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J e s ú s de G al í n d e z

Los Vascos
en el Madrid
Sitiado

Editorial Vasca Ekin —Buenos A ires


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Careliano Monografías

E D IT O R IA L VASCA E K IN , S . R . L.
B E L G R A N O , 1141

BUENOS AIRES
1945
Queda hecho
el depósito que
■marca la ley.

P r in t e d in A r g e n t in a
ÍNDICE

P rimera P arte
DEL CAOS REVOLUCIONARIO SURGE UN
COM ITÉ DE PATRIOTAS
El caos se desata sobre M adrid ..................................................................... .....13
Surge un Comité-Delegación del Partido .......................................................19
Las Milicias Vascas en formación ...................................................................23
La G uardia del Partido ............................................................................... .....24
La oficina de Irujo ......................................................................................... .....31
Salvoconductos y brazaletes ......................................................................... .....33
Bautismo de sangre de las Milicias Vascas ...................................................37
Trabam os contacto con las checas .................................................................38
E l Refugio para evacuados de las zonas de g u e r r a .........................................44

Secunda P arte
ATRAPADOS E N TR E LA GUERRA Y EL HAMBRE
Cuando los moros llegaron .............................................................................. 47
Días de actividad febril ................................................................................. .... 55
La limpieza de la q uinta colum na .................................................................. 65
Sangre, fuego, destrucción ............................................................................. .... 72
La ikurriña ondea en la Moncloa ............................................................. .... 77
La Delegación de Euzkadi en M adrid ......................................................... .... 78

T ercera P arte
LA DELEGACIÓN DE EUZKADI EN MADRID LABORA
Navidades bélicas ............................................................................................. ....84
Censo de vascos ............................................................................................... ....W
Refugio V Auxilio Social ............................................................................... ....92
Relaciones internacionales ............................................................................. ....95
Propaganda de Euzkadi ................................................................................. ....l í ^
Presos y desaparecidos ........................................................................................107
La evacuación de M adrid ............................................................................. ....119
El problema de los aprovisionamientos ..........................................................125
Recuperación de bibliotecas y objetos valiosos ............................................129
Tribunales Populares ..................................................................................... ....131
Gestiones de canje ........................................................................................... ... 135
L a situación m ilitar en marzo ......................................................................... 138
C uarta P arte

CON LA TRAGEDIA DE EUZKADI EN EL ALMA


La batalla de G uadalajara ........................................................................... ... 141
Comienza en Euzkadi la ofensiva ............................................................... ...145
La 142 Brigada, Vasco-Pirenaica .....................................................................149
Censo de vascos movilizados ....................................................................... ...153
Canjes y aventuras ........................................................................................... ...154
Lluvia de granadas sobre M adrid ...................................................................168
Estadísticas de u n a labor ............................................................................... ...170
Adiós a la ciudad ........................................................................................... ...172

Q u in t a P arte

LA GUERRA SIGUE SU CURSO


Los que quedaron en M adrid ........................................................................ 175
Los que m archaron a Valencia y Barcelona .............................................. 177
Los que lucharon por tierras de Aragón y Catalunya ............................ 179
A L O S G U D A R I $

que lucharon en Euzkadi; a los


que m urieron en la contienda, a
los que marcharon por las sendas
del exilio, a los que conocieron la
amargura del cautiverio, a todos los
vascos que con su heroísmo en el
campo de batalla nos dieron fuerza
moral para im plantar en la reta­
guardia madrileña el m ism o espí­
ritu de justicia y hum anidad por
ellos defendido.
Todo el m érito que hubo en
nuestra obra, a ellos se debe.
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Jesús de Galíndez en su verdadero carácter de
miliciano, en Madrid de 1936.
P R O P O S I T O

El día 18 de julio de 1936, el ejército español se sublevó


contra el Gobierno de la República, a la que había jurado
fidelidad; no se trataba de u n a cuartelada sem ejante a tantas
otras que salpicaron la historia del siglo X IX , sino u n a lucha
entre dos concepciones distintas de la vida: De u n lado estaban
los que todo lo tenían y aú n querían más, y de otro los que
nada tenían y querían algo; por eso, ju n to a los sublevados se
alinearon las fuerzas conservadoras y reaccionarias en estrecho
contubernio con los señoritos de Falange, y ju n to al gobierno
se agruparon los obreros y muchos intelectuales de espíritu
liberal y soñador.
La guerra fué dura, y en ella las potencias totalitarias entre­
naron sus equipos bélicos como m aniobra jam ás soñada. Mas
a la par de estas escenas sangrientas y heroicas, u n dram a mucho
más hondo se desarrolló en los mismos estratos internos de
cada bando; fué la revolución, la verdadera revolución, la que
en su agitado oleaje saca a la superficie las pasiones más prim i­
tivas de la hum anidad y descarna en todo su horror odios y
ambiciones.
En ambos bandos el panoram a es m uy semejante. Las masas,
que en su apartam iento recíproco provocaron el abismo bélico,
son prontam ente desbordadas por m inorías audaces y discipli­
nadas que im ponen su suprem acía por el único medio que
tienen a m ano: el terror. Es la historia eterna de todas las
revoluciones; las preparan los intelectuales, las hacen los mode­
rados, y las controlan las m inorías extremistas.
H ubo sangre, m ucha sangre inocente, por ambos bandos.
Quizás la diferencia más aparente sea que los crímenes de los
“rojos” fueron pregonados por u n a hábil propaganda y creídos
por un público predispuesto, m ientras los crímenes fascistas
fueron menos conocidos y fácilmente disculpados por esa misma
gente que au n se horroriza más porque sea asesinado u n duque
que no diez obreros.
Pero la diferencia más radical, la que no justifica pero si
explica los excesos de la zona republicana, estriba en el mismo
hecho de la sublevación. El ejército, casi toda la policía, la
justicia, cuantos organismos públicos estaban llamados a m ante­
n er el orden, se rebelaron dejando inerm e al Gobierno legal;
éste se vió obligado a arm ar el pueblo, las cárceles se abrieron
para sacar a los presos políticos amigos, y con ellos salieron
delincuentes comunes que se establecieron por su cuenta; ade­
más, al removerse los bajos fondos de la sociedad, salieron a
flote y hallaron fácil campo en que actuar cuantos indeseables
existen en toda ciudad, en toda nación; en tiem po norm al, la
policía les hubiera controlado, pero la m isma sublevación hizo
carecer de elementos coactivos al poder público y facilitó armas
a los delincuentes. ¿Puede extrañarse alguien de que durante
los prim eros días de la revuelta estos elementos incontrolados
actuaran p or su cuenta? Ju n to a ellos se desbordó en forma
drásticam ente sim plista la justicia im provisada y revolucionaria
de agrupaciones extremistas, de hom bres que habían sufrido
y se habían formado en u n am biente de odio. N ada de esto
justifica los crímenes cometidos en la zona republicana, pero
tienen u n a fácil explicación.
Lo q u e no tiene explicación, y m ucho menos justificación,
son los crímenes, muchos más en núm ero y sadismo, de la zona
fascista. E n ella existía u n ejército y u n a policía, en ella el
pueblo no fué arm ado, en ella los presos comunes siguieron
encerrados; y los crímenes fueron cometidos precisam ente por
esa policía, por ese ejército, por esos señoritos educados que de
nada carecían y blasonaban de católicos. Y no se alegue que
dichos crímenes fueron en represalia, puesto que el mismo día
18 de ju lio comenzaron; no, fué u n desbordam iento de odios.
Estoy seguro de que tanto en la zona fascista, como pasó en
la republicana, la masa se sintió asqueada contra aquella barba­
rie; pero nadie reaccionó, y la autoridad obligada a controlarla
fué precisam ente la q u e incitó a la m atanza y la persecución.
C ontrastando esta actitud con la observada en la zona leal,
donde las autoridades fueron desbordadas al principio pero,
en cuanto pudieron, trataron de imponerse, im provisando poli­
cía y justicia, creando u n ejército de la nada, hasta conseguir
al fin que el orden reinara en la retaguardia.
F rente a este caos, destaca la actitud del pueblo vasco, ajeno
en principio al desbordam iento de pasiones que culm inó en la
guerra civil. E n Euzkadi el orden fué casi perfecto, y cuando
algún exceso se produjo, nuestras autoridades reaccionaron
enérgicamente; es esta u n a verdad ya bien sabida y adm itida
por todos. Los vascos supieron m orir, pero jamás asesinar;
contamos con mártires, no con verdugos.
Lo que no se sabe es que este mismo espíritu anim ó a aque­
llos pocos vascos a quienes la sublevación les sorprendió fuera
de Euzkadi. E n M adrid, en Valencia, en Barcelona. T a n pron­
to como se pudo, nuestras agrupaciones culturales o patrióticas
se estrecharon en firme haz, y apoyadas en la persona y d in a­
mismo del M inistro don M anuel de Irujo, presentaron batalla
a los incontrolados y a los extremistas, protegiendo a cuantos
vascos acudieron a ellos en dem anda de auxilio y con la cons­
ciencia lim pia, a cuantos sacerdotes y religiosos que .no tenían
más culpa q u e la de vestir sotana, a cuantos hombres perse­
guidos injustam ente clam aron p o r justicia o hum anidad.
Eran pocos, pero su esfuerzo fué inm enso; cooperando leal,
y a veces heroicam ente, en esa ím proba tarea em prendida por
las autoridades republicanas para dom inar el caos e im poner
el orden.
E n este lib ro pretendo recoger sucintam ente los aspectos más
destacados de la labor realizada en M adrid por los patriotas vas­
cos a quienes la guerra sorprendió allí. Algo sem ejante podría
decirse respecto a los que se hallaban en Barcelona, y en m enor
escala a los que se establecieron en Valencia, mas el hecho de
encontrarm e estudiando en la capital de la R epública y ser
protagonista de muchos de los acontecim ientos narrados me
facilita la tarea. Y juzgo u n deber dejar constancia de ella para
el día de m añana.
Quizás algunos me critiquen, y digan que "m ejor es no me-
neallo”. No; sólo si decimos toda la verdad podrem os afirm ar
que decimos solo la verdad; si callamos los aspectos criticables
de la zona republicana, fácilm ente podrán echárnoslo en cara
y jugar con nuestro silencio; sólo condenando los excesos pro­
pios se p u eden condenar los del contrario, sólo exponiendo la
cruda realid ad se tiene derecho a enjuiciar. Es u n deber para
con nosotros mismos, y para con las generaciones que nos
sucedan.
E n este lib ro relataré hechos y daré a veces cifras, con la
concisa sequedad que im pone la historia, y sólo acudiré a la
descripción de tipos y am bientes cuando sea preciso para m ejor
encuadrar los sucesos de que fuimos protagonistas. Las anécdo­
tas literarias, las más destacadas, las recogí en mis “Estam pas de
la guerra”, que espero publique editorial Ekin.
T o d o ello es nuestra obra, de la que nos enorgullecemos con
justicia. Porque la labor que llevamos a cabo no tuvo más
m óvil que el de cum plir con lo que creíamos nuestro deber y
ensalzar el nom bre de nuestra P atria Euzkadi. N i el móvil
del lucro, n i menos el de conseguir u n perdón de quienes esta­
b an asesinando a nuestros hermanos y correligionarios, movió
nuestros actos.
Nos guió el más estricto espíritu de justicia y hum anidad.
El mismo que reinaba en Euzkadi. N o en balde éramos los
mismos, y sólo la Providencia nos separó.
E n libros como el presente debe rehuirse todo lo q u e sean
sentim ientos o anécdotas íntimas, porque la visión es colectiva;
pero n o puedo resistirm e a la necesidad de referir aquí u n episo­
dio que me toca m uy de cerca, por su inm enso simbolismo. Yo
tenía dos tíos, que tras pasar la criba de la checa principal
de M adrid, fueron a parar a la cárcel y los tribunales popula­
res, an te los cuales respondí personalm ente de su conducta, ya
que al ser políticam ente enemigos me cuidé muy bien de no
inm iscuir al Partido; él era, y es, u n hom bre católico y pacífi­
co, que estaba horrorizado de la hecatom be ocasionada por la
rebelión; ella era u n a m ujer más violenta, que reaccionó contra
los excesos republicanos, negándose a reconocer los de los fascis­
tas. Pues bien, meses después de salir en libertad, cuando me
fui a despedir de ellos con el propósito de m archar a Bilbao,
entonces en peligro, m i tía trató de disuadirm e: “N o seas tonto
—me vino a decir— quédate aquí; la guerra ya la tenemos gana­
da; y cuando entre Franco en M adrid, tenemos pensado u n grupo
de señoras ir a pedirle perdón para ti”. Mi respuesta quizás
fué brusca, pero salió del corazón porque era la m isma esencia
de toda nuestra obra; “N o hemos luchado para conseguir perdo­
nes, sino porque era nuestro deber; no hemos pretendido salvar
futuros testigos, sino purificar nuestro bando. Aún no sé si
ganarem os o perderemos la guerra, pero marchamos al frente
con la m ism a fe y decisión con que nos enfrentam os a las che­
cas y a los incontrolados”.
U n mes después, u n a granada disparada por la artillería
fascista destrozaba a m i tía, que m oría en la cama de opera­
ciones de u n hospital m ilitar republicano.
P r im e r a P a r t e

DEL CAOS R E V O L U C IO N A R IO SU R G E U N
C O M ITÉ DE P A T R IO T A S

E l caos se desata sobre M a d rid

En M adrid, capital de la R epública Española, apenas si había


patriotas vascos. Poco más de u n centenar de estudiantes agru­
pados en la benem érita “Euzko-Ikasle-Batza” Q), de los que
por cierto tan solo m edia docena correspondían a la Facultad
de Derecho dom inada por los falangistas; y u n puñado de hom ­
bres m aduros agrupados a su vez en la “A grupación de C ultura
Vasca” .
La inm ensa m ayoría de los vascos a quienes su trabajo les
llevó a trasladar la residencia desde Euzkadi a las márgenes
del M anzanares, eran socios del inofensivo “H ogar Vasco”, ins­
talado en ia C arrera de San Jerónim o, con frontón, txakoli,
sombreado jard ín , biblioteca, salones de juego, y bailes m en­
suales. Los patriotas echábamos en cara a sus dirigentes, más
que su n atu ral apoliticismo, la gran cantidad de socios no vas­
cos que en tu rb iab an el am biente; pero tam bién íbamos por
allí, y últim am ente la p ro p ia A grupación de Estudiantes insta­
ló sus oficinas en un cuartito cedido al efecto.

(1) Pese a su escaso núm ero, la Agrupación m adrileña de Euzko-Ikasle-


Batza dió un contingente numeroso y selecto de gudaris y m ártires a la
causa nacional vasca. Expresamente quiero m encionar aqui sus dos p ri­
meros Presidentes: Benito de Areso, que lo fué en 1932-1933 y 1933-1934,
de la Escuela de A rquitectura, gudari condenado a m uerte por los trib u ­
nales franquistas, al ser hecho prisionero en Laredo-Santoña con los
restos del Ejército Vasco, aunque al fin le fué conm utada la pena capital
por la de prisión. Y José María de Azkarraga, que lo fué en 1934-1935,
de la Facultad de Derecho, más conocido por el pseudónimo de Lur-G orri
con que colaboraba asiduamente en nuestras publicaciones, tam bién hecho
prisionero en Santoña-Laredo, condenado a m uerte y ejecutado en vísperas
de la Navidad de 1937, G .B .
H acia mediados del mes de enero de 1935, un ruidoso inci­
dente vino a aunarnos a todos y sacudir los rescoldos de ese
patriotism o que cada vasco lleva en las entrañas. H ab ía falle­
cido el presidente de u n a diputación provincial, y la directiva
del H ogar ordenó se pusiera la ik u rriñ a (la bandera) a m edia
asta en señal de duelo; era un día de semana, gris y sin movi­
m iento, apenas si el conserje y tres o cuatro socios vagueaban
p o r la sala de billar; u n grupo de mozalbetes falangistas acertó
a pasar p o r la calzada; vió la por ellos odiada enseña de los
vascos, y heroicam ente subieron pistola en m ano al despreve­
nid o círculo recreativo, alguno amenazó a los que en él se
hallaban, otros descolgaron la bandera, e instantes después una
hoguera sacrilega vaticinaba en la calle los escarnios q u e año
y m edio más tarde habían de inferirnos los hombres del yugo y
las flechas en nuestros símbolos más venerados.
L a emoción que el asalto produjo, la unánim e y encendida
reacción de los socios patriotas o indiferentes, el coraje con que
al siguiente día se enarboló en el balcón principal la bandera
de nuestra A grupación de Estudiantes, —la misma q u e año y
m edio más tarde desfilaría al frente de las Milicias cam ino de
la M oncloa—, vaticinó tam bién la reacción del pueblo euskel-
d u n ante la agresión.
Mas el incidente fué solo algo extraño en la vida pacífica del
H ogar Vasco. Los campeonatos de pelota se tu rn aro n con los
bailes cosmopolitas, y sólo de vez en cuando los festivales juve­
niles hacían oír las notas agudas del txistu en los giros marcia­
les de la ezpata-dantza, o de labios de nuestros intelectuales
b ro tab an optim istas disertaciones científicas.
El vasco, en general, se sentía ausente de la conm oción polí­
tica que agitaba las entrañas de M adrid en aquellos prim eros
días del verano de 1936.
E l 7 de ju lio au n celebramos con gran algazara la fiesta de
San Ferm ín, p atró n de N abarra, y ya nos aprestábamos a prepa­
ra r la inm ediata de San Ignacio, cuando las noticias entrem ez­
cladas del asesinato del teniente socialista Castillo por pistole­
ros falangistas y del asesinato del jefe fascista Calvo Sotelo por
oficiales de Asalto, que lo vengaron, planearon por la ciudad
como nuncios fatídicos. La guerra civil se mascaba.
L a guerra civil que venía preparándose abiertam ente desde
las elecciones de febrero, y a la cual los vascos éramos en princi­
pio totalm ente ajenos.
Cinco días más tarde, en la m añana del 18 de julio, las emi­
soras oficiales lanzaban las prim eras noticias de la sublevación
en Marruecos. Los periódicos de la tarde todavía abarrotaban
sus páginas de telegramas apaciguadores. Mas cuando a prim e­
ra hora de la noche, la voz cálida de “la Pasionaria” enardecía
desde los altavoces de toda la ciudad a las m ujeres madrileñas,
exhortándolas a luchar con cuchillos y ollas de aceite hirviendo
e inm ortalizando la frase de “más vale m orir de pie que vivir
de rodillas”, nadie dudó más la trágica realidad; y el temor
ganó los hogares m adrileños m ientras los sindicatos obreros
arm aban a sus afiliados y los falangistas se concentraban en los
cuarteles.
£1 dom ingo 19 de julio, am aneció pacifico. Las campanas
de las iglesias aú n llam aron a sus fieles; algunos endomingados
paseantes hasta pensaron que todo fué u n a pesadilla; y más de
un vasco escuchó aquella llam ada y se dejó ganar por esta ilu ­
sión. Ilusión q u e pronto se trocó en m olesta alarm a cuando
se vió obligado a alzar sus brazos en alto u n a y o tra vez, am ena­
zado p or las voces conm inatorias que p artían de los autom óvi­
les erizados de fusiles y repletos de obreros con pañolones rojos
que recorrían las calles de la ciudad. Fué la últim a vez que nos
reunim os pacíficam ente en el ja rd ín del Hogar.
Aquella tarde los prim eros tiroteos sacudieron la calm a vigi­
lante de la capital, las prim eras fogatas se alzaron en el firm a­
m ento desde los templos incendiados, y las prim eras noticias
de guarniciones sublevadas y avances impetuosos se difundieron
por las emisoras en poder de los fascistas.
La guerra civil había comenzado. Y había sido iniciada por
los m ilitares y reaccionarios españoles.
La historia externa de aquellos días es ya bien conocida de
todos. L a lucha en el C uartel de la M ontaña y en C arabanchel,
la dom inación de la revuelta en M adrid y Barcelona, la divi­
sión de la península en dos partes desiguales, la lucha en la
Sierra, los desembarcos m arroquíes en tierra andaluza, el avan­
ce de M ola p o r el norte y de Franco p o r el s u r . . . episodios
novelescos y heroicos de la guerra, m ientras la revolución y el
terror se desataban vergonzosamente en las dos retaguardias.
E n M adrid, corrió la p rim era oleada de sangre en las expla­
nadas del C uartel de la M ontaña y del Aeródrom o de Cuatro-
vientos; los m ilitares vencidos al asalto, en parte fueron hechos
prisioneros, y en parte liquidados.
Días después, el terror anárquico se desató sobre la ciudad.
N o caben paliativos a la verdad. En vano advertía el gobierno
que no se abriesen las puertas a milicianos incontrolados, en
vano ofrecía la protección de la policía oficial, en vano logró
evitar numerosos asesinatos individuales; la fiera se había des­
atado, y no había fuerza hum ana que la contuviera (^).
C ada centro político extrem ista se transform ó en checa de
barriada que juzgaba drástica y someramente a los vecinos
sospechosos. A veces la sentencia era capital y el “paseo” ter­
m inaba con u n a vida hum ana; otras, los supuestos o reales
fascistas eran enviados a las cárceles oficiales; y muchas, eran
puestos en libertad. Brigadas especiales, como la u n d ía famo­
sa y siempre odiosam ente recordada de García Atadell, lleva­
b an en ocasiones la nota oficial a estas represiones sangrientas.
Y lo que es peor, individuos incontrolados, las más de las veces
delincuentes escapados de las cárceles aprovechando la revuel­
ta y la liberación de los presos políticos, se establecieron por
su cuenta robando y llevando a cabo venganzas personales.
E l mes de agosto fué angustioso. C ada noche el pánico des­
cendía sobre los hogares; nadie se sentía seguro. Y m ientras
las fuerzas fascistas avanzaban por tierras de E xtrem adura y

(2) Este terror anárquico era de tal m odo incontrolable que sus víctimas
fueron no sólo elementos sospechosos de fascismo, sino, tam bién, algunos
probadam ente antifascistas. C itaré como sintomático el caso de Lucio
López Rey, afiliado según creo a Izquierda Republicana; al comenzar la
sublevación, su herm ano Manuel, fué nom brado Jefe Superior de Policía
en Madrid, y Lucio su secretario particular; animado por esta circunstancia,
acudí a su despacho con la idea de obtener u n salvoconducto que me
garantizara personalmente; cual no sería m i sorpresa al saber de sus propios
labios, que la víspera había sido detenido por milicianos anarquistas del
Ateneo L ibertario de la calle del Pez, decididos a darle el paseo p o r ser
funcionario del Cuerpo de Prisiones, aprieto del que le sacó su herm ano
rodeando el edificio con dos camionetas de Guardias de Asalto, al avisarle
lo que ocurría una chica que acompañaba a Lucio cuando fué detenido
en la calle; desde entonces estuvo m aterialm ente sitiado en la Dirección
General de Seguridad, hasta que por últim o tuvo que m archar a Francia.
Fué precisamente la rebelión de las fuerzas públicas la que im pidió a las
autoridades imponerse durante los prim eros días.
En algunos casos se trató de evidentes venganzas privadas; sin que deje
de haber curiosas y significativas reacciones populares. Así, escuché la
narración de un caso, cuyo protagonista iba a ser fusilado como fascista,
y pidió como últim a gracia que entregaran a su esposa u n fuerte pagaré
que llevaba en la cartera; al verlo los ejecutores y leer las firmas, le
preguntaron más detalles sobre el asunto, y resultó que quien le había
denunciado como fascista era precisam ente el deudor, que de esta m anera
p retendía liberarse de su compromiso; la reacción inm ediata de aquellos
chequistas fué la de poner en libertad al supuesto fascista, y fusilar al
falso acusador. No respondo de la anécdota, pero la creo verosímil.
presionaban en los pasos de la Sierra, los cheqiiistas e incon­
trolados se dedicaban por su cuenta al saqueo o la “purga”, y
el Gobierno se veía forzado a distraer otros milicianos para
tratar de im poner su autoridad; todos ellos eran fuerzas resta­
das en el frente.
Estos hechos, que u n día se difundieron como rum or increíble
y pronto tuvieron trágica comprobación, se filtraban hasta los
jardines del H ogar Vasco como nota discordante en nuestras
conversaciones. Instintivam ente reaccionábamos contra ellos,
no podíam os com ulgar con aquellos asesinos; pero, aunque toda­
vía ignorábam os los asesinatos de la otra zona, sabíamos bien
que los fascistas sublevados eran enemigos nuestros que jam ás
nos perdonarían y que Euzkadi se jugaba su porvenir en aque­
lla m acabra revuelta.
U n trágico dilem a se rasgó ante nuestras conciencias. Y la
zozobra de ignorar la suerte de Bilbao, se unió a la angustia
diaria.
Porque la represión comenzó a d ar sus aldabonazos entre
los socios carlistas del Hogar; más de uno hab ía sido detenido,
y otros se hallaban escondidos o habían desaparecido. L a pose­
sión de u n carnet político del Frente P opular era condición
necesaria p ara circular p o r la ciudad. Y si nosotros ignorába­
mos aú n la postura bélica o neutral del P artido Nacionalista
Vasco en Euzkadi, de lo que estábamos seguros era de que esta
filiación, desconocida generalm ente en M adrid, no nos serviría
como escudo protector.
El caso de Cesáreo R uiz de Alda fué bien significativo. Na-
barro, de Lizarra (Estella), prim o del segundo jefe de Falange
Española, pero afiliado a nuestro Partido, trabajaba en M adrid
como dueño de u n garage; en la m adrugada del día 14 de agos­
to, unos milicianos de la checa com unista instalada en u n con­
vento de la calle San B ernardo 72, hicieron u n registro en la
pensión donde vivía nuestro com patriota, a quien detuvieron
por el apellido y la tenencia de u n escapulario sem ejante a los
que llevaban los “requetés” que eran apresados en la sierra; Ce­
sáreo exhibió su carnet de afiliado al P artido Nacionalista Vasco,
cuya significación fué ignorada por los hom bres que le d etu ­
vieron y los que seguidam ente le juzgaron, com unicándole que
sería “paseado” por fascista; en efecto, fué sacado hasta dos
veces a las afueras de M adrid, donde solían ser despachados los
condenados p or las checas, y finalm ente descendido a uno de
los sótanos del convento; allí sufrió el sim ulacro de u n fusila­
m iento, tras el cual le com unicaron que todo había si.do para
ver si gritaba “ jA rriba España!” al m orir como hacían los fas­
cistas, y fué puesto en libertad.
El caso es enorm em ente aleccionador sobre los caracteres de
aquella justicia revolucionaria, con todo su h o rro r y tam bién
sus matices de honradez.
Los nacionalistas vascos, casi todos estudiantes a quienes el
m ovimiento nos había sorprendido preparando oposiciones
o repasando asignaturas pendientes, nos reuníam os diariam en­
te en los jardines del H ogar Vasco. O cupaba p o r entonces la
presidencia José de Basterretxea, estudiante de ciencias, y entre
los más habituales se contaban M endieta, Lekuona, Ustarroz,
Leska, Sarasola, Eguren, Genua, Ayerbe, y pocos más; ya que
la inm ensa m ayoría se hallaba disfrutando sus vacaciones en
Euzkadi. A nte la carencia de orientación, decidimos estudiar
euzkera p ara m atar el tiem po y el nervosismo; pero pronto la
intensidad de los acontecimientos nos obsesionó.
Llegaron las prim eras noticias de Euzkadi. L a defensa de
Iru n , la constitución de una Ju n ta de Defensa en Bizkaya con
participación de nuestros representantes, la persecución desen­
cadenada en N abarra y A raba por los fascistas contra batzokis
y ab ertzales.. . Eramos beligerantes, y debíamos luchar; pero el
am biente de M adrid nos asfixiaba.
A prim eros de septiembre, coincidiendo con la llegada de
R am ón de U rtu b i desde Bilbao, quien nos com unicó toda la
inform ación que necesitábamos para calentar nuestros ánimos,
Basterretxea se personó en el M inisterio de la G uerra solici­
tando se nos facilitase el traslado a Bilbao, con el propósito de
integrar las milicias nacionalistas en formación; la lista com­
prendía a varios estudiantes y algunos reclutas que, proceden­
tes de los regim ientos sublevados (®), se hab ían quedado al

(8) Fueron bastantes los reclutas vascos a quienes la sublevación sor­


prendió en alguno de los cuarteles alzados en armas, singularm ente en la
guarnición de Alcalá de Henares; al ser licenciados los soldados y verse
im posibilitados p ara regresar a sus hogares, vagaron p o r las calles de
M adrid, hasta ir parando poco a poco en el Hogar Vasco. Varios se incor­
poraron voluntariam ente a las columnas que salieron p ara la Sierra y
E xtrem adura, y algún especialista fué llevado en avión a Bilbao, por ejemplo,
Azkargorta que era cabo de ametralladoras; otros, de filiación nacionalista,
siguieron todas nuestras aventuras, como Patxiko de Zugarram urdi, que
a la postre vendría a m orir en la estepa aragonesa con la Brigada Vasco-
Pirenaica.
socaire del H ogar Vasco. Mas la contestación fué negativa: no
había form a de facilitarnos el viaje.
L a situación se prolongaba. D urante algunos días más, las
últim as horas de la defensa de Iru n enardecieron de entusiasmo
patriótico. P ara caer después en la trágica realidad de la calle,
que seguía dando sus aldabonazos cerca de nosotros. Otros
dos nacionalistas, don Ju lio de U ruñuela y V alentín de Ga-
metxogoikoetxea, h ab ían estado algunas horas detenidos en la
checa principal del Círculo de Bellas Artes, aunque fueron
puestos en libertad seguidamente. Y ya eran bastantes los vas­
cos, especialmente curas y monjas, m uertos o detenidos.
El G obierno Giral, sin fuerzas de policía y carente de base
populachera, se sentía im potente para contener el caos de la
retaguardia y enfrentarse al enemigo que avanzaba. A nadie
sorprendió, pues, que cayera a prim eros de septiem bre, y se
form ara u n Gobierno Largo Caballero, de carácter predom i­
nantem ente socialista y participación de comunistas y an ar­
quistas.
Pero a los nacionalistas vascos sí nos sorprendió y electrizó
la extraña noticia de que había sido ofrecida la cartera de
Obras PúbHcas a nuestro diputado José A ntonio de Aguirre.
A muchos les parecía incom prensible, a otros inaceptable, en
algunos brilló la llam a de la esperanza.

Surge u n Com ité-Delegación del Partido

La llegada de nuestros representantes para parlam entar con


el jefe y personajes del nuevo Gobierno, provocó la natural
agitación en los medios vascos de la capital.
Generalm ente se conoce y h a sido relatada en varias ocasio­
nes la lucha p or ellos sostenida, condicionando su colaboración
gubernam ental, entre otros principios, al reconocim iento por
el Parlam ento español del Estatuto de A utonom ía, la oposición
encontrada en algunos elementos, y el acuerdo final en cuya
virtud M anuel de Iru jo aceptaba u n M inisterio sin C artera y
el inform e favorable sobre el Estatuto era presentado en la
inm édiata sesión ordinaria del Parlam ento.
N adie h a hablado, en cambio, de las visitas que recibieron
nuestros diputados y jefes en el H otel Panam á de la G ran Vía,
donde habitualm ente se hospedaban. N adie h a expresado
todavía su reacción ante el contraste q u e ofrecía el terror
m adrileño com parado con el orden vasco. N adie ha referido
las tragedias, los temores, las angustias, las esperanzas, de tantos
y tantos vascos, casi ninguno de ellos nacionalista, que acudie­
ron en busca de protección.
A nte la im potencia dem ostrada hasta entonces por las
autoridades del Gobierno español, instintivam ente la gente
perseguida p or sus creencias religiosas o por su condición aco­
m odada acudía a los hombres del P artido Nacionalista Vasco
en dem anda de protección. P orque ya se sabía que en Euzkadi
n i había crímenes ni había robos; porque la buena fe de nues­
tros jefes no era dudada n i p o r nuestros mismos enemigos
políticos.
N ada de eso se ha contado hasta hoy. A nuestros diputados
les toca narrar, si quieren, las confidencias oídas en aquellos
días febriles, m ientras parlam entaban el porvenir de la Patria.
Yo sólo puedo contar sus consecuencias externas.
El d ía 15 de septiembre, y por sugerencia personal de José
A ntonio de Aguirre, se creaba u n Comité-Delegación del P ar­
tido Nacionalista Vasco en M adrid, encargado oficialm ente de
proteger a los patriotas residentes en la capital y oficiosamente
a cuantos vascos se hallaren necesitados de justa ayuda.
Cinco hombres esforzados y valientes tom aron sobre sus hom ­
bros la d u ra tarea. Dos de ellos procedían de la A grupación de
C u ltu ra Vasca: J u a n Sosa B arrenetxea y Ju a n R . M aidagan,
ambos tolosarras; otros dos procedían de Euzko-Ikasle-Batza:
su presidente José de Basterretxea, bizkaino, y el directivo
Santiago de Lekuona, nabarro; el quinto, Justo de AbasoIo, era
u n em pleado del Banco de Bizkaya, que representaba a los
solidarios.
Ju n to a ellos, aunque sin form ar parte del Comité, trabajó
en todo m om ento don Ju lio de U ruñuela, cuyo claro juicio y
firm e voluntad decidió más de una situación enojosa.
El Comité se instaló en la oficina de las D iputaciones Vascas
de la calle Nicolás M aría Rivero 9, ju n to al Cine Panoram a.
U n espacioso local, del que m om entáneam ente se ocuparon el
vestíbulo y u n salón; poco a poco, iríamos ocupando todas sus
habitaciones a m edida que el trabajo creciente lo exigía.’
Se había tratado de instalarlo en el H ogar Vasco, como era
deseo de los estudiantes, pero el retraso de u n par de días facili­
tó su incautación por las Milicias Vascas en formación.
L a prim era tarea del Com ité fué la extensión de unos salvo­
conductos, con la fotografía del interesado y avalado por la
firma de dos miembros del Comité, que decía así:

El Comité-Delegación del Partido N acionalista Vasco,


C E R T IF IC A : q u e ........ n atu ral d e ........... con dom icilio
en M adrid, calle.........es afecto al Nacionalism o Vasco
y como tal al G obierno de la República, y para que
pueda circular librem ente se le expide el presente certi­
ficado. M ad rid ........ ”

Los prim eros salvoconductos expedidos lo fueron a los m iem ­


bros de la A grupación de C ultura Vasca y de Euzko-Ikasle-Batza
y a aquellos otros patriotas que sin pertenecer a estas agrupa­
ciones m adrileñas se encontraban en la ciudad provistos de
algún carnet o docum ento de identidad expedido por el P arti­
do. El mío, que aú n conservo, ostenta el núm ero 52 y está expe­
dido el d ía 21 de septiembre, con la firm a responsable de Baste­
rretxea y Lekuona.
Pero pronto corrió la voz y comenzaron a presentarse más
y más vascos que, sin poseer docum entos de identificación y
aún sin estar afiliados al Partido, alegaban su probada ideolo­
gía abertzale y pedían la protección del Com ité. Era gente
nuestra en su mayoría, era gente en peligro, y los delegados
acordaron extenderles su protección siem pre que dos patriotas
ya inscritos respondieran personalm ente por ellos.
Este fué el comienzo de nuestra verdadera labor. El vestí­
bulo del local se anim ó a diario de gente que venía a infor­
marse, a buscar amigos que les avalaran, a presentar solicitudes
de salvoconductos. Gente que n i sospechábamos estuvieran en
M adrid, viejos conocidos de rom erías y estudios, hermanos to­
dos de raza a los que el peligro reu n ía estrecham ente; y entre
ellos, a las veces, algún fascista que trataba de camuflarse bajo
la piel del cordero.
Y debo afirm ar aquí, rotundam ente, que si más tarde exten­
dimos nuestra protección prolíficam ente en todos los demás
servicios del Com ité y de la Delegación, siem pre que u n deber
de hum anidad lo exigió, en estos prim eros días, cuando se do­
cum entó a los nacionalistas afiliados o probados simpatizantes,
el control fué riguroso. Por eso nuestra labor posterior pudo
m archar p or sendas seguras y decididas.
N i un solo salvoconducto del P artido se dió a quien no fuera
vasco probado, ni u n solo salvoconducto del P artido se dió sin
que el Comité en pleno deliberara sobre los antecedentes de la
persona y diera su aprobación unánim e.
Solo m ediante esta criba rigurosa pudim os estar seguros más
tarde de quienes eran nuestros y quienes se nos arrim aban en
busca de protección; y al saberlo, teníamos las manos libres
p ara proteger debidam ente a unos y a otros.
Porque desde u n prim er instante se pensó que debíamos pro­
teger a los indiferentes, a los curas y religiosos, y aú n a vascos
de ideas distintas pero inofensivos. Mas esta protección era bien
distinta de la condición probada de abertzale; que, ju n to a los
derechos, im pondría deberes.
Los estudiantes, entre tanto, incautado ya el H ogar Vasco
p o r las Milicias, nos reuníam os por las noches en el dim inuto
local de C u ltu ra Vasca, y de vez en cuando éramos invitados
p ara tom ar p arte como atracción de u n festival de la cruz roja
en beneficio de los milicianos heridos.
Recuerdo u n a noche desastrosa en el T eatro Pavón de los
barrios bajos. El salón casi vacío, acaso porque la gente de la
b arriada ya se conocía el tostón que la esperaba, u n a descomu­
n al obra de teatro titulada “T am bién los pobres tienen dere­
cho”, que pese a la tragedia nos divirtió muchísimo, tan m ala
era; u n m itin com unista a cargo de u n agitador de últim a fila,
cuyas palabras se trabucaban sin cesar; dos artistas del canto
que chillaron con desgana y por salir del paso; por últim o nues­
tro grupo de ezpata-dantza. Nos faltaban los mejores elemen­
tos, a quienes la guerra les sorprendió de vacaciones en Euz­
kadi; Sarasola tocaba u n txistu solitario, y más de u n bailarín
hub o de ser improvisado, yo mismo salí de abanderado, por
prim era vez en m i vida; para colmo, al iniciar el segundo n ú ­
mero, la faja de Basterretxea se soltó hasta enredarse en sus
pies, y d ar con él por tierra cuando avanzaba hacia prim er
térm ino para danzar.
Mas así eran por aquellos días los festivales revolucionarios.
Y la vida de la ciudad, absurdam ente endom ingada; la gente,
q u e al principio se había recluido en sus hogares p o r m iedo a
los tiroteos callejeros, paseaba sin saber qué h a c e r'e n aquella
holganza casi general; en su m ayoría tratab a de adoptar los
ademanes proletarios en u n instintivo m imetismo que suprim ió
las corbatas y arrugó los vestidos. Los amigos al encontrarse,
se susurraban aterrorizadas confidencias. Y los milicianos, de
m ono y pañuelos rojos o rojinegros, sesteaban plácidam ente en
sillones a la p u erta de los palacios incautados.
De la guerra apenas si se tenía más noticia que la cuotidiana
alarm a m atu tin a que al am anecer nos sacaba de la cama. Avi­
sos del frente adelantaban la proxim idad de los aviones, y las
motocicletas de la Dirección G eneral de Seguridad se lanzaban
velozmente p o r la calle, atronando el silencio m atinal con el
alarido de sus sirenas. A veces se veía uno o más aviones a lo
lejos; las más, sólo se escuchaban explosiones hacia los aeró­
dromos de Getafe o Cuatrovientos. Después, la ciudad reco­
braba su aspecto ya m onótono de prim ero de mayo marxista.
Mientras, la columna del general Franco ganaba la batalla
de Talavera, y los primeros aviones alemanes aterrizaban en
suelo español.

L as M ilicias Vascas en form ación

Al caer Ir u n en los prim eros días de septiembre, fueron m u­


chos los milicianos que consiguieron cruzar la frontera fran­
cesa y a la postre llegaron a Barcelona. Algunos quedaron por
tierras catalanas, pero la m ayoría pensó en constituir u n a co­
lum na que luchara en defensa de la capital de la República.
Eran casi todos vascos marxistas, y su jefe más destacado un
tal Lizarraga, comunista.
Por los mismos días que los diputados nacionalistas parla­
m entaban en M adrid y el Comité-Delegación del Partido se
constituía, Lizarraga y tres o cuatro más, gestionaban en la
Inspección G eneral de M ilicias y el M inisterio de la G uerra
la autorización oportuna p ara constituir unas Milicias Vascas.
A unque los organizadores fueron ellos, las autoridades m ili­
tares designaron como Jefe de las futuras M ilicias al Coronel
Alzugaray, nabarro, procedente de artillería, quien poco antes
había llegado a M adrid escapado de M arruecos, donde tengo
entendido trabajaba como ingeniero civil.
El cuartel se instaló en los locales del H ogar Vasco, incau­
tado a este fin. Por cierto, cuando los estudiantes evacuamos
nuestros ficheros y pertenencias, estuvo a p u n to de suceder u n
cómico incidente: la A grupación de C u ltu ra Vasca había edi­
tado meses antes unos sellos pro-Universidad Vasca en todos
los cuales figuraba el “lau b u ru ”; los sellos estaban pegados por
doquiera, en la pared, en los muebles, en la puerta, y al re ti­
rarnos a n adie se le ocurrió perder el tiem po en quitarlos; pues
bien, cuando los prim eros m ilicianos “conscientes” entraron
en el cuarto y vieron la secular insignia, se em peñaron en que
éramos unos fascistas probados, allí estaba la odiada “swástica”
p ara demostrarlo. E l cómico incidente y las explicaciones que
m ediaron después, nos costaron la pérdida de nuestra bandera
de seda, que Basterretxea regaló como obsequio de los Estu­
diantes a la fu tu ra columna.
Las Milicias Vascas de M adrid, desde u n comienzo, se orga­
nizaron y actuaron con plena independencia del Comité-Delc-
gación del P artido Nacionalista Vasco así como más tarde de
la Delegación de Euzkadi. Sin embargo, las relaciones fueron
estrechas e íntim as; y más de u n nacionalista se enroló en sus
filas, tanto que uno de ellos, el capitán Frutos, m oriría poco
después en la Casa de Campo, y otros muchos cayeron en Naval-
carnero, Boadilla y la Ciudad Universitaria.

L a Guardia del Partido

Los estudiantes y algunos jóvenes más, nos pusimos desde un


principio a las órdenes del Comité. De m om ento apenas si
fuimos utilizados para escribir salvoconductos y a b rir la puerta
a las visitas; tarea prosaica y bien poco heroica en aquellos
momentos, pero así fué.
M as cuando M anuel de Iru jo llegó a M adrid para hacerse
cargo de su M inisterio, la situación cambió.
D ada la inseguridad por entonces existente, nadie ignoraba
—acaso tan solo Iru jo lo ignoraba— que corría peligro. Aun
era frecuente que los pacos fascistas tirotearan las calles apro­
vechando la oscuridad absoluta de las noches y la conmoción
de las alarm as aéreas; por otra parte, algunos medios extre­
mistas e incontrolados no com prendían que u h “católico”
fuese m inistro.
H ab ía que m o ntar u n a guardia segura, ya que la oficial de
policía era incolora para nosotros. Y R am ón de U rtu b i fué
destacado al frente de cuatro abertzales más, tres .pelotaris y
uno boxeador, p ara acom pañar a Iru jo de día; m ientras Félix
de Ig artú a organizaba otro grupo de treinta voluntarios para
turnarse m ontando guardia nocturna en el H otel Panam á,
d iu rn a en el local del Comité, y realizar esporádicam ente los
servicios especiales que les encom endara el P artido Vasco.
Porque, pasada la prim era fase de salvoconductos naciona­
listas, el Com ité comenzaba a tutelar a todos los vascos de una
m anera más directa.
Mi prim er servicio de guardia, precisamente, fué el de cus­
todiar la Pensión M onje, en la G ran Vía, cuyas dueñas eran
abertzales y en la que habitaban varios vascos de todo matiz;
habían sufrido u n registro violento por parte de unos m ilicia­
nos sin identificar, a consecuencia del cual desaparecieron
tres huéspedes, uno de ellos vasco, y las buenas m ujeres habían
acudido aterradas al Comité en dem anda de protección. La
protección consistió en m andarnos a Eusebio de Ayerbe y a mí,
armados de sendas “makillas” de la ezpatadantza a falta de
pistolas, para que m ontáram os guardia en la pensión; esta
vigilancia se m antuvo d u rante varios días, a cargo de diversos
miembros de la G uardia que se tu rn ab an al anochecer.
Mas esto fué una excepción en aquellos días, todavía no
había llegado nuestra etapa heroica; ésa vendría más adelante.
Por el m om ento nos contentábam os con ser unos burgueses
aproletariados, sin corbata y con pantalón m il rayas de aldea­
no, que cum plían las órdenes del Comité lo más seriamente
posible en m edio de la trágica mascarada; tan sólo la boina,
y un brazalete con la bandera vasca proclam aba nuestra con­
dición.
E! servicio más im portante lo constituía la guardia en el
H otel Panam á, discreta y cómoda pensión instalada en la Ave­
nida Pi y M argall 16, donde habitualm ente se hospedaban los
diputados nacionalistas y en la que seguía habitando Iru jo (*^).
M ontábam os tres turnos de guardia, el más grave de los
cuales era el nocturno, ya que durante el día la escolta perso-

(1) En la escolta de Irujo, m andada por U rtubi, recuerdo los nombres


de Abasolo y N uere. En la G uardia de la Delegación, m andada por Igartúa,
recuerdo los nombres de Ju an de Letam endi, Ju an de Artetxe, Patxiko
de Zugarram urdi, Eusebio de Ayerbe, Miguel de Larrea, Ricardo de Etxe-
garay, Claudio de Etxegaray, Felipe de Atxa, Eustaquio de Ustarroz, Félix
de Rotaeta, V alentín de Gametxogoikoetxea, Anastasio de Intxausti, Azkar-
gorta. Casado, los dos hermanos Eguren, Alberto de M anzarbeitía, Jesús de
Ansuategi, Andrés de Erizmendi, Miguel de Gcnua, M anuel de Iradier,
Luis de Soloaga, Pedro de Mendizábal, Agustín de R uilope, Iñaki de Sara­
sola, “G urriato” y “Kanakas"; éstos entre los voluntarios de los primeros
días. E ntre los que ingresaron en los días de noviembre, cuando yo la
dirigí, debo recordar a Luis de Aretxederreta, Fernando de Carrantza, R i­
cardo de Carrantza, Eugenio de G errikabeitía, Fernando Ortiz de U rbina,
Teodoro de L arrauri y Ram ón de Etxabe, que últim am ente la dirigió.
Posteriormente entrarían otros m^s, hasta cien personas. Sin olvidar a los
chóferes Juan de Lizeaga y Jesús de Menike, tam bién voluntarios,
nal de U rtu b i acom pañaba al M inistro. Y había que vernos,
serios, serios, sin u n a m ala pistola para m antener el tipo,
presum iendo de m ilicianos al lado de algunos buenos ejem­
plares que se h abían instalado gratis en el H otel porque les
había dado la gana. A ün los recuerdo: “el rojo”, “el patillas”
y “el m atacuras”, afamados pistoleros de la checa principal de
Fomento, que se jactaban de haber despachado al otro m undo
u n núm ero bastante respetable de fascistas y que disfrutaban
de unas pistolas am etralladoras no menos respetables; me con­
taron que cuando A guirre fué propuesto como M inistro, los
tres pusieron el grito en el cielo ante tam aña provocación, lo
que no fué obstáculo para que al llegar el futuro L endakari
le propusieran u n genial proyecto de obras públicas: acababa
de desbordarse u n río valenciano, lo que detuvo a nuestros
tres chequistas por espacio de varias horas en la carretera, la
detención y la proxim idad de todo u n M inistro de Obras
Públicas les anim aron, y en cuanto se sintieron a gusto le lan­
zaron la idea: “Por qué no construir dos paredes de ladrillos
a u n o y otro lado de cada río, ¿me comprendes camarada
m inistro?, así, por m ucho que suba el río no hay peligro de
q ue se desborde”. N o respondo de la versión porque no estuve
presente, mas me parece perfectam ente verosímil.
E n hermosa prom iscuidad con los tres pistoleros, se agaza»
paba a la sombra de Iru jo u n consejal carlista de Pam plona,
Javier de Astrain, joyero para justificar más el paseo, a quien
los sucesos le sorprendieron en El Escorial; detenido, conde­
nado y conducido hacia P uerta de H ierro para la oportuna
ejecución, consiguió llegar a u n acuerdo de rescate con los
m ilicianos que le conducían, y de m om ento salvó la vida; poco
después llegó don M anuel, y con A strain inició la benem érita
carrera de salvavidas que u n día le llevará al santoral. Porque
resultó que A strain quedó detenido en calidad de rehén del
G obierno de Euzkadi, y nosotros, a más de vigilar al M inistro
y charlar con los pistoleros mencionados, éramos centinelas
del “ preso”. Preso cuyas aventuras se com plicarían después
deliciosamente.
A más de los tres pistoleros y el preso, teníamos dos asilados.
El uno era Cesáreo Ruiz de Alda, quien desde que le fusilaron
en parodia estaba más m uerto que vivo, y no hubo forma
hu m an a de tranquilizarle; tan pronto como llegó Iru jo , pai­
sano y amigo, se acogió bajo su regazo y aun no había salido
tan siquiera al balcón. El otro era Luis de Aretxederreta,
quien más tarde prestaría grandes servicios en la Delegación
de Euzkadi; su historia era menos cinematográfica: se lim itaba
a tener dos herm anos nacionalistas y u n tercero m ilitar; pocos
días antes, u n policía se había personado en su oficina interro­
gándole sobre su herm ano; en la confusión y susto del
momento dió toda clase de informes sobre el m ilitar, cuando
por quien le preguntaban era por uno de los nacionalistas que
había escapado de Gasteiz y le escribía desde B aiona diciéndole
entre otras cosas que su herm ano M ariano "estaba trabajando
mucho con los suyos”, es decir, el m ilitar se había sublevado;
su misma franqueza y u n aval personal de Iru jo hicieron que
el asunto se liq u id ara allí mismo, pero el bueno de “don Luis”
estaba tam bién firm em ente decidido a no abandonar la pen­
sión y el calorcillo hogareño de Irujo; sin olvidar nuestra
flam ante guardia ilusoria.
Añadamos todavía al Coronel Alzugaray, q u ien descansaba
de sus tareas de organizar las Milicias Vascas, al responsable
político de las Milicias Vascas, Alfonso Peña, ingeniero socialista
y profundo analizador teórico de los acontecim ientos del día, y
a dos o tres huéspedes sin color que nos huían, a uno de los
cuales por cierto lo detuvieron aquellos días para ser asesinado
en las sacas de noviembre. T a l era la fauna hum ana del
Hotel Panam á.
En el cual m ontábam os guardia heroica de d ía y de noche,
dispuestos no sé a qué, puesto que jam ás llegó la ocasión de
probarnos. El susto m ayor fué u n telefonazo en la m adrugada
de m i prim era guardia, que nos hizo brincar de los colchones
tirados en el suelo, creyendo lo menos que habían sonado las
trompetas del juicio final. N orm alm ente nos lim itábam os a
dorm ir de noche, y flirtear con las doncellas de día; y a jugar
al parchis de d ía y de noche. M onótono, excesivamente m onó­
tono. Y m uy poco revolucionario.
Menos m onótono, aunque siem pre m uy poco revolucionario,
era por entonces el servicio de guardia en el Com ité del Par­
tido. Allí servíamos de porteros. ¡Santo Dios, y la que había­
mos arm ado en quince días escasos de actuación! Allí estaba
la colonia vasca en pleno; quienes en su vida no habían soñado
en ser nacionalistas, quienes nos habían insultado con en tu ­
siasmo, quienes en su fuero interno m aldecían de A guirre y el
E statuto. M uchachita aristócrata hubo (®), que se nos personó
tocada de boina engalanada con u n a dim inuta bandera vasca,
cuya confección había sido tan precipitada y a ciegas que el
aspa verde cubría la cruz blanca; y muchas fueron las monjas
camufladas de paisanas que se nos presentaban temerosas
diciendo: “Como los navarros somos tan parecidos a los vas­
congados . . . ”
Al principio aú n se pretendió seguir un criterio rígido en la
extensión de salvoconductos; nacionalistas afiliados. Mas
p ro n to hubo de abrirse la mano: quienes probaran su sim patía
p o r el nacionalismo. Esta fué la puerta que perm itió el acceso
a más de u n centenar de curas y frailes vascos.
L a protección a los curas y frailes en esta forma, fué debida
especialmente a indicaciones de M anuel de Irujo. Cómo diré
a continuación, desde el prim er instante se dió a la tarea de
salvar a cuantos hom bres de sotana pudo; sus avales persona­
les obtuvieron la libertad de numerosos que estaban encerrados
en las cárceles oficiales desde los prim eros días del m ovimiento;
mas n o bastaba con sacarles de la cárcel; si se les dejaba indo­
cum entados, su nueva encarcelación sería cuestión de más o
m enos días, y ai P artido le tocó ponerlos a salvo.
R ecuerdo entre ellos el jesuíta R . P. Luis de Izaga, profesor
de la U niversidad de Deusto, puesto en libertad a petición de
Iru jo , docum entado p o r el Partido, y al que conduje yo mismo
a la Pensión M onje protegida por nosotros, donde perm ane­
ció el resto de la guerra sin que nadie le m olestara y ejerciendo
pacíficam ente su m inisterio sagrado; recuerdo al jesuíta R . P.

(6) E l caso de la fam ilia Saratxo es bastante significativo. Bilbaínos, de


aquella ínfim a m inoría que se consideraban ‘‘aristócratas” y sentían un
intim o horror por el “separatismo”, acudieron desde u n principio al Partido
y después a la Delegación pidiendo auxilio. El padre y el herm ano estaban
en la cárcel con una ficha en que constaba q u e eran afiliados a Falange
Española, por lo que nada cabía hacer por ellos y en efecto fueron después
condenados por los tribunales de desafección, a tres años de prisión según
creo recordar; pero en todo caso hicimos la indagación oportuna. La h er­
m ana pequeña, Mary, estuvo detenida en la cárcel y después puesta en
libertad; otras dos herm anas mayores, creo que no llegaron a estar deteni­
das nunca: había por últim a una lía, si no eran dos, que estuvieron algu­
nas horas detenidas por brujulear en una em bajada vigilada por la policía;
las tres hermanas y la tía venían a todas horas a la Delegación pidiendo
ayuda, y al principio tratando de sim ular una simpatía por la ideología
abertzale que no pu dieron m antener un solo instante, la mencionada plüa
de la bandera que lucía Mary fué, ya bastante como entrada. A pesar de
ello, se atendió siempre a las mujeres de la fam ilia con toda cordialidad,
y se hizo lo que se pudo por ellas.
Azpiazu, que salió de la cárcel por gestiones de Irujo, estuvo
algunos días asilado en el H otel Panam á bajo nuestra custodia,
y últim am ente ingresó en la Legación de T u rq u ía, entre cuyos
asilados salió al extranjero; recuerdo a dos novicios de u n
convento de G uadalajara, apellidado uno de ellos Odriozola,
que tras haber salido en libertad y ser docum entados, ingre­
saron voluntariam ente en la G uardia del Partido; recuerdo a
casi todos los m arianistas del Colegio de N uestra Señora del
Pilar; y por recordar sólo los casos más salientes en uno u otro
aspecto, recuerdo a u n Azpilikueta, fraile m arista, a quien
Irujo sacó de la cárcel y el P artido docum entó, cosa de u n mes
después fué detenido de nuevo por habérsele ocurrido la idea
genial de ofrecerse como maestro en “A lerta”, u n a organiza­
ción juvenil comunista, donde sospecharon pronto de él, y
esta vez hube de sacerle de la comisaría del centro, para ser
detenido por tercera vez algunos meses después por otra im pru­
dencia, lo que nos llevó a facturarle hacia Levante tan pronto
como le rescatamos de uno de los calabozos especiales de la
Delegación de O rden Público.
Pero repito que jamás se dió u n salvoconducto de naciona­
lista, aun a los propios frailes y monjas, sin q u e dos nacio­
nalistas respondieran personalm ente de su ideología y activi­
dades. Entre los seglares la selección fué m ucho más rigurosa;
seguidamente d iré cómo se resolvió este problem a y el de los
religiosos no vascos.
El Comité, reunido en sesión casi perm anente, era el encar­
gado de resolver todas estas pegas. Los m iem bros de la
G uardia nos lim itábam os a ab rir y cerrar puertas, a correr del
vestíbulo al salón, y a escuchar las confidencias más extrañas
y divertidas.
Recuerdo la visita de uno de los herm anos Zubiaurre.
Recuerdo a u n a señora em peñada en darnos a guardar varias
onzas de oro. R ecuerdo a u n bueno y simpático vejete bilbaíno,
que la m añana en que la prensa anunció la constitución del
Gobierno de Euzkadi en Gernika, se nos presentó con el único
deseo de congratularse con nosotros: “N o soy nacionalista, eso
es cosa de ustedes, los jóvenes; yo soy federal de toda la vida,
y estuve en el segundo sitio de Bilbao. A quello si que era
guerra y no ésta, más de trescientas granadas nos tir a r o n ..
no le volví a ver, e ignoro qué pensó cuando las bombas
alemanas comenzaron a caer sobre nosotros.
Pronto se creyó necesario m ontar guardia nocturna en el
local del Partido; ya eran demasiados documentos graves los
que guardábam os alegrem ente sobre u n a mesa de despacho.
Y h u b o que vernos, requisando colchones y m antas como
cualquier m iliciano de los buenos; yo aporté por cierto dos que
aún me debe estar reclam ando una m arquesa que vivía en el
piso superior al de m i padre.
El relevo nocturno tenía lugar hacia las nueve de la noche;
y esta circunstancia fué responsable de más de u n incidente,
los únicos de esta época dichosa. Así, uno de los m iem bros de
la G uardia, de apellido Casado, n atu ral de Pasajes y chofer
de profesión, venía u n a noche de prestar su servicio en el
H otel Panam á, cuando unos milicianos le echaron el alto; qué
le pasó, nunca nos lo quiso confesar, pero fué un pánico cerval
a no dudarlo, puesto que él, el más hablador de todos, hasta
el p u n to de m arear a sus compañeros de servicio, se quedó
más m udo que una tapia, su silencio resultó sospechoso, y casi
h ubo necesidad de ir personalm ente a rescatarle de u n cuarte­
lillo de milicias, desde donde habían telefoneado al Partido
sospechando que era u n fascista con docum entación robada.
Personalm ente, me dirigía otra noche a dorm ir en el piso
solitario de mi padre , al que la baraúnda le alcanzó felizmente
en el pueblo, cuando oí u n a voz conm inatoria de “ ¡alto!” ;
sorprendido más que alarm ado, me acerqué al cam arada que
así me detenía en medio de la calle Goya, y la verdad sea
dicha, apenas si supe responder a sus preguntas sobre la lin ­
tern a que llevaba para orientarm e en la oscuridad absoluta,
tan necia me pareció la sospecha; conducido a u n cuartelillo
de milicias ferroviarias, resultó que m i detención obedecía a
que estaba haciendo señas a los aviones, ¡con una linterna de
bolsillo!; la aventura term inó tan pronto como me solté al des­
cuido los botones de la am ericana, y apareció el correaje y la
pistola que proclam aba m i condición de m iliciano.
P orque para entonces ya éramos varios los que habíam os
conseguido apropiarnos de u n a pistola más o menos dispara­
tada y añeja; la m ía procedía de u n capitán retirado de la
G u ard ia Civil, que se sintió feliz de abandonar u n chisme que
le h u b iera costado la vida en un registro cualquiera, registros
que p o r cierto venía realizando aquellos días la policía, apro­
vechando las sombras de la noche, para detener a todos los
m ilitares retirados por la “ley Azaña”, que no habían caído
en u n a redada preparada poco antes en la Casa de la Moneda.
Para tener derecho a usar pistola o cualquier otra arma, la
Inspección G eneral de Milicias proporcionaba a cada Partido
o Sindicato u n block de licencias, que extendidas por la orga­
nización, se llevaban a sellar en la Inspección. M i licencia fué
la núm ero 5 del P artido Nacionalista Vasco, y la form alidad
de sellarla me puso p o r prim era vez en contacto con la Inspec­
ción General de Milicias, sita en u n palacio incautado de Ríos
Rosas, cerca del Hipódrom o, y local de u n a chequita de m enor
cuantía, a la que más tarde tendríam os que ir alguna vez para
rescatar detenidos vascos.
La pistola al menos tenía u n a v irtud en aquellos tiempos.
La de proporcionar entrada gratis en los cines y vehículos de
transporte; en tiem po de burguesía pagaba uno su billete, en
tiempo de milicias abría uno negligentem ente la am ericana
para enseñar el artefacto.
Lástim a que m uy pronto el sindicato de transportes opinara,
con toda la razón, que los m ilicianos tam bién debían pagar.
Así se nos acabó la única bicoca de ser u n héroe de retaguardia.

