m ient ras m ás lo pensaba m ás m e
daba cuent a de que t odo aquello era una porquería que no se le podía hacer a nadie, y
m enos al pobre hom bre que había t enido la m ala suert e de casarse conm igo.» De m odo
que se dej ó desnudar sin reservas en el dorm it orio ilum inado, a salvo ya de t odos los
m iedos aprendidos que le habían m alogrado la vida. «Fue m uy fácil - m e dij o- , porque
est aba resuelt a a m orir.»
La verdad es que hablaba de su desvent ura sin ningún pudor para disim ular la ot ra
desvent ura, la verdadera, que le abrasaba las ent rañas. Nadie hubiera sospechado
siquiera, hast a que ella se decidió a cont árm elo, que Bayardo San Rom án est aba en su
vida para siem pre desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. «De
pront o, cuando m am á em pezó a pegarm e, em pecé a acordarm e de él», m e dij o. Los
puñet azos le dolían m enos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él con un
ciert o asom bro de sí m ism a cuando sollozaba t um bada en el sofá del com edor. «No
lloraba por los golpes ni por nada de lo que había pasado - m e dij o- : lloraba por él.»

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Seguía pensando en él m ient ra su m adre le ponía com presas de árnica en la cara, y m ás


aún cuando oyó la grit ería en la calle y las cam panas de incendio en la t orre, y su m adre
ent ró a decirle que ahora podía dorm ir, pues lo peor había pasado.
Llevaba m ucho t iem po pensando en él sin ninguna ilusión cuando t uvo que acom pañar
a su m adre a un exam en de la vist a en el hospit al de Riohacha. Ent raron de pasada en el
Hot el del Puert o, a cuyo dueño conocían, y Pura Vicario pidió un vaso de agua en la
cant ina. Se lo est aba t om ando, de espaldas a la hij a, cuando ést a vio su propio
pensam ient o reflej ado en los espej os repet idos de la sala. Ángela Vicario volvió la cabeza
con el últ im o alient o, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hot el. Luego
m iró ot ra vez a su m adre con el corazón hecho t rizas. Pura Vicario había acabado de
beber, se secó los labios con la m anga y le sonrió desde el m ost rador con los lent es
nuevos. En esa sonrisa, por prim era vez desde su nacim ient o, Ángela Vicario la vio t al
com o era: una pobre m uj er, consagrada al cult o de sus defect os. «Mierda», se dij o.
Est aba t an t rast ornada, que hizo t odo el viaj e de regreso cant ando en voz alt a, y se t iró
en la cam a a llorar durant e t res días.
Nació de nuevo. «Me volví loca por él - m e dij o- , loca de rem at e.» Le bast aba cerrar
los oj os para verlo, lo oía respirar en el m ar, la despert aba a m edia noche el fogaj e de
su cuerpo en la cam a. A fines de esa sem ana, sin haber conseguido un m inut o de
sosiego, le escribió la prim era cart a. Fue una esquela convencional, en la cual le cont aba
que lo había vist o salir del hot el, y que le habría gust ado que él la hubiera vist o. Esperó
en vano una respuest a. Al cabo de dos m eses, cansada de esperar, le m andó ot ra cart a
en el m ism o est ilo sesgado de la ant erior, cuyo único propósit o parecía ser reprocharle
su falt a de cort esía. Seis m eses después había escrit o seis cart as sin respuest as, pero se
conform ó con la com probación de que él las est aba recibiendo.
Dueña por prim era vez de su dest ino, Ángela Vicario descubrió ent onces que el odio y
el am or son pasiones recíprocas. Cuant as m ás cart as m andaba, m ás encendía las brasas
de su fiebre, pero m ás calent aba t am bién el rencor feliz que sent ía cont ra su m adre. «Se
m e revolvían las t ripas de sólo verla - m e dij o- , pero no podía verla sin acordarm e de él.»
Su vida de casada devuelt a seguía siendo t an sim ple corno la de solt era, siem pre
bordando a m áquina con sus am igas com o ant es hizo t ulipanes de t rapo y páj aros de
papel, pero cuando su m adre se acost aba perm anecía en el cuart o escribiendo cart as sin
porvenir hast a la m adrugada. Se volvió lúcida, im periosa, m aest ra de su albedrío, y
volvió a ser virgen sólo para él, y no reconoció ot ra aut oridad que la suya ni m ás
servidum bre que la de su obsesión.
Escribió una cart a sem anal durant e m edia vida. «A veces no se m e ocurría qué decir
- m e dij o m uert a de risa- , pero m e bast aba con saber que él las est aba recibiendo.» Al
principio fueron esquelas de com prom iso, después fueron papelit os de am ant e furt iva,
billet es perfum ados de novia fugaz, m em oriales de negocios, docum ent os de am or, y por
últ im o fueron las cart as indignas de una esposa abandonada que se invent aba
enferm edades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen hum or se le derram ó
el t int ero sobre la cart a t erm inada, y en vez de rom perla le agregó una posdat a: «En
prueba de m i am or t e envío m is lágrim as». En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba
de su propia locura. Seis veces cam biaron la em pleada del correo, y seis veces consiguió
su com plicidad. Lo único que no se le ocurrió fue renunciar. Sin em bargo, él parecía
insensible a su delirio: era com o escribirle a nadie.
Una m adrugada de vient os, por el año décim o, la despert ó la cert idum bre de que él
est aba desnudo en su cam a. Le escribió ent onces una cart a febril de veint e pliegos en la
que solt ó sin pudor las verdades am argas que llevaba podridas en el corazón desde su

