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C O N T E N ID O
Prólogo ............................................................................... 7
1. Dios Padre en la revelación judía 9
1. Dios, padre del pueblo ............................................ 10
Padre en virtud de una acción creadora 10
Padre que asume una tarea ed u ca tiv a ..................... 11
Padre que exige un culto .......................................... 12
Padre ofendido por el pecado ................................... 13
Padre misericordioso con los p e ca d o res ..................... 14
2. Padre de cada individuo .......................................... 15
Paternidad individual ............................................ 15
Paternidad individual y comportamiento moral . . . 16
Rectitud moral y filiación divina ............................ 17
La Providencia ........................................................ 18
3. Padre del Mesías 19
2 . Pa d r e d e c a d a in d iv id u o
Paternidad individual
Padre de todo el pueblo, Dios se revela como padre de cada
individuo. El amor paterno no abraza solamente a la colectivi
dad; recae sobre cada persona en particular. Cada uno es amado
personalmente por Dios Padre como hijo suyo.
Hay nombres teóforos, nombres que encierran la palabra
«Dios» o la palabra «Padre», en donde se expresa la convicción
de ser amado individualmente por el Dios Padre, como Eliab
(«mi Dios es Padre»: Nm 1,9), Abiezer («mi Padre es ayuda»: Jos
17,2), Abitu («mi Padre es bondad»: 1 Cr 2,11). Dios se mani
fiesta como Padre en la existencia personal.
Cada uno tiene la certeza de encontrar un refugio en el amor
paternal de Dios: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el
Señor me acogerá» (Sal 27,10). Cuando uno se ve abandonado
por aquellos que deberían ser los primeros en velar por él, puede
volverse a Dios con la confianza de encontrar en él un padre y
una madre. Aquí aparece un rasgo característico de la paterni
dad divina: como esta paternidad supera el orden de las distin
ciones sexuales, no solamente comprende lo que corresponde a
la paternidad, sino también lo que atañe a la maternidad huma
na. El hecho de que Dios ocupa el lugar del padre y de la madre
sé expresa más especialmente en la imagen de las entrañas
maternas, que se emplea para hablar de la misericordia divina.
En la paternidad de Dios reside toda la riqueza del cariño
materno'.
La alusión al amor en este salmo como “maternal” nos hace
comprender mejor que se haya puesto el acento con frecuencia
en la compasión que Dios siente por las debilidades humanas.
El que posee una fuerza soberana no desprecia a los pequeños y
humildes ni se olvida de ellos; al contrario, les manifiesta un
cariño conmovedor: «Como un padre siente ternura por sus
hijos, así siente el Señor ternura por sus hijos. Él sabe de qué
estamos hechos, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103,13-
14). La fuerza del amor divino había sido exaltada en este salmo
como «la altura de los cielos sobre la tierra», pero esta fuerza es
la de un amor al mismo tiempo paternal y maternal. Dios es
«clemente y compasivo», «perdona todas tus culpas», «te cura
todas tus enfermedades» (Sal 103,8).
La Providencia
A lo largo de la vida en la tierra, la paternidad divina se
manifiesta en una solicitud que concierne a todos los individuos
y los envuelve en un mismo amor, sin discriminación alguna. El
Señor no ampara ni mucho menos a los poderosos en detri
mento de los pequeños. «El hizo al pequeño y al grande y cuida
de todos por igual» (Sab 6,7).
Esta solicitud toma el nombre de Providencia6. Se la descri
be más especialmente con ocasión de los viajes marítimos, en
los que eran evidentes los riesgos de naufragio. El que «se hace
a la mar, a punto ya de atravesar encrespadas olas», invoca a una
divinidad protectora, pero en realidad es el Dios único el que va
a dirigir su viaje, y con su Providencia le hará llegar a buen
puerto. Ese Dios es llamado simplemente Padre, ya que esta
cualidad de Padre define toda su acción protectora. El barco ha
sido construido por la sabiduría de los artesanos, «pero es tu
3 . Pa d r e del M e sía s
íntegramente Padre
Al revelarles la persona del Padre, Jesús mostró a sus discí
pulos que en él se encontraba el modelo de toda paternidad.
El Padre no solamente posee todas las cualidades vinculadas
a la paternidad, sino que tiene como rasgo distintivo único el
ser totalmente Padre en su personalidad. En efecto, su persona
consiste en ser Padre, de tal forma que todo en él es paternal.
Se trata de un hecho excepcional, que solamente se verifica
en Dios. Un hombre se convierte en padre; no lo es por naci
miento. Es primero una persona humana y luego se convierte
en padre. La paternidad viene a enriquecer una personalidad
provista ya de ciertas cualidades. El Padre celestial, por el con
trario, existe desde toda la eternidad como Padre. Es persona
divina de Padre por el hecho de engendrar a su Hijo. Es la
paternidad la que lo constituye en su ser personal.
Posee por tanto una personalidad de Padre muy superior a
la personalidad de todos los padres humanos. En todo lo que es
y en todo lo que hace, se comporta como Padre. Por consi
guiente, en sus relaciones con nosotros es únicamente paternal,
con todo el amor que implica esta paternidad. Cuando nos diri
gimos a él, sabemos que podemos contar con su bondad, infi
nitamente más generosa que cualquier otra bondad que conoz
camos. De él no podemos recibir más que atenciones paterna
les. Aquel que es Padre en la mayor profundidad de su ser per
sonal no puede mostrarnos más que un rostro de Padre.
2. Pa d r e d el H ijo
6. «Se compara a Dios con un obrero que trabaja; y su Hijo, al curar, tra
baja también a su manera, incluso en día de sábado» (M. J. L a c ir a n g k , kvan-
gile selon saint Jean, Gabalda, Paris 1925, 141).
lá generación se manifiesta en la existencia humana de Jesús,
que modela su conducta por la del Padre.
10. Aunque reconoce que es difícil optar por una de las dos traducciones,
Lagrange prefiere: «yo vivo para el Padre» (o. c., 185-187). Pero en general las
traducciones recientes dicen: «yo vivo por el Padre».
mente el sentido de vivir para el Padre. Teniendo conciencia de
que lo recibe todo del Padre, Jesús vive para él. Le rinde el
homenaje completo de su persona, de todo lo que ha recibido
de él.
