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Aproximación a las Cofradías de la

Santa Vera Cruz

Antonio BONET SALAMANCA


Madrid

La cruz se erige en fuente inagotable y soporte de espiritualidad con proyección


identitaria al único y auténtico Lignum Crucis. Su histórica representación nos
remite a las catacumbas romanas ante el auge y la expansión alcanzadas con
la invención de la Santa Cruz en el año 313. Conforme a la tradición, Eusebio de
Cesárea nos retrotrae al milagro acontecido al emperador Constantino en su
petición de una señal al Dios de los cristianos. Contempló en el cielo de
mediodía, cómo una cruz de sangre contenía el lema, “In hoc signo vinces”,
con esta señal vencerás, y, así logró la victoria contra Majencio en Puente Milvio,
en las cercanías de Roma. En reconocida gratitud sustituyó los lábaros legionarios
y las águilas heráldicas por cruces y crismones.

El cristianismo asumió desde un inicio, que el verdadero árbol de la vida es


la cruz en la que Cristo murió a sí mismo para dar vida al mundo (1 Cor. 1,18).
La tradición nos remite a la toma de Jerusalén en el 614, por el rey persa
Corroes II, para apropiarse del ansiado trofeo de la Vera Cruz. En 627, el
emperador bizantino Heraclio derrotó a Corroes en la batalla de Nínive, si
bien, el 14 de septiembre de 628, el “lignum crucis”, retornó a la ciudad Santa
en gloriosa ceremonia, siendo la cruz redentora llevada por el mismo emperador.
La emperatriz Elena, madre de Constantino al contar con ochenta años cumplidos
peregrinó a Tierra Santa en búsqueda de la auténtica Cruz de Cristo. El Gólgota y
el Sepulcro fueron cubiertos milagrosamente de tierra y escombro en salvaguarda
de su conservación hasta ser recuperadas del olvido y sacados a la luz en una
colina al fondo de una gruta, un 3 de mayo de 325, siendo varios los leños
identificados, entre ellos, tres cruces de madera resinosa, además de unos
clavos y la inscripción condenatoria de Jesús. Ante el extraordinario hallazgo
de la Verdadera Cruz fue fijada la festividad del 14 de septiembre de 326, en
honor al Santo Madero.

Religiosidad popular: Cofradías de penitencia,


San Lorenzo del Escorial 2017, pp. 261-280. ISBN: 978-84-697-5400-9
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El castigo en la cruz se remonta a la civilización persa, si bien, posteriormente


sería utilizada por griegos y romanos, al igual que, practicado en la crucifixión de
criminales y esclavos no romanos, suplicio considerado bárbaro como resaltan,
entre otros autores Herodoto, Plutarco, Tácito y Flavio Josefo, precedido en
general, de la tortura por flagelación. La denominada cruz latina quedó conformada
por sendos travesaños vertical y horizontal para configurar una T (stipes y
patibulum), en la que, el condenado era tumbado para ser clavadas sus manos al
madero horizontal portado previamente por el reo hasta ser encajado el vertical
con los pies superpuestos por único clavo.

Santa Elena ordenó edificar el Martyrium sobre el sepulcro de Cristo para


preservar una parte de la Cruz en un relicario y erigir la Basílica de la Resurrección
sobre el citado sepulcro. La Cruz de Cristo se remite en origen a Jerusalén y
Roma, ambas ciudades, convertidas en centros devocionales de la misma. Un
tramo de la reliquia de la cruz sería trasladada desde la ciudad Santa por el
obispo astorgano Toribio para ser depositada en el monasterio de Liébana y
venerada por su homónima cofradía desde 1181. En la Baja Edad Media se
barajó el término confraternitas, de plural significación, en símil a la acepción
germánica gilda, adscrita a las asociaciones profesionales o gremiales que
participan de comunes objetivos religioso-asistenciales.

Durante el siglo XV, se generalizó la devoción a la Pasión de Cristo, en parte,


por el influjo ejercido por la mística medieval y el franciscanismo emergente en
el multitudinario nacimiento de las Cofradías advocadas de la Vera Cruz, conforme
a la Devotio Moderna, o imitación de Cristo, síntesis de la espiritualidad propugnada
por Tomás de Kempis. Signo e identidad conforman el germen e inicio de las
cofradías penitenciales en conjuntada simultaneidad artística y figurativa, afín a
los frescos seriados de Piero della Francesca en “La Leyenda de la Vera Cruz”.
El ciclo pictórico se inicia con el Paraíso y culmina en el Triunfo de la Cruz
encarnada en la Nueva Alianza, símbolo divino integrado en el árbol glorioso de
la Vida al que se dirige la mirada para “contemplar al que atravesaron” (Jn.
19,37). La Cruz victoriosa sobre la muerte se erige en el doloroso misterio y
la gloriosa Resurrección para irradiar eterna luminosidad a la expectante y
doliente humanidad.

