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Fundido en negro

De repente él volteó y la vio. La vio haciendo lo que nunca pensó, lo que nunca
le pidió. Eso le pareció tan inesperado, tan excitante, tan brillante. Él podía ver
como la mano de ella penetró profundamente el abdomen de uno de los
turistas. La áspera y recurrente sangre caía, empapaba su mano, el piso, sus
pies. La situación era única, era la más crucial de todo el viaje. Ese maldito
viaje que no hizo nada más que envenenar sus principios y tirarlos al mar. Ese
maldito viaje que les quitó todo y les devolvió solo una gran desesperación por
sobrevivir.

Y es que todo comenzó una calurosa y amarilla tarde de diciembre; un viernes


para ser exacto. La brisa creciente se sentía entre los árboles y el sol gritaba
luminosas centellas de un calor perfecto para partir hacia el mar. Él tuvo la idea
desde un principio, eso queda más que claro. La desesperación por recuperar
esas ganas de vivir que le quitaba una vida monótona de la que era esclavo
podía acabar con el emprendimiento de esa aventura repentina. Y fue así que
la llamó, congeniaron y decidieron emprender el camino. Ya en el autobús,
poco a poco, podían respirar el olor salado y húmedo del océano que no hacía
nada más que encrespar sus vellos al sentir esa melodía del mar que brotaba
cada vez más cerca a sus oídos.

La primera playa los recibió con una áspera atmosfera. El putrefacto y espeso
plancton se apoderó enormemente de los pies del mar. No lo dudaron ni medio
segundo, era momento de seguir buscando: la tarde aún era joven. Casi
después de unos veinte y estúpidos minutos comenzaron a convertirse en la
pareja más exquisita del planeta. Nada los satisfacía. La gente de acá, la vista
de allá, las piedras, la arena, cada detalle era crucial. Sin darse cuenta dejaban
sus vidas atrás en el camino y se alejaban de las zonas habitadas. Hasta que
después de casi medio día, llegaron. Un silencio que hablaba por sí solo. Un
silencio que habla por todo y por todos. Una brisa que se impulsaba de manera
efímera y cálida por sus caras. El mar que relucía, gritaba y pedía que lo
toquen. Era como si llevara un imán en el fondo, dado que su primera
impresión fue tirar sus pertenencias y dejarse llevar, comenzar a correr y
zambullirse a la perdición.
Así, comenzaron a sentir cómo subía ese frío que distinguía a los mares
peruanos desde los pies hasta los hombros, desde la rodilla hasta el cuello,
desde el abdomen hasta la nada. El viento comenzaba a dominar al mar; a
ellos, la excitación. Estaban en todo su esplendor y recurrían a extasiarse con
el simple hecho de sentir el agua salada penetrar su piel. Y es que todo parecía
ser un pedazo de felicidad en un mundo tan perfecto hasta que pasó lo
maligno. Sus cuerpos se movían por si solos, sus cuellos se iban hundiendo
poco a poco, la brisa era parte del mar, el mar parte de la brisa, ellos eran parte
del mar y sus cabezas ya no sentían la brisa. Sentían como si edificios de agua
cayeran en sus molleras, la corriente no les dejaba reaccionar y el frio había
invadido cada músculo que tenía que funcionar. No podían verse el uno al otro
y tan solo él, en contra de todo, logró conectar su mano a la de ella
fuertemente. Pero todo fue en vano, todo se fundió en negro.

La luz, oscura, tétrica y muerta yacía cuando él abrió los ojos. Se tocó la
cabeza. Un poco de sangre en sus dedos, mas nada preocupante. La vio de
repente, le tomó el pulso y la despertó. Ella respondió de grata manera y un
poco mareada. Durante unos dolorosos y efímeros minutos pudieron respirar
mejor y reconformarse mutuamente para poder ponerse en pie. Se encontraban
a 5 metros de la orilla entre un millar de oscuras piedras con sombreros de
algas. Sus mentes estaban en blanco, sus ganas estaban por los suelos hasta
que se dieron cuenta de que sus cosas habían desaparecido. Él no hizo nada
más que tranquilizarla y darle aliento de que podrían salir de esta terrible
situación. Así, sin celulares, sin comida, sin agua y sin aliento emprendieron un
viaje al azar. Primero, tenían que buscar un lugar para pasar la noche que ya
había llegado. El desierto los rodeaba, la nada los abrazaba y el silencio se
comía sus esperanzas. Después de esa rápida noche emprendieron, paso a
paso, una búsqueda inútil. Búsqueda que los llevó a más y más arena, mar,
bichos, pasto, todo menos personas o vehículos.

