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Ilustraciones
Sergio Alan Vázquez Vázquez
Corrección de estilo
Susana Elizabeth Baca Uribe
Diseño editorial
Karla Celina Contreras Flores
Coordinación
Norberto Zamora Pérez
MÉXICO, 2022
Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas
Índice
01 Introducción
34 La magia de la abuela
Introducción
A
través de las siguientes páginas conocerás la vida de María,
una mujer otomí a quién se le otorgó el don de hacer arte
mediante hilos y aguja, una habilidad que necesita para dar-
le una vida digna a su familia; además, acompañarás de la mano
a Kàchi y Saa Ìì en su reencuentro por el bosque de San Esteban
Atatlahuca, mientras conoces la historia del vestido que Saa Ìì bordó
para ella; finalmente, entrarás en la casa de la abuela Silvia, quién
estoy segura te recibirá con muchos abrazos, una amable mujer
originaria de Chiapas quien transmite a su nieto Fabián todos los
conocimientos necesarios para bordar desde cero.
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No hay leche
para el niño
No hay leche para el niño
De noche los problemas parecían extenderse, pues allí entre los ár-
boles se vislumbra la silueta de María, quien con las rodillas en la
tierra pedía al cielo una oportunidad para criar dignamente a su
hijo.
—Por favor, ayúdenme, se los ruego. Mi hijo pide leche pero no hay,
pide comida pero no hay, pide ropita pero no hay.
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—Nänä, nänä, nänä…
“Mamá, mamá, mamá”, eran las palabras que Luis, un infante ador-
milado con el estómago desierto, pronunciaba en medio de la no-
che. Los susurros incoherentes se convirtieron en rabietas y su ma-
dre, que se encontraba fuera de casa rezando al cielo, logró escuchar
la divagante voz de un niño de cuatro años, que probablemente
estaría tambaleándose en busca de su progenitora.
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vencer el miedo y la escasez. Engañar al estómago no es fácil: el
tiempo trabaja rápido y su infante necesita alimentarse bien para
ser fuerte y crecer saludable.
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dañas y pedir trabajo o dinero, mismo que después cambiaba por
artículos básicos como dos piezas de huevo o unos cuantos plá-
tanos. Si corría con suerte, alguien le regala un poco de alimento,
pero si la desgracia saludaba, volvía a casa con las manos vacías.
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ella no alcanzaba a ver ninguna forma, solo sentía la condena de
una voz que le reprochaba el cuidado de su hijo.
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camino al árbol donde había sacado el huevo para la cena.
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en caso de necesitarla más adelante, sin embargo, era el momento
adecuado para prenderla.
—”...el don de trazar con hilos el futuro”— se repitió por varios se-
gundos. Valentonada por la revelación y el clima, decidió comenzar
a bordar.
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El bordado de María mostraba a Luis con una camisa azul y huara-
ches cafés; sentado con ella en algún tronco del Valle mientras co-
mían unos sabrosos higos de temporada. El recuerdo de su sabor
le hacía agua la boca, al mismo tiempo que su estómago rugía de-
seoso de hacer realidad su antojo.
—¡Terminé!
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madrugada. Y al lado suyo, una tacita con leche fresca, fría como
tanto le gustaba a su hijo, endulzada con miel y lista para ser be-
bida. Todo en aquel bordado era mágico, repleto de amor y cariño;
María consiguió plasmar en tela lo que tanto anhelaba para su pe-
queño.
—¿Y qué hago ahora? — preguntó con la mirada sobre sus manos.
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—Mi niño, no tenemos leche…
—Pero sí tenemos, nänä, está en el árbol—mencionó seguro de sí
antes de darse la vuelta y regresar a su sueño.
María supo que debía salir de nuevo; con una manta en la cabeza
y el bordado en manos se dirigió a su escondite para ofrendar a la
Gran Señora.
