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Concepto, valor y mercantilización de la cultura.

Luis Bonet Agusti

1.1. El concepto de cultura, sus acepciones y evolución.

El término «cultura», concepto polisémico por excelencia, puede llevar con


facilidad a confusión dadas las múltiples definiciones e interpretaciones
realizadas en los dos últimos siglos desde diferentes perspectivas y campos
académicos. Tiene una larga historia de significar cosas distintas para
personas distintas. Tylor, uno de los primeros antropólogos, define cultura, el
objeto de la antropología, como "aquel conjunto complejo que incluye el
conocimiento, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y
cualquier otra aptitud y hábito adquirido por el hombre como miembro de la
sociedad".
Más recientemente, otro antropólogo, Robert Borofsky, la define como la
"construcción intelectual utilizada para describir (y explicar) un conjunto
complejo de artefactos, emociones, ideas y comportamientos humanos".
Etimológicamente cultura proviene del término colo, palabra latina de raíces
indoeuropeas -kwelo (que existe aún en inquilinus)- que quiere decir habitar y
cultivar, pero que también se utilizaba para designar el culto y los honores que
los hombres rinden a los dioses, ya que el dios que habita un lugar es su
protector natural. Entre las múltiples palabras que derivan de colo se
encuentran colonus, el que cultiva en nombre del propietario una tierra, el
habitante de una colonia, o percolo, reverenciar, honorar. A partir de la forma
cult- se genera cultio, cultura y cultus que en sentido moral significa cultura,
educación y civilización (así lo utiliza, por ejemplo Cicerón o San Ambrosio),
pero también forma de ser o de vestir.
En las lenguas romances medievales el término cultura se utilizaba tanto para
designar el espacio de tierra cultivada como para describir el culto religioso. Ya
en la edad moderna reencuentra su significado primogénito clásico de cultivo
de las artes y del espíritu, culture des arts, de son esprit. Se puede decir que a
partir de la segunda mitad del siglo XVII el sentido figurado de cultura, próximo
al concepto de civilización, se integra al vocabulario corriente. Rápidamente, el
concepto de cultura se ampliará también al cultivo de las letras, las ciencias y la
formación del espíritu y las costumbres.
Ya en el siglo XX, la UNESCO, organización especializada de las Naciones
Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, utiliza en un primer momento
la concepción occidental de cultura, pero a medida que esta no sirve para los
fines de una organización planetaria, se encuentra ante la necesidad de
encontrar una definición del término común para el conjunto de civilizaciones
que conforman el planeta. Así, diferentes encuentros intergubernamentales
organizados durante la década de los setenta avanzan hacia una interpretación
del concepto cada vez más amplia, cercana a la acepción antropológica del
mismo. En la Conferencia intergubernamental sobre políticas culturales
celebrada en Venecia en 1970, la UNESCO establece que la cultura no puede
ser separada del conjunto de elementos que conforman la vida cotidiana, y
engloba la dimensión científico-técnica al significado del término.
Dos años más tarde, la Conferencia intergubernamental sobre las políticas
culturales en Europa celebrada en Helsinki, establece que "la cultura no es solo
acumulación de obras y conocimientos que una élite produce, recoge y
conserva para ponerla al alcance, o que un pueblo rico en pasado y patrimonio
ofrece a los demás: (...) no se limita el acceso a las obras de arte y a las
humanidades, sino que es al mismo tiempo adquisición de conocimientos,
exigencia de formas de vida, necesidad de comunicación; (...) no es un
territorio a conquistar o a poseer, sino una forma de comportarse con relación a
uno mismo, a sus semejantes, con la naturaleza".
Finalmente, en la Conferencia mundial sobre políticas culturales (Mondiacult)
celebrada en México en 1982, se redefine el concepto de cultura, que a partir
de este momento será substituido por el de "culturas", ya que en consonancia
con el paradigma de la "democracia cultural" se pretende reconocer el diálogo
entre las mismas sin prejuzgar preferencias. Para la UNESCO, la cultura
engloba el conjunto de interacciones del individuo con su entorno, "es el
conjunto de modos y condiciones de vida de una colectividad en base a un
sustrato común de tradiciones y conocimientos así como las diversas formas de
expresión y de realización del individuo en sociedad".
Sin embargo, junto a esta definición antropológica del término, en el ámbito de
la gestión, las políticas y el turismo cultural se utilizan acepciones más
restrictivas del mismo, como es la idea de «sectores culturales». Estos incluyen
la música, las artes escénicas, el audiovisual, las artes plásticas, los bienes y
los servicios patrimoniales, el mundo del libro y la escritura, o la cultura
tradicional. De todas formas, tampoco estos límites son claros, pues los
distintos prejuicios sociales o intelectuales que envuelven el debate sobre el
significado de la cultura excluyen aquellos servicios o actividades periféricas a
la idea de creatividad artística o de valor estético. Existe, de alguna manera, un
prejuicio hacia el mundo del ocio y la producción comercial, así como sobre la
cultura científica o industrial. De esta manera, el equipamiento, los
instrumentos o los procesos de postproducción (desde los laboratorios de
fotografía, a los estudios de sonido, los instrumentos musicales, o la alta
fidelidad, todos ellos necesarios para la práctica artística), así como la
publicidad, el diseño o la moda, se excluyen habitualmente de los llamados
sectores culturales. Es evidente que todas estas actividades condicionan y son
indispensables para el desarrollo de la producción y el mercado cultura, y
aunque forman parte de las industrias de la cultura, normalmente son excluidas
de la atención de las políticas públicas de cultura.
Sin embargo, en los últimos años, el concepto de «industria cultural» o de
«industria creativa» ha tomado fuerza, recibiendo una atención creciente por
parte de los poderes públicos. En muchos de estos casos, se confunde el
concepto de «industria cultural» por el de producción y distribución mercantil o
privada de bienes y servicios culturales.
Esta acepción, se aleja de la utilizada mayoritariamente por el mundo
académico, donde se limita el uso del término «industria cultural» a aquellas
actividades donde es posible la reproducción seriada de originales nacidos de
la voluntad expresiva, individual o colectiva, de la creatividad humana.
Formarían parte de esta definición el audiovisual, el libro o los fonogramas, y
en un sentido más amplio, el conjunto de industrias de la cultura y la
comunicación, incluyendo la prensa y la radiodifusión. Otros autores, sin
embargo, engloban todos los sectores culturales bajo este término: "el análisis
de la cultura estructurado alrededor del concepto de industria cultural (...)
concibe la cultura, definida en términos de producción y circulación de sentidos
simbólicos, como un proceso material de producción e intercambio que es parte
–y que de manera significativa es determinado por- los procesos económicos
más amplios de la sociedad con la que comparten muchas de sus formas".
Finalmente, la emergencia a partir de los años ochenta de productos y
empresas que integran diversos sectores de la cultura y de la comunicación
genera la aparición de un término nuevo: el «multimedia». El concepto se utiliza
tanto para definir un producto creativo que incorpora técnicas o soportes
procedentes de distintos sectores culturales, actividades que se integran en
una misma gran empresa del mundo de la cultura y la comunicación, como
para describir la emergencia de un nuevo género creativo fruto de las
posibilidades de digitalización y de interactividad que las nuevas tecnologías
electrónicas de la información permiten.

