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ar] Boletín Onteaiken N° 24 - Noviembre 2017

Biopolítica y dispositivo de la sexualidad: una revisión de las


críticas feministas

Por Noe Gall (Noelia Perrote) y Eduardo Mattio1

Introducción

E
l presente trabajo se escribió en dos momentos diferentes. Al tiempo de
presentarlo, en el I Coloquio Internacional de Gubernamentalidad y Biopolítica
en la Universidad Nacional de Salta, a fines de 2015, había sido brutalmente
asesinada una travesti en la ciudad de Córdoba; dos años después, al reescribirlo para
su publicación, es asesinada otra travesti de manera oprobiosa. Pese a ciertos cambios
culturales o jurídicos, la temporalidad que atraviesa la vida de las personas trans se revela
particularmente cruel.
El sábado 25 de julio del 2015 a primeras horas de la mañana, en Villa Allende
Parque, al noroeste de la ciudad de Córdoba, en una obra en construcción fue encontrado
el cuerpo sin vida de Laura Moyano. Sus restos fueron hallados con claros signos de
ensañamiento: tras la autopsia se confirmó que Laura había sido asfixiada con algún
elemento contundente; había marcas de violencia física en su rostro. Tenía 35 años y era
el sostén económico de su familia; era empleada doméstica durante el día y trabajadora
sexual por las noches. El tratamiento inicial de los medios gráficos no se demostró menos
degradante: no sólo se utilizaban pronombres masculinos para referirse a Laura, sino
que se exponía públicamente el nombre de su DNI2. De esa forma, otro derecho humano
fundamental se le arrebataba a Laura: el reconocimiento de su identidad autopercibida.
El miércoles 18 de octubre del 2017 amanecíamos con la noticia de otro travesticidio
en Córdoba: Azul Montoro, de 23 años de edad, había asesinada en una pensión a pocos
minutos del Centro de la ciudad. Su cuerpo presentaba numerosas heridas punzantes en
el cuello, tórax y espalda; como si al asesino no le hubiese resultado suficiente, también
arrebató la vida de su perro. Azul, oriunda de San Luis, estaba en Córdoba cuidando la
habitación de una amiga que había viajado a San Juan. A diferencia del caso de Laura,
el asesino de Azul ya se encuentra detenido; ahora resta luchar para que su muerte sea
caratulada como femicidio, para que reciba la justicia que no logró encontrar en vida.
Lamentablemente, ni la muerte de Laura ni la de Azul constituyen hechos aislados
o fortuitos; suponen cierto reparto de lo sensible, una específica economía de lo humano
que conlleva una valoración selectiva de los cuerpos sexuados. Tal vez sea el trabajo de
Michel Foucault el primero que en sus consideraciones biopolíticas puso en evidencia
esta dependencia problemática entre el poder sobre la vida y la condición sexuada de
los sujetos; es en las páginas finales del primer volumen de la Historia de la sexualidad
que el autor puntualiza el lugar privilegiado que ha llegado a tener la sexualidad en el
gobierno de los vivientes. Como señala Judith Revel, la sexualidad es una de las apuestas
principales de la biopolítica que Foucault describe, en tanto concentra varias estrategias

1 Noe Gall (Noelia Perrote). CEA, FemGeS, CIFFyH, UNC. E-Mail de contacto: noeliaperrote@gmail.
com. Eduardo Mattio. FemGeS, CIFFyH, UNC. E-Mail de contacto: eduardomattio@gmail.com.
2 Véase Gall, Noe (2015) “Una de nosotrxs” en Página 12, suplemento Las 12, viernes 31 de julio de
2015.