L a oficina de Iru jo

M ientras el P artido actuaba de esta m anera en su local de


la calle Nicolás M aría Rivero, M anuel de Iru jo había instalado
su oficina en el palacio de la Presidencia del Consejo de M inis­
tros, u n a de cuyas alas del piso inferior se le confió en su
calidad de M inistro sin cartera.
U n estudiante de ingenieros, Galartza, m iem bro de la A gru­
pación de C u ltu ra Vasca, fué designado como secretario p ar­
ticular suyo. Y otro abertzale de Algorta, Ostria, fué encargado
de u n negociado particular sobre presos y desaparecidos.
Porque si en el P artido se descolgó la colonia vasca, de todos
los matices, en busca de salvoconductos, a Iru jo le fueron a
llorar los familiares de todos los detenidos hasta aquel m om en­
to, republicanos y fascistas, sospechosos e indiferentes, curas
y seglares, vascos y españoles.
Y por espacio de u n mes, sobre poco más o menos, O stria se
dedicó a corretear por las checas y cárceles, de la Dirección
General de Seguridad a la Oficina de Irujo, indagando el para­
dero de los desaparecidos, la causa o sospecha que pesaba sobre
los detenidos, y en su caso presentando avales personales del
M inistro, a fin de lograr su libertad.
El bueno de O stria se asustó precipitadam ente cuando la caí­
da de Toledo y Navalcarnero en manos de los fascistas, lo que
hizo cundir el prim er pánico sobre la ciudad, y, al enterarse
de que Iru jo había trasladado su residencia a Barcelona junto
con Azaña y con Giral, se refugió en la Legación de Noruega.
Carezco de datos sobre su actuación. Sólo puedo afirm ar que
a él, y a la firm a responsable de Irujo, se debe la libertad de
los prim eros curas y frailes.
Irujo, ya desde entonces, se erigía en campeón de la libertad
de cultos (®).
Su labor, sin embargo, indignó a algunos sectores extremis­
tas; sintomático de ello fué la detención de una mecanógrafa,

(6) N o es éste el momento de tocar a fondo el problema religioso en


la G uerra Civil de España. Pero no puedo menos de dejar constancia de
que la Iglesia Española, en su gran mayoría, fué abiertam ente beligerante,
y lo fué desde antes de la sublevación; no es, pues, de extrañar que las
turbas arrastraran en su odio desbordado a los clérigos y monjas. Hubo,
no ya excesos que no fueron todos, sino incluso errores manifiestos; pero
debe proclamarse tam bién sinceramente que cuando el pueblo conocía la
ideología demócrata de u n sacerdote, le respetó y aun le protegió; citaré
como caso relevante en M adrid al canónigo Vázquez Camarasa, orador
sagrado de fama y en modo alguno tildable de demagogia, que sirvió de
parlam entario con los rebeldes sitiados en el Alcázar.
En Euzkadi no pasó nada de esto; y tampoco cabe extenderme aquí
sobre la sucedido en nuestra Patria, antes, durante y después de la guerra.
Sí debemos proclam ar enérgicamente que los vascos fuera de Euzkadi nos
erigimos desde un principio en defensores del clero y del culto religioso.
Documentando a sus miembros, y avalándolos p ara conseguir su libertad en
los primeros días; reanudando públicam ente el culto más tarde.
Y el Ministro don Manuel de Irujo fué, repito, el campeón de esta labor.
“Irujo el libertador” le llamaban ya, con sorna o con odio, en muchos
medios extremistas madrileños. Cuando pasó al Ministerio de Justicia, una
de sus obsesiones fué la creación del Negociado de Confesiones Religiosas:
y no paró hasta conseguir que se dijera la prim era misa en la Delegación
de Euzkadi en Valencia, el 15 de agosto de 1937, y se abriera la primera
capilla en la calle del Pino 5, de Barcelona.
Como síntoma de la postura absurda de muchos católicos fascistas es de
lugar recordar aquí que al abrirse esta capilla en Barcelona, “la capilla de
los vascos”, y acudir muchísimos fieles a ella, vascos y no vascos, la quinta
columna propagó el rum or de que la capilla estaba excomulgada y cuantos
acudieran a ella quedaban excomulgados también; he aquí la m ejor prueba
de que preferían jugar con la religión como arm a política antes que prac­
ticar pacíficamente el culto; con las iglesias abiertas se les venía abajo su
principal arm a de propaganda contra el gobierno republicano.
A otros les toca hablar de todo ello. Personalmente tuve la suerte de
colaborar algún tiempo en la Sección de Confesiones Religiosas del Minis­
terio, de ser monaguillo de la prim era misa pública, y de asistir con mi
uniform e de oficial al prim er entierro católico público, el del capitán Egia
en Barcelona.
puesta a su servicio por el Sindicato de Empleados de la CN T,
cuyo nombre no recuerdo, y cuya pista seguimos Galartza y
yo, hasta una checa oficial del M inisterio de la G uerra, donde
nos aseguraron que ya había sido paseada por espía, lo que no
fué obstáculo para que meses después me la encontrara casual­
mente en la Cárcel de Mujeres, en vísperas de su juicio, del
que salió absuelta, previo u n inform e nuestro sobre su con­
ducta, sin que constara acusación alguna contra ella en el
proceso.
Cuando sucedieron estos acontecimientos, ya el M inistro se
hallaba en Barcelona prim ero, en Valencia después, y su ofi­
cina había agonizado para absorber el P artido y la Delegación
toda la labor de los vascos en M adrid.
Pero Iru jo fué siempre nuestro m entor y nuestro sostén C^).

Salvoconductos y brazaletes
i
Sin darnos casi cuenta nos adentrábam os en octubre, el
cuarto mes de guerra. La misma agitación de aquellos días
nos había hecho olvidar u n poco los absurdos partes oficiales
de guerra que nos hablaron durante días y días de u n a batalla
de T alavera de la Reina, transform ada después en la batalla

(7) Aunque no sea éste el lugar más apropiado para d etallar la improba
labor realizada por don Manuel de Iru jo en el Gobierno de la República
Española como representante del Partido Nacionalista Vasco, no puedo
menos de dejar expreso y cordial homenaje al hombre valiente y digno
que supo enfrentarse al caos y m antener la bandera de la justicia y de la
hum anidad. £ n Madrid, como M inistro sin cartera, en ca u zó y protegió
nuestra labor; después en Barcelona y Valencia, encabezó la de sus respec­
tivas Delegaciones, tan semejante a la nuestra. Más tarde, cuando en mayo
de 1937 fué llevado al Ministerio de Justicia, su presencia en él marcó el
paso decidido a la legalidad jurídica, con reformas trascendentales. Vuelto
a la condición de M inistro sin cartera a fines de 1937, se dedicó de lleno
a la labor de canjes, y enarboló una bandera política de sensatez frente a
los partidismos absolutistas; esta enérgica actitud le llevaría a abandonar
dignamente el Gobierno cuando, en absoluto acuerdo con nuestro P ar­
tido y el Ministro catalán Ayguade, consideró que no podía prestar su
colaboración a ciertos hechos y tendencias; y como jefe de la minoría
parlam entaria, no vaciló en fustigar públicam ente al Gobierno en la famosa
reunión de las Cortes en San Cugat. Su política y su conducta fué fiel
reflejo de la política y conducta del Gobierno Vasco en Bilbao; sólo que
estaba solo, sin masas que le respaldaran en la calle. Uno de mis orgullos
es el de haber podido colaborar modestamente en su obra; que es la obra
del pueblo vasco también.
Talavera-Santaolalla, en la batalla Talavera-M aqueda, y por
últim o en la batalla Talavera-Navalcarnero.
El enemigo se acercaba a M adrid. Y la caída de T oledo en
poder de la colum na Varela, con la subsiguiente oleada de
milicianos fugitivos, hizo resurgir en la retaguardia la limpieza
drástica de elementos enemigos o sospechosos que parecía
haber decrecido u n tanto durante el mes de septiembre.
Cada día se hacía más y más insistente la presión de los ate­
morizados que acudían al Comité del Partido Nacionalista
Vasco en dem anda de protección. Los afortunados que habían
conseguido el carnet del Partido o u n aval personal de Irujo,
paseaban tranquilam ente por las calles en dom ingo perm anen­
te desde la revolución y dorm ían a p ata suelta; de boca en
boca corrían rum ores de personas detenidas y conducidas a la
trágica checa de Fomento, que habían sido puestas en libertad
al mágico conjuro de decir “Soy vasco”. Y los que carecían
de docum entación, pero tenían amigos abertzales, los que sin
ser siquiera vascos tenían fe en nuestra generosidad, se volca­
b an a diario en la calle Nicolás M aría Rivero.
L a guardia d iu rn a hubo de ser reforzada para atender a las
visitas solamente. Y al fin el Com ité afrontó seriamente la
situación.
N o cabía dar más salvoconductos de nacionalista vasco;
cuantos lo eran realm ente, habían sido documentados ya; cuan­
tos sin serlo efectivamente, pudieron dem ostrar u n a sim patía
más o menos vergonzante, habían conseguido amigos que
respondieran por ellos; y más de u n cura o religioso indife­
ren te había sido apadrinado por el Partido a sabiendas de lo
que hacía.
Pero, pese a los rum ores corridos sobre matanzas en masa
de com unidades y cabildos parroquiales, en M adrid quedaban
centenares de religiosos y sacerdotes escondidos que tem blaban
p o r su vida y libertad. Religiosos y sacerdotes que no eran
vascos y sin em bargo venían a nosotros, fiados en nuestra con­
dición católica. Y el Partido, generoso con sus mismos detrac­
tores, no vaciló en protegerlos.
Aseguro aquí, con firmeza y sinceridad, que cuanto sacer­
dote, cuanto fraile, cuanta m onja se presentó en el Partido
solicitando protección, fué atendido. Las más de las veces, por
indicación personal del propio Irujo.
N aturalm ente, n o se les dió un salvoconducto como nació-
nalista vasco, pero sí un aval concebido más o menos en los
siguientes términos:
“El Comité Delegación del Partido Nacionalista Vasco
“ en M adrid, C ER TIFIC A : q u e ........ es persona adicta
“ al régimen, y por tanto se ruega a las autoridades y
“ milicias sea respetado.”
Este aval, con la fotografía del interesado y la firm a de u n
delegado, docum entó y facilitó la vida norm al de cientos, de
cientos, repito, de hombres de iglesia.
Este mismo aval se utilizó para docum entar a aquellos vas­
cos que, sin ser nacionalistas, merecían ser protegidos. A veces
se llegó a docum entar a vascos cuya ideología era contraria
a nosotros, pero cuyas características personales les hacía total­
mente inofensivos; en estos casos la fórm ula variaba y el aval
era más vago:
“q u e .........es una persona respetuosa con las leyes de la
“ República.”
o algo semejante.
De esta m anera quedaron docum entadas y tranquilas todas
aquellas monjas que venían hablándonos de “nosotras somos
navarras, sabe usted, pero como los navarros somos tan pare­
cidos a los v asco n g ad o s...” ; es decir, carlistas seguras.
Las autoridades franquistas h an publicado ya la lista com­
pleta de los sacerdotes y frailes asesinados. El día que esté en
condiciones de publicar parte de la lista de los que nosotros
documentamos y protegimos, ya que jam ás espero conseguir
la lista com pleta de avales, la proporción será bochornosa para
ellos (®). Con la agravante de que muchos de estos curas y
frailes estaban en prisión y salieron con nuestros avales o con
los de Irujo; y au n algunos pasaron por las checas, y su condi­
ción de vascos les salvó autom áticam ente la vida.

(8) Confío en publicar algún día la relación completa de personas que


obtuvieron el salvoconducto de nacionalistas; las matrices como detallaré
después estaban en Francia y posiblemente se hayan salvado de la ocupa­
ción alemana. A delantaré que fueron por lo menos 850, según consta en
un informe elevado al Ministro Irujo en el mes de mayo de 1937, cuya
copia conservo. La relación de personas avaladas como adictas al régimen
o no sospechosas, será imposible de obtenerla jamás completa; no había
matrices, y el archivo correspondiente debió quedar en M adrid, ignorando
la suerte que haya corrido; en todo caso era incompleto. En el mismo
informe a que antes me refiero, consta que hasta aquella fecha eran entre
1-500 y 2.000.
N arraré un caso bastante im presionante. En los primeros
días de la revuelta, fué asaltado u n convento-colegio o con­
vento-asilo, allá por las Ventas; creo recordar que era de H er­
manos de las Escuelas Cristianas. Los asaltantes cometieron
toda suerte de desmanes, y varios frailes fueron asesinados; en
el m ontón de las víctimas quedó el superior, vasco, a quien
una bala milagrosamente había atravesado el vientre sin cau­
sarle u n a herida m ortal; las am bulancias que acudieron des­
pués, le condujeron a u n hospital donde quedó en calidad de
detenido; durante algunos días permaneció allí en tensión
continua, viendo como eran sacados a diario otros heridos
para ser liquidados; él se sabía condenado, y en más de una
ocasión —según me confesaba después— trató de llam ar la
atención de los milicianos para que acabaran de u n a vez con
aquel m artirio prolongado; pero aún estaba dem asiado grave
para ser asesinado.
Al fin, una noche fué sacado del lecho y unido a u n grupo
de “paseables”; en una camioneta fueron conducidos a los
altos del H ipódrom o, y ya iba a ser despachado, cuando por
súbita inspiración se le ocurrió alegar que era vasco y que los
curas vascos estaban al lado del gobierno republicano; la ape­
lación tuvo efecto inm ediato, en lugar de ser asesinado le con­
d ujeron a la checa principal de Fomento, y allí fué juzgado;
el juicio fué bien rápido, uno de los miembros del Comité de
Investigación Pública, a quien más tarde hube de conocer,
Andrés de Urresola, comunista vasco y responsable destacado
de las sacas de noviembre, esto es, extrem ista de acción rápida,
le preguntó si era vasco, com probó su condición de tal, y en
el acto fué enviado a un asilo de ancianos de la calle Atocha,
para term inar su curación. Allí había de conocerle meses
después, en una situación bien extraña, puesto que para el
asilo seguía siendo un detenido, y para la Delegación de Orden
Público no existía; en resumen, nadie quería ponerle en liber­
tad definitiva.
Y no es éste el único caso que conozco. M encionaré o
m ucho más sorprendente. U n muchacho del H ogar Vasco,
fascista conocido de todos nosotros, razón por la cual nunca
se le concedió ningún documento, había sido detenido y lleva­
do directam ente a la checa de Fomento; en ella fué ligera­
m ente interrogado, y a la sola mención de ser vasco y pedir
nos interrogaran sobre su conducta, fué puesto en libertad
definitiva, aunque por lo menos constaba que estuvo afiliado
a Acción Popular. Este muchacho desapareció poco después
en el frente de Userà, donde era soldado de u n a brigada
republicana.
La sola calidad de vasco constituía ya p o r sí sola u n a garan­
tía. Y la constituía porque nuestros gudaris m orían heroica­
mente en las m ontañas de Euzkadi, porque nuestro clero se
había m antenido leal.
T an to es así, que rara vez nos fué pedida la docum entación
en la calle a los miembros de la G uardia, bastaba como salvo­
conducto universal el brazalete con la bandera vasca; las únicas
detenciones y todas momentáneas, fueron de noche; de día,
por doquiera nos abrían paso libre, en las checas como en los
centros oficiales.
Al principio fuimos sólo los miembros de la G uardia los
que llevamos el brazalete con la ikurriña; era nuestro unifor­
me. Mas p ronto se popularizó su eficacia, y comenzaron a
multiplicarse p o r todo M adrid; nacionalistas y no nacionalis­
tas, vascos y no vascos, se apresuraron a ostentar nuestra enseña
bicrucífera. Estoy seguro que más de u n a pía beata de la
que ahora entonan cantos triunfales de acción de gracias a
Franco por haber aplastado a los m alditos “separatistas”, en
aquellos días lucieron orgullosam ente la bandera “separatista”.
T an to fué así, que llegó un m om ento en que tuvimos que
pedir a la policía que no se fiaran del brazalete, si no estaba
sellado por el Partido.
Bandera vasca que no sólo lucía en brazaletes y prendas
femeninas, sino que proclam aba desde las puertas de las casas
que allí vivía u n vasco. Y norm alm ente el piso fué respetado.
Mucho, m ucho habíamos adelantado en u n mes escaso.

B autism o de sangre de las M ilicias Vascas

Entre tanto, las Milicias Vascas se habían organizado ráp i­


damente. Sus hombres, todos ellos voluntarios, llegaban a
constituir u n batallón, cuyo m ando efectivo ejerció el coman­
dante Lizarraga, a las órdenes nom inales del coronel Alzu-
garay. E ntre sus capitanes figuraba el nacionalista navarro
Frutos Vida, el bizkaino Azkoaga, y el tenor donostiarra San-
sinenea; los dos primeros m orirían pronto, y el tercero sucede­
ría a Lizarraga en el m ando del batallón.
P o r espacio de varios días el H ogar Vasco sirvió de cuartel
en que los hom bres se apiñaban; casi todos, llegados de Bar­
celona y reclutados entre los milicianos escapados de Iru n ;
algunos, voluntarios inscriptos en la misma capital.
H acia el 10 de octubre, las dos prim eras compañías partie­
ro n en dirección al frente de Navalcarnero, el p u n to más peli­
groso de las defensas que rodeaban a la ciudad; p o r aquella
carretera avanzaba la colum na del general Franco que había
conquistado fácilmente Andalucía y Extrem adura, y desde el
mes de septiem bre venía derrotándonos en aquella fantástica
y absurda batalla que comenzó en Talavera, siguió en Santa*
Olalla, y M aqueda, y term inó en la Casa de Campo.
E n N avalcarnero recibieron su bautism o de sangre las M ili­
cias Vascas de M adrid; codo a codo con una colum na anar­
quista m adrileña, a la que después se achacó la ru p tu ra de
la linea.
Pero aun después de conquistado el pueblo, los milicianos
vascos taponaron la brecha por varios días, y m uchos fueron
los que cayeron para siempre; en el sector de Boadilla del
M onte, cuando el enemigo llegaba a las puertas de M adrid.

T rabam os contacto con las checas

El enemigo se acercaba; los partes del gobierno en vano


tratab an de divagar, porque los milicianos huidos de Toledo
y N avalcarnero apenas si eran contenidos por milicias de reta­
guardia en las mismas puertas de la ciudad.
Los aviones de reconocimiento, que hasta entonces se habían
lim itado a despertarnos al amanecer ganándose el bien apli­
cado renom bre de “el churrero”, salvo el esporádico bom bar­
deo del 29 de agosto, rondaban ahora casi continuam ente el
cielo capitaleño, provocando el m al hum or de m edia docena
de am etralladoras antiaéreas que gruñían inútilm ente desde la
torre del Círculo de Bellas Artes y el M inisterio de la Guerra.
Y las alarmas eran aprovechadas por los fascistas ocultos en
la ciudad para tirotear a ciegas.
D e nada había servido la limpieza de agosto, muchos fueron
los asesinados tontam ente y en cambio muchos más eran los
fascistas que aguardaban en la sombra la proxim idad de las
fuerzas enemigas. Y la limpieza se recrudeció; nuevos registros,
nuevos paseos.
La china me tocó p o r casualidad, mas tendría consecuencias
muy largas; no estaba de servicio aquella m añana, pero la
inercia, el no saber qué hacer, me llevó al local del Partido.
Fué en aquel m om ento cuando el Comité recibió u n a angus­
tiosa llam ada telefónica: en la calle del Pez, u n a neska provista
de nuestro salvoconducto estaba siendo sometida a u n registro
domiciliario y pedía urgente auxilio; u n a vecina nos llam aba
al efecto. Ig artú a recibió la orden de atender la llam ada de
socorro, y no pudiendo distraer a los muchachos de la G uardia
que estaban de servicio, tomó a los tres que andábam os por
allí curioseando: Genua, G urriato y yo.
N i siquiera estaba disponible el autom óvil del Comité, y en
metro salimos disparados para la calle del Pez; felizmente nos
salió gratis el transporte, era la buena época. T odavía me
acuerdo de la sorpresa que recibió el m uchacho com unista
que abrió la pu erta al oír nuestros enérgicos golpazos, ante la
absurda conversación que en el acto se trabó.
—¿Quiénes sois? —preguntó airado.
—Milicianos vascos. ¿Y tú, que haces aquí?
—U n registro. Soy de las Juventudes, y en esta casa viven
unos fascistas.
—En esta casa vive una nacionalista vasca, y venimos a con­
trolar el registro.
El miliciano, que era de los auténticos, con pañuelo rojo al
cuello, moño azul, y pistolón al cinto, se quedó m irándonos
entre divertido y molesto; me im agino bien su extrañeza, porque
nosotros seguíamos vestidos más o menos de burgueses que
acaban de levantarse de la cama. Pero nos dejó pasar. El jefe
del grupo se presentó, nos hicimos en el acto m uy amigos, me
confesó que no tenían ninguna denuncia especial contra aquella
neska sino q u e era una beata que iba mucho a m isa y pertenecía
lo menos a m edia docena de congregaciones pías, y m ientras
G enua y G urriato seguían a los milicianos en su registro, me
fui a tranquilizar a nuestra protegida, u n a señorita Pereda, de
las Encartaciones si no recuerdo mal, que sim ulaba estar atacada
de u n fuerte gripazo para evitar la detención si era posible.
Pero no hub o detención, n i saqueo, n i nada de eso. Sólo nos
llevamos la radio; y digo nos llevamos la radio, porque tal fué
el acuerdo conjunto de ambos grupos, algo había que hacer.
A la postre nos quedaríam os nosotros con el aparato.
El éxito hizo que Genua y yo nos especializáramos en regis*
tros y detenciones. Porque las llamadas de auxilio se repitieron
d uran te aquellos días en profusión tal, que si al principio nos
enorgullecimos de semejante confianza, pronto resultó u n tanto
fatigosa. M áxim e cuando como prem io nos tocaba u n servicio
de guardia nocturna; tanto fué así que a los dos días nos releva­
ro n del servicio de guardia y quedamos constituidos en brigada
de choque motorizada. G urriato en cambio se escabulló, y creo
que fué u n sabio.
T erm inaba el mes de octubre, cuando sucedió el incidente
de Intxausti, uno de los más serios que acaecieron en aquella
época. Anastasio de Intxausti era u n muchacho solidario y aber­
tzale, natural de Barakaldo, que trabajaba hacía algún tiem po
en M adrid; contertulio del Hogar, fué uno de los prim eros en
docum entarse y en ofrecerse como voluntario para la Guardia.
C uando las Milicias Vascas salieron para el frente de Naval-
carnero, planteó con caracteres angustiosos el problem a de su
herm ano mayor, José de Intxausti, casado y con dos hijos, quien
al hallarse sin trabajo como derivación de la guerra se había
enrolado como voluntario en las Milicias al solo objeto de ganar
diez pesetas diarias que le perm itieran m antener a su familia
ham brienta; d u rante el período de organización todo fué bien,
mas al llegar el instante de salir para el frente, Anastasio se
brindó a cubrir su plaza en las Milicias, "si m uero yo —nos
d ijo— no quedará u n a familia huérfana”; mas José quedaba en
situación desairada, y como favor personal solicitó Anastasio
que su plaza en la G uardia le fuera cedida a José; el Comité
investigó sus antecedentes, que resultaron ser semejantes a los
de su hermano, y el cambio fué concedido.
Pasaron quince días, José prestó varios servicios de guardia
con norm alidad, y e! 27 de octubre se apersonó en el partido
Anastasio, a quien acababan de conceder el prim er permiso,
turbado por la angustia y desesperación: aquella m isma noche
h abía sido detenido su herm ano José por unos milicianos des­
conocidos, y no aparecía en ninguna comisaría de la barriada,
así como tampoco en las checas y cuartelillos vecinos.
Aquella detención nos tocaba m uy de cerca. H ab ía desapa­
recido no sólo u n vasco docum entado por el P artido, sino un
m iem bro de la G uardia; y la conmoción fué general. Vivía José
en la calle de Vallehermoso, y la comisaría del distrito ignoraba
en absoluto su paradero, como fué fácil com probar; no cabía
más remedio que la acción directa. Y el Comité acordó desta­
carnos a G enua y a mí, en unión de dos m ilicianos armados de
fusil que se pidieron al coronel Alzugaray, para que indagára­
mos su paradero.
N o es esta la ocasión para contar los matices u n tanto nove­
lescos de la jornada. Conseguimos averiguar, a través de un
portero bastante aterrorizado por nuestro aspecto y ademanes,
que el autom óvil en que se llevaron a Intxausti lo conducía un
chófer apodado “el chepa”; tras algunas indagaciones form ula­
das en la checa de la Inspección G eneral de Milicias y en la
dirección de unas Milicias de R etaguardia recién creadas, segui­
mos la pista al "chepa” por el puente de Segovia y el Paseo
de Extrem adura, una de las barriadas más proletarias de M a­
drid; el garage en que encerraba, u n a taberna donde acababa
de estar, su dom icilio en pleno descam pado.. . ; aquí supimos
que acababa de salir para el centro com unista de la calle An-
tillón, en el que estaba precisamente instalada, u n a checa de
justa reputación m acabra. Intxausti estaba localizado; aunque
de m om ento no nos pareció oportuno llegarnos a la checa co­
munista, quizás p or u n recelo instintivo, antes de d ar cuenta
al Comité de nuestras gestiones. Gestiones que no se siguieron
ya que para entonces h abía aparecido el cadáver de Intxausti
en el cementerio, y su herm ana nos confesó que su detención y
asesinato obedecía a su condición de Presidente de los Sindi­
catos Católicos de M adrid, cargo para el cual había sido nom ­
brado pocos meses antes, aprovechando sus experiencias adqui­
ridas en Solidaridad de Obreros Vascos.
Fué u n asesinato en el que fracasamos rotundam ente. Pero
nos lanzó ya de cabeza, perdido el m iedo inicial, en u n a carrera
diaria a través de las checas, en busca de vascos detenidos y
desaparecidos.
Ya he dicho.cóm o hasta entonces fué la oficina del M inistro
Irujo la que atendió estas necesidades. Pero ausente el M inistro
y asilado O stria en la Legación de Noruega, el Partido hubo de
hacerse cargo del servicio, que no se por qué, por designios de
la Providencia que quiso llevarme a intervenir en las prim eras
gestiones directas, me fué encomendado personalmente, a tiem ­
po que recaía tam bién sobre mí la jefatura de la G uardia, ante
la forzada ausencia de su prim er jefe, Igartua, ocupado en di­
rigir urgentes trabajos de fortificación.
M i prim era misión como Jefe de la G uardia fué precisamente
para darle carácter oficial. H asta entonces habíam os sido unos
milicianos perfectam ente incontrolados; pero la situación en
M adrid estaba cambiando rápidam ente, la formación del Go­
bierno Vasco nos situaba en u n a posición inm ejorable, y el
Com ité aceptó la sugerencia de considerar a los miembros de
la G uardia como “movilizados a las órdenes del Gobierno de
Euzkadi”; de tal hecho se dió cuenta el día 31 de octubre
a la Inspección G eneral de Milicias, y se extendieron las opor­
tunas credenciales. Este carácter oficial de la G uardia sim plifi­
caría y robustecería en el porvenir nuestra difícil labor (®).
A unque confieso que en aquella decena febril de días que
transcurrieron desde el asesinato de Intxausti hasta la llegada
de las tropas fascistas, nuestra actuación fué a ciegas y por
corazonadas (^®). Ignorábam os casi por completo el sistema de
checas y carecíamos de amistades en ellas; nuestro P artido y
nuestros hombres nunca habían tenido contactos de esta índole
extrem ista y de acción. Y, sin embargo, la condición de m ilicia­
nos vascos nos abrió todas las puertas.
Fueron varios los casos en los que intervinim os de esta m ane­
ra, y todos ellos con solución favorable. E ntre las checas en que
estuvimos, recuerdo una im portante de las Juventudes Socia­
listas Unificadas al final de la calle de Almagro, o tra comunista
cerca de la Plaza de España, otra anarquista por la G uindalera,
o tra com unista en C uatro Caminos, y sobre todo la checa prin-

(9) Conservo copia de la nota pasada con tal motivo a la Inspección


General de Milicias. Dice así:
“Comité Delegación del Partido Nacionalista Vasco, Oficinas de las
D iputaciones Vascongadas, Madrid. A la Comandancia de Milicias Popu­
lares. Cumpliendo las órdenes de esa Comandancia, publicadas en la
prensa de ayer, a continuación detallamos los servicios que los compañeros
movilizados a las órdenes del Gobierno de Euzkadi. vienen prestando a
este Comité. Delegación del Partido Nacionalista Vasco desde su constitu­
ción y el número de los mismos. Personal: Brigada de guardia, 30; Escolta
del Sr. Irujo, 5. Servicios: G uardia y custodia del local social; Guardia
en el Hotel Panam á (domicilio de nuestro Ministro Sr. Irujo); Ordenes
em anadas de la Secretaria del Sr. Irujo; otros servicios ordenados por el
Comité; Guardia personal del Sr. Irujo. M adrid, 31 de octubre de 1986.
P or el Comité, los Delegados: J. Basterrecbea, S. Lecuona”. H ay u n sello
gomígrafo. ' ^
10) Los franquistas se han encargado ya de pregonar, a veces con notoria
im precisión y errores graves, la relación de las checas oficiales y particulares.
Este nombre ruso se les dió comúnmente, pero su denominación oficial
solía ser la del centro en que radicaban, salvo el caso del Comité de Inves­
tigación Pública, la Brigada del Amanecer y otras oi^anizaciones de carácter
oficial cuya misión fué perseguir a los enemigos del régimen. Todas ellas,
pretendían instaurar una justicia revolucionaria y expedita; buen ejemplo
de ello fué el citado Comité de Investigación Pública, de u n sabor afran­
cesado al 1793 que resalta, y constituido p o r representantes de los diversos
partidos del Frente Popular, cuya ubicación fué prim ero en el Círculo de
Bellas Artes y después en un palacio de la calle Fomento 9.
cipal de Fomento o Comité de Investigación Pública; sobre ésta
hablaré después más detenidam ente.
En la estadística com pleta que conservo de mi departam ento,
figuran 19 libertades de vascos conseguidas durante estos días
en checas y cuartelillos de milicias; casi todos ellos fueron nacio­
nalistas documentados, pero no faltan varios religiosos y algún
indiferente.
Conozco bien el balance trágico de aquellas checas. Mas he
dé decir honradam ente que cuantas veces llegamos a tiempo,
nuestras alegaciones fueron atendidas y discutidas; tam bién
debo decir que, en general, encontram os u n a m ayor franqueza,
brutal si se quiere, en los elementos anarquistas que no en los
comunistas.
A la par de estas actuaciones directas, siempre con carácter
de urgentes, iniciamos la averiguación de los antecedentes de
cuantos vascos se hallaban detenidos y pedían auxilio, fuesen
quienes fuesen; si el caso merecía nuestra ayuda, presentábamos
un aval ante la Dirección General de Seguridad, aval que en la
mayoría de las ocasiones obtenía su libertad en cuestión de
pocos días. Esta labor fué llevada a cabo con intensidad insos­
pechada durante los meses de noviem bre a febrero, pero co­
menzó ya antes del sitio de la ciudad.
Al efecto, en los primeros días de noviem bre el Comité lanzó
un llam am iento p or la prensa a cuantos vascos se hallasen dete­
nidos sin proceso, ofreciéndoles los servicios del P artido Vasco
para aclarar su situación; copia de este llam am iento, que abar­
caba además la protección del P artido a cuantos vascos la nece­
sitaren en otros aspectos, fué rem itida a todas las Misiones
Diplomáticas acreditadas en la capital de la República. Sus
efectos serían inmensos y fulm inantes, como iremos viendo.
Entre las personas no vascas que prim ero acudieron al Par­
tido en petición de auxilio, debo m encionar aquí a la esposa
del diputado y ex m inistro de la C. E. D. A., Salmón; comen­
zaba el Comité a interesarse por su situación, cuando fué ase­
sinado en la prim era “saca” de la Cárcel M odelo el día 6 de
noviembre.
E l R efu g io para evacuados de las zonas de guerra
El enemigo, a primeros de noviembre, había roto todas las
defensas externas de la capital y avanzaba por tres carreteras
hacia ella; ya no eran rum ores susurrados en secreto y m irando
a todos los rincones, ya no eran bulos de los fascistas escondidos,
era la p alpitante realidad.
A diario, u n a fila interm inable de campesinos con sus carros
cargados de miseros trebejos, avanzaba por el Paseo del Prado y
la calle Alcalá, procedentes de todos los pueblecillos que rodea­
b an a M adrid por el sur y por el oeste. Columnas y grupos
de milicianos pululaban de acá para allá; las conversaciones
eran bélicas, y en los comités se preparaban apresuradam ente
m aletas y archivos. Apenas sin darnos cuenta, la ciudad había
perdido su aspecto festivo y recobraba el dram ático de las jorna­
das de julio; pero u n dram atism o más m aduro y universal.
Pronto se oyeron los cañonazos en la lejan ii. Algunos asegu­
rab an que desde las azoteas de la Telefónica y del Palacio de
Comunicaciones se divisaba perfectam ente el ajetreo de la ba­
talla hacia Getafe y el Cerro de los Angeles. El vuelo de los
aviones era incesante sobre la capital. Los milicianos barbudos
y harapientos cruzaban las calles con rostros de ira o desespe­
ración. La guerra se acercaba.
Y el local del Partido bullía con más anim ación que nunca
E ran deudos de detenidos que ansiaban libertarlos antes de que
u n a m atanza general de presos subrayara las últim as horas re­
publicanas de la ciudad. E ran tam bién vascos que vivían en
las afueras de la ciudad, futuro campo de batalla, y pedían, con
n o m enor ansia u n piso o u n a habitación donde guarecerse
hasta que el nublado pasara.
Para colmo, fuese o no cierta la noticia, corrió la voz de que
los caudillos rebeldes en u n a zona situada al norte de la calle
A lcalá y al este de la Castellana, es decir, el b arrio aristócrata
de Salamanca, el cual no pensaban bom bardear; y de u n a m a­
n era más y más descubierta proletarios y burgueses, refugiados
y madrileños, convergían hacia los pisos en su m ayoría aban­
donados del barrio de Salamanca.
El Comité se desvivía por atender las m últiples necesidades
del momento angustioso, olvidando por un instante que sobre
ellos se cernía la amenaza inm ediata del fusilam iento si el ene­
migo entraba en la ciudad. Los pisos abandonados de vascos,
que habían sido puestos bajo la protección del Partido, fueron
abiertos a familias amigas; pero eran muy pocos. Y el problem a
crecía en intensidad y urgencia.
Fué entonces cuando tres hom bres buenos, tres hom bres de
edad, se cargaron con la ardua tarea de im provisar u n Refugio
Vasco en la calle Serrano 109, esquina a Diego de León.
Estos vascos fueron don H oracio de Etxebarrieta, el m illona­
rio republicano, don Alberto de M anzarbeitia, industrial aber­
tzale, y don E nrique Dúo, director de una com pañía de seguros.
En tres o cuatro días escasos, en plena hecatombe, aquellos
tres hombres, ayudados por varios miembros de la G uardia que
el Comité puso a sus órdenes, se incautaron de u n edificio casi
terminado de construir, amplio, de siete pisos, en plena zona
de seguridad; rápidam ente lo pusieron en condiciones habi­
tables aunque incómodas; im provisaron unas oficinas, y cuando
las primeras tropas fascistas alcanzaron las márgenes del M an­
zanares, más de u n centenar de familias vascas, de toda índole
y condición política, evacuadas de zonas peligrosas en su tota­
lidad, habían comenzado a instalarse en las habitaciones del
Refugio.
Y cuatro inmensas banderas, dos vascas y dos de la cruz roja,
en la fachada y en la azotea, proclam aban al aire entristecido
de la ciudad lacerada la fraternidad vasca en el peligro.
La misma bandera que en B oadilla proclam aba el heroísmo
de nuestras Milicias.
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Seg un da P a r te

A T R A PA D O S E N T R E LA G U E R R A
Y EL HA M BR E

C uando los m oros llegaron

M adrid hervía todo nervioso aquel viernes, 6 de noviembre


de 1936. Los cañonazos se oían en los mismos suburbios de la
ciudad, y las dolientes caravanas de campesinos huidos habían
cedido paso a bandadas informes de milicianos barbudos y
tostados por el sol que m aldecían en calles y plazuelas. El ene­
migo había llegado.
Rumores corrían de que algunas autoridades pensaban fu­
garse hacia Valencia, antes de que fuera tarde; y los que care­
cían de vehículo para hacerlo, increpaban violentam ente a los
afortunados. U n a acefalia más caótica qup la de agosto pla­
neaba sobre la capital, en la que u n a vez más los bajos fondos
salían a la superficie, heroicos, para defenderla o para morir.
Los sindicatos m ovilizaban a sus hombres; desde hacía días,
burgueses y empleados desfilaban y hacían ejercicios militares
con palos en lugar de fusiles por las explanadas y avenidas; se­
guía sin haber arm am ento, mas había llegado la hora de pelear
como fuese. Y en cada local sindical se apiñaban los hombres
vestidos de civiles, con ojos espantados, pero con más disciplina
que nunca.
Bandadas de mujeres recorrían las calles al son estridente de
U no, dos, tres, cuatro, siete.
T odos los hom bres al f r e nt e . . .
y m ítines callejeros se im provisaban en todos los barrios. Como
por encanto la ciudad se h abía disfrazado de bélico carnaval;
banderolas de sábanas o papel pregonaban de fachada a facha­
da que “M adrid será la tum ba del fascismo”, y el apòstrofe de
“N o pasarán” gritaba en negros borrones desde tapias y m o­
numentos.
El am biente fué de guerra, casi histérico, durante la jornada.
Mas al caer la noche, cuando los últimos rum ores cruzaron la
ciudad, cuando se supo que las prim eras columnas fascistas esta­
ban ya allí, en Carabanchel, en la Casa de Campo, en el barrio
de Usera, cuando los bulos de la quinta colum na susurraron
insidiosamente que al amanecer estarían ya en la Puerta del Sol,
cuando se adivinó que no había cañones para responder a los
fascistas y que las comunas de sindicales movilizadas m archa­
ban hacia el M anzanares para recoger el arm am ento de los que
cayeran en el combate, cuando la indignación o el pánico de
los que quedaban proclam aron la huida de los jerifaltes, el
aplanam iento pareció descender sobre muchos que creyeron
en lo inevitable.
Y sin embargo, M adrid seguía latiendo en la sombra de la
noche.
Por la m añana, miembros de nuestro Com ité habían recorri­
do los centros oficiales tratando de orientarse en la general
confusión. El R efugio comenzaba a funcionar, a trancas y
barrancas. Y personalm ente gestioné en la Dirección G eneral
de Seguridad la libertad de algunos detenidos, casi en el conven­
cim iento de que serían mis últim as actividades.
Mas según avanzaba la tarde, según llegaban noticias y ru ­
mores, según cundía el aplanam iento, las oficinas se paralizaron.
A lguno hablaba de h u ir aquella misma tarde, otros pensaban
en aguantar hasta el últim o instante, los más discutían en
grupos. El público que otras tardes abarrotara nuestro local,
estaba ausente; M enike y Liceaga, ayudados por algunos m iem­
bros de la G uardia, conducían febrilm ente colchones y maletas
al Refugio de la calle Serrano, mas eso era todo. N uestra laoor
parecía concluida.
AI anochecer llegaron más noticias, entre los postreros estam­
pidos de la artillería, que pronto había de silenciarse; todos
los sindicatos estaban en pie de guerra, los dos Etxegaray y
Erizm endi habían sido llam ados al suyo de empicados de se­
guros, y se esperaba la convocatoria de otros miem bros de la
G uardia afiliados a diversos sindicatos. H abía que hacer algo,
no podíam os perm anecer inactivos.
Y, previa aprobación del Comité, firm é una orden dispo­
niendo tam bién la movilización de la G uardia y su acuartela-
El Ministro de Justicia, señor Irujo; el Presidente de Cataluña, señor Companys, y el
Presidente de Euzkadi, señor Aguirre, en la presidencia de un desfile m ilitar celebrado
en Barcelona en homenaje al pueblo vasco.

I w . f o I í í.

■Astado Mayor de la 142


Brigada Vasco-Pirinaica,
en el sitio de Huesca:
Teniente C arrantza, te­
niente Sanchón (cata­
lán y escolta del jefe),
coronel García Miranda
(jefe de la brigada), ca­
pitán Belaunde, y te­
niente Galíndez.

Entierro del Embajador de C u­


ba. £n el extremo izquierdo,
Galíndez en representación de
la Delegación de Euzkadi.
PARTIDO NACIONALISTA VASCO f — ____—

. f-El

■^ ' o
El CoiDits -Beiegacmn M farlíáe Nacionalista VasC
CKkTinCA .¡u. , .. .
n a tu r ti} i ¡ f e-^n J o m ic ilin r n . .. .
cnH r ■ , f t a fe c lv a l S u f i o n e l u m o Vim to y com o
i» i e t (itib ie rn r. J e lo K ep u b fícm , r P » '» r < ^ n h i : ir n i h r l i b r e m r m e s f 'l e
r r p i J f f ! orestrnte i v r i i / i c a J o . • /
* M írfric/ ' S / rfe l9 3 b .
riA W * r>t\. Facsimil de los salvo­
conductos extendidos
'fr<l h"iÁIkMt por el Partido N acio­
C e T t ifc a d o n .' nalista Vasco.

E l Ministro, señor Irujo, y el jefe de la sección vasca en el Ministerio de Propaganda,


señor D íaz de Mendibil, acompañados del jefe de sector del frente del Este, en la visita
del Ministro vasco.'
miento en el local del P artido hasta nuevo aviso. E ran cerca
de las nueve de la noche.
La orden circuló rápidam ente; la m ayoría de nuestra gente
ya estaba congregada en el P artido desde m ucho antes, el resto
fué llam ado por teléfono o directam ente por amigos personales;
algunos trajeron consigo colchones y víveres para acampar, las
oficinas se trocaron en cuartel, y la algarabía fué pronto ensor­
decedora.
Fué entonces cuando u n telefonazo nos avisó de que Fernán*
do de Carrantza, nacionalista de Portugalete, acababa de ser
detenido y conducido a u n cuartelillo de su propia calle, la
de J u a n de M ena. T am bién eran ganas de complicarle a uno
la vida en aquellos momentos. Sin embargo, la gravedad del
instante no perm itía dilaciones; el coche de Liceaga acababa
de llegar al Partido, y en com pañía de G enua salí en busca
del detenido.
La oscuridad parecía más absoluta que nunca. Por las calles
desiertas, cruzaban a veces grupos de m ilicianos en formación
vacilante; en las encrucijadas se im provisaban barricadas con
los adoquines del pavim ento. En u n a de estas barricadas im pro­
visadas había sido detenido precisam ente Carrantza; atinó a
pasar p or allí, im pecablem ente vestido con corbata y bufanda,
y naturalm ente le tom aron por fascista, al que prim ero obli­
garon a trabajar en la construcción de la barricada y después
le llevaron al inm ediato cuartelillo del batallón de caballería
“José Díaz”, comunista; para agravar más las cosas, su portero
había acudido prontam ente a acusarle de burgués y reaccio­
nario.
, C uando llegamos al cuartelillo para rescatarle, había sido
ya conducido a la Comisaría del Congreso; cuando llegamos a
la Comisaría, había sido ya conducido a la Dirección G eneral
Seguridad; cuando llegamos a la Dirección General de Segu-
^ridad, había sido ya conducido a la Cárcel Modelo. M ucho se
corría aquella noche febril. Lo peor era que de la cárcel no se
le podía sacar por gestión directa, requería un aval y u n largo
trám ite. Cuando el enemigo tocaba a las mismas puertas de
la Moncloa.
Regresamos al Partido. El silencio era absoluto, ni u n tiro,
ni un avión, n i u n cañonazo; tras el estruendo de la jornada,
aquel silencio pesaba funestam ente sobre los espíritus. T odo
estaría en calma hasta el amanecer; pero en to n ce s...
El P artido bullía en inusitado apogeo. L a G uardia casi en
pleno, salvo los que prestaban servicio en el R efugio y los tres
acuartelados en el sindicato de seguros; pero aú n había más
gente, que aquella misma noche se ordenó retirarse a los que
custodiaban el H otel Panam á, simbólicamente conservado hasta
entonces desde la m archa del M inistro Irujo, y con los dos
muchachos de turno vinieron al P artido A retxederreta, Ruiz de
Alda, y nuestro preso Astrain; y creo que no eran éstos los
únicos congregados bajo la bandera vasca, a fin de pasar juntos
la trágica noche.
Los miem bros del Com ité se m archaron a sus casas respec­
tivas, no m uy seguros de lo que harían al amanecer, todo de­
pendía de los acontecimientos. Y, como Jefe de la G uardia, me
quedé al frente del P artido y todos sus documentos, con orden
de destruirlos si era preciso.
H asta entonces habíam os respetado la m ayor parte de las
habitaciones, sin ocupar más que las precisas para nuestras
oficinas; pero aquella noche nos adueñam os d el piso entero.
E n los salones delanteros, amplios y vacíos, se am ontonaron los
pocos colchones conseguidos; en el vestíbulo se trabó bien
pronto u n a encendida p artid a de mus; y en la retirada cocina
alguien se sintió generoso y repartió una lata de sardinas y una
libreta de pan, banquete que nos tocó a m edia sardina por
cabeza. Felizm ente la emoción m ataba al ham bre.
Serían más de las diez de la noche cuando u n timbrazo nos
conmovió; porque la circulación estaba prohibida a semejante
hora, sin u n salvoconducto especial. E ran tres milicianos de la
C N T, tocados del clásico pañolón rojinegro, q u e tanto pánico
infundiera en los días pasados del caos revolucionario.
—Salud, camaradas —nos dijeron—. Nos hemos instalado en
el piso de arriba, donde tenemos unas evacuadas, y venimos
a ofrecernos p ara la defensa del edificio.
—Está bien, camaradas —les repuse, y aún n o sé por qué—.
¿Qué arm am ento tenéis?
—Dos escopetas y una pistola. ¿Y vosotros?
—Seis pistolas y u n rifle. Pero no im porta. Ya nos veremos
si hace falta.
Esta absurda conversación es buen reflejo de lo que aquella
noche pasó en M adrid. N o cabía defensa posible; estoy absolu­
tam ente convencido de que si en la m adrugada d el 6 de noviem­
bre los fascistas atacan la ciudad, la hubiesen tomado fácil­
mente, pues no había arm am ento ni organización; y sin
embargo, no se atrevieron.
N uestra única responsabilidad y posible actitud era la de sal­
var hasta el últim o instante el honor del Partido, y destruir a
la postre la docum entación com prom etedora para m ucha gente
que había dado sus firmas, con el propósito de proteger a cen­
tenares de personas, es verdad, mas al fin y al cabo proclam an­
do su filiación “separatista”. Y a solas en m i despachito, lo
preparé todo para el sacrificio.
La jefatu ra de la G uardia estaba instalada en una m inúscula
habitación, inm ediata al salón ocupado por el Comité, con u n
balcón que daba al tejadillo de u n garage vecino. U n escritorio,
un fichero, m edia docena de sillas. H asta aquel día pocos eran
los docum entos que había guardado, apenas si la lista semanal
de servicios; mas aquella noche en sus cajones se am ontonaban
todos los archivos del Partido, y en uno de ellos, u n a botella
de gasolina y u n a caja de cerillas estaba presta para la des­
trucción final. Sí, todo estaba en regla, nada com prom etedor
quedaría.
Y a últim a hora, cuando ya nada restara por hacer salvo
conservar la vida para futuras luchas, los supervivientes podrían
saltar p o r el balcón al tejadillo, de allí al patio, y por cualquiera
de sus casas a la calle de los Madrazos, al sótano de la casa de
Pilartxo de M uxika, hasta ganar si fuese posible alguna de las
embajadas que nos habían ofrecido re fu g io ...
No, no eran por cierto optim istas los pensamientos al filo de
la medianoche. El silencio era absoluto en la calle, n i u n tiro, ni
un vehículo, ni una luz. C ontrastando con la sorda algarabía
en el in terio r del Partido. Algunos se habían tendido a dorm ir
en los colchones requisados; varios alborotaban con cierta sor­
dina, q u e el nerviosismo rom pía a cada instante, alrededor de
la partid a de mus; los cuatro a quienes correspondía la guardia
leforzada de aquella noche histórica, deam bulaban por los pa­
sillos, se acercaban a la partida, se asom aban al balcón. Estaba
rendido, y decidí descabezar u n sueñecito.
—Si pasa algo —avisé a los de guardia— avisadme en el acto.
Y me tum bé en u n colchón con el convencim iento de que
nuestro despertar sería violento, y probablem ente trágico.
C uando abrí los ojos, las claridades del am anecer se filtraban
a través de los ventanales enrejados con tiras de goma. El
silencio era completo, tan sólo algún ronquido estentóreo, y
los pasos lentos de u n centinela; le llam é chistando.
—¿Están ya ahí?
—N o se oye nada.
Y nada se oyó. El sol alum bró de nuevo las calles de la ciu­
dad, sin que lo inevitable hubiera sucedido; el enemigo no
había entrado. Y cuando el tronar de la pelea renació en los
suburbios de la ciudad, cañones y fusiles resonaron a la misma
distancia que la víspera. Teníam os otro día por delante.
U n día plagado de rum ores y noticias contradictorias. El
Gobierno h abía partido para Valencia y u n a Ju n ta de Defensa
se constituía bajo la presidencia del general M iaja. U na co­
lum na de milicianos contraatacaba en Carabanchel con buen
éxito m om entáneo. Se luchaba en las mismas casas del barrio
de Usera. De Valencia y Barcelona llegaban refuerzos. Muchos
personajes se habían asilado en la Em bajada de México y otras
legaciones (^).
U n nuevo espíritu parecía electrizar a la ciudad. T ras la
confusión y aplanam iento del día anterior, vibraba por do­
quiera u n am biente de lucha y sacrificio. Quizás fuera reac­
ción contra la m archa de las autoridades, quizás fuera una falsa
inyección de optimismo. Mas la ciudad se aprestaba a la lucha
y se resistía a la entrega suicida.
En el P artido tam bién resurgió la actividad. El teléfono re­
piqueteó desde bien tem prano; eran nuevas familias vascas a
las que la feliz noticia había llegado, y angustiadas pedían los
automóviles del Partido para trasladar sus trebajos al R efugio
de la calle Serrano. Sosa, U ruñuela y L ekuona estaban desde
prim era h o ra al frente de sus labores, arengando a los pesimis-

(1) Se conoce bastante bien la fuga, tras el Gobierno y sus dependencias


de muchos personajes políticos, miembros de comités revolucionarios y res­
ponsables de checas, en la noche del día 6 de noviembre; incluso algunos
que tenían el deber de sucum bir si era preciso en las ruinas de la ciudad,
o al menos de resistir hasta el últim o instante, cual su alcalde Pedro Rico.
Se conoce tam bién la odisea que muchos de ellos pasaron en la carretera
de Valencia, cuando una columna anarquista, al sa te r lo que sucedia, bajó
del frente de la serranía de Cuenca y les cortó el paso en Tarancon. Lo
que se sabe menos es que aquella noche la pasaron también bastantes
personas de responsabilidad asilados en algunas legaciones.
La mayor parte de ellos se asilaron en la Embajada de México, de signi­
ficación netam ente democrática; y fueron muchos los que al transcurrir
la noche y ver que el enemigo no entraba, salieron a la calle en la m añana
del día 7 y reanudaron sus actividades. Otros se asilaron en diversas lega­
ciones, de las que no salieron más tarde; citaré en tre ellos a muchos
refugiados en la Legación de Finlandia, cuyo asalto p o r la policía u n mes
más tarde rae pondría en directo contacto con varios de ellos; como diré
eii su lugar, el prim ero que hube de sacar de la Comisaría General de Orden
Público, fué el aviador Pedro de Larrañaga, scgimdo esposo de la actriz
M aría L adrón de Guevara.
tas y atendiendo las llamadas. Varios muchachos de la G uardia
fueron despachados a diversas misiones, y los restantes dejados
en libertad para acudir a sus hogares o pensiones con la orden
de regresar a m ediodía o antes si la alarm a cundía por la ciu­
dad. T a n sólo los huéspedes del H otel Panam á, y R icardo de
Carrantza que acudió en dem anda de asilo tan pronto como
fué detenido su hermano, perm anecieron en el local todo el día.
Personalm ente tuve u n a m añana bien agitada. Por de p ro n ­
to, hube de acudir, con una orden escrita del Comité, a rescatar
a los dos Etxegaray y Erizm endi del local del Sindicato de se­
guros, donde estaban acuartelados desde la víspera y a punto
de salir para la carretera de Toledo. Casi seguido a la Dirección
General de Seguridad, a presentar el aval que libertara a Fer­
nando de Carrantza; e indagar la m archa de otras libertades
urgentes, especialmente la de don Jaim e de Orue, viejo aber­
tzale a q u ien detuvieran días antes por hallarle u n a dim inuta
pistola en un registro casual, sin que hubiese renovado la li­
cencia n i siquiera acordádose de que la tenía. Más tarde, al
Refugio, donde la G uardia prestaba sus servicios desde la vís­
pera.
El edificio había cambiado totalm ente de aspecto. La esca­
lera parecía u n horm iguero de gente que subía y bajaba, car­
gados de colchones y maletas, gritando al reconocerse, llorando
no pocas. Era en su m ayoría gente modesta, que se vió forzada
a abandonar sus hogares y muebles, con el tem or de perderlos
para siempre; alguno de ellos había conocido ya la víspera el
estam pido de la granada que estalla en la vecindad o el chas­
quido de las balas que pegan en tejados y fachadas 0 ;
Las habitaciones se habían distribuido en relación con su ca­
pacidad y el núm ero de personas que com ponían cada familia;
familias que, en forzosa promiscuidad, se aprestaban a improvi-

(2) Q uiero citar individualm ente el caso de la fam ilia Goitía, claramente
derechista. El hijo mayor era uno de los oficiales de significación reaccio­
naria que los marinos m ataron en Cartagena d u ran te los prim eros días del
movimiento. T res hijas residían en Valencia; y la m adre viuda, con otras
tres hijas y un hijo pequeño, vivían en M adrid, al final de la calle Valle-
hermoso. m uy cerca de la Moncloa. Debió ser hacia el día 16 cuando nos
llegó su aviso angustiado solicitando las sacáramos de casa y las asiláramos
en el Refugio. Personalmente llevé a cabo la misión, en el autom óvil de
Menike. Nuestros milicianos se parapetaban en las últim as casas del barrio,
y las bocacalles inmediatas estaban batidas por varios ángulos; a pesar
de lo cual, conseguimos llegar hasta la casa, salvar a la madre e hijos con
algunos colchones que nos sirvieron a la vuelta de parapeto, y en el Refugio
quedaron pacíficamente acomodadas durante el resto de la guerra.
sar dorm itorios con m antas y cortinas, cocinas en infiernillos y
estufas, camas en colchones tendidos por los pasillos y en la
acera soleada. M ientras m edia docena de muchachos de la
G uardia ayudaban a cargar y descargar, cerrando enérgicam en­
te el paso a cuantos no m ostraban u n pase escrito del Comité.
Don Horacio de E txebarrieta presidía con su eterna sonrisa
bonachona el febril ajetreo, acaso pensando con suave ironía
en su palacio de Algorta; en tanto que M anzarbertia y D úo
im provisaban ficheros y oficinas. El orden era completo; las
muchachas sonreían confiadas; acaso todo fuera una pesadilla
que p ro n to pasaría.
Oasis de paz en m edio de la hecatombe. C uando me adentré
hacia el corazón de la ciudad, oí ya las prim eras granadas silbar
sobre los tejados; al llegar al P artido, las noticias eran de nuevo
en extrem o alarm antes; y a m edida que avanzó la tarde, se
tornaron aú n peores.
Ustarroz llegó hacia las cinco. Vivía en u n a de las últim as
casas de la calle de Segovia, en las cercanías del puente sobre
el M anzanares. T odavía la víspera había tratado de seguir
desde la azotea la dirección de las explosiones, antes de sacar a
su anciana m adre hacia u n a casa segura del barrio de Sala­
manca. A m ediodía había m archado tranquilm ente a comer,
brom eando a costa de los pesimistas. Y ahora se nos presen­
taba, sudoroso y agitado, cargando u n cofre en sus robustas
espaldas.
—H e visto los moros —nos dijo—. Están ya en el P uente de
Segovia, al otro lado del río.
—N o te creo.
—Q ue te hubiera pasado u n a bala rozándote la boina como a
mí. A quello es u n a ensalada de tiros trem ebunda.
Poco más tarde, otros muchachos que vivían en diversos
puntos de la ciudad cercanos a sus afueras, llegaron cargados
a su vez de bultos y provisiones. Algunos de ellos no eran m iem ­
bros de la G uardia, pero fueron adm itidos en el acto y d istri­
buidos entre el P artido y el Refugio. P or ellos fuimos sabiendo
cómo el enemigo, tras recuperar los Carabancheles, habíase
corrido p or toda la Casa de Campo hasta ocupar la m argen
m eridional del río M anzanares, desde el barrio de Usera hasta
cerca del Pardo; columnas de milicianos veteranos y novatos
sacados de las sindicales movilizadas, cerraban el paso de los
puentes en suicida y dram ático esfuerzo de titanes, y las grana­
das de la artillería enemiga m ordían sádicamente las carnes
de la ciudad apetecida.
La noche nos trajo consigo u n descanso en la pelea, y a una
m uy corta distancia, que la oscuridad parecía dism inuir, cre­
pitab a por doquiera el fuego de las am etralladoras y bombas
de m ano. Pero nadie sentía ya el m iedo de la víspera.
Alguien había traído m edia docena de escopetas con m uni­
ciones variadas; u n rifle m onum ental com pletaba nuestro ar­
m am ento pesado; y las pistolas parecían haberse duplicado como
por arte de magia, procedente más de u n a de los comités y che-
quistas huidos la víspera.
A quella noche Santiago de L ekuona se quedó con nosotros;
vivía al final del Paseo de las Delicias, lugar por donde habían
de forzar la entrada los fascistas del barrio de Usera, y tal pers­
pectiva no era m uy atractiva. N o era el único refugiado; hasta
m edia docena más se congregaron alrededor de u n a im provisada
cena de despedida a M aidagan, que tam bién m archaría al
siguiente día rum bo a Valencia con su familia; en su m ayoría
fueron nombres que olvidé rápidam ente, tan rápidam ente como
desaparecieron de nuestro círculo de acción; sólo recuerdo a
Ju a n de Iriarte, ex-presidente del H ogar Vasco, alto em pleado
de la “Papelera” y de filiación carlista, a quien me recom endó
expresam ente Ju a n Sosa B arrenetxea por aquella noche y cuya
desaparición posterior, para refugiarse en la Em bajada de Bél­
gica, había de traernos graves sinsabores en los días subsiguien­
tes (^).

