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Del desarrollismo al inclusionismo.

Avatares de los regímenes de bienestar


en América Latina durante la primera década del siglo XXI1

Luciano Andrenacci2

Resumen

El trabajo analiza las mejoras en las condiciones de vida de la población


latinoamericana en la primera década del siglo XXI desde el punto de vista de la
categoría de regímenes de bienestar. Sugiere un modo de conceptualizar los
regímenes de bienestar latinoamericanos a partir de la literatura y la evidencia; y evalúa
la importancia de los cambios recientes respecto de las características históricas de
dichos regímenes. Concluye que hay elementos suficientes para identificar un proceso
de transformación, pero que la dimensión y profundidad de ésta dependen de que el
“inclusionismo” presente adquiera rasgos más decididamente universalistas.

Abstract

The paper analyzes the amelioration in life conditions of Latin American population,
during the first decade of the XXIst century from the point of view of the Welfare
Regimes category. It suggests a way of conceptualizing Latin American welfare regimes
with the help of both related literature and availiable evidence; and it assesses the
importance of recent changes in the historical structure of these regimes. It concludes
stressing the existence of sufficient elements to identify a transformation process, but
which dimension and depth depend on the present “inclusionist” trend to acquire more
definite universalist traits.

1
Por favor citar como “From Developmentalism to Inclusionism: On the Transformation of Latin
American Welfare Regimes in the Early 21st Century”; en Journal of Development Studies, Volume 28,
N° 1; Centrum für Internationale Entwicklung, Vienna, 2012.
2
Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM); Buenos
Aires, Argentina; y Programa de Desarrollo Humano de la Facultad Latinoamericana de Ciencias
Sociales (FLACSO), Sede Argentina.

1
Introducción

La región latinoamericana atravesó, en los primeros años del siglo XXI, un proceso
económico, político y social muy diferente al de su pasado inmediato. En las últimas
décadas del siglo XX democracias inestables con fiscos endebles sobrevivían con
dificultad a las consecuencias económicas, políticas y sociales de las transformaciones
que habían inducido frente al agotamiento de las etapas “desarrollistas”. En el siglo XXI
democracias consolidadas, con fiscos relativamente sólidos y gastos sociales
crecientes, sostienen estrategias “inclusionistas” afrontando (aunque con éxito
discutido) las estructuras históricas de la desigualdad material de la región.

En efecto, el desarrollo económico latinoamericano, aún en sus momentos más


dinámicos (la etapa de desarrollo “hacia afuera”, de fines del siglo XIX y principios del
siglo XX; y la etapa del desarrollo “hacia adentro” posterior a la Segunda Guerra
Mundial hasta la crisis del las deudas externas; Thorp, 1998) produjo una estructura
social fuertemente segmentada frente a un Estado sólo parcialmente universal (Mesa-
Lago, 1978; Filgueira C., 1999). Además de las altas cifras de pobreza, las
desigualdades, asentadas en clivajes cambiantes pero siempre profundos, parecieron
continuar, con sorprendente resiliencia, los patrones de la sociedad de castas de la
etapa colonial en moldes sólo formalmente republicanos.

En la primera década del siglo XXI, luego de una larga crisis, una trabajosa
estabilización financiera y una relativa consolidación de la institucionalidad
democrática, importantes cambios de políticas públicas y una economía global
progresivamente favorable permitieron tasas de crecimiento razonablemente altas y
estables, así como mejoras visibles en las condiciones de vida de la población. En
medidas no dramáticas pero notables, las cifras de pobreza de la región tendieron a
descender y, en muchos países, a superar los logros del “desarrollismo”. A diferencia
de otras etapas, además, la desigualdad de ingresos tendió también a mostrar indicios
de baja que, tan moderados como puedan resultar, marcan potencialmente un cambio
de época (CEPAL, 2009 y 2010; PNUD, 2009).

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¿Se trata de cambios pasajeros, atribuibles a una coyuntura económica y política global
beneficiosa para la región, o hay indicios de cambios estructurales en este
“inclusionismo”, capaces de afectar la matriz histórica de relaciones políticas,
económicas y sociales de América Latina?

Este trabajo pretende contribuir a la comprensión de estos procesos con algunos


apuntes acerca de la evolución de los regímenes de bienestar de la región. Con este
objetivo, se revisa primero sucintamente la evolución del panorama socioeconómico
contemporáneo de la región. En segundo lugar, a partir de algunas aproximaciones
conceptuales a la categoría de régimen de bienestar; se presentan las características
que ofrecen, vistos por el lente de la historia, los regímenes de bienestar en América
Latina. Se cierra el trabajo con un análisis del presente de estos regímenes y de las
perspectivas de discusión e investigación que sus cambios abren.

