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¿Q ué rostro de D ios nos revela la

Biblia? ¿l’uede afirm arse que D ios, el


Creador, es tam bién nuestro Padre? ¿En
qué consiste la paternidad divina de
D ios? ¿C ó m o ha evolucionado y se ha
ido enriqueciendo el rostro de D ios
Padre a partir de los evangelios? ¿Por qué
la oración del Padrenuestro es vital para
nuestra vida cristiana? ¿Por qué D ios es
Padre y no M adre? ¿C u án do se estable­
cerá en el año litúrgico la fiesta del
Padre?
Nuestro autor trata de responder a
estos interrogantes con este librito, que
ha calificado como Breve catequesis sobre
el Padre. Las reflexiones de Jean Galot
constituirán un medio insustituible para
descubrir el rostro del Dios que nos ha
revelado Jesús, que es Padre suyo y Padre
nuestro. Más aún, «Padre materno».
¡Un libro insustituible para conocer
y vivir unas relaciones filiales con Dios
Padre, sobre todo, en este año de prepa­
ración inmediata para el Jubileo 2000.

C O N T E N ID O

1. D ios Padre en la revelación judía.


2. El Padre revelado por Cristo.
3. El designio primordial del Padre.
4. El Padre en la obra redentora.
5. La paternidad del Padre para con
nosotros.
6. El Padre en su Providencia.
7. La oración al Padre enseñada por
Jesús.
8. La oración al Padre: cualidades y efi­
cacia.
9. El culto al Padre.
PADRE,
¿QUIÉN ERES?
BREVE CATEQUESIS SOBRE EL PADRE
ín d ic e d e m a t e r ia s

Prólogo ............................................................................... 7
1. Dios Padre en la revelación judía 9
1. Dios, padre del pueblo ............................................ 10
Padre en virtud de una acción creadora 10
Padre que asume una tarea ed u ca tiv a ..................... 11
Padre que exige un culto .......................................... 12
Padre ofendido por el pecado ................................... 13
Padre misericordioso con los p e ca d o res ..................... 14
2. Padre de cada individuo .......................................... 15
Paternidad individual ............................................ 15
Paternidad individual y comportamiento moral . . . 16
Rectitud moral y filiación divina ............................ 17
La Providencia ........................................................ 18
3. Padre del Mesías 19

2. El Padre revelado por C r is t o ........................................ 23


1. Novedad de la revelación evangélica del Padre . . . 23
Del Dios Padre a la persona divina del Padre 23
Padre reconocido como “Papá:” 25
Integramente Padre ................................................. 26
Fusión de paternidad y de maternidad ................... 26
2. Padre del Hijo .......................................................... 28
El acto eterno de la g en er a ció n ................................. 28
Generación por amor .............................................. 31
La generación , comunicación de vida por amor . . . 32
El Padre> potencia de v i d a ....................................... 34
El Padrey potencia de amor ..................................... 36

3. El designio primordial del Padre .............................. 39


1. El himno en alabanza al Padre .............................. 39
El designio que dirige toda la obra de la salvación 39
Tradujo Alfonso Ortiz Garc/a
sobre eJ original francés,
P'ere, qui es-Tu?
PR Ó LO G O

La oración cristiana comienza con las palabras: «En el nom­


bre del Padre», o más directamente todavía: «Padre nuestro, que
estás en los cielos......
La vida cristiana tiene su origen en el Padre; el cristiano
tiene conciencia de que lo recibe todo del Padre, ya que vive de
la gracia. Y la gracia, aunque es comunicación de la vida de
Cristo, es ante todo un don del Padre.
Sabemos por el evangelio que el destino de nuestra vida es
llegar «a la casa del Padre», en donde «hay lugar para todos» (Jn
14,2), según la esperanza que dio Jesús a sus discípulos.
Sin embargo, este Padre sigue estando para nosotros rodea­
do de misterio y sentimos la tentación de plantearle la cuestión:
«Padre, ¿quién eres?». Podemos dirigirle esta pregunta con fran­
queza y con audacia, ya que él mimo quiso ser nuestro Padre y
mirarnos como hijos suyos.
En cierta ocasión, el apóstol Felipe le preguntó a Jesús:
«Muéstranos al Padre; eso nos basta» (Jn 14,8). Había com­
prendido por las enseñanzas del Maestro que en la persona del
Padre, al enviar a su Hijo a la tierra, se encontraba el secreto
primordial de todas las cosas. Captar lo que es el Padre: «eso nos
basta», ya que a partir de este descubrimiento se ilumina la rea­
lidad. Felipe pedía que se le revelase el rostro del Padre.
Jesús no desechó esta petición. Al contrario, declaró que
había obtenido ya una respuesta: «El que me ve a mí, ve al
Padre» (Jn 14,9). El Padre se reveló hasta tal punto en su Hijo
que los que vieron a Jesús tuvieron la dicha de ver al Padre, de
captar a través de los rasgos de un rostro visible al Padre invisi­
ble.
Así pues, cuando nos volvemos al Padre para decirle: «Padre,
¿quién eres?», ya sabemos en qué dirección hemos de buscar la
respuesta y tenemos la seguridad de que nuestra búsqueda no
será inútil: el mismo Padre ha querido mostrarse a nosotros.
Hay a veces personas que, al no disponer de información
suficiente sobre su origen, buscan con pasión a su padre.
Quieren saber más sobre su identidad. Con no menos pasión
intentamos descubrir a Aquel que es nuestro Padre. Vale la pena
explorar la revelación que él nos ha hecho de sí mismo; va des­
tinada a iluminar el sentido de nuestra existencia y a hacernos
tomar conciencia de nuestra identidad de cristianos.
D IO S PADRE
EN LA REVELACIÓN JU D ÍA

Si nos remontamos a los orígenes de la revelación judía,


podemos comprender que desde los tiempos más antiguos se
reconoció a Dios como Padre. El Dios ü/que veneraba Abrahán
llevaba el nombre de dios padre1. La idea de la paternidad divi­
na estaba difundida entre los pueblos que miraban a su dios
como padre y lo invocaban con este nombre.
Esta idea se recogió en la fe del pueblo judío. Pero entró en
ella después de padecer una purificación. Algunos pueblos,
como los fenicios, atribuían al dios una paternidad que impli­
caba una actividad sexual. Semejante paternidad física no podía
convenir al Dios verdadero, que es puro espíritu y que se
encuentra por encima de toda generación carnal.
El Dios único, venerado por los judíos, posee una paterni­
dad de orden espiritual, que supera con mucho las condiciones
de la paternidad humana. Dios es Padre, pero de una manera
superior. Es ésta la paternidad que comenzó a manifestarse en
el Antiguo Testamento.
Como todo cuanto hay en Dios, su paternidad constituye
un misterio, ya que las imágenes de la paternidad humana no
bastan para hacerla descubrir. Tenemos que preguntar a Dios
mismo: «Padre, ¿quién eres?». Sólo él puede responder.
Encontramos en la Biblia el mensaje que contiene esta res­
puesta.

1. H. CAZELLES, Autour de l'Exodet Gabalda, Paris 1987, 63.


Ante todo, Dios es considerado como padre en el Antiguo
Testamento en relación con el pueblo2.
La protección extraordinaria que disfruta la nación judía,
especialmente en el momento del Éxodo, obligaba a sus enemi­
gos a reconocer que «este pueblo era hijo de Dios» (Sab 18,13).
El orgullo del pueblo judío se basaba en esta dignidad: ser hijos
de Dios constituía un título supremo de honor y una garantía
tanto para el futuro como para el pasado.
La paternidad divina no era una verdad abstracta; Dios
Padre estaba presente en todo el desarrollo del destino del pue­
blo.

Padre en virtud de una acción creadora


Dios es Padre por haber concebido y dado a luz al pueblo
(cf. Nm 11,12), suscitando su nacimiento y su desarrollo, es
decir, dirigiendo los acontecimientos históricos que contribuye­
ron a su formación. Más en concreto, haciendo salir de Egipto
a los hebreos. Dios había contribuido de manera decisiva a su
existencia y a su independencia como pueblo. Por eso el pueblo
se vio acusado de ingratitud, cuando dejó de rendir homenaje a
Aquel a quien debía su existencia: «¿Así pagas al Señor, pueblo
insensato y necio? ¿No es él tu padre, que te crió, el que te hizo
y te estableció?» (Dt 32,6).
No solamente ocupó Dios un papel soberano en el desarro­
llo histórico del pueblo, sino que fue Padre del pueblo en vir­
tud de su acción creadora. Le dio al pueblo su existencia y con­
tinuó dándosela. Esta obra creadora es la que se recuerda para

2. Cf. A. SCHENKER, Gott ais Valer - S'óhne Gottes. Ein vermachtlüssigter


Aspekt einer biblischen Metapher. Freiburger Zeitschrift für Philosophie und
Theologie 25 (1978) 1-55. El punto de partida de este estudio es la idea de
que según el Antiguo Testamento el Padre es el dueño del patrimonio fami­
liar.
obtener la intervención benévola de Dios en favor de su pue­
blo sumido en la desgracia: «Señor, tú eres nuestro Padre; noso­
tros somos la arcilla y tú el alfarero, somos todos obra de tus
manos» (Is 64,7).
Así pues, la paternidad adquiere en Dios su significado más
completo, por encima de toda paternidad humana: Dios engen­
dró al pueblo creándolo. Su acción creadora confiere a su pater­
nidad un valor soberano.

Padre que asume una tarea educativa


En calidad de Padre, Dios asume la tarea de educar a su hijo,
de hacer crecer a su pueblo. El profeta Oseas describe el cariño
paternal que se despliega en la manera con que Dios dirige al
que considera como hijo suyo: «Cuando Israel era niño, yo lo
amé, y de Egipto llamé a mi hijo...Yo enseñé a andar a Efraín y
lo llevé en mis brazos. Pero no han comprendido que era yo
quien los cuidaba. Con cuerdas de ternura, con lazos de amor
los atraía; fui para ellos como quien alza a un niño hasta sus
mejillas y se inclina hasta él, para darle de comer» (Os 11,1.3-
4). Por tanto, la paternidad divina no tiene nada de frialdad ni
de distancia. Se expresa en un amor intenso, lleno de solicitud
y de delicadeza3. El gesto de levantar al niño hasta darle un beso
en la cara muestra todo el afecto del cariño paternal.
Evocando este amor, el profeta recuerda más especialmente
la salida del pueblo del país de Egipto y su itinerario por el
desierto. Como un padre, Dios había enseñado a su pueblo a
caminar4 y había atendido igualmente a su sustento. Esta ayuda
paternal es a la que hace alusión el Deuteronomio: «Lo habéis
visto en el desierto, donde has visto que el Señor tu Dios te lle­
vaba, como un padre lleva a su hijo, a lo largo de todo el cami­

3. Este amor significa también fidelidad a la alianza (cf. D. STUART,


Hosea-Jonah, Waco [Word 800k8] 1987, 178).
4. Es muy sugestiva la imagen del padre que con cariño y paciencia ense­
ña a caminar a su hijo (cf. D. S t u a r t , 1. c.).
no que habéis recorrido hasta llegar a este lugar... Marchaba
delante de vosotros para buscaros lugares donde acampar; lo
hacía en forma de fuego durante la noche y en forma de nube
durante el día, para indicaros el camino que debíais seguir»
(1,31-33).
Las palabras: «El Señor tu Dios te llevaba como un padre
lleva a su hijo» evocan la imagen de una paternidad humana,
llena de solicitud. Pero la paternidad de Dios se sirve de medios
superiores para iluminar el camino de su pueblo, unos medios
en los que aparece la soberanía de su protección.
El cuadro de la presencia paternal que guiaba la marcha del
pueblo tras el Éxodo mantiene un valor permanente, como
anuncio y preparación del porvenir del “pueblo de Dios”. Abre
para nosotros una perspectiva alentadora, basada en la solicitud
del Padre que protege la marcha de la Iglesia y que acompaña a
la humanidad en el itinerario de su historia hasta el fin del
mundo.

Padre que exige un culto


Cuando Dios exige que se le rinda culto, no es solamente en
calidad de Dios, sino más aún en calidad de Padre. Su amor
paternal exige una respuesta de homenaje, de veneración, de
servicio.
En su educación paternal, Dios le pide a su pueblo que le
sirva. Al Faraón de Egipto le intima la orden de que deje salir a
Israel, para que pueda darle culto: «Así dice el Señor: “Israel es
mi hijo, mi primogénito. Te ordeno que dejes salir a mi hijo
para que me dé culto”» (Ex 4,21-22). Así pues, liberó al pueblo
del yugo egipcio para darle la posibilidad de rendirle un culto
privilegiado, el que correspondía a su calidad de hijo primogé­
nito.
Este culto tiene que ser la expresión de una pertenencia filial
a Dios. Se trata de una pertenencia exclusiva, que no tolera las
prácticas de otros cultos. Se recuerda la verdad de la filiación del
pueblo para desterrar toda práctica de idolatría: «Sois hijos del
Señor, vuestro Dios... Porque sois un pueblo consagrado al
Seño?, tu Dios. El Señor tu Dios te ha elegido para ser su pue­
blo entre todos los pueblos de la tierra» (Dt 14,1-2).
Hubo por tanto una elección, ya que fue un amor de prefe­
rencia el que se tuvo por el hijo primogénito. Esta elección con­
tribuye a mostrar la profundidad de intención del amor pater­
nal.
La consagración del pueblo exigida por la paternidad divina
implica la práctica de los mandamientos. Las pruebas que el
pueblo padeció durante su estancia en el desierto tenían como
finalidad la de impulsarle a abrir a Dios el fondo de su corazón.
En efecto, Dios obra por su parte como un padre que quiere
mantener o devolver a su hijo al camino recto: «Reconoce, pues,
en tu corazón que el Señor tu Dios te corrige como un padre
corrige a su hijo. Guarda los mandamientos del Señor tu Dios»
(Dt 8,5-6).

Padre ofendido por el pecado


Las relaciones padre-hijo le dan a la infidelidad del pueblo
una gravedad particular. La rebeldía de los hijos se considera
como una situación casi increíble: «Escucha, cielo; atiende, tie­
rra, que habla el Señor: “He criado y cuidado hijos, pero ellos
se han rebelado contra mí» (Is 1,2).
Es lógico y natural que «un hijo honre a su padre». Pero
Dios declara: «Si soy padre, ¿dónde está el honor que me perte­
nece?» (Mal 1,6). Esta infidelidad es más horrible todavía si se
piensa que es una respuesta al amor divino: «Yo os he amado,
dice el Señor» (Mal 1,2). Dios es un padre que siente la decep­
ción de ver cómo lo abandonan sus hijos a pesar de las muestras
continuas de su amor: «Cuanto más los llamaba, más se aparta­
ban de mí» (Os 11,2).
Esta decepción es tanto más viva cuanto mayor había sido la
generosidad paternal con que había prometido a su pueblo un
destino digno de su rango de hijo: «Yo me decía: “¡Quiero con­
tarte entre mis hijos, regalarte una tierra de delicias, la heredad
más preciosa entre las naciones!”. Pensaba: “Me llamarás Padre
y no te separarás de mí”. Pero como una mujer traiciona a su
amante, así me has traicionado tú a mí, estirpe de Israel!» (Jr
3,19-20).
El drama del pecado se presenta como el drama del amor
paterno que cosecha la hostilidad en donde había sembrado sus
bienes con generosidad. «¡Ay del que dice al padre: “¿Qué es lo
que engendras?”!» (Is 45,10). El pecador se rebela contra la
paternidad divina; le gustaría de algún modo negarla, supri­
mirla.

Padre misericordioso con los pecadores


La reacción de Dios frente a las ofensas que le inflige el pue­
blo con sus desvarios no consiste simplemente en mostrar su
cólera y en pronunciar amenazas. Procede de un corazón pater­
nal que se conmueve de las desgracias que azotan al pueblo:
«Efraín es para mí un hijo querido, un niño predilecto; pues
cada vez que lo amenazo, vuelvo a pensar en él; mis entrañas se
conmueven y me lleno de ternura hacia él. Oráculo del Señor»
(Jr 31,20).
Así pues, el hijo rebelde sigue siendo un hijo querido. Dios
no pierde su cualidad de padre para con los que se han alejado
de él: «Volved, hijos apóstatas; yo curaré vuestra apostasía» (Jr
3,22). Todo está dirigido por el cariño paternal más profundo y
perseverante, que no intenta castigar, sino curar.
La revancha que Dios quiere tomarse contra el pecado con­
siste en hacer brotar las lágrimas de arrepentimiento en los que
lo habían abandonado y reducirlos al buen camino. «Vuelven
entre llantos, agradecidos porque retornan; los conducirá a
corrientes de agua por un camino llano, en el que no tropeza­
rán, porque soy un padre para Israel y Efraín es mi primogéni­
to» (Jr 31,9).
Por consiguiente, el pueblo puede invocar siempre a Dios
con la seguridad de encontrar en él a un padre ansioso de sal­
varlo. En el período de aflicción exclama: «¿Dónde está tu
entrañable ternura? ¿Es que tus entrañas se han cerrado para
mí?». Pero está seguro de la compasión paternal: «Pero tú eres
nuestro Padre. Abrahán no nos reconoce como hijos, ni Israel
T pm P P W T nada de nosotros. Tú, Señor, eres nuestro padre;
desde siempre te invocamos como nuestro libertador» (Is
63,16). El padre es también el redentor: libera y salva a sus hijos
tras la prueba.
Es la paternidad de Dios la que asegura la victoria del amor
sobre el mal del mundo.
El que ha sido ofendido como Padre por las culpas de su
pueblo no cesa jamás de ser Padre ni disminuye en nada su
amor. Con un amor más grande, intenta provocar la conver­
sión y muestra su compasión paternal perdonando los pecados.
Su amor paternal quiere salvar a los que se habían alejado de él.

2 . Pa d r e d e c a d a in d iv id u o

Paternidad individual
Padre de todo el pueblo, Dios se revela como padre de cada
individuo. El amor paterno no abraza solamente a la colectivi­
dad; recae sobre cada persona en particular. Cada uno es amado
personalmente por Dios Padre como hijo suyo.
Hay nombres teóforos, nombres que encierran la palabra
«Dios» o la palabra «Padre», en donde se expresa la convicción
de ser amado individualmente por el Dios Padre, como Eliab
(«mi Dios es Padre»: Nm 1,9), Abiezer («mi Padre es ayuda»: Jos
17,2), Abitu («mi Padre es bondad»: 1 Cr 2,11). Dios se mani­
fiesta como Padre en la existencia personal.
Cada uno tiene la certeza de encontrar un refugio en el amor
paternal de Dios: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el
Señor me acogerá» (Sal 27,10). Cuando uno se ve abandonado
por aquellos que deberían ser los primeros en velar por él, puede
volverse a Dios con la confianza de encontrar en él un padre y
una madre. Aquí aparece un rasgo característico de la paterni­
dad divina: como esta paternidad supera el orden de las distin­
ciones sexuales, no solamente comprende lo que corresponde a
la paternidad, sino también lo que atañe a la maternidad huma­
na. El hecho de que Dios ocupa el lugar del padre y de la madre
sé expresa más especialmente en la imagen de las entrañas
maternas, que se emplea para hablar de la misericordia divina.
En la paternidad de Dios reside toda la riqueza del cariño
materno'.
La alusión al amor en este salmo como “maternal” nos hace
comprender mejor que se haya puesto el acento con frecuencia
en la compasión que Dios siente por las debilidades humanas.
El que posee una fuerza soberana no desprecia a los pequeños y
humildes ni se olvida de ellos; al contrario, les manifiesta un
cariño conmovedor: «Como un padre siente ternura por sus
hijos, así siente el Señor ternura por sus hijos. Él sabe de qué
estamos hechos, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103,13-
14). La fuerza del amor divino había sido exaltada en este salmo
como «la altura de los cielos sobre la tierra», pero esta fuerza es
la de un amor al mismo tiempo paternal y maternal. Dios es
«clemente y compasivo», «perdona todas tus culpas», «te cura
todas tus enfermedades» (Sal 103,8).

Paternidad individual y comportamiento moral


Fue en la literatura sapiencial, es decir en una época tardía
del judaismo, cuando más vivamente se puso de relieve la pater­
nidad individual de Dios. Hubo, por tanto, un progreso en la
conciencia de las relaciones personales con el Dios padre.
De la misma manera que las pruebas del pueblo, también las
desgracias personales se vieron como correcciones paternas:
«Hijo mío, no rechaces la instrucción del Señor ni te enfades
por su reprensión, pues el Señor reprende a quien ama, como
un padre a su hijo predilecto» (Prov 3,11-12). Las pruebas de
cada uno tienen que considerarse como signos de un misterio­
so amor paternal que intenta corregir y mejorar la conducta de
sus hijos.

5. Se han dedicado numerosos estudios al rostro materno de Dios. Cf.,


por ejemplo, ]. J. SCHMITT, The MotherhoodofGodandZion as Mother: Revuc
biblique 92 (1985) 557-569; J. W. M iller , Depatriarchalizing God in Biblial
Interpretatiom Catholic Biblical Quarterly 48 (1986) 609-616.
Sé IdlFFgen plegarias a Dios en su cualidad de padre para
obtener su protección en el comportamiento moral. El que for­
mula estas plegarias, en el libro del Eclesiástico, se da cuenta de
su fragilidad moral: «¡Quién pusiera un centinela en mi boca y
un sello de prudencia en mis labios para que no me hagan caer
y no me pierda mi lengua! ¡Señor, Padre y Dueño de mi vida,
no dejes que mi lengua me domine; no permitas que me haga
caer!» (Eclo 22,27 - 23,1). Como dueño de la vida del indivi­
duo, el Señor tiene poder para preservarlo de sus debilidades;
como padre, tiene esta responsabilidad y se espera de él la pro­
tección de su amor. La invocación se repite: «Señor, Padre y
Dios de mi vida, no dejes que sea altiva mi mirada; aparta de mí
los malos deseos. Que la sensualidad y la lujuria no se apoderen
de mí; no permitas que caiga en pasiones vergonzosas» (Eclo
23,6).
En virtud de su paternidad, Dios se encarga de afianzar a
cada individuo en el camino del bien y de intervenir en los peli­
gros a los que está expuesto.

Rectitud moral y filiación divina


El libro de la Sabiduría presenta al “justo”, al que cumple la
voluntad divina, como hijo de Dios. Ya antes, el pueblo judío
había sido llamado hijo de Dios colectivamente y los miembros
de ese pueblo gozaban de esta filiación. Ahora se propone un
concepto más amplio y más auténtico de filiación: los verdade­
ros hijos de Dios son los que viven en conformidad con los pre­
ceptos divinos.
Los impíos intentan oprimir al justo y critican sus preten­
siones: el justo «se precia de conocer a Dios y se llama a sí
mismo hijo del Señor». Los impíos quieren demostrar la vani­
dad de estos propósitos condenándolo a muerte: «Proclama
dichosa la suerte de los justos y se precia de tener a Dios por
padre. Veamos si es verdad lo que dice, comprobemos cómo le
va el final. Porque, si el justo es hijo de Dios, él lo asistirá y lo
librará de las manos de sus adversarios. Probémosle con ultra­
jes y torturas; así veremos hasta dónde llega su paciencia y com­
probaremos su resistencia. Condenémoslo a una muerte igno­
miniosa, pues, según dice, Dios lo librará» (Sab 2,13-20).
Se alude aquí a los judíos fieles que se veían perseguidos por
sus compatriotas en Alejandría. Los cristianos reconocen en este
pasaje un presentimiento de la pasión de Cristo. La prueba sufri­
da por los justos perseguidos acaba atestiguando su filiación divi­
na, dado que para ellos la muerte ha sido una entrada en la
inmortalidad bienaventurada. Los impíos se verán finalmente
obligados a reconocer esta verdad del destino eterno del justo:
«Tuvimos su vida por locura y consideramos su final una igno­
minia. Ahora se cuenta entre los hijos de Dios» (Sab 5,4-5). La
filiación divina se afirma de una manera definitiva en el más allá:
la fidelidad y la generosidad de Dios como padre manifiestan la
grandeza de su paternidad.

La Providencia
A lo largo de la vida en la tierra, la paternidad divina se
manifiesta en una solicitud que concierne a todos los individuos
y los envuelve en un mismo amor, sin discriminación alguna. El
Señor no ampara ni mucho menos a los poderosos en detri­
mento de los pequeños. «El hizo al pequeño y al grande y cuida
de todos por igual» (Sab 6,7).
Esta solicitud toma el nombre de Providencia6. Se la descri­
be más especialmente con ocasión de los viajes marítimos, en
los que eran evidentes los riesgos de naufragio. El que «se hace
a la mar, a punto ya de atravesar encrespadas olas», invoca a una
divinidad protectora, pero en realidad es el Dios único el que va
a dirigir su viaje, y con su Providencia le hará llegar a buen
puerto. Ese Dios es llamado simplemente Padre, ya que esta
cualidad de Padre define toda su acción protectora. El barco ha
sido construido por la sabiduría de los artesanos, «pero es tu

6. Sab 8. Identifica a la Sabiduría con la Providencia, en el sentido de un


«gobierno del universo por una energía inteligente y buena» (C. I.ARCIll'.R,
Etudes sur le livre de la Sagesse, Paris 1969, 391.
Providencia, oh Padre, la que lo gobierna, porque hasta en el
mar abriste camino y un sendero seguro entre las olas, mos­
trando así que puedes salvar de todo peligro y que hasta el inex­
perto puede embarcarse» (Sab 14,1-4). A esta Providencia de
Padre ha de responder una total confianza: «No quieres que las
obras de tu sabiduría sean estériles; por eso los hombres confí­
an en una frágil embarcación, cruzan las olas en una barca y
arriban salvos a puerto» (Sab 14,5).
El viaje por mar se presenta como la imagen de la vida
humana, entregada a una «frágil embarcación», destinada a
atravesar múltiples tempestades y a superar muchos obstáculos.
Esta vida es dirigida desde arriba por una sabiduría superior: la
de un Padre atento a todos los detalles de la existencia de sus
hijos. Por su Providencia, es decir por una solicitud llena de
vigilancia, puede conducir a buen puerto los destinos de cada
uno.

3 . Pa d r e del M e sía s

Padre de todo el pueblo y padre de cada individuo, Dios se


da a conocer por un título más particular como padre del rey
mesiánico. En una promesa dirigida a David y trasmitida por el
profeta Natán, asegura que tratará a su descendiente, a su here­
dero, como a un hijo: «Cuando hayas llegado al final de tu vida
y descanses con tus antepasados, mantendré después de ti el
linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino. Seré para él
un padre y él será para mí un hijo» (2 Sm 7,12-14). Esta pro­
mesa se refería en primer lugar a Salomón, sucesor de David,
pero miraba más lejos todavía, ya que el favor divino se anun­
ciaba para un tiempo sin límites: «Tu dinastía y tu reino sub­
sistirán para siempre ante mí y tu trono se afirmará para siem­
pre» (2 Sm 7,16). Por eso la promesa de paternidad fue com­
prendida como una promesa que se extendía hasta el último
descendiente, que debería ser el rey ideal, el Mesías. El Mesías,
hijo de David, tendría a Dios por padre.
Esta promesa ofrecía la garantía de un amor paternal de
Dios aplicado al rey mesiánico. El anuncio de una paternidad
más completa, en virtud de una generación paternal, se expresa
en el salmo 2, en donde el rey declara en el momento de su
ascensión al trono: «Voy a proclamar el decreto del Señor; él me
ha dicho: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”» (Sal 2,7).
Se trata de un decreto, de una declaración jurídica, que tiene
como efecto constituir al rey como hijo engendrado por Dios
mismo.
Una idea análoga de generación, enunciada de una forma
más radical todavía, aparece en el texto del salmo 110,3, tal
como puede ser restablecido. Es Dios el que se dirige al rey: «A
ti el principado en el día de tu nacimiento en las montañas san­
tas. Del seno de la aurora, como el rocío, te he engendrado». La
decoración de las montañas, habitación divina en donde se pro­
duce la generación, parece evocar las representaciones egipcias
del dios Sol que engendraba al rey Faraón7. Pero, al atribuírsele
al Dios trascendente de la religión judía, esta generación
adquiere un significado superior.
Por su título de hijo de Dios, el rey mesiánico tiene un pare­
cido con aquel que es su padre. Dios es el Altísimo, y su hijo se
convierte en el más alto entre los reyes: «Él me dirá: “Tú eres mi
padre, mi Dios, la roca que me salva”. Y yo lo constituiré pri­
mogénito mío, el más grande entre los reyes de la tierra» (Sal
89,27-28). El padre hace a su hijo semejante a él mismo; así es
como el poder soberano de Dios se reflejará en el rey mesiánico.
En relación con el Mesías es como la paternidad divina
adquiere su valor más completo. Cabe subrayar los tres aspectos
de esta paternidad: la generación, el parecido y el amor.
Las afirmaciones de la generación resultan particularmente
sorprendentes, ya que a diferencia de las divinidades paganas

7. Cf. C. H. KRAUS, Los salmos, I, Sígueme, Salamanca 1993, 196. l’ara


110,3, este autor prefiere la traducción: «Sobre santas montañas, del seno dt
la rosada aurora, te he engendrado como rocío» (Id., Los salmos, II, Sígueme,
Salamanca 1995, 515.
qüFpodían unirse entre sí para engendrar otros dioses, el Dios
trascendente del pueblo judío no tenía ninguna actividad pro-
creativa similar a la de los hombres.
Así pues, respecto al Mesías la paternidad divina adquiere un
valor más completo. Subrayemos los tres aspectos que reviste
esta paternidad. Dios se revela como Padre engendrando al
Mesías, confiriéndole un poder semejante al suyo y mostrándo­
le un amor indefectible.
Está en primer lugar el aspecto de la generación, que es el
más extraño. Las afirmaciones del rey mesiánico engendrado
por Dios resultan especialmente sorprendentes, ya que a dife­
rencia de las divinidades paganas que podían unirse entre sí
para engendrar otros dioses, el Dios único y trascendente de los
judíos no podía tener ninguna actividad procreativa semejante
a la de los hombres. La generación del Mesías no podía ser más
que una generación espiritual, que tenía un carácter misterioso.
Las afirmaciones «Yo te he engendrado» no podrán aclararse y
tomar su sentido más vigoroso más que mediante la revelación
del Hijo de Dios encarnado.
Además de la generación, se afirma el parecido: es ésta una
característica del vínculo que une al hijo con el padre. La filia­
ción y la semejanza están íntimamente ligadas entre sí. La seme­
janza que se esboza en el anuncio del Antiguo Testamento
adquirirá todo su valor en la vida terrena de Cristo: Jesús se pre­
sentará como el Hijo que actúa de la misma manera que el
Padre (Jn 5,19); el parecido será tan perfecto que se atreverá a
decir: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,5).
Finalmente, el amor paterno, garantizado por la profecía de
Natán para el desarrollo y la duración del reino mesiánico,
encontrará su cumplimiento en la seguridad que anima a Jesús:
«El Padre ama al Hijo» (Jn 5,20),
La revelación de Dios Padre en el Antiguo Testamento pre­
para la revelación del misterio de la encarnación. Este misterio
es anunciado más especialmente por los textos que presentan a
Dios como Padre del Mesías.
1. En su revelación al pueblo judío, Dios es reconocido
ante todo como Padre d el pueblo, de manera que el pueblo es
“hijo de Dios".
Dios dio a luz al pueblo en su form ación a lo largo de la
historia y, más fundamentalmente todavía, lo creó: el pueblo es
obra de sus manos. Le hizo salir de Egipto y lo guió en su cami­
no. Veló por su desarrollo y b educó.
Reclamó del pueblo un culto en el que expresase su perte­
nencia filial: el pueblo está consagrado a su Dios y no puede vol­
verse hacia otros dioses.
El Padre se muestra ofendido por el pecado: sus hijos no le
rinden el honor que se debe a un padre. Pero reacciona deform a
misericordiosa, manifestando así la profundidad de su amor. Les
ofrece el perdón y la salvación.
2. Dios actúa igualmente como Padre d e cada individuo.
El amor misericordioso que tiene con cada uno es a la vez pater­
nal y maternal y se expresa por la imagen de “las entrañas
maternales”. Se trata de un cariño divino, evocado por el afecto
de la madre. Dios vela por el comportamiento moral de sus hijos:
les corrige y reprende como un padre. Los verdaderos hijos reci­
ben en sus pruebas la asistencia paternal de Dios. Ésta toma una
forma especial en la solicitud de la Providencia: la Providencia
guía el barco a buen puerto.
3. Dios es de manera más especial Padre d el rey mesiáni­
co. Algunos textos afirman en términos misteriosos una genera­
ción divina del Mesías. La generación lleva consigo un pareci­
do, el de un rey altísimo a imagen del Dios altísimo. El amor
paternal prometido al descendiente de David es un amor defini­
tivo. Se trata de una preparación a la revelación de la filiación
divina de Cristo.
2
EL PADRE
REVELADO PO R CRISTO

La revelación de Cristo es la que nos ha mostrado el rostro


auténtico del Padre. Sólo esta revelación nos ofrece la respuesta
a la pregunta: «Padre, ¿quién eres?».

