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Uno

El instinto espiritual

El instinto dirige, la lógica sólo le sigue.


William James

Lo primero que me llamó la atención de Tenkai fue su sonrisa. Era serena, y contenida; de
complicidad pero no de suficiencia. Era la sonrisa de una persona en paz consigo misma y con el
mundo que la rodea. La sonrisa de alguien que había visto mucho pero que todavía podía
sorprenderse. Era una sonrisa espiritual.

Lo segundo que me sorprendió fue que aunque Tenkai hablaba japonés, llevaba vestidos
japoneses tradicionales y vivía en un monasterio japonés, no era exactamente asiático. Sus ojos
azules y su pelo castaño claro lo delataban. De hecho, Tenkai había nacido y se había criado en
Hamburgo, Alemania, como Michael Hoffman.

Conocí a Tenkai en el Centro Hosenji Zen, que está situado en una pequeña villa japonesa, a una
hora aproximadamente de tren al oeste de Kioto. El centro es un lugar al que acude gente de
diferentes países y tradiciones religiosas que quiere conocer el budismo zen y practicar su sistema
de meditación, conocido como zazen, en el que, sentados en la posición del loto con los ojos
entrecerrados, nos concentramos en la respiración. La idea es vaciar la mente de todo
pensamiento.

Participé en las actividades diarias del centro: despertar a las seis de la mañana con el sonido del
gong, una hora de zazen sentado sobre el tradicional tatami, en una habitación con vistas a una
cascada; desayunar en silencio gachas de arroz y verduras en vinagre; trabajar durante varias
horas en el huerto, quitando las malas hierbas o limpiando los caminos de piedra; canto sutra,
más arroz y vegetales para la cena y finalmente dos horas de meditación en un pequeño bungaló
de madera con vistas al templo. Era una vida llena de paz. Pero yo no estaba allí para madurar
mis facultades intuitivas ni para experimentar la vida monástica, sino para intentar comprender si
la espiritualidad tiene una base biológica.

Hasta los 24 años, Tenkai llevó una vida normal como profesor en la universidad. Sin embargo,
tras una ruptura con su novia, comenzó a plantearse cuestiones vitales como la necesidad de
creer en algo más allá de nosotros mismos: ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el propósito de la vida?
¿Por qué hay tanto sufrimiento? Pronto abandonó su trabajo, cogió su bicicleta y comenzó a
pedalear en dirección este. No se detuvo hasta que llegó a la orilla del mar de la China.

A lo largo del camino, Tenkai experimentó los distintos sistemas espirituales y místicos que
encontró a su paso. En Austria, estudió los principios de la antroposofía, que asegura ser «un
camino de conocimiento que nos lleva desde lo que el hombre tiene de espiritual hasta lo que hay
de espiritual en el universo». En un ashram indio practicó un tipo de meditación en el que
abundantes cantos y danzas alternan con periodos de completa inanidad. Rezó durante doce horas
al día en un monasterio de Nepal y en la China practicó los gráciles movimientos del taichi.

A veces ayunaba y practicaba la abstinencia sexual, otras se abandonaba al alcohol, las drogas y
las mujeres. Podía estar sentado sin moverse durante horas, pero también saltar y gruñir como un
gorila. No importaba lo que hiciera, no importaba a qué líder espiritual siguiera, Tenkai sentía que
le faltaba algo. Pero hasta que no abandonó su bicicleta y voló a Japón no encontró lo que
buscaba: el budismo zen.

La filosofía zen está basada en la premisa de que cada ser humano es capaz de encontrar
explicación a las cosas por sí mismo. Todo lo que se necesita es ejercer la meditación. El énfasis
se pone en vivir en el presente sin lamentar el pasado ni preocuparse por el futuro. El lema del
folleto que anuncia el Centro Zen Hosenji es «Tu futuro está aquí y ahora».

La religión zen es la única que carece de teología, escrituras o ritual. No hay dioses ni demonios,
no hay infierno ni cielo. Aunque tiene sacerdotes, éstos no reivindican ningún tipo de especial
santidad.

Cuando conocí a Tenkai, acababa de finalizar su aprendizaje en el monasterio de Empuju-ji y


comenzaba su internado en el Centro Hosenji. La vida monástica parecía irle bien. Lentamente,
me dijo, las cosas empezaban a cambiar para él. No es que la vida monástica le hiciera cambiar
sus sentimientos -todavía tenía altibajos emocionales- o su forma de pensar. El zen no tiene nada
que ver con la cognición, explicaba. Cambia la forma en que las personas perciben las cosas. Se
sentía más integrado en el universo, su sentido de la realidad estaba más definido. Lo que había
cambiado, proseguía, era su percepción de las cosas, su consciencia.

A veces esta nueva sensibilidad aparecía cuando estaba practicando zazen. Otras veces, cuando
estaba haciendo algún trabajo físico. Al preguntarle qué sentía, me dijo: «No puedo explicarlo con
palabras, pero lo comprenderás de inmediato si te sucede. Es como si tu mente no estuviera ahí».