1. Los indicios positivos

Desde los primeros años del siglo XXI las economías latinoamericanas han venido
generando más empleo (mayores oportunidades de inserción de la población en
circuitos de salarización o de trabajo por cuenta propia) y, argumentablemente, mayor
calidad de las actividades económicas (ingresos monetarios mayores y más estables).
Paralelamente se pueden observar cambios graduales pero importantes de políticas
públicas, especialmente de política social (Cecchini y Martínez, 2011). En este sector,
un descrédito importante del “neoliberalismo” se combinó con un renovado esfuerzo de
reducción de la pobreza y la desigualdad, asentado en una perspectiva
ideológicamente difusa pero claramente orientada a la “inclusión”, que (al igual que el
“neoliberalismo” de los '90) fueron adoptadas por regímenes políticos de signo
partidario e ideológico diverso. A falta de síntesis conceptuales definitivas, se le llama a
esto inclusionismo.

La estadística comparada de la CEPAL (2009 y 2010) muestra algunos logros del


inclusionismo. En primer lugar, en las cifras de pobreza monetaria, que captan los

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ingresos monetarios de los hogares, muestran una importante tendencia a la baja en
proporción (aunque no tan decididamente en cantidad) que se releva con facilidad tanto
a nivel regional como por países. Del 44% de pobreza total y 19% de pobreza extrema
en 1999, a fines de la primera década del siglo XXI la reducción es bastante clara, con
cifras de 32% y 13%, respectivamente en las proyecciones para 2010.

Las mediciones de pobreza no monetaria o multidimensional, que captan aspectos


básicamente relacionados con las características de la vivienda (calidad de la
construcción, la cantidad de personas que la habitan, fuentes de agua y mecanismos
de disposición de residuos, disponibilidad de electricidad) y el acceso a la educación
formal de los miembros del hogar, también atestiguan del proceso de reducción de la
pobreza. Todos los países de la región presentan población pobre (con la presencia de
al menos una dimensión) por debajo del 50% hacia finales de la década; y todos los
países registraron mejoras.

Cierto es que las mejoras en la pobreza no son suficiente indicio de cambio estructural,
porque la circunstancia históricamente más notable de la región han sido sus altos
niveles de desigualdad. Pero por primera vez en más de tres décadas los indicadores
más usuales de concentración del ingreso monetario muestran mejoras; y la medición
de brechas de ingreso (distancia entre grupos que perciben más y menos ingreso
monetario) muestra una tendencia no muy marcada pero efectiva hacia una distancia
menor entre sectores más pobres y más ricos.

La medición del gasto público social, además, a diferencia de los años ’90, muestra
aumentos más sustantivos e impactos más positivos en la desigualdad de ingresos. En
la primera década del siglo XXI el gasto público total y el social aumentaron junto con el
producto bruto y en proporción al mismo. Mientras que el gasto público total se
recuperó y superó levemente a los niveles de 1990, el gasto público social se duplicó
en promedio. A pesar de que el gasto público social latinoamericano ha tenido
históricamente un impacto leve sobre pobreza y desigualdad, es posible también
detectar un tímido pero persistente proceso de cambio positivo.

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Cierto es que, si en muchos países hay evidencia de que los mayores ingresos
monetarios provienen de la expansión de la salarización formal, en la mayoría la
evidencia más fuerte es la del crecimiento en el número de individuos ocupados que
registran los hogares pobres. La mirada por categorías de la población, asimismo,
muestra niveles de pobreza estables o incluso crecientes en por lo menos tres sectores
específicos: los niños, los adultos mayores, y las mujeres y los individuos que se
asumen explícitamente como indígenas. La mejora en la actividad económica, el
empleo y el gasto público social no necesariamente se traduce en una mejora estable e
igualitaria de las condiciones de vida de toda la población.

Suponiendo, sin embargo, que hay motivos suficientes para el optimismo, resta
preguntarse si estas transformaciones positivas, con todos sus matices, son evidencia
suficiente de un cambio de época en la estructura y la lógica de las desigualdades
sociales históricas que atraviesan a América Latina. Planteo aquí que algunos indicios
de esto pueden encontrarse llevando la discusión al plano de los “regímenes de
bienestar”.

2. Acerca de la categoría de Regímenes de Bienestar

La categoría de régimen de bienestar (Esping-Andersen, 1993 y 1996) sugiere


entender que las condiciones materiales de vida de la población, en sociedades
capitalistas, son el producto de entrelazamientos que se producen en tres esferas
relativamente diferenciadas de prácticas sociales: el mercado, las familias (y otras
instancias asociativas) y el Estado. El modo en que esas esferas se entrelazan genera
“arreglos”, en cada uno de los cuales las esferas asociativas y el Estado adquieren
niveles diversos de intensidad y predominio o dependencia respecto de la esfera del
mercado. Los arreglos producen formas variables de “desmercantilización” de las
condiciones de vida, es decir modos extra-mercantiles de resolver problemas de
bienestar por medio de la organización familiar, comunitaria y/o asociativa, o la
intervención del Estado. Esas formas tienen, a su vez, importantes consecuencias en

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términos de estratificación social y en las asimetrías de las relaciones sociales en
general.

En las formulaciones clásicas de Esping-Andersen, pensadas para defender los


”Estados de bienestar” europeos noroccidentales frente a la amenaza de reformas
liberales norteamericanizantes de los años '80 y '90, los regímenes con un mercado
fuertemente predominante como asignador de bienestar se denominaron “liberales”;
aquellos en donde el Estado moderaba o limitaba al mercado más efectivamente, con
efectos “desmercantilizadores” del bienestar, fueron denominados “socialdemócratas”
(por la matriz ideológica de los partidos políticos de sostén de las respectivas políticas
públicas); y aquellos en donde el bienestar era pactado entre el Estado y corporaciones
clave como los sindicatos o las empresas que limitaban al mercado “libre”, el régimen
se denominaba “conservador”.