1. N o v e d a d de la r e ve lac ió n del Pad r e

La novedad del evangelio consiste en la revelación de la per­


sona del Padre: en Dios hay una persona a la que Jesús llama
Padre. Esta persona divina tiene como propiedad característica la
paternidad. Es totalmente Padre: se define por la paternidad. Por
su relación con ese Padre es como Jesús revela su filiación divina.

Del Dios Padre a la persona divina del Padre


Como el Antiguo Testamento había revelado a un Dios que
era padre, muchos han pensado que la revelación del Padre, tal
como se nos ofrece en el evangelio, no es más que una confir­
mación de la revelación judía. Se sentían inclinados a identifi­
car simplemente al Padre del que habla Jesús con el Dios reco­
nocido e invocado como padre por el pueblo hebreo.
Se da ciertamente una continuidad entre la dos revelaciones,
pero es importante subrayar la novedad esencial que caracteriza
a la revelación evangélica del Padre. En el Antiguo Testamento
se miraba a Dios ante todo como padre del pueblo; de esta
paternidad general se derivaban sus relaciones paternales con
los individuos y más particularmente una relación paternal con
el rey mesiánico que debía procurar al pueblo un porvenir ideal.
En el evangelio, Jesús mira ante todo al Padre como su propio
Padre; se sitúa frente a él como Hijo suyo y le atribuye la pri­
mera responsabilidad de su venida a la tierra. La filiación divi­
na es su propiedad personal; es él el que hará que la compartan
sus discípulos. Mantiene con el Padre unas relaciones de inti­
midad que revisten un carácter único. A partir de esta intimi­
dad filial es como hace descubrir a la persona del Padre.
Según la revelación evangélica, el Padre se define ante todo,
no ya como padre del pueblo, sino como Padre de Jesús. Es en
primer lugar el Padre de Jesús y, como tal, extiende su amor
paternal a la humanidad entera.
La revelación del Padre definido por su relación con el Hijo
supone una profunda transformación en la revelación de Dios.
En efecto, implica que en Dios hay un Padre y un Hijo, verdad
que jamás se había enseñado ni descubierto en el Antiguo
Testamento. La gran novedad es que hay una persona divina
que es Padre y que lleva exclusivamente este nombre. No se
trata de atribuir a Dios considerado en toda su realidad divina
la cualidad de padre, sino de reconocer una persona divina que
se define por la paternidad.
El misterio de la Encarnación requería necesariamente la
revelación de la persona del Padre. Para revelar su identidad per­
sonal, Jesús tenía que afirmarse como Hijo, distinto del Padre,
pero Dios como él. Cuando pronunciaba en su oración ante los
discípulos la invocación “Abba” (cf. Me 14,36), revelaba a la vez
a la persona del Padre y su propia identidad de Hijo en relación
con él en la familiaridad más completa.
Puede decirse que, al revelar a los hombres la persona del
Padre, Jesús los introdujo en las profundidades de Dios. Él
mismo, en calidad de Hijo, vivía en esas profundidades. Amaba
y admiraba al Padre; intentó comunicar la admiración que sen­
tía por ese Padre, cuyos secretos conocía. Al presentarse como
Hijo a sus discípulos, tenía la intención de hacerles ver al Padre.
Todo el curso de su vida terrena quiso ser una revelación de la
persona y de la acción del Padre.
Padre reconocido como “Papá ”
El nombre “Abba” utilizado por Jesús para designar a Aquel
a quien dirigía su plegaria, no significa solamente “Padre”.
Tiene que traducirse mejor por “Papá”. Era el nombre que uti­
lizaban los niños judíos para dirigirse familiarmente a su padre1.
Nunca jamás habían utilizado este nombre los judíos en sus ple­
garias a Dios2; la familiaridad que suponía no parecía convenir
al Dios soberano y omnipotente, al Dios que se hacía temer por
aquellos a los que invitaba a venerarle. Por tanto, hay que ver en
esta simple apelación una gran novedad.
Los textos evangélicos no nos ofrecen más que una sola vez
la reproducción de la palabra “Abba”, en la oración de
Getsemaní que recoge Marcos; pero los estudios exegéticos han
podido mostrar que Jesús comenzaba habitualmente su plegaria
a Dios con esta palabra3. Se atrevía a llamar “Papá” al que era
considerado como un Dios de majestad; y lo llamaba así en las
circunstancias más ordinarias de su existencia terrena.
Podíale incluso debía pronunciar esta palabra, ya que el tér­
mino “Papá” respondía a la perfecta intimidad filial que man­
tenía conlgl. El Padre se le entregaba sin reservas y él mismo se
abría en plenitud a Aquel del que se sentía amado y a quien
amaba con todo su ser. “Abba” quería expresar toda la verdad de
la paternidad divina: el Padre era reconocido por Jesús como
Aquel que era en plenitud Padre suyo. Todo lo que un hijo
encuentra en su padre, lo encontraba Jesús en su Padre celestial.
La perfección de la paternidad implicaba la generación y la
total semejanza del Hijo. Decir “Papá” era discernir en el Padre

1. Ha sido sobre todo J. Jeremías el que ha puesto de relieve el sentido


familiar de Abba: cf. Abba. El mensaje del Nuevo Testamento, Sígueme, Sa­
lamanca 1981.
2. J. Schlosser confirma esta novedad afirmada por Jeremías, descartan­
do todos los ejemplos que se habían propuesto de un abba anterior: El Dios
de Jesiís, Sígueme, Salamanca 1995, 83-213.
3. Cf. J . JEREM IAS, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca
1974, 80-87; W . M A R C H E L, Abba, Pbe! La pribe du Christ et des chrétiens,
Inst. Bibl., Roma 1963, 132-138.
a quien lo había engendrado y a quien por esta generación lo
había hecho totalmente semejante a él.

íntegramente Padre
Al revelarles la persona del Padre, Jesús mostró a sus discí­
pulos que en él se encontraba el modelo de toda paternidad.
El Padre no solamente posee todas las cualidades vinculadas
a la paternidad, sino que tiene como rasgo distintivo único el
ser totalmente Padre en su personalidad. En efecto, su persona
consiste en ser Padre, de tal forma que todo en él es paternal.
Se trata de un hecho excepcional, que solamente se verifica
en Dios. Un hombre se convierte en padre; no lo es por naci­
miento. Es primero una persona humana y luego se convierte
en padre. La paternidad viene a enriquecer una personalidad
provista ya de ciertas cualidades. El Padre celestial, por el con­
trario, existe desde toda la eternidad como Padre. Es persona
divina de Padre por el hecho de engendrar a su Hijo. Es la
paternidad la que lo constituye en su ser personal.
Posee por tanto una personalidad de Padre muy superior a
la personalidad de todos los padres humanos. En todo lo que es
y en todo lo que hace, se comporta como Padre. Por consi­
guiente, en sus relaciones con nosotros es únicamente paternal,
con todo el amor que implica esta paternidad. Cuando nos diri­
gimos a él, sabemos que podemos contar con su bondad, infi­
nitamente más generosa que cualquier otra bondad que conoz­
camos. De él no podemos recibir más que atenciones paterna­
les. Aquel que es Padre en la mayor profundidad de su ser per­
sonal no puede mostrarnos más que un rostro de Padre.

Fusión de paternidad y de maternidad


Cuando se le aplica a Dios un término empleado para desig­
nar o cualificar a los hombres, hay que comprenderlo según las
diferencias que existen entre Dios y la humanidad. La palabra
“Padre” no puede designar a una persona divina más que
teniendo en cuenta la infinita distancia que existe entre la pater-
nidad divina y la paternidad humana. La relación entre el Padre
y el Hijo, tal como existe en Dios, es de una perfección infini­
tamente superior a esa relación tal como se forma entre las cria­
turas.
Una de estas diferencias estriba en que en Dios la paternidad
abarca todo lo que nosotros entendemos por paternidad y
maternidad. Nosotros distinguimos entre paternidad y mater­
nidad porque en la humanidad se da una diferencia de sexos,
que juega un papel esencial en la generación. Los niños nacen
de un padre y de una madre: la paternidad pertenece a una per­
sona y la maternidad a otra. La paternidad y la maternidad son
complementarias tanto en la educación de los hijos como en su
procreación. No tiene cada una de ellas unas propiedades espe- i
cíficas, las que corresponden al sexo masculino o al sexo feme­
nino. Así, se atribuirá de ordinario al padre la fuerza protectora
y a la madre el cariño y la ternura.
En el misterio eterno en que el Padre engendra al Hijo, la
persona del Padre es la única que realiza la generación. Según
nuestra forma de expresarnos, ocupa a la vez el lugar del padre
y el de la madre. Pero no tiene una doble función: su acción
generativa no se divide en dos aspectos. Su paternidad es per­
fectamente una, pero encierra las propiedades de la maternidad.
Por eso no se le llama padre y madre; es padre, en el sentido de
una paternidad que supera las distinciones entre los sexos y que
lo designa como el único autor de la generación divina del
Hijo.
No se trata, por tanto, de una paternidad que se afirme en
oposición a la maternidad. Integra todas sus riquezas. De este
modo, es mucho más amplia que cualquier paternidad huma­
na.
No es posible masculinizar esta paternidad, como tampoco
es posible feminizarla. El Padre no está del lado de los varones,
como tampoco del lado de las mujeres, si se quiere dividir a la
humanidad según los sexos. En los últimos tiempos, algunos
han intentado sustituir su nombre de Padre por el de Madre. Se
supone entonces injustamente que el nombre de Padre signifi­
ca una preponderancia de la masculinidad y se tiende a reem­
plazarlo por una preferencia concedida a la feminidad'1. En rea­
lidad, es Padre en un sentido superior a la masculinidad y a la
feminidad. Querer llamarlo Madre sería introducir en las rela­
ciones que tenemos con él una connotación sexual que le es
totalmente extraña y vincular la invocación de su nombre a las
reivindicaciones feministas. Cuando lo invocamos con el nom­
bre de Padre, lo hacemos independientemente de toda consi­
deración de sexo.
Conviene recordar siempre que su paternidad debe enten­
derse en el sentido más amplio, esto es, de paternidad y de
maternidad fundidas entre sí. Así es como el Padre es fuente y
modelo de toda paternidad y de toda maternidad. San Pablo
veía en él el origen de toda paternidad (Ef 3,15); nosotros
hemos de añadir que es también el origen de toda maternidad.
La generosidad, el cariño, la delicadeza, la compasión del amor
materno derivan de las disposiciones más íntimas del corazón
del Padre. Por eso la admiración que los seres humanos pueden
sentir por su madre se debe en primer lugar al amor del Padre,
que ha querido reflejarse en el amor materno de la mujer tanto
como en el amor paterno del hombre. La maternidad y la pater­
nidad, en las criaturas, provienen enteramente del Padre.

2. Pa d r e d el H ijo

El acto eterno de la generación


Al dar una plenitud de sentido a las palabras “Abba” y
“Padre”, Jesús nos invita a referirnos al origen de esta paterni­
dad, ya que quiso hacernos entrar en el misterio de sus relacio­

4. Cf. M. DlON, Pour une interprétation feministe de l ’idée chrétienne de


Dieu: Laval théologique et philosophique 47 (1991) 169-184.
nes con el Padre y nos invita a mirar al Padre tal como lo con-
templaba él mismo con sus ojos de hombre.
En el origen, hubo un acto eterno de generación5. El Padre
engendró a su Hijo. Por este acto de generación existe como
Padre. Que él sea totalmente Padre significa que existe como
persona en cuanto que ha engendrado al Hijo. Su persona está
constituida por la relación con el Hijo al que engendra, y reci­
procamente la persona del Hijo existe como relación con el
Padre.
De este modo resulta verdad que el Padre, en su soberanía,
no se volvió hacia sí mismo ni se apegó a sí mipno; se volvió
hacia su Hijo y está esencialmente apegado a su Hijo. Es y vive
para otro. En él se encuentra el primer principio y modelo del
altruismo.
Si intentamos comprender mejor el sentido de esta genera­
ción primordial, vemos en ella el origen de la total semejanza
del Hijo con el Padre. Al engendrar a su Hijo, el Padre lo deseó
semejante a él, para que su perfección encontrase en el Hijo un
reflejo sin sombra. Le comunicó toda su riqueza de vida. Por
este motivo se afirmó en la doctrina cristiana la perfecta igual­
dad del Hijo con el Padre. En la generación eterna, el Padre se
lo dio todo a su Hijo, de tal manera que ese Hijo está en pose­
sión de la totalidad de la vida divina, siendo Dios tanto como
el Padre.
Es esta semejanza la que permite a Jesús declarar: «El que me
ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9). Se trata más concretamente de
aquellos que vieron al Hijo en su rostro humano y que desean
ver dibujados en ese rostro los rasgos del rostro del Padre. El
Hijo encarnado lleva en su comportamiento humano la imagen
del Padre, ya que su persona divina de Hijo es el reflejo absolu­
tamente fiel del Padre y expresa este parecido en su vida huma­
na, terrena. Ésta es la semejanza que quiso el Padre al engendrar
a su Hijo, deseando que ese Hijo poseyera toda su perfección.

5. Cf. J. G a lo t, La génération éternelle dn Fils: Gregorianum 71 (1990)


657-678.
Cuando nace un niño, quienes lo ven intentan descubrir los
rasgos de semejanza que tiene con el padre o con la madre. En
el caso del nacimiento eterno del Hijo, toda la semejanza
correspondía al Padre, único autor de la generación, y esta
semejanza era perfecta.
Jesús dio testimonio de esta semejanza en toda su manera de
hablar y de actuar. Para responder a las críticas que se le dirigí­
an, invocaba la semejanza de su comportamiento con el del
Padre. Cuando un día de sábado curó a un enfermo que lleva­
ba treinta y ocho años esperando su curación, le invitó a tomar
su camilla y a caminar. Inmediatamente sus adversarios quisie­
ron prohibírselo, ya que llevar la camilla sería una violación del
descanso prescrito para ese día. A este reproche Jesús habría
podido replicar denunciando su indiferencia ante la grandeza
del beneficio concedido al enfermo. Pero prefirió justificar el
milagro por el ejemplo soberano del Padre: «Mi Padre no cesa
nunca de trabajar; por eso yo trabajo también en todo tiempo»
(Jn 5,17). De este modo corrigió lo que se había dicho en el
relato de la creación en seis días: el descanso que el Creador
habría observado el día séptimo (Gn 2,2-3). Afirma que el
Padre no cesa nunca de realizar su obra, incluso en día de sába­
do6. El Padre no cesa de crear, de mantener a sus criaturas y de
prodigarles sus beneficios. Como Hijo, Jesús conforma su
acción con la del Padre. Realizando milagros en día de sábado,
revela la bondad siempre activa del Padre.
Enuncia el principio de una semejanza total en la acción:
«Yo os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su cuenta.
Él hace únicamente lo que ve hacer al Padre: lo que hace el
Padre, esto hace también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le
manifiesta todas sus obras» (Jn 5,19-20). De este modo, la
semejanza eterna que el Padre había producido en su Hijo por

6. «Se compara a Dios con un obrero que trabaja; y su Hijo, al curar, tra­
baja también a su manera, incluso en día de sábado» (M. J. L a c ir a n g k , kvan-
gile selon saint Jean, Gabalda, Paris 1925, 141).
lá generación se manifiesta en la existencia humana de Jesús,
que modela su conducta por la del Padre.

Generación por amor


¿Por qué engendra el Padre a un Hijo que es totalmente
semejante a él? A primera vista, se podría reaccionar ante esta
revelación pensando que es inútil dicha generación. ¿Por qué
otra persona en la que se encuentre toda la perfección del Padre?
¿No habría bastado con que esta perfección existiera en una sola
persona? ¿Por qué iba a tener necesidad el Padre de una imagen
perfecta de sí mismo?
La generación eterna del Hijo se explica por el amor.
Conviene recordar el principio enunciado por el evangelista san
Juan en su primera carta: «Dios es amor» (4,8). Lo más funda­
mental que hay en Dios es el amor. En virtud del amor el Padre
engendra a un Hijo7. Lejos de querer encerrarse en la posesión
egoísta de su ser, el que posee toda perfección se la quiere comu­
nicar a otro. Quiere establecer una comunión en la que su Hijo
pueda tener como él mismo la plenitud de la riqueza divina.
Así es como se da en Dios el deseo de compartir, no el ego­
centrismo. El Padre llega hasta el fondo del amor dando a su
Hijo, por la generación, todo cuanto posee. En él no hay envi­
dia alguna, esa envidia que en las relaciones humanas intenta
rebajar al otro, disminuir la estima que se le tiene. Al contrario,
se complace en elevar a su Hijo al nivel más alto, haciéndolo
enteramente semejante a él.
En los relatos evangélicos se percibe una manifestación de
esta actitud eterna del Padre. Cuando el bautismo de Jesús, se
hace oír la voz del Padre proclamando a su Hijo querido, en
quien ha puesto todas sus complacencias (Me 1,11 par.). En el
momento de la transfiguración sale de la nube la misma voz:
«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Me 9,7 par). El Padre
7. Engendrar al Hijo por amor no significa engendrarlo por el Espíritu,
como han propuesto algunos. Cf. J. G a l o t , L'Esprit Saint et la spiration:
Gregorianum 74 (1993) 256-257. «El Espíritu Santo no es el amor por el que
el Padre engendra al Hijo; es el amor que procede del Padre y del Hijo».
quiere que la humanidad reconozca a su Hijo y le muestre la
misma docilidad que él exige para sí mismo. Al llamarlo su Hijo
predilecto y al declarar que se siente realizado en él, muestra el
amor que le tiene.
El amor que presidió a la generación eterna del Hijo sigue
siendo un misterio para nosotros. Ciertamente, en esta genera­
ción por amor vislumbramos el modelo de la condición habi­
tual de la generación humana, que es también una generación
por amor. Según el designio divino, esta generación se produce
por un acto de amor del hombre y de la mujer. La voluntad del
Creador consiste en establecer el amor en el origen de nuevas
vidas humanas.
Sin embargo, en la analogía se observa una diferencia, dado
que el Padre es el único que engendra al Hijo. Mientras que en
la generación humana los dos responsables están unidos por un
amor mutuo, la generación eterna proviene de la persona única
del Padre. ¿Cómo comprender entonces el amor que anima la
generación? No puede tratarse más que de un amor que, al
engendrar, se dirija al Hijo. El amor suscita la persona del Hijo,
con la que se vincula de la forma más absoluta.
El amor del Padre que se despliega en la generación provoca
como respuesta el amor del Hijo: el Hijo se vincula al Padre tan
completamente como el Padre se vincula a él. Este amor que
une al Padre y al Hijo forma la tercera persona divina, el
Espíritu Santo. El Espíritu Santo surge como persona de comu­
nión, una persona en la que se consuma el amor más perfecto.
También el Espíritu Santo posee toda la perfección divina
del Padre. La recibe del Padre y del Hijo, siendo el mismo Hijo
el don del Padre. Por eso puede decirse que en él se consuma el
amor: toda la fuerza del amor divino, el del Padre y el del Hijo,
desemboca en él. La persona del Espíritu resulta del don que el
Padre hace de sí mismo a través de su Hijo. Contiene en sí
misma, en su extensión más amplia, la generosidad del Padre.

La generación, comunicación de vida por amor


La generación eterna del Hijo por el Padre ha sido objeto
de diversos intentos de interpretación. Entre éstos está la doc-
trina propuesta por san Agustín, que explica la generación del
Hijo por un acto de inteligencia y el origen del Espíritu Santo
por el camino del amor8. Esta doctrina fue recogida de una
forma más elaborada por santo Tomás de Aquino, que declara
que el Verbo procede de Dios por la vía de inteligencia, en ana­
logía con la generación del pensamiento en el alma, mientras
que el Espíritu procede por la vía del amor, en analogía con la
voluntad humana9.
Sin embargo, no se ve por qué habría que definirse el origen
del Hijo y del Espíritu respectivamente por la inteligencia y por
la voluntad. A estas facultades que existen en el hombre corres­
ponden la inteligencia y la voluntad divinas, pero son un bien
común de las tres personas y no es posible referirse preferente­
mente a la una o a la otra.
Más particularmente, resulta difícil admitir una generación
del Hijo que sea únicamente un acto intelectual. Esta genera­
ción tiene que ser más fundamentalmente un acto de amor. Ya
hemos recordado que según el plan divino la generación huma­
na es obra de amor; el amor de los padres está en el origen de la
concepción del hijo. Sería extraño que la generación eterna del
Hijo, fuente y modelo de todas las otras generaciones, no haya
sido dirigida por el amor.
Reducir la paternidad del Padre a un acto de pensamiento
sería restringirla notablemente. Cuando el Padre engendra, lo
hace por un amor que quiere comunicar al Hijo no solamente
una representación intelectual de su ser, sino toda la plenitud de
vida que posee. Engendrar es comunicar la vida. El Padre es el
que da la vida; el Hijo lo ha recibido todo del Padre, de mane­
ra que el acto de generación ha comprometido todo lo que per­
tenecía al ser divino. La generación fue un primer acto de
amor, en el que el generante comunicó al engendrado toda su
riqueza divina.

8. A u g u s t in u s , De Trinitate IX,7,12: PL 42,967; CC 50,304.


9. T hom as A q u in a s, S. Th. 1,9,27, a.l, a.2.
El Padre, potencia de vida
El Padre no es solamente Padre en virtud de un acto de pen­
samiento. Es Padre como fuente primordial de vida. Engendra
por su potencia de vida. Y lo hace comunicando al Hijo toda
esta potencia de vida.
Hay una afirmación de Jesús que atrae nuestra atención
sobre esta verdad. En el discurso en que anuncia el don de su
carne y de su sangre como alimento y bebida de vida eterna,
declara: «El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo
por él. Así también, el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,57).
Jesús vive por el Padre, es decir, recibe del Padre en todo ins­
tante la vida de que está animado. Por tanto, ese Padre es el
“viviente”, el que vive por excelencia. Jesús piensa también en él
cuando, para justificar la creencia en la resurrección de los
muertos, afirma que el Dios en quien cree el pueblo judío es el
Dios de los vivos, no el de los muertos (Mt 22,32). El Padre es
el que posee la Vida y el que la da.
Jesús reconoce que toda su vida viene del Padre y de este
modo nos invita a reconocer en el Padre al autor supremo de
nuestra vida. Desde toda la eternidad el Hijo vive por el Padre,
y en su vida terrena el Hijo encarnado tiene conciencia de vivir
por el Padre en cada instante de su existencia. Toda la vida de
Cristo, que se revela en el evangelio, es recibida del Padre.
Jesús nos muestra así al Padre a quien debemos toda nuestra
vida. Nos toca a nosotros, en cada una de nuestras jornadas,
mirar al Padre como la fuente de todo lo que somos y de todo
lo que hacemos.
Conviene añadir que, al declarar que vive por el Padre, Jesús
da a entender que vive también para elPadré". La expresión uti­
lizada en el texto evangélico es “vivir por causa del Padre”, que
significa ante todo vivir por el Padre, pero que encierra igual­

10. Aunque reconoce que es difícil optar por una de las dos traducciones,
Lagrange prefiere: «yo vivo para el Padre» (o. c., 185-187). Pero en general las
traducciones recientes dicen: «yo vivo por el Padre».
mente el sentido de vivir para el Padre. Teniendo conciencia de
que lo recibe todo del Padre, Jesús vive para él. Le rinde el
homenaje completo de su persona, de todo lo que ha recibido
de él.
Estos dos aspectos, vivir por el Padre y vivir para él, están
sólidamente unidos, ya que en la generación eterna la vida del
Padre se comunica al Hijo como vida filial, es decir, como vida
esencialmente vuelta hacia el Padre. Al recibirlo todo, la perso­
na del Hijo devuelve al Padre todo cuanto posee. Es ésta la ver­
dad que se señala en el prólogo del evangelio de Juan: «Al prin­
cipio ya existía la Palabra. La Palabra estaba vuelta hacia Dios»11.
Desde la eternidad el Hijo estaba vuelto hacia el Padre.
En su vida terrena de Hijo encarnado, Jesús no deja de afir­
mar que todo lo que vive y todo lo que hace viene del Padre. Es
el Padre el que obra en él, a través del cumplimiento de su
misión. Pero esta vida, al proceder del Padre, se convierte en él
en vida filial, en vida enteramente vuelta hacia el Padre y desti­
nada a honrarle. Jesús vive para el Padre, en el don total de su
persona al Padre y a su obra. De esta forma se pone de mani­
fiesto el vínculo que existe entre la marcha del Hijo, que sale del
Padre para venir a este mundo, y el sentido de su existencia
terrena, que es un retorno al Padre.
Entonces, al hacernos vivir como él de la vida del Padre,
Cristo nos impulsa a vivir para el Padre. Cuando tomamos con­
ciencia de que lo recibimos todo del Padre, nos vemos llevados
a devolverle lo que él nos ha dado. La vida que el Padre nos
comunica alcanza su plenitud de desarrollo cuando vuelve a él
en homenaje filial.

11. La traducción que suele adoptarse «junto a Dios» no corresponde al


texto, en donde la preposición pros significa “hacia”. I.,a expresión literal es
«hacia el Dios», en donde Dios con artículo significa al Padre.
El Padre, potencia de amor
El Padre es potencia de vida que desborda, que se comuni­
ca en primer lugar al Hijo por la generación eterna. Sin embar­
go, no puede definirse este desbordamiento de vida como una
simple necesidad de afirmarse a sí mismo, imponiendo su
influencia. El Padre no engendra más que por amor, el amor
más puro y más perfecto. Desea darse a su Hijo de la forma
más completa.
Con frecuencia se ha querido interpretar el amor primordial
que se encuentra en Dios como amor a sí mismo. Los textos
bíblicos en los que Dios quiere hacerse respetar, honrar y amar,
han sido comprendidos a veces en este sentido: Dios sería el
único ser con derecho a buscarse a sí mismo, a procurar su pro­
pio bien, su propia gloria, exigiendo el homenaje de sus criatu­
ras. No haría entonces más que exigir lo que se le debe; se ama­
ría a sí mismo en conformidad con la verdad de su ser.
Sin embargo, esta interpretación llevaría a presentar a Dios
como el único en comportarse legítimamente como egoísta y
orgulloso. Mientras que los cristianos han recibido el precepto
de amarse unos a otros, él tendría como regla la de amarse a sí
mismo y hacerse amar para su propia satisfacción. ¿Cómo
podría proponerse entonces como un modelo a seguir, según la
recomendación de Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto» (Mt 5,48)?
En realidad, sólo en un sentido muy impropio puede hablar­
se de amor a propósito de un amor a sí mismo. El verdadero
amor no puede consistir en amarse a sí mismo; el amor autén­
tico es el que se dirige al otro. Se opone precisamente a la bús­
queda de sí mismo y al afecto a sí mismo. Cuando Juan decla­
ra que «Dios es amor», no se trata ni mucho menos de un amor
por el que Dios se encerraría dentro de sí. Se trata de un amor
que se abre a los otros con generosidad.
Cuando en los textos bíblicos vemos a Dios exigiendo los
homenajes del culto y de la obediencia, no se trata ni mucho
menos de una intención de procurarse a sí mismo el placer de
verse honrado y servido, sino de asegurar el cumplimiento del
destino Humano. Por amor a los hombres es por lo que Dios les
exige que le amen con todo su corazón y con todas sus fuer­
zas: únicamente en el camino de este amor podrán encontrar
su verdadera realización y su felicidad. Los preceptos y las
exhortaciones no pueden tener como objetivo más que el bien
de la persona humana. Dios no puede adquirir de las criaturas
ninguna perfección. Pero es a las criaturas a las que correspon­
de progresar en la perfección conformándose con la voluntad
divina.
Por consiguiente, el Padre no puede ser considerado como
uno que se ama a sí mismo. Sería una injusticia presentarlo
como una persona divina que tuviera derecho, en virtud de su
dignidad, al egoísmo y al orgullo. Es potencia de amor, es decir,
del auténtico amor que busca el bien de los demás y desea pro­
curárselo.
Por la generación eterna del Hijo, renuncia a ser el único
que posee la perfección divina. De alguna forma se olvida de sí
mismo para contemplar y amar a su Hijo. Con alegría hace sur­
gir a una persona, a la que da todo cuanto tiene.
La potencia del amor con que engendra al Hijo se despliega
a continuación en la comunicación de vida a la humanidad, en
la generación de innumerables hijos y en la profusión de los
beneficios que les concede.
Ser Padre significa para él ser amor ansioso de difundir su
vida.
1. El Antiguo Testamento había revelado al Dios tínico,
atribuyéndole un rostro de Padre. Pero todavía no había revehi-
do a la Trinidad, cuya primera persona es la del Padre. Lo que
hay de nuevo en la revelación del evangelio es la revelación del
Padre como persona divina. Jesús se hace reconocer como Hijo,
enviado del Padre, y nos informa entonces de que en Dios hay
varias personas. El Padre y el Hijo son personas distintas.
No se trata ya de atribuir a Dios, en toda su realidad divi­
na, ¡a cualidad de Padre, sino de admitir que hay en Dios una
persona que es padre y que se define por esta paternidad,
2. Dios es íntegramente padre. Esta paternidad es pura­
mente espiritual. Es ante todo una paternidad eterna respecto al
Hijo.
Dios es padre de Jesús antes de ser padre de la humanidad.
Su designio ha sido hacer que los seres humanos participasen de
la filiación humana de Jesús. Se dio a sí mismo hijos en su Hijo
único. Su paternidad de Padre significa paternidad y m aterni­
dad; supera a la vez la masculinidad y la feminidad,
3. El Padre engendró a l Hijo por un acto eterno de gene­
ración, que es el origen y modelo de toda generación. Esta gene­
ración es comunicación de vida por amor. En virtud de su amor,
el Padre le dio al Hijo todo cuanto tenía.
La generación produce una semejanza total del Hijo con el
Padre. Esta semejanza es la que perm ite a Jesús declarar: «El que
me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9).
EL DESIGNIO PRIM O RD IAL
DEL PADRE

Cristo reveló al Padre. Nos hizo descubrir su persona, pero


también su obra por la trasformación del mundo. Si queremos
comprender esta obra, tenemos que considerar primero el plan
establecido por el Padre en relación con el destino de la huma­
nidad.