LA CRUZ: HISTORIA Y LEYENDA

El culto a la Santa Cruz se remite al inicio del cristianismo conforme al


romano arco constantiniano erigido el 28 de octubre de 312. El 14 de septiembre,
el Patriarca de Jerusalén elevaba el sagrado madero al decretar dicha jornada
festiva en honor a la Ostentación, la Elevación o la Exaltación de la Cruz,
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instituida litúrgicamente como símbolo redentor y triunfante. La cruz fue


considerada, en principio, como signo de maldición e ignominia convertida
para los cristianos en símbolo de victoria y salvación. San Ambrosio de Milán, en
su Muerte de Teodosio confirma cómo Santa Elena, madre del emperador
Constantino halló la cruz de Cristo en el Gólgota en el año 326, dejando la
mayor parte del leño en Jerusalén, junto al envío de otro tramo a su hijo
Constantino, hasta llevarse consigo a Roma, el resto de las reliquias de la
Pasión depositadas en su imperial residencia del Palacio Sessoriano.

Constantino favoreció mediante la publicación del “Edicto de Milán” a los


cristianos al prohibir las persecuciones. Resaltar el apoyo del obispo de Córdoba
Osorio como protector y defensor del cristianismo, en oposición a la herejía
arriana condenada en el concilio de Nicea, en 325. Constantino obsesionado
por la visión de la cruz encargó a su madre santa Elena buscar la cruz de Cristo
en Jerusalén. Al llegar a sus oídos la versión del judío Judas, conocedor del
lugar exacto, propició que en el monte Calvario aparecieron las tres cruces.
Distintos milagros corroboran la autenticidad de la madera localizada en la
Ciudad Santa antes de ser troceada. Posteriormente el emperador persa Cosroes
invadió Siria y Palestina para apoderarse de Jerusalén y de la Vera Cruz hasta
ser vencido por el bizantino Heraclio.

La tradición cristiana recoge entre sus fuentes narrativas la obra escrita en


lengua latina en 1264, compuesta de 182 capítulos por el fraile dominico Santiago
de la Vorágine, o de Varazze, que llegaría a ser arzobispo de Génova, La Leyenda
Aúrea o Dorada. Sus escritos gozaron de la necesaria difusión en la Edad Media al
recoger entre sus páginas biografías y hagiografías de arraigadas devociones
vinculadas con la Santa Vera Cruz. La narración recoge cómo Set recibió del
ángel una rama del árbol, en el que pecaron Adán y Eva y la colocó sobre la
tumba paterna. En la fase salomónica, el árbol surgido se intentó utilizar en la
construcción del templo, si bien, al no poder disponerlo como viga, sirvió para la
construcción de un puente que salvaba un arroyo. Cuando la reina de Saba atraída
por la sabiduría de Salomón se dirigía a Jerusalén, al cruzar el mismo recibió
una revelación divina con la visión de la viga al haber servido para crucificar
al Hijo de Dios, por lo que se postró a orar en dicho lugar. Salomón ante tales
presagios ordenó destruir el madero, aunque arrepentido al estar hecho con una
rama del Árbol de la Vida, lo escondió en lo más profundo de la tierra. Otras fuentes
garantizan que ocurrió durante un terremoto, siendo aprovechado dicho madero
por los romanos para construir la cruz de Cristo. Tras su muere, la cruz fue
enterrada en el Calvario, junto a las de los dos ladrones, para desaparecer de
por siglos. La historia de la Santa Cruz no se detuvo en la Crucifixión ante la
falta de restos óseos del Crucificado, cuyo cuerpo había ascendido al cielo, si
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bien, la devoción popular se volcó en el instrumento del suplicio al jerarquizar el


culto y venerar las reliquias de la Pasión de Cristo1.

