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LAS TRES CLAVES

TESTIMONIO DE UN ALIENÍGENA
(Cuento)
Carlos Marín Jiménez
A mis dos hijos, Alejandro y Alfredo

Hace seis décadas, cinco meses y catorce días, sin darme cuenta, fui arrojado al
planeta Tierra, donde ahora vivo. Aunque yo mismo no he sentido el paso de los años,
seguramente para ellos ese período es tan breve como una imperceptible rasgadura en la
cortina del tiempo. Aquí disfruto con arrobamiento los bellos paisajes que se presentan ante
mis ojos: los atardeceres, el contorno de los lagos o el guante blanco e invernal de las
sierras lejanas. También he aprendido a disfrutar de la compañía de los seres humanos. En
ocasiones se me han llegado a hacer indispensable, pues hasta he experimentado los ardores
del amor erótico. En fin, llegué a fundar una familia y a procrear con la que fue mi esposa.
De esta hibridación nacieron dos hermosos hijos que hoy también deambulan por la Tierra.

Aunque llevo una vida sosegada, las cosas no han sido siempre tan placenteras para
mí. Es cierto que cuando me arrojaron a este rincón del Sistema Solar, fui depositado y
gestado en un vientre cálido y acogedor, durante nueve meses terrestres. Allí flotaba
plácidamente y casi sin hacer ningún esfuerzo, pues ni siquiera necesitaba respirar por mí
mismo. Pero al cabo de ese período, un buen día fui arrojado brutalmente a la atmósfera y a
la plena gravedad del planeta. Por un momento llegué a creer que me iba desintegrar, pues
por entonces yo era poco más que un balón relleno de líquidos corporales y tejidos
informes. Afortunadamente, la violencia de aquel acto vino a ser mitigada, aunque no
sanada del todo, por el hecho de que el ser que me recibió en sus brazos, y que pasado un
tiempo aprendí a llamar “mamá”, me brindó los cuidados más tiernos y denodados, de
modo que a la vez que atendía mis necesidades, fue haciendo nacer en mí el amor más
entrañable, prototipo de todos mis amores futuros.

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Nací a la luz del Sol en una familia perteneciente a la llamada clase media en un
pequeño país del continente americano. De mis primeros cinco años tengo muy pocos
recuerdos. Más bien parecen sueños de otros sueños que me conectan, ya sea con lechos
marinos pululantes de especies policromas, o bien con brisas tenues de muy agradable
temperatura; nunca falta en esas vaporosas ensoñaciones un fondo musical muy lejano de
cadencias ancestrales. Sospecho que no se trata de nada vivido acá en la Tierra, sino de
resabios del defectuoso trabajo que realizaron en mí cuando intentaron desprogramarme
con el propósito de eliminar todo rastro de mis experiencias anteriores a mi situación
actual.

Me parece reconocer, con cierto remordimiento, que lo primero que hicieron antes
de enviarme a este lugar, fue borrar toda huella de mi memoria, al punto de que no puedo
recordar quién soy, ni de dónde vengo. Considero que con ello me causaron un daño
irreparable, pues de ese modo sembraron en mí la semilla de la angustia que he llevado por
tantos años. Más aun, los dardos de la incertidumbre que agujerean mi pensamiento con
mayor fuerza son aquellos que se preguntan a qué he venido realmente, o qué misión me
han encargado para cumplir en esta esfera azul donde, a la par que saboreo con agrado la
frescura del oxígeno, debo confesar, sin embargo, que nunca ha dejado de parecerme un
tanto extraña.

