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Stephanie Alejandra Mayén Ávila

Bordadoras del alma


Ilustraciones
Sergio Alan Vázquez Vázquez
Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas

Lic. Adelfo Regino Montes


Director General del Instituto Nacional
de los Pueblos Indígenas

Mtra. Bertha Dimas Huacuz


Coordinadora General de
Patrimonio Cultural y Educación Indígena

Itzel Maritza García Licona


Directora de Comunicación Social
Bordadoras del alma
Stephanie Alejandra Mayén Ávila

Ilustraciones
Sergio Alan Vázquez Vázquez

Corrección de estilo
Susana Elizabeth Baca Uribe

Diseño editorial
Karla Celina Contreras Flores

Coordinación
Norberto Zamora Pérez

MÉXICO, 2022
Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas
Índice
01 Introducción

02 No hay leche para


el niño

20 Qué mis alas vuelen entre


los árboles

34 La magia de la abuela
Introducción

A
través de las siguientes páginas conocerás la vida de María,
una mujer otomí a quién se le otorgó el don de hacer arte
mediante hilos y aguja, una habilidad que necesita para dar-
le una vida digna a su familia; además, acompañarás de la mano
a Kàchi y Saa Ìì en su reencuentro por el bosque de San Esteban
Atatlahuca, mientras conoces la historia del vestido que Saa Ìì bordó
para ella; finalmente, entrarás en la casa de la abuela Silvia, quién
estoy segura te recibirá con muchos abrazos, una amable mujer
originaria de Chiapas quien transmite a su nieto Fabián todos los
conocimientos necesarios para bordar desde cero.

Bordadoras del alma es una compilación de tres cuentos que refle-


jan la tradición artesana de México, compartiendo contigo las his-
torias de mujeres que encontraron en el bordado a mano un sus-
tento económico, una tradición de generaciones y un símbolo de
identidad. Estas páginas reflejan qué el bordado no solo es un ele-
mento de ornamentación, sino una forma de expresar emociones,
vivencias y costumbres, además de la importancia que tiene com-
partir el conocimiento tradicional con las futuras generaciones.

1
No hay leche
para el niño
No hay leche para el niño

L a luna decoraba con su manto el Valle del Mezquital, lugar ha-


bitado por el pueblo otomí. Espacio destinado al clima seco y
aguas termales, pero también a la lucha por sobrevivir a la pobre-
za, la cual se hacía presente en las casas de hojas de maguey.

De noche los problemas parecían extenderse, pues allí entre los ár-
boles se vislumbra la silueta de María, quien con las rodillas en la
tierra pedía al cielo una oportunidad para criar dignamente a su
hijo.

—Por favor, ayúdenme, se los ruego. Mi hijo pide leche pero no hay,
pide comida pero no hay, pide ropita pero no hay.

Los sollozos se intensificaron hasta convertirse en una fuente de


lágrimas, tan agudas y salvajes, que no escuchó los primeros lla-
mados de su hijo que, como de costumbre, se despertaba en horas
diurnas para exigir la atención de su mamá.

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—Nänä, nänä, nänä…

“Mamá, mamá, mamá”, eran las palabras que Luis, un infante ador-
milado con el estómago desierto, pronunciaba en medio de la no-
che. Los susurros incoherentes se convirtieron en rabietas y su ma-
dre, que se encontraba fuera de casa rezando al cielo, logró escuchar
la divagante voz de un niño de cuatro años, que probablemente
estaría tambaleándose en busca de su progenitora.

—¿Qué haces levantado? — dijo María al verlo descalzo.


—Nänä, tengo hambre—respondió Luis mientras tocaba su estó-
mago, delgado y frágil.
—Vete a dormir y mañana desayunamos algo rico, ¿sí?
—Quiero leche, nänä, tengo hambre.

El niño llevaba más de veinte horas sin comer, su último alimen-


to habían sido unos higos que María recibió de su vecina, no había
más. El padre de Luis falleció semanas atrás y el sustento de la fa-
milia quedaba en manos de una mujer que no sabía leer ni escribir.
Sin ninguna ayuda para cuidar a su hijo, debía ingeniárselas para

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vencer el miedo y la escasez. Engañar al estómago no es fácil: el
tiempo trabaja rápido y su infante necesita alimentarse bien para
ser fuerte y crecer saludable.

—Vete a dormir, ándale, mañana desayunamos unos huevitos.


—Nänä, tengo hambre—repitió de nuevo, esta vez con los ojos ce-
rrados y la boca seca. Se aproximaba un llanto incontrolable en caso
de no ser atendido.
—Ta’ bien, acuéstate en lo que consigo algo de comer, no te mue-
vas de aquí.

María volvió a salir de casa, corriendo en la misma dirección donde


antes había rezado por una oportunidad…hace días colocó entre
las ramas de un árbol dos piezas de huevo que había recibido en
las afueras de su comunidad. Las ocultó para que, en caso de ser
necesario por si ya no hubiera otra opción y el hambre azotara su
puerta.

María escapaba a horas inhumanas, con la oscuridad latente y el


peligro acechando su camino. Se disponía a recorrer las zonas ale-

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dañas y pedir trabajo o dinero, mismo que después cambiaba por
artículos básicos como dos piezas de huevo o unos cuantos plá-
tanos. Si corría con suerte, alguien le regala un poco de alimento,
pero si la desgracia saludaba, volvía a casa con las manos vacías.