Estos dos aspectos, vivir por el Padre y vivir para él, están
sólidamente unidos, ya que en la generación eterna la vida del
Padre se comunica al Hijo como vida filial, es decir, como vida
esencialmente vuelta hacia el Padre. Al recibirlo todo, la perso
na del Hijo devuelve al Padre todo cuanto posee. Es ésta la ver
dad que se señala en el prólogo del evangelio de Juan: «Al prin
cipio ya existía la Palabra. La Palabra estaba vuelta hacia Dios»11.
Desde la eternidad el Hijo estaba vuelto hacia el Padre.
En su vida terrena de Hijo encarnado, Jesús no deja de afir
mar que todo lo que vive y todo lo que hace viene del Padre. Es
el Padre el que obra en él, a través del cumplimiento de su
misión. Pero esta vida, al proceder del Padre, se convierte en él
en vida filial, en vida enteramente vuelta hacia el Padre y desti
nada a honrarle. Jesús vive para el Padre, en el don total de su
persona al Padre y a su obra. De esta forma se pone de mani
fiesto el vínculo que existe entre la marcha del Hijo, que sale del
Padre para venir a este mundo, y el sentido de su existencia
terrena, que es un retorno al Padre.
Entonces, al hacernos vivir como él de la vida del Padre,
Cristo nos impulsa a vivir para el Padre. Cuando tomamos con
ciencia de que lo recibimos todo del Padre, nos vemos llevados
a devolverle lo que él nos ha dado. La vida que el Padre nos
comunica alcanza su plenitud de desarrollo cuando vuelve a él
en homenaje filial.
1. E l h im n o en a l a b a n z a del Pa d r e
2 . D e sd e el o r ig e n h a s t a el fin
La predestinación
En virtud de su elección soberana, el Padre «nos destinó de
antemano a ser adoptados como hijos suyos por medio de
Jesucristo». En esta predestinación se expresa el don más com
pleto que puede concedernos el Padre, ya que nos hace com
partir la filiación de su Hijo. Nos eleva de este modo a una dig
nidad que nuestra naturaleza humana no habría podido preten
der y nos abre enteramente a su amor paternal.
Esta predestinación es un beneficio supremo para la huma
nidad. Sin embargo, el término “predestinación” se ha emplea
do a veces en un sentido menos favorable en la historia doctri
nal de la Iglesia: la predestinación a la felicidad celestial habría
afectado tan sólo a una parte de la humanidad, e incluso a una
pequeña parte, a un pequeño número de elegidos; o también,
habría una predestinación al infierno, mientras que para otros
habría una predestinación al cielo. Estas concepciones pesimis
tas de la predestinación suscitaban naturalmente ciertas reac
ciones de desesperación. Pero no son conformes con la verdad.
La verdadera predestinación es la que decidió el Padre como
predestinación de todos los hombres a la filiación adoptiva en
Jesucristo, filiación que les abre las puertas de la felicidad celes
tial. Esta predestinación no excluye a nadie y no existe para nin
gún ser humano una predestinación a la condenación eterna. Es
verdad que la persona humana, en el ejercicio de su libertad,
puede rechazar el favor divino con obstinación; en ese caso
pone obstáculos al cumplimiento de la predestinación querido
por el Padre. Pero la predestinación no cambia jamás de senti
do: sigue siendo una predestinación a la filiación adoptiva,
orientada a la felicidad celestial.
Según la expresión utilizada en el himno, se trata de una pre
destinación que se hace «conforme al beneplácito de la volun
tad» del Padre. Se trata de una benevolencia fundamental del
Padre. El término utilizado para significarla evoca a la vez la
soberanía y el favor. En el himno el acento se pone en la omni
potencia, ya que el Padre es «el que todo lo hace conforme al
deseo de su voluntad» (1,11). Pero esta soberanía absoluta se
ejerce únicamente en un sentido favorable2. El plan prestableci-
do que no deja de cumplirse había suscitado ya antes la espe
ranza judía, colmada por la venida de Cristo, y es en adelante el
fundamento de la esperanza cristiana, cuyo cumplimiento
garantiza el Espíritu Santo.
Ciertas concepciones erróneas de la predestinación han
podido engendrar la desesperación en los que tenían miedo de
verse excluidos de la felicidad celestial. La auténtica predestina
ción que ofrece a los hombres la filiación en Cristo con vistas a
la entrada en la felicidad celestial, fomenta la esperanza. Ofrece
un sólido apoyo al optimismo que debe caracterizar a la menta
lidad cristiana. En efecto, la soberanía benévola del Padre domi
na todos los acontecimientos; permite mirarlos con ojos con
fiados, aunque a primera vista parezcan lamentables, ya que
todo cuanto sucede está bajo la dirección del designio paternal
que hace que el conjunto del universo contribuya al desarrollo
de nuestra filiación adoptiva en Jesucristo.
La predestinación implica una benevolencia del Padre que
proviene de la eternidad y que ha precedido a toda la creación.
La revelación ofrece a los cristianos la certeza de esta benevo
lencia que, una vez concedida y otorgada, no puede desaparecer
jamás. Como esta benevolencia va ligada al amor que une al
Padre con Cristo y encierra un máximo de generosidad en el
don paternal, justifica en todos los que son objeto de ella una
La riqueza de la gracia
El himno en alabanza al Padre pone el acento en la abun
dancia de gracia que se nos ha concedido. Desde el principio, se
bendice al Padre porque él mismo, «desde lo alto del cielo, nos
ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espi
rituales». Esta bendición espiritual estaba destinada para noso
tros en el cielo, mucho antes de nuestra existencia terrena, de tal
manera que abraza actualmente esta existencia, dominando y
acompañando a todos los instantes de nuestra vida.
Nosotros recibimos “la riqueza de la gracia” del Padre. El
Padre es el ser rico por excelencia. Y nos comunica su riqueza.
La gracia designa el favor que nos concede gratuitamente. Él
hace que nuestro ser desborde de sus beneficios. Podría afir
marse que en su inmensa riqueza no permite que seamos pobres
ante él. En él no existe nada de egoísmo ni de empeño en con
servar lo que posee: todo está destinado a ser compartido.
