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¿Se

suicidó realmente Hitler en el búnker de la Cancillería de Berlín? Éste es


el núcleo argumental de Berkut, apasionante novela en la que Joseph
Heywood narra la accidentada fuga del que fue el Führer del Tercer Reich a
través de una Alemania ocupada por los aliados victoriosos, siguiendo una
ruta estudiada de acuerdo con misteriosos planes trazados de antemano.
El artífice de tan espectacular evasión es el coronel Günter Brumm, uno de
los oficiales más eficientes de las SS.
Sin embargo, el Führer es perseguido implacablemente por un agente
norteamericano de los servicios secretos, que prácticamente actúa por su
cuenta, y por el jefe de un grupo de agentes especiales soviéticos al que el
propio Stalin ha concedido carta blanca en todas sus acciones y al que
denomina Berkut, nombre que recibe una subespecie de águila real que en
Kirguizstán se utiliza para cazar lobos.
Esta situación de extrema tensión, agravada por otras circunstancias que rozan
en el conflicto internacional, llega a su apogeo cuando estas fuerzas, que se lo
juegan todo a una ultima carta, se enfrentan desencadenando un final
inesperado y sorprendente.

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Joseph Heywood

Berkut
ePub r1.0
Thalassa 10.07.2022

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Título original: The Berkut
Joseph Heywood, 1987
Traducción: Hernén Sabaté
Diseño de cubierta: Lalo Quintana y Raul Rodríguez
Editor digital: Thalassa
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

Berkut

La huida
1 28 de abril de 1945, 18:30
2 28 de abril de 1945, 18:35
3 28 de abril de 1945, 18:40
4 29 de abril de 1945, 1:00
5 29 de abril de 1945, 4:00
6 29 de abril de 1945, 9:40
7 30 de abril de 1945, 13:45
8 30 de abril de 1945, 14:10
9 30 de abril de 1945, 15:20
10 30 de abril de 1945, 15:30
11 30 de abril de 1945, 16:50

12 2 de mayo de 1945, 0:30


13 2 de mayo de 1945, 5:40
14 2 de mayo de 1945, 23:30
15 Vasily Petrov
16 3 de mayo de 1945, 7:00
17 3 de mayo de 1945, 11:15
18 3 de mayo de 1945, 14:45
19 3 de mayo de 1945, 17:00
20 El SS Obefúhrer Gzünter Brumm
21 5 de mayo de 1945, 15:00
22 13 de mayo de 1945, 23:30
23 14 de mayo de 1945, 10:00
24 14 de mayo de 1945, 17:00
25 15 de mayo de 1945, 11:15
26 16 de mayo de 1945, 8:00
27 17 de mayo de 1945, 19:00
28 19 de mayo de 1945, 12:05

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Para mis amigos Charlie Mangel y Bob La Rue

La modalidad de caza de lobos mas fascinante es la que se


efectúa por medio de águilas. Muy rara vez ha sido practicada
en Europa y su auténtico origen esté en el Kirguizstán, en el sur
de la zona central de la Unión Soviética. Las aves
especialmente criadas para esa tarea —una subespecie del
águila real denominada «berkut»— son adiestradas por los
miembros de las tribus nómadas de la región. El berkut apenas
pesa nueve o diez kilos, pero puede abatirse sobre el lomo del
lobo y agarrarle el hocico con tal fuerza que el lobo queda Casi
paralizado. A menudo, el ave clava las garras de una pata en la
espina dorsal y, cuando el lobo vuelve la cabeza para lanzar una
dentellada, el águila sujeta con la otra para el hocico de su
presa, ahogándola o manteniéndola inmóvil hasta que el
cazador acaba con ella. El berkut posee una fuerza increíble, en
cada pata tiene casi una tonelada de potencia de agarre y un
golpe con su ala, de noventa centímetros de longitud, puede
romperle el brazo a un hombre… Los nómadas del Kirguizstán
todavía cazan lobos con águilas, montados a caballo y con la
ayuda de perros.

BARRY HOLSTUN LOPEZ


Sobre lobos y hombres

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La huida

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28 de abril de 1945, 18:30
El coronel Günter Brumm se estiro para acomodarse en la estrecha cabina del
planeador de bolsillo. Era un hombre alto, de cuerpo robusto y musculado,
precisamente el físico que le había convertido, años atrás, en candidato de
primer orden a oficial del ejército. Su cabello rubio y sedoso, en otro tiempo
abundante y tupido, estaba ahora sucio y el perfil de su cuero cabelludo
empezaba a retroceder, cosa inaceptable a sus treinta y cinco años. Tenía unas
manos enormes y unos dedos parecidos a largos y gruesos cilindros, que uno
de sus camaradas había llamado en cierta ocasión «palos de escoba». Su
elevada estatura se debía mas bien a un tronco muy desarrollado que a unas
piernas muy largas y, si bien la cabina del aparato le ofrecía espacio suficiente
para éstas, el resto de su cuerpo quedaba encajado en el cubículo, casi sin
espacio para maniobrar.
Instalado por fin en el duro asiento, Brumm tanteó poco a poco con los
pies hasta localizar los delicados pedales del timón del planeador. Cuando los
encontró, se preguntó si seria capaz de dominarlos durante el vuelo, con las
gruesas botas que Llevaba. Solo había pilotado cuatro o cinco veces un
planeador, y nunca uno tan pequeño. Iba a ser todo un reto y la idea le
excitaba.
Tras haber conseguido colocarse en posición, dejó la bolsa y el macuto
que llevaba consigo en el suelo, delante de él. Comprobó que la correa del
arnés del paracaídas quedara atada a los dos bultos. La pistola automática, un
modelo perfeccionado de la que utilizaban habitualmente las tropas alemanas,
iba atada al pecho en una funda especial de gamuza que también contenía seis
cargadores de repuesto.
Al probar los mandos, Brumm observó que las bolsas obstruían la palanca
impidiendo tirar de ella a fondo. Como un animal que se dedicara con
diligencia a acondicionar su madriguera, siguió cambiando de sitio los bultos
hasta que la cabina quedo en orden. Hacia mucho tiempo que el coronel había
aprendido que, en cuestiones de supervivencia, los detalles marcaban la
diferencia y se había convertido en un experto en planificar, comprobar y
volver a comprobar cada elemento de la misión que estuviera realizando.
Dispuesto por fin, resoplo y se hecho hacia atrás, apoyándose en la mochila

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del paracaídas. Si esto no funciona, se dijo, soy hombre muerto. Para un
soldado profesional Como él, los hechos eran los hechos. No temía a la
muerte, pensar en ella no le llenaba de malos presagios. Sencillamente, era el
modo de asegurarse de que su subconsciente se hacia una idea exacta de la
situación y de que su necesaria agudeza mental estaría a punto cuando la
precisara.
En su calidad de comando especial, Brumm era uno de los pocos
supervivientes de un grupo de élite que recibía ordenes directas de Adolf
Hitler. Entre sus credenciales había una carta del Führer que le otorgaba poder
absoluto sobre todos y cada uno de los alemanes, tanto civiles como militares.
Era una licencia que le permitía hacer uso de cuanto necesitara en el momento
que fuese, prescindiendo del papeleo habitual. Durante el tiempo que llevaba
en la unidad de comandos especiales, al coronel le habían sido encomendadas
innumerables misiones de gran riesgo. Sin embargo, aunque su constitución
física hacia de él un individuo impresionante, era su perfil psicológico lo que
mas había interesado al Führer, quien se ocupaba de la aprobación definitiva
de todos los candidatos a formar parte de la unidad.
Brumm llevaba en su cuerpo numerosas cicatrices que atestiguaban, no
solo la dureza de su profesión, sino también su capacidad de supervivencia. A
lo largo de los años, en sus misiones en Francia, Checoslovaquia, Rusia y
otros muchos lugares, había sido herido en tantas ocasiones que ya había
perdido la cuenta. Hijo de un oficial prusiano y nieto de un Farmacéutico,
había crecido en contacto con la muerte y los cadáveres. Las distintas formas
de morir le traían sin cuidado: uno respiraba o no lo hacia, y eso era todo. Era
esta familiaridad con la muerte lo que le convertía en un soldado eficiente.
Echo un vistazo al reloj. Si el avión remolcador llegaba según lo previsto,
el enganche se debería producir en siete minutos. Esperaba que la pequeña
zona de despegue no se deterioraba aun mas en el tiempo que quedaba. Los
rusos estaban por todas partes. En febrero habían expulsado a los ejércitos
Alemanes de las orillas del río Oder después, habían detenido el avance
durante un par de meses para descansar mientras se procedía al
abastecimiento, antes de efectuar el asalto definitivo contra Berlín. El 16 de
abril, los ejércitos rusos habían lanzado un ataque en masa y, tres días mas
tarde, habían roto el frente por varios puntos a 25 kilómetros al oeste del río
Oder, dejando aislada a la unidad de Brumm detrás de las lineas enemigas.
Ahora, los rusos Volvían sobre sus pasos para liquidar las bolsas de
resistencia. Aunque los mapas del desarrollo de la batalla y las informaciones
fiables de los servicios de inteligencia escaseaban, cualquiera dotado de

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experiencia podía ver con claridad qué pretendían los rusos: Berlín iba a ser
arrasada.
Una vez los tanques hubieron penetrado en las lineas germanas, abriendo
huecos en ellas, la infantería soviética lanzó un ataque frontal contra los
alemanes. Ahora se había iniciado un intenso duelo artillero y, en el cielo,
cientos de trazadoras se cruzaban formando arcos sibilantes, mientras ambos
bandos trataban de aniquilar al contrario. Las baterías habían dejado de a
untar y se limitaban a cargar y disparar lo mas deprisa posible. Al final, uno
de los dos lados seria incapaz de responder al fuego.
A Brumm no le sorprendía que los restos del ejército alemán estuvieran
inmovilizados y atrapados. La voluntad de luchar había desaparecido. Lo
sucedido en Stalingrado, le había enseñado que el final era solo cuestión de
tiempo. Él había estado allí, había saltado en paracaídas sobre los Campos
helados con la misión de ejecutar a un general ruso, y lo había conseguido.
Para luego escapar sin haber perdido un solo hombre. Hitler había
imaginado que la muerte de aquel general cambiaría el curso de la batalla,
pero el resultado fue el mismo, los rusos siguieron empujando a los alemanes
y les hicieron retroceder los miles de kilómetros que antes habían ocupado, a
costa de un numero terrible de bajas, tanto del enemigo como propias. El
Führer había hablado muchas Veces de la naturaleza subhumana de los
eslavos. Ahora, era evidente que esa misma naturaleza primitiva convertía al
soldado ruso de infantería en un adversario terrible. Como salvajes, se
lanzaban a la carnicería, al baño de sangre. Brumm les había visto arrastrarse
por el suelo con las piernas arrancadas, disparando todavía sus fusiles. En
cierta ocasión había presenciado como un ruso se rociaba con petroleo, se
prendía fuego y se lanzaba contra una concentración de tropas alemanas. El
coronel admiraba aquella ferocidad. La tarea de cada soldado era muy
sencilla. Trabar combate con el enemigo, y luego matarlo. Desde Stalingrado,
los rusos se habían volcado en ese objetivo y habían sacrificado millones de
combatientes para conseguirlo. Y era igualmente evidente que seguirían
llegando por millones, para continuar en su empeño hasta que Alemania
quedara arrasada. Entonces, recogerían todo lo que pudieran llevarse y
regresarían a la Patria. La caída del Tercer Reich no tendría nada de limpia y
ordenada, Alemania sería machacada hasta que muriera todo lo que pudiera
matarse.
Sentado en el planeador, con la cubierta parcialmente corrida, Brumm se
sintió lejos de la batalla que rugía a su alrededor. Protegido sólo por un
armazón de madera y un casco de lona lacada, se notaba ausente, apartado de

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la línea de fuego. Estudió el paisaje bajo el parpadeo de la luz artificial creada
por las andanadas de fuego y las explosiones. Era como cualquier campo de
batalla, pero aún más devastado pues el terreno estaba salpicado de cráteres,
los árboles se habían convertido en astillas que cubrían el suelo y toda la zona
estaba llena de vehículos quemados, volcados de costado o con las ruedas al
aire, y de material de guerra abandonado. Por todas partes se veían cuerpos,
en su mayoría inmóviles, muertos, pero al unos de los que todavía vivían
seguían arrastrándose en busca de ayuda. De vez en cuando, Brumm
distinguía soldados que aún intentaban luchar y se abrían paso entre los
cadáveres para recuperar sus armas y municiones. Los soldados alemanes, se
recordó a sí mismo, seguían haciendo lo que se esperaba de ellos.
Toda la escena era un hecho colectivo más de la guerra. Aquí, su trabajo
había terminado, ahora tenía que realizar otra misión y de su éxito dependía el
futuro del Tercer Reich. Si algo le emocionaba, era saber que había sido
escogido como instrumento histórico. Estaba impaciente por empezar.

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28 de abril de 1945, 18:35
El terreno era ondulado y boscoso, salpicado de campos yermos y
enfangados, y la densa niebla que cubría la zona hacía que pareciera mucho
más tarde de la hora que marcaba el reloj. Berlín había quedado rodeada
cuatro días antes y ahora el ejército soviético procedía a trasladar suministros
hacia la ciudad, mientras las tropas se concentraban para el asalto final. Aquí,
al este de la ciudad, los duelos artilleros habían cesado pero los cinco
hombres que avanzaban a caballo, como sombras a través del bosque
destrozado, podían oír el tableteo de los fusiles delante de ellos.
Al llegar al lindero de la arboleda, los hombres tiraron de las riendas de
sus monturas y se detuvieron para estudiar el panorama que se abría ante
ellos. Al sur, una columna de tropas de veinte en fondo se extendía, en
silencio e interminable, hasta perderse en la niebla. Los campos, ante ellos,
estaban llenos de cientos de caballos sin jinete que avanzaban con las cabezas
gachas, en paralelo a la ruta que seguía el ejército ruso. En las proximidades,
una yegua colorada cubierta de barro estaba pariendo, con la cabeza levantada
y los ollares muy abiertos debido al esfuerzo de las contracciones finales que
expulsarían al nuevo ser. Entre los caballos aparecían algunas vacas que
pastaban en el fango oscuro, mientras los soldados pasaban en silencio por la
carretera cercana.
Uno de los cinco jinetes se separó de los demás y galopó junto a los
árboles y hacia la columna de tropas, pero, apenas había cubierto un centenar
de metros, se oyó un seco chasquido y el caballo cayó al suelo con el hocico
por delante, despidiendo al jinete de mala manera por encima de sus orejas.
Tres de sus compañeros desmontaron de inmediato. Dos de ellos se
adentraron en el bosque en dirección al lugar donde había sonado el disparo,
el tercero corrió agachado hacia su camarada, arrojándose al suelo y
arrastrándose los últimos tres metros, y se detuvo junto a él con la pistola
desenfundada y la mirada vuelta hacia los árboles. El jinete cuyo caballo
había sido abatido estaba sentado en el suelo con las piernas extendidas y
sacudiendo la cabeza.
—¿Te ha dado? —preguntó su compañero, sin la menor emoción en la
voz.

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Hacía mucho tiempo que ambos habían perdido la cuenta de las veces que
la muerte les había rondado de cerca, siempre estaba a su lado y ellos lo
aceptaban.
—No, pero ese caballo era un ejemplar magnífico —respondió el hombre,
dirigiendo un vistazo al animal, muerto junto a él.
—No importa. Aquí es donde enlazamos con el ejército. Haremos a pie el
resto del camino.
Un nuevo disparo les interrumpió y ambos reaccionaron arrastrándose
rápidamente hacia adelante, ara ponerse a cubierto detrás de un tronco caído.
Segundos después, una silueta salió de la arboleda y echó a correr
desesperadamente por el lodazal, delante de ellos. Los dos soldados se
incorporaron, apuntaron y dispararon a la vez. La silueta cayó pesadamente y
los dos hombres corrieron hacia ella. Sus dos camaradas aparecieron jadeando
entre los árboles, por el mismo lugar donde había surgido la imprecisa figura.
—¿Ha salido?
—Aquí está —asintió uno de los soldados, mientras llegaba junto al
cuerpo y le daba media vuelta con el pie.
Cuando los cuatro hombres estuvieron juntos, el quinto, que aún seguía
montado, se acercó a ellos mientras su caballo resoplaba y sacudía la cabeza a
un lado y a otro, tirando del bocado. Al llegar al grupo, apenas dirigió la
mirada al cuerpo.
—Era sólo un muchacho dijo uno de los hombres.
—Era un alemán —replicó con sequedad el jinete.
A continuación, espoleó ligeramente a su montura y la hizo avanzar por el
mar de barro. Los demás se miraron, volviendo a sus caballos, recogieron el
equipo y echaron a andar tras la pequeña silueta oscura del jinete, apenas
visible ahora bajo la luz mortecina.

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28 de abril de 1945, 18:40
El plan para la evacuación del coronel Brumm era tan sencillo como
peligroso. El morro del planeador estaba atado a un largo cable elástico
preparado por un equipo de investigación especial que estudiaba unos nuevos
materiales plásticos llamados polímeros. Cien metros delante del planeador, el
cable formaba un gran lazo, suspendido entre dos pértigas de unos sesenta
metros de altura. El plan requería la colaboración de un avión de transporte en
vuelo rasante, que arrastraría un ancho unido a la cola. El gancho se trabaría
en el lazo del cable, éste se tensaría y el planeador se elevaría con el impulso.
La idea era sencilla y directa, el tipo de plan que le gustaba a Brumm.
Quienes lo había proyectado lo denominaban «la honda».
A lo largo de varios años, más de dos decenas de pilotos de prueba se
habían matado tratando de perfeccionar aquel sistema de huida, ideado en un
principio como un medio para sacar al Führer del Nido del Águila en el
Obersalzberg. Finalmente, el sistema había sido perfeccionado y a lo largo del
país se habían construido durante varios años un centenar de lugares donde
llevarlo a cabo. En cada uno de esos lugares se guardaban uno o varios
planeadores de bolsillo. Aunque el sistema ya funcionaba, aún ofrecía ciertas
dudas, porque la mayoría de las pruebas se habían efectuado en cumbres
montañosas. Aquí, en el bosque destrozado por los combates, el margen de
error sería prácticamente nulo.
No obstante, la principal preocupación de Brumm era la de si el aparato
de transporte lograría llegar hasta él. El avión debería salvar una densa barrera
artillera para alcanzar el bosque y, si el riesgo era considerable para el
coronel, lo era todavía más para los tripulantes del avión que debía arrastrarle.
Para facilitar las cosas, había dado orden a la artillería alemana para que
interrumpiera el fuego durante tres minutos, y ahora sólo quedaba un minuto
para el inicio de la pausa. El avión de transporte tendría que hacer la
aproximación en el momento acordado y debería enganchar el cable a la
primera pasada. Brumm dudaba de que el aparato consiguiera sobrevivir a un
segundo intento.
Sacó la cabeza de la cabina para escuchar. De pronto, la artillería alemana
dejó de disparar. El bombardeo ruso no sonaba muy intenso. Treinta segundos

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más tarde, también los cañones soviéticos enmudecieron, evidentemente, los
oficiales que los mandaban estarían preguntándose qué significaba el cese del
fuego alemán. Salvo algunas ráfagas esporádicas de armas automáticas y
algunos disparos sueltos de fusil, la zona había quedado en silencio por
primera vez en varios días. De pronto, el coronel oyó los motores del avión
que se aproximaba.
El aparato estaba cerca. No lograba verlo, pero el ruido de los motores le
indicaba que estaba virando para efectuar la aproximación. Venía muy bajo,
casi rozando la copa de los árboles. El coronel no dudaba de que el piloto
sabría hacer su trabajo. Tenía por costumbre esperar siempre el máximo nivel
de eficacia de sus subordinados. Los que no podían cumplir eran castigados
con severidad, los ineptos eran trasladados a otras unidades donde las
exigencias y expectativas no fuesen tan elevadas.
Satisfecho al comprobar que el aparato era el que estaba esperando,
Brumm sacó el cuerpo de la cabina, apuntó la pistola de bengalas hacia el
cielo nocturno y apretó el gatillo. Una llamarada verde se elevó con un
zumbido y estalló en una cascada de chispas esmeralda. Abrió la pistola,
extrajo el cartucho gastado e introdujo otro. Se asomó de nuevo, apuntó
siguiendo la dirección del fuselaje del planeador y disparó en horizontal hacia
la primera línea de árboles. Allí, oculto bajo una delgada capa de tierra, había
un depósito secreto con varias decenas de bidones de gasolina. La bengala
atravesó la capa de tierra, dio en uno de los bidones y produjo una enorme
explosión seguida de un incendio que iluminó toda la zona, dejando
claramente visibles las pértigas que sostenían el lazo del cable. Al contemplar
el dispositivo, Brumm se sorprendió de que todavía estuviera en su sitio y de
que el minúsculo depósito de carburante hubiera escapado al fuego de la
artillería enemiga. Lo consideró un buen augurio.
El ruido del avión se perdió. Ahora, el aparato debía de estar detrás de él.
Comprobó de nuevo los correajes durante unos segundos, colocó los pies en
los pedales del timón y asió la palanca de los controles con la mano
enguantada.
El avión de transporte rugió sobre su cabeza a muy poca velocidad. Tan
cerca que, por un instante, Brumm creyó que iba a aterrizar encima de él. Pese
a las brillantes llamas del incendio, la visibilidad desde la cabina era limitada
y el coronel no pudo apreciar si el cable quedaba enganchado correctamente.
Sin embargo, pronto lo notó. Al principio, el planeador recogió una leve
vibración, luego se deslizó un poco hacia adelante y, a continuación, se
produjo un firme tirón cuando el cable alcanzó su límite de elasticidad. El

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planeador dio unos cabeceos y, por fin, despegó. El coronel se hizo con el
control del timón, y al tirar de la palanca hacia atrás, el ligero aparato se elevó
derecho hacia el cielo. Al sobrevolar los árboles, vio que le disparaban desde
el suelo, pero no hizo caso de las balas trazadoras e intentó concentrarse en el
avión que le arrastraba.
Ambos aparatos ascendieron rápidamente, desviándose hacia el sur y el
oeste en una maniobra lenta pero sostenida.
¡Había funcionado! Pronto quedó la lucha a su espalda y bajo el planeador
pudo distinguir los campos en penumbra. Estabilizó su aparato directamente
detrás y debajo del avión que le arrastraba y buscó el transmisor de radio.
—Buen trabajo —trasmitió con voz tranquila—. Estoy estabilizado.
Ponga rumbo cero nueve cero.
El avión de transporte obedeció de inmediato y el coronel empezó a
escrutar el terreno que sobrevolaba, en busca de las marcas que debían
guiarle. La tripulación del otro aparato desconocía su destino final y se
limitaba a seguir las indicaciones de Brumm. En algún punto del trayecto, el
coronel soltaría el cable del planeador siguiendo el plan previsto.
Brumm se sintió satisfecho. De momento, los rusos quedaban detrás de él
y, una vez más, recuperaba el control de su propio destino. Hasta allí, las
cosas habían salido bien y confiaba en que la operación, que había planificado
concienzudamente, tendría éxito.
Todo había empezado mientras estaba en el puesto de mando de una
división, al recibir un mensaje codificado. En él, sólo aparecían una palabra.
«Lobo», pronunció en voz alta.

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29 de abril de 1945, 1:00
Los cinco hombres del Grupo de Operaciones Especiales se habían abierto
paso hasta lo que quedaba de los barrios residenciales de Berlín por el este,
utilizando unidades del Tercer Ejército de Choque como falanges de
protección. Durante los ochenta kilómetros de avance desde el río Oder,
Vasily Petrov había procurado proteger a su pequeña unidad, no tenía la
menor intención de perder a ninguno de sus hombres selectos mientras las
divisiones soviéticas continuaban su progresión sobre la capital nazi. El grupo
era demasiado valioso para desperdiciarlo sin sacar el debido provecho a la
fuerte inversión realizada en su preparación. A Petrov le gustaba pensar en
términos económicos, los capitalistas quizá fueran depravados, pero también
eran eficientes y él valoraba la eficiencia por encima de casi todas las
cualidades. Para evitar una pérdida prematura de sus valiosos recursos, el
menudo ruso mantenía en todo instante a su unidad detrás de las tropas
regulares, dejando que el ejército pagara todo el elevado coste del avance.
Mientras seguía con sus hombres tras un batallón soviético, Petrov se recordó
una vez más que su misión era mucho más importante que la de conquistar un
puñado de kilómetros cuadrados de ruinas nazis.
A la 1:00 de la madrugada, las tropas soviéticas que protegían al Grupo de
Operaciones Especiales salieron de una telaraña de calles paralelas
serpenteantes y se encontraron al borde de una amplia Platz en la que había
un jardín, una serie de estatuas sobre pedestales y una extensión de losas
ordenadas en un dibujo radial. Petrov captó con fruición el aroma de las lilas
bajo el aire primaveral pero, cuando la infantería rusa empezó a avanzar hacia
el jardín, titubeó. Algo iba mal.
Ezdovo, el siberiano, se colocó inmediatamente en posición detrás de su
jefe. El fulgor anaranjado de las llamas cubría toda la ciudad, ero no bastaba
para iluminar la plaza. Berlín se había quedado sin electricidad mucho tiempo
atrás y apenas había más luz que la producida por los incendios cercanos, allí,
al contrario que en otras partes de la ciudad, los edificios en llamas eran
escasos. Ezdovo no miró a su jefe, sino que se puso en cuclillas a su lado con
la vista fija en la oscuridad, moviendo la cabeza a un lado y a otro para
compensar el punto ciego del ojo que limita la visión humana de noche. Había

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aprendido esa técnica cuando era cazador, durante los meses de oscuridad
permanente del invierno ártico.
—Problemas —murmuró.
No era una pregunta, en el combate, sus instintos eran casi idénticos a los
de Petrov y, cuando éste se detuvo, ya compartía su misma sensación de
desconfianza.
—¿Lo notas? —respondió Petrov en un susurro.
—No hay resistencia —dijo el siberiano con calma—. Una zona grande,
fácil de defender. Un cuello de botella natural contra cualquiera que aparezca
por las calles. Los alemanes no nos dejarían entrar si no quisieran que lo
hiciéramos.
Era una situación inesperada, hasta el momento, habían tenido que hacer
frente a una resistencia alemana feroz pero improvisada. Hitler había
ordenado combatir hasta la muerte y muchos ciudadanos obedecían
ciegamente. Ahora, en un lugar donde era fácil y hasta natural una acción
defensiva, no encontraban a nadie. El asunto tenía mal cariz.
—¿Emboscada? —preguntó Petrov.
Ezdovo abandonó lentamente su posición en cuclillas para observar el
avance de los soldados delante de ellos. Algunos se estaban acercando ya al
otro lado del jardín.
—No —respondió el siberiano con voz confiada—. Una emboscada no
nos hubiera permitido llegar tan lejos. Parece una trampa mortal.
Petrov no necesitó más confirmación, él había llegado a la misma
conclusión. Sin duda, la zona estaba minada y preparada para ser volada por
control remoto, por alguien apostado en algún tejado cercano.
—Muévete —ordenó de pronto a Ezdovo, dándole un leve empujón—.
Idiotas —añadió mirando a los soldados que ahora ocupaban el parque y
aprovechaban el respiro en el combate para descansar y fumar un cigarrillo.
Petrov y Ezdovo dieron media vuelta, sus tres compañeros les siguieron.
Cuando el jefe entraba en acción, no preguntaban nada, hacerlo podía ser
fatal. Mientras los cinco corrían por la parte posterior del parque, Varios
soldados les gritaron:
—Tranquilos, esos cerdos nazis están ¡Kaput!
Continuaron corriendo sin hacer caso de los gritos. Por fin, llegaron a una
bocacalle que conducía hacia el norte y se colaron por ella. Al penetrar en la
calle, Ezdovo se detuvo, se arrodilló, alzó su arma y apuntó hacia la Platz para
cubrir a sus camaradas. Cuando vio que estaban a salvo, intentó seguirles
pero, antes de que terminara de incorporarse, un intenso destello luminoso

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llenó el jardín, seguido de una onda de choque que les lanzó a todos al suelo,
dejándoles conmocionados y deslumbrados, jadeando para recuperar el
aliento mientras a su alrededor caían cascotes procedentes de edificios en
ruinas.
Gnedin, el médico con aspecto de galgo que era el miembro menos
veterano del grupo, fue el primero en recuperarse. Sin mirar apenas a sus
compañeros, acudió de inmediato junto a Petrov y encontró al jefe del Grupo
de Operaciones Especiales arrodillado en medio de la calle, cubierto por una
capa de piedra pulverizada y sangrando por los oídos.
Bailov, el joven y musculoso ucraniano de larga melena pelirroja y barba
cerrada, fue el siguiente en recuperar el sentido. Estaba aturdido y sus pasos
eran inseguros, pero quitó el seguro de su arma y la asió con fuerza mientras
acudía al lado de Gnedin.
—¿Está bien el jefe?
—Contusiones —respondió el médico—. Nada serio. Busca a los demás.
Ezdovo había sido el último en abandonar la Platz y, por tanto, quien más
de cerca había sufrido la explosión, tenía desgarrada la espalda de su chaqueta
de lona y parecía aturdido, pero ya se encontraba rodilla en tierra con el arma
preparada y apuntando en la dirección por la que había venido. Bailov le dio
unos golpecitos en el hombro.
—¿Dónde está Rivitsky?
—Estaba cerca de Petrov.
Bailov dejó al siberiano para buscar al otro hombre, a quien encontró
momentos después. Las piernas de Rivitsky asomaban bajo un montón de
piedras. En un primer instante, Bailov pensó lo peor, pero una voz
amortiguada y furiosa le gritó bajo los cascotes:
—¡Sacadme de encima esta mierda!
La orden fue seguida por una tos prolongada. Bailov se apresuró a apartar
las piedras. Una pared se había derrumbado sobre su camarada pero, por
fortuna, primero había caído una viga formando un ángulo tal que había
puesto al hombre a cubierto de los cascotes. Cuando finalmente quedó libre
de ellos, el rostro de Rivitsky estaba tan cubierto de un polvo fino como el
yeso que parecía un orondo fantasma. Su aspecto hizo que Bailov soltara una
risilla nerviosa a la que Rivitsky, todavía tendido en el suelo, replicó lanzando
una patada mal dirigida.
—Camarada —dijo Bailov en tono conciliador—, ¿ésa es manera de tratar
a quien viene a salvarte?

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Cuando se hubieron recuperado lo suficiente, Petrov reunió a sus hombres
bajo las sombras. Todavía sangraba por los oídos, pero ostentaba el mando
como siempre.
—Detonación por control remoto —informó Ezdovo a su jefe.
Petrov no oyó las palabras exactas del siberiano porque todavía le
silbaban los oídos, pero comprendió lo que acababa de suceder, a lo largo de
los años, había visto emplear varias veces ese tipo de trampas al enemigo y
sabía muy bien lo que había sido del batallón.
Bailov acarició la culata del fusil con gesto nervioso y ojos muy abiertos,
alerta ante cualquier amenaza. Gnedin permaneció sentado en silencio,
tratando de tranquilizarse. Una cosa era ver las consecuencias de la violencia
y otra muy distinta participar en ella. Seguía siendo un novato en aquellos
asuntos y tenía los nervios alterados por la experiencia. Rivitsky continuaba
tosiendo y sacudiéndose las ropas para librarse del polvo, era un tipo que,
pese a su silueta de pera, prestaba gran atención a las cuestiones
indumentarias.
Rivitsky, gordo y lento de movimientos, había nacido y crecido en
Leningrado. Cuando el Grupo de Operaciones Especiales salía de campaña,
solía cansarse con facilidad y se ponía de mal humor, quejándose
constantemente. Sin embargo, a Petrov no le importaban esos detalles sin
importancia, confiaba en Rivitsky tanto como se permitía confiar en
cualquiera de sus hombres. No importaba que Rivitsky, gordo y calvo, no
estuviera hecho para el prolongado esfuerzo físico del combate. A cambio de
ello, poseía una constitución de acero, una voluntad inquebrantable y una
asombrosa capacidad para matar con las manos a cualquiera que se acercara
lo suficiente. Más importante todavía era su mente, su capacidad para
organizar, para pensar con lógica y para asimilar gran cantidad de detalles.
—¿Y ahora qué, camarada? —preguntó Rivitsky tosiendo.
Petrov no estaba de humor para explicaciones. Su misión consistía en
abrirse paso expeditivamente hasta la Cancillería del Reich, en la otra orilla
del río Spree. Su unidad no debía ser puesta en peligro de confrontación con
el heterogéneo ejército de civiles alemanes que luchaba desesperadamente
para defender lo que ya podía darse por perdido. El Grupo de Operaciones
Especiales obedecía órdenes superiores —de muy arriba—, pero ahora su
descuidada escolta de infantería había caído en una trampa. Petrov no tenía
dudas de lo que iban a encontrar en el jardín, pero sabía que debía
inspeccionar el lugar, aunque sólo fuera porque necesitaría una radio para
ponerse en contacto con otra unidad militar.

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Los cinco hombres cruzaron con cautela la Platz hasta el jardín en fila
india, con Petrov en el centro, Ezdovo abriendo la marcha y Bailov en la
retaguardia. Cuando llegaron al lugar donde habían visto por última vez al
comandante del batallón, sólo encontraron una mano junto a los restos de la
pared, unos jirones de ropa y una radio destrozada. Petrov dio un puntapié al
aparato, con los labios apretados. Luego anunció:
—Cuando consigamos una nueva escolta, nos aseguraremos de llevar
nuestro propio transmisor. No podemos permitirnos más retrasos y tampoco
podemos confiar en el ejército.
A Petrov no le gustaba permanecer en terreno abierto tanto tiempo y
retrocedió con sus hombres por la misma ruta que habían tomado antes de la
explosión. Gnedin, pensando que se trataba de un error, recordó a su jefe que
el río que buscaban se encontraba al oeste y que estaban tomando la dirección
contraria. Por ser el miembro más nuevo del grupo, todavía no se había
acostumbrado a la lógica de Petrov ni a su intuición.
—Aunque la geometría enseña que la distancia más corta entre dos puntos
siempre es una línea recta, este axioma rara veces, se cumple durante una
guerra. En la práctica, ya verás que la teoría suele ser muy diferente —
respondió Petrov con voz paciente pero firme.
Lizdovo le dio un leve codazo a Bailov. El médico aprendió como lo
habían hecho ellos, o de lo contrario…

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5
29 de abril de 1945, 4:00
El coronel Brumm avanzó entre la neblina cargada de azufre que envolvía la
ciudad y comprobó la pistola que llevaba sujeta al pecho. Sus dedos
acariciaron el selector. Semiautomática, seguro puesto, se dijo. Esta noche,
nada de accidentes. Se palpó los bolsillos de la chaqueta, donde tenía
guardados los cargadores suplementarios, para confirmar que todo estuviera
en su sitio.
Había saltado en paracaídas sobre la ciudad poco después de las ocho de
la tarde y, durante la noche, se había abierto paso hacia el sur por los barrios
residenciales. Le había costado escoger una ruta entre ruinas, pero observó
que podía mantener una marcha bastante rápida si avanzaba a paso ligero. De
vez en cuando, tenía que detenerse a pensar si cruzaba, rodeaba o salvaba de
otro modo algún lugar especialmente peligroso. La visibilidad no presentaba
ningún problema, Berlín parecía consumirse en un incendio rojizo y ardiente.
La artillería rusa batía la ciudad con bombardeos de quince minutos cada
media hora y, entre andanada y andanada, escuadrillas de bombarderos
soviéticos o cazas aislados dejaban caer sus bombas o pasaban en vuelo
rasante sobre los escombros, disparando al azar. Parecía como si todo cuanto
podía arder en Berlín estuviera ya en llamas, pero el coronel sabía que no era
así. La guerra a aquella escala quedaba siempre más allá de lo que podían
apreciar los sentidos o la mente de un solo hombre. Desde arriba, uno podía
pensar que lo había quemado todo y que había matado al último resistente,
pero, cuando uno se aleja a en su avión, los incendios eran sofocados, salía el
sol y la gente surgía de sus agujeros para empezar a pensar en cómo
sobrevivir al día que se iniciaba. Así era la guerra, y ésta había llegado
finalmente a Berlín. Todo parecía muerto, pero el coronel sabía que la ciudad
aún estaba llena de vida. Los berlineses eran supervivientes.
Brumm se daba cuenta de que era testigo de uno de los ataques más
sostenidos y feroces de la historia militar, pero no se sentía intimidado. Ya
había presenciado hechos parecidos antes de trabar combate con los rusos. El
coronel era un militar profesional y toda su vida adulta se había desarrollado
en situaciones que sólo diferían de la presente en cuanto a intensidad. La
guerra estaba perdida, y lo sabía. Se había perdido hacía mucho tiempo y, con

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ella, desaparecía el Tercer Reich. Lo único que obstaculizaba ahora el camino
de los «ivanes» eran varios miles de miembros de las Juventudes Hitlerianas
apenas adolescentes y sus fanáticos mandos, algunos de ellos Verdaderos
ancianos, y quizás un puñado de unidades de élite del ejército que intentaban
actuar con sus últimos efectivos. Todo cuanto veía en su avance le decía que
los rusos podían entrar en la ciudad para apoderarse de ella en aquel mismo
instante. Sin embargo, sabía que no lo harían, antes, se detendrían a las
puertas de Berlín y lanzarían sus bombardeos de castigo desde lejos, tratando
de aplastar a la población. En parte, se trataba de una decisión práctica —¿por
qué meterse en la guarida del enemigo?— pero por otra arte la decisión tenía
algo de Venganza, de respuesta a lo que habían hecho los nazis en su avance
por tierras rusas. Los rusos siempre devolvían lo que habían recibido.
Mientras continuaba su avance, Brumm descubrió que su mente divagaba.
Ésta es la misión del Gran Lobo. Y yo soy el escogido. Sólo yo soy el futuro.
Una y otra vez, las palabras se repetían en su mente hasta adquirir la cadencia
de un cántico. Su ritmo cardíaco se aceleró al igual que sus pasos. La misión.
A su alrededor, encogidos en sus refugios, había miles de alemanes reducidos
a ojos que escrutaban las sombras desde la oscuridad de los sótanos, en espera
de que llegara el día y la salvación. Únicamente él continuaba al descubierto,
avanzando con decisión, como un cazador, como el único depredador
germano aún con Vida.
Era preciso que recorriera una distancia de varios kilómetros antes del
amanecer y, a ser posible, debía cruzar el río Spree. Bajo el río se encontraban
los túneles del metro y, aunque las avanzadillas rusas se encontraban ya en la
ciudad, aquella red de túneles sería una ruta segura. Goebbels se había
cuidado de ello a través de su ministerio de Propaganda. Los expertos del
ministerio habían hecho correr la voz de que, en el caso de una invasión rusa,
los nazis habían reparado un plan para atraer al enemigo al interior de los
túneles y luego anegar éstos con las aguas gel Spree. El coronel sabía que los
rusos se tragarían el rumor y permanecerían al aire libre todo el tiempo
posible. Los ivanes tenían un alma oscura, pero no les gustaba a oscuridad, se
dijo. En cualquier caso, a Brumm no le preocupaba. Había muchas rutas
posibles para pasar el río, por encima o por debajo, y las había estudiado una
por una. Finalmente, conseguiría atravesarlo.
Delante de él, los escombros daban paso a la amplia Friedrichstrasse.
Vuelto hacia el sur, calculó su posición guiándose por los restos de un
campanario. Advirtió que no estaba lejos del río, quizás a menos de un
kilómetro. Decidió dirigirse hacia el sudoeste hasta la Schiffbauerdamm y, en

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las proximidades de ésta, descender por uno de los conductos de ventilación
que utilizaban los inspectores del ferrocarril suburbano para acceder al
tendido del metro de la ciudad. Una vez bajo el suelo, la nueva lámpara de
pilas que llevaba en el macuto iluminaría el camino y podría avanzar más
deprisa. El objetivo inmediato era llegar al río y cruzarlo por debajo sin
tropiezos. Conforme se adentraba en la ciudad, cada vez parecía haber más
gente merodeando por las calles y el coronel notó que sus nervios empezaban
a tensarse. Al llegar a la esquina de una Calleja lateral, se puso en cuclillas
para asegurarse de que el camino estuviera despejado. A ambos lados de la
calle había varios vehículos consumidos por el fuego, retorcidos como si un
gigante furioso los hubiera estrellado contra el suelo antes de abandonarlos.
La calle parecía desierta aunque atrás, en la Strasse principal, grupos de
civiles se dirigían hacia el norte, alejándose del corazón de la ciudad.
Calculó que disponía de noventa minutos hasta las primeras luces del
alba. Cuando saliera el sol, esperaba encontrarse al otro lado del río, a salvo
en su santuario. Una vez cruzado el río, apenas tendría necesidad de salir a la
superficie. Podría llegar hasta la Cancillería a través de las toperas abiertas
por los burócratas.
Tardó apenas quince minutos en llegar a la represa y localizar la trampilla
de acceso, un grueso disco de cemento con una rueda metálica que contenía el
mecanismo de apertura. Tiró de la rueda, pero estaba atascada. Se quitó el
macuto y volvió a probar, pero no consiguió moverla, pese a su considerable
fuerza física. Brumm sabía que la trampilla no estaba cerrada, los alemanes
no eran vándalos y, por tanto, no había necesidad de poner cerraduras en
aquellos mecanismos. Evidentemente, hacía tiempo que no se había accedido
a los túneles para proceder a la inspección, lo más probable era que la
trampilla estuviese oxidada o atascada por falta del necesario engrase y
mantenimiento. Iba a necesitar una palanca.
Avanzó con un trote apresurado por las aceras de cemento hasta un
edificio bombardeado. Cuando penetró en él, avanzó de piso en piso,
necesitaba una barra metálica de alguna de las paredes y sabía que sólo era
cuestión de tiempo encontrar la adecuada. En la parte trasera del edificio, en
un apartamento de paredes cubiertas con un horrible papel pintado que
representaba un grupo de sátiros bailando, había varias barras metálicas
dobladas en un enorme boquete de la pared. El suelo estaba cubierto de
fragmentos de piedra y de mortero, pero todas las barras seguían ancladas en
el cemento, de modo que debería demoler la parte inferior de la pared para
poder extraer una de ellas. Salió del apartamento para seguir buscando, en

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esta ocasión una herramienta. En un piso de la primera planta que daba a la
calle encontró un mazo con el mango partido por la mitad. La cabeza del
instrumento era pesada, de hierro fundido, y adecuada para sus propósitos.
El trabajo de demolición para extraer la barra iba a llevarle bastante
tiempo y el coronel se puso manos a la obra con buen ritmo. Descargó el
mazo en la base de la pared, exhaló aire, inhaló y volvió a golpearla una y
otra vez, como una máquina, sin dar muestras de cansancio. La mayor parte
del cemento se desprendía en pequeñas lascas pero, de vez en cuando, un
fragmento más contundente caía pesadamente al suelo. Tras cada serie de
golpes, el coronel se detenía para mover la barra de acero con ambas manos.
Empezaba a aflojarse. Fuera, comenzaba a hacerse de día y parecía iniciarse
una nueva andanada de la artillería rusa. Los aviones rugían a baja altura
sobre el río y el fuego antiaéreo de las baterías germanas se dejaban oír
esporádicamente. Los artilleros se estaban quedando sin munición o sin
ánimos, se dijo. Quizá temieran abrir fuego y descubrir con ello sus
emplazamientos. Fuera cual fuese la causa, lo cierto era que la barrera
antiaérea que defendía Berlín se había desmoronado.
Brumm necesitó una hora para liberar la barra. Sin embargo, el esfuerzo
mereció la pena, la barra de acero era rígida, fuerte y casi recta. Una palanca
perfecta. Satisfecho, pensó que con un abrir y cerrar de ojos se encontraría
bajo el río y casi habría terminado el primer tramo de su viaje. Se Volvió para
abandonar las ruinas del edificio y se encontró frente a frente con la boca de
una pistola automática que le apuntaba. La muchacha que sostenía el arma
tenía unos ojos grises que recordaban el color del cielo antes de una nevada.
Mientras que los otros berlineses que había visto durante su avance parecían
fantasmas macilentos, aquella mujer era robusta y musculosa, con aspecto de
estar bien alimentada y muy despierta. El instinto le dijo a Brumm que se
encontraba en una situación extremadamente peligrosa y exhaló
profundamente el aire para tranquilizarse.
—Guten margen —dijo con jovialidad, al tiempo que efectuaba un leve
gesto con la cabeza, esperando hacerse con el control de la situación.

—Un SS —observó la muchacha—. Número de unidad, por favor.


—¿Estoy detenido? —preguntó el coronel con voz desafiante—. Todavía
no lo he decidido.
—Hace una semana, crucé el río para efectuar un reconocimiento de las
tropas rusas y de sus movimientos. Ahora no puedo regresar. He intentado

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pasar el río por debajo, a través de los túneles, pero la trampilla de acceso está
atascada. Necesitaba una palanca. Levantó la barra de acero ara mostrarla a la
muchacha.
—¿Donde están los rusos? —dijo ella.
—Cerca. Pronto llegarán los tanques, si tienen el valor suficiente para
entrar.
—¿No hay esperanzas?
—Siempre las hay, Fraulein —replicó el coronel, galante.
La muchacha asió de pronto su arma con más fuerza y apuntó con ella a la
cabeza del coronel.
—No me Venga con tonterías, SS, yo no soy su Frau alemana de
costumbre. Soy la nueva mujer alemana. No soy de las que se quedan en la
cama esperando que alguien las posea. Yo lucho como un hombre, para
defender a mi Führer y mi Reich.
Brumm vio aquí su oportunidad.
—En tal caso, hágase a un lado y déjeme paso. Tengo que cumplir una
misión y usted se está interfiriendo. ¡Apártese de mi camino!
—Herr coronel —replicó ella con una sonrisa— habla y se comporta
usted como un hombre acostumbrado a dar órdenes, no a recibirlas. Lo único
que me pregunto es qué puede hacer aquí una persona como usted. Hay
muchos SS que intentan dejar la ciudad y abandonar a su Führer.
—¿Quién es usted? —preguntó Brumm.
La muchacha sonrió y guardó silencio. Sus ojos brillaban y tenía los
labios húmedos. Por fin, respondió lentamente:
—Soy una vengadora del honor alemán. Nuestro Führer ha sido
traicionado por sus generales. Los hombres desertan de sus posiciones y
abandonan Alemania a los rusos. Mi querido coronel, nosotras cazamos
traidores al Reich. Aplicamos justicia en el nombre de nuestro Führer, Adolf
Hitler. Y creo, Herr coronel, que usted es uno de esos hombres que buscamos.
—¿Nosotras?
—somos seis.
—¿Y usted piensa que soy un desertor?
—¿No es posible? ¿Dónde están sus órdenes, sus documentos? ¿Un
coronel de las SS sin armas, oculto en un edificio bombardeado?
Las palabras de la muchacha enfurecieron a Brumm.
Apártate de mi camino, muchacha. No juegues a soldaditos o te costará la
vida.
—Esto no es un juego —dijo una voz detrás de él.

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Brumm Volvió la cabeza y vio a otras dos mujeres, ambas vestidas con
ropas de hombre y en la misma buena forma física que la primera. Una le
apuntaba con una pistola automática y la otra balanceaba una cuerda bastante
gruesa a un lado de su cuerpo. Ninguna de las dos parecía amistosa.
—Dispárale y acabemos de una vez, Gretchen —dijo la que llevaba la
cuerda, con voz impaciente.
Yo me ocupo de esto —replicó la primera muchacha.
—El Führer ordenado la entrada en acción de los Hombres lobo.
—¿Y vosotras os consideráis Hombres Lobo? —intervino Brumm con
aire burlón.
La llamada Gretchen le dirigió una dura mirada.
—Cuando lleguen los rusos, nos esconderemos en el suelo, Tenemos
reductos seguros. Pasado un tiempo, los invasores bajarán su guardia.
Entonces, saldremos de nuestras guaridas y golpearemos. Somos miles y
estamos esperándoles.
El coronel meditó sobre lo que la muchacha había dicho. Hitler había
lanzado un edicto para organizar los Hombres lobo, un grupo guerrillero, y
había ordenado la defensa hasta la muerte de cada ciudad y cada pueblo. En
algunas zonas abría resistencia, sin duda, pero la mayoría, si conocía a sus
compatriotas alemanes, optaría por salvar el pellejo. Cuando llegaran los
rusos, Hitler ya no existiría. Y respecto a que los hombres Lobo fueran una
fuerza real, no era así. Como tantas de las ordenes finales del Führer, ésta
había sido ignorada e incumplida en su mayor parte. Aquellas mujeres
resultaban patéticas, pues no eran otra cosa que adolescentes ignorantes y
fanatizadas. Sin embargo, podían resultar útiles.
¿Dónde habéis oído hablar de los Hombres Lobo?
Nos lo explicó un oficial —dijo una de las muchachas a su espalda—. Un
general.
¿Quién? ¿Cómo se llama?
—Se llamaba, querrá decir. Colgamos a aquel cerdo —replicó Gretchen
con orgullo—. Le capturamos cuando huía con una puta italiana, de modo que
le juzgamos y ejecutamos por traidor. Antes de morir, nos contó muchas
cosas.
—Los Hombres Lobo no existen. Sólo era un plan, una idea que no llegó
a ponerse en práctica —dijo Brumm a las muchachas—. No existe ninguna
resistencia generalizada. Cuando llegue finalmente el grueso de las tropas
rusas, sólo estaréis las seis y los pocos soldados que aún resistan. Sólo
nosotros, los contados que seguimos luchando. No tengo tiempo para juegos.