1. E l h im n o en a l a b a n z a del Pa d r e

El proyecto del Padre no es objeto de una fría descripción;


ha suscitado una admiración que en la oración y en la liturgia
se traduce por la alabanza.

El designio que dirige toda la obra de la salvación


En la carta a los Efesios, que parece ser más bien una carta
destinada a circular por varias comunidades cristianas, san
Pablo comienza con un vibrante acto de homenaje dirigido al
Padre. Reproduce a su manera un himno litúrgico en donde se
pone de manifiesto el designio del Padre que dirige toda la obra
de la salvación1. Este himno, lleno de una gran inspiración poé­
tica, nos ofrece un marco general de pensamiento en el que
adquiere su sentido el conjunto de la historia y del mundo a

1. Entre los comentarios cf. J. CAMBIER, La bétiédiction d'Éphésiens 1,2-


14: Zeitschrift fiLir die Neutestamentliche Wissenschaft 54 (1963) 58-104; L.
RAMAROSON, La grand bénédiction d'Éphesiens 1 3 - 1 4 : Science et Esprit 33
(1981) 93-103; M. B o u t t i e r , L'Épitre de saint Paul aux Éphésiens, Labor et
Fides, Genéve 1991, 56-77.
partir de la voluntad soberana del Padre. El pasado, el presente
y el futuro se iluminan por la intención misteriosa del Padre,
que desde su eternidad determinó de antemano el desarrollo de
la humanidad y del universo y estableció a Cristo en el centro
de este desarrollo.
Atenderemos más especialmente a los versículos 3-10 de este
himno: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de
Cristo con toda clase de dones espirituales. Él nos eligió en
Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su
pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia.
Llevado de su amor, él nos destinó de antemano, conforme al
beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos
por medio de Jesucristo, para que la gracia que derramó sobre
nosotros, por medio de su Hijo querido, se convierta en himno
de alabanza a su gloria. Con su muerte, el Hijo nos ha obteni­
do la redención y el perdón de los pecados, en virtud de la
riqueza de gracia que Dios derramó abundantemente sobre
nosotros en un alarde de sabiduría e inteligencia. Él nos ha dado
a conocer sus planes más secretos, los que había decidido reali­
zar en Cristo, llevando la historia a su plenitud al constituir a
Cristo en cabeza de todas las cosas, las del cielo y las de la tie­
rra»,

El Padre, origen de todo


La plegaria judía se complacía en bendecir a Dios. Cuando
todavía llevaba el nombre de Saulo y vivía como judío celoso y
ardiente, Pablo había repetido muchas veces la fórmula
«Bendito sea Dios» para reconocer la soberanía divina y los
beneficios que emanaban de ella. Iluminado por la revelación
de Cristo, siguió bendiciendo a Dios, pero en ese Dios al que
quería alabar veía ahora al Padre, a quien Jesús había enseñado
a sus discípulos a llamar Padre o “Abba”.
Desde entonces la fe en Dios se había transformado. Se
había convertido en una adhesión al Padre al mismo tiempo
que en una adhesión al Hijo. Esta doble adhesión es la que
manifiesta Pablo cuando dice: «¡Bendito sea Dios, Padre de
nuestro Señor Jesucristo!» Dios es reconocido como el Padre de
Jesús, y este Jesús es Señor, es decir, es él mismo Dios, en cuan­
to Hijo del Padre. Hacia el Padre sube como un himno de ala­
banza la plegaria cristiana. No es solamente Dios el que es con­
siderado como Aquel a quien desea honrar el culto: la adoración
de la omnipotencia del Altísimo se ha convertido en adoración
al Padre. La verdad del culto exige que el Padre sea reconocido
como tal, según la revelación evangélica, es decir, como Padre
de Jesucristo.
El Padre está en el origen de todo. Toda la amplitud de nues­
tro destino se explica por medio de él. A partir de él podemos
abarcar con nuestra mirada todas las cosas y todos los aconteci­
mientos. Es necesario que nos remontemos hasta él, si quere­
mos captar el sentido de la evolución del universo. Se requiere
igualmente que nos volvamos hacia él siempre que intentemos
comprender nuestra situación personal, así como los hechos
más humildes de nuestra vida cotidiana. Todo, nosotros mis­
mos y cuanto nos rodea, viene de él y va hacia él.
En la tradición judía había sido ya reconocido como Dios
que está en el origen de todo, como Creador soberano cuyo
poder se desplegaba en nuestro mundo. Ahora exige ser bende­
cido como Padre de Jesucristo por todos los beneficios que ha
derramado sobre la humanidad. Es su paternidad la que dirige
el mundo e imprime su sello en él.
En efecto, el designio que concibió al querer ser el Padre de
Jesucristo inspiró y transformó la historia de la humanidad, con
la finalidad de hacer de ella una historia esencialmente filial. El
Padre lo ha organizado todo para realizar su intención de comu­
nicarnos la filiación adoptiva en Jesucristo; ha deseado elevar­
nos a la dignidad de hijos, por participación en la filiación
única de su Hijo encarnado. Ha hecho surgir el universo y ha
guiado el impulso de la vida de la humanidad, de manera que
sea el Padre de todos. Es su propia paternidad lo que él ha deci­
dido ofrecer a todos los hombres, adquiriendo de este modo el
máximo de extensión.
Toda la realidad de nuestra existencia encuentra por tanto su
significado y su valor en esta paternidad. Al repetir: «¡Bendito
sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo!», alabamos más
especialmente al Padre por habernos abierto su corazón de Padre
haciendo recaer en nosotros el amor que lo anima para con su
Hijo Jesús. Es ése el don supremo que nos ha concedido.
Se comprende la exclamación de Pablo y el estilo recargado
y sobreabundante de su himno: no tenía suficientes palabras
para expresar su entusiasmo por el designio del Padre. Es un
designio sorprendente, desconcertante por su generosidad.
Todo se ilumina en la verdad según la cual el Padre quiso ser
Padre de Jesucristo para ser el Padre de todos nosotros.

2 . D e sd e el o r ig e n h a s t a el fin

La opción del Padre: la elección divina


En el origen de nuestra filiación adoptiva en Jesucristo hay
una elección misteriosa del Padre: el Padre «nos ha elegido en
él», es decir, en Jesucristo.
Es en las elecciones donde los hombres ejercen su libertad de
opción, favoreciendo con sus votos los programas y los partidos
políticos. Hubo una elección primordial en la que el Padre ejer­
ció su libertad plena de opción: nos ha elegido a nosotros. Nos
ha escogido predestinándonos a ser sus hijos adoptivos. Esta
elección significa un amor personal, un amor que recae indivi­
dualmente sobre nuestras personas.
Podría haberse creído que la predestinación a la filiación
adoptiva concernía globalmente a la humanidad, a la inmensa
comunidad humana tomada como un todo, sin que se tomase
en consideración a cada persona en particular. Pero la afirma­
ción de que «el Padre nos ha elegido» nos hace comprender que,
además de dirigirse hacia el conjunto de los seres humanos, el
amor del Padre se ha volcado sobre cada uno de ellos. El Padre
se ha fijado de antemano en cada uno en su personalidad pro­
pia. No se ha olvidado de nadie y cada uno constituye el obje­
to de un amor que recae sobre él dentro del pleno conocimien­
to dé su individualidad. Cada uno es “escogido”, amado por sí
mismo.
No se trata de una elección de discriminación o de exclu­
sión, de una elección que se detendría en algunos para descar­
tar a los otros. Todos son elegidos. El Padre los ama en virtud
de su propia voluntad, ya que la elección indica una soberana
decisión divina que no está motivada por las cualidades natura­
les de la persona. Esta elección divina es la que confiere un valor
superior a cada individuo.
Al decir que el Padre nos ha elegido en Cristo, Pablo nos
recuerda que el amor paternal que escoge a cada persona es ante
todo un amor a Cristo. Al amar a Cristo, el Padre ama y esco­
ge a cada persona con el mismo amor. Vuelca sobre cada una de
ellas el amor que tiene por su Hijo.
Esta elección es totalmente gratuita. No está motivada por
las cualidades del individuo; no es una elección hecha en virtud
de los méritos de cada uno ni según la proporción de esos méri­
tos. El amor que inspira la elección no ignora por tanto las fal­
tas, pero tampoco se siente desanimado ni paralizado por las
imperfecciones de cada uno.
San Pablo subraya más vivamente esta gratuidad escribiendo
que el Padre nos ha elegido «antes de la creación del mundo».
Incluso antes de que existiera el mundo, la mirada del Padre se
fijó en el porvenir de la humanidad y nos envolvió con su amor.
Para traducir las disposiciones del Padre en términos de senti­
mientos humanos, podría decirse que el Padre se sentía impa­
ciente por tener hijos y atestiguarles su amor, hasta el punto de
que mucho antes de la existencia misma de los hombres amó a
cada uno de ellos, los “escogió” con su cariño paternal.
Así se ilumina igualmente el sentido de la creación. Cuando
el Padre creó el mundo, su poder creador estaba animado de un
amor paternal que deseaba buscarse hijos en su Hijo único,
Jesucristo. Aquel que creó el átomo primitivo o el primer ele­
mento material, que en su expansión formó el espacio del uni­
verso, deseaba esencialmente conceder a sus hijos un lugar en
ese espacio. Cuando encendió la chispa de la vida que habría de
multiplicar sobre la tierra, en el curso de la evolución, las diver­
sas especies vegetales y animales, el Padre tenía como objetivo
preparar la vida corporal de aquellos a los que amaba de ante­
mano como hijos suyos. En virtud de ese mismo amor formó a
los hombres y a las mujeres, creando para cada uno un alma
unida al cuerpo que procedía de la evolución. La obra creadora
fue la de un Padre que quiso extender su paternidad sobre innu­
merables seres y dedicar a cada uno de ellos un amor personal.

La predestinación
En virtud de su elección soberana, el Padre «nos destinó de
antemano a ser adoptados como hijos suyos por medio de
Jesucristo». En esta predestinación se expresa el don más com­
pleto que puede concedernos el Padre, ya que nos hace com­
partir la filiación de su Hijo. Nos eleva de este modo a una dig­
nidad que nuestra naturaleza humana no habría podido preten­
der y nos abre enteramente a su amor paternal.
Esta predestinación es un beneficio supremo para la huma­
nidad. Sin embargo, el término “predestinación” se ha emplea­
do a veces en un sentido menos favorable en la historia doctri­
nal de la Iglesia: la predestinación a la felicidad celestial habría
afectado tan sólo a una parte de la humanidad, e incluso a una
pequeña parte, a un pequeño número de elegidos; o también,
habría una predestinación al infierno, mientras que para otros
habría una predestinación al cielo. Estas concepciones pesimis­
tas de la predestinación suscitaban naturalmente ciertas reac­
ciones de desesperación. Pero no son conformes con la verdad.
La verdadera predestinación es la que decidió el Padre como
predestinación de todos los hombres a la filiación adoptiva en
Jesucristo, filiación que les abre las puertas de la felicidad celes­
tial. Esta predestinación no excluye a nadie y no existe para nin­
gún ser humano una predestinación a la condenación eterna. Es
verdad que la persona humana, en el ejercicio de su libertad,
puede rechazar el favor divino con obstinación; en ese caso
pone obstáculos al cumplimiento de la predestinación querido
por el Padre. Pero la predestinación no cambia jamás de senti­
do: sigue siendo una predestinación a la filiación adoptiva,
orientada a la felicidad celestial.
Según la expresión utilizada en el himno, se trata de una pre­
destinación que se hace «conforme al beneplácito de la volun­
tad» del Padre. Se trata de una benevolencia fundamental del
Padre. El término utilizado para significarla evoca a la vez la
soberanía y el favor. En el himno el acento se pone en la omni­
potencia, ya que el Padre es «el que todo lo hace conforme al
deseo de su voluntad» (1,11). Pero esta soberanía absoluta se
ejerce únicamente en un sentido favorable2. El plan prestableci-
do que no deja de cumplirse había suscitado ya antes la espe­
ranza judía, colmada por la venida de Cristo, y es en adelante el
fundamento de la esperanza cristiana, cuyo cumplimiento
garantiza el Espíritu Santo.
Ciertas concepciones erróneas de la predestinación han
podido engendrar la desesperación en los que tenían miedo de
verse excluidos de la felicidad celestial. La auténtica predestina­
ción que ofrece a los hombres la filiación en Cristo con vistas a
la entrada en la felicidad celestial, fomenta la esperanza. Ofrece
un sólido apoyo al optimismo que debe caracterizar a la menta­
lidad cristiana. En efecto, la soberanía benévola del Padre domi­
na todos los acontecimientos; permite mirarlos con ojos con­
fiados, aunque a primera vista parezcan lamentables, ya que
todo cuanto sucede está bajo la dirección del designio paternal
que hace que el conjunto del universo contribuya al desarrollo
de nuestra filiación adoptiva en Jesucristo.
La predestinación implica una benevolencia del Padre que
proviene de la eternidad y que ha precedido a toda la creación.
La revelación ofrece a los cristianos la certeza de esta benevo­
lencia que, una vez concedida y otorgada, no puede desaparecer
jamás. Como esta benevolencia va ligada al amor que une al
Padre con Cristo y encierra un máximo de generosidad en el
don paternal, justifica en todos los que son objeto de ella una

2. J. CAMB1ER, art. cit. 85, señala la doble insistencia en la preexistencia


de la voluntad de Dios y en su benevolencia (eudokia)
acritud fundamental de esperanza y una mirada de confianza
inquebrantable en el porvenir.

La riqueza de la gracia
El himno en alabanza al Padre pone el acento en la abun­
dancia de gracia que se nos ha concedido. Desde el principio, se
bendice al Padre porque él mismo, «desde lo alto del cielo, nos
ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espi­
rituales». Esta bendición espiritual estaba destinada para noso­
tros en el cielo, mucho antes de nuestra existencia terrena, de tal
manera que abraza actualmente esta existencia, dominando y
acompañando a todos los instantes de nuestra vida.
Nosotros recibimos “la riqueza de la gracia” del Padre. El
Padre es el ser rico por excelencia. Y nos comunica su riqueza.
La gracia designa el favor que nos concede gratuitamente. Él
hace que nuestro ser desborde de sus beneficios. Podría afir­
marse que en su inmensa riqueza no permite que seamos pobres
ante él. En él no existe nada de egoísmo ni de empeño en con­
servar lo que posee: todo está destinado a ser compartido.
Esto se explica más concretamente porque él es Padre y
desea enriquecer a sus hijos con todo lo que le pertenece. No les
promete riquezas materiales, sino que ofrece a todos la riqueza
espiritual de la que es dueño supremo. Al concederles la cuali­
dad de hijos, asegura en ellos un desarrollo superior de su per­
sonalidad, mediante una participación en su vida divina.
Se trata de una riqueza oculta, que no se manifiesta más que
por medio de ciertos signos. Reside en el fondo del alma y tan
sólo aparece a la conciencia mediante la vida de fe. Esto es lo
que explica que los cristianos no se den cuenta muchas veces de
la riqueza que poseen ni de la elevación de su vida. Se les invi­
ta a creer en esta riqueza que les viene del Padre y que consiste
esencialmente en una filiación en donde el Padre se da a todos
ellos.
No se puede olvidar que, aunque viene del Padre, esta rique­
za de la gracia se nos concede a través de Cristo. El himno decla­
ra que el Padre nos ha colmado de su gracia «por medio de su
Hijo querido». 'Jodo el amor del Padre se concentra primero en
su Hijo único, el Hijo querido que lo recibe todo del Padre. Por
el Hijo es como se ponen a nuestra disposición todos los teso­
ros de la vida divina.
Entonces, la gracia se nos concede bajo la forma de vida
filial. El don del Padre consiste en hacernos compartir la vida
del Hijo. A ejemplo de la espiritualidad de Jesús, enteramente
filial, nuestra espiritualidad se desarrolla en la relación filial con
el Padre.
El papel del Hijo en la comunicación de la vida divina se
pone de relieve mediante la afirmación: «Con su muerte el Hijo
nos ha obtenido la redención y el perdón de los pecados». Se
evoca así el drama redentor. Cristo no ha sido solamente el que
nos ha transmitido lo que había recibido del Padre. Ha tenido
un papel activo, llevando a cabo nuestra redención y procu­
rándonos el perdón de nuestras culpas. No podemos perder
jamás de vista el don heroico que hizo de sí mismo para reali­
zar nuestra liberación y hacernos aptos para recibir las riquezas
de la gracia.
Ha sido él el que ha cambiado el rostro de nuestro destino.
Y lo hizo de una manera definitiva. Decir que él «nos ha obte­
nido la redención» es afirmar que poseemos en él nuestra salva­
ción, nuestra reconciliación con el Padre y, en consecuencia, la
posibilidad de una vida filial en la intimidad del Padre. Ya no
podrá nadie arrancarnos esta posesión. Conviene añadir que el
sacrificio redentor ofrecido por Cristo pertenece al designio
soberano del Padre, que entregó a su propio Hijo por la salva­
ción de la humanidad.

Restauración universal en Cristo


Anterior a la creación del mundo, el designio supremo del
Padre sólo se ha revelado con Cristo. Se dio a conocer en el
momento en que empezó a realizarse, en el momento fijado por
el Padre en su soberanía cuando juzgó que había llegado «la ple­
nitud de la historia».
Así es como podemos comprender el privilegio de los que
viven después de Cristo. Incluso en la religión judía, en donde
se había dirigido al pueblo elegido el anuncio de la salvación, no
se había desvelado todavía el designio del Padre. En las nume­
rosas generaciones humanas que precedieron a Cristo, no era
posible conocer el designio del Padre ni la generosidad inmen­
sa de su amor.
Primero era necesario que viniera Cristo, es decir que el Hijo
pudiera encarnarse y cumplir su misión redentora, para que se
manifestase la intención más secreta del Padre. Fue necesaria
una larga preparación al misterio de la Encarnación antes de
que se realizase finalmente el gran proyecto de Dios.
El himno define este proyecto: «constituir a Cristo en cabe­
za de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra». El Padre
quiso poner a Cristo en el centro de toda la obra de transfor­
mación de la humanidad y del universo.
Esta acción suele definirse con el verbo “recapitular”, es
decir: reunir, restaurar, situar de nuevo las cosas bajo la direc­
ción de Cristo. Todos los seres están destinados a reunirse en
Cristo, tanto en la tierra como en el cielo, ya que en virtud del
misterio de la Encarnación, Cristo une en sí mismo el cielo y la
tierra. Todo tiene que ser restaurado en Cristo, ya que en virtud
de la obra redentora la humanidad ha podido verse libre de su
sumisión al pecado y recobrar su dignidad. Todo tiene que
situarse de nuevo bajo la autoridad de Cristo, ya que es el Señor
de toda la creación y es él el que comunica a la humanidad la
vida divina. Su influencia en el mundo tiene que ejercerse de la
forma más completa.
La “recapitulación” de todos y de todo en Cristo muestra la
intención fundamental del Padre de amarnos y de elevarnos en
su Hijo. Si su designio consiste en ponerlo todo bajo el poder
de Cristo, no se trata ni mucho menos de que el Padre renun­
cie en lo más mínimo a su poder. Es él el que por su voluntad
soberana prosigue el cumplimiento de su designio. El amor en
que estamos sumergidos para recibir su santidad sigue siendo su
amor paternal, gratuito, que se nos comunica.
Y se nos comunica a todos en Cristo y por el Espíritu Santo.
El himno no deja de indicar la función del Espíritu Santo en el
cumplimiento del designio del Padre. Este Espíritu había sido
prometido por el Padre; y su presencia en los cristianos es para
ellos una garantía de que se beneficiarán de la obra redentora.
Por el don del Espíritu Santo, que en el bautismo marca con su
sello a los cristianos, el Padre ofrece la prenda de la realización
de su designio supremo.
Las últimas palabras del himno «para alabanza de su gloria»,
que son una repetición de una fórmula empleada dos veces
anteriormente, atraen nuestra atención sobre el hecho de que el
gran designio y su cumplimiento manifiestan la grandeza del
Padre. Pero esta grandeza -es preciso subrayarlo- no tiene nada
que ver con el orgullo y la avaricia; es la grandeza de un amor
paternal que ha querido desplegarse hasta el fondo y de una
soberanía esencialmente benévola que desea favorecer hasta el
más alto grado la realización de la filiación adoptiva mediante
la participación en la vida filial del Hijo querido.
1. Al comienzo de la carta a los Efesios, san Pablo rinde
homenaje al Padre. En un himno de alabanza, pone de mani­
fiesto el designio del Padre que ha dirigido toda la obra de la
salvación y que nos revela el sentido de la historia de la huma­
nidad.
El Padre debe ser bendecido, alabado, por todas las bendi­
ciones con que nos ha colmado; él está en el origen del destino
bienaventurado que se nos ofrece.
2. El amor paternal se expresó en nuestra predestinación a
la filiación divina en Jesucristo. El Padre, en virtud de una elec­
ción anterior a la creación del mundo, nos predestinó a ser sus
hijos adoptivos en su Hijo único, para hacernos participar de la
filiación de su Hijo querido Jesucristo.
Así pues, el universo ha sido creado según esta intención del
Padre de ser Padre de todos nosotros. Esta intención significa que
el Padre nos amó con un amor particular, haciendo recaer en
nosotros el amor que tiene a su Hijo único.
3. La predestinación no debe interpretarse como la elección
de unos cuantos individuos con exclusión de otros. Todos hemos
sido escogidos por el Padre: escogidos, esto es, amados con un
amor soberanamente benévolo, enteramente gratuito, que nos
afecta personalmente.
4. Este amor chocó con el obstáculo del pecado. El Padre
superó este obstáculo enviando a su Hijo para procurarnos la
redención, el perdón de nuestros pecados. Su designio tenía la
finalidad de «recapitular» todas las cosas en Cristo.
5. El himno subraya la abundancia de gracia de la que
gozamos en virtud del designio del Padre. Elevando a los hom­
bres a la dignidad de hijos, hace que disfruten por Cristo de
todos los dones de la vida divina.
EL PADRE EN LA O BRA REDENTORA

El designio supremo del Padre supone un compromiso en la


obra redentora. Su intención de elevar a los hombres a la digni­
dad de hijos dedicándoles el amor paternal más completo choca
con un obstáculo, el pecado. La redención realizada por Cristo
fue la que superó este obstáculo; esta redención tiene su origen
en la voluntad del Padre, de tal manera que el Padre sigue sien­
do la fuente de toda la transformación y restauración de la
humanidad.
En el himno de la carta a los Efesios se menciona la reden­
ción para explicar la gracia que nos ha concedido el Padre en su
Hijo querido: es en el Hijo en quien «hemos obtenido la reden­
ción y el perdón de los pecados» (1,7). No es posible ignorar las
trasgresiones; marcan profundamente la vida de los hombres y
siembran la discordia en sus relaciones con Dios. La acción
devastadora del pecado en el mundo es una evidencia palpable.
Pero no ha desanimado el amor que nos tiene el Padre ni ha
podido abolir o sumergir su designio.
El Padre reacciona contra el pecado haciendo de su Hijo
querido el Redentor. Cuando envía a su Hijo al mundo por la
Encarnación, no quiere revelar simplemente la perfección de ese
Hijo único, imagen de la suya, para que se convierta en un
modelo de existencia humana. Lo envía para reparar los daños
causados por el pecado y para restablecer en un nivel superior el
destino humano. Por medio de esta redención es como el Padre
comunica a la humanidad toda la riqueza de su gracia; a través
de ella es como manifiesta toda la generosidad de su amor
paterno.
1. I m p l ic a c ió n en el d r a m a d e l p e c a d o

El maly el don de la libertad


Con frecuencia se ha acusado a Dios del mal que se mani­
fiesta en el mundo. No es posible cerrar los ojos sobre los estra­
gos que causa el pecado en el destino de los hombres. Esta cons­
tatación no es nueva. El Antiguo Testamento había reprochado
con frecuencia a los judíos sus infidelidades. En su carta a los
Romanos, san Pablo traza un cuadro impresionante del pecado
por el que los hombres se niegan a reconocer a Dios. Subraya
las consecuencias de la infidelidad a Dios en la conducta moral;
los que abandonan a Dios se entregan a los desórdenes de las
pasiones y se cubren ellos mismos de vergüenza por los vicios
más abyectos; más en concreto, se ven entregados a esa esclavi­
tud por Dios mismo, que les hace experimentar las consecuen­
cias terribles de su pecado1. El mundo en que vivimos nos ofre­
ce continuamente un espectáculo no menos pavoroso. El desa­
rrollo de la información y de los medios de comunicación nos
permite conocer los dramas que se producen en numerosos
lugares del mundo. Ante nuestros ojos se desvelan numerosas
tragedias individuales, que en el pasado solían estar más ocultas.
Las violencias que se multiplican con ocasión de los conflictos
entre naciones y entre razas y las matanzas a que dan lugar las
guerras, nos hacen comprender la gravedad de los sentimientos
de odio y de venganza.
Ante estos estragos que no pueden disimularse se plantea
necesariamente la cuestión: ¿cómo es que deja Dios que se
hunda de este modo la humanidad en el mal? Si el mundo es
creación suya, ¿por qué no interviene más para hacerlo más
habitable? Si él es santo, ¿por qué permite a los hombres degra­

1. Rom 1,18-32. Este cuadro de los pecados del mundo tiene que com­
pletarse con la descripción de los estragos del pecado en el comportamiento
individual del pecador y la alienación de su voluntad: Rom 7,14-24.
darse en su conducta y causar a los demás daños incalculables?
¿Por qué 110 detiene la avalancha de tantos horrores?
La cuestión se hace más acuciante todavía cuando en Dios
se reconoce más especialmente al Padre. ¿Cómo puede un amor
paternal asumir la responsabilidad de dejar que se cumplan tan­
tos actos perjudiciales contra sus hijos?
¿Qué contestar a estos interrogantes?2 Es verdad que Dios
habría podido impedir el mal en el mundo, privando de liber­
tad personal a los seres que ha creado. Unos seres carentes de
libertad no habrían podido oponerse a él cometiendo el peca­
do. Pero esos seres tampoco habrían podido poseer la dignidad
que se nos ha concedido en virtud de la libertad de nuestra
acción y de la responsabilidad de nuestra conducta. No había­
mos tenido entonces más que una vida muy disminuida.
El Padre no quiso crear unos autómatas destinados a ejecu­
tar todas sus órdenes. Deseó, al crear a los hombres, tener hijos
que respondieran libre y personalmente a su amor. ¿Quién
podrá reprocharle este amor generoso? Él sabía, al conceder la
libertad, que quienes la poseyesen podrían rebelarse contra él,
pero su bondad de Padre no quiso apelar más que a voluntades
libres.
Podría incluso añadirse: ¿habrá alguien que, a pesar de
reprochar a Dios por los extravíos de la conducta humana,
desee que todos los hombres en sí mismos estén privados de
libertad? Esta libertad es mirada por todos como un enorme
bien; es por excelencia un don del Padre a sus hijos.
Y una vez que el Padre crea seres libres, no puede impedir­
les que asuman su libertad escogiendo entre el bien y el mal. No
puede retirarles su libertad a los que se orientan por un mal
camino, ya que en ese caso dicha libertad dejaría de ser un don,
una propiedad atribuida verdaderamente a sus personas. El
Padre, en su generosidad, se ha enfrentado así con un riesgo
considerable. Por otra parte, se reserva los medios de ayudar con

2. Cf. J. GALOT, Pourquoi la souffrance?, Sintal, Louvain 1984, 15-19.


su gracia a los que hacen mal uso de la libertad y de conducir­
los de nuevo por el camino de su salvación.

La ofensa del pecado y el perdón del Padre


El Padre misericordioso
Ya en el Antiguo Testamento el pecado es considerado como
un insulto al amor paternal de Dios; quienes lo cometen son
tratados de hijos infieles o rebeldes. Sin embargo, a pesar de
reaccionar con toda viveza contra esta traición, Dios no deja de
conducirlos de nuevo a una conducta mejor; les ofrece el per­
dón y la salvación. Su afecto paternal es más fuerte que la opo­
sición con la que choca.
En la enseñanza de Jesús se describe este afecto de manera
impresionante en la parábola del hijo pródigo (Le 15,11-32).
Esta parábola debería titularse más bien la parábola del padre
misericordioso, ya que su objetivo esencial es mostrar, más que
el comportamiento del pecador arrepentido, la generosidad del
perdón del padre3. En términos m uy simples y concretos, Jesús
desvela lo que hay de más profundo en el corazón del Padre.
Hace comprender hasta qué punto manifiesta su cariño y su
comprensión paternal con el hijo extraviado que vuelve a sus
brazos.
«Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre:
“Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”». En
primer lugar Jesús presenta al padre; es el punto de partida de
la parábola, ya que el drama del pecado se comprende mejor en
el marco de las relaciones de un hijo con su padre. El pecado no
es solamente la rebelión de la criatura contra el Creador; es más
fundamentalmente el gesto del hijo que rompe con su Padre y
se aleja de él.