Esto se explica más concretamente porque él es Padre y
desea enriquecer a sus hijos con todo lo que le pertenece. No les
promete riquezas materiales, sino que ofrece a todos la riqueza
espiritual de la que es dueño supremo. Al concederles la cuali
dad de hijos, asegura en ellos un desarrollo superior de su per
sonalidad, mediante una participación en su vida divina.
Se trata de una riqueza oculta, que no se manifiesta más que
por medio de ciertos signos. Reside en el fondo del alma y tan
sólo aparece a la conciencia mediante la vida de fe. Esto es lo
que explica que los cristianos no se den cuenta muchas veces de
la riqueza que poseen ni de la elevación de su vida. Se les invi
ta a creer en esta riqueza que les viene del Padre y que consiste
esencialmente en una filiación en donde el Padre se da a todos
ellos.
No se puede olvidar que, aunque viene del Padre, esta rique
za de la gracia se nos concede a través de Cristo. El himno decla
ra que el Padre nos ha colmado de su gracia «por medio de su
Hijo querido». 'Jodo el amor del Padre se concentra primero en
su Hijo único, el Hijo querido que lo recibe todo del Padre. Por
el Hijo es como se ponen a nuestra disposición todos los teso
ros de la vida divina.
Entonces, la gracia se nos concede bajo la forma de vida
filial. El don del Padre consiste en hacernos compartir la vida
del Hijo. A ejemplo de la espiritualidad de Jesús, enteramente
filial, nuestra espiritualidad se desarrolla en la relación filial con
el Padre.
El papel del Hijo en la comunicación de la vida divina se
pone de relieve mediante la afirmación: «Con su muerte el Hijo
nos ha obtenido la redención y el perdón de los pecados». Se
evoca así el drama redentor. Cristo no ha sido solamente el que
nos ha transmitido lo que había recibido del Padre. Ha tenido
un papel activo, llevando a cabo nuestra redención y procu
rándonos el perdón de nuestras culpas. No podemos perder
jamás de vista el don heroico que hizo de sí mismo para reali
zar nuestra liberación y hacernos aptos para recibir las riquezas
de la gracia.
Ha sido él el que ha cambiado el rostro de nuestro destino.
Y lo hizo de una manera definitiva. Decir que él «nos ha obte
nido la redención» es afirmar que poseemos en él nuestra salva
ción, nuestra reconciliación con el Padre y, en consecuencia, la
posibilidad de una vida filial en la intimidad del Padre. Ya no
podrá nadie arrancarnos esta posesión. Conviene añadir que el
sacrificio redentor ofrecido por Cristo pertenece al designio
soberano del Padre, que entregó a su propio Hijo por la salva
ción de la humanidad.
1. Rom 1,18-32. Este cuadro de los pecados del mundo tiene que com
pletarse con la descripción de los estragos del pecado en el comportamiento
individual del pecador y la alienación de su voluntad: Rom 7,14-24.
darse en su conducta y causar a los demás daños incalculables?
¿Por qué 110 detiene la avalancha de tantos horrores?
La cuestión se hace más acuciante todavía cuando en Dios
se reconoce más especialmente al Padre. ¿Cómo puede un amor
paternal asumir la responsabilidad de dejar que se cumplan tan
tos actos perjudiciales contra sus hijos?
¿Qué contestar a estos interrogantes?2 Es verdad que Dios
habría podido impedir el mal en el mundo, privando de liber
tad personal a los seres que ha creado. Unos seres carentes de
libertad no habrían podido oponerse a él cometiendo el peca
do. Pero esos seres tampoco habrían podido poseer la dignidad
que se nos ha concedido en virtud de la libertad de nuestra
acción y de la responsabilidad de nuestra conducta. No había
mos tenido entonces más que una vida muy disminuida.
El Padre no quiso crear unos autómatas destinados a ejecu
tar todas sus órdenes. Deseó, al crear a los hombres, tener hijos
que respondieran libre y personalmente a su amor. ¿Quién
podrá reprocharle este amor generoso? Él sabía, al conceder la
libertad, que quienes la poseyesen podrían rebelarse contra él,
pero su bondad de Padre no quiso apelar más que a voluntades
libres.
Podría incluso añadirse: ¿habrá alguien que, a pesar de
reprochar a Dios por los extravíos de la conducta humana,
desee que todos los hombres en sí mismos estén privados de
libertad? Esta libertad es mirada por todos como un enorme
bien; es por excelencia un don del Padre a sus hijos.
Y una vez que el Padre crea seres libres, no puede impedir
les que asuman su libertad escogiendo entre el bien y el mal. No
puede retirarles su libertad a los que se orientan por un mal
camino, ya que en ese caso dicha libertad dejaría de ser un don,
una propiedad atribuida verdaderamente a sus personas. El
Padre, en su generosidad, se ha enfrentado así con un riesgo
considerable. Por otra parte, se reserva los medios de ayudar con
1. E l d o n d e l P a d r e a la h u m a n id a d
2 . Pa t e r n id a d n u e v a
4. Cf. J. G alo t, Qué$t-ce que la Parousich Esprit ct Vic 103 (1993) 143-
154.
de una maternidad destinada a ejercerse con cada uno de los
discípulos y a adquirir una amplitud universal. Desde ese
momento, María hace recaer en cada discípulo el amor que la
unía al Salvador.
Esta nueva maternidad concedida a M aría evoca la paterni
dad adquirida por el Padre. Ella es su expresión visible más con
movedora. Es el Padre el que hace llegar la hora del parto dolo
roso y el primero en llevar su peso, ya que entrega a su Hijo en
sacrificio. En este parto, hace recaer su amor sobre todos los
hombres y acoge a una muchedumbre de hijos. Este amor es a
la vez paternal y maternal, ya que se expresa por la imagen de
los dolores de la mujer que va a dar a luz. El Padre engendra a
la humanidad nueva comunicándole la vida divina de su Hijo.
La invocación “Padre"
Ya hemos observado que no se puede expresar toda la rique
za de sentido de la paternidad divina sin recurrir a la materni
dad, que hace descubrir sus aspectos esenciales. El Padre no es
solamente padre en el sentido masculino de la palabra; es padre
siendo madre y mostrando un cariño al mismo tiempo pater
nal y maternal.