Distintas descripciones se acogen a una sensibilidad bajomedieval proclamada


en las “Meditaciones”, escrito atribuido a una monja clarisa del siglo XIII, al
cubrir de color la vida de Cristo al estilo y referencia de los frescos monásticos.
La piedad franciscana divulgó con ternura y humanidad poética algunos episodios
materno-filiales, resueltos con intensidad intimista como recoge la plástica
artística con la relacional afectividad mantenida entre la Virgen-´Madre y el
Niño. Según Mâle, el texto influyó en el teatro y en la iconografía artística,
por lo que, teatro, liturgia y paraliturgia se aunaron en la difusión temático-
cíclica entre la Navidad y la Pascua con el episodio de la “Visitatio sepulchri”. El
teatro religioso se transformó al abundar en los asuntos de la Pasión de Cristo, a
inicios del siglo XV. Reflejo de lo expuesto serían las “Revelaciones”, con
tendencia al patetismo escenográfico alimentado con los testimonios y el
recuerdo de los peregrinos a Tierra Santa (palmeros), junto al rezo del Vía
crucis hasta el Calvario para venerar las reliquias fragmentadas de la Vera
Cruz, o las gotas de la sangre de Cristo. Álvaro de Córdoba erigió en 1405,
cinco oratorios dedicados a cada uno de los episodios de la Pasión, mientras
María ensalzaba con su presencia algunos de los pasajes al figurar ante la
Cruz, en el Descendimiento y el Santo Sepulcro, además de sostener a Cristo
en sus rodillas transida de dolor. Más tarde, emergió y se difundió con los
servitas el culto a los dolores marianos, explicitado por el “Speculum humanae
salvationis”.

Exitoso prototipo tipológico fue el asignado a san Gregorio encarnado


por el Cristo de Piedad al ser representado de medio cuerpo y desnudo sobre
la tumba con las manos cruzadas y la cabeza inclinada provista de las arma
Christi, o atributos de la Pasión. Entre ellos figura la mano con el guantelete
que abofeteó a Cristo, la santa faz, la trompeta y el cuerpo del pregón público, la
jarra usada por Cristo en el Lavatorio, el farol de aceite utilizado en la noche
del prendimiento, el cáliz de la cena, la bolsa con las treinta monedas de Judas y,
en ocasiones, la calavera de Adán, la cuerda del prendimiento culminados
por el sol y la luna, privilegiados testigos del drama sacro. Resultó prolífica
la imaginería del resucitado agudizada por el patetismo baroco hasta ser
coronado de espinas con los cabellos y la barba manchados de sangre, en
singulares representaciones como el Cristo sedente que espera paciente la
muerte sobre la roca del Calvario. En paralelo cronológico, a partir del siglo XIV,
se generalizó el culto a las llagas de Cristo y al líquido sanador traducido en
la sangre. Entre sus promotores figura san Bernardo, junto a “Vitis mystica”

1 GUENON, R., Le Simbolisme de la Croix, Les editions Vega, París 1979.


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y el Lignum Vitae” del franciscano san Buenaventura, en alusión al vaso lleno


con la sangre que brota de sus llagas, “Fons vitae”, o Cristo empapado en su
propia sangre. Los recipientes vítreos se identifican con los relicarios de cristal
custodios del divino líquido que nos remite a las Cruzadas y al culto a la
sangre divina, tema que cobra realce en el siglo XV, con derivación tipológica
en la “prensa mística”, simbolismo impreso en el Libro de los Números con el
racimo extraído de la Tierra Prometida2.

EL SÍMBOLO CRUCÍFERO

La cruz es el signo cristiano por excelencia solemnizada y transformada


en signo de consagración a Dios. Nadie permanece indiferente ante ella, si
bien, resulta inimaginable la teología cristiana del dolor al margen de la
Teología de la Cruz. La mayoría de la manifestaciones de la semana Santa
española giran en torno a la muerte de Jesús (Crucificados, apaleados, flagelados,
aspados, vírgenes dolorosas, etc.). San Pablo no claudica al escándalo que la
predicación de la cruz produjo en sus oyentes al insistir: “En cuanto a mí,
líbreme Dios de gloriarme en otra cosa que no sea la cruz de nuestro Señor
Jesucristo” (Gal. 6,14). La Simbología cruciforme adoptó disparidad de
manifestaciones expresivas de la entera y total realidad, en intrínseca y bipolar
dimensionalidad (humano-divina, material-espiritual, masculino-femenino),
en ineludible referente hacia lo trascendente e inmanente, a lo cotidiano y
global, a lo pequeño y lo universal. El término símbolo deriva del griego “símbolon
y logos”, señal y tratado de los símbolos representativos de personas, cosas o
ideas, sin semejanza o parentesco entre sus formas respecto al significado.
Así, la amalgama cruciforme se encarna y visualiza en la multiplicidad formal
manifiesta entre otras tantas, por la cruz abacial, ancorada, de los Apóstoles
(unidad entre Cristo y su Iglesia), de los Arcángeles, bautismal, bizantina, de
Calatrava, de las Catacumbas, celta, chacana, contra el mal, egipcia, enmarcada,
eslava, esvástica, eterna, de los cuatro evangelistas, de la gloria eterna, griega,
india, latina, laubur, lunel, de Malta, matrimonial, de Montesa, de pata de oca,
Patriarcal, de penitencia, potentada, radiada, recruzada, de san Andrés, Santiago,
de san Pedro, en Tau, del temple de la Trinidad, Triunfal o de la Victoria.