—Tápate la nariz y abre la boca— dijo María mientras inclinaba la


cabeza de su hijo para verter un huevo crudo.
—Así no me gusta—dijo Luis, separándose de su madre.
—¡Pues no hay lumbre! Cómetelo o aguántate hasta mañana—
replicó cansada. Luis accedió. —Ya vete a dormir, mañana cocina-
mos el huevito que queda.

Las horas avanzaban y María se negaba a dormir, pero el cuerpo no


es una máquina y en un parpadeo cayó dormida.

—María, María…—se escuchó una voz femenina arrullando su sueño.


—¿Quién habla? —respondió dentro del mismo.
—¡Tu hijo necesita comer, María!
—Ya no hay más comida, solo una pieza de huevo—su mente di-
vagaba en una habitación oscura, el sonido del agua corría, pero

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ella no alcanzaba a ver ninguna forma, solo sentía la condena de
una voz que le reprochaba el cuidado de su hijo.

—¡María, tú hijo exige leche!


—No tengo.
—¡Tu hijo exige arroz!
—No tengo.
—¡Tu hijo exige maíz!
—¡Por favor, deténgase!
—María, te concedo el don de dibujar la vida con tus manos, de
trazar con hilos el futuro de tu hijo.
—No lo entiendo, Gran Señora, ¿qué está diciendo?
—¡El árbol, María, el árbol! Cada noche deberás entregarme una
muestra de tu aprendizaje, a cambio de ello, te brindaré el susten-
to necesario para que tu hijo y tú vivan dignamente. Tienes en tus
dedos mi sabiduría, ¡tú enseñarás a otras mujeres!

En ese momento, María abrió los ojos, empapada en sudor se cu-


brió la cabeza con una manta para no enfermarse y tras observar
a su hijo dormido, emprendió, por tercera vez en la noche, su viaje

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camino al árbol donde había sacado el huevo para la cena.

—¿Qué es esto? —preguntó tras meter la mano entre el ramerío.


—¿Tela? ¿Hilos? Yo no sé bordar…

La mujer quedó sorprendida al ver que su escondite ahora conte-


nía material suficiente para crear paisajes de tela; el sueño extraño
la había motivado a salir de casa y en ese momento, desconocía el
poder de sus manos. Volvió con todas las herramientas sujetadas
en los brazos, “¿qué hago con esto?” se preguntó cien veces en el
camino.

—No entiendo, yo no sé…bordar…”¡Te concedo el don de trazar con


hilos el futuro de tu hijo!”—recordó las palabras de aquella mujer
que interrumpió sus sueños.

Ciega por el horario nocturno, caminaba con discreción para no


golpear ningún objeto. Tocando de forma inútil sus pertenencias,
llegó a una vieja lámpara de gasolina que no había querido utilizar

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en caso de necesitarla más adelante, sin embargo, era el momento
adecuado para prenderla.

—”...el don de trazar con hilos el futuro”— se repitió por varios se-
gundos. Valentonada por la revelación y el clima, decidió comenzar
a bordar.

—¡Auch! — la aguja provocó sangre en su primer intento. Continuó.

Los hilos viajaban de un extremo a otro, danzando en la parte fron-


tal de la tela para anidarse en el revés de su paisaje. Ahí, con el cora-
zón en los dedos, intentaba retratar a su hijo con una camisa azul,
del mismo tono que el cielo.

Los trazos no eran perfectos, pero María no dejaba de asombrar-


se por lo habilidosas que eran sus manos en la oscuridad; jamás
aprendió el arte de bordar y hoy, al escuchar su estómago rugir, se
sentía capaz de cambiar su vida con unas puntadas.

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El bordado de María mostraba a Luis con una camisa azul y huara-
ches cafés; sentado con ella en algún tronco del Valle mientras co-
mían unos sabrosos higos de temporada. El recuerdo de su sabor
le hacía agua la boca, al mismo tiempo que su estómago rugía de-
seoso de hacer realidad su antojo.

—Casi termino…—se dijo a sí misma sin percatarse que la lámpara


estaba apagada y el sol se asomaba por los espacios abiertos de su
hogar. Pasó la madrugada bordando, aprendiendo de sus errores
y remachando uniones para no dejar ni un hilo suelto.

—¡Terminé!

El paisaje que sostenían sus manos era utópico: la camisa de Luis


nueva y radiante, nada que ver con la actual, que en un inicio era
blanca, pero con el pasar de los días se tiñó de manchas amarillas
y grises; sus huarachitos eran de suela firme, dispuestos a sopor-
tar las piedras del camino, si los tuviera con él ya no caminaría des-
calzo agarrando enfermedades. Una canasta con higos, plátanos y
demás frutas sabrosas, sin necesidad de comer huevos crudos de

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madrugada. Y al lado suyo, una tacita con leche fresca, fría como
tanto le gustaba a su hijo, endulzada con miel y lista para ser be-
bida. Todo en aquel bordado era mágico, repleto de amor y cariño;
María consiguió plasmar en tela lo que tanto anhelaba para su pe-
queño.

—¿Y qué hago ahora? — preguntó con la mirada sobre sus manos.