Dias de actividad feb ril


Y pasó un día, y pasó otro día, y pasó u n a semana sin que el
enem igo lanzara u n a ofensiva general. Escaramuzas diarias en
la Casa de Campo, ataques y contraataques en el P uente de
(3) Juan de Iriarte era un dirigente del Centro Carlista madrileño;
du rante un par de años presidió el Hogar Vasco, sin que su actuación
tuviese carácter politíco alguno. T rabajaba en la Papelera Española con
un alto cargo, y al comenzar el movimiento se vió forzado a enrolarse
en la U G T como tantos otros; de m om ento el carnet sindical le cubrió,
mas en los días inm ediatos al ataque de M adrid se vió movilizado como
los demás sindicados. Fué entonces cuando acudió a pedir ayuda al Partido
Nacionalista Vasco y personalmente a Sosa Barrenetxea, compañero suyo
de oficina; la noche del día 7 la pasó en el local del Partido, y a la
m añana siguiente desapareció. Dramáticos acontecimientos posteriores me
hicieron saber que en la m añana del domingo se asiló en la Em bajada de
Bélgica donde quedó a salvo y poco después fué evacuado a Francia.
Segovia y en el de los Franceses, oleada tras oleada de aviones
que repasaban la ciudad para bom bardear sus alrededores, gra­
nadas que caían sin ton n i son en los barrios céntricos de Ja
ciudad; nada más. La situación tornó por volverse molesta.
E n el P artido nos habíamos quedado con medio Comité.
M aidagan, Abasolo y Basterretxea habían salido para V alen­
cia (^); y Sosa Barrenetxea, Santiago de Lekuona y don Ju lio
de U ruñuela habían tenido que hacerse cargo de la plena res­
ponsabilidad en aquellos momentos decisivos, secundados en tu ­
siastamente p o r la Guardia.
Eran horas en verdad febriles. L a llam ada que el Partido
dirigiera a los vascos detenidos o en peligro, había comenzado
a surtir efecto, precisamente cuando creíamos ya que todo estaba
liquidado; y el correo comenzó a traernos cartas angustiosas
desde las cárceles, parientes y amigos a visitarnos, y hasta más
de un diplom ático se apersonó en nuestro local de la calle
Nicolás M aría Rivero apelando a nuestros sentim ientos hum a­
nitarios (®).
(4) De los tres miembros del Comité que decidieron m archar de M adrid,
hacia el día 10 de noviembre, Juan R. M aidagan quedó en Valencia donde
sería después Secretario General de la Delegación de Euzkadi; Justo de
Abasolo llegaría a Bilbao, y regresaría en los primeros meses del año 1937,
mientras su fam ilia era hecha prisionera por los fascistas en el vapor
“Galdames” al inten tar rom per el bloqueo del puerto bilbaíno; y José de
Basterretxea llegaría tam bién a Bilbao, para pasar después a París como
inútil declarado para el servicio m ilitar.
(5) Fueron bastantes las cartas que recibimos, escritas en la Cárcel
Modelo los trágicos días 6 a 8 de noviembre. Casi todas pudieron ser
atendidas en los días sucesivos. Debo mencionar, sin embargo, el caso de
un donostiarra, el cual se dirigió a nosotros el día 6; al iniciar las investi­
gaciones, descubrí su ficha en la Sección Técnica de la Dirección General
de Seguridad, con la mención de que había sido detenido porque en los
primeros días del movimiento escribió a sus familiares en Donostia dicién-
doles que en M adrid se había asesinado a millares de personas y pedía
recomendaciones para refugiarse en una embajada; seguidamente descubrí
que figuraba en la fatídica lista de los sacados de la Cárcel Modelo
y asesinados en Paracuellos del Jaram a, precisamente en la noche del día 6
de noviembre: no sé exactamente porqué, pero tengo el convencimiento de
que la indiscreción cometida en una carta le llevó a la cárcel, y la indis­
creción de escribir otra a destiempo le llevó a la m uerte.
Entre los primeros diplomáticos que llegaron al Partido en petición de
auxilio, por estos días, recuerdo al M inistro del Paraguay, don Jesús Angulo,
que vino a interesarse por la novia de su canciller, a quien conseguimos
poner rápidam ente en libertad. Tam bién recuerdo al Consejero Comercial
de la Em bajada de Polonia, cuyo nom bre constara en los archivos: al
Encargado de Negocios a. i. de H olanda, Francisco Schlosser; al Encargado
de Negocios a. i. de Noruega, Francisco Schlaier; y al Ministro de Bélgica,
Mr. Chabot. En días sucesivos fueron llegando otros más.
Como encargado de la sección de Presos y Desaparecidos del
Partido, que fui desde fines de octubre, conozco m ejor que
nadie la labor desarrollada por aquellos días. H abía term inado
la etapa prim era de los salvoconductos; comenzaba la segunda
de los avales.
Si hasta entonces habíamos atendido llamadas urgentes de
afiliados o personas ya garantizadas al concedérseles el salvocon­
ducto personal, las peticiones de auxilio que ahora comenzaban
a llegarnos eran en su mayoría de vascos desconocidos. H abía
que averiguar quiénes eran, por qué estaban detenidos, sus
antecedentes políticos, quiénes respondían o se interesaban por
ellos, a veces indagar dónde estaban recluidos. T area bastante
difícil, cuando la urgencia del m om ento im ponía u n a celeridad
insospechable para quienes no vivieron aquellas horas.
L a Dirección G eneral de Seguridad había seguido el mismo
rum bo que el Gobierno, y en su lugar había surgido una
Delegación de O rden Público, en la calle Serrano, cuyo titu lar
era el dirigente de las Juventudes Comunistas, Segundo Serrano
Poncela, en inm ediato contacto con el Consejero de O rden
Público de la J u n ta de Defensa de M adrid, Santiago Carrillo,
tam bién dirigente comunista. El color m arcadam ente extremis­
ta de ambos, daba u n a mayor autoridad a sus decisiones, y
esto sim plificaba u n tanto las gestiones; de hecho las antiguas
checas desparram adas iban desapareciendo, y apenas si que­
daban funcionando más que la oficial de Fomento núm ero 9,
o Comité de Investigación Pública.
Pero el extremismo de la Delegación tam bién había hecho
cambiar el criterio hasta entonces m oderado de las autoridades
policíacas por el demagógico de los antiguos chequistas.
Ju an Sosa Barrenetxea, quizás el hom bre que en aquellos
días conservó más enérgica su voluntad, me presentó a los jefes
de los distintos departam entos policiales, y provisto por ellos
de u n pase de libre entrada en las dependencias de la Delega­
ción de O rden Público y de u n salvoconducto de libre circula­
ción a cualquier hora del d ía o de la noche por la ciudad, me
lancé desde el mismo día 8 de noviem bre a la ardua tarea de
indagar antecedentes y presentar avales.
Las cartas que recibía el Com ité o los datos proporcionados
por los familiares, solían darnos los indicios primeros sobre la
situación del detenido o desaparecido; a veces, otros vascos
conocidos com pletaban la inform ación y respondían personal­
m ente p o r ellos, facilitando la presentación del aval; pero las
más de las veces era preciso acudir a la llam ada Sección Técnica
de la Delegación de O rden Público, instalada en la calle de
Alcalá núm ero 82, donde se conservaban los ficheros ocupados
a los partidos sublevados en los primeros días del m ovimiento
y la ficha de referencia de cuantas personas habían pasado por
las cárceles y calabozos oficiales (®).
D iariam ente acudí, en el autom óvil de Liceaga, a esta Sec­
ción Técnica, muchas veces teniéndonos que refugiar en u n
portal o sótano hasta que pasara u n a oleada de aviones o ter­
m inara u n chaparrón de granadas. Para anotar rápidam ente
cuantos datos constaban en sus fichas dim inutas: “Detenido por

(6) Es profundam ente im portante el papel jugado durante esta época


por la Sección Técnica de la Dirección General de Seguridad, al servicio
posteriormente de la Delegación de Orden Público. Creo sinceramente
que los fascistas han equivocado su interpretación; v personalmente tengo
motivos para hablar m al de algunos de sus miembros que el^ dfa 2 de
febrero tratarían de jugarme una mala pasada, la definitiva. Pero el
estricto criterio de objetividad me obliga, y gustosamente lo hago, a decir
que en ella encontré siempre toda clase de facilidades por parte de sus
dirigentes v la mavorfa de sus miembros. El director era un antiguo p o li­
cía, José R aúl Bellido, quien quizá para despistar se había dejado una
perilla perfectam ente leninesca; el sub-director era u n socialista vasco,
de profesión escultor v policía de nuevo cuño, León de Barrenetxea;
entre su personal había algunos antiguos policías, y los restantes eran
miembros de las Juventudes Socialistas Unificadas.
Tres eran los departam entos principales de la Sección Técnica. En uno
de ellos se conservaban las fichas de todos los detenidos que habían pasado
por las cárceles oficiales o los calabozos de la Dirección General de Seeu-
ridad; con la indicación de sus datos personales y prisión en que se h alla­
ban, en el anverso, v de los motivos de su detención al dorso; a continua­
ción se iban anotando las sucesivas providencias tomadas sobre su situación:
libertado el día tal, puesto a disposición de los tribunales populares, a
disposición de S. E., trasladado a Chichilla, desaparecido el día t a l . . . T odo
ello simplificaba enormemente la labor de quienes investigábamos la causa
de su detención.
O tro departam ento, secreto y de difícil acceso, guardaba los ficheros
originales ocupados a los partidos sublevados; Falange había destruido casi
todos los suyos, y sólo en m ínim a parte habían sido habidos: Acción Popu­
la r no había destruido creo que ninguno, y esto trajo considerables daños
a sus afiliados, en su mayoría personas anodinas y pacíficamente reaccio­
narias; el C entro Carlista tam bién había dejado casi íntegros sus ficheros,
lo mismo q u e la Unión M ilitar Española. Este departam ento, pues, tenía
un valor incalculable ya que perm itía contrastar la filiación política de
muchos sospechosos; y conviene hacer notar que originalm ente los fiche­
ros habían sido ocupados p o r distintos partidos políticos y centros, que
después los habían cedido para unificar el control v hacerlo más efectivo.
El tercer departam ento recibía los avales de los distintos partidos políti­
cos, y tram itaba los casos hasta su resolución en sentido favorable o
denegatorio.
sospechas”, “Afiliado a Acción P opular”, “Por esparcir bulos
en el café”, "Afiliado a Falange”, "Procedente de Fom ento”,
“Afiliado al Círculo Carlista” . . . eran las indicaciones más fre­
cuentes y vagas; otras contenían una indicación más m inuciosa
del motivo de la detención; y siempre la cárcel en que se halla­
ban. Si la ficha no aparecía, en el noventa por ciento de los
casos había sido ya asesinado por u n a checa o por incontrolados;
en algunas ocasiones, aún cabía la esperanza de hallarle, pero
costaba muchísimo trabajo. Cuando teníamos d u d a sobre la
filiación política del individuo, preguntaba en el control de
ficheros.
T odos estos datos se unían a la ficha abierta en el P artido
con la petición de auxilio y prim eras indicaciones, el caso era
estudiado por el Comité, por lo que quedaba del Comité, y
siem pre que el caso era defendible, se extendía u n aval en el
cual el Partido solicitaba la libertad de la persona, “por ser
afecta al régim en”, o “por no constituir u n peligro para el
régim en”, aval que inm ediatam ente era llevado a la misma
Sección Técnica, en su negociado correspondiente. Y la Dele­
gación de O rden Público resolvía o denegaba la libertad pedida.
Esta labor, diaria y agobiadora, había de d urar por espa­
cio de dos o tres meses; y en su lugar oportuno daré estadísticas.
Pero debe quedar aquí constancia de que la comenzamos en los
días negros de noviembre, cuando al presentar u n aval no
sabíamos si al siguiente d ía estaríamos nosotros en el paredón
de los fusilados o bajo los escombros de u n a casa bom bardeada.
E ntre los casos que pidieron auxilio aquellos días C^), quie-

(7) Cuando salí de M adrid en mayo de 1937, llevé conmigo a la Dele­


gación de Euzkadi en Valencia los archivos y ficheros de la Sección de
Presos y Desaparecidos; más tarde pasaron a la Delegación del Partido
Nacionalista Vasco en Barcelona, de donde fueron evacuados a Francia
poco antes de term inar la guerra civil. Al e n trar los alemanes en territorio
francés, archivos y ficheros quedaron en lugares donde confío hayan con­
seguido escapar indemnes, y por tanto algún día puedan ser reproducidos
en sus partes más esenciales. El fichero contenía las fichas de todos los
casos q u e pasaron por nuestras manos, con sus circunstancias personales,
motivo de la detención, sitio donde se hallaban o circunstancias de la
desaparición, gestiones hechas, y resultado obtenido. El archivo guardaba
toda la correspondencia recibida en petición de auxilio, cartas de agrade­
cim iento procedentes en su mayoría de religiosos, las hojas que diariam ente
me pasaba A retxederreta con el resumen de las visitas recibidas, y otros
documentos de gran valor para la historia documental de aquellos dias.
Dios quiera que pueda recuperarlos. Hasta América ha llegado conmigo
solamente la estadística final, u n informe elevado al Ministro don Manuel
de Iru jo al salir de M adrid, m uy pocos documentos originales, los cuader-
ro m encionar expresamente a u n o de ellos, no porque sea el
más im portante, sino porque he conseguido salvar conmigo los
documentos pertinentes. Se tra ta del Rev. Padre Carlos Vi­
cuña M urguiondo. El día 9 de noviem bre nos dirigió la siguien­
te carta que, escrita a lápiz de su puño y letra, obra en mi
poder:
“Sr. Presidente del C entro Vasco. Nicolás M aría R ivero 9.
“Enterado del llam am iento dirigido a los vascos por
ese C entro de su digna dirección, el que suscribe, Carlos
Vicuña M urguiondo, de 43 años de edad, natural de Idia-
zábal (Guipuzcoa), m ineralogista de profesión, residente
en el Brasil (Río de Janeiro, M arechal Hermes, R ú a Gen.
Savaget 3), pone en su conocim iento que fué detenido el
20 de julio, como preso gubernativo, cuando acababa de
llegar a M adrid (después de 6 años de ausencia en Amé­
rica) y cuando se dirigía a Eibar, donde reside m i familia.
“Pertenecen al Frente P opular todos los miembros de
m i fam ilia (más de 30 entre hermanos, sobrinos y primos-
hermanos, los Aguirre, Vicuñas y Osoliagas de Eibar,
Bilbao, Sestao y Portugalete), y yo me he m antenido en
u n a forzosa inactividad política durante los 13 años ú l­
timos (6 en América y 7 de la D ictadura de Prim o de
Rivera) pero he sido siem pre u n convencido nacionalista
vasco.
“Es u n caso bien triste ser del Frente P opular y estar
preso d u ran te 124 días sin que nadie me juzgue ni exa­
m ine m i caso por n o tener carnet sindical y estar inco­
m unicado con el país n atal a causa de la guerra.
“El D irector General de Seguridad, M anuel M uñoz
M artínez, me comunicó en carta del 28-IX-36 que para
decretar m i libertad precisaba la garantía de u n partido
político o sindical.
“Acudo, pues, a su reconocida bondad para que garan-

nillos de m í diario particular, y una libreta de notas correspondiente a los


meses de febrero a mayo.
Como nadie sabe lo que puede suceder, y estos documentos tienen un
valor vasco colectivo más que particular, quiero recordar que tienen noticia
de donde se hallaban ficheros y archivos, en parte José Luis de la Lombana,
secretario que fué del Partido Nacionalista Vasco en Barcelona, y en parte
Miguel José de Garmendia, Inspector Jefe que fué de Prisiones en Valencia.
En los archivos del Partido Nacionalista Vasco en Francia debe obrar
también un inform e redactado por Lombana en el año 1938 sobre la labor
realizada en M adrid, al que me refiero seguidamente.
tice a u n su correligionario, sometiéndome gustoso, si es
preciso, a u n juicio o interrogatorio.
"Pueden testificar m i personalidad y mis ideas políticas
Javier Zubiri (Universidad C entral) y el P. Inza del Cole­
gio de Lecaroz, compañeros míos de estudios hace unos
12 años en M adrid.
"Cárcel Modelo, 9-X-36. G alería 4^ Celda 763.
“Carlos Vicuña M urguiondo”.
L a redacción de esta carta nos hizo pensar desde u n principio
que se trataba de un religioso vasco, residente en América, a
quien la providencia le trajo a M adrid en vísperas de los acon­
tecimientos. Las indagaciones practicadas y la ficha de la
Sección Técnica confirm aron am pliam ente estas suposiciones;
se tratab a de u n personaje dentro de su O rden (no recuerdo
exactam ente cuál, pero creo recordar que es u n a de las ramas
capuchinas o franciscanas), que había venido para el capítulo
general a celebrar justam ente en ios días de la sublevación;
asaltado el Convento cuando cayó el C uartel de la M ontaña,
fué hecho preso y finalm ente conducido a la Cárcel Modelo,
donde dorm ía desde entonces el sueño de los justos.
N ada concreto había contra él, estaba simplemente a dispo­
sición del D irector General de Seguridad, y presentado el aval
del P artido, conseguimos rápidam ente su libertad. A lgún tiem ­
po después, cuando la paz nos perm itió organizar nuestros
archivos, tuvo la gentileza de enviarnos la siguiente carta de
agradecimiento:

“Sr. Presidente de la Delegación del Partido Nacionalista


Vasco.
"Por estas líneas tengo el gusto de m anifestarle mi
profundo agradecim iento por las gestiones realizadas por
el 'P artid o Nacionalista Vasco para conseguir m i liber­
tad, gestiones felizmente coronadas por el éxito.
“Es doblem ente de agradecer este favor por tratarse de
u n vasco que se encontraba accidentalm ente en España
procedente de América.
“En espera de una ocasión en que poder dem ostrar mi
agradecimiento, queda de Ud. afmo. s. s.
“Carlos Vicuña.
“ M adrid, 8 de enero de 1937”.
L a intensa labor pro-Presos y Desaparecidos, en la que pronto
hallé la ayuda eficacísima de Luis de A retxederreta, quien
espontáneam ente se preocupó de atender a los familiares, inte­
rrogarlos y an o tar sus informaciones, con lo cual facilitó inm en­
samente m i labor, no im pidió que siguiéramos dándonos cuenta
del peligro inm inente y grave que pesaba sobre la ciudad y
sobre nosotros.
El enemigo estaba contenido, pero podía entrar en cualquier
m om ento. Y si la noche del 6 de noviembre, ante la urgencia
del caso, el Com ité decidió sacrificar su docum entación si era
preciso, preferible sería ponerla a salvo aprovechando el pasa­
jero compás de espera. La solución la ofreció Ustarroz.
Eustaquio de Ustarroz era u n muchacho nabarro de sangre
y argentino de nacim iento, cuya doble nacionalidad y docu­
m entación le había salvado en los prim eros días de muchas
molestias y servido al P artido para m últiples servicios. Pro­
cedente de Euzko-Ikasle-Batza, fué de los prim eros que integra­
ro n la G uardia, y su fidelidad y fuerza m uscular le hacían
elem ento indispensable para el Comité. Esta vez, fué su docu­
m entación argentina la que sirvió de “sésamo” salvador.
A l efecto se preparó u n doble fondo en aquel cofre que había
sacado a cuestas de su casa cuando los moros llegaron al Puente
de Segovia. E n él se apiñaron todas las m atrices de nuestros
salvoconductos, las cartas y los documentos, en fin cuanto cons­
titu ía p o r entonces el archivo del Partido, escaso pero inm ensa­
m ente valioso. Aplastándolos, se claveteó con vigor y disim ulo
u n a tabla, sobre la cual se am ontonaron diversos cachivaches,
entre los cuales recuerdo perfectam ente u n poncho pam pero; u n
poco de cera y p in tu ra disim uló las cabezas exteriores de los
clavos. Y con Ustarroz al frente, marchamos a la Em bajada de
A rgentina, sita en la Castellana.
Al principio pusieron dificultades los G uardias Nacionales
en facilitarnos la entrada; U starroz alegó que era argentino,
y solicitó entrevistarse con algún funcionario de la Em bajada;
al fin, tras u n a barricada de sacos terreros, surgió un secretario
joven y algo asustado, que am onestó severamente a Ustarroz
p or no haberse m archado con tiem po a Buenos Aires.
—Ahora ya no podemos hacer n ad a por usted.
—No, si lo que yo quiero es dejar aquí depositado u n cofre
con varios recuerdos familiares. N o vengo para asilarme, estoy
bien.
E l secretario comenzó a dejarse convencer, el cofre fué intro­
ducido en u n pabellón cercano, donde, según me contó después
Ustarroz, fué revisado cuidadosamente, sin que nadie sospechara
el gato encerrado. El poncho resolvió las últim as dudas y garan­
tizó la veracidad del depósito; hasta creo que se em ocionaron
ante sem ejante rasgo sentim ental.
Y el archivo del Partido Nacionalista Vasco quedó a salvo en
la Em bajada de A rgentina (®).
Después he pensado que lo que debió causar la alarm a del
buen diplom ático fué nuestra p in ta de milicianos. C on barba
de cinco o seis días, desde que comenzó el ajetreo, los dos sin
corbata y despechugados, brazalete al codo, y sin duda m irada
fiera y absurda, no éramos los tipos más recomendables para
dejar nin g ú n depósito en ninguna Em bajada; lo menos que
podía contener era u n a m áquina infernal. Por mi parte yo
usaba u n chaquetón de cuero, obsequio de Astrain, sobre el
cual colgaba el pistolón; pero m i aspecto teatral aún m ejoraría
mucho en los días sucesivos.
La ciudad tam bién iba cobrando u n aspecto extraño. En
broma, en broma, quizás obsesionados con la no entrada del
enemigo, no habíam os parado m ientes en las granadas que
caían con ligeras interm itencias sobre la ciudad; yo creo que la
gente se dió cuenta del hecho, y del peligro que encerraba,
cuando u n a bala de cañón fué a darle en el mismísimo m orro
a uno de los leones que tiran del carro de la Cibeles, la castiza
estatua m adrileña, y cuando o tra a continuación quiso meterse
por u n buzón del Palacio de Comunicaciones destrozando toda
su cristalera.
Por allí habían pasado no m ucho antes las prim eras fuerzas
llegadas en socorro de M adrid; la colum na anarquista de Du-
rruti, las dos Brigadas Internacionales, los cañones del acorazado
“Jaim e I ”. M adrid ya no estaba indefenso, nuevas fuerzas y

(8) El ar<Jiivo del Comité-Delegación del Partido Nacionalista Vasco en


Madrid, compuesto de las matrices de los salvoconductos y varias canas y
otros documentos recibidos hasta mediados de noviembre, estuvo clandes­
tinamente depositado en la Em bajada de Argentina, en el cofre de Ustarroz,
hasta el año 1938 en que, al realizar una visita de inspección a Madrid,
José Luis de la Lombana, secretario del Comité-Delegación del Partido
Nacionalista Vasco en Barcelona, lo sacó y llevó prim ero a Barcelona y des­
pués a Francia, junto con u n informe bastante extenso sobre la actuación
del P artido y de la Delegación du ran te los prim eros meses de la guerra en
Madrid; este informe contenía reproducción y originales de los salvoconduc­
tos, de los avales, y de otros documentos importantísimos. Constituye un
material de extraordinario valor histórico, que confio se haya salvado.
Lombana, que hoy se encuentra exilado en Colombia y los miembros del
£. B. B. en Francia tienen noticia de su paradero.
fuerzas veteranas reforzaban a las heroicas colum nas de obreros
y empleados que desde el día 7 luchaban en las márgenes del
M anzanares por instinto y coraje. Y a veces, cuando la arti­
llería enem iga m ordía el casco de la ciudad, de las frondas del
R etiro surgía el sordo y ruidoso estam pido de u n cañón rep u ­
blicano; pronto sería llam ado "el abuelo”, y “tosidos” sus ca­
ñonazos.
Mas no todo era heroísmo; que bajo la fanfarria bélica se
deslizaba u n sordo dram a, peor que el de agosto. Me enteré
de él casi p o r casualidad, en la m añana del lunes 9 de noviem­
bre. L a víspera habíam os conseguido tres o cuatro libertades
de presos encerrados en la Cárcel Modelo, firm adas por el
D irector General de Seguridad en su testamento, ya con el pie
en el estribo; y contra lo que era de esperarse y habitual, los
beneficiados no salieron en libertad durante todo el domingo;
los familiares, justam ente alarmados, vinieron a quejarse al
Partido, y no hallé m ejor solución que la de presentarm e perso­
nalm ente en la Cárcel a fin de hacer efectivas las libertades
ordenadas.
L a Cárcel M odelo de M adrid estaba en la Moncloa, en la
m argen misma del P arque del Oeste, y no m uy lejos del río
M anzanares y la Casa de Cam po donde el enemigo luchaba
desde dos días antes. H asta hace poco tiem po atrás, y pese al
asalto del 23 de agosto, había sido u n lugar de seguridad para
los presos hasta el p u n to de que muchos habían obtenido de
amigos con influencia política la merced de ser encarcelados
para salvar la vida am enazada por los paseos incontrolados de
los prim eros días. A hora noté u n nuevo am biente, la guardia
era de m ilicianos de la más alarm ante catadura, de los de
pañolón y calaveras; y cuando pregunté por el director de la
prisión, me rem itieron al “comité”; todo esto era nuevo y
extraño. « ‘J.-jh.í
El Comité, innovación reciente, tenía el aspecto inconfun­
dible de u n a checa de las que había conocido en radios, ate­
neos y centros extremistas. Y al exigir la libertad de los dete­
nidos en cuestión, me fué respondido que las órdenes del
D irector General de Seguridad ya no servían, y tenían que ser
revisadas p or el Comité; tuvimos u n a pequeña bronca, que
a la postre term inó con la aprobación de las libertades; pero la
anécdota no term ina aquí.
Salía ya, contento y triunfador, de la cárcel, cuando M enike,
cuyo autom óvil me había correspondido para aquella gestión,
se desató en maldiciones, a través de las cuales se adivinaba el
miedo. T a n pronto como el coche se alejó un tanto de la
plazuela de la Moncloa, conseguí averiguar lo sucedido: estaba
aguardándom e a la puerta de la prisión, cuando una cam ioneta
paró y de ella descendieron varios milicianos armados con
fusiles; su aspecto no era como el de aquellos que m archaban
a luchar en las afueras, y algo extraño llam ó la atención de
Menike; en efecto, no bien se acercaron a los centinelas, oyó
que éstos exclam aban con cierta algazara: “Hoy no os queja­
réis, que habéis tenido carne en abundancia.”
H oras después tendrían confirmación nuestras inm ediatas
sospechas: aquella noche habían sido ejecutados en las afueras
de M adrid varios centenares de presos. Y la trágica racha
continuó.

L a lim pieza de la q u in ta colum na

L a frase se ha hecho célebre en todos los idiomas y latitudes.


El general Mola, quizás sugestionado por la esperanza de tom ar
la capital como fruta m adura que cae por su propio peso y sin
m editar las consecuencias de su desahogo, había proclam ado
a todos los vientos que contaba con cinco columnas para tom ar
M adrid: las cuatro m ilitares que avanzaban por las carreteras
y tres de las cuales llegaron en la tarde del día 6 a los subur­
bios, y una q u in ta colum na en el interior de la ciudad, que
estaba compuesta por los fascistas escondidos.
Algunos de estos fascistas estaban refugiados en las em baja­
das protegidas por el “tab ú ” de la extraterritorialidad (®), mu-

(S) Mucho se ha hablado sobre los fascistas asilados en las Embajadas


y Legaciones de Madrid; mas algún día habrá de hacerse un estudio serio
y objetivamente jurídico sobre este aspecto de la lucha. Algo recojo en el
capítulo cuarto de mi obra “Principales Conflictos de Leyes en América
Actual", publicada por Ekin. Pero volviendo al tem a que nos ocupa diremos
que h abía varios millares; la Misión que más tenía era la de Chile, después
la de Noruega, y quizás fuese la de Estados Unidos de América la única que
no los adm itió siguiendo la política tradicional de este país sobre el asilo
diplomático. Más adelante, en el curso de estas memorias, daré algunos
detalles sobre la vida de las legaciones en las que entré. Aquí quiero llam ar
la atención solamente sobre el hecho, un poco paradójico, de que mientras
eran limpiados drásticamente los supuestos elementos de la quinta columna
encerrados en las prisiones, los asilados en las legaciones fueron absoluta­
mente respetados, aún a sabiendas de que eran muchos más y de que goza­
ban de bastante libertad de movimientos, como lo demostró la historia
posterior del quintacolum nismo en Madrid.
chos au n se agazapaban en casas particulares desde las cuales
tiroteaban a mansalva, pero otros estaban apresados en las
cárceles de la ciudad. Y el mismo día 6 de noviem bre se deci­
dió la limpieza de esta q u in ta columna, por las nuevas autori­
dades que controlaban el orden público.
Los fascistas se han encargado de propagar escenas y cifras,
que creo no son del todo ciertas. Pero la trágica limpieza fué
desgraciadamente histórica, no caben paliativos a la verdad.
E n la noche del 6 de noviembre fueron sum ariam ente revi­
sadas las fichas de unos 600 presos de la Cárcel Modelo, y,
com probada su condición de fascistas, ejecutados en el pueble-
cito de Paracuellos del Jaram a, cerca de Alcalá de Henares;
dos noches después, otros 400 presos eran idénticam ente ejecu­
tados; en total fueron 1.020.
En días sucesivos, hasta el 4 de diciem bre, la limpieza segui­
ría, aunque con cifras inferiores, en las demás cárceles provi­
sionales. La de la calle General Porlier duró varios días, el
más sangriento de los cuales fué el 24 de noviembre; en San
A ntón la limpieza fué realizada los días 27 y 30 de noviembre;
y en la de Ventas, el 30 de noviem bre y los dos prim eros días
de diciembre. Las únicas cárceles que se salvaron, fu ero n la
del D uque de Sexto y la de M ujeres del Asilo San R afael (^®).

(10) Según los pocos datos escritos que conservo, las principales sacas
fueron las siguientes: los días 6 y 8 de noviembre, 1020 presos que p ro ­
cedían en su casi totalidad de la Cárcel Modelo y algunos de la prisión
provisional de San A ntón, entre ellos figuraba el ex-ministro de la CEDA,
señor Salmón; en diversos días del mes de noviembre, pero especialmente
los días 19 y 24, asi como el 4 de diciembre, varios centenares de la prisión
provisional de la calle G eneral Parlier, entre ellos el ex-ministro m onárquico
Montes Jovellar; los días 27 y 50 de noviembre, otros tantos de la prisión
provisional de San Antón, en tre ellos el escritor teatral Muñoz Seca; y los
días 30 de noviembre. !’ y 2 de diciembre, en m enor cantidad de la a n ti­
gua cárcel de mujeres de Ventas, entre ellos el escritor R am iro de Maeztu.
De la prisión provisional del D uque de Sexto y de la prisión provisional
de mujeres en el Asilo de San Rafael, nunca supe que hubiese sacas. Las
ejecuciones colectivas se realizaron en los pueblos de Paracuellos del Jaram a,
T orrejón de Ardoz y Barajas. A p a rtir del día 6 de diciembre en que
ocupó la Delegación Especial de Prisiones el anarquista M elchor R odrí­
guez, no se verificó ninguna otra evacuación; es más, dias después la avia­
ción fascista bombardeó el pueblo de Alcalá de Henares causando muchas
víctimas, el pueblo reaccionó queriendo asaltar la cárcel para linchar a
ios presos, mas avisado Melchor por la guardia que se consideraba im po­
tente para defender la prisión, se apersonó en pocos minutos ante la p uerta
del edificio, arengó a las turbas y consiguió salvar a los reclusos, entre los
cuales se contaba el secretario general de Falange Española, Raim undo
Fernández Cuesta.
El sistema fué la constitución de una especie de tribunales
revolucionarios, checas o comités, que rápidam ente, con la
urgencia que les im ponía la proxim idad del enemigo, exam i­
naron los antecedentes de los millares de presos encerrados en
cada local; si creían com probar que era u n fascista o u n ele­
mento peligroso, es decir, u n posible com ponente de la q u in ta
colum na de Mola, se decretaba su m uerte inm ediata; si se
presentaban a tiem po avales que garantizaran su conducta, a
veces eran puestos en libertad; en la mayoría de los casos,
cuando parecían dudosos o la persona no peligrosa, seguían
detenidos provisionalm ente en la cárcel. Dentro de su con­
cepción revolucionaria y extremista, hubo un criterio; pero
jamás lo compartí.
Además, la m isma rapidez de la limpieza hizo que esta
fuese a veces disparatada. Jefes de Falange, como R aim undo
Fernández Cuesta al que luego me referiré, salvaron su vida;
infelices inofensivos, cayeron tontam ente (^i).

(H) De todos los casos que escuché, sin duda alguna el que más me
impresionó fué el de cuatro muchachos, el mayor de ellos nacido en Bal-
maseda, razón por la cual su padre se presentó al Partido en demanda
de auxilio. La historia es ésta: el padre, José Lagunero de la Torre,
ejercía la abogacía en una población cercana a Madrid, donde tuvo roces
por motivo de usura con quien más tarde resultó ser presidente del comité
revolucionario local; estallan los sucesos, Lagunero teme por su seguridad
y m archa con su fam ilia a Madrid; días después alguien le avisa que
milicianos del pueblo han llegado a la capital en su busca, y alocado, sin
pensar más que en la seguridad de sus hijos, mueve amistades políticas
y como un favor especial consigue que encierren a los cuatro hijos en la
cárcel; en aquel mom ento la prisión era más segura que los hogares p ri­
vados; y como había que encerrarles por algún motivo, en la ficha se les
puso sencilla y vagamente "Por fascista” , sin motivo concreto alguno. Pisan
los días y los meses, llegan las trágicas sacas de noviembre, y el di» 30
son examinadas sus fichas en la cárcel de Ventas, leída su calidad de “fas­
cistas” y agregados a la lista del centenar de presos inmolados aquel día;
los cuatro hermanos caen juntos, y caen por la gestión de su padre.
A primeros de diciembre conocí personalmente a éste. Tembloroso, ago­
biado p o r el dolor y la angustia, apenas podía balbucir, sus piernas vaci­
laban, sus ojos se hundían en un rostro demacrado. Nunca osé comunicarle
la fatal noticia, y piadosamente le mentí, en complicidad con su única hija.
Meses después, cuando el Ministro Irujo me llevó como Letrado Asesor
de la Dirección General de Prisiones en Valencia, recibí todavía dos cartas
de él, que conservo; he aquí algunos párrafos dramáticos de la segunda,
fechada el día 15 de junio de 1937:
“Mis hijos pertenecientes al partido vasco, el mayor (Eustaquio) Profesor
de la Escuela de Vergara (Guipuzcoa), locamente entusiasta por la tierra
vasca y sus fueros, etc., etc. ya merecía como le ruego a V. suplicándoselo
encarecidamente, se interesara acerca del Director de Seguridad también
Las m atanzas de agosto, los paseos, son injustificables pero
se explican por la situación del momento y la índole de las
personas que la hicieron; para mí, la limpieza de noviem bre es
el borrón más grave de la defensa de M adrid, por ser dirigida
por las autoridades encargadas del orden público. Bien es
verdad, que a primeros de diciem bre dejó Serrano Poncela la
Delegación de O rden Público y fué nom brado M elchor
Rodríguez para la Delegación de Prisiones, m om ento desde el
cual las matanzas cesaron y tribunales regulares comenzaron a
actuar con u n criterio justo y benévolo.
Oficialm ente ninguno de los presos fué ejecutado, oficial­
m ente fueron “trasladados a la prisión de C hinchilla”, lo que
pasaba es que en el camino desaparecían. La m acabra contra­
seña, que p ronto figuró en el dorso de las fichas policiales (^^),

vasco para que procurase indagar donde está este hijo mío (sin una pierna)
y sus otros tres hermanos. Es un caso de hum anidad además.
“Yo no pido más que se Ies busque y se los entreguen a los T ribunales
Populares, que la condena que sea acatarán con gusto. Pero que los juzgue
el T ribunal, no que disponga de mis cuatro hijos nadie que no sea los
'l'ribunales Populares, y que les saquen de la Cárcel como los sacaron
de la de Ventas el 30 de noviembre sin que se haya vuelto a tener noticias
de ellos.
“El Juzgado ordinario N’ 4 terminó el sum ario hace ya meses y los
reclama el Fiscal para que nuevamente declaren, y se dice que no parecen
—pues que los busqnen y los encontrarán. Esto es lo que yo le ruego para
traslado del Sr. Director de Seguridad si a V. le parece— bien justo es.”
(12) El deber de estricta objetividad que me he impuesto, hace que dé
cuenta de la versión escuchada de labios de Segundo Serrano Poncela,
baja en el Partido Comunista antes de term inar la guerra, y exilado final­
mente en la República Dominicana. Según sus palabras, él ignoró total­
mente que el “traslado a C hinchilla” o las órdenes de libertad posteriores,
fueran una contraseña convenida para sacarlos de la prisión y matarlos
en las afueras de Madrid; las órdenes le eran pasadas por el Consejero de
O rden Público, Santiago Carrillo, y él se lim itaba a firmarlas; y tan pronto
como averiguó la trágica verdad, a primeros de diciembre, dim itió de su
cargo. El asunto es tan delicado y grave, que no juzgo licito opinar. Diré
tan sólo que los fascistas fusilaron en 1940, u n año después de ganar la
guerra, al padre de Serrano Poncela, un viejo socialista sin actuación
destacada en la guerra.
(13) El bulo más corriente, que nunca averigüé si había sido lanzado por
fuentes fascistas o republicanas, era el de decir que cuando uno de los
camiones con presos era llevado hacia el lugar de la ejecución, una p atrulla
de tropas fascistas lo había liberado, llevándose consigo a los condenados a
m uerte; pronto el camión se transformó en dos, en tres, en varios camio­
nes; y el golpe de refinam iento vino cuando se aseguró que Radio Burgos
había dado la lista de los liberados, naturalm ente nadie había oído la lista
y siempre la noticia venia de referencias. Personalmente utilicé a veces el
bulo, o el también socorrido de decir que los desaparecidos estaban forti-
perm itió tam bién la obtención de las listas de muertos; lo que
facilitó nuestras posteriores gestiones para indagar la suerte
de los desaparecidos, pero de ésto hablaré después. Sólo quiero
recordar aquí, que en las sacas macabras de la Cárcel Modelo,
del 6 al 8 de noviembre, hubo una tercera saca, com puesta de
201 personas, que “trasladados a la cárcel de Alcalá de H ena­
res”, llegó perfectamente a su destino, y entre ellos figuraban
R aim undo Fernández Cuesta, secretario genera! de la Falange
Española, y más de u n m ilitar de alta graduación y probada
condición fascista; ¿a qué se debió ésto?, nunca lo pude ave­
riguar.
Los primeros rum ores llegaron al P artido el mismo d ía que
M enike vió regresar a los que habían ejecutado la segunda
expedición. Pero su confirmación la tuvimos en la noche del
día 13. Recibimos ese día la visita del Encargado de Negocios
a. i. de Noruega, Francisco Schlaier, y del Delegado del Comité
Internacional de la Cruz Roja, Dr. H enri (^^); ambos acudían
a nosotros, fiados en nuestra llam ada a los vascos y sabedores
ficando y por tanto su paradero tenía que ser secreto, siempre que la
angustia o dolor de los familiares me obligaba a ello, aunque solía buscar
a otro fam iliar de ánim o más tem plado a quien informar debidam ente.
Sólo m e salí de mis casillas con la viuda del Comandante de Aviación,
Fanjul, herm ano del general sublevado en el Cuartel de la Montaña, quien
en tono jactancioso y agresivo me vino a asegurar que sii esposo había
hablado por la emisora de Burgos; su actitud me provocó de tal manera,
que la probé contundentem ente que su esposo había sido m uerto y que el
bulo era falso, antes de que m e diera cuenta de que otra infeliz viuda
caía convulsa entre congojos, una viuda a la que durante varios días había
tratado de consolar con piadosas mentiras.
C uando el truco del "traslado a Chinchilla” se popularizó, las órdenes
fueron de libertad, pero siempre había agentes encargados de llevarse a los
presos a sus hogares, es decir, de ejecutarles. Insisto en que, a m i juicio,
éste es el borrón que afea la heroica defensa de Madrid; sólo compensado
y superado por las matanzas colectivas llevadas a cabo por los fascistas.
El .Encargado de Negocios a. i. de Noruega, Francisco Schlaier, era
de nacionalidad alemana, antiguo cónsul honorario, que al empezar los
sucesos se hizo cargo interinam ente de la Legación; corrientemente se ha
opinado que era un agente de la quinta columna, y su nacionalidad y acti­
vidades confirman esta creencia. En la Legación tenía unos dos m il asila­
dos; pero su obsesión fué siempre el canje de Raim undo Fernández Cuesta,
como más adelante diré.
El Dr. H enri, prim er delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja,
era un doctor suizo que días más tarde fué derribado a tierra con heridas
ligeras, cuando el avión en que se dirigía a Francia fué atacado por un
avión desconocido. La identidad de este avión nunca ha sido puesta defini­
tivamente en claro; las versiones más corrientes, ambas de origen fascista,
eran la de decir que fué un avión fascista que por error atacó al avión
civil francés tomándolo por un avión republicano, y la de acusar a los
de nuestra conducta y sentimientos. Con voz entrecortada por
la emoción, nos hablaron de las matanzas de la Cárcel Modelo,
y nos dijeron que personalm ente habían estado en Paracuellos
del Jaram a, donde habían visto la fosa en que fueron enterradas
las víctimas y recibido detalles indudables de lo sucedido.
F ruto de esta visita, ya que no pudiéram os hacer nada para
suspender la limpieza y sí solo dar cuenta de ella a Valencia
y Barcelona para que la supieran nuestros superiores, fueron
gestiones personales realizadas en numerosas ocasiones cerca
de los hombres que realizaban la selección a fin de conseguir
la libertad o el perdón de algunos vascos y la visita que

republicanos de atacar al avión francés con uno suyo camuflado para


im pedir que el Dr. H enri declarara en Ginebra lo que había visto en M adrid.
Provisionalmente se hizo cargo de la Delegación el Dr. Vizcaya y más
tarde llegó el Dr. Junod. La Delegación del Comité Internacional de la
Cruz R oja realizó especialmente una labor de información, sirviendo de
interm ediario entre los parientes a quienes la guerra había separado en las
dos zonas beligerantes, e indagando el paradero y la suerte de presos, des­
aparecidos, prisioneros y heridos de guerra. Tam bién intervino en los canjes.
(is) Fueron muchos los vascos que pasaron por esta criba; bastantes
fueron liberados en aquellos mismos días merced a nuestros avales, y en
algún caso la libertad fué acordada por el mismo comité de limpieza; la
mayoría siguieron en la misma situación que antes; pero tam bién tuvimos
bajas. Recordaré entre ellas: en la Cárcel Modelo, al secretario del Hogar
Vasco, Julio Alonso, de Gasteiz, hombre bueno y pacífico en extrem o, de
ideología moderadísima que ni siquiera llegaba a Acción Popular, y que
no me explico todavía cómo fué detenido y menos asesinado; en la prisión
provisional de Ventas, al escritor monárquico R am iro de Maeztu, y a los
cuatro herm anos Lagunero a quienes ya me he referido, aunque jam ás se
comprobara la filiación vasquista del mayor; y en la prisión provisional de
General Porlier al hijo de don Emiliano de Aranguena, presidente del
Hogar Vasco al empezar la guerra, hom bre bueno a carta cabal, vasco de
arriba abajo aunque de tendencia carlista, cuyo hijo fué detenido al com en­
zar el movimiento como aviador civil que había hecho propaganda a favor
de la CEDA en su avioneta durante las últim as elecciones, y, p o r el que
hicimos todas las gestiones posibles fracasando rotundam ente; tam bién
fué m uerto en las sacas de la prisión provisional del General; Porlier, el
R. 1*. Iruarrizaga, religioso vasco de clara ideología abertzale, por el que
se interesó el propio Gobierno de Euzkadi desde Bilbao, pero el aviso nos
llegó demasiado tarde, cuando ya había sido asesinado.
El Padre Iruarrizaga fué el único al>ertzale caído en estas sacas, y uno
de los tres únicos que yo conozco como asesinados en M adrid; los otros
dos fueron José de Intxausti, de quien ya he hablado, y don Aveüno de
Egia, quien laboró activamente en los primeros días para caer asesinado
en el verano de 1937, en circunstancias muy extrañas. Los dos abertzales.
ambos documentados de quienes sabíamos su estancia en la cárcel durante
aquellos días trágicos, don Jaim e de Orue y Fernando de Carrantza, pasaron
inm unes la cril)a y .salieron en libertad rápidam ente. Cuando se trataba
de un abertzale, el Partido no rogaba su libertad, la exigía.
al día siguiente, 14 de noviembre, realicé a los calabozos de
la checa principal de Fomento, en com pañía de los dos diplo­
máticos; desde que comenzaron a exponer el asunto me temí
que la papeletita me tocara.
Aquel día, precisamente, salió en la prensa una orden de la
Ju n ta de Defensa de M adrid, decretando la disolución de todas
las checas; eran ellos los únicos que podían realizar lo que el
gobierno m oderado jam ás pudo intentar; naturalm ente, el resul­
tado fué que los antiguos chequistas oficiales, puesto que los
incontrolados ya habían desaparecido por completo, se repar­
tieran por comisarías de policía y tribunales revolucionarios;
mas siempre era esto u n comienzo de norm alidad, como después
se comprobó.
La checa principal de M adrid, y casi la única en aquel ins­
tante, era el tristem ente famoso Comité de Investigación P úbli­
ca, instalado en agosto en el incautado Círculo de Bellas Artes,
y más tarde en u n palacio de la calle Fom ento 9. Por sus sóta­
nos pasaron, es verdad, muchísimas personas cuyos cadáveres
después aparecieron p or las carreteras; pero tam bién debe
proclamarse que fueron muchos más los que pasaron por ellos
y salieron con vida, algunos sabiéndose positivamente que eran
enemigos del régim en republicano. Protesto de su actuación,
pero debo y quiero ser estrictamente imparcial.
El D r. H enri y el Sr. Schlaier, habían solicitado visitar la
checa y sus prisioneros, a lo que la J u n ta de Defensa había
accedido gustosamente; mi papel fué el de testigo, y, lo confie­
so, de curioso observador. Mas de u n a vez había estado en la
checa gestionando libertades de vascos, y alguna en circunstan­
cias bien dramáticas, pero nunca había recorrido sus dependen­
cias, como lo hicimos aquella m añana, mientras las granadas
enemigas caían bien cerca del edificio.
M iembros del Comité nos recibieron y con toda cortesía nos
atendieron y condujeron. El cuarto en que actuaba el Comité
a m anera de tribunal, ya lo conocía, con su aspecto inconfun­
dible de sordidez, aire enrarecido por el tabaco, y m ilicianada.
Lo que me llam ó la atención fueron los calabozos, en el sóta­
no del edificio; no sé si los que visitamos fueron todos, o si se
nos reservó la visita de algunos; lo que sí puedo asegurar es
que sufrí una gran desilusión. Allí n o había nada truculento
ni au n sórdido; hablamos, m ejor dicho hablaron mis compa­
ñeros pues mi aspecto era totalm ente m ilicianil y ningú n preso
me m iró con buenos ojos, con cuantos hombres o m ujeres q u i­
simos; en el rostro de todos ellos se leía el susto y la inquietud,
pero en ninguno se notaba huella de malos tratos. Saqué la
conclusión de que, al ser rápida la estancia de los detenidos
en aquellos calabozos, pues prontam ente se decidía sobre su
suerte inm ediata, podían conservar aquel aspecto de relativa
limpieza; tam bién puede ser que nos evitaran la contem plación
de algunos calabozos, pero repito que m i narración será estric­
tam ente objetiva.
Así vi la checa principal de Fomento, en su últim o día de
existencia.
La visita nos facilitó u n estrecho contacto a partir de aquel
día con la delegación del Com ité Internacional de la Cruz Roja,
instalado cerca del H ipódrom o, y cuya labor fué verdaderam en­
te caritativa y encomiable. Ellos fueron los que en los días suce­
sivos me facilitarían enorm em ente la indagación del paradero
de cuantos presos habían desaparecido de las cárceles, presu­
miéndose estuvieran en las trágicas sacas de la cárcel.
Pero la q u in ta colum na no estaba solo en las cárceles. Y
m ientras la lucha arreciaba hacia el Parque del Oeste, por el
que ya se habían filtrado las tropas fascistas, los pacos ocultos
en tejados y azoteas sem braban la alarm a y la m uerte a m an­
salva p or las calles oscuras y solitarias. N o era por cierto reco­
m endable deam bular por ellas; y sin embargo, teníamos que
hacerlo constantemente.
Más de una noche, al regresar de u n a gestión ordenada por
el Comité, los pacos nos hicieron variar de rum bo, m ientras a
lo lejos ladraban las am etralladoras y retum baban los cañones.

Sangre, fuego, destrucción

L a esperada ofensiva se lanzó al fin, el lunes 16; fueron diez


días de retraso, que costaron el triunfo a los fascistas.
Y el ataque vino por el Parque del Oeste. Las colum nas
enemigas, que se habían adueñado desde el siete de la Casa de
Campo, cruzaron el M anzanares por varios lugares, y desde
ellos se lanzaron al asalto de la ciudad por el barrio de Argüe-
lies. La artillería bom bardeó la Cárcel Modelo, sin considera­
ción al saberla llena de presos de sus mismas ideas, entre los
cuales hubo bastantes víctimas; los tanques llegaron a la p la­
zuela de la M oncloa y au n se adentraron por la calle de Blasco
Ibáñez; los moros treparon por las laderas de Rosales, hasta
el mismo quiosco de música; la aviación masacró sin piedad las
casas del barrio aristocrático; por últim o, rechazados en sus
intentos de filtrarse hacia el interior de la capital, las tropas
fascistas se corrieron hacia la C iudad U niversitaria y el H ospi­
tal Clínico.
Las Brigadas Internacionales y la C olum na D urruti, cerra­
ron paso al enemigo en las lomas del Parque del Oeste, y luchas
homéricas se trabaron bajo sus frondosas arboledas que la
m etralla segaba. La Facultad de Filosofía, la única que ya fun­
cionaba al estallar la guerra civil, quedó aislada y en ella se
refugiaron contingentes republicanos, parapetados tras de los
libros de la biblioteca, m ientras los fascistas se adueñaban de
la Facultad de Medicina, de la Escuela de Agricultura, de la
Fundación del Amo, de la Casa de Velázquez, del H ospital
Clínico.
M edio cinturón urbano ardía y crepitaba con fragor de
muerte, y las granadas de la artillería emplazada en el cerro
de Garabitas pulverizaban fachadas y tejados o explotaban en
el aire regando las calles de balines criminales.
Al caer la tarde, cuando la lucha parecía decrecer hacia la
Moncloa, una oleada densa de aviones alemanes sombreó el
cielo m adrileño y descargó el prim er bom bardeo masivo sobre
el centro de la ciudad. Su objetivo, dicen que era la Estación
del M ediodía; mas todas las bombas cayeron a lo largo del Pa­
seo del Prado, a menos de cinco m etros a veces del Museo y sus
tesoros. El H otel Savoy ardió por completo, la Iglesia de Jesús
no tuvo mejor fin, y la m uerte descendió sobre decenas de h u ­
mildes hogares alejados del teatro inm ediato de la guerra.
A menos de doscientos metros del Partido, donde aguantam os
el bom bardeo sin darle mayor im portancia; acaso recordando
aquel otro pintoresco del 29 de agosto o quizás sin sospechar
que fuera tan cerca.
Sería a la m añana siguiente cuando contempláramos los
efectos espantosos del bombardeo, y la alarm a cundiera por
la ciudad; ju n to con los rum ores y bulos de los temerosos o de
los quintacolum nistas. El enemigo estaba en el H ospital C líni­
co, a dos pasos de C uatro Caminos; y el Parque del Oeste seguía
siendo una sucursal del infierno.
E ntre tanto, nosotros seguíamos laborando. En mi diario,
que p o r feliz azar he salvado conmigo, anoto con júbilo que el
día 17 de noviem bre conseguimos hasta nueve libertades de
vascos; entre ellas de la Fernando de Carrantza y la de don Jai­
me de Orue, los dos únicos nacionalistas que teníamos presos.
Fernando llegó a m edia m añana, feliz tras las angustias pasa­
das (^®), y desde entonces fué uno más de los nuestros, uno de
los mejores. A Orue hube de ir personalm ente a rescatarle de
la Cárcel de San Antón; jam ás olvidaré el llanto de alegría del
buen anciano cuando se abrazó con su esposa, u n a vasca de arri­
b a abajo, ingenua y bondadosa, que no podía com prender las
barbaridades de aquella guerra cruel.
B arbaridad que aquel día se desató con mayor furia que
la víspera. Pareció que el enemigo, considerándose incapaz pa­
ra en trar en la ciudad, quería abrirse u n a senda de escombros
y destrucción. La aviación masacró a placer durante la m a­
ñana las casas del barrio de Argüelles. Y al caer la tarde se aden­
tró una vez más sobre la ciudad; ésta, su objetivo era al pare­
cer la J u n ta de Defensa, instalada en los sótanos del M inis­
terio de Justicia, en los prim eros edificios de la calle Alcalá,
ju n to a la Puerta del Sol.
Y a menos de un centenar de metros del Partido. En el que
la m ayoría de la G uardia seguía acuartelada.
Los incendios refulgieron dram áticam ente en la noche d a n ­
tesca. M adrid entero ardía. Y el siguiente d ía contem pló u n
reguero interm inable de personas que h u ían hacia el barrio
de Salamanca, llevando en hom bros o en m inúsculas carreti­
llas lo poco que habían podido sacar de sus hogares d erru m ­
bados o en peligro. La P uerta del Sol, la calle Alcalá, la calle
de la M ontera, la calle del Carmen, la calle de Preciados, la calle
Arenal, la calle Mayor, la C arrera de San Jerónim o, sangrien­
tos rayos de u n a estrella ígnea en que los cadáveres se carboni­
zaban y los atrapados en sótanos m orían por asfixia. Los bom ­
beros eran insuficientes, y cuadrillas de voluntarios trataban

(1®) Por Fernando de Carrantza supimos la odisea de los presos de la


Cárcel Modelo. La artillería fascista comenzó a disparar contra ella, sin
parar mientes en que estaba repleta de presos de su misma ideología. Al
principio, muchos se regocijaron esperando su próxim a liberación; pero
las granadas no distinguen de colores, y pronto comenzaron las bajas, varias
de ellas muertos. Al cabo de algunas horas, las autoridades republicanas
ordenaron la evacuación de la Cárcel Modelo, que se realizó bajo el fuego
de la artillería enemiga; presos y guardianes corrieron por la plazuela
de la Moncloa hacia la fábrica de perfumes Gal, donde aguardaban los
camiones celulares, entre u n a lluvia de metralla que aum entó el núm ero de
bajas. Después, la Cárcel se convirtió en uno de nuestros reductos inex­
pugnables.
de rescatar a los habitantes de las casas menos derruidas; en
muchas, era in ú til toda labor.
R ecorrer la ciudad aquel día 18 de noviem bre era u n a tarea
apocalíptica; y expuesta en extremo, pues las granadas llovían
como nunca, y los paredones hum eantes se derrum baban a las
veces con estrépito. Y sin embargo, hubo que hacerlo. Para
rescatar a vascos cuyos hogares habían sido tocados; para acudir
a las cárceles donde la limpieza se intensificaba; para indagar
noticias sobre la m archa del combate.
H a b ía caído en la lucha D urruti, el héroe anarquista que re­
conquistó medio Aragón, y voluntariam ente viniera a defender
la ciudad capital en peligro. En las Brigadas Internacionales,
la m uerte trazaba claros irreparables. Las columnas de novatos
luchaban con u n coraje desconocido en las antiguas milicias. Y
el enemigo no conseguía avanzar.
T res días llevábamos de ofensiva general, y M adrid seguía
resistiendo invicto. Pero desgarrado en sus entrañas. Decenas
y decenas de Junkers trimotores, de pajarracos negros y lentos
en sus evoluciones, pasaban y repasaban con la lentitud del que
se sabe sin contrincante, para buscar su presa y descargar sus
bombas. El bom bardeo fué casi ininterrum pido durante toda la
jornada, y al caer la tarde, volvió a buscar los puntos más cén­
tricos de la ciudad; u n bombazo llegó a horadar la bóveda del
m etro de la Puerta del Sol, convertido en improvisado refugio
antiaéreo, que se trocó en tram pa de m uerte.
E n el Partido, al llegar la noche, nos hallábamos concen­
trados de 20 a 30 patriotas. Parte de la G uardia prestaba ya
sus servicios en el R efugio de la calle Serrano; pero la mayoría
se acuartelaba cada noche en el local social. D urante los bom ­
bardeos, corríamos al sótano desvencijado del edificio, con más
algazara que temor; las bombas habían caído ya cerca sin alcan­
zarnos, y en verdad nin g ún objetivo im portante ofrecía el sec­
tor. Al llegar las noches, disfrutábam os de la paz y el silencio
para reposar las fatigas diurnas.
Y era de vernos, am ontonados sobre los escasos colchones, en
exhibición digna de u n a pescadería. Pero dormíamos felices.
T a n felices, que a veces les costó darse cuenta de la verdad.
Varios aviones rondaban la santidad de la m adrugada sin
luces. Sus explosiones a lo lejos, en la calle de Atocha y la his­
tórica Farm acia del Globo, nos despertaron sobresaltados, aque­
llo era algo nuevo; después el rugir de sus motores se fué acer­
cando, se fué acercando hasta pasar sobre el local, lentam ente.
y perderse en la noche. Ya comenzábamos a respirar, cuando
de nuevo se oyó el rugir de los motores, en la misma dirección,
acercándose o tra vez, más cerca, más cerca, sobre nosotros mis­
mos; y alejarse por segunda vez. Para acercarse una tercera, y
acercarse derram ando bombas en u n a cascada de intensidad y
proxim idad creciente, que agarrotó los músculos y encogió los
corazones.
Los cristales saltaron en m il pedazos, la casa retem bló en sus
cimientos. Pero la bomba, a nosotros destinada, cayó en una
casa inm ediata; la Providencia quiso salvarnos.
Jam ás en la vida olvidaré la noche del 18 al 19 de noviembre.
La bom ba cayó precisamente en la casa de una muchacha
vasca, P ilartxo de Muxika, a la que al día siguiente conduje
al piso abandonado de m i padre, en unión de otra fam ilia de
Alsasua am enazada por el fuego gigantesco que devoraba los
alrededores del M inisterio de Hacienda; M inisterio que jamás
fué tocado.
Si dantesca fué la visión de M adrid d u ran te las tres jorna­
das precedentes, la dei día 19 es realm ente inenarrable. Cente­
nares, quizás millares de m uertos; escombros por doquiera; co­
lum nas de hum o alzándose lentam ente; y una riada masiva de
fugitivos que subía hacia el barrio de Salamanca; casa hubo,
en cada u n a de cuyas habitaciones se apelotonó una fam ilia de
refugiados
(17) E ntre las múltiples actividades absurdas a que me llevó la guerra,
una de ellas fué la de organizar e integrar el Comité de Vecinos de la
casa en que vivía mi padre, hom bre de ideología gilroblista, a quien la
guerra sorprendió felizmente en A raurrio con el resto de la familia; sita
en el barrio de Salamanca, de gente acomodada y derechista, la prim era
dificultad fué la de no encontrar vecinos afiliados a los partidos o sindicatos
del régimen, pues el portero no servía, lo que se hace obvio haciendo p re ­
sidente al hijo de una njarquesa cuya nobleza no le im pedia presidir un
tribunal, pero que pocos días después se nos asiló en una embajada; el
vocal prim ero, u n albañil que vivía en un sótano, prefirió tam bién m ar­
charse a casa de su familia en la Mancha, donde no caían bombas; y el
Comité se quedó reducido al segundo vocal, que era yo. Y en tal calidad
me vi obligado a torear a la C N T y a la Hacienda, que cada una por su
parte habían acordado incautarse de la casa y cobrar sus recibos, motivo
por el cual no pagábamos ni a una n i a otra; mas lo que era peor, me vi
obligado tam bién a escuchar las quejas de todos los refugiados que llenaban
la casa.
De sus doce pisos, los dos áticos fueron semi-destruídos por un bom bar­
deo con bombas incendiarias el d ía 7: cinco pisos estaban habitados por
sus inquilinos habituales; uno. bajo la protección de la Em bajada de
Francia; el mío, bajo la protección de la Delegación de Euzkadi y habitado
por dos fam ilias vascas evacuadas; y los tres restantes habían sido incauta-
Pero el enemigo tampoco entró.
Sólo consiguió granjearse el odio de los indiferentes; sólo
logró superar y casi hacer buenas las matanzas de las checas
y prisiones.