3. Observando que el título tradicional que se da a la parábola es dema­


siado restringido, Lagrange escribía: «Jesús revela las profundidades insonda­
bles de la misericordia de Dios por los pecadores» (Évangile selon saint Luc,
Gabalda, París 1921, 420).
En su brevedad, el relato nos hace adivinar la herida que
causa al padre el hijo menor. Al pedirle la parte de su herencia,
ese hijo demuestra que para él sólo cuenta el dinero con los pía-
ceres que éste puede procurarle: una vez en posesión de ese
dinero, abandonará a su padre. No solamente prefiere el dinero
al cariño del padre, sino que da muestras de una ingratitud
patente, ya que todo lo que quiere llevarse lo recibe de la gene­
rosidad del padre, volviendo en contra suya los frutos de su
generosidad.
Ciertamente, Jesús se preocupa de decirnos que se trata del
hijo más joven. Su juventud lo hace más accesible a las ilusio­
nes. Quizás no tiene conciencia del dolor que su partida causa
a su padre. Pero la ofensa no deja de ser real. La gravedad del
pecado no se mide solamente por la intención del que la come­
te, sino también por la grandeza del amor del Padre, herido por
el pecado.
A pesar del dolor que siente, el padre accede a la petición de
su hijo: «Y el padre les repartió el patrimonio». Podría parecer
extraña esta generosidad, que va a permitirle al joven malgastar
estúpidamente su herencia. Pero se trata de la generosidad del
Padre celestial, que concede sus beneficios incluso a los que
hacen mal uso de ellos. El Padre concede a los hombres la liber­
tad y no quiere suprimir esta libertad en los que se extravían.
No desea retener a su lado a personas esclavas; lo que desea por
parte de sus hijos es un amor libre. Al ver marcharse a algunos
de sus hijos, espera que vuelvan más libremente a él.
La experiencia del pecado se describe por medio de algunos
rasgos significativos: «A los pocos días, el hijo menor recogió sus
cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su for­
tuna viviendo como un libertino». Todas las ilusiones del joven
se disiparon como el humo y se encontró con las manos vacías.
Todos sus sueños se vinieron abajo.
Se percibe vivamente la degradación que acompaña al peca­
do: el hambre obliga al joven a «servir en casa de un hombre de
aquel país, que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Habría
deseado llenar su estómago con las algarrobas que comían los
cerdos, pero nadie se las daba». Cuidar cerdos era el último de
los oficios, el más repugnante para un judío, y desear comer de
su alimento era el colmo de la vergüenza. El detalle «nadie se las
daba» indica hasta qué punto el mundo del pecado es un
mundo duro y egoísta.
El contraste entre esta situación de miseria y la abundancia
que reinaba en la casa de su padre hizo reflexionar al hijo pró­
digo. Su arrepentimiento se expresa en la decisión de volver a la
casa paterna. Ésta es la orientación que debe tomar en la vida
cristiana todo movimiento de penitencia: la vuelta del hijo a
casa del Padre.
El joven no lamenta solamente su propia condición desven­
turada, fruto de su mala conducta. Toma la decisión de ir a
pedir perdón a su padre por el pecado que ha cometido: «Me
pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: “Padre,
he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme
hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”».
Mientras que en su partida había hecho valer sus pretensio­
nes, en su regreso manifiesta una profunda humildad. Tiene
conciencia de que su comportamiento le ha quitado el derecho
a ampararse en su condición de hijo. Se resigna de antemano a
cargar con las consecuencias de su pecado.
Sin embargo, el encuentro con su padre es m uy distinto de
lo que él se había imaginado. «Cuando aún estaba lejos, su
padre lo vio...». Así pues, el padre aguardaba con impaciencia la
vuelta de su hijo. Esta espera nos hace comprender mejor el
calor del cariño paternal que se manifiesta enseguida: el padre,
«profundamente conmovido, corrió a su encuentro, lo abrazó y
lo cubrió de besos».
Por su parte, no hay más que bondad. El padre no aguarda
a su hijo como un juez severo, dispuesto a recibir al culpable
dándole una buena lección. Se precipita hacia aquel a quien no
ha cesado de amar y a quien sigue considerando como hijo. No
tiene vergüenza de manifestar su ardiente deseo de volver a
verlo.
Lejos de mostrar una cierta frialdad y de manifestar su
reprobación por la conducta del hijo, se deja simplemente lle­
var por su compasión; ante todo, quiere hacer que desaparezca
la miseria del que se había extraviado. Ordena que se le devuel­
van inmediatamente sus privilegios y su dignidad de hijo:
«Traed enseguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle tam­
bién un anillo en la mano y sandalias en los pies». De este modo
se expresa la voluntad de olvidar completamente el pasado.
N ingún reproche ante la confesión de la falta: todo ha quedado
inm ediatam ente perdonado.
M ás aún, el padre manifiesta su alegría: «Tomad el ternero
cebado, matadlo, y celebremos un banquete; porque este hijo
mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo
hemos encontrado». Esta alegría por haber recobrado al hijo es
la que el padre m uestra como respuesta a la indignación del hijo
mayor. Ese hijo mayor posee por su fidelidad una condición
mucho mejor: «Tú, hijo mío, estás siempre conmigo y todo lo
mío es tuyo». Vive en compañía de su padre y comparte todos
sus bienes. Este gozo de orden superior no debe impedir la par­
ticipación en otro gozo, el del padre que ha recuperado a su hijo

Algunos intérpretes de la parábola han intentado considerar


al hijo mayor como un representante de los fariseos, que se que­
jaban de la sim patía que manifestaba Jesús por los pecadores.
Pero la parábola parece tener un alcance más general: el hijo
menor representa al pecador y el mayor simboliza al hijo fiel.
Este hijo mayor podría tener el sentimiento de estar orillado y
peor tratado; la parábola responde a este problema indicando
que el que es fiel goza del favor del padre y que no tiene por qué
quejarse de su bondad con el hijo pródigo, sino todo lo contra­
rio, debe com partir el gozo de esta bondad.

El perdón del Padre


En la parábola aparecen con toda claridad las propiedades
características del perdón, tal como se desprenden del corazón
del Padre.
A pesar de su aflicción por la actitud desenvuelta e ingrata
del pecador, el Padre se siente más vivamente tocado por la des­
gracia de aquel que se aleja de él. Si sufre por la ofensa cometi­
da, es debido a su amor por el pecador, de tal manera que en ese
amor se siente lleno de compasión por su hijo desventurado.
Esta compasión explica por qué el Padre se siente más pron­
to a ofrecer su perdón que su hijo a pedírselo. Es el Padre el que
corre hacia el hijo pródigo. No se puede ya entonces dudar de
la sinceridad total de su perdón.
La totalidad de este perdón impide toda vuelta al pasado y
todo reproche. El perdón se concede de buen grado y definitiva­
mente.
La preocupación del Padre por hacer desaparecer todas las
huellas de la desgracia de su hijo y por devolverle todos sus pri­
vilegios familiares demuestra la intención de restaurar sin reser­
vas la pureza y la santidad, borrando enteramente la culpa. El
perdón del Padre supone en este sentido una nueva creación, un
restablecimiento completo de la dignidad filial.
Sería una ofensa contra el Padre sospechar de él que haya
disminuido en lo más mínimo su amor tras la falta cometida. El
perdón elimina verdaderamente los daños cometidos por el
pecado. Se percibe aquí una voluntad del Padre de olvidar la
ofensa.
Finalmente, el banquete organizado por el Padre para mani­
festar su gozo y hacer que todos lo compartan indica elocuente­
mente el clima en que se lleva a cabo el perdón, el del amor
paterno, dichoso de haber recobrado a su hijo. Así se explica la
alegría que acompaña al sacramento del perdón, reflejo de aquel
gozo que el Padre desea compartir.

Tristeza y gozo en el corazón del Padre


La parábola nos hace comprender cómo el comportamiento
humano encuentra un eco en el corazón del Padre. El Padre no
se queda indiferente ni mucho menos ante el pecado cometido.
La conducta del hijo pródigo inflige un verdadero ultraje al
Padre. Es verdad que la ofensa se describe con mucha brevedad,
con discreción. Pero con su nota de ingratitud y de indepen­
dencia, es auténticamente real. El Padre no puede menos de
sufrir por la actitud de su hijo. La parábola contribuye a desve­
lar el misterio del pecado: el pecado no es solamente un acto
nocivo para el destino humano, sino una ofensa cometida con­
tra Dios, más particularmente contra el Padre.
Ciertamente, el Padre conserva inquebrantablemente su
perfección divina. No ve disminuido en nada su ser por las
ofensas. Ha sido él mismo el que se ha expuesto a ellas por el
amor que libremente ha puesto en sus hijos. En efecto, es en
esas libres relaciones de amor donde él sufre las infidelidades
humanas: al amarnos, el Padre corre el riesgo de chocar con
nuestras repulsas de su amor. Esas infidelidades le afectan pro­
fundamente sin quitarle nada de sus propiedades inalienables.
La parábola nos hace comprender mejor esta pena al termi­
nar con el cuadro del gozo experimentado por el padre por el
retorno de su hijo. Es un gozo muy intenso, ya que el padre
quiere que participe de él toda su casa con un banquete esplén­
dido. Al anunciar él mismo el motivo de su gozo: «Este hijo mío
había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos
encontrado» (Le 15,24), el padre nos hace adivinar la tristeza
que sintió cuando se marchó su hijo.
Así pues, la inmutabilidad divina no impide al Padre expe­
rimentar tristeza o alegría en sus relaciones con sus hijos.
Conviene distinguir entre la naturaleza divina, absolutamente
inmutable, y las relaciones libres que Dios establece en su sobe­
ranía con sus criaturas, relaciones en las que Dios puede sentir
pena por la ofensa o gozo por la conversión humana.

El pecado y la promesa de la salvación


La parábola del hijo pródigo nos describe la reacción del
Padre frente al pecado dentro del marco del destino individual.
Esta reacción nos ayuda a comprender cuál fue la respuesta del
Padre al primer pecado de la humanidad.
Muchas veces se resume la respuesta de Dios al pecado de
Adán y de Eva en el castigo infligido a los culpables, diciendo
que la mujer fue castigada con los dolores de parto y el hombre
con los sufrimientos de su trabajo. De hecho, ya antes de for­
mular estas sanciones Dios había enunciado la promesa de la
salvación, en la declaración dirigida a la serpiente y designada
como el Protoevangelio4: «Pondré enemistad entre ti y la mujer,
entre tu linaje y el suyo; él te herirá la cabeza, pero tú sólo heri­
rás su talón» (Gn 3,15).
Este anuncio de la victoria sobre la serpiente, es decir sobre
Satanás, pone bien de manifiesto la primera intención del Padre
en reacción contra la falta cometida. Se preocupa ante todo por
la salvación de quienes le han ofendido y desea incluso asegu­
rarles un destino superior al que antes tenían. A la mujer que se
había dejado seducir por la serpiente le opone inmediatamente
otro rostro: el de la mujer enemiga del demonio y primera alia­
da de Dios. En esta mujer la Iglesia ha reconocido sobre todo
los rasgos de la virgen M aría, totalmente preservada de cual­
quier sumisión al espíritu del mal desde el primer momento de
su existencia.
El linaje de la mujer, que aplastará la cabeza de la serpiente,
nos hace vislumbrar la figura del Salvador, que obtendrá una
victoria total sobre el enemigo de la humanidad. En el momen­
to en que el enemigo acaba de alcanzar una victoria sobre el
hombre y la mujer, Dios anuncia un cambio total de situación.
Ofrece la garantía de su propio triunfo sobre el poder del mal,
de manera que queda asegurada la felicidad más alta que está
reservada al destino de los hombres.
En este anuncio discernimos especialmente una promesa
que emana del amor paterno. El Padre revela su proyecto de
enviar a su propio Hijo para el combate decisivo contra Satanás
y la liberación de la humanidad. Se trata, por tanto, de un pro­
yecto en el que se manifiesta en el más alto grado la generosi­
dad divina.

4. Sobre el Protoevangelio cf. J. G a lo t, Dieu et la femme, Sintal, Louvain


1986, 39-43.188-190.248-249.
En vez de reaccionar simplemente con una cólera vengativa,
el Padre se siente lleno de piedad por el hombre y la mujer, víc­
timas del pecado. Es algo así como si les respondiera: «Puesto
que me habéis ofendido, os daré a mi Hijo». Ya habíamos dicho
que el Padre no es ni mucho menos insensible ni indiferente por
la ofensa cometida contra él. Se siente tanto más herido por la
desobediencia humana cuanto más intenso es su amor. Pero es
con este amor como él reacciona, abriendo a los culpables un
camino de salvación. Incluso las sanciones que ha pronunciado
tienen que entenderse dentro del marco de una benevolencia
superior, que garantiza la victoria sobre el mal.
El Protoevangelio no expresa todo lo que implica el anuncio
de esta victoria. Se limita a mencionar al descendiente de la
mujer que habrá de aplastar la cabeza de la serpiente. Este des­
cendiente podría designar a un hombre ordinario, pero en la
intención del Padre se trataba de su propio Hijo. A él es a quien
destinaba a hacerse hijo de la mujer, para permitirle que libera­
se a la humanidad de su sumisión a Satanás. Conocía perfecta­
mente las condiciones requeridas para obtener la victoria, ya
que las había establecido él mismo en su plan de salvación: su
Hijo no podría realizar su misión liberadora más que por el
sacrificio de su propia vida.
El que anunciaba la victoria tenía que consentir en pagar él
mismo el precio de esta victoria. El Padre realizó el gesto más
generoso al enviar a la muerte a su Hijo querido; lo hizo en
favor de aquellos que habían merecido un castigo por su peca­
do. Lejos de cerrar su corazón de Padre a los hijos que le trai­
cionan o se rebelan contra él, lo abre más ampliamente entre­
gándoles a Aquel que él quiere por encima de todo, a su Hijo
único. La ofensa suscitó en el Padre el don más profundo de su
amor, el del Hijo entregado para la liberación de la humanidad
que se había visto arrastrada toda ella al pecado por el drama de
los orígenes.
2. I m p l ic a c ió n en l a r e d e n c ió n

Prioridad, del Padre en la misión de Jesús


En el drama de la cruz, es el Hijo el que llega hasta el fondo
de su amor ofreciendo su vida por la salvación de la humanidad.
Pero es el Padre el que toma la iniciativa de este sacrificio: llega
hasta el fondo de su amor paternal entregando a su Hijo por la
liberación y la felicidad de los hombres. El Padre es el primero
que se compromete en el camino del sacrificio.
Las declaraciones de Jesús nos invitan a reconocer esta prio­
ridad del Padre en la obra redentora. Cuando se le echa en cara
que realiza milagros en día de sábado, Jesús responde que actúa
del mismo modo que el Padre, que no deja nunca de trabajar; y
añade: «Os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su
cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace
el Padre, eso hace también el Hijo» (Jn 5,19). Así pues,
Jesucristo se compromete en el camino de la Pasión precisa­
mente porque el Padre se comprometió en él en primer lugar.
Al declarar que el Padre muestra al Hijo todo lo que hace, sugie­
re que en calidad de Hijo aprende del Padre en qué consiste su
misión. Es el Padre el que le abre el camino de la cruz, prece­
diéndole en él.
Cuando Felipe le pidió ver al Padre y él le respondió que su
deseo ya se había visto satisfecho: «El que me ve, ve al Padre»
(Jn 14,9), Jesús quiere hacer descubrir al apóstol la presencia del
Padre en toda su existencia terrena. Al mismo tiempo dirige a
todos los lectores del evangelio la recomendación de discernir la
influencia del Padre en su comportamiento filial. En el amor
que se despliega en la pasión, habrá que descubrir el amor del
Padre que entrega a su Hijo. En el rostro lleno de amor del cru­
cificado, habrá que reconocer el rostro lleno de amor del Padre,
que hace comprender el origen de la obra redentora. En el dolor
de Cristo en la cruz habrá que buscar el reflejo del sufrimiento
misterioso del Padre.
Las palabras de Jesús que acabamos de comentar no se refie­
ren específicamente a la pasión. Tienen un alcance general y
subrayan la implicación del Padre en toda la vida terrena de su
Hijo. De este modo el Padre aparece comprometido hasta el
fondo en el misterio de la encarnación; esta implicación alcan­
zará su desarrollo más sorprendente en el sacrificio redentor.
Cuando el Padre envía a su Hijo a la tierra, no se separa ni
mucho menos de él. Sigue estando profundamente unido a él
en todo su itinerario. Jesús expresa vigorosamente esta verdad
afirmando: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10,30; cf. 1,11). Esto
significa que el Padre vive con el Hijo su aventura en la tierra.
Por eso Jesús trata de sus relaciones con el Padre como de
una pertenencia mutua: «Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es
mío» (Jn 17, 10) Por consiguiente, el Padre no es nunca extra­
ño a lo que constituye la vida y la misión de Jesús; todo lo que
afecta a su Hijo, le afecta también a él.
Jesús declara igualmente que el Padre permanece en él: «El
Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,38). Esta presencia del
Padre$ es la que le da un significado pleno a la afirmación de
que las obras de Jesús son las del Padre. No solamente obedece
Jesús al Padre, sino que el Padre cumple en él su propio desig­
nio paternal: «Es el Padre, que vive en mí, el que está realizan­
do su obra» (Jn 14,10).
La misión realizada por Jesús es por tanto una misión con­
fiada por el Padre, pero también una misión en la que el Padre
conserva su papel de iniciativa y manifiesta su implicación sin
reservas. «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn
16,32 ).
A pesar de estar invisible, el Padre lleva a cabo toda la
empresa de la encarnación redentora.

El envío del Hijo al sacrificio


Jesús, que no deja de decirse enviado por el Padre, da a com­
prender por una parábola las circunstancias y el alcance de este
envío. El dueño de la viña envía a sus criados a reclamar a los
viñadores que la explotan el precio del arrendamiento. Algunos
de estos criados se ven golpeados y otros son asesinados.
Todavía cabe otra solución: «Finalmente, cuando ya sólo le que­
daba su hijo querido, se lo envió pensando: A mi hijo lo respe­
tarán» (Me 12,6). Pero los viñadores, al ver venir al heredero, lo
mataron para apoderarse de la herencia.
Con este relato tan sencillo Jesús revela el sentido de su veni­
da a la tierra. Él es el Hijo querido. Antes de él, habían sido
enviados los profetas y habían sido mal acogidos. El envío del
Hijo único implica un gesto mucho más generoso, un gesto de
amor paternal que se expone al sacrificio.
El significado de este gesto se afirma más expresamente
cuando Jesús hace vislumbrar su elevación en la cruz como
fuente de salvación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a
su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Entregar a su Hijo único y
entregarlo con vistas a su elevación en la cruz es el amor más
grande que el Padre puede ofrecer a la humanidad.
En su primera epístola, Juan pone este gesto generoso en
relación con otra verdad más fundamental: «Dios es amor». En
efecto, esta verdad se reveló en el envío del Hijo: «Dios nos ha
manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su
Hijo único, para que vivamos por él. El amor no consiste en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a
nosotros y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados»
(1 Jn 4,8-10). Si el Hijo es «víctima de propiciación», esto sig­
nifica que está destinado a ofrecer su vida en sacrificio expiato­
rio. Este sacrificio va dirigido al Padre, pero esto no impide en
lo más mínimo que sea el Padre el que envía a su Hijo al sacri­
ficio. Es el Padre el que reclama el sacrificio, pero es él el que
entregando a su Hijo provee al cumplimiento del sacrificio. Es
él el primero que lleva el peso del sacrificio.
En cuanto pecadores es como hemos sido amados por el
Padre, siendo ésta una prueba de la grandeza de su amor, como
subraya san Pablo: «Dios nos ha mostrado su amor haciendo
morir a Cristo por nosotros, cuando aún éramos pecadores»
(Rom 5,8). Nuestro estado de pecadores habría merecido la
severidad divina; pero sucedió lo contrario: atrajo sobre noso­
tros el amor del Padre, hasta el punto de que su Hijo fue envia­
do a la muerte por nuestra salvación.
Entonces, este amor es para nosotros una fuente de confian­
za inquebrantable, como se complace en afirmar Pablo: «Si
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no
perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por
todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las
demás cosas juntamente con él?» (Rom 8,31-32). Hay aquí una
evolución del sacrificio de Isaac, que nos permite captar mejor
hasta qué punto se comprometió el Padre en el sacrificio de
Jesús. Según el relato del Génesis, Abrahán se vio colmado de
bendiciones divinas y de una innumerable posteridad por no
haber ahorrado a su hijo único (Gn 22,12-16). No lo había
ahorrado, en el sentido de que no había vacilado en ofrecerlo.
Su gesto fue el de un padre que sacrificaba lo más precioso que
tenía: su único hijo.
Ciertamente, este gesto se vio detenido por una interven­
ción divina, pero mostraba la generosidad heroica de Abrahán.
El gesto del Padre que entrega a su Hijo cuando el sacrificio del
Calvario, no se vio detenido y cumplió hasta el final su desig­
nio de amor.
Este sacrificio es para el Padre fuente de una posteridad
innumerable, la de todos sus hijos adoptivos en Cristo. Y es
para nosotros una fuente de bendiciones: habiendo entregado a
su Hijo, el Padre está dispuesto a concedernos todos sus favo­
res. Su amor se nos ha abierto de la forma más completa.

Implicación del Padre en el sufrimiento


Al enviar a su Hijo a la tierra para la ofrenda del sacrificio
redentor, el Padre se comprometió a sí mismo en el sufrimien­
to. Entregar a su Hijo era para él un acto doloroso, ya que no
podía quedarse indiferente ante el sufrimiento al que estaba
destinado el Redentor. Se comprometía incluso en la cima del
dolor: nada podía ser más doloroso para el Padre que la entrega
de su Hijo en sacrificio.
Este sacrificio no ha sido debidam ente comprendido
muchas veces. Se ha representado al Padre por encima y al mar­
gen del drama redentor, coAo el Dios soberano que exige una
satisfacción o una reparación por el pecado, sin implicarse a sí
mismo en la ofrenda del sacrificio. Se le ha considerado como
Aquel que debía recibirlo todo para su propia gloria, olvidando
que en la obra redentora es él el que lo ha dado todo.
Al decidir el sacrificio redentor como reparación del pecado,
el Padre quiso pagar él mismo el precio con el don de su Hijo.
Fue él el primero en comprometerse por el camino del sufri­
miento'. A quienes se sientan tentados de reprocharle el envío
de su Hijo, en vez de haber venido él mismo a la tierra, hay que
responder que para el Padre era más penoso todavía entregar al
Hijo de su amor. Hablando un lenguaje humano, diríamos que
habría preferido venir él mismo, pero que experimentó un sufri­
miento más profundo enviando a su Hijo, según su designio de
establecer la filiación divina en la humanidad.
Cuando en su libertad soberana escogió este camino, sabía
todo el sufrimiento que habría de acarrear el suplicio de la cruz
y asumía, él el primero, como Padre, el peso de este sufrimien­
to. Estando en comunión con el Hijo, no podía menos de com­
partir su destino doloroso. Asumiendo él mismo el sufrimiento
de la redención es como trazó el camino que habrían de reco­
rrer Cristo y la Iglesia. Lejos de ponerse al abrigo del dolor,
quiso llevarlo en su corazón paternal para transformarlo en
bendición para la humanidad.
Por tanto, no es posible imaginarse, junto a la cruz de Cristo
en el Calvario, a un Padre insensible al drama. El Padre estaba
totalmente comprometido en la prueba tan dolorosa de su Hijo.
Ciertamente, los sufrimientos de Jesús en la cruz no fueron
nunca los sufrimientos personales del Padre, ya que había entre
ellos una distinción de personas. Pero sí que había entre ellos
una comunión en la intención salvadora y una com-pasión en

5. Cf. J. G alot, Dieu souffre-t-il?, Lethiellcux, I’aris 1976.


el dolor. El Padre com-padecía en todas las penas físicas y mora­
les de su Hijo crucificado.
Hay que reconocer en él el modelo de toda compasión.
Nunca ha habido una comunión tan intensa en el sufrimiento
como la del Padre con el Hijo en el drama del Calvario. Como
ya hemos observado, el Padre no quedó tocado ni disminuido
en su perfección divina por este sufrimiento. Sigue siendo el
Dios infinitamente perfecto. Fue en virtud de su decisión libre,
soberana, como se comprometió en el camino del sacrificio. Su
naturaleza permaneció inmutable, pero se expuso al sufrimien­
to en la libres relaciones de amor que estableció con los hom­
bres.
El arte cristiano ha representado de varias maneras la parte
que tuvo el Padre en el drama redentor'’. Ha mostrado particu­
larmente cómo el Padre recibía con dolor el cuerpo inanimado
de su Hijo; en analogía con la Pieta de María, ha puesto ante
nuestros ojos la Pietá del Padre, para recordarnos la implicación
de su amor paternal en el drama. Representó igualmente a la
Trinidad comprometida en la pasión, haciendo visible el gesto
invisible del Padre que en sus brazos extendidos lleva la cruz de
su Hijo. Atendiendo a las palabras de Jesús: «El que me ve a mí,
ve al Padre», los artistas se han esforzado en descubrir, tras el
rostro del Salvador crucificado, la presencia compasiva del
Padre.

6. Cí. E. Mi LE, L'art religieux de la fin du moyen age en Franee, Colin,


Paris 1925, 142-143.
1. El mal que se manifiesta en el mundoforma un contraste
con la bondad del Padre y plantea un problema.
La respuesta a eseporqué se encuentra en el don de la liber­
tad humana. El Padre habría podido impedir el mal privando
de libertad personal a los seres que creaba. Pero quiso crearlos
libres para darles plena dignidad. Una vez que les ha dotado de
la libertad de escoger entre el bien y el mal\ no puede retirarles
esta libertad ni impedir que se produzca el mal. La libertad es
un don del amor del Padre a sus hijos: el Padre no quiere escla­
vos, privados de libertad, sino hijos.
2. El Padre es el primero en sufrir por los pecados que se
cometen, ya que el pecado es una ofensa que hiere su amor. El
pecado no puede causar ningún daño al Padre ni quitarle lo que
posee, pero le hiere y le entristece.
Sin embargo, según la parábola del hijo pródigo, el padre
está dispuesto a perdonar, siempre que su hijo se arrepienta: su
perdón es total, borra todas las culpas y restablece al hijo en su
dignidad. Y eseperdón se concede con gozo.
3. La voluntad divina de perdonar se observa ya en el
Protoevangelio, en donde se anuncia, en respuesta al pecado
cometido, la alianza establecida con la mujer así como ¡a futu­
ra victoria del descendiente de la mujer sobre la serpiente. Este
anunció se cumplió cuando el Padre envió a su Hijo como hijo
de la virgen María para obtener esta victoria.
4. El Padre envió a su Hijo al sacrificio; de este modo
hizo a la humanidad el don más grande de su amor paternal.
Llevando a su Hijo a la cruz, el Padre se comprometía a sí
mismo en un camino doloroso. Participó totalmente del drama
de la cruz, por su compasión más íntegra con los sufrimientos del
Redentor.
LA PATERNIDAD DEL PADRE
PARA CO N N OSO TRO S

El gran designio del Padre, que dominó toda la obra de la


creación y de la redención, consistía en elevarnos a la filiación
divina, mediante la participación en la filiación de su Hijo
único. Este designio se llevó a cabo por el sacrificio redentor. Al
hacer de nosotros hijos suyos adoptivos en Cristo, el Padre asu­
mió una paternidad nueva en relación con nosotros.

1. E l d o n d e l P a d r e a la h u m a n id a d

«Mi Padre y vuestro Padre”


Las primeras palabras de Cristo resucitado encierran el
anuncio de la nueva paternidad asumida por el Padre. En su
encuentro con M aría Magdalena, Jesús le confía un mensaje
que ha de trasmitir a los discípulos: «Voy a mi Padre, que es
vuestro Padre» (Jn 20,17). Haciéndoles vislumbrar su próxima
ascensión a los cielos, les invita sobre todo a comprender que su
Padre es en adelante Padre de todos ellos. Es el gran regalo que
les hace como consecuencia de su resurrección. Les comunica lo
que era su propia riqueza, su intimidad con el Padre. Por pri­
mer vez los llama «hermanos míos», a fin de subrayar los lazos
de fraternidad que se derivan de un Padre común1. Ofrecién­
doles su vida divina, comparte con ellos su filiación. Con una
especie de impaciencia se apresura a darles a conocer ese don a

1. La novedad de esta apelación en Jn 20,17 queda confirmada en Mt


28,10: «Id a anunciar a mis hermanos...»
sus apóstoles, incluso antes de encontrarse con ellos. Aquel que
apreciaba la paternidad del Padre en su justo valor se sentía feliz
de hacer que en adelante la apreciasen sus discípulos. Jesús no
habría podido hacerles un regalo más generoso y más sustancial
que el don de su propio Padre, para que en adelante fuera tam­
bién Padre de ellos. Ése era el fruto más hermoso del sacrificio
redentor, fruto sumamente deseado por el propio Padre.

El Padre, modelo de perfección en el amor


Habiendo vivido siempre para el Padre, Cristo deseaba que
sus discípulos siguieran el mismo camino, viviendo de la vida
del Padre y permaneciendo íntimamente unidos a él. Ya antes
había querido dirigir las miradas de sus discípulos hacia el
Padre, lo mismo que él tenía los ojos fijos en su voluntad.
Cuando deseaba que la luz de los discípulos brillase para ilu­
minar al mundo, exigía de ellos el testimonio de las obras bue­
nas, a fin de que los hombres «den gloria a vuestro Padre que
está en los cielos» (M t 5,16). La conducta de los discípulos debe
glorificar al Padre como la de Jesús: «Sed perfectos como vues­
tro Padre celestial es perfecto» (M t 5,48). Para tender a esta per­
fección, invita a los discípulos a contemplar a su Padre, más
concretamente en su amor.
A la luz de este amor del Padre adquiere todo su significado
el precepto del amor a los enemigos. Jesús se opone a las estre­
checes anteriores que conocía la tradición judía en el terreno de
la caridad, precisamente porque conoce la inmensidad del amor
del Padre: «Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad
por los que os persiguen, dado que sois hijos de vuestro Padre
celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la
lluvia sobre justos e injustos» (M t 5,45). Puesto que el Padre
concede sus beneficios a los que se le oponen lo mismo que a
los que viven en su amistad, los que son hijos suyos deben mos­
trar la misma generosidad, amando a sus enemigos y haciendo
el bien a sus perseguidores2. El criterio decisivo para ello es el
comportamiento del Padre.
El acento que pone Jesús en el deber de perdonar implica
esta misma referencia: «Si perdonáis a los demás sus culpas,
también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si
no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará
vuestras culpas (Mt 6,14-15; cf. Me 11,25). Los cristianos
deben imitar el perdón del Padre para poder gozar de él ellos
mismos. Este perdón divino es el que requiere de parte de todos
un perdón sin límites, perdón concedido hasta «setenta veces
siete» (M t 18, 22).

El Padre, fuente de confianza filia l


Jesús anima a los discípulos a tener confianza dándoles la
seguridad del amor del Padre: «No temáis, pequeño rebaño,
porque vuestro Padre ha querido daros el reino» (Le 12,32). El
reino se le confía en adelante al grupo de apóstoles, considera­
dos como hijos y herederos, ya que es «el reino de su Padre»,
que se les promete más concretamente para la eternidad (Mt
13,43). En el interior del reino, su posición no es simplemente
la de servidores sometidos a un soberano absoluto, sino la de
hijos que reciben todo de su Padre.
Jesús les exige una actitud religiosa muy pura; al constatar a
su alrededor que muchos buscan en la limosna, en la oración o
en el ayuno ciertas satisfacciones de su amor propio y una oca­
sión para verse honrados, recomienda con insistencia que todo
se haga en secreto, bajo la mirada del Padre, esperando la
recompensa sólo de él: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te pre­
miará» (M t 6,4.6.18).

