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El whisky de Rayec y Lupen

Justo a las cuatro con seis minutos de la tarde, en un lugar llamado El Kiaska, hubo un
tremendo terremoto. No fue el primero ni tampoco el segundo ni mucho menos el
ú ltimo; pero en ese instante Lupen, el afable Lupen, al adormecerse el sismo, recogió
sus monedas de oro y platino caídas a la acera al tropezarse con una hormiguita
cabezona de ímpetu paquidermo causante de la caída ruidosa al piso. Con el suave
tilintilín de las monedas en el bolsillo y sacudiendo con parsimonia el polvillo de su
abrigo de cachemira azulado, se rio al imaginar a Dios como un petit infante enorme,
que cuando cae de una silla al jugar a balancearse de ocioso hacia atrá s, con el impacto
mueve la gravedad universal unos milímetros de milímetros el cosmos, y crea nuevas
galaxias para algú n día ser descubiertas. A nosotros, la torpeza de su ociosidad nos
repercute en que la tacilla de café recién hervida hace un pequeñ o brinco justo al
posarla en el mantel blanco, dejando unas gotas de mancha en la inmaculada
superficie. Una manzana vuelve a golpear alguna coronilla. O un bebé cae desde un
rascacielos justo en los brazos de un desdichado hombre con sinsabor a la vida que
piensa en el mejor método de suicidio, pero al ser protagonista de tamañ a
improbabilidad noticiosa, recobra las ganas de vivir.

Rayec, el escuá lido Rayec, en la vereda del frente a donde estaba Lupen, hervía
pensamientos mientras fumaba lentamente su cigarro acaramelado de azú car negra
cordobesa. Del terremoto solo percibió el “te hago reír” estrepitoso de Lupen en la
calzada, pero no razonó lo que miraba. Tan solo las imá genes del mundo pasaban
frente a sus ojos, le encantaba esa sensació n. Esas pupilas que se veían ausenten si
uno lo observaba sin que él se diera cuenta. Como si nadara de forma está tica en el
mundo visible. Cosas extrañ as, difícil de escribir aquí y ahora… Lo claro es que Rayec
con los pensamientos cocidos y la hora precisa para aparecer puntual, cruzó la calle e
hizo un gesto con su cabeza como si tuviera un tic nervioso, a ver si Lupen lo
reconocía en la breve distancia que los separaba. El muy miope de Lupen no lo
reconoció . Entonces Rayec, bribó n sigiloso, se aproximó lentamente a Lupen por la
retaguardia y lo punzó con sus dedos de una forma tan tan suave como quien
interpreta un suave nocturno. El grito de susto que dio Lupen fue mayú sculo y agudo.
Incluso apareció un maullido con hipo de la boca de Lupen. La señ ora-señ orita, como
se le conocía en el pueblo, de rostro lírico y con pobres simetrías, iba pasando justo su
oreja a la altura del maullido de Lupen. Indignada lo miró con el enojo del ceñ o
fruncido y despotricó : <<¿puede bajar la locura señ or?, mire que no soy ninguna
suripanta para que ande maullando>>. Rayec, mordiéndose la mano de la risa, intentó
dispersar la molestia de la señ ora-señ orita enseriando el rostro y empezó : <<¡sale!,
¡sale!, ¡tsale gato malo!>>, mientras golpeaba a Lupen como quien manotea el aire
para asustar sin dañ ar. Lupen con una U gigante de sonrisa respondió : <<!miaaau!,
¡ggg!, ¡miaaau!, Ahora sí mi camarada>>.