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El coronel avanzó hacia la llamada Gretchen, apartó a un lado su arma y pasó
junto a la muchacha. Al hacerlo, ella le golpeó en la parte posterior de la
cabeza con el arma y Brumm se desplomó en el pasillo. Apenas hubo tocado
el suelo, notó el cañón de la pistola apoyado con fuerza contra su nuca.
—En pie —dijo la muchacha.
El coronel hizo lo que le ordenaban y se frotó el cuero cabelludo, mientras
trataba de incorporarse.
Le sacaron del edificio siguiendo un trayecto serpenteante entre montones
de escombros hasta llegar a lo que quedaba de un edificio de gruesos muros
de ladrillo rojo, le hicieron entrar a empujones y le dirigieron hasta el extremo
superior de una escalera.
—Abajo, Herr coronel.
Al pie de la escalera había una pesada puerta metálica.
—Entre —le ordenó una de las mujeres, y Brumm recibió un empujón en
la espalda que le hizo cruzar el umbral.
Contempló el lugar, incrédulo. La estancia estaba iluminada con cirios
enormes, gruesos como un brazo, que probablemente habían salido de las
iglesias de la ciudad. En un rincón había un muchacho muy delgado que lucía
un impecable uniforme de gala de las Juventudes Hitlerianas. Estaba atado de
pies y manos como un fardo, y llevaba una mordaza en la boca, su cuerpo se
retorcía lentamente, mientras pugnaba por liberarse. Brumm advirtió que el
muchacho había recibido una paliza.
—Un traidor —dijo Gretchen detrás de él—. Los hemos estado cazando y
sentenciando a pena de muerte.
Psicópatas, pensó el coronel. Como los agentes de la Gestapo que él había
conocido.
—¿Cuál es su delito? —preguntó, mientas señalaba con la cabeza al
joven.
—Un delito contra el futuro del estado. Es un homosexual, afeminado. Le
encontrarnos satisfaciendo a su amante con la boca. El otro murió luchando.
Éste se echó al suelo, suplicando piedad. El Reich no puede tolerar a estos
tarados que no saben cumplir con su deber, especialmente ahora. Alemania
necesita niños.
¿Vais a juzgarme? —preguntó Brumm.
—Es una posibilidad.
El tiempo se agotaba. «Erst besinnen, down beginnen, primero pensar,
luego entrar en acción», pensó. Brumm se lanzó contra la muchacha más
próxima y disparó el puño contra el plexo solar de ella. Cuando la muchacha

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se dobló, el coronel asió la pistola por el corto cañón, retorció el arma hasta
obligar a la mujer a soltarla, y se colocó detrás de su víctima, obligando a la
jefa del grupo a situarse donde él la pudiera ver. Todo sucedió tan deprisa que
ninguna de las mujeres pudo reaccionar.
No tengo tiempo para esto —dijo entonces, furioso y tajante. Tengo que
cumplir mi deber y estáis impidiéndolo. En otras circunstancias, quizás habría
jugado con vosotras hasta el final del asunto, pero ahora no—. Apuntó el
arma al rostro de la jefa del grupo—. Decídase, Fraüliein: o se aparta de mi
camino o los dos morimos aquí. Sea como sea, se acabó la charla. ¿Qué
decide?
La muchacha se hizo a un lado y bajó el arma.
¿Lista decidida a matar rusos y descubrir traidores? —pregunto el coronel.
La muchacha asintió—. ¿Quieren servir a su Führer y al Reich? —Todas las
mujeres respondieron afirmativamente. Muy bien —dijo Brumm—. Tomen
sus armas y pertrechos y síganme. Si están dispuestas a servir al Reich,
entonces dios me ha enviado aquí, ya lo comprobarán, valquirias mías. Usted
es Gretchen, ¿no es verdad? —añadió Brumm, dirigiéndose a la jefa del
grupo.
Si. Gretchen, haga que una de sus chicas recoja la barra de acero del otro
edificio y vámonos. Nos queda poco tiempo. El coronel cruzó la estancia y
empezó a subir las escaleras. Las mujeres se miraron unas a otras durante
unos segundos, hasta que su jefa bajó finalmente la cabeza. —Moveos— dijo
por último. El Coronel les estaba aguardando arriba. Usted dijo, señalando a
Gretchen—, a partir de ahora mi Obersturmführer, mi lugarteniente.
—¿Yo?
—Usted —repitió Brumm—. ¿Es demasiado para usted?
—Waller —añadió ella con voz clara—. Obersturmführer Waller —y le
dirigió un enérgico saludo.
—Muy bien, Waller. Esperen aquí.
El coronel bajó de nuevo por la escalera y las muchachas escucharon un
disparo procedente de la estancia. Instantes después, Brumm reapareció.
—Ese tipo ya no sufrirá más —declaró—. Se acabaron las ejecuciones,
ustedes lucharán cuando yo se lo diga. Desde este momento, son miembros de
las SS.
—En las SS no hay mujeres —dijo Waller.
—Pero ha habido muchos SS en las mujeres —intervino otra de las
muchachas y todas se echaron a reír.

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—De momento —repuso el coronel—, yo soy el SS y afirmo que habrá
mujeres en el cuerpo. Espero de ustedes total obediencia y absoluta disciplina,
exactamente como lo esperaría de mis hombres. Ahora procederemos al
juramento.
Las seis mujeres se reunieron en torno a él. Por primera Vez, Brumm
advirtió su juventud —todas rondaban los veinte años— y su aspecto
saludable. Les ordenó cuadrarse y alzó el brazo derecho en el saludo nazi. Las
muchachas le imitaron.
«Juro a Adolf Hitler, como Führer y canciller del Reich alemán, lealtad y
valor. Juro obediencia hasta la muerte, a él y a los superiores nombrados por
él. Lo juro por Dios.»
El coronel estrechó la mano de cada muchacha y las besó en la mejilla una
por una.
—¿Dispuesta para la marcha, Waller?
—Sí, Herr Standartenführer.
—Entonces, adelante.
Diez minutos más tarde, estaban en el interior del túnel. La trampilla se
había abierto fácilmente con la ayuda de la barra de acero. Brumm hizo bajar
primero a las mujeres y cerró la marcha después de trabar el mecanismo de la
trampilla con la barra, para que nadie pudiera seguirles por allí. Cuando llegó
al suelo del túnel, las muchachas estaban en cuclillas junto a la pared,
formando un grupo compacto. El aire era denso y rancio. Iluminó el camino
con la linterna. Había algunos puntos encharcados, pero la mayor parte del
camino estaba seco. La marcha iba a ser fácil.
—¿Hay alguna salida? —preguntó Waller.
—Siempre hay una salida si se está atento y preparado, Waller. Vamos
allá.
La primera fase de la misión estaba a punto de completarse.
Brumm había añadido algunos elementos que no figuraban en el plan
original, pero éste no había tenido en cuenta la posibilidad de que Berlín fuese
tomada por grupos de lunáticos. Necesitaba colaboración y, de momento,
aquellas muchachas podían ofrecérsela.
Waller —murmuró en voz baja mientras avanzaban por el túnel—, ¿quién
les ha enseñado a combatir?
—Nosotras mismas —afirmó ella con orgullo.
Wer sein eigener Lebrmeister sein will, bat einen Narr zum Srbiiler, pensó
el coronel. «Quien se enseña a sí mismo tiene a un estúpido por maestro.»
Aquél había sido el refrán favorito de su abuelo.

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29 de abril de 1945, 9:40
Mientras avanzaba con su grupo por las catacumbas de Berlín, Brumm se
concentró en su plan y la misión que le aguardaba. Al proyectar ésta, habían
previsto un estado de gran confusión en la ciudad —de hecho, habían previsto
cuán terrible llegaría a ser el caos. Desde que se lanzó en paracaídas sobre la
ciudad, nada había salido como estaba pensado. Sin embargo, pese a todo,
aquí estaba sano y salvo, al otro lado del río Spree y camino de la cita. Aquél
era un momento decisivo. Si la cita fracasaba o si algo les había sucedido a
los otros, el resto del plan quedaría comprometido, de hecho, no habría tal
plan, sino tan sólo un intento desesperado en el último momento. Sin
embargo, aunque tenía presentes las consecuencias de un fracaso, no quiso
pensar en la posibilidad de que se produjera. Tenía una tarea que realizar y la
cumpliría hasta donde le fuera posible, utilizando sus facultades e instintos
para tomar las decisiones cuando fuese preciso. Y ahora disponía de sus
Valquirias como bazas extra en su maniobra.
Después de conducir a las muchachas hasta la estación de Stadtmitte,
Brumm se alegró de hallarse de nuevo al aire libre. El bombardeo de artillería
desde el otro lado del río era furioso, y cerca del lugar donde se encontraban
había varias baterías que respondían al fuego. La aviación rusa zumbaba
sobre la ciudad, lanzando bombas y ametrallando las calles
indiscriminadamente. La guerra había llegado a Berlín con toda su furia.
El coronel podía identificar fácilmente las posiciones rusas. Como
estrategas, a los soviéticos les faltaba la sutileza y la sofisticación germanas.
Los ivanes eran muy conservadores en sus y planteamientos bélicos. No era el
valor de sus tropas lo que quedaba en entredicho, sino su concepción de las
tácticas de combate. Tanto Brumm como los soviéticos sabían que, sin e
material norteamericano, los rusos seguirían todavía bajo el dominio del
Reich. Sin embargo, con el armamento y los pertrechos aliados y sus millones
de hombres que volcar en la confrontación, los ejércitos rusos habían
empujado sin descanso hasta que la Wehrmacht tuvo que replegarse a la orilla
occidental del Oder. En el otro frente, al oeste, las tenazas aliada estaban
cerrándose. Viena había caído en poder de los soviéticos. Los
norteamericanos ya debían ocupar, según los cálculos, del coronel, ambas

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orillas del Elba en su avance hacia la capital. Los británicos habían tomado
Hamburgo y se abrían paso, cautelosa y metódicamente, por la Alemania
septentrional. El enorme territorio del Reich se había encogido
dramáticamente Quizá se había producido ya el encuentro entre las tropas que
avanzaban por el este y por el oeste, y si no era así, poco faltaba: para que
sucediera. Fuera como fuese, el hecho no tenía importancia para su situación,
pero, como soldado, el coronel no podía por menos que preguntárselo.
Desde luego, los rusos todavía no estaban cerca del Spree. Su táctica
consistía habitualmente en cubrir el avance de la infantería con el fuego de la
artillería, descargando una cortina mortal de explosiones justo delante de sus
tropas de choque. Para los berlineses no combatientes, aquello parecía el caos,
pero los ivanes eran concienzudos y metódicos, y los obuses que caían sobre
la ciudad indicaban a Brumm la posición exacta en que se encontraban los
cañones. Como cualquier otro hecho humano, la guerra resultaba fácil de
interpretar para aquellos que conocían sus secretos.
Cuanto más se acercaran los ivanes, más feroz sería la lucha y menos
dispuestos a sacrificarse estarían los soldados rusos uno por uno, teniendo tan
próximo el final victorioso. Brumm calculaba que las tropas soviéticas se
mostrarían recelosas en todo momento y pensaba que, debido a su cautela y al
intenso flujo de civiles que abandonarían la ciudad, el grupo al que pertenecía
podría escapar del cerco.
A dos bocacalles del punto donde la Friedrichstrasse cruzaba la Belle-
Alliance Platz, el coronel se desvió por una estrecha Calleja.
Sorprendentemente, estaba bastante libre del escombros. Envió a Waller y dos
de sus compañeras al otro lado de la calle y, cuando estuvieron en posición,
inspeccionó la zona. A diferencia de la mayoría de las calles, en ésta no
encontraron soldados alemanes colgados de las farolas, obra de fanáticos
como recordatorio de que la ciudad debía ser defendida a toda costa. Quienes
habían intentado escapar luchando eran colgados en la vía pública, como
elemento de disuasión para otros. La Calleja, en cambio, estaba casi igual que
antes del asalto ruso: limpia, tranquila y normal. Muy pocas personas sabían
que debajo de la apretada hilera de centenarias casas de ladrillo rojo había un
sistema de búnker construido varios años antes en absoluto secreto. Los
obreros empleados en la construcción habían sido esclavos que fueron
eliminados cuando el trabajo estuvo ultimado. Con toda seguridad, ni siquiera
los ocupantes de las casas sospechaban que estaban viviendo sobre aquellas
defensas subterráneas. En medio de la manzana de casas, Brumm se internó
por el pasadizo entre dos de los edificios de ladrillo. Abrió la puerta trasera de

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una casa utilizando una llave que colgaba de un cordel atado a su cuello y
entró en el piso. Tras desplegar a las valquirias para que cubrieran puertas y
ventanas, las dejó solas y paso directamente a un dormitorio de la planta baja,
diciéndose luego en un pequeño gabinete. Después de cerrar firmemente la
puerta a su espalda, se apoyó en un ancho que servía de perchero y que era
una palanca camufla a. Cuando lo apretó hacia abajo, puso en marcha un
pequeño sistema hidráulico y todo el gabinete empezó a descender. Apenas
había bajado unos palmos cuando el ascensor camuflado se detuvo y una voz
áspera le pidió el santo y seña. Lobo —dijo Brumm, y el descenso se reanudó
con un zumbido del motor eléctrico que impulsaba el ascensor. Al llegar al
fondo, se encontró ante una puerta de acero. Cuando el ascensor se detuvo, la
puerta se abrió y el coronel penetro en una sala bien amueblada, cuyos
paneles de caoba y cuyas tenues luces amarillas creaban un ambiente
confortable.
,Brumm se encontró frente al cañón de una pistola automática. —Por si
acaso. Esos malditos rusos están por todas partes.
Llegas tarde —dijo el hombre que la empuñaba, con aire jovial. Brumm
pudo advertir que su interlocutor había estado preocupado.
El mayor Hans Rau tenía un cabello largo y rubio y un vello facial espeso
y pelirrojo, de ahí su apodo de «Barba».
Iba vestido de paisano pero en realidad era un comando, como Brumm.
—Todo está muy jodido —se lamentó—. Los francotiradores rusos están
infiltrándose por toda la ciudad y disparan a cualquier cosa que se mueva. Son
tiradores excelentes. Es un puro milagro que la calle siga en pie. He oído una
transmisión de los hombres lobo desde el Elba: los americanos han detenido
su avance.
—Brumm se inmovilizó y clavó la mirada en el sargento.
—¿Se han detenido?
—Por completo. Parece que van a dejar Berlín para los rusos.
—Cerdos —masculló el coronel en voz alta—. Tienen un pacto.
—¿Cómo nos afecta eso?
,—Teníamos previsto que el avance hacia Berlín haría desplegarse a los
americanos y nos proporcionaría más huecos en sus líneas por donde escapar.
Ahora se quedarán concentrados a lo largo del río, cubriendo todos los puntos
por donde proyectábamos cruzar, y eso dificultará todavía más nuestro
propósito. ¿Dónde está nuestro Alfa?
Rau señaló con un gesto una puerta cercana y guiñó un ojo.

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—Ahí dentro, entregando a una Fréiulein complaciente sus últimas gotas
de semen. —El hombre trazó una línea curva en el aire con el cañón de su
pistola y añadió—: El Alfa está preparado y ansía cumplir su deber con el
Reich y el Führer… en cuanto haya terminado con ese asuntillo. Rau
acompañó sus palabras con una carcajada y unas palmadas en el muslo.
,—¿Qué hay del búnker? Preguntó Brumm—. ¿Se sabe que está
sucediendo allí?
,—Los aparatos de escucha están funcionando. Han iniciado los
preparativos para desocuparlo. También han sido despachados varios correos
al almirante Doenitz con la última voluntad de Hitler y su testamento.
—¿Quiénes son esos correos?
—Johannmeier, Zander y Lorenz han salido al mediodía Boldt, Weiss y
Freytag von Loringhoven lo harán más tarde.
,Todos aquellos hombres eran asistentes o colaboradora próximos de los
altos funcionarios del Reich y Brumm les conocía bastante bien. Sin embargo,
había uno que le interesa más que todos los citados. Se trataba del joven
ayudante del Estado Mayor de la Luftwaffe. El grupo de comandos le
necesitaba fuera de la zona de la Cancillería.
—¿Qué se sabe de von Below?
—Nada. Su nombre no ha sido mencionado.
—El Führer se ocupará de que el coronel von Below pueda salir del
búnker. Es demasiado peligroso para que le dejen ahí.
Además es el favorito de Hitler. Como la mayoría de nuestros pilotos ese
hombre es un reptil, un hombre de hielo. Y se daba cuenta de lo que estaba
sucediendo.
El sargento mayor Rau asintió con la cabeza mientras sacaba batalla de
coñac todavía sin abrir de un amplio cajón de una cómoda con superficie de
mármol. Se sirvieron una copa y brindaron en silencio antes de echar un trago
que mantuvieron un instante en la boca, disfrutando de su sabor intenso y
penetrante.
—Los americanos no son la única sorpresa de hoy —dijo Brumm con voz
seria—. Amigo mío, ¿qué te parecería incorporar mujeres a las SS? —añadió
con una ligera sonrisa en el rostro.
—Bitte. —Respondió Rau.
Su coronel no era precisamente un hombre dado a las bromas.

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30 de abril de 1945, 13:45
Adolf Hitler estaba sentado en silencio a la mesa, dando cuenta de un platito
de espaguetis. De vez en cuando, picaba alguna hoja de lechuga bastante
marchita y la mordisqueaba descuidadamente como un conejo. Las secretarias
del Führer, Frau Christian y Frau Junge, se sentían aliviadas al verle en
aquella actitud contemplativa. Las dos mujeres, ambas de unos veinticinco
años y muy atractivas, tenían sus propias preocupaciones. Los
acontecimientos de las ultimas horas habían puesto cada vez más de relieve
que el final del tercer Reich estaba a las puertas y ambas se preguntaban
suerte les esperaba. El destino del Führer no era ningún secreto, pues él
mismo había dejado muy claras sus intenciones.
Junge se sentía abandonada. Su marido había muerto a manos de los rusos
el año anterior. Ella se enorgullecía de que hubiera dado la vida por la patria,
pero ahora le preocupaba, sobre todo, su propia supervivencia. Durante los
últimos meses, las conversaciones privadas entre el reducido grupo de
mujeres del búnker habían girado en torno a la brutalidad de los temidos y
odiados ivanes. Una noche, Frau Goebbels, que tenía un especial
conocimiento de tales informaciones —de hecho, parecía deleitarse con ellas
—, había pasado casi dos horas enteras explicando con detalles anatómicos
las torturas que los rusos infligían a las mujeres que capturaban. En esa
conversación, la mujer había insistido en que ni ella ni sus hijas caerían en
manos de los rusos, antes se daría muerte con las niñas que proporcionar a los
ivanes la oportunidad de gozar de ellas. Frau Junge había meditado mucho
sobre el mal trago que se preparaba y había tomado una decisión distinta.
Sucediera lo que sucediese, no se suicidaría, pero tampoco se rendiría. Se
sentía atrapada entre dos opciones sin alternativas intermedias y el
comportamiento de Hitler, atípicamente sereno, sólo servía para acrecentar su
propio miedo.
Christian también era viuda, o algo parecido. Con su suave cabello rubio y
su aspecto llamativo, estaba acostumbrada a atraer y mantener la atención de
los hombres. La cobardía de su marido la exasperaba. No había ninguna
necesidad de que el hombre se reincorporara a su unidad, pero no había
dejado de buscar torpes excusas hasta que consiguió abandonar el búnker

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poniendo de manifiesto su miedo en cada movimiento y cada palabra. El
hombre sólo había tratado de salvar su pellejo sin importarle lo que le
sucediera a ella. Aunque no era mujer violenta, había empezado a soñar que
encontraba a su marido y le mataba. Era ella quien abandonaba a los hombres,
y no al revés. Estaba decidida: cuando todo aquello terminara, se divorciaría
de aquel cerdo. Dado el ambiente que reinaba en la estancia, no tenía el
menor apetito. Sin embargo, Hitler siempre se fijaba en esos detalles y, si no
daba al menos un par de bocados al plato que le había servido, era seguro que
el Führer le dirigiría una arenga sobre la necesidad de mantener unos buenos
hábitos alimentarios.
Ninguna de las mujeres pronunció una sola palabra. No tenían por
costumbre llevar el peso de las conversaciones. El Führer tenía fama de buen
orador, tanto en público como en privado. Como experto, según él, en
cualquier tema imagina le, utilizaba las comidas para lanzarse a largas
disgresiones, muchas veces plagadas de errores, sobre una amplia diversidad
de cuestiones. Todos los que tenían que vivir con él habían aprendido hacía
mucho tiempo a no discutir sus divagaciones y a soportar sus manías y
peculiaridades haciendo caso omiso de ellas. No había otra manera de
conservar la cordura. A lo que no estaban acostumbradas era a tener ante ellas
un Führer silencioso, un nuevo papel que Hitler representaba ahora
levantando la vista del plato a cada instante, con una sonrisa inexpresiva en el
rostro. Las dos secretarias deseaban que terminase de comer y se marchara,
pero sabían por experiencia que terminaría los espaguetis a su propio ritmo.
En Alemania, todo se movía al ritmo de su Führer.
Detrás de los tres comensales, Constanze Manzialy, cocinera personal del
Führer y experta en sus platos vegetarianos predilectos, permanecía sentada
en un taburete pensando en sus propios asuntos. Mantuvo la boca cerrada y
los demás ignoraron su presencia, que era precisamente lo que deseaba.
Constanze era una mujer menuda, poco inteligente y nada mundana. La
mayor parte de los comentarios que escuchaba entre los círculos más íntimos
de Hitler carecía de sentido para ella.
Ahora sólo tenía un interés: salir del búnker y regresar a su hogar de las
montañas, en las cercanías de Innsbruck. Le disgustaba estar encerrada en
aquel bastión subterráneo y prefería sus alturas alpinas. Aunque le costaba
bastante pensar, se daba cuenta de que su capacidad para entender lo que
estaba sucediendo ahora podía ser fundamental para salvar la vida más
adelante, de modo que se concentró en escuchar lo que hablaban los demás.
Se aproximaba algún tipo de final y continuamente oía hablar de marcharse.

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La cocinera quería saber con el máximo detalle lo que se disponían a hacer
los demás para no quedarse al margen, pues tenía la sensación de que todos la
trataban como si fuera un mueble. Si los demás se marchaban, ella les
acompañaría aunque eso significara enfrentarse a los rusos. Había oído los
rumores sobre lo que hacían con las mujeres alemanas y ya había decidido
que, si la capturaban, diría a los soldados que ella era austriaca, no alemana,
en ningún momento se le había ocurrido pensar que quizás a los rusos les
daría igual ese detalle. Notó un escalofrío al pensar que alguno de aquellos
hombres enormes y desagradables pudiera forzarla. Había tenido algunas
experiencias sexuales y no le parecían gran cosa, ni siquiera cuando eran por
propia voluntad. ¿Cómo sería una violación? Constanze tuvo deseos de
echarse a llorar. Un cabo de la guardia estaba presente también en la sala
pero, igual que la cocinera, permanecía apartado de los demás y hacía lo
posible para pasar desapercibido.
Hacia las dos de la tarde, Hitler terminó el último bocado que le habían
servido, eructó tranquilamente sin taparse la boca, se puso en pie y salió de la
estancia sin decir una palabra. Las dos secretarias se miraron.
—Se lo ha comido todo —dijo una de ellas con aire incrédulo.
—Siempre se lo come todo —respondió la otra con sarcasmo. Luego
añadió—: Me sorprende que no haya querido sus pastelillos de crema. Suele
esconderlos y luego los devora como un cerdo.
En sus aposentos privados, Hitler encontró a Eva Braun sentada en el
borde de la cama, con unas enaguas de brillante satén traídas de París. El
tejido parecía más plateado que blanco al moverse sobre las curvas de su
cuerpo.
—Vístete correctamente —dijo el Führer sin alzar la voz—. Tenemos que
aparecer como es debido ante los demás. Siempre hemos de marcar la pauta.
Tras esto, se retiró a otra de las estancias. Eva Hitler se sentía
sorprendentemente tranquila. El Führer tenía razón, por supuesto. Los demás
la estarían observando, como siempre. Le gustaba que lo hicieran. Como
esposa de Hitler, ella les demostraría cómo debía comportarse una mujer
alemana leal. Nadie podría poner reparos a su comportamiento.
Cuando abrió el armario de sus Vestidos, Eva sintió unas punzadas de
autocompasión. Ya nunca volvería a lucir sus reinadas sedas y pieles, ni las
extraordinarias joyas que habían pasado a ser su propiedad. Aquéllas eran
cosas terrenas, se regañó a sí misma. Ahora tenía asuntos más importantes
que considerar. Su hito final en la vida no sería su elegancia ni su espíritu
idealista, sino algo mucho más duradero. Al final sería ella, Eva Braun, la

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única entre los millones de mujeres alemanas en alcanzar la recompensa
última. La boda daba a ello un carácter oficial y había constituido una
absoluta sorpresa, un gesto de Hitler como los que solía dedicarle al principio
de sus relaciones. A lo largo de los años, le había complacido mucho ver a
otras mujeres peleándose por captar la mirada del Führer. Todas se volvían
hacia Eva con una envidia mortal, preguntándose cómo sería compartir la
cama con el hombre más poderoso de la tierra. ¿Serían ciertos los rumores
sobre sus costumbres sexuales? Eva sonrió. Con el Führer, todo era cierto y
falso a la vez, todo era posible e imposible. Para complacerle, había que ser
una mujer muy especial. Muchas lo habían intentado y habían fracasado. Sólo
ella había resistido, y ahora tenía su recompensa. Durante años, Hitler había
jugado con ella entrando y saliendo de su vida según le convenía. Al
principio, le había preocupado verse rechazada y apartada, pero después de su
primer encuentro sexual siempre supo que él volvería a ella. Su última baza,
el vínculo final que les había unido, era la aceptación —o, más bien, la
estimulación de los inusuales deseos de su amante. Hitler podía experimentar
con otras mujeres, pero siempre regresaba a ella porque Eva le aceptaba sin
preguntas ni valoraciones y, cuando empezó a gozar de su Vida íntima con él,
Eva empezó también a dominar al hombre que nadie podía dominar.
Escogió su vestido favorito, un traje negro ceñido, Volvió a sentarse en el
borde de la cama e introdujo los pies en unos delicados zapatos italianos
hechos a mano, regalo de Mussolini y de su mujer. Consultó el reloj.
Esperaba que todo terminara deprisa y que nada se interpusiera. No sería
justo, se dijo. Sin embargo, Hitler tenía la costumbre de cambiar de planes
repentina e inapelablemente, la idea de que se le ocurriera modificar los
planes era lo que más la aterraba en aquel instante. Eva deseaba ansiosamente
que todo hubiera terminado de una vez.
Cuando acabó de vestirse, Eva se miró en el pequeño espejo de la pared y
se roció con un perfume intenso. A Hitler no le gustaban los perfumes, ni
tampoco los maquillajes. Al menos, no le gustaban en ella. Sin embargo, Eva
se sentía ahora alegre y exaltada y sabía que el Führer le perdonaría esa
pequeña transgresión. Paradójicamente, Hitler no había permitido que ciertas
fábricas de confección de cosméticos y perfumes fueran reconvertidas para la
producción de material de guerra, con el argumento de que las mujeres
alemanas necesitaban aquellas pequeñas vanidades y que el Tercer Reich
podría encontrar otras maneras de producir sus armas.
Pasó delante del cuarto de baño y entró en el pequeño salón privado. En la
antesala entre la estancia y el pasillo, Hitler conversaba con Heinz Linge, su

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asistente personal. Sobre una mesilla, frente al pequeño sofá azul, había dos
pistolas junto a dos pequeños tubos metálicos negros, del tamaño de lápices
de labios, que albergaban las ampollas de cianuro. Los cilindros tenían unas
estrechas franjas azules a su alrededor que les daban un aspecto casi elegante.
Eva oyó que su marido daba órdenes a Linge en la antesala:
—Espere diez minutos una vez hayamos cerrado la puerta definitivamente
y todo esté en silencio.
Linge repitió las instrucciones con un tono de voz que indicó a Eva que
serían llevadas a cabo escrupulosamente. Así era cómo se Comportaba
siempre Linge.

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Llegar a la Cancillería había sido relativamente sencillo. Brumm sólo había
encontrado un Centinela a la entrada, después de atraer al hombre a una
habitación próxima, le había dado muerte con el Cuchillo y había arrojado el
cuerpo fuera del edificio, junto a un montón de escombros. Una vez dentro, el
coronel pensaba que todo resultaría muy fácil pero, inesperadamente, Brumm
y el Alfa toparon con otro Centinela, éste en el pasadizo subterráneo que
conducía al búnker. Utilizando la presencia del Alfa, Brumm informó al
soldado de que el puesto de guardia de la puerta exterior estaba desierto y le
ordenó que subiera a ocuparlo. Al principio, el soldado se mostró reacio pero
el Alfa demostró tener un gran poder de persuasión y el hombre pronto
obedeció sus indicaciones. Por si aún abrigaba alguna duda sobre la
conveniencia de cambiar de puestos, Brumm decidió darle prisas y siguió
rápidamente los pasos del Centinela. Al acercarse a un recodo del pasadizo,
Brumm oyó unas pisadas que se alejaban de él apresuradamente. Como había
imaginado, el soldado se había detenido para echar otro vistazo, pero la
proximidad de Brumm le había hecho alejarse a toda prisa. El coronel estaba
seguro de que el Centinela no volvería más. Habría sido mejor matarle, pero
allí abajo no había dónde esconder el cuerpo. Tendría que bastar con la orden
de que abandonara la zona.
Ahora, deberían actuar rápidamente, antes de que aparecieran más
intrusos. Había llegado el momento Crítico. A lo largo de ambas paredes, a
intervalos, había una serie de arquetas Cubiertas con planchas metálicas, de
un metro cuadrado cada una, que Contenían mangueras de incendios,
máscaras de gas, recipientes de agua para emergencias y pequeños
generadores portátiles de gasolina. Brumm contó seis desde el puesto del
Centinela. Utilizando el Cuchillo, desenroscó los dos tornillos inferiores de la
sexta y los guardó. La parte superior tenía unas bisagras y levantó la plancha
metálica como si fuera una trampilla, sorprendido por su peso y lo fácil que
era moverla, el ajuste era excelente. Debajo, el compartimento era poco
profundo y contenía una manguera de incendios aplastada, en torno a una
pequeña rueda de metal. En la parte inferior del panel del fondo había una
pequeña banda de metal con un único tornillo de cabeza plana. La placa

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metálica no tenía ninguna utilidad aparente, sin embargo, parecía ser parte
integrante de la estructura interna. El tornillo tenía un diseño especial,
mediante un dispositivo, ofrecía el mismo aspecto tanto si estaba suelto como
apretado. Brumm lo aflojó, dio un golpe seco al panel del fondo con la mano
y éste cayó hacia atrás, dejando al descubierto un hueco oscuro que permitía
el aso de un hombre.
El Alfa se quedó detrás de Brumm, Volviendo la cabeza con nerviosismo
a un extremo y otro del corredor.
—Está bien —dijo el coronel, al tiempo que formaba un estribo con las
manos, entrecruzando los dedos—. Arriba.
El Alfa contempló las manos de Brumm sin entender qué pretendía.
Ponga el pie aquí y suba al hueco —indicó el coronel con voz enérgica—.
Tiene un falso fondo. Arrástrese por el conducto lo suficiente para hacerme
sitio. Y guarde silencio.
Su compañero levantó un pie, vacilante. Brumm lo agarró, impulsó al
Alfa hasta la arqueta y le empujó al interior del conducto secreto. Cuando
Brumm siguió a su compañero, oyó unos pasos procedentes de la Cancillería,
el coronel se dio la vuelta y bajó la plancha metálica hasta dejarla
perfectamente encajada. La plancha se cerró con un leve sonido metálico que
Brumm esperó que pasara desapercibido. Sacó la pistola, comprobó el
silenciador para asegurarse de que estuviera correctamente ajustado y esperó.
Los pasos se perdieron a lo lejos sin detenerse. Los dos comandos habían
logrado entrar.
Brumm sudaba profusamente, se secó la frente y avanzó reptando por el
conducto forrado de planchas metálicas detrás del Alfa. Cerró
cuidadosamente el panel del falso fondo, asegurándose de que quedara
ajustado y se detuvo para recuperar el aliento. Aunque alguien advirtiera la
falta de los dos tornillos de la plancha metálica, la estructura interna de la
arqueta parecería completamente normal. La caída constante de los obuses
soviéticos hacía perfectamente comprensible la ausencia de algunos tornillos
en una portilla metálica, que podían haber saltado por efecto de las
vibraciones. Una vez dentro, el coronel se sintió mucho mejor, menos tenso.
A partir de allí, las cosas serían más fáciles. Apoyó la cabeza en el brazo y
consultó el reloj. No había tardado más de un minuto en quitar los tornillos,
ayudar al Alfa a entrar e introducirse él mismo en el hueco. Abrió el macuto
de las herramientas y sacó una linterna.
Estaban en un conducto metálico, en una zona que parecía la encrucijada
de una serie de conductos parecidos. Era una falsa impresión. Todos los

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conductos que arrancaban desde allí, menos uno, terminaban pocos metros
más adelante, solamente uno de ellos se adentraba en el edificio y Brumm
sabía cuál era. Dirigió el haz de luz de la linterna hacia adelante e iluminó al
Alfa, que entrecerró los ojos. El coronel gateó por el conducto hasta su
compañero y le dio unos golpecitos en el pie.
—Adelante.
—Está oscuro —protestó el Alfa.
—Como el mismo infierno asintió Brumm.
El suelo del conducto estaba frío y el avance de los hombres hacía que el
metal resonara ruidosamente. Al principio, el estruendo preocupo a Brumm
pero, cuando éste se recordó a sí mismo que estaban protegidos por varios
palmos de pared de cemento, se tranquilizó y continuó avanzando
confiadamente.
Veinte metros más allá, encontraron otra zona abierta y más túneles que se
ramificaban desde ella. Brumm dejó al Alfa en la encrucijada, localizó su
nueva ruta y continuó adelante, hasta un punto donde el conducto se desviaba
en vertical hacia abajo. Dirigió la luz de la linterna hacia el hueco. Había tres
metros de caída, quizás algo menos. Iluminó el macuto, sacó de él un pitón de
alpinismo y, utilizando el cuchillo, lo fijó a una costura de las planchas
metálicas que recubrían los conductos. Pasó una cuerda delgada por el ojo del
pitón y la ató con gesto rápido y experto mediante una serie de nudos.
Después de comprobar su resistencia, reptó hacia atrás, hasta el lugar donde le
esperaba el Alfa.
Brumm explicó entonces a su compañero lo que se disponían a hacer.
—Ahí delante hay un pozo. Yo bajare primero. Deslícese por el borde
boca abajo y con los pies por delante, y agárrese a la cuerda. Le ayudaré
desde abajo. Cuando toque el fondo con los pies, dé media vuelta y siéntese.
Tiéndase de espaldas y avance hasta que llegue al otro túnel. Luego, póngase
boca abajo y continúe avanzando detrás de mí.
Hizo que su compañero repitiera dos veces las instrucciones hasta estar
seguro de que las había entendido. Quedaba por ver si sería capaz de llevarlas
a cabo.
Brumm bajó primero. Tendido sobre el vientre, levantó las manos y asió
los pies del Alfa, ayudándole a descender. Después, ambos reptaron una
considerable distancia hasta el siguiente ensanchamiento de la red de
conductos. Brumm consultó el reloj: eran las tres en punto. Todo iba saliendo
bien. No podían perder mucho tiempo, pero disponían de un margen de
seguridad muy conveniente. Cuando el Alfa llegó al ensanchamiento, Brumm

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continuó adelante rápidamente, para inspeccionar el resto del recorrido. No
quedaba mucho, ya casi habían llegado.
Localizó el sitio que buscaba con facilidad. No era tan ancho como los
conductos y terminaba en una plancha metálica al fondo. Un cable de
electricidad surgía del cemento en la parte derecha del hueco y desaparecía
directamente en la parte superior. Había dos anillas a los lados. Brumm
empujó una con cautela y miró por la rendija hacia abajo, donde se veía una
cama. Adosada a la plancha había una lámpara que colgaba del techo y el
coronel sabía que, desde abajo, parecía una más de las muchas que había en el
búnker. Así era como se había proyectado. Satisfecho con lo que había
observado, Brumm retrocedió hasta el Alfa.
—Muy bien, es el momento —susurró a su acompañante—. Quítese el
abrigo y las botas.
El hombre hizo lo que le ordenaba y Brumm se despojó también de toda
su indumentaria externa y del macuto. Ahora sólo necesitaría el cuchillo y la
linterna.
—Avanzaremos de espaldas —dijo al Alfa—. Primero usted y luego yo.
Minutos más tarde, ambos estaban en sus posiciones. El coronel echó un
nuevo vistazo al reloj. Las tres y veinte. De momento, todo perfecto. Pronto
sonaría un disparo.

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Cuando el ayuda de cámara hubo salido, Hitler se volvió hacia su esposa y le
indicó que se acercara. Penetraron en el salón de paredes de cemento cogidos
del brazo. Los miembros de su círculo íntimo aún presentes estaban
congregados allí, muy tensos, alineados a lo largo de muro, a la espera de
aquel momento histórico.
Martin Bormann, secretario del partido nazi y persona prácticamente
desconocida para la mayoría de los alemanes, estaba en cabeza de la fila con
una de sus habituales sonrisas de reptil. Eva le odiaba y, a lo largo de los
años, había aprovechado cualquier oportunidad para recortar su influencia, sin
el menor éxito. Pese a los esfuerzos de la mujer, Bormann siempre había
logrado permanecer al lado de su jefe. Eva le tenía por un animal cuya mera
presencia le producía un hormigueo de miedo en la piel.
Goebbels era el siguiente. Tenía la frente ancha y huesuda, perlada de
sudor y balanceaba la cabeza atrás y adelante. Con su nariz prominente en
forma de pico, tenía el aspecto de un pollo picoteando entre el polvo. Eva
reprimió una sonrisa. ¿Cómo podía alguien tomar en serio a aquel hombre?
Otto Günsche, ayudante de Hitler y general de las SS, estaba cerca de
Goebbels y parecía relajado y muy dueño de sí mismo, marcial hasta el fin.
Los generales Krebs y Burgdorf estaban en posición de firmes, tratando
de presentar el debido porte militar, pero los efluvios que emanaban de
Burgdorf ponían de manifiesto que el general estaba ebrio una Vez más.
Krebs, un hombre huesudo cuyo cráneo afeitado brillaba bajo la luz artificial,
parecía el más sereno de los dos. Con el monóculo perfectamente incrustado
en su lugar, recordaba la caricatura de un oficial prusiano, efecto que utilizaba
al máximo. Krebs, uno de los más cultos del grupo, hablaba con fluidez el
ruso pero, al igual que todos los demás, era un intrigante. Sin duda, pensó
Eva, en aquel mismo instante intentaba encontrar el modo de llegar a un
acuerdo con los ivanes cuando su esposo hubiera muerto. Eva no se hacía
ilusiones respecto a ninguna de aquellas personas. Las entendía y, al contrario
que el Führer, conocía exactamente los impulsos que motivaban en realidad a
cada una de ellas. Tal conocimiento no le costaba ningún esfuerzo, pues ella
también era como los demás.

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Walter Hewel, ayudante del ministerio de Asuntos Exteriores, se frotaba
las manos en la tela de su traje, perfectamente cortado. El Vicealmirante
Voss, un hombre vehemente, parecía muy atento pero no mostraba
exteriormente la menor preocupación sobre lo que iba a suceder. Para él,
aquélla podía ser una conferencia más con el Führer.
Werner Naumann quedaba separado de su jefe, Goebbels, por varias
personas. Era algo inhabitual, pues Naumann, normalmente, siempre estaba al
lado de Goebbels como un perro obediente. Eva sospechaba desde hacía
tiempo que Naumann había mantenido un discreto lío amoroso con Magda
Goebbels, aunque le costaba pensar que Magda supiera ser discreta en algún
asunto. Quizás la distancia que le separaba de su jefe era su manera de
mostrar su protesta ante la decisión de su superior de aceptar el plan de
Magda y dar muerte a sus seis hijos y suicidarse ambos, antes que ser
capturados por los rusos. De todos los presentes, Eva estaba segura de que
Naumann escaparía ileso, pues la supervivencia era algo consustancial en él.
Johann Rattenhuber, jefe de la Policía de Seguridad del Reich, permanecía
rígido, con la mirada fija al frente. Era un hombre duro, feroz. Cumplía las
órdenes que recibía y no dudaba en enviar al infierno al que formulase la
menor protesta. Hoegl, su ayudante, permanecerá a su lado tratando de emular
a su comandante, pero no estaba hecho de su misma pasta.
El doctor Werner Haase, el cirujano, estaba apoyado en la pared, pero no
por descortesía, sino por agotamiento. Se cubría a boca con un pañuelo en el
que podían verse unas gotitas de sangre, muestra inequívoca de que la
tuberculosis que ya se había adueñado de uno de sus pulmones seguía
empeorando. Ya no podía mantenerse en pie más de unos instantes seguidos,
pero Eva sabía que, pese a ello, el médico seguía realizando intervenciones
sin descanso bajo las condiciones insalubres del sótano de la Cancillería. El
hombre estaba fuera de lugar en aquel grupo, pensó Eva.
Al final de la fila había cuatro mujeres. Frau Junge y Frau Christian
parecían cansadas, Elsa Krüger, la secretaria de Bormann, a quien odiaba y
temía, se mostraba visiblemente nerviosa. La pobre parecía una gacela
asustada, se dijo Eva. La cuarta mujer, Fraulein Manzialy, quedaba en un
rincón. Cerraba la fila Linge, el ayuda de cámara, un hombre serio y de
confianza, aunque poco importante.
Tras una pausa y un titubeo teatral de los que suelen utilizar los poderosos
para atraer la atención, Hitler empezó a recorrer la fila estrechando la mano a
cada uno de los que la formaban. Su expresión era fría y cada apretón de

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manos fue un contacto firme y breve. Eva avanzó tras él, tendiendo también la
mano, pero dedicando una sonrisa radiante a todos menos a Bormann.
Cuando Hitler llegó ante Fraujunge, murmuró en voz baja:
—Todo ha llegado ya demasiado lejos. Se acabó. Adiós.
La mujer apretó la mano del Führer con fuerza. Eva la abrazó.
—Saluda a Munich de mi parte y quédate mi abrigo de pieles como
recuerdo —susurró—. Siempre me ha gustado la gente que viste bien añadió
como si acabara de ocurrírsele. Por último, murmuró: —Di a mis padres que
les quiero mucho.
Hitler llevó aparte a Günsche.
—No quiero convertirme en un objeto de feria para que los rusos me
exhiban —le confió—. Cuando todo haya terminado, quemad nuestros
cuerpos.
Günsche asintió con rostro inexpresivo.
—Contamos contigo, Otto —añadió el Führer.
Terminadas las despedidas, Hitler indicó a Linge, con un gesto de la
cabeza, que les acompañara a él y a Eva hasta sus aposentos privados. Una
vez ante la puerta, invitó a entrar a Eva, quien no volvió la vista atrás. Hitler
se colocó ante el ayuda de cámara.
—Mi querido amigo —le dijo—, ahora quiero que se una al grupo que
abandonará el búnker.
—¿Por qué, mi Führer? —replicó Linge, sorprendido.
—Para servir al hombre que vendrá detrás de mí.
Nadie tenía la menor idea de lo que significaban sus palabras. El líder del
Tercer Reich dirigió una última mirada a los reunidos y penetró en la antesala,
cerrando la puerta de acero a prueba de incendios detrás de sí.
Eva ya había entrado en el salón.
—¿Me permites un momento? —preguntó a su marido en voz baja.
El asintió con un movimiento de la mano y Eva entró en el baño y abrió el
grifo.
De pronto, se oyó un ruido en la puerta y ésta se abrió de par en par.
Magda Goebbels, con su aspecto de musaraña, entró en la estancia y suplicó a
Hitler que cambiara de idea.
—¡Debes escapar! —le dijo con su voz chillona—. ¡Tu pueblo te
necesita!
Hitler, sin mirarla siquiera, clavó sus ojos en Günsche, que había
intentado impedirle el paso sin conseguirlo.
—No quiero hablar más con ella —declaró Hitler sin alzar la voz.

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Günsche asió con fuerza a la mujer por el brazo y la sacó de la estancia,
cerrando de nuevo la puerta al salir.
Hitler pasó al salón y tomó asiento muy erguido en el sofá azul. Asió las
pistolas y comprobó que ambas estuvieran cargadas y preparadas para
disparar. Después, abrió con cuidado los cilindros metálicos y extrajo de ellos
unas delicadas ampollas de cristal llenas de cianuro. Oyó cerrarse el grifo y
Eva entró en la estancia sacudiendo ligeramente la cabeza, como suelen hacer
las mujeres para arreglarse el peinado. Se sentó a la izquierda de su esposo y
encogió las piernas bajo el cuerpo, como hacía cuando se sentaba frente al
fuego en el Berghof. Echaba de menos las montañas de Baviera.
Hitler le entregó una de las ampollas y Eva la tomó con delicadeza,
sosteniéndola entre las cuidadas uñas de su mano. El señaló la pistola más
pequeña de las dos que había en la mesa, una Walther 7.35, pero Eva hizo un
gesto de negativa con la cabeza. El la comprendió, las mujeres preferían el
veneno.
En aquel instante, Eva esperaba que su esposo mostraría de nuevo su
carácter en privado y le diría algo reconfortante y tranquilizador. En privado,
Hitler siempre se mostraba como un chiquillo muy sensible que buscara su
aprobación.
—Muerde —dijo él, en cambio, sin la menor emoción—. No sentirás
ningún dolor.
Eva se sintió decepcionada, pero luchó por controlarse. Mantuvo la
ampolla delante de la boca y contempló a su esposo. El levantó la otra cápsula
de cianuro con la mano izquierda, manipulándola con gesto relajado. Eva
abrió la boca. Durante los últimos meses, el brazo izquierdo de Hitler había
quedado inútil, presa de temblores y sacudidas que no podía controlar, ahora,
en cambio, parecía tan sano como el derecho. El Führer asió con la mano
derecha la pistola más grande, una Walther 7.65, y amartilló el percutor.
Mientras, sostenía la ampolla cerca de sus labios y asentía, sin mirar a Eva.
Ella exhaló un profundo suspiro y, tras susurrar «mi Führer» con su voz
aterciopelada, cerró con fuerza las mandíbulas rompiendo la ampolla entre los
dientes. De inmediato, cayó hacia adelante con el brazo extendido,
derramando el pequeño florero de la mesilla situada frente al sofá.
Hitler la contempló un instante, asombrado por el efecto inmediato del
veneno. Después, dejó la pistola y la ampolla en la mesilla y echó hacia atrás
el cuerpo de Eva, apoyándolo en el respaldo del sofá. Se desató el lazo de los
zapatos, se descalzó y pasó rápidamente al dormitorio, hasta colocarse debajo
de la lámpara del techo en un rincón, Con el extremo del bastón, dio unos

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golpes ligeros en la lámpara. Un extremo del panel donde ésta se apoyaba se
levantó y apareció un rostro en el hueco.
—Deprisa —dijo Hitler, nervioso, al tiempo que se apartaba a un lado.
La lámpara desapareció en el hueco que ocultaba. Dos piernas robustas
con uniforme de camuflaje aparecieron por el agujero, luego, un cuerpo cayó,
pesada pero silenciosamente, junto a él. Hitler agarró e brazo a Brumm con
fuerza, pero el coronel se desembarazó de él y dirigió de nuevo su atención al
techo.
—Está bien —ordenó.
Otro par de piernas apareció. Brumm las agarró y las guió hasta el suelo.
Hitler y el Alfa se miraron. Para ambos, era como estar frente a un espejo
de cuerpo entero.
—Es un honor, mi Führer —susurró el hombre.
Hitler no respondió. Asió una silla, la colocó bajo el agujero del techo y
empezó a encaramarse a éste.
El coronel condujo al Alfa hasta el salón y le llevó hasta el sofá.
—Siéntese —le ordenó mientras empuñaba la pistola grande de la mesilla
—. Póngase los zapatos.
Al hombre le temblaban demasiado las manos para anudarse los cordones,
de modo que Brumm se arrodilló y lo hizo por él. Desde donde estaba, pudo
ver que Hitler ya estaba en el agujero, desde el cual colgaban sus piernas. El
Alfa observó el cuerpo sin Vida de Eva Braun.
—Qué hermosa…
El coronel no dijo nada y le puso en la mano la ampolla de cianuro.
—Muerda —le ordenó.
El hombre Vaciló mientras el miedo agrandaba sus ojos. De pronto, había
comprendido la enormidad de lo que estaba sucediendo y titubeaba. El
coronel vio inundarse de pánico los ojos del Alfa, pero ya había visto aquel
tipo de miedo anteriormente. Colocó el cañón de la pistola en la frente del
hombre y repitió la orden.
Los ojos del Alfa se llenaron de lágrimas, pero puso la cápsula del cianuro
entre sus dientes.
—¡Muerde, cerdo! —dijo el coronel con voz fría.
El hombre cerró los ojos con fuerza y apretó las mandíbulas al tiempo que
emitía un agudo gemido. Cuando mordió la ampolla, el coronel bajó el cañón
hasta la boca del Alfa y disparó. La bala le hizo saltar todos los dientes, le
arrancó la nuca y salpicó el respaldo del sofá y la pared con una masa viscosa
de sangre y tejidos cerebrales. El cuerpo cayó pesadamente hacia la derecha y

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el coronel dejó caer la pistola al suelo, justo bajo la mano derecha del
cadáver. Brumm advirtió que un pedazo de la bala o de hueso —no supo decir
cuál de los dos le había salido por la sien derecha dejando una pequeña herida
de la que manaba una sangre oscura. Habían transcurrido menos de cuatro
minutos desde que Magda Goebbels había sido expulsada de la antesala.
Rápidamente, Brumm regresó a la alcoba, colocó de nuevo la silla en su
sitio junto a la pared, y dio un salto para agarrarse al marco del hueco del
techo. Equilibrándose como un gimnasta, balanceó las piernas adelante y atrás
para tomar impulso, las levantó hasta colar los pies por el hueco y,
apoyándose en ellos, acabó de encaramarse hasta el reducido espacio del
conducto, con un único movimiento fluido. Luego se volvió, buscó a su
derecha y procedió a colocar de nuevo la lámpara en su lugar. Tras comprobar
que todo estaba en orden, aplastó la mejilla contra el metal e inició un
esfuerzo consciente para serenar la respiración, tranquilizar el corazón que le
galopaba en el pecho y reducir la hiperventilación.
Durante unos minutos, debajo de él continuó el silencio, luego, Brumm
oyó que se abría la puerta de hierro. Entró gente con el salón donde estaban
los cadáveres. Oyó la voz de Bormann.
—Que venga el médico.
Otra voz, instantes después, añadió:
—Los dos están muertos. Los certificados.
Bormann de nuevo:
—Traigan mantas. Necesitamos algo para cubrir el cuerpo.
—En el jardín está todo preparado —informó otra voz.
Parecía la de Günsche.
No hubo más comentarios. Los cuerpos fueron llevados al jardín de la
Cancillería en relativo silencio, allí serían quemados según las instrucciones
finales del Führer.
Después, se produjo un largo rato de silencio y Brumm dirigió la mirada a
Hitler por primera Vez.
—Ya está. Ahora, esperaremos —dijo a su jefe.
De pronto, Hitler abrió unos ojos como platos y empezó a sacudir la
pierna, sólo un poco al principio, ero cada vez con más energía, haciendo que
las paredes metálicas del conducto resonara como un enorme timbal. Brumm
alargó la mano y agarró al Führer por el brazo, apretándolo con tal fuerza que
el dolor pronto superó a la causa de aquel acceso de pánico. Ratas —susurró
Hitler con voz agitada, mientras miraba detrás de él. Brumm continuó
apretándole el brazo.