1.2. Dimensiones de la cultura.

Detrás de buena parte del debate sobre los límites del concepto de cultura,
está la aceptación de sus múltiples dimensiones. Mientras que el término
«cultura» se confundía con el de «alta cultura», el valor y el uso social que se
daba a la misma dificultaba la aceptación social generalizada de la cultura
tradicional o de la cultura de masas. La primera no adquiere un valor colectivo
hasta que el romanticismo, y sus artistas y académicos institucionalizados, no
reclaman su valor identitario y creativo seminal. La segunda lo tendrá más
difícil, para la Escuela de Frankfurt, la reproducción masiva y la difusión a
través de los medios de comunicación transforman la propia esencia de la
manifestación cultural, banalizándola.
De todas formas, no es fácil conocer los límites de cada uno de estos ámbitos,
pues en Occidente, la cultura de masas bebe tanto de la alta cultura europea
como de las culturas tradicionales del viejo continente y del resto del mundo, al
mismo tiempo que evoluciona y sé híbrida. El propio avance tecnológico es
responsable de la desaparición de muchas fronteras geográficas y sectoriales.
No obstante, para algunos autores próximos a los paradigmas de la Escuela de
Frankfurt, la esencia de la cultura desaparece. Más allá de esta crítica
esencialista, es evidente que sobre las industrias culturales inciden
especialmente las estrategias de los sectores publicitarios, los medios de
comunicación y las industrias electrónicas de apoyo, con sus duras lógicas
mercantiles.
Junto a esta tríada de dimensiones, existe una cultura artística, una cultura
científica y una cultura humanista que se enlazan e interrelacionan. La
confusión entre arte y cultura, muy común aun hoy en el mundo anglosajón,
han marginado a la cultura humanista, y sobre todo, a la dimensión científico
técnica de la cultura. Esta marginación (tradicionalmente han sido más
valorados simbólicamente los museos de arte que los museos de ciencia y la
técnica) contrasta con la importancia de la ciencia para el desarrollo del mundo
contemporáneo.
Por otro lado, en toda manifestación creativa existe una dimensión espiritual
(mística, religiosa o profana) junto a las dimensiones intelectuales y
sensoriales, tanto por parte del creador como de los distintos usuarios o
consumidores del hecho cultural. Finalmente, frente al componente original o
identitario de toda cultura, existe una tendencia homogeneizadora y una
tendencia mestiza o híbrida. Todas ellas pueden subsistir al mismo tiempo en
una obra artística o en el consumo de una comunidad, pero mientras la primera
bebe fundamentalmente de la tradición y de las propias fuentes culturales, las
otras dos muestran procesos muy distintos de aproximar culturas: en el híbrido,
es posible identificar y subsisten los sustratos culturales de origen, en la obra
homogénea desaparecen para crear algo nuevo.
1.3. El proceso de mercantilización de la cultura.