Sin embargo, no se puede deducir de aquí que sea posible o
deseable designarlo e invocarlo como “Madre” más bien que
como “Padre”. Se han hecho algunos intentos en este sentido
por parte del movimiento feminista contemporáneo. Para
poner plenamente de relieve la feminidad, se ha propuesto apli
cársela a Dios y hablar de Dios como de un ser femenino. La
invocación “Padre” ha sido considerada por algunos como fruto
de un prejuicio “patriarcal” o de una reivindicación de la supe
rioridad masculina.
Sería comprender indebidamente el sentido de la palabra
“Padre”, aplicada a la persona de Dios Padre, interpretarla en un
sentido de superioridad del sexo masculino. La invocación
“Padre” se sitúa en la perspectiva de una persona divina que
trasciende toda distinción sexual. Por tanto, no significa ni
mucho menos que se dirija a un ser masculino.
Querer sustituir “Padre” por “Madre” sería admitir una con
cepción “sexista” de Dios, atribuyéndole la feminidad más bien
que la masculinidad. Sería empeñarse en mirar únicamente el
rostro femenino de Dios, como si una óptica femenina tuviera
que dominar en adelante las relaciones con Dios.
Cuando Jesús pronunció el nombre de “Padre” en su ora
ción y en su predicación, no cedió nunca a prejuicios de supe
rioridad masculina. Toda su actitud, tal como aparece en el
evangelio, es tan favorable a la mujer como al hombre. De
manera constante habló y actuó en el sentido de la igualdad de
los sexos. Luchó contra la inferioridad que la sociedad de su
tiempo imponía a la mujer.
Como ya se ha observado, Jesús puso de relieve ciertos ras
gos femeninos o maternales del amor del Padre, haciendo resal
tar su belleza. Mostró abundantemente el sentido superior que
encierra esta paternidad. Pero se atuvo al lenguaje que dice
“Padre” o “Abba” e invitó a los discípulos a seguir su ejemplo y
a decir también ellos “Padre” o “Abba”. Por consiguiente, los
cristianos no deben cambiar este lenguaje. Deben simplemente
entenderlo en el sentido en que lo empleó Jesús, reconociendo
en el Padre un amor que es al mismo tiempo paternal y mater
nal.
1. L a r e a l id a d d e la P r o v id e n c ia
2 . N u e s t r a m ir a d a so b r e la P r o v id e n c ia
Extensión de la Providencia
El designio del Padre en la obra de la salvación ilumina la
extensión universal de la Providencia. San Pablo enuncia el
principio de esta extensión cuando recuerda el gesto redentor
del Padre: «El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo
entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos
gratuitamente todas las demás cosas con él?» (Rom 8,32). Este
don de todas las cosas comprende todas las gracias necesarias
para el desarrollo de la vida espiritual, pero también todo lo que
es necesario para la existencia humana.
Dado que el Padre nos ha dado lo más precioso y querido
que tenía, su Hijo, está dispuesto a colmarnos de todos sus
dones. El hecho de que conceda la prioridad a los dones más
importantes para nuestro destino no disminuye en nada su inte
rés en atender a todas nuestras necesidades, sean las que sean.
Cabe preguntarse si hay que admitir una intervención de la
Providencia en los más pequeños detalles de nuestra existencia.
En efecto, algunos detalles parecen ridículos y no se les puede
conceder mucha importancia sin cometer un error. De ahí
viene la tentación de querer limitar las intervenciones divinas a
las cosas importantes. ¿No será indigno movilizar la omnipo
tencia de Dios por unos objetivos sin valor?
Sin embargo, el evangelio nos da una indicación muy clara:
«Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Mt
10,30; Le 12,7), declara expresamente Jesús. Si la vigilancia de
la Providencia se extiende a cada uno de nuestros cabellos, es
que atiende a los detalles más aparentemente insignificantes de
la vida humana. No hay nada que se escape del amparo de la
solicitud divina.
Jesús hace comprender esta misma verdad de otra manera:
«En cuanto a vosotros, ¿no se vende un par de pájaros por un
poco de dinero? Y, sin embargo, ni uno de ellos cae en tierra sin
que lo permita vuestro Padre» (Mt 10,29). A pesar de que no
tienen más que un valor irrisorio, los pajarillos son objeto de la
atención del Padre. La atención que pone en cada persona
humana es mucho más fuerte: «Vosotros valéis más que todos
los pájaros» (Mt 10,31). El Padre cubre con su protección a sus
hijos; lo cual justifica la exhortación: «No temáis».
La superación del temor se arraiga de hecho en toda la obra
por la que el Padre ha salvado a la humanidad. Liberándolos del
mal y reconciliándolos con él, ha sustraído a los hombres de los
miedos que podrían oprimirles pensando en los castigos divi
nos. En adelante, pueden mirar el porvenir con confianza y
verse libres de sus inquietudes. Los acontecimientos serán para
ellos una manifestación de bondad de Aquel que es su Padre.
Al atender a los más ínfimos detalles de la existencia huma
na, esta bondad no pierde de vista la importancia soberana de
los bienes espirituales. Por una generosidad que se ejerce en el
terreno de las necesidades materiales, tiende a estimular la fe y
a procurar una mayor facilidad para obtener los bienes de orden
superior. Las atenciones de la Providencia suscitan disposiciones
de alabanza y de acción de gracias con las que los hombres reco
nocen lo que deben a su Padre.
Si el Padre guía por su Providencia todo el desarrollo de los
acontecimientos, ¿qué pasa con el azar o con la casualidad en el
curso de nuestra vida? Se seguirá hablando de casualidad para
los hechos que provienen de diversas causas accidentales y que
a menudo provocan nuestra sorpresa. Pero la casualidad no exis
te más que en el plano de las observaciones externas que hace
mos sobre los acontecimientos; podemos constatar frecuente
mente una coincidencia sorprendente de circunstancias. Tras
esa fachada que nos parece a veces desconcertante hay una
secreta acción divina que se despliega en el sentido de una benc-
volcncia soberana. lista acción se sirve de todo lo que se produ
ce en el mundo para favorecer el cumplimiento de nuestro des
tino. Da un valor a todas las circunstancias del trascurso de
nuestra vida y 110 permite que seamos juguetes de unos aconte
cimientos fortuitos, que nos opriman o aplasten. 'Iodo cuanto
vemos está dominado y dirigido por una bondad lúcida que no
vemos.