L a ikurriña ondea en la M oncloa

Las Milicias Vascas, tras la derrota de Navalcarnero, habían


sido llevadas a cubrir ei sector de B oadilla del Monte, algunos
kilómetros más atrás en el mismo frente.
Y cuando la avalancha fascista convergió contra la capital
por tres carreteras de las cuatro anunciadas por Mola, uno de
los pocos sectores que aguantaron tesonera y heroicam ente el
em puje enemigo fué el de Boadilla. Los vascos se aferraron a
sus posiciones d u ran te varios días, y tan sólo la orden superior
de repliegue les haría abandonarlas para correr a cubrir otros
sectores más vitales de la defensa de M adrid.
Fué tal el heroísmo del combate, q u e popularm ente el pue­
blo quedó rebautizado en “Boadilla de Euzkadi”.
E n tre los caídos para siempre en la b atalla de Boadilla figu­
ra Anastasio de Intxausti, nacionalista vasco, afiliado a Euzko-
Ikasle-Batza (Asociación de Estudiantes Vascos), y de los p ri­
meros voluntarios en la G uardia del Partido. La Providencia
lo quiso: diez días antes, su herm ano José era asesinado por u n a
checa tildado de fascista; y Anastasio venía a rubricar con su
sangre y su vida la lealtad vasca y dem ocrática de la familia.
Su m uerte fué además trágica; herido en ei combate, u n amigo
le sacaba a hombros hacía el puesto de prim era cura, cuando
una bala de cañón vino a segarle la cabeza antes de explotar
con horrísono estruendo. ¡Agur, Intxausti, no te olvidamosl
La ya veterana colum na fué entonces trasladada a M adrid.
Y en la Casa de Campo, en el Puente de los Franceses, en el
Parque del Oeste, en la cascada, en la Ciudad U niversitaria,
en las lomas de la M oncloa, resonaron los “irrintzis” de guerra
de los hombres de Alzugaray y Lizarraga. Los vascos luchaban

dos respectivamente por u n centro comunista, un ateneo libertario, y el


comité de vecinos del barrio, que en los días de bombardeo se apresuraron
a llenarlos de refugiados. De todos ellos, el que me proporcionaba mayores
quebraderos de cabeza era el inferior de m i padre, quizás porque al p ro ­
venir sus refugiados del comité de vecinos y no de un p artido político,
su filiación y origen era discrepante, lo que facilitaba las reyertas entre
las familias que habitaban cada cuarto en promiscuidad inimaginable.
y m orían ju n to a los internacionales y a los madrileños, ju n to
a los anarquistas de D u rru ti y los comunistas de Lister; todos
fueron hermanos en la com ún batalla por la libertad.
Que a la hora de hacer balance, nadie olvide a los vascos que
m urieron en la Moncloa; a los hombres que en septiem bre de­
fendieron su P atria en Irun, y dos meses más tarde no vacilaron
en defender la capital de la R epública Española; a los gudaris
que alejados de Euzkadi, cayeron bajo los pliegues de la
ikurriña.
Y no fueron sólo los vascos de las Milicias de Alzugaray los
que lucharon en M adrid. Otros, especialmente ribereños, lucha­
ron en las filas de las Milicias Nabarro-riojanas. Y fueron bas­
tantes los que individualm ente aportaron su vida y sus esfuerzos;
de alguno de ellos hablaré después.
Pero de todos, las Milicias Vascas, después 42 Brigada, mere­
cen u n recuerdo especial de nuestro pueblo, porque jam ás vaci­
laron en ostentar en su pecho la ikurriña de los gudaris, porque
en su mayoría eran hombres procedentes de Euzkadi, porque
abarcaban a todos los partidos y a todas las regiones, porque
se inm ortalizaron en Boadilla y en la Moncloa, y porque desde
noviem bre de 1936 hasta la entrega de M adrid en marzo de
1939 glorificaron el nom bre de “vasco” en la C iudad U niver­
sitaria.
H acia ellos, hacia los que cayeron para siempre, hacia los
que conocieron después la am argura de la prisión, hacia los
que quedaron m utilados de por vida, hacia los que derram aron
su sangre, hacia cuantos lucharon en las trincheras de la M on­
cloa, va el emocionado hom enaje de quienes aquellos días nos
enorgullecimos de ser sus hermanos.
Porque la ik u rriña vasca que en el brazo de nuestra G uardia
abría las puertas de checas y prisiones llevando hasta ellas un
aliento de hum anidad, era la misma ikurrika que palpitaba
en el pecho de los gudaris que defendían la ciudad.
G ran p arte de nuestra labor se debe a su heroísmo.

L a delegación de E u zka d i en M a d rid

T ras los intensos bom bardeos de los días 16 a 19 de noviem­


bre, el m al tiem po vino a arropar con sus nubes y lloviznas
a la ciudad lacerada. El ataque dism inuyó de intensidad, y
cuando el buen tiem po trajo consigo el retorno de los aviones
alemanes, se hallaron con la inesperada sorpresa de bandadas
de aparatos republicanos de caza que osaban hacerles cara.
E ran los “chatos’' rusos, como el pueblo m adrileño bien
pronto bautizó a los aviones recién llegados de la URSS. Y en
más de u n a ocasión, cuando sus escuadrillas rem ontaron vuelo
desde los aeródromos de Alcalá de H enares y sobre el cielo de
la capital trabaron contacto con las pesadas moles germanas,
que sorprendidas perdían su form ación para verse forzadas a
luchar y hasta a huir, los habitantes de la ciudad m ártir, aso­
mados en azoteas y balcones, felices como niño con juguete
nuevo »aplaudían febrilm ente las evoluciones de los aeroplanos,
queriendo adivinar en cada uno de ellos que caía, u n enemigo
m enos a quien temer.
Q uede constancia aquí, que entre aquellos heroicos aviado­
res que de tal m anera se enfrentaron por prim era vez a los so­
berbios bom barderos del I I I Reich alemán, al servicio de los
fascistas españoles, se distinguió bien pronto u n antiguo sub­
oficial, hijo de Bilbao, Andrés García Lacalle, que más tarde
alcanzaría el rango de M ayor de Aviación y jefe de los apara­
tos de caza (^®).
E l frente se estabilizó. Las tropas fascistas habían ocupado

(13) Andrés García Lacalle, nacido y criado en Bilbao, era suboficial


de aviación en el aeródromo de Getafe al comenzar los sucesos. Fué ascen­
dido a alférez cuando la batalla de Talavera por haber derribado el prim er
avión italiano de toda la guerra; poco después pasaba autom áticam ente a
teniente. En este grado tomó parte en la defensa de Madrid, como único
piloto del antiguo ejército de la República que formó parte de la célebre
escuadrilla de cazas rusos; esta escuadrilla obtuvo una resonante victoria,
al apuntarse 36 aparatos enemigos derribados contra 6 propios; García
Lacalle fué ascendido entonces a capitán. En 1937 lomó parle en las bata­
llas del Jaram a y de G uadalajara, contribuyendo de m anera decisiva a la
victoria sobre el Cuerpo de Ejército italiano. D urante algún tiem po fué
instructor de pilotos; reintegrándose de nuevo al servicio activo. E n la
batalla del Ebro desempeñó el cargo de segundo jefe de la aviación de
caza; para pasar al de Prim er Jefe y ser ascendido al grado de Mayor,
d u rante la últim a ofensiva, la de Catalunya. Su record final es el de 15
aviones fascistas derribados, sin que él lo fuera nunca.
T am bién debe mencionarse en el Cuerpo de Aviación a U rtubi, hijo de
Guipuzcoa, sargento en el aeródromo de T e tu á n al comenzar la revuelta;
piloteando un aparato fascista, mató al observados y aterrizó en el aeró­
drom o republicano de Getafe. Algún tiem po después fué derribado por
los fascistas cerca de Portugal, consiguiendo atravesar las líneas enemigas
disfrazado de carbonero. Desapareció poco después de la batalla de Tala-
vera, m ientras realizaba una misión suicida ordenada por el Mando.
como reducto más avanzado el H ospital Clínico, mas jamás
consiguieron adentrarse en las calles de la ciudad, en cuyo cin­
turón suburbano se rasgó como por arte de m agia una red de
trincheras y fortificaciones.
M adrid estaba a salvo. Y la vida reanudó su vida norm al;
norm alm ente anormal.
Pasado el susto, los locales del Partido se vieron repletos nue­
vam ente de público. Algunos eran todavía rezagados que ve­
n ían en solicitud de u n salvoconducto. Los más eran fam ilia­
res de presos que pedían nuestro aval, o de desaparecidos que
gem ían angustiados; casi todos los últim os fueron inmolados en
las sacas de noviembre.
C uando se comenzó el servicio, actuamos por instinto y a
borbotones. Ahora, teníamos en pie u n a dim in u ta organiza­
ción. A retxederreta atendía a las visitas, yo investigaba y corría
de la ceca a la meca. Sosa y Lekuona resolvían y firm aban ava­
les. M uchas veces, la gestión term inaba con el ingreso del
liberado en el Refugio de la calle Serrano.
Refugio que m archaba con toda norm alidad. Su ubicación
en el corazón del barrio de Salamanca, relativam ente inm une
d u ran te el gran ataque (^®), lo había tenido a salvo de todos
los bombardeos y cañonazos. Superados los inevitables em bro­
llos de los prim eros días, cada familia vivía en su habitación
respectiva, y todas juntas convivían fraternalm ente. U n a coope­
rativa en em brión comenzaba a tratar de resolver el dificilísi­
mo problem a de los suministros, complicado con el cambio
de barrios que alteraba todo el sistema de tarjetas de raciona-

(19) El rum or circulado sobre la pregonada seguridad del barrio de


Salamanca, pareció confirmarse relativam ente d u ran te el ataque y bom ­
bardeo de M adrid: y digo relativam ente porque en la zona lim ítrofe caye­
ron algunas bombas y granadas. Sus límites al parecer eran: por el sur
la calle Alcalá y por el oeste la Castellana; sin embargo, y doy este detalle
sólo como indicio, la casa de mi padre estaba entre la calle Alcalá y la de
Goya, es decir en la zona limítrofe, y más arriba de la calle Velázquez, es
decir muy alejada de la zona de guerra; pues bien, el día 7 de noviembre,
algunas bombas incendiarias casi destruyeron sus áticos, días después dos
bombas explosivas cayeron en la manzana frontera, hacia N avidad una bom­
ba explosiva cayó en la casa inm ediata, y en el verano de 1937 una granada
se introdujo en el piso inferior al de mi padre causando daños aunque no
víctimas. Más abajo, hacia la Castellana, fueron bastantes las bombas y
granadas que rebasaron la supuesta línea de seguridad. Felizmente el
Refugio Vasco se hallaba muy adentrado en la zona privilegiada y no corrió
ningún peligro.
Algunos componentes de
la prim itiva Guardia del
Partido Nacionalista Vas­
co: Claudio de Etxegaray,
Eusebio de Ayerbe, el
médico y el odontólogo
del Refugio Vasco, R icar­
do de Etxegaray, A lber­
to de Manzarbeitia, Jesús
de Ansuategui, Jesús de
Galíndez y A gustín de
Ruilope. Con varias nes-
kas asiladas en el Refugio.

La Delegación de Euzkadi en Madrid. Aparecen


en los balcones, U starroz, Rotaeta, Lekuona,
Erizmendi y Carranza.

Refugio Vasco, en la calle Serrano Carro oficial de la Delegación de Euzkadi. De


esquina a Diego de León. pie, don Julio de Urunuela.
De la visita del capitán Be>
launde a Madrid. Sentados:
un miliciano de Barcelona,
Rotaeta, C arrantza, G alín­
dez, Lekuona, Belaunde, y
otro miliciano de Barcelo­
na. De pie: A retxederreta,
O rtiz de U rbina, U starroz,
un miliciano de Madrid, y
Nuere.

Sección de Presos y Desapa­


recidos. De pie, Luis de
A retxederreta; sentado, Je­
sús de Galíndez; y el m e­
canógrafo Gílabert.

C arnet de movilización, en
que, junto al sello de la
Delegación de Euzkadi, se
aprecia el sello de la Junta
de Defensa de Madrid, pre­
sidencia.

r*

«¿e ^ c x d jc c ííe ^
S'.
m o v iliza d o a Id s órdene s, del G o -

btefno de Euziíadi.

de asid Daíegdctón.
miento. La G uardia de servicio perm anente, m antenía un
orden rígido e im pedía la entrada de quienes no fueran hués­
pedes del Refugio, única m anera de evitar personas ocultas,
con la subsiguiente posible acción policíaca. Y sus creadores,
trabajaban con incansable voluntad.
T a l fué nuestra labor en aquellos días febriles y trágicos,
que si a comienzos de raes habían sido varios los diplomáticos
que acudieron al P artido en dem anda de ayuda, pasados los
días del terror fascista, se descolgaron casi a diario. Sosa, Le­
kuona y U ruñuela sé veían forzados varias veces al día a aban­
d onar sus habituales quehaceres en el seno del Comité, para
revestir la más solemne de sus actitudes, pasar al salón princi­
pal hasta entonces herm éticam ente cerrado, y conversar no me­
nos solemnemente con los representantes diplom áticos acredi­
tados en M adrid. Pocas fueron las legaciones que de u n a
m anera u o tra no nos pidieron uno u otro favor; citaré en
estos días, especialmente, a la Em bajada de Chile, que ostenta­
ba el decanato del C uerpo D iplom ático, a la Em bajada de A r­
gentina, a la de Colombia, a la de Guatem ala, a la de México,
a la de Cuba, a la de la R epública Dom inicana, a la de Para­
guay, a la de Francia, a la de Bélgica, a la de H olanda, a la de
Polonia, a la de H u ngría y a la de T u rq u ía.
E n la de Paraguay ingresó precisamente, en u n a situación
provisional especial que más tarde d aría paso a las gestiones
de canje, nuestro preso Javier de Astrain. En la de H olanda se
asiló tam bién m om entáneam ente Cesáreo Ruiz de Alda, quien
meses después saldría de ella para incorporarse a las milicias
de la Delegación de Euzkadi en Barcelona. Más adelante daré
más detalles.
T o d o esto, e iniciativas anteriores que ya flotaban en el am­
biente, condujo insensiblem ente a la constitución de la Delega­
ción G eneral de Euzkadi en M adrid.
El P artid o Nacionalista Vasco, voluntariam ente, pasaba a
un segundo térm ino y se reservaba la tarea más delicada por
ser política: los avales y salvoconductos. Y la Delegación de
Euzkadi, como representación del G obierno, ofrecía su tutela
a todos los vascos, fuesen quienes fuesen, sin preguntarles su
filiación política (^o).

(20 ) D urante la guerra funcionaron varias Delegaciones de Euzkadi, las


principales de las cuales fueron las de París, Londres, Barcelona, Valencia
La Delegación se constituyó a fines de noviembre; en los mis­
mos días en que el sitio de M adrid se estabilizó. El cargo de
delegado quedó vacante en espera de su designación por el Len-
dakari Aguirre, de acuerdo con los partidos políticos que inte­
graban el gobierno. Y al frente quedó provisionalm ente, con
el cargo de Secretario General, Ju an Sosa Barrenetxea, de Tolo-
sa, afiliado a Acción Nacionalista Vasca, y m iem bro de la
“A grupación de C ultura Vasca” de M adrid, en cuya calidad
había form ado desde u n principio parte del Comité-Delegación
del P artido Nacionalista Vasco; a su lado, en calidad de C on­
sejero, actuó Santiago de Lekuona, afiliado al P artido N aciona­
lista Vasco y a Solidaridad de T rabajadores Vascos, m iem bro
de “Euzko-Ikasle-Batza” de M adrid en cuya calidad tam bién
integró desde u n principio el Comité-Delegación del Partido;
eran los dos únicos miembros del Comité que habían perm a­
necido en sus puestos cuando el ataque.
Bajo su dependencia actuó desde entonces la antigua G uar­
dia del Partido, en su calidad de movilizados a las órdenes del
Gobierno de Euzkadi.
El cambio tendría pronto consecuencias insospechadas, como
veremos seguidam ente. Además coincidió con los m om entos en
que la situación, bélica y jurídica, de M adrid se afianzaba.
Nuevas personas entraban en la Ju n ta de Defensa; la Delega­
ción de O rden Público desaparecía para ceder paso a u n a Co­
m isaría General que fué confiada a David Vázquez, policía de
carrera antes del m ovim iento; y el anarquista M elchor R o d rí­
guez, del grupo “Los L ibertos”, ocupaba la Delegación Especial
de Prisiones.
Este cambio tuvo lugar, si no me equivoco, el día 6 de di­
ciembre. A p artir de aquel día no hubo n i una sola saca más
de las cárceles. L a seguridad de los presos fué com pleta en
ellas; y pronto los tribunales populares comenzaron a actuar
por vías legales y sosegadas. T odo ello facilitaría nuestra labor.
N o menos que la categoría de Delegación del G obierno de

y M adrid; representación oficial del Gobierno de Euzkadi, en ellas tuvieron


cabida las necesidades de todos los vascos, sin distinción de matices. No es
de lugar recordar aquí su gran labor; otros pueden y deben hacerla. En
el exilio, y cerradas violentam ente las de Barcelona, Valencia y M adrid,
y por cuatro años de la de París, surgieron en cambio en América las de
New York, México, La H abana, Panam á, Ciudad T ru jillo , Caracas, Bogotá,
Lima, Santiago de Chile, Montevideo y Buenos Aires.
Euzkadi. Ya no éramos u n partido político, más o menos
extraño en la fauna ideológica de M adrid, éramos u n centro
oficial, con representación oficiosamente diplom ática. Cuando
hablaba Sosa Barrenetxea, llevaba tras de sí el peso de los gu­
daris que luchaban en las m ontañas vascas; todo esto daba de­
rechos, pero im ponía tam bién deberes.
El orden volvía a las calles de la ciudad. El ataque fascista
había traído consigo el fantasm a de la guerra, con su cortejo
de bom bardeos y de ham bre, pero se había llevado tam bién la
alegre euforia caótica de la revolución.
M adrid era otro. Las checas habían desaparecido, los paseos
concluidos; a la par que por prim era vez desde que comenzó
el movimiento, una policía regular comenzaba a perseguir
inteligentem ente a los m iem bros de la q u in ta colum na. La
p artid a por el orden comenzaba a ganarse; y nuestros esfuer­
zos eran recompensados.
O tro tipo de tragedias planeaban sobre los hogares: la prom e­
tida a pu n to de casarse, que perdía el novio m ovilizado por su
sindicato y caído en el P uente de Segovia; la m ujer que al
saber la m uerte del esposo, se liaba con el cuñado; la querida
que facturaba al am ante oficial hacia el frente, para fugarse
al siguiente d ía con u n huésped de la misma pensión. Casos
y casos que pasaron por las oficinas de la Delegación, más o
menos unidos a las fichas de los desaparecidos.
E ra la guerra, tras la revolución. La guerra en la que jamás
pensamos cuando los frentes corrían por la sierra o las llanu­
ras de Talavera. La guerra que rugía en las avenidas de la
C iudad U niversitaria y en las oleadas de bom barderos.
L a guerra y el sitio.
M adrid estaba casi totalm ente rodeado. U na sola carretera,
la de Valencia, la unía con las comarcas libres en que los bar­
cos desc'argaban víveres y los campesinos aún recogían cose­
chas. Y por ella, en sum inistro de cuentagotas, llegaban los
camiones cargados con provisiones para la población casi d u ­
plicada de la ciudad.
Arroz, sacos y más sacos de arroz. N ada más llegaba desde
Valencia. Y si alguna vez se conseguía o tra clase de víveres, era
racionada para los niños y enfermos, o a precios fabulosos en
el mercado negro.
E l espectro del ham bre descendió sobre las casas. Y con el
ham bre, el frío.
T am poco había com bustible aquel invierno. Y los ventanales
rasgados en su mayoría por la trepidación de los bombardeos,
dejaban colarse el cierzo de la sierra, cubierta con su prim er
cap^ de nieve. En los pisos incautados, los refugiados comen­
zaron a quem ar zócalos y muebles valiosos; en las calles se
m ochaban las copas de los árboles.
H a m b r e ... f r ío ... g u e r r a ...
LA DELEGACIO N DE EUZKADI EN
M A D R ID LA BO R A

N avidades bélicas

H abía transcurrido diciem bre. La fiesta del G abon se echó


encima, y en los locales de la Delegación nos aprestábam os a
celebrarla con la m ejor voluntad y el firm e propósito de olvi­
d ar la guerra y la nostalgia.
D on Julio de U ruñuela, Santiago de Lekuona, Eustaquio de
Ustarroz, Luis de Aretxederreta, Fernando y R icardo de Ca­
rrantza, Félix de R otaeta, Teodoro de L arrauri, A gustín de
R uilope, yo; no recuerdo si había alguien más. El turno de
guardia había sido licenciado para que pasara la noche en sus
hogares. Nosotros hacía meses que carecíamos de él; y el re­
cuerdo de la fam ilia distante en Euzkadi, flotaba en el am biente.
Ustarroz había sido comisionado desde días antes para que
buscara, como fuera, víveres con q u é inventar algo así como
u n banquete; y Fernando de C arrantza se encargó del vinillo.
L a tarea de éste resultó fácil, y además era perito en la m ate­
ria; la de aquel, fué u n a verdadera epopeya. Porque en Ma­
d rid había más ham bre que nunca; nuestro plato h ab itu al era
arroz, arroz p or la m añana y arroz por la noche, guisado con
agua y sal; los días que teníamos arroz con chirlas, se m arcaban
con piedra blanca. Pero Ustarroz era tam bién perito en el arte
del contrabando; nunca quisimos averiguar sus conexiones, q u i­
zás para evitar riesgos de com plicidad y encubrim iento, quizás
porque sospechábamos que había faldas por en m edio; pero
cuando nos aseguró que tendríam os n ad a menos que txarri pa­
ra la cena, se lo creimos.
Si bien no resultó nada sencilla su adquisición. Por de pron­
to hubo que ir a recogerlo en las afueras de la ciudad, hacia
T etu á n de las Victorias; introducirlo en u n saco, bien am arra­
do, para que no pataleara n i chillara; y después llevarlo a la
Delegación, evitando que ninguno de los m últiples ham brien­
tos que p ululaban en los andenes del m etro, convertidos desde
los bom bardeos de noviem bre en refugio vitalicio y dorm itorio
colectivo de centenares de personas que se am ontonaban sobre
colchones piojosos, sospechara nuestro contrabando. Pero todo
salió bien.
Y cuando los improvisados cocineros, bajo la dirección ex­
perta de Aretxederreta, nos llam aron con u n ¡eup! estentóreo
a la cocina, un risueño panoram a se desplegó ante nuestros ojos
codiciosos; porque a últim a hora, de una legación nos habían
m andado u n paquete de víveres inesperados. Y la cena de N o­
chebuena fué alegre y optim ista.
Q uedaban bien lejos los días negros de noviembre, las horas
de terror. Y la camaradería más fraternal había estrechado sus
vínculos entre nosotros.
Comimos, bebimos, cantamos; alguno pescó su m edia moz-
korra. Y a últim a hora, cuando el frío de la m adrugada, sin
leña con qué combatirlo, nos arrojó al despacho de Sosa y sus
sillones de terciopelo, el único rincón resguardado de la casa,
desde el dim inuto altavoz de u n receptor la radio nos trajo los
ecos lejanos de otros países y ciudades en que la gente celebra­
ba feliz y contenta la fiesta hogareña; los cabarets retransm itían
chillones compases de clarinetes y tambores; los órganos cate­
dralicios esparcían los acordes solemnes de las misas de gallo.
Sí, existía u n m undo, otro m undo distinto del caótico e infer­
nal en que nosotros vivíamos desde hacia m edio año.
E inevitablem ente los recuerdos vinieron.
La ciudad se había habituado a la vida que impuso el sitio.
El ataque no se reprodujo, tampoco hubo más bombardeos m a­
sivos; pero de vez en cuando, uno o varios aviones revoloteaban
amenazadores sobre las calles, o las baterías del G arabitas vo­
m itaban su carga m ortífera. E ra u n incidente tan norm al y
molesto como puede serlo u n torm enta de verano. Y la gente
salía de los portales en que m om entáneam ente se refugiara,
para seguir con curiosidad la dirección de los aeroplanos o
calcular la cercanía de las granadas.
El frente seguía estacionario desde el barrio de Usera hasta
el H ospital Clínico. Sólo a veces se arm aba u n a trem olina ru i­
dosa de morterazos, fuego de am etralladoras y crepitar de bom ­
bas de mano, que en el silencio de la noche recordaba el hervir
de u n a marmita.
Por o tra parte, el orden era ya casi absoluto en M adrid. Las
autoridades gubernativas tenían su control, con fuerzas de poli­
cía que a la par de im pedir los asesinatos de los prim eros tiem ­
pos, perseguían cada vez con más inteligencia a los miembros
de la q u in ta columna; y ya habían comenzado a actuar los tri­
bunales populares de urgencia que jurídicam ente juzgaban a
los presos de las cárceles, en las que la seguridad era completa.
El terror había sido vencido (^).
Y el pueblo de M adrid, autoridades y ciudadanos, se dedica­
ban con resignada buena voluntad a com batir el aspecto feroz
de u n invierno sin comida y sin fuego. Los rostros se habían
adelgazado hasta extremos a veces increíbles; había muertos
de inanición; los huevos y la leche, cuando se conseguían por
medios más o menos ocultos, alcanzaban precios extraordina-
íj/ ' I
(1) A fines de año la autoridad pública h abía conseguido adueñarse
por completo del orden público en la ciudad. Prácticamente ya no existía
ningún grupo incontrolado, n i se repetían los paseos más que m uy rara­
mente. Las checas habían desaparecido tam bién, si bien m uchos de sus
componentes se habían distribuido entre las comisarías y la Delegación de
O rden Público, con carácter de nuevos policías; pero al estar investidos
de este carácter oficial, autom áticam ente quedaron sometidos a una disci­
plina y obedecieron instrucciones de sus jefes. Aún existían irregularidades,
mas el caos había desaparecido.
E n los días que sucedieron al ataque de noviembre, se recrudecieron las
detenciones; casi siempre se trataba de im prudencias cometidas por fam i­
liares residentes en América que, creyendo en la anunciada conquista de
M adrid, se apresuraron a escribir cartas comprometedoras p ara parientes
y amigos, o direcciones ocupadas a los prisioneros hechos en el combate:
era la persecución de la quinta columna. Pero sin el ciego y sangriento
criterio que había presidido las sacas de la cárcel. Las detenciones fueron
muchas, pero muchas tam bién las libertades obtenidas tan pronto como
u n p artido respondía por los sospechosos. Y en el caso peor, no esperaba
el asesinatp a los culpables o peligrosos, sino la cárcel y el juicio.
Ju n to a la policía de nuevo cuño, surgieron los jueces de nueva planta.
T ribunales populares, es verdad, en los que los vocales políticos traían
el am biente de las antiguas checas, más presididos por u n letrado, y con
u n fiscal y un defensor; los proceso^ eran escritos aunque rápidos, y la
vista del juicio público, con presentación de testigos. Justam ente a finales
de diciembre comenzaron a actuar los llamados Jurados de Urgencia, que
juzgaban a los desafectos al régimen, con u n carácter más de sanción p re­
ventiva que punitiva.
E l terror anárquico de los primeros meses fué debido a la falta de una
policía y una justicia, sublevadas en su casi totalidad. El esfuerzo de unos
cuantos hombres de buena voluntad improvisó una nueva policía y una
nueva justicia; cometerían aún errores y h abría quizás algún caso de mala
fe, pero en conjunto su labor fué regular y justa.
rios; y en vano se esforzaba la Consejería de Abastecimientos
en rem ediar el problem a del aprovisionam iento. Sin embargo,
el espíritu de los m adrileños no decaía; y en los teatros se reían
y aplaudían los chistes sobre el arroz y las chirlas.
En la Delegación de Euzkadi la vida tam bién transcurría nor­
mal, trabajando intensam ente, y riéndonos del ham bre, del frío
y de la guerra. El que más y el que menos se las había inge­
niado para combatirlos por su cuenta, con resultados pro fu n ­
dam ente regocijantes en su conjunto; ya lo veremos.
El puesto de Delegado seguía sin cubrir. Y Sosa Barrenetxea,
confirm ado en su calidad de Secretario General, dirigía las
tareas de la Delegación, ayudado por Santiago de Lekuona en
calidad de Consejero; y ambos, más Agustín de R uilope que
vino a cubrir las vacantes producidas en el Comité-Delegación,
dirigían las tareas del P artido. D on Ju lio de U ruñuela, seguía
siendo el m entor sensato, que rehuía los cargos representativos-
A sus órdenes laborábam os los demás. R am ón de Etxabe, u n
contratista de edad m adura, era Jefe de la G uardia. Luis de
A retxederreta dirigía las oficinas, atendía a las visitas, y cola­
boraba en la sección de Presos y Desaparecidos. Ustarroz, los
C arrantza, y R otaeta, desem peñaban diversas tareas burocrá­
ticas y en aquel m om ento organizaban la fu tu ra sección de
Evacuación. José de M uguerza y otros más, se dedicaban a la
tarea de recuperar bibliotecas, archivos y tesoros artísticos.
J u a n de Basterretxea, M adina y A lberto de M anzarbeitia, re­
gían la m archa del R efugio de la calle Serrano. Y yo seguía
encargado de la sección de Presos y Desaparecidos, más el cargo
de Agregado Jurídico a la Delegación que recientem ente me
había sido conferido.
Los restantes m iem bros de la prim itiva G uardia y los volun­
tarios que en los dos últim os meses se habían ofrecido a la
Delegación y Partido, hasta totalizar entre todos u n centenar
de abertzales, colaboraban en el servicio de las distintas seccio­
nes, o m ontaban guardia en la Delegación y en el Refugio.
Todos, empleados y m iem bros de la G uardia, teníam os u n
carnet de identidad en q u e constaba nuestra condición de m o­
vilizados a las órdenes del Gobierno de Euzkadi y la m isión
desem peñada en la Delegación. Extendidos al constituirse la
Delegación, se les dió sin embargo, por motivos históricos, la
m isma fecha que ostentaban las antiguas credenciales de la
G uardia del Partido, es decir, la del 12 de octubre; n atu ral­
m ente, esto fué en los carnets de los veteranos. El mío, que
conservo, ostenta el núm ero 3.
Debe hacerse constar además, que el servicio de casi todos
era absolutam ente gratuito. Sólo recibíam os u n a pequeña re»
m uneración una m edia docena escasa de personas, consagrados
por entero al trabajo en la Delegación y sin otros ingresos des­
de que comenzó la guerra; como índice de su cuantía m odestí­
sima, diré que personalm ente recibí cien pesetas en los meses
de noviembre, diciem bre y enero, y trescientas a p a rtir de fe­
brero. El grupo que habitaba en la Delegación, recibía por su
p arte u n a pequeña cantidad para conseguir el rancho diarfo,
que adm inistraba A retxederreta.
Pero los miembros de la G uardia, cuyo servicio era bastante
frecuente, no recibían la m enor rem uneración.
Por entonces se h ab ía retirado ya la guardia nocturna; desde
que, a p artir del acuartelam iento de noviembre, varios aber­
tzales se habían quedado a vivir en la Delegación. E n enero
éram os u n a m edia docena, bajo la dirección paternal de
Aretxederreta, que nos resultó u n a verdadera joya; lo mismo
atend ía sonriente y compasivo a las visitas que venían llorando
porque u n deudo h abía desaparecido, que corría hacia la coci­
n a a vigilar el estado de las habichuelas que U starroz consi­
guiera; al llegar la noche, sin quitarse zapatos, pan talón ni
chaqueta, se calaba bien la boina, se envolvía en u n a bata
casera, y se arropaba con dos m antas en su colchón encaram ado
sobre varios tomos de Gacetas, en la d im inuta biblioteca de la
oficina.
A veces, cosa rara, hacíamos limpieza. Que consistía en
b arrer las cosas que más desentonaban en el conjunto, bajo los
arm arios o catres improvisados. Más de uno se hab ía dejado
crecer librem ente los cabellos, como cualquier poeta rom ánti­
co; p or mi parte, me dejé crecer cabellos y barbas, lo que me
d ab a u n aspecto m uy apropiado para entrar en las cárceles y
oficinas policíacas, “barbigoitia” y “barbilovitch” m e llam a­
b an ya. Como uniform e, los habituales nos habíam os confec­
cionado unas txamarras de paño oscuro sobre la cual ostentá­
bam os la ikurriña; el mío, difería tam bién, pues la txam arra
se com pletaba con u n m ono azul de m iliciano recogido en
botas de m ontar, u n tabardo caqui de soldado que me vestía
para salir a la calle, el indispensable correaje con pistolón
al cinto, la boina de tam año natural, y u n farol absurdo pero
que más de u n a noche me resultó útilísimo, sobre todo algunas
en que la niebla arropó densam ente las calles de la ciudad.
Deliciosa bohem ia de aquella época, inolvidable para los
q ue la vivimos en estrecha y fraternal camaradería. ¿Os acor­
dáis? ‘ ■■ ■■■'
Bohemia que suavizaba un poco la aspereza del sitio, y del
d uro trabajo cotidiano. M ucho, muchísimo se había laborado
en aquel mes y medio; y a continuación detallaré aspectos de
la labor.
Las fiestas de Gabon fueron u n alto pasajero, no del todo
festivo, mas que al fin y al cabo nos perm itieron cam biar dte
am biente p o r espacio de algunas horas. De todo hubo, desde
la confesión y com unión íntim a en la habitación del R . P.
Luis de Izaga, hasta el paseo vespertino del brazo de las neskas
refugiadas en el barrio de Salamanca.
Recuerdo que la tarde de Navidad, dos de nosotros con su
pareja, marchamos al Cine Salamanca, en la calle de T orrijos
donde jamás habían caído bombas n i granadas; se decía que el
sótano del metro, cerrado a la circulación en aquel ram al, era
u n polvorín; pero aquella tarde la gente sólo pensaba en que
hacía sol, u n sol invernal que engañaba la dureza de la estación,
y se había lanzado a la calle a pasear y a olvidar; milicianos per-
misionarios, guardias de asalto, algún que otro civil, mujeres
enflaquecidas; todos con trajes gastados, con la indum entaria
proletaria que había expulsado del barrio elegante los som­
breros y abrigos de pieles. C uando la hora de abrirse el local
se aproxim ó, u n gentío se apelotonaba ante las taquillas, y
llegar a ellas fué más difícil que u n contraataque en la C iu­
dad U niversitaria; para después hallar u n asiento por milagro,
y ver u n peliculón ruso de los más plom íferam ente revolucio­
narios y aburridos. El noticiario era local, y el sindicato de
espectáculos se esforzaba por ofrecernos en él u n a visión com­
pleta de la zona republicana; tan completa, que al tocarle el
tu rn o a Bilbao, u n cura cruzó pacíficamente por la escena ves­
tido con su sotana y teja; jla que se armó, Dios santo! tanto que
los silbidos y protestas im pidieron totalm ente oír el com entario
del locutor ensalzando la libertad de cultos reinante en Euz­
kadi.
T erm in ab a el año 1936, de infausto y glorioso recuerdo. Y
al llegar la Noche Vieja, la U nión R adio de M adrid invitó a la
Delegación a participar en u n a emisión nocturna con interven­
ción de representantes de los distintos grupos políticos dem ó­
cratas.
D on Ju lio de U ruñuela redactó unos párrafos, en los que la
emoción patriótica vibraba con acentos nostálgicos y viriles.
La Providencia quiso que nuestro tu rn o fuese de los últimos,
y casi al rayar la m adrugada, desde los últim os sótanos del edi­
ficio “ABC”, Lekuona en euzkera y yo en español, lanzamos por
la voz de las ondas el mensaje con que los vascos residentes en
M adrid entonaban su canto de dolor y de esperanza; después,
los compases del H im no Nacional Vasco resonaron en las mo­
dernas catacumbas; y u n escalofrío sacudió nuestras almas.
A l salir a la calle, el cielo estaba lím pido y cuajado de estre­
llas; hacía frío, m ucho frío, y las calles estaban desiertas; cerca
de la Cibeles, una pareja de guardias nos pidió la consigna; a
lo lejos un reloj comenzó a desgranar sus campanadas.
E ran las doce en p u n to de la noche.
E n la lejanía, hacia los C uatro Caminos, resonó el estam­
pido de una explosión; y luego otra, y otra; la artillería fas­
cista estaba tirando. El cuarto disparo explotó hacia los bule­
vares; los siguientes fueron corriéndose hacia la G ran Vía, la
calle Alcalá, Atocha, Lavapies. El últim o cañonazo, el que
cerraba la últim a de aquellas doce campanadas trágicas, retum ­
bó hacia el barrio de Usera.
Q ue la artillería fascista había saludado la entrada del nuevo
año, derram ando doce veces la m uerte en las calles de la ciu­
dad. Más muertos, más destrucción, más terror.
Y además, inútilm ente.

Censo de vascos

U n a de las tareas que em prendió la Delegación de Euzkadi


en M adrid al constituirse, fué la de fichar y docum entar a
cuantos vascos residentes en la capital de la R epública Españo­
la quisieran hacerlo.
E l registro fué totalm ente voluntario. Y además, el carnet
de ciudadanía que con tal m otivo se extendió, no tenía el me­
nor carácter político por lo cual no proporcionaba a su posee­
dor ninguna garantía en caso de desafección; era u n simple do­
cum ento de identidad, sem ejante a la cédula personal. Sin em­
bargo, la afluencia de vascos fué extraordinaria, y creo sincera­
m ente que m uy pocos se quedaron sin solicitarlo.
El carnet en cuestión, en cuyas tapas figuraba el escudo vas­
co y el m em brete “Delegación General de Euzkadi. M adrid”,
contenía las señas personales del interesado, u n a fotografía pe­
gada y sellada, el núm ero de registro, y la siguiente declara­
ción:

“ El Secretario General de la Delegación de Euzkadi en


“ M adrid, C E R T IFIC A : que la persona cuyo nom bre,
“ fotografía y firm a figura en este carnet, se halla inscrita
“ en el registro de residentes en M adrid. — M ad rid .........
“ El Secretario General: J u a n Sosa”.

El censo, pensado a fines de 1936, se levantó en los prim eros


meses de 1937. El criterio jurídico seguido para la concesión
del carnet, ante el silencio del Estatuto de A utonom ía, fué el
mismo establecido en el propio Código Civil español para la
atribución de la ciudadanía foral; es decir:
1. —Los hijos de vasco, nacidos en Euzkadi.
2. —Los hijos de vasco, nacidos fuera de Euzkadi, que no
hubieran renunciado a su condición de tales.
3. — Los hijos de no vasco, nacidos en Euzkadi, que al llegar
a su m ayoría de edad hubiesen adoptado por la condición de
vasco.
4. —L a esposa de u n vasco.
5. — Los no vascos de origen, que hubiesen ganado dom icilio
en Euzkadi, en los plazos legales.
De las cinco categorías, la tercera nos ofreció más de una cu­
riosa anécdota, ya que al tratarse de personas nacidas acciden­
talm ente en Euzkadi sin que norm alm ente hubiesen seguido
viviendo allí, y por tanto siendo personas sin ningún vínculo
racial o afectivo presumible, les exigíamos u n a declaración ex­
presa p or escrito en la que constara su voluntad de o p tar por
la ciudadanía vasca. Al ser la Delegación u n centro oficial y re­
presentación del Gobierno de Euzkadi, quisimos prescindir de
nuestra condición abertzale y sujetarnos a los textos legales de
autonom ía, p o r lo cual nosotros pedíamos u n a opción de “ciu­
d adanía” ; pues bien, más de u n solicitante escribió que optaba
p or la “nacionalidad” vasca, y en todos los casos estoy seguro
q ue se tratab a de personas que jamás habían pensado en ser
abertzales. Como recuerdo histórico, conservé una de ellas en
m i archivo y allí debe estar.
La decisión final, y la firm a del carnet correspondía a Sosa
Barrenetxea, como Secretario General. Personalm ente, como
Agregado Jurídico, redacté las distintas categorías y a veces in ­
formé sobre algunos casos dudosos. Pero quien llevó el peso casi
total del servicio fué Luis de A retxederreta; recibiendo a los
peticionarios, recogiendo sus datos personales y docum entos
acreditativos, redactando las fichas y c a rn e ts ...; sin olvidar
por ello sus demás tareas en otras secciones.
Al llegar el verano de 1937, prácticam ente estaba term inado
el censo; y en el inform e elevado a prim eros de mayo al M inis­
tro Iru jo , consta que hasta la fecha se habían extendido cerca
de 1.800 carnets. Posteriorm ente se siguieron extendiendo, en
casos esporádicos, en núm ero que, aunque ignoro cifras esta­
dísticas, es posible que subiera a varios centenares más.
R epito que el carnet no tenía significación política alguna.
La Delegación pretendía acoger y tu telar a todos los vascos, sin
distinción de ideologías. Por eso, cuanto suponía u n a decla­
ración o garantía política de afección al régim en, fuese en for­
m a de salvoconducto, petición de libertad o aval ante los tribu­
nales, quedó reservado al Partido Nacionalista Vasco.
Es interesante no olvidar esta distinción.

R efu g io y A u x ilio Social


- -
Im provisado el R efugio en los días difíciles de noviembre,
pro n to comenzó a funcionar con toda la regularidad posible
den tro de la anorm alidad de la situación.
Estaba instalado en el núm ero 109 de la calle Serrano, justo
en la esquina de Diego de León, frente a la E m bajada de Mé­
xico. T en ía siete pisos, con dos alas cada uno; el piso bajo es­
taba dedicado a oficinas, alm acén de la cooperativa, dispensa­
rio, alojam iento de la g u a r d ia .. . etc.; los restantes pisos, con
un m ínim o de unas ocho habitaciones por departam ento, lo que
hacía u n total rayano en las cien habitaciones, estaban destina­
dos al alojam iento de vascos evacuados de las zonas de guerra.
N o tengo cifras sobre los fugitivos que habitaron el Refugio.
Sin embargo, puedo indicar que norm alm ente cada fam ilia
ocupaba u n a habitación, y como m áxim o dos; en las h abita­
ciones grandes se acom odaban hasta cinco y seis personas, pro­
curando evitar en lo posible la prom iscuidad de sexos, si bien
apenas había hombres en el Refugio, sólo niños y hombres de
avanzada edad. Puede, pues, calcularse entre 400 y 500 las per­
sonas que recibieron asilo en aquellos momentos, asilo que pa­
ra casi todos se prolongó indefinidam ente.
A unque en su mayoría eran familias enteras, no faltaba u n
núm ero bien considerable de religiosas que se habían quedado
sin convento y acudieron a nosotros en petición de cobijo, es­
pecialm ente cuando salían de las cárceles por nuestro aval.
El control personal de los evacuados y de las visitas que re­
cibían, era sumamente riguroso a fin de evitar posibles hués­
pedes clandestinos y subsiguientes incidentes con la policía; el
Partido prim ero y la Delegación después, extendía el volante
de alojam iento, que era registrado en la oficina, donde se des­
tinaba a la fam ilia en cuestión una de las habitaciones libres;
y los m uchachos en turno de guardia perm anente, se encarga­
ban de evitar drásticam ente la entrada de quienes no estu­
vieran debidam ente controlados y de com probar la salida de
las visitas autorizadas. Sólo de esta m anera podíamos estar se­
guros del personal y de su seguridad.
U n pequeño dispensario prestó desde u n comienzo sus aten*
ciones médicas y odontológicas a los refugiados. Y cuando las
circunstancias lo perm itieron, se instaló u n a cooperativa que
distribuía víveres entre los alojados, con lo que se venía a su­
p lir el escaso racionam iento individual. Fué probablem ente
éste, el aspecto más deficiente pero tam bién más difícil del
Refugio.
Sus creadores ya he dicho que fueron don Horacio de Etxe­
barrieta, don Alberto de M anzarbeitia y don Enrique de Duo;
y a ellos deberán eterna gratitud los alojados en el Refugio
Vasco.
Más adelante, los señores Etxebarrieta y Duo hubieron de
abandonar las tareas directivas, y fueron sustituidos sucesiva­
m ente p o r los señores Nuere, M endizábal, M adina y Basterre­
txea. En la labor de oficina colaboraron activamente A lberto
de M anzarbeitia hijo y Eugenio de G uerrikabeitia. Lam ento no
recordar los nombres de los com patriotas que actuaron en esta
época como médico y odontólogo de la colonia.
El R efugio Vasco de la calle Serrano fué uno de los tres
sitios m adrileños en que públicam ente ondeó la ikurriña
vasca; los otros dos fueron la Delegación de Euzkadi y P artido
N acionalista Vasco, y el C uartel de las M ilicias Vascas; en los
tres, ondeó gloriosa.
iVo fué ésta la única form a en que se m anifestó el auxilio
social a los vascos durante el sitio de M adrid. Otros fueron
albergados en diversos pisos abandonados de com patriotas,
puestos bajo el am paro de la Delegación. Y no pocos los que
recibieron módicas sumas en m etálico para satisfacer sus nece­
sidades.
E l Partido nunca tuvo fondos, y vivió en el aire. L a Dele­
gación recibió alguna vez pequeñas cantidades del Gobierno
de Euzkadi, que Sosa adm inistraba y hacía d u ra r en forma
casi milagrosa. Algunos servicios que, como la posterior eva­
cuación, ocasionaban gastos, se m antuvieron, por sí solos según
veremos. Los demás gastos de la Delegación, en su inm ensa
m ayoría correspondientes al auxilio social, se cubrieron con
donativos voluntarios de vascos pudientes o agradecidos.
A nadie se pidió nada; cuantos dieron su óbolo lo hicieron
generosa y espontáneam ente. En el servicio de presos y des­
aparecidos, ni siquiera admitimos el donativo voluntario, por
la misma delicadeza de la gestión (2).
Ju n to a los donativos voluntarios, el A uxilio Social contó
con el sobrante de algunos servicios rem unerados, como el de
evacuación y extensión de carnets; y a las veces con las canti­
dades que llegaban de Bilbao.
L a cantidad era pequeña, pero se hicieron m aravillas. Su
prim er adm inistrador fué Santiago de Lekuona; y cuando éste

(2) Recuerdo u n caso bien interesante. C uando el servicio de presos y


desaparecidos comenzó a funcionar con regularidad, y a los fines legítimos
de perpetuar algún día la labor h u m anitaria del Partido, acordamos soli­
citar a cuantas personas liberadas venían a agradecernos personalm ente
las gestiones, que solían ser casi todas, nos expresaran su reconocimiento
por escrito; gracias a esta formalidad, en el archivo que saqué a Francia
deben constar numerosas cartas que constituyen documentos valiosos. Pues
bien, u n día, Aretxederreta, que solía ser quien atendiera a las visitas de
m ero trám ite y p o r tanto, colocara el disco de la carta de agradecimiento,
se lo indicó discretamente a una señora cuyo esposo acababa de salir de la
cárcel mediante nuestro aval político; la señora no debió entender bien
la indicación, y al día siguiente entregó u n ;o b re dirigido a m í, al abrir
el cual, hallamos un billete de cincuenta pesetas; nuestra prim era reacción
fué violenta y sonora, felizmente la señora no asistió a la misma; cuando
al siguiente día regresó por otro asunto que tenía pendiente, A retxederreta
la devolvió el billete, haciéndola ver el grave error cometido; la historia
term inó perfectamente, en nuestro archivo obró una carta de agradeci­
m iento, y Lekuona recibió en su departam ento de Auxilio Social u n billete
de cincuenta pesetas.
O tras veces la rem uneración parecía ofrecer formas de holocausto feme­
nino. N i unas n i otras fueron tenidas jam ás en cuenta; nuestra actuación
p ud o tener errores, pero fué completam ente limpia.
m archó a la Delegación de Valencia, poco después de las
Navidades, le sustituyó Agustín de R uilope.
N o es de lugar contar el anecdotario de estas tragedias sor­
das provocadas p o r la guerra y el ham bre; de gente acomodada
u n día, que al perder su medio de vida se vió forzada a pedir,
sin atreverse a hacerlo; de vascos menesterosos, más habituados
a la petición y a la dádiva; de indeseables que a las veces tra­
taban de engañarnos.
Más de u n a vez, miembros de la G uardia fueron enviados
a investigar el estado real de u n a fam ilia; y sus inform es sin­
ceros y detallados, facilitaron la solución del caso.
C uando la evacuación a Levante comenzó, se procuró trasla­
d ar a los refugios creados por la Delegación de Barcelona
en Berga y otros lugares, a cuantos vascos menesterosos lo
necesitaban; pero au n entonces el A uxilio Social siguió fun­
cionando.
Silenciosamente. Que la verdadera caridad no necesita cla­
rines.