El concilio Vaticano II recuerda que, “Es ante la muerte donde alcanza su


cima el enigma de la condición humana” (Gaudium et Spes, 18). Por ello, desde
la teología, la muerte de Jesús es la respuesta de Dios al problema del sufrimiento
y del dolor. San Pablo explica cómo la cruz de Cristo es la revelación de
Dios representada en el “auto-vaciamiento”, o Kénosis de Dios (hasta la

2 SEBASTIÁN LÓPEZ, S., Mensaje del Arte Medieval, Ed. El Almendro, Córdoba 1984,

pp. 134-138.
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muerte y muerte en Cruz). La cruz como signo admite distintas interpretaciones


de contrariadas opiniones en asumido binomio y conjuntada simbología redentora,
vehicular y unitiva entre Cristo Dios y Cristo hombre. En Oriente cristiano, la
vivencia de la cruz se manifestó de manera triunfante patente en los mosaicos
bizantinos, junto a la producción de iconos en los que, Cristo se alza sereno
y majestuoso. En Occidente, por contraste, se acentúa la humanidad sufriente
de Cristo, quizás como respuesta a los males y enfermedades que asolaron
Europa. La teología cristiana revitaliza el actuar salvífico de la vida de Cristo:
Vida-Pasión-Muerte-Resurrección-Pentecostés, con su venida gloriosa al
final de los tiempos. La semana Santa acredita el anuncio permanente de la
realidad de nuestra condición finita y mortal, si bien, la muerte, presente en
el hecho cultural y procesional, es transfigurada en la Cruz de Cristo para ser
convertida en germen de nueva vida3.

La capilla de santa Elena, radicada en el lugar donde fueron descubiertas


las tres cruces en el templo del santo sepulcro constituye el espacio en el
que, además del rito latino, los franciscanos comparten rezos y oficios con
los griegos armenios, coptos y sirios. Los cultos de semana Santa se ciñen al
ritual procesional con el inicio gozoso y dominical de Ramos, celebrado en
el Anástasis, como anticipo del triunfo y la resurrección de Cristo. Se accede
a la tumba para entonar el “Gloria laus”, previa la celebración de la Pasión
del Señor en el Calvario durante el Viernes Santo, con algunos añadidos y
adaptaciones al limitado espacio disponible. Sobresale el dinamismo teológico
y celebrativo en el Calvario con el crucifijo y la reliquia de la santa Cruz,
custodiada en un relicario en forma de cruz gemada, conforme al relato de la
monja gallega Egeria, que narra el “Lignum Sanctum Crucis”.

La peregrinación canaliza lo sobrenatural al dignificar y elevar lo natural


sin destruirlo. Al año 333 se remite el primer itinerario conocido desde Bourdeos a
Jerusalén, siendo costumbre hacer el “iter iherosolimitanum”. El culto a las
reliquias cayó en el abuso continuado con la “invención” de cuerpos y santos, en
alusión a san Ambrosio de Milán en 386, al descubrirse los restos corporales de
Gervasio y Protasio. Los santuarios se fundamentaron en los milagros extraordinarios,
para ello, ningún sitio, mejor que las catacumbas romanas para albergar tantas
emociones religiosas como reflejan algunos peregrinos o romeros. Con prontitud
se generalizó la veneración de las reliquias de los mártires siendo Roma, el
enclave natural de los restos hagiográficos como san Lorenzo, san Cristóbal
y san Julián. Los principales centros de peregrinación a parir de la Edad Media

3 GERMÁN ZURRIARAÍN, R., “El Significado Teológico de la Cruz”, en Actas del Congreso

Internacional celebrado en Varsovia, del 15 al 20 de mayo de 2006. La Semana Santa en las


Culturas de los Confines de la Cristiandad Oriental y Occidental, pp. 199-208.
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se fijaron en Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela, sin excluir otros, como


el legendario e italiano de Lucca (el “Santo Volto” o Santa Faz). Otros enclaves
se focalizan en Aquisgrán y Colonia, además de los marianos en Rocamadour,
El Puig, o el dedicado al arcángel psicopompo, como intercesor de los difuntos
de Mont-Saint-Michel4.