La tipología tuvo un éxito inesperado, y la discusión en términos de regímenes de


bienestar se instaló como una de las categorías clave de la discusión comparativa,
sobre todo en el campo de la política social. Sin embargo, cuando “régimen de
bienestar” adquirió credenciales de enfoque académico, también quedaron en
evidencia sus insuficiencias o sus déficits de refinamiento. Las tres esferas, pensadas
para explicar a la Europa noroccidental de posguerra, se revelaron más esquivas en
sus posibilidades de captación de los rasgos de otros complejos institucionales como
los de Europa meridional (Ferrera, 2000; Moreno, 2000), los del Asia oriental capitalista
(Goodman, White y Kwon, 1998) o los de las naciones del mundo socialista (Cook,
2007; London, 2008). La relaciones asimétricas de género que la categoría
aparentemente universalista de bienestar encubría también fueron progresivamente
puestas bajo la luz crítica (Daly y Rake, 2003), así como su incómoda relación con los
clivajes etnoculturales (Castles y Miller, 2009).

Ian Gough y Geoff Wood (2004), en particular, propusieron identificar la existencia de


fundamentos diferentes en la estructuración de los regímenes de bienestar en otras
partes del mundo; y por ende condujeron a cuestionar la universalidad y aplicabilidad
de la teoría de los regímenes, aún preservando los elementos esenciales de su utilidad.

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Entre estos fundamentos diferentes aparecen las particulares estructuraciones del
capitalismo respecto de las economías de subsistencia, los capitalismos de enclave y
los “predatorios”; la naturaleza informal, precaria, opresiva y/o esclavizante de las
relaciones laborales; la naturaleza más o menos poliárquica de los sistemas políticos;
la fortaleza relativa del Estado; y la existencia parcial, fragmentaria, caótica y/o
inexistencia de esquemas de políticas sociales.

Si bien estos estudios no cuestionaron el fondo normativo que identifica un polo


“positivo” en la política social de los países desarrollados (circunstancia probablemente
inevitable en nuestro ámbito de interés), ni se detienen (salvo indirectamente) en
cuestiones étnicas o de género, contribuyeron a afinar los instrumentos tipológicos de
caracterización de otras realidades. Propusieron así dos grandes categorías nuevas,
denominadas regímenes de seguridad informal (Wood, 2004) y de inseguridad (Bevan,
2004).

En los primeros, la existencia de sujetos económicos limitados a la producción para la


subsistencia y el autoconsumo, y/o a la vinculación precaria e inestable con el trabajo
en tanto fuente de recursos monetarios, generan una incorporación socioeconómica
adversa, marcada por altos niveles de vulnerabilidad. Esta incorporación adversa
sobredimensiona la importancia de los arreglos familiares y de las políticas públicas en
el menú de opciones de supervivencia y/o bienestar de los sujetos, produciendo una
suerte de seguridad dependiente. La debilidad relativa de los Estados y las sociedades
civiles, a su vez, hace que esta dependencia intensifique una permeabilidad negativa
de la política pública a los intereses grupales e individuales más poderosos, que se
manifiesta en el patrimonialismo y el clientelismo de los arreglos de bienestar. Estos
adquieren un carácter paralelo a las estructuras de la ley, de lo cual se deriva su
denominación de “informal”.

En los regímenes de inseguridad, suerte de versión agravada al extremo de los


regímenes de seguridad informal, a la precariedad, superficialidad o fragmentariedad
de la actividad económica capitalista se le suma la inexistencia o la captura del Estado
por élites restringidas de lógica excluyente y patrimonialista. Semejante estructura hace

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recaer los arreglos de bienestar en las relaciones comunitarias y/o familiares de
manera casi exclusiva. Pero el contexto de opciones económicas de dichas
organizaciones sociales es inestable, contingente, e incluso violento. Las opciones van
desde la economía de subsistencia, pasando por la vinculación precaria con economías
capitalistas restringidas, hasta las economías negras del tráfico ilegal. El resultado es
una situación de sistemático subconsumo y exclusión grave de servicios sociales
básicos.

3. Los regímenes de bienestar de América Latina

Heterogeneidad estructural, debilidad estatal y desigualdad social

En nuestra región un conjunto de autores ha prefigurado y/o utilizado todo o parte de


de la discusión de regímenes de bienestar para emprender estudios comparativos.
Carmelo Mesa-Lago (1978 y 2000), Sonia Fleury (1992), Evelyn Huber (1996),
Fernando Filgueira (1998), Víctor Tokman (1999 y 2004), José Antonio Ocampo (2000),
Carlos Gerardo Molina (2004), Carlos Barba Solano (2004), Armando Barrientos
(2004), y Juliana Martínez Franzoni (2008), entre pocos más, han contribuido con sus
estudios a utilizar la categoría como instrumento de comprensión de la relación entre
mercado, Estado y estructura social. Estos autores nos enseñan que los regímenes de
bienestar latinoamericanos tendieron a presentar una importante debilidad relativa,
tanto en los mecanismos de la esfera del mercado como en los de la esfera de la
política social. Esto produjo (a pesar de la diversidad de intensidades) dos
características centrales bastante comunes a los regímenes de bienestar de la región.