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—Mi Führer —dijo fríamente—, hemos vivido la existencia libre de los
lobos, pero de momento nuestros camaradas de armas son las ratas.
Hitler miró fijamente al coronel con unos ojos llenos de odio. En las
comisuras de sus labios se formó una nubecilla de espuma y saliva que cayó
lentamente al suelo metálico del túnel que les ocultaba del mundo.

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30 de abril de 1945, 15:30
Sonó un único disparo, un estampido amortiguado apenas audible al otro lado
de la gruesa puerta de acero que separaba los pequeños aposentos privados de
Adolf Hitler y su nueva esposa del resto del Führerbunker subterráneo.
Las despedidas se habían llevado a cabo y todo había terminado. Hitler
había entregado su retrato de Federico el Grande, obra de Anton Graff, a su
piloto personal, el Gruppenführer Hans Baur, con la orden que el aviador lo
pusiera a buen recaudo. Pese a todas las súplicas —la última de ellas a cargo
de la sobreexcitada Magda Goebbels, la esposa del ministro de Propaganda—,
el Führer se había negado a intentar la huida. Si Berlín no podía resistir a los
invasores rusos, Hitler prefería la muerte. Temía más ser capturado que morir,
aunque compartía con muy pocos ese temor. Tenía la certeza de que los rusos
le exhibirían en una jaula como a un animal y no quería correr ese destino.
Berlín estaba desmoronándose y él se hundiría con la ciudad. Su decisión era
irrevocable.
A quince metros bajo el suelo, los muros de cemento del búnker, de cinco
metros de grosor, vibraban bajo la lluvia de obuses que caía en la superficie.
Menos de dieciséis kilómetros cuadrados de Berlín seguían bajo control
alemán pero, incluso en ese reducto final germano, los francotiradores
soviéticos ocupaban los tejados mientras grandes contingentes de infantería
rusa avanzaban sin tregua hacia la Cancillería, librando la batalla edificio por
edificio.
Al otro lado de la puerta de acero, el Sturmbannführer Heinz Linge y Otto
Günsche montaban guardia en silencio, con rostro impasible. Habían recibido
órdenes claras de su jefe y conocían bien su deber. Nadie debía entrar hasta
transcurridos diez minutos, lo que el Führer había denominado «un intervalo
decente». Joseph Goebbels deambulaba cerca de la puerta. Aquel gnomo
deforme, que había dirigido la maquinaria de la propaganda nazi y había
contribuido a perpetuar el mito de la raza aria, la apoteosis de sí mismo,
consumía un cigarrillo con chupadas nerviosas torciendo su cabeza, parecida
a la de un pájaro, con cada inhalación. Martin Bormann, el Reichsleiter que
ocupaba la secretaría del Partido, permanecía inmóvil con os brazos cruzados
y una sonrisa siniestra en el rostro.

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Linge consultó el reloj y dirigió un gesto de asentimiento al ayudante.
Günsche abrió la puerta de acero y Goebbels se coló de inmediato entre los
dos hombres hasta la antesala de Hitler, donde se detuvo de pronto. Bormann,
Linge y Günsche pasaron ante él y penetraron en el reducido salón. El
Reichsjugendführer Artur Axmann había llegado demasiado tarde para la
despedida, pero ahora acudió al escenario de los hechos con los demás, con el
rostro aún congestionado después de haber permanecido en la superficie
durante una de las andanadas de la artillería rusa. El muñón de su brazo
dibujaba pequeños círculos en el aire mientras intentaba comprender lo que
había sucedido.
Los dos cadáveres yacían en el sofá, junto al muro posterior. En el suelo
había un jarrón de flores con el agua derramada sobre la alfombra. Hitler
estaba en un extremo del sofá con el cuerpo ligeramente inclinado hacia
adelante y la mano derecha colgando por encima del brazo del mueble. Su
Walther 7.65 estaba en el suelo, cerca de la mano. Eva Braun ocupaba el otro
extremo del sofá, reclinada apaciblemente y con las piernas recogidas bajo el
cuerpo, como solía hacer durante sus siestas ante el fuego en el Berghof. Un
gran reguero de sangre caía de la boca de Hitler, que presentaba otra pequeña
herida en la sien derecha. El sofá estaba empapado con su sangre y ninguno
de los presentes quiso efectuar un examen más detenido. El vestido negro de
Eva estaba salpicado y ella tenía los ojos muy abiertos. No mostraba rastros
visibles de heridas, pero todos percibieron el olor a almendras y la ligera
decoloración gris azulada de la piel en torno a sus labios. Cianuro. Sus suaves
zapatillas de piel marrón estaban colocadas juntas bajo el asiento.
Bormann y Goebbels sintieron náuseas debido a los vapores desprendidos
por las cápsulas de cianuro y se cubrieron la boca y la nariz con un pañuelo.
Günsche contempló los cuerpos, dio media vuelta y salió de la estancia.
Encontró a Erich Kempka, el menudo chófer de Hitler, en la sala de
conferencias. Con anterioridad, Günsche había ordenado a Kempka que
recogiera doscientos litros de gasolina en bidones y los llevara a la entrada del
búnker en los jardines de la Cancillería. Kempka había protestado durante la
conversación telefónica. No estaba dispuesto a arriesgar su vida tratando de
llegar al depósito secreto de combustible, era demasiado peligroso. Tendrían
que esperar a que avanzara el día cuando, a la caída de la tarde, los artilleros
soviéticos cesaban el fuego para comer, mear o hacer nadie sabía qué. Como
alternativa, Günsche sugirió a Kempka que intentara extraer todo el
carburante posible de los vehículos guardados en el garaje subterráneo. Las

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calles estaban tan llenas de obstáculos que los automóviles ya no eran de
utilidad y por tanto no necesitaban la gasolina de sus depósitos.
—¿Qué diablos sucede? —preguntó Kempka cuando vio al hombre de las
SS.
—Der Führer ist tot. Hitler ha muerto —dijo Günsche en tono solemne.
Kempka acudió de inmediato a comprobarlo por sí mismo, pero se
encontró con Linge, que quiso saber dónde estaba la gasolina.
—En el jardín. Ciento setenta litros. No he podido encontrar más.
El Brigadenführer Johann Rattenhuber, jefe del destacamento de la Policía
de Seguridad del Reich en el búnker, llegó detrás de Kempka. Otras personas
entraron y salieron de la cámara mortuoria para echar una breve mirada a los
cadáveres, demasiado desconcertadas o asustadas para hacer un examen
minucioso o prolongado. Aquello era el fin.
Transcurrido un tiempo, Rattenhuber, un hombre práctico con instinto
para la toma de decisiones, se hizo cargo de la situación. Ordenó a los demás
que llevaran los cuerpos al jardín. El de Hitler fue envuelto en una manta gris
del ejército, dejando visible la parte superior de la cabeza, pero no el rostro.
Los brazos y piernas del Führer colgaban fuera de la manta, sus pantalones
negros eran los que utilizaba normalmente con la guerrera de uniforme. Uno
de los que portaban el cuerpo limpió una mancha de sangre de sus zapatos
negros.
Bormann levantó con facilidad el menudo cuerpo de Eva Braun. Su rubia
melena estaba despeinada, pero más bien parecía dormida que muerta. Linge
y Ludwig Stumpfegger, el coronel y cirujano de las SS, transportaron el
cadáver de Hitler. Fue el doctor quien cargó con la mayor parte del peso.
Al pie de las escaleras de cemento, el menudo Kempka salió al paso de
Bormann, impidiéndole continuar la marcha.
—Yo la llevaré —dijo.
Kempka sabía lo mucho que Eva había odiado y temido al Reichsleiter y,
al recordarlo, no pudo soportar ver al hombre tocándola. Sin embargo, el
cuerpo era demasiado pesado para él y, cuando trastabilló en uno de los
peldaños casi dejándolo caer, Günsche y otro hombre de las SS acudieron a
ayudarle.
Los dos cadáveres fueron conducidos al jardín de la Cancillería y
colocados en el agujero abierto por un obús a tres metros apenas de la entrada
del búnker. Günsche cruzó los brazos de Eva sobre su pecho y ayudó a rociar
los cuerpos con la gasolina. Kempka colocó el brazo izquierdo de Hitler más
cerca del costado. De pronto, empezaron a llover disparos de artillería sobre

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la zona, obligan o a los espectadores a retirarse rápidamente bajo la
protección que ofrecía la superestructura del Búnker. Allí aguardaron una
pausa en el bombardeo, fumando y paseando con nerviosismo. Cuando las
andanadas cesaron, el grupo continuó rociando los cuerpos con el
combustible, procurando que quedaran bien empapados. Por fin, la tarea
terminó, el hueco producido por el obús donde reposaban los cuerpos quedó
encharcado con el líquido inflamable.
A continuación, discutieron el mejor modo de encender la pira funeraria.
—Una granada —sugirió Günsche, pero Kempka se opuso con
vehemencia, era un medio demasiado brutal e irrespetuoso para con el Führer.
Cuando terminó su protesta, Kempka descubrió un trapo junto a una
manguera de incendios desenrollada. Lo recogió y lo entregó a Günsche,
quien lo empapó de gasolina. Goebbels, fumador empedernido, sacó una caja
de cerillas y la entregó a Kempka, que utilizó su contenido para prender el
trapo que sostenía Günsche, todos se echaron hacia atrás mientras el hombre
lo lanzaba hacia el agujero con un giro de muñeca.
Por un instante, el tiempo se detuvo. Todos quedaron paralizados ante la
visión del trapo en llamas que se alzaba lentamente en el aire y luego iniciaba
la caída. De inmediato, el hueco se encendió con un ruido sordo y una
columna de humo negro se levantó hacia el cielo como una serpiente que se
desenroscara.
Contemplaron la escena en silencio hasta que Günsche ordenó ponerse
firmes. Luego levantó el brazo derecho con marcialidad y los demás le
imitaron. «Heil Hitler», saludaron al unísono por última vez.
Todo había terminado. Adolf Hitler estaba muerto. Diez días después de
su cincuenta y seis aniversario, el Führer del Reich de los mil años ardía en
una improvisada pira funeraria en el último campo de batalla de la guerra.
Hasta entrada la noche, Rattenhuber y sus hombres continuaron vertiendo
gasolina al fuego. Aproximadamente a las diez, el jefe de la Policía de
Seguridad del Reich ordenó a su ayudante, el capitán Schedle, que escogiera a
tres hombres de confianza para enterrar lo que quedara de los dos cadáveres
ennegrecidos.
Los obuses soviéticos seguían cayendo en la zona de la Cancillería.
Schedle y su pelotón envolvieron los restos en unas lonas y los enterraron en
otro agujero abierto por un obús en las proximidades del primero. Después de
rellenar el hueco con cascotes y barro, los hombres apisonaron la tierra con
las palas hasta dejarlo al mismo nivel que el terreno circundante. Durante toda
la operación, tanto ellos como el oficial que los mandaba, igual que quienes

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permanecían a cubierto en el búnker, sólo tenían una idea en la cabeza:
escapar.

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30 de abril de 1945, 16:50
Permanecieron en el hueco una hora entera antes de moverse. Brumm quería
asegurarse de que los ruidos hubieran cesado en el búnker, debajo de donde se
encontraban. Cuando se convenció de que no había peligro, guió lentamente a
su protegido por el conducto metálico hasta el lugar donde había dejado el
resto de los pertrechos. Hitler parecía cansado.
—Desde aquí tenemos que practicar un poco de escalada —dijo el
coronel.
—Esto lo diseñé yo mismo —le recordó Hitler.
Brumm acercó a su jefe un par de botas negras ya gastadas.
—Póngaselas. —Con frases rápidas y sucintas, explicó cómo iban a
efectuar la ascensión en vertical que les aguardaba—. Yo iré delante —
añadió.
El coronel se adentro por el hueco. La luz de la linterna horadó la
oscuridad del conducto. La ascensión exigía un gran esfuerzo y, aunque el
estado físico de Hitler había sido, en gran parte, una simulación
minuciosamente proyectada, se había cobrado su precio. Durante las últimas
semanas en el búnker apenas había hecho ejercicio y le faltaba resistencia.
Brumm se vio obligado a tirar de él por el pozo vertical. Cuando finalmente
alcanzaron el nivel superior, se instalaron en la encrucijada de túneles ciegos,
donde disponían de más espacio. Brumm rezongaba para sus adentros
mientras extendía el contenido del macuto sobre una pequeña toalla. Tras
encender dos velas, las sostuvo horizontalmente para que derramaran sobre el
conducto metálico unas gotas de cera fundida sobre las cuales sujetarlas las
velas le proporcionarían luz suficiente para trabajar y así podría conservar la
linterna para otros momentos en que fuera mas necesaria.
El primer paso era cambiar el aspecto de su acompañante. Los cambios
habían sido sugeridos por Hitler, quien le había recordado repetidas veces a
Brumm que, como «mejor actor de Europa», le sería muy fácil modificar su
apariencia. Había estudiado los misterios y las técnicas del maquillaje teatral
y había dibujado muchos esbozos del aspecto que ofrecería gracias a diversas
modificaciones cosméticas. Brumm pensaba que todos los dibujos parecían

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idénticos y no prestó gran atención a la extensa disertación de Hitler sobre el
uso del Vestuario y el maquillaje en la ópera Wagneriana.
—Aún no tengo curada la mano —comentó Hitler mientras acercaba el
brazo izquierdo a una Vela—. He dejado de tomar los fármacos hace poco.
Ya está más fuerte, pero la he tenido atrofiada, con el tiempo se recuperará.
Brumm asintió.
—Sostenga la luz —dijo.
Hitler tomó la linterna con la mano derecha y la sostuvo bajo su barbilla,
produciendo un efecto espectral, unas profundas sombras magnificaban las
arrugas y concavidades de su rostro. Brumm destapó un pequeño recipiente
de jabón concentrado, derramó un poco en el hueco de la mano, escupió en
ella, lo mezcló todo con el índice y lo aplicó sobre el bigote de Hitler. Cuando
lo hubo enjabonado convenientemente, procedió a afeitarlo con una navaja.
Hitler mantuvo cerrados los ojos mientras el coronel trabajaba.
La eliminación del bigote trajo una sorpresa. Brumm contempló la nariz
de Hitler, jamás había advertido su enorme tamaño. El mostacho, un sutil
aditamento que modificaba espectacularmente aquel rostro, había desviado
siempre la atención de ella. Quizás el Führer supiera lo que decía, en aquel
tema.
A continuación, el coronel aplicó el resto del jabón al cabello de Hitler.
—Córtelo un poco —indicó el Führer.
—No —replicó Brumm con firmeza. Tenemos que afeitarlo. Todo.
Hitler dirigió una dura mirada al militar. Puso los hombros en tensión y
parecía apunto de perder el control pero, tras un breve instante, suspiró y se
encogió de hombros, relajándolos nuevamente.
—Usted tiene la navaja murmuró.
Cuando el coronel terminó, el anterior Adolf Hitler casi había
desaparecido. Brumm le entregó unas gafas gruesas, con montura metálica
gris y cristales ajustados a su graduación exacta. El nuevo elemento de
camuflaje proporcionaba al líder del Tercer Reich el aspecto de algún tipo de
ave.
Quedaban por hacer otros cambios. Brumm sacó del macuto una gruesa
venda y la desenrolló.
—Adelante —le estimuló Hitler mientras asía la venda.
Brumm titubeó.
—Lo que ha de hacerse, ha de hacerse —añadió el Führer—. Retrasar las
cosas no cambia lo inevitable. Además, su parte es la más fácil.

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Se colocó de espaldas a Brumm y se echó hacia atrás hasta apoyar la
cabeza en el muslo del coronel. Éste aspiró profundamente, tensó la mano, la
levantó y descargó un fuerte golpe sobre el tabique nasal de Hitler,
partiéndole el cartílago. El Führer lanzó un gemido al recibir el golpe y se le
llenaron los ojos de lágrimas.
Brumm utilizó rápidamente la venda para detener la hemorragia y,
minutos después, a Hitler empezó a hinchársele el rostro. Ambos ojos se le
amorataron y terminó por no poder abrirlos. La lesión de la nariz no era muy
extensa. El tejido estaba aplanado y roto en el punto entre los ojos, de modo
que la nariz le colgaba ahora en ángulo agudo y parecía afilarse en la punta.
Si hubiera dirigido el golpe hacia arriba, el Führer estaría muerto. Brumm se
imaginó por un segundo allí, con un Hitler muerto y apoyado en su muslo.
—¿Qué tal respira?
—Tengo sangre dentro. Necesito incorporarme. Duele —murmuró Hitler.
Brumm estaba preocupado. Su acompañante no era una persona
acostumbrada al dolor y parecía tener problemas para soportarlo. El Führer
estaba habituado a tomar fármacos para el más leve malestar y en aquella
situación no dispondría de ellos.
Ahora, la fuerza de voluntad tendría que sustituir a los opiáceos.
—Queda una cosa por hacer —dijo Brumm.
—No haga nada más —respondió Hitler con voz temblorosa.
—Quizá nos sea de utilidad más adelante —insistió el coronel, al tiempo
que se subía la manga para dejar al descubierto la cara anterior del antebrazo,
donde llevaba tatuada una serie de cifras.
Hitler hizo un violento gesto de negativa con la cabeza.
—No. Lo prohíbo. Rotundamente, no.
—Ahí afuera reina el caos —replicó Brumm con voz tranquila—. Si nos
vemos en un apuro puede sernos muy conveniente ser judíos salidos de los
campos. Quizás eso nos permita seguir.
—¡No! ¡Como un judío, no!
Brumm no hizo caso y agarró el brazo de Hitler. Le advirtió que se
quedara quieto y empezó a grabarle el tatuaje utilizando tinta azul marino y
una aguja gruesa.

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2 de mayo de 1945, 0:30

Varios centenares de hombres y mujeres se reunieron en la oscuridad bajo el


techo del garaje que servía de carbonera en el complejo de edificios de la
Cancillería. Había soldados y burócratas, conductores y panaderos, secretarias
y centinelas, funcionarios del partido y administrativos. Era todo lo que
quedaba de la antigua élite empleada en la Cancillería del Reich. Habían
acudido a lugar de uno en uno y en pequeños grupos desde primera hora e la
tarde. El general de las Waffen SS, Wilhelm Mohnke, comandante de las
fuerzas del búnker, y Otto Günsche, ayudante de Hitler, tomaron la
responsabilidad de organizarlos.
El plan consistía en dividirse en pequeños grupos que saldrían a intervalos
de veinte minutos. Cada grupo cruzaría la calle por un túnel subterráneo,
saldría a la superficie y correría por terreno descubierto desde la Wilhelmplatz
a la estación de Stadtmitte. Mohnke y Günsche no tenían una idea concreta de
lo que les esperaba. Los rusos estaban por todas partes, sobre todo apostados
en los tejados, disparando con sus fusiles contra cualquier cosa que se
moviera en las calles. La artillería soviética seguía en acción, pero ahora sólo
lanzaba andanadas medidas, con intervalos entre descarga y descarga. Ya no
se trataba de una lluvia constante de obuses y ello ofrecía a los nazis
supervivientes un atisbo de esperanza. El plan básico era que cada grupo
buscara por sus medios el modo de cruzar el río Spree, para luego avanzar
hacia el noroeste por las zonas residenciales hasta salir de la ciudad y,
continuando en la misma dirección, acudir a la cita de seguridad en un bosque
cerca de Mecklenburg, a unos ciento ochenta kilómetros al noroeste de Berlín.
La esperanza no consistía en escapar por completo a la captura, sino en no
caer en manos de los rusos. Por el o, la ruta escogida debería llevarles
rápidamente más allá de las tres líneas soviéticas que cercaban la ciudad, al
encuentro de los aliados occidentales, cuya hospitalidad sería, en cualquier
caso, mucho menos brutal de la que podían esperar de los rusos.

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Al Unterscharfürer Gustav Rudolf, de las SS, la huida le parecía un
esfuerzo inútil y estúpido. Los ciento ochenta kilómetros hasta el unto de la
cita podrían haber sido ochenta mil u ochenta millones, pues no había modo
de atravesar las líneas rusas. Tuvo una premonición de muerte que le produjo
un escalofrío y le dejó la boca seca. Lo que más temía había caído finalmente
sobre él y maldijo su mala fortuna. Había pasado un mes terrible, encerrado
en los sótanos de la Cancillería y montando guardia en el último bastión del
Reich. El día 30 había visto a Hitler y había comprendido desde ese mismo
instante que el fin estaba próximo. El Führer no se parecía en nada al hombre
de tiempo atrás y Gustav Rudolf se había deprimido mucho al verle. Horas
después, había oído la noticia de que el Führer se había suicidado aquella
misma tarde. Toda aquella situación era una pesadilla y la única fuerza que
había mantenido cohesión en o que quedaba de Alemania acababa de
desaparecer. Ahora, Rudolf iba a verse obligado a afrontar un terror todavía
mayor. Si de él hubiese dependido, habría aguardado allí a que los rusos le
capturaran. Al menos, seguiría vivo, luego, se consideraba capaz de soportar
todo lo que viniera. Sin embargo, guardó para sí esa opinión porque existía la
convicción generalizada de que la captura significaría la ejecución sumaria,
en especial para los alemanes que habían estado tan cerca de Hitler. Rudolf no
era de los que nadaban contra la corriente. A menudo pensaba en ello, pero
rara vez lo hacía.
Mientras se exponía el plan de huida en el garaje de la Cancillería, Rudolf
hizo cuanto pudo para que le destinaran a quedarse en el edificio a fin de
proporcionar protección a los cientos de heridos que serían abandonados en el
sótano, pero sus superiores —fanáticos hasta el fin, se dijo Rudolf no
quisieron escucharle. Apreciaban su valor y su disposición al sacrificio, pero
le querían con los grupos de huida para proporcionar cobertura a los no
combatientes, entre los cuales había numerosas mujeres. Si los oficiales
hubieran accedido a su petición de quedarse, Rudolf tenía previsto instalarse
en una camilla entre os heridos simular que era uno de ellos. En cambio,
ahora se veía obligado a abrirse paso por la ciudad, donde la gente seguía
matándose. Le fastidiaba tener que prestar protección a las mujeres, ya que
ellas nunca la necesitaban. La vida en la Cancillería era un ejemplo de ello,
pues siempre conseguían lo que querían sólo con abrirse de piernas, y no
había ninguna razón para pensar que los rusos fueran a ser menos receptivos
que los alemanes.
El destino quiso que Rudolf fuese escogido para proporcionar cobertura
armada al primer grupo que intentaría escapada, encabezado por Mohnke y

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Günsche. En él figuraban las cuatro mujeres del personal privado de Hitler,
un Vicealmirante, varios adjuntos de diversas organizaciones y otro soldado
llamado Hilco Poppen. Rudolf sospechaba que éste, un tipo independiente y
rebelde nacido en Renania, se largaría por su cuenta en cuanto al grupo de
huidos saliera al aire libre. Por un instante, dio vueltas en la cabeza a la idea
de seguirle, pero la abandonó, prefiriendo como siempre la seguridad y el
anonimato que le proporcionaba el grupo, más numeroso.
Rudolf sólo tomó una decisión definitiva. Si durante la huida caía alguno
de los peces gordos, le vaciaría los bolsillos. Desde hacía meses, corrían
rumores de que los líderes nazis estaban depositando millones de
Reichsmarks en los bancos suizos. Seguramente, tales personas llevarían
encima grandes sumas de dinero y objetos de valor y, si resultaban muertos
durante la escapada, ya no tendrían necesidad de bienes terrenales.
La salida del búnker resultó una pesadilla peor de lo que Rudolf había
llegado a imaginar. La polvareda que cubría Berlín estaba impregnada del
hedor de los cadáveres. La ciudad estaba tan arrasada que apenas encontraban
puntos de referencia para orientarse. El soldado no veía que pudieran llegar a
cruzar aquel erial de ninguna manera, y decidió que resultaba demasiado
deprimente contemplar el panorama. En lugar de ello, se concentró en
mantener baja la mirada, fijándose solamente en los pasos de la persona que
le precedía, mientras avanzaban en zigzag y en fila de a uno, agachados casi
en cuclillas.
A las 2:00 de la madrugada, el grupo se había reducido a quince
supervivientes. Hicieron un breve alto en la estación Franzósische Strasse.
Mohnke intentó convencer a dos centinelas armados de la Compañía
Municipal de Transportes de Berlín para que abrieran una trampilla que
conducía a un túnel bajo el río, pero los dos hombres se negaron
obstinadamente a ello, abrir la trampilla iba contra el reglamento y contra las
órdenes recibidas de sus superiores.
—¡Buenos alemanes, estúpidos hasta el final! —murmuró Rudolf entre
dientes, cuando Mohnke se dio por vencido y se alejó de ellos golpeando con
furia la Schmeisser contra el muslo.
Como los centinelas no habían accedido a abrir el pasadizo bajo el río, el
grupo se vio obligado a retroceder sobre sus pasos hacia la estación de
Friedrichstrasse. Al asomarse a la calle, vieron una trampa antitanque en el
puente de Weidendammer y oyeron el ruido de unos blindados alemanes que
avanzaban por el empedrado detrás de ellos. Idiotas, pensó Rudolf. Los
tanquistas todavía seguían combatiendo, en una buena demostración del tipo

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de gente que se presentaba voluntaria para servir en las unidades de panzers,
se dijo.
Mohnke consiguió localizar un endeble pasillo bajo el arco principal del
puente. Se abrieron paso por una tupida red de alambradas mediante unas
tenazas y penetraron en el inseguro puente, de dos metros de ancho, a paso
ligero.
Rudolf estuvo a unto de caer un par de veces pero consiguió seguir
corriendo hacia adelante, impulsado por la adrenalina. Debajo del grupo, las
aguas reflejaban el rojo resplandor de los incendios y transportaban
numerosos cadáveres que flotaban como puntos negros. Cuando llegaron a la
mitad del pasillo bajo el puente, un francotirador abrió fuego sobre ellos con
un fusil de pequeño calibre. Justo delante de Rudolf, alguien lanzó un gemido
y cayó al agua con un sonoro chapoteo. Todo el grupo se tendió en el suelo
boca abajo, mientras los jefes trataban de localizar los destellos del arma del
francotirador para contestar a sus disparos.
Pese a estar tendidos, continuaron arrastrándose hacia adelante. Rudolf
notó que el uniforme se desgarraba sobre la áspera superficie y notó cortes y
arañazos en los codos y las rodillas. Cuando ya divisaba el otro extremo del
puente, sintió un fuerte golpe en el casco. No experimentó ningún dolor, sino
tan sólo un impacto increíblemente seco. Era como si hubiese tropezado con
algo pero, cuando intentó seguir reptando, las extremidades no le
respondieron. Otro de los miembros del grupo se arrastró hacia él hasta llegar
a su lado.
—¿Estás herido? —preguntó una voz.
Rudolf quiso responder que se encontraba bien pero, además de tener las
extremidades inertes, tampoco logró articular palabra. Notó que se orinaba en
los pantalones, lo que le produjo una doble sensación de calor y de disgusto.
Allí ten ido, incapaz de moverse o de hablar, alguien le despojó de las
cartucheras y rebuscó en sus bolsillos, quedándose con el billetero y
quitándole el reloj de la muñeca. Los que le seguían en la fila gatearon por
encima de él y le dejaron solo en el puente sobre las aguas rojizas. Un oficial
le había robado, se dijo Rudolf, sorprendido por lo irónico del hecho.
Estaba tendido sobre el vientre, incapaz de ver nada, inmovilizado.
Empezaba a sentirse soñoliento. No sufría ningún dolor y dio gracias por ello.
Desde el principio había sabido que moriría durante la huida, y eso era
precisamente lo que estaba sucediendo. ¡Malditos oficiales! —gritó
mentalmente—. ¡Maldito Hitler! ¡Maldito… Después, perdió el sentido.

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2 de mayo de 1945, 5:40
Los dos hombres permanecieron en el conducto durante las treinta y seis
horas siguientes, hasta la madrugada del 2 de mayo. Poco antes del amanecer,
Brumm condujo a su acompañante hasta la plancha metálica del pasillo del
búnker. Hitler llevaba un Capote de oficial de la Wehrmacht, tenía ambos
ojos negros e hinchados y todavía estaba débil, pero, pese al dolor y las
incomodidades, Brumm apreció que esperaba impaciente por ponerse en
movimiento. Ambos estaban impacientes por salir de allí.
Brumm fue el primero en saltar al corredor y luego ayudó a hacerlo a su
acompañante. El Führer se encargó de vigilar mientras Brumm colocaba de
nuevo los tornillos de la plancha metálica y los apretaba.
—¿Hacia dónde? —preguntó Hitler, nervioso.
—Hacia la Cancillería.
Avanzaron lo más deprisa posible, pero su paso era lento.
Hitler arrastraba la pierna derecha y se detenía con frecuencia para
recobrar el aliento.
Salieron de la zona sin encontrar a nadie, la Cancillería parecía
abandonada. Cerca de un montón de vigas hundidas, Brumm vio el cuerpo del
Centinela que había matado al entrar, aún estaba donde lo había dejado. Al
oeste, cerca del Tiergarten, oyó esporádicos intercambios de disparos de
armas ligeras. Los rusos estaban haciendo limpieza, pensó Brumm.
Los dos hombres atravesaron la Wilhelmstrasse momentos antes del
amanecer y avanzaron entre varios edificios gubernamentales gravemente
dañados. Por todas partes encontraron cuerpos sin vida, tanto de alemanes
como de rusos. En una Calleja secundaria, varios soldados germanos habían
sido desnudados y colgados de las farolas por el cuello. Sus globos oculares
sobresalían de las cuencas y sus lenguas negruzcas aparecían en las bocas
abiertas, como salchichas trinchadas demasiado cocidas. Hitler no levantó la
vista hacia ellos cuando pasaron por debajo.
En una calle próxima se produjo un breve tiroteo de armas cortas, pero
Brumm no mostró interés por el asunto y Hitler estaba demasiado débil para
hacer otra cosa que seguir de cerca al coronel, respirando todavía con
dificultad. Por fin, cruzaron otra amplia avenida cuyos árboles aparecían

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destrozados y caídos sobre el empedrado de la calzada. Vieron un tanque
Tigre alemán volcado, en perfecto equilibrio sobre la torreta, y un amasijo
negruzco, restos de lo que fuera un hombre, colgando de una portilla con los
brazos extendidos e inmovilizado por el rigor mortis. A la entrada de un
callejón, encontraron el cuerpo de una anciana. Le habían atado la falda al
cuello para inmovilizarle los brazos, mostraba las piernas cubiertas de sangre
seca y tenía la boca y los ojos muy abiertos. En ese mismo callejón, las patas
traseras cortadas de un caballo tordo estaban clavadas en una escalera de
incendios que había sido arrancada de un edificio. Por todas partes, Vieron
grandes nubes de moscas aprovechando la carroña.
Cuando llegaron a un edificio de color verde, Brumm empujó a Hitler al
interior y comprobó que nadie les había seguido. Imaginó que los tejados
estaban llenos todavía de francotiradores rusos y que la infantería ya debía
controlar la zona.
—¡Barba! —gritó a continuación por el hueco de la escalera.
—Subid por aquí —respondió Rau desde arriba.
Brumm ascendió los peldaños y ambos militares se abrazaron.
—¿Todo ha ido bien?
—De momento, sí. ¿Cómo están las cosas aquí?
—Hechos un manojo de nervios, pero las chicas cumplen mejor de lo que
esperaba. Anoche pasaron por aquí los rusos, pero sólo parecían interesados
en los edificios donde les ofrecían resistencia.
—¿Problemas?
—Sólo uno. Dos rusos se instalaron abajo, en el interior del portal. Una de
las chicas les engatusó para que subieran y las demás les eliminaron. ¡A
navajazos! —Barba se inclinó hacia el coronel—. A las mujeres parece que
les gusta el acero frío, ¿eh?
Dio un codazo a Brumm y le guiñó un ojo.
—¿Las chicas les eliminaron?
—Con toda limpieza. Zip-Zap, dos ivanes muertos. En completo silencio.
—Barba dirigió la mirada a la puerta de la estancia— ¿Dónde lo tienes? ¿Está
abajo?
—Ve a ayudarle —respondió el coronel—. Está débil. No creo que sea
capaz de resistir la caminata. Tendremos que llevarle.
—Magnífico —murmuró Barba, sarcástico—. Más formación de carácter
—añadió con una sonrisa.
El sargento mayor siempre se refería a las misiones difíciles como
empresas que formaban el carácter de la persona.

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Mientras Barba descendía los peldaños, Brumm fue en busca de Waller.
La muchacha estaba en un corredor, a su derecha.
—Lleve a su grupo a esa habitación —le ordenó señalando la puerta
situada detrás de ella.
La muchacha reunió rápidamente a las demás y todas pasaron ante el
coronel blandiendo sus armas. Brumm indicó a Waller que entrara con ellas,
la muchacha obedeció pero, antes de cerrar la puerta, sus ojos se cruzaron con
los de él y mantuvo la mirada fija en ellos. Aquella mirada quería decirle
algo, pero Brumm no estaba de humor para descifrar qué.
Cuando llegó al segundo piso, Hitler estaba temblando alarmantemente.
Barba miró al coronel y movió la cabeza en gesto de negativa. Brumm asió al
Führer por el otro brazo y le ayudó a cruzar el descansillo hasta la puerta.
—Espera —ordenó Brumm al sargento—. Vigila.
Barba asintió y desapareció en un rincón en sombras. El coronel entró en
la habitación donde las muchachas, evidentemente cansadas y con los ojos
enrojecidos por la falta de sueño, permanecían en cuclillas. Con sus ropas
andrajosas, parecían niñas abandonadas y su juventud se hacía patente bajo la
capa de suciedad de sus rostros. Cuando entró, todas sonrieron, felices de Ver
un rostro amigo, de momento, podían bajar la guardia. Brumm advirtió que,
psicológicamente, no estaban en buena forma, por primera vez, el terror
asomaba en sus ojos.
—He traído a alguien que quiero que conozcáis —les dijo al tiempo que
abría la puerta.
Al otro lado de ésta apareció la espalda de Hitler, quien, al oír que se
abría, dio media vuelta y contempló desconcertado a las muchachas sentadas
en el suelo. Se deslizó en el interior de la habitación, con pasos cortos, y se
detuvo ante ellas con los hombros hundidos y la cabeza baja. Volvió la
mirada hacia Brumm por un instante y, al ver que éste no le ofrecía ninguna
explicación, la desvió de nuevo hacia el suelo.
—¿Es otro de sus hombres? —preguntó una de las chicas.
Brumm permaneció en silencio. Se decía que Hitler tenía un poder
especial sobre las mujeres, que éstas se derrumbaban, incluso se desvanecían,
ante la intensidad de su mirada. Sin embargo, los ojos que ahora observaban a
las muchachas estaban casi cerrados por la hinchazón y no irradiaban nada.
Tras apenas unos segundos, las mujeres perdieron todo interés por el anciano
y cayeron de nuevo en el amodorramiento. Únicamente Waller continuó
estudiando al desconocido.

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—Ya les informe de que estaba cumpliendo una misión especial, una
misión de la mayor importancia para el Reich —dijo el coronel.
Las muchachas le miraron fijamente. Brumm le quitó las gafas a Hitler.
Las chicas siguieron sin reconocerle y el coronel se sintió satisfecho. Se quitó
uno de los guantes negros y extendió un dedo de éste bajo la nariz de Hitler.
El Führer apartó el guante con un gesto brusco, estornudó y contempló al
coronel con gesto irritado.
Waller fue la primera en darse cuenta. Emitió un sonoro jadeo, se puso en
pie con esfuerzo, inclinó la cabeza y, con un susurro apenas audible, susurró:
—Mi Führer…
Las demás chicas se volvieron hacia ella como si la tomaran por loca,
miraron de nuevo al hombre y se incorporaron de un salto. Una de ellas dejó
caer su Schmeisser al suelo con estruendo, se llevó las manos a los oídos y
empezó a sollozar sonoramente. En el rostro de Hitler apareció una sonrisa al
tiempo que extendía la mano derecha con gesto benevolente. Las muchachas
se acercaron a él y permanecieron pegadas a su cuerpo.
Brumm pudo apreciar el poder que, en efecto, ejercía sobre ellas y quedó
asombrado al comprobarlo.
—Waller —dijo Hitler. La muchacha se cuadró—. Ayuda a Herr Lobo —
dejó que el nombre calara en sus mentes—. Vosotras —añadió luego, al
tiempo que tocaba la cabeza de tres de las muchachas—, reanudad los turnos
de guardia y decidle a Barba que entre.
Mientras las chicas recogían las armas salían, Hitler encontró un rincón
junto a la pared y Waller le ayudó a sentarse. De inmediato, se enroscó como
un ovillo y se quedó dormido. Waller le cubrió con una cortina de la casa.
Cuando Barba entró, Brumm le hizo sentarse junto a Waller.
—Tenemos mucho de qué hablar.
Las llamas de un gran incendio crepitaban sonoramente, sin ningún
control, en un edificio cercano. Un fusil solitario disparó en alguna de las
calles Vecinas.

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2 de mayo de 1945, 23:30
Vasily Petrov siempre empezaba las cosas por el principio. Aunque sus
pensamientos eran muy rápidos, no sucedía lo mismo con sus métodos de
investigación. Se tomaba su tiempo y prestaba atención a los detalles. A todos
los detalles. No era que pretendiese hacerlo todo personalmente. Sabía
delegar funciones, pero siempre se aseguraba de que sus subordinados
supieran exactamente lo que debían hacer y los resultados que él esperaba.
Después, efectuaba comprobaciones periódicas para cerciorarse de que sus
órdenes eran cumplidas. Era una cuestión de control. Con el tiempo, había
formado un grupo de cuatro miembros, cada uno con una personalidad
diferente pero todos con un grado similar de motivación. Todos sus hombres
se volcaban hasta el fanatismo en cada misión de la unidad y todos ellos
estaban en perfecta forma física, dotados de grandes reservas de energía y de
una tenacidad digna de perros de caza bien entrenados.
Los cuatro hombres sentían una admiración distante por su jefe. Petrov
era un hombre difícil de conocer, frío y lógico en el trato y reservado de
carácter. Sin embargo, si bien su aprecio por él como individuo no era muy
intenso, el respeto que les merecía como jefe era profundo y auténtico. El
camarada Petrov no era dado a demostrar sus sentimientos, pero todos sus
hombres sabían cuándo estaba satisfecho con su trabajo. Confiaban en él y
aprendían a su lado. No obstante, pese a todo, también le temían, pues Petrov
—nombre en clave, el Berkut— no daba cuartel ni toleraba la incompetencia.
El fracaso significaba la muerte, ésta era la regla del Grupo de Operaciones
Especiales.
Faltaba poco para la medianoche del 2 de mayo. Petrov y sus hombres
avanzaron lentamente por lo que quedaba de las dependencias en sombras de
la Cancillería del Reich. Petrov había intentado llegar antes a su destino pero,
tras estar a punto de caer en la emboscada de la plaza, habían sido contenidos
por una escuadra de testarudos civiles berlineses —ancianos y adolescentes
con armas automáticas y granadas anticarro— y se habían visto forzados a
esperar hasta que llegó una unidad de infantería para ayudarles a eliminar la
resistencia. Petrov maldijo el retraso, pero hubo de aceptarlo. Sus hombres
eran perfectamente capaces de encargarse del asunto, pero no estaba dispuesto

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a arriesgar la vida de ninguno de ellos pues debía reservarlos para una tarea
más importante.
Penetraron en las ruinas de la Cancillería por el extremo norte, a través de
una cristalera hecha añicos. Saltaron sobre un montón de cascotes y entraron
en lo que tiempo atrás había sido el lujoso interior del edificio. El espionaje
soviético les había comunicado que Berlín estaba bajo absoluto control ruso,
pero habían podido comprobar por sí mismos que quedaban bolsas de
resistencia, de modo que se abrieron paso por la Cancillería con gran cautela.
El complejo de edificios, según las noticias, había sido tomado por el ejército
en las primeras horas del 2 de mayo. Ahora, Petrov esperaba encontrar allí
algún puesto de mando del ejército. El Grupo de Operaciones Especiales
estaba a punto para iniciar su misión. Oficialmente, no tendría ninguna
intervención en las futuras investigaciones, al menos, no la tendría en la labor
que efectuarían las unidades SMERSH soviéticas. Su misión era muy distinta.
En la segunda planta de la Cancillería, en una gran estancia que los nazis
habían denominado el Salón Azul, encontraron un puesto de mando
provisional del ejército. En el salón había casi un centenar de soldados, la
mayoría de ellos durmiendo. Algunos permanecían en pie, hablando en voz
baja en pequeños grupos, otros estaban sentados sobre cajas de munición o
trabajaban ante unas mesas improvisadas con las puertas. Casi toda la luz del
salón provenía de antorchas de brea o de linternas. Tres o cuatro fogatas
ardían sobre el piso, en pequeñas zonas limpias de escombros. Petrov
contempló al grupo de soldados durante unos segundos y luego se acercó a un
grupo de oficiales cerca del extremo sur de la estancia.
—¿Qué unidad es ésta? —preguntó Petrov.
—¿Quién quiere saberlo?
—Petrov, Grupo de Operaciones Especiales. Moscú.
Dejó que la última palabra calara en ellos.
—Setenta y nueve de Fusileros, Quinto Ejército de Choque —dijo con
orgullo uno de los oficiales.
—¿Dónde está el criminal de guerra nazi número uno? —preguntó Petrov
con voz tensa.
Sus hombre se dieron unos suaves codazos y sonrieron. Ya había
empezado: nada de prolegómenos, nada de charlas. Directo al grano. El
Berkut volvía a volar en busca de su presa.
—¿Quién?
—'Hitler. ¿Dónde está?
—Ha muerto. Eso dijeron los nazis por la radio —respondió un oficial.

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—¿Dónde está el cadáver?
Los militares se encogieron de hombros.
—Bajo este edificio hay un búnker. ¿Lo han localizado?
—¿Alguien sabe algo de un búnker? —preguntó uno de los oficiales a los
demás.
De nuevo, todos se encogieron de hombros. Un par de ellos se echaron a
reír. ¿Quién era aquel curioso desconocido?
—Yo he estado en el sótano —dijo uno finalmente. Está lleno de heridos.
Cuatrocientos o quinientos. Apesta.
—¿Han trasladado a los heridos? ¿Les han tomado la filiación? ¿Qué han
hecho con ellos?
—Nada —respondió el oficial superior, un coronel de cuello grueso,
contemplando a Petrov con incredulidad—. Hemos llegado aquí después de
combatir durante mil quinientos kilómetros y esta noche nos la tomaremos
libre. El sótano está plagado de túneles. Parece que todos los edificios del
complejo gubernamental están enlazados bajo tierra. Sin duda, esos malditos
nazis nos habrán dejado montones de trampas explosivas. Mañana, cuando
haya luz, nos organizaremos y dejaremos limpio el lugar. Respecto a esos
cerdos nazis heridos que sus compañeros han abandonado aquí, también
pueden esperar.
Después de todo, sólo son nazis. Esta noche, mis hombres van a dormir.
Soy Ashiroff y tengo el mando aquí.
—Soy Petrov. Venga conmigo, coronel. Quiero hablar con usted en
privado.
Los dos se retiraron a un rincón del salón en penumbra y los hombres de
Petrov sonrieron con expectación cuando su jefe mostró un documento al
coronel. Segundos más tarde, la pareja regresó junto a los demás. La actitud
del coronel había cambiado radicalmente.
—¡Georgí! —rugió—. Forme a los hombres. Quiero un cordón de
vigilancia en torno al edificio. Un hombre en cada posible salida, tanto en la
superficie como bajo tierra. Hay que atender a los prisioneros del sótano
inmediatamente. Primero identificarlos y luego llevarlos a un puesto sanitario.
Debe tomarse nota de dónde es conducido cada uno de ellos. Yuri, ocúpese de
los prisioneros. Será responsable de esa lista. Alexei, lleve a sus hombres al
sótano. Ahora, escúchenme todos —gritó a sus oficiales con gesto nervioso
—. Estén alerta y, cuando el camarada Petrov pida algo, dénselo. ¡En marcha!
El grupo se dispersó en un abrir y cerrar de ojos. Los oficiales se abrieron
paso entre los soldados dormidos, ordenándoles que se levantaran. En menos

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de cinco minutos, no quedó en el enorme salón más de una decena de
hombres.
—¿Puede asignarme un grupo de reconocimiento?
—Varios —asintió el coronel.
—Quiero el mejor.
—Todos son muy competentes —replicó el coronel en tono defensivo—.
Los que no servían han muerto en el camino.
Petrov apretó los labios.
—Entonces, deme el que haya tenido menos bajas.
Cuando llegó el grupo de reconocimiento, doce hombres en total, Petrov
les explicó lo que se proponía. A continuación, los doce hombres, Petrov y los
restantes componentes del grupo bajaron al sótano de la Cancillería mientras
el coronel salía a ocuparse de sus obligaciones.
Petrov se internó entre los cientos de heridos que se apretaban en el lugar,
sacó la pistola de la funda, amartilló el arma y se situó en mitad del sótano,
donde todos pudieran verle. Entre los alemanes se hizo el silencio, incluso los
heridos más graves dejaron de gemir, presintiendo el peligro.
—¿Dónde está Hitler? —preguntó Petrov lentamente, en perfecto alemán.
No hubo respuesta. Repitió la pregunta. De nuevo, silencio. Petrov paseó
la mirada entre los heridos y señaló a un sargento alto y demacrado que
llevaba los brazos envueltos en un sucio vendaje. Indicó al hombre que se
acercara.
El alemán se cuadró ante él.
—¿Dónde está Hitler?, preguntó Petrov una vez más.
—No lo sé respondió el sargento, desafiante.
Petrov levantó el arma hasta apuntar al corazón del alemán.
—¿Dónde está?
El sargento movió la cabeza en señal de negativa con una mirada furiosa.
Petrov le atravesó el corazón de un disparo. El impacto envió el cuerpo hacia
atrás sobre una camilla y un herido aulló de dolor cuando el cuerpo le cayó
encima.
Petrov señaló a otro soldado, que se acercó a él temblando.
—¿Dónde está Hitler? —La voz de Petrov seguía tranquila, controlada.
El hombre intentó responder, pero estaba demasiado asustado. Rompió a
llorar, suplicando clemencia. De nuevo, la pistola se alzó y sonó un disparo
que envió al soldado alemán hacia atrás, donde cayó muy cerca del primero.
Petrov escogió a otro soldado pero, antes de que pudiera hacer la pregunta
fatal, un hombre de edad ya madura se adelantó hacia el ruso. Llevaba una

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bata de cirujano cubierta de sangre, la mayor parte de ella seca.
—Me llamo Haase —dijo el hombre con gesto abatido y aspecto cansado
—. Doctor Werner Haase. Todos estos hombres saben que Hitler ha muerto.
La radio dijo que había muerto combatiendo, pero no fue así. Se suicidó en el
Führerbunker. Yo he permanecido aquí todo el tiempo y sé que ésta es la
verdad. Ahora, si va usted a dispararme, hágalo o déjeme volver a mi trabajo.
—Enséñemelo —dijo Petrov, sin hacer caso de la bravata del doctor.
—¿Enseñarle qué?
¿Se suicidó realmente Hitler en el búnker de la Cancillería de Berlín? Este
es el núcleo argumental de Berkut, apasionante novela en la que Joseph
Heywood narra la accidentada fuga del que fue el Führer del Tercer Reich a
través de una Alemania ocupada por los aliados victoriosos, siguiendo una
ruta estudiada de acuerdo con misteriosos planes trazados de antemano.
El artífice de tan espectacular evasión es el coronel Günter Brumm, uno
de los oficiales más eficientes de las SS.
Sin embargo, el Führer es perseguido implacablemente por un agente
norteamericano de los servicios secretos, que prácticamente actúa por su
cuenta, y por el jefe de un grupo de agentes especiales sovieticos al que el
propio Stalin ha concedido carta blanca en todas sus acciones y al que
denomina Berkut, nombre que recibe una subespecie de águila real que en
Kirguizstán se utiliza para cazar lobos.
Esta situación de extrema tensión, agravada por otras circunstancias que
rozan en el conflicto internacional, llega a su apogeo cuando estas fuerzas,
que se lo juegan todo a una ultima carta, se enfrentan desencadenando un
final inesperado y sorprendente.
—A Hitler.
—¿Se refiere al cadáver de Hitler?
—Enséñemelo.
—Lo han quemado. Respondió Haase. No queda nada que ver. Sólo las
cenizas, y no sé dónde están. Ha llegado demasiado tarde si quería capturar a
Hitler.
—Enséñemelo insistió Petrov sin levantar un ápice la voz.
Haase se encogió de hombros y avanzó cojeando por el garaje. Petrov y
los demás rusos le siguieron.
El médico caminaba con gran dificultad y se detenía con frecuencia,
abrumado por unos intensos accesos de tos.
—Tuberculosis —explicó después de un prolongado y agotador ataque.

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La comitiva tardó varios minutos en llegar a su destino. Haase se detuvo
frente a una gruesa puerta de acero y se apartó a un lado.
—El búnker está ahí dentro —dijo, señalando la puerta.
—¿Cuántas salidas hay?
—¿Contando ésta? —inquirió el médico y Petrov asintió—. Cuatro.
Los rusos dejaron a uno de los soldados de Centinela ante la puerta y
continuaron avanzando hasta el primer piso del búnker. Incluso Haase se
sorprendió al advertir que el generador seguía en funcionamiento,
proporcionando luz y ventilación. Petrov sólo mostró interés por las salidas.
En cada una de ellas apostó un centinela.
En un rincón del piso inferior del búnker, Haase señaló a Petrov un tramo
de escaleras.
—Esto lleva a la torre de arriba, que no ha llegado a terminarse, en
realidad, no tiene salida.
Petrov, de todos modos, dejó allí otro hombre de guardia. Lo que uno
dejaba de hacer en un momento de crisis terminaba por ser, invariablemente,
lo que uno debería haber hecho. El Berkut no cometía tales errores.
Una vez cubierta la zona con los soldados, Petrov ordenó una inspección
de los numerosos cubículos de ambas plantas del búnker. Mientras sus
hombres se desplegaban, el jefe del Grupo de Operaciones Especiales
examinó un tramo del pasillo principal del piso inferior, dividido en secciones
mediante tabiques. Sobre una gastada alfombra roja yacía el cuerpo de un
general. El hombre tenía una herida de bala en la sien, los restos de pólvora
quemada en torno a la herida indicaron a Petrov que se había volado la
cabeza. En el suelo había varias botellas de whisky vacías con el cuello roto,
como si alguien hubiese tenido mucha prisa en dar cuenta de su contenido. La
zona estaba llena de fragmentos de cristal. Petrov amontonó cuidadosamente
los fragmentos con la puntera de la bota. Sus hombres tardaron treinta
minutos en efectuar la inspección y luego regresaron para informarle. Habían
encontrado los cadáveres de seis niños, cinco chicas y un varón. Petrov
examinó los cadáveres. Cuando hubo terminado, ordenó a los hombres que
llevaran el cuerpo del general junto a los restos de los niños. Más tarde, el
doctor Haase identificó al hombre como el general Krebs.
Una vez retirado el cadáver, Petrov tomó asiento con sus hombres. Éstos
sacaron unas pequeñas libretas de tapas rojas gastadas y tomaron notas
mientras el jefe hablaba, al tiempo que daban cuenta de unas raciones de
comida de campaña.