Un día más perdido y un día más sin comida. Al segundo día, sus cuerpos no
hicieron más que pedir hidratación hacia las prohibidas aguas del mar. Sorbo a
sorbo se alimentaban de esa espumosa y peligrosa agua de mar que, aunque
los ilusionaba, no lograba brindarles ni la esperanza que les faltaba. Una noche
más en la nada hasta que llegó el tercer día. No podían dar ni un paso más. No
podían esperar un segundo más. Ahí estaba él, rodeado de una brusca arena,
deshumedecido de labios, con la paciencia perdida y la desesperación
encontrada. El calor mutuo era intrínseco en esos momentos para los dos. Su
desesperación poco a poco se volvía sumisa, poco a poco retomaba los
papeles de antes y se reflejaba en unas cuantas lágrimas de impotencia.

Era casi imposible, pero tenían que seguir. Caminando, gateando, casi
arrastrándose como gusanos, pudieron ver una luz al final del túnel. Era una
casa. No cualquier casa, era una casa de playa. No saben hasta dónde ni por
donde caminaron, pero la vieron ahí. Brillaba y parecía que alzaba su voz para
suavizantemente llamarlos hacia ella. Pronto observaron a una pareja de
extraños turistas entrando a ella. Estaban en una etapa de desesperación y
deshumanización que solo pensaron en atacar y nada más. Su aspecto no era
ajeno y su seguridad se había quedado en el mar. Sus principios a la basura,
su supervivencia era el plato fuerte y los turistas los que lo iban a cocinar. No
fue necesario un plan concreto, sus esperanzas de recuperar algo de comida y
dinero o, mejor dicho, tomar prestado eran resaltantes. Se encontraban en la
puerta trasera y él comenzó a escabullirse tranquilamente por la cochera. Le
pudo susurrar a ella que lo espere. Poco a poco entró a la cocina y su sigilosa
cautela recorrió cada centímetro de esta hasta llegar al comedor.

La casa era amplia y húmeda pero reconfortante y le daban ganas de llevarse


todo. Lo primordial era la comida, por lo que abrió un cajón blanco de madera
bien pintada con barniz de olor a nuevo. Sus manos podían sentir cada mes,
año que se demoraba en abrir ese bendito cajón por miedo al ruido. Hasta que,
lo sintió. La poca fuerza, que la situación le ameritó, desapareció por un
momento. Sintió un mástil duro y frio que, sin dudas, era el de una pistola en su
cien. Lentamente levantó las manos y miró hacia su derecha. Pudo ver a uno
de los dos turistas, el hombre, apuntándole con un rostro de nerviosismo y
sudor goteando grotescamente.

Estuvieron en silencio por dos minutos aproximadamente. Hasta que, con las
manos arriba y levantándose poco a poco, él quebró el momento. Así pues,
dijo: “Necesitamos comida, buen hombre”. Se hizo obvio que el turista no tenía
ni idea de qué había dicho, pero comenzó a ceder. Así que bajó el arma
lentamente para poder llamar a su esposa y decidir el asunto. Al segundo, una
fuerza increíble que nació de la impulsividad, de los días que pasaron, de la
poca vergüenza que él sentía en ese momento, arrebató esa arma, la apuntó
hacia el turista y lo asesinó.

Esa fuerza era él, ese asesino fue, indudablemente, él. No sabe ni por qué ni
para qué lo hizo, pero, simplemente, lo hizo y no lo podía creer. La pistola cayó
y rebotó entre todo el desorden de sesos que cubrían las losetas del piso
blanco. Él no sabía qué hacer, había perdido su alma, su humanidad, su futuro,
todo y no podía pensar en nada. De lejos, observó cómo una mujer, tal vez la
esposa del turista llegaba, gritaba y gritaba, pero él no hacía nada más que
escuchar todo en silencio. Su cerebro estaba en silencio. Sus sentidos estaban
secos. De pronto, la mujer intentó ir hacia la pistola en el piso. Él había fallado,
no hizo nada más que mirar al suelo en estado neutral y cuando volteó de
nuevo la vio a ella. La vio clavándole el cuchillo a esa mujer. Comenzó a
apuñalarla por cada segundo que pasaba en la eternidad de sus ojos.