Por una parte, creó las condiciones de posibilidad de una gran desigualdad de
situaciones materiales, agudizada por la propia fragmentación económica, asunto que
la CEPAL históricamente tematizara como el problema de la “heterogeneidad
estructural” (Pinto, 2008). Mientras que un conjunto reducido de sectores de la
población gozó históricamente de estándares de vida altos, a partir de iniciativas
empresariales y/o salarización formal combinadas con protección estatal y seguridad

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social; una parte masiva de la población realiza actividades económicas no (o muy
parcialmente) reguladas por la ley; que producen ingresos bajos e inestables; carece
de protección social y sobrevive al borde de condiciones de subconsumo extremo. A
este fenómeno, contracara inseparable de la desigualdad, se lo discutió históricamente
en asociación con la idea de “marginalidad” (Nun, 1969 y 2001), más recientemente
bajo la categoría de “exclusión” (Wood, 2005).

Por otra parte, la insuficiencia e inestabilidad de alternativas de generación de ingresos


por salarización o cuentapropismo, combinada con la aleatoriedad y ubicuidad de la
presencia estatal, generaron históricamente una gran dependencia del bienestar de las
posibilidades de los sujetos de agudizar estrategias de sobrevivencia económica en
entornos “hostiles” y de utilizar mecanismos familiares, comunitarios, asociativos y
políticos para sustituir, parcial o totalmente, tanto al mercado como al Estado. Es ésta
la raíz de la naturaleza y dimensión del sector informal latinoamericano (Tokman, 1990
y 2001; Portes, 1995).

Ambos procesos se complican por la debilidad propia al Estado. Podría suponerse


contradictoria la insistencia de la historia política regional en la gran importancia
institucional relativa del Estado, frente a lo notablemente tenue de sus efectos
materiales (Davis, 2005). Ciertamente, el Estado fue central en la historia de la región y
su control instrumental fue clave para acumular poder económico y social, así como,
del otro lado de la estructura asimétrica de nuestras sociedades, su accesibilidad fue
esencial para sortear las insuficiencias del mercado capitalista. Pero nuestra
accidentada historia política explica el carácter discontinuo, desigual y fragmentario de
la institucionalidad estatal, que impidió desde temprano el desarrollo de una capacidad
estatal asentada sobre roles universalistas de legitimación, “por encima” de las clases
sociales, por medio de la ley, la infraestructura pública y la protección social. El Estado
fue más bien, a lo largo de la historia, más un creador y un agravante de desigualdad
social que en un neutralizador de la misma.

Inclusión problemática y subordinación negativa

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Las tres esferas del régimen de bienestar latinoamericano, en la práctica, funcionaron
así como garantes de desigualdad. El mercado siempre estuvo fuertemente
fragmentado entre un sector formal integrado “ordenadamente” al mercado global y un
sector informal extenso, inestable y de muy bajos ingresos. La salarización fordista
ocupó, asimismo, un lugar singular. No fue un estatus masivo, modo predominante de
la integración social, a la manera europea occidental o norteamericana, sino un estatus
privilegiado, ventana de acceso ocasional o limitada a una protección elitista.

La política social dependió de un Estado fiscal y políticamente inestable, escenario de


sangrientas disputas entre actores civiles, partidos políticos y militares, arena de
producción de arreglos coyunturales y particularistas. Lejos de generar niveles
aceptables de desmercantilización del bienestar capaces de universalizar pisos de
condiciones materiales de vida, fue un campo de intercambio de favores y prebendas
entre coaliciones que ejercían el poder político y clientelas sectoriales, consolidado en
estructuras corporativas sindicales, sectoriales, geográficas, e incluso étnicas.

La familia y la comunidad, finalmente, quedaron sobredimensionadas como ámbitos


garantes de la sobrevivencia y el refugio, pero cruzadas a su vez por las desigualdades
categoriales típicas de la institución familiar y de la comunidad local (asimetría en las
relaciones de género, subordinación y discriminación étnica). En algún lugar entre la
lógica del régimen “liberal” y la del “conservador” de la mirada europea, pero con
mercados y arreglos institucionales débiles y fragmentados, el régimen de bienestar
latinoamericano fue un garante sistemático de desigualdades.

Sugiero que lo que caracteriza históricamente a los regímenes de bienestar


latinoamericanos es así un triple juego de inclusión problemática a través del mercado
y de subordinación negativa a través de la política social, que redunda en una
sobredependencia perversa de mecanismos asociativos como la familia y la comunidad
en la procura del bienestar. Este triple juego se manifiesta de varios modos que, al
combinarse, producen un efecto comparable, aún con sus peculiaridades, a lo que
Gough y Wood denominaron “regímenes de seguridad informal”. Su resultado, en
términos de estructura social es, como sugiriera repetidas veces Fernando Filgueira,

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una mezcla de desigualdad con segmentación que, en muchos países, cristaliza en lisa
y llana dualidad social.