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de control que parecen expresamente destinadas a dicho dispositivo (el control de la


demografía y la higiene; la gestión pública de la salud; la prevención de las enfermedades
venéreas, etc.) (2014: 179). En efecto, con el paso del poder soberano al biopoder, el
ejercicio del gobierno se ha concentrado en producir una gestión de la vida que supone
dos conjuntos de estrategias complementarias: no solo se desarrolla desde el siglo XVIII
una anatomopolítica del cuerpo máquina que tiene claros efectos disciplinarios, sino que
también se va gestando, entre otras cosas por razones de crecimiento demográfico, una
biopolítica del cuerpo especie que tiene por objeto la administración de la vida de un
nuevo sujeto de control: la población. Tal como señala Foucault, “su articulación no se
realizará en el nivel de un discurso especulativo sino en la forma de arreglos concretos
que constituirán la gran tecnología del poder en el siglo XIX: el dispositivo de sexualidad
es uno de ellos, y de los más importantes” (Foucault, 1995: 170).
Ahora bien, lo curioso de tales consideraciones es que no resultaron de mayor interés
para los autores de la tradición biopolítica. La mayor parte de tales estudios y abordajes
han vuelto irrelevante la articulación que Foucault señaló entre biopoder y sexualidad. No
sin críticas, solo la recepción feminista y LGTB del texto foucaultiano supo aprovechar
y profundizar la riqueza que al respecto rezuma el capítulo final de la Historia de la
sexualidad. Sólo la lucha y la teorización de las mujeres y de la disidencia sexo-genérica
pudo resexualizar el trabajo foucaultiano y hacer de la biopolítica una sexopolítica. Como
indicaba Preciado en “Multitudes queer”:

[l]a sexopolítica es una de las formas dominantes de la acción biopolítica en el


capitalismo contemporáneo. Con ella el sexo (los órganos llamados ‘sexuales’, las
prácticas sexuales y también los códigos de la masculinidad y de la feminidad, las
identidades sexuales normales y desviadas) forma parte de los cálculos del poder,
haciendo de los discursos sobre el sexo y de las tecnologías de normalización de las
identidades sexuales un agente de control sobre la vida (2005: 157).

A fin de revisar los alcances y los límites de tales apropiaciones, en lo que sigue nos
proponemos, en primer término, examinar algunas de las tempranas recepciones críticas
en el campo feminista --en particular las de Teresa de Lauretis y de Judith Butler--; en
ambas autoras se recrimina a las consideraciones foucaultianas el haber olvidado el modo
diferencial en que el dispositivo de la sexualidad opera sobre varones y mujeres (1); en
segundo lugar, vamos a confrontar tales apropiaciones con lo que el mismo Foucault
afirma sumariamente respecto de la figura de la histérica: entendemos que, pese a las
críticas feministas que se hicieron de su trabajo, esas breves referencias son una muestra
del impacto diferencial sobre hombres y mujeres que Foucault reconocía en el dispositivo
de la sexualidad. Con lo cual, no parece que haya omitido el modo particular en que
se elabora socialmente la diferencia sexo-genérica de las mujeres y de otras posiciones
feminizadas y las consecuencias que tales operaciones suponen (2).

1. El dispositivo de la sexualidad y las críticas feministas


Pocos autores como Foucault han sido tan unánimemente fecundos para las luchas
emancipatorias del feminismo y del colectivo de la disidencia sexual. Su Historia de
la sexualidad --y toda su obra en general-- aún sigue ofreciendo diversos motivos para