La tipología y los contenidos de la producción cultural han evolucionado


notablemente a lo largo del siglo XX., con el progresivo desarrollo de las
industrias culturales, el crecimiento económico y la consolidación del estado del
bienestar. Asimismo, el incremento de la renta, el tiempo de ocio y el nivel
educativo y de información de la población, asociado al desarrollo de la vida y
los hábitos urbanos, han transformado y diversificado las formas de consumo
cultural de la población. En consonancia con ello, la oferta cultural ha crecido y
se ha ampliado enormemente como respuesta a las nuevas demandas, al
desarrollo tecnológico e industrial de la producción cultural y al apoyo
gubernamental recibido. Asimismo, los procesos de producción se han hecho
más complejos en la medida que se introducían avances tecnológicos, y se
ampliaba la competencia y los mercados.
Los recursos económicos para desarrollar cualquier proyecto cultural son en la
actualidad mucho más importantes que en ningún otro período histórico
anterior, tanto si se trata del montaje de una exposición, la realización de un
concierto, o la producción y venta de una película o de una serie de televisión.
Sin embargo, el enorme incremento de la inversión necesaria para sacar
adelante con éxito un nuevo producto no proviene tanto de los costos directos
en producción (aunque todo producto cultural incorpore una fase creativa, de
producción artesanal del prototipo, arriesgada y que exige un trabajo personal
altamente especializado), sino de la distribución. Ésta, se ha tecnificado
enormemente debido al aumento de la competencia existente en el mercado
del ocio y de la cultura, y a la paulatina disolución de los mercados locales en
sus respectivos mercados nacionales (en un primer estadio), y de forma
creciente en mercados de ámbito global. Así pues, la inversión necesaria para
dar a conocer un nuevo producto cultural crece en la medida que el mercado se
expande, y es necesario contar no sólo con potentes redes de distribución, sino
también con mecanismos de legitimación y reconocimiento supranacionales.
La hegemonía de la producción cultural norteamericana en el ámbito
cinematográfico se debe, básicamente, al control sobre la distribución
internacional y a su capacidad para imponer estilos narrativos y un star system
dominante.
La mercantilización creciente de los mercados de la cultura permite que se
pueda hablar sin complejos de la dimensión económica del hecho cultural. Esta
mercantilización no afecta únicamente a la cultura industrializada (la edición
literaria o musical, la radiodifusión o la producción audiovisual), sino también a
todas aquellas manifestaciones de la alta cultura, la gestión del patrimonio o la
cultura tradicional con un valor social reconocido. De algún modo se puede
hablar de una integración creciente de los sectores de la comunicación y la
cultura, englobando en este complejo desde el patrimonio y las bellas artes, al
mundo de las artes escénicas, el libro o la televisión.
Sin embargo, desde una perspectiva histórica, el fenómeno probablemente
más importante de los últimos ciento cincuenta años sea la transformación de
la cultura popular, de base eminentemente agraria, en una cultura de masas
industrializada. En la mayor parte de países desarrollados se ha pasado en
este período de un contexto predominantemente rural, donde los hábitos y las
prácticas culturales de la mayoría de la población, así como las formas de
producción, eran realizadas y vividas básicamente a escala local, de forma muy
endogámica por parte de cada comunidad, a otra situación,
predominantemente urbana, donde los contenidos y las formas de consumo y
de producción son más homogéneas, masivas y universales. Se ha quebrado
la equiparación entre cultura popular y cultura tradicional. A menudo, la
recuperación de esta última se debe más al trabajo y sensibilización educativa
de agentes externos, académicos o creadores interesados en ella, que de la
propia concienciación de las distintas colectividades rurales (a menudo
sometidas a una grave crisis de identidad, de modelo económico y de vivencia
cultural).
El proceso de mercantilización que vive la cultura popular permite la producción
de nuevos bienes y servicios, y la distribución de la producción hacia mercados
que se amplían a medida que se estandarizan los lenguajes comunicativos y se
uniformizan los códigos estéticos y de valores a escala nacional e internacional.
Por otro lado, los avances tecnológicos posibilitan, con una precisión y calidad
considerables y en aumento, la creación y reproducción de la mayoría de
productos musicales, audiovisuales, plásticos o literarios que se hallan en el