R elaciones internacionales

Desde los prim eros días de nuestra actuación, las represen­


taciones diplom áticas acreditadas en la capital de la R epúblíra
Española, acudieron repetidam ente a nosotros. En aquel
entonces quizás sus visitas fueron palos de ciego, para tocar
u n a aldaba más, y sin m ucha fe en nuestra eficacia ante el
caos general; nosotros les atendim os siem pre con cortesía, y si
estuvo en nuestra m ano servirles, lo hicimos rápidam ente.
A la postre, estas atenciones vendrían a rendirnos u n esplén­
dido fruto, legítim am ente egoísta. P orque nuestra conducta,
en Euzkadi y en España, destacó ante la an arquía y barbarie
predom inante. Y el hecho nacional vasco vino a grabarse para
siem pre en la m ente de aquellos diplomáticos. Así nos lo
dijeron m últiples veces; y estoy seguro de que el nom bre de
“vasco” fué m encionado respetuosam ente en más de u n infor­
me confidencial.
Las prim eras gestiones estuvieron casi en su totalidad rela­
cionadas con el servicio de presos y desaparecidos. Ya he
m encionado algunas de las visitas recibidas a prim eros de
noviembre; en días sucesivos, especialmente cuando las bajas
d e las trágicas “sacas” novem brinas corrieron por la ciudad,
fué corriente el recibo en la Delegación de muchos sobres ofi­
cíales, con escudos y sellos americanos y europeos, que incluían
listas de personas desaparecidas por las que se interesaba
alguna Legación o Em bajada.
E n nuestro archivo obrarán algunas de estas cartas y listas.
Como recuerdo citaré aquí el caso, que con el tiem po me
resultaría personalm ente memorable, de la lista que nos fué
rem itida por la Legación de la R epública Dom inicana, en la
q u e tres años después hallaría hospitalaria acogida; la lista
com prendía unas cien personas, y a la cabeza de ellas figuraba
el D uque de Veragua; pues bien, n i u n a sola pude hallar con
vida, todas eran paseadas o purgadas; fracasé, y fracasé sin
culpa, con el país al que egoístam ente me hubiera convenido
servir mejor.
Ya en los días difíciles de noviem bre, varias misiones nos
ofrecieron asilo en sus edificios en caso de entrar las tropas
fascistas; así L ekuona y yo hubiéram os podido refugiarnos en
las de H olanda, Paraguay o Polonia, en la últim a de las cuales
nos recom endaron que fuéramos armados por si había que
defenderse. Más adelante, cuando la situación se estabilizó,
pero siempre con la amenaza, que en nuestros corazones pare­
cía ser rem ota y en la m ente de aquellos diplom áticos debía
ser lógica, de que u n día hubiéram os de exilarnos, la oferta
de u n asilo definitivo en sus países respectivos se repitió;
concretam ente recibí dicha oferta del M inistro del Paraguay,
don Jesús Angulo, y del M inistro de la R epública Dom inica­
na, don César T olen tin o (®), ofertas que u n día encam inarían

(3) Ignoro el paradero actual de don Jesús Angulo, M inistro de P ara­


guay en Madrid, durante la guerra. Cuando llegué exilado a Francia, traté
infructuosamente de localizarle a fin de puntualizar la oferta que me
había hecho para m archar en buenas condiciones a su país; en vano le
escribí a las Legaciones de París y M adrid, y al Consulado de Perpignan;
sería solamente la víspera de llegar a la R epública Dominicana, cuando
coincidiendo casualmente en el mismo barco con don César Tole\itino, Mi­
nistro de la R epública Dominicana en M adrid y Decano accidental del
Cuerpo Diplomático cuando las tropas fascistas entraron en la ciudad,
de sus labios sabría que Angulo había sido encarcelado por Franco en
Burgos. Fué un buen amigo nuestro, y nada incorrecto sé en su actitud.
Don César T olentino abandonó la Legación dominicana en Madrid,
poco después de en trar las tropas fascistas; la Providencia quiso que al
cabo de los meses coincidiéramos en el mismo barco camino de Ciudad
T rujillo; y desde 1940 representa a su país en Centroamérica. Tolentino
destaca en el cuadro general de las misiones diplomáticas porque no sólo
asiló a algunas personas de ideología fascista sino que tam bién organizó
u n refugio para niños republicanos evacuados de sus hogares, establecido
en la calle de Almagro, esquina a la calle del Cisne. Cuando Franco
mis pasos hacia "la tierra q u e am ó Colón”, como aprendí por
vez prim era en la Legación del Paseo de la Castellana.
Por m i cargo en el Partido y en la Delegación, me tocó
llevar a cabo casi todas estas misiones, y estar en frecuente
contacto con embajadores y ministros. Esto me perm ite hoy
día recordar varios hechos destacados que merecen perpetuarse,
sin olvidar algunas anécdotas simpáticas.
Anécdotas tales como aquellos obsequios de víveres holan­
deses que de vez en cuando nos hacía el Encargado de Nego­
cios a. i., de los Países Bajos, Francisco Schlosser; más de una
vez nos resolvieron u n problem a agudo de ham bre en la rep ú ­
blica de la Delegación. A unque nos crearon otros serios pro­
blemas culinarios; porque los víveres solían ser sorprendentes,
y si no veamos: El queso de bola holandés tiene justa fam a de
ser exquisito, pero por lo visto cuando se dedica a los m arinos
se les introducen una serie de dim inutas especies, que conser­
varán indefinitivam ente la crema pero que estropean el queso
de u n a m anera lam entable; tan sólo Ustarroz se atrevió a
comerlo. O tra vez, el obsequio com prendía dos paquetes des­
comunales de vegetales secos, cuya preparación culinaria pare­
cía bien fácil; como el vegetal estaba prensado y desecado no
había más que tenerlo a remojo, se hinchaba y recobraba su
aspecto norm al, y después se guisaba; bien fácil, pero, por más
que el cálculo lo hicimos con el criterio ahorrativo impuesto
por las circunstancias, cuando aquellas virutas descoloridas se
hincharon, nos salieron más repollos que personas, pero repo­
llos que jamás conseguimos que supieran a repollos, sabían a
madera, si es que la m adera sabe así. Felizmente el resto de
los víveres eran al natural, y de vez en cuando íbam os por
tu rn o a comer en la Legación; en estos días, lo que se hinchaba
era nuestro estómago.
A lgún tiem po después, nos advirtieron que se sospechaba
de Schlosser como agente nazi. Fué una verdadera pena; au n ­
que la sospecha después pude trocarla en verdad confirm a­
da (^). Pero de nosotros bien poco fru to pudo sacar, y en

conquistó la ciudad, T olentino actuó como Decano accidental del Cuerpo


Diplomático residente, y en ta l calidad hubo de colaborar enérgicamente
para que respetara a los catorce asilados republicanos de la Embajada
de Chile; p o r él supe detalles del asalto por los fascistas a otras legaciones
y embajadas. Nótese bien el contraste.
(4) Fué en el verano de 1937 cuando supe por vez prim era las sospechas
de espionaje que pesaban sobre Francisco Schlosser, Encargado de Negó-
cambio nosotros le debemos a él muchas cenas, y algún servicio
como el que seguidamente relataré.
Quizás el prim er asunto serio en que nos vimos envueltos,
fué el planteado p or la Em bajada de la A rgentina hacia el
día 10 de diciembre. L a Delegación recibió u n aviso, rogando
que alguno de nosotros se personara en su edificio del Paseo
de la Castellana; Sosa me encargó la visita, y allí me presenté
con mis barbas, pistola y farol; estaba entonces al frente de la
misión, según creo recordar, u n M inistro, el señor Quesada,
perfecto caballero de ademanes distinguidos con el q u e tuve
u n a interesante conversación; él elogió lealmente nuestra obra,
yo hice m i poquito de propaganda vasca, y seguidam ente me
planteó el asunto: acababa de recibir instrucciones del G obier­
no argentino para que liq uidara rápidam ente la situación de
sus asilados, que eran bien pocos por o tra parte; la legación
debía quedar lim pia de ellos, y el bueno del M inistro se halla­
ba en la dificultad de colocar a sus huéspedes; parte de ellos
eran turistas del asilo, que podían regresar a sus hogares, y ya
lo habían hecho; parte eran verdaderos asilados que corrían
peligro en la calle, por lo que otras legaciones se estaban
haciendo cargo de ellos; y como entre los asilados había un
vasco, nos lo q u erían colocar.
Se tratab a de u n aristócrata donostiarra, de apellido Lizarri-
tu rri, M anuel de L izarriturri si no me equivoco, herm ano del
M arqués de T en o rio que poco antes se había hecho célebre,

do s a. i. de H olanda en M adrid; en la Cámara holandesa h abía sido


acusado públicamente por su condición de alemán y otros hechos. Yo
sabía, por habérm elo contado en parte él mismo, que había colaborado
activamente en la fuga de Ramón Serrano Súñer; pero sólo sería en 1939,
ya exilado en Francia, cuando confirmé la exactitud de las acusaciones. Mí
am istad con él, en extremo circunspecta desde que supe las sospechas en
cuestión, me 'llevó a solicitarle por carta que m e sacara u n a m aleta con
ropa de civil que había dejado en Barcelona, p ara cam biar m i gastado
uniform e de campaña; Schlosser tuvo la gentileza de venir personalmente
a visitarme a Vernet-les-Bains, y en u n a larga conversación trató de con­
vencerme para que regresara al territorio fascista; “El Gobierno Vasco
—me dijo— es u n sueño que pasó, u n buen padre que h a m uerto; regresa
y ponte a bien con los vencedores”; más adelante me confesó q u e por su
parte pensaba regresar en cuanto arreglara su documentación. “Yo estoy
a bien con ellos; cada vez que hacía u n viaje a La Haya, pasaba después
p o r Berlín, y el Gobierno Alemán está al tanto de m i actuación”; ésta era
la confesión de su doble juego, mas si por si aún cupiera alguna duda,
he sabido posteriormente por carta desde M adrid de u n amigo mío, asilado
du ran te la guerra en la Legación de H olanda, que Schlosser desempeña un
alto cargo en la Embajada de Alemania.
puesto que al ser juzgado por u n T rib u n al P opular y pese a su
título, h ab ía proclam ado su ideología dem ócrata, su conducta
le a l ... en fin, salió absuelto y con aureola casi de demagogo;
lo que no le im pidió, según comprobé más tarde al conocerle
personalmente, que tuviera su miedo íntim o. Pues bien, su
herm ano se hallaba asilado en la Em bajada de Argentina,
tenía que salir de ella, y a la Delegación de Euzkadi nos corres­
pondía el honor de resolver la papeleta.
Regresé a la Delegación, di cuenta, se estudió el caso, retorné
a la Em bajada, y hablé con el bueno de L izarriturri. U n señor
de unos cincuenta años escasos, digno y agradable, que me
saludó con cordialidad y cierta angustia; me contó su historia,
vulgar, la del aristócrata que tuvo miedo el prim er d ía sin
motivos personales para ello; dada la situación actual de M a­
drid, nuestro consejo leal era el de que volviera a su domicilio,
ya que en el Refugio Vasco no tendría protección; tras alguna
vacilación convino, y con él m arché en el auto de la Delegación
hasta su casa, sita cerca del Jard ín Botánico.
El hom bre iba emocionado tras la ausencia, y deseoso de
abrazar a su esposa e hijos, de los que n o sabía nada desde
hacía varios meses. Llegamos a la casa, el portero apenas
saludó, subimos al piso, u n a especie de am a de llaves dió u n
alarido y comenzó a l l o r a r .. . En resumen, resultó que algún
tiem po después de p a rtir L izarriturri de su casa, sus suegros
y algún cuñado habían sido paseados, razón por la cual su
esposa se había apresurado a refugiarse en la Legación de
N oruega con la prole infantil. Avanzaba la tarde, el espectro
del portero y la denuncia nocturna se adueñó del bueno de
L izarriturri, que clamó por nuestra protección; era u n caso
de hum anidad, y regresé a la Em bajada de A rgentina, donde
me d ijeron que era absolutam ente im posible adm itirle de
nuevo; fué entonces cuando en el apuro del m om ento pensé en
la Legación de Noruega, corrí a ella, planteé el caso a Schlaier,
y u n cuarto de hora después la fam ilia se reu n ía bajo el regazo
de la bandera escandinava. N o he vuelto a saber n ad a de él.
Por aquellos días la situación en las legaciones no era muy
halagüeña. Y no me refiero tanto a las habituales incom odi­
dades de la situación sino al tem or de asaltos que por ellas se
esparció con motivo de los sucesos de la Legación de Finlandia;
sobre los mismos me extenderé al hablar del servicio de Presos
y Desaparecidos. Quizás esto fuese lo q u e m otivó la decisión
argentina.
El tem or arreciaría cuando poco antes de N avidad fué ase­
sinado el Agregado Civil de la Em bajada de Bélgica, Barón
de Borchgrave (®). Pero ninguno de estos hechos se repitió, y
la extraterritorialidad de las legaciones no sólo fué respetada,
sino que el G obierno de a R epública comenzó a tra ta r con
las Misiones Diplom áticas la evacuación al extranjero de los
asilados.
N o es de lugar, porque no intervinim os en ellas, relatar los
incidentes de la discusión, que term inó con el acuerdo de
evacuar en prim er lugar los asilados en la Em bajada de Bélgica
y en la Legación de H olanda, en el mes de febrero de 1937 (®).

(5) E l Barón de Borchgrave, Agregado Civil a la Embajada de Bélgica,


desapareció a fines de 1936; durante varios días se ignoró su paradero,
y poco después se identificó su cadáver en el cementerio del pueblo de
Fuencarral. Como es lógico, tanto los fascistas españoles como el Gobierno
de Bélgica promovieron u n gran escándalo, cuyas repercusiones jurídicas
llegaron hasta el T ribunal Perm anente de Justicia Internacional de La
Haya. El asunto, tal como pude averiguar entonces y casi he podido con­
firm ar después, es el siguiente: Borchgrave era u n agente quintacolum nista,
que se habia destacado p o r numerosas visitas realizadas al sector del Pardo
en que luchaba el contingente belga de las Brigadas Internacionales, visitas
que solían coincidir con la deserción de' algunos de estos voluntarios: los
Servicios Especiales del Ministerio de la G uerra le siguieron los pasos,
parece que comprobaron su incitación y complicidad en las deserciones, y
algunos agentes decidieron m atarle silenciosamente para evitar las compli­
caciones diplomáticas. Esta m uerte fué u n asesinato, y nos causó mucho
daño, pero Borchgrave se la ganó; lo más lam entable es que las autoridades
m adrileñas no tuvieran la gallardía del Gobierno Vasco, si Borchgrave era
un espía quintacolum nista, debió ser juzgado y ejecutado públicam ente,
como se hizo con W akonnig y Martínez Arias en Bilbao.
(6) Hacia mediados de febrero salieron todos los asilados en la Embajada
de Bélgica y la Legación de H olanda, m ejor dicho, todos menos uno:
Wenceslao Fernández Florez. de quien seguidamente hablaré. E l compro­
miso a que se había llegado, suponía la evacuación de cualquier clase
de asilados, pero con la obligación por parte de los gobiernos interesados
de que cuantos se hallaren en edad m ilitar serían internados en los res­
pectivos países. Ahora bien, tan pronto como los asilados en la Embajada
belga tocaron suelo no español, fueron dejados en absoluta libertad, sin
respetar los términos del acuerdo, y quizás en represalia de la muerte
de Borchgrave. H olanda cumplió mejor su palabra, y ios m ilitares y
jóvenes fueron internados en la ciudad de Eindhoven; una docena de ellos
intentó marcharse a territorio fascista, pero la policía consiguió detener
a dos de ellos, si no recuerdo mal. La experiencia belga hizo que la
evacuación de las restantes legaciones se paralizara por algún tiempo: meses
después se reanudaría en pequeños contingentes, y todavía se dió el caso
peregrino de los asilados en la Legación de T u rq u ía, que fueron em bar­
cados con rum bo a este país, pero en un buque que hizo escala en un
p u erto italiano, donde todos los asilados bajaron a tierra y se marcharon
alegremente a la España fascista.
La circunstancia de hallarse asilado en esta últim a, desde
los días de noviembre, nuestro correligionario Cesáreo Ruiz
de Alda, q u ien no tenía por qué salir al extranjero sino seguir
nuestras propias vicisitudes, hizo que se acordase por com ún
acuerdo su salida de la legación. Y hacia m ediados de febrero
fui a buscarle u n a noche, para evitar posibles indiscreciones
o sospechas.
Fué la prim era vez que me puse en contacto con refugiados
en u n a legación. Los de H olanda estaban en u n chalecito de
la calle M arqués del Riscal, esquina a M ontes Esquinza; aislado
en m edio de u n jardín rom ántico, rodeado de altos muros, las
ventanas herm éticam ente cerradas, sin u n a luz, silencioso. R e­
conocido Schlosser, u n portero nos franqueó la p u erta del jar­
dín, y alguien la del chalet; ya nos esperaban, e inm ediata­
m ente apareció Cesáreo, jovial y sonriente, pronto descubrí
que prefería todos los riesgos de la calle a la vida de asila­
do (’). De diversas habitaciones y pasillos surgieron num ero­
sos asilados para despedir a Ruiz de Alda, acaso envidiándole
que fuera “rojo” ; entre ellos encontré varios compañeros de
la Universidad, y no es extraño que u n grupo se cerrara en
derredor; la conversación fué rápida, la política no apareció
por n in g ú n lado, y todo se redujo a preguntas y respuestas
sobre el paradero de varios amigos; en esto, u n hom bre cal-

(7) Cuando Cesáreo Ruiz de Alda regresó al local de la Delegación de


Euzkadi, nos refirió múltiples anécdotas de la vida en el interior de las
legaciones; casi todas corresponden al ya conocido problema del hacina­
miento en habitaciones inapropiadas, al miedo constante que les hacía
atisbar tras de cortinas y persianas el paso de cualquier miliciano p o r la
calle, a la escucha de emisoras fascistas. Quiero, sin em baído, anotar un
aspecto peculiar del problema del que todavía no he oído comentarios;
se trata de la distinción tajante que existió entre dos clases de asilados,
los señorones aristócratas y forrados de dinero, que pretendían continuar
llevando u n a vida cómoda y hasta sibarita, frente a los muchachos jóvenes,
casi todos pertenecientes a partidos de combate, pero de condición más
hum ilde; en la Legación de H olanda, los prim eros eran apodados despec­
tivamente “los tripacocos”, y los segundos “la canalla roja"; cuando lo
lógico hubiera sido la unión de todos en la común d e ^ a c i a y común
ideología, el egoísmo marcó u n a divisoria rayana en el odio. R uiz de
Alda llegó a contarnos que la administración de la despensa era llevada
por uno de los “tripacocos”, con repartos injustos y ocultos, y que algunas
familias se reservaban para sí habitaciones y camas confortables; mientras
los muchachos jóvenes se veían obligados a trab ajar en los quehaceres
domésticos, en la cocina y limpieza de platos, y tenían que dorm ir incó­
modam ente hacinados sobre colchones tendidos en el suelo; tal fué la
tensión, que un día hubo un conato de sublevación, en el curso del cual
"la canalla roja” asaltó la despensa de "los tripacocos".
vorote y de nariz inm ensa apareció p o r una puerta, y ya se
acercaba curioso como todos, cuando de repente me vió, m ejor
dicho, vió mis barbas y uniform e de miliciano, y m aterial­
m ente dió u n brinco hacia atrás, hasta esconderse en la som­
bra; fué entonces cuando le reconocí, era el escritor Wenceslao
Fernández Florez. Días después volví exclusivamente para
charlar con él (®).
E n ocasiones posteriores tuve la oportunidad de en tra r en
otros edificios donde se hallaban asilados, y charlar con varios
conocidos. Siempre me llam ó la atención la Em bajada de
C uba; contra lo que sucedía en las dem ás en que los asilados
se escondían, allí paseaban librem ente por el vestíbulo, hasta
el pun to de confundirse con las visitas.
Más adelante la p>olicía tom ó precauciones. N o para evitar
asaltos de las turbas, que jam ás los hubo, sino para evitar las
m aquinaciones de la q u in ta colum na; las visitas que entraban,
eran muchas veces agentes de enlace entre los jefes asilados y
los fascistas ocultos en la ciudad. Las autoridades sabían per­
fectam ente esto, sabían que varios diplom áticos eran induda­
bles agentes nazis, y sin embargo nunca se atrevieron a moles­
tarles tan siquiera.
C ontrasta tanto más por ello nuestra actuación. Si en

(8) El escritor hum orista Wenceslao Fernández Florez, que durante


los cinco años de República se había destacado por sus ataques mordaces
contra los hombres e instituciones del nuevo régimen desde las columnas
del “A B C”, se asiló al comenzar el movimiento en la Em bajada de A r­
gentina; pero m uy pronto el Gobierno de H olanda solicitó como un
honor que fuera traspasado a su Legación, considerando los elogios por él
tributados a los Países Bajos en uno de sus libros de viajes. Al día si­
guiente de mi visita en busca de Ruiz de Alda, Schlosser me contó que
Fernández Florez había protestado enérgicamente: "N o dejan e n trar a
nuestros familiares, y sin embargo perm iten que nos vean milicianos de
barbas y pistolón”; consecuencia de esta protesta, fué la visita arreglada
expresamente para que charlara con el escritor gallego, conversación baladí
sobre el régimen arrocero. Cuando los asilados en la Legación de H olanda
fueron evacuados, el Gobierno negó el perm iso de salida a Fernández
Florez, justam ente temeroso de su plum a cáustica; y en el Consulado de
Valencia quedó solitario, con mucho más miedo que antes. Finalm ente,
hacia el mes de agosto, se autorizó su salida, probablem ente en compensa­
ción al comportamiento honrado del gobierno holandés internando a los
evacuados en edad m ilitar. Algún tiempo después, Fernández Florez p u b li­
caría una novela repugnante, en la que pretende satirizar la vida en la
zona republicana: para cuantos la vivimos en todo su dram atismo, la visión
de Fernández Florez es falsa, tan falsa como que fué hecha p o r u n hom bre
que no la vivió, que pasó un año encerrado en una legación, m uerto de
miedo. Y lo siento, porque soy u n adm irador de algunas novelas suyas.
M adrid nos enfrentam os al terror anárquico y en Euzkadi el
orden fué férreo y disciplinado, cuando la ocasión llegó,
el G obierno Vasco supo fusilar a dos cónsules espías. Conocida
es ya la historia del espionaje descubierto en Bilbao a fines
de 1936, cuyo jefe era el capitán de ingenieros M urga, y cuyos
planos fueron hallados en la valija del Cónsul de Austria-
H ungria, W akonnig; juzgados los culpables por el Consejo de
G uerra vasco, entre las condenas a m uerte pronunciadas, dos
recayeron sobre W akonnig y sobre M artínez Arias, cónsul de
Paraguay. •
Lo que no creo que se sepa, y es bien significativo, fué la
reacción del hecho en M adrid; se supo q u e la sentencia iba
a ser ejecutada; dos diplom áticos amigos, el M inistro del Para­
guay y el Secretario de H ungría, acudieron separadam ente a
la Delegación de Euzkadi para indagar noticias; tam bién me
correspondió atenderles y com pungidam ente decirles q u e la
sentencia era regular y el delito probado, por lo que sólo cabía
que se dirigieran en solicitud de clemencia a Bilbao. L a sen­
tencia se cumplió; y cuando los periódicos de M adrid p u b li­
caron la noticia, creí u n deber m archar a las dos legaciones
para afro n tar de cara la situación, pero tem iendo haber per­
dido dos buenos amigos; aún resuenan a través de los años
sus palabras emocionadas, casi fueron idénticas: "H e hablado
con Bilbao, y la sentencia h a sido justa; su Presidente es un
caballero. Así he inform ado a m i gobierno”.
Esta reacción sólo cabe cuando un pueblo y u n gobierno
han cim entado una sólida reputación de honradez y de justicia.
A prim eros de marzo tendríam os ocasión de constatar y apro­
vecharnos de esta estimación. U na m adrugada, el teléfono
repiqueteó despertándonos a duras penas; era el M inistro
Irujo, q u ien desde Valencia nos com unicaba que su herm ano
Pello M ari, hecho prisionero en un barco camino de Francia,
acom pañando a u n grupo de mujeres y niños, y condenado a
m uerte p or las autoridades franquistas, ib a a ser puesto en
capilla y ejecutado, según noticias recién llegadas. E ra cuestión
de vida o muerte, y en pocas horas. Apenas había salido el
sol, cuando ya estábamos todos en m ovim iento; cada cual
acudió a los resortes que pudo; por m i parte me tocó recorrer
el rosario de legaciones y embajadas, a las que antes servimos
altruistam ente y hoy pedíam os u n favor de estricta justicia y
hum anidad.
E n todas partes la im presión fué unánim e. De horror ante
la saña enemiga, que condenaba a m uerte a u n prisionero
civil, herm ano del hom bre que desde el M inisterio de la
R epública Española había sido cam peón de la hum anidad, y
de buena voluntad p or ayudarnos; la dificultad estribaba en
que ninguno de los gobiernos acreditados en M adrid habían
reconocido, como era obligado, al de Franco, pero m uchos de
ellos la obviaron dirigiéndose a sus representantes acreditados
ante el Gobierno de Portugal, a fin de que presionaran cerca
de la Em bajada fascista en Lisboa.
A quel día el cable transm itió m uchos mensajes cifrados, en
los q u e se proclam aba nuestra actuación en la guerra y se
pedía la presión indirecta de las Cancillerías en solicitud del
indulto. Creo sinceram ente que u n a de las gestiones más efi­
caces fué la de Schlosser, quien me m ostró algunas horas más
tarde el texto del cable cifrado que había rem itido tan pronto
como recibió m i visita; Francisco Schlosser había colaborado
de u n a m anera activa en la fuga del que después sería M inistro
de Estado español, R am ón Serrano Suñer (®), quien por enton­
ces ya comenzaba a ser el “cuñadísim o” ; u n herm ano de F ran­
co, Nicolás, era em bajador en Lisboa, y a través de la legación
holandesa se dirigió a él Schlosser, rogando pidiera a Serrano
Suñer la ráp id a gestión del indulto; el cable llegó a su destino,
y tengo la seguridad de que a él se debe en gran parte la
prim era suspensión del fusilam iento (^®).

(9) Aun no he podido reconstruir bien la historia de R am ón Serrano


Suñer, el diputado moderado de la CEDA, que más tarde sería “cuñadísi­
m o”, Ministro de Estado y Jefe de la Falange. Sé ciertam ente que se
hallaba en la Cárcel Modelo cuando el asalto del 23 de agosto, sin que
nadie se metiera con él; sé que Schlosser, en unión de algún otro diplo­
m ático, le escamoteó de la prisión en una forma en cierto modo novelesca;
y sin estar seguro, creo que finalm ente h ubo u n canje privado, en el que
intervinieron algunos diputados aragoneses. A. de Lizarra en su obra “Los
Vascos y la República Española” proporciona antecedentes interesantes.
(10) Pello Mari de Irujo, el herm ano m enor del Ministro, fué hecho
prisionero por las tropas fascistas en la evacuación de San Sebastián, en sep­
tiem bre de 1936. Sin consideración a su calidad de prisionero civil, sin consi­
deración siquiera a la labor de justicia y hum anidad que venía desarro­
llando su hermano, sin consideración alguna a las ofertas de canje form u­
ladas, fué condenado a m uerte por un consejo de guerra fascista algunos
meses después de su detención. A primeros de marzo, confidencias llegaron
a la Delegación de Valencia de que había sido dispuesta su inm ediata
ejecución; ejecución que de momento se consiguió suspender. Meses des­
pués, una segunda orden de ejecución haría mover de nuevo lodos los
resortes posibles; sin que hasta entonces hubiese sido posible seguir ade­
lan te las gestiones de canje. Finalmente, en octubre de 1939, seis meses
Por detrás de todas estas gestiones y amistades, latía algo
p ara nosotros m uy esencial; pretendíam os actuar como autén­
tica representación de un Gobierno, de u n a Nación, de Euz­
kadi.
E l día 16 de marzo tuvimos una espléndida ocasión para
dem ostrarlo con cierta solemnidad. H abía fallecido el Em ba­
jador de Cuba, señor Pichardo, con quien habíamos trabado
estrecha relación en los últim os meses; el entierro sería todo
lo solemne que perm itían las circunstancias, e inm ediatam ente
pensamos en asistir oficialm ente al mismo. A tal efecto fuimos
comisionados Santiago de Lekuona, Agustín de R uilope y yo.
El cadáver se hallaba expuesto en uno de los palacetes que
tenía bajo su bandera la Em bajada de Chile, cuyo titular,
señor Núñez Morgado, ostentaba el Decanato del C uerpo Di­
plom ático. Y abandonando los hábitos milicianos para vestir
p o r prim era vez en varios meses chaquetas y corbatas, nos per­
sonamos allí, portadores del pésame de la Delegación de Euzka­
di; los salones y el jardín rebosaban de personajes, m uchos de
ellos conocidos y amigos, que nos saludaron afectuosamente;
un verdadero derroche de chisteras. U n destacam ento de sol­
dados rin d ió los honores correspondientes, y en lento cortejo
desfilamos p o r el Paseo de la Castellana; para tom ar después
los automóviles hasta el Cem enterio del Este. Descargas al
aire, discursos necrológicos, coronas y lágrimas; los asistentes,
diplomáticos en su casi totalidad, comenzaron a desfilar ante
la presidencia del duelo para balbucir el pésame ru tin ario ; el
Decano del C uerpo Diplom ático, los Secretarios de la Em ba­
jad a de Cuba, todos de uniform e y sombrero de dos picos,
varios familiares enlutados presidían; pasaron largos minutos,
apenas quedaba nadie por desfilar, y el turno nos tocó.
—“E n nom bre del G obierno Vasco” —pronuncié clara y fir­
m emente, al estrechar la m ano del Em bajador Núñez Morgado.
después de haber ganado la guerra los fascistas, se ordenó por tercera
vez la ejecución; ésta, las gestiones se realizaron desde el exilio, sin más
peso que el de nuestra labor pasada y reputación m undial, consiguiéndose
el indulto por fin.
No fué Pello Mari el único fam iliar del M inistro Iru jo perseguido sañu­
dam ente por los fascistas. En los primeros días del movimiento, fueron
apresados en Lizarra, su anciana m adre doña A niana, su jovencísima hija
M irentxu, sus hermanos Ju an Ignacio, Eusebio y Delfín, su herm ana y dos
cuñadas con varios sobrinos; las dos últim as dieron a luz en la prisión.
Las mujeres fueron canjeadas algún tiem po después por el Gobierno Vasco;
Juan Ignacio y Eusebio lo serían tras costosos esfuerzos, y m uy avanzada
la guerra, el últim o en diciembre de 1938;
El sombrero bicorne se alzó en ángulo de noventa grados,
su rostro m iró sorprendido mis barbas de m iliciano; y el de
Estalella, y el de todos. Después, la voz de R uilope y la de
Lekuona reiteraron el pésame oficial vasco. Euzkadi estaba
presente en el duelo internacional.

Propaganda de E uzkadi

Fué una de nuestras obsesiones: proclam ar que éramos vas­


cos, que Euzkadi era una nación, y u n a nación digna de todo
respeto.
Lo proclamamos con nuestra conducta, lo proclam am os en
la ik u rriñ a que ostentábamos en brazaletes y txam arras, lo
proclamamos en las cárceles y en las embajadas, lo proclam a­
mos tam bién por la voz de las ondas.
Ya he dicho cómo la noche final de año, desde las catacum ­
bas de la emisora U nión R adio de M adrid, la voz de la Dele­
gación transm itió el mensaje de esperanza y com bate que los
vascos lanzaban al iniciarse el nuevo año; y los acordes del
“Euzko A bendearen Ereserkija” resonaron quizás por vez p ri­
m era en los receptores madrileños.
Dos días después, el 2 de enero, tuvimos a nuestro cargo
u n a emisión com pleta de música vasca. Don Ju lio de U ru­
ñuela cuidó la dirección artística del acto, e Imaz, u n m uchacho
ingresado poco antes en la G uardia procedente de “Euzko-
Ikasle-Batza”, preparó y dirigió los coros en que todos partici­
pamos, con más o menos arte, pero anim ados de la mejor
voluntad. El escritor Pedro M ourlane M ichelena colaboró
con u n interesante com entario sobre el teatro vasco. Y entre
canto y bailable de txistu, se intercalaron los comentarios
patrióticos, los lamentos de nostalgia, los gritos de combate.
El 17 de enero, fui invitado a pronunciar una charla política
desde la em isora instalada en el Palacio de Comunicaciones,
con retransm isión por R adio España, en u n ciclo organizado
por la Federación U niversitaria Española y a cargo de repre­
sentantes de las distintas juventudes políticas. El Com ité del
P artid o N acionalista Vasco aprobó m i intervención en nom bre
de la Juv en tu d Nacionalista Vasca; y así lo hice, proclam ando
nuestra posición clara en la guerra, como católicos y como
vascos; las últim as palabras de arenga, tuvieron como fondo
velado los prim eros compases del H im no Vasco, que fué ere-
ciendo en intensidad para adueñarse del m icrófono con el
últim o |G ora Euzkadi azkatuta!
E n repetidas ocasiones, los periódicos publicaron notas e
informaciones rem itidas por la Delegación; a las veces, decla­
raciones del Secretario General; y siempre comentarios elogio­
sos de la actitud y heroísmo de nuestros gudaris, de los “cató­
licos vascos” que m orían por la Libertad.
E n verdad que nunca el nom bre de Euzkadi tuvo mayores
ecos.

Presos y desaparecidos

A unque casi todos los servicios iniciados por el Partido


N acionalista Vasco habían pasado a la Delegación de Euzkadi,
el Com ité se reservó siem pre aquellos que por su carácter esen­
cialm ente político no debían rozar el objetivo general q u e se
quería d ar a la Delegación oficial del G obierno Vasco. Estos
servicios políticos eran esencialmente dos: la docum entación
ideológica, y las peticiones de libertad.
L a docum entación política prácticam ente había agotado su
misión, y apenas si se extendió algún nuevo carnet de nacio­
nalista o volante de adhesión al régim en después del ataque a
M adrid.
E n cambio la labor del departam ento de Presos y Desapare­
cidos vió centuplicados sus alcances. Días hubo, como los
últim os de año, en que pasaron de 25 los nuevos casos some­
tidos a nuestra consideración; en m i diario anoto adm irado
el 29 de diciembre, que en aquellos últim os cuatro días había­
mos abierto cien fichas nuevas de presos o desaparecidos
L a voz de nuestra labor había corrido por la ciudad, y dia­
riam ente se descolgaban en nuestras oficinas los familiares
angustiados, muchas veces sin alegar ningún parentesco o
(11) E n los primeros días, n i el Partido ni la Delegación tuvieron una
organización adm inistrativa eficiente. Ya por el mes de diciembre, cada
servicio funcionaba regularm ente; y A retxederreta fué quien im puso el
orden. Desde el prim er día de su instalación en el local social, se dedicó
a atender a cuantas visitas llegaban, anotando sus deseos e informaciones,
lo que facilitaba enorm emente las gestiones de todos; especialmente las
mias, ya que mis correrías fuera del Partido me im pedían atender a las
visitas.
La organización definitiva fué la siguiente; la G uardia, en turnos suce­
sivos, atendía a la puerta para m antener el orden; Aretxederreta, instalado
en u n minúsculo despachito inm ediato al vestíbulo, recibía todas las
visitas, las atendía en principio, y si se consideraba oportuno les entregaba
am istad con vascos, sino sim plemente clam ando por nuestro
sentido de hum anidad; familiares, m uchos de los cuales sabía­
mos perfectam ente que eran adictos a los fascistas sublevados,
y sin embargo nunca se les rechazó; a todo el que acudió
pidiendo ayuda, se le oyeron sus cuitas y se le inform ó sobre el
paradero y situación de sus deudos; si se trataba de u n fascista,
nuestra labor term inaba allí, en la m era inform ación; si se
tratab a de una persona digna de nuestra ayuda, entendiendo
por tal incluso a los desafectos que n o parecían peligrosos, al
estilo de muchos curas y monjas, nuestro aval solía abrirles las
puertas de la cárcel.
De dos tipos fueron en su m ayoría los casos que por enton­
ces se nos descolgaron: Por un lado teníamos a m uchas perso­
nas detenidas en los meses de noviem bre y diciem bre de 1936

un volante con el servicio a que debía pasar y el número de preferencia,


a la p a r que al jefe de la sección respectiva le pasaba otro volante con el
nom bre del visitante, el objeto de su visita, y el número de preferencia;
después, la G uardia se encargaba de m antener el orden en el vestíbulo y de
pasar a los visitantes en su turno respectivo. Sólo de esta m anera se pudo
trab ajar con la intensidad de aquellos días; el térm ino norm al de visitas
solía ser de ochenta personas, de las cuales unas 15 pasaban al Secretario
General, otras 15 solían pasarme a mí, unas 25 al servicio de evacuación, y
el resto eran despachadas directam ente por Aretxederreta.
En el servicio de Presos y Desaparecidos, donde la organización y ayuda
de A retxederreta cobró m ayor relieve, ningún fam iliar pasaba el prim er
día a m i despacho, se lim itaba a dejar cuantos datos tenía sobre la deten­
ción o desaparición a A retxederreta, quien todas las noches m e pasaba
una lista detallada de casos. Estos datos iniciaban la ficha en m í despacho,
y a la m añana siguiente le devolvía la relación con la contestación oportuna,
que pocas veces era definitiva y casi siempre anunciaba la oportuna inves­
tigación; las contestaciones definitivas eran para rechazar u n caso por ser
evidentemente inútil su examen, para d a r la fecha de su m uerte cuando
ya nos constaba en las listas que poseíamos, o p ara referirnos a gestiones
en curso iniciadas por otra persona; cuando se abría una información, nor­
m almente al día siguiente se contestaba am pliam ente, bien fuera en sentido
afirmativo, bien fuera citando a la persona interesada para que pasara a
h ab lar conmigo. A retxederreta estaba de servicio perm anente; yo dedicaba
a las visitas dos o tres horas en la tarde, y el resto del día lo dedicaba a
correr por la ciudad, para realizar el trabajo de oficina de noche. Una
vez que se tenía la información completa, si procedía actuar se sometía al
oportuno aval al Comité del Partido para su resolución y firma; sus miem­
bros, además, intervenían directam ente cerca del servicio siempre que lo
consideraban oportuno, bien fuera preguntando u ordenando. Finalmente
la G uardia, no sólo m antenía el orden en el edificio, sino que más de
u na vez me acompañaba en algunas gestiones directas que se consideraban
delicadas o requerían cierto aparato externo.
Eramos pocos, pero una estrecha cooperación entre todos, perm itió que
nos multiplicáramos.
por la im prudencia de familiares y amigos que, creyendo las
falsas noticias sobre la conquista de M adrid por las tropas fas­
cistas, se habían apresurado a enviar cables y cartas de felici­
tación, cartas y cables llegadas a M adrid, pero a manos de la
censura republicana, y de éstas a las de la policía; otras veces,
se tratab a de prisioneros hechos durante la batalla, en cuyos
bolsillos y carteras se hallaron tam bién direcciones de amigos
madrileños, o de personas a quienes debían saludar en nom bre
de deudos residentes en la zona fascista. P or otro lado tenía­
mos a los desaparecidos en las trágicas sacas de las cárceles.
N uestra gestión en el últim o caso solía ser rápida. Com pro­
bábamos si el nom bre figuraba en las listas que poseíamos
sobre los "trasladados a C hinchilla” o “libertados”, y con toda
la suavidad posible colocábamos la noticia. A veces, el dolor
o la angustia de familiares íntim os nos obligaba a retrasar la
am arga píldora, dorándola antes con bulos y vaguedades.
C uando el desaparecido no figuraba en las listas oficiales,
alguna vez se trataba de supuestos jefes o agentes de la q u in ta
colum na a los que la policía tenía incom unicados en calabozos
especiales y secretos; otras se trataba de personas asesinadas
por algún grupo incontrolado, grupos cada día más escasos.
De todas maneras, reconozco que en algunos casos todas nues­
tras indagaciones fracasaron; pero fueron pocas.
E n caso de u n a detención de las correspondientes al prim er
grupo, nuestra gestión solía ser rápida. Averiguábamos la
denuncia o sospecha, indagábam os antecedentes personales y
políticos del detenido, y norm alm ente le avalábamos, salvo los
casos en que la acusación fuese fuerte o el individuo estuviese
afiliado a Falange Española, Acción P opular u otros organis­
mos de lucha activa; si se trataba de u n derecha se profundiza­
ban las características personales y posible peligrosidad del
individuo, de m anera que hubo bastantes de tipo conservador
y católico avalados por el Partido. N aturalm ente, la redacción
de la carta solicitando la libertad, variaba en unos casos y en
otros; en unos respondíam os plenam ente, en otros se trataba
de u n a m era súplica con todas las reservas. El tipo corriente
de aval decía:

“Señor Delegado de O rden Público. —Rogamos ponga en


“ libertad a ........ . detenido en la cárcel.......... pues según
“ nuestros informes se trata de u n a persona leal al
“ régim en.”
E n el fichero sacado a Francia, constan todos los detalles de
cada uno de los presos o desaparecidos que pasaron por nues­
tro departam ento. Anécdotas podrían contarse numerosas;
citaré tan solo alguna.
Recuerdo, por ejemplo, a u n paisano mío, don Pedro de
Lezama, que había trasladado algunos años antes su residencia
desde A m urrio a M adrid, donde regentaba u n a pensión en el
Paseo del Prado. T en ía u n hijo nacionalista vasco en Bilbao,
y otro jesuíta en América; pues bien, a fines de noviem bre la
policía recibió una carta de la censura, en la que el hijo jesuíta
cantaba la liberación supuesta de M adrid y pedía a sus padres
entregaran u n a cantidad en su nom bre para la subscripción
que seguram ente se abriría. N aturalm ente, el pobre don Pedro
dió con sus huesos en la cárcel; de la que pudim os sacerle
Ubre y fácilmente.
R ecuerdo a u n a aldeanita, ingenua, ingenua, que no se cómo
había ido a parar a la capital española, y a quien por lo visto
le hab ían detenido el pariente lejano con quien vivía. A nues­
tras preguntas para aclarar la filiación ideológica del detenido,
apenas si sabía responder, tal era su ignorancia dei maremág-
num político; al fin la concreté: “Vamos a ver, su tío, ¿es
fascista?”; “¿Fascista? —me respondió—, Ju a n Bereguistáin le
d isen . . . ”
R ecuerdo a una señora entrada en años, con u n a p in ta de
carcunda que se notaba a la legua, q u ien vino a protestarnos
porq u e la policía la había tenido varios días en el calabozo
preventivo. Según sus manifestaciones, ella no era política, ni
tenía ideas, n i nada de eso; le habían hecho u n registro en su
casa, y se la habían llevado detenida después. “¿No la encontra­
ro n nada en el registro?” “U n libro me cogieron”. “Pero ¿de qué
libro se trataba?” “U n libro que vi en una librería, y me gus­
tó, p o r las tapas; a m í no me gusta leer”. “Y ¿cuál era su au ­
tor?”. “No, no era u n libro político; yo nunca com pro libros”.
“Bien, pero ¿quién era el autor?”. Al fin, acorralada a pregun­
tas, confesó que era u n libro del Caballero Audaz, y recordé
las últim as producciones del antiguo escritor escabroso, los
recientes libros chillones con la bandera m onárquica en las
tapas; por ellas h ab ían detenido sin du d a a la b u en a señora,
que au n se resistía a confesar su sim patía por la causa fran­
quista. “N o me diga que a usted le gustan las novelas escabro­
sas, las novelas pornográficas’. . ”; casi se ofendió por la insi­
nuación; y al fin confesó.
Recuerdo a la señora de Lasuen, la bendita señora de La-
suen. Su m arido era redactor del órgano carlista m adrileño
“El Siglo F uturo”, dirigente del Centro Carlista, y todo en ese
orden. D etenido y juzgado, había sido condenado como des­
afecto al régim en a la pena m ínim a de u n año de cárcel; nada
h abía que hacer, y en la insensibilidad que la experiencia re­
petida nos dió, juzgamos que había salido muy bien parado
de la aventura. Pero la pobre señora n o se conform aba a la
idea, en vez de pensar en que podía haber sido asesinado por
unos chequistas, sólo im aginaba los doce meses de separación;
y llegaba a m i despacho convertida en u n m ar de lágrimas.
T ard e hubo, en que apareció ante m i mesa, se puso a llorar,
dijo dos palabras inconexas, volvió a llorar, y se m archó des­
ahogada sin que por m i parte hubiera abierto los labios.
E ra la insensibilidad que provocó en nosotros la tragedia
diaria y en proporciones de hecatombe.
C uando nada se podía hacer, lo decíamos; y ya eran inútiles
llantos y ofertas. Pero cuando se podía hacer algo, por poco
que fuera, corríamos hasta lograrlo. Sé que en m uchos centros
se criticó duram ente nuestra labor, sé que se nos acusó de pro­
teger a fascistas, sé que más de uno pensó en elim inarnos vio­
lentam ente; sin embargo, nadie podrá acusarnos de haber
ayudado al enemigo, nadie podrá presentarnos el caso de un
elem ento peligroso a quien sacáramos de la cárcel con nuestros
avales, nadie osará pensar que los errores cometidos fueron a
sabiendas y menos por interés. Defendimos u n criterio de
justicia y hum anidad, proclamamos que la religiosidad no era
u n delito ni u n peligro, y preferimos ayudar al hom bre de ideo­
logía contraria cuando lo vimos indefenso y perseguido injus­
tam ente.
Fuimos los prim eros en g ritar por todas partes que éramos
católicos, y que el hecho de ser católico no era suficiente razón
para estar en la cárcel.
Y tan pronto como la organización en tró en nuestro servicio,
nos dedicamos sistem áticamente a tom ar nota de todos los cu­
ras, frailes y monjas detenidos; especialmente las últim as. D u­
ran te días y más días dirigí mis pasos hacia la cárcel provisio­
nal de mujeres, sita en el soleado Asilo de San Rafael, en la
carretera de C ham artin, antiguam ente regentado por los H er­
manos de San Ju an de Dios que m antenían a más de u n cen­
tenar de niños raquíticos o m utilados; allí habían sido trasla­
dadas las presas políticas, cuando la inm ediación del enemigo
y el peligro de los bombardeos obligó a evacuar la cárcel pro­
visional de la calle Conde de T oreno. E ntre ellas se contaban
bastantes religiosas, detenidas en los prim eros días del movi­
m iento, cuando el alegre saqueo de los conventos; y en su
inm ensa mayoría eran vascas.
N ada en absoluto había contra ellas. Lo sabíamos por expe­
riencia reiterada; de m anera que bastaba con com probar su
condición de religiosas, para representar el oportuno aval que
sin discusión les abría las puertas de la prisión. Pero muchas
de ellas, en su bendita ingenuidad, n i siquiera se habían ente­
rado de que existía u n a Delegación del Partido Nacionalista
Vasco; pese a que ya eran muchas las liberadas gracias a nues­
tras gestiones. D urante varios días me dediqué a la m onótona
obra de misericordia de visitar a los presos.
—H a llegado “el vasco” —solía ser la voz de alerta.
Y p o r espacio de u n a hora, y aun más tiempo, me dedicaba
a an o tar nombres de monjas y más m onjas, m ientras ellas me
contaban sus odiseas y temores, que en su repetición eran ol­
vidadas tan pronto como conocidas.
N o eran las m onjas las únicas presas que recibieron nuestra
protección; bastaba que u n a m ujer vasca nos llam ara, para que
acudiéram os a visitarla, a indagar su caso, a presentar u n aval
si er^ posible; con los hombres tuvimos u n mayor rigor, con las
m ujeres nuestra mano fué m ucho más liberal, precisam ente
porque constituían m enor peligro. Siento no tener el fichero,
mas como índice de nuestra labor citaré al azar los nombres
que figuran en la prim era página de u n a libreta de notas que
h a llegado conmigo hasta América; corresponde al día 5 de
febrero de 1937, y en ella consta que ese día visité y hablé
con las siguientes reclusas:

Presilla Urkixo.
Rosa García Landeiro.
Am elia Azaróla.
Ma. Paz Alonso Cueto.
Ma. Teresa Urkiza (reclam ar a los T ribunales Populares).
M aría Ruiz López (conocida de Leriz, ver ficha).
L uisa Azkoaga (preguntar en el Refugio).
Angeles del R ío (está en la enfermería).
C arm en H ernández Etxebarria (concedida libertad).
Consuelo Juantorena (a disposición de los T ribunales Po­
pulares por esparcir bulos. Ver a Elorza y Pensión Amaya).
Em ilia Tuniso.
Ma. Luisa Arizmendi.
Angeles González M arina (rehén por su marido).
Ju lian a M irto Arellano (religiosa, pedir libertad).
A ntxorena (dos hermanas, religiosas, pedir libertad).
Ceferina A ram barri (religiosa, a disposición de los T rib u ­
nales Populares, exam inar el caso).
M arin T rian a (se ve el juicio el jueves).
Pilar A rribillaga (llevarla al Refugio de momento).

E n la lista figura desde la religiosa que se presenta por vez


prim era, hasta la querida de u n jefe falangista, desde la se­
ñorita aristócrata hasta la sirviente anciana. Los nom bres que
figuran sin anotación son viejos y ya conocidos; los que tienen
anotaciones, o son nuevos en aquel día, o h a sucedido algo
que debe anotarse en su ficha.
De todos estos casos, debo m encionar especialmente uno que
figura justam ente en la lista transcrita; no es u n a m onja, es
u n a presa civil, por quien el Partido se interesó desde el p rin ­
cipio, obedeciendo instrucciones precisas del M inistro Irujo.
Se trata de Amelia de Azaróla, viuda de Ju lio R uiz de Alda,
el segundo jefe de Falange Española, m uerto en el asalto a la
Cárcel M odelo el día 23 de agosto. M uy pocos días ante% ha­
bía sido detenida su esposa, por el m ero hecho de serlo; ya que
su filiación política izquierdista era bien conocida de todos.
A filiada a la F. U. E., organización estudiantil avanzada, en
cuyas filas había luchado activamente en las contiendas de la
revoltosa Facultad de M edicina, para nadie era u n secreto la
divergencia política estridente del m atrim onio, lo que no era
obstáculo para que estuvieran profundam ente enamorados.
Am elia fué llevada a la cárcel del Conde de T oreno, de la cual
pasó después a la del Asilo de San R afael. Allí la conocí a
prim eros de 1937; au n no sabía la suerte corrida por su esposo
y de m om ento no osé com unicársela; meses después sería yo
mismo q u ien se la dijera.
N uestra atención gravitó constante sobre la suerte de esta
vasca significada. Visitándola continuam ente en la cárcel por
esta época, ya que su calidad de rehén no adm itía o tra actua­
ción; interviniendo activam ente en su juicio posterior, pero de
esto hablaré después.
Esta atención especial prestada a la Cárcel de M ujeres, al
menos m ientras quedaron monjas en ella, no fué obstáculo
para que visitase con frecuencia las demás prisiones cuando
fué conveniente hablar con algún detenido.
Debo referirme en especial al caso de la legación de F inlan­
dia, tan to porque nos dió bastante quehacer, como por las
circunstancias mismas del asunto. En los primeros dias de di­
ciembre, hubo un bom bardeo hacia el Paseo de la Castellana.
E n éste había u n cuartel de milicias, inm ediato a uno de los
edificios alquilados por la Legación de Finlandia, m ejor dicho
p or el Agregado Comercial de la Legación de F inlandia (^^),
para albergar asilados políticos. A provechando el bom bardeo,
algunos asilados cometieron la insensatez de arrojar unas rudi­
m entarias bombas de m ano fabricadas con latas de tomates
o pim ientos, al interior del cuartel. La reacción fué rápida, y
bien pronto algunas fuerzas de policía allanaban el local puesto
bajo la bandera finlandesa y procedían a detener a cuantos
asilados se hallaban en el mismo.

(12 ) E l allanam iento del edilícío que ocupaba la Legación de Finlandia,


creo recordar que en la calle Abascal, p ara albergar asilados fascistas,
perm itió conocer algunos datos sobre el negocio sucio que venían reali­
zando algunos diplomáticos indecorosos. Esta Legación no tenía a su frente
ni siquiera a un Encargado de Negocios interino, y los cinco edificios que
ocupaban sus asilados habían sido alquilados por un Agregado Comercial;
la policía allanó solamente acquei desde donde habían sido arrojadas las
bombas de mano, respetando los demás locales. Sin poder asegurarlo, las
referencias de algunos asilados afirm aban que de vez en cuando se hacían
colectas entre los asilados para gratificar a los guardias que custodiaban
el local, para gratificar a los bomberos, y otros pretextos semejantes; y
que otra fuente de ingresos fué el depósito de alhajas p ara su mayor segu­
ridad, alhajas que después desaparecieron. N ada de esto entró en mis
atribuciones y sólo puedo repetir rum ores y noticias, con todas las debidas
salvedades; no fué esta la única Legación de que se habló en tal sentido.
Justo es decir, por el contrario, que el comportam iento de otros diplo­
máticos y misiones fué enteram ente correcto y digno.
Muy distinto es el asunto de la Legación de Slam, que por aquellos
mismos días dió mucho que hablar. Por M adrid corrieron diversas ver­
siones confusas, y el Partido tuvo ocasión de intervenir en favor de dos
abogados gazteitarras, acusados de haber intervenido en el asunto como
posibles Cónsules de Siam, según la ficha policíaca; sería sólo en el exilio
cuando aclarara el misterio: fué una tram pa tendida al parecer por los
Servicios Especiales del Ministerio de la G uerra a fin de captar la orga­
nización de la quinta colum na m adrileña, p ara lo cual sim ularon la insta­
lación de una nueva embajada, la del lejano y casi desconocido Reino de
Siam, que se apresuró a adm itir algunos asilados, cuyas conversaciones eran
escuchadas por un micrófono instalado en el comedor; la agañaza funcio­
nó bien, pero no dió los resultados que se esperaban.
E ran bastantes; y entre ellos se contaban varios vascos.
A quella m isma noche se personó en la Delegación de Euzkadi
la famosa actriz M aría Ladrón de Guevara, pidiendo nuestra
ayuda en favor de su segundo esposo, el aviador Pedro de La­
rrañaga, vasco. Según sus noticias, L arrañaga estuvo prestan­
do servicio voluntariam ente al gobierno republicano desde
que comenzaron los sucesos hasta el d ía 6 de noviembre; en­
tonces, contagiado del pánico que se extendía por la ciudad,
desertó su puesto en el M inisterio de M arina y Aire para re­
fugiarse en la Legación de Finlandia. L a historia fué confir­
m ada, el Partido presentó su aval político, y Pedro de L arra­
ñaga fué uno de los prim eros en salir libres de los calabozos
de la Delegación de O rden Público; n i siquiera pasó a la
cárcel.
T ras él, y en los días inm ediatam ente sucesivos, fueron va­
rios los vascos que salieron en libertad, m erced a nuestros ava­
les. T odos ellos se habían asilado tontam ente en la Legación,
am edrentados en los días del caos o en los de noviem bre; y
varios de ellos lucharon después en las filas del ejército rep u ­
blicano.
Como anécdota divertida, quiero m encionar tam bién el aviso
que con todo m isterio se nos transm itió u n a m añana: “Anoche
h an pedido auxilio unas m onjas desde la emisora de Alcalá de
H enares; deben estar secuestradas”. L a historia parecía total­
m ente inverosímil, pero en todo caso el Secretario G eneral de
la Delegación creyó prudente investigar lo que hubiera de
cierto; en su virtud, R uilope y yo salimos para Alcalá de H e­
nares aquella misma m añana. N uestra prim era gestión fué la
de encam inarnos a la emisora local, controlada por las Juven­
tudes Socialistas Unificadas; u n responsable, adorm ilado aun,
nos recibió en la cama y ante nuestras preguntas no supo re­
accionar, tan peregrinas debieron parecerle. Al fin recordó; la
noche anterior, la dirigente com unista “Pasionaria” había pro­
nunciado u n discurso en Alcalá de Henares, en el curso de cuyo
acto h abía dicho tam bién unas palabras la superiora de u n con­
vento incautado y regido por las Juventudes desde que comen­
zó el m ovim iento; sus palabras fueron para agradecer el trato
q u e se les daba, y probablem ente lo absurdo de la situación
hizo equivocar su interpretación a nuestra inform ante.
Puestos ya en la vista de esta curiosa novedad, aceptamos la
invitación para conocer el convento incautado. U n sistema simi­
lar fué aplicado, en algún convento de Valencia, bajo la depen­
dencia de la Dirección de Prisiones en los tiempo en que el
M inisterio de Justicia fué dirigido por el señor Iru jo . Las m on­
jas siguieron viviendo en régim en de clausura y preparando ro­
pas p ara los presos. El edificio estaba intacto, y la responsable
salió a recibirnos en el zaguán; era u n a m ujerona comunista,
gorda y efusiva, cuyo em peño era abrazarnos viniera o no a
cuento. El convento estaba socializado, y las m onjas convertidas
en obreras que trabajaban cosiendo prendas de abrigo para los
milicianos, bajo la dirección de la antigua superiora y la vigilan­
cia de la responsable. Visitamos las cocinas y comedores, proba­
mos el rancho apetitoso, y finalm ente entram os en la sala de tra­
bajo; socializadas o no, aquellas buenas m ujeres olían a m onjas
por donde quiera que se las mirase, pese a sus trajes de seglares.
L a responsable orgullosa de su propia obra, nos elogió los pro­
digios de aquella tolerancia y com prensión, las m onjas habían
sido respetadas y colaboraban gustosamente con el pueblo. A
R uilope, para dar salsa al asunto, se le ocurrió decir que éramos
enviados del Gobierno Vasco para atenderlas y ver si deseaban
algo; la respuesta fué unánim e y rotunda: “ ¡Qué nos lleven a
N avarra!”
—¡Lo veis, camaradas! —exclamó indignada la responsable—.
Las tratam os bien, y siguen siendo unas carcas.
H asta u n a ancianita, arrugada y balbuceante en lenta ago­
nía, halló fuerzas para decirnos que quería m orir en N avarra.
N o sé, no sé si la interpretación de la responsable fué cierta;
de que eran carcas no tengo la m enor duda, pero en aquel pos­
trer deseo de una m oribunda había algo más que la repulsa
al nuevo régimen, allí latía el recuerdo de la tierra lejana que
todo vasco lleva en el alma, sea quien sea, y esté donde esté.
P ara que todas nuestras actividades no fuesen caritativas,
tam bién tuvimos que denunciar a prim eros de febrero u n a m o­
lesta y peligrosa suplantación de q u e veníamos siendo objeto.
Diversas personas de las que a diario acudían a la Delegación,
hab ían expresado a A retxederreta que anteriorm ente habían
estado ya en el despacho del secretario del M inistro Irujo; pri­
m eram ente se pensó en el bueno de Galartza, que au n vege­
tab a aburrido en la Presidencia; pero pronto supim os que el
supuesto secretario era u n tal J u a n José Rodríguez Busto, con
despacho abierto en la G ran Vía, a cuya puerta u n letrero pro­
clam aba su doble y dispar calidad como secretario del M inistro
Iru jo y delegado de la Cruz R oja Internacional, para com pletar
la decoración con u n a bandera vasca y o tra de la cruz roja que
colgaban en su despacho. Al habla con la Delegación del
Comité Internacional de la Cruz Roja, comprobamos que el tal
individuo no tenía nada q u e ver con ellos, y tam bién les mo­
lestaba y preocupaba su actuación.
El Secretario General de la Delegación de Euzkadi ordenó
que dos muchachos de la G uardia, haciéndose pasar por fami­
liares de u n detenido, se apersonaran en el despacho del tal
Busto p ara explorar el terreno. El individuo les recibió cor­
dialm ente, insistió en su calidad de secretario de Iru jo y repre­
sentante de la Cruz Roja, y prom etió atenderles rápidam ente
en sus deseos.
A quel mismo día se dió cuenta a la policía de los hechos
mencionados, para que se aclarase la personalidad del indi­
viduo que así nos suplantaba. Fué detenido. Y de las inda­
gaciones practicadas pareció desprenderse que era u n agente
de la q u in ta colum na, con pruebas tan acusadoras, que uno
de los T rib u n ales Populares le condenó días después a la pena
de trein ta años de reclusión.
Estos T ribunales Populares venían actuando desde el mes
de agosto para los casos de delito de rebelión y auxilio a la
rebelión penados por los Códigos Ordinarios. A comienzos de
1937 se crearon unos nuevos tribunales, llam ados de Urgencia,
cuya m isión era juzgar a las personas desafectas al régimen;
su finalidad era más preventiva que represiva, y al sustituir el
papel demagógico de las antiguas checas, contribuyeron m u­
chísimo a restaurar el orden en M adrid. Mas como su actua­
ción comenzó en 1937, y aun estoy hablando de los servicios
iniciados en 1936, dejaré su examen para más tarde.
La labor intensa del Negociado de Presos y Desaparecidos
d uró realm ente desde noviem bre de 1936 hasta febrero de 1937.
A ún se prolongó más adelante, pero las circunstancias habían
cam biado totalm ente; apenas si ya quedaba algún vasco dete­
nido, cuyo historial no conociéramos y hubiéram os actuado
en consonancia; a casi todos los que m erecían la libertad, se la
habíam os conseguido; los restantes, estaban pasando a la ju ­
risdicción de los jurados de urgencia.
El d ía 28 de febrero de 1937, cuando cesé m om entáneam ente
en la dirección del servicio para quedarm e solo con las fu n ­
ciones de Agregado Jurídico a la Delegación, elevé al Secre­
tario General, al Comité del P artido y al M inistro Iru jo , u n a
estadística detallada, cuya copia he podido conservar; hela
aqui:

Gestiones directas en checas, con libertas . . 19 casos


Peticiones de libertad:
concedidas ................................................... 288
denegadas ..................................................... 45
en g e s tió n ..................................................... 58

T o ta l ............. 391 casos

Avales ante los tribunales populares:


absoluciones ............................................... 32
condenas ....................................................... 4
en g e s tió n ..................................................... 12

T o ta l ............. 48 casos

Casos resueltos antes de presentar aval:


libertados ..................................................... 214
denegados ..................................................... 27

T o tal ............. 241 casos

Gestiones inútiles:
asesinados ..................................................... 54
desaparecidos ............................................... 176
fascistas ......................................................... 163

T o ta l ............. 393 casos

Casos de estudio .......................................... 134 casos


Paraderos indagados:
hallados ....................................................... 388
no hallados ................................................. 165

T o ta l ............. 553 casos

Casos no adm itidos desde el p r in c ip io ........ 254 „

T o ta l ............. 2.033 casos


E n resumen, pasaron en aquellos cuatro meses por nuestras
manos 2.033 casos de presos y desaparecidos, de los cuales con­
seguimos obtener 553 libertades.
Si el núm ero total de casos se descuenta a los rechazados des­
de el principio por considerarlos inadmisibles, los desapareci­
dos cuyo paradero sim plem ente se indagó, los m uertos antes de
actuar nosotros, los casos au n en estudio, y las personas que nos­
otros mismos calificamos de fascistas peligrosos por lo que no
actuamos en su favor, la proporción de libertades alcanza la
halagüeña proporción de u n 82% de éxitos en aquellos casos
en que pudim os actuar.
D urante el mes de marzo se hizo cargo del servicio u n hijo
del doctor Entrecanales, abogado. De su actuación hablaré más
adelante. A su lado siguió trabajando incansablem ente Are­
txederreta; y siempre que fué preciso, los miembros de la
Guardia.