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

noche funest a. Le habló de las lacras et ernas que él había dej ado en su cuerpo, de la sal
de su lengua, de la t rilla de fuego de su verga africana. Se la ent regó a la em pleada del
correo, que iba los viernes en la t arde a bordar con ella para llevarse las cart as, y se
quedó convencida de que aquel desahogo t erm inal seria el últ im o de su agonía. Pero no
hubo respuest a. A part ir de ent onces ya no era conscient e de lo que escribía, ni a quién
le escribía a ciencia ciert a, pero siguió escribiendo sin cuart el durant e diecisiet e años.
Un m edio día de agost o, m ient ras bordaba con sus am igas, sint ió que alguien llegaba
a la puert a. No t uvo que m irar para saber quién era. «Est aba gordo y se le em pezaba a
caer el pelo, y ya necesit aba espej uelos para ver de cerca - m e dij o- . ¡Pero era él, caraj o,
era él! » Se asust ó, porque sabía que él la est aba viendo t an dism inuida com o ella lo
est aba viendo a él, y no creía que t uviera dent ro t ant o am or com o ella para soport arlo.
Tenía la cam isa em papada de sudor, com o lo había vist o la prim era vez en la feria, y
llevaba la m ism a correa y las m ism as alforj as de cuero descosido con adornos de plat a.
Bayardo San
Rom án dio un paso adelant e, sin ocuparse de las ot ras bordadoras at ónit as, y puso las
alforj as en la m áquina de coser.
- Bueno - dij o- , aquí est oy.
Llevaba la m alet a de la ropa para quedarse, y ot ra m alet a igual con casi dos m il
cart as que ella le había escrit o. Est aban ordenadas por sus fechas, en paquet es cosidos
con cint as de colores, y t odas sin abrir.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

Durant e años no pudim os hablar de ot ra cosa. Nuest ra conduct a diaria, dom inada
hast a ent onces por t ant os hábit os lineales, había em pezado a girar de golpe en t orno de
una m ism a ansiedad com ún. Nos sorprendían los gallos del am anecer t rat ando de
ordenar las num erosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo,
y era evident e que no lo hacíam os por un anhelo de esclarecer m ist erios, sino porque
ninguno de nosot ros podía seguir viviendo sin saber con exact it ud cuál era el sit io y la
m isión que le había asignado la fat alidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Crist o Bedoya, que llegó a ser un ciruj ano not able,
no pudo explicarse nunca por qué cedió al im pulso de esperar dos horas donde sus
abuelos hast a que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la casa de sus padres,
que lo est uvieron esperando hast a el am anecer para alert arlo. Pero la m ayoría de
quienes pudieron hacer algo por im pedir el crim en y sin em bargo no lo hicieron, se
consolaron con el pret ext o de que los asunt os de honor son est ancos sagrados a los
cuales sólo t ienen acceso los dueños del dram a. «La honra es el am or», le oía decir a m i
m adre. Hort ensia Baut e, cuya única part icipación fue haber vist o ensangrent ados dos
cuchillos que t odavía no lo est aban, se sint ió t an afect ada por la alucinación que cayó en
una crisis de penit encia, y un día no pudo soport arla m ás y se echó desnuda a las calles.
Flora Miguel, la novia de Sant iago Nasar, se fugó por despecho con un t enient e de
front eras que la prost it uyó ent re los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la com adrona
que había ayudado a nacer a t res generaciones, sufrió un espasm o de la vej iga cuando
conoció la not icia, y hast a el día de su m uert e necesit ó una sonda para orinar. Don
Rogelio de la Flor, el buen m arido de Clot ilde Arm ent a, que era un prodigio de vit alidad a
los 86 años, se levant ó por últ im a vez para ver cóm o desguazaban a Sant iago Nasar
cont ra la puert a cerrada de su propia casa, y no sobrevivió a la conm oción. Plácida
Linero había cerrado esa puert a en el últ im o inst ant e, pero se liberó a t iem po de la
culpa. «La cerré porque Divina Flor m e j uró que había vist o ent rar a m i hij o - m e cont ó- ,
y no era ciert o.» Por el cont rario, nunca se perdonó el haber confundido el augurio
m agnífico de los árboles con el infaust o de los páj aros, y sucum bió a la perniciosa
cost um bre de su t iem po de m ast icar sem illas de cardam ina.
Doce días después del crim en, el inst ruct or del sum ario se encont ró con un pueblo en
carne viva. En la sórdida oficina de t ablas del Palacio Municipal, bebiendo café de olla
con ron de caña cont ra los espej ism os del calor, t uvo que pedir t ropas de refuerzo para
encauzar a la m uchedum bre que se precipit aba a declarar sin ser llam ada, ansiosa de
exhibir su propia im port ancia en el dram a. Acababa de graduarse, y llevaba t odavía el
vest ido de paño negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el em blem a de su
prom oción, y las ínfulas y el lirism o del prim íparo feliz. Pero nunca supe su nom bre.
Todo lo que sabem os de su caráct er es aprendido en el sum ario, que num erosas
personas m e ayudaron a buscar veint e años después del crim en en el Palacio de j ust icia
de Riohacha. No exist ía clasificación alguna en los archivos, y m ás de un siglo de
expedient es est aban am ont onados en el suelo del decrépit o edificio colonial que fuera
por dos días el cuart el general de Francis Drake. La plant a baj a se inundaba con el m ar
de leva, y los volúm enes descosidos flot aban en las oficinas desiert as. Yo m ism o exploré
m uchas veces con las aguas hast a los t obillos aquel est anque de causas perdidas, y sólo