mercado. En voz de Walter Benjamin, ya "hacia 1900, la reproducción técnica
había llegado a un nivel que le permitía, no tan sólo tomar como objeto el
conjunto de las obras de arte pervividas y de modificar profundamente sus
efectos, sino también conquistarse un lugar específico entre los distintos
procedimientos artísticos".10 En la actualidad, la posibilidad de rentabilizar una
producción en todos los formatos de difusión existentes explica el crecimiento
de la inversión en la producción y distribución de los formatos reproducibles.
Una de las consecuencias de esta transformación de la cultura popular es la
marginación de las actividades menos profesionalizadas o de las restringidas a
un ámbito estrictamente local dado el contexto de un sector cultural cada vez
más abierto, mercantilizado e interdependiente. A pesar de lo dicho, perviven
numerosos pequeños mercados de ámbito local, especialmente entre los de
cultura más artesanal (artistas y grupos locales); aunque algunos de ellos
pueden llegar a ser bastante dinámicos y con capacidad para interesar a un
público creciente e incluso llegar a internacionalizarse. La cultura transnacional
se nutre de muchas manifestaciones que otrora tuvieron un público local; el
éxito en los mercados locales lleva a los medios de comunicación y a las
compañías transnacionales a interesarse en ellos. Sin embargo, su capacidad
de supervivencia individual a largo plazo se presenta difícil. Colectivamente,
está claro que sobrevivirán múltiples productores y mercados locales que se
basen en el conocimiento y relación directa entre creadores y consumidores,
pero siempre como un elemento marginal dentro de relaciones comerciales
crecientemente globalizadas.
Del mismo modo, las actividades de concepción y gestión más individual,
autónoma o de carácter espontáneo, como las actuaciones de artistas de calle
o las de iniciativa festiva vecinal, tienden a desaparecer o a ocupar espacios
marginales en el contexto de la oferta y los mercados culturales, cuando no se
hibridan con las formas de la cultura de masas. La creación desvinculada del
mercado tiende a dejar paso a manifestaciones cada vez más programadas y
estables, en manos de empresas o de organizaciones sin fines de lucro
consolidadas y profesionales.
Los mercados de esta transformada cultura popular se caracterizan por ser
bastante competitivos a pesar del dominio oligopólico de los mismos por parte
de un número relativamente reducido de grandes corporaciones, en especial en
la distribución. Durante los últimos veinte años, muchas de estas grandes
empresas han tendido a diversificar sus actividades a campos afines
(integración horizontal), con el objetivo de poder competir mejor en la nueva era
multimedia y ante el impacto que representa internet y la nueva economía.
Complementariamente han ampliado su campo de actuación, procurándose
una presencia no solo en los principales mercados internacionales,
Norteamérica, Europa y Japón, sino que a través de la red a la comunidad
mundial de ínter nautas. La búsqueda de economías de escala y de sinergias
productivas, es decir, la tendencia creciente hacia la integración horizontal o
vertical, puede explicar el elevado número de adquisiciones y fusiones de los
últimos tiempos. No obstante, las sinergias productivas son de momento menos
importantes de lo que se acostumbra a reconocer. Se concentran
fundamentalmente en la distribución, donde las estrategias comerciales son
cada vez más complejas, y relativamente poco en la propia producción puesto
que cada sector tiene lógicas de trabajo específicas. Al lado de este grupo de
grandes empresas, en la producción continua, existe un número muy elevado
de pequeñas y medianas empresas especializadas. Su flexibilidad, costes de
producción no excesivamente elevados y dominio sobre sus respectivos
mercados locales, les permite innovar y ser competitivos en subsectores de
actividad altamente especializados.
El proceso de mercantilización no se da únicamente en el campo de la cultura
popular, que como se ha visto resulta transformada y procesada por las
industrias culturales, sino también en el campo de la cultura tradicional y de la
cultura de élite. La primera no se escapa del proceso, se inserta en el mercado,
sea como factor complementario de atracción turística, sea como instrumento
de identificación colectiva, llegando a jugar un papel fundamental en el
desarrollo social, económico y cultural de muchas comunidades. La cultura de
élite, por su parte, se mercantiliza a través de la diferenciación de sus
contenidos, al amparo de un sistema educativo que sacraliza la herencia
cultural y el trabajo artístico.