Durante la noche no había percibido el dolor, pero en ese momen-


to, notaba el daño que la aguja había producido en sus dedos. El
revés de la tela tenía algunas manchas ligeras de sangre y el cuchi-
llo que utilizó para cortar los sobrantes, también había rasgado su
vestido; nada de eso importaba, sus ojos reflejaban esperanza.

—Gran Señora, dígame qué hacer ahora, por favor. He terminado


mi primer bordado—imploró una respuesta.
—Nänä…—un niño acababa de despertarse.
—Gran Señora, por favor, mi hijo acaba de levantarse y seguro que-
rrá comer, dígame qué debo hacer—susurró para sus adentros.
—Nänä, quiero leche…—dijo Luis entre bostezos.

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—Mi niño, no tenemos leche…
—Pero sí tenemos, nänä, está en el árbol—mencionó seguro de sí
antes de darse la vuelta y regresar a su sueño.

María supo que debía salir de nuevo; con una manta en la cabeza
y el bordado en manos se dirigió a su escondite para ofrendar a la
Gran Señora.

Se dispuso a visitar el árbol que anteriormente le habría brindado


herramientas para trabajar; metió la mano de nuevo en las ramas
apretando los ojos para no decepcionarse, pero al igual que la no-
che anterior: el tacto no mentía.

—Esto es… ¿un jarrón? ¡Un jarrón! —se apresuró a sacar la vasija de
entre las ramas—¡Es leche! ¡Mi hijo tomará leche!

Continuó palpando el interior del árbol, hasta sacar de ahí todos los
objetos que la Gran Señora le habría dado a cambio de su trabajo:
una camisa nueva, unos huaraches firmes, una canasta con frutas
deliciosas y una bolsa de tela con algunas monedas.

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—Gran Señora, esto es demasiado, solo pedía un vaso de leche para
mi hijo—,expresó con alegría mientras colocaba su bordado dentro
de las ramas, haciendo un intercambio justo por sus alimentos.

—María—se escuchó desde el interior del tronco—tu trabajo ha


sido pagado, gracias por bordarme una linda escena.
—Gran Señora, ¿cómo puedo agradecer tanto?
—No agradezcas, María, tu trabajo ya ha sido pagado. Tienes en
tus manos el don de trazar con hilos el futuro de tu hijo—fueron
las últimas palabras que recibió.

Volvió a casa con una sonrisa radiante, sin poder creer los produc-
tos que sostenía en sus manos, ansiosa por ver la cara de su hijo
que horas antes había cenado un huevo crudo.

—Luis, Luis, despierta.


—Nänä…
—Te tengo una sorpresa, mira…—lo giró con cariño para enseñarle
todo lo que la Gran Señora le había brindado.
—¡Nänä! ¿De dónde sacaste tantas cosas?

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—Trabajé en la noche, Luis y hoy me pagaron con todo esto.
—¿Trabajaste? ¿En qué?
—¡Shh! ¿No se te antoja un plátano?
—¡Sí! Tengo mucha hambre.
—Toma. Cómetelo con calma, no te vayas a ahogar.
—¡También te dieron ropa!
—Ropa, huarache y mucha fruta…
—Ojalá te hubieran dado leche, hace mucho no tomamos leche…

En ese momento, María no pudo contener la sonrisa, y con sus ma-


nos puso delante de Luis un jarrón lleno de leche fresca endulzada
con miel. Ambos disfrutaron de un desayuno que el día anterior,
parecía imposible.

—Nänä, ¿cómo lo conseguiste?


—Ayer una señora muy amable me regaló cosas para bordar, así
que pasé toda la noche bordando para venderlo y conseguir algo
de comer.
—No sabía que bordabas…
—Yo tampoco, pero siempre es un buen momento para aprender.

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Mira,—le mostró sus manos—me lastimé un poco pero valió la pena
porque pudimos comer toda esta fruta y tu tienes una camisa
nueva. ¡Hoy volveré a bordar y mañana tendremos más comida!
Ya no vamos a preocuparnos por eso nunca más.

—¿Y a quién se lo vendiste, mamá?


—A una señora que no conoces, Luis, pero es una mujer sabia y
muy generosa.
—¡Espero que le guste mucho para que compre más bordados!
—Así será, mi niño, ya verás.

Por varios días María continuó bordando paisajes bellos. Imágenes


donde el Sol era radiante y su hijo caminaba feliz, entre el Valle. La
comida nunca faltaba, así como utensilios de madera para cocinar.
Jarrones de agua, leche y jugo natural también se hacían presen-
tes. Ropa para que su hijo pudiera vestir limpio, petates para aco-
plar una cama más robusta, mantas para soportar el frío.

María se aferró durante varias semanas al poder de sus manos, cons-


truyendo una vida mejor para ella y su hijo, hasta que un día, sus
bordados no pidieron a la Gran Señora ni una pizca de comida…

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—María—dijo la voz dentro del tronco—esta noche no bordaste
alimento. Tu hijo no tendrá qué comer hoy.
—Gran Señora, por días he pedido frutas, vegetales y bebidas, al-
gunas las he cambiado con otras mujeres de la comunidad, así
que mi cocina tiene variedad de alimentos.
—Me alegra escuchar eso, María.
—Además, con todas las monedas que recibí pude pagar algunos
productos para que mi hijo coma el resto de la semana. Hoy, no
quise más comida, hoy le pedí algo diferente...
—Me di cuenta de eso y tu trabajo de ayer será pagado con lo que
desees.
—A través de mi bordado, le pedí más hilos para trabajar. Algunos
colores se me terminaron y me queda muy poca tela.
—Y eso tendrás, María, puedes agarrar tus herramientas. Has sido
una gran bordadora.