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

una casualidad m e perm it ió rescat ar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322
pliegos salt eados de los m ás de 500 que debió de t ener el sum ario.
El nom bre del j uez no apareció en ninguno, pero es evident e que era un hom bre
abrasado por la fiebre de la lit erat ura. Sin duda había leído a los clásicos españoles, y
algunos lat inos, y conocía m uy bien a Niet zsche, que era el aut or de m oda ent re los
m agist rados de su t iem po. Las not as m arginales, y no sólo por el color de la t int a,
parecían escrit as con sangre. Est aba t an perplej o con el enigm a que le había t ocado en
suert e, que m uchas veces incurrió en dist racciones líricas cont rarias al rigor de su
ciencia. Sobre t odo, nunca le pareció legít im o que la vida se sirviera de t ant as
casualidades prohibidas a la lit erat ura, para que se cum pliera sin t ropiezos una m uert e
t an anunciada.
Sin em bargo, lo que m ás le había alarm ado al final de su diligencia excesiva fue no
haber encont rado un solo indicio, ni siquiera el m enos verosím il, de que Sant iago Nasar
hubiera sido en realidad el causant e del agravio. Las am igas de Ángela Vicario que
habían sido sus cóm plices en el engaño siguieron cont ando durant e m ucho t iem po que
ella las había hecho part ícipes de su secret o desde ant es de la boda, pero no les había
revelado ningún nom bre. En el sum ario declararon: «Nos dij o el m ilagro pero no el
sant o». Ángela Vicario, por su part e, se m ant uvo en su sit io. Cuando el j uez inst ruct or le
pregunt ó con su est ilo lat eral si sabía quién era el difunt o Sant iago Nasar, ella le
cont est ó im pasible:
- Fue m i aut or.
Así const a en el sum ario, pero sin ninguna ot ra precisión de m odo ni de lugar.
Durant e el j uicio, que sólo duró t res días, el represent ant e de la part e civil puso su
m ayor em peño en la debilidad de ese cargo. Era t al la perplej idad del j uez inst ruct or
ant e la falt a de pruebas cont ra Sant iago Nasar, que su buena labor parece por
m om ent os desvirt uada por la desilusión. En el folio 416, de su puño y let ra y con la t int a
roj a del bot icario, escribió una not a m arginal: Dadme un prejuicio y moveré el mundo.
Debaj o de esa paráfrasis de desalient o, con un t razo feliz de la m ism a t int a de sangre,
dibuj ó un corazón at ravesado por una flecha. Para él, com o para los am igos m ás
cercanos de Sant iago Nasar, el propio com port am ient o de ést e en las últ im as horas fue
una prueba t erm inant e de su inocencia.
La m añana de su m uert e, en efect o, Sant iago Nasar no había t enido un inst ant e de
duda, a pesar de que sabía m uy bien cuál hubiera sido el precio de la inj uria que le
im put aban. Conocía la índole m oj igat a de su m undo, y debía saber que la nat uraleza
sim ple de los gem elos no era capaz de resist ir al escarnio. Nadie conocía m uy bien a
Bayardo San Rom án, pero Sant iago Nasar lo conocía bast ant e para saber que debaj o de
sus ínfulas m undanas est aba t an subordinado com o cualquier ot ro a sus prej uicios de
origen. De m anera que su despreocupación conscient e hubiera sido suicida. Adem ás,
cuando supo por fin en el últ im o inst ant e que los herm anos Vicario lo est aban esperando
para m at arlo, su reacción no fue de pánico, com o t ant o se ha dicho, sino que fue m ás
bien el desconciert o de la inocencia.
Mi im presión personal es que m urió sin ent ender su m uert e. Después de que le
prom et ió a m i herm ana Margot que iría a desayunar a nuest ra casa, Crist o Bedoya se lo
llevó del brazo por el m uelle, y am bos parecían t an desprevenidos que suscit aron
ilusiones falsas. «I ban t an cont ent os - m e dij o Mem e Loaiza- , que le di gracias a Dios,
porque pensé que el asunt o se había arreglado.» No t odos querían t ant o a Sant iago
Nasar, por supuest o. Polo Carrillo, el dueño de la plant a eléct rica, pensaba que su
serenidad no era inocencia sino cinism o. «Creía que su plat a lo hacía int ocable», m e

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Crónica de una muerte anunciada