2. La traducción «dado que», en vez de «de modo que», se apoya en la


solución propuesta por C. A. France Martínez (Jesucristo, su persona y su obra
en la carta a los Hebreos, C iudad Nueva, M adrid 1992, 131-143). La partí­
cula griega opós corresponde a un di arameo, que se interpreta en el texto en
el sentido de finalidad, mientras que en realidad debía tener un sentido de
causalidad. Los discípulos deben amar a sus enemigos porque son hijos del
Padre.
Jesús les exhorta a una disposición de confianza serena en la
oración: es inútil multiplicar las palabras, ya que el Padre cono­
ce las necesidades del que ora (M t 6,8). Se afirma la eficacia cic­
la oración en virtud del amor del Padre. Citando el ejemplo de
un padre humano, que no quiere decepcionar a sus hijos en lo
que éstos le piden, Jesús hace comprender que con mayor razón
el Padre dará cosas buenas a los que se las pidan. Este Padre,
dice a los discípulos, es «vuestro Padre que está en los cielos»
(Mt 7,11; Le 11,13). Su bondad supera infinitamente a la de los
padres de la tierra.
Para que la convicción de esta bondad impregne más pro­
fundamente la mentalidad de los discípulos, Jesús les enseña la
manera de orar, invitándoles a llamar “Padre” a aquel a quien
dirigen su plegaria. Desea compartir con ellos su manera de
orar. Los discípulos habrían vacilado a la hora de imitar simple­
mente una oración que comenzase con la invocación “Abba”,
“Padre”. Jesús les invita expresamente a pronunciar esta invoca­
ción, lo mismo que él (cf. Le 11,2; M t 6,1).
Deseando comunicar a sus discípulos su oración al Padre,
manifiesta la intención que expresará más tarde a María
Magdalena, la de compartir con todos su filiación divina, de tal
manera que su Padre se convierta en nuestro Padre.

2 . Pa t e r n id a d n u e v a

Paternidad establecida en virtud de la resurrección


Las palabras de Jesús que sugieren que su Padre se ha con­
vertido en nuestro Padre en virtud de la resurrección encuen­
tran un eco en la primera Epístola de Pedro: «¡Bendito sea Dios,
Padre de nuestro señor Jesucristo, que por su gran misericordia,
a través de la resurrección de Jesucristo, nos ha hecho renacer
para una esperanza viva, para una herencia incorruptible,
incontaminada e inmarchitable. Una herencia reservada en los
cielos, para quienes el poder de Dios guarda mediante la fe para
una salvación que ha de manifestarse en el momento final!» (1
Pe 1,3-5).
Así pues, se dirige una alabanza al Padre porque nos ha
hecho renacer por la resurrección de Cristo. Es al Salvador resu­
citado a quien debemos la nueva vida filial que está destinada a
desarrollarse en la herencia celestial3. Pero esta vida procede ante
todo de la misericordia del Padre, que tuvo piedad de la condi­
ción humana y que quiso elevarnos a la dignidad de hijos en su
Hijo único. Es él el primer responsable de la resurrección de
Jesús, así como de toda la obra redentora.
En la carta a los Efesios, Pablo evoca también la misericor­
dia del Padre, en el origen de la nueva vida que nos procura la
resurrección de Cristo: «Dios, que es rico en misericordia y nos
tiene un inmenso amor, aunque estábamos muertos por nues­
tros pecados, nos volvió a la vida juntamente con Cristo... Nos
ha resucitado y nos sentó con él en el cielo» (Ef 2,4-6). Esta afir­
mación es muy vigorosa: el Padre, que resucitó a Jesús, nos ha
resucitado con él; nos ha hecho participar de la vida nueva que
llena al Salvador desde su resurrección. Así es como extiende
sobre nosotros su paternidad.
Se trata en este caso de una nueva paternidad del Padre. De
hecho, es de esta paternidad de la que había hablado Jesús ante­
riormente a lo largo de su vida pública, ya que, cuando trataba
del Padre, se situaba en la perspectiva definitiva de la vida filial
que habría de obtener para la humanidad el sacrificio redentor.
Hacía descubrir el rostro del Padre tal como aparecería más
especialmente en toda la existencia cristiana. Así, en la parábo­
la del hijo pródigo, describía la maravillosa generosidad del
Padre en el perdón, generosidad que nunca podrá separarse del

3. F. X. Durrwcll subraya el papel de la resurrección diciendo que revela


la relación filial de Cristo «y hace destacar de este modo la paternidad de
Dios» (Nuestro Padre. Dios en su misterio, wSígucmc, Salamanca 1990, 29). De
hecho se trata de algo más que de una revelación; es un nuevo lazo de pater­
nidad, ya que la filiación divina no solamente se revela, sino que se comuni­
ca a los hombres.
drama del Calvario, ya que es a costa de los sufrimientos de su
Hijo querido como el Padre concede a la humanidad su indul­
gencia y su perdón.
Del mismo modo, cuando Jesús insistía en la solicitud del
Padre por escuchar nuestras peticiones, sabía que las buenas
relaciones de los hombres con su Padre del cielo estaban asegu­
radas por la obra de la redención que habría de cumplirse una
vez por todas con su ofrenda. Al ser completa, esta reconcilia­
ción estaba destinada a suprimir las barreras que pudieran
impedir la acogida benévola de todas las súplicas.
Es verdad que ya por el simple título de la creación, el Padre
muestra un amor paternal por los seres que hace existir con su
poder soberano. Pero este amor se manifiesta en el más alto
grado cuando el Padre entrega a su Hijo único por la salvación
y la restauración del destino humano. Su corazón paternal
puede prodigarse entonces plenamente; se trata de la nueva
paternidad que se deriva de la resurrección de Jesucristo.
En realidad, esta paternidad había sido querida desde siem­
pre por el Padre, ya que nunca habría consentido quedarse a
medio camino en las manifestaciones de su paternidad. Él
mismo condujo la obra redentora a su cumplimiento y, cuando
recoge el fruto de la resurrección, recoge al mismo tiempo la
fecundidad del don generoso que hizo de su Hijo.
Se trata, por consiguiente, de una paternidad nueva, previs­
ta y deseada desde el origen, que ilum ina y transforma el hori­
zonte de la vida humana como consecuencia de la resurrección.

El parto de ¡a nueva humanidad


La forma con que el Padre adquirió su paternidad universal
en el drama redentor hace pensar en un parto doloroso, de tal
manera que su rostro aparece también desde este punto de vista
como paternal y maternal.
Jesús se sirvió de la imagen de los “dolores de parto” para
expresar la prueba que da origen a una nueva humanidad. Emi el
discurso escatológico anunciaba la proximidad de su propio
sacrificio mirándolo como el cumplimiento de las representa­
ciones apocalípticas que se habían utilizado para trazar el final
de los tiempos4. Llama “comienzo de los dolores de parto” al
acontecimiento desconcertante que va a constituir su propia
pasión (Me 13,5). Tras este comienzo vendrá el largo desarrollo
de los sufrimientos de la Iglesia, concretamente de las persecu­
ciones que habrán de marcar la gran obra de evangelización del
mundo. El final de los “dolores de parto” sólo se producirá
cuando se haya consumado en todo el universo la tarea evange­
lizad o s (Me 13,9-13).
Toda la obra de redención y de evangelización tiene como
primer autor al Padre. Él fue el primero que se comprometió en
¡os “dolores de parto”. Si su acción paternal se extiende progre­
sivamente a todo el mundo, es a costa de los sufrimientos con
que su corazón paternal guió a su Hijo único y sigue guiando
luego a todos los que comparten la filiación divina. Por tanto,
hay que reconocer que su paternidad incrementa su influencia
a través de los sufrimientos maternales propios de la generación.
El Padre no deja de sufrir, en su acción paternal sobre el
mundo, los dolores de la maternidad.
La imagen de estos dolores fue utilizada más especialmente
por Jesús cuando quiso enseñar a sus discípulos la necesidad de
que se unieran a su sacrificio: «Cuando una mujer va a dar a luz,
siente tristeza, porque le ha llegado la hora; pero cuando el niño
ha nacido, su alegría le hace olvidar el sufrimiento pasado y está
contenta por haber traído un niño al mundo» (Jn 16,21). Con
esta imagen el Maestro da a comprender a sus discípulos la
fecundidad que recibirá su participación en su sacrificio y el
gozo que se derivará del dolor.
Esta imagen es especialmente adecuada al papel que se le
asigna a M aría en el drama de la cruz. Profundamente compro­
metida en los sufrimientos del Calvario, María adquiere una
nueva maternidad, maternidad simbólicamente enunciada por
Jesús: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Se trata de hecho

4. Cf. J. G alo t, Qué$t-ce que la Parousich Esprit ct Vic 103 (1993) 143-
154.
de una maternidad destinada a ejercerse con cada uno de los
discípulos y a adquirir una amplitud universal. Desde ese
momento, María hace recaer en cada discípulo el amor que la
unía al Salvador.
Esta nueva maternidad concedida a M aría evoca la paterni­
dad adquirida por el Padre. Ella es su expresión visible más con­
movedora. Es el Padre el que hace llegar la hora del parto dolo­
roso y el primero en llevar su peso, ya que entrega a su Hijo en
sacrificio. En este parto, hace recaer su amor sobre todos los
hombres y acoge a una muchedumbre de hijos. Este amor es a
la vez paternal y maternal, ya que se expresa por la imagen de
los dolores de la mujer que va a dar a luz. El Padre engendra a
la humanidad nueva comunicándole la vida divina de su Hijo.

Entrañas maternales y misericordia


La expresión “dolores de parto” nos recuerda que en el Padre
se unen la paternidad y la maternidad. Ya hemos subrayado esta
fusión a propósito de la generación eterna del Hijo.
En la tradición judía la verdad de la paternidad divina solía
ponerse de manifiesto por medio de rasgos maternales. En su
anhelo por hacer pasar a su pueblo de la aflicción al gozo, Dios
recuerda las quejas que se oían: «Sión decía: “Me ha abandona­
do Dios. El Señor me ha olvidado”». Su respuesta es la del amor
maternal: «¿Acaso olvida una mujer a su hijo y no se acuerda del
fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvi­
daré» (Is 49,14-15). La fidelidad y la viveza del cariño de una
madre se encuentran ante todo en Dios; sería una injuria no
reconocerlo.
La imagen de la madre ha sido escogida con preferencia a la
del padre; resulta más convincente. Además, está en armonía
con el consuelo que se dirige al pueblo: «El Señor consuela a su
pueblo; se apiada de sus desvalidos» (Is 49,13). La piedad por
los afligidos nace con mayor facilidad en el corazón femenino y
el papel de la madre consiste en consolar a sus hijos. No sola­
mente quiere Dios que Jerusalén ofrezca a todos los que la aman
un “seno de consolación” para amamantarlos y saciarlos, sino
que se cuida él mismo de consolarlos: «Como un hijo al que su
madre consuela, así os consolaré yo a vosotros» (Is 66,13).
El término que se utiliza para designar la misericordia divi­
na tiene que ver con las entrañas maternales (rahamim). El
colmo de la emoción en la piedad se expresa .entonces por la
compasión “visceral” de la madre por sus hijos. Esta compasión
es la que hace comprender la profundidad del amor divino:
«¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte, Israel?...
El corazón me da un vuelco y todas mis entrañas se estreme­
cen» (Os 11,8). Estas entrañas maternales impiden que Dios
entre en cólera: el pueblo sigue siendo un niño tan preferido
que, después de cada una de sus amenazas, Dios piensa en él,
sus entrañas se conmueven y su cariño desborda (Jr 31,20).
La revelación de la misericordia pertenece a la revelación
esencial del rostro divino. Cuando Dios se revela a Moisés en la
montaña, pronuncia su propio nombre para hacer descubrir su
misterio y declara: «Yo protejo a quien quiero y tengo compa­
sión de quien me place» (Ex 33,19). Se define como «Dios cle­
mente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel, que mantie­
ne su amor eternamente» (Ex 34,6-7). Aunque subraya que no
tolera el pecado, afirma su intención final de perdonar. Es la
misericordia lo que caracteriza su actitud, tal como habría de
manifestarse en todo el drama de la salvación.
En el evangelio alcanza toda su amplitud la revelación de la
misericordia divina. El evangelista Lucas es el que mejor la pone
de relieve, concretamente recogiendo las palabras de Jesús: «Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (6,36).
En el evangelio de Mateo se trata de ser perfectos como es per­
fecto el Padre; esta perfección consiste más especialmente,
según Lucas, en la misericordia. El Padre es misericordioso y los
discípulos se ven invitados a serlo: está abierto el camino para
ellos en el sentido de un progreso continuo hacia una cima ini­
gualable.
En la parábola del hijo pródigo, el verbo que se utiliza para
describir la compasión del Padre encierra una alusión a las
entrañas maternales (Le 15,20); es igualmente en un abrazo
maternal en lo que hace pensar el gesto del Padre que “cubre de
besos” a su hijo. Jesús ha llamado expresamente nuestra aten­
ción sobre este cariño para hacernos comprender mejor la cali­
dad superior del amor del Padre que reúne y mezcla los senti­
mientos propios del amor paterno y del amor materno.

La invocación “Padre"
Ya hemos observado que no se puede expresar toda la rique­
za de sentido de la paternidad divina sin recurrir a la materni­
dad, que hace descubrir sus aspectos esenciales. El Padre no es
solamente padre en el sentido masculino de la palabra; es padre
siendo madre y mostrando un cariño al mismo tiempo pater­
nal y maternal.
Sin embargo, no se puede deducir de aquí que sea posible o
deseable designarlo e invocarlo como “Madre” más bien que
como “Padre”. Se han hecho algunos intentos en este sentido
por parte del movimiento feminista contemporáneo. Para
poner plenamente de relieve la feminidad, se ha propuesto apli­
cársela a Dios y hablar de Dios como de un ser femenino. La
invocación “Padre” ha sido considerada por algunos como fruto
de un prejuicio “patriarcal” o de una reivindicación de la supe­
rioridad masculina.
Sería comprender indebidamente el sentido de la palabra
“Padre”, aplicada a la persona de Dios Padre, interpretarla en un
sentido de superioridad del sexo masculino. La invocación
“Padre” se sitúa en la perspectiva de una persona divina que
trasciende toda distinción sexual. Por tanto, no significa ni
mucho menos que se dirija a un ser masculino.
Querer sustituir “Padre” por “Madre” sería admitir una con­
cepción “sexista” de Dios, atribuyéndole la feminidad más bien
que la masculinidad. Sería empeñarse en mirar únicamente el
rostro femenino de Dios, como si una óptica femenina tuviera
que dominar en adelante las relaciones con Dios.
Cuando Jesús pronunció el nombre de “Padre” en su ora­
ción y en su predicación, no cedió nunca a prejuicios de supe­
rioridad masculina. Toda su actitud, tal como aparece en el
evangelio, es tan favorable a la mujer como al hombre. De
manera constante habló y actuó en el sentido de la igualdad de
los sexos. Luchó contra la inferioridad que la sociedad de su
tiempo imponía a la mujer.
Como ya se ha observado, Jesús puso de relieve ciertos ras­
gos femeninos o maternales del amor del Padre, haciendo resal­
tar su belleza. Mostró abundantemente el sentido superior que
encierra esta paternidad. Pero se atuvo al lenguaje que dice
“Padre” o “Abba” e invitó a los discípulos a seguir su ejemplo y
a decir también ellos “Padre” o “Abba”. Por consiguiente, los
cristianos no deben cambiar este lenguaje. Deben simplemente
entenderlo en el sentido en que lo empleó Jesús, reconociendo
en el Padre un amor que es al mismo tiempo paternal y mater­
nal.

Fuente de la paternidad y de la maternidad humanas


En la epístola a los Efesios, en donde se describe el designio
supremo del Padre en la obra de la redención, san Pablo no se
limita a alabar al Padre en sí mismo, sino que llama la atención
sobre todas las formas de la paternidad que se derivan de él:
«Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda pater­
nidad en los cielos y en la tierra» (Ef 3,14-15). Toda paternidad
humana se deriva del Padre y lo mismo ocurre con toda mater­
nidad, ya que en el Padre se encuentra en un nivel superior todo
lo que es propio de la maternidad o de la paternidad.
Así pues, la formación de cada familia se hace bajo la
influencia del Padre. Toda paternidad y toda maternidad reci­
ben del Padre el poder de comunicar la vida. La grandeza de la
paternidad del Padre, que está en el origen de todo el desarro­
llo de la vida en este mundo hace percibir mejor la nobleza de
la generación y la responsabilidad de quienes tienen la misión
de trasmitir la vida.
Por otra parte, la paternidad del Padre, que se despliega en
la obra de la gracia, ilumina la necesidad de una formación espi­
ritual de los hijos en la familia humana. La paternidad y la
maternidad no tienen solamente el encargo de favorecer el desa­
rrollo de la vida física; el padre y la madre tienen una responsa­
bilidad esencial en la formación espiritual de los que se les ha
confiado. El Padre celestial tiene la audacia de dejarles una res­
ponsabilidad tan alta y tan importante para el porvenir y el des­
tino del hijo. El padre y la madre están llamados a asumir su
tarea de educación procurando imitar lo más posible a ese
supremo educador que es el Padre.
No se puede olvidar que la participación más importante en
la paternidad del Padre celestial consiste en la maternidad con­
cedida a María. Ella fue una madre ideal, siendo para su hijo el
reflejo perfecto del amor del Padre. Ella recibió la misión de
velar por la educación humana del Salvador. En ella alcanzó su
cima más alta la audacia del Padre de confiar a una persona
humana una responsabilidad educadora: M aría dio al Hijo de
Dios todo lo que podía prepararle para su misión. En esta
misión, estaba unida a José, que gozó también de una semejan­
za con el Padre, asumiendo un papel paternal en la educación
de Jesús. Él tuvo el privilegio de ser llamado “Abba” por Jesús,
que reconocía en él al representante del Padre celestial.
Personalmente, María recibió en el Calvario una maternidad
espiritual, que imprimía más vivamente en ella un reflejo de la
paternidad universal del Padre. Todos los tesoros de cariño, de
indulgencia, de bondad misericordiosa que le atribuyen los cris­
tianos tienen su primer origen en esta paternidad y manifiestan
su alcance.
Finalmente, conviene subrayar el valor de la paternidad y de
la maternidad espiritual asignadas a aquellos y a aquellas que se
consagran al servicio de la Iglesia o se entregan al trabajo apos­
tólico. En el sacerdocio y en la vida religiosa, en todas las for­
mas de consagración a Dios, hay una fecundidad que refleja la
fecundidad soberana del Padre. Las vidas consagradas están des­
tinadas efectivamente a difundir la vida espiritual en toda la
humanidad.
San Pablo nos ofrece su ejemplo personal de paternidad
espiritual. Escribe así a los cristianos de Corinto, a los que mira
como hijos queridos: «Aunque tuvierais mil maestros en la fe,
padres no tenéis muchos; he sido yo quien os ha hecho nacer a
¡a vida cristiana por medio del evangelio» (1 Cor 4,15). Se palpa
en el apóstol el orgullo que siente por esta paternidad. No obs­
tante, la formación de los cristianos no puede obtenerse sin
sufrimientos. Nunca está íntegramente acabada. Por medio de
un continuo parto doloroso la paternidad del Apóstol se pare­
ce a la paternidad del Padre celestial: «¡Hijos míos, por quienes
estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo lle­
gue a tomar forma definitiva en vosotros» (Gál 4,19).
El Padre es fuente de una paternidad hecha de dolor y de
gozo, tanto en el marco familiar como en el marco de la vida
espiritual y apostólica de la Iglesia.
1. Después de su resurrección Cristo declara: «Voy a mi
Padre que es vuestro Padre». Su Padre es desde entonces el nues­
tro, ya que en virtud del sacrificio redentor, comparte con noso­
tros sufiliación divina con el Padre.
2. En la predicación evangélica, Jesús había presentado al
Padre como el modelo supremo que imitar: «Sedperfectos como
vuestro Padre celestial esperfecto». Exhortando a sus discípulos a
amar, subraya que de este modo demostrarán que son hijos del
Padre, que concede sus beneficios a todos, amigos y enemigos.
3. Además, la bondad del Padre nos invita a la confianza.
Jesús exige esta confianza poniendo de relieve la verdad de la
Providencia.
4. El Padre es también el que escucha nuestra plegaria.
Responde a todas las oraciones, dando cosas buenas a quienes se
las piden. Jesús exhorta a sus discípulos a invocar al Padre lo
mismo que él: “Abba”.
5. La paternidad es la obra redentora que realiza el parto
doloroso de ¡a nueva humanidad. Los “dolores de parto”subra­
yan el aspecto maternal del amor del Padre a los hombres. Esta
imagen designa la fuente de la misericordia, de la que el Padre
es el modeb supremo.
6. El Padre esfuente de la paternidad y de la materni­
dad humanas: su paternidad se manifiesta en la procreación y
educación de los hijos. Se expresa igualmente en la paternidad y
maternidad espirituales.
7. La maternidad concedida a la virgen María refleja
más especialmente la paternidad del Padre. La maternidad uni­
versal de María es una maternidad en el orden de la gracia, que
comunica la vida por Cristo en el Padre.
EL PADRE EN SU PROVIDENCIA

La Providencia ha sido considerada a veces como una simple


prolongación de la actividad creadora, como la manera con que
Dios conserva, mantiene y desarrolla en la existencia todo lo
que ha creado.
Según la revelación, la Providencia aparece en una perspec­
tiva más amplia. Jesús la considera como la expresión de la bon­
dad del Padre; no es solamente fruto de una actividad creadora,
sino de un amor paternal. No es simplemente poder de gober­
nar, sino bondad que se despliega en el cumplimiento del desig­
nio de la salvación.

1. L a r e a l id a d d e la P r o v id e n c ia

Solicitud del Padre por nuestras necesidades


El Padre manifiesta su amor en nuestra vida por su
Providencia1. Por esta Providencia se entiende la solicitud con
que el Padre conduce el curso de los acontecimientos en el
mundo y en cada existencia individual, atendiendo más parti­
cularmente a las necesidades de cada uno. Es ella la que, sin
darle el nombre de Providencia, nos puso ante los ojos Jesús
cuando nos recomendó que evitáramos toda inquietud: «No os
inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿qué beberemos? ¿con
qué no vestiremos? Ésas son las cosas por las que se preocupan

1. Sobre la Providencia, cf. J. G autt, Découvrir le Pfre, Sinral, Louvain


1995, 132-157.
los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial lo que necesitáis»
(Mt 6,31-32).
De este modo comprendemos hasta qué punto el amor dd
Padre está concretamente presente en las realidades más humil­
des de nuestra vida cotidiana. Ciertamente, este amor está ya
presente en nuestro destino fundamental, haciéndonos vivir en
Cristo nuestra filiación divina. El don más grande que nos ha
hecho el Padre es habernos elevado a la dignidad de hijos y
haber volcado sobre nosotros el amor que lo une a su Hijo
único. Esta vida filial supone una transformación secreta de
todo el ser humano y nos proporciona una riqueza espiritual
inagotable. Sin embargo, permanece oculta; podemos percibir
sus signos, pero no podemos captar su realidad fundamental y
tenemos que creer en ella, convencidos de que es mucho mis
grande que los efectos que de ella podemos experimentar.
La acción del Padre que responde a nuestras necesidades
materiales se nos presenta con signos más inmediatos. Las inter­
venciones de la Providencia atraen más nuestra atención y a
veces nos impresionan vivamente por su carácter manifiesto.
Hay, por ejemplo, coincidencias tan inesperadas y tan afortu­
nadas en sus resultados que difícilmente se pueden atribuir a la
casualidad y reconocemos de buen grado en ellas la delicadeza
de una bondad superior.
Es verdad que tan sólo una mirada de fe puede discernir los
signos de la Providencia. Las constataciones de orden científico
no serían capaces de demostrarlos. En efecto, la ciencia no
puede captar la realidad invisible de las intervenciones divinas.
Es la fe la que reconoce la presencia y el amor del Padre en los
acontecimientos y en las circunstancias.
Cuando Jesús quiso enseñar a sus discípulos a discernir la
Providencia, les pidió una actitud de fe. Se quejó de la falta de
fe de muchos de ellos, fuente de continuas preocupaciones.
Interpeló a sus oyentes como «hombres de poca fe» (Mt 6,30).
Deseaba sobre todo desarrollar su confianza en la bondad vigi­
lante del Padre, a fin de eliminar todos los temores sobre las
condiciones de vida. Por consiguiente, tan sólo en la fe se puede
entrar en el misterio de la Providencia y reconocer en las reali­
dades de la vida humana el despliegue de la solicitud soberana
del Padre.

La Providencia según la revelación judía


En la revelación judía se nos ofrece una hermosa expresión
de la Providencia en aquellas palabras de Job: «Tu bondad guar­
dó mi aliento» (Job 10,12). Dios no es solamente el que nos da
el aliento de vida, sino también el que en cada instante vela por
ese aliento. Su solicitud acompaña la vida de sus criaturas.
Atiende a las necesidades de todos: "Haces brotar la hierba
para el ganado y las plantas que el hombre cultiva, para sacar el
pan de la tierra y el vino que alegra a los hombres, el aceite que
hace brillar su rostro y el alimento que los conforta» (Sal
104,14-15). Toda la vegetación está destinada a procurar al
hombre el pan, el vino y el aceite, de manera que puedan darle
fuerza y alegría. La intención de alegrar el corazón del hombre
es una nota característica de la Providencia divina.
Los viajes por mar estaban expuestos a muchas aventuras y
peligros. Ya hemos visto cómo, en el libro de la Sabiduría, al
hablar el autor de un navio, se dirige con confianza a Dios: «Es
tu Providencia, Padre, la que lo gobierna» (Sab 14,3). En otra
ocasión, en el Éxodo, Dios había abierto un camino en el mar
para su pueblo; en el diluvio «la esperanza del mundo se refu­
gió en una barca que, pilotada por tu mano, legó al mundo la
semilla de una nueva generación» (Sab 14,6). La Providencia
que guía todos los barcos es, por tanto, la que se manifestaba en
la historia del pueblo y de la humanidad. Está orientada hacia
la obra de la salvación y sus prodigios antiguos suscitan hoy la
confianza en su solicitud.
En esta perspectiva de la obra de la salvación es donde ha de
entenderse la afirmación esencial de la benevolencia divina: «El
Señor es bondadoso con todos, a todas sus obras alcanza su ter­
nura» (Sal 145,9). La bondad que se manifiesta con todos es la
de un Dios que quiere ser el pastor de su pueblo y remediar
todos sus males, como nos la describe el oráculo de Ezequiel:
«Porque esto dice el Señor: Yo mismo buscaré a mis ovejas y las
apacentaré. Como un pastor cuida de sus ovejas cuando están
dispersas, así cuidaré yo a mis ovejas... Las apacentaré en pastos
escogidos... Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a la
majada, oráculo del Señor. Buscaré a la oveja perdida y traeré a
la descarriada; vendaré a la herida, robusteceré a la flaca, cuida­
ré a la gorda y robusta...» (34,11-16).
Este oráculo arroja una luz nueva sobre la naturaleza de la
Providencia. Se trata en primer lugar de un compromiso per­
sonal de Dios en la solicitud por sus ovejas, subrayado por el
«yo mismo». Este compromiso implica la actuación de todos los
recursos divinos en la obra de Aquel que quiere ser el pastor de
su pueblo. Además, por este compromiso, es todo el destino del
pueblo el que Dios quiere tomar en sus manos: su solicitud se
extiende a todo lo que atañe a la existencia humana, según el
designio de salvación que la dirige. Además, la acción divina
está gobernada por una intención fundamental de bondad:
Dios quiere poner remedio a la dispersión de las ovejas y reu­
nirías como su propio rebaño; promete a sus ovejas buenos pas­
tos, es decir, quiere colmarlas de sus dones. Finalmente, esta
bondad recae más concretamente en las ovejas desventuradas:
las que se han perdido, las heridas o las enfermas. La atención
particular que les dirige no significa sin embargo que se olvide
de las ovejas sanas: Dios vela también por ellas. No hay ningu­
na parcialidad y ninguna exclusión en el ejercicio de la bondad
divina que desea ser universal.
Es verdad que este universalismo se limita aquí al pueblo
judío; pero no hace más que preparar un universalismo más radi­
cal que aparecerá en la revelación cristiana de la providencia. En
esta revelación se afirmará también, de manera más expresa, la
vigilancia divina que atiende a las necesidades materiales.

Benevolencia fundamental del Padre


Lo que da a la doctrina de la Providencia todo su valor es la
revelación que hizo Jesús de la persona del Padre y de su amor.
Se enseña la Providencia como expresión de una bondad pater­
nal.
La benevolencia del Padre, que Jesús proclama en un himno
de alabanza, tiene como característica el hecho de que se inte­
resa por los más «pequeños», es decir, por los que no gozan de
gran consideración en la sociedad: «Yo te alabo, Padre, Señor
del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los
sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos.
Sí, Padre, así ha sido tu benevolencia» (M t 11,25; Le 10,21).
Estas últimas palabras se traducen a veces: «porque así te ha
parecido bien». Se trata de todas formas de una decisión de la
soberanía divina, pero —como indica el término expresado en el
texto evangélico- esta decisión es la de la benevolencia, la de la
complacencia2. El Padre manifiesta precisamente la indepen­
dencia de sus opciones concediendo sus favores a los que según
la opinión corriente no merecerían ninguna atención. Ama con
un amor particular a los que parecerían menos dignos de ser
amados.
Esta benevolencia suscita un impulso de entusiasmo en el
alma de Jesús. Como dice Lucas en la introducción del himno
de alabanza, «en aquel momento el Espíritu Santo llenó de ale­
gría a Jesús» (Le 10,21). El Hijo admira la bondad del Padre
comulgando con ella.
La benevolencia que se dirige a las personas más modestas se
extiende igualmente a las cosas más ordinarias. En ambos casos
se trata de desplegar en el más alto grado el amor del Padre.
Cuando Jesús recomienda a sus discípulos que eviten toda
inquietud a propósito de la comida y del vestido, subraya que
la vigilancia del Padre concierne a todas las condiciones de la
existencia humana: «Ésas son las cosas por las que se preocupan
los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis»

2. Como ya dijimos a propósito de Ef 1,5, el término griego eudokia sig­


nifica benevolencia. Tenemos otros ejemplo en el cántico de los ángeles en
Navidad: «¡Paz en la tierra a los hombres de la benevolencia (divina)!» (Le
2,14)
(Mt 6,32). Las expresiones “las cosas” da a comprender sufi­
cientemente que la solicitud del Padre se extiende a todo, a
todas las necesidades que pueden ir más allá del alimento y del
vestido.
Llenarse de inquietud es actuar como los paganos que no
han recibido la enseñanza sobre el Padre. Se trata de creer en el
Padre, en su Providencia que vela por todas nuestras necesida­
des. La expresión “vuestro Padre celestial”, empleada en el evan­
gelio de Mateo, tiende a recordar que la soberanía celestial del
Padre lo gobierna todo. Según Lucas, la expresión más simple
“vuestro Padre” hace comprender más directamente que el
Padre está muy cerca de nosotros durante toda nuestra vida en
la tierra. Está continuamente inclinado sobre nosotros y perte­
nece verdaderamente a nuestra vida. Nunca está lejos de noso­
tros y está atento a nuestras necesidades más humildes.
La confianza en la solicitud del Padre por estas necesidades
no puede significar una prioridad del bienestar material en las
intenciones del Padre y en nuestras propias preocupaciones.
Podría presentarse la tentación de mirar el bienestar terreno
como el primero objetivo que alcanzar, bien por la actividad y
el trabajo, bien por la oración. Al desvelarnos la bondad del
Padre que se interesa por todas las necesidades humanas, Jesús
no pierde de vista la jerarquía de los valores: «Buscad ante todo
el reino de Dios y lo que es propio de él, dice a sus discípulos,
y Dios os dará lo demás» (Mt 6,33). La intención primordial
consiste en asegurar el establecimiento y la expansión del reino
del Padre. Esta prioridad aparece en la oración enseñada por
Jesús, en donde la petición «Venga tu reino» precede a la del
pan de cada día. Por consiguiente, la religión cristiana no puede
convertirse en una religión en la que las preocupaciones por la
prosperidad material o por la salud se conviertan en algo abso­
luto u ocupen un lugar dominante. Ya hemos observado que la
Providencia tiene que comprenderse en la perspectiva de la obra
de la salvación.
Los discípulos que se consagran al reino experimentan la
solicitud del Padre y pueden dar testimonio de lo que se les dijo
al final de la vida pública de Jesús: «Cuando os envié sin bolsa,
sin alforja y sin sandalias, ¿os faltó algo? - Ellos contestaron:
¡Nada!» (Le 22,35). El Maestro no les había dado las provisio­
nes que suelen tomarse en los viajes; los había confiado a la soli­
citud del Padre, que no había permitido que les faltase nada.