María metió la mano entre las ramas para obtener sus nuevos pro-
ductos y continuar con su trabajo.

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—Todo se lo debo a usted, que me concedió el poder de expre-
sar con mis manos aquellos deseos inalcanzables. Es por eso, que
quiero compartir esta habilidad con otras mujeres.
—¿Cómo lo harás, María?
—Comenzaré enseñándole a bordar a Irma, aquella gran mujer
que me regaló higos cuando mi estómago estaba vacío.
—La gratitud es buena.
—Continuaré con Silvia, pues ella me regaló la camisa blanca de
mi hijo cuando él solo vestía con una manta amarrada.
—¿Y después, qué harás?
—Una vez que ellas sepan bordar, caminaremos por las comuni-
dades lejanas y compartiremos este arte con más mujeres.
—¿Qué esperas conseguir con eso?
—¡Les demostraré que todas tenemos el don de trazar con hilos
nuestro futuro!

19
Qué mis alas vuelen
entre los árboles
Qué mis alas vuelen entre los árboles

C omo de costumbre, Kàchi recorrió las cortinas de la habitación.


Con la mirada fija a la calle, creyó ver a Saa Ìì en la ruidosa ace-
ra de la Ciudad de México. Sin embargo, el único invitado que tenía
era un pájaro que la esperaba frente a la ventana para cantar.

La Ciudad no le daba tanta paz como su lugar de origen: su bella


Oaxaca, repleta de colores vibrantes, bodas tradicionales y algara-
bía musical.

Se zambulló en el ropero de madera para jalar una camiseta de al-


godón, pero al conseguir su objetivo vio de reojo una blusa caer al
piso. No le dio importancia y continuó su día.

En el comedor, la escena era solitaria: una joven delgada, de tez


morena y cabello largo hasta las caderas, desayunando un poco del
mole negro que elaboró la tarde anterior en un intento por traer a
su mesa los sabores tradicionales.

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Kàchi admiraba los segundos mientras degustaba sus tortillas de
maíz. Un sorbo al agua, una mordida al pollo, una servilleta de tela
deslizándose por sus labios. Y el proceso continuaba.

A mitad del platillo, suspiró como una niña y entre risas inocentes,
se escapó la frase “te extraño, mamá”. Dispuesta a agarrar el te-
nedor de nuevo, escuchó la voz de su madre fallecida, quién, con
el mismo cariño de su infancia, respondió en la cocina: “¿por qué
no vienes a verme?”. El espacio se inundó de un aroma a cacao, las
palabras resonaban entre las paredes y la mesa del comedor tem-
blaba con fuerza.

Fuera de entender la situación, a Kàchi le tomó varios minutos asi-


milar lo ocurrido, ¿estaba alucinando o realmente la había escu-
chado?

—Me estoy volviendo loca—pensó sentada a la orilla de la mesa, sin


poder mover siquiera un músculo de su rostro.
—Kàchi, te quiero…—volvió a escucharse la voz de su madre.
—Sí, me volví loca…—dijo en voz alta esta vez.
—En el ropero, Kàchi...me has dejado caer.

Kàchi empujó la mesa para separarse de ella, tan brusca con sus

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movimientos, que el agua dentro del jarrón cayó sobre los mante-
les de rafia. Con rapidez, se dirigió a su habitación y ahí, en la pata
de su ropero, encontró una blusa blanca, bordada con bellas flores
amarillas y grecas rojas.

—¿Mamá? …—dijo confundida.


—Hola, mi amor, ¿me extrañabas? —. Kàchi levantó la blusa con
delicadeza. En su hogar se escuchaba fuertemente la voz de Saa Ìì,
a pesar de no encontrarse físicamente.

Las cuatro paredes se separaban cada vez más y el piso parecía


homenajear a Saa Ìì, con un retumbo. Cuando vivían en Oaxaca, el
pozontle era su bebida favorita, por lo que no es de sorprenderse
que el cacao le recordara a su madre y, por ende, la habitación re-
tomara dichos aromas.

—¿Dónde estás?
—Aquí, ¿no me escuchas? —respondió Saa Ìì con un tono burlesco.
—¡¿Qué está pasando?!
—¿Qué está pasando?... Llevo meses hablándote y tú simplemen-
te no me respondes.
—No entiendo a qué te refieres…
—Parece que dejaste de escuchar a los árboles, Kàchi… ¿por qué ya

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no te vistes con estas blusas tan bonitas? ¿Por qué ya no te tren-
zas el cabello? ¿Acaso ya no te gusta?
—Me encanta, es solo qué…no la he usado desde que te fuiste…—
respondió a secas.
—¿De qué hablas? Estoy aquí, siempre he estado aquí. Te acom-
paño cuando preparas tejate en las noches frías, cuando te pei-
nas con esa bonita corona de trenzas o cuando te adornas con los
aretes dorados de tu tierra. ¿No lo recuerdas? A veces canto frente
a tu ventana, y en otras ocasiones, me dejas entrar.