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dij o. Faust a López, su m uj er, com ent ó: «Com o t odos los t urcos». I ndalecio Pardo
acababa de pasar por la t ienda de Clot ilde Arm ent a, y los gem elos le habían dicho que
t an pront o com o se fuera el obispo m at arían a Sant iago Nasar. Pensó, com o t ant os
ot ros, que eran fant asías de am anecidos, pero Clot ilde Arm ent a le hizo ver que era
ciert o, y le pidió que alcanzara a Sant iago Nasar para prevenirlo.
- Ni t e m olest e - le dij o Pedro Vicario- : de t odos m odos es com o si ya est uviera m uert o.
Era un desafío dem asiado evident e. Los gem elos conocían los vínculos de I ndalecio
Pardo y Sant iago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para im pedir el
crim en sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero I ndalecio Pardo encont ró a Sant iago
Nasar llevado del brazo por Crist o Bedoya ent re los grupos que abandonaban el puert o,
y no se at revió a prevenirlo. «Se m e afloj ó la past a», m e dij o. Le dio una palm ada en el
hom bro a cada uno, y los dej ó seguir. Ellos apenas lo advirt ieron, pues cont inuaban
abism ados en las cuent as de la boda.
La gent e se dispersaba hacia la plaza en el m ism o sent ido que ellos. Era una m ult it ud
apret ada, pero Escolást ica Cisneros creyó observar que los dos am igos cam inaban en el
cent ro sin dificult ad, dent ro de un círculo vacío, porque la gent e sabía que Sant iago
Nasar iba a m orir, y no se at revían a t ocarlo. Tam bién Crist o Bedoya recordaba una
act it ud dist int a hacia ellos. «Nos m iraban com o si lleváram os la cara pint ada», m e dij o.
Más aún: Sara Noriega abrió su t ienda de zapat os en el m om ent o en que ellos pasaban,
y se espant ó con la palidez de Sant iago Nasar. Pero él la t ranquilizó.
- ¡I m agínese, niña Sara - le dij o sin det enerse- , con est e guayabo!
Celest e Dangond est aba sent ado en piyam a en la puert a de su casa, burlándose de los
que se quedaron vest idos para saludar al obispo, e invit ó a Sant iago Nasar a t om ar café.
«Fue para ganar t iem po m ient ras pensaba», m e dij o. Pero Sant iago Nasar le cont est ó
que iba de prisa a cam biarse de ropa para desayunar con m i herm ana. «Me hice bolas
- m e explicó Celest e Dangond- pues de pront o m e pareció que no podían m at arlo si
est aba t an seguro de lo que iba a hacer.» Yam il Shaium fue el único que hizo lo que se
había propuest o. Tan pront o com o conoció el rum or salió a la puert a de su t ienda de
géneros y esperó a Sant iago Nasar para prevenirlo. Era uno de los últ im os árabes que
llegaron con I brahim Nasar, fue su socio de baraj as hast a la m uert e, y seguía siendo el
consej ero heredit ario de la fam ilia. Nadie t enía t ant a aut oridad com o él para hablar con
Sant iago Nasar. Sin em bargo, pensaba que si el rum or era infundado le iba a causar una
alarm a inút il, y prefirió consult arlo prim ero con Crist o Bedoya por si ést e est aba m ej or
inform ado. Lo llam ó al pasar. Crist o Bedoya le dio una palm adit a en la espalda a
Sant iago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió al llam ado de Yam il Shaium .
- Hast a el sábado - le dij o.
Sant iago Nasar no le cont est ó, sino que se dirigió en árabe a Yam il Shaium y ést e le
replicó t am bién en árabe, t orciéndose de risa. «Era un j uego de palabras con que nos
divert íam os siem pre», m e dij o Yam il Shaium . Sin det enerse, Sant iago Nasar les hizo a
am bos su señal de adiós con la m ano y dobló la esquina de la plaza. Fue la últ im a vez
que lo vieron.
Crist o Bedoya t uvo t iem po apenas de escuchar la inform ación de Yam il Shaium
cuando salió corriendo de la t ienda para alcanzar a Sant iago Nasar. Lo había vist o doblar
la esquina, pero no lo encont ró ent re los grupos que em pezaban a dispersarse en la
plaza. Varias personas a quienes les pregunt ó por él le dieron la m ism a respuest a:
- Acabo de verlo cont igo.
Le pareció im posible que hubiera llegado a su casa en t an poco t iem po, pero de t odos
m odos ent ró a pregunt ar por él, pues encont ró sin t ranca y ent reabiert a la puert a del

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Crónica de una muerte anunciada

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frent e. Ent ró sin ver el papel en el suelo, y at ravesó la sala en penum bra t rat ando de no
hacer ruido, porque aún era dem asiado t em prano para visit as, pero los perros se
alborot aron en el fondo de la casa y salieron a su encuent ro. Los calm ó con las llaves,
com o lo había aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos hast a la cocina. En el
corredor se cruzó con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un t rapero para pulir los
pisos de la sala. Ella le aseguró que Sant iago Nasar no había vuelt o. Vict oria Guzm án
acababa de poner en el fogón el guiso de conej os cuando él ent ró en la cocina. Ella
com prendió de inm ediat o.
«El corazón se le est aba saliendo por la boca», m e dij o. Crist o Bedoya le pregunt ó si
Sant iago Nasar est aba en casa, y ella le cont est ó con un candor fingido que aún no
había llegado a dorm ir. .
- Es en serio - le dij o Crist o Bedoya- , lo est án buscando para m at arlo.
A Vict oria Guzm án se le olvidó el candor.
- Esos pobres m uchachos no m at an a nadie - dij o.
- Est án bebiendo desde el sábado - dij o Crist o Bedoya.
- Por lo m ism o - replicó ella- : no hay borracho que se com a su propia caca.
Crist o Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las vent anas. «Por
supuest o que no est aba lloviendo - m e dij o Crist o Bedoya- . Apenas iban a ser las siet e, y
ya ent raba un sol dorado por las vent anas.» Le volvió a pregunt ar a Divina Flor si est aba
segura de que Sant iago Nasar no había ent rado por la puert a de la sala. Ella no est uvo
ent onces t an segura com o la prim era vez. Le pregunt ó por Plácida Linero, y ella le
cont est ó que hacía un m om ent o le había puest o el café en la m esa de noche, pero no la
había despert ado. Así era siem pre: despert aría a las siet e, se t om aría el café, y baj aría a
dar las inst rucciones para el alm uerzo. Crist o Bedoya m iró el reloj : eran las 6.56.
Ent onces subió al segundo piso para convencerse de que Sant iago Nasar no había
ent rado.
La puert a del dorm it orio est aba cerrada por dent ro, porque Sant iago Nasar había
salido a t ravés del dorm it orio de su m adre. Crist o Bedoya no sólo conocía la casa t an
bien com o la suya, sino que t enía t ant a confianza con la fam ilia que em puj ó la puert a del
dorm it orio de Plácida Linero para pasar desde allí al dorm it orio cont iguo. Un haz de sol
polvorient o ent raba por la claraboya, y la herm osa m uj er dorm ida en la ham aca, de
cost ado, con la m ano de novia en la m ej illa, t enía un aspect o irreal. «Fue com o una
aparición», m e dij o Crist o Bedoya. La cont em pló un inst ant e, fascinado por su belleza, y
luego at ravesó el dorm it orio en silencio, pasó de largo frent e al baño, y ent ró en el
dorm it orio de Sant iago Nasar. La cam a seguía int act a, y en el sillón est aba el som brero
de j inet e, y en el suelo est aban las bot as j unt o a las espuelas. En la m esa de noche el
reloj de pulsera de Sant iago Nasar m arcaba las 6.58. «De pront o pensé que había vuelt o
a salir arm ado», m e dij o Crist o Bedoya. Pero encont ró la m agnum en la gavet a de la
m esa de noche. «Nunca había disparado un arm a - m e dij o Crist o Bedoya- , pero resolví
coger el revólver para llevárselo a Sant iago Nasar.» Se lo aj ust ó en el cint urón, por
dent ro de la cam isa, y sólo después del crim en se dio cuent a de que est aba descargado.
Plácida Linero apareció en la puert a con el pocillo de café en el m om ent o en que él
cerraba la gavet a.
- ¡Sant o Dios - exclam ó ella- , qué sust o m e has dado!
Crist o Bedoya t am bién se asust ó. La vio a plena luz, con una bat a de alondras
doradas y el cabello revuelt o, y el encant o se había desvanecido. Explicó un poco
confuso que había ent rado a buscar a Sant iago Nasar.
- Se fue a recibir al obispo - dij o Plácida Linero.

