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LO ROMÁNTICO ES MIRAR AL ABISMO

Octubre otra vez.


Halloween, la noche de todas las almas, siempre me encuentra pensando en Ray Bradbury y en lo
importantes que fueron sus historias en mi vida. Porque en sus historias encontré el miedo. Sus historias me
dejaron presa de una intuición muy profunda de que algo no estaba bien en el mundo, que no era un lugar
seguro e inocente después de todo, ni a plena luz del día.

Todos los niños conocen el miedo, lo conocen desde que se encuentran con la oscuridad y los sueños, pero a
veces, cuando se ponen más grandes y ya no piden que les dejen prendida la luz de al lado de la cama… a
veces, se olvidan de ese primer miedo, ese miedo que no se piensa, ni se explica, ni nada. El miedo que se
siente en las tripas, el que te hace esconder la cabeza debajo de las mantas. A veces, cuando crecés se te
olvida. Yo me lo había olvidado, hasta leer a Ray Bradbury. Tenía diez años y creía que los libros eran lugares
seguros.

Entonces, mi mamá sacó ese librito desvencijado de sus estantes, no los míos, los que tenían libros con
dibujos, sino los suyos. Tenía una tarea en la escuela: buscar una historia que hablara del futuro y mi mamá
abrió ese librito negro y leyó un título: “El contribuyente, marzo de 2000”. Era una tarde de octubre de 1999,
todavía era una historia del futuro, aunque por poco. Vi algo como melancolía en la cara de mi mamá.

Después la odié un poco, por dejarme ese libro, porque ese desvencijado librito negro me dio pesadillas sin
nombre. Todos los niños conocen el miedo, desde que conocen la oscuridad y los sueños, pero yo no sabía que
esa impresión profunda, ridícula, visceral, podía encontrarse en los libros. Esa perturbación de saber que ese
mundo ya no era un lugar seguro, ese miedo que te sigue después de cerrar las páginas, que te sigue a tu
mundo en una intuición muy profunda de que algo no está bien. Ese miedo que te hace esconder la cabeza
debajo de las mantas, lo volví a encontrar en Crónicas Marcianas.

Con él, me reencontré con algo que se me había olvidado: con esas historias que te impresionan tan
profundamente que ya no te queda más que llevarlas siempre a cuestas, como el hígado. No te las
dresprendés, no te las podés sacar de encima, a esas historias que te hacen desconfiar del mundo una vez
levantaste la vista de las páginas, que te hacen mirar por encima del hombro y encender (o apagar) la luz. Se
vuelven parte de vos mismo.

Ese fue Ray Bradbury para muchos, para mí también.

Por eso quiero hablar de él en esta noche de todas las almas.

Lo romántico es mirar al abismo

Ray Bradbury fue un romántico.

Cuando lo digo, pienso en ese cuadro de Friedrich en el que un hombre, todo él muy siglo XIX, se para sobre
un peñón en el que rompen furiosas las olas, y mira (de espaldas a nosotros) la inmensidad del mar. El mar es
inmenso, inabarcable con los ojos y con la mente, y está furioso… ¿está furioso con nosotros? El romántico
estaba furioso como el mar, que se revuelve en lo profundo, porque había una conexión muy íntima entre el
poeta y la naturaleza. William Wordsworth (1770-1850), el poeta romántico inglés, escribió un largo poema
en el que relata su vida; un fragmento alucinante de ese poema es el momento de su iniciación en la poesía:
de noche, en el bosque, llegó a un lago y tomando una pequeña barcaza se hizo al agua oscura de pura
fascinación por lo desconocido. Sin buscarla, se encontró entonces con la Epifanía: la visión reveladora. En el
lago que, iluminado por la luna, parecía plata bruñida, apareció la imagen de un peñón negro, recortado
contra la inmensidad del cielo nocturno. Ahí mismo, el joven Wordsworth supo que había nacido para la
poesía… que esa era su fe y su destino. La naturaleza, la conexión con el espíritu panteísta de la naturaleza,
eran la razón y la excusa del arte. Por eso lo romántico era mirar al abismo.

¿Por qué Bradbury, entonces? Para empezar nació en 1920 en Illinois, bastante lejos, en el tiempo y en el
espacio, de las abadías y castillos ruinosos, los bosques sombríos y las montañas que tanto obsesionaban a los
Románticos del XIX. Pero a él le encantaba mirar al abismo, aunque le obsesionaran otras cosas.