L a evacuación de M adrid

El problem a del ham bre se agravaba de día en día. De Le­


vante apenas si llegaban algunos camiones con arroz, y a ve­
ces otros productos; la población de M adrid estaba casi d u ­
plicada p or la afluencia de fugitivos en los días que precedie­
ron al cerco de la ciudad. Por otra parte, el bom bardeo arti­
llero de la ciudad, como antes el de la aviación, causaba cen­
tenares de víctimas entre los indefensos habitantes civiles.
Y la J u n ta de Defensa decidió la evacuación de la población
civil. U n a Consejería especial se encargó de realizarla, acor­
dándose en principio que cuantas personas no com batientes se
hallaran en la ciudad sin causa justificadam ente necesaria, de­
bían abandonarla voluntaria o forzosamente. P ara realizar lo
cual, la Consejería comenzó a levantar censos de personas in ­
cluidas en esta categoría, y aprovechó el regreso a Valencia de
los mismos vehículos que llegaban cargados de víveres, para
evacuar a los madrileños.
Esta ím proba labor se inició a finales de 1936. Y al p rin ­
cipio la gente, aterrada y ham brienta en gran parte, no sólo
colaboró gustosa con la medida, sino que incluso se disputó
las prim eras plazas. E l “Levante feliz”, como en M adrid se
llam aba a la región m editerránea, alejada de la guerra y sus
calamidades, se ofrecía como u n risueño espejismo de paz y
abundancia {^^).
L a Delegación de Euzkadi pensó inm ediatam ente en la con­
veniencia de colaborar en la evacuación de los vascos. Y en una
evacuación cómoda y ordenada.
Al efecto, el Secretario G eneral se puso en contacto con las
Delegaciones de Valencia y Barcelona; en esta consiguieron
prim ero dos autobuses, más tarde hasta cuatro, que con gallar­
dete vasco al frente y milicianos de confianza al volante, par­
tieron hacia M adrid en los prim eros días de 1937; m ientras
que arabas delegaciones se ponían de acuerdo para el acomodo
y distribución de los evacuados.
E n la Delegación de M adrid, F ernando de C arrantza y Félix
de R otaeta fueron los comisionados para organizar el servicio.
T a n pronto como la voz cundió, u n a nueva oleada masiva de
vascos acudió a la Delegación; u n día acudieron por docu­
m entación, otro p o r avales de libertad, ahora venían para ser
evacuados. Y febrilm ente, con la precipitación im puesta por
la urgencia del prim er viaje y las corazonadas de toda novatada,
se procedió a organizar la prim era expedición.
E n la prim era quincena de enero llegó el prim er autobús.
D uran te varios días fué esperado como el santo m aná, y al fin
u n a noche, bien avanzada ya, u n telefonazo desde el control
de Vallecas anunció que el vehículo estaba allí. U n autobús
espléndido, de cómodos asientos y bien encajados ventanales,
conducido por u n m uchacho evacuado de Iru n y herm ano de
u n oficial de las Milicias Vascas m adrileñas, R ojo se llam aba.
L a organización oficial del servicio, a los dobles efectos de
controlar los boletos de gasolina y la personalidad de la gente

(18) Al comenzar el año de 1937, el contraste violento que ofrecía la


situación famélica del M adrid sitiado y la abundancia del Levante feliz
como prontam ente fué llamado, dió lugar más de u n a vez a las protestas
sordas de los milicianos que llegaban con permiso a Valencia y la pública
de algunos periodistas. Yo estuve en la segunda quincena de enero, en
Valencia y en Barcelona; cuando salí de M adrid, el ham bre era agobiadora;
en Valencia, desde sus primeros pueblos, la abundancia de comida resul­
taba una provocación; el restaurán de Barrachina, con su b arra atiborrada
de bocadillos, pasteles, mariscos, cerveza, ap eritiv o s... semejaba u n cons­
tan te día de fiesta; impresión de comodidad que se acentuó más, si cabe,
al llegar a Barcelona, con sus habitantes bien vestidos, paseando por las
calles, y las terrazas de los cafés repletas; no había habido ni u n solo
bombardeo, y las noticias del frente se escuchaban con h o rro r y hasta con
disgusto. Los que en M adrid nos avergonzábamos de estar en servicios de
retaguardia, en Levante resultábamos casi héroes. Pero así era.
que salía, exigía que cada vehículo con evacuados obtuviera
antes u n salvoconducto colectivo de la Consejería de Evacua­
ción, en el que constaba el nom bre de la entidad organizadora,
los datos personales de los evacuados, chófer y responsable de
la expedición, y detalles del vehículo; este salvoconducto co­
lectivo, u n a vez comprobados sus extremos, era firm ado y se­
llado p or las autoridades de la Consejería, y servía para obte­
ner gasolina y tener paso libre en los controles ('^). Si se
tratab a de mujeres, niños o ancianos, la aprobación de su eva­
cuación era fácil; si se trataba de hom bres, se requería la
presentación previa de u n salvoconducto individual extendido
p or las autoridades policiales.
N o se pensó m ucho en la Delegación q u ién sería el responsa­
ble del prim er viaje. H abía u n a sola persona indicada para ello;
por su constitución robusta, por su intrepidez y hasta audacia;
era Ustarroz.
El prim er viaje se inició hacia el 14 de enero. Desde la noche
anterior, habían acam pado en los salones de la Delegación los
vascos que iban a salir para Valencia, temerosos de perder su
plaza; y con las prim eras luces del amanecer, el ajetreo de
unos y otros, despertó a cuantos vivíamos en la república bohe­
mia. E ra aun casi de noche cuando comenzamos a cargar ma­
letas y bultos en la baca del autobús, y con los prim eros rayos
del sol partió el vehículo, llevando a bordo más de cuarenta
personas, en cuyos rostros la alegría de h u ir del infierno m adri­
leño m arcaba am plias curvas de satisfacción. Ustarroz gritaba

(14) Los salvoconductos colectivos de evacuación eran de este tenor:


“Ju n ta Delegada de Defensa de Madrid. Evacuación. — Relación de los eva­
cuados por carretera el d ía .......... — (A continuación venía la relación deta­
llada de evacuados, con apellidos, domicilios y p u n to de destino). — Vehículos
de esta expedición: co n d u c to r...; m a r c a ...; m a tríc u la ...; re sp o n sa b le ...”.
Ju n to a esta hoja detallada, que firm aba la entidad organizadora de la
expedición, en nuestro caso la Delegación de Euzkadi, y era sellada p o r la
Consejería de Evacuación, ésta extendía un salvoconducto especial que
decía: “Ministerio de Sanidad. O .S .E .A .R . Evacuación. — El Delegado de
Evacuación de este Ministerio en M adrid autoriza la salida del convoy
de evacuados a Valencia, compuesto de los coches que se indican, que
transporta (número de personas), organizado por (entidad), cuyo convoy
lleva como responsable a ........... con regreso a M adrid. Esta autorización
será v ig e n te ... días a contar de la fecha. — M adrid..........” (Firmado, se­
llado y registrado).
Este salvoconducto colectivo no am paraba más que a las personas eva-
cuables obligatoriam ente. Los hombres en edad m ilitar, necesitaban ir
provistos individualm ente de un salvoconducto de la policía.
estentóreos “ jeu p i” desde su asiento delantero, y los gallarde­
tes vascos flam eaban al airecillo de la sierra.
T res días después estaba de vuelta, cargado de paquetes y
sacos con víveres. Nuestras cálculos no habían fallado, si algo
de comer había en Valencia, U starroz nos lo traería.
Desde entonces, los viajes fueron regulares, como siempre
dos por semana. E n la segunda expedición, el núm ero de los
autobuses aum entó a dos; y d u ra n te algunas semanas llegó
hasta a cuatro.
C arrantza y R otaeta no daban abasto recibiendo visitas, ano­
tando nombres y circunstancias, gestionando salvoconductos y
gasolina, despachando expediciones; siempre ayudados por la
G uardia, que servía para todo. Ustarroz fué el responsable per­
m anente, en viaje constante, durm iendo u n a noche en la carre­
tera y otra en m ullidos colchones; ayudado con frecuencia por
R icardo de Carrantza, y accidentalm ente por otros m uchachos de
la G uardia que se turnaban.
El 18 de enero me correspondió salir como responsable de un
autobús, en viaje más de vacaciones y descanso q u e de trabajo;
Ustarroz me seguía horas después en otro autobús, para reunir-
nos por tierras de Levante. Esta circunstancia me hizo conocer
con detalle la perfección del sistema.
D urante el viaje nada de particu lar sucedió. Los controles
nos trataron con cordialidad, y en ninguno de ellos se nos de­
tuvo más del tiem po necesario para identificar el vehículo y el
responsable; los pasajeros ni siquiera fueron molestados. Cerca
de Valencia comenzamos a comer, m atando el ham bre atrasada;
y en plena euforia entram os en la ciudad del T u ria. Aquí, nos
aguardaba el personal de la Delegación de Euzkadi, sita en la
calle Jorge Ju a n 8; el Secretario General, Ju an de M aidagan y
R am ón de U rtu b i, eran viejos conocidos de M adrid; los demás
muchachos eran desconocidos; y éstos se encargaron de acoger y
distrib u ir a los evacuados, algunos de los cuales se quedaban en
Valencia, m ientras los restantes seguían viaje hacia Barcelona
y Francia.
Aproveché el descanso para charlar con el M inistro Irujo,
dándole cuenta de la situación en M adrid, bajo todos sus as­
pectos. Fué la prim era vez que hablé directam ente con él, y
el origen de u n a am istad de la q u e siempre me enorgulleceré.
Después, guiados por u n m uchacho de la Delegación, m archa­
mos a la estación del ferrocarril. Largas colas de viajeros se ape­
lotonaban ante las ventanillas, pero la mágica voz de “somos
vascos” nos abrió puertas excusadas que nos dieron acceso clan­
destino al despacho de billetes; m inutos después estábamos aco­
modados en u n vagón de tercera, que rápidam ente se fué llenan­
do hasta los topes; había gente en los pasillos, en las platafor­
mas, y agarrados en los estribos. N o fué en verdad m uy cómodo
el viaje. Mas en Barcelona nos aguardaban ya los muchachos
de la Delegación, y a su frente el capitán Em ilio de Salvatierra
y M aritxu de Zagala, la incom parable M aritxu, alm a de la De­
legación, que meses después contraería m atrim onio con F ernan­
do de Carrantza.
E n Barcelona los evacuados fueron a su vez distribuidos en
varios pisos incautados y protegidos por la Delegación. Los que
continuaban viaje a Francia, como la fam ilia de Abásolo que
días después era apresada por los fascistas en el vapor “Calda-
mes”, fueron conducidos hasta el mismo tren; los que quedaban
en Catalunya, fueron enviados hacia el refugio de Berga, insta­
lado p o r la Delegación para vascos refugiados. Ustarroz y yo,
fuimos agasajados con cam aradería y bu en hum or.
C uando tres días después nuestros dos autobuses entraban por
las Ventas, la nostalgia de los días de vacaciones se mezcló con
la satisfacción con que fueron recibidos los víveres que en gran
cantidad llevábamos. Para la república de la Delegación, para
el R efugio de la calle Serrano, para varias familias en particular.
N unca más nos faltaron víveres. La cadena de autobuses fué
ininterrum pida, y la organización tan sólo fué mejorando.
Como siem pre nos ocurrió, no fueron sólo vascos los que acu­
dieron a nosotros. L a comodidad de nuestros vehículos, en lla­
m ativo contraste con la incom odidad de los camiones y camio­
netas de la Consejería de Evacuación, hizo que todos nuestros
amigos se descolgaran solicitando la m erced de algunos asientos
p ara determ inadas personas; se recibieron peticiones de esta
clase, de las legaciones, de partidos políticos, de la propia Conse­
jería de Evacuación. Y siem pre que se pudo hacerlo, sin dañar
los legítim os derechos de u n vasco, se les atendió.
Sin embargo, el furor por h u ir de los prim eros tiempos, pron­
to se aplacó. H ab ía m ucha gente que prefería continuar en
M adrid, som etida a todos los rigores del ham bre y la guerra,
antes de correr la aventura de una evacuación a ciegas. Las per­
sonas evacuables se resistían a inscribirse en la Consejería de
Evacuación, y esta se vió forzada a tom ar m edidas violentas;
fué frecuente el caso de redadas dirigidas por la policía, en que
mujeres, niños y ancianos eran llevados a determ inados conven­
tos o palacios incautados, donde rápida e inapelablem ente se
exam inaba su situación y si no justificaban debidam ente su per­
m anencia en la ciudad, eran metidos en camiones y remitidos
a Valencia. Esta evacuación coactiva sembró lógica in tran q u i­
lidad; y cuando a su vez se supo que el hecho de estar inscrito
en los censos de evacuación suspendía provisionalm ente la me­
dida, de nuevo aum entó la riad a de vascos y no vascos solici­
tando su inscripción en nuestros censos de evacuación.
A unque no intervine p ara nada en el servicio, creo recordar
que los encargados inscribieron en principio a todos los vascos
registrados en la Delegación, y a todas las personas q u e demos­
traran su condición religiosa. La inscripción en los libros re­
gistros era acom pañada de la extensión de u n volante en que
constaba tal inscripción; volante que ya servía como garantía
contra cualquier redada.
Después la evacuación se hacía a gusto de los interesados, sin
prisas n i coacciones, pues siem pre habia más gente a evacuar
qu e capacidad en los autobuses.
Los evacuados solían pagar u n a pequeña cantidad en concep­
to de ayuda a los gastos de la expedición; pero los necesitados
viajaban gratis, y los pudientes solían dar algo más de la can­
tid ad m ínim a de 25 pesetas fijada por la Delegación. T am bién
solían pagarse los paquetes particulares que traían los autobuses
desde Valencia. Estas cantidades, no sólo servían para cubrir los
gastos de gasolina y del responsable, sino que tam bién proporcio­
naban la fuente principal de ingresos para el servicio de A u­
xilio Social de la Delegación.
Los ficheros de este servicio debieron quedar en M adrid y
probablem ente estarán destruidos. E n el inform e elevado por
Lom bana al Partido constarán seguram ente datos de interés.
E n este m om ento sólo poseo los globales que me proporciona
Carrantza, actualm ente exilado en Venezuela, que coinciden
con los anotados en el inform e elevado a Iru jo en Mayo.
En esta fecha se habían evacuado 1500 personas, y estaban
inscritas otras tantas; según C arrantza se evacuaron en total,
hasta el verano de 1937 en que term inó el servicio, de 1.500 a
2.000 personas; no extrañe la desproporción entre carnets de
identidad como vascos y personas evacuadas, porque en la eva­
cuación se cuentan los niños pequeños sin carnet, numerosos
religiosos y m onjas no vascos, y otras personas enviadas por
legaciones y centros oficiales.
Puede calcularse que en cada autobús salía u n térm ino me-
dio de 40 personas, y que cada mes salían nueve o diez au to ­
buses, lo que hace u n prom edio de 350 a 400 personas evacua*
das mensualm ente; sin olvidar que durante el mes de marzo
estuvieron funcionando cuatro autobuses, lo que compensa
de sobra las épocas en que funcionó uno tan solo. U nicam ente
hubo u n incidente, y de ese hablaré después.

E l problem a de los aprovisionam ientos

En diferentes ocasiones me he referido ya al problem a del


ham bre. Al comenzar los sucesos, como era habitual en todas
las épocas revolucionarias, las amas de casa se apresuraron a
proveerse de víveres en reserva, con u n optim ism o que las cir­
cunstancias hicieron ridículo. Sin embargo, este acaparam iento
inició el problem a de la escasez de víveres, agravado seguida­
m ente por las prim eras incautaciones de almacenes y comercios.
H acia septiem bre ya se habían repartido las prim eras tarjetas
de racionam iento individual para la com pra de determ inados
víveres; reparto hecho con gran im perfección debido a las cir­
cunstancias, y al hecho de que muchas personas ausentes de
M adrid fueron contados como presentes p o r sus familiares.
C uando, en noviembre, la evacuación de las zonas de guerra
provocó el éxodo de m illares de personas al barrio de Sala­
manca, este traslado de dom icilio ocasionó u n caos en las tar­
jetas de racionam iento. Agravado por la escasez de alimentos,
que ya he dicho cómo nos llegaban desde Valencia con cuenta­
gotas.
La Consejería de Abastecimientos de la J u n ta de Defensa de
M adrid hizo frente enérgicam ente a la situación. Levantando
u n nuevo censo, con subsiguiente reparto de tarjetas de apro­
visionam iento, en prim er lugar. Y en segundo, tratando de lle­
var alim entos a la famélica población m adrileña; aq u í su in ­
tento fué más deseado que logrado.
En realidad los alim entos sólo podían venir de Valencia y el
Levante, pues las provincias inm ediatas a M adrid bastante ha­
cían con subvenir a sus necesidades y a las del ejército que
operaba en sus linderos. Y, cortadas las vías de abastecim ien­
to m arítim o, los víveres procedentes de Valencia apenas si se
reducían al arroz, y a algunos pescados ordinarios del M ar Me­
diterráneo, bien distintos de los sabrosos del M ar Cantábrico.
Más adelante se comenzó a comer carne de caballo.
El p an era escasísimo, cuando lo había; los huevos y la le­
che, se conseguían con receta médica. Y productos absurdos
comenzaron a probarse, como unos buñuelos de bacalao en pol­
vo, y unas tortillas sintéticas sin huevo. La leche era casi toda
condensada, y procedía de los donativos recolectados en gru­
pos amigos del extranjero.
P ara los vascos, a más del problem a general que afectaba
a todas las familias en sus hogares, existían dos problem as es­
peciales que hubo que resolver. U no pequeño, fué la alim en­
tación de los ocho miembros que constituíam os la república
que vivía perm anentem ente en la Delegación (^'^); otro, de
grandes proporciones, fué el abastecim iento del R efugio de la
calle Serrano.
En el Refugio, cada fam ilia obtuvo su tarjeta de raciona­
m iento y con ella conseguía los víveres en los comercios de la
barriada; fué u n cambio de domicilio, sem ejante al de tantos
evacuados al barrio de Salamanca; víveres que después gui­
saban por turno en la cocina de cada piso, o individualm ente
en sus habitaciones. Pero la dirección del establecim iento
trató desde el principio de am inorar el ham bre colectiva me­
d ian te la instalación de una dim inuta cooperativa q u e conse­
guía, o al menos procuraba conseguir, víveres por su cuenta,
e independientem ente de los que correspondían a cada fami­
lia como ciudadanos. Los víveres de este economato en em­
b rió n procedieron sobre todo de los autobuses de evacuación
a Valencia.
El problem a de la Delegación, aunque m inúsculo, era más
difícil pues ninguno de nosotros tenía tarjeta de racionam ien­
to. Eramos milicianos, mas unos milicianos especiales, que no
recibían sueldo n i rancho. Y tuvimos que arreglárnoslas por
nuestros propios medios.
E n u n comienzo fué Ustarroz el encargado de conseguir ví­
veres de la Consejería de Abastecimientos o por medios clan­
destinos; las Milicias Vascas nos ayudaron bastante, especial­
m ente proporcionándonos el pan sabroso del ejército; y algu-

(15) La república de la Delegación fué cambiando sucesivamente de


miembros. Entre los que prim eram ente form aron parte de ella, Santiago
de Lekuona y Teodoro de L arrau ri m archaron pronto a Valencia. A p ri­
meros de 1937 la constituíamos ocho personas: Luis de Aretxederreta, Fer­
nando de Carrantza, Ricardo de Carrantza, Eustaquio de Ustarroz, Félix
de R otaeta, Fernando Ortiz de U rbina, Agustín de R uilope (que sólo
comía), y yo. Todos trabajábam os perm anentem ente en la Delegación.
ñas legaciones tam bién acudieron en nuestra ayuda, obsequián­
donos paquetes cada vez que recibían sum inistros de F ran­
cia (1®). De todas maneras, en noviem bre y diciem bre se pasó
ham bre de verdad, y nuestro aspecto externo lo reflejó; ten­
díamos a quedarnos en el chasis.
Felizmente, desde que comenzaron los viajes de evacuación,
el problem a comenzó a solucionarse. En todos ellos nos llega­
ban víveres desde Valencia; especialmente paquetes de lente­
jas y judías, a veces carnes y embutidos, leche condensada, cho­
colate, m a rg a rin a .. . cuanta cosa transportable halló Ustarroz
por tierras de Levante, tomó el rum bo de nuestra cocina; la
Delegación Comercial de Euzkadi en Valencia nos ayudó en
muchas ocasiones.
N orm alm ente los paquetes eran bien escasos; cuando se con­
seguían sacos o cantidades respetables, el grueso de los envíos
pasaba al Refugio Vasco, sin olvidar a los familiares de cuantos
trabajaban en la Delegación. El reparto solía hacerlo A retxe­
derreta, con la aprobación de Sosa Barrenetxea.
E ra A retxederreta tam bién el cocinero m ayor de la repúbli­
ca; sólo él sabía preparar las lentejas y las habichuelas, sólo
él sabía darle el condim ento adecuado a la carne, sólo él sabía
adm inistrar nuestros escasísimos fondos. Pero había tam bién
especialidades: Carrantza tenía la del arroz, y R otaeta la de
freir patatas. A mí, u n solo día me perm itieron p rep arar unos
buñuelos de bacalao, que había descubierto por azar; tomé
consejo de u n a neska am iga y seguí tan al pie de la letra su
instrucción de echarles bicarbonato para que subieran, que
prom edié exactam ente la h arin a y el bicarbonato; no me m a­
taron p o r milagro, y desde luego me prohibieron term inante­
m ente q u e volviera a poner las manos en el guiso colectivo.
E l desayuno era obra artística individual. Poníamos agua a
hervir, en el m om ento de la ebullición echábamos leche con­
densada a placer, cuando aquello hervía a su vez le añadíamos

(1®) U no de los problemas más serios ocasionados por el asilo de m illa­


res de refugiados fascistas en las legaciones m adrileñas fué el de su abaste­
cimiento. Sin embargo, y pese al ham bre existente en M adrid, las legacio­
nes tuvieron la facilidad de com prar víveres en Francia e introducirlos
directam ente en camionetas que hacían el viaje p o r Barcelona y Valencia
hasta M adrid; en esta ciudad h abía además una tienda de comestibles para
su servicio exclusivo. Como es natural, los diplomáticos comían mucho
m ejor que los asilados; y estos víveres escogidos son los que nosotros dis­
frutam os de vez en cuando; jam ás en la vida m e sabrá m ejor una loncha
de jam ón o u n vaso de cerveza, que entonces.
m argarina, después chocolate bien rallado, y cuando toda la
mezcla burbujeaba más sonoramente, la volcábamos sobre las
sopas de p an preparadas previam ente en u n a cazuela; el resul­
tado fin al era delicioso. Lo que ya no resultaba delicioso era
fregar la cacerola para ser utilizada por el siguiente correpú-
blico; solía ser la bronca habitual de todas las mañanas.
E n febrero perfeccionamos el servicio de aprovisionam iento.
Un amigo nos descubrió el insospechado panoram a de la pro­
vincia de G uadalajara, alejada de las carreteras de Levante,
con pueblos que apenas si habían conocido la guerra, y en los
que h abía de todo, desde huevos a cuatro pesetas la docena
hasta patatas, aceite y cabritos. Y al chalaneo nos dedicamos
cada domingo; porque el dinero de poco servía por allí, había
que acom pañarlo de jabón, sal y otros productos semejantes.
L a Consejería de Abastecimientos nos proveía de u n salvo­
conducto especial para introducir víveres en M adrid, que des­
pués adornábam os previsoramente de m últiples sellos del P ar­
tido, la Delegación y algún que otro com ité de la C N T y de la
U G T para entendernos con los controles y comités rurales (^’).

(17) La G uerra de España fué ia guerra de los papeles y los sellos.


Para viajar de u n punto a otro, hacia falta estar documentado, pero no
docum entado con un salvoconducto policial o m ilitar, sino con u n salvo­
conducto que ostentara en letras bien visibles las iniciales de los distintos
organismos que podían m antener aún controles en los puntos más absurdos;
si p o r ejemplo, uno llevaba u n salvoconducto de la Consejería de Orden
público y tropezaba con el control de u n pueblo dom inado p o r la CNT,
control cuyos guardias no sabían leer pero conocían sus iniciales sindicales,
estaba perdido y de nada le valía el documento oficial; si p o r azar llevaba
las iniciales C N T y el control resultaba ser la U G T, tam bién podía tener
dificultades; lo más seguro, sobre todo al principio o cuando se adentraba
uno p o r lugares despoblados, era añadir al salvoconducto oficial, los de
cualquier comité amigo de la U G T y de la CN T; nosotros llevábamos
además el escudo vasco que resultaba sum am ente decorativo. O tro detalle
curioso es que, muchas veces y al tropezar controles incultos que sólo se
preocupaban del sello, su misma forma redonda les llevaba a leer el
docum ento en u n giro absurdo para cuantos no estuvieran al tanto del
asunto; como simple anécdota, sé el caso de un amigo que salió a un
pueblo cercano de Barcelona, donde no se exigía pase especial, y parado
p o r u n control de estos rurales, les mostró en el apuro del mom ento ia
factura del hotel que ostentaba en gruesas letras las iniciales del comité
m ixto de incautación U GT-CNT, fué suficiente.
Personalmente siempre estuve perfectam ente documentado. T en ia un
salvoconducto de la policía para circular a cualquier hora del día o de la
noche por la ciudad, un salvoconducto m ilitar para circular por todos los
frentes del Centro, u n pase policial para e n trar en sus oficinas, y u n pase
de la delegación de prisiones para en trar en las cárceles; a más de estos
Mas cuando el gobernador de G uadalajara tuvo la m ala ocu­
rrencia de dar u n a orden prohibiendo term inantem ente la ex­
tracción de víveres de aquella provincia, nos tuvimos que lan ­
zar a la azarosa y divertida vida del contrabando.
Siem pre era u n oasis en medio de la dram ática vida cuoti­
diana.

Recuperación de bibliotecas y objetos valiosos

U no d e los servicios de la Delegación que trabajaron más


silenciosamente, pero cuyos resultados positivos alcanzarán al­
gún d ía u n a valoración inestimable, es el que a fines de 1936
sugirió el señor Gamiz al Secretario General.
Se trata b a de poner a salvo las bibliotecas de intelectuales
vascos, los archivos de interés para el país, y aquellos otros
objetos artísticos y valiosos existentes en pisos abandonados o
incautados.
Casi siem pre se trataba, o de vascos a quienes el m ovimien­
to les sorprendió en Euzkadi por lo que sus pisos estaban pasi­
vam ente abandonados, o de pisos situados en las zonas gue­
rreras q u e habían debido abandonarse en el mes de noviembre.
E n el prim er caso, algunos pisos habían sido puestos bajo la
protección de la Delegación que después los aprovechó para
colocar evacuados vascos; otras veces los pisos habían sido in ­
cautados p or organizaciones sindicales o comités de vecinos
que en noviem bre los habían repleto de evacuados.
T a n to si se trataba de pisos ubicados en zona de guerra como
si estaban ocupados por refugiados no vascos, los tesoros en ellos
encerrados corrían grave peligro de destrucción.
La Delegación acogió la idea y comisionó al directivo de la
“A grupación de C ultura Vasca”, don José de M uguerza, para
que dirigiera el servicio de recuperación, ju n to con el señor
Gamiz, y con la colaboración de los señores T elleria, Iturriaga,
Soloaga, Pinedo y algún otro.
F ru to de su labor, muchas veces arriesgadísim a ya que tenían
que adentrarse en barrios batidos por la artillería y a u n por
la fusilería enemiga, fué la evacuación a zonas seguras de
varias bibliotecas y archivos vascos, especialm ente las de los

salvoconductos habituales, cada vez que salíamos en busca de víveres nos


proveíamos de otro quinto salvoconducto de la Consejería de Abasteci­
miento, con sus correspondientes sellos de la U G T y CNT.
señores Bonifacio de Etxegaray, Beunza, Izaga y Azkona; todas
ellas de inmenso valor para el futuro cultural de Euzkadi.
Como ejemplo, cabe m encionar que el piso de don Bonifa­
cio de Etxegaray, se hallaba situado en la Plaza de O riente n ú ­
m ero 5. cuyas fachadas estaban orientadas hacia la Casa de
Campo, y en repetidas ocasiones las granadas disparadas por el
enemigo por encim a del Palacio R eal causaron graves destrozos
en la barriada; desde luego todas aquellas casas habían sido to­
talm ente evacuadas. La biblioteca de Etxegaray está justa­
m ente rep u tad a como u n a de las más ricas en bibliografía ju ­
rídica vasca; don Bonifacio estaba en Bilbao, al servicio del
G obierno de Euzkadi, y sus hijos en la G uardia de la Dele­
gación. Fué u n a de las prim eras en ponerse a salvo.
C uando se trataba de pisos incautados por otros organismos,
en los que había libros, cuadros u otros objetos dignos de ser
conservados, la m isión era más diplom ática que arriesgada;
se tratab a norm alm ente de llegar a u n acuerdo con el corres­
pondiente Comité de Vecinos, en virtu d del cual los objetos en
cuestión, o se entregaban bajo inventario a los funcionarios
vascos, o por lo menos se guardaban en u n a habitación de la
casa, cuya llave guardaba la Delegación, y sobre cuyas puertas
se estam paba u n precinto vasco. N o supe de ningún caso en
q u e este precinto fuese roto.
A unque no se tratara de tesoros artísticos o culturales, la
comisión se encargó tam bién de supervigilar todos aquellos p i­
sos de vascos, abandonados u ocupados, que habían sido pues­
tos bajo la salvaguardia de la Delegación. Casi siem pre esta­
b an habitados, en su totalidad o en parte, por refugiados vas­
cos. Los componentes de la comisión giraban periódicas visi­
tas de inspección, y acudían rápidam ente cuando u n a llam a­
da de socorro denunciaba cualquier perturbación. Si esta per­
turbación ad quiría los caracteres de u n registro policíaco, en­
trab a n en juego la G uardia de la Delegación o el servicio de
Presos a m i cargo.
L a labor principal de recuperación se llevó a cabo en la
prim era m itad del año 1937. La de inspección continuó atenta
y vigilante d u ran te el resto de la guerra; justam ente el piso de
m i padre fué uno de los que m erecieron sus atenciones, y más
de u n a vez recibí en el frente de A ragón noticias del mismo
a través de M uguerza o de Pinedo.
L o que nunca decidió el Secretario General, pese a las in ­
sinuaciones que algunos le hicimos, fué la incautación oficial
por la Delegación de algunos edificios e industrias que se nos
habían ofrecido al efecto de verse protegidos.
A lgún d ía sin duda se agradecerá por los intelectuales vas­
cos aquella labor de recuperación de bibliotecas y archivos;
máxim e cuando los azares de la guerra provocaron la destruc­
ción de varias de las mejores de Euzkadi.
Labor en que siem pre se contó con la orientación y ayuda
eficaz p o r parte del M inistro don M anuel de Irujo; y muchas
veces fué realizada en contacto con las autoridades de Bilbao.

T rib u n a les Populares

Ya he aludido anteriorm ente a la institución de los jurados


de urgencia, una de las formas de tribunales populares crea­
dos con caracteres jurídico-revolucionarios.
E staban compuestos de u n juez presidente, y dos vocales de­
signados p or los partidos del Frente P opular; u n fiscal público
llevaba la acusación; y u n abogado de oficio defendía a los
acusados. Los vocales políticos suponían el residuo de las an­
tiguas checas, pero los tribunales actuaban legal y públicam en­
te; h ab ía una instrucción, y podían presentarse testigos de des­
cargo.
El decreto que los creó señalaba los casos de su com petencia,
que en esencia pueden resumirse en cualquier acto de desafec­
ción al régim en, entendiendo por tales no los que revelaran
la simple ideología derechista sino la peligrosidad probada del
individuo. Sus sanciones eran leves, no pasaban de los cinco
años de prisión como máximo, y norm alm ente oscilaban entre
el año y los tres años. Como ya he dicho, tenían u n carácter
más preventivo que represivo.
Interv in e bastante en ellos, y recuerdo que en general, si el
acusado estaba afiliado a Falange Española se le condenaba a
unos tres años de prisión; si estaba afiliado a Acción P opular,
casi siem pre salía libre con u n a m ulta, y pocas veces era con­
denado; si había realizado actos determ inados, como difusión
de bulos, agiotismo en el mercado negro, etc., la pena oscilaba
según la gravedad del hecho. Y si la acusación era ya tan grave
que im plicaba su auxilio al delito de rebelión, los acusados
pasaban a la com petencia de otros tribunales especiales, singu­
larm ente los de T raición y Espionaje, o los T ribunales M ili­
tares.
El Partido Nacionalista Vasco jam ás tuvo que intervenir
cerca de ninguno de estos últim os tribunales; sólo gestionó
el indulto de u n capitán, de apellido Aresnio, condenado a
m uerte por u n error que se dem ostró plenam ente. E n cambio,
actuamos bastante cerca de los jurados de urgencia.
E n efecto, desde diciem bre de 1936, muchos presos por cuya
situación nos interesábamos, iban pasando de la jurisdicción
gubernativa a la judicial; es decir, que cuando solicitábamos
su libertad a la Delegación de O rden Público, se nos respondía
q u e no podían acordarle por estar sometidos a u n proceso en
los jurados de urgencia; pronto nos ahorram os la gestión de
libertad, indagando previam ente si estaban o no sometidos a
dichos jurados.
Casi siempre los que pasaron de la jurisdicción gubernativa
a la judicial eran civiles acusados de actos concretos; m uy
pocas veces fueron religiosos, o personas con acusaciones va­
gas. Pero tam bién se dió el caso de que nosotros mismos ges­
tionáram os su procesamiento, por haber com probado que era
más rápido y fácil conseguir la absolución que la libertad gu­
bernativa.
Precisamente los dos prim eros vascos juzgados por los J u ­
rados de Urgencia de M adrid pertenecen a este grupo. Se trata
de mis tíos, Paulino de Angulo, n atu ral de Respaldiza, y su
esposa Ju lian a de Galindez, natural de A m urrio; hab ían sido
detenidos en el verano y conducidos a la checa de Fomento, de
la que pasaron a la cárcel, acusados de pertenecer a Acción
Popular; yo no supe la detención hasta prim eros de diciem ­
bre, y como me constaba que ambos pertenecían a este partido
y eran contrarios a la ideología abertzale, lo q u e hice fué,
gestionar su rápido pase a la jurisdicción de los Jurados de
Urgencia, sin pensar jamás en u n falso aval del P artido N a­
cionalista Vasco. Mi tía fué juzgada el 29 de diciem bre por
el trib u n al de la Cárcel de Mujeres; m i tío lo fué el 1 de enero
de 1937, por el trib u n al de la Cárcel de Ventas; ambos en la
prim era sesión que celebraba cada tribunal, y ambos sin que
el P artido oficialm ente interviniera en su favor, fui yo perso­
nalm ente quien se presentó como testigo para responder de
su conducta fu tu ra y su no peligrosidad; m i tía fué condenada
a 500 pesetas de m u lta y mi tío a 5.000, saliendo seguidam ente
en libertad.
Siempre que el Partido decidía avalar algunos de los acu­
sados, me ponía previam ente en contacto con el defensor res­
pectivo. T a n to las secretarías de cada Jurado, como el despa­
cho de los abogados, se hallaban instalados en las salas del Pa­
lacio de Justicia; y en general el acceso a unas y otros era no
solamente libre, sino hasta acogedor; quiero m encionar espe­
cialm ente al abogado de la prisión de mujeres, Huelves, que
nos prestó en todo m om ento su m áxim a colaboración. E n los
casos en que nosotros interveníamos, y conocedores ya de ex­
periencias repetidas, el defensor no era yo, sino el de oficio;
m i intervención era la de testigo, mas en vez de presentarm e
como particular, lo hacía enunciando m i cargo en el P artido
y Delegación, e inform aba más que declaraba; era u n a ficción,
pero q u e daba u n resultado em inentem ente práctico.
N o fueron muchos proporcionalm ente los casos en que in ter­
vinimos; a continuación daré algunas estadísticas. De todos
ellos sólo recordaré algunas anécdotas más o menos curiosas.
Así el caso de u n a buena señora, que no era vasca pero cuyos
familiares acudieron a nosotros por indicación del propio abo­
gado; esta señora había estado veraneando en Euzkadi y allí
com pró u n m onedero que desde entonces venía usando inocen­
temente, sin darse cuenta de que llevaba grabado el “lau b u ru
vasco”, es decir, la misma “swástica” alem ana; u n a m añana, al
ir a pagar una cuenta en u n comercio, tuvo la desgracia de que
u n dependiente reparara en el m onedero y la insignia nefan­
da, fué denunciada en el acto, y m inutos después gemía su in ­
genuidad en los calabozos carcelarios. E l día en q u e la juz­
garon me presenté ante el tribunal, que ya m e conocía sobrada­
m ente, portador de insignias vascas, sellos pro-Universidad
Vasca, y hasta u n a carta llegada la víspera de Bilbao con el
“lau b u ru ” en el m em brete. L a buena señora fué absuelta li­
brem ente; lo que me divirtió es que cuando la preguntaron
si deseaba llevarse el monedero, hizo u n gesto de repulsa co­
mo si la h ubieran m entado al propio diablo.
E n sentido contrario recuerdo dos encerronas en que m e vi
m etido, sin presentirlas previam ente. L a u n a fué tam bién en
la Cárcel de M ujeres: u n a señora cuyas referencias eran u n á­
nimes sobre su beatería realm ente cavernícola, pero sin la
m enor peligrosidad, y apenas sin estudiar previam ente el caso
fui a responder p or ella; todo hubiera ido bien, si antes de mi
declaración no la hubiese prestado otro testigo de descargo,
pero no u n testigo revolucionario o al menos sindicado como
era de rigor, sino una anciana sirviente más beata y más caver­
nícola que su p ropia dueña, tanto que n o sólo com prom etió
a ésta sino que a poco más va a p arar tam bién a la cárcel;
después de sem ejante declaración, m e vi negro para salir airo­
samente del apuro; fué condenada a u n año de prisión.
Peor fué el otro caso, se trataba de u n M ariano Iñiguez Ga­
líndez, si no recuerdo mal, natural y vecino de Gasteiz (Vitoria),
que había sido detenido el 13 de ju lio como supuesto coautor
del asesinato del teniente Castillo; cuando sus herm anas acudie­
ro n al Partido en el mes de noviem bre, me extrañó y anim ó el
caso de que pese a tan fuerte acusación no hubiera sido asesina­
do hasta entonces; estudié el caso con atención, n o lim itándom e
a la ficha policíaca sino pidiendo el expediente com pleto; de
él no se deducía la m enor com plicidad, tanto que en efecto
hab ía sido puesto en libertad hacia el 15 o 16 de julio, y por
otra parte nadie hablaba de cualquier otra acusación o sos­
pecha; no se pudo ped ir la libertad, pero fué de los primeros
en pasar a la jurisdicción judicial, y al juicio m arché confiando
sacarle libre; mi aprieto fué mayúsculo, cuando el fiscal me
exhibió de en trad a u n a ficha de Falange Española a nom bre
del acusado, ficha que hasta entonces no había ¿parecido en los
registros de la Sección Técnica; fué condenado a tres años de
prisión.
E ntre los casos que pasaron por nuestras manos, y nos negamos
a avalar por constarnos su filiación falangista, recuerdo al padre
y herm ano de las Saratxo a que antes me referí; y a M aría Luisa
de Arizmendi, que antes de la guerra fué la am ante de u n seño­
rito falangista asesinado al comenzar la revuelta, y después lo fué
de u n m iliciano anarquista asesinado tam bién en condiciones
qu e movieron a sus compañeros de sindicato a encarcelar a la
muchacha, cuyo nom bre apareció en el fichero de Falange Es­
pañola. Los tres fueron condenados de tres a cinco años de pri­
sión, si no me equivoco.
Como resum en de nuestra labor, repetiré la estadística antes
m encionada en el servicio de presos; corresponde sólo a los
meses de enero y febrero. D urante ellos intervinim os en 48
casos, con 32 absoluciones y 4 condenas; los restantes 12 casos
seguían en trám ite cuando Entrecanales se hizo cargo del ser­
vicio.
E ntre estos últim os casos se encuentra el de A m elia de Aza­
róla, que conservé en mis m anos por su im portancia. E n la
fecha a que ahora me estoy refiriendo, el sum ario estaba ya
m uy avanzado, y a sugerencia nuestra, siguiendo órdenes ex­
presas de Irujo, se había enviado u n suplicatorio a Valencia
para que declarasen a favor de ella, los m inistros N egrin e
Irujo. E n la cuarta parte me referiré de nuevo a este caso im ­
portante.

Gestiones de canje

L a misma barbarie prim itiva que había llevado a muchos


al asesinato del contrario en la retaguardia, condujo en p rin ­
cipio al fusilam iento inm ediato, de los prisioneros que se
hacían en el frente. Fué u n a destrucción brutal, que ensan­
grentó p o r igual a ambos bandos.
Pero, justo es decirlo para gloria suya, las autoridades repu­
blicanas fueron las prim eras en im poner el respeto absoluto
a la vida de los prisioneros.
Consecuencia lógica de este respeto a los prisioneros de guerra
y del orden im plantado en la retaguardia, fueron los prim eras
gestiones de canje iniciadas al acercarse la prim avera. Y en
esta labor, tam bién los vascos fuimos los prim eros en ab rir
brecha, dirigidos por Irujo, cuya actuación en este aspecto fué
gigantesca.
El Gobierno de Euzkadi había hecho varios canjes en Bilbao
con resultado satisfactorio; se trataba de rehenes políticos en su
comienzo. Pero en 1937 se planteó u n canje m ilitar, de carácter
m ucho más serio; en el que. accidentalm ente hubim os de
colaborar los miembros de la Delegación m adrileña.
Se trata del canje de los dos aviadores alemanes que habían
sido derribados sobre Bilbao en los bom bardeos de prim eros
de año; Schnabel y Schmidt se llam aban, si no recuerdo mal.
A unque los aviadores estaban detenidos en Bilbao y las ges­
tiones las había de realizar por tanto el G obierno de Euzkadi,
M anuel de Irujo intervino desde Valencia cerca del Comité
internacional de la Cruz R oja, y el hecho de que su Delegado
General, Mr. Junod, se hallase accidentalm ente en M adrid,
hizo que nosotros colaboráramos en la gestión.
R ecuerdo al efecto que u n a m añana, y siguiendo instruccio­
nes expresas del M inistro, transm itidas por teléfono, me per­
soné en el local de la Cruz R oja Internacional, cerca del H ip ó ­
dromo, y tras haber repetido el m ensaje de que era portador,
fui testigo presencial de la conversación telefónica que sostuvo
en el acto con su central de Ginebra, detallando las condiciones
de canje que proponía el Gobierno Vasco. El canje se realizó
al fin, au n q u e no en las condiciones originalm ente pensadas.
Fué el prim er paso en u n a larga cadena de negociaciones,
iniciadas por Iru jo como M inistro sin cartera, y continuadas
después en la Comisión M inisterial de Canjes (^®). A quí sólo
trataré de nuestra colaboración desde M adrid, que al principio
fué bastante activa, ya que en sus prisiones se hallaban algunos
de los principales rehenes fascistas.
Muchos de ellos estaban detenidos en las cárceles, condena­
dos a penas graves por los tribunales populares, sin faltar quien
se había librado milagrosam ente de la m uerte; después daré
nombres. Pero se sospechaba que hubiera otros asilados en
embajadas y legaciones que tal vez pudiesen servir a los fines
que se perseguían.
L a dificultad m áxim a estribaba en que los últim os se halla­
b an a salvo, cobijados bajo la ficción de la extraterritorialidad,
y sin duda preferirían pasar desapercibidos sin das señales de
vida; su canje tenía que ser voluntario.
P o r eso no es de extrañar que la prim era m isión que se
encom endara a la Delegación de M adrid fuese la de localizar
a u n im portantísim o personaje, al que los fascistas reclam aban
sin que se supiera exactam ente donde se hallaba asilado.
Se trataba nada menos que de A ntonio de Lizarza, el jefe
carlista nabarro que había firm ado en nom bre de su P artido el
famoso pacto con Mussolini, antecedente señalado de la guerra
civil.
N o intervine en las gestiones, por eso no puedo d ar detalles.
Sólo puedo resumirlas diciendo que el Secretario General,
aprovechando las amistades conseguidas dentro del Cuerpo
Diplom ático, consiguió localizar rápidam ente a Lizarza en la
d im in u ta legación en que se h allaba escondido; no estoy se­
guro, pero tengo u n a vaga idea de que fué en la de Guatem ala.
Y nuestra cooperación term inó ahí.
O tro caso fué el de Javier de Astrain, nuestro "preso” del
H otel Panam á, asilado más tarde por nosotros en la Legación
del Paraguay, q u ien a finales de 1936 o comienzos de 1937 fué
sacado del asilo a que le lleváramos y conducido a Barcelona

(18) Por la misma finalidad de este libro, debo ocuparme solamente de


aquellas gestiones de canje en que intervinim os desde la Delegación de
Eu7.kadi m adrileña, prescindiendo de otros aspectos generales de la labor.
O tros pueden hacerlo mejor, y sin duda h a rán la relación detallada de la
intensa labor llevada a cabo por Irujo en la Comisión M inisterial de
Canjes, labor en la que fué eficazmente ayudado por su herm ano Andrés
y otros colaboradores vascos, tanto en Valencia prim ero como en Barcelona
después.
para su canje; la historia se complicó por u n a im prudencia
suya, que motivó su reconocim iento accidental en lugar in ­
oportuno, su detención subsiguiente, y su encarcelam iento en
Valencia, todo lo cual retardó innecesariam ente el canje in i­
ciado.
Como nuestra intervención más activa fué en la prim avera
de este año 1937, no voy a referirm e aquí a las actividades de
vigilancia sobre las personas de R aim undo Fernández Cuesta,
M anolo Valdés, Am elia de Azaróla, y otros presos destacados
que se h allab an en las cárceles de M adrid. Seguidamente las
mencionaré.
Sólo quiero anotar en este lugar algunos nom bres de las
prim eras listas de presos canjeables que fué preparada a co­
mienzos de 1937. Los rehenes que el G obierno de la R epública
podía ofrecer, estaban encabezados p o r R aim undo Fernández
Cuesta, secretario general de Falange Española, y com pren­
día entre otros personajes destacados a M anolo Valdés, jefe
de Falange en Bizkaya, a Lizarza, jefe carlista nabarro, a M i­
guel Prim o de Rivera, jefe falangista, a Javier de Astrain,
concejal carlista de Iru ñ a (la Pam plona de los latinos), y a
numerosos jefes m ilitares; sin olvidar a fam iliares cercanos de
varios jefes fascistas, como la m adre y herm ana de A randa, la
herm ana de M illan Astray, y parte de la fam ilia del propio
Franco. L a lista de rehenes que el G obierno de la R epública
solicitaba, estaba encabezada por Carrasco Form iguera, el jefe
católico catalanista que había sido hecho prisionero en el vapor
“Galdames” cuando se dirigía a Bilbao como Delegado de la
G eneralitat de C atalunya cerca del G obierno de Euzkadi; era
quizás el único personaje por sí mismo, y en m odo alguno
de la categoría de Fernández Cuesta; los dem ás eran casi todos
familiares de personajes republicanos, entre ellos los cuatro
herm anos del M inistro Iru jo , y el hijo de Largo Caballero,
presidente del Consejo de Ministros.
H e llam ado la atención sobre la proporción desigual d e per­
sonajes políticos en cada lista, pues ella m ejor que nada revela
que, pese a todos los excesos del terror, en la zona republicana
h ab ían salvado su vida muchos jefes enemigos, m ientras en la
zona fascista h abían sido sistem áticam ente exterm inados los
jefes republicanos.
P o r si alguna duda cupiera, el fusilam iento inm ediato de
Carrasco Form iguera, tan pro n to como se solicitó su canje,
dem uestra cuál fué la conducta de los fascistas. N adie lo olvide.
L a situación m ilita r en marzo

T erm in ab a el invierno, con sus fríos y tragedias. L a tem pe­


ra tu ra era más suave, y hasta parecía haberse aliviado la escasez
de alimentos. Los teatros funcionaban regularm ente. Y la
guerra había adquirido tal uniform idad que resultaba m onó­
tona.
U n a vez fracasado el ataque frontal a la capital, el enemigo
hab ía cambiado su objetivo para lanzarse a la conquista de
la ciudad andaluza de M alaga, cuya caída provocó u n a de las
matanzas más sangrientas de la guerra; para siem pre jamás
quedará grabada en el historial sádico aquella sistem ática per­
secución p or los aviones y buques fascistas de la m uchedum bre
que h u ía a lo largo de la carretera, tratando de cobijarse en
Alm ería.
Los demás frentes dorm ían beatíficam ente, desde Extrem a­
d u ra hasta Huesca, sin olvidar los del Norte.
E n M adrid habíam os sufrido otro arrechucho en el mes de
enero, no frontal sino tratando de rom per las líneas del Jara­
m a para cortar la vital carretera de Valencia, y com pletar el
cerco de la ciudad. Fué u n a de las batallas más espectaculares
de la guerra, pero las tropas republicanas hab ían aguantado
perfectam ente, y, aunque cedieron algunas posiciones poniendo
en peligro la carretera en el sector de Arganda, el enemigo no
consiguió rom per nuestras defensas principales y fué frenado;
la carretera quedó batida, más todos sus efectos se lim itaron
a u n a pequeña vuelta que tenían que dar los camiones por
Alcalá de Henares para ganar la carretera principal en Ta-
rancon.
L a batalla del Jaram a m ostró sobre todo que comenzábamos
a ten er u n ejército. N o aquellas milicias caóticas e indiscipli­
nadas, llenas de heroísmo pero carentes de eficiencia, que se
h ab ían sacrificado inútilm ente en la Sierra y en Talavera, sino
verdaderas unidades m ilitares, con m andos y tácticas, compe­
netradas entre sí y apoyadas por la aviación y la artillería.
El artífice de la defensa m adrileña, el cerebro m ilitar de la
J u n ta de Defensa, fué el entonces coronel Vicente Rojo, Jefe
de Estado Mayor del general M iaja. Pero justo es reconocer
la visión que tuvo el P artido Com unista.
Su “Q uinto R egim iento” fué la cantera de donde salieron
las futuras brigadas y divisiones del ejército popular. Ellos se
dieron cuenta antes o m ejor que nadie, que se trataba no de
u na revolución a base de guerrillas, sino de u n a guerra a base
de m aterial y disciplina; el' m aterial vino casi todo de Rusia,
lo que facilitó su acción; y la disciplina férrea es característica
esencial de este partido. N o es extraño que todo ello se aunara
para que fuesen los creadores del Ejército Republicano.
Hecho que bien pronto les daría el control político del ejér­
cito. Con consecuencias gravísimas.
Las Milicias Vascas seguían en la C iudad Universitaria. Sus
filas se habían clareado m ucho en los días de noviembre, y los
colores de su bandera ajado por la intem perie invernal. Pero
su espíritu se habia curtido en el combate, y eran ya veteranos.
El m ando había cambiado; el coronel Alzugaray fué susti­
tuido p or el teniente coronel Ortega, antiguo teniente de
carabineros en Iru n y últim o gobernador civil español de la
provincia de Guipuzkoa. E ntre los oficiales había tam bién cla­
ros, uno de ellos el capitán nacionalista Frutos, caído en la
Casa de Campo. Mas la unidad seguía siendo la m isma de
“Boadilla de Euzkadi”.
La calm a del frente, en el cual ocupaban por entonces el
sector com prendido entre la Cárcel M odelo y el H ospital Clí­
nico, perm itía que cada semana dos compañías ocuparan las
trincheras, aquellos ramales subterráneos y complicados de la
C iudad U niversitaria, y otras dos compañías descansaran en el
interio r de la ciudad.
La lucha solía reducirse a algunas escaramuzas para entrar
en calor, y sobre todo a la zapa y peligros de las m inas y con­
tram inas. U no de los golpes de mano más im portantes llevados
a cabo p or las Milicias Vascas fué precisam ente la voladura
de u n a m ina en la Casa de Velázquez, reducto fascista, coor­
dinado con u n ataque de nuestros gudaris.
Las M ilicias Vascas seguían sin depender de la Delegación,
pero la relación entre sus m andos y nuestros dirigentes era
estrecha y cordial. Y cuando la m uerte fulm inaba en la pla­
cidez de aquellos días sin com bate algún gudari, al entierro
solemne acudíamos nosotros llevando la representación del
G obierno de Euzkadi.
R ecuerdo el prim ero de estos entierros. Se trataba de u n
sargento de Irú n , caído en la voladura de u n m ina fascista.
El cadáver fué llevado al cuartel, siempre ubicado en el antiguo
H ogar Vasco, y en la capilla ardiente una gran bandera vasca
cubrió el féretro del herm ano caído. A m edia tarde, u n a com­
pañ ía desplegó ante el edificio; el ataú d fué bajado a hombros
de sus compañeros de armas; y el cortejo inició su lento desfile
hacia la Plaza de la Independencia. Aquí, ju n to a las verjas
del R etiro, O rtega y Peña por las Milicias, Sosa, R uilope y
yo por la Delegación, presidimos los honores tributados al
m uerto; a la voz de m ando del capitán, la colum na desfiló
marcialmente, ik u rriñ a desplegada al aire; numerosos vascos y
amigos siguieron en pelotón im presionante por su m uda sen­
cillez. Poco después, cuadrados ante la tum ba del cementerio,
alguien pronunció unas palabras de elogio al caído, y una
escuadra disparó sus fusiles al aire.
Es uno de los entierros que más me han im presionado; sin
duda, porque el recuerdo de la P atria lejana latía en todos los
corazones.
E n el viaje de regreso recuerdo que Alfonso Peña, el res­
ponsable político de las Milicias, nos habló de su propósito
de equipar a sus hombres con el mismo uniform e de los gudaris
que luchaban en Euzkadi; soñaba ya con u n desfile por las
calles de Bilbao libre. Sueños, sueños de optim ism o e ilusión
que provocaba la prim avera cercana y la paz de cada día.
P a z . .. p a z . . . Fué entonces cuando se desató la b atalla de
G ualajara.
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C u a r t a P a r t e

CON LA T R A G E D IA DE EUZKADI
EN EL A LM A

L a batalla de Guadalajara

U n dom ingo de prim eros de marzo, salí como de costumbre


para m is escondidos pueblos de la provincia de G uadalajara en
busca de víveres. A quel d ía nuestras investigaciones se com­
plicaron con algo de baile y contrabando, de m anera que h u ­
bimos de hacer noche en u n dim inuto poblado, T orrebeleña,
inm ediato al frente de Cogolludo. C uando al am anecer in ten ­
tábam os poner en m archa el m otor, helado por el frío de la
m adrugada, u n cañoneo ensordecedor retum baba en toda la
línea del horizonte. Ya cerca de Alcalá de Henares nos cruza­
mos con la colum na de “El Cam pesino” que subía apresura­
dam ente hacia tierras de Sigüenza, con tanques y cañones. Y
al ganar la ciudad, se nos esperaba en ella con ansiedad y temor.
P orque ya se sabía que hab ía comenzado una terrible ofen­
siva en el sector de G uadalajara, y nuestras posiciones se de­
rrum baban.
D u ran te cerca de u n a semana, ¡as noticias fueron más y más
alarm antes. El C uerpo de Ejército expedicionario italiano,
cuyas unidades h abían desembarcado a fines de 1936 en el
puerto de Cádiz y debutado en la conquista de M alaga, había
lanzado u n ataque frontal en todo el desguarnecido y olvidado
sector de Sigüenza, con el propósito evidente de com pletar el
cerco de M adrid avanzando por la últim a carretera que nos
quedaba libre; era justam ente ésta por donde hubiera debido
avanzar la “cuarta colum na” de Mola, la que se quedó varada
en el camino.
N adie ocultó la am arga realidad. El enemigo había roto el
frente p or todas partes, y sus unidades mecanizadas avanzaban
rápidam ente. Brihuega, T rijueque, Cogolludo, fueron las tres
llaves del avance, y pronto la ciudad de G uadalajara estuvo
en peligro.
Las mejores unidades republicanas, veteranas en la defensa
de M adrid y en la b atalla del Jaram a, habían sido lanzadas a
la lucha en u n esfuerzo desesperado para contener la invasión.
Y el Gobierno, al fin, decretó la movilización de cinco q u in ­
tas, las de 1932 a 1936. H asta entonces nuestras fuerzas estaban
exclusivamente compuestas de voluntarios; la misma moviliza­
ción de noviem bre fué hecha por los sindicatos, y la m ayoría
de los jóvenes, indiferentes o enemigos, perm anecían ajenos al
conflicto armado.
La movilización fué rápida y severa. Los reclutas debían
presentarse inm ediatam ente en las Cajas instaladas en el Paseo
de O ’D onnell; largas hileras que eran absorbidas con pasmosa
rapidez, pues la burocracia bélica trabajaba de prisa; y por
otras puertas, que daban al Paseo de M enéndez Pelayo, salían
constantem ente camiones repletos de hom bres, aún vestidos de
paisano, q u e subían hacia el campo de batalla. Fué carne de
cañón, pero taponó el orificio; y en cuestión de horas se con­
virtieron en veteranos.
La aviación, la misma aviación que lim pió el cielo m adrileño
a fines de noviembre, arrasó las columnas italianas entre ava­
lanchas de nieve; columnas comunistas de “Lister” y “El Cam­
pesino”, columnas anarquistas de “C ipriano M era”, G uardias de
Asalto y Carabineros, tropas todas ellas avezadas en los com­
bates suicidas del Parque del Oeste y la Casa de Campo, ce­
rraron paso a los ensoberbecidos conquistadores de Abisinia.
D urante tres, cuatro, cinco días, la batalla se trabó con carac­
teres de epopeya; prim ero se frenó el avance, después se luchó
en tierra de nadie, por últim o los italianos huyeron.
Y huyeron como gamos, huyeron en los mismos camiones
y tanques de sus orgullosas motorizadas, perseguidos a pie por
los m ilicianos victoriosos que lloraban de rabia por no poder
alcanzarles.
Fué u n a derrota aplastante. Y G uadalajara será para siem­
pre u n b o rrón vergonzoso para los totalitarios.
Las Milicias Vascas no lucharon allí, siguieron guarnecien­
do el frente de la C iudad Universitaria. Pero en G uadalajara
estuvieron las Milicias nabarro-riojanas, los guardias de asalto
del capitán A guiriano que cayó en el combate, carabineros de
Irú n , muchachitos recién movilizados, y Andrés García La-
calle con su escuadrilla.
E n la Delegación todo siguió norm al; tensos por el nuevo
peligro, más serenos y laborando. El decreto de movilización
excluía a cuantos reclutas estuviesen ya incorporados a otras
unidades de milicias o movilizados en servicios de guerra; y
la G uardia de la Delegación de Euzkadi, como movilizados
desde octubre y registrados en la antigua Inspección de M ili­
cias, estaba incluida en la excepción. Así fué reconocido
expresam ente p or el Estado Mayor del general M iaja, cuya
prim era sección selló los carnets de nuestros movilizados in ­
cluidos en la edad m ilitar, unos cuarenta en total.
Al efecto me personé el día 11 de marzo, en com pañía de
R am ón de Etxabe como Jefe de la G uardia, en la oficina del
C oronel Redondo, jefe de la prim era sección. Ya nos cono­
cían de antes, y ordenó en el acto que se sellara nuestros
carnets, y se diera cuenta a las Cajas de R ecluta de los nom ­
bres de nuestra gente.
La detención de R otaeta pocas noches después, dem ostró
el buen acierto que tuvimos al tom ar esta m edida de pre­
caución. Fué además en vísperas precisamente de que el
grueso de la G uardia saliera para Barcelona a incorporarse
a la Brigada Vasca en formación, según diré seguidamente.
Pero, algún m alintencionado de esos que nunca faltan, había
m andado u n a nota a la Comisaría del Congreso denunciando
a Félix de R otaeta, em pleado del Banco de Bizkaya, de la
q u in ta de 1933, como prófugo al llam am iento oficial.
La detención fué profundam ente ridicula. A quella noche
estábamos en la Delegación A retxederreta, Fernando de Ca­
rrantza, Ortiz de U rbina, R otaeta y yo; ya he dicho cómo
R otaeta era el virtuoso de las patatas fritas, pero U rbina le
había disputado el honor y enfurruñado se m archó a m ontar
en bicicleta p or el vestíbulo, deporte de circo con que m atá­
bamos las horas de aburrim iento; los demás charlábam os
alrededor del fuego. El tim bre de la calle resonó enérgico,
oímos a R otaeta que ab ría y charlaba con los visitantes sin
hacerle m ayor caso; mas cuál no sería nuestra sorpresa al verle
aparecer, pálido y agitado, diciéndonos:
—¡Me vienen a detenerl
N adie le hizo caso al principio, creyendo que era u n pre­
texto p ara freír las patatas de cualquier m anera; mas al reca­
pacitar en su rostro desencajado, comencé a pensar en que
la cosa pudiese ser verdad. Salí al vestíbulo, tres policías
aguardaban en él, con sendos pistolones al cinto, y p in ta de
las más teatrales; su jefe confirmó que venía en busca de R o­
taeta. L a norm alidad de aquellos días parecía descartar la
posibilidad de una detención ilegal, y menos de u n paseo en
potencia, pero el aspecto absurdo de aquellos tres hom bres y
el hecho aú n más absurdo de venir a detener a uno de los
nuestros en la propia Delegación de Euzkadi me llevó a dis­
cutir su procedencia y sobre todo a obtener la indicación del
centro oficial de que procedían; llam é entonces por teléfono
al Comisario del Congreso y sostuve una bronca con él, au n ­
que todo era pretexto para asegurarme de la oficialidad del
arresto; después, ordené a R otaeta y a U rb in a que tom aran
sus pistolas y me acom pañaran, iríamos todos a la comisaría,
tres contra tres; sólo nosotros sabíamos que lo de las pistolas
era una farsa, yo era el único que la tenía en aquel instante;
pero la orden causó el efecto que deseaba, y en la calle nos
apareamos, nadie sabía quién vigilaba a quién.
La escena en la comisaría fué divertida en extremo, y a u n ­
que R otaeta durm ió en sus calabozos, pude desahogarme a
placer con el comisario, u n antiguo chequista conocido mío.
A la m añana siguiente, a prim era hora, el coronel Redondo
me entregaba u n a orden de libertad, m inutos después la
revalidaba en la Comisaría General de O rden Público; y
cuando llegué a la Comisaría del Congreso, R otaeta ya nos
esperaba en el zaguán.
N ingún otro incidente tuvimos. Y fueron bastantes los vas­
cos en edad movilizable que acudieron a la Delegación soli­
citando ser enrolados en unidades vascas; casi todos ellos
saldrían después para Barcelona, y lucharon con nosotros en
la 142^ Brigada.
Hacia el 17 y 18 de marzo la victoria era nuestra. B rihuega
había sido recuperada, y cerca de dos m il prisioneros italianos
habían caído en poder de las fuerzas republicanas, entre ellos
u n jefe de batallón y bastantes oficiales.
Recuerdo que la noche del 19 de marzo salía yo de los
sótanos del M inisterio de Hacienda, ocupados por el Estado
Mayor de M iaja, donde había ido precisam ente a preparar el
viaje de nuestros prim eros movilizados a Barcelona. U na
caravana de camiones polvorientos cruzaba las arcadas del
zaguán; eran los prim eros contingentes de prisioneros italia­
nos; vestidos de correcto uniform e que contrastaba con los
nuestros pintorescos, am edrentados y dudosos sobre su inme­
diato futuro, unos levantaban el puño cerrado en tím ido
saludo comunista y otros dudaban si hacerlo o permanecer
inertes; no cabía d u d a sobre sus temores: estaban en poder de
los terribles “rojos”, seguram ente serían asesinados.
Meses después los vería en el penal de San M iguel de los
Reyes, convertido en cam pam ento de prisioneros.
El naciente Ejército de la R epública había oonquistado su
prim er triunfo, u n triunfo resonante que repercutiría por to­
dos los ámbitos del m undo. M adrid estaba a salvo definiti­
vamente. Pero muchos habían caído para siem pre en los
campos nevados de batalla; algunos no supieron de la victo­
ria, otros m urieron con la miel del triunfo en los labios.
E ntre ellos se contaba el capitán de guardias de asalto Agui-
riano, natu ral de Gasteiz y buen amigo de la Delegación.
Luchó como u n jabato en el prim er contraataque, cayó herido
en el pecho, los médicos quisieron evacuarle hacia u n hospital,
pero se negó rotundam ente, y con el pecho vendado tom ó de
nuevo el m ando de sus muchachos y continuó en la brega,
hasta en tra r de los primeros en la reconquistada Brihuega; fué
entonces cuando perdió el conocim iento y pudo ser evacuado,
al hospital instalado en el antiguo Palace Hotel. Allí luchó
entre la vida y la m uerte por más de u n a semana; y en la
tarde del 25 de marzo presidimos su entierro.
U n a bandera vasca cubría sus despojos mortales, y decenas
de coronas proclam aban la adm iración de sus camaradas de
armas. Aretxederreta, viejo amigo y paisano suyo, presidió
el duelo; y una gran corona de flores ostentó el nom bre de
la Delegación de Euzkadi.
A guiriano m urió feliz, porque creyó que el triunfo ya era
nuestro. Dichoso él, que cayó coronado de laureles.