Según reseña del teólogo centroeuropeo Romano Guardini, “los hombres


modernos deben volver a aprender el valor profundo de los gestos”. El universo
simbólico de la Cruz se refleja en la construcción templaria inserta en la
concepción antropomórfica del edificio eclesiástico con sustento interpretativo
de la iglesia equiparada al Cuerpo místico de Cristo y configurada en planta
cruciforme. El templo es el reflejo de la Ciudad de Dios en la tierra y, el mundo
es la revelación cíclica de Dios en el tiempo y el espacio. El cielo representa
el movimiento de la vida circular alrededor del sol divino, mientras la bóveda y
la cúpula representan el cielo, en símil al rectángulo, la nave, la tierra o la
puerta, traducidos en inequívocos referentes cósmicos.

El simbolismo constructivo se asemeja a los edificios con traslado de la


“escuadra al compás”, es decir, del cuadrado al círculo, de la tierra al cielo.
En la entrada de algunos templos medievales, el Laberinto (analogía cretense),
simboliza el acceso por el nacimiento y la salida por la muerte. Continúa el
espacio con los doce pilares tradicionales de la nave, cifra zodiacal representativa
del apostolado y columna espiritual de la iglesia. La docena se encarna en las
doce tribus simbolizadas por los signos zodiacales. Otro motivo ornamental
se sustenta en el crismón o cruz inscrita en el monograma de Cristo, núcleo
del sígnico círculo, en analogía a la rueda cósmica. Diagrama universal en
movimiento cíclico con las letras X y P, fusionadas, al determinar los dos
ejes cardinales y el polar sobre un plano previo al rosetón, cuyo carácter de
rueda cósmica se testifica con la presencia de doce radios centralizados por
Cristo en majestad y los signos zodiacales o los doce apóstoles. La Cruz es el
centro del cosmos en alusión a Cirlot: “La cruz es el puente o escalera por la
que las almas suben a Dios”.

San Cirilo de Jerusalén escribió: “Dios abrió sus manos en la cruz para
abrazar los extremos de la tierra, y por ello, el monte del Gólgota es el polo
del mundo”. El árbol de la Cruz determina la arquitectura interior de la misa
y la construcción templaria. Esa cruz del Árbol de la Vida es el mismo que
estuvo pintado en el centro del Edén, del que manaron los cuatro ríos del
Paraíso (Gén. 2,9,10), con localización en el centro de la Jerusalén celeste, e
identificado por la Escritura con la Sofía divina, y por tanto, con el Verbo.

4 SEBASTIÁN LÓPEZ, S., Mensaje del arte Medieval, o.c., pp. 41-47.
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La cruz, Árbol de la vida, sustituye al del Edén, situado como éste en el punto
central de mundo. El eje vertical de la Cruz, eje del mundo mide y atraviesa
los tres planos del cosmos: infiernos, tierra y cielo siendo el eje horizontal, el
“cuantitativo”, que mide el tiempo y el espacio terrenal (Permanente simbolismo
ascensional afín con la arquitectura invisible que, por medio del “pilar axil”,
comunica el altar de la tierra con el celeste del Cordero). Comparte carácter
solar el incienso que se expande como “el buen olor del Penuma”, o perfume
solar simbolizado en gloriosa evocación por la divinidad.

El signo de la cruz encarna el rito purificador de sacralización, por lo que,


antes de traspasar el recinto divino o Casa de Dios, el fiel deberá primero separarse
del mundo profano y armonizar con el lugar sagrado. La pila y el baptisterio
se erigen en símbolos acuáticos mientras el altar cristiano se convierte en centro,
sucesión y síntesis del hebraico transformado en arquetipo celeste, el Altar de la
Jerusalén celeste en el que “yace el Cordero inmolado desde el inicio del
mundo”. La Nueva Alianza derramada en la sangre es ofrecida al Señor y
distribuida al pueblo para sellar la reconciliación del pecador con Dios. La
piedra shethiyàb corresponde al altar o punto central, y “las cuatro cruces”
significan para Durand de Mende la redención por Cristo de las cuatro partes
del mundo. La central del altar representa al Salvador, que ha redimido en el
centro del mundo a la humanidad con sede en Jerusalén. La bóveda redonda
simboliza al cielo y, el ara cuadrada, a la tierra, debajo, con el baldaquino, a
modo de cubo, provisto de cuatro columnas y rematado por una semiesfera,
esquema similar al santuario del templo y del universo (el cielo sobre la tierra),
con el altar en el centro del mundo5.