2 . N u e s t r a m ir a d a so b r e la P r o v id e n c ia

Extensión de la Providencia
El designio del Padre en la obra de la salvación ilumina la
extensión universal de la Providencia. San Pablo enuncia el
principio de esta extensión cuando recuerda el gesto redentor
del Padre: «El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo
entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos
gratuitamente todas las demás cosas con él?» (Rom 8,32). Este
don de todas las cosas comprende todas las gracias necesarias
para el desarrollo de la vida espiritual, pero también todo lo que
es necesario para la existencia humana.
Dado que el Padre nos ha dado lo más precioso y querido
que tenía, su Hijo, está dispuesto a colmarnos de todos sus
dones. El hecho de que conceda la prioridad a los dones más
importantes para nuestro destino no disminuye en nada su inte­
rés en atender a todas nuestras necesidades, sean las que sean.
Cabe preguntarse si hay que admitir una intervención de la
Providencia en los más pequeños detalles de nuestra existencia.
En efecto, algunos detalles parecen ridículos y no se les puede
conceder mucha importancia sin cometer un error. De ahí
viene la tentación de querer limitar las intervenciones divinas a
las cosas importantes. ¿No será indigno movilizar la omnipo­
tencia de Dios por unos objetivos sin valor?
Sin embargo, el evangelio nos da una indicación muy clara:
«Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Mt
10,30; Le 12,7), declara expresamente Jesús. Si la vigilancia de
la Providencia se extiende a cada uno de nuestros cabellos, es
que atiende a los detalles más aparentemente insignificantes de
la vida humana. No hay nada que se escape del amparo de la
solicitud divina.
Jesús hace comprender esta misma verdad de otra manera:
«En cuanto a vosotros, ¿no se vende un par de pájaros por un
poco de dinero? Y, sin embargo, ni uno de ellos cae en tierra sin
que lo permita vuestro Padre» (Mt 10,29). A pesar de que no
tienen más que un valor irrisorio, los pajarillos son objeto de la
atención del Padre. La atención que pone en cada persona
humana es mucho más fuerte: «Vosotros valéis más que todos
los pájaros» (Mt 10,31). El Padre cubre con su protección a sus
hijos; lo cual justifica la exhortación: «No temáis».
La superación del temor se arraiga de hecho en toda la obra
por la que el Padre ha salvado a la humanidad. Liberándolos del
mal y reconciliándolos con él, ha sustraído a los hombres de los
miedos que podrían oprimirles pensando en los castigos divi­
nos. En adelante, pueden mirar el porvenir con confianza y
verse libres de sus inquietudes. Los acontecimientos serán para
ellos una manifestación de bondad de Aquel que es su Padre.
Al atender a los más ínfimos detalles de la existencia huma­
na, esta bondad no pierde de vista la importancia soberana de
los bienes espirituales. Por una generosidad que se ejerce en el
terreno de las necesidades materiales, tiende a estimular la fe y
a procurar una mayor facilidad para obtener los bienes de orden
superior. Las atenciones de la Providencia suscitan disposiciones
de alabanza y de acción de gracias con las que los hombres reco­
nocen lo que deben a su Padre.
Si el Padre guía por su Providencia todo el desarrollo de los
acontecimientos, ¿qué pasa con el azar o con la casualidad en el
curso de nuestra vida? Se seguirá hablando de casualidad para
los hechos que provienen de diversas causas accidentales y que
a menudo provocan nuestra sorpresa. Pero la casualidad no exis­
te más que en el plano de las observaciones externas que hace­
mos sobre los acontecimientos; podemos constatar frecuente­
mente una coincidencia sorprendente de circunstancias. Tras
esa fachada que nos parece a veces desconcertante hay una
secreta acción divina que se despliega en el sentido de una benc-
volcncia soberana. lista acción se sirve de todo lo que se produ­
ce en el mundo para favorecer el cumplimiento de nuestro des­
tino. Da un valor a todas las circunstancias del trascurso de
nuestra vida y 110 permite que seamos juguetes de unos aconte­
cimientos fortuitos, que nos opriman o aplasten. 'Iodo cuanto
vemos está dominado y dirigido por una bondad lúcida que no
vemos.

Reconocer la bondad del Padre


Con su enseñanza sobre la Providencia, Jesús nos enseña a
dirigir sobre la naturaleza una mirada que descubre en ella la
obra de una fuerza sobrenatural. La naturaleza es algo más que
ella misma, en virtud de la bondad divina que la gobierna. Nos
sentimos inclinados a admirar a los pájaros por sus cantos y por
sus evoluciones a nuestro alrededor. Jesús nos invita a vislum­
brar en ellos otra cosa cuando declara: «Vuestro Padre celestial
los alimenta» (M t 6,26). El Padre del. que nosotros esperamos
nuestro pan es el mismo que alimenta a los pájaros y da así a
esos pequeños seres un importante valor. Según el evangelio de
Lucas, son los cuervos a los que Jesús cita como ejemplo de esta
solicitud; no son unos pájaros muy simpáticos, pero gozan lo
mismo que los demás de la atención generosa del Padre. La
Providencia no mide su bondad por las cualidades o el atracti­
vo de los que se benefician de ella.
Mientras que nosotros nos vemos tentados a detener nues­
tra mirada en la belleza de las flores que se nos ofrecen en espec­
táculo, Jesús nos hace descubrir la maravilla que en ellas se ocul­
ta, es decir, el vestido que les ha dado el Padre: «Fijaos cómo cre­
cen los lirios del campo; 110 se afanan ni hilan; y sin embargo os
digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno
de ellos» (M t 6,25-29; Le 12,27-28).
Esos “lirios del campo’1 no eran más que una humilde flor,
muy común; eran una anémona, de color púrpura, que se pres­
taba a una evocación de la púrpura de Salomón. Aunque se
trata de una flor de duración efímera, “hierba de los campos'
que está hoy allí y mañana será echada al fuego, posee una belle­
za muy superior a la de Salomón, colmado de gloria real, ya que
ha recibido su vestido de Dios mismo. Se nos invita a recono­
cer las maravillas creadas en la naturaleza por las manos de artis­
ta del Padre.
Pero Jesús intenta comunicarnos sobre todo la convicción de­
que, si el Padre es tan generoso con las aves y las flores, lo es
mucho más con nosotros: «¿Qué no hará más bien por vosotros,
hombres de poca fe?» (Mt 6,30). Él es efectivamente nuestro
Padre. De los pájaros dice Jesús: «Vuestro Padre celestial los ali­
menta». No lo llama Padre de los pájaros, sino Padre de los
hombres. Es en su cualidad de Padre de la humanidad como
derrama su bondad en toda la creación. En esta cualidad, nos
ofrece el espectáculo de los pájaros y la belleza de los lirios del
campo, como imágenes de su solicitud por nosotros.
Nos toca a nosotros descubrir esta solicitud en el mundo
que nos rodea y en nuestra propia vida. Hay una manera de
mirar el mundo, que descubre con admiración las maravillas
ocultas en las cosas y en las leyes de la naturaleza. La omnipo­
tencia divina se ha desplegado de muchas maneras, desde lo
infinitamente grande hasta lo infinitamente pequeño.

Descubrir los signos


Para cada uno de nosotros se trata de descubrir personal­
mente los signos que nos dirige la Providencia en las cosas que
nos acontecen. Estos signos pueden ser más o menos evidentes.
Algunos pueden ser de naturaleza extraordinaria. Los más
impresionantes son los milagros, signos que no tienen solamen­
te un valor considerable para los que se benefician de ellos, sino
también para los que son sus testigos ocasionales.
Otros signos, aunque no sean milagrosos, pueden decirse
extraordinarios, ya que son el resultado de un concurso muy
notable de circunstancias e imponen de alguna manera la idea
de una intervención excepcional de la Providencia.
Más numerosos son los signos ordinarios, que pueden per­
tenecer al ritmo de la vida habitual o tomar un carácter más sin­
gular. Se dan, por ejemplo, encuentros inesperados, que alcan­
zan un notable eco en la vida individual. Se dan soluciones que
se presentan de pronto a unos problemas que hasta entonces
parecían insolubles. Se dan socorros que parecen caer del cielo
para ponernos al amparo de un terrible peligro. Se dan sucesos
desgraciados que de pronto se vuelven afortunados. Se dan
situaciones que parecen indicar un plan organizado por una
inteligencia superior. Se dan preparaciones inconscientes para
un acontecimiento que no se esperaba. Se dan respuestas miste-
riosas a ciertos deseos. Se dan advertencias cuyo acierto se reve­
la luego palpablemente. Se dan coincidencias, en las que se des­
cubre y admira una finalidad. Se dan errores que acaban tenien­
do un feliz resultado.
Es importante recordar que estos signos de la Providencia se
disciernen con los ojos de la fe. Por sí mismos, los aconteci­
mientos no ofrecen la evidencia absoluta de su interpretación.
Es la fe la que percibe a través de las circunstancias la intención
de la benevolencia divina.

Discernir la Providencia a través de las pruebas


Las pruebas son ocasión de las numerosas objeciones, de los
múltiples reproches que se hacen a la Providencia. Muchos de
los que sufren no comprenden cómo puede conciliarse la bon­
dad del Padre con los dolores que sufren en su existencia.
Piensan que una bondad auténtica debería ahorrar a la huma­
nidad las desgracias que la azotan.
Conviene recordar en primer lugar que la doctrina de la
Providencia se nos ha revelado como ligada al amor del Padre
que ha conducido toda la obra de la salvación. El Padre que nos
manifiesta su bondad en todos los sucesos de nuestra vida es el
que dirigió hasta la cima de la cruz la obra redentora y el que
nos asocia a esta obra. Su voluntad de acogernos como a hijos
suyos en Cristo atestigua el inmenso amor paternal que nos
tiene. Es además este amor el que requiere por nuestra parte una
participación en el sacrificio de Salvador: al unirnos a la ofren­
da del Calvario, nos arrastra a una generosidad que enriquece
espiritualmente nuestra vida. Nos procura al mismo tiempo una
gran fecundidad para beneficio nuestro y para el de los demás;
hace que contribuyamos al desarrollo de la Iglesia y a la forma­
ción de un mundo mejor. Así pues, el Padre desea para sus hijos
la vida más bella y más fecunda. Si no los hubiera querido como
hijos que participasen en la obra del Redentor, les habría con­
cedido un destino menos elevado, y su bondad de Padre no
habría llegado hasta el cabo de su benevolencia con nosotros.
A veces algunos han tenido la tentación de concebir la bon­
dad del Padre según el modelo de la bondad que se espera de un
padre humano. Un padre humano intenta generalmente evitar
que sufran sus hijos; normalmente no quiere imponerles prue­
bas. Por otra parte, no dispone de la vida ni del destino de sus
hijos. Si su bondad puede hacer comprender hasta cierto punto
la del Padre celestial, no constituye ni mucho menos su mode­
lo. El Padre celestial, con su soberanía divina, dispone del des­
tino de todas sus criaturas. Tiene una responsabilidad suprema
relativa a la orientación de este destino. Le toca a él decidir en
qué medida el sufrimiento forma parte de él.
Su amor no consiste en ahorrar todo sufrimiento a los que
ama. Él mismo abrió este camino del sufrimiento cuando entre­
gó a su Hijo como sacrificio para la humanidad. Él fue el pri­
mero en cargar con las consecuencias del pecado y en llevar el
peso de la redención. Haciendo compartir a los hombres el des­
tino doloroso de su Hijo, desea conducirlos a un amor más
generoso.
Por tanto, no se puede concebir su bondad como una dis­
posición por la cual tendería a suprimir todo lo que hay de
penoso en nuestra existencia. La Providencia no tiene como
objetivo hacernos la vida más agradable ni establecer una espe­
cie de paraíso terrenal. Podemos recibir de ella consuelo y alien­
to en nuestras pruebas, pero en virtud del designio redentor no
pueden faltar esas pruebas en la vida de este mundo.
Por consiguiente, las pruebas no significan una ausencia ni
una menor presencia de la bondad del Padre. Jesús, que subra­
ya para sus discípulos la necesidad de participar de su sufri­
miento redentor, no deja de prometerles una solicitud especial
de la Providencia. Les anuncia las persecuciones: «Os entrega­
rán... y a algunos de vosotros os matarán. Todos os odiarán por
mi causa». Y añade: «Pero ni un solo cabello de vuestra cabeza
se perderá»” (Le 21,17-18).
En el sufrimiento seguirá existiendo la garantía de una pro­
tección total por parte de Cristo, que tiene contados todos
nuestros cabellos. Incluso en la muerte perseverará esta garan­
tía: nada se perderá, ya que el que pierde su vida por Cristo, la
gana (Mt 10,39). Tal es la convicción que expresa san Pablo
cuando se refiere a las numerosas pruebas de su propia existen­
cia; «Pero Dios, que nos ama, hará que salgamos victoriosos de
todas estas pruebas» (Rom 8,37).
En las pruebas, la Providencia se muestra particularmente
activa. La fe en la bondad del Padre está llamada a afirmarse
cada vez más y a descubrir los signos de la fidelidad inquebran­
table del amor paternal.
1. El amor del Padre a la humanidad se muestra especial­
mente en su Providencia, en esa solicitud que despliega para
responder a las necesidades de cada uno y atender a cada exis­
tencia.
2. Ya en la revelación judia, se había afirmado la
Providencia de Dios y se la había atribuido a veces expresamen­
te al Dios Padre. En el libro de la Sabiduría se expresa esta con­
fianza a propósito de un barco que se echa a la mar: «Es la sabi­
duría artesana la que lo construyó, pero es tu Providencia, oh
Padre, quien lo guía».
3. Jesús exhorta a sus discípulos a evitar toda inquietud
por el alimento y el vestido; el Padre conoce todas nuestras nece­
sidades.
4. La Providencia se extiende al desarrollo de todos los
acontecimientos, ya que el Padre se encarga con amor de todo lo
que interesa a la vida humana: «Incluso vuestros cabellos están
contados». Hasta los detalles más insignificantes son objeto de la
vigilancia del Padre. Cuando hablamos de la casualidad' con­
viene observar quet en las circunstancias másfortuitas, se da una
misteriosa orientación que viene de la Providencia. Nada se sus­
trae de la solicitud del Padre.
5. Se trata de reconocer las manifestaciones de la bondad
del Padre en nuestra vida. Con una mirada de fe podemos des­
cubrir los signos de la Providencia. Estos signos pueden tener un
carácter extraordinario, pero se nos presentan también en las cir­
cunstancias de nuestra vida cotidiana.
6. Más difícil resulta descubrir la Providencia en las prue­
bas. Pero está presente en ellas y a menudo interviene con signos
que podemos discernir. El Padre, al asociarnos a la obra reden­
tora de Cristo y al sacrificio de la cruz, desea elevar nuestra vida
a un nivel superior de generosidad\ de fe y de esperanza, para
hacerla más fecunda.
/
LA ORACIÓN AL PADRE ENSEÑADA
POR JESÚS

Cristo no se limitó a revelar al Padre. Mostró con su oración


personal cómo podía expresarse la confianza y el amor filial.
Invitó a sus discípulos a invocar al Padre llamándolo por su
nombre y les enseñó una oración de petición, que ha sido pre­
ciosamente recogida por la piedad cristiana.

]. L a o r a c ió n n u ev a

La oración personal de Jesús


La gran novedad de la oración enseñada por Jesús consiste
en la familiaridad con que invitó a los discípulos a dirigirse a un
Dios que era su Padre. En la tradición judía se había desarrolla­
do un respeto tan grande por la majestad divina que se abstení­
an ordinariamente de pronunciar el nombre de Dios. A lo largo
del año litúrgico no había más que un solo día en el que el santo
nombre de Dios era pronunciado en voz alta por el sumo sacer­
dote: la fiesta de la Expiación terminaba con una proclamación
de este nombre, que suscitaba en la gente un movimiento de
postración y de adoración1. Por consiguiente, se ponía el acen­
to en la distancia que existía entre Dios y el mundo.
En su oración personal Jesús demuestra que franquea esta
distancia, ya que invoca al que reza con el nombre de “Abba”,
es decir “Papá” (Me 14,36). Es ésta una novedad absoluta. Se

1. Cí. Kclo 50,21-22. Kl capítulo 50 describe la fiesta de la Expiación


celebrada por el sumo sacerdote Simón, hijo de Onías.
explica por el hecho de que Jesús es el Hijo que tiene un acce­
so total a la intimidad del Padre. Como atestigua esta invoca­
ción pronunciada en Getsemaní, la familiaridad con el Padre
permitía una entera libertad en la expresión de la oración; Jesús
llegaba incluso a pedir al Padre que le ahorrase la prueba de la
pasión. Podía expansionarse filialmente ante el terrible sufri­
miento que le amenazaba; el grito “Abba” adquiría todo su valor
en el momento de la angustia.
Ai abrir el camino de la intimidad filial con el Padre, Jesús
ensancha el campo de la oración mediante la facultad de decir­
lo todo y mediante ciertas iniciativas atrevidas que pertenecen a
la dignidad de hijo. Utilizar la palabra familiar “Papá” es al
mismo tiempo apelar al afecto cariñoso del padre para obtener
de él cuanto se desea.
La espontaneidad de su impulso hacia el Padre se manifies­
ta concretamente en el momento de entusiasmo que subraya
Lucas (10,21), cuando «el Espíritu Santo llenó de alegría a
Jesús». En Getsemaní, son los sentimientos de amargura y de
pavor los que provocan el recurso al Padre, una búsqueda más
anhelante de su intimidad. En el clima más sereno de la vida
pública, sube hacia el Padre un grito de admiración por los
favores concedidos a los más pequeños. Tanto en el gozo como
en la tristeza, asciende hasta el Padre la oración.
Sabemos que el corazón humano siente con frecuencia la
necesidad de compartir sus sentimientos con los demás. El cora­
zón humano de Cristo emprendió, por su intimidad con el
Padre, el camino de la confianza más completa. Este camino se
abre ahora a la humanidad. Cuando la oración es contacto con
la persona del Padre, puede expresarse con la más amplia liber­
tad y la más profunda confianza.

La invitación a orar al Padre bajo el nombre de “Abba”


La forma de orar de Jesús impresionaba a sus discípulos; al
verlo orar, uno de ellos le pidió que les enseñase a rezar. No
sabemos exactamente qué es lo que más les impresionaba en
aquella oración, pero podemos presumir que era sobre todo el
impulso que llevaba al Hijo hacia el Padre y que suponía un
compromiso de toda su alma en el contacto filial. En aquellos
momentos privilegiados, debía notarse una irradiación serena
en el rostro de Cristo, que era como un reflejo del Padre invisi­
ble que contemplaba.
El discípulo esperó a que terminase aquella oración antes de
formular su petición: «Señor, enséñanos a orar , como Juan
enseñó a sus discípulos» (Le 11,1). Había sido discípulo de Juan
Bautista y había recibido sus enseñanzas sobre la manera de
orar. Pero al seguir con sus ojos a Jesús en su oración, com­
prendía la diferencia y deseaba rezar como él. Cuando dijo:
«Enséñanos a orar», intentaba decir: «orar a tu manera».
El Maestro no dejó de responder a esta petición que él
mismo había provocado: «Cuando oréis, decid: Padre...». Y
enunció en unas breves palabras el contenido de la oración que
deseaba enseñarles.
La primera palabra de la oración es la más nueva y la más
característica: “Padre”, probablemente en arameo: “Abba”. De
este modo Jesús respondía no solamente a la petición, sino al
deseo del discípulo que deseaba orar como él.
La novedad sorprendente con la que decía “Abba” en su ora­
ción personal tiene que pasar a la oración de sus discípulos.
Desea compartir con ellos su condición filial y su vida filial; por
consiguiente, quiere también compartir con ellos su oración
filial. Enseñarles a orar es enseñarles ante todo a decir: “Abba”.
De esta forma quiere introducirlos en toda la profundidad de su
intimidad con el Padre.
Hemos reproducido la respuesta de Jesús según la versión de
Lucas. En la versión de Mateo, la invocación inicial no es
“Padre”, sino “Padre nuestro que estás en el cielo” (6,9). Esta
diferencia nos obliga a preguntarnos más exactamente qué es lo
que dijo Jesús. Parece ser la formulación más simple, “Padre”,
fue la de Jesús, que exhortó a sus discípulos a comenzar su ora­
ción lo mismo que él, con la invocación “Abba”2.

2. Cf. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca


1974, 211-213; J. G a l o t , Abba, Pbe%Sursum, Louvain 1990, 27-30.
Así se explica el hecho de que en la Iglesia primitiva algunos
pronunciasen la palabra “Abba”, e incluso la gritasen, en su ora
ción, según el testimonio de san Pablo, que reconocía en esta
invocación inspirada por el Espíritu Santo una prueba de la
filiación divina de los cristianos: «Y la prueba de que sois hijos
es que Dios envió a nuestros corazones al Espíritu de su Hijo,
que clama: Abba! ¡Padre! Ese mismo Espíritu se une al nuestro
para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,15-16).
Así pues, el grito “Abba* inaugura un clima nuevo en la vida
cristiana y en la oración. La oración se renueva por completo
cuando se dirige al “Papá” por excelencia.
Los discípulos nunca se habrían atrevido a apropiarse en su
oración personal la invocación uAbban, tan característica de la
oración de Jesús, si éste no les hubiera invitado a emplear este
vocablo. Es una audacia tan singular que no fue seguida mis
que con mucha timidez y muy esporádicamente en la tradición
cristiana inmediata. Sin embargo, es perfectamente conforme
con la enseñanza dada expresamente por Jesús y merecería desa­
rrollarse favoreciendo un clima más resueltamente filial de la
oración.
La intención de Cristo era acercar lo más posible a sus dis­
cípulos a Aquel que era su Padre. La expresión: “Padre, que estás
en el cielo» mantiene todavía al Padre a gran distancia de la tie­
rra, mientras que “Abba” hace descubrir a una persona muy cer­
cana, muy familiar: al Padre.
Sobre esta proximidad descansa más particularmente la efi­
cacia de la oración. Antes, en la oración judía, se aplicaba a Dios
una acumulación de títulos honoríficos con la finalidad de
hacerse escuchar mejor por él. Jesús enseña una plegaria intro­
ducida por un solo nombre, el de Padre. El que es esencial­
mente Padre prefiere ser invocado con este nombre; es la mejor
garantía de un contacto íntimo y de una oración eficaz.
Podemos lamentar que hasta el presente la palabra evangéli­
ca: «Cuando oréis, decid: Padre...» no haya encontrado todo el
eco que sería de desear en la práctica de la oración cristiana. lis
verdad que en el rezo del Padrenuestro se llama al Padre con su
nombre. Pero lo más frecuente es que, cuando se reza, no se
llame a Dios “Padre”. En las oraciones litúrgicas se le invoca
como “ Dios”, “Señor”, “Omnipotente y eterno Dios”, sin que
se pronuncie muchas veces el nombre de Padre.
Quizás sienta uno la tentación de pensar que se trata de una
omisión o de una negligencia de orden secundario. lis verdad
que la substancia de la oración importa más que la terminolo­
gía; pero es importante conformar en todo lo posible la oración
al ejemplo y a la enseñanza de Jesús. La ausencia frecuente de la
invocación “ Padre” indica una falta de conciencia filial en la
vida cristiana. La importancia de la revelación del Padre, tan
manifiesta en el evangelio, no ha ido suficientemente acogida.
El valor del nombre “Abba” como establecimiento de unas reía-
ciones de paternidad y de filiación ha sido muy poco apreciado.
Debería desarrollarse más la respuesta del amor filial al amor
paternal.

2. L a ORACIÓN DHL PADRKNUKSTIU)

La oración enseñada por Jesús merece una profunda medi­


tación. Nos ha llegado en términos muy sencillos, pero exige un
serio estudio y una reflexión para captar todo el misterio que en
ella se expresa.

Oración de petición
Es esencialmente una oración de petición. Cristo dio ejem­
plo de otros géneros de oración, como la alabanza o la acción de
gracias. Pero la oración que quiere enseñar a sus discípulos es
toda ella una oración de petición. Uno de los motivos para ello
quizás sea el que la oración de petición tiene una necesidad más
especial de aclarar sus objetivos. Más fundamentalmente toda­
vía, la petición sitúa la posición del hombre en sus relaciones
con Dios; surge de una dependencia total de la criatura respec­
to al Creador y de la subordinación de los hijos respecto al
Padre. Por la petición, la persona humana reconoce la necesidad
de recibir las ayuda divina, confiesa su impotencia y su fragili­
dad, resuelve los problemas de su indigencia mediante un recur­
so confiado a la bondad del Padre.
Muchas veces se le han dirigido críticas a la oración de peti­
ción: se la ha acusado de querer invertir el impulso religioso
hacia la consecución de intereses personales. Es verdad que en
la oración pueden colarse preocupaciones egoístas, pero en sí
misma la oración de petición no constituye una actitud egoísta,
ya que está animada por la confianza de aquel que aguarda del
Padre la respuesta a sus deseos y a sus necesidades.
En la oración enseñada por Jesús, las primeras peticiones no
se refieren a la satisfacción de unas necesidades personales; tien­
den a obtener, de la forma más desinteresada, la veneración del
Padre en la humanidad, la expansión de su reino y el cumpli­
miento de su voluntad.
Al formularlas, Jesús quiso mostrar que en la oración hay
que atribuir la prioridad a las peticiones que se refieren a los
intereses del Padre y al desarrollo de la iglesia. Desde este punto
de vista es más claro todavía el amor filial para con el Padre que
inspira toda la oración de petición.
Además, la orientación primordial de la petición hacia el
reino del Padre es el resultado de un don de la gracia que impul­
sa las aspiraciones humanas hacia la extensión de este reino. La
capacidad de contribuir a la obra divina en el mundo realza la
dignidad humana. La oración que coopera con Dios alcanza de
este modo la mayor eficacia.
Las tres primeras peticiones se suceden según una visión de
influencia cada vez más íntima del Padre en la vida de la huma­
nidad: primero, el reconocimiento y la veneración de su nom­
bre de Padre; luego, el desarrollo de su reinado, es decir, de su
dominio real sobre el destino de los hombres; finamente, la eje­
cución de su voluntad, que implica una influencia más pene­
trante en la conducta humana.
El hecho de que la oración del Padrenuestro esté compuesta
de dos grupos de tres peticiones contribuye a mostrar su auten­
ticidad, ya que Jesús se complacía en fórmulas ternarias de este
tipo. Se habla frecuentemente de siete peticiones, pero en reali­
dad la petición “líbranos del Maligno” va unida a la anterior
sobre la protección de Dios en la tentación y forma con ella una
sola petición.
Finalmente, por lo que se refiere a la estructura de las tres
primeras peticiones, es interesante señalar que las palabras “así
en la tierra como en el cielo” se aplican a las tres, y que podría
enunciarse de este modo la formulación primitiva: «Tanto en el
cielo como en la tierra, que tu nombre sea santificado, que
venga tu reino, que se haga tu voluntad». Se menciona en pri­
mer lugar al cielo como modelo para la tierra en la veneración
del nombre del Padre, de la venida de su reino y del cumpli­
miento de su voluntad.

Las tres primeras peticiones


Las tres primeras peticiones se han presentado con frecuen­
cia como si tuvieran por objeto el nombre de Dios, el reino de
Dios y la voluntad de Dios3. En realidad, la invocación inicial
“Padre” muestra que se trata del nombre del Padre, del reino del
Padre y de la voluntad del Padre. La revelación de la persona del
Padre ilumina el sentido de la oración enseñada por Jesús y con­
fiere un nuevo alcance a lo que se había expresado en la antigua
alianza mediante el nombre, el reino y la voluntad de Dios.

• “Santificado sea tu nombre”


Santificar el nombre del Padre es reconocer y venerar al
Padre en su soberanía divina y en su bondad paternal. Cuando
vino el Hijo a nuestro mundo, dio a conocer al Padre a fin de
atraer hacia él la veneración de los hombres. La primera carac­
terística del nuevo culto establecido por Jesús consiste en la ado­
ración al Padre (cf. Jn 4,21-24).

3. J. Carmignac {Rccbercbcs sur le "Notre Pfre'\ lxtouzcy ct Ane, Paris


1969, 76-109) titula así los capítulos sobre las tres primeras peticiones, a pesar
de tratarse de un estudio centrado en el Padre.
No se trata simplemente de inclinarse ante la majestad divi­
na. Para que sea santificado el nombre del Padre, es preciso que
el mismo Padre, en su omnipotencia, sea reconocido expresa­
mente como Padre. Es su amor paternal el que se nos invita a
descubrir, mediante una mirada que se deje guiar por la ense­
ñanza de Cristo.
Bajo esta luz, el culto adquiere una actitud esencialmente
filial. Los sentimientos de temor no pueden ser adecuados
como respuesta a la afirmación de la bondad paternal. Se había
definido a veces lo sagrado por el pavor que suscitaba. Aquí, lo
más sagrado que hay es la profundidad del amor del Padre que
se abre a los hombres e intenta suscitar en ellos la confianza y el
abandono filial.