—Esto es… ¿un jarrón? ¡Un jarrón! —se apresuró a sacar la vasija de
entre las ramas—¡Es leche! ¡Mi hijo tomará leche!
Continuó palpando el interior del árbol, hasta sacar de ahí todos los
objetos que la Gran Señora le habría dado a cambio de su trabajo:
una camisa nueva, unos huaraches firmes, una canasta con frutas
deliciosas y una bolsa de tela con algunas monedas.
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—Gran Señora, esto es demasiado, solo pedía un vaso de leche para
mi hijo—,expresó con alegría mientras colocaba su bordado dentro
de las ramas, haciendo un intercambio justo por sus alimentos.
Volvió a casa con una sonrisa radiante, sin poder creer los produc-
tos que sostenía en sus manos, ansiosa por ver la cara de su hijo
que horas antes había cenado un huevo crudo.
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—Trabajé en la noche, Luis y hoy me pagaron con todo esto.
—¿Trabajaste? ¿En qué?
—¡Shh! ¿No se te antoja un plátano?
—¡Sí! Tengo mucha hambre.
—Toma. Cómetelo con calma, no te vayas a ahogar.
—¡También te dieron ropa!
—Ropa, huarache y mucha fruta…
—Ojalá te hubieran dado leche, hace mucho no tomamos leche…
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Mira,—le mostró sus manos—me lastimé un poco pero valió la pena
porque pudimos comer toda esta fruta y tu tienes una camisa
nueva. ¡Hoy volveré a bordar y mañana tendremos más comida!
Ya no vamos a preocuparnos por eso nunca más.
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—María—dijo la voz dentro del tronco—esta noche no bordaste
alimento. Tu hijo no tendrá qué comer hoy.
—Gran Señora, por días he pedido frutas, vegetales y bebidas, al-
gunas las he cambiado con otras mujeres de la comunidad, así
que mi cocina tiene variedad de alimentos.
—Me alegra escuchar eso, María.
—Además, con todas las monedas que recibí pude pagar algunos
productos para que mi hijo coma el resto de la semana. Hoy, no
quise más comida, hoy le pedí algo diferente...
—Me di cuenta de eso y tu trabajo de ayer será pagado con lo que
desees.
—A través de mi bordado, le pedí más hilos para trabajar. Algunos
colores se me terminaron y me queda muy poca tela.
—Y eso tendrás, María, puedes agarrar tus herramientas. Has sido
una gran bordadora.
María metió la mano entre las ramas para obtener sus nuevos pro-
ductos y continuar con su trabajo.
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—Todo se lo debo a usted, que me concedió el poder de expre-
sar con mis manos aquellos deseos inalcanzables. Es por eso, que
quiero compartir esta habilidad con otras mujeres.
—¿Cómo lo harás, María?
—Comenzaré enseñándole a bordar a Irma, aquella gran mujer
que me regaló higos cuando mi estómago estaba vacío.
—La gratitud es buena.
—Continuaré con Silvia, pues ella me regaló la camisa blanca de
mi hijo cuando él solo vestía con una manta amarrada.
—¿Y después, qué harás?
—Una vez que ellas sepan bordar, caminaremos por las comuni-
dades lejanas y compartiremos este arte con más mujeres.
—¿Qué esperas conseguir con eso?
—¡Les demostraré que todas tenemos el don de trazar con hilos
nuestro futuro!
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Qué mis alas vuelen
entre los árboles
Qué mis alas vuelen entre los árboles
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Kàchi admiraba los segundos mientras degustaba sus tortillas de
maíz. Un sorbo al agua, una mordida al pollo, una servilleta de tela
deslizándose por sus labios. Y el proceso continuaba.
A mitad del platillo, suspiró como una niña y entre risas inocentes,
se escapó la frase “te extraño, mamá”. Dispuesta a agarrar el te-
nedor de nuevo, escuchó la voz de su madre fallecida, quién, con
el mismo cariño de su infancia, respondió en la cocina: “¿por qué
no vienes a verme?”. El espacio se inundó de un aroma a cacao, las
palabras resonaban entre las paredes y la mesa del comedor tem-
blaba con fuerza.