El historiador del arte, el jesuita Juan Plazaola en su Tratado de la “Crisis


de la Iconografía Actual”, asume el simbolismo alegórico del arte abstracto al
ubicar el corazón del templo en el Altar, consumación del misterio eucarístico
como lugar “más abstracto” del cristianismo y menos figurativo, en el que, las
apariencias sensibles lo esconden todo. Mas, como el arte abstracto puede, el
arte figurativo debe entrar en el Templo, ya que, el cristianismo como religión
de Encarnación nunca pudo prescindir de la sacra efigie del Dios-hombre, ni de
la “estelar hermosura de María”, ni del rostro de los santos, al resplandecer
su carne con la belleza de la Gracia. A la etapa de la “imagen”, le sustituye
la era del “signo”, al devenir la iconografía en “signografía”. No hay que
obviar las formulaciones cristológicas en sintonía con el bestiario medieval
significado en la historia del arte y de la salvación. Cristo ha sido representado
entre otros elementos, por el Pez, el Cordero, el León, el Pelícano, el Grifo y,
el Unicornio.

5 HANI, J., El Simbolismo del Templo Cristiano, Sophia Perennis, Barcelona 200, pp. 85-107.
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La catedral romana de san Juan de Letrán es una de las siete iglesias de


peregrinación provista de planta basilical con tres naves, columnata y fachada
ondulada resuelta en 1750 por Domenico Gregorii, con remate escultórico
que rememora la triunfal apoteosis de la Cruz. Entre sus dependencias figura la
Scala Santa (Escalera Santa), y el Sancta Sanctorum, o capilla privada papal,
decorada con frescos y mosaicos del siglo XIII. A la Scala se asciende por
28 escalones de mármol blanco, procedente del palacio de Poncio Pilatos de
Jerusalén, llevada por Santa Elena y ubicada en el adjunto Palazo Laterano,
incendiado en 1308, antes de ser trasladada a Aviñón en el siglo XIV. Aquí
se firmaron los Acuerdos de Letrán de 1929, entre Benito Mussolini y los
representantes vaticanos, marco de la intervención ornamental propiciada por
Francisco Borromini, por encargo de Inocencio X. En los muros catedralicios se
resume la historia y la cronología del pueblo judío desde Abraham hasta Josué.

Conforme a la tradición, además de algunas reliquias, figuran el dedo del


apóstol santo Tomás, un clavo, el patibulum del buen ladrón, algunos fragmentos
de la roca del santo Sepulcro y dos espinas de la corona de Cristo. El obelisco
culmina con el signo cruciforme para centralizar algunos de los significados
espacios del urbanismo romano, como el escogido por Sixto V, eje columnario de
la basilical vaticana, de Domenico Fontana en 1586. La cruz como símbolo
universal aparece en diversas culturas con primacía cultural adscrita a la
tradición católica, si bien, la dimensión taumatúrgica y salvífica de la cruz se
confirmó en la sociedad medieval como reflejan Los Autos de Fe y las Pruebas de
Fuego contra herejes y criptojudíos. Por ello, se adoptaron algunos apellidos
cristianizados en evitación de posibles prejuicios, como fueron los de Santa Fe,
Santa María o Santa Cruz. Intemporales resultaron los Conjuraderos, como el de
Guaso (Huesca), evocadores de la protección del ganado y, la defensa de los
campos frente a las tormentas. Se ubicaban y orientaban, a modo de edificio
talismán en símil a los Cruceros ubicados en el cruce de veredas y caminos para el
ritual, junto a la bendición de campos, las reuniones de mozos y mozas, e incluso,
como acomodo de cabildos convocados para resolver problemas comunitarios.
El entorno medieval abundó en exorcismos y adjuraciones contra tempestades
y demonios, plagas de peste y hambrunas frente a la permanencia de las
tradiciones de empalaos que vinculan arado y pasión. En Valverde de la
Vera (Cáceres), los varones que ofrecen un voto, asisten como penitentes por
las calles de esta localidad durante el Jueves Santo y rodean sus cuerpos con
sogas de esparto enrosacadas al igual que, en los brazos manteniendo éstos
en cruz mediante el timón de un arado6.