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—Uno. Quiero saber el nombre de cada una de las personas que han
estado en esta zona durante las dos últimas semanas, con especial atención al
periodo de setenta y dos horas anteriores al presunto suicidio. Esto vale
también para las mujeres. Huelo un perfume aquí, y esos niños no hubieran
estado en el búnker sin una escolta femenina de algún tipo. Elaborad la lista a
partir de los datos conocidos. Por ejemplo, sabemos que el médico ha estado
aquí. Haced que os dé los nombres de todas las personas que logre recordar.
Cuando localicemos otros testigos, proceded de la misma manera. Utilizad un
testimonio para corroborar el siguiente, etcétera.
Petrov hizo una pausa mientras sus hombres tomaban nota.
—Os centraréis primero en aquéllos de quienes tenemos varias
anotaciones —continuó—. Dividió las listas en categorías. El general puede
figurar el primero en nuestra lista de muertos comprobados. Otra categoría
puede ser la de quienes tenemos bajo custodia. Poned el nombre del médico
en esta lista. Luego abriremos otra lista de personas que no están presentes,
pero en las cuales tenemos interés porque se encontraban aquí en los
momentos finales y pueden ofrecernos informaciones útiles. Cada doce horas,
remitiremos listas actualizadas de estas personas ausentes a nuestros
comandantes de áreas militares y al personal de seguridad, con instrucciones
sobre el modo adecuado de localizar, identificar y transferir a estos
prisioneros. Insistid en que, tan pronto como encuentren a las personas que
deseamos interrogar, deben comunicárnoslo directa e inmediatamente, a
cualquier hora del día o de la noche—. Sus negros ojos centellearon para
hacer hincapié en aquel detalle.— Tienen que permanecer aislados de los
demás prisioneros alemanes hasta que estén bajo nuestro control. Todos los
registros de esas transferencias y de la existencia de esos prisioneros deben
sernos entregados. Sin excepciones. Dos. Necesitamos un local. Confiscad un
edificio de dos o más pisos para albergar a los prisioneros especiales. Tienen
que quedar aislados. Utilizad nuestras autorizaciones para establecer las
medidas de seguridad internas y externas. Salvo nosotros, no debe haber
soldados soviéticos que hablen alemán en nuestra base. Tres. En la planta baja
de nuestro local quiero que se instale una sección burocrática. Utilizad civiles
alemanes, únicamente mujeres, pero aseguraos de que ninguna de ellas hable
ruso. Cuatro. Todos los prisioneros deberán ser interrogados inmediatamente
después de su llegada a la sección de seguridad. Debe estar presente un
mecanógrafo, y el encargado del interrogatorio tiene que escribir también sus
propias notas. —Hizo una pausa y añadió. Que se entienda la letra. Sus
hombres sonrieron ante la advertencia—. La transcripción y las notas deben

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archivarse en un expediente personal. Todos los expedientes deben llevarse a
mi escritorio en el orden en que se ha interrogado a los prisioneros. El
expediente debe contener también, encabezando la documentación, una
declaración que especifique con precisión dónde, cómo, cuándo y por quién
fue hecho prisionero cada uno. Recordad que deben incluirse todos los
detalles posibles en estos informes sobre las capturas, nada es demasiado
pequeño para no anotarlo, y nada es demasiado superfluo para no tenerlo en
cuenta. Durante las entrevistas iniciales, debe prestarse especial atención a los
nombres de otros nazis que estuvieran en la zona en el momento de la captura.
Cinco. Deben atenderse inmediatamente las necesidades médicas de los
prisioneros, y han de recibir una buena alimentación. No deben ser objeto de
malos tratos físicos, aunque podéis utilizar vuestra creatividad e iniciativa
para aprovechar cualquier tipo de ventaja psicológica. Seis. Los prisioneros
no deben tener contacto con nadie ajeno a nuestro grupo. Si alguien de fuera
intenta establecer tal contacto, capturadle, retenedle e informadme
inmediatamente de lo sucedido. Siete. Repito lo que antes he dicho: cuando
otras unidades nos envíen prisioneros de estas características, no deben
quedar indicios de la transferencia. Una vez estén bajo nuestro control, estos
detenidos dejan de existir.
Petrov hizo una nueva pausa para dar énfasis a las últimas frases que
acababa de pronunciar. Luego continuó: Ocho. Durante el interrogatorio
inicial, tened especial cuidado con los instrumentos ocultos para el suicidio,
sobre todo con las cápsulas de cianuro. Nueve. En los periodos entre
interrogatorios, los prisioneros deben permanecer a oscuras. Sólo tendrán luz
en el momento de la comida. Diez. Cuando Tempelhof vuelva a abrirse al
tráfico aéreo, quiero tres aviones de transporte cargados con combustible y
dispuestos para el despegue en todo momento. Además, cada vez que salga un
aparato de ese aeropuerto, quiero que nos envíen simultáneamente otro desde
Moscú.
Petrov miró a sus hombres. Rara vez les invitaba a hacer preguntas, si
alguien las tenía, el jefe esperaba que las hiciera por propia iniciativa. Se
suponía que todos eran profesionales.
No hubo preguntas. El menudo ruso no les exhortó a cumplir con su
deber, todos lo conocían bien. Y conocían también el precio del fracaso: la
muerte. Ser elegido para formar parte del Grupo de Operaciones Especiales
era un gran honor que proporcionaba una buena paga, mejores condiciones de
vida cuando no estaban en acción y, sobre todo, un poder extraordinario.
Petrov seleccionaba a sus comandos. Desde la formación de la unidad, habían

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servido en ella nueve hombres. De los cuatro componentes actuales, sólo
quedaba Rivitsky del grupo original.
Pese a las duras misiones llevadas a cabo y a los meses de permanencia en
los campos de batalla, Rivitsky se mantenía grueso, con su rostro aniñado, su
carne rosada y sus mejillas lampiñas. Ofrecía una apariencia inocente que
solía confundir a quien no le conocía, y dominaba con fluidez una docena de
idiomas. A sus cuarenta años y viudo, era tan despiadado y astuto como
Petrov. Ex detective, era capaz de filosofar con académicos y burócratas
cultos, de conversar con científicos sobre las cuestiones técnicas más
profundas y de resistir más tragos que el soldado más rudo de la infantería
soviética. Rivitsky era el administrador de Petrov, un hombre meticuloso que
podía organizar con rapidez y eficacia cualquier tarea, por compleja que
fuera.
Gnedin, un moscovita de veintisiete años, era el miembro más joven del
grupo. Alto y delgado, era el experto médico del equipo. Había estudiado en
la Universidad McGill de Montreal, en la facultad de Medicina, y Petrov le
había reclutado entre el personal de un pequeño hospital de las afueras de
Moscú donde recibía atenciones médicas la élite del partido. Tenía una mente
muy aguda y unas extraordinarias dotes de observación.
Ezdovo era el miembro más peculiar del Grupo de Operaciones
Especiales. Nacido en Siberia, era un hombre acostumbrado a vivir al aire
libre y tenía la agudeza de visión de un ave de presa, además de poseer unas
excelentes capacidades deductivas. Había recibido menos educación escolar
que sus compañeros, pero tenía un instinto de supervivencia más desarrollado
que cualquiera de ellos. Era el más callado del grupo y su carácter era
reservado y solitario. El último miembro de la unidad era Bailov, el
ucraniano.
Igual que sus camaradas, dominaba varios idiomas. Era un hombre
musculoso, ex atleta que había gozado de fama en todo el país y que, de vez
en cuando, era reconocido por sus logros físicos. La más importante
contribución de Bailov a la unidad era su inagotable energía. Fuera cual fuese
la misión, él la llevaba adelante hasta terminarla.
Todos los componentes del grupo eran miembros del Partido Comunista y
todos obedecían ciegamente a Petrov y a su líder último, Josif Stalin, a quien
se referían muchas Veces con el irreverente apelativo de «el Gran Jefe».
Una vez dadas las instrucciones, Petrov les despidió y sólo retuvo a
Rivitsky junto a él. Gnedin, Ezdovo y Bailov se marcharon para llevar a cabo
las tareas que les habían sido asignadas. Como siempre que estaban a solas,

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Petrov no mostró ninguna señal externa de intimidad con aquel camarada de
aspecto angelical, aunque a Rivitsky no le inquietaba la formalidad en el trato
de su superior.
—Puedo sentir su presencia —dijo Petrov.
—Intentaremos encontrar el cadáver por la mañana —respondió Rivitsky.
—Sí, mañana con las primeras luces —asintió Petrov, distante—. Pero sé
que no está aquí.

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15
Vasily Petrov
Petrov había nacido en un pueblecito de los Cárpatos, en el extremo
sudoccidental de Ucrania. Físicamente, era un hombre poco imponente ero
distinguido. Bajo de estatura, con aspecto casi frágil, tenía la tez oscura y el
cabello tupido, negro como el carbón y cortado muy corto.
Como la mayoría de los hombres, Petrov era en parte producto de su
ambiente. Su rincón natal de Ucrania albergaba algunas de las zonas más
ásperas y de los habitantes más indómitos de la URSS. En términos
históricos, la zona había sido crisol para refugiados y extremistas de la Europa
Oriental, Turquía y los países musulmanes del sudeste. Cuando Petrov era
joven, los habitantes de la zona eran predominantemente católicos y allí se
erigían numerosas iglesias, pero, pese a esta influencia católica y a los
considerables esfuerzos de los sacerdotes parar lograr que sus paisanos
cambiaran de hábitos, se mantenían unas profundas creencias de tipo mágico.
Incluso los Feligreses más devotos practicaban y asistían a ritos paganos.
También era una región donde las rencillas entre familias se mantenían a lo
largo de generaciones, donde los campesinos araban en vano la tierra estéril y
donde los cazadores y leñadores vivían solos en los bosques, junto a
ermitaños y bandidos. En esa tierra, los hijos eran un bien muy valioso,
mientras que las hijas eran vendidas en matrimonio. Incluso hoy día, la tasa
de mortalidad infantil sigue contándose entre las más elevadas del planeta, un
33 por ciento superior al promedio de la Unión Soviética.
Petrov era un producto de todo lo anterior, pero era excepcional en otros
aspectos. El término «memoria fotográfica» es utilizado a menudo con
excesiva generosidad pero, en su caso, tal capacidad para recordar era
prodigiosa, si este fenómeno existe realmente, Petrov era uno de sus escasos
poseedores.
Físicamente, el único rasgo notable de Petrov eran sus ojos: igual que el
cabello, eran negros, intensos y amenazadores, situados muy juntos sobre un
breve puente de la nariz. Su mirada, combinada con su voz suave, casi
femenina, provocaba una inquietud inmediata en el interlocutor. En el trato
social, estaba sin pulir, hablaba poco e iba inmediatamente al grano.

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Petrov era un hombre amante de la puntualidad, que intentaba terminar
sus tareas lo antes posible, empleando para ello todos los recursos a su
alcance. Durante los interrogatorios, recopilaba informaciones
desapasionadamente, sin reaccionar positiva o negativamente a los
testimonios de los interrogados. Tenía fama por su minuciosidad, por volver
una y otra vez al mismo tema, día tras día, profundizando sin descanso, en
busca de más informaciones. Cuando era necesario, administraba drogas a los
prisioneros, asimismo, empleaba el hipnotismo con resultados asombrosos.
Aunque jamás torturaba personalmente a sus detenidos, consentía en la
actuación de expertos ajenos al grupo si todo lo demás fracasaba.
Petrov había «nacido» para el partido en algún momento de los años
treinta, cuando él apenas había cumplido los cuarenta años. Se rumoreaba que
había tenido alguna participación en el asesinato de Trotsky en Ciudad de
México, en agosto de 1940.
De hecho, algunas fuentes le identificaron como planificador, del hecho y,
ciertamente, disponía de los contactos y la fama suficientes para que tal
suposición tuviera visos de realidad." Desde su primera aparición en Moscú,
siempre se le había identificado con los círculos del espionaje y la seguridad
interna del gobierno central soviético. Cuando Hitler lanzó la operación
Barbarroja contra los rusos, Petrov fue adscrito a una reducida sección de élite
de la NKGB que facilitaba sus informaciones directamente a Stalin, y recibió
el encargo de preparar y llevar a cabo una única misión. Durante semanas, los
agentes del espionaje soviético y los vuelos de reconocimiento habían
observado movimientos masivos de la Wehrmacht a lo largo de las fronteras
rusas en un frente de increíble amplitud. La aviación germana había realizado
más de quinientos vuelos de reconocimiento y en los días anteriores al 22 de
junio, tales vuelos habían alcanzado proporciones masivas. Los espías
soviéticos habían identificado sin lugar a dudas más de un centenar de pistas
de aterrizaje de reciente construcción, todas ellas a menos de cien kilómetros
de las fronteras. Aunque había pruebas convincentes de que se estaba
preparando una fuerza de más de tres millones de soldados alemanes, los
informes militares y las advertencias formuladas y a través de diversos
canales habían sido desoídos por Stalin, quien seguía insistiendo en que debía
mantenerse la confianza en Hitler. Desde el primer momento en que fue
informado de las concentraciones de tropas, el líder soviético había dado
órdenes terminantes de que ningún soldado ruso emprendiera acción alguna
que pudiera ser interpretada por los alemanes como una provocación. Stalin
tenía un tratado con Hitler, el austríaco le había dado su palabra.

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Tres días después del inicio de la invasión, Petrov fue convocado a una
reunión en un pequeño despacho en el corazón del Kremlin. Las paredes de la
salita estaban cubiertas de estanterías de libros, todos ellos encuadernados en
piel y cosidos a mano, muchos de ellos eran ejemplares de gran valor y la
mayor parte jamás habían sido abiertos por las manos de su entonces
propietario. El aire olía a rancio a causa del humo de los cigarrillos y había
varias manchas recientes de té en la alfombra de colores claros. El suelo
estaba cubierto de mapas y diagramas sin orden aparente. Fuera, en el pasillo,
Petrov había encontrado a generales con charreteras rojas y centinelas
asiáticos con túnicas verdes, que paseaban nerviosos, tropezando unos con
otros, a la espera de recibir órdenes. Los alemanes habían penetrado por el río
Bug y habían establecido un frente que se extendía más de 2300 kilómetros
desde el Báltico al mar Negro. Las informaciones del frente eran
fragmentarias y confusas, pero no dejaban lugar a dudas respecto a que tres
grandes puntas de lanza del ejército germano avanzaban sobre las principales
ciudades rusas. Más de dos mil aviones soviéticos habían sido destruidos en
tierra por los alemanes durante la primera hora de invasión y ahora los nazis
tenían vía libre gracias a su superioridad aérea. Decenas de miles de soldados
y civiles rusos habían sido muertos o hechos prisioneros, decenas de pueblos
y ciudades estaban en llamas.
Sentado tras una mesilla octogonal de madera oscura, Stalin garabateaba
con una plumilla de ganso en una hoja de crujiente pergamino amarillento.
Petrov permaneció impasible mientras el líder ruso dibujaba el esbozo de la
cabeza de un lobo y repasaba las líneas una y otra vez hasta que el dibujo
original quedó irreconocible. La única luz de la estancia, producida por una
pequeña lámpara de queroseno sobre la mesa, reflejaba las incrustaciones de
ónice negro del mueble. Por fin, Stalin se volvió hacia Petrov. Dobló
cuidadosamente el pergamino y lo guardó en un bolsillo de la chaqueta,
abotonando éste a continuación. Bajos los ojos inyectados en sangre tenía dos
bolsas amoratadas y sus cabellos de puntas plateadas parecían húmedos y
grasientos. Su cabeza desproporcionada, asentada sobre un cuerpo menudo
pero robusto, parecía aún mayor de lo que era y le proporcionaba un aspecto
grotesco.
—¡Ese cerdo me ha mentido! —murmuró el líder supremo de los
soviéticos con voz amenazadora—. ¡Me ha mentido! Ese maldito cerdo nazi
me ha engañado, me dijo que respetaría el tratado durante mil años, y que
Rusia y Alemania estaban unidas inexorablemente. ¡Y yo le creí! ¡Le hice
caso! Incluso me llamó Soso, y su gesto me conmovió. Mi familia me llamaba

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así cuando era niño, ¡y yo dejé que ese cerdo nazi también lo hiciera! No
quiero oír esa palabra nunca más.
—Nuestro ejército necesitaba órdenes, camarada —dijo Petrov.
—¡Al diablo el ejército! —rugió Stalin con los ojos saliéndosele de las
órbitas—. Lo único que me importa es Hitler. Se llama a sí mismo «el Lobo».
El lobo furtivo, hediondo y falso. ¡Conozco bien a los lobos! Matan ovejas,
huyen de los perros domésticos y se revuelcan en su propia mierda. —El líder
ruso temblaba, se estremecía y lanzaba puntapiés contra los mapas y papeles
del suelo, arrojándolos a los rincones en sombras de la salita. Así es cómo lo
ha querido: el Lobo contra el Oso. Napoleón vino a Rusia y aprendió la
lección. Ahora se trata de ese lobo nazi, de ese loco austríaco. Ahora lo
comprendo todo. Ahora conozco el juego.
—¿Camarada Stalin?
—El juego… —repitió Stalin bajando de nuevo el tono de Voz—. ¿Lo
entiendes tú? Es a mí a quien quiere. Ya he visto otras veces a los de su
calaña. Aquí mismo. Tengo sus huesos y los de sus padres y los de sus hijos,
ahora conseguiré los suyos. ¿Quieres órdenes? Aquí las tienes: encuéntralo y
tráemelo. Vivo.
A partir de ese instante, Petrov recibió sus órdenes directamente de Stalin,
con quien se reunió periódicamente para discutir su desarrollo. El menudo
ucraniano recibió poder, autoridad y autonomía absolutos, como correspondía
a su misión, y llevó a cabo ésta con gran celo, embarcando a todo el
ministerio nazi de Propaganda de Joseph Goebbels en lo que se conoce en los
círculos del espionaje moderno como «desinformación».
El mayor temor que abrigaba Hitler era el de caer en manos de los rusos.
Estaba convencido de que los rusos le llevarían a Moscú y le exhibirían
públicamente como un animal en un zoológico, un temor que no carecía de
base. Stalin utilizó a Petrov para poner en conocimiento de Hitler sus
intenciones a través de informes secretos filtrados en el propio Berlín. Estas
informaciones eran difundidas de tal manera que llegaran a oídos de Hitler a
través de fuentes de toda solvencia. Petrov y Stalin querían que Hitler supiera
lo que le aguardaba, y la esperanza de los rusos era que la perspectiva le
aterraría.
Petrov no temía que sus esfuerzos llegaran a impulsar a Hitler al suicidio.
El perfil psicológico que había obtenido del líder germano, elaborado igual
que los aliados efectuaban los suyos, indicaba que el líder del Tercer Reich,
ése a haber amenazado con suicidarse en diversas ocasiones debido a las
derrotas y fracasos durante su ascensión al poder político, jamás había

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efectuado el menor intento real de quitarse la vida. El ucraniano estaba
convencido de que Hitler era un charlatán, un actor consumado que utilizaba
su propio comportamiento para crear impresiones y apariencias
cuidadosamente calculadas. El informe ruso exponía que la actitud
demostrada una y otra Vez por Hitler era a de huir de los conflictos cuando no
podía ganar. Y Petrov estaba seguro de que sería precisamente eso lo que
Hitler hiciera cuando el Tercer Reich se hundiese.
A principios de los años cuarenta, expertos psiquiatras norteamericanos
entrevistaron a diversos médicos que habían tenido como paciente a Hitler y
llegaron a otra conclusión distinta. La OSS hizo llegar las conclusiones a los
rusos y Stalin puso el informe a disposición de Petrov. En él se enumeraban
diversos finales posibles para Hitler, considerando el suicidio como el más
probable. Petrov rechazó de inmediato las conclusiones. En su opinión, Hitler
era ante todo un cobarde y por tanto, trataría de sobrevivir. Intentaría escapar
y Petrov debería encargarse de evitar o interceptar esa huida.
Petrov y su unidad se encontraban con los ejércitos del mariscal Zukov
cuando efectuaron su avance desde el río Oder hasta Berlín, en abril de 1945.
Los norteamericanos —de hecho, todos los aliados occidentales— creían que
en aquel momento Hitler se encontraba en las montañas del Obersalzberg, en
lo que los nazis llamaban el Reducto Alpino. El G-2 de Eisenhower estaba tan
convencido de ello que el dato significó un factor importante en la decisión
aliada de retrasar el asalto final a Berlín, en lugar de ello, se hizo avanzar a las
tropas por la mitad meridional de Alemania, para aislar las montañas donde se
creía que estaba Hitler.
En diciembre de 1944, cuando los alemanes lanzaron su ofensiva en las
Ardenas, la operación desesperada que los aliados llamaron la batalla del
Bulge, Petrov y sus hombres se encontraban en la región del Obersalzberg,
investigando la zona montañosa en busca de concentraciones de tropas. Ante
la ausencia de preparativos en ese sentido, tan característicos de los alemanes,
Petrov llegó a la conclusión de que el Reducto Alpino no era más que una
pista falsa urdida cuidadosa y hábilmente por Goebbels para desviar y dividir
los efectivos de los ejércitos invasores. Stalin recibió los informes en ese
sentido de su Berkut y tomó la decisión de llevar a cabo el ataque definitivo
contra Berlín. Aunque Petrov no sabía con precisión dónde se encontraba
Hitler, sabía muy bien dónde no estaba. Al Führer le gustaba denominarse el
mejor actor de Europa y esta vanidad exigía un escenario a su medida, tal
escenario, razonaba Petrov, sólo podía ser Berlín.

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Stalin respaldó a Petrov. En realidad, hizo mucho más. Instigó a los
aliados a avanzar hacia las montañas y les proporcionó informes falsos que
reforzaran la creencia de los occidentales de que Hitler estaba en el
Obersalzberg. Stalin quizá se basó Petrov estaba seguro de que sería
precisamente eso lo que Hitler hiciera cuando el Tercer Reich se hundiese.
A principios de los años cuarenta, expertos psiquiatras norteamericanos
entrevistaron a diversos médicos que habían tenido como paciente a Hitler y
llegaron a otra conclusión distinta. La OSS hizo llegar las conclusiones a los
rusos y Stalin puso el informe a disposición de Petrov. En él se enumeraban
diversos finales posibles para Hitler, considerando el suicidio como el más
probable. Petrov rechazó de inmediato las conclusiones. En su opinión, Hitler
era ante todo un cobarde y por tanto, trataría de sobrevivir. Intentaría escapar
y Petrov debería encargarse de evitar o interceptar esa huida.
Petrov y su unidad se encontraban con los ejércitos del mariscal Zukov
cuando efectuaron su avance desde el río Oder hasta Berlín, en abril de 1945.
Los norteamericanos —de hecho, todos los aliados occidentales— creían que
en aquel momento Hitler se encontraba en las montañas del Obersalzberg, en
lo que los nazis llamaban el Reducto Alpino. El G-2 de Eisenhower estaba tan
convencido de ello que el dato significó un factor importante en la decisión
aliada de retrasar el asalto final a Berlín, en lugar de ello, se hizo avanzar a las
tropas por la mitad meridional de Alemania, para aislar las montañas donde se
creía que estaba Hitler.
En diciembre de 1944, cuando los alemanes lanzaron su ofensiva en las
Ardenas, la operación desesperada que los aliados llamaron la batalla del
Bulge, Petrov y sus hombres se encontraban en la región del Obersalzberg,
investigando la zona montañosa en busca de concentraciones de tropas. Ante
la ausencia de preparativos en ese sentido, tan característicos de los alemanes,
Petrov llegó a la conclusión de que el Reducto Alpino no era más que una
pista falsa urdida cuidadosa y hábilmente por Goebbels para desviar y dividir
los efectivos de los ejércitos invasores. Stalin recibió los informes en ese
sentido de su Berkut y tomó la decisión de llevar a cabo el ataque definitivo
contra Berlín. Aunque Petrov no sabía con precisión dónde se encontraba
Hitler, sabía muy bien dónde no estaba. Al Führer le gustaba denominarse el
mejor actor de Europa y esta vanidad exigía un escenario a su medida, tal
escenario, razonaba Petrov, sólo podía ser Berlín.
Stalin respaldó a Petrov. En realidad, hizo mucho más. Instigó a los
aliados a avanzar hacia las montañas y les proporcionó informes falsos que
reforzaran la creencia de los occidentales de que Hitler estaba en el

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Obersalzberg. Stalin quizá se basó en estas pruebas falsas para llegar con
Eisenhower al acuerdo de que las fuerzas aliadas no avanzarían sobre Berlín
más allá del río Elba, a unos setenta kilómetros al oeste de la ciudad.
Mientras, los rusos continuarían la marcha hasta la capital nazi y la arrasarían
de una vez por todas. En cualquier caso, Stalin quería Berlín, a cambio de
todos los sufrimientos que los nazis habían causado a la patria soviética.

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3 de mayo de 1945, 7:00
Empezaba a clarear, pero la desaparición de la oscuridad nocturna no levantó
el ánimo de Rudolf, que seguía encontrándose muy mal. Con un gemido, rodó
sobre el Vientre, preguntándose si este nuevo día le proporcionaría el valor y
la oportunidad para salir de su escondrijo provisional.
La mañana anterior, se había despertado con las piernas colgando desde la
pasarela del puente donde había caído herido. Asido desesperadamente a un
saliente vertical, había logrado ponerse de nuevo a salvo. Delante de él, Vio
su casco, con una abolladura de varios centímetros de profundidad. A Rudolf
le había alcanzado un disparo, pero el casco le había salvado. Jamás volvería
a maldecirlo. Después, le había envuelto una bruma y creyó intuir la llegada
del amanecer. Sus compañeros de huida se habían marchado. Hasta donde
alcanzaba la vista, seguían extendiéndose los incendios y los edificios más
característicos de la ciudad habían desaparecido. Debajo de él, en la ribera del
río, los cuerpos se amontonaban como las alubias en un cuenco de sopa. Le
habían despojado del reloj y la cartera. Oyó fuego de armas automáticas
detrás de su posición e, instintivamente, reptó hacia adelante y cayó por una
escalerilla de hierro hasta el suelo, debajo del puente y en la orilla opuesta del
Spree. Después, luchó por incorporarse de rodillas y por salir de su
aturdimiento, pero estaba casi paralizado por el miedo. Otra ráfaga de
disparos le obligó a lanzarse hacia adelante, para refugiarse en un gran
montón de ruinas. Una vez allí, continuó avanzando hasta que perdió el
equilibrio y cayó en una grieta entre fragmentos de cemento. Rodó bajo la
sombra protectora de los grandes bloques, se enroscó en posición fetal y
permaneció en el escondite todo el día y la noche siguientes. Durante la tarde
anterior, Rudolf había advertido que la artillería había dejado de disparar. Aún
seguían oyéndose ráfagas de armas automáticas, pero bastante lejos de su
posición, parecía haberse producido algún tipo de alto el fuego, algún
descanso en la batalla. Los grupos e huida habían hablado incesantemente que
quizás el general había logrado su objetivo y había hecho retroceder a los
ivanes.
Ahora tenía la cabeza más despejada. Empezó a sentirse hambriento, señal
segura de que su estado físico mejoraba. Sin embargo, era demasiado pronto

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para abandonar su escondite. Aunque Wenck hubiese logrado alcanzar la
ciudad, era imposible que los alemanes hubiesen desalojado tan pronto a los
rusos. Esa mañana reinaba un curioso silencio roto únicamente por el crepitar
de los incendios y por algún disparo esporádico. De vez en cuando, Rudolf se
asomaba entre unos cascotes de cemento bajo los cuales se había ocultado,
pero no alcanzaba a ver a nadie y esto le desconcertó. Necesitaba comida,
pero un impulso interior más poderoso le hizo quedarse donde estaba y pronto
cayó dormido de nuevo.
Le despertaron unas voces que parecían venir de la ribera del Spree, a
cierta distancia de su posición. Escuchó con atención. Las Voces se
acercaban. ¡Rusos! Empezó a excavar en el blando suelo, tratando de abrir un
refugio más protegido bajo los cascotes. Segundos más tarde, oyó las voces a
pocos metros de él. No podía precisar cuánta gente componía el grupo, pero
había hombres y mujeres y mantenían una conversación muy animada, casi
festiva. Rudolf advirtió que los recién llegados permanecían en campo
abierto, sin esconderse. Aquel maldito general Wenck no había llegado, los
soviéticos habían tomado la ciudad y aquélla era la causa de que los disparos
de los cañones hubieran cesado. Su tarea había terminado.
Ahora, Rudolf sintió más miedo y desesperación que nunca. La muerte
parecía asegurada. Los rumores decían que en la Prusia Oriental el ejército
soviético había aplastado con los tanques a los refugiados civiles. Las mujeres
habían sido fusiladas con sus hijos y varios soldados alemanes habían sido
crucificados, ironía que había dado lugar al dicho popular de que los ivanes
no sólo tenían por aliados a los occidentales, sino que también estaban
tratando de reclutar a Dios en sus filas.
Rudolf no tenía la menor idea del idioma ruso, que le sonaba a obsceno,
pero sabía reconocer a los borrachos cuando les oía hablar. Daba la impresión
de que los invasores iban a instalarse en aquel lugar y oyó los golpes de las
armas y las mochilas contra los fragmentos de rocas. Echó un vistazo
desesperado a su alrededor, buscando una vía de escape, pero tenía las piernas
demasiado débiles para incorporarse. El montón de escombros se encontraba
bajo el puente de Pichelsdorf, una zona protegida. No era extraño que los
rusos hubieran decidido hacer una pausa allí.
Transcurrido un rato, la conversación en voz alta se convirtió en un
susurro y Rudolf oyó unos pasos. Encima de su posición, sobre una
plataforma horizontal, alcanzó a ver dos pares de botas negras de cuero, altas
hasta la pantorrilla, que saltaban un desnivel y se detenían. Los dos pares de
botas permanecieron largo rato frente a frente, ambos intrusos llevaban

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pantalones resistentes, camisas y gorros blandos. Por un instante, Rudolf se
sintió confundido cuando los dos individuos empezaron a agarrarse
enérgicamente. ¡Iban a pelearse! Rudolf se encogió entre los cascotes.
La pelea terminó tan repentinamente como había empezado y uno de los
contendientes empezó a quitarse la ropa. Rudolf comprendió al fin de qué se
trataba. ¡Era una mujer! Aquellos dos rusos iban a… ¡Dios mío!, se dijo. La
pareja estaba apenas a tres metros de él, y escasamente un metro por encima
de su posición. Si en algún momento de su lance amoroso levantaban la vista,
era imposible que su presencia les pasara desapercibida. Intentó encogerse
todavía más y se apretó entre las sombras de su escondrijo.
Evidentemente, la pareja no buscaba alemanes pues tenía en perspectiva
otra diversión mas interesante. La mujer se desnudó rápidamente, extendió las
ropas sobre una roca lisa, se tendió sobre ellas de espaldas y atrajo al hombre
levantando sus gruesas piernas como si se dispusiera a dar a luz. El hombre,
al que Rudolf no podía ver aún de cintura para arriba, extendió la mano y le
pasó a la mujer una botella de licor. Ella tomó un largo trago y el líquido le
resbaló por la barbilla. Mientras el hombre se quitaba los pantalones, ella se
dio la vuelta y, apoyada en manos y rodillas, abrió ligeramente las piernas. El
hombre se arrodilló a su lado y ambos lanzaron gemidos y risas cuando la
penetró por detrás.
Rudolf estaba tan fascinado como asustado. Alguna vez había visto
películas sólo para hombres, pero jamás había presenciado el acto
personalmente, como espectador. Incrédulo, notó que también él se excitaba
mientras el ruso se movía, la mujer continuaba riéndose y apremiándole con
una especie de cadencia gutural, lanzando gemidos en su bárbaro idioma.
Rudolf se sorprendió de lo mucho que se prolongaba la escena. Después de lo
que pareció un lapso de tiempo interminable, el hombre se retiró, saltó a una
posición desde la que casi habría podido alcanzar con la mano a Rudolf y
sacó un poco de agua del río para lavarse. Mientras lo hacía, la mujer siguió
hablándole. Estaba tendida de costado y sus pequeños pechos apenas bailaban
cuando cambiaba de posición. Tenía una gran mata de vello púbico negro que
formaba rizos hasta su a domen. Rudolf la contempló. Todo aquello era un
mal sueño, tuvo la impresión de que estaba muerto y se encontraba en el
infierno.
El sueño terminó cuando el cañón de un arma asomó de repente por la
abertura del hueco donde se ocultaba Rudolf, golpeando con fuerza la frente
de éste. Un rostro de facciones toscas y dentadura torcida le observó sonriente
y su boca lanzó un grito de felicidad a la mujer.

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Sal del agujero —ordenó la mujer a Rudolf, en un mal alemán.
Todavía estaba desnuda, pero ahora tenía en la mano una pistola enorme
con la que apuntaba a Rudolf. De pronto, éste notó un escalofrío. Intentó
moverse pero no pudo. Una mano le sacó de su refugio pero Rudolf siguió
encogido, buscando protección. Los dos rusos permanecieron en pie sobre él,
apuntándole con sus armas. Rudolf seguía con la mirada fija en la entrepierna
de la mujer. Unas gotas opacas de semen brillaban en su Vello púbico.
Continuó mirando, incapaz de apartar los ojos, molesto consigo mismo y
sintiendo una náusea en el estómago.
—¡Ah! —exclamó la mujer con un arrullo—. Mírame bien, alemán.
Aprovecha y mira, porque dentro de un momento ya no tendrás que
preocuparte más por el sexo de las mujeres.
Rudolf empezó a temblar mientras la mujer lentamente, se ponía en
cuclillas a su lado. De pronto, saltó sobre él lanzando una sonora carcajada, al
tiempo que rodeaba su cuerpo con las piernas. Rudolf la oyó chillar de alegría
mientras le empujaba con fuerza, aplastándole la cabeza contra el suelo. Con
a misma rapidez con que había saltado sobre él, la mujer se apartó y, de
inmediato, Rudolf notó un dolor lacerante en la entrepierna, seguido de unas
patadas en las costillas. Ya casi había perdido el sentido cuando la mujer, de
nuevo en pie, levantó una de sus botas y la descargó con fuerza sobre su
rostro. Por segunda vez en pocas horas, notó que perdía la conciencia, sin
embargo, en esta ocasión no quedó totalmente sin sentido. El dolor pareció
extenderse por todo su cuerpo y notó que le manaba sangre de la nariz y del
labio superior. Mientras la pareja de rusos le arrastraba por los cascotes como
si llevaran el cadáver de un animal, sus voces parecían llegarle a Rudolf desde
muy lejos. Los rusos intentaron ponerle en pie, pero era incapaz de sostenerse.
La mujer, una oficial, se colocó delante de él mientras terminaba de
abotonarse la camisa.
—Grado y unidad —le preguntó con su mal alemán.
Gritó algo a su acompañante. Después se inclinó sobre Rudo y sonrió,
muy cerca de su rostro.
Cuando Rudolf le dio los datos, la mujer enarcó las cejas.
—Cerdo nazi —dijo en alemán—, eres un tipo afortunado. A
continuación, le dio otro puntapié en los testículos y Ruddolf vomitó,
mientras sus captores le arrastraban por un terraplén hasta alcanzar el nivel e
la calle.

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3 de mayo de 1945, 11:15
A las veinticuatro horas de llegar a la Cancillería del Reich, el Grupo de
Operaciones Especiales estaba cómodamente instalado en un sólido edificio
gris que Rivitsky había requisado. Anteriormente, había sido un local auxiliar
del ministerio de Sanidad del Reich y, debido a sus características
arquitectónicas, había sufrido relativamente pocos daños durante el asalto
soviético. El edificio tenía dos pisos sobre el nivel del suelo y otros cuatro por
debajo pero, al contrario que otras instalaciones nazis en el centro de Berlín,
no estaba conectado a la red de túneles subterráneos que recorría la ciudad,
sino que se mantenía como una isla y había sido evacuado por los nazis
durante sus últimos instantes de resistencia.
A Rivitsky le gustó inmediatamente la distribución interior. La planta baja
había albergado lo que parecía ser algún tipo de departamento burocrático. El
piso superior contenía despachos privados de amplias dimensiones y Rivitsky
lo reservó para instalar los aposentos privados del grupo. Debajo del nivel del
suelo había tres plantas subdivididas en pequeñas habitaciones y despachos,
que podían transformarse fácilmente en celdas de detención. La cuarta y
última planta subterránea, a cuarenta metros por debajo de la superficie,
albergaba una gran cocina y un comedor.
Cuando Petrov llegó para inspeccionar su nuevo cuartel general. Rivitsky
ya tenía Varias brigadas de mujeres alemanas limpiando los suelos, otras
estaban tapiando puertas y modificando la estructura a fin de crear un
laberinto a prueba de fugas para los prisioneros que pronto empezarían a
llegar.
Todo el mobiliario de oficina de las plantas subterráneas había sido
trasladado y reemplazado por colchones portátiles y efectos del escritorio
soviéticos. Las celdas estaban vacías y carecían de ventanas.
Rivitsky estaba instalando el cordón exterior de seguridad y explicó a su
jefe:
—Estamos preparando el laberinto de entrada y salida para poder
modificarlo al azar cuando queramos. Tenemos alambradas móviles, varias
minas conectadas con tiras de explosivo plástico y armas automáticas en las

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cuatro esquinas del edificio y en las torres, fuera del perímetro de alambradas.
Los centinelas serán asiáticos que no hablen alemán. Aquí estaremos seguros.
Petrov pasó al interior del edificio. El puesto de control de seguridad
interna era una sala estrecha entre dos juegos de puertas de acero de varios
centímetros de grosor, que sólo podían abrirse desde dentro. Cuando alguien
entraba en la sala, el segundo juego de puertas blindadas sólo podía abrirse
una vez estuviera cerrado el primero. Era un sistema que Petrov había
enseñado a sus hombres siguiendo la técnica empleada primero por la Cheka
y luego por la NKVD.
La planta baja y el edificio tenía dos largas hileras de escritorios de
madera donde un grupo de pálidas mujeres alemanas, con los cabellos
recogidos en moños, se dedicaban febrilmente a mecanografiar documentos.
Las bandejas de alambre ya están medio llenas de montones de hojas con
datos y sellos.
—Nuestras habitaciones están arriba —dijo Rivitsky—. Los papeles nos
llegarán por los tubos neumáticos. Podremos estudiar personalmente el
papeleo que recibamos.
—¿Y el personal?
—Alemanas, como ordenaste. Sólo hemos escogido a aquellas que no
tienen personas a su cargo. Las he alojado en tiendas de campaña cerca de
aquí. Los traslados se efectúan bajo una escolta armada y los movimientos
quedan limitados al campamento mientras no trabajan.
—¿Aceptan esto último?
—Aceptan cualquier propuesta que les asegure la comida.
Rivitsky condujo a Petrov por el pasillo y se detuvo ante una hilera de
ascensores. —Todas las escaleras han sido tapiadas. Uno de los ascensores
baja a la cocina de la cuarta planta sótano. Otro baja un piso hasta una entrada
de seguridad que conduce a la zona de interrogatorios. Todos los prisioneros
entrarán por ahí. El tercer ascensor sube a nuestro piso privado y sólo
funciona mediante una llave.
Entregó una gran llave de bronce a Petrov, quien la guardó en el bolsillo
sin examinarla.
—¿Y respecto a incendios?
—El edificio contiene muy pocos objetos inflamables. Si es preciso,
podemos hacer salir a la gente por el piso superior, pues hay una trampilla de
acero en el techo. Corremos cierto riesgo, pero he pensado que era preciso
extremar nuestra propia seguridad.
Petrov no hizo comentarios.

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Rivitsky introdujo su llave en el picaporte del ascensor, cuando se abrió la
puerta, bajaron a la segunda planta, donde mostró a Petrov otra instalación de
doble seguridad. El jefe del grupo advirtió que parte del mortero en la entrada
de la caja de la escalera estaba húmedo todavía y se preguntó mentalmente si
sería lo bastante resistente. Rivitsky le acompañó a inspeccionar las celdas y,
cuando Petrov decidió que ya había visto lo suficiente, subieron al piso
superior del edificio para inspeccionar la colocación del mobiliario de sus
aposentos. Ezdovo estaba instalando un sofisticado centro de comunicaciones
y tarareaba una confusa canción mientras trabajaba. A lo largo de las paredes
había Varios escritorios de madera de pequeño tamaño y sobre los muros se
habían instalado planchas de corcho en las cuales aparecían clavadas ya
algunas fotografías.
Rivitsky condujo a Petrov al dormitorio de éste y le invitó a entrar. La
estancia apenas contenía más muebles que una recargada cama de bronce con
un colchón de doble grosor.
—¿Nada de catres? —preguntó Petrov.
—Una breve oportunidad para el descanso y la comodidad de un ser
humano —replicó Rivitsky con una sonrisa.
La pregunta de su jefe era el modo de expresar éste su satisfacción.
Al mediodía, el resto del grupo estaba de vuelta y, tras guardar las
mochilas, se dispuso a trabajar.
Los primeros prisioneros empezaron a llegar de diversos centros de
internamiento repartidos por Berlín y sus alrededores, avanzada la tarde. El
doctor Werner Haase, el médico nazi que les había mostrado el camino hasta
el búnker de Hitler, fue el primero en ser trasladado a la nueva prisión.
Gnedin le sometió a un examen físico completo e informó de inmediato a
Petrov.
—Tuberculosis avanzada en ambos pulmones. Será mejor sacarle lo que
podamos ahora mismo. No va a durar mucho.
—¿Cuánto?
—Con los debidos cuidados, en el lugar adecuado y con un poco de
suerte, algunos meses. Aquí, sólo unas semanas o unos días. Es difícil de
precisar. Parece desnutrido y próximo al agotamiento.
Haase fue conducido a una sala de interrogatorios. Petrov tenía por
costumbre no interrogar nunca a un hombre en la misma habitación donde le
tenía encerrado. Por muy aislado que estuviera un preso, el lugar donde éste
pasaba la mayor parte del tiempo se convertía, en cierto modo, en su «hogar»
y, por tanto, pasaba a ser un reducto donde el detenido podía contar con cierta

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ventaja psicológica. A lo largo de su dilatada experiencia, Petrov había
comprobado que era más fácil interrogar a los prisioneros mantenidos en
celdas sin mobiliario y a oscuras. También había observado que los presos
desnudos se mostraban más dispuestos a hablar que aquellos que conservaban
su ropa.
Petrov había decidido que no eran precisos más preparativos para las
entrevistas con el grupo de personas que habían estado en la Cancillería del
Reich cerca de Hitler. Estaba convencido de que la mayoría de los nazis
capturados se sentirían deprimidos por haber perdido la guerra y por haber
caído prisioneros. En tales circunstancias, las informaciones solían ser
facilitadas sin apenas resistencia y Petrov estaba dispuesto a aprovecharse de
ello, haciendo traer de inmediato a su presencia a los prisioneros recién
capturados.
El doctor Haase miró fijamente a Petrov.
—Usted es el que mató a los soldados.
—Dígame qué sucedió la última vez que estuvo en el búnker con los
demás criminales de guerra —respondió el ruso sin alterarse.
—Yo soy ante todo médico, y luego soy militar —replicó Haase, tenso—.
De ningún modo soy un criminal.
—Todos ustedes lo son —dijo Petrov.
—Ya he hecho una declaración —insistió Haase, resistiéndose—. Estaba
presente una mecanógrafa. No tengo nada que añadir a lo ya manifestado.
Petrov habló con voz suave, en tono casi seductor: —Sin embargo, me
gustaría oírlo todo otra vez.
Haase sufrió un acceso de tos y Rivitsky le acercó una lata llena de agua
fría. Cuando recuperó el control, el médico repitió su relato. Petrov no tomó
notas y, cuando Haase hubo terminado, empezó a hacerle preguntas. La
declaración del médico no satisfacía las expectativas de Petrov, quien
sospechaba que Haase le estaba ocultando algo.
—¿Está seguro de que Hitler ha muerto? —inquirió.
—Sí —respondió Haase.
—¿No le parece impensable que su Führer quisiera quitarse la Vida?
—No voy a contestar a esa pregunta. Yo no pertenecía a su círculo íntimo
y, por tanto, sólo puedo especular al respecto.
—Pero usted ha tenido contactos con Hitler, ¿verdad?
—Desde luego.
—¿Era su médico?
—Interinamente. Sólo sobre el papel, pero no en la realidad.

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—¿Conversó con él sobre cuestiones médicas?
—Sí.
—¿Nada más?
—Lo hice en alguna ocasión —añadió Haase, titubeando.
—Sabemos que Hitler es un hombre bien informado y un conversador
capaz y bien dispuesto.
—Era —corrigió Haase.
—¿Mencionó alguna Vez el suicidio en su presencia?
—Como cuestión teórica. Me preguntó sobre la… sobre la eficacia de
diversos métodos de suicidio.
—¿La eficacia?
—Sí. Cuánto se tardaba en morir, qué tipo de dolor podría notarse, qué
posibilidades de fallo había… Preguntas por el estilo.
—¿Le daba miedo el dolor?
—Estaba enfermo.
—¿Que clase de enfermedad?
—No tuve ocasión de efectuar un diagnóstico preciso. Parecía tratarse de
una dolencia nerviosa. Tenía el rostro abotargado, hinchado, y presentaba
ciertas dificultades de dicción. Le temblaba el brazo izquierdo debido a algún
tipo de parálisis y arrastraba la pierna derecha como si la tuviera artificial.
Apenas podía andar y, desde luego, era incapaz de recorrer una distancia
considerable.
—El brazo izquierdo y la pierna derecha. —Interrumpió Petrov.
—Exacto. Eso es todo lo que sé —añadió Haase, lacónico.
Respiraba trabajosamente y parecía a punto de sufrir un y nuevo ataque de
tos.
Petrov no tenía intención de terminar allí sus preguntas y volvió de nuevo
sobre la declaración del doctor.
—Hitler le preguntó acerca del suicidio. Fue una conversación planteada
de modo teórico, y usted le aconsejó también teóricamente.
—Sí, sí —respondió el doctor con aire fatigado.
—Pero ¿por qué usted? Sigo sin entenderlo.
—Ya le he dicho que era su médico personal interino —replicó Haase,
cortante.
—Y como médico que, presumiblemente, ha jurado proteger la vida, ¿no
le inquietó que le hiciera esas preguntas?
—El Führer tenía unos intereses muy eclécticos.
—Tiene —corrigió Petrov—. ¿Cuál fue su recomendación teórica?

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—La aplicación simultánea de un veneno y un disparo de pistola.
—¿Simultánea?
—Sí.
—Haga el favor de explicarme eso. No veo cómo puede ser posible tal
cosa y, más importante aún, no entiendo qué valor práctico puede ofrecer tal
solución.
—Hitler quería conocer un sistema que asegurase la muerte del suicida.
Le indique que éste podía colocarse una ampolla de cianuro entre los dientes
mientras apoyaba una pistola en la sien. La ampolla se mordería un instante
antes de apretar el gatillo y el efecto de ambos actos sería la muerte
instantánea por uno u otro método. En realidad, no importaría cuál, utilizando
ambos, uno podía tener la seguridad e que el resultado sería la muerte.
—¿Y todo esto fue solamente teórico?
—Sí.
¿Ha sido probado este método en los campos de concentración?
Haase abrió la boca y sus mejillas enrojecieron.
—Yo no tengo nada que ver con esas cosas.
—Pero sabía que existían.
—Corrían rumores.
,—¿Por qué le pidió Hitler su consejo en estas temas? Yo preguntaría a un
verdugo, no a un médico.
—Yo era su médico. Hitler consideraba que el asunto era una cuestión
médica y quería la opinión de un experto.
—¿Es usted un experto en suicidios?
—Soy experto en la muerte —balbució Haase—. Los médicos nos
ocupamos de la muerte. Petrov dirigió una dura mirada a su interlocutor y
replicó:
—En la Unión Soviética, nuestros médicos se ocupan de la vida, la muerte
es asunto de los empleados de pompas fúnebres.
—¡Ya he oído suficiente! —exclamó Haase tratando de ponerse en pie.
—Doctor —dijo Petrov sin alzar la voz—, si no vuelve a sentarse y
contesta satisfactoriamente a mis preguntas, haré que le lleven fuera y le
fusilen en el acto.
Haase se derrumbó de nuevo en su asiento con la barbilla hundida hasta el
pecho.
—El Führer temía que el veneno por sí solo no fuera efectivo y me pidió
que comprobara sus efectos —soltó bruscamente después de una pausa.
—¿Antes o después de su conversación teórica?

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—Antes. El encargado de la perrera y yo sacamos a la perra favorita de
Hitler y le administramos el veneno.
—¿El encargado de la perrera?
—El sargento Tarnow. Creo que en realidad era un miembro del
destacamento de SS del búnker.
—¿Y mataron juntos a la perra?
—Sí.
—Cuénteme cómo lo hicieron.
—El sargento agarró a la perra por la cabeza. Yo sostuve la ampolla de
cristal con unas pinzas. Cuando el sargento obligó al animal a abrir la boca,
yo introduje la cápsula del veneno y la rompí. La perra expiró en cuestión de
segundos.
—¿Informó de ello a Hitler?
—Sí.
—¿Y entonces mantuvo con él la conversación teórica sobre el mejor
modo de suicidarse?
El doctor asintió. Petrov añadió:
—Y supongo que Hitler puso fin a su vida precisamente así.
—Sin duda. Quedó convencido de que era un buen sistema. —Pero usted
no presenció la muerte ni Vio el cadáver, ¿es eso?
Haase asintió con la cabeza.
Satisfecho con las respuestas, Petrov abandonó bruscamente la sala.
Gnedin le esperaba en el vestíbulo.
—Ya tengo todo lo que sabe ese médico. Dispón lo necesario para su
traslado a Moscú. Quiero que siga vivo. Ese hombre le enseñó a Hitler la
manera de suicidarse.