Crecí entre los humanos y como los humanos, por lo tanto asistí a la escuela de
primeras letras y a la enseñanza secundaria. Después me enviaron a realizar estudios
superiores en la universidad. Aunque no destaqué especialmente en ningún campo, obtuve
algunas nociones relacionadas con diferentes disciplinas: Física, Química, Biología,
Astronomía, Antropología, en fin, de todas las ciencias que suelen enseñarse en las
instituciones de educación superior. Sin embargo, entre todas esas materias, solamente a la
Filosofía veía elevarse por encima de todas como fuente posible de conocimiento y, por lo
tanto, me ofrecía alguna esperanza. Era la única que me permitía mitigar, al menos
mientras mantenía ocupado mi pensamiento, aquella congoja ingénita que me aguijoneaba a
toda hora: ¿quién soy realmente, más allá de mi nombre y de mi historia personal?, ¿de qué
sitio o dimensión del universo provengo?, ¿cuál es mi propósito en esta esfera errática
donde parece que todo se repite, como el Samsara de hinduistas y rosacruces?

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Desafortunadamente, si ellos son inteligentes, a mí me fue aniquilada toda
capacidad de pensar en forma apropiada, pues, por más que me he esforzado por alcanzar
alguna certidumbre en cualquier área de conocimiento, hasta el día de hoy solo he
albergado más dudas que convicciones. No entiendo por qué, si por error o
intencionalmente, al momento de anularme los registros de cualquier lenguaje anterior,
numérico, articulado o telepático, sí mantuvieron en mí intacta la capacidad de aprender
nuevos idiomas, ya que mi lengua materna la adquirí prácticamente sin ningún esfuerzo, y
hasta he llegado a dominar idiomas extranjeros, al menos rudimentariamente.

Dentro de mí ha existido la sospecha, o más bien un sentimiento, de que provengo


de lugares excelsos, luminosos, inconmensurables y que me encamino hacia un sitio
beatífico y eternal. Me he sentido siempre parte de algo muy grande, pero, por supuesto,
no puedo concebir ni la más remota idea de qué o de quién trata. También he llegado a
pensar que todo esto no es más que el resultado del trabajo defectuoso que realizaron ellos,
pues, por otra parte, aunque efectivamente lograron anular mis recuerdos, no fueron
capaces de hacer lo mismo con mi conciencia. Si bien de ella no puedo afirmar que poseo
un conocimiento pleno y diáfano, sí permanece como una sombra, a veces como una
elemental intuición, pero que se sabe existente por sí misma y en conexión con el universo.

Conexión, vínculo, atadura, enlace… no sé por qué palabras como estas siempre han
tenido una resonancia especial en mi cabeza, en un nivel de vibración que a veces se
extiende a todo mi sistema nervioso.. He llegado a creer que tal vez sea porque reflejan las
fuerzas cohesivas y elementales que sostienen los hilos de la esfera del tiempo, pero que no
serían necesarias en la eternidad. Quizá por eso he venido cometiendo el error de creer que
para aplacar mi sed por averiguar algo acerca de los orígenes y el destino, tendría que
atravesar algún bucle unificador de lo que está separado: la criatura con el Creador, lo
múltiple con el Uno…el Yo con el Universo…en un abrazo necesario y bienaventurado.

Por otra parte, a pesar de las grandes limitaciones con que fui transferido a este
mundo, en medio de la total ignorancia, como si me hubiesen hecho transitar un largo
camino con los ojos vendados, reconozco que dejaron intacta mi capacidad de experimentar
fuertes emociones, unas tiernas y amorosas, otras peligrosamente destructivas, las cuales

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afortunadamente he podido controlar hasta hoy, pues de lo contrario habría puesto en
peligro mi propia existencia y la de otros seres a mi alrededor. Afortunadamente, siempre
han prevalecido mis tendencias compasivas y protectoras.

Cuando fui a la universidad, los pensadores presocráticos acompañaron


principalmente mis divagaciones acerca del ser y el devenir, Sócrates me acercó al
conocimiento de las virtudes y los vicios de los hombres, Platón me ayudaba a comprender
la posible existencia de universos paralelos, Aristóteles me enfrentaba a la inmediata
realidad de la Naturaleza, Agustín de Hipona me ayudó a asomarme a las recónditas
profundidades del alma humana, Descartes y Kant me insuflaban esperanzas de encontrar
alguna verdad mediante la razón; pero todo fue en vano. Después de tantos estudios, los
cuales llegué a emprender hasta con rabia, persistía la duda atormentadora de aquellas
fundamentales preguntas, en toda su magnitud. Ya en edad adulta torné la mirada hacia
algunos pensadores orientales y quizá el intento por comprender el concepto de Nirvana (en
lo tocante al gozo perpetuo y a la ausencia total de dolor y deseos, pero no más allá) me
brindó la primera esperanza, por aliviar aquel malestar atávico del interrogar constante.