6 HERNANDO GARRIDO, J.L., “Sobre arma Christi y tentenublo. Antecedentes de la

Iconografía de la Cruz”, en El Árbol de la Cruz, Las Cofradías de la Vera Cruz. Historia,


Iconografía Antropología y Patrimonio, Ed. Junta de Castilla y León, Zamora 2010, pp. 15-41.
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LAS COFRADÍAS DE LA CRUZ (REFERENTES Y MODELOS)

El Diccionario de la Real Academia española define el término Cofradía,


como “Congregación o hermandad que forman algunos devotos con autorización
competente para ejercitarse en obras de piedad”. Acepción no en exceso prolija
ante la ausencia argumental, junto a la carente proyección conceptual e
institucional asimilada a Gremio, definido como “compañía o unión de gentes
para un fin determinado”.

Otras formulaciones similares de Cofradía inciden en la asociación de


fieles católicos reunidos en torno a una advocación de Cristo, la Virgen o un
santo, un momento de la pasión o una reliquia. Las Cofradías constitutivamente
representan una llamada a la conversión al remontar su antigüedad a la Roma
republicana, si bien, la primera referencia documentada se retrotrae a la ciudad
de Florencia en 1219, con las Ordo de Penitencia o fraternidades de penitentes,
flagelantes y voluntarios que practicaban actos devocionales y caritativo-
asistenciales. El memorial histórico nos remite a la Baja Edad Media con el
asentamiento de las primeras hermandades franciscanas advocadas de a Cruz
y la Vera Cruz.

Las incipientes cofradías penitenciales surgen con proyección familiar y


asociativa en defensa de la caridad, la asistencia y la hospitalidad del hermano
necesitado. Los socorros mutuos y la muere constituyen aspectos nucleares
proclives al entorno gremial y laboral. Rememorar e imitar la Pasión de Cristo
implicó el adecuado cauce para alcanzar la purificación eterna mediante la
disciplina penitencial. El disciplinante se auto-flagela al representar el cuerpo, el
instrumento vehicular del maligno. Las órdenes mendicantes, en especial
franciscanos y dominicos difunden la devoción a la cruz con la práctica del
Vía-crucis, la prédica y la construcción de nuevos humilladeros. Fueron pléya
de las cofradías que se intitularon de la Cruz o la Vera Cruz, al escoger tan
preciado icono redentor, implícito al entorno asociativo. Los franciscanos
promovieron la devoción a la Vera Cruz gestada en la adquisición y veneración
de multiplicidad de reliquias relacionadas con el lignum crucis, para universalizar
la devoción conventual franciscana7.

Frente al dolor se configura la fiesta que hermana y vincula actitudes


predispuestas al rompimiento de lo cotidiano y al fomento de la fraternidad
humana. La cofradía celebra cada año la festividad de la Cruz: Invención (el
3 de Mayo), Triunfo de la Cruz (16 de julio), y la Exaltación (14 de Septiembre),

7 CASQUERO FERNÁNDEZ, J.A., “Las Cofradías de la Cruz: proceso histórico y

ritual”, en El Árbol de la Vera Cruz, las Cofradías de la Vera Cruz, Historia, Iconografía,
Antropología y Patrimonio, Ed. Museo Etnográfico de Castilla y León, 2009, pp. 44-61.
APROXIMACIÓN A LAS COFRADÍAS DE LA SANTA VERA CRUZ 271

con primacía de la Santa Cruz de Mayo, al marcar el inicio del año cofrade y
la renovación de cargos. Se generalizó la presencia de disciplinantes conforme a
la Santa Regla, en que se recogen algunos requisitos, entre ellos, la uniformidad
procesional, bien sea con alumbrantes o disciplinantes, ya que, la túnica garantiza
el anonimato, algo en lo que se insiste para la validez penitencial. El hábito o
vestimenta, en general, se compone de “camisa”, que cubre el cuerpo del
disciplinante hasta las rodillas, algunas veces, hasta los pies, dejando las
espaldas al descubierto. Suele llevarse capillo bien apuntado o romo, siendo
este último el empleado por tierras de Castilla y León. Las túnicas suelen ser
blancas y enlienzadas como recordatorio de la que llevó Cristo, además de
prefigurar el sudario, a modo de mortaja, símbolo de la purificación ritual, a
imitación de los antiguos flagelantes italianos bajomedievales.

El franciscanismo emergió ante el empeño de su promotor Francesco, il


Poverello, un gigante referencial de la santidad, que recibió la visión del
Crucificado con forma de serafín en 1224, en la capilla de san Damián, previo el
fenómeno de la estigmatización de las cinco llagas, elevado a alter Christus,
o icono vivo de Cristo. Greccio, La Verna, Belén y Jerusalén conforman en el
fundador una unidad inseparable, por lo que, sus seguidores serán conocidos
como Custodios de Tierra Santa, o los Santos Lugares. Los franciscanos ya no
serán llamados monjes sino frailes o hermanos, como “heraldos itinerantes de
Cristo”, y con ello, ampliar la versión monacal del ora et labora con implicación
en la vida mundana.