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3 de mayo de 1945, 14:45
Rudolf maldijo su suerte, maldijo a Alemania, a Adolf Hitler, a los jerarcas
nazis, a los rusos y a la zorra rusa que le había capturado y golpeado. Como
tenía los testículos tan hinchados que todavía no podía sostenerse en pie, se
veía obligado a permanecer sentado bajo la lluvia con las piernas separadas,
esperando que el dolor terminara por desaparecer.
Los prisioneros alemanes permanecían en un pequeño patio, o en lo que
quedaba de éste, ahora no era más que una pequeña zona abierta rodeada de
montones de escombros de varios metros de altura. Encima de ellos estaban
apostados varios ivanes con ametralladoras ligeras, vigilando a Rudolf y al
resto de detenidos. Periódicamente, los guardianes recibían una taza de café.
Rudolf captaba el aroma y sintió la tentación de pedir un sorbo, pero los rusos
no parecían amistosos ni condescendientes, de modo que guardó sus deseos
para sí.
Alrededor de doscientos soldados alemanes se apretaban en el
improvisado recinto. No disponían de refugio alguno donde protegerse de la
lluvia y, para mantenerse calientes, caminaban en grupo dando Vueltas al
patio y abriendo un profundo surco en el suelo enfangado con el transcurso de
las horas. En su deambular, solían tropezar con Rudolf añadiendo nuevos
golpes y rasguños a las piernas de éste y maldiciéndole. Rudolf les devolvía
los insultos sin preocuparse por el rango militar que ostentaban.
—Levántate, cerdo cobarde —gritó a Rudolf uno de los caminantes, un
oficial.
—Vete a la mierda —replicó Rudolf.
El oficial se detuvo frente a él con los puños apretados. Llevaba las
estrellas de comandante en la guerrera.
—Eso es insubordinación. Le va a costar un consejo de guerra y el
fusilamiento.
—¿Con qué? ¿Con la pistola de la entrepierna? Déjame en paz, maníaco.
El comandante lanzo un puntapié a la cadera de Rudolf pero la presión de
la cola de caminantes le alejo de él antes de que pudiera hacerle más daño.
Rudolf intentó seguir el rastro del hombre, imaginando que volvería a

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golpearle cada vez que diera una vuelta. Parecía un tipo muy capaz de
hacerlo.
Rudolf tenía hambre y frío. ¿Qué pensaban hacer los ivanes con los
prisioneros, darles de comer o fusilarlos?
Poco antes del anochecer, un oficial ruso entro en el recinto del centro de
detención. Los caminantes se detuvieron cuando el hombre ocupo el centro
del patio y llamo al sargento Gustav Rudolf.
Rudolf oyó su nombre, pero permaneció callado mientras decidía qué
hacer.
—Sargento Gustav Rudolf, haga el favor de adelantarse e identificarse —
repitió el oficial ruso con voz casi afable.
Rudolf intentó idear un modo de salir del apuro. Estaba seguro de que los
rusos iban a fusilar a todos los prisioneros alemanes, tal como lo habían hecho
en el frente oriental, desde entonces, los alemanes habían recibido
información diaria acerca de las atrocidades soviéticas. Sin embargo, aquel
oficial no parecía amenazador y sus palabras tampoco. Quizá tuviera una
oportunidad: ¿no podía simular que no se encontraba en el grupo de
prisioneros? No parecía probable, pues los rusos habían tomado nota de su
nombre, rango, número y unidad cuando le habían llevado al centro de
detención. Los ivanes sabían positivamente que se encontraba en el recinto.
No tenía ninguna salida.
Se retiraron a los lados, pues no deseaban ser confundidos con nadie que
fuera señalado individualmente por los rusos. El comandante soviético se
adelantó hacia él y le miró.
—¿Sargento Rudolf?
—Yo soy.
—¿Está herido?
—No. Uno de sus oficiales me ha dado varios puntapiés en los testículos y
no me sostengo en pie.
Algunos de los alemanes próximos a él se echaron a reír. El comandante
le tendió la mano y le ayudó a incorporarse. De inmediato, Rudolf se sintió
mareado, pero el oficial le sostuvo y le ayudó a caminar.
—Considérese afortunado, sargento. Le vamos a trasladar a otro sitio —
dijo el comandante mientras le escoltaba hasta un camión aparcado al otro
lado de la entrada del recinto, junto al cual aguardaba Bailov.
Éste sonrió al ver acercarse al alemán. El prisionero estaba instante débil y
él se encargaría de sacarle las tripas.
—¿Rudolf?

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—Sí.
Bailov asintió con la cabeza en dirección al comandante y agarró a Rudolf
por el brazo. Entre los dos soviéticos, le ayudaron a subir a la parte posterior
de un camión pesado, cubierta por una lona. Rudolf se arrastró al interior y
permaneció tendido sin moverse, contento de estar a cubierto de la lluvia.
Bailov firmó la entrega del prisionero, tomó la pequeña ficha que acababa
de abrirle el cuerpo de contraespionaje y comprobó el nombre de la oficial
que había efectuado la detención y la unidad a que pertenecía, para hacerlo
constar en los archivos del Grupo de Operaciones Especiales.
—Gracias —dijo Bailov al comandante, dándole unos golpecitos en la
espalda.
Después, subió a la caja del camión con su nuevo prisionero y gritó al
conductor que emprendiera al marcha.
—¿Es usted Rudólf, de la Policía de Seguridad del Reich?
Rudolf rodó sobre el vientre hasta poder contemplar al desconocido
mientras el motor del vehículo cobraba vida con unas toses. ¿Cuántas veces
iban a comprobar todo aquello? Bailov le ayudó a sentarse en uno de los
bancos del camión y le ofreció un pequeño frasco, pero Rudolf dudó sobre si
aceptarlo.
—Es vodka —le explicó Bailov—. Le ayudará a entrar en calor —añadió
con una sonrisa para animarle.
Rudolf se llevó el frasco a los labios y tomó un largo trago. El vodka ruso
estalló en su interior y le hizo toser, pero echó un nuevo trago
inmediatamente.
El trayecto hasta su punto de destino fue muy largo y ya había oscurecido
por completo cuando llegaron, pero la lluvia Había cesado y la niebla había
ocupado a su lugar. Rudolf se preguntó si le harían dormir a la intemperie.
Bailov le condujo a través de un extraño laberinto de postes metálicos
triangulares y diversos tipos de alambre de espinos. Penetraron en un edificio
gris por una enorme puerta metálica y, cuando ésta se cerró tras ellos, Bailov
le indicó que se desnudara. Al ver que el alemán titubeaba, Bailov se echó a
reír.
—Vamos a darle ropas secas.
Rudolf se desvistió. La puerta de acero interior se abrió y dejó paso a un
asiático cubierto con un guardapolvo blanco, que el hombre venía
manoseando torpemente con un guante de caucho que intentaba enfundarse y
dio una orden en ruso, que Bailov tradujo.

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—Quiere revisarle la boca para asegurarse de que no lleva nada
escondido.
—Sólo llevo los dientes —gruñó Rudolf.
El asiático no le hizo caso e introdujo un dedo enguantado, en su boca,
repasando las encías superiores e inferiores y apretando luego la lengua contra
la base de la cavidad bucal hasta que Rudolf lanzó un gemido. Cuando el
hombre sacó la mano, le dio unas palmaditas en el hombro al alemán.
—Inclínese —dijo Bailov. Rudolf le dirigió una mirada incrédula, sin
comprender a qué se refería—. Quiere explorarle la otra cavidad —explicó
Bailov.
El asiático le agarró por la cabeza y la empujó hacia abajo, luego le indicó
que abriera las piernas. Titubeando, Rudolf hizo lo que le decían. El hombre
le asió las nalgas y las separó antes de introducirle otro dedo enguantado.
Rudolf estuvo a punto de desmayarse de dolor, mientras el hombre rebuscaba
en sus intimidades.
Terminada la inspección, la puerta metálica interior se abrió de nuevo y
Bailov empujó a su prisionero al interior. Otro asiático armado cerró la puerta
detrás de ellos y pasó una gruesa barra de acero para atrancarla. El hombre del
guardapolvo se quitó el guante y lo arrojó a un bidón cercano. Rudolf intentó
ver cuántos guantes más había en él pero, al inclinarse hacia adelante para
comprobarlo, observó que se encontraban en una sala abierta llena de
máquinas de escribir en plena actividad. De pronto, el ruido cesó y, al
levantar la Vista, Rudolf descubrió que las mesas estaban ocupadas por
mujeres, todas las cuales le contemplaban. Notó que se ruborizaba de
vergüenza y de cólera. ¡Malditos rusos!
Ya estaban casi en el otro extremo de la sala cuando una voz aguda
exclamó en alemán:
—Una pistola curiosamente pequeña para un miembro de la raza
superior…
Las mujeres soltaron una carcajada y Rudolf se adelantó a lhilov para
cruzar el siguiente par de puertas.
—Vuelvan a su trabajo —ordenó Bailov a las mujeres en tono bonachón,
con una sonrisa en los labios.
Rudolf fue conducido a las plantas subterráneas en el ascensor y, tras ser
examinado rápidamente por otro par de guardianes asiáticos armados, fue
llevado a una sala pequeña que estaba a oscuras.
—Tiene un colchón en el suelo —le dijo Bailov—. No es el lujo al que
están acostumbrados los nazis, pero al menos estará caliente y protegido de la

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lluvia. Le sugiero que duerma.
—Sólo soy un soldado —dijo Rudolf a la defensiva—. Tengo hambre.
—Lo sé —dijo Bailov—. Todavía no hemos encontrado un solo nazi en
toda Alemania. Es algo increíble. Duerma. Luego le harán un examen físico
completo. Después de comer.
La puerta se cerró ante las narices de Rudolf, dejándole sumido en una
oscuridad total. Se puso a gatas y recorrió la celda al azar hasta que encontró
el colchón. Soñó con pelotones de fusilamiento formados por mujeres
sonrientes.
Cuando la puerta de la celda se abrió de nuevo, Rudolf ya estaba
despierto. En realidad, sus pesadillas habían sido tan vividas que no había
conseguido dormir más que unos minutos seguidos. Finalmente, permaneció
tendido de espaldas con los ojos abiertos, combatiendo el sopor para evitar
nuevos sueños. El mismo ruso que le había conducido allí vino a sacarle de la
celda.
Después de un examen físico a cargo de un enjuto doctor al que ayudaba
una mujer gruesa y casi calva, le hicieron ducharse y le rociaron con polvos
antiparasitarios. El doctor le devolvió a presencia de Bailov, que le ordenó
sentarse en un taburete en el centro de una salita brillantemente iluminada. El
ruso estaba tras una mesa y tenía ante sí lápiz y papel. Gnedin permanecía en
un rincón sosteniendo un bloc de notas.
—¿Cuándo me darán de comer? —preguntó Rudolf en un susurro.
Gnedin empezó a escribir tan pronto como Rudolf abrió la boca.
—Cuando hayamos terminado aquí —respondió Bailov.
Quiero que me cuente todo lo que hizo desde el 26 de abril hasta el
momento de su captura.
—¿Incluso las veces que oriné?
—Absolutamente todo.
Rudolf meditó la orden unos instantes, luego, se relajó y explicó su relato.
Bailov escuchó sin interrumpirle. El tipo tenía la lengua suelta, pero no
sabía concentrarse. Serían necesarios nuevos interrogatorios. Aunque fuera
una figura insignificante, nunca se sabía de quién podía surgir una
información interesante. Bailov tenía esperanzas en aquel sargento alemán.
Cuando Rudolf terminó la exposición, Bailov hizo que le llevaran comida.
Rudolf la devoró como un animal, rebañando el último resto de salsa del plato
con un buen pedazo de pan negro.
—Gut —dijo, justo antes de emitir un prolongado eructo.

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Bailov empujó un montón de papeles y Varios lápices por encima de la
mesa hasta dejarlos delante de Rudolf.
—Me gustaría que nos escribiera su autobiografía.
—¿Mi qué?
—La historia de su vida.
—¿Desde que nací?
—Exactamente. Cuando termine, queremos que nos haga una lista de
todos los hombres de su unidad y los nombres de cualquier persona a la que
recuerde haber visto en la Cancillería durante las dos últimas semanas.
—No conocía a todos los componentes de mi unidad. Teníamos muchos
hombres de reemplazo.
—Apunte todos los que sepa, con eso bastará.
—Va a ser una lista bastante larga. Puede llevar mucho tiempo —insistió
Rudolf, Viendo la ocasión de un posible arreglo ventajoso.
—Dispone de todo el necesario.
Cuando Bailov abandonó la estancia, el alemán ya había empezado a
garabatear en el papel, murmurando para sí palabras inaudibles.

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3 de mayo de 1945, 17:00
Brumm condujo a su pequeño grupo a través de una empinada cuesta cubierta
de pinos, manteniéndose cuidadosamente alejado de la cima para evitar que
sus siluetas se recortaran contra el cielo. Barba les había distribuido en una
especie de cuadro, con Brumm en el vértice delantero, dos escoltas en ambos
flancos y el propio Barba cerrando la marcha en la retaguardia del grupo. Las
cuatro chicas restantes transportaban la litera donde yacía Herr Lobo.
Delante de ellos, la cadena de colinas se dividía en varias direcciones.
Habían caminado todo el día con una única parada de descanso, según los
cálculos de Brumm, habían cubierto veinte kilómetros, una distancia bastante
notable.
Habían iniciado la marcha el 3 de mayo, antes del amanecer, siguiendo un
plan muy osado. Salieron de su escondite en el edificio verde y avanzaron
hacia el oeste, hasta encontrar el flujo principal de refugiados civiles cerca del
Tiergarten. En un golpe de suerte, encontraron una carreta de ruedas de
madera con radios y llantas metálicas, abandonada en una bocacalle.
Cargaron en ella a Herr Lobo y se unieron al éxodo. Dos de las chicas tiraban
de la carreta, con las armas cuidadosamente ocultas pero al alcance de la
mano. El resto del grupo se dispersó entre la multitud, manteniendo contacto
visual entre sí, pero permaneciendo alejados de la carreta y de su pasajero
durante la mayor parte del tiempo.
Herr Lobo tenía un aspecto horrible. Los ojos se le habían cerrado
finalmente debido a la hinchazón, no podía Ver y su piel tenía un color
grisáceo nada saludable. Durante el primer tramo de la marcha, una llovizna
cálida les empapó y las muchachas procedieron a cubrir a su pasajero con una
lona marrón que habían encontrado a lo largo de la ruta. A mediodía, la lluvia
se desplazó hacia el sudeste y asomó el sol, cálido y radiante. En algún
momento de la marcha —Brumm no estaba seguro de cuándo alguien había
colocado en la carreta tres niños pequeños que seguían sentados en ella sin
apenas moverse, contentos de no tener que avanzar a pie. Si la madre estaba
cerca de ellos, no se identificó como tal en ningún momento. Entre los niños,
que llevaban sus pertenencias en unos hatillos, y el anciano agazapado en

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posición fetal, los pasajeros de la carreta parecían los restos de tres
generaciones de una misma familia.
La caravana de refugiados se cruzó continuamente con tropas rusas, pero
éstas parecían mas interesadas en el sol que en los civiles alemanes. Los
ivanes ocupaban sus tanques y vehículos o descansaban sobre troncos caídos
o rocas lisas, desnudos de cintura para arriba, como reptiles de sangre fría que
se calentaran al sol.
Varias zonas del Tiergarten estaban ocupadas por rebaños de ganado
vacuno y caballos, en torno a los cuales se arremolinaban los soldados
soviéticos, montando los caballos y llevándose las reses para comer carne
fresca. En una zona llana cubierta de hierba, Brumm observó a varios ivanes
que practicaban una especie de polo montando los caballos a pelo, agarrados a
sus crines. Cabalgaban relajada y osadamente, gritándose y lanzando
maldiciones en un ambiente de alegría y buen humor. No parecían temer la
posibilidad de romperse el cuello ahora que la guerra había terminado.
Brumm perdió interés por el juego ecuestre cuando advirtió que los rusos
utilizaban como pelota una cabeza humana. El césped destelleaba con
florecillas iluminadas por los rayos del sol, que se reflejaban en decenas de
miles de cartuchos de cobre.
Cerca del río Havel, los rusos habían reunido una pila de tazas de Water
que alcanzaba casi veinte metros de altura y el doble de anchura. Varias
hileras de soldados rusos acudían al depósito desde todas direcciones,
transportando nuevas remesas de aquel artículo. Barba cruzó una mirada con
el coronel y enarcó las cejas. Brumm sonrió.
En una isla del río Havel, vieron a miles de soldados alemanes y
miembros del Volksturm. Los pinos de la isla habían sido convertidos en
astillas por el fuego artillero y allí, entre el fango, sin ninguna protección de la
lluvia o del sol, permanecían los vencidos. De pronto, uno de los prisioneros
se lanzó al agua y empezó a nadar contra la corriente hacia el noroeste, pero
una granizada de balas le impidió el avance primero, y le barrió después,
hasta que desapareció bajo las aguas levantando una columna de espuma. El
hombre no volvió a emerger. Los fusileros rusos de la ribera alzaron sus
armas en señal de triunfo y uno de ellos efectuó una breve danza sobre una
lengua arenosa que penetraba en el río frente a la isla, mientras los prisioneros
contemplaban la escena.
Cerca del extremo occidental del bosque había un parque pequeño y bien
cuidado con una estatua de Federico el Grande, donde Varios ivanes estaban
instalando un campamento. Las flores habían desaparecido, pisoteadas por los

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caballos y los vehículos. A la estatua le habían arrancado la cabeza, que ahora
aparecía en el suelo, apoyada sobre el cuello. Junto al muro del que brotaba
una fuente, bajo el pedestal de la estatua, una chiquilla de apenas doce años,
según calculó Brumm, estaba montada a horcajadas sobre un ruso de cabellos
negros, cabalgando sobre él como si fuese un caballo, acompañada por los
gritos y vítores de los camaradas del soldado. Dos oficiales contemplaban la
escena en silencio desde un muro bajo mientras daban cuenta de unos
cigarrillos. Brumm no tuvo ninguna duda sobre cuál sería el destino final de
la chiquilla, los civiles que pasaban junto al grupo disimulaban, haciendo ver
que no se percataban de la escena. La pobre niña no estaba peor ni mejor que
los miles de refugiados, y, en aquellas circunstancias, cada hombre y cada
mujer estaba obligado a contar únicamente con sus propias fuerzas. No
obstante, Brumm sintió el impulso de descargar una buena ráfaga de balas
sobre el grupo de ivanes y salir huyendo, refugiándose en el bosque. Sin
embargo, se impusieron su sentido del deber y su instinto de conservación,
continuó caminando hacia el oeste mientras los patéticos chillidos de la
muchacha resonaban en el bosque hasta perderse finalmente en la distancia.
El mayor temor de Brumm era que alguien se fijara en él o en Barba pues,
hasta donde alcanzaba a ver, eran los únicos hombres fuertes y sanos de toda
aquella masa de gente. Con todo, hasta entonces habían pasado
desapercibidos. El coronel había acertado al prever que, una vez finalizada la
lucha, los ivanes se relajarían. Era una reacción natural tras el término de una
batalla, sobre todo si ésta marcaba lo que todos reconocían como el final de la
guerra. En tales situaciones, uno no corría riesgos estúpidos. Pese a su falta de
refinamiento, los ivanes eran seres humanos y tenían las mismas ganas de
seguir viviendo que cualquier alemán.
Su destino era una zona boscosa al oeste de Potsdam. La intención de
Brumm era cruzar el río Havel por un puente al sudeste de la ciudad de
Werder. Una vez atravesado el puente, seguirían hacia el norte, adentrándose
en el bosque, donde podrían refugiarse. El paso del puente había sido su
principal preocupación pero, una vez llegados a él, encontraron al
destacamento ruso que lo guardaba al pie de los pilares, en la orilla del río,
chapoteando alegremente en sus aguas poco profundas, en compañía de varias
mujeres alemanas. Mientras cruzaban el puente, Brumm observó que un bebé,
al que su madre había dejado sin vigilancia en la ribera, avanzaba gateando
hasta el borde del agua a cierta distancia del grupo de adultos y caía al río.
Contempló al pequeño que chapoteaba y daba vueltas en la corriente,

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mientras pasaba bajo el puente sin que nadie lo advirtiera. No era un mal
final, pensó el coronel sus sufrimientos habían terminado.
Cruzado el puente, la masa de refugiados apretó el paso en un intento de
poner la máxima distancia posible entre ellos y Berlín. Brumm caminaba muy
por delante de su grupo, ayudando a una anciana. Al llegar a un punto donde
la carretera hacía una curva cerrada, abandonó el asfalto y se internó en el
bosque, seguido inmediatamente por Waller, después, ambos aguardaron a
que les alcanzaran los demás. Barba cerraba el grupo. Pasado el puente de
Werder, se había encargado de tirar de la carreta, Herr Lobo estaba despierto
y tranquilo, aunque protestaba por el traqueteo de las ruedas de llantas
metálicas. Los niños habían desaparecido y Brumm no preguntó a su sargento
qué había hecho con ellos. Las valquirias revoloteaban en torno a Herr Lobo,
frotándole la espalda e intentando confortarle.
Brumm les concedió un breve descanso mientras él y Barba trasladaban a
su pasajero a una litera. Diez minutos más tarde, se pusieron de nuevo en
marcha campo a través, siguiendo la cadena de colinas. Después del
insoportable olor a muerte y azufre de la ciudad, el aire puro y el aroma de los
pinos eran una bendición, incluso Brumm se alegró de estar de nuevo en los
bosques, lejos de las calles pavimentadas. Sin embargo, no estaban solos. De
vez en cuando, avistaron otros grupos o personas sueltas, aunque ninguno de
ellos parecía dispuesto a acercarse.
Al llegar a un punto desde el cual se divisaba una serie de picachos que
formaban varias sierras, Brumm les condujo bajo la menos elevada de ellas.
Un sendero les llevó de nuevo hacia el río hasta terminar en un farallón de
cincuenta metros de altura, que caía a plomo sobre un estrecho roquedal al
borde del agua. Era exactamente lo que andaba buscando. Un extremo del
lugar estaba cubierto de árboles y era llano, el suelo estaba cubierto por un
grueso colchón de agujas marrones de los pinos, y comunicaba con la sierra
principal mediante un angosto istmo que se estrechaba y volvía a ensancharse
de pronto.
El coronel reunió al grupo y dio las instrucciones precisas para pasar la
noche. Dispuso centinelas a lo largo del estrecho lugar de acampada, él y
Barba se alternarían con una de las muchachas para cubrir la entrada desde
ambos lados. Confiaba en el entusiasmo de las chicas, pero éstas seguían
careciendo del entrenamiento y la experiencia necesarios. No les permitió
encender un fuego, decisión que provocó la ira de Herr Lobo en forma de una
mirada furiosa, y el grupo se contentó con una comida a base de galletas duras
y gruesas rodajas de salchichón curado. Herr Lobo se negó a comer y, con

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voz colérica, hizo acercarse a Brumm a la litera para proclamar a todos
cuantos podían oírle que él era vegetariano y que, por tanto, aquella comida
no se adecuaba a sus hábitos y necesidades. Brumm le respondió que si no
guardaba silencio quizá ninguno de ellos tuviera necesidad de volver a comer.
Si en el viaje se presentaba algún giro inesperado, era posible que todos
terminaran convertidos en vegetarianos a la fuerza, obligados a recolectar los
frutos que les ofreciera la tierra parar poder alimentarse. Herr Lobo susurró
una respuesta inaudible, se recostó en la litera y volvió la espalda al grupo.
—Iniciaremos la marcha antes del amanecer —indicó Brumm a los
demás.
Luego, él y Barba se apartaron del grupo para mantener una conferencia
en privado.
—Es demasiado fácil —dijo el sargento mayor—. No me gusta.
—¿Qué quieres? ¿Abrirte camino combatiendo metro a metro?
—Es sólo que no me gusta lo que veo. Los rusos están relajados y eso no
es normal en ellos. Su disciplina habitual casi ha desaparecido.
—Considera la situación desde su punto de Vista —respondió el coronel
sin alzar la voz. Han vencido y esto les basta. No desean encontrarse con más
problemas, al menos de momento. Vienen de demasiado lejos para morir
ahora en cualquier estúpido incidente, una Vez terminada la guerra. Si nos
mantenemos apartados, los ivanes no deberían ser un problema.
—Sin embargo, sigues preocupado —insistió Barba—. Puedo adivinarlo
en tu expresión.
Brumm asintió y añadió:
—Ya sabes cómo son las cosas después de una batalla. Habrá saqueos y
disturbios, se formarán grupos de alborotadores, y ellos serán el Verdadero
peligro para nosotros. Hasta que lleguemos a las montañas, es probable que
tengamos dificultades.
—Quizá sería mejor que liquidáramos a nuestro hombre y arrojásemos su
cadáver al río.
—¿Con qué objeto? —replicó Brumm con una sonrisa—. ¿Para
entregamos? ¿Para convertirnos en civiles? No somos reclutas a la fuerza,
sino que nos dedicamos a acciones de alto riesgo. Lo único que nos queda
ahora es esta misión y cumpliremos nuestro deber. Tú y yo somos
profesionales, Hans. Mientras nuestro hombre siga Vivo, tenemos un objetivo
a alcanzar. Eso es lo único que nos queda.
—Pero ese hombre… está loco —susurró Barba al tiempo que se llevaba
el índice a la sien y dibujaba pequeños círculos sobre ella—. ¿Has visto sus

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ojos? Son los de un desquiciado. Había instalado campos de exterminio para
judíos y gitanos, para polacos, para los ancianos y los retrasados mentales…
Todo el mundo querrá ponerle las manos encima y no podemos escondernos
de todo el mundo, Günter. De todo el mundo, imposible.
El coronel le dio unas palmaditas en el hombro al sargento y sonrió.
—¿De verdad lo crees? En este asunto hay mucho más de lo que
imaginas, amigo mío. No todas las personas del mundo quieren ver muerto a
Hitler.

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El SS Obefúhrer Gzünter Brumm
Günter Brumm nació en 1910 en el Hospital Militar del Kaiser, en Berlín. Era
el único hijo de su padre, un oficial del ejército que había recibido el
despacho de teniente en 1905, había alcanzado el grado de Oberts y había
resultado muerto en combate cuando dirigía un asalto contra las posiciones
norteamericanas en Bélgica, el 11 de noviembre de 1918. Ése fue el último
día de la Gran Guerra y el oficial Brumm fue uno de los últimos alemanes
muertos en acción durante las hostilidades.
Cada mes de agosto, Elisabeth von Brumm llevaba a su hijo a la
residencia familiar de Bad Harzburg, una pequeña población rural de Veinte
mil habitantes en las inhóspitas montañas de Harz. El muchacho apenas había
llegado a conocer a su padre y, como consecuencia de ello, el abuelo materno,
Walther Halter, se convirtió para el pequeño en el sustituto del ausente.
A los seis años, Günter fue inscrito en una prestigiosa escuela berlinesa
para hijos de oficiales. Desde el primer momento, demostró tener una gran
inteligencia y una férrea perseverancia. A los siete años, sus maestros le
pasaron a un curso de estudios acelerados. Después de la muerte de su padre,
la madre le llevó de nuevo a Bad Harzburg y el chiquillo continuó su
educación en la escuela local, donde volvió a mostrarse en seguida como un
estudiante muy prometedor.
El abuelo de Günter, un boticario que preparaba remedios a base de
ingredientes naturales, pero que carecía de educación formal, pasaba muchas
horas con el muchacho y solía llevarle consigo en sus numerosas salidas a las
tierras vírgenes del Harz, donde le enseñó a sobrevivir en plena naturaleza
acampando bajo las estrellas, incluso en los meses invernales. Bajo la guía de
su abuelo, el muchacho se convirtió en un consumado cazador y en un gran
conocedor del bosque, habilidades que sus maestros juzgaban difíciles de
conjugar con su capacidad intelectual para dominar prácticamente todos los
temas que estudiaba. El abuelo, que había residido toda su vida en el Harz,
enseñó al muchacho los misterios de la zona: chozas y cavernas poco
conocidas, ruinas teutónicas, y profundos y angostos cañones donde pacían
las piaras de jabalíes. A los once años, Günter ingresó en la Realschule local
para ultimar su preparación para la universidad. Una vez más, su rendimiento

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fue excelente, su comprensión de la química y de las matemáticas pronto
amenazó con dejar atrás los conocimientos del profesorado.
El abuelo recomendó a Günter que siguiera la carrera de medicina pero,
cuando el muchacho no contaba más de quince años, ya había tomado una
decisión sobre lo que iba a hacer en el futuro: seguiría los pasos del padre que
apenas había conocido y cursaría la carrera militar. El abuelo apenas se
disgustó ante tal decisión, pues el muchacho destacaría sin duda en cualquier
profesión que emprendiera. Con su expediente académico, Günter no tuvo
problemas para encontrar plaza en una academia de formación militar. Vivía
en plena Alemania de posguerra y, según el tratado de Versalles, el ejército
alemán estaba limitado a una fuerza máxima de cien mil hombres. La
economía se tambaleaba, el índice de desempleo era elevado y, debido a ello,
el número de hombres que buscaba empleo en el estamento militar era
excepcionalmente elevado. El muchacho ingresó, pues, en la escuela de
formación militar de Stuttgart, la misma academia de la que salió graduado
Erwin Rommel.
A los veinte años, Brumm recibió el despacho de teniente de infantería y
eliminó el «von» de su apellido, pues no le gustaban las connotaciones
elitistas que implicaba. Fue el número uno de su promoción y destacó tanto
por su labor en las aulas como por su fría y perfecta toma de decisiones bajo
las condiciones más difíciles en el campo de maniobras. Pese a su demostrada
competencia, su ascenso en el escalafón militar no fue en absoluto
espectacular. Alcanzó el grado de Hauptmann en 1935 y estuvo al mando de
una compañía que patrullaba la frontera germano-checa en los montes Ore, al
sur de Dresde.
En Alemania empezaban a soplar nuevos vientos políticos y estaba
surgiendo un nuevo liderazgo que pretendía sacar al país de la depresión. En
1932, von Hindenburg fue reelegido presidente y, un año después, nombró
canciller al líder del Partido Nacionalsocialista, un austríaco llamado Adolf
Hitler. El nuevo primer ministro se apresuró a formalizar la retirada de
Alemania de la Sociedad de Naciones. Fuera lo que fuese aquel extraño
Austriaco el joven consideró que era un tipo valiente. Mientras que sus
colegas oficiales expresaban unas opiniones extremas acerca de Hitler,
considerándole excepcionalmente beneficioso o perjudicial para el país,
Brumm no manifestó públicamente la opinión que le merecía y prefirió ver
primero al hombre en acción. En 1934, Hitler hizo obligatorio el servicio
militar para todos los varones alemanes, Brumm se mostró de acuerdo con la
orden, porque consideraba que la ausencia de una formación militar adecuada

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debilitaba a la juventud alemana, y porque la mayoría de las unidades del
ejército estaban faltas de hombres. La nueva ley venía a asegurar que las
futuras unidades dispondrían de toda la fuerza necesaria. En 1936, la
compañía de Brumm formaba parte de los tres batallones enviados por Hitler
a Renania, donde cavaron trincheras y se instalaron para esperar la posible
respuesta francesa. A poca distancia de ellos, los franceses tenían cien
divisiones que podrían haber enviado contra la reducida fuerza germana pero,
como Hitler había calculado, sólo hubo palabras y no se emprendió acción
alguna. Convencido de que la crisis había pasado y de que Renania volvía a
estar a salvo en manos alemanas, Hitler envió a la zona a miles de obreros e
ingenieros para fortificarla, levantando lo que denominaría Muro Occidental.
Desde 1936 hasta finales de 1938, Brumm estuvo destinado en Berlín, en la
Oficina de Planes y Operaciones del OKH (Oberkommando des Heeres, o
Alto Mando del Ejército). Una vez más, su capacidad de análisis y su gran
inteligencia impresionaron a sus superiores, pero no se produjeron nuevos
ascensos. En marzo de 1939, era comandante en funciones de un batallón,
durante la ocupación de Checoslovaquia. En noviembre del mismo año,
solicitó un puesto en el recién creado programa de formación paracaidista, la
solicitud fue aceptada y su pericia durante el aprendizaje fue debidamente
anotada por sus jefes.
En junio de 1940, Brumm se encontraba al mando de una compañía de
paracaidistas y condujo a sus hombres en los primeros saltos de combate
sobre Francia. Ciento cuarenta y tres divisiones germanas se desplegaron a lo
largo de un frente de 650 km cuando Hitler, tras haber ocupado ya Bélgica y
los Países Bajos, lanzó sus ejércitos sobre Francia, atravesando el Homme. La
unidad de Brumm fue la primera en alcanzar París, el 13 de junio, con todo un
día de antelación al momento en que el grueso de las tropas alemanas entró en
la ciudad. A finales de aquel mes, la compañía de Brumm fue retirada del
frente y regresó a Alemania para realizar nuevos cursos de instrucción.
Durante ese período, Brumm solicitó y obtuvo un mes de permiso. Parte de
ese tiempo lo pasó con su madre y su abuelo, el resto, permaneció en Berlín
con una joven a la que había conocido durante su permanencia en la Oficina
de Planes y Operaciones.
Las Navidades de 1940 trajeron a Brumm un nuevo destino militar, se
trataba del mando de una compañía especial de reconocimiento en la 258
División de infantería. A finales de junio de 1941, contempló con asombro y
temor cómo casi un millón de soldados alemanes cruzaban en masa la
frontera rusa en el inicio de la operación Barbarroja. Hitler estaba seguro de

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vencer donde Napoleón había sido derrotado. Brumm no estaba tan
convencido. Rusia era enorme y sus gentes primitivas. Quizá no estuvieran
bien armados, pero su ferocidad era legendaria y había algo todavía peor: ante
ellos aguardaba el mortal e inmisericorde invierno ruso. En opinión de
Brumm, la invasión se iniciaba dos meses tarde, a menos que tuvieran mucha
suerte, hacia el mes de noviembre se verían en graves problemas. Con su
conocida agudeza y capacidad de planificación, advirtió que no se disponía de
indumentaria invernal para los soldados. Se trataba de un fallo fundamental y
se sintió obligado a decir algo al respecto. Durante una sesión de planificación
previa a la invasión, Brumm planteó el tema, pero sólo consiguió que sus
superiores le dirigieran unas miradas glaciales, el Führer había dicho que
podía hacerse y todavía no se había equivocado en ninguna de las ordenes
anteriores. Solo un oficial de las SS, un Oberleutnant, prestó atención al
análisis de la situación, completo y desapasionado, que Brumm formuló en la
reunión. Este oficial, un vienés llamado Otto Skorzeny, llevó aparte a Brumm
después de la sesión y durante más de dos horas le interrogó sobre sus
opiniones acerca del plan de invasión. Skorzeny pasó la mayor parte de ese
tiempo escuchando a Brumm, cosa bastante inusual, pues, en las contadas
ocasiones en que Brumm había coincidido con él, Skorzeny siempre había
echo notar su presencia gracias a su vozarrón. Después de repasar varios
aspectos concretos, Skorzeny dijo a Brumm que, en su opinión, el capitán
había planteado cuestiones válidas, finalmente, afirmó estar impresionado por
la capacidad de organización y la claridad de análisis del capitán. Brumm
consideró una impertinencia los comentarios del SS, pero se sintió satisfecho
al saber que alguien le había escuchado, aunque sólo fuese un austríaco
fanfarrón.
Durante las primeras semanas después del inicio de la operación
Barbarroja, Brumm empezó a preguntarse si se habría equivocado en su
valoración. Los rusos, que habían estado proclamando a todo el mundo,
durante meses, la posibilidad de una invasión, parecían completamente
sorprendidos por el ataque. Las divisiones de combate alemanas se internaron
rápidamente en territorio soviético, a menudo dejando rezagada a la
intendencia y viéndose obligadas a detener su avance hasta que las líneas de
aprovisionamiento pudieran alcanzarlas. La unidad de Brumm formaba parte
del Grupo Central de Ejércitos, al que se había asignado la responsabilidad de
tomar Moscú. Tal como había estado entre las primeras tropas alemanas que
entraron en Praga y en París, existían ahora bastantes posibilidades de que la

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unidad de reconocimiento de Brumm fuera una de las primeras en pisar
Moscú. Sería un éxito por partida triple, se felicitó a sí mismo.
Sin embargo, finalmente resultó que había tenido razón en sus cálculos, a
primeros de octubre, la pesadilla empezó a tomar forma. El invierno ruso
llegó antes de lo habitual. Primero fueron las cortinas incesantes de lluvia
helada que golpeaban la piel desnuda y creaban mares de limo y fango en los
que se hundían por igual hombres y máquinas. Era el fenómeno preinvernal
que los rusos llaman rasputita. En octubre, empezó a nevar y la temperatura
bajó a diez bajo cero. El avance alemán se hizo más lento, pero no se detuvo,
y finalmente, gracias a los constantes apremios de sus oficiales, las tropas
germanas consiguieron abrirse paso entre las hordas de indisciplinados
campesinos rusos, armados con fusiles centenarios, sables y palas con los
bordes afilados, hasta llegar frente a Moscú.
El 2 de diciembre de 1941, durante una intensa tormenta de granizo,
Brumm condujo a su unidad hasta el arrabal moscovita de Kimki. La lucha
fue feroz, casa por casa y cuerpo a cuerpo. Las mujeres y niños rusos
lanzaban granadas contra los tanques en las calles y los francotiradores
disparaban sus armas furiosamente desde sus escondrijos. La temperatura era
de treinta grados bajo cero y muchos soldados de infantería estaban perdiendo
los dedos de manos y pies por congelamiento. Brumm concedió un descanso a
sus hombres, que se refugiaron provisionalmente en un almacén abandonado
y encendieron hogueras sobre el suelo lleno de escombros, por primera vez en
varias semanas, podían calentarse un poco.
Al amanecer del 3 de diciembre, Brumm condujo a una reducida patrulla
de voluntarios hacia el centro de Moscú en un intento de evaluar las fuerzas
del enemigo. A la mañana siguiente, retrocedió con su compañía hasta el
grueso de la punta de lanza germana e informó a sus superiores de que Moscú
parecía no estar apenas defendida. Vista la tenacidad con que los soviéticos
habían combatido hasta aquel momento, la situación le resultaba difícil de
entender, y todavía más de aceptar, pero su instinto le decía que algo iba
rotundamente mal. Intentó trasmitir su inquietud a sus superiores, ero éstos se
negaron a escucharle. La explicación que daban al asunto era muy simplista:
eran demasiado pocos los rusos todavía en condiciones de luchar y no
disponían de armamento para hacerlo, Alemania, por fin, había aniquilado
prácticamente a su enemigo histórico. Los altos mandos incitaron a sus
hombres a enorgullecerse de lo que habían conseguido.
Brumm sabía que se equivocaban. La experiencia demostraba que los
rusos, aunque se vieran obligados a combatir con las manos desnudas, eran

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capaces de cargar contra una sólida barrera de armas automáticas con tal de
estrangular a un solo alemán. Resultaba incomprensible que tales defensores
se hubieran evaporado de pronto, sobre todo en la capital del estado soviético,
cuando los cañones del ejército germano tenían ya a su alcance las propias
torres del Kremlin.
El temor de Brumm quedó confirmado el 6 de diciembre de 1941, pues
ese día, los invasores alemanes se vieron sorprendidos por una salvaje
contraofensiva rusa lanzada a lo largo de 300 km de frente mediante cien
nuevas divisiones, frescas y bien pertrechadas. Instalado en Vinnitsa, Ucrania,
desde donde ahora llevaba la dirección de la campaña, Hitler se negó a hacer
caso de los comunicados urgentes de sus comandantes de campo. Después de
leer los informes de éstos, el Führer ordenó sin más que continuaran el avance
hasta Moscú y luego se retiró a sus aposentos privados para estudiar otros
temas que consideraba de mayor importancia para el Reich. Era demasiado
tarde, los rusos habían conseguido la iniciativa y la ventaja. En cuestión de
días, hasta el último soldado alemán cobró plena conciencia de que se había
producido un giro espectacular en la situación.
En febrero de 1942, la pequeña unidad de reconocimiento de Brumm
había sido obligada a retroceder casi 65 kilómetros, durante el trayecto, su
compañía había quedado reducida a treinta y cinco hombres de los cien
iniciales. Los servicios de información calculaban que un 31 por ciento de
toda la fuerza de asalto germana había resultado muerta o herida en el
contraataque soviético. En la zona de Brumm, las 162 divisiones del ejército
habían quedado reducidas a ocho y las dieciséis divisiones de blindados sólo
disponían de 140 carros en condiciones de combatir. Percibiendo el peligro y
habiendo quedado separado del que fue su batallón de infantería, Brumm se
unió a una pequeña dotación de blindados utilizando a sus hombres para
efectuar reconocimientos por delante de los seis tanques Tiger supervivientes
de la unidad. A cambio, los tanquistas transportaron a su grupo cuando el
camino estaba expedito, lo cual sucedía en ocas ocasiones. Pese a la magnitud
de la oleada soviética, la infantería germana, disciplinada y bien entrenada,
defendía el terreno palmo a palmo, Hitler había ordenado combatir hasta el
último hombre y hasta la última bala, y los comandantes no tenían más opción
que cumplir las órdenes explícitas de su Führer.
En marzo, durante las intensas lluvias de primavera, la unidad de
blindados adoptada por Brumm fue definitivamente aniquilada durante un
ataque nocturno de tanques y cohetes soviéticos. El capitán continuó adelante
sólo con sus hombres (de los que ahora quedaban menos de una veintena),

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abriéndose paso hacia el sudoeste, en dirección al río Don y a los ejércitos
meridionales de Hitler, a los cuales se había encomendado la tarea de tomar
Stalingrado y los campos petrolíferos soviéticos del Cáucaso. Viajando de
noche y ocultándose de día, Brumm condujo lentamente a sus hombres por
territorio ruso durante casi seis semanas hasta establecer contacto con el
grueso de unidades alemanas al sur de un río cerca de la frontera ucraniana. A
lo largo del trayecto, el joven comandante de la compañía tomó abundantes y
detalladas notas sobre las unidades soviéticas, sus fuerzas y sus métodos de
combate. Llegó a su destino con nueve supervivientes demacrados y fueron
recibidos por los alemanes con asombro. A lo largo de una semana entera de
interrogatorios y explicaciones ante miembros del servicio de inteligencia, el
joven capitán describió el viaje de su unidad y sus escaramuzas mientras se
replegaba hacia las líneas germanas. Cuando les mostró sus anotaciones, los
expertos de inteligencia quedaron anonadados, pues sabían reconocer un
tesoro cuando lo tenían delante. Brumm poseía un Volumen enorme de
informaciones de excepcional valor y los altos mandos de los servicios de
inteligencia del frente oriental comprendieron que aquel hombre debía volver
a Berlín.
Así fue como Brumm y los supervivientes fueron evacuados a Alemania.
A su llegada, fue sometido de nuevo a un intenso interrogatorio.
Posteriormente, fue destinado de nuevo a la Oficina de Planes y Operaciones.
Su experiencia le había elevado a una nueva categoría: la de residente experto
en táctica y estrategia soviéticas. Se encontró inmerso en todo lo que fuera
ruso, su principal labor consistía en supervisar los interrogatorios de
prisioneros soviéticos especiales, conducidos a Berlín por agentes de
espionaje del frente oriental. Con los prisioneros particularmente difíciles, era
personal de la Gestapo el que aplicaba sus expertos métodos. Era un trabajo
brutal y aborrecible, pero Brumm evocaba el recuerdo de lo que estaba
sucediendo en Ucrania y eso borraba el desagrado que pudiera sentir. Una
vida rusa segada en Berlín podía salvar centenares de vidas alemanas en el
este.
En junio, las victorias germanas en el campo de batalla empezaron a
aumentar de nuevo. Consciente de la necesidad de oficiales experimentados,
Brumm solicitó ser destinado a otra unidad de combate. Por primera vez en su
carrera, la solicitud de traslado le fue denegada, se le hizo saber abiertamente
que era demasiado valioso para desperdiciarlo como carne de cañón y que
podía ser de más utilidad para el Reich en el lugar que ahora ocupaba. Brumm
se sintió traicionado, en una actitud inhabitual en él, empezó a pasar gran

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parte de su tiempo libre bebiendo y participando de las diversiones sociales
que la ciudad le ofrecía.
En otoño, la guerra dio un nuevo giro contra Alemania y a Brumm
continuó sus actividades autodestructivas, haciendo amistad con un grupo de
altos oficiales de las Waffen SS que tenían acceso a una fuente al parecer
inagotable de vinos y champañas franceses, y a legiones de ardientes
muchachas de la Liga de Jóvenes Alemanas. En varias ocasiones acompañó a
sus camaradas a una discreta y resguardada finca próxima a la ciudad donde
estaban encerradas casi trescientas muchachas, gran parte de ellas menores de
dieciocho años. Controlado por el Frente del Trabajo Alemán, el
establecimiento era denominado «recreativo» y funcionaba bajo la protección
de una organización denominada Kraft Durch Freude («La fuerza por la
alegría»). Brumm fue informado de que su admisión en el establecimiento era
un hecho poco frecuente, pues normalmente aquellos lugares estaban
reservados exclusivamente a miembros de las SS, pero sus amigos oficiales,
todos ellos pertenecientes a las SS, dijeron considerarle uno de los suyos y
estar dispuestos a pasar por alto el hecho de que su uniforme no fuese del
color debido.
En abril de 1943, Brumm recibió una visita sorpresa: Otto Skorzeny, el SS
Oberleutnant que tanto se había interesado por sus opiniones acerca de la
operación Barbarroja. Skorzeny, que ahora tenía el mismo rango que Brumm,
apareció una tarde en su despacho, tomó asiento y puso sus pies calzados con
botas altas sobre el escritorio.
Tengo un nuevo trabajo —dijo a Brumm—. Algo que quizá le interese.
El comentario despertó la atención de Brumm, si el trabajo podía sacarle
de Berlín y de aquella existencia insípida, desde luego que le interesaba. No le
importaba mucho de qué se tratara, mientras le permitiera volver a la acción.
Sin embargo, cuando presionó a Skorzeny para que le diera más detalles, el
capitán de las SS sonrió con aire burlón y se excusó.
—Quizá reciba noticias mías en el futuro.
Un mes más tarde, Brumm recibió un telegrama de Skorzeny con el sello
de «SECRETO». Si Brumm estaba interesado, escribía el ya comandante de
las SS, podía hacerse cargo de una tarea que supondría un reto para sus dotes
excepcionales. Skorzeny no aguardó la respuesta. Las órdenes le llegaron a
Brumm al cabo de una semana.
Brumm voló a Munich y desde allí fue conducido a unas instalaciones
militares aisladas en las montañas, donde Skorzeny tenía su despacho. El
fornido austríaco le explicó con orgullo que se le había encomendado una

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misión especial según la disposición VI de la Oficina Central de Seguridad
del Reich. Skorzeny, que había sido repatriado del frente oriental en 1942
debido a una úlcera, se encontraba ahora al mando de una unidad de
comandos especiales, la Friedenthal, y aseguró a Brumm que tenían entre
manos algunas misiones «muy interesantes». Skorzeny necesitaría un
planificador, un director de proyectos operativos a quien pudieran confiarse
ciertos detalles. Brumm aceptó, incluso después de que Skorzeny le explicara
que el nuevo puesto implicaba su paso a las SS, circunstancia que significaría
obligatoriamente una investigación sobre sus antecedentes raciales. Brumm
había oído hablar de aquel tipo de investigaciones, pero no les había prestado
hasta entonces una especial atención, pues las unidades militares de élite
solían tener tradiciones y costumbres bastante extrañas.
Dos equipos de investigadores se pusieron en marcha rápidamente desde
Berlín para estudiar los antecedentes familiares de Brumm, y al cabo de
varios días regresaron con los datos recogidos y elaboraron su informe. No
había rastro de sangre judía o eslava en su genealogía, tanto por línea paterna
como materna, al menos hasta la época de la guerra de los Treinta Años. Los
investigadores también obtuvieron declaraciones juradas de la ausencia de
enfermedades mentales en su familia y de que sus características físicas —
veinte mediciones diferentes, desde su estatura sentado hasta la distancia entre
los ojos—, se encontraban dentro de las requeridas para ingresar en aquel
cuerpo de élite.
A su debido tiempo, el apellido de Brumm fue incluido oficialmente en la
nómina de la SS. —Das Sippenbuch— y el joven capitán efectuó el juramento
de fidelidad que pronunciaban todos los nuevos oficiales al ingresar en la
Orden Negra de Hitler. Para Brumm, aquello era una pequeña concesión a
cambio de ser rescatado de las tareas burocráticas, y tampoco sería un
inconveniente para sus posibilidades de ascenso.

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5 de mayo de 1945, 15:00
Ezdovo entró en el edificio destinado a centro de detención, pasado el
mediodía, y subió a los aposentos reservados del grupo.
—Tienen los fiambres —informó a Petrov, que estaba ocupado en la
lectura de una declaración obtenida tras un interrogatorio—. Ayer
encontraron los cadáveres requemados de un hombre y una mujer enterrados
en los jardines e la Cancillería.
Al parecer, los descubridores no observaron nada interesante en ellos,
pues los envolvieron en unas mantas y los enterraron de nuevo. Sin embargo,
esta mañana volvieron con un camión, exhumaron otra vez los cuerpos, los
colocaron en unas cajas de madera y los condujeron a la unidad SMERSH del
Tercer Ejército de Choque, instalado en Buch, en las afueras de la ciudad.
—¿Los has visto?
—No. Sólo pude ver el camión cuando se los llevaba.
—¿Cuál es la fuente de información?
—Una teniente agregada a una unidad SMERSH del Quinto Ejército de
Choque. —Los demás miembros del grupo sonrieron mientras Ezdovo
explicaba la situación a su manera, como siempre, aparecía involucrada una
mujer—. Sospecho que hay un componente de celos territoriales. Esa teniente
afirma que, si bien a seguridad en la zona de la Cancillería es competencia del
Quinto Ejército, las investigaciones sobre Hitler corresponden al Tercero. La
mujer estaba disgustada, de modo que compartí con ella un poco de nuestro
vodka y la consolé. Ella me explicó todos los detalles. Ahora, se siente mucho
mejor.
Ezdovo era un hombre bajo y de constitución robusta, como un pequeño
oso negro del Himalaya, con sus poderosos hombros, su cuello recio y sus
brazos musculosos. Tenía una cabeza pequeña, desproporcionada, y su
cabello negro y ensortijado empezaba a clarear en la coronilla. Su tez era
oscura y tenía la cara salpicada de marcas, como consecuencia de la viruela
sufrida en a infancia. Era un hombre feo para los criterios normales, pero las
mujeres se sentían atraídas por él a pesar de todo, con gran envidia y
desconcierto de sus camaradas. Su éxito entre las mujeres era un misterio que
provocaba frecuentes comentarios entre los demás miembros del grupo.