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pensar el modo en que se imbrican los dispositivos de saber-poder con los procesos de
subjetivación sexo-genérica. En este apartado no pretendemos ser exhaustivos; sólo
aspiramos a mostrar algunas de las apropiaciones críticas del dispositivo de la sexualidad
para exhibir en qué medida resultó de interés para el llamado “feminismo de la tercera
ola”.
En “La tecnología del género” (artículo publicado en 1987), Teresa de Lauretis
ofrece una breve crítica de Michel Foucault en la que quedan explícitos el alcance y los
límites de sus recursos para una teoría feminista. En dicho artículo, la autora se propone
una crítica del concepto de género como diferencia sexual y de otros términos derivados
que se han convertido en un obstáculo para el pensamiento y la lucha feministas. Un
primer límite del concepto “diferencia sexual” consiste en haber colocado al pensamiento
feminista crítico en el marco de una oposición universal entre dos sexos: en ese marco,
se postula “la mujer como diferencia del hombre, ambos universalizados; o bien la mujer
como diferencia tout court y, por tanto, también universalizada” (De Lauretis, 2000: 34).
Tal estrategia hace prácticamente imposible articular las diferencias de las mujeres en
plural respecto del universal Mujer. Un segundo límite de la “diferencia sexual” radica
en reconducir el potencial epistemológico radical del feminismo al interior de las paredes
de la casa del amo. Es decir, se ve sofocada la posibilidad de concebir al sujeto y a las
relaciones entre subjetividad y socialidad de modo diverso, posibilidad explícita en las
intervenciones críticas del feminismo de los ’80: “un sujeto generizado dentro de las
relaciones de raza y clase, además de las de sexo; un sujeto, en definitiva, no unificado
sino múltiple, no sólo dividido sino contradictorio” (De Lauretis, 2000: 35).
Para subsanar estos dos límites, De Lauretis proponía un concepto de género que no
fuese dependiente de la diferencia sexual hasta significar su mismo sinónimo; para ello,
había que pensar al género desde las herramientas que Foucault proveyó en su teoría de
la sexualidad como “tecnología del sexo”. Es decir, habría que pensar al género, ya como
representación, ya como autorrepresentación, como el resultado de diversas tecnologías
sociales (mediáticas, discursivas, institucionales, críticas, y del sentido común). Esto
supone que el género no es una propiedad natural de los cuerpos, sino que es el conjunto
de los efectos producidos en los cuerpos, comportamientos y relaciones sociales por el
despliegue de una compleja tecnología política (De Lauretis, 2000: 35). Cabe señalar que
“despliegue” [deployment] es la traducción que De Lauretis elige para el dispositif de
sexualité: “la traducción al inglés expresa más directamente la idea de que la sexualidad
es una estrategia de poder, es algo que el poder utiliza o despliega para sus propios fines”
(2014: 64).
Ahora bien, tal apropiación foucaultiana ya suponía para De Lauretis una crítica del
autor francés: “pensar el género como el producto y el proceso de una serie de tecnologías
sociales, de aparatos tecno-sociales o bio-médicos, significa haber superado ya a Foucault,
pues su concepción crítica de la tecnología del sexo olvida la solicitación diversificada a
la que ésta somete a los sujetos/cuerpos masculinos y femeninos. La teoría de Foucault, al
ignorar las inversiones conflictivas de hombres y mujeres en el discurso y en las prácticas
de la sexualidad, de hecho excluye, aunque no impide, la consideración del género” (2000:
35-36; cursivas nuestras). Para De Lauretis, entonces, el dispositivo de la sexualidad
foucaultiano no permitiría captar el modo diferencial en que son producidos los cuerpos
de hombres y mujeres, y con ello, las relaciones jerárquicas, asimétricas y opresivas que
tal producción supone. En la misma línea habría que leer parte de los desarrollos críticos
de Paul B. Preciado, inspirados por De Lauretis, respecto del género como prótesis y del
sexo como tecnología (Preciado, 2008: 82-84; 2002: 22-27).

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En “Las inversiones sexuales” (artículo publicado en 1992), Judith Butler, inspirada