Se pueden rastrear estos efectos perversos y/o limitaciones en las tres esferas de los
regímenes de bienestar latinoamericanos. El carácter problemático del empleo
producido por las economías latinoamericanas, en primer lugar, como nos ha mostrado
Víctor Tokman, generó históricamente una tendencia a la existencia de niveles
relativamente altos de precariedad, inestabilidad, bajos ingresos reales, informalidad e
ilegalidad. La dificultad de obtener ingresos monetarios por medio de la actividad
económica afecta a gran parte de la población rural autónoma minifundista y a los
“asalariados” en producciones latifundistas. Históricamente, esta relativa incapacidad
de generación de empleo capitalista incluyente en el campo estuvo en la base tanto de
la persistencia histórica de las economías rurales de subsistencia, como de las
migraciones hacia las áreas urbanas de la región. El empleo disponible en áreas
urbanas, por su parte, no es menos problemático, y es igualmente limitado como vector
de inclusión. Las ciudades se caracterizan por su extensa precariedad y por la
habilitación de ingresos que sólo permiten a grandes mayorías de la población
situaciones de subconsumo, enormes obstáculos a la acumulación y barreras a
menudo infranqueables a la movilidad social ascendente. Por las características de
estos procesos, además, el carácter problemático de la sobrevivencia se concentró en
las mayorías rurales y periurbanas y, específicamente, en las franjas poblacionales de
niños, jóvenes y mujeres; y en las minorías étnicas.

La naturaleza segmentada y elitista de la seguridad social, como señaló repetidas


veces Carmelo Mesa-Lago, no ayudó mucho a revertir estos procesos. La seguridad
social no sólo existe efectivamente, sino que es en muchos países tan antigua como la
de Europa Occidental. Pero se restringe a una franja de trabajadores formales urbanos
públicos y privados relativamente minoritaria, generando un vacío de protección
alternativa al ingreso por el empleo que agrava la diferenciación social “natural” al
modo en que funciona el capitalismo latinoamericano. De los instrumentos clásicos de
la seguridad social, en nuestra región sólo han tendido a generalizarse los seguros de
salud y las pensiones de incapacidad y vejez, mientras que los seguros de desempleo

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y las asignaciones familiares son menos comunes. En algunos países la seguridad
social existente tiene una calidad razonable pero una cobertura limitada, mientras que
en otros la seguridad social se expandió en cobertura, pero el nivel de calidad de sus
prestaciones está restringido o se vio sujeto a un proceso de debilitamiento con las
reformas de los años ’90. En todos los casos, la seguridad social no cumple con un rol
de protección general frente a los riesgos de la vida activa, y se presenta más bien
como un privilegio de acceso limitado y carácter parcial.

La modalidad relativamente residual, marginal y de baja calidad de la protección social


pública no contributiva, focalizada explícita o implícitamente en las personas en
situación de pobreza, contribuye por su parte a la ausencia de alternativas de
protección frente a la debilidad del empleo y la parcialidad de la seguridad social. Como
sugirió Carlos Gerardo Molina, se trata de una “política social para pobres”, no para
ciudadanos. Los países de la región cuentan, en general, con una red de servicios
públicos gratuitos o subsidiados: redes de hospitales y centros de salud pública;
sistemas educativos estatales; y servicios básicos públicos (estatales o estatalmente
regulados) de agua, saneamiento, energía, comunicaciones y transporte; así como
algunos esquemas de provisión de vivienda. Pero estos servicios son, en muchos
casos, de cobertura geográfica o categorial limitada, de calidad escandalosa, o de
precios ocultos inaccesibles, además de estar sometidos a una presión de demanda
alta, proveniente del menú restringido de acceso de la población a servicios pagos en
moneda.

Esta presión difícil de satisfacer es abordada, de otra manera, a través del carácter
contingente, poco sistemático, parcial y de bajo impacto relativo de la política
asistencial. La política asistencial latinoamericana, conjunto de intervenciones sociales
del Estado sobre grupos considerados en riesgo de sobrevivencia, es en general
bastante selectiva, su criterio de selección es errático, y su modalidad de “entrega” es
notablemente clientelista, tanto en su modalidad clásica no sistemática como en su
versión “tecnificada” contemporánea. Los programas de alivio a la pobreza suelen
identificar los atributos de la población en situación de pobreza e intervenir (de manera
bastante fragmentaria y parcial) sobre cada uno de ellos (salud materno-infantil,

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escolarización de niños y jefes de hogar, precariedad de las vivienda, indigencia, etc.),
como si actuar sobre el atributo pudiera afectar decididamente la dinámica de una
trayectoria procesual.