Era imposible haberla visto llegar tan lejos, era imposible haberla visto. La
mirada de él se fue hacia el piso por unos segundos. Segundos que se
volvieron horas. No existían fuerzas para correr. Ya era hora de partir. Su
mirada regresó hacia ella, pero ella ya no estaba. Y es que nunca estuvo ahí. Y
es que en su mano derecha temblaba goteando la sangre de un cuchillo de
cocina. Y es que ella nunca regresó de aquel viaje dentro del mar. Ella nunca
despertó ni despertará. Nunca lo acompañó ni lo acompañará porque todo fue
en vano. Todo estaba fundido en negro.
Para cualquier duda, lea la tarjeta

Era 31 de octubre del 2016 y la situación por la que ahora pasaba Julio era una
de las más cruciales en todos sus 25 años de vida. Pensativo, activo, guardó el
volante que le entregó la joven vestida de Denaeyers sin mirarlo del todo. Julio
pudo deducir que se dirigían a, nada y más nada menos, una fiesta de Noche
de Brujas. Miró las manecillas de su reloj. Eran las ocho y cinco de la noche, el
tiempo se pasaba tan rápido como su vida y no le vendría mal una aventura
inesperada. Sin duda, no podía faltar al compromiso con la misma temática
organizado por sus colegas, dado que había logrado convertirse en un gran y
prestigioso asesor, pues, lo último que quería era manchar su imagen. Decidió
algo rápidamente. Como toda celebración a la que había asistido, estas,
empezaban dos horas tarde y tenía tiempo, podría divertirse unas horas
primero. De pronto, le sonrió a la joven que le dio el volante; su sonrisa bastó
del todo para que ella deduzca su unión al grupo de jóvenes que la
acompañaba.

Emprendieron, así, un camino a pie. Caminaban oscuramente entre la sigilosa


noche con una distinguida fragancia húmeda limeña de sábado. Los jóvenes
murmuraban entre ellos, tendrían edades entre los 17 y 20 años. Julio no
socializaba hace muchos años con gente nueva en estas circunstancias tan
inesperadas. Desde los veinte años, su vida se había tropezado en un hoyo
hondo y agrio llamado monotonía. Una vida llena de papeleos infernales,
obligaciones podridas y amigos sin alma. Poco a poco, sin que una sola
palabra corriera por su boca, estaban llegando a su destino, su elección, su
gran error.

La morada era marrón y no como el café sino como excremento de corcel. Los
grandes y acumulados árboles y arbustos que rodeaban la casa suscitaban que
los intestinos de Julio formen un nudo que no hacía nada más que recorrer su
cuerpo hasta llegar a su garganta. Los jóvenes, serios, abrieron la puerta. Esta
sollozó lentamente hasta que Julio pudo ver muchas siluetas en lo más tétrico y
opaco de la sala. De pronto, todo se tornó inesperado. Julio siguió a los jóvenes
mientras sentía el nerviosismo del ambiente. Poco a poco, las siluetas que no
pudo distinguir al comienzo, se transformaron en personas, cada una vestida
de un personaje en particular como era costumbre en un día como ese. Estos,
no hacían nada más que observar el centro del círculo que formaban. Habría
aproximadamente, de veinte a treinta personas.

Sigilosamente, sus ojos caminaban hacia la intriga, su corazón palpitaba


lentamente y su instinto le decía que no era buena idea. Cada segundo era un
milenio para él. Lo que veía era indescriptible. En su indudable estado de
shock, pudo ver el rojo podrido de las entrañas de aquel hombre en el suelo,
recorriendo su recién abierta piel. Su mente vomitó hasta el más indispensable
pensamiento acerca de lo que podría estar sucediendo. En ese momento era
más que imposible respirar, ya que, al parecer, el aire que lo rodeaba
proporcionaba un aroma opaco. Los jóvenes se unieron a los cantos que,
desde hace algunos minutos, se entonaban en dicha casa con una tranquilidad
y costumbre habitual.