por Luce Irigaray, ofrece una crítica bastante próxima a la de De Lauretis. Pese a las
diversas cuestiones problemáticas que Butler encuentra en el primer volumen de la
Historia de la sexualidad, subraya en la obra un hito fundacional respecto del vínculo
entre sexo y sexualidad. En el lenguaje ordinario decimos usualmente que somos de
tal o cual sexo y que practicamos tal o cual sexualidad, y presuponemos que entre el
primero y la segunda hay una relación vicaria: o bien la sexualidad que practicamos es
expresión de tener tal o cual sexo o éste último decimos que es causa de que ejerzamos
tal o cual sexualidad. Contra tales prejuicios de sentido común, “Foucault invierte esta
relación y afirma que la propia inversión está correlacionada con los cambios del poder
moderno” (Butler, 1995: 17). Mediante diversas estrategias, entonces, Foucault ha
puesto en evidencia una inversión fundamental para comprender los presentes procesos
de subjetivación: la idea de “sexo” es erigida por el dispositivo de la sexualidad. En
palabras de Butler, la sexualidad sería entonces “una red de placeres e intercambios
corporales discursivamente construida y extremadamente regulada, producida mediante
prohibiciones y sanciones que literalmente dan forma y dirigen el placer y la sensaciones”
(1995: 17). En ese marco, la sexualidad no emerge de los cuerpos como si éste fuese su
causa primera; la sexualidad como régimen es el escenario en el que toma los cuerpos y
despliega sobre ellos su poder. No solo inviste a los cuerpos con la categoría de “sexo”;
convierte a los cuerpos en “portadores de un principio de identidad” (1995: 17). Butler
acentúa algo que ya había tenido especial relevancia en Gender Trouble (1990): el sexo en
Foucault opera como un principio de identidad que presta coherencia y unidad ficticia a
una variedad de funciones biológicas, sensaciones y placeres. No es meramente una base
biológica; es un “punto imaginario”, una “unidad artificial” que por ficticia no es menos
eficaz en los efectos de poder que provoca. Como un antecedente próximo de la “matriz
heterosexual” butleriana,

[l]a categoría de ‘sexo’ constituye un principio de inteligibilidad para los humanos,


lo que equivale a decir que ningún ser humano puede considerarse como tal, no
puede ser reconocido como humano, si no está plena y coherentemente marcado
por el sexo. [...] para ser considerado como legítimamente humano, hay que estar
coherentemente sexuado. La incoherencia de sexo es, precisamente, lo que separa
a los abyectos y a los deshumanizados de los que son reconocidos como humanos
(Butler, 1995: 18).

Pese a que Butler acuerda con tales afirmaciones, entiende que una autora como Luce
Irigaray iría más lejos, hasta volverse contra el mismo Foucault. Para Irigaray el único
sexo que califica como tal es el masculino, y no porque esté marcado como masculino,
sino porque se reconoce como universal. En su lugar, la feminista belga insiste en indicar
la diferencia de “ese sexo que no es uno”, ese que no puede designarse unívocamente
como sexo, que está excluido de la identidad desde el principio. Según esto, sugiere Butler,
debemos preguntarnos qué sexo resulta inteligible bajo el dispositivo de la sexualidad,
qué sexo aparece identificado como humano. Para la autora norteamericana, “mientras
que Foucault e Irigaray coincidirían en que el sexo es un precondición necesaria para la
inteligibilidad humana, Foucault parece pensar que cualquier sexo sancionado valdría, e
Irigaray puntualiza que el único sexo sancionado es el masculino; es decir, el masculino
reelaborado, convertido en ‘uno’, neutro y universal” (1995: 19). Los sexos masculino

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y femenino no se construyen del mismo modo ni como sexos ni como principios de


inteligibilidad; más aún, Irigaray entiende que en la construcción del sexo masculino,
éste es erigido como único y representa al otro femenino como un reflejo de sí mismo;
masculino y femenino se reducen a uno solo, de tal modo que la diferencia del sexo
femenino resulta excluida de esta economía masculina autoerótica. Dicho en otros
términos, lo que la confrontación estrictamente deconstructiva entre Foucault e Irigaray
pone de manifiesto es que la articulación discursiva de las identidades que supone el
carácter productivo del poder establece ciertas exclusiones. La opresión no sólo es
resultado de los mecanismos de regulación y producción del poder, sino de la exclusión
de ciertas articulaciones posibles:

Mientras que Foucault afirma que la regulación y el control operan como principios
formativos de la identidad, Irigaray defiende, en un estilo más derrideano, que la
opresión también se ejerce mediante otros mecanismos. Las formaciones discursivas
pueden excluir y eliminar, y en este caso, lo que queda eliminado y excluido para
que puedan producirse identidades inteligibles, es precisamente lo femenino (Butler,
1995: 20).