Com ienza en E uzkadi la ofensiva

Bien poco había de d urar nuestro optimism o. H ab ía trans­


currido apenas u n a semana, cuando la radio esparció las pri­
meras noticias del bom bardeo salvaje contra D urango. La
ofensiva general de Euzkadi había comenzado.
E im potentes por la distancia, hubim os de perm anecer día
tras día, y noche tras noche, al pie de los receptores tratando
de adivinar más que saber las peripecias del ataque. Todos
los frentes estaban paralizados, y desde las cabeceras de los
periódicos, gruesos titulares gritaban el heroísmo euskeldun,
inm ortalizando nombres de m ontañas y batallones.
Por aquellos días se encontraba en M adrid el teniente co­
ronel de artillería, U ribetxeberria, perteneciente al Estado
M ayor del Ejército Vasco, que había llegado en avión para
conseguir unos mapas topográficos en el In stitu to Geográfico
para nuestros gudaris. El hom bre, cuya suerte aún ignoro, se
consum ía de im paciencia en espera del avión que le condu­
jera a Bilbao, y cada tarde trataba en vano de comunicarse
con nuestra gente por u n complicado sistema de teléfono y
radiodifusión; al fin, el 6 de abril, conseguimos com unicarnos
con las oficinas del Euzkadi-Buru-Batzar, y u n a voz débil y
lejana nos confesó que había caído O txandiano, prim era fi­
sura del frente vasco.
Pero cada pueblo que caía, cada peñasco que nos arreba­
taban, solo servía para que el siguiente peñasco se convirtiera
en bastión inexpugnable durante varios días. E n Euzkadi se
luchaba. Y los periódicos de todos los matices cantaban el
heroísm o de nuestra gente.
U na tarde, del m ando de las Milicias Vascas nos pidieron
la banda de txistularis, la antigua banda de Euzko-Ikasle-Batza
reducida a la buena voluntad de Iñaki de Sarasola, reforzada
cuando hacía falta por los silbidos de G urriato y el tam bo­
rileo de Frutos, u n herm ano del capitán m uerto en las M ili­
cias. O rtega y Peña querían hacer u n desfile por las calles
de M adrid, aprovechando el entusiasmo que en la ciudad
reinaba.
Frutos estaba enferm o y me tocó sustituirle; resultó que los
demás aú n aporreaban peor que yo el atabal. Y a m edia
tarde, en la cancha del frontón del H ogar Vasco, se form aron
las dos compañías que m archaban al relevo semanal; vetera­
nos de Irú n , héroes de Boadilla y la C iudad Universitaria,
en cuyas txam arras lucía la ikurriña descolorida por el sol y
las lluvias. A la voz de m ando del capitán Azkoaga, que días
después m oriría frente al In stitu to del Cáncer, los hombres
se alinearon casi regularm ente, y nuestra ikurriña, la misma
q ue lució en los festivales de Euzko-Ikasle-Batza, la misma
que había em puñado Lur-Gorri, la m ism a que enarbolam os
en el balcón del H ogar el día del sacrilegio fascista, pasó a
ocupar el puesto de honor en el centro de la columna.
Los trinos agudos del txistu resonaron en el zaguán, las
macizas pisadas se adueñaron de la calzada, y a través del
mismo corazón m adrileño caminó la colum na vasca recibiendo
el aplauso cordial de sus habitantes. E n la Delegación nos
esperaban todos, emocionados y u n tanto sonrientes. L a calle
Alcalá, la Gran Vía, la calle de San Bernardo, los Buleva­
re s. . . ; el barrio de Argüelles estaba vacío y silencioso, sólo
de vez en cuando u n a bala perdida silbaba en las esquinas.
Ortega, con sus oficiales, nos aguardaba en el puesto de m ando
establecido en la calle de Gaztambide; y aún seguimos hasta
las prim eras trincheras de la Moncloa.
C uando u n a h o ra después cruzamos la P uerta del Sol, un
gentío desacostumbrado se apiñaba en sus aceras, acaso apro­
vechando el sol prim averal y la calma de aquella tarde en
que los cañones del G arabitas estaban silenciosos. Los pitidos
agudos del txistu despertaron su curiosidad, y, al vernos venir,
corrieron todos a form ar u n a calle de pechos que latían apre­
surados, m ientras sus manos aplaudían y muchos ojos se em­
pañaban de lágrimas. Era el hom enaje del pueblo m adrileño
a los vascos que h ab ían defendido su libertad, y a los gudaris
que m orían en defensa de su Patria.
Fué la prim era vez que u n a colum na de tropas vascas, txistu
al frente y bandera desplegada, h a desfilado por las calles de
M adrid.
Y u n ¡Gora Euzkadil unánim e rubricó la emoción del ins­
tante.
Mas no todo fueron titulares y aplausos. L a presión del
enemigo se hacía cada vez más intensa sobre nuestras líneas,
y el A lto M ando del Ejército del C entro decidió desatar una
pequeña ofensiva local, que a más de succionar tropas fascistas
del norte, tuviese como objetivo lim piar de cañones enemigos
la lom a del Garabitas, desde la cual sus baterías m artilleaban
sañuda y constantem ente la ciudad.
El ataque comenzó el día 10 de abril. El objetivo principal
a ganar estaba en la Casa de Campo, al otro lado del río
Manzanares, pero al mismo tiem po rugió la lucha en todo el
sector de la Ciudad Universitaria. Y las Milicias Vascas ata­
caron el reducto del H ospital Clínico; justam ente nos sor­
prendió su inicio a R uilope y a mí, cuando estábamos en
casa de u n a fam ilia vasca, los Larrañaga, al final de C uatro
Caminos, y al retirarnos hubim os de re p ta r tras de los p ri­
meros parapetos, tal era la zarabanda infernal arm ada de re­
pente.
Por tres o cuatro días se com batió sin descanso; no se con­
siguieron los objetivos previstos, pero se luchó bravam ente.
Y la sangre vasca regó u n a vez más el suelo de M adrid. Esta
vez cayó u n jefe, el com andante M artínez de Aragón, gastei-
tarra, jefe de una de las prim eras brigadas formadas en el
Ejército P opular republicano (^).
M urió en la Casa de Campo, cuando al frente de sus hom ­
bres se lanzaba a la conquista del cerro del Águila, inm ediato
al Garabitas. Su cadáver fué llevado a u n cuartelillo de la
calle Serrano, inm ediato al Refugio Vasco, y m ientras el
combate ru g ía en la lejanía, amigos y compañeros desfilaron
ante el ataú d del vasco caído de los primeros. U na gran co­
ro n a de flores ostentaba los colores euskeldunes y el nom bre
de la Delegación.
A prim era h o ra de la tarde llegó una com pañía de las M i­
licias Vascas, con bandera enlutada, para re n d ir honores al
C om andante M artínez de Aragón. M inutos después el Gene­
ra l M iaja, acompañado de sus oficiales de escolta, se personó
en la capilla ardiente. Y rodeado de los personajes más des­
tacados de la J u n ta de Defensa m adrileña, presidió la comi­
tiva; que a paso ligero, por el peligro de las granadas, desfiló
p or la Castellana y la calle Alcalá. En la segunda presidencia
m archaba Sosa Barrenetxea como Secretario General de la
Delegación de Euzkadi, el teniente coronel O rtega y el comi­
sario Peña p or las Milicias Vascas, y varios representantes de
los partidos republicanos.
Cuando los gudaris descargaban sus salvas de ordenanza
ante el nicho recién tapiado, ayudantes llegaron presurosos a
com unicarle a M iaja u n parte según el cual acababa de ser
volado el puentecillo que u n ía a los fascistas de la Ciudad
U niversitaria con el grueso de sus fuerzas en la Casa de
Campo.
La noticia después no tendría trascendencia práctica alguna,
pero de m om ento nos dió gran optimism o, bien oportuno
cuando aquella misma noche se había preparado u n a emisión

(1) El com andante Martínez de Aragón era de Gasteiz, hijo de la ilustre


familia arabarra cuyo tronco llegó a ser Procurador General de la R epú­
blica Española y más tarde asesinado por los fascistas españoles sublevados.
En el momento de m orir, mandaba una Brigada de reciente creación, en el
sector de la Casa de Campo; cayó al frente de sus hombres, cuando les
conducía al ataque del cerro del Aguila, inm ediato al Garabitas. Tengo
entendido que era el últim o vástago de la familia que quedaba con vida.
de radio dedicada p or las Milicias Vascas de M adrid a sus
hermanos de Euzkadi.
Fué desde una emisora de las Milicias Gallegas, conectada
con la emisora bilbaína. N o sé cuantos la oyeron en Euzkadi,
pero nosotros la organizamos con toda ilusión. Los acordes
del H im no Nacional Vasco abrieron y cerraron la emisión; y
en ella hicieron uso de la palabra el com andante Sansinenea,
un comisario de com pañía comunista, el teniente coronel
Ortega, el comisario Peña, y el Secretario G eneral de la De­ -..-1 “
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legación; sus palabras fueron todas de aliento y de nostalgia,
porque los vascos que h ab ían luchado en M adrid sólo sentían «__J
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estar lejos entonces de la P atria en peligro.


E n verdad que fueron días amargos aquellos.

L a 142 Brigada Vasco-Pirenaica •

Mas la Delegación no podía lim itarse a presidir entierros


o dirigirse por radio a los gudaris que luchaban y m orían en
Euzkadi. La misma comezón que horm igueaba en el alm a de
cuantos jóvenes com ponían su G uardia, im pelía a la acción.
Y la iniciativa partió, como siempre, de M anuel de Irujo.
H acía algún tiem po que venía bulléndole la idea de crear
unidades m ilitares vascas que recogieran a cuantos hombres
en edad m ilitar andaban en la zona republicana, lejos de su
Patria. Algunos estaban en las Milicias Vascas de M adrid,
otros desparramados p or diversas columnas, unos pocos en las
Guardias de las Delegaciones m adrileña y barcelonense; si se
consiguiera agrupar a todos ellos, se form aría u n a gran u n i­
dad, con bandera vasca, que m antuviera el honor bélico de
su pueblo, ese honor que se difum inaba en el heroísm o indi­
vidual y anónim o de cada uno.
Diversas dificultades se oponían a la idea, especialmente el
egoísmo de algunos elementos vascófobos. Mas al fin, apro­
vechando la llam ada de cinco quintas por el G obierno y la
creación de las primeras Brigadas regulares, se consiguió
am biente y autorización para organizar la prim era unidad
vasca, en estrecha cooperación con la G eneralitat de Cata­
lunya.
De m om ento se pensó en constituir u n a Brigada, contando
con los miembros de las Guardias y los movilizados que se
presentaron a las Delegaciones. Como su núm ero era escaso.
la unidad sería m ixta y en ella entrarían los antiguos b ata­
llones pirenaicos formados por nacionalistas catalanes. L a
brigada sería además de m ontaña, y lucharía en tierras de
Huesca p ara entrar de las prim eras en N abarra.
El d ía 16 de marzo, justam ente cuando enterram os al Em ­
bajador de Cuba, Pichardo, llegó a M adrid el capitán García
de Belaunde, jefe de la G uardia de la Delegación barcelo­
nense, acompañado de dos milicianos, uno de ellos por cierto
perteneciente a los llamados “vasco-franceses”. El objeto de
su visita era cambiar impresiones con el Secretario General,
exponerle los propósitos de los organizadores de la Brigada,
y averiguar con cuánta gente se contaría en la Delegación
m adrileña.
E n aquel momento, de los cien hombres que com ponían
la G uardia, cuarenta y dos estábamos com prendidos en la
edad m ilitar; y una veintena de movilizados se habían pre­
sentado a la Delegación rogando su inclusión en una unidad
vasca. Pero era de esperar que, al contarse con u n a Brigada
en formación, fuesen muchos más los que se presentaran a
la Delegación, especialmente en los sucesivos llam am ientos
que se esperaban.
Más difícil era contar con los milicianos que ya estaban
enrolados en las Milicias Vascas m adrileñas y en otras colum ­
nas veteranas de la defensa de M adrid; el deseo de todos era
luchar en Euzkadi, pero sin duda alguna los jefes m ilitares
se opondrían a su cesión.
Y, tras u n a comilona preparada a base de nuestras reservas,
aderezada con su necesario orfeón, Belaunde partió optim ista
hacia Valencia y Barcelona, donde su com pañero el capitán
Em ilio de Salvatierra se ocupaba de ir enrolando voluntarios
para la fu tu ra Brigada.
E n M adrid se acordó que todos los m iembros de la G uardia
en edad m ilitar, salvo R uilope, yo y alguno más, saliesen en
el acto p ara Barcelona, en unión de aquellos otros vascos que
quisieran hacerlo voluntariam ente; rtosotros nos incorpora­
ríamos poco después a la Brigada, tan pro n to como ésta se
fuera organizando y liquidáram os las últim as tareas pendien­
tes en M adrid.
En el Estado Mayor del Ejército del C entro hallamos toda
clase de facilidades; lo mismo que u n d ía respetaron la mo­
vilización a las órdenes del Gobierno de Euzkadi, ahora nos
proporcionaron gasolina y vehículos para hacer el viaje.
Y el día 30 de marzo, dos semanas después del viaje de
Belaunde, y justam ente en vísperas del bom bardeo de D u­
rango, salió la prim era expedición; compuesta de treinta
personas, todos ellos miembros de la G uardia, voluntarios
desde los días de septiembre; Fernando de Carrantza m andaba
el grupo, y en él figuraban entre otros R otaeta, Gametxogoi-
koetxea, Ortiz de U rbina, Ayerbe, Z ugarram urdi y Sarasola.
U n a semana después, el día 7 de abril, y ya en pleno ataque
contra Euzkadi, salió u n a segunda expedición, com puesta de
otras trein ta personas; esta vez, parte de ellos eran los últim os
miem bros de la G uardia en edad m ilitar, pero la mayoría
eran muchachos incluidos en la orden de movilización y pre­
sentados a la Delegación.
Ambas expediciones llegaron felizmente a Barcelona, donde
se unieron a la G uardia de aquella Delegación, y pro n to cons­
tituyeron el em brión de donde surgiría la 142 Brigada M ixta
Vasco-Pirenaica (2). Casi todos ellos integraron su Prim er
Batallón, el batallón vasco de la unidad, pues pese a todos
los esfuerzos y deseos nunca se consiguió llevar a la Brigada
todos los vascos de la zona republicana; en realidad sólo fue­
ron los miembros de las dos G uardias y algunos movilizados
voluntarios. Prim er Batallón, objeto de muchos odios en
algún tiem po, mas que a la postre im puso su valía en los
campos de batalla aragoneses y catalanes. Algunos, m uy po­
cos, pasaron al Estado Mayor de la Brigada; entre éstos tendría
la suerte de encontrarm e más tarde.
C uando los últim os gudaris partieron, la Delegación de
M adrid quedó m uerta. Se habían ido los m uchachos que des­
de u n principio la anim aron con su optim ism o y decisión, los
m uchachos que levantaron los prim eros servicios y no vaci­
laron en hacer frente al caos sin pistolas n i amenazas, los m u­
chachos que la ocuparon las noches trágicas de noviem bre.

(2) La futura 142 Brigada Mixta, Vasco Pirinaica, se estaba o i^ n iz a n d o


bajo los auspicios de la Delegación de Euzkadi en Barcelona, y a iniciativa
del M inistro Irujo. Su jefe era el teniente coronel José García M iranda,
casado con una nabarra y m ilitar profesional, hombre a quien se atacó
muchísimo después pero del que yo siempre proclamare su entusiasmo
por la Causa Vasca; su comisarlo era Emilio de Salvatierra, concejal repu­
blicano del ayuntam iento de Iruña (Pamplona) y su capitán ayudante lo
era el antiguo sargento del tercio García de Belaunde, ambos jefes de la
G uardia de la Delegación barcelonesa. La Brigada iba a estar compuesta
de los vascos al servicio de las Delegaciones y los movilizados por las
quintas oficiales; el resto se integraría con los componentes del antiguo
Verdad era que nuestra m isión en M adrid estaba cum plida.
El orden reinaba en su interior, la policia y los tribunales
funcionaban regularm ente, y si de vez en cuando era detenido
u n vasco solía haber u n a razón para ello y bien fácil era seguir
el caso; la evacuación a Levante estaba casi concluida, y el
Refugio funcionaba como un reloj. Las grandes tareas que
absorbieron el entusiasmo y buena voluntad de los hombres
de la Delegación en aquel invierno histórico, se habían redu­
cido a la ru tin aria burocracia de u n a oficina oficial en tiem ­
pos de paz.
Y los viejos podían llevarla a cabo. Lekuona y U rtu b i esta­
ban ya en Valencia desde hacía tiempo, U ruñuela partió para
Bilbao en los prim eros días de enero, Galartza estudiaba en
la Escuela de Oficiales de Paterna, Igartua y Letam endi esta­
ban en el C uerpo de Aviación; bien pocos quedaban en
M adrid.
El cargo de Delegado seguía sin cubrir; fué propuesto el
nom bre de R am ón de Biguri, diputado republicano por Araba,
pero no aceptó al fin. Y Sosa Barrenetxea, como Secretario
General, seguía dirigiendo las labores de la Delegación. A su
lado, R uilope actuaba como Consejero de la Delegación y
m iem bro del Comité del P artido Nacionalista Vasco, en unión
de AbasoIo que había regresado de Bilbao; al marcharse Ca-
rrantza y R otaeta, R uilope se hizo cargo tam bién del servicio
de Evacuación y del A uxilio Social, juntam ente con Ju a n de
A rtetxe, m ientras Ustarroz seguía rodando por carreteras y
ferrocarriles; el R efugio lo dirigían Basterretxea, M anzarbei-
tia y M adina; Etxabe m andaba la G uardia, u n a G uardia de
hombres m aduros que a más de sus ocupaciones habituales,
dedicaban u n a m añana o una tarde cada tres días al servicio
de la Delegación; Muguerza, Gámiz y su gente recuperaban con
paciencia de benedictinos; A retxederreta seguía siendo el al-

Regimiento Pirinaico organizado por Ezquerra Republicana de Catalunya.


Desgraciadamente la realidad después fué otra; muchos vascos pasaron a
otras unidades, parte de los catalanes tam bién, y en su lugar llegaron los
residuos del lam entable Batallón de la M uerte con una oficialidad desdi­
chada y otros elementos indeseables que dañaron la unidad ideada con
tanto cariño p o r nosotros.
Los vascos se reconcentraron en el Prim er Batallón y en la Compañía
de Zapadores; gente excelente toda ella, que falta de oficiales vascos,
zarandeados y pulverizados, dem ostrarían a la postre en las ofensivas de
Aragón y Catalunya que eran lo m ejor de la Brigada. De todo ello h a
blaré después.
ma adm inistrativa de la Delegación; y yo, a más de ser Agre­
gado Jurídico de la Delegación, me hice cargo nuevam ente
del servicio de Presos y Desaparecidos del Partido, al m archar
Entrecanales a Bilbao en los últim os días de marzo.
Pero la república estaba deshecha, y al llegar la noche,
A retxederreta y yo cenábamos solitarios, recordando a los
ausentes, para arroparnos después en la escondida biblioteca.
L a o b ra de nuestra Delegación estaba en verdad concluida.
Y la guerra se abría ante nosotros, u n a vez dom inada la revo­
lución.

Censo de vascos movilizados

L a idea de organizar u n a Brigada vasca había surgido antes


de que comenzara el ataque a Euzkadi. Mas éste sirvió para
electrizarnos y hasta para soñar.
Recuerdo u n proyecto, más bien intencionado que cientí­
fico, en que Sosa Barrenetxea planeaba toda u n a cam paña en
que la Brigada Vasca atacaba por Huesca, entraba en las Cinco
Villas, ganaba tierra de N abarra por Sangüesa, cortaba la
frontera de Irú n y enlazaba con las fuerzas de Bizkaya. Era
una fantasía; mas cuando meses después contem plé desde los
picos de la Sierra de Alcubierre las llanuras aragonesas adivi­
nando a lo lejos los bosques nabarros, sentía el mismo ím petu
y soñé idénticos avances.
N uestro m aterial hum ano estaba agotado de m om ento. Fué
entonces cuando nos llegó la noticia de que en Bilbao se
hab ían movilizado ocho quintas, tres más que en M adrid,
ju n to con la orden de llam ar a cuantos vascos se hallasen en
ellas com prendidos y residiesen en M adrid.
L a orden salió en toda la prensa. Y durante varios días me
dediqué a la tarea de inscribir vascos y más vascos que se
presentaban en la Delegación con u n solo deseo: ser trasla­
dados a Bilbao.
Casi todos eran ya veteranos. Por allí desfilaron las M ili­
cias Vascas, por allí muchos de los componentes de las Naba-
rro-riojanas, por allí oficiales de artillería y de ingenieros, por
allí guardias de asalto y aú n carabineros; ninguno era nacio­
nalista vasco, ninguno había dependido de la Delegación
hasta entonces, y sin em bargo en todos ellos latía el mismo
espíritu patriótico: luchar en Euzkadi, m orir en Euzkadi si
era preciso.
Nosotros llenábamos u n a hoja en que constaban todos sus
datos personales, y en su caso la unidad en que ya servían.
A ellos se les entregaba u n volante de com probación, con el
núm ero de registro. No sé qué h a sido de este registro, quizás
haya desaparecido, pues no salió a Francia, pero recuerdo más
o menos que se presentaron unos 500 gudaris.
Pese a su deseo de ser llevados a Euzkadi, ninguno de nos­
otros tenía la m enor esperanza de conseguirlo; y la realidad
dió razón a nuestro pesimismo. Fué u n gesto sentim ental más
que efectivo; pero que puso de relieve el espíritu de nuestra
gente.
Cuantos se hallaban ya enrolados en unidades m ilitares, si­
guieron luchando en ellas, y defendiendo la capital de la
República Española; en cambio, los civiles aú n no moviliza­
dos en M adrid, se incorporaron sucesivamente a la Brigada
Vasca en formación, a m edida que sus quintas fueron siendo
llamadas en el transcurso del verano.
Lo que más sentimos fué la perdida de las Milicias Vascas.
D urante algún tiem po se trató de rescatarlas para la Causa
Vasca, fuese trasladándolas a Barcelona, fuese conservándolas
en M adrid pero como tal u n id ad vasca. Su escaso núm ero,
pues ya eran pocos en octubre y fueron m uchos los que m u­
rieron, hizo tem er pronto que al producirse la reorganización
m ilitar fuesen incorporados a otras columnas mayores. Iru jo
se movió e hizo todo lo posible; quizás en M adrid se fracasó
en la debida labor de captación.
El hecho es que en el mes de abril, las antiguas Milicias
Vascas de M adrid desaparecieron como tales, y quedaron
convertidas en un batallón anónim o de la 42 Brigada de Ca­
rabineros. Ortega, ascendido a coronel, m andaba la Brigada;
y Sansinenea, ascendido a mayor, m andaba el batallón.
Sin embargo, pese al sarcástico uniform e de carabineros que
lucían, seguían siendo vascos.

Canjes y aventuras

Entrecanales había conseguido la autorización necesaria


para dirigirse a Bilbao, vía Francia, y de nuevo recayeron sobre
mí las ya m oribundas tareas del servicio de Presos y Desapa­
recidos. D u ran te el mes escaso en que lo regentó, había co-
nocido 346 casos, inform ando el paradero de 130 desaparecidos,
avalando a 39 detenidos y consiguiendo 27 libertades.
En abril apenas si quedaban casos pendientes; algunos
sometidos a los tribunales de urgencia, y poquísimos que se
presentaban de nuevo. El despacho carecía de aquella m u­
chedum bre febril que antes lo visitaba sin interrupción; y yo
tenía tiem po de sobra para dedicarm e a otros menesteres. Fué
quizás p o r esto, por lo que me vi m etido en varios líos intere­
santes.
El d ía 29 de marzo se vió el juicio de Amelia de Azaróla,
me parece que el últim o al que asistí personalmente. Como
las cárceles ya se h ab ían vaciado, la Prisión de Ventas había
vuelto a ser habilitada para las mujeres, abandonándose la
provisional del Asilo de San Rafael; era la única cárcel cons­
truid a para tal fin, e im ponía m ucho m ayor respeto que los
claustros frailunos.
El doctor Bastos, a quien Amelia pidió que declarara a su
favor, se asustó tanto que no hubo form a de convencerle. Fué
una suerte; porque entonces los M inistros N egrín e Iru jo se
brin d aro n a declarar personalmente, para lo cual el tribunal
les dirigió el oportuno suplicatorio a Valencia. La víspera del
juicio salí de paseo con el fiscal, una com pañera m ía de U ni­
versidad, que antes de la guerra pensaba entrar de m onja y
en la guerra se m etió a anarquista; m i propósito era trabajarla
y tenerla a nuestro lado en el juicio, pero sólo conseguí en­
cresparla, hasta asegurarme que necesitaba conocer el parecer
de su sindicato ante tam aña responsabilidad. C uando al día
siguiente, reunidos el tribunal, la fiscal, el defensor, el secre­
tario y yo, en la am plia y desnuda capilla de la cárcel con­
vertida en sala de audiencias, el secretario comenzó a leer las
declaraciones ministeriales, m iré con el rabillo del ojo a m i
buena “Ju stin ian a”, como la llam ábamos en la Universidad;
no ten d ría más remedio que batirse en retirada.
La declaración de Iru jo aú n fué discreta; se lim itó a m ani­
festar q u e conocía a Am elia en el pueblo natal Santesteban,
N abarra, y a su familia, cuyos antecedentes sabía y relataba,
y que siem pre la h abía visto actuar como persona de ideas
republicanas. La declaración aplastante fué la de N egrín, por
entonces M inistro de Hacienda; en térm inos rotundos y enér­
gicos, aseguraba que conocía a Am elia íntim am ente, desde
que comenzó a estudiar la carrera de m edicina en la Facultad
de San Carlos, que la había visto luchar en las filas de la
FUE, que todavía en las últim as elecciones había hecho la
propaganda de la candidatura izquierdista, y que muy poco
antes de la guerra asistió a u n significativo banquete político,
presidido p or el declarante y otros jefes socialistas.
L a batalla estaba ganada. L a fiscal balbuceó algunas ex­
cusas retiran d o la acusación. Huelves pidió sencillam ente la
absolución; sólo el presidente del tribunal reaccionó pregun­
tando a Am elia cuanto tiem po había estado detenida: “ocho
meses” contestó tam bién con sencillez. Y m ientras los jueces
redactaban la sentencia, salí con ella a u n corredor .rom piendo
la ru tin a disciplinaria; fumamos u n cigarrillo, y charlamos
tonterías, esperaba estar libre aquella misma tarde.
A quí nos equivocamos. Porque el orden reinaba en M adrid,
pero el nuevo Delegado de O rden Público, u n com unista lla­
m ado Cazorla, acostum braba retener como presos gubernati­
vos a muchos absueltos por los tribunales. Y Amelia fué uno
de ellos; en calidad de rehén, en tanto se gestionaba su canje.
Y m ientras Iru jo en Valencia peleaba de nuevo el asunto,
yo me dediqué en M adrid a visitarla en la cárcel, m atando u n
tanto sus horas de aburrim iento y desesperación. Fué u n a de
aquellas m añanas cuando al fin la confesé que su m arido había
sido asesinado; pero su reacción fué serena.
Casi u n mes había transcurrido desde su absolución, está­
bamos a 26 de abril, cuando u n golpe de teléfono anónim o
me tranm itió este recado: “De parte de su am iga Amelia, que
vaya a verla a su nuevo domicilio; vive ahora en la R onda
de Atocha.”
X I aviso era bien claro. Amelia había sido sacada de la
Cárcel de Ventas y llevada a los calabozos secretos que, en el
antiguo convento de la R onda de Atocha 21, tenía el Dele­
gado de O rden Público (®). N o se trataba de u n a checa, sino

(3) En esta época me llegaron muchos rumores y denuncias sobre la


existencia de las llamadas “checas secretas”, las principales de las cuales
eran las de Serrano 108 y la R onda de Atocha 21: sus características y
el secuestro de los detenidos hacían suponer en apariencia que se trataba
de una resurrección del pasado. Pero no había tal; se trataba de calabozos
oficiales, dependientes de la Delegación de Orden Público y creación de
Cazorla, donde se incomunicaba a los presos sospechosos de ser jefes o
agentes de la qu in ta columna, no simples desafectos. Son el antecedente
más inm ediato del S. l. M. posterior, o Servicio de Investigación M ilitar.
Por esta época, la q uinta columna, que creo firmem ente no estaba orga­
nizada en noviembre se mostraba bastante activa e inteligentem ente organi­
zada. Sus dirigentes solían estar asilados en las legaciones, y numerosos
agentes de enlace actuaban en M adrid, transmitiendo noticias de informa-
del origen de lo que después seria el S. I. M., o servicio se­
creto de investigación, donde eran encerrados los supuestos
m iem bros de la q u in ta colum na hasta hacerles declarar; en
el caso de Amelia se trataba de u n abuso, y en el acto llam é
a Valencia com unicando a Iru jo lo que ocurría. Al siguiente
día llam aba a su vez el M inistro; Am elia estaba perfecta­
m ente bien, instalada en la Prisión modelo de Alacuas, donde
el G obierno hospedaba con m im o a las mujeres canjeables;
su paso por la R onda de Atocha fué el de u n apeadero para
tom ar el vehículo que la condujo a Valencia (^).
Fué la bronca más sonada que me he ganado de Irujo;
gracias que me la echó por teléfono.
Ya he hablado de R aim undo Fernández Cuesta, secretario
general de Falange Española. Estaba detenido desde antes de
la guerra en la Cárcel Modelo; aún no he sabido quién lo
protegió, para que escapara del asalto a la cárcel el d ía 23
de agosto y de las sacas de la q u in ta colum na; m ientras tantos
otros insignificantes caían asesinados, él, uno de los colabora­
dores más cercanos de Prim o de Rivera, llegaba sano y salvo
a la Cárcel de Alcalá de Henares. Pero tan pronto como se
supo su existencia y personalidad, u n a triple fuerza se desató
en su torno; los extremistas pugnaban por sacarle de la cárcel
para asesinarle, los quintacolum nistas querían libertarle a
todo trance, y los moderados queríam os conservarle la vida
para canjearle.
Corrió u n grave peligro de ser asesinado cuando la aviación
fascista bom bardeó el pueblo de Alcalá de Henares, y los fa­
miliares de las víctimas reaccionaron queriendo asaltar la
prisión y linchar a los presos; la rapidísim a llegada de M el­
chor Rodríguez im pidió la m atanza. Y para mayor seguridad
trasladó de nuevo al preso a M adrid, encerrándole en la pro­
visional de San A ntón, dirigida por su amigo y correligionario
Celedonio, con orden de no dejarle salir bajo ningún pretexto.
ción m ilitar, esparciendo bulos y comentarios alarmistas, a las veces come­
tiendo actos de sabotaje. A la p ar que ellos, la policía republicana había
comenzado a m ontar un servicio de contraespionaje.
(4) Amelia de Azaróla fué absuelta el día 29 de marzo de 1937; el 26
de abril fué trasladada a la prisión modelo de Alacuas, donde permaneció
en calidad de reclusa distinguida y médico del establecimiento hasta el
otoño de aquel año. En esta época fué libertada por el Director General
de Seguridad, y trasladó su residencia a Barcelona, bajo la custodia protec-
tiva de u n agente de policía; ningún incidente la ocurrió, y pocos meses
después era canjeada y m archaba a N abarra. Posteriormente he tenido
cartas de agradecimiento por nuestra conducta.
Los intentos de los extremistas parecían frenados, en tanto
hubiera autoridad en M adrid, lo que parecía ya asegurado.
Fué entonces cuando los quintacolum nistas comenzaron a
actuar, y a su cabeza el Encargado de Negocios de Noruega,
Schlaier, y u n Cónsul de Chile apellidado Rafols. M i prim er
contacto con ambos en relación con este asunto, fué el día 3
de abril; h abían llegado a la Delegación, acompañados por
u n oficial republicano del servicio de investigación, Luis
Calderón, y Sosa B arrenetxea me llam ó para que asistiera a
la entrevista; sus palabras me revelaron el interés de los fas­
cistas p or Fernández Cuesta.
A l parecer, Rafols acababa de llegar de Francia, donde h a­
b ía estado en conversaciones con los agentes fascistas; se que­
ría llegar a u n acuerdo rápido sobre el canje de R aim undo,
tan rápido q u e tom aba caracteres de folletín; Rafols proponía
u n armisticio de varias horas en la C iudad Universitaria, ofi­
ciales de u n o y otro lado se cam biaban los presos canjeados,
y la zarabanda se reanudaba después con el m ayor entusiasmo.
N o habían hecho más que retirarse los tres visitantes, cuando
Schlaier volvió solo, para advertirnos que no nos fiáramos
en absoluto de Rafols, “es un sinvergüenza ^ue anda en ne­
gocios sucios; los franquistas están dispuestos a pagar el d i­
nero que sea necesario a quien les ayude a libertar a R ai­
m undo”.
Felizmente nuestra m isión en aquel asunto era sim plem ente
la de trasladar propuestas, y entre tanto vigilar sobre la vida
y seguridad del detenido (®).

(B) R aim undo Fernández Cuesta es uno de los prim eros falangistas que
siguieron a José Antonio Prim o de Rivera; tomó p arte activa en la orga­
nización y actos de Falange Española, de la que fué Secretario General
hasta comenzar la guerra; y su nombre figuró en todas las candidaturas del
partido en febrero de 1936. Estaba detenido en la Cárcel Modelo desde
antes de la revuelta; no sé quién le protegió o si pasó desapercibido, pero
n i le molestaron en la matanza del 23 de agosto, ni fué incluido en las
sacas trágicas de noviembre; por el contrario figuró en la lista de los 201
afortunados que fueron llevados sanos y salvos a la Cárcel de Alcalá. Fué
entonces cuando cundió su nombre y personalidad política.
Jam ás le visité, pero nuestra atención recayó constante sobre él, y en
más de una ocasión cambié impresiones con el director de la Cárcel de
Alcalá prim ero, y con el de San Antón después; así como con Melchor
Rodríguez, Delegado Especial de Prisiones, y diversas personas que se
interesaban por él. E ra nuestro principal rehén, y el deseo nuestro era
canjearle por los cuatro herm anos de Irujo. Todas las gestiones de Arrese,
Schlaier y demás, estaban relacionadas con este canje.
A fines de abril, recibí otro telefonazo anónim o indicándome que había
Por aquellos días la casualidad me llevó a introducirm e en
las andanzas de otro rehén im portante. Se trataba de José
Domínguez Arévalo, dirigente carlista, y herm ano del Conde
de Rodezno, supremo jefe del tradicionalism o y m inistro del
gobierno fascista de Franco. Estaba detenido en la cárcel del
general Porlier desde prim eros de octubre; me lo habían pre­
sentado u n a m añana, en los pasillos de la prisión, y ya enton­
ces me sorprendió que hubiera salvado la vida en las sacas
de noviembre, especialmente rigurosas en aquella cárcel pro­
visional. Pues bien, u n a m añana de prim eros de abril bajaba
del autom óvil de la Delegación para entrar en el edificio,
cuando descubrí en su dintel al propio Domínguez Arévalo,
sonriente y afeitado, m anta al hom bro, despidiéndose de unos
guardianes; no cabía duda, salía en libertad, sin q u e nadie
hubiese sospechado su extraordinaria im portancia como rehén.
N o h ab ía tiem po p ara dudar, y la inspiración fué m i guía.
C orrí a él, y sin darle im portancia le saludé, preguntándole
si salía en libertad; así era, habia sido juzgado por el Ju rad o
de U rgencia como desafecto, pues popularizado el título n a­
die conocía el apellido, y pasó tranquilam ente por las horcas
caudinas con una benignísima pena de seis meses, que casi

desaparecido de la prisión; como coincidió con m i viaje, me lim ité a


transm itir la voz de alarm a. Un mes después, instalado en Valencia a las
órdenes de Irujo, entonces M inistro de Justicia, me encomendó éste, ju n ta ­
m ente con el teniente Calderón, de los servicios especiales de investigación
y especializado en el caso, que saliéramos p ara M adrid a fin de hallar, vivo
o muerto, el paradero de Fernández Cuesta, que había desaparecido de la
prisión y se sospechaba hubiera podido ser asesinado. En m i poder obra
todavía la orden escrita de Irujo, firm ada en Valencia la noche del 4 de
junio. Al amanecer del día 5 llegamos a M adrid, y gracias a una suerte
feliz conseguí localizar antes de mediodía al desaparecido, precisamente
en el calal»zo secreto de Serrano 108. H abía sido llamado a declarar por
el Juez Especial de la Rebelión, motivo por el cual el director de la prisión
le dejó salir; estuvo en efecto en el Palacio de Justicia, pero al regreso
le escamotearon los agentes de Cazorla, y por espacio de un mes, perm a
neció incomunicado, sin que las autoridades judiciales n i carcelarias con
siguieran adivinar la verdad.
Fernández Cuesta fué entonces reclamado por el Presidente de la Au
diencia, Zubillaga, y reintegrado a la cárcel donde permaneció ya tran
quitam ente hasta su canje posterior. No fué canjeado con arreglo a núes
tros deseos; sino por el herm ano del em bajador republicano en Londres
señor Azcárate, canje evidentemente desigual.
Cuando llegó a la zona fascista desempeñó el Ministerio de Agricultura
pero jamás fué reintegrado a su puesto de directivo máximo en Falange
otros advenedizos le habían birlado el control de lo que él creara; y
pronto fué exilado bonitam ente como Em bajador de España en el Brasil.
tenía cumplidos; aquella m añana había term inado el plazo,
Cazorla tam poco sabía por lo visto de su existencia, y el d i­
rector de la cárcel le ponía ingenuam ente en libertad.
No me interesaba denunciarle y com plicar las cosas, pero
tampoco podía perm itir que se nos escapara, cuando tan ta
gente nuestra seguía encerrada en las mazmorras fascistas.
—¿Dónde va usted a vivir? —le pregunté—. M e gustaría hablar
con usted.
—En casa de esta señorita austríaca.,
Y me presentó a u n a rubia, alta y fuerte, cuyo apellido y
dirección anoté; se llam aba H erta Bjosbsen, y estaba en es­
trecha relación con la Legación de Austria.
Excusado es decir que suspedí la visita que me proponía
hacer, y corrí a llam ar por teléfono a Iru jo ; su respuesta fué
tan clara y ro tu n d a como todas las suyas, hab ía que proponer
a Domínguez Arévalo u n canje voluntario.
T odo m archó bien al principio. Le visité a Domínguez
Arévalo, p ara proponerle el canje, y en tanto Irujo, gestionaba
el asunto en Valencia con los organismos oportunos, el jefe
carlista fué dos o tres veces a la Delegación, para cam biar
impresiones con Sosa Barrenetxea. L a últim a vez se presentó
con el m inistro austríaco, h err B runner, u n judío que se pasa­
ba de listo; tanto que nos propuso cam biar las condiciones del
canje, n ad a de esperar a que ambas partes puntualizaran sus
condiciones, el Gobierno de la R epública proporcionaba u n
pasaporte y u n avión a Domínguez Arévalo para que se tras­
ladara a Francia, y ya allí en seguro, se gestionaba el canje;
la tram pa era tan evidente que resultó ingenua, pero fué acom­
pañada de u n a amenaza: “si no aceptan esta proposición, tendré
que asilar a Domínguez Arévalo en la Legación”.
H abía que ganar tiempo, y sobre todo im pedir que D om ín­
guez Arévalo se asilara; echamos u n capote afirm ando que no
éramos los llamados a responder, sino que tenían que decidir
en Valencia, y prom etim os transm itirles noticias en seguida.
En el acto se dispuso que gente de nuestra G uardia m ontara
u n a discreta vigilancia en el dom icilio de la austríaca. Y per­
sonalm ente realicé dos visitas al m inistro austríaco para seguir
dando largas al asunto, entretanto recibíamos instrucciones
concretas desde Valencia.
Dom ínguez Arévalo nos resolvió la papeleta, y, aunque
quizás me odie todavía, ju ro que no tuve la m enor participa­
ción en el desenlace. T res días después me avisaba desde los
calabozos de la delegación de O rden Público que estaba dete­
nido y aterrado; los hombres de Cazorla le estaban som etiendo
a estrechos interrogatorios, acusándole de espía, quintacolum ­
nista y todo lo demás; cuando en realidad no era nada más
que, tonto. T an tonto que, cuando el asunto exigía la m áxim a
discreción, no se le había ocurrido más que visitar a sus amis­
tades para despedirse de ellas: “¿queréis algo para Nabarra?,
voy dentro de unos días”, fué el com entario que corrió, y
corrió hasta llegar inevitablem ente a oídos de la policía. Y
el carlistón que había pasado desapercibido en las sacas y en
el trib u n al, corría ahora el peligro gravísimo de ser fusilado
con todas las de la ley; por el T rib u n a l de Espionaje y A lta
Traición.
Casi u n mes estuvo incomunicado; y sólo a prim eros de
mayo me escribió u n a tarjeta y u n a carta desde la cárcel, que
aún conservo, pidiéndonos auxilio para salir de aquel trance.
Tam poco nos tocaba n ad a que hacer, y sí sólo a Iru jo m over el
canje; pero esto era difícil m ientras anduviera el proceso por
espionaje en el aire (®).

(6) José Domínguez Arévalo, era herm ano del Conde de Rodezno, jefe
supremo de la comunión tradicionalista española; y él mismo era u n desta­
cado dirigente carlista. Fué detenido y juzgado como simple afiliado al
centro carlista, sin que nadie adivinara su personalidad, por lo que escapó
con la pena mínima de seis meses. Al cum plirla fué cuando nosotros
actuamos; nuestro propósito era gestionar el canje con discreción y aho­
rrándole las molestias de una prisión; p o r lo que nos limitamos a vigilarle
para evitar su asilo en la Legación de Austria; pero su im prudencia supina
le llevó a parar en manos del servicio de información y después del T ri­
bunal de Espionaje y Alta Traición.
Conservo aún en mi poder la tarjeta y la carta que me escribió desde
la Cárcel del General Porlier; la carta dice así: “Señor Galíndez: Mi buen
amigo: Le supongo noticioso de que fui detenido habiendo pasado a la
Ronda de Atocha en donde he perm anecido u n mes y desde allí trasla­
dado a Porlier en cuya enfermería me encuentro. E l viaje proyectado que
Vd. conoce infundió sospechas a un aventurero desalmado que me denun­
ció. Le agradecería se pusiera al habla con B runner (Aguirre 3) q u e es
el señor que me acompañó a esa Delegación, a fin de que conjuntam ente
hagan Vds. las oportunas gestiones en m i favor. Comunique al señor Irujo
mi caso, ya que por él estoy en la cárcel, ya que la desconfianza de la que
soy víctima, de él procede. Póngase al habla con Pablo Bergia (Presidente
d e los abogados de la CNT, Sagasta 27) el que p o r m í está interesado. El
T rib u n al M ilitar se inhibe en nuestro asunto, p o r desafección no pueden
juzgarme p o r haber cumplido ya la condena de seis meses a que fu i conde­
nado por dicho T ribunal, y el único valladar que habrá que salvar es el
de la detención gubernativa. Gracias por todo, y queda de Vd. suyo affmo.
amigo q .e .s.m .: José Domínguez Arévalo”.
Esta carta la recibí estando ya en Valencia. Dos meses después Etxabe
Siempre he creído que la propuesta de B runner se debía
al feliz resultado que había tenido otra sem ejante que nos
fué hecha p or Schlaier, precisam ente como consecuencia o
incidencia de sus gestiones en pro del canje de Fernández
Cuesta.
A l efecto, u n día nos avisó el diplom ático noruego que un
vasco asilado en su Legación, quería ponerse en contacto con
nosotros; Sosa B arrenetxea me envió a entenderm e con él, y
presentado p o r Schlaier, me dijo ser Dom ingo de Arrese,
antiguo secretario político de la M inoría Vasco-Navarra en
las Cortes Constituyentes del año 1931; después supe que
pertenecía a su fracción carlista.
—Soy nacionalista vasco —me dijo— y tanto Iru jo como
A guirre me conocen. Me asilé porque estoy casado con u n a
Sainz de H eredia, al comenzar los sucesos m ataron a mis sue­
gros y cuñados, y asustados nos escondimos aquí. Sé que uste­
des están gestionando el canje de los herm anos de Irujo, y
tropiezan con dificultades serias por la oposición de los car­
listas nabarros; pues bien, yo me ofrezco como interm ediario,
los familiares de m i esposa son altos jefes del fascismo, y si el
Gobierno de la R epública me entrega u n a propuesta concreta
de canje, especialmente la de Fernández Cuesta, estoy seguro
de conseguir el acuerdo.
U na vez más serví de cartero; la propuesta se trasladó a
Valencia, en Valencia fué aprobada, y nos ordenaron enviar
rápidam ente a Arrese para la ciudad levantina; personalm ente
fui a recogerle a la Legación noruega, le sacamos en nuestro
autom óvil oficial, u n m iem bro de la G uardia le escoltó hasta
su destino, y días después tom aba u n avión republicano que
le depositaba felizmente en la ciudad francesa de Toulousse;
el gobierno republicano le había docum entado y llevaba ofre­
cimientos concretos de canje.
Pero n unca más se volvió a saber de él.

me escribía desde Madrid, comunicándome que el asunto pasaba al T rib u n al


Especial de Espionaje y Alta Traición, ante el cual tendría yo que declarar.
Y al efecto, con fecha 13 de septiem bre recibía la oportuna citación del
Juzgado núm ero 4, en Valencia. El día 16 presté declaración, narrando los
antecedentes del caso, nuestra participación en las gestiones del canje,
y exponiendo la significación de rehén que tenía el interesado. Una sema­
na después subía p ara el frente de Aragón y perdía la pista del asunto.
Sólo al term inar la guerra sabría que, al fin, en diciembre de 193^
ya en vísperas de concluir las hostilidades, José Domínguez Arévalo fué
canjeado por Eusebio de Irujo. Y me di por hondam ente satisfecho.
E n verdad que m i antiguo negociado de presos y desapare­
cidos había term inado su misión. Pero las experiencias de
aquella prim avera superaban en in trig a y m ala fe a todas las
anteriores; preferible era luchar con todas las checas y comités
de antaño.
P ara variar, el 16 de abril nos propusieron otro asunto.
Esta vez la sugerencia procedió de la Legación de R um ania,
cuyo titu la r tengo entendido actuaba como secretario del
Cuerpo D iplom ático residente en M adrid, y el interm ediario
fué u n nabarro, José M aría Sánchez de M uniain, directivo de
la J u n ta Suprema de Acción Católica.
Se tratab a de evacuar al extranjero a todas las m onjas resi­
dentes en la zona republicana. Pese a todos los horrores de
los prim eros días, m uy pocas eran las asesinadas, y casi todas
andaban rodando por hospitales, asilos y refugios, desde que
al volver las cosas a la norm alidad, las detenidas habían sido
libertadas y las escondidas habían salido a la luz pública.
Algunas ayudaban en los hospitales de guerra, pero casi todas
eran u n a carga m uerta que sostenían las instituciones de bene­
ficencia o los particulares amigos.
Y la propuesta oficiosa era su evacuación masiva, en las
siguientes condiciones: el Gobierno de la R epública facilitaba
los oportunos permisos de salida y el transporte hasta el
puerto de Valencia; desde aquí barcos facilitados por el C uerpo
D iplom ático recogían a las religiosas, y posteriorm ente se dis­
trib u ían entre los respectivos conventos de E uropa y América.
T uvim os dos o tres entrevistas, a las que asistimos tres
diplom áticos cuyos nom bres no recuerdo, M uniain, R uilope
y yo. Se discutieron las dificultades de la empresa, y u n a vez
más al habla con Irujo, se acordó que el propio M uniain se
trasladase a Valencia a exponer el -proyecto a Irujo; como así
se hizo.
L a evacuación fracasó al fin. Y lo que es peor, el pobre
M uniain fué atrapado por la policía, sospechosa de su viaje
a Valencia. Dos meses después, cuando ya R uilope y yo está­
bamos en Valencia, nos escribiría pidiendo auxilio desde la
cárcel; y aunque fué librem ente absuelto por el Ju ra d o de
Urgencia, sufriría grandem ente (^.