Cuando le aseguré a Tenkai que yo pasaba la mayor parte del tiempo dedicado a la meditación
pensando en cosas rutinarias, me dedicó una sonrisa espiritual. «Es una sensación extraña y
mística. Pero no te preocupes. Todo el mundo lo consigue tarde o temprano», me dijo.

Un humano universal
Aunque Tenkai, comparado con la media de personas, puede ser un personaje poco habitual por la
fuerza y tenacidad de sus anhelos metafísicos, no es de ninguna manera único. Los psicólogos y
teólogos alegarían que la mayoría de la gente está dotada para la espiritualidad, que es una de las
más omnipresentes y poderosas fuerzas del ser humano: ha sido evidente, hasta en el último
rincón del globo, a través de la Historia de la civilización y la cultura. Para mucha gente, la
espiritualidad constituye el epicentro de su vida.

El Homo sapiens ha tenido creencias espirituales desde los albores de nuestra especie. Hace más
de 30.000 años, nuestros ancestros pintaban, en lo que es hoy Europa, las paredes de sus cuevas
con imágenes de extrañas quimeras, cuerpos humanos y cabezas de animales que los
antropólogos creen que representaban hechiceros o sacerdotes. Estos primeros humanos
enterraban los cuerpos preparados cuidadosamente para la otra vida. A veces les proveían de
alimentos y suministros para el viaje; otras, les cortaban las manos y la cabeza, quizás para evitar
el retorno de los enemigos. Así actuaban los creyentes.

Nuestras convicciones espirituales siguen siendo hoy igual de profundas. Las encuestas muestran
que más del 95 por ciento de los americanos cree en Dios, el 90 por ciento medita o reza, el 82
por ciento dice que Dios hace milagros y más del 70 por ciento cree en la otra vida.

Nuestra fe no es algo singular. Incluso en China y en la antigua Unión Soviética -donde poderosos
gobiernos utilizaban toda forma posible de persuasión para reemplazar a Dios por el comunismo-
más de la mitad de la población conservó sus creencias espirituales. Entretanto, las fuerzas del
fundamentalismo -ya sea cristiano, judío o musulmán- barren el globo desde Sudamérica hasta
Oriente Medio, pasando por África.

Sin embargo, nuestras creencias espirituales no están necesariamente relacionadas con la


asistencia a la iglesia. De hecho, ésta ha ido decayendo en Estados Unidos desde la década de los
cincuenta del pasado siglo. Cada día más, la gente cree que las Iglesias ponen demasiado énfasis
en la organización en detrimento de la espiritualidad. Como se decía en un comentario de una
encuesta Gallup: «Creer cada día tiene menos que ver con pertenecer».

La asistencia a la iglesia ha bajado en Europa todavía mucho más que en Estados Unidos. En el
Reino Unido y Holanda, sólo el 5 por ciento de la población participa en los servicios religiosos de
manera regular. Incluso en Italia, considerada a menudo como el bastión de los valores católicos
tradicionales, la mayoría de la gente no está de acuerdo con el Papa en temas como el divorcio o
el aborto.

La discrepancia entre la asistencia cada vez menor a los actos religiosos y el alto porcentaje de
gente que cree en Dios puede explicarse, en buena medida, por el hecho de que la espiritualidad
no tiene nada que ver con los preceptos religiosos, sea cual sea la religión a la que nos referimos.
Más del 75 por ciento de la gente interrogada cree que Dios puede manifestarse de muy diversas
formas. Cada vez hay más gente que piensa que no importa a qué Iglesia vas porque «todas son
igual de buenas».

Aparte de la observancia religiosa o la asistencia formal a los actos religiosos, un sondeo llevado a
cabo en la década de 1990 mostró que el 53 por ciento de los americanos ha tenido un «momento
de repentino despertar religioso». En una investigación realizada por nosotros en los Institutos
Nacionales de la Salud, más de un tercio de los encuestados elegidos al azar informó de que había
tenido experiencias personales en las que se sintió en contacto con un «divino y maravilloso poder
espiritual». Un porcentaje similar dijo que se había sentido, al menos una vez o dos, «muy cerca
de una poderosa fuerza espiritual que parecía elevarte y hacerte salir de ti».Aunque hubo un
tiempo en que tales experiencias se consideraron síntomas de una incipiente sicopatología,
recientes investigaciones muestran que, realmente, tienen más que ver, en la mayoría de la
gente, con una mejor adaptación y salud psicológica.
Tenkai puede estar en lo más alto del continuum humano en lo que se refiere a su interés por la
espiritualidad, pero su caso no es de ninguna manera único. Destaca por su espiritualidad más que
por el hecho de que cree en algo más grande que él y sólo tiene en un grado más alto de lo
habitual lo que de hecho es una característica común al ser humano.

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