En 1215 se iniciaba el IV concilio de Letrán, y el papa Inocencio III, en


su encuentro con Francisco en 1209, anunciaba en su discurso inaugural:
“Todos los lugares santos están profanados y el sepulcro del Señor, que
resplandecía de gloria está sin veneración, y donde se adoraba al unigénito
Hijo de Dios, Jesucristo, ahora se da culto a Mahoma, el hijo de la perdición…”,
así intuyó Francisco, el origen divino del innovador movimiento suscitado al
aprobar el carisma plasmado en la Primera Regla. El peregrino Thietmar en 1217,
afirmaba que, “la iglesia del santo Sepulcro del Señor y el lugar de su Pasión
estaban sin lámparas, sin honor, sin respeto, sin culto y siempre cerrado, por lo
que, durante el dominio musulmán de Tierra Santa se consolidó tan lamentable
estado”. En 1219, el sultán Malek el-Kamel ofreció la paz a los cruzados
prometiéndoles Jerusalén con la entrega de la Santa Cruz (el Lignum Crucis
raptado como botín por Saladino en 1187), a cambio de su retirada de Egipto.

Las primeras crónicas franciscanas se remiten a “la vida primera”, de


Tomás de Celano, escrita h. 1228-1229, tan sólo a los dos años de la muerte
de san Francisco. Su interés por Tierra Santa iba a propiciar, que los “frailes
de la cuerda” fueran los únicos católicos presentes por mandato del fundador
272 ANTONIO BONET SALAMANCA

mendicante. Lodulfo Sudheim, que permaneció en Tierra Santa entre 1336 y


1341, ratificó la presencia franciscana en el convento de Monte Sión: “Allí
celebran devota y públicamente los oficios divinos, pero no les está permitido
predicar y enterrar a los muertos sin permiso del oficial de la ciudad”. Algunos
viajeros como F.R. de Chateaubriand, en su itinerario de París a Jerusalén en
1806, se admiró del desinteresado servicio en los Santos Lugares y la generosa
actitud de los franciscanos. Gracias a ellos, la primitiva idea de “cruzada”
fue sustituida por la misión conforme indicó en su tiempo el fundador, a frailes,
clérigos o laicos, con el deseo de misionar entre sarracenos e infieles8.

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274 ANTONIO BONET SALAMANCA

Capilla de la Invención de la Cruz


Santo Sepulcro. Jerusalén
Una balaustrada señala el punto tradicional del hallazgo de las reliquias.

En 1219 Francisco, enamorado de Cristo y de los santos lugares, se encontró


con el sultán Malek el Kamel, quien dio permiso a él y a sus hermanos, los
“frailes de cuerda”, para poder estar en Tierra Santa. Giotto, S. XIII Basílica
superior de San Francisco de Asís.
APROXIMACIÓN A LAS COFRADÍAS DE LA SANTA VERA CRUZ 275

Scala Santa
Escalera de mármol, cubierta por madera de nogal, ubicada en frente de la
Basílica de San Juan de Letrán en Roma, compuesta por 28 peldaños. Fue
mandada traer a Roma por Santa Helena, madre de Constantino I, en el año
326, del palacio de Poncio Pilatos en Jerusalén.
276 ANTONIO BONET SALAMANCA

Viacrucis de Los Empalaos, Valverde de la Vera, Cáceres.


Los Empalaos son hombres que se visten con un timón, hecho con madera de
castaño atando fuertemente los brazos a él, incluyendo el torso, una corona
de espinas dos espadas en la espalda y un velo. Van descalzos por el pueblo y
se arrodillan ante cada cruz (catorce) y ante cada empalao que cruzan.
APROXIMACIÓN A LAS COFRADÍAS DE LA SANTA VERA CRUZ 277

Los Picaos de San Vicente de la Sonsierra, La Rioja.


Acto religioso organizado por la Cofradía de la Santa Vera Cruz.
Autoflagelación del disciplinante.
278 ANTONIO BONET SALAMANCA

Lignum Crucis S. V
Monasterio de Santo Toribio de Liébana, Cantabria.
“El verdadero árbol de la vida es el árbol de la cruz en el que Cristo murió a
sí mismo para dar vida al mundo” (1 Cor. 1,18).
APROXIMACIÓN A LAS COFRADÍAS DE LA SANTA VERA CRUZ 279

El Hallazgo de la Santa Cruz.


Agnolo Gaddi, 1380 Florencia.

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