De las religiones y de la historia de la humanidad no pude alcanzar ninguna


enseñanza útil, pues las primeras, en tanto sistemas de creencias, más bien me cerraban el
camino cada vez que intentaba comprender algo, y cuando revisaba cualquier segmento de
la historia humana, siempre quedaba horrorizado por la cadena de matanzas y traiciones,
atrocidades sistemáticamente perpetradas hacia los más débiles, ciclos interminables de
construcción y destrucción, con ríos de sangre o cuerpos calcinados. No obstante, es posible
que la contemplación de esta futilidad me diera la segunda clave.

Recientemente llegué a pensar que si me acercaba a la comprensión de la física de


partículas elementales y llegaba a descubrir los secretos del llamado Modelo Estándar, o me
adentraba en la teoría de la mecánica cuántica, iba a encontrar un pasamanos del cual
asirme y escalar hasta lo alto para poder otear desde allí las llanuras del universo y sus
misterios. Empecé a leer todo lo que se publicaba sobre aceleradores y experimentos con
partículas de mayor y menor masa. Ya había leído todo lo que se había publicado sobre
entrelazamiento cuántico y la juguetona posibilidad de que dos partículas bailen la misma

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danza, no importa la distancia a la que se encuentren la una de la otra; también sobre qbits,
ensayos con computadoras capaces de procesar ingentes cantidades de información en poco
tiempo e inteligencia artificial, pero esta fue la más inadecuada de las vías, ya que lo único
que logré fue alejarme de mi meta y amontonar nuevas dudas.

Al fin, esta mañana, de modo inesperado, cuando realizaba un repaso memorístico


y lúdico de la Lingüística, sobrevino la gran revelación. Allí estaba la clave última y
definitiva, la cual había anhelado encontrar toda mi vida. Se alzaba frente a mí, con
evidencia cegadora, el espeluznante vacío semántico de la jitanjáfora. Sin saber su
procedencia, una de ellas, desafiando la estética brulleana, se enredó en mi lengua, en
plenitud de autonomía y belleza: “trantorfal azorinac surfé ecoh falatzín trame fhayé”. Y se
repetía una y otra vez: “trantorfal azorinac surfé, ecoh falatzín trame fhayé”. El resultado
era el mismo si la pronunciaba a la inversa: “fhayé trame falatzín ecoh surfé azorinac
trantorfal”, o en cualquier orden: “fhayé azorinac trame…”

Con luminosidad abrasadora, comprendí que el ser del ente que había sido hasta
ahora se desvanecería en cualquier momento en este rincón de la galaxia, que lo que habían
hecho conmigo era enviarme todo este tiempo a la gran universidad del desengaño, pues
pude comprender, de golpe y en todo su significado, que tanta grandeza y excelsitud existe
en el ser y sus vinculaciones, en el beso de la brisa sobre la mejilla de la rosa escarlata, en
dos corazones que se arrullan con su palpitar al unísono, o en la promesa de dos seres que
se funden como la cera en la flama, como en la disolución radical y taxativa de cualquier
género de atadura. Comprendí que el gozo del ente por ser en sí o abrazado, en danza
infinita a otros entes, no es superior a la vasta extensión de la nada, a la imperturbable
frialdad subterránea del sepulcro, o a la indiferencia de la osamenta devenida en moléculas
lixiviadas, sin conciencia; es decir, en la soledad absoluta y radical de lo que ya no es.
Comprendí, en pocas palabra y con un alivio generador del gozo supremo, más allá de lo
místico, que el vínculo pertenece al tiempo y su disolución a la eternidad, en fin, que a este
planeta no vine a ser, en mí o con otros, sino a dejar de ser.

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