Pero la pobreza, como se ha demostrado hasta el hartazgo, es un problema


fundamentalmente sistémico, que determinados atributos pueden agravar, ciertamente,
pero que no explican ni agotan. El resultado de una política asistencial centrada sobre
estos atributos (por ejemplo, trayectoria educativa, acceso del binomio madre-hijo a la
prevención de salud o infraestructura sanitaria de las viviendas) es un impacto de alivio
efectivo pero contingente. Por su parte, la población utiliza lógicamente los programas
para resolver necesidades básicas en el contexto de un menú de opciones de empleo y
de protección social severamente restringido. Por otra parte, la importancia de la
política asistencial en la sobrevivencia cotidiana de una franja amplia de la población
multiplica e intensifica las posibilidades de que estos programas funcionen como
vehículos de intercambio asimétrico clientelar, por medio de los cuales el Estado, los
partidos, las empresas, las iglesias, las familias y otras organizaciones buscan
legitimidad y lealtad. A una dependencia estructural de la asistencia social se le suman
así prácticas de alta perversidad.

Fuera del mercado y de la política social quedan la familia y la comunidad como


mecanismos de apoyo o de refugio. Pero como ha mostrado Juliana Martínez Franzoni
para las estructuras familiares en América Central, estos mecanismos no son
socialmente neutrales y presentan altos costos de subordinación de categorías enteras
de la población, como las mujeres. Un escenario de estas características produce una
sobredependencia de los individuos en los arreglos familiares y comunitarios para su
supervivencia cotidiana. Pero las instituciones familiares y comunitarias de las que se
depende para sobrevivir están lejos de constituir el mundo de la solidaridad orgánica o
la sociabilidad primaria que miradas superficialmente fascinadas por una comunidad
solidaria o una sociedad civil ilusoria a veces pretenden encontrar.

Como se sabe, la familia nuclear clásica funciona en todos los niveles sociales
subordinando a la mujer a su función biológica de reproducción y a su función social de

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organización doméstica. En los sectores de altos ingresos la mujer “compra” su
libertad, pero cuando la familia deviene mecanismo de sobrevivencia, estas funciones
de subordinación se intensifican, agravadas por las prácticas culturales y religiosas
dominantes, transformando a la mujer en una suerte de sub-ciudadano al servicio de la
sobrevivencia material de su esposo y/o de sus hijos.

En síntesis, a diferencia del África y de algunas regiones de Asia Meridonal, el mercado


y el Estado en América Latina incluyen de manera más extensa y probablemente más
intensa. Pero esta inclusión es altamente problemática. Proporciona, ciertamente,
instrumentos de reducción de los costos de la sobrevivencia cotidiana;
“desmercantiliza”, si se quiere, una parte de la misma; pero se encuentra aún lejos de
constituir una red de protección social básica garante de un umbral de ciudadanía. Al
contrario, produce en general una subordinación negativa de los ciudadanos a
instrumentos de protección social inestables, que requieren además de microprácticas
políticas perversas para su acceso.

No resulta sorprendente, en estas condiciones, que el imaginario de ciudadanía como


zócalo de igualdad material y vínculo de solidaridad societal tenga grandes dificultades
para consolidarse, a pesar de la estabilización de la democracia representativa, como
han señalado Sonia Fleury, José Ocampo y Evelina Dagnino, entre otros. La ausencia
de horizonte de ciudadanía en la lógica del modelo de protección social agrava la
desigualdad proveniente de la estructuración económica y se galvaniza en procesos
fuertemente dualizantes que la población vive material y simbólicamente como
procesos de exclusión.

Siglo XXI, continuidad y cambio

Como se señaló, la primera década del siglo XXI presenció una generalizada tendencia
a cambios de gobierno favorables a partidos y coaliciones de centro-izquierda, o
incluso, cuando estos partidos y coaliciones son de centro o centro-derecha, a la
presencia de un discurso sensible a la pobreza y la desigualdad y a la necesidad de

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cambios estratégicos en el funcionamiento de la economía y de la política social. Le he
llamado a esto “inclusionismo”.

Estamos quizá frente a un “espíritu de época” que, de modo parecido al desarrollismo


de la segunda mitad del siglo XX o a las reformas neoliberales de la última década de
este siglo, cruzan las fronteras ideológicas de partidos y coaliciones. Algunos
observadores han querido ver una diferenciación entre modelos “socialdemócratas” y
“populistas” de gobierno (Lustig, 2009), con tipos ideales respectivos en Chile y
Venezuela. Otros han encontrado a los gobiernos conservadores más reacios a
introducir contrarreformas sobre las transformaciones neoliberales, como mostrarían
México y Perú. La perspectiva de asociar signo ideológico-partidario con estrategias de
política pública es lógica y, sin embargo, no parece concluyente. En algunos casos son
los procesos históricos previos los que tienen mayor peso explicativo que las
orientaciones ideológicas de los gobernantes de turno en las opciones de políticas
públicas. En otros casos, el pragmatismo y la mímesis predominan, aunque el discurso
político de gobernantes y oposición radicalice o exagere las diferencias.

A pesar de estas razones, todas atendibles, afirmaré que los grandes ejes de nuestros
regímenes de bienestar -la inclusión problemática en la economía, la subordinación
negativa en la política social y la sobredependencia perversa de los arreglos
comunitarios y familiares- han entrado en las agendas nacionales de política pública
como problema por resolver.