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Már quez

- Pasó de largo - dij o él.


- Lo suponía - dij o ella- . Es el hij o de la peor m adre.
No siguió, porque en ese m om ent o se dio cuent a de que Crist o Bedoya no sabía dónde
poner el cuerpo. «Espero que Dios m e haya perdonado - m e dij o Plácida Linero- , pero lo
vi t an confundido que de pront o se m e ocurrió que había ent rado a robar.» Le pregunt ó
qué le pasaba. Crist o Bedoya era conscient e de est ar en una sit uación sospechosa, pero
no t uvo valor para revelarle la verdad.
- Es que no he dorm ido ni un m inut o - le dij o.
Se fue sin m ás explicaciones. «De t odos m odos - m e dij o- ella siem pre se im aginaba
que le est aban robando.» En la plaza se encont ró con el padre Am ador que regresaba a
la iglesia con los ornam ent os de la m isa frust rada, pero no le pareció que pudiera hacer
por Sant iago Nasar nada dist int o de salvarle el alm a. I ba ot ra vez hacia el puert o cuando
sint ió que lo llam aban desde la t ienda de Clot ilde Arm ent a. Pedro Vicario est aba en la
puert a, lívido y desgreñado, con la cam isa abiert a y las m angas enrolladas hast a los
codos, y con el cuchillo bast o que él m ism o había fabricado con una hoj a de seguet a. Su
act it ud era dem asiado insolent e para ser casual, y sin em bargo no fue la única ni la m ás
visible que int ent ó en los últ im os m inut os para que le im pidieran com et er el crim en.
- Crist óbal - grit ó- : dile a Sant iago Nasar que aquí lo est am os esperando para m at arlo.
Crist o Bedoya le habría hecho el favor de im pedírselo. «Si yo hubiera sabido disparar
un revólver, Sant iago Nasar est aría vivo», m e dij o. Pero la sola idea lo im presionó,
después de t odo lo que había oído decir sobre la pot encia devast adora de una bala
blindada.
- Te adviert o que est á arm ado con una m agnum capaz de at ravesar un m ot or - grit ó.
Pedro Vicario sabía que no era ciert o. «Nunca est aba arm ado si no llevaba ropa de
m ont ar», m e dij o. Pero de t odos m odos había previst o que lo est uviera cuando t om ó la
decisión de lavar la honra de la herm ana.
- Los m uert os no disparan - grit ó.
Pablo Vicario apareció ent onces en la puert a. Est aba t an pálido com o el herm ano, y
t enía puest a la chaquet a de la boda y el cuchillo envuelt o en el periódico. «Si no hubiera
sido por eso - m e dij o Crist o Bedoya- , nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál.»
Clot ilde Arm ent a apareció det rás de Pablo Vicario, y le grit ó a Crist o Bedoya que se diera
prisa, porque en est e pueblo de m aricas sólo un hom bre com o él podía im pedir la
t ragedia.
Todo lo que ocurrió a part ir de ent onces fue del dom inio público. La gent e que
regresaba del puert o, alert ada por los grit os, em pezó a t om ar posiciones en la plaza
para presenciar el crim en. Crist o Bedoya les pregunt ó a varios conocidos por Sant iago
Nasar, pero nadie lo había vist o. En la puert a del Club Social se encont ró con el coronel
Lázaro Apont e y le cont ó lo que acababa de ocurrir frent e a la t ienda de Clot ilde
Arm ent a.
- No puede ser - dij o el coronel Apont e- , porque yo los m andé a dorm ir.
Acabo de verlos con un cuchillo de m at ar puercos - dij o Crist o Bedoya.
- No puede ser, porque yo se los quit é ant es de m andarlos a dorm ir - dij o el alcalde- .
Debe ser que los vist e ant es de eso.
- Los vi hace dos m inut os y cada uno t enía un cuchillo de m at ar puercos - dij o Crist o
Bedoya.
- ¡Ah caraj o - dij o el alcalde- , ent onces debió ser que volvieron con ot ros!