Saa Ìì tenía razón. Durante meses, un pequeño zacatonero—pre-


ciosa ave de patas cafés, corona canela sobre su cabeza y cola gri-
sácea—se posaba fuera de la ventana. La veía despertar cada día
y cantaba; en ocasiones, si Kàchi se descuidaba y dejaba entrar el
aire, el ave también accedía a su habitación y dejaba sobre su cama
una hoja o una rama. Una muestra de su amor.

—Ponte la blusa, ¿sí? Quiero verte con ella…— insistió su madre


tiernamente.

Sin pensarlo dos veces, Kàchi metió las manos y la cabeza en la


prenda. Sintió la textura de los hilos sueltos y el relieve de las flores.
Ella desfiló un momento por su habitación admirando la blusa que
hace años, su madre había bordado.
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Un empujón extraño la hizo caer al suelo, mismo que se agrietó y
devoró su cuerpo como si fuera una pesadilla. Kàchi caía y caía. No
había lugar de dónde sostenerse. Se escuchaban risas en aquel tú-
nel oscuro, repleto de raíces y tierra; el perfume a naturaleza jugue-
teó por su nariz, todo era difuso debido a la velocidad con la que
viajaba.

Cuando por fin pudo colocar la vista en un punto fijo, se dio cuenta
que el golpe que se aproximaba, era inminente. Los escalofríos re-
corrieron su piel, al ver el suelo acercarse a ella, asustada y despro-
tegida cerró los ojos, esperando lo peor… “Te quiero, Kàchi”, volvió
a escucharse como un eco, entre aquel escenario oscuro.

Le tomó unos segundos darse cuenta que estaba con vida, que no
tenía golpes ni rasguños y que tampoco se encontraba en su ha-
bitación. Aún no terminaba de digerir las emociones, cuando de-
lante de ella se mostró un paisaje de árboles con troncos gigantes
y raíces fuertes, tierra fresca y canto de aves. Reconocía ese lugar.
Los rayos de sol escapaban discretos regalándole paz y calma…

Un rayito coqueto llamó su atención, el desplazamiento era lento


pero firme y Kàchi decidió seguirlo. A unos metros de distancia
se encontraba la figura materna que tanto anhelaba. Todo tenía

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sentido, se encontraban en el bosque de San Esteban Atatlahuca,
antiguo hogar de ambas.

—¡Mamá! —Kàchi corrió con fuerza.

La tierra húmeda se metía entre los dedos de sus pies ahora des-
calzos, sentía la brisa que chocaba con sus piernas, la camiseta de
algodón había desaparecido y en su lugar vestía una hermosa blu-
sa de manta bordada, acompañada de una falda de holán, su ca-
bello, enorme y trenzado chocaba con su espalda; sentía la libertad
apoderándose de su corazón.

—Kàchi, mi niña— fue lo único que Saa Ìì dijo, antes de abrazarla.


—Pero cómo…yo estaba en mi…y luego caí…y escuché…—la conmo-
ción no permitía que las oraciones fueran coherentes.
—Todo tiene una explicación, Kàchi, tranquila. ¿Recuerdas dónde
estamos?

Madre e hija observaban los senderos del bosque, tal como en los
viejos tiempos. Kàchi caminaba despreocupada al ver animales li-
bres, venados alimentándose tranquilos; el sonido del agua corrien-
do le llenaba de tranquilidad. De nuevo se encontraban en casa.

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—¿En el bosque de San Esteban? —dijo finalmente.
—Cuando eras niña, Kàchi, te encantaba correr aquí, tus manos se
llenaban de tierra y las limpiabas sobre tus vestidos largos. Nun-
ca me enojaba, porque verte sucia era la prueba de tu curiosidad
e independencia.
—Siempre me bordabas hermosos paisajes y flores en la ropa, me
dejabas los vestidos sueltos para que no me costara trabajo esca-
lar…
—Mi cabeza no entendía como una niña tan chiquita y carismá-
tica podía ser la persona más valiente. Subías a los árboles e imi-
tabas el sonido de los quetzales, ¿te acuerdas?
—Siempre me decías que buscara el árbol con las ramas más gran-
des y fuertes y que, si veía las raíces cortadas o agujeros en el tron-
co, me alejara porque podía caer.
—Sí, pero eras necia. Una vez volviste a casa con el vestido roto,
llorabas como una recién nacida porque era tu favorito.
—Ese vestido lo bordaste tú. En el centro había un árbol que sos-
tenía a un cacique, rodeado con muchas flores de colores y un ja-
guar cerca de las raíces.
—¡Me tardé meses bordándolo! Silvia me dijo que lo vendiera, de
seguro me darían mucho dinero por él, pero yo preferí guardarlo
para mi niña, quería que cada puntada reflejara el amor que ten-
go hacia ti.