Respecto del primer eje, porque los gobiernos de la región sometieron a escrutinio
crítico el rol del Estado en la generación de oportunidades económicas y las pautas de
generación de empleo de sus respectivas economías. Dos grandes procesos han sido
identificados por los investigadores del tema (Cornia, 2010). Por una parte, una mayor
preocupación por la pauta de empleo de las economías nacionales condujo a
búsquedas de regulación estatal más “fina” de la economía a través de mecanismos de
formalización del empleo, de mecanismos de generación de empleabilidad y de
mecanismos de regulación del comercio y del consumo favorables al sostén o la
reducción del costo de vida. Por otra parte, es posible identificar un Estado más activo

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en la regulación del ciclo macroeconómico con mecanismos financieros y cambiarios, e
incluso capaz de intervenir directamente en esferas estratégicas de la economía
nacional promoviendo el desarrollo de sectores, la integración vertical de cadenas
productivas, o incluso con estatizaciones parciales o totales.

Respecto de la subordinación negativa por la política social, la unanimidad parece aún


mayor. La coyuntura macroeconómica favorable facilitó la disposición de recursos
fiscales para aumentar el gasto público, lo que, como vimos, ocurrió en casi todos los
países. Los procesos más fáciles de identificar, al interior del gasto público social, son
una suerte de nueva prioridad a la educación pública, asentada sobre argumentos de
desarrollo de capital humano y/o de expansión de ciudadanía; los intentos de
expansión de la cobertura de la seguridad social hacia los trabajadores informales y
precarios; una masificación de la política asistencial sobre la lógica de las
transferencias condicionadas de ingreso; y un creciente interés por la descentralización
y/o la desconcentración de los servicios sociales hacia niveles regionales o locales,
presentado como una democratización en el acceso a los servicios públicos. En estos
grandes procesos, “conservadores”, “socialdemócratas” y “populistas” se parecen
bastante, tanto en la dimensión económica del financiamiento de los costos de estas
estrategias -las reformas fiscales han sido progresivas pero tímidas- como en la
dimensión positiva pero limitada de sus impactos.

En el tercer eje, el del sobredimensionamiento perverso de la familia y de la comunidad


como mecanismos de refugio o de producción alternativa de bienestar, el cuadro es,
una vez más, bastante comparable, pese a la diversidad de prácticas culturales y
tradiciones de estructuración social, y a las progresivas tendencias de cambio
relevables (Ariza y De Oliveira, 2005). El discurso “familista” atraviesa a la política
asistencial, su ámbito predilecto, presentando el reforzamiento de la estructura de la
familia nuclear como una medida de integración social. La política asistencial
masificada en los programas de transferencias de ingreso monetario condicionadas por
contrapartidas de trabajo, controles sanitarios o metas de escolarización, se ha visto
asociada a una visión idealizada de familia nuclear, que ha suavizado los roces
históricos entre políticas asistenciales, pensamiento religioso y prácticas culturales de

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subordinación de género. En la “familia” se unen curiosamente los pensamientos
conservadores y populistas, con las mujeres pobres como víctimas predilectas de un
neomoralismo sorprendentemente amplio.

A corta distancia, acompaña a esta refundación conservadora de la asistencia social la


mistificación de la comunidad de proximidad (el pueblo, el barrio y la organización
comunitaria) como mecanismo de socialización, solidaridad y sobrevivencia. El
neoliberalismo había apelado a estas estructuras como alternativas de gestión de la
política pública y proveedoras de bienestar alternativo de bajo costo. La nueva política
social latinoamericana erige a estos mecanismos en tipos ideales de organización no
capitalista y fuente de movilización política participativa, de los cuales surgirían modos
más solidarios de resolver la economía cotidiana y modos más democráticos de
representación política. Se omite, sin embargo, que muchos de estos mecanismos
están construidos sobre la subordinación biológica y funcional de la mujer, la
homofobia, la discriminación étnica o el integrismo político y religioso, aspectos que la
política asistencial termina alegremente reforzando.

Ciertamente, el proceso de consolidación de los derechos de ciudadanía y su


judicialización son contracorrientes poderosas de los procesos anteriores y
mecanismos de aceleración del “inclusionismo”. En efecto, si la tradición
latinoamericana mostraba a las constituciones como documentos declarativos con valor
referencial pero escaso impacto empírico, los últimos años mostraron una mayor
preocupación de los Estados nacionales en la materialización de los derechos sociales
básicos y una inédita intermediación de los poderes judiciales y algunas organizaciones
sociales en la promoción y defensa de estos derechos.

En asuntos históricamente problemáticos como el de los problemas ambientales, los


derechos sexuales o la discriminación étnica, los tribunales de muchos países
latinoamericanos se convirtieron en ámbitos de presión para el cumplimiento estatal de
las garantías establecidas por las leyes, generando instancias de refugio y apoyo a
minorías económicas, geográficas o culturales históricamente condenadas al
ostracismo. Las reglas y las leyes intensifican su presencia en la vida cotidiana como

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ámbito de regulación e intermediación del conflicto de un modo difícil de encontrar en la
historia pasada de la región.

A manera de conclusión

Pese a que se necesita una perspectiva histórica de más largo plazo para identificar
tendencias capaces de transformar sustantivamente los regímenes de bienestar
latinoamericanos, el efecto combinado de la crisis socioeconómica de las '80, las
reformas neoliberales de los '90 y las contrarreformas “inclusionistas” de la primera
década del siglo XXI parecen haber abierto y profundizado un proceso de cambio de
dimensiones estructurales.