2. La invención de la histeria y las “militantes antipsiquiatría”


Las sexualidades de las mujeres, entendiendo por ello las prácticas sexuales,
el ejercicio de los placeres y la expresión del deseo sexual de las mismas, han sido
históricamente cercenadas, patologizadas, juzgadas y condenadas social y moralmente.
Podemos localizar en el siglo XIX la aparición de la figura de la histeria; es en este
mismo siglo cuando lo que hoy llamamos modernidad despliega un arsenal de vigilancias
y normas morales sobre los cuerpos de las personas. La conformación de la familia se
convierte en una cuestión de Estado, lo cual supone la constitución de sujetos religiosos,
monógamos y productivos, es decir, su producción como obreros, por un lado y como
productores de humanos, por el otro. Y cuando decimos “cuestión de estado”, entendemos
que cualquier expresión sexual pública que no contribuyera con la conformación de una
familia nuclear era particularmente sancionada. Piénsese, por ejemplo, en la prostitución,
el alcoholismo, el lesbianismo o incluso en la situación de aquellas mujeres que ocupaban
el espacio público sin tener un lugar donde vivir o que no residían en un lugar fijo. Si
bien el castigo se propinaba respecto a los dos sexos, hombres y mujeres, el ensañamiento
mayor se dirigía hacia las mujeres. Por tal razón, es aquí donde diferimos parcialmente
con ciertas críticas feministas realizadas a Foucault: él mismo dedicó, antes incluso de
la Historia de la sexualidad, parte de sus consideraciones sobre el poder psiquiátrico
al análisis de la histeria como dispositivo de control social y sexual del cuerpo y de la
subjetividad de las mujeres. Veamos esto con un poco más de detalle.
La histeria es una figura vaga que ha servido históricamente como un dispositivo
regulador de los cuerpos de las mujeres, principalmente en su sexualidad. En palabras
de Foucault, “la histerización de las mujeres, que exigió una medicalización minuciosa
de su cuerpo y de su sexo, se llevó a cabo en nombre de la responsabilidad que les
cabría respecto de la salud de sus hijos, de la solidez de la institución familiar y de la
salvación de la sociedad” (1995: 177-178). Esta ha sido estudiada y analizada por diversos
especialistas, pero fueron los estudios de Charcot en la clínica de la Salpêtrière, los que
hicieron de la histeria una enfermedad; no un tema de “locos”, sino una enfermedad

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pura y exclusivamente de mujeres. Su trabajo más importante fue “nombrar” a la histeria


como una enfermedad, separándola de otras patologías como la epilepsia y de otras
enfermedades mentales. Al ser él un médico neurólogo y no un psiquiatra, convirtió a las
mujeres que se diagnosticaban con histeria en enfermas y no en locas.
La Salpêtrière era el hospicio de mujeres de mayores dimensiones de toda Francia.
Didi-Huberman lo caracteriza en los siguientes términos:

Debemos realizar un esfuerzo para imaginarnos la Salpêtrière como ese inverosímil


lugar consagrado a la feminidad en el mismo corazón de París: quiero decir, como
una ciudad de mujeres, la ciudad de las mujeres incurables. Tres mil mujeres
encerradas desde 1690… indigentes, vagabundas, mendigas, mujeres caducas,
viejas pueriles, epilépticas, mujeres chochas, inocentes mal proporcionadas y
contrechas, muchachas incorregibles… en una palabra: locas. Y en 1873 sumaban
un total de 4383 personas, de las cuales 580 eran empleadas, 87 en reposo, 2780
administradoras, 853 dementes y 103 niños (2007: 24).