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—Me gustaba mucho y a mis amigas también, pero un día lo rom-
pí sin querer…
—¡Y no me quisiste decir qué pasó, llegaste llorando y nada más!
—Quise llegar más alto, al subir un árbol, aunque sabía que la
rama podía quebrarse, mi anhelo era subir para cantar y que me
escucharas desde casa.
—Pero ignoraste mis advertencias y te caíste de una rama esbel-
ta y débil. ¿Cierto? Al menos aprendiste una lección ese día…
—Me dijiste que cada árbol tenía un propósito especial. Esas ra-
mas no me sostenían a mí, pero sí aguantaban el peso de los za-
catoneros, para que su canto se escuchara en las alturas.
—Así como los árboles fuertes y robustos eran capaces de sopor-
tar tu peso, para que gritaras desde la cima y toda la comunidad
pudiera escucharte.
—Nunca quisiste enmendar mi vestido, te lo pedí muchas veces,
pero me decías que estaba bien, que podía usarlo así.
—Habría sido fácil darle una pasada con la aguja o bordarle una
serie de flores en el pedazo que sufrió el daño, pero preferí dejarlo
roto.
—¿Por qué?
—Porque igual volverías a ponértelo, seguirías creciendo y esca-
lando, era cuestión de tiempo para que lo rompieras por segunda
vez. No habrías aprendido a tener cuidado ni a valorar el trabajo
de una bordadora...
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—Así qué, en su lugar, me enseñaste a bordar. Me regalaste una
blusa vieja y me dejaste experimentar con patrones, me equivo-
qué muchísimas veces hasta que pude hacer una flor yo sola.
—¡Y lo emocionada que estabas! Fuiste corriendo con tu amiga
Sandra a enseñarle la blusita con tu flor rosa.
—Me pidió que le enseñara, pero su mamá no la dejó usar sus fal-
das, así que agarré una de las mías y nos íbamos a escondidas al
bosque, le enseñé cómo usar una aguja y las puntadas que tú me
mostraste, cada día practicábamos.
—Yo no sabía eso, con razón luego no encontraba mis cosas…
—Un día llegué con una faldita azul, ¿no te acuerdas? En la par-
te de abajo tenía un patrón de grecas rojas y un corazón lleno de
plantas y flores en el centro.
—¡Dijiste que te la había prestado Sandra!
—Te mentí…la falda era mía, se la llevó un tiempo y cuando acabó
de bordar me la regresó, dijo que era un regalo por haberle ense-
ñado a trabajar con hilos.
—Era muy bella, pensé que la habías hecho tú. De cualquier for-
ma, ustedes dos eran inseparables, todo lo que hacía una la repe-
tía la otra.
—Cuando falleciste, ella me regaló un cinto con hermosas aves y
tu nombre bordados en él, era mi manera de tenerte cerca, siem-
pre me lo colocaba en la cintura acompañando el vestido que tú
me hiciste.
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—¿Y por qué dejaste de vestir nuestra ropa tan bonita?
—Cuándo llegué a la Ciudad, se burlaban de mí por los vestidos
llenos de decoraciones…decidí cambiar mi ropa y evitar los insul-
tos.
—¡¿Se burlaban de ti?! Pero si esto es tradición, es cultura, es par-
te de tu identidad. En cada bordado está reflejado el trabajo ar-
tesanal de las mujeres de tu tierra, la pasión por la naturaleza y el
amor hacia tu comunidad. ¡Tu ropa no es motivo para avergon-
zarte!
—...tienes razón. Tú me enseñaste a gritar entre los árboles y ves-
tir con aquello que me hiciera sentir libre, ¡una falda no es excusa
para insultarme!
—Deberías de retomar el bordado, mi niña, seguir portando con
orgullo estas prendas y tu cabello trenzado.
—A partir de ahora no voy a ocultar mi identidad, lo compartiré
con otras personas, hombres y mujeres, lo bonito que es el bor-
dado tradicional y lo digno que es portar con orgullo una prenda
de manta. Porque bordar no solo es pasar un hilo de enfrente ha-
cia atrás, es plasmar en tela nuestros sueños, deseos e ilusiones.
¡Es una manera de expresión y la forma más bonita que tengo de
mostrarle al mundo quién soy!
—Kàchi, tú tienes la habilidad de compartir tradiciones con tus
paisajes, tal como lo hiciste con Sandra, por favor, ¡nunca dejes

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que te hagan sentir menos por usar un atuendo diferente al del
resto, al contrario, pórtalo con orgullo!
—Eso haré, mami, porque en cada textura y relieve conservo el re-
cuerdo tuyo, cuidándome tras haberme caído del árbol.
—Y en cada revés desastroso e xiste una amiga tuya aprendiendo
a trabajar con hilo y aguja.
—Así cómo en las faldas cantan felices los zacatoneros de los ár-
boles.
—¿Sabes lo que harás ahora?
—¡Portaré con orgullo mis hermosos vestidos y compartiré con la
gente a mi alrededor el arte de bordar! Quiero que la gente vea
que no es motivo de burla, sino una forma de preservar nuestras
costumbres y tradiciones. ¡Es nuestra identidad!

33
La magia de la abuela
La magia de la abuela

A Fabián le gustaban mucho los fines de semana, pues toda la


familia se reunía para saludar y pasar tiempo con la abuela
Silvia, una mujer querida por muchas personas debido a su caris-
mática personalidad, ya que siempre recibía a las visitas con una
enorme sonrisa y múltiples abrazos.