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Crónica de una muerte anunciada

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Prom et ió ocuparse de eso al inst ant e, pero ent ró en el Club Social a confirm ar una cit a
de dom inó para esa noche, y cuando volvió a salir ya est aba consum ado el crim en.
Crist o Bedoya com et ió ent onces su único error m ort al: pensó que Sant iago Nasar había
resuelt o a últ im a hora desayunar en nuest ra casa ant es de cam biarse de ropa, y allá se
fue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del río, pregunt ándole a t odo el que encont raba
si lo habían vist o pasar, pero nadie le dio razón. No se alarm ó, porque había ot ros
cam inos para nuest ra casa. Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que hiciera algo por
su padre que est aba agonizando en el sardinel de su casa, inm une a la bendición fugaz
del obispo. «Yo lo había vist o al pasar - m e dij o m i herm ana Margot - , y ya t enía cara de
m uert o.» Crist o Bedoya dem oró cuat ro m inut os en est ablecer el est ado del enferm o, y
prom et ió volver m ás t arde para un recurso de urgencia, pero perdió t res m inut os m ás
ayudando a Próspera Arango a llevarlo hast a el dorm it orio. Cuando volvió a salir sint ió
grit os rem ot os y le pareció que est aban revent ando cohet es por el rum bo de la plaza.
Trat ó de correr, pero se lo im pidió el revólver m al aj ust ado en la cint ura. Al doblar la
últ im a esquina reconoció de espaldas a m i m adre que llevaba casi a rast ras al hij o
m enor.
- Luisa Sant iaga - le grit ó- : dónde est á su ahij ado.
Mi m adre se volvió apenas con la cara bañada en lágrim as.
- ¡Ay, hij o - cont est ó- , dicen que lo m at aron!
Así era. Mient ras Crist o Bedoya lo buscaba, Sant iago Nasar había ent rado en la casa
de Flora Miguel, su novia, j ust o a la vuelt a de la esquina donde él lo vio por últ im a vez.
«No se m e ocurrió que est uviera ahí - m e dij o- porque esa gent e no se levant aba nunca
ant es de m edio día.» Era una versión corrient e que la fam ilia ent era dorm ía hast a las
doce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la com unidad. «Por eso Flora Miguel,
que ya no se cocinaba en dos aguas, se m ant enía com o una rosa», dice Mercedes. La
verdad es que dej aban la casa cerrada hast a m uy t arde, com o t ant as ot ras, pero eran
gent es t em praneras y laboriosas. Los padres de Sant iago Nasar y Flora Miguel se habían
puest o de acuerdo para casarlos. Sant iago Nasar acept ó el com prom iso en plena
adolescencia, y est aba resuelt o a cum plirlo, t al vez porque t enía del m at rim onio la
m ism a concepción ut ilit aria que su padre. Flora Miguel, por su part e, gozaba de una
ciert a condición floral, pero carecía de gracia y de j uicio y había servido de m adrina de
bodas a t oda su generación, de m odo que el convenio fue para ella una solución
providencial. Tenían un noviazgo fácil, sin visit as form ales ni inquiet udes del corazón. La
boda varias veces diferida est aba fij ada por fin para la próxim a Navidad.
Flora Miguel despert ó aquel lunes con los prim eros bram idos del buque del obispo, y
m uy poco después se ent eró de que los gem elos Vicario est aban esperando a Sant iago
Nasar para m at arlo. A m i herm ana la m onj a, la única que habló con ella después de la
desgracia, le dij o que no recordaba siquiera quién se lo había dicho. «Sólo sé que a las
seis de la m añana t odo el m undo lo sabía», le dij o. Sin em bargo, le pareció inconcebible
que a Sant iago Nasar lo fueran a m at ar, y en cam bio se le ocurrió que lo iban a casar a
la fuerza con Ángela Vicario para que le devolviera la honra. Sufrió una crisis de
hum illación. Mient ras m edio pueblo esperaba al obispo, ella est aba en su dorm it orio
llorando de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cart as que Sant iago Nasar le había
m andado desde el colegio.
Siem pre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, Sant iago
Nasar raspaba con las llaves la t ela m et álica de las vent anas. Aquel lunes, ella lo est aba
esperando con el cofre de cart as en el regazo. Sant iago Nasar no podía verla desde la