Como puede verse, se trataba de una población de mujeres institucionalizadas en


manos del Estado y la medicina. Pese a ello, Foucault ve a las histéricas de la Salpêtrière
como unas “militantes de la antipsiquiatría”: el hecho de que estas mujeres hayan
proporcionado de manera certera sus síntomas a través de su constancia y su regularidad
permitieron al neurólogo hacer un diagnóstico diferencial. La histérica dejará de ser
una loca dentro del asilo; va a adquirir su derecho de ciudadanía dentro del hospital.
El autor citado denomina antipsiquiatría “a todo lo que pone en cuestión el papel de
un psiquiatra encargado antaño de producir la verdad de la enfermedad en el espacio
hospitalario” (Foucault, 2014: 302). El hecho de que las histéricas sean unas militantes de
la antipsiquiatría estaba dado porque estas producían los síntomas a pedido, a través de la
hipnosis u otros métodos utilizados por Charcot, por lo que la verdad de su enfermedad
radicaba en los síntomas que ellas mismas producían a pedido del médico, dejando
en evidencia que Charcot fabricaba el artificio o la puesta en escena para la aparición/
invención de la histeria.
El método de Charcot consistía en fotografiar a las pacientes del hospital y realizar
un gran catálogo de “casos” de histeria u otras enfermedades nerviosas. La Salpêtrière se
convirtió en la manufactura más importante de imágenes, luego de que el fotógrafo Paul
Régnard pudiera instalarse en el hospicio para residir y fotografiar en todo momento lo que
considerase oportuno. Existen numerosas críticas a lo que Charcot denominaba “caso” o
“cuadro” para diagnosticar histeria a alguna paciente, debido a que era mera interpretación,
no había ningún signo físico que diera indicio del causante de tal fenómeno. Cuando
alguna paciente moría por histeria, se desarrollaba una autopsia intensiva intentando
encontrar la causa de la muerte y por ende la raíz de la histeria. Todas fueron fallidas;
las pacientes morían de anorexia, de atrofias musculares o por suicidio (Didi-Huberman,
2007).
La fotografía fue su arma para “demostrar” (mejor sería decir inventar) que la
histeria existía, para dar cuenta de los diferentes tipos de histerias, considerando a la
fotografía como una verdad irrefutable, y a la observación como el método infalible de
la medicina. La fotografía fue un procedimiento experimental que devino en archivo y
una herramienta de divulgación para la enseñanza. Es por ello que la iconografía de la

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Salpêtrière es un documento de archivo museológico; más aún, Didi-Huberman entiende


que tales imágenes deberían entrar en la narración de la historia del arte. Podríamos
agregar que tales imágenes son parte de la historia del “arte de las mujeres”.
Como puede verse, la histeria funcionó como una gestión de los cuerpos de las
mujeres, en función del bien de la población; no solo hace al cuerpo histérico, sino que
también prevé el mejoramiento de la sociedad a través de la gestión estatal de esos cuerpos.
El aporte de Foucault al análisis de la histérica permitió evidenciar que el diagnóstico se
hacía sobre la base del control de la sexualidad de las mujeres a través de lo que Charcot
denominó “trauma”, un indicio que se hallaba en el relato autobiográfico que las pacientes
se veían obligadas a realizar sobre sí mismas. En la procura de ese relato se hurgaba
en la infancia, en los vínculos familiares y en el despertar sexual de tales mujeres. No
obstante, Charcot nunca quiso dar cuenta de los indicios lúbricos y sexuales que tenían
los “estigmas” de sus pacientes. Freud es quien subrayará esa falta en el método de su
maestro al poner la represión de la sexualidad como la causante de la histeria.
La iconografía de la Salpêtrière, publicada en numerosas revistas de ciencias como
en manuales de psiquiatría, conforma lo que podríamos llamar un catálogo del horror.
Tal como ha señalado Adriana Cavarero, el término “horror” encuentra su etimología en
el verbo latino horreo que alude al terror o la figura del miedo. En la mitología griega
ese horror es encarnado por figuras femeninas tales como Medusa o Medea. La primera
es una cabeza cortada, una cabeza sin cuerpo, desmembrada, des/figurada de la forma
humana. En palabras de Cavarero,