• “Venga tu reino”
La esperanza judía se centraba en el establecimiento del
reino de Dios. Al comienzo de su predicación, Jesús había
anunciado el cumplimiento inminente de esta esperanza.
Cuando Jesús habla del reino, lo llama reino del hijo del
hombre o reino del Padre (cf. Mt 13,41.43). Mientras que los
judíos no pedían en sus oraciones la venida del reino de Dios,
Jesús exhorta a sus discípulos a rezar por la expansión del reino
del Padre. De esta forma les hace comprender más su responsa­
bilidad en este terreno. Incluso los que no tienen la posibilidad
de entregarse a una acción apostólica están invitados a la ora­
ción cotidiana con vistas al crecimiento del reino.
Así pues, todos los cristianos tienen la misión de contribuir,
al menos por la oración, a la expansión de la Iglesia. No pueden
actuar como miembros de la Iglesia más que tomando concien­
cia de su propia responsabilidad en su desarrollo, en su acción
y en su santidad.
Como el reino es reino del Padre, crece en la humanidad por
un dominio cada vez más amplio de su amor paternal sobre el
comportamiento de todos. En virtud de este amor paternal ,
tiende a establecer una fraternidad basada en Cristo. Por consi-
guíente, es un reino de amor, que encierra al mismo tiempo
todo el atractivo del amor y todas sus exigencias.
Es interesante recordar que este reino no se identifica con
ningún régimen de bienestar terreno. No se encarna en un régi­
men político; Jesús eliminó toda identificación de este género al
declarar: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). Se dan
ciertamente numerosas aplicaciones del precepto evangélico del
amor en el terreno de la vida social y política, pero el reino sigue
estando en un plan superior, como reino universal de la huma­
nidad que depende del Padre.
La petición “¡Venga tu reino!” intenta obtener una influen­
cia más considerable del amor del Padre en la vida de todos los
hombres.

• “Hágase tu voluntad”
En la versión de Lucas falta esta tercera petición. Pero tal
como nos la refiere Mateo, tiene que ser considerada como
auténtica. Jesús muestra suficientemente que en sus relaciones
filiales el cumplimiento de la voluntad del Padre juega un papel
esencial: «Mi sustento es hacer la voluntad del que me ha envia­
do...» (Jn 4,34). En Getsemaní, la aceptación de esta voluntad:
«No se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Me 14,36)
es la actitud fundamental ante el sacrificio. La tercera petición
del Padrenuestro supone por tanto un complemento indispen­
sable a las dos primeras, que se referían al nombre del Padre y a
su reino. El culto al Padre y el establecimiento de su reinado no
pueden alcanzar toda su realidad más que a través del cumpli­
miento de su voluntad.
Esta voluntad tiene un carácter paternal, que atenúa lo que
podría haber de demasiado categórico o de demasiado riguroso
en una decisión autoritaria. El término arameo traducido por
“voluntad” designaba más bien un deseo apoyado en una inten­
ción firme y deliberada. Podría recogerse este matiz traducien­
do: «¡Que se cumpla lo que place a tu corazón!». No hay nada
de tiránico en la voluntad divina. La sumisión a esta voluntad
viene de una respuesta del amor filial al amor paternal.
En su oración de Getsemaní, Jesús manifestó más especial­
mente la libertad filial de su respuesta al pedirle al Padre:
«Aparta de mí esta copa de amargura» (Me 14,36). A pesar de
que la cruz correspondía al plan establecido por el Padre para la
obra redentora, se atrevió a expresar su deseo de otra solución.
Muestra de este modo a los discípulos que pueden pedir siem­
pre que se les ahorre una prueba, con la condición de que man­
tengan una disponibilidad total y un abandono a la voluntad
del Padre.
Este abandono es el que expresa la última petición en honor
del Padre: «¡Hágase tu voluntad!».

Las tres últimas peticiones


Las tres últimas peticiones se refieren más directamente a
nuestras necesidades. Mientras que las tres primeras se iban
siguiendo según un orden de interiorización progresiva del
dominio del Padre sobre nosotros, las tres últimas se distinguen
por su referencia a las tres etapas del tiempo humano: el pre­
sente, el pasado y el porvenir. Para el presente la petición se
refiere al pan de cada día; para el pasado, al perdón de las cul­
pas; para el futuro, al apoyo en las tentaciones y a la protección
contra el demonio.

• “Danos hoy el pan que necesitamos”


Un padre humano se preocupa de asegurar el sustento de
sus hijos. El Padre, que en su Providencia se interesa por todas
las necesidades de sus hijos, está siempre dispuesto a acoger la
petición del pan de cada día.
Podríamos incluso preguntarnos por la necesidad de esta
petición, ya que Jesús recomienda en otro lugar a sus discípulos
que no se inquieten por su alimento, dado que el Padre conoce
todas sus necesidades. El Maestro ha querido incluir esta peti­
ción en la oración que les enseñaba a fin de favorecer en ellos
un espíritu de cooperación y desarrollar un recurso confiado a
la bondad del Padre en todos los terrenos. Dirigiendo esta peri-
ción al Padre es como profundizarán en su convicción de que lo
reciben todo de él.
Lista petición no recae más que sobre el pan de cada día. La
versión de Mareo: «Dánosle hoy» es más fiel a las palabras de
Jesús que la de Lucas: «Dánosle cada día». No se trata de la pre­
ocupación por el pan de cada día, sino únicamente del pan de
la jornada que se está viviendo; es preciso excluir toda inquie­
tud relativa al porvenir. En otro lugar Jesús declara: «No andéis
preocupados por el día de mañana» (Mt 6,34).
El pan que se pide es el pan material, signo de todo lo que
es necesario para el mantenimiento de la vida del cuerpo. Pero
en la intención de Jesús, el pan que se espera de la mano gene­
rosa del Padre es igualmente, e incluso en primer lugar, un pan
espiritual. ¿Acaso no había declarado, a propósito de la multi­
plicación de los panes: «Os aseguro que no fue Moisés quien os
dio el pan del cielo. Es mi Padre quien os da el verdadero pan
del cielo. El pan de Dios viene del cielo y da la vida al mundo»
(Jn 6,32). Cuando dice: «Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35),
anuncia la eucaristía.
Ese pan es el que piden sobre todo los cristianos al Padre.
Piden que los alimente de la vida espiritual de Cristo, y más
particularmente de la eucaristía.

• “Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a


los que nos ofenden”
Esta petición atestigua que la oración enseñada por Jesús no
es idéntica a la que él mismo rezaba. En efecto, las ofensas de
las que se habla son los pecados cometidos; constituyen un
ultraje que nos convierte en deudores del Padre. Jesús, que en
su santidad no podía implorar más que para los otros el perdón
de Dios, nos invita a todos a pedir para nosotros mismos el per­
dón de nuestras culpas.
Él desea que, al situarnos en presencia del Padre, tomemos
más vivamente conciencia de nuestro estado de pecadores. En
la parábola del deudor sin misericordia, evoca este estado como
el de una deuda tan considerable que es imposible pagarla. El
misterio del pecado consiste en una ofensa que tiene una
dimensión infinita, ya que ataca a Dios en la inmensidad del
amor que nos tiene. La única esperanza del pecador estriba en
pedir y en obtener el perdón divino. Más particularmente, se
trata de dirigir al Padre la petición de perdón, ya que, como
muestra la parábola del hijo pródigo, es su amor paternal el que
se ha visto herido por la actitud arrogante del pecador. La peti­
ción de perdón tiene que inspirarse en la confianza en esta
misma bondad del Padre; ha de excluir toda inquietud, en la
certeza de que habrá de ser escuchada.
Sin embargo, se menciona expresamente una condición para
que se otorgue el perdón. Tenemos que perdonar por nuestra
parte a los que nos han ofendido: «Porque si perdonáis a los
demás sus culpas, también os perdonará a vosotros vuestro
Padre celestial» (Mt 6,14). Para subrayar la importancia que
atribuye a esta condición, Jesús la insertó en el texto de la ora­
ción, de tal forma que no se puede rezar el Padrenuestro más
que renovando la intención de perdonar. Este perdón debe
incluso ser un hecho adquirido: «como nosotros hemos perdo­
nado a nuestros deudores», dice la versión de Mateo.
No se trata de una compensación que pudiera limitar la gra-
tuidad del perdón del Padre. El perdón sigue siendo entera­
mente gratuito, pero el Padre no puede concederlo más que
cuando encuentra en sus hijos la buena voluntad dispuesta a
perdonar a los otros.

• «No nos dejes caer en la tentación y líbranos del Maligno»


La formulación de esta petición significa más literalmente:
«Haz que no entremos en la tentación». “Entrar en la tentación”
es dejarse caer en ella, ceder a su seducción. Por tanto, esta peti­
ción debe traducirse: «Haz que no cedamos a la tentación».
La traducción: «No nos dejes caer en la tentación» corres­
ponde bastante bien a este sentido, mejor que la traducción
reciente francesa: «No nos sometas a la tentación», que parece
más ambigua. No podemos pedirle al Padre que nos ahorre
todas Iás tentaciones: Cristo fue tentado y nosotros estamos
sometidos igualmente a esta prueba. Lo que pedimos es la
ayuda del Padre para tener la fuerza de resistir a la seducción del
mal.
lista petición nos recuerda nuestra fragilidad, que tiene
necesidad de ayuda. Jesús hizo comprender a sus discípulos que
la oración era necesaria para no ser víctimas de la tentación:
«Velad y orad, para que podáis hacer frente a la prueba» (Mt
26,41), es decir, para no sucumbir en ella.
La protección que se pide frente a la tentación se precisa a
continuación: «Líbranos del maligno». lista traducción es pre­
ferible a la tradición que se admite habitualmente: «Líbranos
del mal». La expresión gramatical no permite decir si se trata del
“mal” o del “maligno”. Pero en otros lugares, en el lenguaje de
Jesús, el término que aquí se emplea designa al malvado, es
decir al demonio.
Ser liberado del demonio no es en este caso ser liberado de
una esclavitud al espíritu del mal, sino simplemente verse al
abrigo de sus maniobras. Se trata realmente de un terrible ten­
tador. El Maestro quiso que sus discípulos tomaran conciencia
del peligro que constituye este adversario para ellos.
Su táctica consiste en denunciarlo, en hacer que lo descu­
bramos. Lo llama «mentiroso por naturaleza y padre de la men­
tira» (Jn 8,44). Se trata de una paternidad en el mal, opuesta a
la paternidad del Padre celestial; se manifiesta en el comporta­
miento de aquellos que se oponen al mensaje del evangelio.
«Tenéis por padre al diablo», dice Cristo a los que le persiguen
con su enemistad.
Así se explica que la oración que había comenzado por
“Padre” termine con la evocación del “Maligno”, que pretende
rivalizar con la paternidad del Padre extraviando a los hombres
por el camino del mal. Sin embargo, es el Padre el que obtiene
la victoria. Jesús alude aquí a la victoria que iba a alcanzar sobre
el príncipe de este mundo (Jn 12,31) y a la que los mismos dis­
cípulos habían alcanzado sobre Satanás en su misión apostólica
(Le 10,18).
L os cristianos están invitados a pedir la ayuda del Padre en
esta victoria. Están comprometidos en un combate en el que
la paternidad benéfica y salvadora del Padre se impone sobre la
paternidad de mentira y de hostilidad que es propia de Satanás,
del “ Maligno”.
1. En la oración personal de Jesús aparece una novedad
absoluta: nadie se había dirigido nunca a Dios llamándob
Abba (“Papá”). Jesús empieza su oración con esta invocación. El
término “Abba”, en labios de Jesús, revelaba su filiación divina.
2. Jesús invita a sus discípubs a entablar con el Padre el
diálogo másfamiliar. La recomendación: «Cuando oréis, decid:
Padre ( “Abba”)» la pusieron en práctica los que, según el testi­
monio de san Pablo, lanzaban el grito “Abba” (Gál 4,6; Rom
5,15). Es de desear que los cristianos invoquen más al Padre con
este nombre.
3. La oración que enseñó Jesús, el Padrenuestro, es una ora­
ción de petición. Expresa un impulso de confianza filial hacia el
Padre. En las peticiones del Padrenuestro, la atención recae pri­
mero sobre los intereses del Padre y de su reino; luego, sobre nues­
tras necesidades personales.
4. Las primeras peticiones se ordenan según una interio­
rización progresiva: santificación del nombre de Padre, es decir;
veneración a su persona; venida de su reino mediante el desa­
rrollo de la Iglesia y la difusión de la gracia; cumplimiento de su
voluntad mediante una obediencia filial.
5. En las tres últimas peticiones (el presente, el pasado, el
futuro) pedimos primero al Padre el pan de cada día: no solo el
pan material, sino el pan espiritual y el pan eucarístico. Luego
imploramos el perdón de los pecados, renovando nuestro perdón
a los hermanos. Finalmente, pedimos la protección del Padre en
la tentación y su amparo de la influencia del “maligno”. Es
mejor traducir: «Líbranos del maligno» que «líbranos del mal».
Jesús denuncia las amenazas que provienen de Satanás, el “padre
de la mentira”
LA ORACIÓN AL PADRE: CUALIDADES
Y EFICACIA

Las cualidades de la oración deben comprenderse dentro del


marco de las relaciones con el Padre. Pertenecen esencialmente
a un diálogo filial. La oración filial de Cristo ilumina y guía la
de los discípulos. Ya hemos subrayado cómo, al querer compar­
tir con sus discípulos la filiación divina, Jesús quiso compartir
también con ellos su oración filial.

1. C u a l id a d e s d e la o r a c ió n a l Pa d r e

Sinceridad
Cuando Jesús recomienda a sus discípulos la sinceridad en la
oración, les aconseja que se sitúen ante el rostro del Padre:
«Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a los que les gusta
orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para
que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su recom­
pensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta
y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te premiará» (Mt 6,5-6).
Jesús piensa en los que quieren obtener de su oración ciertas
ventajas para su amor propio. La oración no puede dejarse des­
viar hacia una búsqueda egoísta de uno mismo. Tiene que sur­
gir del amor, y de un amor que busca únicamente la presencia
del Padre. Para escapar de este egoísmo y de esta vanidad habría
sido ya suficiente ponerse en presencia de Dios. Al atraer la
mirada, el rostro de Dios la envuelve de una luz más pura. Sin
embargo, Jesús indica que se trata de la presencia del Padre. La
oración, ral como la enseña a sus discípulos y tal como la prac­
tica él mismo, está dirigida esencialmente hacia el Padre.
uTu Padre”, dice para sugerir todo el cariño personal que
emana de esta presencia. El Padre no es solamente Padre de toda
la humanidad; es el Padre del que ora. Y acoge esta oración con
todo el cariño de su amor paternal.
El Padre ve en lo secreto; no se le escapa nada de las dispo­
siciones personales del que ora. Nadie puede hacer que el Padre
lo considere mejor de lo que es; pero tampoco puede nadie
hacer que Dios lo juzgue menos bueno de lo que es en realidad.
El Padre lo mira con toda su simpatía y lo estima con gran
benevolencia en sus esfuerzos por orar.
En lo secreto es donde el Padre da a cada uno lo que mere­
ce su oración. La retribución puede dar a veces la impresión de
que está ausente, ya que es secreta. Pero nunca falla, aun cuan­
do no se sienta el beneficio. Está hecha a la medida de la gene­
rosidad soberana de Aquel que ama profundamente a sus hijos.
Jesús buscaba este secreto de las relaciones con el Padre en el
momento de la oración, siempre que se dirigía a lugares desier­
tos para orar.
Tras los cuarenta días de contemplación en el desierto, tuvo
muchas veces ocasiones de elegir lugares de soledad para sus
efusiones ante el Padre. Buscar un lugar solitario para orar no
era únicamente asegurar un clima de paz y de tranquilidad para
la oración, sino ponerse más directamente en presencia del
Padre invisible.
Este ejemplo nos ayuda a comprender que la recomendación
de retirarse cada uno a su habitación y cerrar la puerta para orar
al Padre no debe entenderse en un sentido demasiado literal. El
objetivo esencial es encontrar una verdadera soledad que se abra
a una intimidad más completa con el Padre. Este objetivo
puede igualmente alcanzarse con la búsqueda de un lugar
desierto, al abrigo de los contactos habituales con los demás,
que son característicos de la vida social. Jesús sabía abstraerse
de sus relaciones con los discípulos y con los oyentes para no
mirar más que el rostro del Padre. De este modo se sumergía en
la relación más esencial de su vida, la relación filial.

Confianza
La confianza es una cualidad esencial de la oración filial.
Cuando reveló a sus discípulos la persona del Padre y subrayó
sus disposiciones de bondad y de misericordia, Jesús quiso sus­
citar en ellos un impulso de confianza en él. Más particular­
mente, quiso hacerles superar la mentalidad más antigua de la
oración, en la que solía ponerse más bien el acento en el temor
de Dios. El Padre no pide que le teman ni quiere infundirles
pavor, ya que esos sentimientos mantendrían más bien a sus
hijos alejados de él. Lo que desea es atraer hacia sí a los que ama,
evitando todo lo que pudiera retraerlos o provocar en ellos cier­
ta desconfianza. Nada le complace tanto como el abandono
sereno de la confianza, que responde a la grandeza de su amor.
En los momentos más difíciles resulta particularmente nece­
saria la confianza absoluta en el Padre. En el drama de la pasión,
el mayor peligro que corrieron los discípulos vino de la con­
fianza presuntuosa que tenían en sí mismos frente a la inmi­
nencia de la crisis. Se sentían capaces de arrostrar valientemen­
te a los adversarios y de perseverar en su adhesión al Maestro.
En Getsemaní, Jesús, que ora al Padre con vistas a la prueba, les
exhorta a hacer ellos lo mismo, es decir, a poner su confianza no
en sus propias fuerzas, sino en el poder del Padre: «Velad y orad,
para que podáis hacer frente a la prueba; que el espíritu está
bien dispuesto, pero la carne es débil» (Me 14,38; Mt 26,41).
Es el momento en que Jesús grita “Abba” de una forma inolvi­
dable. Muestra cómo toda su confianza está puesta en el Padre
e intenta arrastrar a sus discípulos a una oración análoga. La
recomendación: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,38)
sigue siendo válida para todos aquellos que están expuestos a las
pruebas: se les invita a permanecer y a velar con Cristo, aso­
ciándose a su oración llena de confianza en el Padre.
No es menos impresionante la última plegaria de Jesús en la
cruz, animada igualmente de una confianza absoluta en el
Padre: «Padre, a tus manos confío mi espíritu» (Le 23,46). El
crucificado se abandona sin reservas en las manos del Padre; así
es como acepta la muerte y se prepara, en la esperanza, al desti­
no glorioso que el Padre se dispone a depararle.
Estas últimas palabras constituyen una respuesta al interro­
gante recogido del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?» (Me 15,34; Mt 27,46). El “por qué” es la
cuestión que surge espontáneamente en la prueba. Se le plante­
aba a aquel que sufría el suplicio de la cruz. Después de haber­
la formulado, Jesús enuncia finalmente su respuesta: pone total­
mente su confianza en Aquel que lo había conducido por un
camino tan doloroso, con el abandono más completo de su ser
y de su vida.
Para esta respuesta se sirve de unas palabras de otro salmo,
en donde se decía: «Yahvé, a tus manos confío mi espíritu». Pero
Jesús cambia la invocación “Yahvé” por la de “Padre”. Por últi­
ma vez antes de su muerte, pronuncia el nombre “Abba”, de
manera que su confianza es fundamentalmente filial. Poner su
espíritu en manos del Padre es sumergirse en el amor paternal
que se abre ante él1.
Las plegarias de Getsemaní y del Calvario atestiguan la
inmensa confianza que unía a Jesús con el Padre. En las cir­
cunstancias más ordinarias, menos dramáticas, la confianza
filial había sido siempre el alma de la oración de Cristo. Por este
camino de confianza es por el que Jesús deseó encaminar la ora­
ción de sus discípulos.

1. A veces los exégetas piensan que hay que ver la cita del salmo 22 como
un equivalente, en Marcos y en Mateo, del grito que menciona Lucas en
23,46. Pero las palabras de Jesús referidas por un evangelista no excluyen las
que pudo recoger otro. Según el relato de Marcos, hubo un primer grito diri­
gido a «Eloí....», y luego otro, el último, en el momento de morir (Me 15,34-
37). Este último grito es el que ha conservado Lucas.
Perseverancia
El carácter filial de la oración favorece la disposición de per­
severancia. Jesús no dejó de insistir en esta perseverancia, decla­
rando «la necesidad de orar siempre sin desanimarse» (Le 18,1).
La parábola que nos refiere el evangelio de Lucas (11,5-8)
para ilustrar esta perseverancia es la del amigo importuno. En
esta parábola no se habla del Padre; pero, como en el texto evan­
gélico viene inmediatamente después de la oración que había
enseñado Jesús y que había comenzado con la recomendación:
«Cuando oréis, decid: Padre...», tiene que entenderse en esta
perspectiva de relaciones con el Padre. El amigo que se resuelve
finalmente a alborotar a toda su familia dormida para dar los
panes que se le piden no puede ser la imagen fiel del Padre, ya
que se levanta de mala gana; intenta simplemente verse libre de
la importunidad de su vecino. Pero con esta concesión da a
comprender que en su bondad, con mucha más razón, el Padre
es incapaz de rechazar una petición inoportuna.
La otra parábola, la de la viuda importuna (Le 18,1-8), es
todavía más significativa. En efecto, describe los pasos de una
viuda que quería obtener justicia de un juez muy mal dispues­
to, que no temía a Dios ni a los hombres, pero que acabó
cediendo diciéndose: «Le haré justicia para que deje de moles­
tarme de una vez». Lo mismo que el amigo que daba sus panes,
tampoco este juez evoca el rostro del Padre, lleno de misericor­
dia y de solicitud, empeñado en hacer valer la justicia en la
sociedad e interesado más particularmente en la suerte penosa
de las viudas. Pero la decisión que toma el juez para preservar
su propia tranquilidad nos hace comprender por contraste el
ardor del Padre en responder a la oración perseverante.
Jesús recomienda una perseverancia basada en la bondad
inagotable del Padre y en su deseo de responder a las súplicas de
sus hijos. Estas súplicas, si se repiten con confianza, acaban
teniendo éxito.
Podemos recordar a este propósito la perseverancia de María
en Caná. Ante el obstáculo que constituía la hora del primer
milagro prevista por el Padre para otras circunstancias, María
no se desanima; a pesar de la respuesta poco favorable de Jesús,
persistió en su intención, poniendo en movimiento a los sir­
vientes. El Padre cedió ante su obstinación.

Amor fraterno
La relación filial con el Padre no puede disociarse nunca del
amor fraterno que debe estar también presente en la oración.
Ser hijo del Padre es tener a los demás hombres por hermanos;
al establecer la filiación divina de los cristianos, Jesús estableció
entre ellos vínculos de fraternidad.
En la oración del Padrenuestro hemos indicado ya la impor­
tancia atribuida expresamente a la disposición personal de per­
dón; los que rezan esta oración están invitados a reafirmar su
voluntad de perdonar.
El Padre no puede acoger más que una oración en la que se
afirme la comunión, el buen entendimiento entre sus hijos. Él
mismo reprueba toda división; los que se dirigen a él tienen que
presentarse reconciliados y unidos. El Padre nunca toma parti­
do en favor de unos contra otros; lo que pide es la armonía de
todos a través de todas las diferencias que pueda haber entre la
personas.
Jesús subraya la eficacia que confiere el amor fraternal a la
oración: «Os aseguro que, si dos de vosotros se ponen de acuer­
do en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi
Padre celestial» (Mt 18,19). La unión de varias voces ejerce una
acción especial sobre el Padre y suscita su prontitud para escu­
char la petición. Cada uno de los que oran es acogido ya por sí
mismo por el Padre y puede obtener sus favores; pero la unión
fraternal añade una fuerza suplementaria, en virtud de la
importancia esencial que el Padre dedica a la caridad.
Así es como la oración comunitaria encierra un valor singu­
lar. Por otra parte, toda oración individual tiene que hacerse en
un espíritu de comunión con la Iglesia. Pero cuando en su
forma externa la oración hace escuchar la súplica de la comuni­
dad, garantiza más aún su eficacia.
El vínculo indisoluble que Cristo estableció entre el amor a
Dios y el amor al prójimo exige que el corazón de los cristianos
en la oración esté animado a la vez de un amor absoluto al Padre
y de un profundo amor a los hermanos.

2 . E f ic a c ia d e la o r a c ió n

Por una parte, Jesús afirma vigorosamente el principio de la


eficacia de la oración; por otra, atribuye esta eficacia a la bon­
dad del Padre.

Toda oración es escuchada


Enseña claramente que toda oración, sin excepción, es efi­
caz: «Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y os abri­
rán. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y
al que llama le abren» (Mt 7,7-8; Le 11,9-10). Esta seguridad
está garantizada por la autoridad absoluta de Cristo que, según
la versión de Lucas, va introducida y enunciada con las pala­
bras: «Pues yo os digo».
Comprometiendo toda su autoridad en esta afirmación,
Jesús desea combatir las dudas que nacen y se expresan con fre­
cuencia sobre el efecto de la oración. Muchas personas se que­
jan de que sus oraciones siguen siendo inútiles. No llegan a
obtener lo que desean, aunque lleven mucho tiempo pidiéndo­
lo. En la manera de juzgar de la eficacia de la oración se ha esta­
blecido la distinción entre oraciones escuchadas y oraciones no
escuchadas. Y a menudo las oraciones no escuchadas parecen
ser mucho más numerosas que las otras.
Jesús no vacila en contradecir esta manera de ver. Contra lo
que a muchos les parece una evidencia, es decir, la experiencia
de las oraciones no escuchadas, afirma categóricamente: «El que
pide, recibe». Toda oración de petición, sea quien sea el que la
hace, recibe una respuesta celestial. Ninguna oración se hace en
vano: es ésta una verdad que no puede ser objeto habitual de
constatación. Es más bien un misterio, algunos de cuyos signos
podemos discernir, pero que no puede imponerse por una
demostración visible. Se trata de una revelación que debemos
acoger.

Motivo de la eficacia: la bondad del Padre


Jesús explica la eficacia de la oración por la bondad sobera­
na del Padre. Para hacer comprender mejor esta bondad, recu­
rre a la bondad de los padres humanos: «¿Acaso, si a alguno de
vosotros su hijo le pide pan, le da una piedra?; o si le pide un
pez, ¿le da una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que
está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt
7 ,9 - 11)-.
Es éste un homenaje que se rinde al corazón paternal de los
hombres. Aunque uno sea malo, tiene suficiente bondad para
conmoverse ante la petición de sus hijos y satisfacerla. Pues
bien, si un padre humano es capaz de esta bondad, el Padre
celestial es infinitamente más generoso todavía. En las palabras
de Jesús se palpa una viva reacción contra las dudas y la des­
confianza que manifiestan muchas veces los que oran. ¿Cómo
van a poder declarar que sus oraciones son inútiles y acusar así
al Padre de ser insensible o indiferente, cuando su amor es el
más abierto y el más accesible de todos? ¿No será una injuria
imputarle una actitud de desdén o de rechazo, que no se
encuentra en los padres humanos?

2. La imagen de la serpiente se explica por el hecho de que hay serpien­


tes en el lago de Tiberíades y que los pescadores pescaban fácilmente alguna
serpiente junto con lo» peces. Pero esas serpientes no son venenosas. Se trata,
por tanto, no de algo nocivo, sino de algo inútil, en lugar de pescado. I’ara la
imagen del escorpión en lugar de un huevo, mencionada por Lucas (11,12),
se podría pensar que el texto primitivo traía koprion y no skorpion (hipótesis
propuesta por J. Vara en Salmanticensii 30 [1983) 225-229); se trataría enion-
ce» de “estiércol” en lugar de un huevo, es decir de una cosa sin valor y no de
un animal peligroso.
La exclamación; «¡Cuánto más vuestro Padre que está en los
ciclos dará cosas buenas a los que se las pidan!» surge del cora­
zón filial de Jesús, que conoce la bondad irreprochable del Padre
y que restablece la verdad, El Padre no deja sin respuesta nin­
guna oración, dado que es el mejor de los padres. E incluso hay
que añadir que la generosidad de su respuesta supera con
mucho todo lo que un padre humano puede dar a su hijo.

Influencia de la oración sobre la acción divina


La eficacia de la oración nos permite comprender mejor la
profundidad del amor que nos tiene el Padre. En efecto, esta
eficacia supone que el Padre consiente en modificar sus desig­
nios para tener en cuenta nuestras peticiones. El Padre concede
a sus hijos una libertad filial, que les permite expresar personal­
mente sus deseos y obtener su cumplimiento.
Ya en la tradición judía, Dios se había mostrado accesible a
las peticiones, hasta el punto de modificar sus intenciones. Así,
cuando manifiesta su propósito de destruir la ciudad de
Sodoma como ciudad pecadora, le permite a Abrahán interce­
der en su favor y se muestra pronto a renunciar a esta destruc­
ción, con tal que puedan encontrarse en glla cierto número de
justos: todas las propuestas del patriarca, que va rebajando pro­
gresivamente este número de cincuenta a diez, son aceptadas
por la soberanía divina (Gn 18,22-32). La curación de Ezequías
no es menos significativa: después de que el profeta Isaías le dijo
que iba a morir, este rey se dirige a Dios en la oración y obtie­
ne que Dios le conceda quince años más de vida (cf. 2 Re 20,1-
6).
En el evangelio, la petición de un milagro que le hizo María
a Jesús en las bodas de Caná choca con la voluntad del Padre,
que no había previsto el primer milagro para estas circunstan­
cias: «Mi hora aún no ha llegado» (Jn 2,4). Perseverando con fe
en su actitud, María obtiene que venga esa hora. Por tanto, es
preciso admitir que hay aquí una modificación del plan divino.
La curación pedida por la Cananca choca también con la
voluntad del Padre, que no había enviado a su Hijo más que a
las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 15,21-28; Me 7,24-
30). En estas circunstancias igualmente el milagro supone una
derogación del plan establecido por el Padre.
Estas modificaciones de los designios del Padre nos las da a
conocer el propio Jesús por sus propias reacciones ante las peti­
ciones de milagro que le hacen. De hecho, se producen de
forma más oscura en los casos en que son escuchadas otras ple­
garias. Al escucharlas, el Padre reconoce a sus hijos el derecho a
ejercer cierta influencia sobre el curso de los acontecimientos.
Libre y soberanamente, conforma su decisión con la voluntad
humana que le implora.
Esto significa que la oración ejerce una acción sobre el com­
portamiento divino. Para evitar admitir esta verdad, algunos se
han esforzado en mostrar que la oración produce solamente un
efecto sobre el que ora, trasformándolo. No tendría entonces
más que una eficacia interior al individuo y no podría alcanzar
a Dios en sí mismo. Pero semejante reducción a un efecto sobre
el sujeto que ora no explica la intención de la oración, que
intenta tocar a Dios, alcanzarle, para obtener su favor. No es
posible ignorar el movimiento de la oración hacia Dios y la res­
puesta divina a este proceso.
Conviene recordar sin duda el principio según el cual Dios,
en su naturaleza divina, sigue siendo inmutable. La influencia
ejercida por la oración sobre Dios no puede menguar en nada
su transcendencia divina; no puede imponer una subordinación
del ser divino a la voluntad humana. Pero como Dios es sobe­
rano, puede tomar la decisión de acoger las oraciones de sus
hijos como cooperación de los mismos en su gobierno del
mundo.
Esto es lo que quiso hacer el Padre. Con una bondad total­
mente gratuita, se dispuso a escuchar las oraciones que se le
dirigían. Su corazón paternal lo hace muy sensible a las aspira­
ciones de sus hijos y desea darles el mejor cumplimiento. Se
prohíbe a sí mismo, en cierto modo, resistir a las súplicas que
suben hasta él.
Puesto que se trata de una decisión soberana por su parte,
no pierde nada de su poder; quiere simplemente ejercer ese
poder en el sentido del amor.
De esta manera, el Padre permanece constantemente a la
escucha de las oraciones que se le dirigen y conduce el destino
del mundo teniendo en cuenta todas estas oraciones.