Ésa es, sin embargo, la única afirmación taxativa que la falta de perspectiva histórica
puede admitir. Estos cambios son aún susceptibles de lecturas muy divergentes entre
sí. Una mirada optimista insistiría en la presencia de intentos serios de alterar las
secuelas históricas de la desigualdad por medio de cambios estratégicos en nuestros
regímenes de bienestar. Una mirada pesimista, por su parte, se detendría con cautela
en la rearticulación de mecanismos económicos, políticos y culturales clásicos de
desigualdad en prácticas de política pública y moldes ideológicos sólo aparentemente
modernos.

Un factor que inclina la balanza en favor de las miradas optimistas es la presencia


novedosa de discursos y estrategias “universalistas” en el inclusionismo, que registran
pocos antecedentes en la política social latinoamericana. Por universalismo en política
social se suele entender la creación (o elevación) de pisos mínimos públicamente
garantizados de servicios sociales de lógica ciudadana (Filgueira, Molina, Papadópulos
y Tobar, 2006; Andrenacci y Repetto, 2006). La transición es visible entre los criterios
de focalización de emergencia en grupos de riesgo, típicos de los ’90 y los criterios más
democráticos de inclusión ciudadana por derecho.

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Al mismo tiempo, deben sugerirnos cautela muchos aspectos del financiamiento y de la
gestión de estos procesos. Estructuras fiscales regresivas o de presión baja sobre las
clases más pudientes hacen que el gasto social tenga un efecto distributivo tenue y la
desigualdad de ingresos siga siendo brutal. Por otra parte, las tensiones que estas
estrategias generan respecto de burocracias públicas con fuertes dificultades de
planificación, estilos patrimoniales y clientelares, y déficits de efectividad nos llaman la
atención sobre la necesidad de aumentar la capacidad estatal (conclusión a la que,
sintomáticamente, también había llegado el diagnóstico neoliberal en los '90).

El “inclusionismo” tiene que saldar algunas deudas para transformarse en


efectivamente universalista. El patrón de empleo de las economías tendría que
evolucionar hacia puntos de equilibrios con menor desempleo y mayor calidad del
empleo disponible. La seguridad social se encuentra todavía en una etapa de creación
de instrumentos nuevos, sin ruptura definida con los modelos contributivos clásicos,
que en la mayoría de nuestros países son relativamente elitistas. Allí donde la ruptura
se produjo, en lugar de instrumentos universales se diseñaron cuasimercados de
acceso restringido cuyos niveles de desigualdad hacen empalidecer el “elitismo” de los
instrumentos desaparecidos.

Los servicios públicos atravesaron una larga etapa de desfinanciamiento,


desestatización y pseudo-privatización que marcó la máxima debilidad relativa del
Estado respecto de un horizonte de lógica ciudadana. Hace unos años la universalidad
del acceso se reinstaló en la agenda por medio del reconocimiento cada vez más
pronunciado de los aspectos de desintegración social que trae aparejada la exclusión
hacia el subconsumo de bienes y servicios clave. El retorno de la regulación pública (y
en algunos casos las reestatizaciones) ha sido acompañado de mejoras en cobertura y
calidad relativa que muestran una sensibilidad incluyente más marcadamente
universalista. Falta ver si estas estrategias son sostenibles en el tiempo, tanto en su
aspecto de legitimidad pública como en sus aspectos técnicos.

En política asistencial, por último, la aparición de la preocupación por la “integralidad”


de los enfoques de intervención puso en tela de juicio la racionalidad técnica y la

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eficiencia sistémica de la “focalización boba” de los años ’90. La generalización de las
transferencias condicionadas de ingreso representó un avance en forma de
reconocimiento de una suerte de derecho al consumo que, en economías capitalistas,
es bastante más horizontal y democrático que el derecho a la asistencia social. El
surgimiento de iniciativas tendientes a vincular la asistencia social a la restauración o la
promoción de la autonomía económica de los sujetos, como la economía social o el
microcrédito, si bien de alcance naturalmente limitado, son también manifestaciones de
comprensión de la pobreza como un conjunto de situaciones y procesos, alejando las
utopías tecnicistas que asocian el combate a la pobreza con la identificación y la
neutralización de los atributos individuales de los pobres. Es necesario recordar, sin
embargo, que la política asistencial, en sociedades capitalistas y en su mejor versión,
sólo puede ser un sustituto de la integración por el mercado.

La lección de fondo, a mi entender, es que la región está en una época de transición


rica en posibilidades de ruptura con un pasado problemático y no exenta de riesgos. Lo
que está en juego es si el “inclusionismo” es una fase hacia una universalización
efectiva del mercado y el Estado como garantes de un bienestar razonablemente
igualitario e incluyente, o si es un punto de llegada en sí mismo. No es fácil ocultar la
preferencia de quien escribe por el primer escenario, y la asimilación del segundo a un
logro valioso pero insuficiente, como en su momento lo fuese el desarrollismo.

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