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calle, pero en cam bio ella lo vio acercarse a t ravés de la red m et álica desde ant es de que
la raspara con las llaves.
- Ent ra - le dij o.
Nadie, ni siquiera un m édico, había ent rado en esa casa a las 6.45 de la m añana.
Sant iago Nasar acababa de dej ar a Crist o Bedoya en la t ienda de Yam il Shaium , y había
t ant a gent e pendient e de él en la plaza, que no era com prensible que nadie lo viera
ent rar en casa de su novia. El j uez inst ruct or buscó siquiera una persona que lo hubiera
vist o, y lo hizo con t ant a persist encia com o yo, pero no fue posible encont rarla. En el
folio 382 del sum ario escribió ot ra sent encia m arginal con t int a roj a: La fatalidad nos
hace invisibles. El hecho es que Sant iago Nasar ent ró por la puert a principal, a la vist a
de t odos, y sin hacer nada por no ser vist o. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de
cólera, con uno de los vest idos de arandelas infort unadas que solía llevar en las
ocasiones m em orables, y le puso el cofre en las m anos.
Aquí t ienes - le dij o- . ¡Y oj alá t e m at en!
Sant iago Nasar quedó t an perplej o, que el cofre se le cayó de las m anos, y sus cart as
sin am or se regaron por el suelo. Trat ó de alcanzar a Flora Miguel en el dorm it orio, pero
ella cerró la puert a y puso la aldaba. Tocó varias veces, y la llam ó con una voz
dem asiado aprem iant e para la hora, así que t oda la fam ilia acudió alaranada. Ent re
consanguíneos y polít icos, m ayores y m enores de edad, eran m ás de cat orce. El últ im o
que salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino que
t raj o de su t ierra, y que siem pre usó dent ro de la casa. Yo lo vi m uchas veces, y era
inm enso y parsim onioso, pero lo que m ás m e im presionaba era el fulgor de su
aut oridad.
- Flora - llam ó en su lengua- . Abre la puert a.
Ent ró en el dorm it orio de la hij a, m ient ras la fam ilia cont em plaba absort a a Sant iago
Nasar. Est aba arrodillado en la sala, recogiendo las cart as del suelo y poniéndolas en el
cofre. «Parecía una penit encia», m e dij eron. Nahir Miguel salió del dorm it orio al cabo de
unos m inut os, hizo una señal con la m ano y la fam ilia ent era desapareció.
Siguió hablando en árabe a Sant iago Nasar. «Desde el prim er m om ent o com prendí
que no t enía la m enor idea de lo que le est aba diciendo», m e dij o. Ent onces le pregunt ó
en concret o si sabía que los herm anos Vicario lo buscaban para m at arlo. «Se puso
pálido, y perdió de t al m odo el dom inio, que no era posible creer que est aba fingiendo»,
m e dij o. Coincidió en que su act it ud no era t ant o de m iedo com o de t urbación.
- Tú sabrás si ellos t ienen razón, o no - le dij o- . Pero en t odo caso, ahora no t e quedan
sino dos cam inos: o t e escondes aquí, que es t u casa, o sales con m i rifle.
- No ent iendo un caraj o - dij o Sant iago Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dij o en cast ellano. «Parecía un paj arit o m oj ado»,
m e dij o Nahir Miguel. Tuvo que quit arle el cofre de las m anos porque él no sabía dónde
dej arlo para abrir la puert a.
- Serán dos cont ra uno - le dij o.
Sant iago Nasar se fue. La gent e se había sit uado en la plaza com o en los días de
desfiles. Todos lo vieron salir, y t odos com prendieron que ya sabía que lo iban a m at ar,
y est aba t an azorado que no encont raba el cam ino de su casa. Dicen que alguien grit ó
desde un balcón: «Por ahí no, t urco, por el puert o viej o». Sant iago Nasar buscó la voz.
Yam il Shaium le grit ó que se m et iera en su t ienda, y ent ró a buscar su escopet a de caza,
pero no recordó dónde había escondido los cart uchos. De t odos lados em pezaron a
grit arle, y Sant iago Nasar dio varias vuelt as al revés y al derecho, deslum brado por

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t ant as voces a la vez. Era evident e que se dirigía a su casa por la puert a de la cocina,
pero de pront o debió darse cuent a de que est aba abiert a la puert a principal.
Ahí viene - dij o Pedro Vicario.
Am bos lo habían vist o al m ism o t iem po. Pablo Vicario se quit ó el saco, lo puso en el
t aburet e, y desenvolvió el cuchillo en form a de alfanj e. Ant es de abandonar la t ienda, sin
ponerse de acuerdo, am bos se sant iguaron. Ent onces Clot ilde Arm ent a agarró a Pedro
Vicario por la cam isa y le grit ó a Sant iago Nasar que corriera porque lo iban a m at ar.
Fue un grit o t an aprem iant e que apagó a los ot ros. «Al principio se asust ó - m e dij o
Clot ilde Arm ent a- , porque no sabía quién le est aba grit ando, ni de dónde.» Pero cuando
la vio a ella vio t am bién a Pedro Vicario, que la t iró por t ierra con un em pellón, y alcanzó
al herm ano. Sant iago Nasar est aba a m enos de 50 m et ros de su casa, y corrió hacia la
puert a principal.
Cinco m inut os ant es, en la cocina, Vict oria Guzm án le había cont ado a Plácida Linero
lo que ya t odo el m undo sabía. Plácida Linero era una m uj er de nervios firm es, así que
no dej ó t raslucir ningún signo de alarm a. Le pregunt ó a Vict oria Guzm án si le había
dicho algo a su hij o, y ella le m int ió a conciencia, pues cont est ó que t odavía no sabía
nada cuando él baj ó a t om ar el café. En la sala, donde seguía t rapeando los pisos, Divina
Flor vio al m ism o t iem po que Sant iago Nasar ent ró por la puert a de la plaza y subió por
las escaleras de buque de los dorm it orios. «Fue una visión nít ida», m e cont ó Divina Flor.
«Llevaba el vest ido blanco, y algo en la m ano que no pude ver bien, pero m e pareció un
ram o de rosas.» De m odo que cuando Plácida Linero le pregunt ó por él, Divina Flor la
t ranquilizó.
- Subió al cuart o hace un m inut o - le dij o.
Plácida Linero vio ent onces el papel en el suelo, pero no pensó en recogerlo, y sólo se
ent eró de lo que decía cuando alguien se lo m ost ró m ás t arde en la confusión de la
t ragedia. A t ravés de la puert a vio a los herm anos Vicario que venían corriendo hacia la
casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que ella se encont raba podía verlos a
ellos, pero no alcanzaba a ver a su hij o que corría desde ot ro ángulo hacia la puert a.
«Pensé que querían m et erse para m at arlo dent ro de la casa», m e dij o. Ent onces corrió
hacia la puert a y la cerró de un golpe. Est aba pasando la t ranca cuando oyó los grit os de
Sant iago Nasar, y oyó los puñet azos de t error en la puert a, pero creyó que él est aba
arriba, insult ando a los herm anos Vicario desde el balcón de su dorm it orio. Subió a
ayudarlo.
Sant iago Nasar necesit aba apenas unos segundos para ent rar cuando se cerró la
puert a. Alcanzó a golpear varias veces con los puños, y en seguida se volvió para
enfrent arse a m anos lim pias con sus enem igos. «Me asust é cuando lo vi de frent e - - - m e
dij o Pablo Vicario- , porque m e pareció com o dos veces m ás grande de lo que era.»
Sant iago Nasar levant ó la m ano para parar el prim er golpe de Pedro Vicario, que lo at acó
por el flanco derecho con el cuchillo rect o.
- ¡Hij os de put a! - grit ó.
El cuchillo le at ravesó la palm a de la m ano derecha, y luego se le hundió hast a el
fondo en el cost ado. Todos oyeron su grit o de dolor.
- ¡Ay m i m adre!
Pedro Vicario volvió a ret irar el cuchillo con su pulso fiero de m at arife, y le asest ó un
segundo golpe casi en el m ism o lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a salir lim pio
- declaró Pedro Vicario al inst ruct or- . Le había dado por lo m enos t res veces y no había
una got a de sangre.» Sant iago Nasar se t orció con los brazos cruzados sobre el vient re
después de la t ercera cuchillada, solt ó un quej ido de becerro, y t rat ó de darles la