Kàchi empujó la mesa para separarse de ella, tan brusca con sus
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movimientos, que el agua dentro del jarrón cayó sobre los mante-
les de rafia. Con rapidez, se dirigió a su habitación y ahí, en la pata
de su ropero, encontró una blusa blanca, bordada con bellas flores
amarillas y grecas rojas.
—¿Dónde estás?
—Aquí, ¿no me escuchas? —respondió Saa Ìì con un tono burlesco.
—¡¿Qué está pasando?!
—¿Qué está pasando?... Llevo meses hablándote y tú simplemen-
te no me respondes.
—No entiendo a qué te refieres…
—Parece que dejaste de escuchar a los árboles, Kàchi… ¿por qué ya
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no te vistes con estas blusas tan bonitas? ¿Por qué ya no te tren-
zas el cabello? ¿Acaso ya no te gusta?
—Me encanta, es solo qué…no la he usado desde que te fuiste…—
respondió a secas.
—¿De qué hablas? Estoy aquí, siempre he estado aquí. Te acom-
paño cuando preparas tejate en las noches frías, cuando te pei-
nas con esa bonita corona de trenzas o cuando te adornas con los
aretes dorados de tu tierra. ¿No lo recuerdas? A veces canto frente
a tu ventana, y en otras ocasiones, me dejas entrar.
Cuando por fin pudo colocar la vista en un punto fijo, se dio cuenta
que el golpe que se aproximaba, era inminente. Los escalofríos re-
corrieron su piel, al ver el suelo acercarse a ella, asustada y despro-
tegida cerró los ojos, esperando lo peor… “Te quiero, Kàchi”, volvió
a escucharse como un eco, entre aquel escenario oscuro.
Le tomó unos segundos darse cuenta que estaba con vida, que no
tenía golpes ni rasguños y que tampoco se encontraba en su ha-
bitación. Aún no terminaba de digerir las emociones, cuando de-
lante de ella se mostró un paisaje de árboles con troncos gigantes
y raíces fuertes, tierra fresca y canto de aves. Reconocía ese lugar.
Los rayos de sol escapaban discretos regalándole paz y calma…
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sentido, se encontraban en el bosque de San Esteban Atatlahuca,
antiguo hogar de ambas.
La tierra húmeda se metía entre los dedos de sus pies ahora des-
calzos, sentía la brisa que chocaba con sus piernas, la camiseta de
algodón había desaparecido y en su lugar vestía una hermosa blu-
sa de manta bordada, acompañada de una falda de holán, su ca-
bello, enorme y trenzado chocaba con su espalda; sentía la libertad
apoderándose de su corazón.
Madre e hija observaban los senderos del bosque, tal como en los
viejos tiempos. Kàchi caminaba despreocupada al ver animales li-
bres, venados alimentándose tranquilos; el sonido del agua corrien-
do le llenaba de tranquilidad. De nuevo se encontraban en casa.
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—¿En el bosque de San Esteban? —dijo finalmente.
—Cuando eras niña, Kàchi, te encantaba correr aquí, tus manos se
llenaban de tierra y las limpiabas sobre tus vestidos largos. Nun-
ca me enojaba, porque verte sucia era la prueba de tu curiosidad
e independencia.
—Siempre me bordabas hermosos paisajes y flores en la ropa, me
dejabas los vestidos sueltos para que no me costara trabajo esca-
lar…
—Mi cabeza no entendía como una niña tan chiquita y carismá-
tica podía ser la persona más valiente. Subías a los árboles e imi-
tabas el sonido de los quetzales, ¿te acuerdas?
—Siempre me decías que buscara el árbol con las ramas más gran-
des y fuertes y que, si veía las raíces cortadas o agujeros en el tron-
co, me alejara porque podía caer.