“Pues lo único en lo que seres humanos han pensado algunas vez es el futuro.” 1 Sostiene, tajante, en uno de
sus ensayos. El futuro, y no el pasado, obsesionaba a Ray Bradbury. Los otros mundos fantásticos que muchos
habían construido o encontrado en el pasado medieval o caballeresco, en la tierra de las hadas, a través del
espejo o de las grandes sagas de griegos y nórdicos, para él estaban en un futuro incierto pero
resplandeciente, y no sólo eso: al situar lo fantástico en el futuro, Bradbury esperaba llegar a verlo alguna
vez. “Ciencia ficción”, escribía, porque “todas, todas las ficciones se convierten en ciencia y tecnología”; o,
siguiendo sus palabras, todos los avances tecnológicos y científicos de la humanidad comenzaron como
ficciones, soñadas y escritas (o pintadas en las cavernas) por algunos visionarios poetas.

Veo a mi querido Ray, entonces, como un último romántico, nacido Illinois en 1920. Ese niñito de fotos viejas,
en blanco y negro y con sus cuellos amplios llenos de puntillas, que mira como la brisa caliente agita un
campo sembrado y levanta nubes de polvo y moscas. El campo sembrado es como un mar que se une en el
horizonte con el cielo, agitándose en lo profundo, como se agita, se revuelve, ese niñito que aprendió a leer
a los tres años (aficionándose a las historietas sobre marte y las aventuras de Verne)… se agita en el
profundo:

Debo haberme dado cuenta de esto a muy temprana edad, cuando hojeaba las páginas de
Ciencia e Invención, que comenzaban a dar grandes saltos hacia el espacio del futuro. Las
portadas de las viejas revistas de ciencia ficción estaban llenas de ciudades increíbles, llenas de
torres que se elevaban hacia el cielo.
Yo miraba a mi alrededor, mi pequeño pueblo, Waukegan, en Illinois, y sentía una horrible
carencia de algo.

Insatisfacción. Fascinación por un espacio abierto hacia la nada misma. Creencia, no el espíritu panteísta de
la naturaleza, sino en un futuro incierto, pero lleno de posibilidades, que no podía dejar de ver con un amor
empapado de melancolía. La visión que fascina y espanta, el temor y el sobrecogimiento que, sin embargo,
no nos permiten apartarnos.

Sólo falta la iniciación, la epifanía, porque (también para Bradbury) la profesión del narrador-poeta llega sin
ser buscada, se impone sobre todas las demás cosas.

“A partir de ese futuro [el de las revistas, las novelas pulp y las historietas], a los doce años, empecé a escribir
acerca de futuros posteriores, porque sentía el mundo que me rodeaba como de una horrible chatura
bautista.” Pero esta vocación por la escritura no se la provocó la visión sublime de un peñón en el lago, sino
un mago del futuro: Mr. Eléctrico, que se electrocutaba todas las noches en una feria de fin de semana y
luego “extendía su espada de fuego azul dándoles golpecitos con ella a los niños de la primera fila. Me apoyó
la espada en la frente, me llenó de fluido eléctrico, y gritó: ¡Vive para siempre!”

1 Todas las citas pertenecen al ensayo “Predecir el pasado, recordar el futuro”, escrito en 2001 y compilado en la libro Bradbury
habla (2009), Buenos Aires: Alfaguara, pp. 55-64.
“Luego de ese último día con Mr. Eléctrico,” cuenta Bradbury en su ensayo, “he estado escribiendo todos y
cada uno de los días del resto de mi vida.”

Cuando pienso en vos, querido Ray, pienso ese cuadro de Friedrich, en ese romántico parado sobre una roca,
dándonos la espalda. A sus pies se abre el inmenso mar embravecido. Ése, y nadie más, sos vos mismo,
dándonos la espalda, mirando fascinado, aterrado, pero también tremendamente feliz, a un futuro incierto,
que se abre a tus pies como el espacio exterior, inmensamente negro, inmensamente estático, cuajado de
diminutos planetas y lunas que giran sus danzas eternas, y cometas que extienden sus colas cristalinas, y
estrellas, sobre todo estrellas, una, justo frente a tus ojos que no vemos, pero adivinamos, es roja.

Lo romántico es mirar al abismo.

¡Vive para siempre Ray Bradbury!

Friedrich, Caminante sobre un mar de niebla, 1818

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