A pesar de su calmo nerviosismo, pudo, segundo a segundo, notar que aquel


círculo de personas se pasaba un vaso cuidadosamente, un vaso lleno de un
líquido mórbido, rojizo, nocivo al parecer. Sigilosamente, este, llegó a sus
manos como diciendo que era su turno. Indudablemente, su cuerpo no
respondía a ningún llamado; sus entrañas, sin embargo, se peleaban entre sí y
su cerebro se pintó completamente de blanco. Todos sonreían al mirarlo.
Sonrisas malévolas que solo inspiraban demencia, caos y anormalidad. Sus
actos, en ese momento, se encogieron, por lo que no hizo nada más que correr
hacia la puerta principal después de soltar aquel vaso. No miraba atrás; corría y
corría, sudaba como una cerda a punto de parir y, se podría decir que, lo que
recorría su mejilla no era más que una lágrima llena de temor, pánico y horror
combinado con prisa por encontrar un lugar alejado de toda esa locura.

Cuando ya no pudo más, se detuvo. Solo sentía el palpitar de su confundido


corazón. La sangre que circulaba en su cuerpo se congeló con solo recordar
aquellos terribles momentos vividos. De un momento a otro, expulsó toda esa
escena. De su boca salió cada recuerdo en forma de vómito. Vómito con la
fragancia del momento. Era vómito más que todo. Podía sentir que la sangre,
los sesos, el estómago, las tripas de aquel hombre rozaban su paladar. No
podía más, tenía que llamar a un taxi para ir a su casa. Mientras buscaba su
celular entre el bolsillo de su chaqueta, sintió algo que le picó el dedo anular.
Se trataba de aquella tarjeta que recibió de la joven vestida de Denaeyers. La
tarjeta habló por sí sola: “Encomienda tu alma a Belcebú. Juventud,
prosperidad y fuerza. Sacrificio humano a las 8:30pm”.

Instinto melancólico (Monólogo a un gato)


Me pregunto si esta será la última vez. Me pregunto si esta será mi última
noche. Tranquilamente podría saltar, correr, huir, desaparecer, escapar. Pero,
posiblemente, no sepa a dónde. Transpiro un poco, no hay duda de eso, y es
que la frialdad de este inesperado viaje ha suscitado en mí un pequeño rencor
hacia ellos dos. Siento, no sé, que tal vez piensen en abandonarme y, claro, no
debería importarme eso, pero, aun así, la incertidumbre recorre mi piel, mi
pelaje, mis garras, mis bigotes.

No me alivio, el auto tiembla y yo estoy trémulo, agitado, convulso y mis


pensamientos solo me llevan a la intriga de siempre. No me alivio, el auto se
aleja y yo cada vez me siento más alterado, como si no fuera a saborear
aquella comida matutina nunca más, como si me cayera un baldazo de agua en
el lomo, como si la boca me supiera a pescado agrio. No me alivio, ellos
silencian y yo igual. Ni una palabra, ni un maullido, ni una oración, ni un
ronroneo se escucha.

Me pregunto si esta será la última vez. Me pregunto si esta será mi última


noche. Nos encontramos ya lejos y, de todo el paisaje, lo único que observo es
la oscuridad de la noche que florece. Mi piel se eriza grotescamente, mi dorso
ahora solo sigue el ritmo del carro, mi pequeño corazón está lleno de nostalgia
y no hay manera de evitar la catástrofe que tal vez me espere. Dicen que los
gatos no son sentimentales y yo, sin embargo, he llegado a encariñarme con
ellos dos. Mis pensamientos son rápidos ahora. Solo estoy esperando. La
velocidad del auto es decreciente. Quiero dormir. Quiero comer. Tengo un nudo
en la garganta. Tengo una esfera en la garganta. Tengo una bola de pelos en la
garganta.
Ahora solo observo cómo se miran. No es justo no poder hacer nada. El auto
ha parado. La noche está en su esplendor. Cada segundo que transcurre se
siente como si un ratón se hubiera escapado de mis garras. Una gran
impotencia es la que se ha apoderado de mi ser. No distingo los colores que
resaltan a través de la ventana. Él ha detenido el auto y ella, sin ninguna prisa,
me toma del torso. Sus manos se encontraban frías; su mirada, seria. Me está
cargando entre sus brazos como siempre lo suele hacer solo que, esta vez, no
es para mimarme. Puedo ver a diferentes animales desde lejos: perros con los
ojos caídos y la cola entre las piernas, gatos con el cuerpo estático y el pelaje
respingado, y loros con la mirada al vacío y sin entonar ningún silbido. Siento
que ha llegado la hora final del viaje. Me pregunto si esta será la última vez. Me
pregunto si esta será mi última noche.

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