]. L a o r a c ió n n u ev a
Oración de petición
Es esencialmente una oración de petición. Cristo dio ejem
plo de otros géneros de oración, como la alabanza o la acción de
gracias. Pero la oración que quiere enseñar a sus discípulos es
toda ella una oración de petición. Uno de los motivos para ello
quizás sea el que la oración de petición tiene una necesidad más
especial de aclarar sus objetivos. Más fundamentalmente toda
vía, la petición sitúa la posición del hombre en sus relaciones
con Dios; surge de una dependencia total de la criatura respec
to al Creador y de la subordinación de los hijos respecto al
Padre. Por la petición, la persona humana reconoce la necesidad
de recibir las ayuda divina, confiesa su impotencia y su fragili
dad, resuelve los problemas de su indigencia mediante un recur
so confiado a la bondad del Padre.
Muchas veces se le han dirigido críticas a la oración de peti
ción: se la ha acusado de querer invertir el impulso religioso
hacia la consecución de intereses personales. Es verdad que en
la oración pueden colarse preocupaciones egoístas, pero en sí
misma la oración de petición no constituye una actitud egoísta,
ya que está animada por la confianza de aquel que aguarda del
Padre la respuesta a sus deseos y a sus necesidades.
En la oración enseñada por Jesús, las primeras peticiones no
se refieren a la satisfacción de unas necesidades personales; tien
den a obtener, de la forma más desinteresada, la veneración del
Padre en la humanidad, la expansión de su reino y el cumpli
miento de su voluntad.
Al formularlas, Jesús quiso mostrar que en la oración hay
que atribuir la prioridad a las peticiones que se refieren a los
intereses del Padre y al desarrollo de la iglesia. Desde este punto
de vista es más claro todavía el amor filial para con el Padre que
inspira toda la oración de petición.
Además, la orientación primordial de la petición hacia el
reino del Padre es el resultado de un don de la gracia que impul
sa las aspiraciones humanas hacia la extensión de este reino. La
capacidad de contribuir a la obra divina en el mundo realza la
dignidad humana. La oración que coopera con Dios alcanza de
este modo la mayor eficacia.
Las tres primeras peticiones se suceden según una visión de
influencia cada vez más íntima del Padre en la vida de la huma
nidad: primero, el reconocimiento y la veneración de su nom
bre de Padre; luego, el desarrollo de su reinado, es decir, de su
dominio real sobre el destino de los hombres; finamente, la eje
cución de su voluntad, que implica una influencia más pene
trante en la conducta humana.
El hecho de que la oración del Padrenuestro esté compuesta
de dos grupos de tres peticiones contribuye a mostrar su auten
ticidad, ya que Jesús se complacía en fórmulas ternarias de este
tipo. Se habla frecuentemente de siete peticiones, pero en reali
dad la petición “líbranos del Maligno” va unida a la anterior
sobre la protección de Dios en la tentación y forma con ella una
sola petición.
Finalmente, por lo que se refiere a la estructura de las tres
primeras peticiones, es interesante señalar que las palabras “así
en la tierra como en el cielo” se aplican a las tres, y que podría
enunciarse de este modo la formulación primitiva: «Tanto en el
cielo como en la tierra, que tu nombre sea santificado, que
venga tu reino, que se haga tu voluntad». Se menciona en pri
mer lugar al cielo como modelo para la tierra en la veneración
del nombre del Padre, de la venida de su reino y del cumpli
miento de su voluntad.
• “Venga tu reino”
La esperanza judía se centraba en el establecimiento del
reino de Dios. Al comienzo de su predicación, Jesús había
anunciado el cumplimiento inminente de esta esperanza.
Cuando Jesús habla del reino, lo llama reino del hijo del
hombre o reino del Padre (cf. Mt 13,41.43). Mientras que los
judíos no pedían en sus oraciones la venida del reino de Dios,
Jesús exhorta a sus discípulos a rezar por la expansión del reino
del Padre. De esta forma les hace comprender más su responsa
bilidad en este terreno. Incluso los que no tienen la posibilidad
de entregarse a una acción apostólica están invitados a la ora
ción cotidiana con vistas al crecimiento del reino.
Así pues, todos los cristianos tienen la misión de contribuir,
al menos por la oración, a la expansión de la Iglesia. No pueden
actuar como miembros de la Iglesia más que tomando concien
cia de su propia responsabilidad en su desarrollo, en su acción
y en su santidad.
Como el reino es reino del Padre, crece en la humanidad por
un dominio cada vez más amplio de su amor paternal sobre el
comportamiento de todos. En virtud de este amor paternal ,
tiende a establecer una fraternidad basada en Cristo. Por consi-
guíente, es un reino de amor, que encierra al mismo tiempo
todo el atractivo del amor y todas sus exigencias.
Es interesante recordar que este reino no se identifica con
ningún régimen de bienestar terreno. No se encarna en un régi
men político; Jesús eliminó toda identificación de este género al
declarar: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). Se dan
ciertamente numerosas aplicaciones del precepto evangélico del
amor en el terreno de la vida social y política, pero el reino sigue
estando en un plan superior, como reino universal de la huma
nidad que depende del Padre.
La petición “¡Venga tu reino!” intenta obtener una influen
cia más considerable del amor del Padre en la vida de todos los
hombres.
• “Hágase tu voluntad”
En la versión de Lucas falta esta tercera petición. Pero tal
como nos la refiere Mateo, tiene que ser considerada como
auténtica. Jesús muestra suficientemente que en sus relaciones
filiales el cumplimiento de la voluntad del Padre juega un papel
esencial: «Mi sustento es hacer la voluntad del que me ha envia
do...» (Jn 4,34). En Getsemaní, la aceptación de esta voluntad:
«No se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Me 14,36)
es la actitud fundamental ante el sacrificio. La tercera petición
del Padrenuestro supone por tanto un complemento indispen
sable a las dos primeras, que se referían al nombre del Padre y a
su reino. El culto al Padre y el establecimiento de su reinado no
pueden alcanzar toda su realidad más que a través del cumpli
miento de su voluntad.