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—¿Has compartido algo más que el vodka con la pobre teniente? —le
preguntó Bailov con una sonrisa.
Petrov cortó enseguida las bromas.
—¿Qué más has averiguado? —inquirió.
—Junto a los cuerpos encontraron los restos de dos perros, y también un
lanzagranadas antitanque.
Petrov se incorporó de inmediato y empezó a ponerse el abrigo.
—Preparad un vehículo.
—¿Para todos nosotros? —preguntó Bailov mientras asía el teléfono.
Petrov asintió con un gruñido.
—¿Piensas que podría ser Hitler? —inquirió Ezdovo, expectante.
—Miremos, pensemos y decidamos —respondió Petrov, mientras abría la
marcha hacia el ascensor.
Tardaron dos horas en llegar al cuartel general del Tercer ejército de
Choque. Cuando entraron en el recinto, Petrov se dirigió directamente al
despacho del comandante, dejando atrás una corte de burócratas protestando.
Apenas un par de minutos después volvió a aparecer, seguido por un general
corpulento y calvo que llevaba torcidas sus gafas de montura metálica
avanzaba a saltos, intentando ponerse una bota sin alejarse del jefe del Grupo
de Operaciones Especiales. Inmediatamente después de penetrar en la sala de
tareas administrativas, el general exigió a gritos la presencia de su chófer. Al
grupo de Petrov aún le complacía observar el efecto extraordinario que su jefe
producía en otras personas.
Petrov acompañó al general en el coche de éste, mientras los demás
subían al vehículo que les había llevado hasta allí. Recorrieron casi un
kilómetro hasta una serie de desvencijados edificios de estructura de madera,
comunicados unos con otros, que servían de improvisado hospital de
campaña.
Cuando llegaron, el general había terminado de vestirse, pero seguía sin
controlar sus emociones. Al entrar en el hospital, lanzó un grito para que le
prestaran atención y la consiguió. Entonces preguntó por el coronel médico
Shkaravaski, jefe de medicina forense del Primer Frente de Bielorrusia. Nadie
parecía saber dónde estaba el hombre, pero el grupo fue conducido
rápidamente a una casucha de madera separada del resto del complejo. No
encontraron ningún centinela apostado en la puerta y Petrov señaló
rápidamente tal ausencia al general, quien palideció primero, enrojeció
después y, por último, se golpeó los obesos muslos con la palma de las
manos, como un ave rolliza que batiera las alas en una danza nupcial.

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Dentro de la casucha había once cadáveres colocados hombro con hombro
sobre unas planchas de madera sin pulir. Un enclenque ayudante sanitario
estaba sentado en un cajón de madera, en un rincón de la estancia,
limpiándose las uñas con una navaja. El hombre observó al grupo que
acababa de entrar, pero no les dirigió la palabra ni mostró una especial
inquietud ante su presencia. Fuera, había empezado a llover, los grandes
goterones resonaban con estruendo en el techo y corrían por canales de
desagüe. El auxiliar sanitario dejó de hurgarse las uñas para contemplar la
intensa cortina de agua que estaba cayendo. El general ordenó al hombre que
se cuadrara. —¿Tiene usted a su cargo este lugar?— le preguntó. —Soy el
único presente —murmuró el auxiliar. —Entonces, es el responsable de que
no se hayan apostado centinelas a la puerta. —Sólo soy un ayudante sanitario,
camarada general— insistió el hombre con una débil sonrisa.
—Es usted un miembro del Tercer Ejercito de Coche y acaba de
demostrar negligencia en el cumplimiento de sus deberes militares.
—¡Pero si he llegado aquí justo antes que usted, señor!
El tío sudaba profusamente, mientras balanceaba el cuerpo a un lado y
otro con gesto nervioso.
—¡Ya conoce el castigo! —chilló el general.
—Pero si acabo de llegar. —Protestó el hombre con un gemido—. Me han
ordenado que me presentara en el depósito de cadáveres y he acudido
inmediatamente. ¡No puede fusilar a un auxiliar sanitario por cumplir las
órdenes que ha recibido!
El general desabrochó la funda de su arma, sacó ésta, la sostuvo con el
cañón apuntando al techo como una especie de estandarte e hizo salir al
auxiliar sanitario por la puerta trasera a empellones. El hombrecillo perdió el
equilibrio, cayó de espaldas y resbaló hacia atrás sobre los escasos brotes
verdes de y hierba entre el fango.
Sin hacer caso del alboroto, Petrov y Gnedin empezaron a inspeccionar
los cadáveres. Los otros tres miembros del grupo observaron por una ventana
cómo el general seguía empujando al ayudante sanitario hacia un gran roble
próximo al edificio. El hombrecillo cayó dos veces más, pero el general le
hizo incorporarse en ambas ocasiones a puntapiés. Cuando llegaron ante el
árbol, el general abrió el tambor de su revólver, lo cerró, aplicó la boca del
cañón contra la cabeza del desgraciado y disparó. Apareció una pequeña
humareda y el auxiliar sanitario cayó al suelo de costado. Sus piernas se
agitaron dos veces antes de quedar definitivamente inmóviles. El ruido del
disparo bajo la lluvia no resultó más audible que una carabina de aire

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comprimido para niños. Ezdovo se echó a reír en silencio. —Los soldados
muertos no repiten sus errores— murmuró. —La mierda rueda ladera abajo—
añadió Rivitsky.
—Cuando el elefante corre, es la hierba la que sufre —dijo Ezdovo en
tono irónico.
—Está bien, hagamos de centinelas hasta que el camarada general pueda
reunir a sus subordinados —indicó Rivitsky—. Nos encargaremos de proteger
el depósito de cadáveres, Petrov. ¿Quieres quedarte a solas aquí dentro?
—Gnedin permanecerá conmigo. Un tal doctor Chenko iba a ser enviado
aquí desde Moscú. Traedlo a mi presencia cuando llegue, pero procurad que
nuestro encuentro parezca puramente casual.
Petrov no quería que los responsables médicos soviéticos supieran que
Stalin había colocado entre ellos a un observador de su confianza.
Rivitsky, Bailov y Ezdovo salieron de la estancia y tomaron posiciones en
torno al edificio.
—¿Alguna observación? —preguntó Petrov al joven cirujano componente
de su grupo.
Gnedin carraspeó antes de responder.
—A ése ya lo vimos en el búnker —dijo por fin, señalando al cadáver del
general Hans Krebs, jefe del Estado Mayor.
Ese otro es Goebbels. Observa que intentaron quemar su cuerpo, pero esos
rasgos son inconfundibles, y aquí está la prótesis metálica de su pie deforme.
Probablemente, la mujer es su esposa o una de sus prostitutas, el tío tenía
propensión hacía tales mujeres y su esposa la potenciaba. Supongo que los
niños que encontramos eran sus hijos, tenía seis y las edades corresponden.
Petrov tocó uno de los cuerpos con un dedo y apretó los labios.
—¿Podrían ser éstos los cadáveres trasladados aquí esta mañana?
—En efecto, están quemados y pertenecen a un hombre y una mujer. Es
posible que lo sean.
Rivitsky entró en ese instante y señaló a través de la ventana hacia un
pelotón de soldados de infantería que avanzaba a paso ligero formando una
barrera doble de protección. Los soldados ocuparon posiciones separados por
una distancia de apenas dos metros, de espaldas al depósito de cadáveres con
las armas preparadas, las bayonetas caladas y en posición de prevenidos. Se
acercan unos médicos. Chenko viene con ellos —informó Rivitsky a Petrov.
—Hacedles pasar.
Chenko lucía un uniforme del ejército rojo sin las insignias
correspondientes a su rango y sin condecoración alguna. Sus botas negras

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estaban sucias de barro. Era un hombre de constitución corpulenta, piernas
fuertes y arqueadas, y brazos largos y delgados. Su nariz era ancha y estaba
hinchada, con unas venillas azules en la punta que le recorrían las amplias
ventanas nasales hasta las mejillas arrugadas y correosas.
—Chenko —se limitó a decir Petrov como saludo.
—Camarada Petrov —respondió el recién llegado—. Cuando nuestro
común amigo me pidió que atendiera a sus necesidades, jamás imaginé que
sería tan pronto. Le traigo saludos de Moscú.
—Hoy hemos sabido que el servicio de contraespionaje del Tercer
Ejército de Choque ha desenterrado dos cadáveres quemados, pertenecientes a
un hombre y una mujer. Los descubridores sospechan que se trata de los
cuerpos de Hitler y de su concubina. Es fundamental que los examinemos
antes de que se lleve a cabo la autopsia.
—Como guste, camarada, pero debe tener muy en cuenta que cuanto está
sucediendo aquí resulta políticamente delicado. El mariscal Zukov sigue muy
de cerca estos acontecimientos. Está sometido a considerables presiones para
que identifique a Hitler, y los científicos que he dejado ahí fuera, bajo la
lluvia, están ya favorablemente dispuestos hacia la limpieza y el orden,
¿comprende a qué me refiero?
—A mí me importa un comino la política, Chenko. Yo busco la verdad.
—Sí, le comprendo. Pero también debe saber que la verdad es siempre
relativa, adecuada a las necesidades de quien la posee.
Petrov miró fijamente a Chenko.
—La verdad es la Verdad, camarada. Lo que uno haga con ella es otra
cosa. La verdad proporciona todo el abanico de opciones para actuar en un
sentido o en otro, y lo que yo intento es disponer de todo ese abanico. ¿Son
éstos los cuerpos encontrados esta mañana?
Chenko movió la cabeza en señal de negativa.
—Están abajo —indicó.
Los cuatro hombres bajaron por la escalera. En el sótano, de techo muy
alto, se habían instalado unas mesas para exámenes forenses con el
instrumental preciso y unas lámparas de arco a los lados de las mesas, como
observadores. Sobre cada mesa encontraron un cadáver descompuesto y casi
completamente quemado.
—Mal asunto murmuró Rivitsky.
Gnedin conectó las lámparas y se situó entre las dos mesas.
—Aquí tenemos al hombre, y ésa es la mujer. Esta vez, la identificación
no es fácil, se hallan en bastante mal estado.

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—¿Qué puedes decirme? Preguntó Petrov.
Encontró una caja en un rincón de la estancia, la colocó vertical y se sentó
sobre ella, más interesado en escuchar que en ver los cuerpos.
—El hombre ha recibido un disparo. Se aprecia por el fragmento de
cráneo que le falta aquí. No sé qué decir e la mujer, aunque también parece
presentar grandes traumatismos. El patólogo deberá comprobar si sus lesiones
principales se han producido antes o después de la muerte. Si la carne no
estuviera quemada, el grado de lividez de la piel podría habernos indicado lo
que queremos saber, pero en estas condiciones su labor será más una cuestión
artística que científica.
—¿Cómo se podrá conseguir una identificación? —preguntó Rivitsky
mientras contemplaba los cadáveres—. No ha quedado gran cosa de esos
cuerpos.
—Mediante las fichas dentales respondió Gnedin al tiempo que extendía
la mano, introducía el meñique de su mano izquierda en la boca del cadáver
del varón y la abría para dejar al descubierto los restos ennegrecidos de la
lengua y la dentadura chamuscada. —Como puede verse, los dientes están
negros, pero siguen en su sitio. Los historiales clínicos también nos
proporcionarán algunas pistas, hay varias posibilidades.
—Aun así, no hay gran cosa para empezar —dijo Rivitsky.
—Es cierto. Aquí habrá tantas suposiciones como hechos comprobables.
—Los forenses siempre trabajan con suposiciones —intervino Chenko.
—¿Quieres presenciar las autopsias? —preguntó Petrov a Gnedin.
—No creo que sea necesario. Lo único que me interesa son los informes
—respondió Gnedin.
—¿No prefieres quedarte a observar?
—No. Es conveniente que no me deje marear por las opiniones y
comentarios que se hagan durante las autopsias. Si el camarada Chenko lo
desea, puede hacer de observador por nosotros. —Gnedin se volvió hacia el
aludido para apreciar su reacción—. Se trata de una cuestión de psicología de
grupo, conforme avanza la autopsia, uno descubre muy pronto que está
pensando como el resto del grupo.
—¿Cuánto llevará el examen? —preguntó Petrov a Chenko.
—Calculo que varias horas. Por la mañana deberíamos tener un informe
preliminar. Haré que se lo envíen.
—Tráigalo usted en persona —respondió Petrov—. Ezdovo se quedará
aquí y le acompañará mañana a nuestra sede.

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Cuando volvieron a la planta baja, el general estaba aguardándoles junto a
cinco oficiales médicos y diversos técnicos. Todos ellos estaban acurrucados
al otro lado de la puerta, al aire libre, tratando de resguardarse de la lluvia.
—¿Está todo en orden? —preguntó con ansiedad el general cuando se
acercaron.
Petrov se detuvo delante del general y contempló a éste.
—Cuando haya finalizado la autopsia, el doctor Chenko se encargará de
traerme un ejemplar del informe preliminar. Uno de mis hombres
permanecerá aquí para darle escolta.
Ezdovo se tocó la punta del gorro militar y sonrió. Petrov se volvió hacia
Chenko.
—El informe tiene que ser puro.
Chenko y el general asintieron al unísono. El grupo de médicos, con el
general al frente, aguardó a que Petrov y sus hombres se perdieran de vista
antes de penetrar en la casucha que servía de depósito de cadáveres.
En el exterior, Ezdovo y Chenko permanecieron bajo el alero. El siberiano
tendió la mano al médico y éste la estrechó.
—Estaré aquí, doctor. Ocúpese de que hagan un buen trabajo.
Chenko asintió y volvió al interior con los demás. Un escalofrío recorrió a
Ezdovo. El siberiano había visto a varias enfermeras en el improvisado
hospital y, de pronto, sintió la necesidad de una mujer robusta, con una
abundante mata de pelo en las axilas. Como en casa, En algún lugar del
complejo hospitalario tenía que haber al menos una que quisiera calentarse.
Se subió el cuello de la guerrera y se alejó de la morgue al trote.
Dentro del depósito de cadáveres, uno de los doctores detuvo a Chenko y
le llevó aparte del grupo.
—¿Quién era ese hombre?
Chenko frunció el ceño y se acercó al oído del doctor.
—Camarada —susurró—, estoy seguro de que no querrá usted saberlo.

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13 de mayo de 1945, 23:30
Petrov y sus hombres creían saber ya lo que había sucedido en el búnker
durante las últimas horas del asalto soviético. Naturalmente, había algunas
diferencias poco significativas en los relatos expuestos por los diversos
supervivientes, pero tales discrepancias no eran importantes. Al menos, no lo
eran de momento. Ya era tarde, casi medianoche, cuando Petrov convocó al
grupo para una reunión.
Los cinco hombres se distribuyeron en su sala de trabajo con Petrov en el
centro, como un profesor delante de sus alumnos. Los arreglos para aquellas
conferencias de trabajo eran siempre los mismos. Rivitsky se había procurado
varios chuscos de áspero pan negro recién cocidos. Gnedin aportó un bote de
mermelada de naranja y una colección completa de fotos de autopsias en
blanco y negro, que habían sido ampliadas y clavadas con tachuelas a las
paredes de corcho. Ezdovo trajo varias botellas de cerveza alemana aguada,
mientras que Bailov se presentó con una botella entera de vodka para cada
uno, junto con un tarro amarillo lleno de pepinillos encurtidos y sazonados
con eneldo. Esto último era un regalo de una anciana judía que le había dado
un beso y le había agradecido que la liberaran de los nazis. La mujer había
permanecido oculta en el desván de unos amigos desde 1941.
Los hombres de Petrov aguardaban expectantes el inicio de la reunión.
Habían trabajado duramente para juntar todas las piezas del rompecabezas y
llegaba el momento de intentar encajarlas. Con el tiempo, aquellas sesiones
habían adoptado cierto ritual. Hasta ese instante, habían llevado a cabo el
trabajo burocrático y se habían encargado de recopilar una verdadera montaña
de pequeños detalles. Ahora, Petrov pondría en acción su magia y, como un
director de orquesta, haría que todos los instrumentos sonaran bajo su batuta.
Bailov abrió una botella de vodka y sirvió un vaso a cada uno.
—Brindemos —dijo Petrov levantando el suyo.
—Por los caídos —respondieron todos.
Tomaron un trago y lo acompañaron de pedazos de pepinillo y pan negro.
Petrov chasqueó los labios y dejó el vaso en el escritorio.
Se puso en pie, juntó las manos a la espalda, levantó la barbilla y empezó
a hablar.

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—Hemos avanzado mucho, camaradas. Hemos interrogado a Baur,
Günsche, Haase, Linge, Voss, Mohnke, Rattenhuber, Weidling, Echold y a
numerosos centinelas del destacamento encargado del búnker. También
tenemos la transcripción del interrogatorio de Kunz y el testimonio de Haase
ha sido corroborado por Schenck, que le vio con Hitler. Esta tarde ha sido
interrogado el Centinela Mengershausen, quien afirma haber visto la pira
funeraria en el jardín. El Centinela Karnau dice que también presenció la
escena, aunque desde otra posición. Tenemos también las impresiones de
Mosch y Hentschel, que fueron los últimos en salir, y las de Hoegl, cuya salud
no le ha permitido contarnos gran cosa más.
Petrov se detuvo para observar a sus hombres, a menudo, estudiaba sus
posturas para valorar cómo se desarrollaba una reunión. Luego continuó:
—Siguen desaparecidos Bormann, Burdorf, Naumann y Beetz, el piloto.
También siguen huidas las mujeres: Krüger, Junge, Christian y Manzialy,
dado el estado de ánimo de nuestros soldados, creo que no tendremos muchas
oportunidades de encontrarlas con vida. El doctor Stumpfegger, que iba en el
grupo de Bormann, sigue sin aparecer igual que Kempka, el chófer de Hitler,
Axmann, con su único brazo, Schagermann, Horbeck y otras figuras menos
importantes. Todavía nos queda trabajo por hacer, pero estamos progresando.
Los hombres sonrieron.
—Hewel se suicidó en la cervecería y hemos encontrado el cuerpo —
añadió Petrov—. ¿Cuáles son los otros testimonios clave?
—Las mujeres —apuntó rápidamente Ezdovo. Los demás se echaron a
reír y el siberiano añadió, en tono defensivo—: Estaban presentes en los
momentos finales.
—Estoy de acuerdo —asintió Petrov.
Satisfecho por el apoyo del jefe, Ezdovo sonrió afectadamente a sus
camaradas.
—Günsche y Linge —apuntó Rivitsky.
—Exacto.
—Rattenhuber. Según todos los testimonios, es un tipo frío, un
profesional de pies a cabeza —intervino Gnedin.
—Estoy de acuerdo —asintió de nuevo Petrov.
—Y Hoegl, si podemos hacerle hablar, era el número dos de Rattenhuber.
—En efecto. Cuando Hitler efectuó la despedida definitiva, estaban
presentes Bormann, Goebbels, Krebs, Burgdorf, Hewel, Voss, Rattenhuber,
Hoegl, Linge, Günsche, Christian, junge, Krüger y la cocinera, Manzialy.
Ignoramos si Haase estaba allí o no, en cualquier caso, ahora se encuentra en

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Moscú y, por tanto, tendremos que esperar para hacerle esa pregunta. ¿Nos
hemos olvidado de alguien?
Bailov sirvió más vodka y Ezdovo abrió una botella de la cerveza aguada.
—Así pues, son catorce personas, quince si contamos a Haase, además de
Hitler y Eva Braun. De todas ellas, cuatro han muerto, cinco siguen
desaparecidas y las otras seis están en nuestro poder. Considero claves a
Rattenhuber, Günsche y Linge, y los tres están en nuestras manos. Teniéndolo
todo en cuenta, no es mala cosecha para un período de trabajo tan breve. De
los todavía desaparecidos, Bormann debería ser nuestro objetivo número uno.
Linge y Baur consideran que Bormann ha muerto, pero no tenemos el
cadáver. Mengershausen jura que no le mataron.
—Bormann estaba con su grupo y algunos blindados en el puente de
Wiedendammer —intervino Bailov—. Uno de los tanques recibió un impacto
y estalló. Probablemente, nuestro hombre está muerto.
—Quizá sí —dijo Petrov, cauteloso—, pero todos sabemos cómo son las
cosas en mitad de un combate. Incluso lo que uno da por seguro suele resultar
falso.
—El efecto espejismo —apuntó Gnedin.
—Como el harén de Ezdovo —dijo Rivitsky con voz burlona.
—Resumiendo los testimonios fiables de que disponemos, he aquí cómo
fueron las cosas —continuó Petrov, exhalando profundamente antes de iniciar
la exposición—. Antes del almuerzo, Hitler informó a Günsche de su
intención de suicidarse. A continuación, comió con Junge, Christian y la
cocinera, Manzialy. Simultáneamente, Günsche llamaba por teléfono a
Kempka para ordenarle que recogiera gasolina. Kempka quiso saber por qué y
dijo a Günsche que las últimas reservas de combustible estaban bajo el fuego
de nuestra artillería. Günsche le indicó que extrajera el necesario de los
depósitos de los vehículos inutilizados y de los guardados en el garaje, y que
llevara la gasolina al jardín. Hitler y las mujeres terminaron de comer hacia
las dos y media. Después, él tuvo una breve conversación con Linge, a quien
informó de sus planes y pidió que se ocupara de la cremación de los cuerpos,
asegurándose de hacer el trabajo de tal modo que éstos quedaran
absolutamente Irreconocibles. También ordenó a Linge que quemara todas
sus pertenencias personales, con excepción del retrato de Federico el Grande,
que entregó al piloto, Baur, con el encargo de que lo sacara de la ciudad
durante la huida…
—… Y que ahora adorna nuestras paredes —le interrumpió Rivitsky.

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El retrato había sido devuelto a su marco, que Baur había abandonado en
el búnker. Para ocultar el cuadro, lo había enrollado en torno a un bastón,
atándolo con una cuerda. Después, había embadurnado con barro la parte
exterior pero tras caer herido durante el intento de fuga, los rusos habían
descubierto rápidamente el retrato y lo habían enviado a Petrov.
—Un cuadro Horrendo —añadió Rivitdky—. Federico parece un
afeminado.
—Los alemanes nunca cambiarán —añadió Ezdovo—. Son capaces de
envenenar a seis niños, y luego arriesgan el cuello por un retal de tela pintada.
¿Quién entiende la lógica alemana?
Era costumbre de Petrov dejar que sus hombres hicieran pequeños apartes
pues, a menudo, aquellos comentarios espontáneos conducían a observaciones
interesantes. Sin embargo, ahora les llamó al orden y continuó:
—Aproximadamente cuarenta y cinco minutos después del almuerzo, los
presentes en el búnker fueron convocados a la sala de reuniones anexa a los
aposentos de Hitler. Éste llevaba una chaqueta gris y unos pantalones negros.
Eva Braun estaba con él, vestida con un traje negro, zapatos marrones y un
reloj de platino con diamantes. La pareja estrecho las manos de todos los
colaboradores. Hitler hablo poco, o quizá nada.
—¿Cosa extraña? —inquirió Gnedin—. Posiblemente —asintió Petrov—.
Bien captado, pero ya volveremos a ello mas adelante. Las despedidas no
llevaron mas de cinco minutos, probablemente menos. Luego Linge abrió la
puerta de la habitación privada. Hitler estrecho la mano de su asistente y le
dijo que acompañara a los demás en el intento de huida. La puerta se cerró.
Günsche fue a relevar a los centinelas que estaban de puesto en la planta
superior del búnker y regresó rápidamente para reanudar la espera. Linge
también subió.
—Un punto a considerar —interrumpió Bailov—. Si Günsche relevó a sus
hombres, ¿quiénes ocuparon los puestos y cuáles eran éstos?
—Bien pensado —dijo Petrov, con un asomo de excitación en la voz—.
Toma nota de esto —indicó a Gnedin, que actuaba de secretario del grupo y
apuntaba las ideas que iban surgiendo—. La puerta se cierra. De pronto, la
mujer de Goebbels cruza apresuradamente la sala y penetra en los aposentos
de Hitler. El está en la antecámara y la mujer le ruega que huya. Günsche, que
ya ha regresado, entra tras ella. Hitler se Vuelve hacia Günsche y le dice, «No
quiero verla». Günsche lleva a afuera a la mujer. La puerta de acero se cierra.
Transcurre un plazo de tiempo. Los que aguardan en el pasillo oyen un
disparo dentro de la habitación. Son aproximadamente las tres y media.

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Siguen esperando. Minutos después, entran en la estancia. Ahora son
alrededor de las tres y cuarenta.
—Esperaron diez minutos después del disparo —dijo Rivitsky—. Según
Günsche, recibieron instrucciones específicas de Hitler para que aguardaran
diez minutos tras el disparo, antes de entrar en las habitaciones. ¿Por qué diez
minutos?
—¿Para darles tiempo a morir?
—¿Por qué sólo un disparo? —preguntó Ezdovo.
—Preguntas válidas: anótalas —dijo Petrov, y continuó—: No hay
acuerdo respecto al orden en que entró la gente en la estancia. Parece que el
primero fue Goebbels o Bormann, seguidos por Günsche y, segundos
después, por Axmann, que había llegado al búnker demasiado tarde para la
despedida final. Los cuerpos estaban en el sofá. Hitler estaba ligeramente
inclinado hacia adelante y de su rostro brotaba abundante sangre. La mujer
estaba en el otro extremo del mueble, apoyada contra el brazo de éste. No
tenía rastros de sangre. El brazo derecho de Hitler colgaba fuera del sofá y en
el suelo, junto a la mano derecha, tenía una pistola Walther de calibre 7.65.
En la mesilla cercana había un revólver calibre 6.35. Algunos afirman haber
visto un agujero en la sien derecha de Hitler, del cual caía un reguero de
sangre, pero la mayor parte de ésta salía de su boca, sobre este punto hay
unanimidad. En la mujer no había ninguna marca visible. En la estancia había
un intenso aroma a almendras amargas: cianuro potásico. Günsche dejó la
sala de los cadáveres, encontró a Kempka en el salón de reuniones y le
comunicó que Hitler había muerto. Bormann no dijo nada, pero fue a
informar a los generales Burgdorf y Krebs. Ambos militares estaban
borrachos. Axmann, de las Juventudes Hitlerianas, permaneció a solas con los
cadáveres durante unos segundos. Linge preguntó a Kempka por la gasolina y
el chófer le informó que había ciento setenta litros esperando en bidones en el
jardín de la Cancillería.
En ese instante, llegan Rattenhuber y el doctor Stumpfegger. Linge
envuelve el cuerpo de Hitler con una manta, de modo que sólo quedan
visibles las piernas y los zapatos. Stumpfegger ayuda a Linge a transportar el
cuerpo de Hitler. Bormann lleva a la mujer, pero Kempka le cierra el paso y le
arrebata el cuerpo. En las escaleras de acceso al jardín, Kempka resbala y casi
se le cae su carga, pero Günsche acude para ayudarle. Mientras llevan los
cadáveres al jardín, aparece un centinela de las SS por una esquina. Günsche
le grita que se aparte.
—¿Cómo se llama ese Centinela? —pregunta Rivitsky.

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—No se sabe —dice Petrov—. Toma nota. Los cuerpos son depositados
en un agujero abierto en el terreno por un obús. Kempka rocía los cuerpos con
gasolina. Empiezan a caer en la zona obuses de artillería que les obligan a
interrumpir la labor y retirarse hasta el umbral del acceso al búnker, para
protegerse. Cuando se produce una pausa en el bombardeo, Günsche ayuda a
Linge a seguir rociando los cuerpos. Günsche sugiere encender el fuego con
una granada, pero Kempka no lo permite y lo prenden con un trapo empapado
en gasolina, que encienden con una cerilla proporcionada por Goebbels. En
ese momento, el Centinela Mengershausen está de guardia en la Sala de
Mosaicos de la Cancillería, a unos cien metros de distancia. Ve cómo sacan
los cuerpos y presencia el inicio del proceso de cremación. Otro Centinela,
Karnau, ve iniciarse el fuego mientras hace la ronda cerca de la torre de
guardia, afirma que estaba tras una esquina que le ocultaba a la vista del
grupo. Se encontraba lo bastante cerca para ver el rostro de los cuerpos e
identificó a Hitler por el bigote. Del resto de la cabeza, dice que estaba
«destrozada». Son ahora entre las cuatro y las cuatro y media de la tarde.
Durante las horas siguientes, sigue echándose gasolina al fuego. A lo largo de
ese tiempo, varios centinelas se detienen a contemplar lo que allí sucede. Los
informes de estos soldados varían según el estado de los cuerpos en cada
momento. Günsche afirma que, por la noche, los restos de los cadáveres
fueron introducidos en fundas de lona y enterrados en otro agujero de obús
cerca del lugar de la cremación, proceso que resultó incompleto.
—Calor inadecuado —apuntó Gnedin.
—Después, se allanó el terreno para ocultar que allí se había producido un
enterramiento —terminó Petrov.
—Y así permanecieron hasta ser descubiertos por los heroicos soldados
del 79 de Fusileros —añadió Rivitsky para concluir el relato.
—Esto es todo lo que sabemos —dijo Petrov—. ¿Qué preguntas hemos de
hacernos? ¿Dónde están los agujeros?
—La autopsia —respondió Gnedin—. Si el cuerpo es el de Hitler, nuestra
misión está cumplida.
—Ya sabemos lo que dice la autopsia: ahora tenemos que analizarlo. Me
preocupa que la comisión de forenses haya determinado que ninguno de los
cuerpos diseccionados murió por herida de bala, incluido el general Krebs,
que no fue quemado y cuyo cadáver hemos podido ver. Según mi opinión, se
trata de un informe político, si, por el contrario, es una conclusión
rigurosamente científica, estamos ante un grave problema. O no son los
cuerpos que buscamos, o todos los testigos mienten.

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—La histeria en masa puede producir psicosis en un grupo, pero es
improbable. Se trata de personas acostumbradas a la violencia y a las
extravagancias —comentó Gnedin.
A Krebs le dispararon —dijo Rivitsky—. Encontramos el cadáver y no
cabe duda de que tenía agujeros de bala.
—Sí —repuso Petrov—. De momento, daremos por hecho que nuestros
bienintencionados expertos forenses no desean reconocer que un criminal de
guerra pueda tener el valor de suicidarse. Chenko confirma esa impresión.
Para él, había pruebas evidentes de heridas por arma de fuego, pero Chenko
es sólo un observador ante la comisión. Los resultados de ésta son oficiales.
—Todo eso no tiene importancia —le cortó Gnedin, impaciente—. Las
dentaduras apoyan sus conclusiones. La comisión ha encontrado a los dos
técnicos dentales, Heusermann y Echtmann, y los registros completos. Ambos
técnicos han sido interrogados repetidas veces y han identificado
positivamente a Hitler y Eva Braun por sus arreglos dentales, incluida una
prótesis confeccionada para ella. Estamos ante una evidencia difícil de
refutar. No puede dejarse de lado sin más.
—Objeción apuntada —asintió Petrov con voz festiva. Por favor, recordad
nuestra misión. Lo que la comisión piense del informe no nos importa para
nada. Sus conclusiones y descubrimientos no tienen ningún interés para
nosotros. Vuelvo a recordaros que nosotros buscamos la verdad, y sólo la
verdad.
Había en la voz de su jefe un tono que sorprendió a los hombres.
Mostraba cierta emoción, aunque controlada, si no le conocieran bien,
hubieran dicho que casi estaba burlándose de ellos. Seguro que se guardaba
algo.
—Ezdovo, informa a tus camaradas de lo que sabes.
Todos se volvieron hacia el siberiano, expectantes. Ezdovo sacó jugo de
ese largo instante y tomó un sorbo de su vodka repartiéndolo por la boca antes
de tragarlo y empezar a habla.
—Los chicos de la SMERSH terminaron ayer con Fraulein Hausermann.
Es una chica menuda, joven, rubia y pechugona —hizo una demostración con
las manos—. Chenko nos contó que la comisión le había pedido que
identificara los arreglo dentales en la mandíbula extraída al cadáver de Hitler.
Yo sala su encuentro cuando ella abandonaba el SMERSH y le dijo, que
pertenecía a la comisión y que queríamos hacer una inspección de la
mandíbula para asegurarnos. Añadí que coma prendíamos que estaba
sometida a una gran tensión y que hasta el momento había colaborado

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excelentemente. La chica ansiaba, complacerme, os lo aseguro. Le expliqué
que estaba bajo arresto, pero que deseábamos compensarla por su
cooperación, permitiéndole volver a su casa para recoger sus efectos
personales. Ella me lo agradeció mucho.
—Puedo imaginarlo —intervino Bailov, con admiración—. Prestad
atención —avisó Petrov.
—La llevé al piso. Al principio estaba nerviosa, pero le di un poco de
vodka y pareció calmarse.
Hubo una carcajada general. La muchacha se tranquilizó —prosiguió
Ezdovo—. Le pedí que me contara cómo era la vida entre los jerarcas del
Tercer Reich. Entonces, ella va y me dice: «Había muchas fiestas que duraban
toda la noche y, en ocasiones, varios días». Después, añade que Bormann se
acostaba con la mitad de las mujeres de la Cancillería y luego escribía cartas a
su esposa contándole sus aventuras sexuales con todo detalle. También me
explica que Goebbels se acostaba con niñas e insistía en que ninguna de ellas
fuera mayor que su hija primogénita.
—Está bien —le cortó Petrov con un asomo de irritación—. Ve al grano.
—Estamos en su piso, un lugar cómodo y agradable. Sus amigos nazis
han sido muy generosos y la muchacha afirma haber tenido muchos novios.
Le doy unos minutos para que prepare una maleta y, mientras llena ésta, echo
un Vistazo a la vivienda. Encuentro manchas de sangre en varios lugares y la
chica me cuenta que, la noche de la huida, un capitán llamado Helmut
Beerman se presenta en su piso y le ruega que le dé cobijo. El hombre
formaba parte del grupo de Mohnke, pero quedó separado de sus compañeros
y tuvo miedo de cruzar el río al solas. A la mañana siguiente, llega
arrastrándose hasta el piso del copiloto de Baur, un tipo llamado Beetz. Le
han disparado y presenta una fractura en el cráneo. La chica y Beerman
intenta socorrerle, pero el aviador muere en el transcurso del día. Entre los
dos, le entierran en un montón de escombros cerca del edificio. Beerman
seguía pensando en intentar la huida y pidió a la chica que escapara con él,
pero ella se negó y el hombre decidió marcharse solo, lo que hizo alrededor
de mediodía. La muchacha permaneció después en el piso hasta que un
estudiante de medicina búlgaro, enviado por la SMERSH, acudió a buscarla
para conducirla a un interrogatorio.
—Bravo por Beetz. Ya podemos pasar ese nombre a la lista de los
muertos —intervino Rivitsky—. ¿Qué ha sido de Beerman?
—La chica no volvió a verle —respondió Ezdovo con un encogimiento de
hombros—. Por fin, pasé a lo que realmente interesaba de la muchacha. Quité

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el envoltorio en el que llevaba guardada una mandíbula y puse ésta sobre la
mesa. Deberíais haber Visto la expresión de su rostro.
—¿Era la mandíbula del cadáver del depósito? —inquirió Gnedin. Ezdovo
hizo caso omiso de la pregunta de su camarada.
—La chica tardó mucho en reaccionar. Por fin, se vuelve y me dice: «Es
la suya». «¿La de quién?», pregunto yo. «La del Hitler», añade ella. Insisto en
preguntar si está segura. Ella se muestra muy convencida y procede a efectuar
un reconocimiento punto por punto, comparando la mandíbula con los
registros dentales de Hitler, aunque todo ello de memoria, sin documentos. La
muchacha lleva a cabo una exposición bastante convincente. Le pido que
corrobore si ésa es la misma mandíbula que ha examinado anteriormente para
la comisión. Esto provoca la cólera de la chica, que grita: «¡Rotundamente,
sí!» entonces le hago saber que la mandíbula que acaba de identificar fue
extraída del cuerpo de un francotirador de las SS que había muerto el día
anterior y cuyos restos resultaron carbonizados en un incendio.
Gnedin, Rivitsky y Bailov continuaban sentados, boquiabiertos,
observando atentamente a su camarada.
—La noticia hace que la muchacha rompa a llorar, yo dejo que lo haga,
luego la tranquilizo y le ofrezco otro trago de vodka. Le pregunto si está
segura de haber identificado correctamente los cuerpos del depósito de
cadáveres y me confiesa que no. Tiene miedo de los ivanes pero confía en mí,
después afirma que contó a la comisión lo que, en su opinión, el grupo de
expertos deseaba oír. Además, me cuenta que, cuando la gente de la
SMERSH la condujo al despacho del doctor Blaschke en la Cancillería, ella
sacó un puente dental especial de una vitrina donde se guardaban las prótesis
y lo mezclo con otros efectos similares que guardaban en la unidad SMERSH.
Más tardé cuando se le pidió que identificara el puente dental como
perteneciente a Eva Braun, lo hizo convencida de que así era. Una mentira por
omisión. Los expertos de la comisión no le preguntaron en ningún momento
si​ la prótesis dental había llegado a ser instalada, cosa que no había sucedido.
—Recordad que esa prótesis —intervino Petrov— era la prueba
fundamental para la decisión de los forenses al identificar el cuerpo de la
mujer como perteneciente a Eva Braun.
—Pero ahora sabemos que esa prueba no era decisiva —apuntó Ezdovo
—. En el momento de la muerte de la compañera de Hitler, el puente dental
estaba en la consulta de su dentista, no en su boca. Así pues, resulta que el
testimonio de Fraulein eusermann es completamente inútil.
—¡Maldita sea! —exclamó Bailov.

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—Entonces, ¿quién es la mujer del depósito? —inquirió Gnedin.
—Eva Braun —respondió Petrov tras una pausa.
Ahora, todos estaban sentados en el borde de sus asientos, muy
interesados por las revelaciones.
—El cuerpo presentaba grandes traumatismos, causados a probablemente
por proyectiles de artillería que debieron de caer cerca de la tumba
improvisada en el jardín, pero estoy absolutamente seguro de que era ella.
—Entonces, después de todo, el hombre que encontraron junto a sus
restos era Hitler —murmuró Rivitsky.
—Ya veremos —dijo Petrov—. Si el criminal de guerra número uno tenía
pensado hacer una pantomima de su propia muerte, ¿qué mejor indicio falso
que ofrecernos el cadáver de su recién esposada?
—Así pues, ¿piensas que sigue vivo? —saltó de nuevo Rivitsky.
—Existe un factor más a tener en cuenta. Ayer estuve de visita en uno de
los centros de detención del extrarradio de la ciudad, donde tienen acogidas a
varias mujeres nazis —explicó Petrov—. En ellos sólo quedan internadas las
mujeres de uniforme, de modo que no es probable que volvamos a ver a las
secretarias del búnker. Si por casualidad han conseguido evitar a nuestras
tropas, lo cual casi parece un milagro, no cabe duda de que se ocultarán. No
lograremos encontrarlas entre los refugiados y supongo que se dirigirán hacia
el oeste. A pesar de todo, tuve otra idea y decidí seguirla. Linge me había
contado que la cocinera de Hitler era austriaca y pensé que, a la vista de
nuestra presencia, siempre es preferible identificarse como austríaco en vez de
presentarme como alemán.
—Hitler también es austríaco —intervino Gnedin, subrayando la
obviedad.
—Tienes razón, pero el dato resulta irrelevante —contestó Petrov—. Un
número considerable de miembros de las SS es austríaco de nacimiento, pero
eso tampoco tiene importancia. Lo que cuenta realmente es que Austria fue
anexionada por los alemanes contra su voluntad.
—Tonterías —dijo Rivitsky—. Todo el mundo sabe que los austríacos
recibieron a los alemanes con los brazos abiertos.
—El pueblo sí, pero no el gobierno. Técnicamente, Austria ese encuentra
en la misma situación que Francia, Checoslovaquia o cualquier otro país
ocupado por Hitler. Según nuestros acuerdos con los aliados occidentales, los
ciudadanos de estos países deben considerarse liberados por nuestra presencia
y debe permitírseles el regreso a casa. Nuestro gobierno ha accedido a ello.

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—Una simple cocinera no debe estar al corriente de estos pactos. La
mujer andaría desesperada, y no sabría nada más. Descubrí la ruta que había
tomado en la huida el grupo de Mohnke, del cual formaba parte la cocinera.
Efectué el recorrido por mi cuenta y observé que en la zona había tres
hospitales, aunque sólo uno admitía civiles. Lo visité y pedí echar un vistazo a
la lista de ingresados. En este aspecto, los alemanes me encantan, siempre
tienen los registros y archivos ordenados y al día. El hospital tenía entre sus
pacientes a siete austríacos, dos de ellos mujeres. Una de éstas resultó ser la
cocinera.
Los hombres sonrieron. Petrov continuó:
—Había sido golpeada y violada, tras lo cual le habían disparado
dejándola por muerta. Había perdido mucha sangre, pero a ratos recobraba la
conciencia y me contó dos cosas. Primera, que sirvió a Hitler una ensalada de
lechuga y unos espaguetis y que el Führer dio cuenta de todo. Segundo, que
según la declaración de la mujer hubo una quinta persona presente en esa
última comida: un cabo de las SS llamado Schweibel.
—Muy interesante —comentó Bailov sin ocultar su asombro—. El tipo
termina todo lo que le sirven, a pesar de que está a punto de suicidarse.
—Sí, muy curioso —asintió Rivitsky.
—Una vez tuve el nombre de ese cabo, di la alerta para que el tal
Schweibel fuera localizado. Anoche recibí una llamada diciéndome que le
habían encontrado. Le hice trasladar aquí y me ocupé de interrogarle. —
Petrov tomó un documento del escritorio y lo mostró a los demás—. No me
aclaró gran cosa. Salió de la Cancillería con el último grupo y fue capturado
al otro lado del río. Sin embargo, confirmó el menú de la última comida de
Hitler y corroboró la declaración de la cocinera respecto a que había engullido
todo lo que tenía en el plato.
Petrov hizo una pausa y luego añadió:
—A continuación, me entrevisté con Chenko. El informe de la autopsia no
indica si se efectuó la disección del estómago. Según el escrito, se le
extrajeron 5 cc de orina de la vejiga, pero no se le abrió el estómago. Chenko
confirmó ese extremo. Los órganos internos fueron extraídos y conservados
en recipientes adecuados. Esta mañana, he visitado el depósito de cadáveres
con Chenko. Los cuerpos ya habían sido incinerados, pero las vísceras de los
recipientes seguían intactas. Chenko ha realizado la disección del estómago y
no ha encontrado el menor rastro de comida.
—La lechuga… —murmuró Gnedin con voz ronca.

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—La lechuga, en efecto —asintió Petrov—. Es una verdura que no se
digiere con facilidad. Si Hitler murió apenas una hora después de almorzar,
debería tener rastros de lechuga en el estómago.
—Pero el cuerpo fue quemado a continuación —intervino Bailov. El
fuego pudo destruir esos rastros.
—Únicamente si el fuego hubiera destruido las vísceras, pero el estómago
fue recuperado intacto. Estaba ennegrecido y seco en algunas zonas, pero la
cavidad se conservaba íntegra en su parte interna y no contenía el menor resto
de lechuga, como sería de esperar.
—… si realmente se trataba de Hitler —añadió Ezdovo, recogiendo lo que
todos estaban pensando.
Se produjo un silencio en la estancia.
Petrov tomó asiento, se echó el cabello hacia atrás y levantó su vaso.
—Tomaré otro trago —dijo.
Gnedin se retiró al fondo de la sala para permanecer a solas durante unos
instantes. Transcurrieron algunos minutos mientras Petrov observaba cómo
los datos iban calando en la mente de sus camaradas.
—Un doble —murmuró Ezdovo.
—La palabra en alemán es doppelgánger —les recordó Petrov—. Tengo
razones para pensar que Hitler tenía tres, aunque no los utilizaba con
frecuencia. Uno de ellos estaría aquí, en Berlín. Sin duda, tenía otros. El 79 de
Fusileros, de hecho, exhumó los restos de uno de ellos durante la inspección
del jardín de la Cancillería.
—El cuerpo en el depósito de agua.
—Probablemente fue obra de Goebbels antes de su muerte, como último
gesto para con su líder —comentó Petrov.
—La lealtad fascista.
—Indudablemente —asintió Petrov—. ¿Estáis de acuerdo?
—Da —gruñó Ezdovo—. El testimonio de mi amiga ha quedado rebatido
y ese estómago vacío habla por sí mismo.
—Sí —añadió Gnedin—. Creo que tenemos una buena pista.
—Una pista muy firme —corroboró Rivitsky.
—En efecto —asintió Bailov.
—¿Cuál es el paso siguiente? —preguntó Rivitsky.
—Informar a Stalin. Yo me encargará de hacerlo. Después, a dormir.
Mañana empezaremos la búsqueda estudiando el momento en que pudo ser
introducido en escena el presunto doble. Mi impresión es que el cambio hubo
de efectuarse en el último momento posible, en el postrer momento.

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—Durante los diez minutos de espera —apuntó Bailov.
—¿Cómo? —preguntó Ezdovo.
—No lo sé —reconoció Petrov—. Todavía. Sin embargo, ese cadáver que
no es el de Hitler nos indica que tuvo que haber una manera.
—Yo todavía tengo dudas —intervino Gnedin.
—Explícate —ordenó Petrov.
—Hay la dentadura. Quizás esa chica mintió a Ezdovo e incluso a la
comisión pero, pese a ello, fueron los patólogos quienes realizaron la
comparación entre la dentadura y los registros odontológicos. Reconozco que
la ausencia de restos de lechuga establece una duda considerable y habrá que
seguir investigando en esa dirección, pero tengo que seguir dando vueltas a la
cuestión. Quizá no queramos aceptar la explicación más obvia.
—Sólo por especular, supongamos que la dentadura del doble hubiera
sido preparada y modificada —replicó Petrov—. No sería difícil hacerlo y
tampoco sería necesario que los arreglos fueran idénticos si se proyectaba
dispararle una bala precisamente en los dientes. Debe tenerse en cuenta la
dinámica de los hechos. Nuestros médicos ansían identificar a Hitler, vivo o
muerto. Las pruebas se deforman entonces debido al legítimo deseo de los
forenses de verse libres del monstruo. La cuestión en tal caso, consiste
solamente en hacer unas ligeras modificaciones que lleven a los
investigadores a descartar sus dudas y recelos.
—¿Qué hay del testículo que le faltaba a Hitler?
—¡Ah! —continuó Petrov—. Muy sencillo. En primer lugar, es cierto que
corre el rumor de que Hitler sólo tenía un testículo, pero se ignora si
realmente era así, en los registros médicos no existe ninguna prueba que lo
confirme. Sin embargo, si cualquiera de vosotros fuese Hitler y vuestro
enemigo estuviese convencido de que el rumor era cierto, ¿qué mejor prueba
de vuestra muerte podríais proporcionar que un cadáver con un único
testículo? Sería muy sencillo extirparle uno al doble. No estoy seguro de que
a Hitler le faltara ninguno, pero él se ha ocupado cuidadosamente de que el
mundo encontrara lo que esperaba encontrar, ¿no os parece?
—Tiene sentido, pero es sólo una conjetura y carece de bases científicas
—intervino Gnedin moviendo la cabeza en señal de negativa.
—En una investigación, uno siempre va de la ciencia a la conjetura. La
ciencia sólo es un modo formal de pensar y clasificar lo que observamos, un
método para poner en relación los datos que conocemos con los que deseamos
conocer. Sin embargo, esta vez intuyo en lo más profundo de mi cuerpo y de
mi mente que el peso de las pruebas apunta en nuestra dirección. La comisión

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de forenses se equivoca: Hitler está Vivo. La cuestión es: ¿dónde se
encuentra?