1.4. El valor de la cultura.

El valor artístico otorgado por determinados expertos a las distintas obras de


arte a menudo no coincide con su valor de mercado. Los criterios utilizados en
cada caso difieren en su fundamentación, estética en el primero, económica en
el segundo, pero no se invalidan mutuamente. Aquello que distingue la
concepción económica de otras disciplinas que analizan el arte y la cultura es
que ésta se basa en el análisis de las preferencias y del valor que los
individuos (y las colectividades en su conjunto) dan a la cultura, sin que desde
la ciencia económica se puedan emitir juicios normativos sobre dichas
preferencias ni sobre el valor del arte en sí mismo: de gustibus non est
disputandum, dice el famoso refrán en latín.
Diferentes condiciones institucionales afectan las restricciones de los individuos
en el momento de concretar sus preferencias. Restricciones que pueden venir
determinadas por el nivel de ingresos, el patrimonio o el tiempo disponible, la
distancia física o psicológica con relación a un evento, la disponibilidad
personal condicionada por la situación familiar, el nivel de formación y de
acumulación de capital cultural de cada uno, u otras normas sociales, religiosas
o jurídicas que condicionen el comportamiento de los individuos.
El valor que cada persona da a un bien o a un servicio cultural depende
básicamente de la superposición de tres dimensiones del concepto de valor:
- La dimensión funcional: consiste en el valor práctico o de utilidad que se
obtiene del consumo de un determinado bien o servicio cultural, tal como el
placer estético o la función decorativa del arte.
- La dimensión simbólica: consiste en el valor de prestigio que lleva incorporado
la participación, el consumo o la posesión de bienes y servicios culturales;
dicha dimensión acostumbra a tener un fuerte componente social, bien porque
adquiere su valor en un contexto compartido de valores (poseer un Picasso o
asistir a la inauguración de la temporada de ópera no significa lo mismo para
todos los grupos sociales), bien por formar parte de la identidad nacional, social
o territorial de una comunidad en particular.
- La dimensión emocional: consiste en la carga emotiva que llevan
incorporados determinados bienes por razones históricas, familiares o ligadas a
determinados gustos o vivencias personales (por ejemplo, muchos de los
objetos guardados celosamente por una persona pasan, en el momento de su
muerte, a no tener ningún valor para la mayoría de sus herederos).
La superposición por parte de cada individuo de estas distintas dimensiones da
como resultado el valor otorgado a cada bien o servicio. Dicho valor es
estrictamente personal aunque esté fuertemente influido por la educación
recibida, la estructura de valores de cada contexto social o las vivencias
anteriores, y del mismo nace la función de preferencias de cada individuo ante
el mercado. La suma del conjunto de funciones de preferencia individuales (o
de utilidad, según la nomenclatura económica tradicional) se refleja en la
función de demanda del bien o servicio cultural.
A estas dimensiones personales es posible añadir otras dimensiones
colectivas, a menudo mal reflejadas por el mercado, pero que acostumbran a
incorporar efectos externos positivos para el conjunto de la comunidad. La
carga simbólica, de identidad o de prestigio, que la sociedad otorga a algunos
productos y manifestaciones culturales explica la importante presencia del
sector público en la financiación de infraestructuras, proyectos y actividades
culturales. Muchas de las actividades que en la actualidad reciben ayuda
pública existían o eran prestadas, hasta hace pocas décadas, desde la más
estricta lógica del mercado o del mecenazgo privado (por ejemplo la ópera o la
producción cinematográfica). Esto era posible por razones de orden
económico, tecnológico y social difícilmente reproducibles en la actualidad en la
mayoría de los países occidentales. Su valor simbólico justifica las enormes
sumas gubernamentales invertidas en dichas actividades. Pero el valor social
de la cultura no es inmutable sino que evoluciona con el tiempo y en el espacio.
Algunos de sus principales componentes se reflejan en las siguientes
percepciones de valor:
- Valor de existencia o de opción: la simple existencia de determinadas formas
de cultura beneficia al conjunto de la población pues le ofrece la posibilidad de
poder disfrutar de los mismos en el futuro, aunque dicha opción no llegue a
ejercerse nunca.
- Valor de legado: el mantenimiento actual de determinadas formas de cultura y
de protección del patrimonio es la mejor garantía para que las futuras
generaciones puedan disfrutar de las mismas (la no-protección de unos restos
arqueológicos o la falta de práctica de un saber tradicional es una pérdida
irreversible, ya que no pueden ser transmitidos una vez que han desaparecido).
- Valor de identidad: determinadas manifestaciones del arte y del patrimonio
han entrado a formar parte de los elementos constitutivos de la identidad local
o nacional, y como tales adquieren un valor simbólico para la comunidad y
pueden generar procesos de cohesión (o marginación) social.
- Valor de prestigio: el arte y la cultura de élite otorga prestigio a las personas e
instituciones públicas y privadas que se asocian a ella, cosa que explica el
patrocinio cultural.
- Valor educativo y de innovación: el arte y la cultura contribuyen al desarrollo
estético de los individuos, y al espíritu creador e innovador de una sociedad.
La paulatina toma de conciencia por parte de la sociedad occidental del valor
colectivo o de los beneficios externos generados por la cultura explica la
implementación de políticas culturales en la mayoría de países a partir de la
mitad del siglo XIX.

