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De repente él volteó y la vio. La vio haciendo lo que nunca pensó, lo que nunca
le pidió. Eso le pareció tan inesperado, tan excitante, tan brillante. Él podía ver
como la mano de ella penetró profundamente el abdomen de uno de los
turistas. La áspera y recurrente sangre caía, empapaba su mano, el piso, sus
pies. La situación era única, era la más crucial de todo el viaje. Ese maldito
viaje que no hizo nada más que envenenar sus principios y tirarlos al mar. Ese
maldito viaje que les quitó todo y les devolvió solo una gran desesperación por
sobrevivir.
La primera playa los recibió con una áspera atmosfera. El putrefacto y espeso
plancton se apoderó enormemente de los pies del mar. No lo dudaron ni medio
segundo, era momento de seguir buscando: la tarde aún era joven. Casi
después de unos veinte y estúpidos minutos comenzaron a convertirse en la
pareja más exquisita del planeta. Nada los satisfacía. La gente de acá, la vista
de allá, las piedras, la arena, cada detalle era crucial. Sin darse cuenta dejaban
sus vidas atrás en el camino y se alejaban de las zonas habitadas. Hasta que
después de casi medio día, llegaron. Un silencio que hablaba por sí solo. Un
silencio que habla por todo y por todos. Una brisa que se impulsaba de manera
efímera y cálida por sus caras. El mar que relucía, gritaba y pedía que lo
toquen. Era como si llevara un imán en el fondo, dado que su primera
impresión fue tirar sus pertenencias y dejarse llevar, comenzar a correr y
zambullirse a la perdición.
Así, comenzaron a sentir cómo subía ese frío que distinguía a los mares
peruanos desde los pies hasta los hombros, desde la rodilla hasta el cuello,
desde el abdomen hasta la nada. El viento comenzaba a dominar al mar; a
ellos, la excitación. Estaban en todo su esplendor y recurrían a extasiarse con
el simple hecho de sentir el agua salada penetrar su piel. Y es que todo parecía
ser un pedazo de felicidad en un mundo tan perfecto hasta que pasó lo
maligno. Sus cuerpos se movían por si solos, sus cuellos se iban hundiendo
poco a poco, la brisa era parte del mar, el mar parte de la brisa, ellos eran parte
del mar y sus cabezas ya no sentían la brisa. Sentían como si edificios de agua
cayeran en sus molleras, la corriente no les dejaba reaccionar y el frio había
invadido cada músculo que tenía que funcionar. No podían verse el uno al otro
y tan solo él, en contra de todo, logró conectar su mano a la de ella
fuertemente. Pero todo fue en vano, todo se fundió en negro.
La luz, oscura, tétrica y muerta yacía cuando él abrió los ojos. Se tocó la
cabeza. Un poco de sangre en sus dedos, mas nada preocupante. La vio de
repente, le tomó el pulso y la despertó. Ella respondió de grata manera y un
poco mareada. Durante unos dolorosos y efímeros minutos pudieron respirar
mejor y reconformarse mutuamente para poder ponerse en pie. Se encontraban
a 5 metros de la orilla entre un millar de oscuras piedras con sombreros de
algas. Sus mentes estaban en blanco, sus ganas estaban por los suelos hasta
que se dieron cuenta de que sus cosas habían desaparecido. Él no hizo nada
más que tranquilizarla y darle aliento de que podrían salir de esta terrible
situación. Así, sin celulares, sin comida, sin agua y sin aliento emprendieron un
viaje al azar. Primero, tenían que buscar un lugar para pasar la noche que ya
había llegado. El desierto los rodeaba, la nada los abrazaba y el silencio se
comía sus esperanzas. Después de esa rápida noche emprendieron, paso a
paso, una búsqueda inútil. Búsqueda que los llevó a más y más arena, mar,
bichos, pasto, todo menos personas o vehículos.
Un día más perdido y un día más sin comida. Al segundo día, sus cuerpos no
hicieron más que pedir hidratación hacia las prohibidas aguas del mar. Sorbo a
sorbo se alimentaban de esa espumosa y peligrosa agua de mar que, aunque
los ilusionaba, no lograba brindarles ni la esperanza que les faltaba. Una noche
más en la nada hasta que llegó el tercer día. No podían dar ni un paso más. No
podían esperar un segundo más. Ahí estaba él, rodeado de una brusca arena,
deshumedecido de labios, con la paciencia perdida y la desesperación
encontrada. El calor mutuo era intrínseco en esos momentos para los dos. Su
desesperación poco a poco se volvía sumisa, poco a poco retomaba los
papeles de antes y se reflejaba en unas cuantas lágrimas de impotencia.