Cuando era niño, su abuela se encargaba de él mientras sus padres


trabajaban, pero al hacerse un poco mayor, decidieron que ya no
era necesario estar bajo cuidado y al cabo de los días, la frecuen-
cia con ella era menor. Sin embargo, Fabián la recordaba siempre
como una mujer alegre y amorosa, de complexión robusta y de es-
tatura baja, con un vestir muy particular…

A pesar de vivir en las grandes ciudades de México, ella vestía siem-


pre con sus huipiles y trajes originarios de Chiapas. Cuando desco-
nocidos preguntaban sobre sus vestidos ornamentados, orgullosa
respondía que su madre le enseñó a bordar y ella misma adornaba
su ropa con los colores de su tierra.
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Era tanto el amor que tenía hacia el trabajo de los artesanos, que
se prometió compartir la magia de los hilos con su futura nieta. Sin
embargo, un error en las revisiones médicas no contempló que el
próximo integrante de la familia sería Fabián, un niño de ojos cafés
y nariz chata.

La abuela Silvia, como era costumbre, pasaba gran tiempo de su


vida frente a la tela. Su hogar estaba lleno de mantas bordadas con
preciosas aves en libertad, los manteles de su mesa siempre tenían
un patrón de flores en los extremos y, por supuesto, cada una de
sus prendas contaba con un bordado en el cuello o en la cintura.

Su casa era acogedora por cualquier lado: en una habitación vieja


construyó una pequeña biblioteca, de las paredes colgaban lienzos
remachados y preciosos paisajes florales, su pequeño sillón tenía
unos cojines bordados con los nombres de su hija y su nieto; inclu-
so se había tomado la libertad de hacer sus propias servilletas de
manta para la cocina, los cuales contenían divertidas imágenes de
alimentos como una rebanada de pan de elote o un plato que pa-
recía contener crema de calabaza.

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La abuela Silvia vivía para impregnar sus sueños y sus pasiones a
través de los hilos y las agujas. Cuando las visitas a su hogar se hi-
cieron recurrentes, ella optó por demostrarles su amor con lo que
más disfrutaba hacer: bordados. A Margarita, la madre de Fabián,
le bordaba preciosos collares con cuentas azules, blancas y ama-
rillas, a veces, incluso blusas con relieves elegantes en tonos roji-
zos. Para Andrés, esposo de su hija, le bordaba discretos pañuelos
de gala, de modo que él pudiera portar sus iniciales con orgullo. Y
para Fabián, los cinturones eran todo un éxito, a veces los decora-
ba con pequeños alacranes o, por el contrario, con aves preciosas
como los colibríes.

Ella amaba compartir su arte, sin embargo, contaba con un secre-


to que nadie sabía… dentro de su pequeña biblioteca conservaba
una caja de tamaño medio que guardaba bajo llave.

—Abuela, ¿qué tienes en esa caja? —preguntó Fabián señalándo-


la.
—Oh, mi niño, no lo recuerdo, hace mucho perdí la llave, de segu-
ro es ropa vieja.

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La respuesta siempre era la misma, pese a ello, Silvia ocultaba la
llave entre las páginas de un libro en su estantería.

—Abuela Silvia, ¿cómo aprendiste a bordar tan bonito?


—Verás, Fabián, cuando era niña sentía que todos tenían un ta-
lento, menos yo.
—¿Por qué lo dices?
—Mis amigas sabían cantar, algunas tocaban instrumentos cuan-
do nos reuníamos en el campo. Otras eran muy buenas para la
poesía y había quienes cocinaban muy sabroso. Yo no tenía nada
que me hiciera especial.
—¡Pero si tú eres muy buena bordando!
—Ahora lo soy, pero en esos días yo no conocía ni siquiera una agu-
ja. Un día tu bisabuela se sentó conmigo en el campo y me regaló
una cajita de madera que apenas cabía en mi mano.
—¿Y qué había dentro?
—Una bola de hilos enredados y una aguja.
—¿Por qué te dio una bola de hilos?
—Me dijo que si lograba desenredar todos los hilos me iba a en-
señar algo secreto, así que lo hice, con mucha paciencia y calma

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porque si los jalaba con fuerza, sería más difícil separarlos.
—Y después de que lo hiciste, ¿qué pasó?
—Sacó de su morral un mantel. Me dijo que era importante tener
paciencia porque las cosas buenas llegan en momentos inespera-
dos, me enseñó a hacer unas puntadas simples hasta que pudie-
ra llenar yo sola el borde de nuestro mantel. Durante varios días
se sentó conmigo en la tierra para enseñarme los tipos de agujas
y cómo hacer figuras geométricas en huipiles, compartió conmi-
go todo lo necesario para crear magia con mis manos.
—¡Así que ella te enseñó! Debió ser muy buena…
—¡Era una excelente bordadora!, desde que aprendí a crear pai-
sajes mi sueño era compartir su sabiduría con alguien más, pero
hasta la fecha no encuentro un voluntario igual de apasionado
que yo.
—¿No le enseñaste a mi mamá?
—Ella sabe bordar, pero nunca le gustó tanto como a mí. Es buena
en otras cosas, por ejemplo, le gusta muchísimo pintar y lo hace
muy bien, se podría decir que ella pinta con pinceles y yo lo hago
con hilos.
—Abuela, ¿por qué no me enseñas a mí? ¡Me gustan mucho los
trabajos que haces!
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—¿Estás seguro? ¿Y si tus amigos te hacen burla?
—¿Por qué lo harían?
—El bordado fue considerado por mucho tiempo como una labor
de mujeres, todavía hay personas que insultan a los hombres por
hacerlo.
—¡A mí no me importa, abuela! El bordado tradicional es parte de
nuestra cultura y deberíamos estar orgullosos de tener a grandes
maestras, como tú. ¡Enséñame, por favor, te prometo ser el mejor
estudiante!
—¿Quién soy yo para negarme, cariño? ¡Déjame ir por las cosas!