<<Có mo está s viejo amigo>>. <<Bien me encuentro pues, adelante maestro de


maestros>>, dijo Rayec frente a la angosta puerta del bar Moscú . <<No, pase usted>>
respondió Lupen, mientras se filtraba un molesto ruido del bar. <<Pero es que
có mo>>, respondió Rayec, <<pero es que pasando>>, le contestó Lupen, <<pero es que
insisto, adelante usted>>, le dijo Rayec, <<pero es que su amabilidad mi amable Rayec
me impide pasar. Por favor detrá s de usted, lo sigo>> dijo Lupen… Y así se prolongó
esta inoperancia para entrar por una puerta entre los amigos Rayec y Lupen. Fue
harto tiempo el que gastaron esta dupla, pero el bar Moscú a esa hora no concurría
nadie, con suerte estos dos parroquianos y algunos turistas desorientados que venían
a conocer las cataratas invertidas pró ximas al pueblo. Entretenidos todavía en la
puerta de entrada —¿habrá sido a Lupen o habrá sido a Rayec? —, le bajaron las
orinas. Con los nervios apretados en la vejiga optaron por lanzar una moneda al aire.
Cada uno sacó su moneda de oro marcada con la suerte tramposa. La lanzaron al
unísono: una cayó cara en el dorsal de la mano y la otra cayó al piso costá ndole caro,
rebotando, y por la inclinació n del bar, comenzó a rodar en una comba hasta dar
directamente al tacó n escarlata de la dama que bebía un trago en la mesa siete, y en un
asombroso acto de magia —a falta de encontrar la palabra precisa que se refiere a
trucos con monedas— ¡va! Justo y por arte de magia, valga la redundancia, me acordé:
prestidigitació n. Tantas palabras que se le pierden a uno… mis disculpas por mi
desorden… Como decía…, en un asombroso truco de prestidigitació n, la dama hizo
aparecer las dos monedas entre sus dientes. Pero esa historia es de otro universo: de
otro tiempo, de otro lugar, de otro lector, de otro… La historia de este universo fue
mucho má s simple. Se lanzaron las monedas, ambas salieron cara, no existió un tacó n
escarlata, una dama prestidigitadora, unos dientes indescriptibles, una mujer en una
mesa dentro de un bar que arrastrara en una vorá gine de sucesos a los perspicaces
Rayec y Lupen, simplemente salió cara y Lupen entró primero, luego Rayec de espalda
cuidando las supersticiones de sus antepasados Kaweskasaki. De frente al espejo en la
barra del bar, Lupen y Rayec pidieron un whisky y se dejaron marinar por él mientras
conversan de sus ú ltimas aventuras y desventuras, sueñ os y pesadillas, verdades y
mentiras dichas ú ltimamente, suertes y desgracias vividas. Lupen le contó su secreto
con la vaca Juana, y Rayec sorprendido, emocionado hasta las lá grimas y sin palabras,
retomó el aire y la confesió n no pudo ser contada porque el hijo del dueñ o del bar, un
mequetrefe de unos cinco añ os, entró gritando sin parar, y como el dueñ o se murió en
la guerra y la madre fue a buscar una mejor vida en algú n lugar del mundo, el garzó n
cree adecuado que por la desdicha del niñ o lo mejor es ignorar sus gritos. Por lo que
Rayec y Lupen prefieren beber las ú ltimas gotas de su vaso, y emprender el regreso a
sus hogares sin estropear por culpa del mocoso gritó n la felicidad de su encuentro.

En la víspera de la primavera, cuando la alergia comienza a inundar al pueblo, Rayec,


con una gota mitad agua mitad mucosidad incolora en la punta de su nariz en una
permanente incertidumbre si caerá o no, con la molestia de estar constantemente
soná ndose, y Lupen, sin problema alguno, con su salud de roble alemá n, se reunieron
en el bar Moscú . Acomodados frente al espejo en la barra, pidieron cada uno un
whisky. Conversaron de todo y de nada. Partieron por el todo, y cuando iban por la
mitad de éste, se percataron que una dama de vestido escarlata los miraba fijamente.
Lo petrificante que era su mirada los hizo pensar que era como un bú ho ciego
esperando la disecació n. No vieron que les estuviera hablando, pidiendo ayuda, nada,
pero algo les evocaba. Sin embargo, el ignorar pudo má s y la curiosidad estaba
abocada en su amistad. Retomaron la conversació n, y antes de llegar a la nada, para
cerrar la chachería, Lupen le contó el chiste de los amigos que van a un bar y piden
siempre el mismo trago…
El día antes de la navidad, Lupen y Rayec estaban en la barra del bar Moscú
atiborrados de regalos. Rayec le mostraba a Lupen la muñ eca Rojalda Buryesa con
ojos oros que le regalaría a su hija por ser la mejor de la clase. Lupen le mostraba el
café de grano de cien mil escudos traído de Lituania que le regalaría a su hijito por
haber entrado a estudiar Leyes Sociales. Conversaron sobre el negocio de las flores de
jazmín que piensan hacer para el añ o entrante y se aconsejaron sobre sus problemas
sincró nicos de insomnio. Cuando a ambos se les acabó el whisky, le pidieron al
nó rdico sentado a la ventana del bar que les tomara una fotografía con la minú scula
cá mara espía que le gusta portar a Lupen. Le agradecieron invitá ndolo a comer, lo cual
el nó rdico rechazó por compromisos previos. Se desearon felices fiestas, y jojoiando
Rayec y Lupen se fueron cada uno para su casa a celebrar el nacimiento del niñ o Jesú s.

Cuando se estaba acabando el verano, Rayec entró al bar Moscú , respondió el saludo a
la dama que estaba sentada con la pierna cruzada en la mesa nú mero siete, la cual
recibía la luz cenital del sol y hacía relucir su collar que proyectaba una sombra de dos
monedas en la punta de su tacó n. Se acomodó en la barra ignorando el recuerdo que le
produjo esa sombra y pidió un whisky doble. Magdiel, el camarero con nariz de
camaró n, terminaba de servirle comida en el plato bajo la barra al niñ o mocoso y le
preguntó : <<¿Y su ami monsieur Rayec?>>, <<Murió >> le respondió Rayec, y bebió
lento, muy lento el whisky pensando cosas que lamentablemente ni tú ni yo sabremos.

Con la primera lluvia de los días de otoñ o, Rayec, esquivando un gorrió n muerto en la
entrada del bar Moscú , se instala frente al espejo en la barra. Con la mirada en la
modelo de la cerveza gold-scarlet del calendario junto al reloj que marcaba las nueve
con cincuenta y nueve minutos, pidió un whisky simple. << ¿Y por qué uno simple don
Rayec?>> le dijo Magdiel mientras le rascaba la panza al niñ o mocoso con el pie.
<<Porque dejé de beber, mi queridísimo Magdiel>>.

FIN

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