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14 de mayo de 1945, 10:00
Petrov, Bailov y Gnedin regresaron al día siguiente al búnker situado bajo la
Cancillería el Reich. Bailov localizó el motor diésel que servía de generador
de energía para las instalaciones, lo puso en funcionamiento y encendió las
luces antes de que el grupo se congregara en la suite de Hitler.
—Todo es tan sencillo que resulta fácil no ver lo mas evidente —comentó
Petrov—. Los artistas se asan toda la vida aprendiendo a observar. Los
policías hacen lo mismo. La mayoría de la gente se pasa la vida viendo el
mundo que la rodea, pero sin llegar nunca a observar lo que hay en él. Éste es
nuestro problema. Lo hemos tenido todo ante nuestras narices desde el primer
momento, tan evidente que, simplemente, no podíamos aceptarlo. El cambio
de personas hubo de efectuarse en el último instante, después de que todos los
testigos hubiesen visto a la pareja encerrarse en estos aposentos. El hecho
claro y simple, aunque invisible, es que debe existir otra salida.
—¿No podría haberse ocultado y, tras una espera prudencial, haberse
colado por la escalera que conduce a la torre a medio construir? —se preguntó
Bailov.
—No. En primer lugar, eso significaría que el doble debería haber
permanecido escondido aquí dentro desde algún tiempo antes de efectuarse el
cambio. En segundo lugar, a Hitler le habría sido demasiado difícil ocultar la
situación a Eva Braun, pues el doble debería haber entrado por la ruta
empleada para huir.
—A menos que ella conociera los planes de su hombre —dijo Gnedin.
—Sí, es posible —concedió Petrov.
Eva era una ingenua totalmente dedicada a su dueño, pero, aunque cabe la
posibilidad de que accediera al sacrificio de suicidarse para disimular su
huida, no creo que lo hiciera. Por lo que sabemos de ella, era una mujer
egoísta y egocéntrica. Pieles, vestidos de seda, ropa interior francesa,
perfumes caros, joyas… ¿qué nos indica todo eso acerca de su personalidad?
Aquí estaban los dos, con el mundo derrumbándose sobre ellos, pero Eva
había logrado conservar todos sus refinamientos burgueses junto a ella. No es
probable que accediera a darse muerte, a menos que estuviera segura de que
Hitler moriría también. Sin él, Eva no era nada. Este asunto tiene todo el

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aspecto de ser una operación organizada al detalle, planificada mucho antes
de que se llevara a cabo. Hitler tuvo numerosas oportunidades de huir a su
Alpenfestung en el transcurso de la operación Serrallo, pero decidió quedarse
en Berlín. Esta decisión, por sí sola, es un dato que exige un examen más
profundo. Los ejércitos alemanes, en aquel momento, todavía luchaban en el
centro de Austria y en la zona de Munich. Hitler disponía también de algunas
reservas en Italia, cerca de la frontera Austro-Suiza. Al final pese a las
perdidas sufridas, la wehrmarch aun controlaba una estrecha franja de
Alemania. La guerra no estaba decidida, al menos para un extremista como
Hitler. Desde una perspectiva militar la capacidad de maniobra táctica, ya que
no estratégica, y suficiente capacidad armamentista para continuar la lucha si
seleccionaba debidamente los momentos y lugares donde situar sus ejércitos.
La característica histórica de Hitler siempre ha sido rehuir la confrontación
para tramar nuevos planes. Se trata de un hecho biográfico importante —
añadió Petrov con firmeza—. Es un rasgo característico de su personalidad y
un hombre como él no modifica una costumbre tan arraigada. Los que huyen
al principio, vuelven a hacerlo más adelante. Ésta es la personalidad del
hombre al que estamos buscando.
Los demás le escuchaban con gran atención.
—En mi opinión, Eva Braun no sabía nada de la conspiración y se suicidó
convencida de que ambos morían juntos. Una vez autoeliminada, se efectuó la
sustitución. Si sopesamos todas las pruebas, ésta es la única deducción que
puede hacerse. Y ello significa que debe haber un modo de entrar y salir de
este lugar que no conocía Eva ni ninguno de los demás dirigentes nazis.
—Una pared falsa —sugirió Gnedin.
—O un falso suelo —añadió rápidamente Petrov—. Es curioso que este
búnker, que es de reciente construcción y fue edificado repentinamente, tenga
dos niveles. No existe ninguna razón arquitectónica para que este nivel sea
más profundo que el otro. Si ese otro está encima, quizás haya una ruta por
debajo.
—Paredes, techo o suelo, no hay más posibilidades —dijo Bailov—. Sea
como sea, tiene que estar en esta zona porque sólo hay una entrada visible: la
puerta del pasillo. Si fuera yo, habría buscado un acceso directo a esta zona
para reducir el riesgo de que se descubriera el plan y la presencia del doble.
—Exacto —asintió Petrov—. Ha de estar aquí, cerca de nosotros.
Durante la conversación que siguió, fue Bailov quien sugirió que
investigaran los apliques y lámparas. Así pues, examinaron las luces situadas
en el techo, empezando por el dormitorio de Eva Braun. En todos los casos,

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encontraron únicamente un espacio poco profundo que albergaba la
instalación eléctrica. El cable eléctrico desaparecía en el fondo del hueco por
un conducto metálico que, a su vez, estaba incrustado en el propio cemento
que lo rodeaba. La penúltima lámpara que inspeccionaron estaba en un rincón
del dormitorio de Hitler. Bailov la abrió, pero comprobó que no podía sacarla
del marco como había hecho con las demás.
—Ésta parece diferente —informó Bailov— no se suelta.
Petrov volvió la mirada hacia el techo.
—Investiga a fondo —ordenó.
Bailov rompió un lado de la plancha metálica del fondo utilizando un
martillo pequeño procedente de un impresionante arcón de herramientas de la
sala de motores. Al doblar el metal, encontró cemento.
—Es igual que las demás. Debe estar incrustada y no cede.
—Procura horadar el cemento —le aconsejó Petrov, situado directamente
debajo del hueco y observando atentamente.
—Tiene varios palmos de grosor —protestó Bailov.
—Quizás —respondió Petrov.
Bailov estuvo martilleando unos minutos hasta que empezaron a saltar
pequeñas escamas de cemento. Al cabo de un rato, fatigado, fue sustituido,
fueron limpiando el cemento que lo rodeaba. La penúltima lámpara que
inspeccionaron estaba en un rincón del dormitorio de Hitler. Bailov la abrió,
pero comprobó que no podía sacarla del marco como había hecho con las
demás.
—Ésta parece diferente —informó Bailov— no se suelta.
Petrov volvió la mirada hacia el techo.
—Investiga a fondo —ordenó.
Bailov rompió un lado de la plancha metálica del fondo utilizando un
martillo pequeño procedente de un impresionante arcón de herramientas de la
sala de motores. Al doblar el metal, encontró cemento.
—Es igual que las demás. Debe estar incrustada y no cede.
—Procura horadar el cemento —le aconsejó Petrov, situado directamente
debajo del hueco y observando atentamente.
—Tiene varios palmos de grosor —protestó Bailov.
—Quizás —respondió Petrov.
Bailov estuvo martilleando unos minutos hasta que empezaron a saltar
pequeñas escamas de cemento. Al cabo de un rato, fatigado, fue sustituido por
Gnedin. El trabajo se prolongó más de una hora sin que Petrov les permitiera
tomarse un descanso. Fue Bailov quien finalmente abrió la brecha.

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—¡Maldita sea! —exclamó—. Dentro del cemento hay una plancha
metálica.
—Déjalo —dijo entonces Petrov—. Probemos en otro de esos huecos.
En los demás huecos resultaba más fácil la tarea porque podían retirar las
lámparas y quedaba más espacio para golpear con fuerza empleando el
martillo y un cincel afilado. Abrieron agujeros en el cemento de los demás
huecos hasta alcanzar la misma profundidad que en el primero sin que
encontraran en ninguno una plancha metálica parecida, únicamente hallaban
cemento. Después de haber probado tres, Petrov decidió volver al hueco que
parecía especial. Bailov descargó varios golpes sobre el metal.
—Tiene un espesor considerable, pero creo que podemos atravesar esa
plancha con un buen mazo y un cortafrío.
Gnedin fue a buscar las herramientas precisas en un taller del complejo de
edificios de la Cancillería. A base de fuerza bruta, les llevó dos horas abrir
una brecha en la placa metálica. Mediante una linterna, pudieron apreciar que
al otro lado había un espacio hueco y oscuro. Satisfechos al comprobar que
estaban tras alguna pista, utilizaron una palanca para desmontar la lámpara
del marco y levantaron a Petrov hasta la apertura. El hueco echo por Gnedin.
El trabajo se prolongó más de una hora sin que Petrov les permitiera tomarse
un descanso. Fue Bailov quien finalmente abrió la brecha.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Dentro del cemento hay una plancha
metálica.
—Déjalo —dijo entonces Petrov—. Probemos en otro de esos huecos.
En los demás huecos resultaba más fácil la tarea porque podían retirar las
lámparas y quedaba más espacio para golpear con fuerza empleando el
martillo y un cincel afilado. Abrieron agujeros en el cemento de los demás
huecos hasta alcanzar la misma profundidad que en el primero sin que
encontraran en ninguno una plancha metálica parecida, únicamente hallaban
cemento. Después de haber probado tres, Petrov decidió volver al hueco que
parecía especial. Bailov descargó varios golpes sobre el metal.
—Tiene un espesor considerable, pero creo que podemos atravesar esa
plancha con un buen mazo y un cortafrío.
Gnedin fue a buscar las herramientas precisas en un taller del complejo de
edificios de la Cancillería. A base de fuerza bruta, les llevó dos horas abrir
una brecha en la placa metálica. Mediante una linterna, pudieron apreciar que
al otro lado había un espacio hueco y oscuro. Satisfechos al comprobar que
estaban tras alguna pista, utilizaron una palanca para desmontar la lámpara
del marco y levantaron a Petrov hasta la apertura. El hueco era lo bastante

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amplio para que cupiera en él un hombre algo más corpulento que su menudo
jefe.
Cuando iluminó el lugar con la linterna, Petrov advirtió de inmediato que
allá arriba había un gran espacio. No se trataba de un túnel secreto por donde
huir, sino de un conducto largo y vertical, probablemente diseñado como
acceso para mantenimiento. Las huellas en el suelo del conducto le indicaron
que alguien había estado allí, aunque no podía calcular si el rastro era
reciente. Antes de intentar una exploración en profundidad, estudió el soporte
metálico que había sujetado la lampara. Unos tornillos resistentes lo
mantenían sólidamente fijo al conducto. La lámpara y el marco sólo podían
separarse desde arriba. Por la parte inferior ofrecían el mismo aspecto que las
demás, pero desde arriba un cómplice podía quitar los tornillos, apartar la
lámpara, efectuar el cambio de personas y, finalmente, volver a colocar la
lampara, ajustando los tornillos una ver, terminada la operación. Dado el
aspecto que ofrecía desde abajo, no había ninguna razón para sospechar que
pudiera quitarse, ni modo alguno de comprobarlo sin romperla
deliberadamente. Aquello era lo que habían estado buscando. La trampilla de
escape era muy ingeniosa y ponía aún mas de relieve a meticulosa
planificación de la huida del búnker.
Petrov asomó la cabeza por la apertura. Quería estar seguro de que aquélla
era la única instalación que permitía la evasión. Tenía que cerciorarse de ello.
Quitad las otras lamparas. Quiero estar seguro de que ésta es a única de
ese tipo.
—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó Gnedin mientras Bailov maldecía ante
el trabajo que les aguardaba.
—Un gran conducto metálico que no parece tener ningún propósito
concreto. El diámetro es suficiente para colarse por su interior. La lámpara
estaba sujeta con tornillos por la parte de dentro. Quien haya diseñado todo
esto tuvo en cuenta ese detalle.
Mientras los demás llevaban a cabo la tarea que les había encomendado,
Petrov se sentó en el hueco.
—Todas las demás lamparas son iguales —grito Bailov tras un largo
intervalo—. Todas están encajadas en el cemento.
Petrov lanzó un gruñido de asentimiento.
—Voy a echar un vistazo ahí arribar —anunció.
Avanzando a gatas, no tardó en llegar al primer ensanchamiento del
conducto. Estudió la superficie metálica, que parecía haber sido limpiada a
propósito. Sin embargo, cuando se tendió sobre el estómago y bajó el rostro

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hasta un par de centímetros de la superficie, iluminando ésta con la linterna,
descubrió varias manchas negras minúsculas, no mayores que puntas de lápiz.
Acercó todavía más el rostro adivinando de qué se trataba y procedió a
despegarlas del metal mediante una navaja. Tomó entonces un reta de tela
blanca y pasó el filo de la navaja por él hasta que los puntitos secos quedaron
pegados a la tela, a continuación, dobló ésta con cuidado y la guardó en el
bolsillo interior de la guerrera. Al proseguir la inspección, localizó varios
cabellos de distintas longitudes y los recogió con la misma meticulosidad de
antes, envolviéndolos en otro retal y guardando la nueva prueba para su
posterior examen. Tras asegurarse de que no quedaba nada más por descubrir,
continuó adelante, hasta llegar al punto donde el conducto se desviaba en
Vertical. Se tendió sobre la espalda y se deslizó por el conducto Vertical,
impulsándose con las piernas. Utilizó la linterna para medir la altura del pozo
y calculó que habría unos tres metros. Durante unos instantes, intentó subir
por el conducto apoyando la espalda en un costado del mismo y los pies en el
otro, pero no lo consiguió. El metal era demasiado resbaladizo para poder
impulsarse con él. Alguien tendría que ayudarle.
Bailov y Gnedin estaban sentados en el borde de la cama, mirando hacia
arriba con expectación cuando Petrov reapareció de repente.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Bailov, anhelante.
—Traed una cuerda y otra luz —respondió Petrov.
Bailov regresó al instante con los objetos solicitados. No quería perderse
aquella oportunidad.
—¿Subo yo? —suplicó.
—No. Que venga Gnedin, Es más delgado y aquí arriba no hay mucho
espacio.
Con la ayuda del decepcionado Bailov, Gnedin se aupó hasta el hueco del
techo y los dos hombres desaparecieron. Debido al tamaño menudo de Petrov
y a la constitución huesuda de Gnedin, lograron caber los dos en el pozo
vertical. Petrov utilizó el cuerpo del médico como apoyo para subir al nivel
siguiente. De momento, dejó tras él a Gnedin y avanzó por el nuevo conducto,
cada vez más expectante.
Unos metros más allá, el conducto se ensanchaba de nuevo. Petrov lo
exploró concienzudamente, como había hecho con el otro, sin hacer caso de
las Voces que Gnedin le dirigía de vez en cuando para que le informara de lo
que encontraba. Esta vez quedó decepcionado, pues no había nada. Se sentó
para reflexionar y utilizó la linterna para examinar las paredes y la parte
superior del conducto. Un reflejo o una diferencia de colores en la juntura de

Página 142
la plancha metálica de una pared, nunca llego a determinar exactamente qué
le llamó la atención. El meta estaba ligeramente levantado y en las
inmediaciones, cerca del techo, había una serie de marcas de arañazos. Al
cambiar de posición su cuerpo, advirtió que el metal estaba un poco doblado
hacia adentro. Tras un nuevo examen, tetrov llegó a la conclusión de que se
había encajado algo en la juntura de las, planchas metálicas. ¿Con qué objeto?
No encontró ninguna explicación inmediata, de modo que continuó
avanzando hasta que llegó a un punto donde el pasadizo terminaba
súbitamente. El misterio crecía por momentos, allí no parecía haber medio
alguno de salir y las paredes y junturas parecían sólidas e intactas. Se apoyó
con fuerza en las paredes del conducto y comprobó que resistían la presión,
eran totalmente sólidas, o así lo parecía. Y sin embargo, el túnel conducía
directamente ha aquel callejón sin salida. Quizás otros ojos verían más que los
suyos, pensó Petrov, y regresó al conducto vertical para ayudar a Gnedin a
subir hasta el nivel superior.
Gnedin le tendió la cuerda, pero Petrov hito un gesto de negativa con la
cabeza.
—Aquí arriba no hay nada donde sujetarla.
Las palabras surgieron de su boca antes de que su mente captara de pronto
lo que significaban. De repente, comprendió la razón de las marcas en la
pared superior: algún objeto había sido introducido en la juntura metálica
como una cuña, con el propósito de fijar a él una cuerda. Petrov iluminó con
la linterna el borde del hueco perpendicular pero no descubrió nada.
—Escucha —dijo sin alzar la voz—, quiero que te arrodilles con cuidado
y vuelvas a bajar por el hueco. No toques el fondo con el cuerpo más de lo
imprescindible.
—¿Hay alguna trampa explosiva? —preguntó Gnedin con inquietud.
—Avísame cuando estés en el pozo.
—Ya estoy en él —informó Gnedin con un gruñido—. Me he dado un
golpe en al espalda con el borde se quejo.
—¿Y ahora qué? —Utiliza la linterna. Ilumina el Fondo del hueco vertical
y dime lo que ves.
—Nada.
—Vuelve a mirar —insistió Petrov desde arriba, enfocando la base del
hueco con su lámpara para reforzar la iluminación.
—Aquí abajo no hay nada —repitió Gnedin con tono de fastidio—.
Solamente polvo, como en todas partes.

Página 143
—¿Polvo? Bien. ¿Qué más? ¿Qué aspecto tiene el polvo? Descríbemelo
como si estuvieras realizando una autopsia. Recuerda lo que te he contado
sobre la minuciosidad en las inspecciones —dijo Petrov, mientras observaba a
Gnedin asomando la cabeza en la parte inferior del pozo para mirar.
—Hasta donde alcanzo a Ver, no hay nada especial. Motas de polvo y
algunos pelillos. Nada.
Petrov sonrió y dejó caer un retal de tela a su compañero. La aparición del
objeto sobresaltó a Gnedin.
—Recoge todos los pelillos que encuentres, ponlos en el paño y guárdalos
con cuidado.
El médico del grupo ejecutó las instrucciones mientras murmuraba por lo
bajo sobre las dificultades de recoger los minúsculos pelos con una luz tan
escasa.
—Está bien, ya los tengo.
—¿Cuántos hay?
—Una docena, quizá más. Es difícil decirlo porque son muy pequeños.
—Esta bien —dijo Petrov—. Ahora, agárrate de mi mano. Necesito tus
ojos aquí arriba.
Tras avanzar de nuevo hasta el lugar donde terminaba el conducto,
inspeccionaron detenidamente la zona moviéndose a gatas. Gnedin, como
antes Petrov, no encontró nada que les diera la clave de la presencia de una
abertura disimulada. Por fin, el médico se sentó con las piernas cruzadas, se
apoyó en una de las paredes, encendió un cigarrillo y tosió.
—El humo puede desvirtuar algún rastro —comentó Petrov.
—No me importa. Necesito un cigarrillo ahora mismo. Eso me dará
tiempo de pensar. —Gnedin había dejado la linterna en el suelo con la luz
enfocada hacia adelante y, cuando hizo un gesto para levantarla, se detuvo de
pronto—. Mira —dijo al tiempo que señalaba el metal entre sus piernas.
Petrov se inclinó hacia adelante y estudió la zona bajo la luz.
—Es casi invisible.
—Son arañazos —anunció Gnedin.
Retrocediendo poco a poco, los dos hombres descubrieron en las paredes
una serie de pequeños arañazos que formaban un amplio arco, demostración
incontrovertible de que algo había rozado las planchas metálicas hacia
adentro. El tabique de metal que cerraba el conducto se abría hacia adentro,
no hacia afuera.
—Quédate aquí —dijo Petrov—. Dentro de diez minutos, quiero que
empieces a golpear ese tabique con el extremo inferior de la linterna, a

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intervalos de quince segundos.
—¿Durante cuanto tiempo?
—Hasta que yo te diga.
Petrov desanduvo el camino por el pasadizo, saltó de la abertura del techo
con la ayuda de Bailov y condujo a éste hasta a la portilla metálica, hermética
y estanca, que daba paso al túnel que corría bajo la Cancillería. Únicamente
entonces advirtieron las placas metálicas de las paredes, pintadas del mismo
color que las lisas paredes y tan bien camufladas que resultaban difíciles de
descubrir a menos que uno las examinara de cerca. Petrov se detuvo ante la
más próxima a la entrada del búnker, utilizó su navaja para aflojar los
tornillos y levantó la plancha. En el hueco encontró un recipiente metálico
con un rótulo que indicaba «agua».
—Arcones de almacenamiento —dijo Petrov.
Luego, empezó a caminar lentamente por el pasillo, deteniéndose a
menudo para aguzar el oído. Cuando llegaron a medio camino del segundo
corredor, hizo un alto.
—¿Oyes eso? Preguntó a Bailov, quien respondió con un gesto negativo.
Continuaron avanzando hasta localizar por fin el sonido, que les llegaba
sorprendentemente amortiguado. Petrov desatornilló la plancha enrollada. El
sonido metálico se oía ahora más fuerte y directamente al otro lado del fondo
del arcón.
—Aquí lo tenemos —anunció Petrov—. Así fue cómo lo hicieron.
Utilizando las manos, localizó el tornillo único en el panel del fondo del
arcón y lo aflojó mientras los golpes se sucedían al otro lado.
—Echate hacia atrás —gritó a Gnedin. A continuación, dijo a Bailov—:
No llego, tengo los brazos demasiado cortos. Empuja ahí. Se abre hacia
adentro.
Bailov soltó un gruñido y, bajo su presión, el panel del fondo del
compartimento de almacenaje de reservas cedió, abriéndose en silencio hasta
poner al descubierto a Gnedin, que permanecía sentado tranquilamente dando
chupadas a un cigarrillo, con una gran sonrisa en el rostro.
—El doctor Livingstone, supongo… —saludó alegremente a sus
camaradas.

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14 de mayo de 1945, 17:00
Si aquel conducto constituía realmente la vía de escape, quienes o hubieran
utilizado tenían que haber entrado y salido de él desde el corredor. Petrov
comprendió que aquél era el Punto débil del plan y ordenó un nuevo
interrogatorio de todos los centinelas de la Cancillería detenidos. Dado que
parecía haber un acuerdo general sobre cómo habían sucedido los hechos
entre los nazis presentes en el búnker, Petrov pensaba que quizás alguno de
los soldados que vigilaban las inmediaciones del reducto pudo haber visto
algo de interés. No descansaría hasta que se hubieran efectuado los nuevos
interrogatorios y designó a Bailov y Gnedin para que los llevaran a cabo.
Gnedin descubrió la pista durante el segundo interrogatorio al sargento
Gustav Rudolf, y Petrov fue llamado de inmediato. El jefe del Grupo de
Operaciones Especiales entró en la sala y se dirigió directamente a Gnedin en
ruso.
—¿De qué se trata?
—Quiero que oigas una cosa —le dijo el médico del grupo, al tiempo que
se volvía hacia el alemán—. Cuéntenos eso de su último turno de guardia en
la Cancillería.
Rudolf repitió su declaración. Hitler y un coronel de las SS habían
aparecido en el corredor donde montaba guardia y le habían ordenado que
fuera a ocupar otro puesto de vigilancia porque el centinela allí destinado
había desaparecido.
—Se le olvidó informarnos de ese encuentro durante la primera entrevista
—comentó Gnedin a Petrov en ruso. —¿Era inhabitual ver a Hitler fuera del
búnker?— preguntó Petrov a Rudolf, en su pulcro alemán. —Sí, en los días
finales era muy inhabitual. En los últimos tiempos no le veíamos casi nunca
—. ¿Cambió de puesto de guardia porque Hitler se lo pidió?
—Hitler no lo pidió. Me dijo que lo hiciera. Fue una orden directa. ¿Usted
no le habría obedecido?
Petrov no hizo caso de la pregunta retórica e insistió:
—¿Veía a Hitler a menudo?
—En los últimos tiempos, no. Antes, sí. No todos los días… Más bien
cada semana, y en ocasiones con mayor frecuencia.

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—¿Pero en los días finales…?
—Esos días le veíamos alguna vez, aunque no tanto como antes. Hitler
solía ir y venir entre el búnker y la Cancillería para celebrar reuniones.
—¿En qué fecha fue ese último encuentro con él?
—El treinta de abril.
—¿Está seguro de la fecha?
—Naturalmente.
—¿A qué día estamos hoy?
—No lo sé —respondió Rudolf, confuso—. Me tienen ahí encerrado a
oscuras, sin calendarios ni relojes. ¿Cómo puedo saberlo?
—Pero está seguro de la fecha de su encuentro con Hitler…
—Sí. Entonces todos éramos muy conscientes del tiempo. Se estaba
terminando…
—¿Cuándo vio a Hitler por última vez, con anterioridad a ese encuentro?
—Unos días antes.
—Sea más preciso.
—No sabría decirlo, no lo recuerdo exactamente.
—Pero, en cambio, recuerda la fecha del último encuentro.
—En efecto. El treinta de abril. —Rudolf se mostraba exasperado—.
Apuesto a que cualquiera de los que estábamos allí al final guardará recuerdos
de cosas concretas. Todos estábamos muy asustados. No podíamos dejar de
pensar que en el plazo de unas horas todos estaríamos muertos. Recuerdo que
era el treinta de abril, porque esa noche el capitán me dijo que Hitler se había
suicidado por la tarde. Cuando le oí decirlo, pensé que yo también iba a morir.
Pero no fue así.
Gnedin sonrió.
—Cuéntenos otra vez todo eso, desde el principio —ordenó Petrov.
Rudolf obedeció y no aparecieron contradicciones con su declaración
anterior. Petrov se volvió hacia Gnedin y le comentó en ruso:
—Creo que necesitamos más detalles de ese hombre. ¿Puedes hipnotizarle
o administrarle alguna droga que nos ayude?
—Es preferible emplear la hipnosis —dijo Gnedin tras meditar unos
instantes—. Las drogas de que disponemos son bastante imperfectas y dudo
de que nos sean de utilidad. Están más indicadas para conseguir
informaciones generales.
—Intenta la hipnosis.
—Dejadme a solas con él —sonrió Gnedin—. Esperad fuera diez minutos,
veinte como mucho. Si no consigo hipnotizarle en ese plazo, será inútil que

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continúe intentándolo.
Petrov y Bailov aguardaron al otro lado de la puerta. Petrov empleó el
tiempo en meditar sobre lo que el Centinela alemán acababa de decir. Un
nudo en el estómago le indicó que quizás estuvieran sobre el rastro de una
pista importante.
Al cabo de diez minutos exactos. Gnedin abrió la puerta e invitó a entrar a
sus camaradas. Rudolf seguía sentado en su taburete pero tenía los ojos
cerrados y parecía muy relajado.
—Ha sido relativamente sencillo —explicó Gnedin—. Ahora podemos
hacerle las preguntas que queramos. Las está esperando.
—Sargento, cuéntenos una vez más todo lo que recuerde de su último
encuentro con Hitler.
Rudolf repitió su anterior declaración, pero en esta ocasión añadió algunos
detalles nuevos. A Petrov le latía aceleradamente el corazón mientras
esperaba que el alemán terminara. Cuando lo hubo hecho, Petrov empezó a
hacerle preguntas.
—¿Hitler le alcanzó el abrigo que usted tenía en el perchero?
—Sí.
—¿Con qué mano se lo dio?
—No comprendo…
Petrov entornó los ojos.
—¿Con la derecha o con la izquierda?
Rudolf frunció el ceño durante unos instantes y levantó ligeramente las
manos, que hasta entonces habían colgado sin fuerza a los costados.
—Con la izquierda —dijo finalmente.
—¿Está seguro de que fue con la izquierda?
—Sí, con la izquierda.
—¿Cómo puede estar seguro?
—Porque mientras me lo entregaba, me saludó.
—Muéstreme cómo.
Rudolf levantó su brazo derecho haciendo el saludo nazi y extendió el
izquierdo hacia Petrov, como si le entregara algo.
—¿Los alemanes saludan siempre con la derecha?
—Siempre —asintió Rudolf con solemnidad.
—¿Y, entretanto, le daba el abrigo con la izquierda?
—Sí.
—¿Al mismo tiempo que le dirigía el saludo?
—Sí.

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Los ojos de Petrov eran dos ascuas encendidas. Miró a Gnedin y éste
asintió como si quisiera decirle: «Lo que estás oyendo es la pura verdad».
Petrov centró de nuevo la atención en Rudolf.
—Hitler apareció como si volviera de la Cancillería, ¿no es eso?
—Sí, de la Cancillería.
—¿Le había visto antes? ¿Había pasado antes por su puesto de guardia en
dirección contraria?
—No. Sólo le vi volver de la Cancillería. Ésa fue la única vez que le vi.
—¿Se durmió usted en algún momento de su turno de vigilancia?
Rudolf movió enérgicamente la cabeza en señal de negativa, sin abrir los
ojos.
—Si el Führer me hubiese encontrado dormido, me habría hecho fusilar.
De ningún modo me habría atrevido a correr un riesgo tan estúpido, y menos
estando tan avanzada la guerra.
Gnedin sonrió, Bailov reprimió una risilla e incluso Petrov mostró un
asomo de sonrisa.
—¿A qué hora entró de puesto, sargento?
—A las once.
—¿Y a qué hora estaba previsto el relevo?
—A las quince.
—¿Un turno de puesto de cuatro horas?
—Sí.
—Y, cuando llegaba el relevo, ¿cuántas horas descansaba antes de entrar
nuevamente de puesto?
—Ocho horas.
—¿Todos los turnos de guardia funcionaban en ciclos de cuatro horas de
puesto y ocho de descanso?
—Todos.
—¿A qué hora vio a Hitler?
—A las dos. Acababa de consultar el reloj y me quedaba una hora para el
relevo.
—¿Vió usted a Hitler en el corredor exactamente a las dos, procedente de
la Cancillería?
—Primero le oí llegar. Uno tiene que aprender a utilizar el oído, y luego a
mirar por el rabillo del ojo. Eso es lo que nos enseñaban a hacer. No querían
que la guardia mirara directamente a los peces gordos.
—Primero le oyó acercarse, luego le vio por el rabillo del ojo y, después,
Hitler llegó hasta su posición. ¿Le miró usted directamente?

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—Se detuvo justo delante de mí.
—¿Y entonces le ordenó que acudiera al otro puesto?
—Sí. —Rudolf hizo una mueca y rectificó—: No. Primero me lo dijo el
coronel, y luego el Führer.
—¿Qué aspecto tenía Hitler?
—No comprendo.
—¿Caminaba deprisa o despacio? ¿Tenía dificultades para andar?
—Parecía normal.
—¿No cojeaba?
—No vi que lo hiciera.
—Pero usted sabía que Hitler cojeaba, ¿verdad?
—Todo el mundo lo sabía.
—¿Y no le pareció extraño que no renqueara?
—¿Perdón?
—Usted sabía que Hitler estaba mal de salud, ¿verdad?
—Sí.
—Y sabía que caminaba arrastrando la pierna derecha, ¿no?
—Claro. Ya lo había visto antes. Parecía dolerle.
—¿Cómo explica entonces que la cojera hubiese desaparecido?
—No sé. Quizás estaba mejor. Tenía un montón de médicos.
—¿Está seguro de que no cojeaba?
—Le vi caminar perfectamente, como usted o como yo.
Rudolf empezó a ponerse en pie, pero Petrov le puso la mano en el
hombro para indicarle que continuara sentado.
—¿Hitler se detuvo para hablarle?
—Sí.
—¿Qué aspecto tenía?
—Amistoso y tranquilo. Como si tuviera muchas cosas en la cabeza. Pero
siempre se mostraba amistoso con los soldados. Antes de meterse en política
había sido cabo.
—¿Su voz era la misma? ¿Y su cabello? ¿Y los ojos?
—Sí… Bueno, casi. Sus ojos eran distintos.
—¿De otro color?
—No, no era el color. Era su intensidad… —Rudolf hizo una pausa y
continuó—: No brillaban. Me miró directamente y yo no aparté la vista. Fue
realmente extraño. El Führer le hacía sentirse a uno muy incómodo cuando le
miraba directamente.
—¿Pero no en esta ocasión?

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—No —susurró Rudolf, casi como si su subconsciente estuviera
intentando asimilar el dato.
—¿Hubo alguna otra cosa rara?
—No se acordaba de mi apellido.
—¿Por qué le parece eso extraño?
—Porque antes lo sabía.
—¿Por alguna razón especial?
—No. Hitler conocía los nombres de toda su gente. El Führer tenía una
memoria fantástica para los nombres —explicó Rudolf con admiración—.
Tenía fama de ello.
—Y ese lapsus de memoria le molestó a usted.
—Sólo un instante.
—Pero se lo disculpó ¿no es eso?
—Exacto. Me dije: «El Führer tiene todo el Tercer Reich de qué
preocuparse… ¿por qué iba a recordar tu nombre?»
—Hábleme del coronel de las SS.
—No sé qué decir. Permaneció detrás de Hitler y no me atreví a mirarle
abiertamente. Los coroneles de las SS son muy duros.
Petrov le sondeó en busca de más información sobre el coronel, pero no
sacó mucho en limpio. Permanecer justo delante de otra persona y pasar
desapercibido era una habilidad, no un accidente.
—¿Se siente cansado, sargento?
—Sí. Y hambriento.
—Aguante un poco más —dijo Petrov con voz cargada de preocupación
—. Sólo me quedan unas cuantas preguntas y luego podrá descansar.
—Gracias.
—Cuando ocupó su nuevo puesto de vigilancia, ¿a qué hora fue relevado?
—A las quince horas en punto.
—¿Volvió a ver al Centinela que se había ausentado?
—No.
—¿Ni siquiera más tarde, esa noche?
—Nadie volvió a verle.
—¿Qué cree usted que le sucedió?
—Debió desertar. El puesto estaba junto a una puerta exterior.
—¿Por qué lo cree usted?
—¡Porque todos queríamos irnos!
—¿Usted también?
—Sobre todo yo.

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—Pero finalmente se quedó.
—Tuve miedo de huir.
—Yo creo que fue su sentido del deber lo que le hizo quedarse, sargento
—dijo Petrov, magnánimo.
—No —replicó Rudolf moviendo la cabeza—. Tuve miedo. No quería
morir allí afuera.
—Sin embargo, más tarde escapó, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Por qué cambió de opinión?
—Porque éramos muchos y me sentía más seguro en compañía de un
grupo numeroso.
—A pesar de lo cual terminó por ser capturado.
—Sí, pero con Vida.
—Usted fue detenido al otro lado del río la mañana del… —Gnedin
levantó tres dedos de una mano—. Del tres de mayo.
—No estoy seguro. Eso fue después del espectáculo.
Petrov abrió los ojos como platos y volvió la mirada a Gnedin en busca de
una explicación, al tiempo que decía al sargento:
—No entiendo a qué se refiere.
—Esa oficial rusa. Yo estaba oculto entre unas piedras cuando ella
apareció cerca de mi escondite con uno de sus hombres. Los dos se
desnudaron y empezaron a copular. Era por la mañana temprano. Se lo
pasaron muy bien los dos.
—¿Y ellos le vieron?
—Sí, cuando ya habían terminado. El hombre vino a orinar donde yo me
ocultaba, y me descubrieron. La mujer se sentó en mi cara.
Petrov parecía desconcertado. Bailov soltó una risilla y reprimió una
carcajada.
—¿Una oficial rusa se le sentó en la cara? —repitió Petrov con las cejas
casi verticales de asombro e incredulidad.
—Así fue. Y luego el hombre me golpeó en los testículos. Entre los dos
me dieron una paliza. Todavía me duele —el sargento hizo ademán de
mostrarle los golpes, pero Petrov volvió a sujetarle el brazo.
—¿Hitler le entregó el abrigo con la mano izquierda?
—Con la izquierda.
—Y caminaba sin cojear.
—Eso es. Andaba normalmente.
—¿Y usted le sostuvo la mirada?

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—Fue muy extraño.
—¿Y no se acordaba de su nombre?
—Tuve que decirle cómo me llamaba, pero disculpe el olvido.
—¿Y el otro Centinela no volvió a ser visto en el recinto?
—Yo no le vi más.
—¿Cómo se llamaba?
—Holzmeyer, Ernst. Era un cabo.
—¿Era amigo suyo?
—No.
Petrov se volvió hacia Gnedin.
—¿Y bien?
—Ya le has oído. Ésa tiene que ser la verdad. El cerebro retiene mucha
información que no podemos evocar voluntariamente con nuestra mente
consciente. La hipnosis abre una especie de puerta, no sé cómo exactamente,
pero el hecho es que funciona.
—¿Podría mentirnos en ese estado?
—Quizá sea posible con la debida preparación, pero no creo que sea el
caso de ese hombre. Podemos hacer una prueba.
La mirada de Petrov indicó a Gnedin que llevara a cabo la prueba.
—Sargento Rudolf, dentro de un momento voy a despertarle y se sentirá
completamente descansado. ¿Le parece una buena idea?
—Muy buena.
—Cuando despierte, no recordará nada de lo sucedido, pero antes quiero
que me diga una cosa. Respóndame toda la verdad, ¿entendido?
—Sí, señor.
—¿Le gustan las mujeres?
—Mucho.
—¿Ha tenido relaciones con las mujeres de la Cancillería? —Sí.
—¿Con qué frecuencia?
—Cada vez que estaba libre de servicio. —¿Se masturbaba usted?
—Sí —respondió Rudolf tras una pausa—. ¿A menudo?
—Sí —reconoció el alemán bajando la cabeza.
—Dígame qué pensaba mientras la oficial rusa y el soldado estaban
haciendo el amor.
Rudolf murmuró algo y Gnedin le dijo que lo repitiera.
—Quería ocupar el lugar del soldado.
—¿Qué quería hacerle a la mujer?
Petrov se adelantó sin dar tiempo a que el alemán respondiera.

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—Es suficiente, Gnedin —murmuró—. Ya entiendo adónde quieres
llegar, si ese hombre es capaz de decirnos eso, el resto tiene que ser verdad.
Sácalo ya de ese estado. Voy a buscar a Rivitsky.

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15 de mayo de 1945, 11:15
Logan pedaleó en su bicicleta por la cuesta de la montaña mientras le fue
posible, pero el camino terminaba bruscamente al pie de un roquedal y tuvo
que dejar allí su oxidado Vehículo para seguir a pie entre las peñas. La noche
había sido húmeda y las nubes pasaban ahora sobre su cabeza en formaciones
siniestras. Cuando llegó al centro del roquedal, descargó un chaparrón, como
si alguien hubiera volcado un cubo inmenso, y Logan quedó empapado en
cuestión de segundos. El polvo que cubría las piedras las volvió resbaladizas
y el hombre, al intentar apresurar el paso, perdió el equilibrio sobre una de
ellas y cayó en mala posición, haciéndose un corte en la rodilla y abundantes
rasguños en ambas manos.
Tras encontrar un improvisado refugio bajo un gran peñasco, Logan
desgarró la pernera del pantalón y examinó la rodilla ensangrentada. Tenía un
corte profundo hasta el hueso y, cuando tanteó uno de los extremos de la
brecha, asomaron en ésta varias capas de grasa amarillenta. Logan advirtió
que la herida necesitaría bastantes untos de sutura. ¡Precisamente tenía que
sucederle ahora!, se dijo. El hombre había sido enviado allí desde Zurich ara
entregar un mensaje cifrado a Beau Valentine, cuyo nombre en clave era
Crawdad. Logan se había sentido incómodo desde el momento en que le
habían encomendado la misión, él era un hombre de despacho, un analista a
quien se pagaba por utilizar el cerebro, no el cuerpo, y aquélla era la primera
vez que le habían encargado una tarea ajena a su trabajo normal desde que
llegara a Suiza dos años antes. A arte de la incomodidad de recorrer los
caminos de montaña, lo peor de la misión era tener que prescindir de la buena
vida de Zurich ahora mismo, la OSS estaba dedicada a intentar descubrir qué
hacían los rusos en la zona oriental de Alemania y las informaciones llegaban
fragmentadas e inconexas.
Después de examinar la herida, Logan decidió que estaba equivocado: la
peor parte de la misión era que debería tratar directamente con Beau
Valentine. Nadie en su sano juicio se alegraría de tener que hacerlo, pues todo
el mundo estaba de acuerdo en que Crawdad era el hombre más imprevisible
y heterodoxo de la OSS. Cuando se le encargaba una misión, no le importaba
qué reglas tenía que saltarse para completarla.

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Ahora, en el terreno más escabroso que había visto nunca y bajo unas
condiciones atmosféricas que habrían hecho encogerse al tipo más duro,
Logan tendría que encontrar y entregar un mensaje al legendario Valentine,
que profesaba un odio manifiesto a todo el personal burocrático de la OSS,
salvo a su propio jefe directo, quien había declinado educadamente la
oportunidad de visitar a su subordinado en la guarida de éste. La misión había
sido encomendada a Logan, que sólo disponía, para llevarla a cabo, de un
puñado de indicaciones imprecisas y una vieja fotografía de Valentine.
Advirtió que la rodilla lesionada precisaba la atención médica de un
experto y que, si no continuaba avanzando, la pierna se le hincharía y le
dejaría tan lisiado que no podría volver a moverse. De momento, la herida no
le dolía, por lo que se puso en pie, se subió el cuello de la chaqueta e inició de
nuevo la marcha bajo la lluvia. A lo lejos, tras una cadena de montañas, oyó
el rugido de un trueno como un retumbar de tambores militares sin orden ni
concierto.
Tras alcanzar por fin el otro externo de la zona cubierta de peñascos,
Logan encontró una extensión de terreno enfangado donde se cruzaban tres
senderos. En sus instrucciones aparecía el roquedal, pero no la encrucijada de
caminos, y no supo por cuál de ellos continuar. Mientras repasaba
mentalmente los datos que conocía sobre la ubicación del campamento donde
Valentine vivía con sus partisanos italianos y yugoslavos, apareció tras un
recodo del camino más meridional una gran vaca de pelaje color canela,
seguida por dos muchachos que descargaban sobre su grupa unos golpes
ligeros y repetidos con unas largas fustas de madera. Ambos jóvenes llevaban
a la espalda un fusil y, al advertir la presencia del extraño, descolgaron las
armas y le apuntaron.
—Busco al americano —les dijo Logan en italiano.
Los muchachos sonrieron, se echaron de nuevo los fusiles al hombro y le
indicaron con gestos que les acompañara. Acomodándose a su paso, Logan
avanzó tras ellos y la vaca a duras penas, mientras la pierna herida empezaba
a dolerle de mala manera. Los truenos sonaban ahora más próximos y su
retumbar alcanzaba ya las proporciones de un gran bombo, al mismo tiempo,
empezaron a verse grandes relámpagos cuyos tentáculos parecían descargar a
lo lejos sobre el escarpado terreno.
Tardaron casi dos horas en alcanzar el campamento, levantado entre rocas
junto a un profundo desfiladero y consistente en una serie de refugios de lona
y planchas de hierro acanalado, algunos de ellos simples cobertizos. Cerca de
los refugios hozaban varios cerdos y picoteaba un puñado de gallinas. Cuando

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Logan y sus acompañantes se aproximaron más, empezaron a aparecer
hombres y mujeres armados y pronto se encontraron rodeados por una
muchedumbre. De vez en cuando, alguno de los curiosos empujaba a Logan
con el cañón de su arma, pero el recién llegado se esforzó por mantener el
control de sus emociones, pues recordaba perfectamente lo que le habían
comentado acerca de los partisanos. Éstos no eran leales más que a sí mismos
y, si uno hacía algo que les ofendiera, eran capaces de matarle sin más. Tal
información le había provocado escalofríos al conocerla, pero ahora le ayudó
a mantenerse sereno mientras le manoseaban.
Al adentrarse en el campamento, contó cerca de cuarenta refugios, parecía
haber un centenar de hombres en el cortejo que le rodeaba y, sin duda, debía
de haber más que no alcanzaba a ver. Era una fuerza mucho más numerosa de
la que había esperado encontrar. Los partisanos iban vestidos con ropas de
uniforme de diversos ejércitos y algunos llevaban indumentarias de vivos
colores.
El grupo se detuvo al fondo del campamento y las miradas se volvieron
hacia las rocas. Un hombre enorme con una gorra de béisbol estaba plantado
ante un porche desvencijado, contemplando la escena con una amplia sonrisa.
Logan reconoció de inmediato a Valentine, quien sostenía en la mano derecha
una gallina blanca. De pronto, con unas rotaciones casi imperceptibles de la
muñeca, empezó a voltear el ave como una hélice hasta que se convirtió en
una masa borrosa de la que saltaron varias plumas. Unos segundos más tarde,
Valentine dejó de mover el ave, la decapitó y alargó el brazo sosteniendo el
cuerpo del revés para que se desangrara. Los partisanos se echaron a reír y el
mensajero se sintió súbitamente mareado, pero dos hombres le sostuvieron
antes de que cayera y le condujeron al interior de la improvisada Vivienda.
Valentine despejó una mesa con el brazo dijo a sus hombres que
depositaran allí a Logan. Cuando se hubieron colocado, Valentine le hizo
tenderse de espaldas de un empujón, le desgarró la pernera ensangrentada del
pantalón y empezó a hurgar con rudeza en la herida, haciéndole encogerse de
dolor.
—¿Crawdad? —preguntó Logan con un hilo de voz.
—Llámeme Beau —replicó Valentine con tono festivo. Tráeme el equipo
— ordenó a uno de los partisanos, que revolvió entre un montón de cajas de
un rincón hasta encontrar un maletín negro de cuero.
Valentine lo dejó sobre la mesa, lo abrió y sacó Varios instrumentos y un
rollo de gasa. Tomó unos palmos de ésta y la anudó con fuerza en torno a la
pierna, por encima de la herida.

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Otros partisanos entraron ahora en la choza.
—Esto no va a doler —anunció Valentine—. ¡A mí…! —añadió tras una
pausa y sus hombres se echaron a reír.
—¿Tienen un médico? —preguntó Logan, inquieto.
—Lo más parecido a eso —replicó Valentine mientras seguía estudiando
el instrumental y el equipo de curas.
Abrió un estuche que contenía agujas e hilo de sutura y Logan intentó
incorporarse, pero unas manos enérgicas le mantuvieron inmovilizado.
—¡Espere! —jadeó—. ¿No pensará usted coserme?
Valentine miró a Logan con aire burlón.
—¿Pensar? ¡Claro que no! ¡Voy a hacerlo! —Logan se agitó de nuevo,
pero Valentine le dio unos golpecitos en el pecho, con ademán comprensivo
—. Vamos, chico, tengo mucha experiencia en estas cosas. ¿Dónde está
Umberto? —añadió, recorriendo la multitud con la mirada.
—Aquí —dijo una voz, al tiempo que un hombre enjuto se adelantaba
cojeando.
—Demuéstraselo —dijo Valentine.
Umberto llegó junto a la mesa, se inclinó sobre Logan y le mostró a éste
un rostro desfigurado por una cicatriz que se iniciaba bajo un ojo, descendía
hasta la comisura de los labios, subía de nuevo sobre el centro de la nariz,
bajaba otra vez hasta el otro extremo de la boca y, por último, formaba una
espiral de carne rosada a la derecha del mentón. El tejido tenía un color
rosado intenso, aún inflamado, y la cicatriz tiraba de los músculos faciales
hacia la izquierda. Logan intentó apartar la vista del rostro, pero unas manos
le obligaron a mirar.
—Un buen trabajo, ¿no crees, americano? —preguntó Umberto.
Su aliento apestaba a ajo y el olor, junto con el de los cuerpos sudorosos
de la sala, causó arcadas a Logan.
Valentine sostuvo una botella de Whisky sobre la herida.
—Probablemente va a escocerte un poco —dijo.
Las manos sujetaron con fuerza a Logan, inmovilizándole contra la mesa.
Valentine vertió el whisky en la herida y Logan soltó un grito que llenó la
estancia un largo instante hasta que, por fin, se transformó en un prolongado
lamento.
—¿Lo Ves? —dijo Valentine—. No hay para tanto.
Se quitó la camisa, entregó la botella a otro hombre y adelantó las manos.
Cuando el hombre hubo vertido sobre ellas una buena cantidad del líquido,

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Valentine puso en alto los brazos empapados y observó la rodilla como si
estuviera tomando una decisión.
—Está bien —dijo por fin a la multitud—, ¿qué hora es?
—La una y catorce —dijo una voz.
Bien. Tres a uno a que la cierro en diez minutos —proclamó. Hubo unos
murmullos entre los reunidos.
—No hay apuesta, Valentine —rugió uno de los hombres—. Cinco
minutos, o no hay apuesta.
Valentine frunció el ceño.
—Cerdos. Está bien, cinco minutos. Y, como me siento generoso, subiré
la apuesta a seis contra uno.
Los hombres se arremolinaron al instante en torno a la mesa y, en torno al
paciente, ésta se llenó de billetes y monedas.
Valentine tomó una aguja e intentó enhebrarle un hilo, pero no lo
consiguió hasta que un partisano acercó una linterna para ayudarle. Después,
se inclinó sobre la herida y la examinó.
—Cinco minutos va a ser difícil pero, ¿qué es la vida sin un reto? —Soltó
una carcajada—. Pero antes necesito un tónico.
Un hombre sostuvo en alto una botella de Vino y Valentine bebió de ella
sin utilizar las manos, el rojo líquido le corrió por la barbilla hasta el pecho.
Tras varios tragos, bajó la barbilla, eructó y encogió los hombros.
—¿Qué hora es?
—La una y dieciocho —anunció el cronometrador.
—A sus puestos, listos… ¡ya! —gritó Valentine, al tiempo que introducía
con destreza la aguja curva en la carne de Logan.
El paciente levantó la cabeza con la boca muy abierta, puso los ojos en
blanco y la dejó caer, produciendo un ruido sordo al golpear la madera de la
mesa.
Cuando volvió en sí, Logan estaba en el porche, sentado en una silla, con
la pierna fuertemente envuelta en un paño amarillo grasiento y apoyada en un
pequeño barril de madera. Instintivamente, flexionó los músculos de la pierna
y una punzada de dolor le recorrió el muslo desde la rodilla. Tras comprobar
que permanecer quieto mitigaba el dolor, decidió moverse sólo lo
imprescindible. Miró a su alrededor y observó a Varias personas junto a él en
el porche, había otros partisanos en las proximidades, sentados o de pie sobre
las rocas, mirando hacia abajo. La lluvia había cesado, pero la oscuridad era
mayor que antes y se oía tronar con fuerza. La oscuridad era rasgada por unos

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relámpagos que parecían caer tan cerca que Logan sintió erizársele los pelos
de la nuca. ¿Qué estaban contemplando todos?
Se inclinó ligeramente hacia adelante y vio monte abajo a media docena
de hombres, en pie sobre las rocas y a unos metros de distancia entre sí.
Estaban desnudos, salvo las botas, y cada uno sostenía sobre la cabeza una
vara metálica de tres metros de altura. ¿Qué diablos era aquello?
—Un experimento dijo Valentine desde los peldaños, justo debajo de
Logan. Tenía una botella de vino en la mano y del labio inferior le colgaba un
cigarrillo. —Son alemanes. Rezagados. Topamos con ellos anoche y estos
seis son los únicos que quedaron. No parecen tan todopoderosos con sus
pajaritos colgando bajo la lluvia, ¿verdad?— añadió con una risotada.
Otra serie de relámpagos descargó de pronto y los partisanos empezaron a
hablar animadamente entre sí. Logan intentó analizar la situación:
relámpagos, hombres sobre unas rocas sosteniendo varas metálicas… ¡Oh,
Señor!
—¡Los está utilizando de pararrayos! —gritó—. ¡No puede hacerlo!
Valentine se Volvió y le miró.
—Si fue bueno para Benjamín Franklin, también es bueno para mí.
Apostamos a quién recibe el primero. Aunque, naturalmente, si no sucede
pronto tendremos que fusilarles y acabar de una vez. Resulta mucho más
interesante de esta manera, ¿no te parece?
—Está loco —farfulló Logan.
De pronto, un relámpago cayó al otro lado del campamento y los
partisanos lanzaron un grito enardecido.
—La cosa se va calentando —dijo Beau con visible contento—. Por cierto
—añadió—, ¿qué te trae por aquí?
—Un mensaje —dijo Logan—. En un bolsillo interior del abrigo. Está en
clave.
Valentine cogió el abrigo, lo volvió del revés, sacó del bolsillo indicado
una bolsa de goma para correo y pasó al interior para decodificar el mensaje.
Cuando reapareció minutos después, cayó otro relámpago, esta vez
todavía más cerca que el anterior, y estalló un trueno sobre el lugar, haciendo
que la mayoría de los espectadores se encogieran instintivamente. Mientras
descendía los escalones, Valentine sostenía una metralleta Thompson.
—¡Silencio! Gritó a los partisanos. —¡Tú!— añadió señalando al alemán
más próximo—, ¿eres un científico?
El hombre hizo un enérgico ademán de negativa con la cabeza.
—¡Sólo soy un soldado! —gimió.