[e]l ser humano, en cuanto ser encarnado, es aquí ofendido en la dignidad ontológica
de su ser cuerpo y, más precisamente, cuerpo singular. Aunque se lo transforma en
cadáver, la muerte no ofende a la dignidad o, por lo menos, no lo hace mientras
que el cuerpo muerto conserve su unidad simbólica, aquel semblante humano
apagado ya pero todavía visible, mirable durante algún tiempo antes de la piedra
o la sepultura. A menudo se supone que Medusa representa la inmirabilidad de la
propia muerte (2009: 24).

La segunda figura es la famosa infanticida Medea. Una madre que mata a los hijos
que tiene con Jasón, su marido, por venganza o celos, según la interpretación que elijamos.
La misoginia del imaginario patriarcal occidental, pareciera necesitar de lo femenino para
revelar la raíz del horror. El horror de Occidente tiene rostro de mujer. Las locas aún
hoy producen pavor a la sociedad: no son mujeres apropiables, como hermana, como
esposa o como hija; son mujeres para ser encerradas, ocultadas, controladas. Más aún,
cabe destacar que hasta hace no tanto tiempo a las lesbianas se las encerraba por el horror
que causaba verlas; eran sus mismas familias quienes las mandaban a los hospicios para
ser “curadas”.
Como puede verse, el hecho de que Foucault haya señalado a la histeria como
un dispositivo de saber/poder que subjetivó a las mujeres en particular, ha permitido
pensar los efectos medicalizadores y patologizadores que pesaron sobre la sexualidad de
aquéllas desde fines del siglo XVIII. La histerización del cuerpo femenino como parte del
dispositivo de sexualidad da cuenta del control biopolítico sobre ese sector específico de
la población que constituyen las mujeres; funcionó como una tecnología disciplinadora
que contribuyó a construir la norma-Mujer tal como hoy la conocemos. Por otra parte,

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entendemos que este tipo de consideraciones críticas han tenido un efecto emancipatorio
que no puede desconocerse; no sólo han impactado sobre el imaginario del campo psi
alterando profundamente el vínculo entre “salud mental”, vida sexual e identidades sexo-
genéricas; han contribuido también a que las feministas y el colectivo LGTTB podamos
realizar nuestra autonomía sexual, eliminar los límites entre lo privado y lo público, y
sobre todo reconocer los mecanismos a través de los cuales el Estado nos produce como
“sujetos sexuados”. O mejor, contribuciones como las de Foucault han permitido que
lleguemos a pensar al Estado mismo como productor y posibilitador de la visibilidad y
del reconocimiento de ciertas sexualidades y no de otras.
En este sentido no es caprichoso que traigamos a colación casos como los de
Laura Moyano o los de Azul Montoro; al igual que otras formas de violencia femicida o
travesticida, nos permiten pensar cuáles son los dispositivos de control de la sexualidad
que pesan sobre los cuerpos feminizados y el grado de crueldad con el que son capaces
de sujetarlos. ¿Qué tanto difiere el poder disciplinador de las imágenes de las mujeres de
la Salpêtrière de la iconografía mediática que ilustra la actual “pedagogía de la crueldad”
femicida y travestofóbica? ¿Qué secreta continuidad vincula la “muerte lenta” de las
mujeres de Salpêtrière con las innumerables mujeres que aún hoy son víctimas de la
violencia del género? El horror se reconfigura, se reactualiza, pero fin al cabo es un cuerpo
femenino/feminizado el que causa el espanto, el que termina siendo desmembrado.
En otras palabras, sigue siendo relevante que nos preguntemos: ¿Cuáles son las
figuraciones estatales, médicas o jurídicas que hoy actualizan la gestión de la sexualidad
de las mujeres? ¿Quién hace hoy el trabajo de la histeria? Es difícil responder a estas
preguntas. No obstante, nos atrevemos a esbozar lo siguiente: las nuevas regulaciones de
la sexualidad presuponen un entramado de género, clase, raza y ubicación territorial que
coloca a ciertos cuerpos en la periferia del reconocimiento, en los márgenes de nuestras
ontologías identitarias. Muchas feminidades trans han encarnado ese sitio de frontera, esa
urdimbre de marcas --ser trans, pobre, trabajadora sexual, morocha, de barrio periférico--
que convierte a ciertos cuerpos en carne tanatopolítica. Como señala la activista y teórica
trans Claudia Rodriguez en su libro Cuerpos para odiar:

Se cree que lo diferente es grotesco y monstruoso, he sido tan odiada que tengo
razones para escribir. Nunca fui una esperanza para nadie, junto las letras y escribo
mediocremente sobre este vacío. Escribo porque no he sido la única. Con mis amigas
travestis hemos sido rechazadas porque el cuerpo es sagrado y con él no se juega.
Por eso escribo, por todas las travestis que no alcanzaron a saber que estaban vivas
por la culpa y la vergüenza de no ser cuerpos para ser amados y murieron jóvenes
antes de ser felices. Murieron sin haber escrito ni una carta de amor (2013: 5).

El diseño de la tapa del libro está conformado por un collage de travestis brutalmente
asesinadas, de cuerpos rotos, desmembrados, ensangrentados, desnudos, embarrados que
circulan a través de los medios de comunicación, imágenes que naturalizan el destino
de ciertas poblaciones sexo-genéricas precarizadas, pero que al ser presentadas por ellas
mismas cobran otro significado, por ejemplo el de denuncia. Imágenes que dejan entrever
cierta huella de las fotografías de las mujeres de la Salpêtrière. ¿Nos acostumbramos
a ver los cuerpos feminizados torturados? ¿Acaso esas primeras fotografías dejaron el
camino despejado para mostrar con total impunidad el horror que hoy naturalizamos?

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En el intento de esbozar algunas respuestas, la activista travesti Violeta Alegre acierta en


relacionar las economías emocionales hegemónicas con la vulnerabilidad del colectivo
trans:

“no estamos incluidas en la agenda emocional de nuestro país”. Cuando hablamos de


agenda emocional hacemos énfasis siempre en la falta de interpelación por nuestras
muertes, claro, pero también por el inacceso al trabajo, a la salud y vivienda. A esta
lista de carencias, se suma otra, más invisible o invisibilizada: ¿quién nos quiere a
las travas? ¿quién quiere ser nuestra pareja? (Alegre, 2017).

Es decir, el dispositivo de sexualidad que Michel Foucault comenzó a describir y


que la teoría feminista y queer aún intenta perfilar, no sólo nos permitió pensar el modo
en que la sexopolítica disciplina y regula diferencialmente las vidas de las mujeres y de
las identidades LGTB. También ha producido una política de los afectos, una “agenda
emocional” que atraviesa a la sociedad en su conjunto y que sigue siendo usina de
diversas formas de violencia. Desarticular ese tejido discursivo, el poder tanatopolítico de
tal matriz de inteligibilidad es la tarea que todavía queda pendiente; de la fortuna de tales
estrategias teóricas y políticas depende la efectiva inclusión de quienes están ausentes o
permanecen invisibles en los regímenes sexuales y afectivos que habitamos.

Referencias
ALEGRE, V. (2017). De qué hablamos cuando hablamos de amor trans. En Agencia
Presentes, 17 de octubre de 2017. Disponible en: http://agenciapresentes.
org/2017/10/17/hablamos-cuando-hablamos-amor-trans/ fecha de consulta:
30/10/2017.
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