Era casi imposible, pero tenían que seguir. Caminando, gateando, casi
arrastrándose como gusanos, pudieron ver una luz al final del túnel. Era una
casa. No cualquier casa, era una casa de playa. No saben hasta dónde ni por
donde caminaron, pero la vieron ahí. Brillaba y parecía que alzaba su voz para
suavizantemente llamarlos hacia ella. Pronto observaron a una pareja de
extraños turistas entrando a ella. Estaban en una etapa de desesperación y
deshumanización que solo pensaron en atacar y nada más. Su aspecto no era
ajeno y su seguridad se había quedado en el mar. Sus principios a la basura,
su supervivencia era el plato fuerte y los turistas los que lo iban a cocinar. No
fue necesario un plan concreto, sus esperanzas de recuperar algo de comida y
dinero o, mejor dicho, tomar prestado eran resaltantes. Se encontraban en la
puerta trasera y él comenzó a escabullirse tranquilamente por la cochera. Le
pudo susurrar a ella que lo espere. Poco a poco entró a la cocina y su sigilosa
cautela recorrió cada centímetro de esta hasta llegar al comedor.
Estuvieron en silencio por dos minutos aproximadamente. Hasta que, con las
manos arriba y levantándose poco a poco, él quebró el momento. Así pues,
dijo: “Necesitamos comida, buen hombre”. Se hizo obvio que el turista no tenía
ni idea de qué había dicho, pero comenzó a ceder. Así que bajó el arma
lentamente para poder llamar a su esposa y decidir el asunto. Al segundo, una
fuerza increíble que nació de la impulsividad, de los días que pasaron, de la
poca vergüenza que él sentía en ese momento, arrebató esa arma, la apuntó
hacia el turista y lo asesinó.
Esa fuerza era él, ese asesino fue, indudablemente, él. No sabe ni por qué ni
para qué lo hizo, pero, simplemente, lo hizo y no lo podía creer. La pistola cayó
y rebotó entre todo el desorden de sesos que cubrían las losetas del piso
blanco. Él no sabía qué hacer, había perdido su alma, su humanidad, su futuro,
todo y no podía pensar en nada. De lejos, observó cómo una mujer, tal vez la
esposa del turista llegaba, gritaba y gritaba, pero él no hacía nada más que
escuchar todo en silencio. Su cerebro estaba en silencio. Sus sentidos estaban
secos. De pronto, la mujer intentó ir hacia la pistola en el piso. Él había fallado,
no hizo nada más que mirar al suelo en estado neutral y cuando volteó de
nuevo la vio a ella. La vio clavándole el cuchillo a esa mujer. Comenzó a
apuñalarla por cada segundo que pasaba en la eternidad de sus ojos.
Era imposible haberla visto llegar tan lejos, era imposible haberla visto. La
mirada de él se fue hacia el piso por unos segundos. Segundos que se
volvieron horas. No existían fuerzas para correr. Ya era hora de partir. Su
mirada regresó hacia ella, pero ella ya no estaba. Y es que nunca estuvo ahí. Y
es que en su mano derecha temblaba goteando la sangre de un cuchillo de
cocina. Y es que ella nunca regresó de aquel viaje dentro del mar. Ella nunca
despertó ni despertará. Nunca lo acompañó ni lo acompañará porque todo fue
en vano. Todo estaba fundido en negro.
Para cualquier duda, lea la tarjeta
Era 31 de octubre del 2016 y la situación por la que ahora pasaba Julio era una
de las más cruciales en todos sus 25 años de vida. Pensativo, activo, guardó el
volante que le entregó la joven vestida de Denaeyers sin mirarlo del todo. Julio
pudo deducir que se dirigían a, nada y más nada menos, una fiesta de Noche
de Brujas. Miró las manecillas de su reloj. Eran las ocho y cinco de la noche, el
tiempo se pasaba tan rápido como su vida y no le vendría mal una aventura
inesperada. Sin duda, no podía faltar al compromiso con la misma temática
organizado por sus colegas, dado que había logrado convertirse en un gran y
prestigioso asesor, pues, lo último que quería era manchar su imagen. Decidió
algo rápidamente. Como toda celebración a la que había asistido, estas,
empezaban dos horas tarde y tenía tiempo, podría divertirse unas horas
primero. De pronto, le sonrió a la joven que le dio el volante; su sonrisa bastó
del todo para que ella deduzca su unión al grupo de jóvenes que la
acompañaba.
La morada era marrón y no como el café sino como excremento de corcel. Los
grandes y acumulados árboles y arbustos que rodeaban la casa suscitaban que
los intestinos de Julio formen un nudo que no hacía nada más que recorrer su
cuerpo hasta llegar a su garganta. Los jóvenes, serios, abrieron la puerta. Esta
sollozó lentamente hasta que Julio pudo ver muchas siluetas en lo más tétrico y
opaco de la sala. De pronto, todo se tornó inesperado. Julio siguió a los jóvenes
mientras sentía el nerviosismo del ambiente. Poco a poco, las siluetas que no
pudo distinguir al comienzo, se transformaron en personas, cada una vestida
de un personaje en particular como era costumbre en un día como ese. Estos,
no hacían nada más que observar el centro del círculo que formaban. Habría
aproximadamente, de veinte a treinta personas.