(7) José María Sánchez de M uniain, nabarro, pertenecía a la Ju n ta


Suprema de Acción Católica, y en tal calidad intervino en las negociaciones
fracasadas para evacuar a las monjas. Dos meses después, me escribía
E ra la época en que comenzaban a actuar nuestros organis­
mos de investigación y contraespionaje. Nosotros procuramos
rehuirlos siempre, y sólo entram os en su órbita por accidente;
precisamente uno de estos accidentes, que me olió m al desde
el principio, me llevó a trabar contacto personal con u n per­
sonaje curioso, u n cura anarquista, apellidado Sarroca si no
recuerdo mal, que era uno de los dirigentes del prim er Servicio
Secreto que hub o en el M inisterio de la G uerra; este servicio
estaba controlado por los anarquistas y en la prim avera
de 1937 se m ostraba en abierta pugna con los servicios secretos
de la Delegación de O rden Público, en m anos de los comu­
nistas; ambos tenían calabozos secretos para incom unicar a los
detenidos, a veces se acusaban m utuam ente en la prensa, y
tengo la im presión de que los dos actuaban todavía m uy im ­
perfectamente.
La m ejor prueba de su im perfección son los antecedentes
de otro caso en que tam bién me vi envuelto, y en el que
cometimos involuntariam ente una pifia garrafal. Hago referen­
cia de la anécdota en m i obra “Principales Conflictos de leyes
en América actual” aparecida recientem ente.
Como consecuencia de todas las gestiones de canje, localiza-

desde la Cárcel de San Antón, contándom e su detención y pidiendo nuestra


declaración por escrito en ei juicio a celebrar ante el Ju rad o de Urgencia
núm ero 1. Así lo hicimos Ruilope y yo en el acto, y el día 2 de julio
salía librem ente absuelto. Pero ía policía se negó a ponerle en libertad
y le llevó a u n batallón de fortificaciones, donde al segundo día caía ful
m inado con una meningitis serosa; fué internado en u n hospital m ilitar
y finalm ente puesto en libertad aunque en estado de extrem o agotamiento
Este caso fué uno de los varios en que la policía se extralim itó, lleván
dose los presos absueltos por los tribunales a fortificar en batallones espe
ciales; lo que provocó rápidam ente la protesta de Iru jo como Ministro
de Justicia. A tal efecto, y con fecha 16 de agosto, se dirigió a diversos
servicios asesores del Ministerio pidiendo su informe, que fueron contra­
rios a la legalidad de la medida; conservo por cierto el que h u b e de rendir
como Asesor de la Dirección General de Prisiones. Seguidamente planteó
en toda su intensidad el asunto ante las autoridades correspondientes.
Esta fué una de las preocupaciones máximas de Iru jo desde que llegó
a l Ministerio, legalizar la situación judicial de los detenidos y evitar las
detenciones gubernativas prolongadas. Ya desde ei 9 de junio había
dirigido u n a circular a todos los presidentes de Audiencias y Tribunales
Populares para que procedieran a obtener la relación de presos guber­
nativos cuya detención pasara de los treinta días, a fin de juzgarlos segui­
damente; sólo se exceptuaban los casos de espionaje o prisioneros de guerra.
Conservo copia de la circular, en cuya ejecución tuve ocasión de intervenir,
recibiendo la relación de todos los presos gubernativos que se hallaban en
aquel momento en las distintas cárceles de la República.
ción de rehenes, propuestas y contrapropuestas, etc., habíam os
tenido ocasión de conocer y trata r a u n a fascista bilbaina, Con­
cha Valdés, herm ana del nadador M anolo, condenado a
20 años de reclusión como jefe de Falange en Bizkaya. E ra
de las más interesadas en el canje de Fernández Cuesta, si­
quiera agregase siem pre a su herm ano en las propuestas. U n
día se nos presentó, inform ándonos lo siguiente: u n señor,
pariente suyo, y de apellido Luis X arrien, acababa de conse­
guir el pasaporte de la Dirección G eneral de Seguridad y u n
salvoconducto del Estado Mayor del Ejército del Centro, para
dirigirse a Valencia y Barcelona, camino de Suiza; estaba algo
enferm o del pecho, y aunque en 1936 no pudo hacer su habi­
tual cura de m ontaña, este año parecía que podría hacerlo;
este hom bre tenía buenas amistades en la zona fascista, y no
tendría inconveniente en dirigirse previam ente a la zona rebel­
de para negociar u n a proposición concreta de canje. Es decir,
se tratab a de u n a segunda edición del viaje de Arrese, salvo
que esta vez el emisario tenía ya el pasaporte en el bolsillo y
su gestión parecía desinteresada.
R uilope, encargado del departam ento de evacuación por
entonces, exam inó el pasaporte y el salvoconducto que halló
en form a legal y suficiente; en su virtu d se le adjudicó u n
asiento en nuestro autobús, que saldría la tarde del 7 de mayo.
Ese mismo día debía m archar yo a Valencia, y en el camino
me puntualizaría el interesado su proposición de canje, como
así lo hizo. La única modificación era el deseo de que uno de
nosotros le acom pañara para com probar la seriedad de sus
gestiones, con la garantía de que el enviado sería estrictam ente
respetado; Fernández Cuesta y Valdés quedarían como rehenes
para posibles represalias.
N o sé p or qué, el asunto me hizo olfatear una tram pa desde
el principio, mas como X arrien estaba docum entado por las
autoridades gubernativas y m ilitares, y m i misión seguía siendo
la de cartero, me lim ité a escuchar y a transm itir la propuesta
a Irujo. El viajero aguardaría por u n a sem ana en el consulado
británico.
T res días más tarde regresaba yo a M adrid, llevando la im­
presión de que a Iru jo no le gustaba poco n i m ucho la propo­
sición y el individuo. Sospecha que se convirtió en certidum ­
bre, cuando tan p ronto como llegué a M adrid me encontré a
la policía secreta tras de la pista de u n Leopoldo Panizo,
supuesto jefe de la quintacolum na m adrileña, cuyas señas ex­
ternas coincidían exactam ente con las del denom inado X arrien,
q u ien según informes recibidos debía estar escondido o pre­
tendía esconderse en el Refugio Vasco.
Estoy seguro de que el tal Panizo viajaba con el nom bre
de X arrien. Lo que no me explico es como, tanto la autoridad
gubernativa en Valencia, como la m ilitar en M adrid, le dieron
u n pasaporte y u n salvoconducto, justam ente cuando sus ser­
vicios estrechaban el cerco en su torno, hasta el p u n to de
allanar el consulado del P erú (®).
Nuestros servicios de contraespionaje, en efecto, no funcio­
naban bien.
Mas en todo caso la situación era totalm ente distinta a la
de agosto y noviembre, y nosotros ya no teníam os n ad a que

(8) Nunca he llegado a confirmar del todo mis suposiciones. Sin em ­


bargo. enunciaré los distintos elementos del rompecabezas; .
A primeros dias de mayo, Concha Valdés nos presentó el pasaporte ex­
tendido por la Dirección General de Seguridad en Valencia y firm ado por
Wenceslao Carrillo, así como el salvoconducto de las autoridades m ilitares
de Madrid. Ambos estaban a nombre de Luis X arrien, con fotografía que
concordaba con la del individuo. Este me fué presentado en el momento
de salir el autobús camino de Valencia, en la tarde del 7 de mayo; y en
el camino me hizo las proposiciones.
T res días después, y por orden de Iru jo que no me dejó seguir viaje
a Bilbao, regresé a Madrid. A quí m e encontré conmocionada la Delega­
ción porque el siguiente autobús de evacuación h abía sido detenido por
la policía en T arancon, con gran despliegue de fuerzas; el autobús siguió
viaje a Valencia, pero quedaron arrestados el responsable y u n viajero
paraguayo. Rescaté inm ediatam ente al responsable, que se hallaba en los
calabozos preventivos de la Delegación de Orden Público; según sus m ani­
festaciones, la policía buscaba a alguien que no encontraron entre los
pasajeros, mas cuya descripción física correspondía con la del responsable;
éste a su vez, me recordaba enormemente al llam ado X arrien, salvo unas
gafas y algunas hebras blancas en el cabello; el paraguayo fué detenido
por el mero hecho de serlo.
No había conseguido aún d ar los primeros pasos p ara aclarar el asunto,
cuando u n antiguo sargento de las Milicias Vascas, en la actualidad miem­
bro de la policía secreta, acudió a la Delegación y en forma m elodram á­
tica intentó tirarm e de la lengua; puestas las cartas boca arriba, m e dijo
que andaban en busca del supuesto jefe de la q uinta columna m adrileña,
llamado Leopoldo Panizo, y tenían confidencias de que se hallaba oculto
en el Refugio Vasco. En el Refugio, el carnicero de la cooperativa se
llam aba Ricardo Panizo, pero no tenía nada que ver con el fascista Leo­
poldo; de modo que, tras una detención aparatosa, fué puesto en libertad.
El mismo policía, me contó que el reciente allanam iento del Consulado
del Perú, en la calle de Príncipe de Vergara. había tenido como objetivo
la detención de Panizo y la ocupación de una emisora clandestina con
la cual se comunicaba con los fascistas de la o tra zona; la emisora fué
habida, pero el pájaro había volado.
E l Consulado del Perú se hallaba en el mismo edificio donde la Lega-
hacer en ella. Sin embargo, el últim o mes que pasé en M adrid
el de abril, aun trabajé algo despachando casos pendientes; la
estadística adicional es ésta:
Peticiones de libertad;
concedidas ....................................................... 30 casos
denegadas ....................................................... 4 „
en gestión ..................................................... 10 „
T o t a l .......................... 44 casos
Avales ante los tribunales:
absoluciones .................................................. ............12 casos
condenas ......................................................... 6 „
en trám ite ...................................................................14 „
T o t a l ........................... 42 casos
Libertades conseguidas directam ente ........................2 „
Casos resueltos, antes de actuar:
libertades ..................................................................... 38 casos
denegaciones ............................................................... 2 „
T o ta l ...........................40 casos
Paraderos indagados:
hallados ........................................................... ............9 casos
desaparecidos ............................................................. 4 „
T o ta l............... 13 casos
Nuevos casos en e s tu d io ...................................... 37 „
ción del Paraguay tenia a sus asilados; este detalle, y la detención del
muchacho paraguayo, me hizo visitar al Ministro del Paraguay, don Jesús
Angulo, quien me confirmó que Leopoldo Panizo había estado asilado en
su Legación hasta que sus frecuentes visitas y sospechosas actividades les
hizo rogarle que cesara en las mismas o abandonara el asilo; Panizo, enfa­
dado, abandonó el asilo. No sabía más de él, pero creí aposible que se
hubiera refugiado en el Consulado del Perú, ubicado en el piso inferior.
De Concha Valdés no obtuve más que el convencimiento de que Xarrien
era u n nombre falso, y que ocultaba a un pájaro de cuenta; pero no me
confesó quién era, se negó rotundam ente a hablar.
Algunos días después, y ya en el Ministerio de Justicia, tuve ocasión
de leer recortes de la prensa fascista, en que con grandes titulares anun­
ciaban la llegada a la “zona nacional” del camarada Leopoldo Panizo,
recién evadido de la "zona roja”, donde prestó im portantes servicios a la
causa fascista, servicios en atención a ios cuales fué nombrado Inspector
Jefe de toda la Falange.
Estas son las diversas piezas del rompecabezas. Como últim o detalle
me atrevería a añadir la detención por Franco del Ministro del Paraguay,
tan pronto como ocupó la capital m adrileña o la catalana; no m e atrevo
a asegurarlo, pero cuando me lo dijo Tolentino, me acordé en el acto
de la anécdota de Panizo.
Casi todos estos casos corresponden a los que se hallaban
pendientes a fines de febrero o habían sido iniciados por
Entrecanales. L a estadística total del servicio el d ía 1*? de mayo
era de 2.173 casos conocidos, con 635 libertades obtenidas.

L lu v ia de granadas sobre M adrid

L a prim avera se había adueñado al fin de la ciudad. Los


árboles m utilados reverdecían, y a través de las rejas del R etiro
se oía el p iar de los pajarillos; algo absurdo en m edio de la
tragedia bélica.
Ya no hacía frío, y pronto pudim os ir abandonando las pren­
das abigarradas de aquel invierno infernal; mis barbas cayeron
solemnemente, el que más y el que menos se recortó el cabello,
y Ustarroz se dedicó a jugar a la pelota en paños menores tan
p ronto como amanecía.
Los distintos servicios de la Delegación funcionaban norm al­
mente, pero a ritm o retardado. Apenas si teníam os visitas, y
todo el ajetreo parecía quedar reducido a los días en que salía
u n autobús p ara Valencia. Y ya, n i siquiera se congregaban
los evacuados frente a la Delegación, sino frente al Refugio.
La razón de este cambio, así como tam bién la razón de que
hubiese días en que ni u n a sola persona apareciera en nuestro
local social, era la lluvia de granadas que hab ía comenzado
a caer sobre las calles de M adrid.
D urante los meses de invierno habíamos gozado de relativa
paz; a veces venía una oleada de bombarderos, pero el ruido
de los motores nos advertía a tiem po y fácil era seguir su vuelo
y consiguiente alarm a. Pero, desde que fracasó la ofensiva de
G uadalajara, las baterías enemigas emplazadas en el Garabitas
habían comenzado a batir sistemáticamente la ciudad; no los
puntos m ilitares, sino el caserío.
El objetivo principal, el p u n to de mira, solía ser el rascacielo
de la Telefónica; tanto era así, que a la G ran Vía se la llam aba
en la jerga m adrileña “la avenida del quince y m edio” . Pero
las granadas se repartían equitativam ente por toda la ciudad,
causando víctimas sin cuento.
Por eso, precisamente, el ataque para descongestionar la pre­
sión sobre Euzkadi, tuvo como objetivo el cerro de Garabitas.
La Delegación estaba situada en una zona en extrem o peli­
grosa; a dos pasos de la calle Alcalá, b atida a todas horas.
hasta el punto de que muchos optaban por atravesarla bajando
a los túneles del metro, la calle A rlaban se abría ante ella
justam ente en la trayectoria del tiro; estábamos a descubierto.
Y naturalm ente, días h ubo en que tan sólo los voluntarios de
la G uardia en servicio y el Secretario General, se arriesgaron
a llegar hasta el edificio.
D onde A retxederreta y yo nos agazapábamos por la noche
en la d im in u ta biblioteca, protegidos por u n colchón colgado
de la ventana para defendernos de posible metralla.
R ecuerdo la noche del 26 al 27 de abril. Después de cenar,
comenzamos como siempre a hurgar en la radio para adivinar
las noticias del frente de Euzkadi; y emisoras enemigas nos
inund aro n con noticias y más noticias sobre la sádica masacre
de G ernika. M aldiciendo apagamos el receptor y nos tum ba­
mos a dorm ir; sería la m adrugada, las explosiones nos des­
pertaron con una intensidad y cercanía tal que no pude menos
de recordar aquella o tra noche del 18 al 19 de noviembre, pa­
recía u n avión bom bardeando las cercanías; A retxederreta me
llamó, “¿oyes las explosiones?”, mas tan cerca resonaban que
ni siquiera me molesté en contestar. N inguna noche habían
caído tan cerca desde noviembre; su ritm o fué aproximándose,
aproxim ándose, llegó u n instante en que toda la casa tem bló
en sus cimientos, “ ¡muy cerca h a caído esal” exclamamos casi
a la par, pero la siguiente n o hizo tem blar la casa, y las res­
tantes se fueron alejando. Fuese el hábito o fuese el cansancio,
el hecho es que nos volvimos a dorm ir en el acto.
A la m añana siguiente nos enteraríam os de que, cuando tem­
bló la casa, una granada había explotado dentro del mismo
edificio de la Delegación, justo en el piso superior al nuestro,
aunque en otra ala. Así había retem blado todo.
Mas, pese a la obsesión de las granadas que durante horas
enteras llegaba a in terru m p ir la vida de la ciudad, el pueblo
m adrileño no perdió su espíritu y hum or, aprovechando tan
sólo la m olesta novedad para hacer chistes a costa de los pro­
yectiles.
U n a tarde, y durante uno de estos interm edios, le robaron
a M enike el autom óvil que había dejado abandonado m ientras
se refugiaba en la boca de u n m etro; nos costó Dios y ayuda
recuperarle, porque lo había robado la policía.
Según avanzaba abril, se intensificaban las granadas y em­
peoraban las noticias de Euzkadi. En la Delegación estábamos
paralizados por completo; y el secretario Sosa B arrenetxea se
dedicó a visitar los frentes de combate; asistió a u n a fiesta de
las antiguas Milicias Vascas, recorrió los campos de batalla
de G uadalajara, subió hasta el puesto de m ando de El Escorial.
En este viaje le acompañé. U n oficial vasco, M arkiegui, nos
atendió m agníficam ente en el depósito de intendencia, bajo las
arcadas del M onasterio; y todo el día anduvimos correteando
p or cerros y caminos serranos. L a nieve iba desapareciendo de
las últim as cimas, y la prim avera triunfaba en todo su esplen­
dor; m entira parecía que la gente pudiera m atarse en aquel
paisaje. Mas era el único sector m adrileño donde el enemigo
se había inm ovilizado desde que la guerra comenzó.
E insensiblemente el alm a volaba hacia aquellas otras m on­
tañas vascas en que, a aquellas mismas horas, nuestros gudaiis,
nuestros hermanos, luchaban y m orían en u n esfuerzo epo-
péyico.
En M adrid n ad a teníamos que hacer; la B rigada barcelonesa
se organizaba m uy lentam ente; y a mediados de abril, R uilope
y yo solicitamos el pasaporte para m archar a Bilbao, vía F ran­
cia; Sosa B arrenetxea nos dió toda clase de facilidades, y el
mismo nos lo gestionó en la Dirección General de Seguridad.
A prim eros de mayo teníamos todo listo para partir.
El 29 de abril, fiesta de San Prudencio, los tres arabarras de
la Delegación nos reunim os en u n a especie de banquete de des­
pedida; la artillería nos lo estropeó al final, pero por unos
m inutos fuimos felices y optimistas.
A retxederreta tam bién se m archaba de M adrid; term inada
su ím proba labor, el am or le llam aba desde lejos. Fué el pri­
m ero en p artir; en la tarde del 1*? de mayo, la antigua fiesta
del trabajo, q u e el enemigo festejó sometiéndonos al bom bar­
deo artillero más feroz y pertinaz de toda la guerra; fué algo
enloquecedor. U n a sem ana después saldríamos R uilope y yo.

Estadísticas de u n a labor

A prim eros de mayo, de los prim eros patriotas que laboraron,


en la dirección del P artido y la Delegación, apenas si quedaban
más que Sosa B arrenetxea como Secretario General, y Manzar-
b eitia en el R efugio Vasco; todos los jóvenes hab ían m archado,
y au n algunos que ya no lo eran.
D urante más de siete meses se había trabajado intensam ente
y llenos de fe; la labor no fué individual sino colectiva, y el
nom bre de Euzkadi fué ensalzado por amigos y enemigos. H a­
bíamos luchado p o r im poner u n orden en la retaguardia y u n
sentido de hum anidad en ia contienda, habíam os ondeado a
los cuatro vientos la bandera del catolicismo y la democracia,
habíam os remachado el hecho diferencial vasco.
De la revolución jaranera y caótica, habíam os pasado a la
guerra regular. Los mismos muchachos que u n día corrieron
protegiendo vascos y religiosos, m archaban ahora a luchar en
las trincheras de Aragón; m ientras los hombres m aduros que­
daban en M adrid para continuar pacíficam ente la obra tam ­
bién m adura.
Como índice de aquella labor colectiva, quedaban varios he­
chos innegables y resumibles en algunas cifras, aunque los n ú ­
meros jam ás reflejen la tragedia que cada uno esconde:

Labor del Partido Nacionalista Vasco

Documentación.
Salvoconductos de filiación abertzale ........................... 850
Volantes de adhesión al r é g im e n ..................... 1.500 a 2.000
Servicio de Preses y Desaparecidos.
Casos conocidos en total ................................................... 2.173
Libertades o b te n id a s ........................................................... 635
Paraderos hallados ............................................................. 397
Refugio para vascos evacuados de la zona de guerra (inicio).

Labor de la Delegación de Euzakdi

Censo de vascos residentes en M adrid.


Carnets de identidad extendidos ..................................... 1.800
Refugio para vascos evacuados de la zona de guerra
N úm ero de personas alb e rg a d a s............................ 400 a 500
Servicio de evacuación a Levante
Personas evacuadas ............................................................. 1.500
Personas inscriptas ............................................................. 1.500
Recuperación del Tesoro cultural vasco .........................
Auxilio Social a los vascos necesitados.
Aprovisionam iento de víveres para el R efugio y la De­
legación.
Relaciones internacionales con el C uerpo Diplom ático.
Propaganda en la prensa y en la radio.
Colaboración en las gestiones de canje de rehenes.
Movilización de gudaris.
Voluntarios movilizados en la G u a r d i a ....................... 100
Miembros de ésta incorporados a la 142 B rigada . . . . 40
Movilizados inscriptos en la Delegación ..................... 500

Labor m ilitar de los vascos en la defensa de M adrid

Milicias Vascas (después 42 Brigada).


Defensa de Navalcarnero.
Defensa de Boadilla.
Defensa del Parque del Oeste.
Defensa de la C iudad Universitaria.
M ilicias Nabarro-riojanas.
Batalla de G uadalajara.
Otros vascos q u e lucharon en la aviación, artillería, guardias
de asalto, ca rab in ero s...
L a ik u rriñ a vasca había sido en verdad honrada, y lo mismo
fué bendecida en cárceles y tribunales, como fué respetada en
las legaciones y centros oficiales, y adm irada en las lomas
de la Moncloa. Era la misma ik u rriñ a que hecha girones on­
deaba entre nubes de pólvora en los picachos de Euzkadi.

A diós a la ciudad

E n la tarde del día 7 de mayo salí de M adrid como respon­


sable de u n autobús de evacuación. Desde la terraza del Refugio
Vasco contem plé una vez más, que a mí se me an to jó la últim a,
el panoram a de la ciudad; casi sin quererlo, la cinta de los
recuerdos desfiló rápidam ente, m ientras interm itentem ente bro­
taban las colum nas de hum o m arcando la explosión de las
granadas. Desde allí mismo contem plé en noviem bre otras ex­
plosiones más negras y espesas, las que m arcaban el ataque a
M adrid y la o b ra de los aviones alemanes; allí arriba había
subido a reposar más de u n a vez las fatigas y angustias de
cada jornada; y con satisfacción del deber cum plido mis ojos
reposaron en la gran bandera ajada por el sol y por las lluvias.
L a revolución había concluido; y la guerra se abría ante
nosotros. La guerra que rugía por tierras de Euzkadi.
Q u in t a P a r t e

LA G U E R R A SIGUE SU CURSO

L o s q u e quedaron en M adrid

La o b ra a cum plir p o r los vascos en M adrid era forzosamente


circunstancial; tuvo su razón de ser en u n instante en que las
pasiones se desbordaron sin control posible. Cuando el orden
se normalizó, cuando el perseguido lo era por sus actos o sus
im prudencias mas no p or ser m oderado o vestir sotana, cuando
el carnet de ciudadanía vasca era docum ento de la identidad
respetado p o r todos, cuando la población civil vasca estaba ya
acomodada en refugios seguros, la m isma soledad creciente
de nuestros salones marcó el fin de una labor.
Y no se piense que caemos en la absurda egolatría de pensar
que la labor de la Delegación m adrileña decreció porque los
jóvenes nos marchamos; por el contrario, nosotros nos m archa­
mos porque ya nada teníam os que hacer.
Es decir, nada teníamos que hacer en la retaguardia m adri­
leña; pero el frente se abría ante nosotros. Y se abría precisa­
m ente cuando la ik u rriñ a vasca caía entre girones en las últim as
m ontañas de Euzkadi; el Ejército Vasco dejaba de existir, pero
aun quedaban vascos que luchaban en otros campos de batalla.
En M adrid quedaron los viejos. Q uedó Ju a n Sosa B arre­
netxea, como Secretario G eneral de la Delegación; quedó R a­
m ón de Etxabe, como Consejero de la Delegación; quedó Ju a n
de A rtetxe, como jefe de la evacuación y del auxilio social;
quedó José de Muguerza, como jefe de la protección al tesoro
cultural vasco y a los pisos de vascos ausentes; quedaron Ju an
de Basterretxea y A lberto de M anzarbeitia, como directores del
Refugio Vasco; quedó G uinea, como encargado de la sección
de presos y tribunales; quedó Eustaquio de Ustarroz, como pos­
trer enlace motorizado; quedaron los últim os hom bres de la
G uardia, nunca más voluntarios que entonces.
Y la Delegación quedó reducida a u n papel más represen­
tativo que o tra cosa; era el simbolo de u n G obierno y de un
pueblo vencido por las armas, pero indóm ito en la desgracia.
Asi siguió hasta el final de la guerra.
A fines de 1937, cuando tras la caída de B ilbao y la difícil
evacuación del Norte, algunos de nuestros supremos organismos
se instalaron en Francia y Catalunya, José Luis de la Lom bana,
p or entonces secretario del P artido Nacionalista Vasco en su
delegación catalana, giró u n a visita de inspección a M adrid,
acompañado de Luis de A retxederreta como experto conocedor
de aquella Delegación. F ru to de su viaje fué el inform e elevado
al Euzkadi-Buru-Batzar a que antes me he referido, con esta­
dísticas y fotografías.
La visita coincidió poco más o menos con el incidente acae­
cido entre Sosa B arrenetxea y los organismos del S. I. M.; el
incidente fué totalm ente personal sin que afectara en lo más
m ínim o a la Delegación, y además salió prontam ente descar­
gado de las sospechas que pesaron sobre su conducta. Sin em­
bargo, m otivó su sustitución por R am ón de Etxabe, quien se
haría cargo de la Delegación durante todo el año 1938. Sólo
a comienzos de 1939, cuando el enemigo se acercaba a Barce­
lona y el final se apresuraba, Sosa Barrenetxea, que hasta en­
tonces había perm anecido en Barcelona descansando, insistió
en m archar p or avión a M adrid en lugar de exilarse a Francia.
Ignoro los últim os momentos de la Delegación m adrileña,
ignoro en qué circunstancias fué arriada la bandera que enar-
bolamos con fe en los días difíciles de 1936, ignoro la suerte
de casi todos sus hombres. De alguno he tenido noticias des­
pués, pocas y a través de terceras personas; de Sosa Barrenetxea,
supe que fué encarcelado sin que haya averiguado su suerte
posterior; de la mayor parte, he perdido en absoluto el rastro.
Pero sé que el recuerdo de su labor jam ás será olvidado.
T am bién ignoro la suerte final de las Milicias Vascas. H asta
el final perm anecieron firmes en su puesto, guarneciendo el
sector de la C iudad U niversitaria que regaran con su sangre
en noviembre; y de vez en cuando supimos noticias de amigos
y compañeros. Algunos cayeron en el lento desgaste cuotidiano
de las trincheras, mas en general, el frente m adrileño perm a­
neció pacífico y estancado.
Sólo sé la suerte del que fué su jefe, el coronel Ortega.
Sucesivamente fué elevado del m ando de una brigada al m ando
de u n a división, y de éste al m ando del I I I C uerpo de Ejército
republicano, que cubría uno de los cuatro sectores del Ejército
del C entro. Cuando las luchas intestinas entre casadistas y
comunistas ensangrentaron los días finales de la capital. O rtega
y sus fuerzas perm anecieron neutrales en sus posiciones. Al
entrar las tropas franquistas y alcanzar la victoria final. O rtega
fué hecho prisionero y fusilado.
Y sé tam bién que m urió como u n valiente.

L o s que m archaron a Valencia y Barcelona


La Delegación de Euzkadi en Valencia se formó con gente
procedente de M adrid. El Secretario G eneral lo fué Ju a n R.
M aidagan, y con él trabajaron Ram ón de U rtu b i y Santiago de
Lekuona. D urante el año 1937 la labor de aquella oficina fué
más bien la de servir de secretaría política al M inistro Irujo,
y escalón de enlace entre las restantes Delegaciones. Por eso,
cuando el Gobierno de la R epública se trasladó a Barcelona,
M aidagan acompañó a Iru jo y la Delegación política dejó de
existir. Sólo quedó la antigua Delegación comercial a cargo
del señor E nrique de Aldasoro.
De todos ellos, M aidagan pasó finalm ente exilado a Francia;
Aldasoro quedó atrapado en Valencia; U rtu b i y Lekuona hicie­
ron el últim o año de guerra en el ejército, e ignoro su suerte.
La Delegación de Barcelona por el contrario, había surgido
en form a muy sem ejante a como lo hizo la de M adrid; y su
labor en muchos aspectos fué idéntica a la nuestra. Sólo se
diferenciaron en que m ientras la m adrileña fué perdiendo im ­
portancia, la barcelonesa creció de categoría; hasta d ar paso
a las oficinas del propio G obierno de Euzkadi. Pero no me toca
hablar aquí de ella, sino de los hombres procedentes de M adrid.
Los prim eros en llegar fueron los evacuados. Parte de ellos
siguió viaje a Francia y a Euzkadi; pero otros no tenían dónde
ir a albergarse, y la Delegación de Barcelona creó el prim er
refugio vasco en la ciudad de Berga, agazapada en las faldas
del P irineo (^).

(1) En los últim os días de la guerra, el curso que siguió la retirada del
X I Cuerpo de Ejército me llevó a parar durante tres días en la ciudad
de Berga; tan pronto como llegué, indagué, la suerte de los evacuados
E n abril llegaron los movilizados con destino a la 142 Bri>
gada Vasca. E n tanto ésta se organizaba, casi todos ellos entra­
ro n a form ar parte de la G uardia existente en la Delegación
de Barcelona; y muy pocos en las oficinas de la misma, entre
ellos Fernando de Carrantza, Pedro de M endizábal, Cesáreo
R uiz de A lda y V alentín de Gametxogoikoetxea. Como en
septiem bre casi todos salieron hacia el frente de Aragón enro­
lados en la Brigada, y los restantes integraron m ás tarde otras
unidades bélicas, al tratar de ellas me referiré a la suerte final
que les tocó en suerte.
P ara que de todo hubiera en la viña del Señor, algunos
fuimos a p a ra r a las oficinas del Gobierno de la R epública
Española, en Valencia. Luis de A retxederreta, Agustín de R ui­
lope y T eodoro de L arrauri, en la oficina vasca del M inisterio
de Propaganda, bajo la dirección de E duardo Díaz de Mendi-
bil; yo, en el M inisterio de Justicia, a las órdenes inm ediatas
de M anuel de Irujo.
L a razón de ello fué que, cuando pasamos por Valencia con
el propósito de seguir viaje hacia Francia, rum bo a Bilbao,
Iru jo se negó a consentirlo. Días después le nom braban M i­
nistro de Justicia en el nuevo Gobierno de N egrín, y en el
cuartel general del H otel A venida valenciano nos concentra­
mos la docena escasa de vascos que ocupaban cargos oficiales
en las dependencias ministeriales, desde el diputado Ju lio de
Jáuregui hasta nuestro modesto trío arabarra (^).

vascos, y me dijeron que ya habian sido llevados a otros lugares más


próximos a la frontera. La Providencia haría que fuese a encontrarlos
casualmente una semana más tarde, en la cima de los Pirineos, en el paso
de Molió cubierto por la nieve; se hallaban agprupados en la dim inuta
iglesia, derruida en gran parte por u n incendio revolucionario; el frío de
prim a noche era intensísimo, y apenas lograban com batirlo con hogueras
cuyo hum o hacía la atmósfera casi irrespirable; parte de los refugiados
vascos ya habian conseguido atravesar la frontera aquella tarde, y los
restantes confiaban en hacerlo tan pronto como amaneciera; entre ellos
había varios de los que nosotros evacuamos desde M adrid, y entre bromas
que ocultaban a duras penas las lágrimas, aún recordamos escenas pasadas
y amigos lejanos.
(2) Cuando M anuel de Iru jo ocupó el Ministerio de Justicia, sustitu­
yendo al anarquista García Oliver, se pensó en cubrir los puestos p rin ­
cipales con nacionalistas vascos; pero el Gobierno decidió otra cosa, de­
signando a Anso como subsecretario y a Vicente Sol como director general
de prisiones. A nte esta situación, Ju lio de Jáuregi pasó a la Comisión
Jurídica Asesora, Andrés de Irujo fué nombrado secretario p articular de
su herm ano, y Miguel José de G arm endia traído de Santander y designado
Inspector Jefe de Prisiones; yo pasé como Letrado Asesor a la Dirección
Yo permanecí poco allí, cuatro meses de reposo hasta incor­
porarm e a la Brigada en septiem bre de 1937; R uilope y La-
rra u ri seguirían la suerte dei Gobierno, para incorporarse en
la prim avera de 1938 al B atallón A lpino; A retxederreta por
últim o, m archaría a Francia casi al final de la guerra, como
exento que era de todo servicio m ilitar.

L os q u e lucharon p o r tierras de A ragón y C atalunya

E n septiem bre de 1937 subió al frente de Aragón la 142 B ri­


gada M ixta, Vasco-Pirinaica. Estaba aú n en form ación y sin
armar; pero la ofensiva desencadenada por el Ejército del Este
contra la ciudad de Zaragoza requería carne de cañón, y allá
fuimos; para que después nadie quisiera hacerse cargo de un
m illar de hombres desarmados, y nos fueran peloteando de
pueblo en pueblo p o r la estepa aragonesa.
El P rim er Batallón, compuesto en su totalidad de vascos,
procedentes los unos de las Guardias m adrileña y barcelonesa
y los otros de los m ilicianos de Irún, fué destinado al pueblo
de Bujaraloz; el segundo batallón, integrado de catalanes, así
como las oficinas del Estado Mayor, los servicios auxiliares, y
un a p artid a de oficiales desconocidos que cayeron sobre la Bri­
gada como plaga de langosta y sin tener el m enor vínculo
afectivo con la Causa Vasca, fuimos enviados a la ciudad de
Caspe, cabecera provisional de Aragón.
U n mes después, a fines de octubre, y habiéndose dado por
term inada la ofensiva, las fuerzas de Lister regresaron a des­
cansar en Caspe; la Brigada Vasca seguía sin arm ar y estorbaba.
Y de la noche a la m añana nos m andaron a vegetar en el de-

General de Prisiones, y recuerdo bien lo que me dijo Irujo al nombrarme:


“H asta ahora ha sido usted contrabandista, desde hoy será carabinero; pero
que el espíritu sea el mismo’’. Poco después conseguiría Iru jo sacar de
Santander a bastantes magistrados vascos, que distribuyó por las audiencias
de Levante; uno de ellos, José de Aretxalde, fué destinado como jefe de
la sección de Confesiones Religiosas en formación, y me correspondió tra ­
bajar algún tiempo con él como ayudante, p ara hacerme cargo accidental­
mente de la jefatura de esta interesante sección cuando marchó poco
después a Francia. Mas no m e toca h ablar aquí de la labor desarrollada
por Iru jo en el Ministerio, otros pueden hacerlo mejor y sin d u d a lo
harán; pues en modo alguno debe ser olvidada. En el aspecto general de
su gestión, como representante vasco en el Gobierno de la República, puede
verse la reciente obra "Los Vascos y la R epública Española” de A. de
Lizarra, publicada por EKIN*.
sierto de los Monegros; el batallón vasco en Pertusa, los demás
en Castejón. P ara convertirnos en fuerza de fortificaciones, en
“brigada Ju a n Simón” como con rabia nos llamábamos, a fines
de noviembre.
Apenas si teníamos tres o cuatro oficiales vascos en toda la
unidad; en el M ando del Ejército del Este se tropezaba u n a
franca animadversión; y eran evidentes las m aniobras para des­
gajar de la Brigada al Prim er Batallón, el nuestro. D ura y
am arga época, desterrados entre fango y heladas, con la am ar­
gura en el alm a tras la caída de Euzkadi, y al parecer olvidados
de todos.
A fines de año la situación pareció hacerse crítica. Salvatierra
h ab ía renunciado como Comisario de la Brigada, otro comu­
nista vino con carácter provisional a inspeccionar la unidad,
y a nadie se le ocultaba que el m ando y la organización entera
de la brigada tenía que cambiar; los jjocos patriotas que tenía­
mos acceso al C uartel General, rem itíam os inform e tras inform e
a Barcelona (3), lanzando desesperadas llam adas de auxilio,
pero nuestros jefes tenían otras cosas más graves a que atender.
Fué entonces cuando la Brigada fué arm ada con antidiluvianos
fusiles de la G uerra del Chaco, y trasladada a la segunda línea
del cerco de Huesca; el C uartel G eneral estaba en Lalueza.
A llí recibimos la visita de algunas de nuestras autoridades.
El Secretario de Guerra, Ju a n José de Basterra, el secretario
particu lar del Lendakari, Pedro de Basaldúa, y en representa­
ción del Euzkadi-Buru-Batzar los señores Bereziartúa, G am arra
y Lom bana; quienes recorrieron los acantonam ientos de nues­
tra gente, y prom etieron ocuparse inm ediatam ente de la B ri­
gada.
El propósito era llevar a ella los oficiales vascos que estaban
llegando a Barcelona canjeados o huidos, conseguir que al
menos el comisario de la unidad fuese adicto a nosotros, e
inyectar vida a lo que u n día fué risueña ilusión y debía ser
m adura realidad. Consecuencia de este esfuerzo fué la llegada

(3) Conservo copia de los repetidos informes elevados a Iru jo prim ero,
al Gobierno y al Partido después, sobre el estado desastroso de la Brigada
Vasca; Carrantza y yo, más inm ediatos al mando, los redactamos e insisti­
mos verbalmente en más de una ocasión. Nuestras autoridades hicieron
cuanto estuvo de su mano, en aquellos momentos de confusión, tras la
caída de Bilbao. Pero existían fuertes enemigos, especialmente el Partido
Comunista español y el Ministro de Defensa don Indalecio Prieto; a q u ie­
nes les interesaba desacreditar a nuestra gente, y no dejarnos poner el
rem edio oportuno con mandos vascos.
del m ayor Carmelo de Elorriaga prim ero, y del m ayor Santiago
de U riarte después; ambos abertzales y escapados de Euzkadi.
Consecuencia de ello fué tam bién que, tras buscar a varios co­
misarios procedentes del Ejército Vasco, fuese yo propuesto
para el cargo de Comisario de la Brigada y R uilope para el
comisariado de u n batallón, por el P artido Nacionalista Vasco
y el M inistro Irujo, a lo que asintió el Com isariado General
del Ejército de T ierra. Consecuencia de ello fué la incorpo­
ración de dos compañías de vascos procedentes de Francia, con
la promesa de destinar a cuantos fueran llegando.
Pero había fuertes intereses políticos en contra de la forma­
ción de u n a Brigada Vasca; el partido com unista español se
oponía a ello p or todos los medios. Y los acontecimientos se
precipitaron.
García M iranda fué arrestado por u n mes; Elorriaga tomó
accidentalm ente el m ando, mas en u n bom bardeo inm ediato
cayó herido en la cabeza y fué evacuado a u n hospital; la jefa­
tura recayó entonces provisionalm ente en U riarte, a quien hubo
que localizar de noche para trasladarle al frente de Huesca
en form a casi novelesca. Su llegada coincidió con la reorgani­
zación de la Brigada, y el triunfo del partido comunista.
N om inalm ente nos incorporaron dos batallones de la 140
brigada que cubrían el sector sur del cerco de Huesca, desde
A lm udebar a la Sierra de Alcubierre; en realidad pulverizaron
la 142 Brigada, desmenuzando por secciones y aún pelotones
el P rim er Batallón, el batallón vasco, el nuestro, que quedó
absorbido y anulado en la masa de reclutas. Y con u n supuesto
carácter de provisionalidad, en tanto jefes y comisarios nues­
tros fuesen nom brados definitivam ente, el jefe y comisario de
la disuelta 129 brigada vinieron a tom ar las riendas de la
nuestra, con un estado m ayor predom inantem ente comunista
que barrió los últim os destellos de vasquismo de la unidad (^);

(4) La solución no fué ni siquiera franca. Se nos dijo una cosa, y pro­
visionalmente se hizo otra. Recuerdo perfectam ente bien m i entrevista
con Crescenciano Bilbao, Comisario General del Ejército de T ierra, cuando
fui a recoger el prom etido nom bram iento como Comisario de la Brigada;
‘‘Usted será comisario de ella pronto; pero de momento, tengo a u n buen
compañero socialista, comisario de u n a brigada disuelta, a quien tenemos
que destinar forzosamente a una unidad vacante, y sólo existe la 142
Brigada; tiene instrucciones de ponerse de acuerdo con usted, p ara ende­
rezar la m archa de esa unidad”. Seguidamente habló p o r teléfono con
Castillo, Comisario del Ejército del Este, p ara darle instrucciones: y en
medio de la conversación se interrum pió p ara decir con incomprensible
hasta la ik u rriñ a nos fué prohibida en las txam arras y más
de uno tuvo el único desahogo de exigir que nos la arrancaran.
Si amargos fueron ios meses de los Monegros, más amargos
fueron los días de Huesca. N i u n solo oficial vasco quedó en
el estado m ayor de la Brigada; A ram buru, C arrantza y yo nos
reunim os en A lm uniente con algunos pelotaris soldados; Be­
lau n d e era peloteado de acá para allá; y para encontrar a nues­
tros muchachos, había que corretear de posición en posición.
L a Brigada Vasca había m uerto; y sólo quedaba la 142 brigada,
de la 32 división, del X I C uerpo d el Ejército.
Pero nuestra gente estaba allí, y cuando la paz secular del
frente aragonés se rom pió a fines de marzo, en la gran ofensiva
q u e nos hizo retroceder en u n a sem ana hasta las márgenes del
Segre, cuando brigadas y divisiones se derrum baron, cuando las
bajas se contaban por desaparecidos, cuando m uchos ganaron
el campeonato de velocidad huyendo (®), los vascos de la 142
b rigada dem ostraron que, pese a todo, eran el alm a de la unidad
y podían haber form ado una gran colum na vasca.
A primeros de abril paró la catastrófica retirada, y reconta­
mos nuestras fuerzas; apenas si quedaban más que vascos. Y

horror: “ ¡Pero me dicen que en esa brigada se ha dicho una misa de


cam pañal”
Nuestros enemigos se movían en la sombra, pero arteram ente. Cuando
subí al frente de Huesca con el mayor U riarte, ya estaba en m archa la
reorganización de la Brigada, y sorpresivamente se presentó U riarte a la
reim ión de jefes y comisarios convocada por el coronel Gancedo, jefe de
la 32 división; éste esperaba la llegada del mayor Celestino de U riarte,
comunista vasco, y al serle anunciado simplemente el mayor U riarte,
cayó en un fácil equívoco y sin averiguar nada más le presentó a los
reunidos como el nuevo jefe de la Brigada. Mas n i el buenazo de Santiago
de U riarte tenía ap titu d p ara el puesto, n i los demás estaban dispuestos
a tolerarlo; una semana después era relevado del m ando, los oficiales
vascos relegados del estado mayor, y el prim er batallón pulverizado.
Finalm ente llegó el estado mayor de la disuelta 129 brigada, con su jefe
y comisario. Y nunca más se habló de vasquismo.
(5) Cuando se piensa que nuestros gudaris defendieron durante tres
meses los cuarenta kilómetros que separaban el frente de Bilbao, sin avio­
nes ni máquinas de guerra, y se compara esta epopeya con el d errum ba­
m iento del frente de Aragón, el orgullo de ser vasco se justifica. La ofen­
siva al sur del Ebro comenzó hacia el 12 de marzo; al norte del Ebro co­
menzó el día 22; este día perdimos las posiciones frente a A lm udébar, el
23 los fascistas ocuparon T ard ien ta y llegaron a Sangarrén y por la noche
se inició la gran retirada, que en nuestro cuerpo de ejército nos llevaría
a través de Sariñena, el río Cinca inútilm ente fortificado porque no se
defendió, Binéfar, T am arite, Alfarrás y Balaguer, hasta el río Segre donde
u n a semana más tarde se detendría im previstam ente el avance enemigo.
muchos de ellos fueron elevados al rango de oficial por su com­
portam iento en el campo de batalla; así recuerdo a los dos
hermanos Bilbao, antes sargentos de am etralladoras.
La Brigada recibió su bautism o de sangre el día 22 de marzo,
frente a las posiciones de A lm udebar que se perdieron; los
pocos hombres que se replegaron con orden y siguieron com­
batiendo, eran casi todos vascos. Y en T ardienta, en Senén, en
Poleñino, en Esplús, en Alfarrás, en el pantano de Camarasa,
en Asentíu, nuestra gente se cubrió de gloria.
Después vinieron los días de descanso en Cardona, m ientras
nuevos reclutas cubrían los huecos; y los meses de veraneo en
el m ontaraz sector de T rem p y el valle de Isona. Fué allí donde,
en septiem bre de 1938, dejé la Brigada para pasar al C uerpo
Jurídico M ilitar.
E n ella quedaban todavía bastantes vascos de la vieja G uar­
dia. Ayerbe es el que hizo m ejor carrera m ilitar, ganando el
puesto de comisario de batallón por su heroico com portam ien­
to y ejem plar actividad; Lezaun era comisario de compañía;
C arrantza ostentaba los galones de capitán, y m andaba la in­
tendencia de la brigada; varios éramos tenientes; y otros habían
caído para siem pre en el cum plim iento de su deber, entre ellos
Patxiko de Zugarram urdi, recluta de la guarnición sublevada
de Alcalá de Henares, voluntario de la G uardia del P artido en
M adrid desde u n comienzo, soldado del Prim er B atallón de la
Brigada Vasca, m uerto en la estepa aragonesa y enterrado
en el cem enterio de G ranen, ¡jamás te olvidaremos, Patxiko!
L a Brigada, y con ella los pocos vascos que en la misma que­
daban, au n se cubriría de gloria en la últim a ofensiva, en la
defensa de Catalunya, hasta ganar la M edalla colectiva del
Valor en el vértice Maxwell, acerca de Sanahuja; y tener el
honor de ser las últim as fuerzas de la últim a división, que cru­
zaron la frontera francesa; el d ía 13 de febrero de 1939, por
el puerto de M ollo (®).

quizás porque se dirigió hacia el sur para cortar la carretera de Valencia


y llegar al mar. En menos de diez días habíamos retrocedido doscientos
kilómetros: y hubo u n Cuerpo de Ejército casi entero, el Décimo, que
pasó a Francia sin presentar batalla.
(®) En la ofensiva de Catalunya se luchó mucho mejor. La batalla
estaba perdida de antem ano, pues nuestras fuerzas se habían desgastado
en la defensa del Ebro, durante los meses anteriores; los fascistas sufrieron
quizás más pérdidas, pero tenían todas sus unidades para reponerlas; los
republicanos sólo podían luchar con los seis cuerpos de ejército de Cata-
Cuando se vió perdida la 142 Brigada para nuestra Causa,
cesó el envío de vascos a la misma. Coincidió este hecho con
la llegada de varios oficiales, condenados a m uerte por Franco
y canjeados en las Navidades de 1937; hubieran debido ir a
d irig ir nuestras fuerzas, pero ante el cambio de situación, fue­
ro n destinados a la 140 B rigada M ixta, que m andaba el tenien­
te coronel Rodolfo Bosch Pearson, los que meses después lucha­
rían heroicam ente en la B atalla del Ebro, y uno de ellos, el
capitán Eguía, caería al frente de sus hombres y sería enterrado
solem nem ente en Barcelona, siendo el suyo el prim er entierro
católico que desfiló por las calles de la ciudad condal desde
el comienzo de los sucesos (’).
Pero esta unidad tampoco cuajó; había demasiados intereses
enfrentados a la idea de constituir ni siquiera u n a brigada vasca

lunya y tenían doce inmovilizados en el Centro. La ofensiva comenzó la


víspera de Nochebuena y term inó entre el 9 y el 13 de febrero. El avance
rápido se hizo p o r el sector sur, rompiendo las líneas del Ejército del
Ebro, para tom ar sucesivamente Borjas Blancas, M ontblanch, Tarragona
y Barcelona; el Ejército del Este aguantó mucho m ejor, sólo el XVIII
Cuerpo de Ejército tuvo que retroceder y sobre todo alargarse en el flanco
izquierdo al descubierto por el avance del sur; el Décimo Cuerpo, que
guarnecía los Pirineos no luchó y se limitó a enviar divisiones de refuerzo
a otros sectores; m i Cuerpo de Ejército, el Undécimo, en que seguía encua­
drada la 142 Brigada antes Vasco-Pirinaica, luchó fuertem ente y durante
más de quince días contuvo al enemigo entre Artega y Pons, después hubo
de ir girando su eje como consecuencia del avance en otros sectores, para
retirarse por últim o ordenadam ente hacia la frontera, tan ordenadam ente
que cuando las tropas fascistas ocuparon Cerbère y Port-Bou el 9 de
febrero y Puigcerdá el día 10, los últim os batallones de la 142 Brigada aun
resistían entre Camprodón y Molió, para cruzar la frontera en correcta
formación el día !3 de febrero, entre ellos todos los vascos que quedaban
como los comisarios y oficiales Ayerbe. Lezaun, Carrantza, Nabascues, B il­
bao y Basabe.
(7) El entierro del capitán Egia, de la 140 Brigada, oficial condenado
a m uerte en Euzkadi y canjeado, caído al frente de sus hombres cuando
defendía una de las cotas principales de la Batalla del Ebro, dió lugar a
u n a im ponente manifestación de duelo en su entierro, el prim er entierro
católico público que recorrió las calles de Barcelona desde el 18 de julio.
El Gobierno de la República le ascendió a Mayor como honor pòstumo,
y en la presidencia del cortejo figuraban todos los ministros, salvo su
presidente que se hizo representar por el coronel Cordon; en la segunda
presidencia m archaban Jáuregi y Basterra por el Gobierno Vasco. Irujo,
y varios directivos del Euzkadi-Buzu-Batzar; en cabeza íbamos varios oficia­
les vascos portadores de inmensas coronas, y el sacerdote revestido de capa
pluvial y precedido de la cruz alzada; m ientras cuatro miqueletes rendían
guardia de honor al cadáver. El entierro recorrió las principales calles de
la ciudad, y en todas partes fué saludado con respeto.
(®). Casi todos los escapados del N orte fueron desparram ados
por el frente de T eruel, a la cabeza de todos ellos el glorioso
coronel Ibarrola, y centenares, millares de esfuerzos vascos indi­
viduales se perdieron en el anonim ato sin conseguir la gloria
colectiva que todos ansiaban en lo más íntim o de su pecho (®).
Los últimos miembros de las G uardias m adrileña y barcelo­
nesa, a m edida que sus quintas fueron llamadas en 1938, se
incorporaron al B atallón Alpino que, bajo el m ando del mayor
Cosgaya, guarnecía las últim as estribaciones del Pirineo, en la
m isma frontera andorrana. E ntre ellos se contaban R uilope y
L arrauri, así como varios evadidos de la 142 Brigada cual R o­
taeta. Sus últimos momentos fueron pacíficos, aislados entre
la nieve, y cuando el m om ento postrero llegó, apenas tuvieron
que cam inar unos kilómetros para en tra r en Francia.
Sólo queda por recordar a otros que sucesivamente se fueron,
desgajando del grupo para pasar a ocupar diversas posiciones
bélicas. Así Félix de Igartúa y Ju an de Letam endi, técnicos
en construcción, que ingresaron de los prim eros en el C uerpo de
Aviación y con el grado de teniente laboraron intensam ente
en la construcción y m antenim iento de nuestros aeródromos.
Así Galartza, el antiguo secretario particular de Irujo, más
tarde teniente de ingenieros en el Ejército del C entro y difícil-

(8) No puedo dar detalles sobre las 140 Brigada Mixta y el Batallón
Alpino, porque no estuve en contacto con estas unidades. Sólo debo recor­
dar que el jefe de la prim era, teniente coronel Rodolfo Bosch Pearson,
quiso prestar en la prim avera de 1938 un im portante servicio al Gobierno
Vasco, p o r cuyo motivo fué procesado con petición de la pena de muerte
por el fiscal, saliendo absuelto al d ar lealm ente la cara en el juicio nuestras
autoridades concretamente el Ministro Trujo, y el diputado Jauregui, secre­
tario General del Gobierno de Euzkadi; relevado del mando, pasó poco
después al de una brigada de infantería de m arina y últim am ente al de la
24 división durante la ofensiva de Catalunya.
(9) En la batalla de T eruel tom aron parte activa muchos vascos. Entre
los jefes se debe destacar al coronel católico Ibarrola, uno de nuestros
m ilitares más dignos y capaces, que m andaba u n Cuerpo de Ejército, y
a los mayores comunistas Errandonea y M arkina, que m andaban dos divi­
siones; los tres, así como muchísimos de sus oficiales y soldados, eran gudaris
evacuados del Norte, tras la caída de Euzkadi, supervivientes del glorioso
Ejército Vasco. Con todos ellos se pudo hacer una gran unidad, que
llevara el honor m ilitar vasco hasta el final; mas por lo visto se trataba
precisam ente de evitar esto.
No obstante, sin unidades, sin ikurriña al pecho, sin glorias ruidosas,
los vascos cumplieron su deber en los campos de batalla de Catalunya y
España, como antes lo hicieron en los campos de batalla de Euzkadi.
m ente escapado al Africa francesa cuando el derrum bam iento
final sobrevino.
¿Por qué he hecho este recuento? Quizás parezca que las
andanzas de la 142 Brigada o el paradero de u n a docena de
abertzales más, poco tenga que ver con la labor desarrollada
en M adrid d u ran te los prim eros meses de la guerra. Y sin
embargo, tienen u n profundo valor, porque son la m ejor justi­
ficación de toda u n a conducta, de toda una posición, de toda
u n a labor.
Me consta que fueron bastantes los que al criticar ideológica­
m ente la o b ra p o r el P artido y la Delegación em prendida en
M adrid, al discrepar de nuestro criterio de justicia y hum ani­
dad, nos increparon diciéndonos que debíamos estar pegando
tiros en el frente en lugar de proteger a curas y fascistas. Me
gusta ser franco siempre, y decir las cosas como son.
Muchas respuestas se podían haber dado en su d ía al comen­
tario agresivo; pero la m ejor respuesta fué el silencio y la obra
tenaz. Para m archar al frente cuando nuestra labor en M adrid
estuvo concluida, y recoger la' bandera que hecha girones nos
tendían desde lejos los héroes del In tx o rta y del Sollube, los
gudaris del ejército copado en Santander.
Los vascos no estábamos enrolados antes n i con los unos ni
con los otros, éramos ajenos a la guerra civil q u e se tram aba;
y nuestra posición fué nítida y enérgica, en Euzkadi como en
España. C uando fué preciso, nos opusimos al terror y el caos;
cuando llegó la hora, marchamos al frente y al exilio.
Sólo la Providencia destinó a unos y a otros hom bres en el
lugar oportuno; mas el espíritu y la obra fué de todos.

L o s que m archaron al exilio

Para que hasta el últim o instante los hom bres de la Delega­


ción de Euzkadi en M adrid tuvieran ocasión de proclam ar su
ideología y creencias, hasta la N aturaleza quiso derram ar pró­
digam ente u n a fuerte nevada sobre los riscos pirenaicos tan
p ro n to como las últim as unidades de la 142 B rigada entraron
en el pequeño poblado de Prats de Mollo. Las tropas tenían
que acantonarse al aire libre, no había casas suficientes en el
pueblo para albergarles, sólo cabía pensar en la iglesia. Y en­
tonces, varios oficiales vascos, de los nuestros, se presentaron
respetuosam ente al sacerdote francés, se dieron a conocer y
aquella noche los soldados “rojos” durm ieron bajo la bóveda
tutelar de la pequeña iglesia pirenaica.
A un en la desgracia el nom bre de los gudaris vascos y cató­
licos correría por las columnas de la prensa m undial procla­
m ando su recia personalidad nacional.
M uchos de nuestros muchachos fueron a parar al campo de
concentración de Gurs, el campo vasco. Otros tuvimos más
suerte, y conseguimos escapar pronto. Algunos prefirieron
arrostrar la suerte que les esperara, y regresaron camino de sus
hogares; de éstos, sé que algunos fueron a la cárcel, y los que
m ejor parados salieron hubieron de servir meses y años en el
ejército franquista; pero en general, fueron pocos.
L a m ayoría m archó a la postre hacia los refugios vascos
cercanos a Capbreton; entre ellos recuerdo a Ayerbe, Lezaun,
M endizábal y Bilbao. Fernando de C arrantza, con su esposa
e h ija recién nacida, halló cobijo en casa de u n sacerdote vasco,
refugiado tam bién, el padre Ju a n de Usabiaga, párroco del
d im in u to pueblecito de Josse, en las Landas; donde yo mismo
hallaría asilo d u ran te el mes de octubre de 1939, cuando hube
de h u ir del refugio de Vernet-les-Bains en que estuve albergado
desde el mes de febrero.
Los que luchábam os en C atalunya fuim os los que gozamos
de m ejor suerte, pudim os escapar. Aquellos que luchaban en
los frentes del C entro o seguían trabajando en M adrid,queda-
ron atrapados en m ortal ratonera; sólo sé de Galartza que pu­
diera escapar al N orte de Africa.
A la postre, tan sólo Carrantza y yo llegaríamos hasta Amé­
rica; ambos a la R epública D om inicana; después él siguió viaje
a Venezuela. Los demás quedaron en Francia, e ignoro aún
su suerte. Pero estoy seguro de que aparecerán, con el mismo
ánimo, y u n día recordaremos en Euzkadi las horas pasadas,
en M adrid y en los frentes del Este.

L os q u e aguardan en silencio

H an transcurrido ya nueve años desde entonces. Con el trans­


curso del tiempo, las pasiones y angustias se borran y sólo que­
da el recuerdo m esurado de lo que fué. H an transcurrido nueve
años, y al releer hoy en la soledad de m i destierro tropical las
páginas temblorosas y cálidas de mi diario, al contrastar los
sentim ientos e ideales de entonces con lo que después trajo
consigo la realidad, al recordar esos momentos de intim idad en
que el alma de todos se descarna y brota la verdad, siento cada
día más la satisfacción del deber cumplido.
Sé que si dos veces nos viéramos en las mismas circunstancias,
dos veces haríam os lo mismo.
Sin duda corregiríamos errores, que los hubo y algunos se
señalaron a tiem po; quizás evitaríamos ciertas debilidades. Mas
lo que im porta es la obra total, la obra que se realizó en
M adrid, en plena revolución y en plena guerra, p o r un puñado
de patriotas vascos.
Y esa o b ra fué digna.
Y las obras dignas jamás m ueren. Nos vencieron m om entá­
neam ente, la ik u rriñ a fué abatida; mas jamás será abatida en
el corazón de los hombres que la bendijeron en momentos de
suprem a am argura, de los hom bres que la llevaron sobre el
pecho cuando ib an a morir.
Allí nos esperan. No im porta los que caigan en la lucha, no
im porta los que queden en el camino; la obra fué de Euzkadi.
N o im porta que los que hoy m andan silencien la verdad, por­
que u n elogio en labios suyos sería injuria a nuestra lealtad.
N o im porta que los vascos estén amordazados, no im porta que
aguarden en silencio, no im porta que sufran la calum nia y el
odio; tam bién los viejos supieron aguardar.
Vasco herm ano, como entonces, aurreral

En m i exilio de Santo Domingo, 1945.


SB T E R M IN O DE IM P R IM IR E L V E IN T E
D E D ICIEM BRE DE M IL N O V E C IE N T O S
CUARENTA Y C IN C O , EN B U EN O S
AIRES, EN LOS TA LL ER ES GRÁFICOS
D i D OT, S. R . L ., C A LLE R O N D EA U 3 0 6 8 .
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