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espalda. Pablo Vicario, que est aba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asest ó
ent onces la única cuchillada en el lom o, y un chorro de sangre a alt a presión le em papó
la cam isa. «Olía com o él», m e dij o. Tres veces herido de m uert e, Sant iago Nasar les dio
ot ra vez el frent e, y se apoyó de espaldas cont ra la puert a de su m adre, sin la m enor
resist encia, com o si sólo quisiera ayudar a que acabaran de m at arlo por part es iguales.
«No volvió a grit ar - - dij o Pedro Vicario al inst ruct or- . Al cont rario: m e pareció que se
est aba riendo.» Ent onces am bos siguieron acuchillándolo cont ra la puert a, con golpes
alt ernos y fáciles, flot ando en el rem anso deslum brant e que encont raron del ot ro lado
del m iedo. No oyeron los grit os del pueblo ent ero espant ado de su propio crim en. «Me
sent ía com o cuando uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero am bos
despert aron de pront o a la realidad, porque est aban exhaust os, y sin em bargo les
parecía que Sant iago Nasar no se iba a derrum bar nunca. «¡Mierda, prim o - m e dij o
Pablo Vicario- , no t e im aginas lo difícil que es m at ar a un hom bre! » Trat ando de acabar
para siem pre, Pedro Vicario le buscó el corazón, pero se lo buscó casi en la axila, donde
lo t ienen los cerdos. En realidad Sant iago Nasar no caía porque ellos m ism os lo est aban
sost eniendo a cuchilladas cont ra la puert a. Desesperado, Pablo Vicario le dio un t aj o
horizont al en el vient re, y los int est inos com plet os afloraron con una explosión. Pedro
Vicario iba a hacer lo m ism o, pero el pulso se le t orció de horror, y le dio un t aj o
ext raviado en el m uslo. Sant iago Nasar perm aneció t odavía un inst ant e apoyado cont ra
la puert a, hast a que vio sus propias vísceras al sol, lim pias y azules, y cayó de rodillas.
Después de buscarlo a grit os por los dorm it orios, oyendo sin saber dónde ot ros grit os
que no eran los suyos, Plácida Linero se asom ó a la vent ana de la plaza y vio a los
gem elos Vicario que corrían hacia la iglesia. I ban perseguidos de cerca por Yam il
Shaium , con su escopet a de m at ar t igres, y por ot ros árabes desarm ados y Plácida
Linero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del dorm it orio, y vio a
Sant iago Nasar frent e a la puert a, bocabaj o en el polvo, t rat ando de levant arse de su
propia sangre. Se incorporó de m edio lado, y se echó a andar en un est ado de
alucinación, sost eniendo con las m anos las vísceras colgant es.
Cam inó m ás de cien m et ros para darle la vuelt a com plet a a la casa y ent rar por la
puert a de la cocina. Tuvo t odavía bast ant e lucidez para no ir por la calle, que era el
t rayect o m ás largo, sino que ent ró por la casa cont igua. Poncho Lanao, su esposa y sus
cinco hij os no se habían ent erado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puert a.
«Oím os la grit ería - m e dij o la esposa- , pero pensam os que era la fiest a del obispo.»
Em pezaban a desayunar cuando vieron ent rar a Sant iago Nasar em papado de sangre
llevando en las m anos el racim o de sus ent rañas. Poncho Lanao m e dij o: «Lo que nunca
pude olvidar fue el t errible olor a m ierda». Pero Argénida Lanao, la hij a m ayor, cont ó
que Sant iago Nasar cam inaba con la prest ancia de siem pre, m idiendo bien los pasos, y
que su rost ro de sarraceno con los rizos alborot ados est aba m ás bello que nunca. Al
pasar frent e a la m esa les sonrió, y siguió a t ravés de los dorm it orios hast a la salida
post erior de la casa. «Nos quedam os paralizados de sust o», m e dij o Argénida Lanao. Mi
t ía Wenefrida Márquez est aba desescam ando un sábalo en el pat io de su casa al ot ro
lado del río, y lo vio descender las escalinat as del m uelle ant iguo buscando con paso
firm e el rum bo de su casa.
- ¡Sant iago, hij o - - le grit ó- , qué t e pasa!
Sant iago Nasar la reconoció.
- Que m e m at aron, niña Wene - dij o.
Tropezó en el últ im o escalón, pero se incorporó de inm ediat o. «Hast a t uvo el cuidado
de sacudir con la m ano la t ierra que le quedó en las t ripas», m e dij o m i t ía Wene.

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Después ent ró en su casa por la puert a t rasera, que est aba abiert a desde las seis, y se
derrum bó de bruces en la cocina.

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