—Sí, pero eras necia. Una vez volviste a casa con el vestido roto,
llorabas como una recién nacida porque era tu favorito.
—Ese vestido lo bordaste tú. En el centro había un árbol que sos-
tenía a un cacique, rodeado con muchas flores de colores y un ja-
guar cerca de las raíces.
—¡Me tardé meses bordándolo! Silvia me dijo que lo vendiera, de
seguro me darían mucho dinero por él, pero yo preferí guardarlo
para mi niña, quería que cada puntada reflejara el amor que ten-
go hacia ti.
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—Me gustaba mucho y a mis amigas también, pero un día lo rom-
pí sin querer…
—¡Y no me quisiste decir qué pasó, llegaste llorando y nada más!
—Quise llegar más alto, al subir un árbol, aunque sabía que la
rama podía quebrarse, mi anhelo era subir para cantar y que me
escucharas desde casa.
—Pero ignoraste mis advertencias y te caíste de una rama esbel-
ta y débil. ¿Cierto? Al menos aprendiste una lección ese día…
—Me dijiste que cada árbol tenía un propósito especial. Esas ra-
mas no me sostenían a mí, pero sí aguantaban el peso de los za-
catoneros, para que su canto se escuchara en las alturas.
—Así como los árboles fuertes y robustos eran capaces de sopor-
tar tu peso, para que gritaras desde la cima y toda la comunidad
pudiera escucharte.
—Nunca quisiste enmendar mi vestido, te lo pedí muchas veces,
pero me decías que estaba bien, que podía usarlo así.
—Habría sido fácil darle una pasada con la aguja o bordarle una
serie de flores en el pedazo que sufrió el daño, pero preferí dejarlo
roto.
—¿Por qué?
—Porque igual volverías a ponértelo, seguirías creciendo y esca-
lando, era cuestión de tiempo para que lo rompieras por segunda
vez. No habrías aprendido a tener cuidado ni a valorar el trabajo
de una bordadora...
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—Así qué, en su lugar, me enseñaste a bordar. Me regalaste una
blusa vieja y me dejaste experimentar con patrones, me equivo-
qué muchísimas veces hasta que pude hacer una flor yo sola.
—¡Y lo emocionada que estabas! Fuiste corriendo con tu amiga
Sandra a enseñarle la blusita con tu flor rosa.
—Me pidió que le enseñara, pero su mamá no la dejó usar sus fal-
das, así que agarré una de las mías y nos íbamos a escondidas al
bosque, le enseñé cómo usar una aguja y las puntadas que tú me
mostraste, cada día practicábamos.
—Yo no sabía eso, con razón luego no encontraba mis cosas…
—Un día llegué con una faldita azul, ¿no te acuerdas? En la par-
te de abajo tenía un patrón de grecas rojas y un corazón lleno de
plantas y flores en el centro.
—¡Dijiste que te la había prestado Sandra!
—Te mentí…la falda era mía, se la llevó un tiempo y cuando acabó
de bordar me la regresó, dijo que era un regalo por haberle ense-
ñado a trabajar con hilos.
—Era muy bella, pensé que la habías hecho tú. De cualquier for-
ma, ustedes dos eran inseparables, todo lo que hacía una la repe-
tía la otra.
—Cuando falleciste, ella me regaló un cinto con hermosas aves y
tu nombre bordados en él, era mi manera de tenerte cerca, siem-
pre me lo colocaba en la cintura acompañando el vestido que tú
me hiciste.
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—¿Y por qué dejaste de vestir nuestra ropa tan bonita?
—Cuándo llegué a la Ciudad, se burlaban de mí por los vestidos
llenos de decoraciones…decidí cambiar mi ropa y evitar los insul-
tos.