Esta voluntad tiene un carácter paternal, que atenúa lo que
podría haber de demasiado categórico o de demasiado riguroso
en una decisión autoritaria. El término arameo traducido por
“voluntad” designaba más bien un deseo apoyado en una inten
ción firme y deliberada. Podría recogerse este matiz traducien
do: «¡Que se cumpla lo que place a tu corazón!». No hay nada
de tiránico en la voluntad divina. La sumisión a esta voluntad
viene de una respuesta del amor filial al amor paternal.
En su oración de Getsemaní, Jesús manifestó más especial
mente la libertad filial de su respuesta al pedirle al Padre:
«Aparta de mí esta copa de amargura» (Me 14,36). A pesar de
que la cruz correspondía al plan establecido por el Padre para la
obra redentora, se atrevió a expresar su deseo de otra solución.
Muestra de este modo a los discípulos que pueden pedir siem
pre que se les ahorre una prueba, con la condición de que man
tengan una disponibilidad total y un abandono a la voluntad
del Padre.
Este abandono es el que expresa la última petición en honor
del Padre: «¡Hágase tu voluntad!».
1. C u a l id a d e s d e la o r a c ió n a l Pa d r e
Sinceridad
Cuando Jesús recomienda a sus discípulos la sinceridad en la
oración, les aconseja que se sitúen ante el rostro del Padre:
«Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a los que les gusta
orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para
que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su recom
pensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta
y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te premiará» (Mt 6,5-6).
Jesús piensa en los que quieren obtener de su oración ciertas
ventajas para su amor propio. La oración no puede dejarse des
viar hacia una búsqueda egoísta de uno mismo. Tiene que sur
gir del amor, y de un amor que busca únicamente la presencia
del Padre. Para escapar de este egoísmo y de esta vanidad habría
sido ya suficiente ponerse en presencia de Dios. Al atraer la
mirada, el rostro de Dios la envuelve de una luz más pura. Sin
embargo, Jesús indica que se trata de la presencia del Padre. La
oración, ral como la enseña a sus discípulos y tal como la prac
tica él mismo, está dirigida esencialmente hacia el Padre.
uTu Padre”, dice para sugerir todo el cariño personal que
emana de esta presencia. El Padre no es solamente Padre de toda
la humanidad; es el Padre del que ora. Y acoge esta oración con
todo el cariño de su amor paternal.
El Padre ve en lo secreto; no se le escapa nada de las dispo
siciones personales del que ora. Nadie puede hacer que el Padre
lo considere mejor de lo que es; pero tampoco puede nadie
hacer que Dios lo juzgue menos bueno de lo que es en realidad.
El Padre lo mira con toda su simpatía y lo estima con gran
benevolencia en sus esfuerzos por orar.
En lo secreto es donde el Padre da a cada uno lo que mere
ce su oración. La retribución puede dar a veces la impresión de
que está ausente, ya que es secreta. Pero nunca falla, aun cuan
do no se sienta el beneficio. Está hecha a la medida de la gene
rosidad soberana de Aquel que ama profundamente a sus hijos.
Jesús buscaba este secreto de las relaciones con el Padre en el
momento de la oración, siempre que se dirigía a lugares desier
tos para orar.
Tras los cuarenta días de contemplación en el desierto, tuvo
muchas veces ocasiones de elegir lugares de soledad para sus
efusiones ante el Padre. Buscar un lugar solitario para orar no
era únicamente asegurar un clima de paz y de tranquilidad para
la oración, sino ponerse más directamente en presencia del
Padre invisible.
Este ejemplo nos ayuda a comprender que la recomendación
de retirarse cada uno a su habitación y cerrar la puerta para orar
al Padre no debe entenderse en un sentido demasiado literal. El
objetivo esencial es encontrar una verdadera soledad que se abra
a una intimidad más completa con el Padre. Este objetivo
puede igualmente alcanzarse con la búsqueda de un lugar
desierto, al abrigo de los contactos habituales con los demás,
que son característicos de la vida social. Jesús sabía abstraerse
de sus relaciones con los discípulos y con los oyentes para no
mirar más que el rostro del Padre. De este modo se sumergía en
la relación más esencial de su vida, la relación filial.
Confianza
La confianza es una cualidad esencial de la oración filial.
Cuando reveló a sus discípulos la persona del Padre y subrayó
sus disposiciones de bondad y de misericordia, Jesús quiso sus
citar en ellos un impulso de confianza en él. Más particular
mente, quiso hacerles superar la mentalidad más antigua de la
oración, en la que solía ponerse más bien el acento en el temor
de Dios. El Padre no pide que le teman ni quiere infundirles
pavor, ya que esos sentimientos mantendrían más bien a sus
hijos alejados de él. Lo que desea es atraer hacia sí a los que ama,
evitando todo lo que pudiera retraerlos o provocar en ellos cier
ta desconfianza. Nada le complace tanto como el abandono
sereno de la confianza, que responde a la grandeza de su amor.
En los momentos más difíciles resulta particularmente nece
saria la confianza absoluta en el Padre. En el drama de la pasión,
el mayor peligro que corrieron los discípulos vino de la con
fianza presuntuosa que tenían en sí mismos frente a la inmi
nencia de la crisis. Se sentían capaces de arrostrar valientemen
te a los adversarios y de perseverar en su adhesión al Maestro.
En Getsemaní, Jesús, que ora al Padre con vistas a la prueba, les
exhorta a hacer ellos lo mismo, es decir, a poner su confianza no
en sus propias fuerzas, sino en el poder del Padre: «Velad y orad,
para que podáis hacer frente a la prueba; que el espíritu está
bien dispuesto, pero la carne es débil» (Me 14,38; Mt 26,41).
Es el momento en que Jesús grita “Abba” de una forma inolvi
dable. Muestra cómo toda su confianza está puesta en el Padre
e intenta arrastrar a sus discípulos a una oración análoga. La
recomendación: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,38)
sigue siendo válida para todos aquellos que están expuestos a las
pruebas: se les invita a permanecer y a velar con Cristo, aso
ciándose a su oración llena de confianza en el Padre.