El Padre da únicamente “cosas buenas '


Cuando declara que el Padre «da cosas buenas a los que se
las piden», Jesús deja vislumbrar un motivo por el que ciertas
peticiones no parecen ser escuchadas. El Padre, en su bondad,
no puede conceder más que «cosas buenas». Pues bien, ocurre
que a veces le pedimos cosas menos buenas, cosas inútiles e
incluso nocivas, sin darnos cuenta de ello. Muchas veces no
conocemos las condiciones reales más favorables a nuestro des­
tino ni nuestras necesidades más esenciales. No somos buenos
jueces para apreciar todo lo que nos conviene. Cuando pedimos
algo malo o menos bueno, el Padre fallaría en su amor y en su
vigilancia si nos lo concediera. Por eso tenemos a veces la impre­
sión de que nuestra oración ha quedado sin ser escuchada.
En realidad, también esa oración ha sido escuchada. El
Padre tiene en cuenta nuestros deseos más profundos y las
intenciones que se expresan a través de nuestras plegarias.
Responde a esos deseos y a esas intenciones, al mismo tiempo
que desea proveer a todo lo que nos es útil o necesario. Escucha,
por consiguiente, nuestra oración dándonos algo mejor que lo
que le habíamos pedido. Cuando no recibimos exactamente lo
que ha sido objeto de nuestra oración, es porque el Padre ha
considerado más útil, más beneficioso para nosotros o para los
demás, concedernos un favor superior.
En este sentido es como no hay excepción a la eficacia de la
oración. «El que pide, recibe», tanto si recibe lo que ha pedido
como si recibe otra cosa mejor. Los casos en que pudiera tener­
se la impresión de una oración inútil e ineficaz son precisamen­
te aquellos en los que la respuesta del Padre es más generosa, ya
que concede un don superior.

El Padre da el Espíritu
En el evangelio de Lucas, la expresión cosas buenas” es sus­
tituida por “el Espíritu Santo”': «¡Cuánto más el Padre celestial
dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (11,13). El Espíritu
Santo es efectivamente lo mejor de todo. A veces se tiene la ten­
tación de interpretar las “cosas buenas” a nivel del bienestar
material del hombre. Pero esas cosas se refieren a todos los bie­
nes espirituales, que encierran más valor. Son esos bienes espi­
rituales los que Padre desea prodigar sobre todo a sus hijos.
Muchas oraciones no obtienen lo que piden, porque el favor
que se pide no es capaz de procurar la mejor realización espiri­
tual del individuo o incluso puede perjudicarlo.
Al contrario, cuando uno pide al Padre el Espíritu Santo,
¿cómo no va a recibir lo que ha pedido expresamente? Es ver­
dad que el Espíritu Santo se nos ha dado a todos según la pro­
mesa del Padre (cf., Le 24,49; Hch 1,8) y que desde Pentecostés
ha sido entregado a la vida de la Iglesia. Lo mismo ocurre con
los múltiples dones del Espíritu que también se han derrama­
do con abundancia sobre la comunidad cristiana. Sin embargo,
los que aprecian estos dones y sienten necesidad de ellos reciben
la invitación de pedirlos, a fin de recibirlos más abundante­
mente todavía. El Padre desea que se le pida el Espíritu Santo,
así como sus dones de luz, de fortaleza, de amor, de gozo, y se
apresura a conceder lo que se le ha pedido especialmente.
Nunca rechaza la luz espiritual, la fuerza espiritual, el amor
espiritual, el gozo espiritual. No podría conceder nada mejor.
Así pues, los cristianos tienen cierta responsabilidad en los
dones espirituales que animan su vida: en la medida en que se

3. La versión de Mateo “cosas buenas” es primitiva, «por ser más simple»;


Lucas habla del “ Espíritu Santo” «para acentuar mejor el objeto sobrenatural
obtenido» (L agrange, L uc, o. c., 38).
los pidan al Padre, los recibirán más ampliamente. La intensi
dad de la vida del Espíritu Santo puede crecer en cada uno gra
cias a una oración más insistente para obtenerla.
1. Deseando compartir con sus discípulos su oración filial,
Jesús recomienda la sinceridad de la oración y quiere evitar toda
intención de vanidad. Él mismo buscaba lugares desiertos para
orar, a fin de encontrarse con el Padre en la soledad. La oración
auténtica surge de un amor que desea expresarse.
2. Jesús da ejemplo de la confianza filia l que debe animar
a ¡a oración. Esta confianza alcanza su cima en el momento de
la cruz, cuando entrega su espíritu en manos del Padre. La con­
fianza es la disposición que se requiere como respuesta al amor
del Padre.
3. Es igualmente necesaria la perseverancia. Jesús hace
apreciar más su valor con las parábolas del amigo importuno y
de la viuda importuna. Los cristianos no deben tener miedo de
importunar al Padre con peticiones obstinadas.
4. Entre las disposiciones que han de acompañar a la ora­
ción está el amor fraternal: la unión de voces y de corazones
favorece la eficacia de la oración.
5. Por lo que se refiere a esta eficacia, Jesús afirma vigoro­
samente el principio general: toda oración es escuchada, sin
excepción: «Pedidy recibiréis». Esta acogida se debe a la bondad
del P¿idre, que no puede resistir a bs deseos de sus hijos.
6. ¿Cómo explicar bs casos numerosos en que la petición
parece no haber tenido respuesta? Según la palabra de Jesús, el
Padre da 'cosas buenas” a bs que se las piden. Cuando la cosa
pedida no es buena o es menos buena, el Padre da otra cosa, una
cosa mejor. El que pide el Espíritu Santo y sus dones no deja
nunca de recibirbs.
EL CULTO AL PADRE

1. E l c u l t o n u e v o

Culto basado en el Hijo resucitado


La intención de fundar un culto nuevo aparece en el episo­
dio en que Jesús echa a los vendedores del templo. Llama a este
templo «la casa de mi Padre». Es el lugar en donde se ha reali­
zado el culto en honor al Padre, pero que ha sido profanado y
desviado de su destino por los vendedores. Jesús desea poner fin
a estos abusos; son el signo de otros abusos mucho más graves
por parte de las autoridades judías, que traicionan el verdadero
culto con su falta de sinceridad y de fidelidad a Dios.
Es necesaria una gran purificación. Pero la voluntad de
Cristo busca un objetivo más radical: el establecimiento de un
templo nuevo y de un culto nuevo: «Destruid este templo y en
tres días lo levantaré de nuevo» (Jn 2,19). Las autoridades judí­
as destruyen espiritualmente el templo y esta destrucción ten­
drá pronto su total cumplimiento con la condenación a muer­
te del Salvador. El velo del templo, que en el momento de morir
Jesús se desgarra de arriba abajo (Me 15,38), expresa simbólica­
mente esta destrucción. Pero a esta destrucción corresponde
una reconstrucción espiritual del templo, que se anuncia como
una resurrección. El acontecimiento de la resurrección de
Cristo significa la instauración de un templo nuevo y de un
culto nuevo. Este culto no estará ya ligado a un edificio de pie­
dra, sino a la persona del Salvador resucitado.
Pues bien, Cristo resucitado ordena a María Magdalena que
diga a sus discípulos: «Voy a mi Padre, que es vuestro Padre» (Jn
20,17). Como consecuencia del drama redentor, el Padre de
Jesús se ha convertido en Padre nuestro. El Señor resucitado
quiere arrastrarnos y llevarnos hacia él; en este sentido, el culto
nuevo está orientado por completo al Padre; es una entrada en
la casa del Padre.

La adoración al Padre en espíritu y en verdad


De este culto es del que se habla en el diálogo de Jesús con
la Samaritana. Sintiéndose cada vez más acorralada y llevada a
una conversión que le gustaría evitar, esta mujer se refugia tras
el amparo del culto exterior. Ella pertenece al culto samaritano,
que se practica en el monte Garizim, y por tanto no tiene que
recibir lecciones de una persona cuyo culto está ligado al tem­
plo de Jerusalén. La oposición entre los dos cultos nacionales es
de tal categoría que los judíos y los samaritanos han dejado de
hablarse entre sí.
Jesús se niega a entrar en esta controversia. Aunque afirma
que «la salvación viene de los judíos», se sitúa en un nivel supe­
rior, el del nuevo culto: «Créeme, mujer; está llegando la hora,
mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar culto al Padre no
tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén... Ha llegado la
hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran
en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así» (Jn
4,21-23). Lo importante en esta declaración es que Jesús no
anuncia solamente el fin del culto samaritano, sino también el
fin del culto que se rendía en el templo de Jerusalén, mientras
que habría podido pensarse en una simple prolongación del
culto judío en el culto cristiano. Él sabía que iba a ser destrui­
do el templo para dejar sitio al de su resurrección.
Jesús tiene conciencia del cambio radical que se ha produci­
do en la historia religiosa de la humanidad: «Ha llegado la
hora...». Conoce perfectamente los designios del Padre.
Responde a la invocación de la tradición expresada por la
Samaritana: «Nuestros antepasados rindieron culto...», afirman­
do la novedad establecida por el Padre. La hora que ha llegado
es la del Padre que exige otra adoración.
Por sí misma, la adoración al Padre no puede limitarse a una
nación o a un santuario. Se dirige a un Padre que tiene un cora­
zón universal y que abraza a toda la humanidad. Cualquier
barrera iría en contra de la apertura de su amor.
Esta adoración implica una actitud profundamente filial, ya
que es el Padre como Padre, y no simplemente como Dios, el
que ha de ser adorado. Tanto el culto como la oración toman
una fisonomía filial. Brota de la vida filial de Cristo, comunica­
da a todos sus discípulos.
La adoración no consiste en una simple veneración externa;
ha de ser adoración “en espíritu y en verdad”. Para la samarita-
na éste era el punto crucial: ¿no podía contentarse con una par­
ticipación en las ceremonias del culto? Jesús le hace compren­
der que su adoración compromete a todo su espíritu, a toda su
alma, y tiene que manifestarse en su comportamiento por la
conformidad con la voluntad del Padre, a fin de ser “verdadera
adoración”. Semejante adoración implica un cambio radical en
su conducta.
Se puede observar que la adoración “en espíritu” supone
más concretamente una acción interior del Espíritu Santo. Ya
hemos indicado que el culto al Padre no puede desarrollarse
más que por la comunicación de la vida filial de Cristo: es el
Hijo el que da un alma filial a todos los hijos del Padre. Esta
comunicación se lleva a cabo por el Espíritu Santo. Según el tes­
timonio de san Pablo, el grito “Abba” lo lanza en nuestros cora­
zones el Espíritu Santo, que es Espíritu del Hijo y que nos hace
vivir de la vida de Cristo (cf. Gál 4,6; Rom 8,15). Igualmente
es el Espíritu Santo el que nos levanta al nivel de la intimidad
con el Padre y el que desarrolla en nosotros disposiciones filia­
les frente a él.
El culto nuevo se muestra así vinculado a la revelación de la
Trinidad. Es suscitado por el Espíritu Santo que implanta en
nosotros la vida del Hijo y nos orienta esencialmente hacia el
Padre.
Culto de alabanza y de acción de gracias
Hemos dirigido nuestra atención a las disposiciones íntimas
que requiere la adoración al Padre «en espíritu y en verdad».
Exige en nosotros docilidad a la voluntad del Padre y un esfuer­
zo por imitar su perfección.
Pero exige igualmente una mirada que se eleve al Padre con
sentimientos de alabanza y de acción de gracias. La costumbre
judía de bendecir a Dios por sus grandezas y sus maravillas con­
dujo a san Pablo a bendecir al Padre: «¡Bendito sea Dios, Padre
de nuestro Señor Jesucristo, que desde lo alto del cielo nos ha
bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espiri­
tuales...!» (Ef 1,3). Ya hemos citado este himno, así como el
himno paralelo de la primera carta de Pedro, inspirada más
directamente en la resurrección de Cristo y en la esperanza que
conlleva (l,3s).

La alabanza
La alabanza toma una forma nueva y definitiva, precisa­
mente porque va dirigida al Padre. Se bendice al Padre porque
ha elaborado un designio soberano en favor nuestro: nos ha pre­
destinado a ser sus hijos adoptivos y, para realizar esta filiación
adoptiva, nos ha brindado el don de la redención en su Hijo.
Este don se nos ha comunicado por la resurrección, con la vida
nueva y la herencia ya adquirida en los cielos. Este proyecto
maravilloso que tiene su origen en el Padre suscitaba el entu­
siasmo de los primeros cristianos. Todo nuestro destino se ha
concebido dentro de un amor paternal, y se nos ofrece ahora
por este mismo amor, que cumple íntegramente sus intenciones
generosas.
Si en la antigua alianza las exclamaciones de entusiasmo no
habían cesado de hacer subir la alabanza hasta Dios, la maravi­
lla mucho mayor todavía de la nueva alianza merece provocar
más admiración todavía. Pues bien, toda esta maravilla perte­
nece en primer lugar al Padre, y es precisamente este Padre
como tal, Padre de Cristo y Padre nuestro, el que debe recibir la
alabanza más alta.
El camino de esta oración de alabanza nos lo abrió el mismo
Jesús, en aquella exultación de gozo con que bendijo a Dios por
haber destinado su revelación a los más pequeños (cf. Le
10,21). Esta exultación, suscitada por el Espíritu Santo, tiende
a reproducirse en la alabanza que eleva la Iglesia hasta el Padre.
Alabando al Padre, los cristianos se llenan de gozo por todo lo
que reciben de él.

Acción de gracias
La alabanza va acompañada de la acción de gracias1, ya que
los fieles se maravillan no sólo de la grandeza de Dios, sino
igualmente de la abundancia de los beneficios que se derivan
de la generosidad del Padre.
La acogida de estos beneficios invita a la gratitud. Por la
acción de gracias, reconocemos la bondad del Padre que nos
inunda gratuitamente de favores. Es especialmente importante
en nuestra vida el esfuerzo por discernir en el marco concreto
de nuestra vida los dones que proceden de una benevolencia
paternal presente en cada instante. De hecho, todo lo que cons­
tituye nuestra existencia cotidiana es un regalo de Dios, aunque
muchas veces no nos demos cuenta de ello; casi nos sentimos
inclinados a considerar como algo debido lo que nos concede
cada día la mano abierta del Padre.
Se trata de que descubramos mejor todo lo que nos da esta
mano cariñosa. Se trata también de percibir más atentamente
las delicadezas del amor paterno que nos conduce, de captar las
manifestaciones de una solicitud incansable, los signos de una
vigilancia indefectible.
En la acción de gracias es igualmente Jesús el que nos ha pre­
cedido. Él sabía encontrar en las realidades más humildes de la

1. Sobre la distinción entre alabanza y acción de gracias, cf. J. G a l o t , Le


Coeur eucharistique, Tiíqui, Paris 1983, 68-72.
existencia humana el despliegue del amor del Padre. Él hace que
admiremos este amor en el sol y en la lluvia. Le gustaría des­
pertar sentimientos de gratitud por estos dones concedidos a
todos, pero que no todos saben apreciar; la lluvia, por ejemplo,
suele dar origen a reacciones de mal humor más bien que a
impulsos de agradecimiento. Tenemos necesidad de la mirada
filial de Cristo para comprender el afecto paternal que el Padre
nos muestra día tras día.
Es impresionante la acción de gracias de Jesús con ocasión
de la resurrección de Lázaro2. Antes de realizar el mayor mila­
gro de su vida pública, que anuncia su propia resurrección,
Jesús levanta los ojos al cielo para decir: «Padre, te doy gracias
porque me has escuchado...» (Jn 11,41). Delante de todos los
que le rodean, quiere proclamar su gratitud al Padre, mostran­
do cómo el suceso maravilloso que va a producirse tiene su pri­
mer origen en el poder y en la bondad del Padre.
En esta acción de gracias que se lleva a cabo en el milagro,
se ve una intención de dar ya gracias al Padre por su propia resu­
rrección, de la que la resurrección de Lázaro es un signo pre­
cursor. Así se afirma la intención de Jesús de incluir en su acción
de gracias al Padre toda su misión terrena, hasta su consuma­
ción en el más allá por medio de la resurrección.
Más aún, es una acción de gracias la que caracteriza al gran
sacramento que va a dejar a sus discípulos, el de su cuerpo y
sangre ofrecidos por la salvación del mundo y dados en alimen­
to y bebida. En este don que va a animar toda la vida de la
Iglesia y que tendrá una importancia esencial en la existencia de
cada cristiano, quiere reconocer ante todo un beneficio del
Padre, fuente de gratitud. El término ‘ eucaristía’ nos recuerda
sin cesar el impulso de acción de gracias de Jesucristo, que
quiere arrastrar a la humanidad hacia el Padre. Toda celebración
eucarística consiste en primer lugar en una acción de gracias
dirigida a la bondad del Padre.

2. Cf., Ib.y78-80.
CSUfTsu ejemplo Jesús nos hace comprender el valor de todas
las muestras de gratitud que debemos al Padre en el curso ordi­
nario de nuestra vida. El clima de acción de gracias está pidien­
do un desarrollo. Es necesario en la orientación filial que debe
tomar la existencia cristiana para permanecer en la verdad.
Sabernos por experiencia que no resulta fácil vivir en este
clima. Muchas personas hacen oír sus quejas, manifiestan sus
rencores o expresan su descontento. Muchos, lejos de alabar y
de dar gracias al Padre, lo acusan y multiplican sus reproches
contra él. Esta actitud negativa es contagiosa. Importa resistir a
ella robusteciendo la fe en la benevolencia y solicitud del Padre.
Importa concretamente que cada uno se dé más cuenta de los
beneficios que recibe del Padre y que se esfuerce en responder a
ellos con su agradecimiento.
El Padre sufre por la ingratitud de aquellos a los que ama
como hijos; se alegra de su actitud agradecida. Como le gusta
compartir su gozo, los que elevan hasta él su acción de gracias
experimentan en sí mismos el eco de su gozo divino. Mientras
que el clima de crítica y malestar es duro de soportar, la acción
de gracias favorece la generosidad y el gozo.

2. L a f ie st a d e l Pa d r e

Ausencia sorprendente de una fiesta del Padre


Hasta el presente, en el ciclo litúrgico no existe una fiestas
del Padre3. Pero podemos preguntarnos si el culto al Padre no
exigirá esta fiesta, para ser plenamente celebrado. ¿No deberían
los cristianos venerar a su Padre con una fiesta?
Es sorprendente que nunca se haya intentado celebrar una
fiesta semejante. El Padre es el único de las tres personas divinas
que no tiene una fiesta particular. Celebramos a Cristo en varias
fiestas y el Espíritu Santo es objeto de una veneración especial

3. Cf. J. G a l o t , Féter le Pire, Mame, Paris 1993, 9-12.


el día de Pentecostés. La virgen María es venerada igualmente
por varios títulos en distintas fiestas. Los ángeles y numerosos
santos tienen su día de fiesta. Pero el Padre, primer soberano
del tiempo, no ha encontrado sitio en el desarrollo del ciclo
litúrgico.
Algunos intentan justificar esta ausencia de fiesta observan­
do que el Padre es venerado continuamente en la liturgia y que
en realidad se le celebra todos los días del año. Pero este home­
naje habitual no suple la ausencia de una fiesta reservada a su
persona. Cristo y el Espíritu Santo son igualmente venerados
durante todo el año; sin embargo, tienen asignados unos días
concretos para su celebración . Para ser completo, el culto al
Padre debería contar con un día de fiesta en el que pudiera
expresarse el homenaje filial de los cristianos.
Se ha invocado otro motivo contra el establecimiento de esta
fiesta: no conviene introducir una celebración de la persona
divina del Padre. La liturgia, se subraya, conmemora los acon­
tecimientos de la salvación: así, se venera a Cristo en su naci­
miento y en su resurrección; y se celebra al Espíritu en su veni­
da de Pentecostés. El Padre no está ligado a ningún aconteci­
miento particular; en su eternidad no tendría derecho a una
fiesta.
A esta objeción conviene responder ante todo precisando lo
que está destinada a celebrar una fiesta litúrgica del Padre: no ya
al Padre en su eternidad, sino al Padre comprometido en la obra
redentora. Se trata de celebrar al que llamamos Padre nuestro.
Por otra parte, hay fiestas litúrgicas que no están ligadas a
ningún acontecimiento especial de las obra de la salvación. El
caso más patente es el de la fiesta de la Santísimo Trinidad.
Hay que subrayar ante todo que el Padre no puede ser con­
siderado aparte ni por encima del ciclo litúrgico. Es él el que ha
dirigido todos los acontecimientos de la salvación; entregando
a su Hijo y enviando al Espíritu Santo, procura a los hombres
su liberación y su acceso a la vida divina. Él es el primer impli­
cado en los hechos que se conmemoran en la liturgia.
Hay aquí una paradoja: el que tomó la iniciativa de la obra
de la savación y el que la condujo a buen término no tiene dere­
cho a un día de fiesta en la conmemoración de esta obra.
Las objeciones contra el establecimiento de una fiesta del
Padre que hemos mencionado se formularon a lo largo de cier­
tos debates anteriores sobre la oportunidad de esta fiesta. En
Francia y en España, en algunos lugares, se celebraba una fiesta
del Padre eterno en el siglo XVII. En 1684 se trasmitió una
petición del rey de España Carlos II para obtener un misa par­
ticular en honor del Padre , pero esta petición no fue acogida.
Las razones invocadas contra esta petición no parece que tengan
mucho valor. Tampoco puede olvidarse que la fiesta del Sagrado
Corazón fue objeto, por este mismo período, de una petición
análoga, que fue rechazada, pero que luego la presentación de
una nueva petición obtuvo la instauración de esta fiesta*.
Sin recoger aquí los detalles de la discusión, queremos men­
cionar los motivos por los que sería de desear un fiesta del Padre
tanto para la liturgia como para el desarrollo de la vida cristiana.

La fiesta, expresión de la adhesión filial al Padre


El primero de los motivos en favor de la fiesta del Padre es
la intención del mismo Jesús. Es verdad que Jesús no se pro­
nunció expresamente sobre este punto. Pero nos deja descubrir
una intención que va en este sentido cuando enseña a sus discí­
pulos una oración que comienza con la invocación “Abba”. De
este modo quiere comunicarles su impulso hacia el Padre,
exhortar a los discípulos a considerar verdaderamente al Padre
del cielo como su verdadero Padre, en un clima de familiaridad.
Sabemos que esta exhortación fue comprendida por algunos, ya
que el “Abba” se pronunciaba con entusiasmo en la comunidad
primitiva. Pues bien, estas relaciones de familiaridad con el
Padre están pidiendo expresarse no sólo de una manera habitual

4. Sobre estas peticiones, cf. Ib.> 67-105


a lo largo del año, sino en la celebración de un día de fiesta en
honor de Aquel a quien llamamos “Abba”.
Este deseo de un día de fiesta especial se ha realizado en la
sociedad civil para los padres humanos en general. Hay una fies­
ta de los padres, como hay una fiesta de las madres. Los cora­
zones humanos han sentido esta necesidad y han querido hon­
rar la paternidad y la maternidad en aquellos y aquellas que les
mostraban su afecto y su solicitud. ¿No sentirá esta misma nece­
sidad el corazón del cristiano, entusiasmado de su relación filial
con el Padre? Y si hay una fiesta de los padres y una fiesta de
las madres, ¿no deberá existir un fiesta en honor de Aquel que
es el origen de toda paternidad y de toda maternidad? Las fies­
tas de los padres y de las madres exigen completarse con la fies­
ta del Padre. ¿No merece el Padre ser celebrado más que todos
aquellos que se llaman padres o madres?

Fiesta de la paternidad y de la maternidad


Conviene subrayar que la fiesta del Padre tendría una gran
importancia para la valoración de la paternidad y de la mater­
nidad. Uno de los problemas más cruciales que se plantea para
el desarrollo de las familias cristianas es el de la fecundidad.
Pues bien, este problema no puede recibir una respuesta ade­
cuada más que a la luz de la fecundidad del Padre. Es el Padre
el que confiere la más alta nobleza a la paternidad y a la mater­
nidad. Parece entonces que, lejos de ser la celebración de un
misterio que no tendría consecuencias concretas para la vida
humana, la fiesta del Padre podría aportar un estímulo esencial
al compromiso de la paternidad y de la maternidad; favorecería
la formación de las familias y ofrecería la ocasión para tomar
conciencia de nuevo de las tareas educativas confiadas al padre
y a la madre. Por otra parte, sería igualmente capaz de afianzar
la estima de la paternidad espiritual y de la maternidad espiri­
tual que se realizan fuera de la familia, en el marco de la vida
consagrada o en la dedicación a las tareas sociales.
En efecto, el Padre es el modelo de la fecundidad espiritual;
incluso para las familias es esta fecundidad la que permite a la
paternidad y a la maternidad realizarse plenamente.
A los que sintieran la tentación de objetar que muchos niños
sufren de la ausencia de cariño y abnegación de sus padres,
sobre todo de su padre, y les cuesta por tanto admitir una ima­
gen ideal del Padre, se les puede responder que esta fiesta podría
ayudarles a comprender que el Padre celestial les tiene un amor
auténtico, que nunca les fallará y que suplirá las insuficiencias
que experimentan profundamente en el clima familiar. Esta
fiesta les recordaría que hay realmente un Padre ideal, de una
bondad perfecta, a quien todos pueden recurrir.

La fiesta en el marco litúrgico


El desarrollo del ciclo litúrgico exige la instauración de una
fiesta en honor de Aquel que está en el origen de toda la obra
de la salvación. Ya hemos subrayado la paradoja que constituía
la ausencia de una fiesta en honor de Aquel que es el primer
artífice de todo el misterio celebrado por la liturgia. Añadamos
por otra parte que el Padre es a la vez su origen y su último tér­
mino. Este término es el que indicó san Pablo, que había pre­
sentado igualmente al Padre como el autor de nuestra predesti­
nación a la filiación adoptiva en Cristo: «Después tendrá lugar
el fin, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre» (1 Cor
15,24).
La fiesta del Padre se inscribirá en el movimiento por el que
Cristo nos arrastra hacia el Padre como meta final de nuestra
existencia. O más exactamente, seguirá el doble movimiento
que resume la vida de Jesús, el movimiento del origen y el movi­
miento del fin: «Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el
mundo para volver al Padre» (Jn 16,28).
La fiesta del Padre nos llevaría a admirar al Padre en su obra,
contemplándolo como el principio de todo. Nos invitaría al
mismo tiempo a tomar conciencia más vivamente de la direc­
ción de nuestra vida: todos caminamos hacia la casa del Padre.
Para elegir una fecha, podría tenerse en cuenta la que habí­
an propuesto en España, en el siglo XVII, las Congregaciones
del Padre eterno: el quinto domingo después de Pascua\ El pri­
mer motivo de esta elección, que son las palabras de Jesús sobre
el Padre y sobre su disponibilidad para escuchar nuestras plega­
rias, que se recogían en el evangelio de la misa de ese domingo,
no puede ser decisivo, dado que la instauración de esta fiesta
supondría la elección de un evangelio más apropiado. Otro
motivo de esta elección es más digno de atención: la articula­
ción de una serie de fiestas en un conjunto bien ordenado. En
efecto, tras la fiesta del Padre, celebrada ese domingo, vendrían
la fiesta de Cristo en el misterio de la Ascensión, la fiesta del
Espíritu Santo en Pentecostés y finalmente la fiesta de la
Trinidad. De esta manera, la fiesta del Padre celestial después de
la resurrección de Cristo se situaría en una fecha que contribui­
ría a mostrar que el Padre se encuentra al final de toda la obra
redentora. Mas por otra parte, si se celebrase antes de las fiestas
de Cristo subido al cielo, del Espíritu Santo y de la Trinidad,
recordaría oportunamente que el Padre está en el origen de toda
la implicación trinitaria en la obra de la salvación.
Al elegir esta fecha, las Congregaciones del Padre eterno
atestiguaban que su preocupación no era la de celebrar la eter­
nidad del Padre, sino al Padre dispuesto a escuchar nuestras ora­
ciones y comprometido en la obra de la redención. Este Padre,
el Padre de Jesús convertido en nuestro Padre, es al que debería
venerar la liturgia con una fiesta.

Valor ecuménico
Más allá del marco litúrgico de la Iglesia católica, conviene
además llamar la atención sobre el alcance ecuménico que
puede adquirir la fiesta del Padre. En las reuniones ecuménicas
se aprecia y se reza particularmente la oración del Padrenuestro;
las reuniones se llevan a cabo en torno al Padre, en relación con

5. Cf. Ib., 116, n.l.


la afirmación de san Pablo sobre la unidad de los cristianos:
«Uno solo es el Cuerpo y uno solo es el Espíritu, como también
es una la esperanza que encierra la vocación a la que habéis sido
llamados. Hay un solo Señor, una fe, un bautismo; un Dios
que es Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y
habita en todos» (Ef 4,4-6).
La existencia de un único Padre constituye un fundamento
primordial de unión y una invitación a superar todas las divi­
siones.
Más allá de las fronteras de la religión cristiana, la apertura
universal del amor del Padre, que nos podría recordar esta fies­
ta, sería un signo dirigido a todos los hombres de todas las reli­
giones. Esta fiesta h^bía resonar una llamada a descubrir el
amor misterioso del Padre que gobierna el universo y el destino
de cada ser humano.
1. Cristo estableció un culto nuevo, destinado a sustituir el
culto que rendían losjudíos en el templo; este cidto consiste en la
adoración a l Padre en espíritu y en verdad. Es un cidto esen­
cialmente filial\ como muestra Jesús: se trata de adorar al Padre
que espera verdaderos adoradores. La verdadera adoración resul­
ta de una acción interior del Espíritu Santo y requiere una con­
ducta en conformidad con la voluntad del Padre.
2. El culto se dirige al Padre para la alabanza y la acción
de gracias, como hizo Jesús. Si en la antigua alianza se había
expresado ya la alabanza con entusiasmo, la obra realizada por
Cristo merece una alabanza mucho mayor: el Padre nos ha
hecho el regalo supremo al enviarnos a su Hijo. A esta alabanza
se une un profundo sentimiento de acción de gracias: el Padre
tiene derecho a recibir nuestra gratitud por la abundancia de sus
dones. Cristo es el modelo de la acción de gracias en la institu­
ción de la eucaristía.
3. Es sorprendente que, en el ciclo litúrgico, el culto al
Padre no haya suscitado la instauración de una fiesta propia del
Padre. El Padre es la única persona divina que no tiene una fies­
ta particular. Parece ser que no se ha desarrollado aún suficien­
temente la conciencia filial de los cristianos.
4. Sin embargo, el Padre está en el origen de toda la obra
de salvación que conmemora la liturgia y continúa presidiéndo­
la. Una fiesta reservada para él seria la manifestación más nota­
ble del homenaje filial de los cristianos. Llamaría la atención
sobre el papel del Padre en nuestro destino.
Tendría igualmente un valor ecuménico. En efecto, los con­
tactos ecuménicos encuentran en el Padrenuestro una oración
que repara la unidad de los hermanos separados.

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