—¡¿Se burlaban de ti?! Pero si esto es tradición, es cultura, es par-
te de tu identidad. En cada bordado está reflejado el trabajo ar-
tesanal de las mujeres de tu tierra, la pasión por la naturaleza y el
amor hacia tu comunidad. ¡Tu ropa no es motivo para avergon-
zarte!
—...tienes razón. Tú me enseñaste a gritar entre los árboles y ves-
tir con aquello que me hiciera sentir libre, ¡una falda no es excusa
para insultarme!
—Deberías de retomar el bordado, mi niña, seguir portando con
orgullo estas prendas y tu cabello trenzado.
—A partir de ahora no voy a ocultar mi identidad, lo compartiré
con otras personas, hombres y mujeres, lo bonito que es el bor-
dado tradicional y lo digno que es portar con orgullo una prenda
de manta. Porque bordar no solo es pasar un hilo de enfrente ha-
cia atrás, es plasmar en tela nuestros sueños, deseos e ilusiones.
¡Es una manera de expresión y la forma más bonita que tengo de
mostrarle al mundo quién soy!
—Kàchi, tú tienes la habilidad de compartir tradiciones con tus
paisajes, tal como lo hiciste con Sandra, por favor, ¡nunca dejes
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que te hagan sentir menos por usar un atuendo diferente al del
resto, al contrario, pórtalo con orgullo!
—Eso haré, mami, porque en cada textura y relieve conservo el re-
cuerdo tuyo, cuidándome tras haberme caído del árbol.
—Y en cada revés desastroso e xiste una amiga tuya aprendiendo
a trabajar con hilo y aguja.
—Así cómo en las faldas cantan felices los zacatoneros de los ár-
boles.
—¿Sabes lo que harás ahora?
—¡Portaré con orgullo mis hermosos vestidos y compartiré con la
gente a mi alrededor el arte de bordar! Quiero que la gente vea
que no es motivo de burla, sino una forma de preservar nuestras
costumbres y tradiciones. ¡Es nuestra identidad!
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La magia de la abuela
La magia de la abuela
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La abuela Silvia vivía para impregnar sus sueños y sus pasiones a
través de los hilos y las agujas. Cuando las visitas a su hogar se hi-
cieron recurrentes, ella optó por demostrarles su amor con lo que
más disfrutaba hacer: bordados. A Margarita, la madre de Fabián,
le bordaba preciosos collares con cuentas azules, blancas y ama-
rillas, a veces, incluso blusas con relieves elegantes en tonos roji-
zos. Para Andrés, esposo de su hija, le bordaba discretos pañuelos
de gala, de modo que él pudiera portar sus iniciales con orgullo. Y
para Fabián, los cinturones eran todo un éxito, a veces los decora-
ba con pequeños alacranes o, por el contrario, con aves preciosas
como los colibríes.
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La respuesta siempre era la misma, pese a ello, Silvia ocultaba la
llave entre las páginas de un libro en su estantería.
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porque si los jalaba con fuerza, sería más difícil separarlos.
—Y después de que lo hiciste, ¿qué pasó?
—Sacó de su morral un mantel. Me dijo que era importante tener
paciencia porque las cosas buenas llegan en momentos inespera-
dos, me enseñó a hacer unas puntadas simples hasta que pudie-
ra llenar yo sola el borde de nuestro mantel. Durante varios días
se sentó conmigo en la tierra para enseñarme los tipos de agujas
y cómo hacer figuras geométricas en huipiles, compartió conmi-
go todo lo necesario para crear magia con mis manos.
—¡Así que ella te enseñó! Debió ser muy buena…
—¡Era una excelente bordadora!, desde que aprendí a crear pai-
sajes mi sueño era compartir su sabiduría con alguien más, pero
hasta la fecha no encuentro un voluntario igual de apasionado
que yo.
—¿No le enseñaste a mi mamá?