Durante los próximos minutos, la abuela Silvia se esforzó en decir-


le a Fabián todos los materiales necesarios y sus mejores consejos
como bordadora:

—...puedes bordar en manta, en algodón, en yute, en papel, inclu-


so en madera, ¡toda superficie puede ser bordada si encuentras la
técnica correcta! Recuerda que la aguja debe ser del mismo gro-
sor que tu hilo o un poco más grande, así será menos complicado
trabajar con él.

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Las palabras desfilaban por su boca mientras veía a su nieto repro-
ducir sus movimientos, imitando cada puntada y trazo. Su corazón
se envolvía de amor al darse cuenta que tenía frente a ella, el vivo
reflejo de su infancia, ahora Silvia pasaba el conocimiento a través
de sus manos, de la misma forma que su madre lo hizo con ella.

—...la elección de hilos es muy importante. El color naranja com-


bina perfecto con el amarillo, pero si quieres utilizar un solo color
puedes jugar con las tonalidades, ¡como en la blusa que le di a tu
mama, ¿la recuerdas?! Tiene una bella flor rosa en el pecho, pero
utilicé un rosa más claro para darle un poco de luz.
La biblioteca de la abuela se había convertido en un taller, hilos por
aquí y por allá, unas tijeras pequeñas haciendo cortes selectos para
que el revés de la tela no resultase desastroso.

—...además, ahorita estás aprendiendo, pero cuando te convier-


tas en un bordador profesional aprenderás a distinguir los hilos
de lana, los de seda y los de algodón incluso sin verlos.

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Fabián no dejaba de recibir la información y luchaba fuertemente
por seguir el ritmo de su abuela, él desconocía la importancia de
trazar un dibujo y el significado que podrías darle una vez que la
aguja tenía contacto con la superficie a bordar; mientras más se
esforzaba, más curiosidad le daba saber qué guardaba su abuela
en el baúl, pues cada que le enseñaba algo nuevo dirigía su mirada
hacia él.

—Abuela…
—Dime, cariño, ¿ya te cansaste?
—No, solo me surgió una duda.
—¿Qué pasó? ¿Se acabó tu ovillo? ¡Por aquí tengo más!
—No, abuela, me di cuenta que cada vez que me enseñas algo
nuevo sobre el bordado volteas a ver tu viejo baúl. ¿Tienes algo
importante ahí? Si quieres podemos buscar la manera de abrirlo,
parece que estás muy interesada.
—Ay, mi niño, déjame decirte algo…la llave la tengo aquí—sacó
un libro de su estantería y junto con él, la llave del baúl que había
permanecido cerrado por años.
—Dijiste que la habías perdido.

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—Lamento mentirte, la verdad es qué dentro de él hay objetos
muy preciados para mí y no quería que nadie los tocara.
—Pudiste decir eso, jamás lo habría abierto sin tu permiso.
—Fabián, a veces queremos conservar nuestros recuerdos intac-
tos, tanto que olvidamos lo importante que es compartirlos con el
resto.

La abuela Silvia se dirigió al baúl y lentamente introdujo la llave en


la cerradura, deslizó el cerrojo y levantó la tapa para revelar su se-
creto mejor guardado: dentro tenía un valioso vestido negro, de-
corado desde la falda hasta el cuello con una ornamenta de flores
rosas, violetas y azules, conservando en el centro un precioso tucán
reluciente.

—Este vestido pertenecía a tu bisabuela. Cuando vivíamos en


Zinacantán, todos admiraban los trabajos de mi mamá porque
era la mejor bordadora de la comunidad. Ella les enseñaba a
otras mujeres cómo decorar sus mantas y a veces trabajaba en
hermosos huipiles, ponchos o blusas para venderlos. No había
nadie mejor que ella para bordar y estoy muy agradecida que

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compartiera su magia conmigo. Pasé mucho tiempo guardando
su vestido porque no quería que se ensuciara, pero esta obra es
bellísima y digna de mostrar al mundo. Llévasela a tu madre, dile
que lo conserve como recuerdo de su abuela y su tierra, recuérdale
cuánto amaba pasearse por las plantas y respirar el aire fresco.
—¡Abuela, pero ese es tu tesoro! Lo has guardado en el baúl por
mucho tiempo, ¿cómo te vas a deshacer de él?
—No, Fabián, no me voy a deshacer de él. Los paisajes están hechos
para admirarse, no para ser ocultados en paredes de madera. Es-
tos trabajos demuestran nuestro origen chiapaneco y el esfuerzo
de madres e hijas. A partir de hoy, tienes el deber de compartirlo
con el mundo, empezando con mi amada Margarita.
—Abue, te prometo que todos conocerán el trabajo de tu mamá
y el tuyo, me esforzaré cada día para bordar mucho mejor y que
estés orgullosa de mi trabajo, ¡compartiré todo lo que me están
enseñando!
—Mi niño, pero si yo ya estoy orgullosa, porque hoy aprendiste que
el conocimiento se comparte de mano en mano…

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México, 202

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