No es menos impresionante la última plegaria de Jesús en la
cruz, animada igualmente de una confianza absoluta en el
Padre: «Padre, a tus manos confío mi espíritu» (Le 23,46). El
crucificado se abandona sin reservas en las manos del Padre; así
es como acepta la muerte y se prepara, en la esperanza, al desti
no glorioso que el Padre se dispone a depararle.
Estas últimas palabras constituyen una respuesta al interro
gante recogido del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?» (Me 15,34; Mt 27,46). El “por qué” es la
cuestión que surge espontáneamente en la prueba. Se le plante
aba a aquel que sufría el suplicio de la cruz. Después de haber
la formulado, Jesús enuncia finalmente su respuesta: pone total
mente su confianza en Aquel que lo había conducido por un
camino tan doloroso, con el abandono más completo de su ser
y de su vida.
Para esta respuesta se sirve de unas palabras de otro salmo,
en donde se decía: «Yahvé, a tus manos confío mi espíritu». Pero
Jesús cambia la invocación “Yahvé” por la de “Padre”. Por últi
ma vez antes de su muerte, pronuncia el nombre “Abba”, de
manera que su confianza es fundamentalmente filial. Poner su
espíritu en manos del Padre es sumergirse en el amor paternal
que se abre ante él1.
Las plegarias de Getsemaní y del Calvario atestiguan la
inmensa confianza que unía a Jesús con el Padre. En las cir
cunstancias más ordinarias, menos dramáticas, la confianza
filial había sido siempre el alma de la oración de Cristo. Por este
camino de confianza es por el que Jesús deseó encaminar la ora
ción de sus discípulos.
1. A veces los exégetas piensan que hay que ver la cita del salmo 22 como
un equivalente, en Marcos y en Mateo, del grito que menciona Lucas en
23,46. Pero las palabras de Jesús referidas por un evangelista no excluyen las
que pudo recoger otro. Según el relato de Marcos, hubo un primer grito diri
gido a «Eloí....», y luego otro, el último, en el momento de morir (Me 15,34-
37). Este último grito es el que ha conservado Lucas.
Perseverancia
El carácter filial de la oración favorece la disposición de per
severancia. Jesús no dejó de insistir en esta perseverancia, decla
rando «la necesidad de orar siempre sin desanimarse» (Le 18,1).
La parábola que nos refiere el evangelio de Lucas (11,5-8)
para ilustrar esta perseverancia es la del amigo importuno. En
esta parábola no se habla del Padre; pero, como en el texto evan
gélico viene inmediatamente después de la oración que había
enseñado Jesús y que había comenzado con la recomendación:
«Cuando oréis, decid: Padre...», tiene que entenderse en esta
perspectiva de relaciones con el Padre. El amigo que se resuelve
finalmente a alborotar a toda su familia dormida para dar los
panes que se le piden no puede ser la imagen fiel del Padre, ya
que se levanta de mala gana; intenta simplemente verse libre de
la importunidad de su vecino. Pero con esta concesión da a
comprender que en su bondad, con mucha más razón, el Padre
es incapaz de rechazar una petición inoportuna.
La otra parábola, la de la viuda importuna (Le 18,1-8), es
todavía más significativa. En efecto, describe los pasos de una
viuda que quería obtener justicia de un juez muy mal dispues
to, que no temía a Dios ni a los hombres, pero que acabó
cediendo diciéndose: «Le haré justicia para que deje de moles
tarme de una vez». Lo mismo que el amigo que daba sus panes,
tampoco este juez evoca el rostro del Padre, lleno de misericor
dia y de solicitud, empeñado en hacer valer la justicia en la
sociedad e interesado más particularmente en la suerte penosa
de las viudas. Pero la decisión que toma el juez para preservar
su propia tranquilidad nos hace comprender por contraste el
ardor del Padre en responder a la oración perseverante.
Jesús recomienda una perseverancia basada en la bondad
inagotable del Padre y en su deseo de responder a las súplicas de
sus hijos. Estas súplicas, si se repiten con confianza, acaban
teniendo éxito.
Podemos recordar a este propósito la perseverancia de María
en Caná. Ante el obstáculo que constituía la hora del primer
milagro prevista por el Padre para otras circunstancias, María
no se desanima; a pesar de la respuesta poco favorable de Jesús,
persistió en su intención, poniendo en movimiento a los sir
vientes. El Padre cedió ante su obstinación.
Amor fraterno
La relación filial con el Padre no puede disociarse nunca del
amor fraterno que debe estar también presente en la oración.
Ser hijo del Padre es tener a los demás hombres por hermanos;
al establecer la filiación divina de los cristianos, Jesús estableció
entre ellos vínculos de fraternidad.
En la oración del Padrenuestro hemos indicado ya la impor
tancia atribuida expresamente a la disposición personal de per
dón; los que rezan esta oración están invitados a reafirmar su
voluntad de perdonar.
El Padre no puede acoger más que una oración en la que se
afirme la comunión, el buen entendimiento entre sus hijos. Él
mismo reprueba toda división; los que se dirigen a él tienen que
presentarse reconciliados y unidos. El Padre nunca toma parti
do en favor de unos contra otros; lo que pide es la armonía de
todos a través de todas las diferencias que pueda haber entre la
personas.
Jesús subraya la eficacia que confiere el amor fraternal a la
oración: «Os aseguro que, si dos de vosotros se ponen de acuer
do en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi
Padre celestial» (Mt 18,19). La unión de varias voces ejerce una
acción especial sobre el Padre y suscita su prontitud para escu
char la petición. Cada uno de los que oran es acogido ya por sí
mismo por el Padre y puede obtener sus favores; pero la unión
fraternal añade una fuerza suplementaria, en virtud de la
importancia esencial que el Padre dedica a la caridad.
Así es como la oración comunitaria encierra un valor singu
lar. Por otra parte, toda oración individual tiene que hacerse en
un espíritu de comunión con la Iglesia. Pero cuando en su
forma externa la oración hace escuchar la súplica de la comuni
dad, garantiza más aún su eficacia.
El vínculo indisoluble que Cristo estableció entre el amor a
Dios y el amor al prójimo exige que el corazón de los cristianos
en la oración esté animado a la vez de un amor absoluto al Padre
y de un profundo amor a los hermanos.