Dr. Lluís Bonet Agustí Profesor de economía aplicada y Director de los Cursos
de Postgrado en Gestión Cultural de la Universidad de Barcelona.

Bibliografía

1 TYLOR, E.B. (1971) [1871], p. 19.


2 BOROFSKY, R. (1998), p. 64.
3 ANDRÉ, J., ERNOUT, A., MEILLET, A. (1985), Dictionnaire étymologique de
la Langue Latine, París: Éditions Klincksieck, p. 132-133.4 BÉNÉTON, P.
(1975), Histoire des mots: culture et civilisation, París: Foundation Nationale
des Sciences Politiques, Travaux et Recherches de Science Politique, núm. 35.
5 UNESCO (1970), Informe general de la Conferencia Intergubernamental
sobre los aspectos institucionales, administrativos y financieros de las políticas
culturales, Venecia: UNESCO.
6 UNESCO (1972), Conferencia intergubernamental sobre las políticas
culturales en Europa (Eurocult), París: UNESCO, Recomendación nº 1.
7 DUPUIS, X. (1991), Culture et dévoloppement: De la reconnaissance à
l'évaluation, París: UNESCO/ICA, p. 22.
8 Ver, por ejemplo, el Llibre Blanc de les indústries cultural de Catalunya. 9
GARNHAM, N. (1987), p. 25.
10 BENJAMIN, W. (1983), L'obra d'art a l'època de la seva reproductibilitat
tècnica, Barcelona: Edicions 62.
11 BUSTAMANTE, E. (1994), "La concentración en la comunicación y la
cultura", IV Converses a LaPedrera: Concentració i internacionalització dels
mitjans de comunicació, Barcelona: Institut Català de laComunicació, p: 11-24.
12 FREY, B.S. (2000), La economía del arte, Barcelona: La Caixa: Colección
estudios económicos, núm. 18.

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