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—¿Qué decís los demás? —gritó Valentine, lanzando una piedra ladera
abajo de un puntapié—. Esperaba que fueran científicos, eso me habría
ahorrado un viaje a Alemania.
Se volvió hacia el alemán más próximo y le dijo:
—Vete.
El hombre pareció desconcertado.
—Iros —repitió Valentine, pero los alemanes permanecieron donde
estaban.
De pronto, Beau alzó la Thompson y disparó una ráfaga al suelo delante
de sus prisioneros que dejaron caer inmediatamente las Varillas metálicas y se
alejaron corriendo a toda prisa por el sendero, empujándose y apartándose
unos a otros en su ansia por ser los primeros. Decenas de otras armas
dispararon al aire y se oyeron gritos y risas cuando los alemanes
desaparecieron.
Valentine se volvió hacia Logan.
—Eso sí que me disgusta de Verdad —comentó, irritado—. Ni siquiera
nos han dicho adiós.

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26
16 de mayo de 1945, 8:00
Por muchas veces que subiera a un avión, Petrov siempre se sentía incómodo
en el aire. No era por simple miedo, parecía tratarse más bien de una cuestión
de control. En tierra firme, incluso a bordo de un tren o de un automóvil a
gran Velocidad, siempre tenía la sensación de poder apearse y seguir por su
cuenta en el momento y lugar que él mismo decidiera. Se daba cuenta de que
también podía abandonar un avión, pero ésa sería una acción desesperada, sin
control. También comprendía que era un sentimiento irracional, saltar de un
coche o tren en movimiento era mucho más peligroso incluso que lanzarse en
paracaídas. Sin embargo, no podía evitar el miedo y ya ni siquiera le prestaba
mucha atención. Le molestaba tener que volar, pero lo aceptaba. Las órdenes
eran las órdenes y el deber le exigía ahora este viaje. Le sorprendía pensar que
el Berkut tenía miedo de volar.
Había recibido un mensaje mecanografiado dirigido a «Berkut». Se lo
había entregado el doctor Chenko, quien lo había recibido de Andrei
Vishinsky, el viceministro de Asuntos Exteriores enviado a Berlín por Stalin.
El mensaje, que no llevaba firma, le ordenaba presentarse en Tempelhof para
emprender un vuelo. Petrov sabía quién lo enviaba: sólo había un hombre que
le llamara Berkut. Otra cosa era adónde le llevaría el viaje, no tenía la menor
idea al respecto.
El destino resultó ser Odesa, el puerto ruso en el extremo norte del mar
Negro. Incluso con un moderado viento de cola, el vuelo duró más de seis
horas y ya había oscurecido cuando aterrizaron. Un Packard negro americano
le esperaba en la pista de estacionamiento, con el motor en marcha.
Circularon hacia el nordeste a lo largo de la costa durante casi una hora.
Petrov supo que se aproximaban a su destino por el creciente número de
puestos de seguridad a lo largo de la ruta. Por fin, dejaron la carretera de
grava y tomaron un camino de tierra dejando atrás varios puestos de control
poderosamente armados. En Moscú o en cualquier otro de los retiros y
guaridas de Stalin, se habría procedido a un registro en cada puesto, pero esta
vez, en cada parada, el conductor mostraba rápidamente unos papeles, la
barrera se levantaba al instante y continuaban viaje.

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Desde el asiento posterior, Petrov observó una gran dacha de madera
sobre un montículo. Abajo, a lo lejos, se veía una playa de arena oscura y el
aire tenía un penetrante olor a sal. Advirtió cientos de luces en torno al recinto
y centinelas a pie y en bicicleta, que recorrían constantemente sus zonas
asignadas.
Con un jadeo para remontar la empinada cuesta final hasta el recinto, el
vehículo llegó a una loma cubierta de hierba y se detuvo. Un Centinela abrió
la puerta a Petrov y se hizo a un lado. Otro centinela tomó sus credenciales y
las comprobó con los duplicados y una serie de fotografías. Una vez en el
recinto, tuvo que atravesar el habitual laberinto de guardias y controles
interiores, el mismo sistema que él había instalado en Berlín para su
organización. Observó en las cercanías varias baterías antiaéreas cubiertas
con redes de camuflaje… y supuso que habría una gran antena de radar en
algún lugar de la zona, quizás en el techo de la propia dacha. Al llegar al
edificio, subió una larga escalinata de amplios peldaños de madera, sometió
sus credenciales a un último examen y accedió al interior.
La casa parecía vacía, hecho inesperado para él. Por norma general,
cuanto más se acercaba uno a Stalin, más tupida se volvía la red de seguridad,
en cambio, allí no parecía haber centinelas. Al llegar al pie de una escalera
curva, con pasamanos tallados y adornados, Petrov contempló el lugar. Se
podía oler la decadencia que había producido la Revolución de Octubre y la
guerra civil que siguió. Tal atmósfera precisaba siglos para desaparecer, las
décadas no eran suficientes.
La dacha estaba ricamente amueblada y Petrov pensó qué dirían los
capitalistas si vieran cómo vivía el líder ruso. Sabía que las apariencias eran
engañosas, todos los comunistas tenían que trabajar para mantener lo que
tenían y, al contrario de una clase rica por su cuna, en la Unión Soviética nada
era eterno. Lo que el Partido concedía, el Partido podía retirar… y con
frecuencia lo hacía. Ésta era la diferencia fundamental que pasaría inadvertida
a los capitalistas. Cómo viviera Stalin era irrelevante, lo que debía tenerse en
cuenta era el hecho de que viviera y gobernara.
Hacía mucho que Petrov había conocido a Stalin. El georgiano le había
parecido siempre un hombre basto y simple en ciertos aspectos, pero
complejo y astuto en otros. Cuando era preciso, el hombre podía mostrar un
lustre increíblemente educado y un aire culto. En los años posteriores a la
Revolución, había consolidado su poder enfrentando a las facciones. El estilo
de Stalin era el terror, pero el terror con un objetivo: mantener a las masas y a
los enemigos acorralados y desequilibrados. Sabía que, si contaba con el

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período de tiempo suficiente, podría reeducar a las masas y obligarlas a
aceptar las circunstancias del comunismo. Con los años, la aplicación del
terror e incluso del asesinato en masa moldearía una obediencia total. Una vez
alcanzada la obediencia incuestionada, vendría la eficiencia absoluta. Con
tanta gente, no podía tener éxito otra estrategia. Y entonces, daría a cada cual
según su capacidad según su necesidad. Una vez establecida, tal sociedad
podría avanzar, pero Hitler había interrumpido la progresión. Se trataba de
una línea argumental rudimentaria, pero Petrov la aceptaba.
La escalera espiral tenía una alfombra roja. Desde los muros, las gárgolas
le miraban mientras los espejos reflejaban velas y linternas. No había
electricidad. De pronto, Stalin apareció ante Petrov, bajando por la escalera.
Venía abrochándose la bragueta y mascando un cigarro negro.
Petrov nunca dejaba de sentirse afectado por la presencia de Stalin, no
tanto por lo que éste era como por lo que no era. Stalin tenía la piel coriácea y
el rostro surcado por profundas arrugas. Su mostacho era tupido y constituía
el rasgo más prominente de su cabeza leonina y de su cuerpo menudo. Con
apenas un metro sesenta de estatura, era aún más bajo que Petrov. Josif
Vissarionovich Dzhugashvili, conocido por Stalin, procedía de las clases más
humildes de Rusia. Si hubiera nacido en Alemania, la política hitleriana le
habría condenado a muerte, pues tenía un cuerpo deforme. Su mano derecha
era considerablemente más pequeña que la izquierda, y a menudo la escondía
tras la espalda durante las apariciones públicas. Tenía el segundo y tercer
dedo del pie izquierdo fusionados y siempre nadaba y paseaba por las playas
con los zapatos puestos, incluso durante sus periodos de Vacaciones en sus
rincones favoritos. Su brazo izquierdo era más corto que el derecho como
consecuencia de un accidente de juventud, tenía los dientes amarillentos y
caminaba encorvado. En conjunto, era una prueba viviente de algún accidente
genético.
Petrov no sostenía ideas equivocadas acerca de su líder. Aunque Stalin le
había situado en la periferia del círculo interno del poder soviético, sabía que
su posición era inestable y se basaba únicamente en su capacidad de
actuación. Un fracaso le significaría el exilio a Siberia en el mejor de los
casos… o la muerte como destino más probable. Stalin no toleraba los
fracasos ni las debilidades.
Con los años, Petrov había aprendido las costumbres de su líder,
estudiándolas a fondo. Hablar con él en privado, de persona a persona, era
igual que tratar con él en público o en grupo. Stalin era siempre el dirigente

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máximo de la URSS y no permitía que nadie lo olvidara. Era un hombre de
costumbres fijas y no las modificaba por ninguna persona o circunstancia.
Su voz, aunque áspera, poseía cierta claridad, un tono peculiar difícil de
imitar, y hablaba ruso con un marcado acento georgiano. Ahora, al ver a
Petrov, Stalin le dirigió una sonrisa franca.
—¿Ha encontrado a ese cerdo? —preguntó con voz estentórea desde lo
alto de la escalera. Petrov titubeó mientras Stalin descendía los peldaños que
le quedaban, con pisadas estruendosas—. Aquí puede hablar sin reservas, no
es como el Kremlin, donde hasta las cómodas tienen oídos.
Soltó una carcajada e invitó a Petrov a pasar a un gran salón donde les
esperaban unos sillones acolchados y una gran mesa rebosante de comida.
Había té caliente humeando en una tetera de lata con una serpiente enroscada
por mango, botellas de vodka en fundas de cuero repujadas a mano, bandejas
rebosantes de caviar y de salmón ahumado, roscas de pan con un cuchillo de
plata clavado en cada una, grandes porciones de queso fresco en cazuelitas de
oro, huevos en salmuera, masas de mantequilla como pilas de nieve en
pesados cuencos de cristal que refulgían bajo a luz indirecta.
—Coma —le animó Stalin—. Hablaremos mientras tomamos algo.
Quiero tener noticias de Berlín. Ya sabe que he tenido noticias de Zukov. El
general me llena el despacho de telegramas hasta que vuelan en remolinos
bajo la brisa, como las hojas de otoño. En público, ese hombre es un rostro de
granito, en privado, jamás emplea una palabra si puede usar cien. Zukov
afirma que Hitler ha muerto y punto. Que se pegó un tiro en la cabeza. Yo no
puedo tragarme que Hitler tuviera narices para disparar contra sí mismo como
un hombre.
Petrov se llenó el plato y se sirvió una taza de té oscuro. Los dos hombres
se sentaron en un largo banco con gruesos cojines, sosteniendo los platos
sobre las piernas.
—Coma —insistió Stalin, con voz entusiasta—. Pruebe el caviar y el
pescado.
Las comidas con Stalin eran engañosas. Siempre aparecía como un
anfitrión ameno, interesado en que sus invitados lo probaran todo, pero Petrov
sabía que no era la hospitalidad lo que le movía. El líder ruso temía ser
envenenado por sus enemigos y cada comida era para él un ejercicio de terror
precaución. Petrov sabía que toda la comida de Stalin era cultivada en una
granja especial cuidada por agentes de la policía política, es decir, por sus
propios hombres. Los productos eran enviados directamente desde la granja a
un laboratorio especial donde eran analizados en bruto, y cada producto era

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etiquetado con los resultados de los análisis químicos. La etiqueta llevaba
también el nombre del técnico que había efectuado la prueba. El té favorito de
Stalin era una mezcla especial cuyo suministro controlaba una mujer que
viajaba con el séquito de su jefe dondequiera que éste iba. En las comidas,
Stalin no probaba los platos hasta que no eran catados por uno de los
invitados y transcurría un plazo razonable para la aparición de los posibles
síntomas. Quienes compartían su mesa con frecuencia aprendían pronto sus
hábitos y engordaban considerablemente.
Petrov pinchó el salmón ahumado y cortó un buen bocado con los dientes.
Lo acompañó con un pedazo de pan untado de blanda mantequilla, un huevo
en salmuera espolvoreado con pimienta y un sorbo de té caliente, en el cual
disolvió una cucharadita de miel.
Al cabo de un rato, Stalin batió las manos y empezó a comer.
—Pruebe el esturión —invitó a Petrov con los carrillos hinchados de
salmón.
A Stalin le encantaba el esturión. Petrov apartó las espinas de una rodaja y
la probó, masticando lentamente. Cuando hubo transcurrido el tiempo
suficiente, Stalin se volcó sobre el pescado y devoró una cantidad que Petrov
calculó en casi un kilo. Por ser un hombrecillo temeroso de ser envenenado, el
líder soviético engullía cantidades prodigiosas de comida.
—Así pues —dijo Stalin tras una serie de eructos—, ¿qué me trae el
Berkut?
—Creo que hay muchas probabilidades de que aún siga vivo.
Stalin se echó a reír y estuvo a punto de volcar el plato.
—¡Lo sabía! ¡Ese maldito tonto de Zukov, nuestro vengador en Berlín!
Sólo actúa para la prensa occidental. Ese hombre sólo busca el poder. Hitler
está muerto, dice el gran Zukov. Tengo su cadáver, afirma orgulloso Zukov.
¡Sandeces!
—Es posible que, efectivamente, tenga el cadáver —dijo Petrov sin
emoción en la voz.
—Es usted un cerdo, Petrov —susurró Stalin frunciendo el ceño—. No me
venga con sus malditos equívocos intelectuales. No trate de conservar abiertas
todas las puertas. El criminal de guerra número uno para el pueblo soviético
está muerto o está vivo, una de dos. Yo no soy un miembro de su equipo de
brillantes cerebros, evasivo hijo de perra. Sólo hay dos posibilidades: está
muerto o está vivo. Y su trabajo consiste en decirme cuál de ellas es la
verdadera.

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Petrov se recordó que debía proceder con cautela. Stalin le estaba
reconviniendo de manera amistosa, pero un paso en falso podía provocar en el
líder una explosión de furia y, cuando perdía el control de sí mismo, cualquier
cosa era posible.
—Déjeme explicarle —dijo Petrov, y expuso su relato de los hechos
según los había descubierto el Grupo de Operaciones Especiales.
Stalin escuchó con atención, sin interrumpirle. Cuando Petrov hubo
terminado, comentó:
—Usted basa su opinión en las mentiras de la muchacha, en el estómago
sin rastros de lechuga y en la presencia de un solo testículo, ¿no es eso?
—Y en el encuentro con el Centinela, el día treinta de abril.
—El cuerpo que tiene Zukov es un doble, ¿no es eso lo que usted opina?
—Sí.
—¿Está seguro de que el hombre se envenenó y disparó al mismo tiempo?
—Eso es lo que demuestra nuestro análisis de las pruebas forenses.
Stalin le miró, se puso en pie, encendió un cigarrillo negro ruso y fijó la
mirada en el otro extremo de la sala.
—Se equivoca usted —dijo al fin con voz solemne. Petrov se puso tenso
—. La prueba clave, camarada Petrov —prosiguió Stalin—, es ese disparo.
Siempre he dicho que ese cobarde no se pegaría un tiro. Si el cuerpo que tiene
Zukov presenta un agujero de bala, no es el de Hitler. Es lo único que necesito
saber para apoyar su tesis.
—El disparo le pudo haber sido hecho después de envenenarse —planteó
Petrov.
—¡Jamás! Ninguno de sus camaradas habría tenido narices para disparar
sobre él, ni siquiera ya muerto.
Petrov asintió. Con ese tipo de opiniones, uno no podía discutir. Además,
la conversación estaba tomando un cariz favorable.
—Ha interrogado ya a todos esos cerdos nazis. ¿A qué conclusiones ha
llegado? ¿Se trata de una conspiración?
—Indudablemente, pero su cómplice tiene que haber sido alguien externo
a su círculo íntimo. Estoy absolutamente seguro de que todos los presentes en
el búnker, sin excepción, creyeron que Hitler se había suicidado.
—¿Dónde está Skorzeny? —preguntó de pronto Stalin.
—No comprendo…
—Otto Skorzeny, el matón de Hitler. Reaccionando ante la inesperada
aparición del jefe de comandos alemán en la conversación, Petrov respondió:
—Conocemos a ese hombre…

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Stalin no hizo caso de sus palabras y continuó:
—Skorzeny rescató a Mussolini. Skorzeny capturó Horthy. Skorzeny
asesinó a varios de nuestros militares clave. Cada vez que Hitler tiene un
problema, Skorzeny es el hombre a quien recurre. Encuéntrelo, Petrov.
—Hasta el momento no existe ninguna evidencia de que Skorzeny esté
implicado —respondió éste con rotundidad. Ninguno de los prisioneros le a
mencionado y no estuvo en el búnker con Hitler desde el mes de diciembre,
como mínimo.
Stalin tomó asiento junto a Petrov y le puso la mano en el hombro.
—Escúcheme, Petrov. No he llegado a esto —y recorrió la gran sala con
un amplio gesto de la mano— sin ayuda de un instinto condenadamente
preciso. El corazón me dice que Skorzeny está involucrado. Regrese a
Alemania y encuéntrelo. —Golpeó el pecho de Petrov con el dedo índice en
un gesto rudo—. Coronel Otto Skorzeny, de las SS. Búsquelo él le llevará a
Hitler. Siempre van juntos, como el pedo y su hedor.
El líder soviético cruzó la estancia con grandes Zancadas, dio media
vuelta y regresó. Su voz se hizo más suave.
—Ya tiene sus órdenes, mi pequeño Berkut. Y algo más importante
todavía, tiene usted mi autorización directa. Haga lo que tenga que hacer. —
De pronto, se llevó la mano a los abultados bolsillos superiores de su guerrera
y sacó de ellos varias carteras de cuero del tamaño de monederos—. Tome
esto —dijo entonces, dejándolas caer en el regazo de Petrov, quien notó su
peso—. Su unidad es de cinco hombres, ¿me equivoco?
—No.
—Ahí tiene una para cada uno —añadió con una carcajada. Después, miró
fijamente a Petrov y bajó la voz para añadir—: Sé que lo conseguirá,
camarada. Tráigame a ese criminal y me ayudará a castigarle de una manera
que sólo él será capaz de apreciar.
De pronto, su humor cambió. Con un destello en la mirada, asió a Petrov
por los brazos.
—¡Le daremos a ese perro un buen business! —añadió utilizando el
término de argot de una de sus películas de gangsters norteamericanas, sus
favoritas.
Petrov continuó comiendo una vez Stalin se hubo retirado.
El avión esperaría. Extendió las carterítas de cuero sobre el cojín más
próximo y abrió la trabilla negra que cerraba una de ellas. Lo que encontró en
el interior era tan inesperado y valioso que dejó de masticar y estuvo a punto
de atragantarse. Cada carterita contenía una placa esmaltada de color rojo

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intenso en la que aparecía el sello del despacho de Stalin y las palabras,
«Autoridad Absoluta» grabadas. Petrov había oído hablar en ocasiones de
aquellos salvoconductos, pero nunca había visto ninguno. Aquellas placas
abrirían cualquier puerta a su grupo, pues lo que tenía en sus manos eran
cinco licencias que le reconocían un poder sin límites. Aquellas excepcionales
placas recibían el nombre de Distintivo Rojo. Petrov sonrió, cerró la, carterita
de cuero y continuó comiendo.

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27
17 de mayo de 1945, 19:00
Durante el vuelo de regreso desde Qdesa, Petrov durmió a intervalos. Era ya
tarde cuando el avión rodó finalmente con un traqueteo por la pista llena de
baches del aeropuerto de Tempelhof. Cuando Llegó a la terminal, el jefe del
Grupo de Operaciones especiales había encontrado un nuevo impulso de
energía.
Sus hombres le aguardaban en el cuartel general del grupo. Gnedin tenía
los pies sobre el escritorio, con un grueso fajo de papeles sobre las piernas.
Bailov estaba dormido y roncaba ligeramente en un catre con la cabeza
cubierta por una gruesa chaqueta. Rivitsky estaba escribiendo y Ezdovo tenía
todas las piezas de una pistola automática desmontadas y extendidas ante sí,
sobre una toalla. Petrov se dirigió inmediatamente a la mesa y colocó las
cinco carteritas de cuero una junto a otra. Ezdovo alertó a Bailov con el pie y
el segundo despertó con un resoplido. Los cuatro hombres se congregaron en
torno a su líder.
—Tomad una —dijo Petrov.
Cada hombre cogió una de las carteritas sin decir palabra y la abrió,
Petrov observó sus reacciones.
—El Distintivo Rojo —exclamó Gnedin con un silbido—. Había oído
hablar de ello, pero nunca había creído que existiera.
—Pues el peso confirma que son muy reales —comentó Pretrov.
Ezdovo contempló su placa con rostro impasible. —La licencia más alta
— comentó Rivitsky pasando los dedos por el metal lacado—. Has visto al
Jefe.
—En Odesa.
—Un largo vuelo —dijo Rivitsky con una sonrisa, pues todos sabían lo
mucho que Petrov odiaba volar.
—Largo e incómodo —asintió Petrov con voz avinagrada—. ¿Entendéis
qué significa esa placa? El camarada Stalin ha sido informado de nuestros
descubrimientos. —Y está de acuerdo con las conclusiones— añadió
Rivitsky, levantando su carterita.
—Stalin me ha recordado la tendencia de Hitler a utilizar los servicios de
Skorzeny para las misiones especiales —resumió Petrov—. Cree que ese

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hombre debe estar implicado en el asunto.
_No estoy de acuerdo —dijo Rivitsky—. Sería demasiado obvio.
—He meditado un poco sobre el tema y comparto tu opinión —asintió
Petrov—. Es posible que, si no Skorzeny, sea alguno de los miembros de su
unidad especial. Stalin tiene razón al pensar que los hombres de Skorzeny
serían los colaboradores más probables en una trama de este tipo. Dudo, sin
embargo, de que Hitler recurriera otra vez a Skorzeny. Es demasiado
conocido. En cambio, uno de sus hombres… Ésa es una posibilidad que
debemos examinar.
—El nombre de Skorzeny no ha aparecido durante los interrogatorios —
apuntó Bailov.
_Es cierto —asintió Petrov—. Aun así, necesitamos saber dónde estaba y
qué misión tenía al final. ¿Dónde estaba su unidad? ¿Quién era su gente, su
personal clave? Hay demasiados interrogantes para sacar conclusiones ahora.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Rivitsky—. Podemos estar
seguros de que hay registros, estos alemanes lo apuntan todo.
—Apuntan hasta los movimientos intestinales —añadió Ezdovo con un
gruñido.
—¿Es posible que esos documentos Fueran enviados al sur en abril, como
parte del traslado a Berchtergaden? —preguntó Rivitsky.
—Todo esto debe clarificarse de manera ordenada —dijo Petrov. Sus
hombres no dudaban de conseguirlo.
El Führerbunker estaba como lo habían visto la última vez. El generador
guardaba silencio y no había luz. Ezdovo llenó el depósito del generador con
gasóleo y lo puso en marcha. Había poca guardia soviética en el lugar. Un
soldado solitario, un mongol de rostro plano, apareció sentado en el suelo a la
entrada del búnker y alzó la mirada hacia ellos, mientras daba cuenta de un
pedazo de pescado seco con las manos sucias. Tenía el fusil apoyado en la
pared, lejos de su alcance. Al parecer, los escalones superiores del Ejército
Rojo no veían la necesidad de aislar la instalación, se dijo Petrov. Tenían el
cadáver de Hitler y el lugar ya no era importante, su categoría se había
reducido al de mera curiosidad histórica, punto de atracción para quienes
quisieran ver el lugar donde Hitler se había suicidado.
Rivitsky y Ezdovo intentaron conversar con el oriental, pero no
encontraron ningún idioma común. El hombre hizo una mueca, les indicó que
entraran con un gesto y se dedicó de nuevo a comer.
Abajo, en el búnker, había agua en el suelo. Parecía que el lugar había
tenido muchos visitantes durante los últimos tres días: el mobiliario estaba

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destrozado y había papeles por todas partes. Como en todos los demás
edificios alemanes, las tazas de los retretes habían sido retiradas.
—Buscamos archivos, expedientes, documentos oficiales.
Fotografiaremos lo que encontremos y dejaremos aquí los originales —indicó
Petrov.
—¿Por qué molestarse? —quiso saber Bailov—. Podemos llevarnos lo
que queramos. Nadie lo echará de menos en este caos.
—No —replicó Petrov—. En algún momento, el ejército despertará, se
dará cuenta de lo que tiene aquí y lo reclamará por motivos históricos.
Dejaremos lo que encontremos.
Los miembros del equipo se encogieron de hombros. Cuando su jefe les
hubo dado las instrucciones, se separaron individualmente para iniciar la
investigación. Petrov aguardó en el corredor ante los aposentos de Hitler,
sentado sobre una gran mesa que el Führer había utilizado para las
conferencias militares.
Ezdovo fue el primero en volver para informar, cargado con varios
volúmenes empapados en agua y que trataban de la arquitectura de los teatros
de ópera. La expresión de Petrov le indicó que su esfuerzo no era apreciado.
El siberiano dejó caer los libros sobre la mesa y se retiró rápidamente a un
cubículo próximo.
Después de peinar los dos niveles del búnker durante tres horas, seguían
con las manos vacías y Petrov decidió continuar la búsqueda en la Cancillería.
Se reunieron en la misma gran sala del sótano donde habían encontrado al
doctor Haase. Petrov consideró que, si quedaba algún registro, debería estar
bajo, tierra, lejos de la artillería.
Fue Ezdovo quien lo encontró: hileras de cajas de madera llenas de
carpetas. Estaban guardadas en un corredor en la zona, occidental del edificio
que los nazis llamaban Nueva Cancillería. Había más de un centenar de
embalajes, cajas de dos metros apiladas de cuatro en fondo. En cada caja
había un rótulo en pulcra caligrafía con la relación de lo que contenía, veinte
de ellas ostentaban la palabra PERSONAL.
Dentro de las cajas, las carpetas estaban clasificadas alfabéticamente. Era
todo demasiado limpio y fácil para ser verdad y sonrieron al revisar el
contenido. Cuando encontraron el expediente de Skorzeny, Petrov decidió
quedárselo.
—Esto es diferente de los papeles del búnker —dijo a sus hombres—.
Todo cuanto encontremos aquí sin duda está por duplicado en otra parte. La
redundancia es la clave para la seguridad de los registros y archivos.

Página 172
Al caer la noche regresaron a su cuartel general, regocijados. Petrov leyó
detenidamente para sí el expediente de Skorzeny y luego lo repitió en voz alta
a sus hombres. Igual que Hitler, Skorzeny era un austríaco nacido en Viena.
Había solicitado el ingreso en la Luftwaffe, pero le habían rechazado para
volar. Posteriormente, ingresó en el Liebstandarte Adolf Hitler Regiment en
1940 y sirvió con su unidad en varias campañas en Francia, Holanda y Rusia,
donde sufrió un grave ataque de cálculos biliares y fue repatriado a Alemania
para ser tratado. El informe médico era detallado y extenso. En Berlín,
Skorzeny fue adscrito inicialmente a un puesto administrativo, pero en 1943
fue trasladado a una subsección de la Oficina de Seguridad Principal del
Reich y se le otorgó el mando de la unidad de operaciones especiales
Friedenthal. La unidad tenía la base en Berlín, pero utilizaba unas
instalaciones de prácticas cerca de Munich. La última anotación del
expediente indicaba que Skorzeny estaba destinado como comandante de
división en el Cuerpo de Ejércitos de Bach-Zelewski, en el frente del río
Oder.
Cuando Petrov terminó de leer, los hombres expresaron una opinión
unánime: alguien tendría que ir a Munich. Después de peinar los dos niveles
del búnker durante tres horas, seguían con las manos vacías y Petrov decidió
continuar la búsqueda en la Cancillería. Se reunieron en la misma gran sala
del sótano donde habían encontrado al doctor Haase. Petrov consideró que, si
quedaba algún registro, debería estar bajo, tierra, lejos de la artillería.
Fue Ezdovo quien lo encontró: hileras de cajas de madera llenas de
carpetas. Estaban guardadas en un corredor en la zona, occidental del edificio
que los nazis llamaban Nueva Cancillería. Había más de un centenar de
embalajes, cajas de dos metros apiladas de cuatro en fondo. En cada caja
había un rótulo en pulcra caligrafía con la relación de lo que contenía, veinte
de ellas ostentaban la palabra PERSONAL.
Dentro de las cajas, las carpetas estaban clasificadas alfabéticamente. Era
todo demasiado limpio y fácil para ser verdad y sonrieron al revisar el
contenido. Cuando encontraron el expediente de Skorzeny, Petrov decidió
quedárselo.
—Esto es diferente de los papeles del búnker —dijo a sus hombres—.
Todo cuanto encontremos aquí sin duda está por duplicado en otra parte. La
redundancia es la clave para la seguridad de los registros y archivos.
Al caer la noche regresaron a su cuartel general, regocijados. Petrov leyó
detenidamente para sí el expediente de Skorzeny y luego lo repitió en voz alta
a sus hombres. Igual que Hitler, Skorzeny era un austríaco nacido en Viena.

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Había solicitado el ingreso en la Luftwaffe, pero le habían rechazado para
volar. Posteriormente, ingresó en el Liebstandarte Adolf Hitler Regiment en
1940 y sirvió con su unidad en varias campañas en Francia, Holanda y Rusia,
donde sufrió un grave ataque de cálculos biliares y fue repatriado a Alemania
para ser tratado. El informe médico era detallado y extenso. En Berlín,
Skorzeny fue adscrito inicialmente a un puesto administrativo, pero en 1943
fue trasladado a una subsección de la Oficina de Seguridad Principal del
Reich y se le otorgó el mando de la unidad de operaciones especiales
Friedenthal. La unidad tenía la base en Berlín, pero utilizaba unas
instalaciones de prácticas cerca de Munich. La última anotación del
expediente indicaba que Skorzeny estaba destinado como comandante de
división en el Cuerpo de Ejércitos de Bach-Zelewski, en el frente del río
Oder.
Cuando Petrov terminó de leer, los hombres expresaron una opinión
unánime: alguien tendría que ir a Munich.
—Si Skorzeny estaba en el Oder, probablemente estará muerto —comentó
Rivitsky a los demás.
—Es posible —le interrumpió Petrov—. Pero no parece ser un hombre de
los que se dejan matar en una simple batalla. Puede que estuviera en el Oder
en algún momento, pero sospecho que no estaba allí cuando pasamos al río. Si
sigue vivo, le encontraremos en otra parte.
—Así, ¿nos vamos a Munich? Preguntó Gnedin.
—Irán Rivitsky y Ezdovo. Haré los preparativos a través del camarada
Vishinsky. De momento, los americanos se muestran amistosos con nosotros,
pero eso no durará con la agitación que causan los británicos, de modo que
debemos actuar deprisa.
Petrov indicó a los dos hombres lo que buscaba.
—No me importa el propio Skorzeny, quiero sus documentos. Buscamos
los nombres de los oficiales de la Friedenthal, por lo menos, los claves, y, a
ser posible, la lista entera.

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19 de mayo de 1945, 12:05
Los norteamericanos se mostraron receptivos a la solicitud formulada por
Vishinsky a través de los canales oficiales. Su única condición fue que debían
ser escoltados en todo momento mientras permanecieran en zona americana.
Ezdovo y Rivitsky serían recibidos por su escolta en el aeropuerto. El vuelo a
Baviera fue difícil, un poderoso frente nuboso primaveral había topado con
los Alpes y cubría como un velo el sur de Alemania.
Encontraron a su acompañante norteamericano, un capitán del ejército,
esperándoles. Era de edad madura, enjuto, de cabello castaño muy corto y
nariz recta que sobresalía entre unos pómulos altos. Tenía las orejas
despegadas bajo un sombrero de Cowboy que alguna vez había sido blanco
pero ahora mostraba un tono gris sucio y el uniforme manchado de sudor le
venía grande, demasiado holgado para su delgada complexión. El hombre
llevaba un uniforme de combate casi blanco a causa del sudor y del uso, y las
punteras de sus botas de cuero presentaban profundos arañazos en la parte
exterior. De su cintura colgaba una Browning 45 en una funda de arrugado
cuero negro, que llevaba atada al muslo con un cordón de zapato descolorido,
En la parte exterior de la pantorrilla derecha lleva sujeta una bayoneta y sobre
el bolsillo izquierdo de la guerrera lucía una insignia metálica de paracaidista.
El capitán tenía uno ojos claros como los de un gato y la impresión general
que producía era amenazadora. Rivitsky y Ezdovo reconocieron los rasgos,
era un oficial de primera línea de frente, alguien igual a ellos, y no un vulgar
ratón de retaguardia.
—Camaradas Rivitsky y Ezdovo —les recibió el capitán en un ruso
sorprendentemente fluido—, bienvenidos a Munich. Soy el capitán Molanaro.
Me han encargado acompañarles y cuidar de ustedes. Miro directamente a
Ezdovo y añadió. —Aunque ninguno de los dos tiene mucho aspecto de
necesitar que le cuiden.
Los tres se echaron a reír.
—Gracias —dijo Rivitsky—. Estamos encantados de que hable nuestro
idioma, pero no es necesario. Queremos aprovechar la oportunidad para
practicar nuestro inglés.

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—Si no le importa, camarada, insisto en practicar mi ruso. He de
reconocer que estoy un poco disgustado porque pensábamos que íbamos a
encontrarnos con sus tropas en Berlín, pero supongo que las cosas no tomaron
esa dirección. —Rivitsky creyó apreciar cierta amargura en el comentario del
oficial—. ¿A qué unidad pertenecen? —preguntó el capitán—. No estamos
autorizados para revelarlo — respondió Rivitsky, imperturbable.
—Que me meta la lengua en el culo —rezongó el capitán en inglés. Los
rusos desconocían la frase de argot, pero el tono daba a entender el sentido—.
De qué se trata, ¿de Frauleins o de nazis?
—Hemos venido a investigar una unidad de SS que se entrenaba en esta
zona. Nuestra misión es encontrar sus archivos personales. Rivitsky entregó al
capitán un papel con el nombre y número de la unidad.
—¿Criminales de guerra? —preguntó Molanaro—. ¿Alguna relación con
los campos de exterminio?
—Algo así —respondió Rivitsky, siempre imperturbable.
—Aquí cerca hay un campo de concentración —dijo el capitán—.
Dachau. Lo liberamos nosotros. No quiero volver a pasar jamás por algo
parecido mientras viva. Era una auténtica mierda. En ese campo mataban
judíos. Los gaseaban y luego quemaban los cadáveres en hornos. Hombres,
mujeres, niños… Jamás había visto nada igual, ni en una pesadilla. Si van tras
la gente que dirigía ese lugar o algo parecido, les ayudaremos en lo que
podamos. Nosotros también los queremos.
—Les cortaremos las pelotas juntos —gruñó Ezdovo mientras movía un
dedo el aire como un cuchillo, para dar énfasis a sus palabras.
—Exacto —asintió el capitán, dando unos golpecitos sobre su bayoneta
—. Tengo un jeep.
Hubieran tardado casi lo mismo a pie que en el vehículo. Munich estaba
seriamente dañada y su centro había quedado reducido a un puñado de
edificios en ruinas y montones de cascotes. Civiles alemanes recogían las
ruinas con palas y martillos. Los cascotes eran cargados en carros planos de
ruedas de goma, tirados por caballos. Los animales permanecían quietos bajo
los arreos, espantando moscas con el rabo.
—Veo que van muy bien armados —comentó Rivitsky mientras
avanzaban. Todavía hay resistencia en esta zona. Francotiradores esporádicos.
Algunas unidades de SS consiguieron permanecer agrupadas al final, justo en
la frontera austriaca. De vez en cuando, alguna de ellas se infiltra en
Alemania, de modo que todavía hay algunos combates. Cerdos fanáticos. En
cambio, en Munich no queda un solo nazi. Todos han muerto o han huido,

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sencillamente —dijo el capitán en tono sarcástico mientras conducía el jeep
entre peatones y otros vehículos aliados—. Hace un mes eran la raza superior
y ahora nos están besando las botas como libertadores. Esos alemanes no son
de fiar.
—Van ustedes aprendiendo —comentó Ezdovo—. Nosotros ya sabíamos
desde hace mucho tiempo que no podíamos fiarnos de ellos.
—Pero su gobierno firmó un tratado con ellos —replicó Molanaro.
—Es cierto. Nuestro gobierno. Nosotros no controlamos a nuestros
políticos más que ustedes a los suyos. Seguro que había buenas razones para
firmar el tratado, igual de seguro como que el camarada Stalin no me llamará
nunca a Moscú para explicármelas —explicó Rivitsky, imperturbable.
—Entiendo a qué se refiere. Truman no me deja intervenir en nada, igual
que tampoco lo hizo antes Roosevelt.
Todos se echaron a reír.
Cerca del centro de Munich, el norteamericano se detuvo ante el cuartel
general provisional de la Policía Militar, una gran carpa ovalada de lona
sostenida con postes hechos con troncos de pinos recién cortados. El capitán
desapareció en el interior y regresó momentos después con una sonrisa.
—No hay problema —informó—. Nuestra PM siempre sabe dónde está
todo. El comandante de ahí dentro me ha dicho que los SS tenían un
campamento al sur de la ciudad, en las colinas. He conseguido un
salvoconducto para cruzar los puestos de seguridad.
El capitán condujo el jeep por un trecho plagado de cráteres dejados por
las bombas. Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, os edificios estaban
menos dañados y la vida parecía más normal. Mientras se internaban por el
terreno de colinas, en una suave ascensión, pasaron esporádicos controles a
cargo de pequeñas patrullas de soldados. Los campos estaban salpicados de
vehículos quemados y en un par de ocasiones vieron grandes contingentes de
civiles cavando en los campos, bajo la vigilancia de soldados americanos.
—Justo al final hubo una lucha realmente feroz en esta zona —dijo el
capitán en inglés—. Todavía están enterrando muertos.
Su destino era un pequeño campamento recogido al fondo de un estrecho
valle, rodeado por un bosque de pinos. Junto a la carretera florecían las lilas y
entre las hierbas empezaban a asomar lechos de florecillas silvestres rojas y
blancas. El aroma era delicioso y el sol, ya alto, les calentaba. El frente frío
parecía disolverse por fin. Para un ojo poco experto, el campamento era una
de tantas pequeñas instalaciones militares, pero tanto los rusos como el
americano advirtieron al instante que allí había algo extraño.

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—Torres de salto. Un lugar extraño para entrenarse en eso —comentó el
capitán norteamericano, señalando el lugar—. Demasiadas montañas.
El campamento estaba cercado por varias barreras de alambrada de mas
de tres metros de altura, dispuestas en tres círculos. Dieron por supuesto que
las zonas abiertas entre barrera y barrera estarían minadas y pronto
encontraron rótulos en inglés y en alemán que lo confirmaban. Un PM con
una camiseta color verde guisante les detuvo en la puerta, echó un vistazo a
sus pases y les indicó que pasaran sin pronunciar una sola palabra. El
campamento principal comprendía una decena de edificios en torno a un patio
central de tierra. En el centro del patio se alzaba un asta entre un montón
irregular de rocas blancas. Cerca de los edificios había una gran piscina al aire
libre con trampolines a diferentes alturas en uno de los extremos. Junto a
falda de una colina había también un campo de tiro, la zona donde hacían
impacto los disparos de prácticas aparecía pelada.
La tierra desmenuzada formaba una cicatriz en el verde de la ladera. En
todos los edificios habían sido colocados carteles en inglés.
El grupo encontró el edificio en el que se había instalado el cuartel general
y aparcó el jeep ante la puerta. El interior se parecía a la sala de oficiales de
cualquier ejército del mundo: escritorios de madera, asientos y tabiques de
tablones apenas desbastados. Alguien había quitado de la pared un cuadro o
fotografía, dejando el perfil polvoriento del marco, sin duda, desde allí había
presidido el retrato de Hitler. Los archivadores metálicos de la sala estaban
vacíos pero, después de una breve búsqueda, los investigadores encontraron el
contenido de los archivos dispuesto en cajas en un sótano de suelo de tierra
bajo el edificio. Las carpetas de los expedientes estaban secas y perfectamente
ordenadas.
Los tres hombres pasaron el resto de la jornada repasando los
documentos. El norteamericano ansiaba como los rusos descubrir los datos
que aportaban. Poco a poco, fueron rehaciendo la lista a partir de los registros,
y la unidad que había empezado siendo un mero nombre y un número
comenzó a cobrar forma como una entidad viva. A todos les sorprendió
comprobar la tremenda audacia de las misiones que habían emprendido los
comandos.
Avanzada la tarde, el capitán norteamericano pareció quedar
repentinamente atónito.
—¡Maldita sea! —gritó a sus acompañantes—. ¡Ésta es la unidad de
Skorzeny!

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Los rusos le observaron sin comprender el motivo de su exclamación.
Llevaban todo el día leyendo documentos con la firma de Skorzeny y les
extrañó que el capitán reaccionara tan tarde ante aquel dato.
—General de división Otto Skorzeny —dijo Rivitsky.
—¡Vaya! Dijo el capitán americano con un silbido. —Según nuestros
últimos datos, no era más que un simple coronel. Mi unidad topó con ese
cerdo en las Ardenas, había infiltrado sus grupos de acción tras nuestras líneas
con uniformes norteamericanos. Los malditos hablaban inglés como
verdaderos americanos, cambiaron señales de tráfico, volaron puentes y nos
volvieron literalmente locos. Perdí a muchos de mis chicos por causa de ese
tipo y me encantaría saldar las cuentas con ese hijo de perra.
—Skorzeny dirigía una operación especial de comando —dijo Ezdovo.
—Y no era cualquier cosa esa unidad —asintió Molanaro—. Skorzeny
envió un grupo especial para matar a Ike en París durante la batalla de las
Ardenas. Sus hombres saltaron en paracaídas sobre Francia, vestidos con
hábitos de monjas, ¿se lo imaginan?
—¿Matar a quién? —inquirió Ezdovo.
—Al general Dwight «Ike» Eisenhower, el comandante en jefe de las
fuerzas aliadas —explicó Molanaro.
—¿Con hábitos de monjas? —preguntó Rivitsky.
—De monjitas católicas, mujeres dedicadas a Dios que visten ropas
negras largas hasta los pies y tocas blancas en la cabeza —siguió explicando
el norteamericano.
—Mujeres del Papa —murmuró Rivitsjy, cayendo en la cuenta de a qué se
refería su interlocutor.
—¡Lo había olvidado! —comentó el capitán con una carcajada—.
Ustedes, por ser ateos y todo eso, es probable que no vean demasiados
comedores de caballa en su país. —Vio que los rusos no le entendían y
añadió, a modo de explicación—: Los católicos comen pescado, la caballa es
un pescado.
Ezdovo y Rivitsky asintieron.
—En Rusia hay católicos —afirmó el primero—. Antes de la Revolución
eran muchos. No todos en Rusia somos ateos. La gente sigue acudiendo a las
iglesias, pero éstas y los sacerdotes no pueden intervenir en los asuntos de
Estado. Creo que Vuestra Constitución norteamericana también establece la
separación entre Iglesia y Estado.
Al anochecer, Rivitsky consideró que ya tenían lo que necesitaban.
Quedaba un punto oscuro: no aparecía el nombre ni el expediente del oficial

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encargado de planes y operaciones de la unidad. Todos los documentos de la
organización iban firmados por Skorzeny o por un sargento llamado Rau,
cuyo expediente personal destacaba también por su ausencia. En cambio,
encontraron media docena de documentos con el nombre de Skorzeny
mecanografiado, pero sin firma, en su lugar, aparecía únicamente la inicial
«B». Como no había más registros, una vez fotografiados todos los originales
los soviéticos decidieron regresar a Munich.
Antes de partir, realizaron una rápida inspección del campamento. En el
arsenal, el mayor de una serie de edificios de estructura de madera,
encontraron un surtido de armas como nunca habían visto reunido en un solo
lugar. Había armas de fuego de todos los tamaños y calibres: granadas,
cohetes, morteros, minas y bombas de gases, equipos de submarinismo y de
inmersión a gran profundidad, junto con aparatos de respiración utilizados por
los buzos, esquís, diversos modelos de paracaídas, entre ellos uno cuadrado
que parecía un ala de avión, cajas de explosivos plásticos, un laboratorio con
decenas de recipientes con el\rótulo de «veneno» por única identificación, y
una sala llena de espoletas, muchas de las cuales no supieron reconocer.
También encontraron una ametralladora del calibre 50 refrigerada por agua,
de fabricación checa, con un visor que utilizaba un rayo de luz. Por último,
descubrieron una máquina voladora de extraño aspecto, con las hélices
montadas sobre la parte superior.
—Es un autogiro —dijo Rivitsky al norteamericano—. Despega y toma
tierra en vertical. Había dos prototipos y ambos fueron destruidos. Quizá
nuestras informaciones eran incorrectas y éste es el tercero.
Cuando ya se marchaban, Molanaro se apropió de una escopeta de
cañones cortos con un cargador en forma de tambor, que parecía una
ametralladora Thompson de tamaño exagerado. Era un arma imponente y
calcularon que podía admitir hasta cincuenta cartuchos del calibre 12.
De regreso a Munich, avanzaron a marcha lenta, disfrutando de la cálida
brisa vespertina. Cerca de la ciudad, el capitán detuvo el jeep y se volvió
hacia los rusos.
—Ahora podemos volver al campamento… o, si son ustedes un par de
tipos normales, podemos irnos de juerga.
A Ezdovo se le iluminaron los ojos.
—Conozco un lugar donde podemos… confraternizar —añadió el capitán
Molanaro.
—¿Confraternizar? Preguntó Rivitsky.

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Molanaro formó un círculo con el pulgar y el índice de la mano izquierda
y luego metió y sacó Varias veces el índice de la derecha en el agujero con
gesto enérgico.
—¡Confraternizar! —exclamó Ezdovo, cayendo en la cuenta.
—Teóricamente, va contra las ordenanzas confraternizar con los alemanes
—explicó el capitán.
—Confraternizar… —gruñó Ezdovo, satisfecho.
Pasaron la noche bebiendo cerveza alemana tibia en una taberna instalada
en la planta baja de un pequeño hotel. Los tres despertaron con mujeres en sus
camas y unas tremendas resacas. Al mediodía, cuando por fin llegaron al
campamento del ejército norteamericano en las cercanías del campo de
aviación, un cabo les estaba esperando con aire nervioso.
—Señor —dijo el cabo a Molanaro—, el coronel desea verle a usted y a
sus acompañantes rusos inmediatamente. y. El jefe del batallón era un
corpulento coronel de cincuenta y pocos años. Cuando Molanaro se presentó,
dejó a los ruso esperando a la puerta del despacho del oficial al mando. El
rostro del corone le indicó que se había metido en un problema.
—Imbécil —susurró el coronel—. ¿Quiere usted iniciar otra guerra? Esos
dos rusos viajan por conducto diplomático, no con papeles militares. Si les
sucediera algo, podríamos tener sobre nosotros un… ¡un maldito incidente!
—Se pasó la mano por el cabello y añadió—: Déjeme adivinar: ¿bebida o
mujeres?
—¡Caliente, caliente! —respondió el capitán con una sonrisa.
—Pensaba que les traería anoche, antes de que se le ocurriera hacer algo
—dijo el coronel—. ¿Qué quiere esa gente?
Molanaro le explicó lo que habían visto y descubierto en el campamento
de los SS.
—¿Un autogiro, eh? Jamás he oído hablar de eso.
—Yo tampoco. En cambio, esos rusos parecían conocerlo todo acerca de
ese aparato.
El coronel contempló el techo de la estancia unos segundos y se volvió de
nuevo hacia su oficial.
—Le ordeno que cese ya esa comedia de las manos que se estrechaban
sobre el mar. No sé qué será exactamente ese aparato, pero parece algo que
los rusos podrían querer. Y si ellos lo quieren, nosotros también. Así van a ser
las cosas a partir de, ahora. Nuestro servicio de información dice que están
llevándose de Alemania todo lo que no está clavado al suelo.

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—No sé —dijo el capitán—. Parecían más interesados en los registros:
expedientes personales y cosas así.
—Puro humo —replicó el coronel—. Se están burlando de usted.
Molanaro se encogió de hombros.
—¿Tiene alguna idea de por qué un aparato como ése aparece en un
campo de entrenamiento insignificante como ése?
—Era el centro de prácticas de Skorzeny —dijo Molanaro.
El coronel se puso en pie de un salto y descargó un golpe sobre la mesa.
—Skorzeny ¡Maldita sea! Si esa máquina era de Skorzeny, puede apostar
lo que quiera a que es alto secreto. Ahora ya estoy seguro. Molanaro, diga a
sus amigos rusos que la visita a terminado.Kaputski. Métalos en su avión y
luego tome un par de escuadras y salga zumbando para ese campo hasta que
pueda enviar a alguien de información.
—Un par de escuadras es excesivo —dijo Molanaro—. Encontramos un
PM ante la puerta y el lugar está minado hasta los topes. No podría entrar ni
una hormiga.
El coronel sonrió súbitamente y tomó asiento con aspecto radiante.
—Llévese dos escuadras de todos modos.
—¿Qué le parece tan gracioso?
—Skorzeny. Los rusos llegan un día tarde. Nuestra gente capturó a
Skorzeny ayer en Austria. —Tras soltar una carcajada, añadió—: Hágales
entrar. Quiero ver la expresión de sus varas de cosacos cuando les diga que
hemos agarrado a Skorzeny por sus cortos cabellos.
Ezdovo y Rivitsky apreciaron claramente el cambio de actitud del
americano. Su acompañante se mostraba de pronto muy frío y ceremonioso.
No denotaron la menor emoción cuando el coronel les informo con visible
contento de la detención de Skorzeny. Era patente la satisfacción del hombre
al transmitirles la noticia.
—Nos gustaría que pudiera facilitamos una entrevista con el prisionero —
se limitó a decir Rivitsky. El coronel se puso encendido de furia y agitó las
manos ante sí, como si estuviera ahuyentando algún espíritu maléfico.
—Imposible dijo. —No tengo influencia para conseguir una cosa como
ésta.
—Nosotros sí la tenemos —replicó Rivitsky.
Tras un tira y afloja, el coronel permitió a Rivitsky enviar un telegrama a
Petrov a través de la oficina de Vishinsky en Berlín. Decía así: ATENCIÓN
PETROV STOP TENEMOS IMPRESIONES STOP UN PUNTO OSCURO
STOP SKORZENY CAPTURADO AYER EN AUSTRIA STOP

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DETENIDO POR LOS AMERICANOS STOP ¿PUEDES ARREGLAR
INTERROGATORIO? STOP ESPERAMOS RESPUESTA STOP
RIVITSKY.
Con gran asombro del coronel, a las 6:00 de la tarde llegó una Orden del
jefe del Estado Mayor del general Eisenhower concediendo permiso para que
Skorzeny fuera entrevistado por los dos rusos. Una hora después, Ezdovo y
Rivitsky se despidieron de su escolta norteamericana en el aeropuerto.
—Algún día volveremos a confraternizar juntos —dijo Ezdovo
guiñándole el ojo al capitán.

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