—Ella sabe bordar, pero nunca le gustó tanto como a mí. Es buena
en otras cosas, por ejemplo, le gusta muchísimo pintar y lo hace
muy bien, se podría decir que ella pinta con pinceles y yo lo hago
con hilos.
—Abuela, ¿por qué no me enseñas a mí? ¡Me gustan mucho los
trabajos que haces!
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—¿Estás seguro? ¿Y si tus amigos te hacen burla?
—¿Por qué lo harían?
—El bordado fue considerado por mucho tiempo como una labor
de mujeres, todavía hay personas que insultan a los hombres por
hacerlo.
—¡A mí no me importa, abuela! El bordado tradicional es parte de
nuestra cultura y deberíamos estar orgullosos de tener a grandes
maestras, como tú. ¡Enséñame, por favor, te prometo ser el mejor
estudiante!
—¿Quién soy yo para negarme, cariño? ¡Déjame ir por las cosas!
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Las palabras desfilaban por su boca mientras veía a su nieto repro-
ducir sus movimientos, imitando cada puntada y trazo. Su corazón
se envolvía de amor al darse cuenta que tenía frente a ella, el vivo
reflejo de su infancia, ahora Silvia pasaba el conocimiento a través
de sus manos, de la misma forma que su madre lo hizo con ella.
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Fabián no dejaba de recibir la información y luchaba fuertemente
por seguir el ritmo de su abuela, él desconocía la importancia de
trazar un dibujo y el significado que podrías darle una vez que la
aguja tenía contacto con la superficie a bordar; mientras más se
esforzaba, más curiosidad le daba saber qué guardaba su abuela
en el baúl, pues cada que le enseñaba algo nuevo dirigía su mirada
hacia él.
—Abuela…
—Dime, cariño, ¿ya te cansaste?
—No, solo me surgió una duda.
—¿Qué pasó? ¿Se acabó tu ovillo? ¡Por aquí tengo más!
—No, abuela, me di cuenta que cada vez que me enseñas algo
nuevo sobre el bordado volteas a ver tu viejo baúl. ¿Tienes algo
importante ahí? Si quieres podemos buscar la manera de abrirlo,
parece que estás muy interesada.
—Ay, mi niño, déjame decirte algo…la llave la tengo aquí—sacó
un libro de su estantería y junto con él, la llave del baúl que había
permanecido cerrado por años.
—Dijiste que la habías perdido.
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—Lamento mentirte, la verdad es qué dentro de él hay objetos
muy preciados para mí y no quería que nadie los tocara.
—Pudiste decir eso, jamás lo habría abierto sin tu permiso.
—Fabián, a veces queremos conservar nuestros recuerdos intac-
tos, tanto que olvidamos lo importante que es compartirlos con el
resto.
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compartiera su magia conmigo. Pasé mucho tiempo guardando
su vestido porque no quería que se ensuciara, pero esta obra es
bellísima y digna de mostrar al mundo. Llévasela a tu madre, dile
que lo conserve como recuerdo de su abuela y su tierra, recuérdale
cuánto amaba pasearse por las plantas y respirar el aire fresco.
—¡Abuela, pero ese es tu tesoro! Lo has guardado en el baúl por
mucho tiempo, ¿cómo te vas a deshacer de él?
—No, Fabián, no me voy a deshacer de él. Los paisajes están hechos
para admirarse, no para ser ocultados en paredes de madera. Es-
tos trabajos demuestran nuestro origen chiapaneco y el esfuerzo
de madres e hijas. A partir de hoy, tienes el deber de compartirlo
con el mundo, empezando con mi amada Margarita.
—Abue, te prometo que todos conocerán el trabajo de tu mamá
y el tuyo, me esforzaré cada día para bordar mucho mejor y que
estés orgullosa de mi trabajo, ¡compartiré todo lo que me están
enseñando!
—Mi niño, pero si yo ya estoy orgullosa, porque hoy aprendiste que
el conocimiento se comparte de mano en mano…
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México, 202