2 . E f ic a c ia d e la o r a c ió n
El Padre da el Espíritu
En el evangelio de Lucas, la expresión cosas buenas” es sus
tituida por “el Espíritu Santo”': «¡Cuánto más el Padre celestial
dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (11,13). El Espíritu
Santo es efectivamente lo mejor de todo. A veces se tiene la ten
tación de interpretar las “cosas buenas” a nivel del bienestar
material del hombre. Pero esas cosas se refieren a todos los bie
nes espirituales, que encierran más valor. Son esos bienes espi
rituales los que Padre desea prodigar sobre todo a sus hijos.
Muchas oraciones no obtienen lo que piden, porque el favor
que se pide no es capaz de procurar la mejor realización espiri
tual del individuo o incluso puede perjudicarlo.
Al contrario, cuando uno pide al Padre el Espíritu Santo,
¿cómo no va a recibir lo que ha pedido expresamente? Es ver
dad que el Espíritu Santo se nos ha dado a todos según la pro
mesa del Padre (cf., Le 24,49; Hch 1,8) y que desde Pentecostés
ha sido entregado a la vida de la Iglesia. Lo mismo ocurre con
los múltiples dones del Espíritu que también se han derrama
do con abundancia sobre la comunidad cristiana. Sin embargo,
los que aprecian estos dones y sienten necesidad de ellos reciben
la invitación de pedirlos, a fin de recibirlos más abundante
mente todavía. El Padre desea que se le pida el Espíritu Santo,
así como sus dones de luz, de fortaleza, de amor, de gozo, y se
apresura a conceder lo que se le ha pedido especialmente.
Nunca rechaza la luz espiritual, la fuerza espiritual, el amor
espiritual, el gozo espiritual. No podría conceder nada mejor.
Así pues, los cristianos tienen cierta responsabilidad en los
dones espirituales que animan su vida: en la medida en que se
1. E l c u l t o n u e v o
La alabanza
La alabanza toma una forma nueva y definitiva, precisa
mente porque va dirigida al Padre. Se bendice al Padre porque
ha elaborado un designio soberano en favor nuestro: nos ha pre
destinado a ser sus hijos adoptivos y, para realizar esta filiación
adoptiva, nos ha brindado el don de la redención en su Hijo.
Este don se nos ha comunicado por la resurrección, con la vida
nueva y la herencia ya adquirida en los cielos. Este proyecto
maravilloso que tiene su origen en el Padre suscitaba el entu
siasmo de los primeros cristianos. Todo nuestro destino se ha
concebido dentro de un amor paternal, y se nos ofrece ahora
por este mismo amor, que cumple íntegramente sus intenciones
generosas.
Si en la antigua alianza las exclamaciones de entusiasmo no
habían cesado de hacer subir la alabanza hasta Dios, la maravi
lla mucho mayor todavía de la nueva alianza merece provocar
más admiración todavía. Pues bien, toda esta maravilla perte
nece en primer lugar al Padre, y es precisamente este Padre
como tal, Padre de Cristo y Padre nuestro, el que debe recibir la
alabanza más alta.
El camino de esta oración de alabanza nos lo abrió el mismo
Jesús, en aquella exultación de gozo con que bendijo a Dios por
haber destinado su revelación a los más pequeños (cf. Le
10,21). Esta exultación, suscitada por el Espíritu Santo, tiende
a reproducirse en la alabanza que eleva la Iglesia hasta el Padre.
Alabando al Padre, los cristianos se llenan de gozo por todo lo
que reciben de él.
Acción de gracias
La alabanza va acompañada de la acción de gracias1, ya que
los fieles se maravillan no sólo de la grandeza de Dios, sino
igualmente de la abundancia de los beneficios que se derivan
de la generosidad del Padre.
La acogida de estos beneficios invita a la gratitud. Por la
acción de gracias, reconocemos la bondad del Padre que nos
inunda gratuitamente de favores. Es especialmente importante
en nuestra vida el esfuerzo por discernir en el marco concreto
de nuestra vida los dones que proceden de una benevolencia
paternal presente en cada instante. De hecho, todo lo que cons
tituye nuestra existencia cotidiana es un regalo de Dios, aunque
muchas veces no nos demos cuenta de ello; casi nos sentimos
inclinados a considerar como algo debido lo que nos concede
cada día la mano abierta del Padre.
Se trata de que descubramos mejor todo lo que nos da esta
mano cariñosa. Se trata también de percibir más atentamente
las delicadezas del amor paterno que nos conduce, de captar las
manifestaciones de una solicitud incansable, los signos de una
vigilancia indefectible.
En la acción de gracias es igualmente Jesús el que nos ha pre
cedido. Él sabía encontrar en las realidades más humildes de la
2. Cf., Ib.y78-80.
CSUfTsu ejemplo Jesús nos hace comprender el valor de todas
las muestras de gratitud que debemos al Padre en el curso ordi
nario de nuestra vida. El clima de acción de gracias está pidien
do un desarrollo. Es necesario en la orientación filial que debe
tomar la existencia cristiana para permanecer en la verdad.
Sabernos por experiencia que no resulta fácil vivir en este
clima. Muchas personas hacen oír sus quejas, manifiestan sus
rencores o expresan su descontento. Muchos, lejos de alabar y
de dar gracias al Padre, lo acusan y multiplican sus reproches
contra él. Esta actitud negativa es contagiosa. Importa resistir a
ella robusteciendo la fe en la benevolencia y solicitud del Padre.
Importa concretamente que cada uno se dé más cuenta de los
beneficios que recibe del Padre y que se esfuerce en responder a
ellos con su agradecimiento.
El Padre sufre por la ingratitud de aquellos a los que ama
como hijos; se alegra de su actitud agradecida. Como le gusta
compartir su gozo, los que elevan hasta él su acción de gracias
experimentan en sí mismos el eco de su gozo divino. Mientras
que el clima de crítica y malestar es duro de soportar, la acción
de gracias favorece la generosidad y el gozo.
2. L a f ie st a d e l Pa d r e
Valor ecuménico
Más allá del marco litúrgico de la Iglesia católica, conviene
además llamar la atención sobre el alcance ecuménico que
puede adquirir la fiesta del Padre. En las reuniones ecuménicas
se aprecia y se reza particularmente la oración del Padrenuestro;
las reuniones se llevan a cabo en torno al Padre, en relación con